Invierno | Capítulo 5 | Buena madera. La encina de Tabor.

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CAPÍTULO 5

Buena madera La encina de Tabor

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La segunda estación señalada por Samuel fue la encina de Tabor: “Y luego que de allí sigas más adelante, y llegues a la encina de Tabor, te saldrán al encuentro tres hombres que suben a Dios en Bet-el”1. En la región de Israel, donde predominan las encinas, un árbol como este no tenía nada fuera de lo común; sin embargo, “la encina de Tabor” no era importante por ser única en su especie, sino porque algo significativo había sucedido bajo sus ramas. Todos, como seres humanos, somos iguales; sin embargo, nuestras historias, nuestras vivencias, nos marcan, nos hacen diferentes, únicos. Dependerá de tus decisiones y labores, de tu amor y entrega, la valía de tu encina. Doscientos años antes de que Saúl llegara a su segundo destino, una mujer, Débora, se había sentado debajo de ese árbol para juzgar a Israel. La Biblia, en el Libro de los Jueces, en el capítulo 4, relata que, en aquel tiempo, gobernaba a Israel una mujer, profetisa, que tenía la costumbre de sentarse en un lugar llamado “la palmera de Débora”, entre Ramá y Bet-el, en la zona montañosa de Efraín, territorio vecino de Benjamín. Algunos historiadores de la Biblia sostienen que la encina de Tabor y la palmera de Débora son el mismo árbol; por lo tanto, Samuel había enviado a Saúl al lugar donde esta mujer aconsejaba a quienes se lo solicitaban, emitía su juicio en torno a los conflictos que se daban entre el pueblo, tomando allí también las decisiones concernientes a su gobierno. ¿Dónde…? Viajando por las rutas de Buenos Aires llegué a la ciudad de Henderson. Pequeña y hermosa, parece que en sus calles el tiempo se hubiera 1

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1ª Samuel 10:3.

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detenido. Sus pobladores, gente de campo, serena, amable y respetuosa, la convierten en uno de esos lugares que tientan para quedarse a vivir. Allí todo es distinto. Aquella tarde de verano, me detuve a preguntarle a un paisano por la calle Italia, y él, ante mi sorpresa, me dijo que no la conocía. Así, pregunté a cuanta persona se cruzó en mi camino, pero nadie sabía dónde quedaba. Desconcertado, decidí buscarla. Recorrí el pueblo en una dirección y, como no la hallé, lo recorrí en forma perpendicular hasta que finalmente la encontré. Cuando llegué al domicilio al que me dirigía, sorprendido, pregunté: “¿Cómo puede ser que en una ciudad tan chica nadie conozca la calle Italia?”. Mirándome con cariño, con la compasión de la gente de campo para con el ansioso y estresado hombre de ciudad, el pastor me respondió: “Debiste haber preguntado por la iglesia evangélica y te hubieran guiado. Aquí nadie conoce el nombre de las calles, todos nos guiamos por los sitios conocidos: la panadería, el taller de don Benito, la farmacia…”. Los arquitectos, con el fin de ayudar a la gente que vive en las grandes ciudades han desarrollado todo un estudio que dio lugar a la teoría de fabricar hitos en las urbes, para que la gente se maneje alrededor de ellos. Estos hitos suelen ser marcas en la historia de un pueblo, sitios en los que acontecieron hechos significativos, buenos o malos, que se perpetuaron en la memoria y se convirtieron en historia. Sin embargo, cuando Saúl llegó a la encina de Tabor, no vio nada interesante. Es muy probable, teniendo en cuenta los calores típicos de la montaña, que hasta haya buscado resguardo del sol ardiente debajo del mismo árbol en cuyas raíces se sentaba Débora para oír los conflictos de los hijos del pueblo. Desafortunadamente, a él nada CAPÍTULO 5

