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El Festival del Porro marcado, una apuesta a la vida

Por. William Fortich Díaz

Que viva el porro. Festival del Porro. Fotos: Cortesía, Corporación Festival del Porro

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Referencias Bibliográficas

Franco Londoño, Jose Alonso. ¡Que Viva el Porro!. Historia, Desarrollo y Actualización del Porro en Medellín. Editorial Diseño y Letras. Medellín. 2010

Londoño Fernández, María Eugenia. Para construir una consciencia colectiva y musical del porro. Entrevista realizada por Alonso Franco Londoño. Revista Porro y Folclor. Edición No. 8. Medellín. Diciembre de 2010

Tapias, Carlos Londoño. El Porro Marcado. Revista Porro y Folclor No. 1. Medellín, julio de 2002.

Valencia Salgado, Guillermo. El Porro Sinuano. Revista Embera. Sin más datos.

Entrevistas:

Arturo Vahos. Entrevista realizada por Alonso Franco L. 6 de abril de 2017

Carlos Tapias. Entrevista realizada por Alonso Franco L. 9 de marzo de 2017

Eliana De León. Entrevista realizada por Alonso Franco L. 22 De marzo de 2017

Enrique Álvarez. Entrevista realizada por Alonso Franco L. 8 de abril de 2017

Miryam Suaza. Entrevista realizada por Alonso Franco L. 29 de marzo de 2017

Ximena Zapata. Entrevista realizada por Alonso Franco L. 15 de marzo de 2017

Walter Ovidio Grajales Ospina. Entrevista realizada por Alonso Franco L. 24 de marzo de 2017

José Alonso Franco Londoño: Docente investigador y director de la Revista Porro y Folclor.

Para entender un poco lo que pensamos los pelayeros sobre el Festival del Porro Marcado, o Festival del Porro de Medellín, teoricemos un poco sobre el tema para, de esa manera, pisar un terreno más firme. La palabra fiesta viene del latín festa que significa reunión para expresión de alegría. “Es un conjunto de actos y diversiones que se organizan para regocijo público con motivo de un acontecimiento conmemorativo” (Ocampo 1985. P. 32). Ocampo define la fiesta como “… una reunión conmemorativa de carácter colectivo, en la cual se expresa alegría, diversión, ceremonia ritual y alborozo popular” (Ocampo 1985. P. 32). Las fiestas no son nuevas, ni son el producto de la vagancia y la pereza de los pueblos. Son muy antiguas y hacen parte de los orígenes de la humanidad y consultan con los intereses más profundos del ser humano. “La necesidad festiva está presente en la actividad de todas las sociedades humanas y se expresa a través de celebraciones rituales y acontecimientos conmemorativos que se organizan para regocijo público” (Pizano. 2004, Pp. 20)

En torno de las fiestas hay un imaginario que corresponde con la historia y tradiciones de los pueblos. No son, en manera alguna, expresiones carentes de sentido. No es éste el espacio para un detenido estudio de las fiestas pero son expresiones tan queridas por los pueblos, que en un momento determinado adquieren un carácter casi sagrado y tienen que ver con la vida misma. “Las fiestas son construcciones míticas simbólicas en las que se manifiestan las creencias, mitos, concepciones de la vida y del mundo y los imaginarios colectivos y están asociadas a algunas etapas del ciclo vital, de la economía, de las creencias religiosas, de la política y de otras motivaciones humanas. Se transmiten por tradición y son originales y propias de una sociedad, en un espacio y un tiempo determinado” (Pizano. 2004, Pp. 20)

Un Festival del Porro en San Pelayo (1977) tiene unos antecedentes, el Festival del Río en Montería (1969) y las piquerias de bailes cantaos del siglo XIX en el Caribe Colombiano, que por supuesto, también existieron en San Pelayo y Montería.

El fandango actual, con música de bandas al centro, bailado en rueda, en sentido contrario a las agujas del reloj, tiene en el lumbalú y en el bullerengue, sus antecedentes, que registramos en los fandangos “paseaos” de “chuchurubí y la Ceiba, en Montería, “Pelusa y Tomate” en San Pelayo, “Remolino y Cascajal” en Lorica, Rabisa y Las Flores en Cereté. En los fandangos paseaos de Montería y San Pelayo, como en los cantos de lumbalú y bullerengue, los protagonistas eran mujeres: En Montería: Elena Marchena y Sabina Gutiérrez; en San Pelayo: Damiana Lagares y Ana Teodora Padilla. Ellas hacen parte de la tradición según la cual son las mujeres las protagonistas, versificadoras de los bailes “cantaos”, prácticas que de paso, tienen unos auténticos mitos de la cultura popular: Lucia Ochoa y Candelaria Vacunare. Los hombres tienen un papel importante pero secundario: Son los tamborileros. Ellas son las cantadoras, es decir, ágiles improvisadoras de versos, generalmente con rima. En aquella época como en la actual, en el fandango es la mujer la que juega un papel principal. Por eso cuando se habla de fandango se reconoce a María Varilla y “Pola Vette”. Nunca o casi nunca se destaca tanto a un hombre como bailador de fandango. Solo cuando la bailadora lo reconoce y califica de “bueno”, entonces se sabe de un hombre bailador de fandango.

