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José Joaquín Parra Bañón

ÁMBITOS DEL

ÉXTASIS BATAILLE HISTORIA DEL OJO Y LA ARQUITECTURA


ÁMBITOS DEL ÉXTASIS BATAILLE, HISTORIA DEL OJO Y LA ARQUITECTURA

José Joaquín Parra Bañón


Ensayo sobre la idea, la forma y el uso de la arquitectura en la novela Historia del ojo, de Georges Bataille

© José Joaquín Parra Bañón, 2011 Obra científica inscrita en Registro de la Propiedad Intelectual


VERSIONES Y PERVERSIONES NOCIONES

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CLANDESTINIDAD Y TRADUCCIÓN GEORGES BATAILLE Y MARGO GLANTZ

La escritora mejicana Margo Glantz es, hasta el momento, la única traductora al español de la Historie de l’oeil, de la primera versión de la primera novela de Georges Bataille, que fue publicada en 1928 bajo el seudónimo de Lord Auch a iniciativa de André Masson y Pascal Pia, quienes promovieron una colección de textos eróticos que serían impresos clandestinamente por René Bonnel. Antes de Historia del ojo habían editado El coño de Irene, novela que fue atribuida a un inexistente Albert de Routisie por deseo de su autor: Louis Aragon. El libro de Bataille, compuesto, diseñado e ilustrado por André Masson, contenía ocho litografías del pintor que también carecían de firma. La portada era negra y rosa, prescindía de la palabra y estaba horadada con siete ojos redondos y abiertos. La traducción de Margo Glantz, realizada en 1978, fue publicada en Méjico D.F. en 1994 por Ediciones Coyoacán. En esta edición se omitió el «Plan de una continuación» que escribió después Georges Bataille (Billom, 1897–París, 1962) para la edición que tenía previsto imprimir Jean Jacques Pauvert (publicada cinco años después de morir el autor), y se incluyeron dos apéndices con otros dos textos de Bataille: «Ojo», uno de los términos del Diccionario crítico en el que Bataille se refería a Un perro andaluz y «Metamorfosis», otro de sus artículos publicados en la revista Documents. El libro comienza con un prólogo titulado “Mirando por el ojo de Bataille” seguido de

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una «Advertencia sobre la traducción», ambos textos firmados por Margo Glantz. 1 En 1940, informa sin precisar la traductora en su «Advertencia», se editó en Sevilla, también bajo seudónimo, una segunda versión de Historia del ojo, ahora ilustrada, en vez de con los dibujos explícitos de André Masson (1896-1987), con seis grabados de Hans Bellmer (1902-1975). Dice, sin citar ni la editorial ni la imprenta ni el idioma, que de esta se imprimieron ciento noventa y nueve ejemplares. El motivo por el que se eligió Sevilla para editar por segunda vez este relato quizá tenga algo que ver con que esta ciudad es la adoptada como teatro de operaciones para la última parte de la breve y lúbrica historia de Simona, como decorado del drama extático de los tres capítulos finales de la novela: del decimoprimero, titulado “Bajo el sol de Sevilla”; del decimosegundo, “La confesión de Simona y la misa de Sir Edmon” y del decimotercero, denominado “Las patas de mosca”. Tal vez las razones, si hubo más de una, si algún día llegan a saberse, sean otras, de índole muy distinta, pues la cita geográfica no justifica suficientemente el riesgo de publicar en una muy católica y apostólica Sevilla, aún ensangrentada por la guerra civil y sus postrimerías, un libro acusado de atentar contra todos y cada uno de los principios de la moral y de los dogmas de la fe, violar los signos de la esperanza y los postulados de la caridad. Esta edición sin huella, este libro sin cuerpo, compartiría, en su caso, la singularidad de que también fue al español, aunque ningún lugar de aquí se cite en ella, el primer idioma al que se tradujo La transformación

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de Franz Kafka, y el que también ésa fue su segunda edición mundial. Ocurrió en 1925 en la Revista de Occidente y, por insistir en las coincidencias, tampoco tienen los investigadores aún certeza de quién fue el traductor. 2 En Historia del ojo hay también transformaciones; al menos dos de ellas son metamorfosis: la segunda es la de Simona al mutar en reptil, que se pone en evidencia cuando hacia el final del relato su compañero afirma que ha de tumbarse y arrastrarse por el suelo para poder copular con ella (la historia concluye antes de saber si la fecunda tirados sobre la tierra y desconociendo si luego ella, en caso de haber concebido y después de gestar y de desovar, incuba o no los huevos de la puesta); la primera metamorfosis es la de don Aminado, un clérigo rubio, convertido contra su voluntad en larva.

UNA IGLESIA BARROCA EN SEVILLA. MIGUEL DE MAÑARA

La Sevilla que desfigura Historia del ojo es la evanescente y delicuescente, la tórrida y sensual, la literaria y demasiado escenográfica que contiene “una excesiva abundancia de flores en las calles, geranios y adelfas” 3 que enardecen los sentidos, la tópica y esquemática simbolizada no por el clavel y por el lunar, no por la navaja y por la luna llena, sino la encarnada por la cópula recíproca del torero con el sacerdote, por la superposición de la planta de la plaza de toros a la de la catedral, por la confusión en un único cuerpo del fármaco propiciatorio de

