Bárbara arquitectura bárbara, virgen y mártir

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BÁRBARA ARQUITECTUR -A BÁRBARA VIRGEN Y MÁRTIR


ENSAYO ACERCA DE LA BARBARIE Y EL SITIO, LA EXTRAVAGANCIA Y LA ESTRIDENCIA, EL ÉXITO Y EL ÉXTASIS, LA MÍSTICA Y LA CASTIDAD DE LA ARQUITECTURA EN EL QUE SE TRATA SOBRE LA ELOCUENCIA, LA ICONOGRAFÍA, LA PROFANACIÓN, LA OBSCENIDAD, LA METÁFORA, LA NATURALEZA, LA ENFERMEDAD, LA DESTRUCCIÓN Y EL GOZO DE ESA ARQUITECTURA, CON ALUSIONES AL CONCEPTO DE TRASCENDENCIA Y A LA MATERIALIDAD DE LA CARNE, AL MITO DE BABEL Y A ALGUNA NOVELA DE THOMAS BERNHARD, A LA CASA FARNSWOORTH DILUIDA EN LA NIEBLA Y AL HÁBITO DE LA DECAPITACIÓN, CON FRECUENTES REMISIONES A SANTA BÁRBARA, A SU SOLEDAD, A SU CUERPO, A SU MARTIRIO, A SU SEXO, A SU BELLEZA, A SU TERNURA Y A LA TORRE QUE SUSTENTA Y QUE LA AMPARA


JOSÉ JOAQUÍN PARRA BAÑÓN

bárbara arquitectura bárbara, virgen y mártir

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Todos los derechos legales reservados. Por tanto, ni total ni parcialmente debe ser reproducida esta publicación, ni almacenada, ni grabada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, electónico o mecánico, sin el permiso previo y expreso del autor, titular de los derechos de propiedad intelectual, y, en su caso, del editor.

© José Joaquín Parra Bañón, 2007 jjpb@us.es © de esta primera edición Colegio Oficial de Arquitectos de Cádiz www.arquitectosdecadiz.com Plaza Mina 16. 11004 Cádiz Tel· 956807052 - Fax· 956223902 correo@arquitectosdecadiz.com © de las ilustraciones, los autores y/o instituciones Ilustración en sobrecubierta y contraportada: xilografía parcialmente borrada del Martirio de santa Bárbara, obra anónima de la edición de Capcasa de la Legenda Aurea, Venecia, 1494 composición, diseño gráfico y producción J. J. Parra Bañón Primera edición: enero de 2007 Impresión: Escandón S.A impreso en España

ISBN: 84-611-4311-6 Depósito legal:


BÁRBARA ARQUITECTURA BÁRBARA, VIRGEN Y MÁRTIR índice 1 EXHORTACIÓN A LA ARQUITECTURA: EXALTACIÓN DE SANTA BÁRBARA BÁRBARA ARQUITECTURA BÁRBARA 2 SEMÁNTICA, ETIMOLOGÍA Y GEOGRAFÍA BÁRBARA 3 NEGACIÓN DE LA ARQUITECTURA NATURAL 4 ESTRIDENCIA Y ARQUITECTURA 5 DISIDENCIA, ESCENARIO Y OBSCENIDAD 6 PRECISIONES DE HEIDEGGER Y DE QUIGNARD. ELECCIÓN DE COETZEE 7 REIVINDICACIÓN DE LA SANTIDAD Y CRÍTICA DE SUS SUCEDÁNEOS 8 SANTO TOMÁS (EL INCRÉDULO) Y LA HUÍDA A EGIPTO 9 DERROTA DE SANTA BÁRBARA CONTRA DERRIDA 10 EXHUMACIÓN DE LE CORBUSIER Y RELIQUIAS DE BÁRBARA 11 CONVENIENCIA, CRISIS E INVENTARIO DEL PATRONAZGO SOBRE LA HAGIOGRAFÍA Y LA MUERTE 12 BÁRBARA, PARTENOMÁRTIR Y TRINITARIA BIOGRAFÍA DE SANTA BÁRBARA: EL SUPLICIO CANÓNICO 13 14 EL LUGAR DEL CLAUSTRO Y LAS CAUSAS DEL CAUTIVERIO 15 SEGUNDA VERSIÓN: EL SUICIDIO APÓCRIFO 16 CURRÍCULO, BIBLIOGRAFÍA Y DESTITUCIÓN DE SANTA BÁRBARA 17 CRÓNICA DE LAS TRASLACIONES SOBRE LA ICONOGRAFÍA Y LA ARQUITECTURA DE LA TORRE 18 UNA TORRE ADOLESCENTE Y FEMENINA 19 INTERIOR CON CHIMENEA, DE ROBERT CAMPIN 20 UNA TORRE EXTERIOR Y CÉLIBE 21 UNA TORRE EN OBRAS, HUMANA 22 UNA TORRE ARDIENTE Y CONCUPISCENTE, TAL VEZ SODOMITA 23 UNA TORRE MÍTICA Y MATRIMONIAL SOBRE LA SANTIDAD Y ALGUNOS VICIOS DE LA ARQUITECTURA 24 JUSTA Y RUFINA, CERÁMICAS Y ANTISÍSMICAS 25 OTRAS TORRES SAGRADAS Y EMBLEMÁTICAS 26 VIVISECCIÓN DE SANTA CRISTINA DE BOLSENA 27 PEQUEÑAS ARQUITECTURAS SIMBÓLICAS 28 LOS ESTILITAS ERECTOS EN SU ATALAYA 29 MÁS PATRONES DE LA ARQUITECTURA 30 MÁS PORTADORES ACECHANDO DESDE LOS ALTARES 31 MARTIROLOGIOS, ENCICLOPEDIAS Y MONOGRAFÍAS 32 IMPOSIBILIDAD DE LA ARQUITECTURA METAFÓRICA UN PRÓLOGO Y DIECIOCHO RAZONES PARA SANTA BÁRBARA 33 LOS MOTIVOS DE JOSEF K Y DE BRAUSEN 34 RAZÓN DEFENSIVA: CONTRA LA HOSTILIDAD 35 RAZÓN ESTÉTICA: LA ARQUITECTURA COMO CASTIGO 36 RAZÓN CARNAL: LA METAMORFOSIS Y LA ANALOGÍA 37 RAZÓN QUIRÚRGICA: INSATISFACCIÓN DE BARTLEBY 38 RAZÓN HISTÉRICA: DENSIDAD, HABITACIÓN Y LIMBO 39 RAZÓN LINGÜÍSTICA: EL PARÁCLITO Y EL PAVO REAL