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le llamó la atención. Este sitio histórico, aunque con una apariencia ordinaria, era un lugar especial; allí, alguna vez, se habían tomado decisiones trascendentales que eran de público conocimiento y, seguramente, Saúl también estaba al corriente de esos hechos. Pero ¿cuál era la enseñanza que Samuel quería que Saúl advirtiera? La batalla de Tabor Jabín, rey de Canaán, gobernaba la cadena de fortificaciones en el norte de Palestina. Expansivo y amenazador, planificó subir contra Israel e invadir sus tierras para conquistarlos. La seguridad de su poderío militar daba por sentado el éxito de sus ejércitos comandados por su capitán, el valeroso Sísara. Tras veinte años de opresión de los cananeos sobre Israel, Jabín se había determinado a poseer esas tierras definitivamente. ¿Acaso alguna de las naciones vecinas había podido contra él? No, ninguna. ¿Podría entonces un pueblo gobernado por una mujer detenerlo? Jamás. Esos eran los días del liderazgo de Débora. Tiempos en que una crisis muy aguda sacudía al país, veinte largos años en los que los hijos de Israel estaban obligados a pagar fuertes tributos para no ser invadidos. Pagar para vivir en tu tierra, pagar para que te dejen vivir, para que no maten a tus hijos, para subsistir… historias que se siguen repitiendo hasta hoy. El clamor de un pueblo sufriente se hizo escuchar. Como tantas otras veces en las que las aflicciones los dominaron, miraron al cielo implorando justicia a su Dios. La respuesta llegó y Débora, la profetisa, llamó a Barac, jefe del ejército israelita, para darle el claro mensaje que había recibido: “Junta a CAPÍTULO 5

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tu gente en el monte de Tabor y toma contigo diez mil hombres de la tribu de Neftalí y de la tribu de Zabulón, y yo atraeré hacia ti al arroyo de Cisón a Sísara, capitán del ejército de Jabín, con sus carros y su ejército y lo entregaré en tus manos”. Era evidente que el ejército enemigo superaba grandemente al de Israel, pues tenía una capacidad bélica difícil de igualar: poseía novecientos carros herrados mientras que el de Israel estaba integrado por diez mil hombres de a pie. ¿Cómo enfrentar a Sísara y su heraldo ejército con solo diez mil hombres, sin caballos, sin carros (la mayor tecnología bélica de aquel tiempo)? ¡Era una locura! “Débora es mujer y nada sabe del arte de la guerra, por eso dice estas cosas”, pensó seguramente el atemorizado Barac al ser convocado por la jueza para una misión suicida. El general israelita se negó rotundamente, pero ella, con amor de madre, insistió: “Barac, Dios entregará a Sísara en tus manos, hoy”. Débora sabía que la victoria no dependía de Barac. El secreto no estaba en él, ni en su poder, ni en su habilidad para la guerra, ni en sus hombres, ni en sus armas. Era Dios quien le daría la victoria. Preso de la realidad tangible y del análisis de la situación, Barac respondió: “Si tú fueres conmigo, yo iré; pero si no fueres conmigo, no iré”. ¿No te resulta ridículo imaginar a un jefe del ejército pedirle a una mujer que lo acompañe a la guerra pues de lo contrario no accederá a pelear? Pero era tal la desconfianza que Barac tenía de las palabras de Débora, que no le importó lo irrisorio de su pedido. Esta valiente profetisa consintió en participar de la expedición militar, CAPÍTULO 5

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pero antes de arremangar sus faldas y emprender el camino hacia el campo de batalla junto al ejército de Israel, vaticinó: “Iré contigo, mas no será tuya la gloria de la jornada que emprendes, porque en mano de mujer venderá Jehová a Sísara”. Barac dio un paso al costado en la dirección de la campaña militar, y bajo autoridad de la mujer libertadora, juntos iniciaron la marcha hacia la llanura del monte Tabor, donde Dios había prometido que Sísara sería derrotado y que se encontraba a muchos kilómetros del territorio de Efraín. En una época –sobre todo en la cultura oriental–, en que la mujer tenía un papel secundario o casi nulo en la sociedad, Israel marchaba con su jueza, profetisa y ahora capitana a la cabeza. ¡Sísara y Jabín ya festejaban la victoria sobre un ejército menor en fuerzas y comandado por una mujer! Sin embargo, detrás de ella, marchaba el Dios de los Ejércitos, el Comandante de los Escuadrones de Israel. Cuando Sísara oyó que Barac había subido al monte Tabor con diez mil hombres, reunió sus novecientos carros, todo el pueblo que con él estaba, y marchó desde su cuartel general en Haroset-goim hasta el arroyo de Cisón. Por su ubicación, el monte Tabor era un lugar estratégico para formar las tropas de Israel y defenderse contra los carros de Sísara. Cuando llegó la hora de enfrentarse cara a cara con los enemigos, Débora le dijo a Barac: “Levántate porque este es el día en que Jehová ha entregado a Sísara en tus manos. ¿No ha salido Jehová delante de ti?”. Barac obedeció y descendió con sus diez mil hombres; todo el ejército cananeo, que persuadido de su superioridad estaba en el valle junto al río, donde sus carros no les sirvieron, murió a filo de espada hasta no quedar ni uno. Pero estando en el fragor de la batalla, CAPÍTULO 5