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los martirologios y el cuerpo intangible de las inmaculadas. En el relato equinoccial de Bataille Sevilla se sintetiza en la Iglesia del hospicio y hospital de la Santa Caridad promovido por Miguel de Mañara Vicentelo de Leca en su desesperado intento de salvarse de los infiernos; en el atrio, el sotocoro, el confesionario y la dudosa sacristía de este recinto barroco ahombrado por las Reales Atarazanas cuando ya apenas se armaban barcos entre sus arquerías. Si el espectro de Don Juan Tenorio no se hubiera fundido con la sombra misericordiosa de don Miguel de Mañara, ya muerto y también ascendido a mito, hace mucho tiempo viudo de doña Jerónima Carrillo de Mendoza, otra podría haber sido la iglesia profanada en la ciudad, otra la capilla en la que todos sus santos se habrían escandalizado en los altares después de haber espiado de reojo a Simona. Si no fue Mozart con su Don Giovanni, o tal vez o Alan Crosland con su primera película sonora, o la obra de cualquiera de los muchos subyugados por lo donjuanesco, quizá fue alguna de las estampas románticas que de las ruinas del Sur vendían los anticuarios a orillas del Sena la que condujo a Bataille al barrio sevillano del Arenal, casi al borde del Guadalquivir, a las inmediaciones de la Real Maestranza de Caballería y de la Casa de la Moneda; a no ser por él o por ellas es posible que Bataille hubiera localizado el crimen en otro templo recóndito, en alguna iglesia parroquial usada como refugio por los mártires que en esta no han tenido cabida, y sería a otro confesor, no a don Aminado, al que le habrían desorbitado un ojo para que una núbil traviesa jugara con él y se lo engastara en uno de sus orificios. 4

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Por lo que Bataille dice de la configuración y las características topológicas del lugar, de su forma y de su atmósfera, es razonable sospechar que el ensayista francés, tan preciso y minucioso en El erotismo, y luego en sus Lágrimas de Eros tan atento a los detalles, tan perspicaz en Manet y en cada uno de los escritos que conforman La literatura como lujo, 5 no había visitado la iglesia antes de usarla como plató, que no se detuvo a mitad de la calle Temprado a admirar los cinco paños de azulejos que motivan, a partir de la cornisa y las volutas del primero de los tres cuerpos, la fachada de esta iglesia puesta bajo la advocación de un san Jorge foráneo: abajo, a la izquierda, el santo patrón ecuestre, hábil matador de dragones a punta de lanza; a la derecha, simétrico, otro asesino sin clemencia, un Santiago matamoros a caballo, con la hoja desenvainada y erecta, predispuesta a decapitar de un tajo al mismo infiel que perecerá pateado por los cascos de su montura. Arriba, sobre ellos, en las dos calles laterales, las tres mujeres virtuosas, las tres ninfas icónicas, las tres virtudes teologales: sobre san Jorge, la ventana donde la Fe, ciega por la venda, sujeta a la cruz, exhibe un Cáliz del que emerge la Hostia, y sobre Santiago, la Esperanza, también sedente, con una rama de olivo y un ancla de hierro a sus pies, y en el eje, entre los frontones triangulares, sobre el balcón que cubre la puerta, bajo una mansarda poco eclesiástica, rehundida y amparada por el arco de medio punto, una Caridad sin ningún pecho al aire, acosada por los tres niños hambrientos que quieren beberse su leche y, si pudieran, caníbales, también comerse su carne.

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COMPARECENCIAS. SAN JORGE Y FU TCHU KI

Cuando, guiada por Sir Edmond, Simona llega hasta la fachada de la iglesia retranqueada y sube los peldaños laterales que elevan el atrio sobre la calle, aunque Bataille no pueda verla mientras actúa, sobre las lápidas de mármol, de espaldas a la verja, en pie sobre la solería funeraria que antecede a la iglesia, observa las escenas cruentas que a su creador le han pasado del todo desapercibidas, y ve a las tres doncellas celestes y a los dos carniceros azules, y debajo de ellos, de bulto completo, de arcilla, emergiendo cada uno de su propia hornacina, contempla a otros dos hombres armados, a dos de los reyes heráldicos que sometieron Sevilla a su espada, y cuando de pronto cae en la cuenta que lo que hay en aquella vidriera, clareando en la penumbra del cancel, es un corazón espetado en una cruz, una cruz fabricada troncos sin desbastar, clavada en un corazón flambeado, nadie debe extrañarse de la conmoción de la muchacha francesa: nadie puede reprocharle su reacción consecuente; que, para empezar, se le relaje la uretra y que, bajo el vestido banco que apenas la cubre, sin que el líquido se detenga en las ligas rojas que le anillan los muslos, se le empapen las piernas y que, a continuación, el pavimento que la soporta se humedezca. Después se humedece Simona las manos en una de las pilas de agua bendita que hay simétricas nada más traspasar el cancel, adosadas al muro, situadas bajo dos nuevas cruces ásperas, erizadas de brotes, que son el escudo de armas de la her-

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mandad misericordiosa, que ahora, de medio bulto, por errores de escala, en vez de simular que están ensartadas en el corazón, el corazón, más que peana, parece una gran gota se sangre que mana de la madera, la última gota en caer de una estaca que simula un puñal. Este corazón de mármol prescinde del cerco de llamas; casualmente en el logotipo que André Masson ideó en 1936 para la revista Acéphale, fundada y dirigida por Bataille, se empuñaban un corazón ardiente y una daga: un hombre decapitado los exhibía sujetándolos con sus manos; a la izquierda el corazón en llamas y a la derecha, apuntando hacia arriba, el arma homicida; sobre los genitales capados el acéfalo expone una calavera sin mandíbula inferior y, entre esta y las estrellas de cinco puntas que tiene sobre cada pezón, una tripa dando vueltas. La cabeza cegada, dijo Giorgio de Chirico elevando la voz entre muchos otros, también es un huevo, y la cabeza, como los ojos y los ovarios y los testículos, puede castrarse. Simona, aunque Bataille no lo cuenta, se moja las manos en el aguamanil tras comprobar que, aunque su autor diga lo contrario, no hay en el umbral de la iglesia “una gran placa funeraria de cobre” cubriendo la “tumba del fundador de la iglesia, de quien se dice que era el propio Don Juan” que, “arrepentido, se había hecho enterrar junto al umbral para ser hollado por los fieles que entran o salen de la iglesia”; no hay lápida de cobre sobre la que situar a Simona para que ría mientras se transparenta, antes de que entre “en una gran sala” que “era relativamente fresca y estaba iluminada por unas ventanas cubiertas de cortinas de cretona rojo vivo y transparente. El