11 17 19 21 22 24 25 28 31 32 34 37 39 41 43 45 47 49 51 53 54 55 57 59 62 64 65 67 69 71 74 75 83 85 87 89 91 92 93


40 RAZÓN DINÁMICA Y MISERICORDIOSA 41 RAZÓN AFECTIVA: LA CARICIA Y LA FOTOGRAFÍA 42 RAZÓN SIMBÓLICA: TRASCENDENCIA Y ÓPTICA 43 RAZÓN REDENTORA: BABEL GENÉTICA 44 RAZÓN GRÁFICA: EL TIEMPO DE LA CONSTRUCCIÓN 45 RAZÓN LITERARIA: DE LA CONFUSIÓN AL LIBRO DE LA SABIDURÍA 46 RAZÓN FISIOLÓGICA: CAMPANAS Y TURÍBULOS 47 RAZÓN MOBILIARIA: VIÁTICO, CUSTODIA O TÚNICA 48 RAZÓN POLIORCÉTICA: LA BALÍSTICA Y LARA CROFT 49 RAZÓN DESTRUCTIVA: SANTA CATALINA Y LOS CARNICEROS 50 RAZÓN NOMINAL: SANTABÁRBARA COMO RECINTO 51 RAZÓN DIÁFANA: TRANSPARENCIA Y RESERVA PROFANACIÓN ETIMOLÓGICA Y ESCENOGRAFÍA 52 LA RAZÓN DE SER NO ES LA ARQUITECTURA 53 ENLUCIR, ENFOSCAR, ENTURBIAR, ACLARAR, ETC. 54 APOLOGÍA DE LA PROFANACIÓN 55 OFICINA PARA INTERVENCIÓN EN LA COMUNICACIÓN SOCIAL 56 CULTURA Y SUFRIMIENTO: EL SOBRINO DE WITTGENSTEIN 57 LUZ ARTIFICIAL Y FULGOR BÁRBARA MERODEANDO POR EL EXTERIOR DE LA CIUDAD 58 EXCENTRICIDAD URBANA DE BÁRBARA 59 ELOGIO Y ACUSACIÓN DE LA CIUDAD BÁRBARA 60 PAISAJE ANGOSTO CON ADOLESCENTE 61 CONFIDENCIAS EN EL LIMEN. APARICIÓN DE GIORGIO DE CHIRICO 62 PROBLEMAS DE EXPRESIÓN: LA ARQUITECTURA PÁRVULA 63 POLIFONÍA DE BABEL 64 DISIPACIÓN DE SANTA BÁRBARA EN LA NIEBLA CANON E ICONO. LITERATURA Y METEOROLOGÍA 65 ICONOGRAFÍA SIN DOGMA. MONSTRUOS Y TEMAS 66 EL PÉNDULO DE LA ARQUITECTURA. ICONOLOGÍA DE CESARE RIPA 67 MISTERIOS DE GOZO 68 ALEGORÍA, SÍMBOLO, Y WILDE ATORMENTADO 69 JOYCE, RILKE, VERLAINE, MISHIMA, SCARPA 70 BARBIE, BARBARA Y OTRAS CASAS DE MUÑECAS 71 VARVARA FIODOROVNA STEPANOVA FOTOGRAFIADA POR RODCHENKO 72 MAX BROD CONTRA FRANK KAFKA: BARBAROLOGÍA VARIACIONES, DIGRESIONES Y OTRAS CUATRO DOBLES PERVERSIONES 73 VARIACIONES A PROPÓSITO DE LA LEYENDA DORADA DE SANTIAGO DE LA VORÁGINE 74 PRIMERA VARIACIÓN: EL BAPTISTERIO 75 SEGUNDA VARIACIÓN: LA PISCINA 76 TERCERA VARIACIÓN: PETRA GENITRIX 77 CUARTA VARIACIÓN: EL PATRIMONIO 78 VARIACIONES A PROPÓSITO DEL FLOS SANCTORUM DE PEDRO DE RIBADENEYRA 79 VARIACIÓN PRIMERA: LA HIGIENE Y LA VULVA 80 VARIACIÓN SEGUNDA: SUPLICIO Y DESNUDEZ 81 VARIACIÓN TERCERA: DECAPITACIÓN DE, POR EJEMPLO, ÚRSULA IGUARÁN 82 VARIACIÓN CUARTA: RELIQUIAS, SACRIFICIOS Y FÁRMACOS