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Sísara descendió de su carro y huyó a pie. Exhausto, llegó a la tienda de Heber, un hombre ceneo amigo de Jabín. Jael, esposa de Heber, salió a recibirlo y le dijo: “Ven, señor mío, no tengas temor”. Como es costumbre de todo beduino acoger con paz a quien entre en su casa, Sísara creyó que podría esconderse y descansar un rato; se acostó, ella lo cubrió con una manta y abrió un odre de leche y le dio a beber. Entonces, el fatigado Capitán le dijo: “Estate a la puerta de la tienda, y si alguien viniere, y te preguntare, diciendo: ‘¿Hay aquí alguno?’, tú responderás que no”. Jael asintió para darle tranquilidad, pero cuando Sísara se durmió, tomó una estaca que estaba sosteniendo las cuerdas de la tienda, puso un mazo en su mano y le atravesó la estaca por las sienes, enclavándolo en la tierra. Cuando Barac y sus hombres llegaron persiguiendo a Sísara, Jael salió a recibirlo, y le dijo: “Ven, y te mostraré al varón que tú buscas”. Él entró a la tienda, y vio que Sísara yacía muerto perforado con una estaca por las sienes. Las manos de otra “frágil” mujer destruyeron al gran opresor, tal como Débora lo había anticipado. ¡Marcha, oh, alma mía! Esta batalla fue el comienzo de la liberación total de Israel del yugo cananeo. Los hebreos fueron ejerciendo cada vez más presión sobre el reino de Jabín, hasta que lo quebrantaron completamente y fueron libres del opresor. En el capítulo 5 de Jueces, encontramos el cántico que Débora entonó al concluir la batalla. A pesar de que en ocasiones aparece con el título: Cántico de Débora y Barac, cuando uno lo lee, entiende que el cántico CAPÍTULO 5

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solo le pertenece a ella. Tan importante fue esta victoria que, dos siglos después, el pueblo seguía cantando esta canción que, por popular y conocida, Samuel, el escritor de estas crónicas, la dejó plasmada en el papel. Todos recordaban la historia, la victoria y la canción de Débora. Saúl no podía ignorarla… Solamente que sus ambiciones no le permitieron percibir el tesoro que la encina de Tabor encerraba para su futuro. Son maravillosas las palabras de la jueza y profetisa cuando, a pesar de describir la corrupción de Israel de esos días, dice en el verso 7: “Hasta que yo, Débora, me levanté como madre de Israel”. ¡Qué declaración! ¡Qué nivel de compromiso! ¿Serías capaz de reemplazar el nombre de Débora por el tuyo y determinarte a cambiar la realidad que te rodea? ¿Puedes decir: este lugar quedó abandonado, estaba decaído, hasta que me levanté como madre o padre, aquí? Depende de ti. Tú eres el factor de cambio. Débora se levantó como madre, como quien tiene la función de proteger, corregir, amar y cobijar a sus hijos. Y con esa misma actitud debes levantarte tú también, sabiendo que las puertas que se abren delante de ti no son para alcanzar ambiciones egoístas, pensando solo en lo que obtendrás, sino para abrir camino, para traer una transformación a tu pueblo y proteger a quienes vienen detrás de ti. En el mismo cántico, Débora se alienta a sí misma y dice: “¡Marcha, oh, alma mía, con poder!”. Era una mujer, en un mundo preparado culturalmente para los hombres, que no se dejaba vencer, a pesar de las adversidades que le tocaba enfrentar. Y tú, ¿serás como Débora o actuarás como Barac? CAPÍTULO 5