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techo era de madera artesonada y labrada, los muros encalados pero ornados de diferentes objetos sacros más o menos dorados”, dice un Bataille tuerto que no ha visto que en vez de un artesonado es una bóveda la que encierra por arriba la única nave de la iglesia; tampoco la cúpula blanca que da paso al presbiterio, al podio sobre el que se levanta el retablo con el Entierro de Cristo labrado por el imaginero Pedro Roldán (Sevilla, 1624-1699), el fondo ocupado por el retablo que tras cuatro años de arduo trabajo acabó de armar Bernardo Simón de Pineda en 1674 y no “desde el piso al techo”, como traduce Glantz, “por un altar y por un gigantesco remate de altar de estilo barroco en madera dorada”. Desde los pies de la iglesia, excluyendo el cancel, no cae en la cuenta el narrador, y quien le pone la palabra en la boca, de que en el retablo, al interior y en el mismo lugar que lo hacen afuera, anidan escultóricas y aéreas, de la gubia de Pedro Roldán, la misma Fe y Esperanza, una Caridad similar, que aquí porta la antorcha encendida, y bajo ellas, entre columnas torsas, ahora san Jorge y san Roque, quien por misericordioso ha sustituido a Santiago como custodio del sagrario de oro y de plata, como escolta de la maqueta de la habitación de Dios en la tierra. Al narrador, al muchacho de 16 años que sueña a Simona y le da sustancia a su perversión, “a fuerza de ornamentos retorcidos y complicados”, este que él llama altar, le evoca a la India “con sus sombreados profundos y sus resplandores de oro” y, por parecerle, en vez de parecerle diáfano y proclive al pavor, le “pareció misterioso y destinado para el amor”.

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No se sabe qué fotografías del interior de la Iglesia de san Jorge consultó Bataille para documentarse, en cuáles pudo ver los techos con artesonados y los altares evocadores de templos asiáticos destinados al amor. Sí se sabe que sobre la mesa de su despacho tuvo durante mucho tiempo una fotografía de quien en las Lágrimas de Eros se dijo que era Fu Tchu Ki siendo ajusticiado el 10 de abril de 1905 mediante el método «leng-tch’é» en la plaza Ta-Tché-Ko de Pekín. No se sabe si esa imagen, donde puede verse a un hombre con dos cráteres abiertos en el lugar donde otro día estuvieron sus pechos, a un hombre, al que ya le han amputado los brazos, en el momento en el que uno de los verdugos está aserrándole, justo por encima de la rótula de la rodilla, la pierna izquierda, también le suscitaba el amor. Lo que se ha descubierto no hace mucho es que la víctima no es Fu Tchu Ki sino Wang Weiqin, ajusticiado en ese lugar y mediante ese mismo método de los cien pedazos en 1904, lo que viene a confirmar que no son del todo extrañas en los ensayos de Bataille las faltas de correspondencia entre las fotografías (a veces elegidas por otros) y los pies de imagen (en ocasiones añadidos por otros). 6

POSTRIMERÍAS

Bataille pretende que el lector se imagine un interior “suntuoso y sensual” sometido al “juego de sombras y la luz de las cortinas rojas, la frescura y un fuerte olor especiado de las adelfas en

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flor”. Da igual si se corresponde con una iglesia verídica o con una ilusoria. Lo que sabe Bataille es que en la iglesia en la que ha hecho entrar a Simona hay dos cuadros que Juan de Valdés Leal (Sevilla, 1622-1690) pintó para ese lugar por encargo: que “a la derecha e izquierda de la puerta estaban colgados dos célebres cuadros de Valdés Leal que representaban cadáveres en descomposición: cosa notable, en la órbita ocular de uno de ellos se veía entrar una rata”; sabe que entrando a la izquierda, bajo el coro, está el lienzo que contiene la leyenda In ictu oculi y a la derecha, enfrente, el rotulado con Finis gloriae mundi, ambos pintados hacia 1671 y 1672 para ser colgados exactamente ahí, en esa precisa posición, uno presidido por un esqueleto apoyado en su guadaña mientras trasporta bajo el brazo en huesos un féretro de tablas, y otro conteniendo el cadáver de un obispo insepulto, tendido en paralelo al de un caballero con capa y enseña de la Orden de Calatrava, como la que llevaba bordada en la suya el caballero Miguel de Mañara mientras ostentó el cargo de Hermano Mayor de la hermandad de los enterradores caritativos, mientras les leía a sus hermanos en el Salón de cabildos su Discurso de la verdad de acuerdo al lienzo pintado en 1861 por Valdés Leal, titulado Don Miguel de Mañara leyendo la regla de la Santa Caridad. “Nada en el conjunto parecía cómico” dice esta Historia del ojo que detecta que por el hueco del ojo de una de las calaveras cruza una rata al tiempo que no considera el parpadeo admonitorio de In ictu oculi. Ausencia de ojos, cuencas vacías, órbitas huecas, esferas alusivas, globos castrados, huevos enu-

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cleados, es lo que predomina en estas alarmas de Valdés Leal. En Finis gloriae mundi hay, oculares y aéreos, una alerta y otro ciego, una lechuza y un murciélago. En In ictu oculi hay un globo terráqueo, una bola blanca en la que, como si fuera un equilibrista circense, asienta su pie el esqueleto para humillarla; al otro lado, separados por la línea de un sable, hay en el suelo un libro abierto. La página por la que está abierto ese libro muestra un dibujo, lo que parece ser la fachada de un edificio importante, el alzado de un templo o el frente de un complejo arco de triunfo. El libro es probablemente un manual, un tratado de arquitectura que pronto empezará a ser consumido por los mismos gusanos sarcófagos que ya se han comido al obispo y al caballero del otro cuadro, por los xilófagos que transformarán los libros y la arquitectura en viruta y en polvo. Los insectos carnívoros no están solos: los acompañan las cucarachas. En una de ellas, en la que se pasea por la mitra, pensó el viajante Gregor Samsa cuando se vio reflejado en el cristal de la ventana de su cuarto, duplicado en los ojos temibles de su hermana; también pensaba en ellas Franz Kafka cada vez que quejaba de que los dibujantes le dieran un aspecto concreto a su criatura.