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TRANSFERENCIAS, TRANSGRESIONES Y ÉXTASIS 83 TRANSFIGURACIÓN Y TRANSUSTANCIACIÓN 84 LUCIFER Y HEFAISTOS, COMPAÑEROS DE BÁRBARA 85 VULCANO Y LA ARQUITECTURA SEGÚN PIERO DI CÓSIMO 86 MÍSTICA Y TRASCENDENCIA 87 DE LA ARQUITECTURA COMO ACTRIZ 88 JOH[ANN]ES DE EYECK ME FECIT 1437 89 PETRUS CHRISTUS CON SANTA BÁRBARA 90 DOMENICO GHIRLANDAIO SOBRE SU VÍCTIMA 91 VARIAS INTERPRETACIONES JACOBEAS Y MEDITERRÁNEAS NOTAS PARA UN ANÁLISIS DE LA BARBARIE 92 VITAMINAS, APOGEO Y APLASTAMIENTO DEL ESPACIO 93 HERÓDOTO, BARBARIE Y CURIOSIDAD 94 SUPRESIÓN DE LAS COSTUMBRES SALVAJES Y CIVILIZACIÓN DE ÁFRICA 95 BARBARIE, PRIMITIVISMO, FUEGO Y ARQUITECTURA 96 BARBARIE, VIOLENCIA Y FRONTERAS 97 BARBARIE, LUGAR E INDIVIDUALIDAD 98 BARBARIE, ESTÉTICA Y CIVILIZACIÓN 99 BARBARIE, HOMOGENEIDAD Y PERIFERIA 100 BARBARIE, SISTEMA Y TIRANÍA 101 BARBARIE, ANÁLISIS Y METAFÍSICA 102 BARBARIE, DECAPITACIÓN Y ACEFALIA MARTIRIO Y ARQUITECTURA 103 MASTECTOMÍA DE SANTA BÁRBARA 104 ABLACIÓN DE ÁGUEDA EN SICILIA 105 ALGUNAS INTERCESIONES EN LA ARQUITECTURA 106 ARQUITECTURA HÁPTICA Y SAN JUAN DAMASCENO 107 SENO, CAVIDAD Y ARQUITECTURA LACTANTE ARQUITECTURA Y VIRGINIDAD 108 EN EL CASO DE QUE LA TORRE FUERA UNA METÁFORA DE LA MONTAÑA 109 ÉXITO, COITO, TRANSVERBERACIÓN 110 VIRGINIDAD, IMPENETRABILIDAD Y ARQUITECTURA 111 PUREZA, INTANGIBILIDAD Y ARQUITECTURA 112 VIRGINIDAD, ACCESIBILIDAD Y BARBARIE 113 VIRGINIDAD, ECOLOGÍA Y ARQUITECTURA 114 VIRGINIDAD, CORRUPCIÓN Y ARQUITECTURA 115 VIRGINIDAD, CASTIDAD Y ARQUITECTURA 116 TORRES DE SANGRE Y TIGRES TRANSPARENTES ÚLTIMA PLEGARIA

179 181 183 185 187 190 193 194 198 203 206 207 209 211 213 215 217 219 220 222 225 227 229 231 233 237 239 241 244 245 246 248 251 253 254

anexos CATÁLOGO DE TORRES BÁRBARAS RELACIÓN DE TEXTOS CITADOS INVENTARIO DE ILUSTRACIONES Y CRÉDITOS FOTOGRÁFICOS ÍNDICE ONOMÁSTICO

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1 EXHORTACIÓN A LA ARQUITECTURA: EXALTACIÓN DE SANTA BÁRBARA

¿Dónde está la arquitectura? O, si la palabra lugar no se hubiera deteriorado y ensuciado tanto, si no estuviera tan vacía y tan en ruinas, si no hubiera sido saqueada y dislocada, la pregunta oportuna sería ¿cuál es el lugar de la arquitectura?

~ Lugares son, entre otros, el espacio anatómico corporal (un interior) y la orografía sinuosa de la superficie del cuerpo (un exterior); la plaza venérea que acoge la sombra de la Torre del Mangia frente al Palacio Público de Siena y la sala que tras la Plaza del Campo cobija a Guidoriccio da Fogliano pintado a caballo por Simone Martini; la poesía de Luis Cernuda y la de José Ángel Valente; un solar entre medianeras con huellas de lo que allí sucedió y la casa número ocho de la calle Santillana; el seno sonoro de una campana y el seno nutritivo de María Magdalena antes de su ascensión; los desiertos descritos por Cormac McCarthy en Meridiano de sangre y los que hay entre la uva y los dátiles; el cauce pedregoso del río Almanzora, que es más rambla que río, y una custodia de Juan de Arfe; el Patio de la Acequia del Generalife y la ventana desde la que, impávida, Aurelia Mellestratti vio llegar a su asesino; la habitación en la que Héctor se despidió para siempre de Andrómaca y la habitación en la que Aquiles acarició a Patroclo y la habitación en la que Cadmo y Harmonía se amaron para fundar la ciudad y la habitación lenta que ella ahora dibuja sobre la sábana.