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¡Marcha! ¡No te quedes, no te desanimes, no te dejes abatir! No temas ante la responsabilidad o el peligro. No te amedrentes por las amenazas. Lo único que debes hacer es marchar sabiendo que alguien mayor te guía y te guarda. Débora canta: “Vinieron reyes y pelearon… pero desde los cielos pelearon las estrellas; desde sus órbitas pelearon contra Sísara. Los barrió el torrente de Cisón, el antiguo torrente”. El río Cisón, el mayor de esta región de Palestina, es alimentado por numerosos arroyos que recogen las aguas de los cerros vecinos. Aunque no podemos precisar si fue una repentina y torrencial lluvia o un sorpresivo desborde, la victoria se logró porque poco después que el ejército de Sísara acampara junto a la ribera del río, el suelo arcilloso de la llanura se convirtió en un barrial, los carros cananeos no pudieron maniobrar y los israelitas cayeron sobre ellos. Dios no impidió que se desarrollara la pelea, pero permitió que Israel conquistara el triunfo. ¡Claro que habrá batalla y habrá oposición! Pero, desde los cielos, pelearán las estrellas… ¡Los ejércitos celestiales batallarán a tu favor! “Los torrentes de Cisón” se levantarán por ti, arrasarán a tus enemigos y tú alcanzarás la victoria. La Armada Invencible El 7 de septiembre de 1533, nacía Elizabeth I, hija del rey Enrique VIII de Inglaterra y de Ana Bolena. Poco antes de que a su madre le cortaran la cabeza, fue declarada hija ilegítima, pero el Parlamento restableció sus derechos sucesorios casi veinte años después. Al morir su padre, su hermanastra María Tudor, hija del primer matrimonio de Enrique, se impuso en el trono. Durante su reinado, y tras casarse con el rey Felipe II, España se convirtió en aliada de Inglaterra. La CAPÍTULO 5

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unión con Roma –rota en el reinado de Enrique VIII– se restituyó y se instauró un ferviente catolicismo. Una feroz persecución se desató hacia el pueblo que seguía las enseñanzas de John Wyckliffe, que desde el año 1350 era un bastión de la Reforma protestante, especialmente incentivado por la predicación de John Knox con que ardía en aquellos tiempos Escocia. Después de cinco años de gobierno, María murió y Elizabeth ascendió al trono. Tenía veinticinco años. Inglaterra pasaba por momentos económicamente difíciles que la llevaban a una debilidad política extrema frente a los poderes continentales que querían apoderarse de las islas. Fue entonces cuando apareció en escena esta mujer que cambiaría el curso de la historia. Movida por el cambio religioso implantado por su padre al separarse políticamente de Roma, abrazó el camino de la Reforma protestante y luchó incansablemente por la causa. Atravesó numerosas conspiraciones que atentaron contra su vida, la oposición y la traición, pero con gran prudencia y habilidad logró hacer de su reino un espacio de poder respetado y temido. Tras ser proclamada reina, restauró el culto protestante; en 1559, logró que el Parlamento decretara la nulidad de la autoridad papal y que se firmara el Acto de Uniformidad, que hizo de la Biblia la única forma legal de adoración. Se preocupó por la agricultura, luchó con furor por mitigar la miseria de las clases pobres conservando un campesinado libre y llevó una política de expansión marítima que sentó las bases del imperio colonial británico. Fiel a sus creencias, su política exterior se basó en hacer alianza con los países protestantes, lo que la llevó a mantener una latente rivalidad con el rey Felipe II de España, el imperio más poderoso CAPÍTULO 5

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de aquella época. Leal al Papa, el monarca español quería deponer del trono inglés a “la reina bastarda” –como la llamaban– y entronar a María Estuardo, reina de Escocia y prima de Elizabeth, quien era una católica devota y no una “traidora protestante”, contra quien John Knox, predicador y reformador, que llegaría a ser “padre” del estatuto escocés, contendía arduamente. Numerosas conspiraciones, que no llegaron a su fin, atentaron contra la vida de Elizabeth, pero hubo una, en particular, que desató la gran tormenta que pondría a prueba su carácter de estadista. Corría el año 1585 y un nuevo plan de asesinato prometía terminar con su reino. La conspiración de Babington, así llamada históricamente, contaba con el apoyo de María Estuardo e involucraba a muchos católicos romanos, incluso al rey Felipe II. En una maravillosa película basada en este acontecimiento (Elizabeth, la Edad de Oro) se representa un diálogo que mantiene la reina con el embajador de España, cuando ella conoce el atentado planificado contra su vida: “Díganle a Felipe que no le temo, ni a sus sacerdotes, ni a sus ejércitos. Si nos quiere mostrar el puño, estamos tan listos para devolverle el golpe que deseará no haber levantado la mano”. Pero lejos de acobardarse, el embajador la amenaza: “¡Soplarán vientos, señora, que arrasarán con su orgullo!”. Entonces, enardecida como un águila salvaje cuando ve que su nido peligra, responde: “¡Yo también le ordeno al viento, señor! ¡Tengo en mi alma un huracán que, si me obligan, dejará a España sin nada!”2. Mientras los españoles mantenían correspondencia secreta con María, la red de inteligencia inglesa trabajaba para desbaratar la confabulación y finalmente pudo interceptar unas cartas. A pesar de que, en el 2 ¡Qué respuesta! ¡Qué palabras! Tanto sacudieron mi corazón, que inspirado en ellas compuse una canción basada en esta historia, a la que puse por título, precisamente: “Huracán”.