LOS PLATOS ESTÁN HECHOS PARA SENTARSE

“Los platos están hechos para sentarse” dice el narrador que le dijo Simona tres días después de haberla conocido, la tarde

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calurosa en la que ella llevaba medias de seda y quiso refrescarse con leche, nada más comenzar el relato. Porque, como le demuestra a continuación la muchacha al mancebo, los platos están efectivamente hechos para sentarse, a él no le extraña que hacia el final la adolescente elija el umbral una iglesia para orinar voluntaria y ligeramente. Si Marcel Duchamp eligió en 1913 un taburete para empotrarle en el eje la horquilla y la rueda delantera de una bicicleta encontrada al pasar, no se le puede recriminar a Bataille que eligiera quince años después un plato rebosante de leche recién ordeñada para que su criatura felina se sentara encima él, para que se sumergiera en el líquido círculo blanco que, en reposo, remite al círculo albino del pan ácimo. Si una cruz fue ensartada en un corazón sin producirle siquiera un desgarro; si Duchamp erigió una rueda en el asiento en vez de colocar una en cada una de las cuatro las patas; si Bataille imaginó un recipiente rebosante de líquido lácteo para que sirviera de asiento a la “carne rosa y negra” de una doncella procaz, todo conduce a que Simona, cuando entre en la iglesia de san Jorge del Hospital de la Santa Caridad, en lo primero en lo que fije sus ojos sea en el confesionario que hay situado a los pies, que a lo primero a lo que le preste atención sea a ese otro mueble que es cancel y sitial, cátedra y pabellón, híbrido de la silla y del armario, cruce de los reclinatorios y las celosías, guarida del confesor y vitrina de la pecadora aborigen que hoy, para que Simona la vea, se ha arrodillado en un lateral. El confesionario que coloca Bataille a la entrada es una habitación de madera: tiene sala de estar, puerta y ventanas. Caja, garita,

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guarida, barraca y agujero son sustantivos con los que Margo Glantz se refiere a él. Es un cuarto angustioso con cortinas en el que esperar sentado, una caja acústica para el murmullo y la recepción del rumor, una letrina sin orificio, una réplica del armario normando en el que en el capítulo segundo se encerró Marcela para jadear sin que la molestaran, para sollozar sin que la vieran, para imaginar sin límites lo que oía suceder afuera, para participar desde su celda en la orgía del salón de la casa campestre de su amiga Simona. De la conversación entre el confesor y Simona solo se citan en Historia del ojo las cinco frases finales, tres dichas por ella a través de la rejilla mientras resistió sumisamente arrodillada y dos ya puesta en pie, antes de abrir la puerta y descubrir que “el sacerdote rubio, muy joven, muy bello, con un largo rostro enjuto y los pálidos ojos de un santo” también, para recibirla, se había puesto de pie. Desde allí van a la sacristía, donde hay “un gran sillón de madera con formas arquitectónicas” y algunos armarios. Allí, en su reino, en esta habitación de la que no tenemos más datos, que tiene una puerta que parece abrir directamente a la nave de la iglesia y que se cierra cuando entran los cuatro, es donde se llevará a cabo el sacrificio, la tortura, la ejecución genital del sacerdote: allí es donde una mosca demoníaca se va a posar sobre un ojo del muerto, donde, con el mismo sentido pero en la dirección contraria a la propuesta por Duchamp en Étant donnés: 1º Chute d’eau, 2º Le gaz d’éclariage, un ojo viaja recto hacia un pubis, un ojo masculino se adentra en una cavidad femenina que lo atrapa. Este ojo

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va de mano en mano hasta que una mano pequeña lo coge y lo fija en otra órbita, y así, mediante esta apropiación, la mujer tendida en la solería se transforma en un cíclope (“Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio” dice Cortázar en el capítulo siete de Rayuela). Y así, mediante esta operación quirúrgica, a través de este nuevo ojo (que hace de vértice inferior del triángulo que forma con los dos ovarios) mirará a partir de ahora el mundo Simona. Este es el ojo con el que también trabajaron Durero y El Bosco, tanto Duchamp como Luis Buñuel. Este es el ojo de Polifemo y el ojo que le sajaron los filisteos a Sansón, el núcleo y el ónfalos. No sería extraño que las razones de la elección de una capilla bajo la advocación de la Santa Caridad para la Historia del ojo pudieran hallarse, si se escarbara lo suficiente, en los cuadros parejos de Valdés Leal, en Los jeroglíficos de las postrimerías, en sus dos ásperas y óseas vanidades: en el empeño que hay en ellas por enfrentar contradicciones, por machihembrar contrarios, por hacer convivir los extremos; en el contenido de cada uno de los platillos de la balanza que en Finis gloriae mundi se equilibran y en lo que cada uno de ellos tiene escrito en el costado: «ni más», dice uno; «ni menos», proclama el otro. Si el «más» es

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el vicio (el macho cabrío y el perro pintados por el sevillano o el deseo y las obsesiones de Simona) y el «menos» es la virtud (el corazón del crucificado o las obras de misericordia), si un pan puede equilibrar a un pavo real, también es en la casa de la virtud donde más puede fulgir el ejercicio del vicio: es en el ámbito de la virginidad y de la castidad, propone Bataille, donde más puede escandalizar la práctica sin medida del sexo; es en un recinto sacro donde más puede llamar la atención la actividad genital. Si las pinturas de Valdés Leal tenían una intención docente y un mensaje doctrinal (recordarle al visitante la fugacidad indiscriminada de la vida), las palabras de Bataille, en lo que respecta a la elección del lugar, y siguiendo el camino desbrozado antes por el Marqués de Sade, no tienen otro propósito que conseguir, por contraste y oposición, que lo uno destaque sobre lo otro, que las exageraciones y deformaciones del primer plano sobresalgan de un fondo propicio. Ésta es también la estrategia seguida en los santorales para hacer brillar la virtud: trasladar al mártir (iluminado) al recinto (oscuro) del pecado, llevar al hombre pacífico al reino de la violencia, y recluir a la casta en la húmeda alcoba de los sentidos.