~ «Bla bla bla», «bar bar bar», «bab bab bab»: éste, no otro signo maniático, es el principio, el balbuceo original de la arquitectura: su onomatopeya. Bárbara fue el primer vocablo del mundo, el verbo, la costra inaugural de la frontera, la brecha más profunda, la hendidura de la que aún no había sacado completamente su pie maldito el Adán que pintó Masaccio en la capilla Brancacci.

~ Fue en santa Bárbara donde precipitaron el lenguaje y la arquitectura: fue ella quien sedujo a la voz y a la piedra y las obligó a encarnarse. Antes de ella era el caos, el vértigo, la anorexia y la ataraxia, la indiferencia y el silencio absoluto; luego, tras su alumbramiento unigénito y fortuito, el deseo obsceno de la arquitectura y sus consecuencias, la fundación del dormitorio y del manicomio. 11


Fue santa Bárbara, una criatura del confín, la que ordenó la luz y la que condujo la luz. La que contuvo la luz y la que transportó la luz y quien derramó la luz: también el agua, y el pan, y el incienso y la ceniza.

~ Fue santa Bárbara quien dividió la realidad ordinaria entre lo de dentro y lo de fuera: la que instituyó el interior y, al excluirlo, lo diferenció del exterior; la que interpuso un límite entre el antes y el después del espacio organoléptico, la que instituyó la topología. Una vez que le atribuyó una forma a cada una de las partes enajenadas, que llamó cóncavo a lo hueco y convexo a lo macizo, decidió, voluntariamente, quedarse fuera.

~ Santa Bárbara, en cuanto a entidad arquitectónica, es como el laberinto: no tiene apariencia fuera del plano. Bárbara no existe, como el laberinto, más que gráfica o literariamente, que acaso son dos palabras para nombrar lo mismo. Las dos son criaturas verbales estrictas, dibujos escuetos, guaridas. Son dos hologramas; dos edificios semánticos, orales y bucales.

~ Lo que se conoce de santa Bárbara es, sobre todo, lo que gratuitamente le han atribuido los artistas en sus crónicas, lo que de ella se ha podido pintar en las alas de algunos trípticos, en las predelas de algunos retablos. También se sabe algo de lo que, para inventársela y materializarla, para hacerla creíble al escéptico, durante su gestación, en el momento preciso de su parto, se escribió en los martirologios de las vírgenes impúberes, siempre parcos y perversos.

~ En santa Bárbara confluyen, convergen, conviven la literatura y la arquitectura. Ante santa Bárbara copulan, se acoplan espléndidamente lesbianas, parcialmente desnudas, soberanamente soberbias, la literatura y la arquitectura: la pintura es el lecho en el que retozan y se acarician.

~ Quienes han descrito a esta huérfana han sido los sacerdotes, los gerentes de lo sagrado, los administradores de los misterios, los urdidores de los secretos, los exhortadores de la castidad. Ninguno de ellos, ni los capciosos ni los vesánicos, fue capaz de besarla.

~ Quienes la transfiguraron fueron los artistas inquietos del siglo quince y sus herederos. Quienes han soñado con ella y con su cuerpo improbable han sido los obreros de la construcción y los fundidores, los artesanos y los jornaleros, los desolladores y los profanadores de la realidad. Quienes la han destituido de los misales han sido los últimos papas y los promotores inmobiliarios.

~ A santa Bárbara no tuvo más remedio que canonizarla la iglesia romana: no podía dejar que otros se aprovecharan de sus atribuciones; tampoco renunciar, a riesgo de una gran pérdida para sus finanzas, a su patrimonio ideológico. Adueñársela, secuestrarla era un modo de apropiarse sus especiales competencias, de interferir con saña en la arquitectura. 12


Santa Bárbara es reciente: su mito, la congregación de mitos a los que ella da cuerpo de adolescente, es bizantino y medieval, sobre todo flamenco. Desde que empezó a invocarse en las catedrales, ella ha satisfecho con suficiencia una función terapéutica para la arquitectura; ha cumplido con eficacia evidente una imprescindible misión protectora; ha dado valor a los cobardes, aliento a los temerosos, azúcar y vino a los valientes, motivos para temer a la vida a los melancólicos.

~ Su intervención en los asuntos propios de la arquitectura, su participación en la construcción de la idea y de la forma de la arquitectura, es probablemente mayor, aunque más discreta, que la de la Bauhaus de Weimar; mucho más intensa y longeva que la de la filosofía angulosa de la descomposición y el rizoma, y menos trivial que la ingerencia llevada a cabo por la firma comercial SOM (Skidmore, Owings & Merril) o que la perturbación provocada por Massimiliano Fuksas o por Zanotta Gae Aulenti o por Mario Botta, o por Morphosis y por Future Systems entre los que se disfrazan bajo una sociedad anónima.

~ Si se le sigue dando la razón a Chistian Norberg-Schulz cuando afirmó que “la arquitectura consiste más en significados que en funciones prácticas” (Arquitectura occidental, 1979), habría que admitir sin debate y sin discusión que santa Bárbara es, cualitativa y cuantitativamente, más arquitectura que la suma de las obras completas de Robert Krier y de Michael Graves; que Konstantin Melnikov no le hace sombra y que Álvaro Siza es una buena compañía.