El fandango esconde en su coreografía y su música actuales, una historia mágico religiosa que expresa la presencia de la cultura Afro portuguesa y Euro americana. El instrumental metálico silencia la palabra, dejando únicamente expresiones exclamativas y emotivas como el guapirreo. En lo musical persiste una estructura de preguntas y respuestas y secciones completas de improvisaciones estrictamente musical. Entre tanto, en lo coreográfico como ya se dijo, el espíritu de los ancestros se apropia de los cuerpos danzantes, transformándolos en seres espirituales, incorpóreos, que hacen de esta danza colectiva un baile de dioses, una danza de seres sobrenaturales en la que se confunden, al calor de las espermas, los dioses y los hombres; los vivos y los muertos, los hombres y las mujeres; pero en la que reina la mujer hecha movimiento, ritmo, plástica, estética, sensibilidad, sexo, magia y religión; la mujer tiene pues la capacidad de convocar a la más multitudinaria de las danzas, el fandango; por eso, ella es la reina con el nombre de Candelaria Vacunare, Maria Varilla o “Pola Vette”, para que vengan los dioses, los ancestros y los músicos. Llenen la plaza con dos, tres ruedas de fandango con espacio para todos, que siga la fiesta, la eterna fiesta de vivos y muertos, que gire la rueda del fandango como la noria del tiempo en un vórtice que embriaga para liberar al hombre de las preocupaciones, para festejar la cosecha, el cumpleaños; conmemorar el patrono del pueblo, el regreso, el encuentro, el amor, la familia, la amistad; en fin, el fandango es la vida, la vida es un fandango y quien no lo baila es un pendejo. Por eso en el Caribe se vive la vida en el bullerengue, el pajarito, la tuna, el brincao, el zambapalo, el mapalé, el son corrido, la tambora, el berroche, la guacherna, el chandé y el fandango. No hay pueblo que no tenga, por lo menos una vez al año su noche de fandango y generalmente son dos o tres noches de baile, mientras en las escuelas los maestros de danza organizan grupos de jóvenes que aprenden los secretos de la tradición y los coreógrafos y estudiosos de folclor, consultan a los ancianos del pueblo para que no se pierda la tradición. Hay una conciencia de la necesidad de fortalecer los lazos de unidad social mediante la música y la danza que nos llega desde los orígenes. Música y Danza que deben tener como escenario principal la calle, el parque, el espacio abierto, libre como la vida, porque la música y la danza no pueden ser pensadas en abstractos, al margen de un contexto social. Nada será más dañino para esa tradición que embalsamar grupos musicales y danzantes para mostrarlos en una tarima como fósiles en vitrina de museo. Eso carece de vida y por tanto de emociones. Es una tradición, como se ha dicho, afroeuroamericana que se fue agotando a fines del siglo XIX para evolucionar a expresiones nuevas que convirtieron a la región sinuanosabanera, hoy cordobesasucreña, en el escenario de nuevas manifestaciones que convirtieron a la música de bandas de viento y al porro, por culpa de las corralejas y los fandangos, en nuevos protagonistas de una cultura centenaria. Esa fue la razón para que surgiera, en la década de los setenta, una serie de fiestas con un sentido que se conectaba con la tradición centenaria del Caribe Colombiano que durante los años treinta del siglo veinte se tomó al interior, a través de artistas y agrupaciones musicales. Era impensable, pero Lucho Bermúdez, Pacho Galán, Edmundo Arias y la empresa del disco, convirtieron a Medellín y Bogotá, en ciudades porreras con el auge del Porro, durante los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. El surgimiento del Festival del Porro de San Pelayo, creó condiciones para que los porreros de Medellín, enamorados en los clubes, mitificaran en sus amores, el género, fabricándole un templo del Porro. Esos mismos, se vinieron para San Pelayo desde el Primer Festival en 1977, e iniciaran, continuaran la construcción de un imaginario, porrero que se convirtió en una estrategia, tabla salvadora en el mar de conflictos de la ciudad de Medellín de los años ochenta. Enciso, sector el Coco, sus muchachos y adultos, inventaron un Festival, como parte de un movimiento cultural, por la vida, la paz y la democracia local, con la mirada protectora de los sabios de la ciudad, entre quienes recordamos con mucho cariño y no, sin que se nos haga un nudo en la garganta, al buen “Chucho” Mejía.

Se construyó un puente muy largo de San Pelayo a Medellín, por donde iban y venían, la música, la danza y la esperanza permanente para contribuir a derrotar la muerte. Nunca tuvimos en San Pelayo un asomo de desconfianza, más, si, un poco de dudas con relación a la empresa que Alonso y Fanny, nos comentaban. Cómo han crecido, fortalecido, y nos han ayudado a preservar este género que en vez de pelayero, se transformó, para bien de la diversidad cultural colombiana en lo que denominaron, el porro marcado. Extraños movimientos estos de la tradición y la historia en la que se mezclan el tango con el porro, como para ratificar la ausencia de leyes, o más como presencia del azar, por cuanto los paisas de Santa Rosa de Osos nos prestaron a Alejandro Ramírez Cárdenas, para darnos con una monteriana, Lorenza Ayazo, a Alejandro Ramírez Ayazo, el Padre del Porro. El Festival del Porro Marcado de Medellín está reclamando la parte que le corresponde en esta historia bellísima que merece ser contada en un tiempo más largo que en los cuatro minutos que puede durar un porro pelayero.

Referencias Bibliográficas

Javier Ocampo López: Las Fiestas y el Folclor en Colombia. Citado por Olga Pizano Mallarino y otros, Convenio Andrés Bello, 2004, Pág. 20. Olga Pizano Mallarino y otros: Convenio Andrés Bello, 2004, Pág. 20.

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