SITIOS Y SITUACIONES

No se editó en Sevilla Historia del ojo. No hubo en 1940, a pesar de la información de Margo Glantz, una edición hispalense de ciento noventa y nueve ejemplares ilustrados con los dibujos

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de Hans Bellmer, como tampoco existió la de Burgos en 1941, también citada por ella en su prólogo, ambas supuestamente firmadas por un Lord Auch imaginario. Son dos ediciones, como la primera, francesas y clandestinas, radicadas en ciudades seudónimas para desorientar a los perseguidores, apócrifas al igual que el autor. Sevilla como lugar de impresión de la segunda edición, o Burgos de la tercera, es otro de los muchos simulacros de Georges Bataille, uno de sus juegos de desorientación, de los fraudes veniales que los investigadores no siempre han detectado al principio. La inexistente edición sevillana (antedatada en 1940 pero impresa en 1944, llamada «Edición de Sevilla» en las Obras completas publicadas por Gallimard en 1992) 7 y la burgalesa fingida (impresa en 1952 o en 1953, probablemente por J. J. Pauvert, aunque antedatada en 1941, conocida como «Edición de Burgos»), sin embargo, le convienen al mito y a los estudios de literatura comparada. Que en las monografías sobre el Hospital de la Santa Caridad (apenas dos desiguales), que en los tratados sobre arquitectura barroca en los que el edificio figura (en pocos de ellos), y que en las guías turísticas en las que se refiere, así como en los panfletos divulgativos que la hermandad edita, se hiciera alguna mención a Georges Bataille, a que su Historia del ojo sitúa en este hospicio algunas escenas, sería benéfico para el corpus del conocimiento por su oferta de otro punto de vista, de un ojo sin párpado, de una mirada torva y aviesa, y aún a riesgo de que esta cita exótica no le conviniera al proceso de beatificación del ya venerable, por sus virtudes heroicas, don Miguel de Mañara,

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fundido en bronce con sombrero, con capa y espada, sosteniendo en sus brazos a un moribundo, elevado en una peana de piedra en los jardines que hay hoy frente al todavía hospital. Entre la bibliografía del Hospital de la Santa Caridad no se incluye Historia del ojo. En la de Historia del ojo tampoco se atiende a la arquitectura de la Iglesia de san Jorge. En 1978, la editorial Tusquets publicó en Barcelona Historia del ojo traducida por Antonio Escohotado, en la colección «La sonrisa vertical», dirigida entonces por Luis García Berlanga. 8 Los trece capítulos de los que consta están allí, a diferencia de lo que sucede en la versión de Glantz, sin numerar; a la segunda parte, al que podría haber sido capítulo decimocuarto, al apartado que Glantz, de acuerdo a la primera versión, llama “Coincidencias”, Escohotado, de acuerdo con la segunda, lo denomina “Reminiscencias”. La edición de Tusquets incluye el párrafo escueto que es el “Plan para la continuación de la Historia del ojo” y, fotocopiadas en dos páginas convencionales, el manuscrito del mismo; también contiene una reproducción de los seis aguafuertes de Hans Bellmer, que originalmente medían 250x165 milímetros y que aquí, tres de ellos, no superan los 183x100 y dos, horizontales, los 100x72 milímetros. Aloja además, como prefacio, un ensayo de Mario Vargas Llosa titulado El placer glacial, firmado en Lima en octubre de 1978.

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DIBUJOS Y GRABADOS. HANS BELLMER

En el sexto aguafuerte Bellmer, en la zona superior derecha, hay un esbozo de lo que parece ser el interior de un edificio eclesiástico. Hay un pilar compuesto, un capitel esquemático, unos arcos que sugieren el medio punto y unas bóvedas que arrancan de ellos y, más atrás, en un plano posterior, un muro grueso definido por el marco y el hueco de una ventana. La sospecha de que se trata de un interior, y de que ese interior corresponde a un edificio sacro, viene inducida por el gorro sacerdotal del primer término, por el bonete que lleva la calavera de lo que bien podría ser un hombre acodado y arrodillado en el suelo, mirando sin ojos hacia delante. Sin el símbolo de la cabeza, que podría haber sido, si otra hubiera sido la jerarquía sacerdotal, una mitra, un capelo, un solideo o una tiara, el espectador no dispondría de argumentos suficientes para imaginar un interior, para completar con materiales de su memoria la nave de una iglesia, la habitación cerrada de una antigua iglesia cualquiera (en el dibujo preparatorio está el despiece de la sillería de los fustes y el marco de la carpintería de la ventana. Su nivel de detalle es mayor: incluso al cerdo sodomita se le distinguen las cerdas). En los otros cinco grabados que Hans Bellmer preparó para una edición de lujo de Historia del ojo, la publicada en París en 1944 por K-editeur, no hay arquitectura concreta: en ninguno el arco triunfal ni la escalera de caracol dibujada para ilustrar Madame Edwarda, otra de las novelas ilustradas de Bataille, otra de publicadas clandestinamente, ésta en

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1941 con el seudónimo de Pierre Angélique. 9 En el primer aguafuerte de Historia del ojo hay un mueble debajo de una mujer acrobática; en el segundo un paisaje; en el tercero un suelo; en el cuarto un lavabo y, en el quinto, un inodoro y una línea que es la línea intangible del horizonte. Hay una ventana en las alturas pero no hay puerta. Hay poca arquitectura en los dibujos de Bellmer y pocas formas arquitectónicas en las palabras de Bataille. André Masson procuró suplir estas ausencias dotando de aspecto a los edificios en los que situar las ocho escenas que decoró, dibujando, por ejemplo, una sacristía barroca con hornacinas, veneras, fustes salomónicos, profusión de volutas y espirales aéreas, y una solería con motivos geométricos para que Simone gozara sobre ella. Su preocupación por la escenografía se pone de manifiesto incluso en sus proyectos para la portada: en una de las maquetas de la cubierta para la primera edición de Historia del ojo dibujó como fondo, con mina de plomo y pluma, la fachada de un edificio en llamas que, por el frontón de remate, remite a un templo griego, o a un sagrario; sobre él, como collage, había adheridos cuatro recortes: el dibujo de un ojo colocado en el centro del triángulo del tejado; un dibujo de Marcelle y otro de Simone, ambas desnudas y enrolladas sobre sí mismas, y sobre el eje, y ya en el suelo, un huevo mudo sobre un plato. En la versión impresa desaparecerá el edificio ardiente, trasformado en una voluta cerrada que acoge las cuatro formas simbólicas: el ojo, arriba; el plato en el que anida el huevo, abajo; en la esquina superior derecha, Marcelle mostrando