~ Enrik Gunar Asplund, Luis Barragán, Theo van Doesburg, Gaston Eyssenlinch, Ignacio Gardella, Ilya Golossov, Erne Jacobsen, Enrich Mendelsom, Paulo Archias Mendes da Rocha, ciertos fundadores de OTAISA, Gerrit Thomas Rietveld y Alejandro de la Sota son algunos de los que la hospedaron en su propia casa en alguna ocasión.

~ Santa Bárbara es un heterónimo de Leon Battista Alberti y de Miguel Fisac, de Francesco Colonna, tal vez redactor de Hypnerotomachia Poliphili, ubi humana omnia non nisi somnium esse docet, atque obiter plurima scitu sane quam digna commemorat, y del boloñés Ferdinando Bibbiena y de su hijo Giuseppe Bibbiena, autores de tan extraños proyectos; también de Sostrato de Cnido, arquitecto fabuloso del faro de Alejandría y de Ginés García Sánchez, poeta mayor de Tíjola.

~ ¿Puede derivarse, destilarse de un cuento una teoría filosófica, psicológica, artística? ¿Pueden seguir fundándose algunas teorías científicas, como las religiones, en las fábulas antiguas? ¿Puede la arquitectura alimentarse del cadáver de una santa sin reliquias?

~ En ningún caso como en el de Bárbara la arquitectura es vicaria de la santidad: de la voluntad de trascendencia, de la legítima aspiración a la poesía.

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Santa Bárbara, como tal vez habría dicho Bolaño si no lo hubiera matado antes un cáncer, si hubiera reflexionado un poco más sobre ella antes de irse a buscarla, pertenece al “subgénero de los visitantes limítrofes”. También, Entre paréntesis, podría haber afirmado que ella, al igual que la literatura, es una máquina acorazada, o más bien, que es un arma acorazada, porque para aquél la literatura era necesariamente, en todo momento, un arma de ataque –tal vez una hoz o una navaja automática- y santa Bárbara, está claro, es otra arma, y como tal arma mortífera se debe saber usar. Por decir, Roberto Bolaño podría haber añadido que, como le ocurre a las obras maestras de la literatura, no es raro que esa mujer pase inadvertida.

~ Santa Bárbara es, podría decirse, casi una metáfora de la arquitectura: no ella, en sí misma (como personaje literario o figura pictórica), ni la razón de su santidad o de su pureza inconcreta (la sangre derramada a borbotones en su tortura, que algunos llaman martirio), ni sus posibles y equívocos significados (la interpretación de su biografía cinematográfica) ni su manifestación física en la materia (sus atributos iconográficos), sino su leve voz mitológica.

~ No sería perjudicial para toda la arquitectura atender a la mística de santa Bárbara: formular sus dogmas e instaurar sus ritos; sustituir los códigos de la edificación, los técnicos y los deontológicos, por las normas de un catecismo acorde con su liturgia. Sólo los delincuentes y los avaros, los glotones y los extorsionadores saldrían perdiendo.

~ El mito de la arquitectura late en el ídolo que es santa Bárbara. Santa Bárbara es la arquitectura corporal: es un edificio. Ese edificio es un cuerpo desmembrado; ese cuerpo es una torre izada en medio de ninguna parte.

~ ¿Por qué una torre? ¿Por qué un cilindro y no una esfera o la pirámide regular del fuego o el dodecaedro que Wentzel Jamnitzer asoció al cielo? ¿Porqué un tubo, un conducto, una arteria, un útero receptivo? ¿Por qué no servía un embudo invertido? ¿Es acaso la torre la columna vertebral de la osamenta de la arquitectura? ¿Por qué una arquitectura sin seno?

~ ¿Por qué santa Bárbara transporta una torre? ¿Por qué sostiene o sujeta con su mano una torre emblemática? ¿Es la torre del homenaje, es una torre albarrana? ¿Por qué hay una torre al lado de esa diosa ejemplar? ¿Por qué es siempre tan bella?

~ Santa Bárbara es una torre testimonial, una erección fascinante que trastorna el sitio y la situación: es un lugar desde el que mirar hacia abajo, más lejos, más adentro, hacia el otro lado. Es otra piedra angular de la arquitectura; de las cuatro, ella es la piedra cordial.

~ Santa Bárbara, siempre con la casa a cuestas, en la calma y en la tormenta, bajo el sol inclemente 14


o en la inminencia del rayo, es un caracol comestible y diáfano. Es uno de esos parásitos que la biología, sin suficientes motivos, llamó ermitaños.

~ Habría que liberar a santa Bárbara de su reclusión para pedirle explicaciones: hay que convocarla al debate mudo de la arquitectura contemporánea. Hay que darle un significado a su fábula: que inventarle, ya que no puede ser deducido, un significado a su signo.

~ Hay que encontrar el sentido oculto de la palabra bárbara, que levantarle la falda al sustantivo venéreo, que despellejar el adjetivo. Habría que adentrarse en sus entrañas, que palparle las vísceras, que succionarle las glándulas, que dejarnos poseer por ella, que someternos a su voluntad.