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pasado, Elizabeth ya había anulado una orden de ejecución contra su prima por atentar contra su trono, esta vez las pruebas eran fehacientes y el Parlamento determinó decapitarla por traición. La ejecución de María fue el detonante que Felipe necesitaba para emprender la invasión a la isla y a esta “misión santa” la llamaron “la Empresa”. Cegado de poder, ordenó talar todos los árboles de Almería, en el sur andaluz, para construir la flota más grande que jamás hubiera navegado hasta entonces los mares del mundo, y para ello no le importó convertir un bosque inmenso y precioso en un páramo, que se mantiene así hasta el día de hoy. La armada española salió al mar con ciento treinta buques, más de ocho mil marinos, dos mil remeros y casi veinte mil hombres de guerra: barcos majestuosos con una tripulación de doscientos treinta hombres en cada uno. El plan era sencillo, con tamaño poderío, cruzarían el Canal de la Mancha y navegarían el Támesis hasta aplastar la defensa naval inglesa y avasallarlos en tierra. Con apenas una flota de tres mil hombres y unas finanzas escasas, al saber que el enfrentamiento era inminente, Elizabeth exclamó: “¡Esta armada que viene contra nosotros lleva la inquisición en sus entrañas! ¡Que Dios prohíba su éxito porque, de lo contrario, no habrá más libertad de conciencia ni de pensamiento en Inglaterra!”. Las campanas sonaron en todo el país, los campesinos dejaron los campos para dar pelea y hasta los prisioneros fueron liberados para tomar las armas. Cruzando el estrecho canal, la Armada Invencible avanzaba con rapidez. Cuando se encontraba a solo un día de la costa inglesa, los consejeros de la reina le imploraron que abandonara la ciudad. Solo era cuestión de tiempo, Inglaterra sucumbiría. CAPÍTULO 5

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Sin embargo, contrariamente a las directivas de sus consejeros, Elizabeth tomó su caballo, llegó ante las primeras filas de la defensa apostada en el estuario del Támesis y mirando a su gente, presta para luchar por ella y por Inglaterra con pasión, les dijo: “Mi amado pueblo, las velas enemigas se acercan y ya podemos oír las armas españolas en las aguas, muy pronto los enfrentaremos cara a cara. Pero en medio del calor de la batalla, ¡he decidido vivir o morir entre ustedes! Sé que mi cuerpo es un débil cuerpo de mujer, pero mi corazón es el de un rey, ¡de un rey de Inglaterra! Y mientras estemos juntos, ningún invasor pasará, ¡aunque venga con los ejércitos del infierno! Y cuando termine esta batalla, en el cielo o en el campo de la victoria, nos volveremos a encontrar”. Los soldados ingleses, orgullosos de su reina, se dispusieron para la batalla. En el Canal de la Mancha, se enfrentaron con el enemigo y la flota inglesa logró dispersar a las naves españolas. Pero no era suficiente, necesitaban un triunfo milagroso que ni la estrategia ni las armas podían conquistar. Fue entonces cuando el desastre se desencadenó para el católico rey español. El viento comenzó a soplar, las nubes se volvieron grises y se desató una tormenta que se volvió tempestad. El mar, con toda su bravura, eligió defender a la bastarda y la naturaleza peleó a favor de la reina protestante. La Armada Invencible perdió la mitad de su flota, obligándola a volver a España con la cabeza gacha, el orgullo doblegado y pérdidas económicas millonarias. La derrota de la armada española fue la más humillante de su historia naval; tal como su propio embajador lo había predicho, los vientos soplaron y se llevaron el orgullo, pero fue el del rey de España el que fue arrebatado.