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sus nalgas y su vulva y, en la inferior izquierda, a Simone en la misma postura. El trabajo escenográfico realizado por André Masson no emana directamente de una Historia del ojo en la que hay escasa narración arquitectónica, poca demora en la descripción de las cosas y en la definición de los lugares en los que suceden las cosas. Hay poca arquitectura, pero la hay. Hay al principio una casa: la casa de Simone (a la que Glantz denomina “quinta” porque es una vivienda rodeada por un jardín y cercada por un muro), en la que hay un pasillo (al que Glantz llama “corredor”), una sala en la que ella rompe huevos sentada, un garaje con vigas de las que Simone se cuelga para hacer gimnasia, un cuarto con un armario normando en el que se cuelga Marcelle para suicidarse y un dormitorio para Simone, con cuarto de baño privado, en el que hay, al menos, una bañera, un bidé y un inodoro, en el que acontece el capítulo seis. Esta casa francesa está cerca del mar: desde allí Simone y su cómplice pudieron ir navegando sin dificultad hasta la costa española y desembarcar en las playas de San Sebastián, donde los esperaba Sir Edmond. Hay en la novela una “casa de salud” en la que han encerrado a Marcelle (a la que Glantz castellaniza: Marcela por Marcelle, al igual que Simona por Simone), una “clínica” (así la llama al principio Escohotado) en la que tratar la demencia de la muchacha. En la habitación número ocho de esta, también llamada “casa de reposo”, está internada Marcelle a la espera del asalto y de las caricias de Simone y su acompañante. Es “un castillo rodeado por un parque, aislado por un acantilado que

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dominaba el mar”, una “falsa residencia de recreo con ventanas enrejadas” (un “falso castillo de placer cuyas ventanas estaban espantosamente enrejadas” traduce Glantz; “un castillo rodeado de un parque, aislado sobre un peñón que domina el mar” dice Vargas Llosa de este edificio al que también denomina “asilo psiquiátrico”). Este confuso y vacío “castillo encantado” al que se le ha dado forma mezclando retazos de manicomios con espectros de fortalezas marítimas, torres aisladas en las que han aprisionado cándidas princesas con fragmentos de hospitales terminales, procede, como Sodoma y el Averno, de los territorios en los que no se puede mirar atrás sin sucumbir y de los desvaríos suscitados por las emanaciones sulfúricas. Hay además en Madrid una “cochiquera baja”, una pocilga previa a los chiqueros de la plaza de toros. En Madrid, adonde ha viajado Simone desde su desembarco en el Norte, después de presenciar el espectáculo de la zahúrda (el gusto por los cerdos y sus ámbitos persistió en Bataille hasta Mi madre), quiere ir a ver una corrida de toros; quiere que le traigan en un plato los testículos crudos del primer toro, los dos ojos que santa Lucía ofrece como golosina en una bandeja, la hermosa cabeza de san Juan decapitado que le entregan a Herodías por mandato de Salomé. Porque quiere cosas redondas con las que penetrarse va a una plaza de lidia acompañada por el narrador y por Sir Edmond, el riquísimo inglés que le da cumplimiento a sus caprichos a cambio de ver cómo los satisface. Es el 7 de mayo de 1922, el día en el que Manuel Granero va a morir empitonado por el cuarto toro de la tarde, Pocapena de nombre,

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de la ganadería del Duque de Veragua, cuando le enhebre uno de sus cuernos por el ojal de la cuenca del ojo derecho: el torero muere sentado, con la espalda apoyada en las tablas, en las postura en la que el toro lo deja después de haberlo corneado en el muslo, antes de la última y cegadora embestida. Hay por tanto en Historia del ojo una plaza de toros histórica, con un coso al que Escohotado cerca con una inverosímil balaustrada (Glantz lo hace con una barrera), y con un graderío en el que Simone sentada introduce en su organismo una gónada, donde se hace penetrar por un testículo bovino, donde con sus labios de “carne rosa y negra” succiona el cojón ciclópeo de un toro hispano (c-ojo-n escribe Glantz). Y después de la tópica tarde de lidia, del destripamiento en el albero de los caballos sin peto y del sacrificio de los toros, de la coyuntura de la muerte con el placer, el descenso utópico hasta Sevilla, donde también podría haber situado lo acontecido en la capital, recurriendo a los despojos de otro matador vencido en el ruedo (Manuel Vares y García, «Varelito», corneado el 21 de abril de ese año en la Maestranza, murió cinco días después de Granero), situando a Simone en las gradas irregulares de la Real Maestranza de Caballería, que, por estar, tan cerca está del Hospital de la Santa Caridad.