~ Hay que tocar con las yemas a santa Bárbara: que acariciarla, que excitarla, que inmiscuirse lentamente, tiernamente en su cuerpo. Hay que abrirse paso hasta ella y en ella. Y una vez allí tentar y hurgar y manipular.

~ Hay que alabarla y que venerarla, que sacrificar tórtolas en su altar, que llevarle harina candeal, que derramar miel en la puerta de su templo, que grabar su nombre con letras doradas en los dinteles de las puertas, y que dárselo a nuestras improbables hijas venideras cuando nosotros mismos las bauticemos.

~ Hay que redactar un riguroso informe sobre su actividad profesional, un catálogo exhaustivo de sus obras. Hay que escribir su currículo, que concederle un hogar alejado de la oscuridad de las bibliotecas. Hay que componer una exégesis profana, la letanía de sus muchas y graciosas virtudes de núbil traviesa.

~ Hay que pensar la arquitectura, como el cuerpo, también desde fuera: desde la posición que ocupa santa Bárbara. Pensarla desde fuera no es imaginar su aspecto ni considerar su impacto ni hacerle sitio: es pensar en ella en la distancia, desde el éxtasis y los extremos, desde la vulnerabilidad y la soberanía, como si el pensador no estuviera directamente implicado. Es pensar contra ella, acaso con la intención de favorecerla.

~ Santa Bárbara es la síntesis, la comunión, la cohesión, la confusión, la consumación, el coito de la realidad sustancial con el espíritu, del exterior áspero con el húmedo interior, de la arquitectura emergida con la arquitectura aún inmersa, de los edificios que apuntan al cielo y los que se hunden hacia el infierno.

~ Santa Bárbara, es decir, la poesía y la mística, es una herramienta de diagnóstico, un protocolo médico, un paliativo. Como barbitúrico, es útil para el análisis y para el proyecto. Como subs15


tancia, es útil para la construcción y para la guerra. Como tótem es útil tanto como medalla votiva y como paladio de la arquitectura, como escapulario y como sagrario.

~ Santa Bárbara, como la arquitectura, es un concepto sutil, una noción vaga, una idea equívoca hacia la concreción de la realidad. Santa Bárbara, como la obscenidad, es una cuestión de contexto; como alguna ventana, es un estado de ánimo.

~ Santa Bárbara es una abstracción de la arquitectura fulminante: un rayo abstracto y metafísico. Ella es la memoria semántica, no episódica, de la arquitectura. Es un mundo adyacente y clandestino. Es la que está más allá, después, encima. Es una anomalía.

~ Santa Bárbara, la alógena por antonomasia, es una singularidad de la arquitectura: es decir, una alteración de la arquitectura. También es una incertidumbre y una disidencia. Santa Bárbara es la última esperanza en la batalla sin cuartel contra el fascismo y el mercado negro de la arquitectura depredadora.

~ Santa Bárbara no es santa Brígida. “Cuando la piadosa santa Brígida llegó a la edad en que las doncellas suelen contraer matrimonio, pidió al señor que le concediese alguna deformidad corporal a fin de verse libre de posibles pretendientes” dije Santiago de la Vorágine, quien añade que “El Señor escuchó sus oraciones: por entonces Brígida quedó tuerta debido a que uno de sus ojos se le reventó, y poco después de esto ella y otras jóvenes piadosas tomaron el sagrado velo de las vírgenes”. Tampoco es, ni siquiera en la hipótesis de Carl Theodor Dreyer, Juana de Arco.

~ Santa Bárbara es una sinécdoque de la arquitectura: una parte que sirve para nombar el todo; es un componente, una partícula de su léxico. Su torre es una probóscide de la tierra.

~ Si además de lo que dicen William Morris, García Márquez y M. J. Aguado Romeo que es la arquitectura, la arquitectura fuera el conjunto de las obras (constructivas, gráficas, verbales, teóricas, míticas, etc.) de arquitectura y el conjunto de sus relaciones (entre las propias obras de arquitectura y de ellas con las demás obras que no son arquitectónicas), no cabría la menor duda de que santa Bárbara es arquitectura: una de sus versiones.

~ Se trataría, por tanto, de averiguar lo que hay de bárbaro en la arquitectura y lo que hay de arquitectónico en santa Bárbara; de analizar la barbarie arquitectónica mediante el análisis arquitectónico de santa Bárbara; de investigar la arquitectura de santa Bárbara mediante la investigación de la arquitectura bárbara. Consiste en buscar debajo de las piedras, en el borde del cuadro, bajo la mancha bermeja, detrás de la puerta, por la parte de fuera 16