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Felipe murió diez años más tarde dejando a su reino en bancarrota, mientras que Inglaterra comenzó un período de prosperidad. La batalla contra la Armada Invencible se convirtió en un hito en la historia y el reino de “la bastarda” pasó a llamarse “la Edad de Oro de Inglaterra”. Elizabeth murió quince años después. No se casó ni tuvo hijos, pues decía estar casada solo con Inglaterra y ser madre de su pueblo. Durante su reinado, se iniciaría el desarrollo económico moderno que llevaría a Inglaterra a ser la potencia mundial del siglo XVIII, país pionero de la Revolución Industrial. Bajo su impulso, la cultura inglesa alcanzaría su mayor apogeo y nacería la literatura nacional, de la que William Shakespeare sería su mayor exponente. Buena madera Aliadas con las estrellas del cielo, los vientos y huracanes, Débora de Israel y Elizabeth de Inglaterra tuvieron la osadía de creerle a Dios: dos mujeres emblemáticas, que desde la debilidad y la desventaja burlaron todas las predicciones contrarias y lograron lo humanamente inaudito. Pero ¡a cuántos héroes anónimos podríamos citar! ¡Cuántos de ellos caminan por nuestras calles, trabajan en nuestras fábricas, viajan en nuestros trenes, estudian en colegios y universidades, cuidan sus hogares con amor! Ellas y ellos, con la misma fe, vencen batallas cotidianas, alimentan y dan estudio a sus hijos, se sacrifican, viajan, trabajan, estudian hasta quedar rendidos y, en medio de las tribulaciones, avanzan. Le creen al mismo Dios y mueven montañas de delante de sus vidas todos los días. Bien puedes ser tú uno de ellos… En la culminación de su cántico, Débora declara: “Así perezcan todos tu enemigos, oh, Jehová, mas los que te aman sean como el sol cuando sale en su fuerza”. CAPÍTULO 5

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El momento previo al amanecer es el más oscuro de la noche, pero, a pesar de la oscuridad total, cuando llega la hora señalada, la luz ilumina el horizonte y el sol sube hasta llegar a su plenitud. ¿Puedes creer que tu vida será como ese sol que sale en el alba? Quizá, todavía, te encuentres en el punto de mayor oscuridad, pero el sol de justicia comenzará a brillar y tú resplandecerás, no importa cuán negra sea la noche. Cree en Aquel que es capaz de dominar los vientos y calmar las tormentas, pero cuando estés delante de la encina de Tabor no mires solo el árbol pues, en su figura, hay algo más que tus ojos no perciben. La encina es uno de los árboles más simbólicos de la cuenca mediterránea; debido a la profundidad de sus raíces, puede superar los 15 metros de altura, y su sólida copa ofrece una sombra compacta y estable. La madera que de ella se extrae es de excelente calidad para convertirse en leña pues se consume lentamente, es ideal para generar calor y, por ende, abrigar a muchos en el frío del invierno. Provista de cualidades sorprendentes, la encina puede soportar todo tipo de adversidades: tolera la escasez de agua, resiste las temperaturas extremas y hasta tiene la capacidad de sobrevivir a todo tipo de talas y podas, ya que es capaz de renacer de las cenizas, aun, después de un incendio. Este árbol robusto, de elevada estatura, fuertes ramas, frondoso follaje y largas y profundas raíces, en la Antigüedad, era utilizado como emblema de justicia y de fuerza, atributos que muy bienvenidos hubieran sido en el reino de Saúl. Al mirar esa ordinaria –pero histórica– encina, el nuevo rey podría haber meditado no solo en la clase de reino que debía establecer, sino también en el carácter que como líder debía cultivar. Pero no, tan solo vio un simple árbol…

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¿Cuál será tu reacción cuando llegue la hora de enfrentar la tormenta? Si has permitido que los inviernos de tu vida hicieran de ti una mujer o un hombre de carácter, serás de aquellos que desafían el temporal y le hacen frente al torbellino. Al igual que Elizabeth, a quien un sabio, en el momento de mayor amenaza, le dijo: “Cuando la tempestad se acerca, todos actúan según su naturaleza: a algunos el miedo los paraliza, otros huyen, otros se esconden y otros despliegan sus alas como las águilas y le rugen al viento”. Llegó la hora de desplegar tus alas… debes volar alto como las águilas…

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