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VISIONES, REVISIONES Y AVERSIONES FIGURAS


Primera edición de Historia del ojo de Georges Bataille Pascal Pía et René Bonne, París, 1928

68


Historia del ojo, Georges Bataille. Edici贸n en caja de J. J. Pauvert, 1967

72


AndrĂŠ Masson, logotipo de la revista AcĂŠphale, 1936

73


Planta del Hospital de la Santa Caridad en Sevilla, con la Iglesia de san Jorge abajo a la izquierda, levantado segĂşn trazas de Asencio de Maeda, entre 1595 y 1606

74


Hospital de la Santa Caridad, fundado por Miguel de Mañara, embutido en la trama de arquerías y galerías de las antiguas Reales Atarazanas, fundadas por Alfonso X “El sabio”

75


76


77


Retablo mayor contratado a Bernardo Simón de Pineda el 28 de julio de 1668, dorado y policromado por Valdés Leal en 1673, con tallas de Pedro Roldán: Fe, Caridad y Esperanza en el ático, San Jorge y San Roque en los laterales y Santo entierro de Cristo sobre el sagrario

78


Pies de la Iglesia de san Jorge con obras de Vald茅s Leal: Finis Gloriae Mundi e In Ictu Oculi en el sotocoro y Exaltaci贸n de la Santa Cruz, h.1684, en el coro

79


Pedro Rold谩n, Cristo de la caridad, arrodillado en un altar ensamblado por Sim贸n de Pineda en 1673, Iglesia de san Jorge del Hospital de la Santa Caridad, Sevilla

80


Wang Weiqin siendo ajusticiado 1904 mediante el método «leng-tch’é», o de los cien pedazos, en la plaza Ta-Tché-Ko de Pekín, y no Fu Tchu Li siéndolo el 10 de abril de 1905

81


José Gutiérrez Solana, Un revolucionario, h.1930 óleo sobre lienzo, 220x110, Col. Particular

82


Fotografía del suplicio del supuesto Fu Tchu Li publicada en Las lágrimas de Eros por Georges Bataille, 1961

83


Juan Vald茅s Leal, Finis Gloriae Mundi, h.1671-72 贸leo sobre lienzo, 220 x 216, Iglesia de san Jorge del Hospital de la Caridad, Sevilla

84


Juan de Vald茅s Leal, In Ictu Oculi, h.1671 贸leo sobre lienzo, 220 x 216, Iglesia de san Jorge del Hospital de la Caridad, Sevilla

85


Juan ValdĂŠs Leal, detalle de Finis Gloriae Mundi, h.1671-72 Iglesia de san Jorge del Hospital de la Caridad, Sevilla

86


Juan ValdĂŠs Leal, detalle de Finis Gloriae Mundi, h.1671-72 Iglesia de san Jorge del Hospital de la Caridad, Sevilla

87


Juan de ValdĂŠs Leal, detalle de In Ictu Oculi, h.1671 Iglesia de san Jorge del Hospital de la Caridad, Sevilla

88


Marcel Duchamp fumando sentado en 1963 delante de su Rueda de bicicleta, 1913

90


José Joaquín Parra, Instrumental de la escuela de tauromaquia de Osuna, 2001

102


Bartolomé Bermejo, Virgen de la leche, 1468-1495 óleo sobre tabla, 58’2 x 43’3, Museo de Bellas Artes, Valencia

156


Juan de Flandes, Virgen con el Niño de la leche, h.1510-18 óleo sobre tabla, 28 x 21’5, Colección F. Palacios, Zaragoza

157


Luisa Rold谩n, Virgen de la leche, h.1689-1706 barro cocido y policromado, 38 cm, Colecci贸n Muguiro, Madrid

158


Giuseppe Pagano, CorfĂş, v75-n23

159


Tintoretto, El origen de la vía láctea, h.1575 oleo sobre lienzo, 149’4 x 168 The National Gallery, Londres

160


Paolo Caliari [El Veron茅s], Marte y Venus unidos por el Amor, 1570 贸leo sobre lienzo, 205 x 161, Metropolitan Museum od Art, Nueva York

161


Alciato, Juno amamantando a HĂŠrcules, Emblema CXXXVIII

162


Lucas Cranach el Viejo, Caridad, 贸leo sobre tabla, 50 x 34, Koninklijk Museo voor Kunsten Sch贸ne, Amberes

163


Giulio Romano, Caritas Romana Museo CondĂŠ, Chantilly

164


Rubens, Cimon y Pero o La Caridad Romana, h.1630 贸leo sobre lienzo, 155 x 190, Rijksmuseum, Amsterdam

165


Stephane Lallemand, La caridad romana, 2009 100 x 160

166


Juan de Roelas, La visi贸n de san Bernardo (Lactaci贸n de san Bernardo), 1611 252 x 166, Hospital de san Bernardo, Sevilla

167


Guido Reni, Caridad, 1630 贸leo sobre lienzo, 137,2 x 106, Metropolitan Museum of Art, Nueva York

168


Cecchino Salviati, Caridad, 1543 temple sobre tabla, 156 x 122, GallerĂ­a degli Uffizi, Florencia

169


Andrea del Sarto, Caridad, 1518 óleo sobre madera adaptado a lienzo, 185 x 137, Musée du Louvre, París

170


Adolphe-William Bouguereau, Caridad, 1878 óleo sobre lienzo, 193 x 115’6, Smith college Museum of Art, Northampton

171


Afrodita y eros (Afrodita de este), s. I d.C Kunsthistorisches Museum, Viena

172


Torso de Afrodita del tipo Venus Medici, s.II a.C - s.I d.C Museo Nacional del Prado, Madrid

173


174


NOTAS 1

Según Assandri, José; Entre Bataille y Lacan. Ensayo sobre el ojo, golosina caníbal, Ediciones literales, Buenos Aires, 2007, pág.21, la traducción es en primer lugar publicada en México D.F., en 1981, por la editorial Los brazos de Lucas. El coño de Irene, de Louis Aragon, (según la versión después prologada y publicada por Jean-Jacques Pauvert) fue publicada por Tusquets en Barcelona en 1979 atribuida a Albert de Routisie y bajo el título Irene; después, con traducción de Carmen Artal, con el título original y sin seudónimo, fue publicada acompañándola de otros dos textos de Aragon: El instante y Las aventuras de Don Juan Lapolla Tiesa.

2

La primera traducción que se hace a cualquier lengua del relato de Kafka, escrito en el alemán de Praga, según la Bibliografía de M. L. Caputo-Mary y J. L. Herz, citada por Juan José del Solar en las notas a su versión (Franz Kafka, Obras completas, Tomo I, Aguilar, Barcelona, 2004) es al español y aparece publicada un año después de la muerte del escritor, en 1925 en la «Revista de Occidente» (anterior, por tanto, a la traducción de Galo Sáez publicada en 1945 también por «Revista de Occidente»). No se sabe con certeza quién fue este primer traductor, aunque se ha postulado que podría tratarse del propio director de la revista, José Ortega y Gasset, o del secretario de la misma, Fernando Vela, quien al haber titulado la obra La metamorfosis y no La transformación, como en la actualidad se prefiere, sentó un precedente universal.