BÁRBARA ARQUITECTURA BÁRBARA

2 SEMÁNTICA, ETIMOLOGÍA Y GEOGRAFÍA BÁRBARA

Los griegos, algunos griegos arcaicos, hegemónicos y urbanos, llamaron despectiva y burlescamente bárbaros a los que llegaban hasta su tierra desde muy lejos y que, por ignorar su idioma, no sabían comunicarse con ellos en su misma lengua, aún no del todo griega. Bárbaro [«bàrbaroi»: el que balbucea de modo incomprensible], dice la gramática, es una palabra onomatopéyica [«bar-, bar-»] mediante la que aquellos primeros aqueos denominaban a los que tenían por extranjeros; al principio, tal vez, para mofarse de ellos, y después, sólo por la voluntad o el capricho de darles un apodo; por la necesidad de distinguirlos de sí mismos. Mucho después los romanos ecuménicos, ya durante la decadencia de su soberanía, con miedo, casi temblando, llamaron bárbaras a todas las tribus que a partir del siglo V quisieron invadir las provincias y las ciudades del imperio con sus ejércitos hostiles. Bárbaro [«barbãrus»], dicen los gramáticos, es una palabra importada de Grecia mediante la que aquellos tardíos, cultos y atemorizados ciudadanos romanos denominaban a los extranjeros impetuosos que acosaban con sus armas los límites el imperio, que desde todos sus frentes lo combatían y lo asediaban para ocuparlo y quedárselo. Mientras que para los primeros griegos la barbarie era, en origen, un asunto lingüístico, para los últimos romanos imperiales era un asunto de índole bélica: para ambos pueblos lo que tiene esencialmente en común el bárbaro es su condición de extranjería, de no pertenencia a ese lugar de destino, respecto al cual el bárbaro, el extranjero, es un visitante, un transeúnte o un traficante. Esta noción primigenia de la extranjería, en cualquier caso, poco tiene que ver con el concepto contemporáneo de xenofobia: sí con el de impertinencia. Para los griegos el bárbaro era fundamentalmente el extranjero que procedía de oriente, y para los latinos era el que procedía del norte: del lejano oriente o del norte remoto: de la lejanía más lejana y secreta, del misterio y del peligro. Los diccionarios de castellano vigentes, en la presente y abrumadora actualidad enciclopédica, definen y administran el adjetivo bárbaro de un modo confuso y, a menudo, contradictorio. Muchos de ellos parece que hubieran deducido o derivado el significado del término bárbaro de las versiones más burdas de la cinematografía: una criatura cavernaria que procede del frío; un individuo desgreñado y mal vestido con pieles sin curtir que gruñe y babea mientras levanta una maza amenazadora. El listado de sinónimos que jerárquicamente le endosa a bárbaro el diccionario real y académico es, más o menos, el siguiente: fiero, cruel; arrojado, temerario; 17


Formalhaut, Kuhprojekt Vogelsberg, Hessen, 1986

inculto, grosero, tosco; grande, excesivo, extraordinario y excelente, llamativo, magnífico. Hay otros diccionarios que le añaden a ese listado de sinónimos otros cuantos epítetos afines a la antropofagia tales como salvaje, inhumano, feroz, atroz, sanguinario, rudo, etc. Pero la barbarie no es necesariamente, en cuanto a la formación, la rusticidad o la incultura; ni en cuanto a la agresividad, la fiereza o la crueldad; ni en cuanto al tamaño el gigantismo o la brutalidad. La barbarie es, originariamente y en primer término, la condición de extrañeza respecto a un lugar. Bárbaro es quien no pertenece naturalmente al lugar en el que en ese momento se encuentra: Yuri Alekséievich Gagarin el 12 de abril de 1961 en la estratosfera. La barbarie es, podría decirse, la impertinencia: la impertinencia en cuanto a falta de correspondencia inmediata entre el lugar y el ocupante, entre el sitio y el sitiador, entre el escenario y el personaje, entre el continente y el contenido. La barbarie es impertinencia en cuanto a la pérdida de la relación de pertenencia que antiguamente tenía esa palabra (relación de una cosa con quien tiene derecho a ella). La barbarie es esa extrañeza que causa inicialmente detectar que el otro usa otro idioma, que tiene otros hábitos, que muestra un aspecto distinto. Es esa extrañeza que permite identificar como extranjero, como venido de fuera, al portador de esas características foráneas, forasteras, aquí ignoradas. A priori, al menos en aquellos griegos bromistas y onomatopéyicos que imitaban lo que les parecía un balbuceo ininteligible, no había implícito un juicio de valor en el uso del término bárbaro. Tampoco era ésa una condición perpetua: el bárbaro dejaba de ser bárbaro cuando aprendía a expresarse en la lengua común del lugar al que había llegado. Es decir, cuando dejaba de estar en pie y se asentaba; cuando, de algún modo, se establecía y, dejando de vagar por las afueras, dejaba de ser extra-vagante; o, lo que es lo mismo, dejaba de ser ajeno, especial, de definirse por sus diferencias, de parecer extranjero. Bárbaro es en esta dirección, por tanto, un término del espacio: esencial y geográficamente, bárbaro es lo exterior respecto a un interior determinado. Es lo que queda fuera, tal vez distante, de un interior definido. Es de algún modo, con relación al tiempo o al espacio, y entre otros adjetivos que comienzan por el prefijo «ex–», ese que en latín significa «fuera», o «más allá», lo exótico y lo excéntrico; también lo exclusivo, en cuanto a que no ha sido incluido; lo extraordi18


nario, porque no es ordinario y lo expuesto, porque ha sido puesto fuera de su lugar pertinente. En cierto sentido, de dentro a fuera, es lo tras-cendente; y, sin embargo, no lo des-cendente (lo que está debajo) ni lo as-cendente (lo que está arriba). Bárbaro es, arquitectónicamente, para quien ha establecido los límites, lo que está más allá del límite: al otro lado de sus límites. La barbarie es, al fin y al cabo, un problema de contexto.