3

Esta y las siguientes citas entrecomilladas de Historia del ojo está tomadas de Bataille, Georges; Historia del ojo, tr. Margo Glantz, Ediciones Coyoacán, 2ª edición, Méjico D.F., 1995.

4

La película Don Juan, dirigida por Alan Crosland (1834-1936), se estrenó el 6 de agosto de 1926 en el Warner Theatre de Nueva York. Protagonizado por John Barrymore emitió los primeros sonidos de la historia del cine y reproducía música de Mozart.

5

Bataille, Georges; El erotismo [1957], tr. A. Vicens, Tusquets, Barcelona, 1997. Bataille, Georges; Las lágrimas de Eros [1961], tr. D. Fernández, Tusquets, Barcelona, 1997. Bataille, Georges; Manet [1955], tr. J. Gregorio, IVAM, Murcia, 2003. Bataille, Georges; La literatura como lujo, tr. A. Torrent, Cátedra, Madrid, 1993.

6

Assandri, J.; op. Cit., pág. 89 y ss.

175


7

Bataille, Georges; Oeuvres Complètes, Tome I, Gallimard, París, 1992.

8

Bataille, Georges; Historia del ojo, tr. A. Escohotado, Tusquets, Barcelona, 1978. Además del triángulo de dos tercios de una sonrisa infantil puesta en vertical hay en la portada un ojo: el que ilustraba la edición de J. J. Pauvert de 1967.

9

Bataille, Georges; Madame Edwarda (seguido de El muerto), tr. A. Escohotado, Tusquets, Barcelona, 1988.

10

Las citas corresponden a Vargas Llosa, Mario; “El placer glacial” en Bataille, G.; Historia del ojo, tr. A. Escohotado, Tusquets, Barcelona, 1978, págs.9-88.

11

Bataille, Georges; Dalí grita con Sade (o El juego lúgubre), en Oeuvres Complètes, Tome II, Gallimard, París, 1992.

12

Vargas Llosa, M.; op. Cit., págs. 20-22.

13

Durero, Alberto; De la medida, edic. J. Peiffer, tr. J. Espino, Akal, Madrid, 2000, pág. 336. Cf. Stoichita, Víctor; “La sombra de la mirada” en Breve historia de la sombra, tr. A. M. Caderch, Siruela, Madrid, 1999.

14

Bataille, Georges; El ojo pineal. El ano solar. Sacrificios, tr. M. Arraz, Pretextos, Valencia, 1996.

15

Assandri, J.; op. Cit., pág. 28.

16

El ano solar fue escrito por Bataille a comienzos de 1927, antes que Historia del ojo, aunque no se publicó hasta 1931, también ilustrado por André Masson.

17

Assandri, J.; op. Cit., pág. 42.

18

Bataille, Georges; Mi madre [1966], tr. P. Brines, Tusquets, Barcelona, 1980.

19

Romano, Giulio; Raimondi, Marcantonio; Los Modi y los Sonetos lujuriosos, edic. A. Ávila, Siruela, Madrid, 2008.

20

Glantz, Margo; Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador, Anagrama, Barcelona, 2005.

21

En Saña (Glantz, Margo; Saña, Pre-Textos, Valencia, 2007), otra de sus obras de acumulación, Margo Glantz, bajo el título «La belleza extrema de la mirada», escribe: “Dios decidió que el cuerpo fuera visible y el alma invisible. Y sometió el cuerpo, sobre todo el femenino, a la mirada. Y esa mirada fue inconforme, exigente, severa, también volátil, una mirada que ordena, altera, clasifica: mutila”. El capítulo que precede a esta belleza

176


de la mirada extrema se titula «Contaminación»; en él se resume aquel relato del poeta argentino Enrique Molina en el que contaba que, cuando salieron de la iglesia zumbantes y hambrientas las nubes de moscas, los pájaros huyeron despavoridos cediéndoles las cabezas decapitadas que aún permanecían en exhibición, ensartadas en las picas hincadas en la plaza del pueblo por los vencedores. En la obra singular de Margo Glantz hay cuerpos gozosos y cuerpos dolientes, hay moscas y miradas, hay cuerpos que atraen la mirada como atraen a las moscas los ojos abiertos de los cadáveres. 22

Bataille, G.; Historia del ojo, tr. Margo Glantz, capítulo VI “Simona”, pág.3234.

23

Parra Bañón, José Joaquín; Arquitecturas terminales. Teoría y práctica de la destrucción, Universidad de Sevilla, Sevilla, 2009. pág.101.

24

Ripa, Cesare; Iconología (1593), tr. J. Barja de Quiroga, Akal, Madrid, 2002.

25

Quignard, Pascal; La lección de música (1987), tr. A Cuesta, Funambulista, Madrid, 2005. pág.85.

26

Quignard, Pascal; Vida secreta, tr. E. Castejón, Espasa, Barcelona, 2004, pág.66.

27

Parra Bañón, José Joaquín; Bárbara arquitectura bárbara, virgen y mártir, COAC, Cádiz, 2007. Cap. V y VI.

28

Quignard, Pascal; El sexo y el espanto (1994), tr. A. Becciú, Minúscula, Barcelona, 2005. pág. 21 y 177.

29

Bozal, Valeriano; El tiempo del estupor, Siruela, Madrid, 2004. pág.89.

30

Coetzee, J. M.; Elizabeth Costello, tr. J. Calvo, Mondadori, Barcelona, 2004. pág.172.

31

Quignard, Pascal; El lector (1976), tr. J. M. Mallorca, Cuatro, Valladolid, 2004. pág.84.

177



Ă?NDICE

Versiones y perversiones

5

Visiones, revisiones y aversiones

69

Notas

177

179



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