3 NEGACIÓN DE LA ARQUITECTURA NATURAL

En el probable caso de que no exista la arquitectura natural, o que no haya ninguna que así, con exactitud, pueda ser llamada, toda la arquitectura sería etimológicamente bárbara. En el caso de que no existiera ninguna arquitectura que hubiera emergido completa y ya madura, que hubiera brotado, sin siembra previa, suficiente y satisfecha, en un lugar determinado; que no hubiera sido de ninguna manera trasplantada o importada; que no hubiera, en definitiva, venido de afuera, en ese hipotético caso, toda la arquitectura sería de algún modo, por alguna razón, extranjera. Si no hay, como la teoría de la evolución de las especies viene a demostrar, arquitectura natural, toda la arquitectura es bárbara: resultado de una imposición, de una cultura colonizadora. Tal vez en la historia no pueda encontrarse ninguna arquitectura que sea estrictamente autóctona (surgida de la propia tierra en la que tiene existencia, originada en el mismo territorio en el que sucede) ni vernácula (que emplee exclusivamente la lengua propia del lugar, el idioma patrio); tal vez, en el mismo momento en el que la arquitectura tomó conciencia de que era un artificio (de ser humana) se imposibilitó del todo la arquitectura aborigen (originaria del suelo en el que se asienta). La arquitectura no es, no puede ser, natural de ningún lugar: siempre, incluida la cabaña y el iglú, es un objeto extranjero, una criatura bárbara. La cueva no se transformó en caverna (la naturaleza no se convirtió en arquitectura) hasta que alguien no llevó el fuego hasta ella y le impuso una puerta. La arquitectura es manipulación, metamorfosis, trasformación, desplazamiento, trasporte. Es insatisfacción, insuficiencia, inadecuación, trasgresión, transfiguración. Tal vez la arquitectura, salvo en aquellas formas más rudimentarias y primigenias fundadas en el uso sin alteración formal de los recursos naturales (refugiarse bajo un árbol sin tocarlo, elegir una piedra en la que sentarse sin moverla), y en cuanto a modificación significativa del medio ambiente, siempre sea extraña, en mayor o menor medida, al lugar en el que se ubica. Un surco excavado en la arena determinando una frontera, una línea dibujada en el suelo delimitando un área de juego, una alfombra tendida en la arena definiendo una superficie, y muchas otras de las arquitecturas más sutiles y esquivas, evidencian suficientemente esta extrañeza intrínseca a la arquitectura, propia de su estrategia bélica. La arquitectura siempre se ha ideado fuera: fuera de sí misma y fuera del lugar en el que se 19


Le Corbusier Palacio en Ahmedabad , Gujerat (India) , 1954

asienta; fuera de la realidad y fuera de la tierra. La arquitectura se piensa en el conflicto, en la tensión y en la contemplación de los límites; se conjetura desde fuera, como la escultura y la pintura. La arquitectura se piensa lejos y luego se exilia, y es en el exilio donde arraiga: no en vano la arquitectura griega se imaginó en Persia, la siciliana en Grecia, la francesa en Suiza, la de Chicago en el centro de Europa, y la habanera fue en las entrañas de Cádiz donde, con toda probabilidad, comenzó a ser soñada. Quizá la única arquitectura contemporánea que, en este sentido, no es estrictamente bárbara, es la de las favelas y la de todos los suburbios hambientros: la de cuantos modelos arquitectónicos defensivos están fundados en el desecho y lo deshecho: en la construcción con lo que allí mismo, en el vertedero y la inmundicia, se encuentra; en el aprovechamiento obligatorio de la basura y de la podredumbre. La arquitectura es bárbara, además de por artificial y foránea, por ser violenta e invasora, por colonizadora y depredadora, por trasformadora y agresiva: por intervenir siempre destruyendo un estado previo, aunque en esta inevitable voluntad de destrucción haya latente una intención positiva, un cierto deseo de mejora. Y es bárbara, además de por estas razones de la decadencia latina, por aquella otra razón griega que aludía al uso del lenguaje para poner de manifiesto la diferencia: por la necesidad de hacerse notar, de llamar la atención, de distinguirse alzando la voz; por su tendencia a no pasar desapercibida, a reclamar gesticulando su lugar en el mundo. Cualquier ejemplo de la cultura arquitectónica que se analizara serviría para evidenciar algunos de estos aspectos de la barbarie de la arquitectura, desde el crómlech neolítico de Stonehenge a la iglesia apesadumbrada y triste de Ronchamps. 20


4 ESTRIDENCIA Y ARQUITECTURA

No es del mismo modo evidente la barbarie en todas las arquitecturas. En la arquitectura académica la barbarie se percibe antes que en la, así denominada, arquitectura popular: en la arquitectura culta se manifiestan mejor los síntomas de la barbarie (el rictus, la enajenación, el barbarismo) y es más fácil diagnosticarla que en aquella que, por discreción y por respeto, atiende humildemente a la tradición. La arquitectura autógrafa es más proclive a la barbarie que aquella disimulada por el anonimato: en la que pomposamente se llama «arquitectura de autor» se exacerba, se extrema no pocas veces hasta el ridículo, el anhelo de distinción. Toda arquitectura es bárbara respecto a la arquitectura precedente, a la arquitectura anterior a la que se sobrepone e impone, a la que intenta suplantar y superar, a la que desplaza y destruye al tener que hacerse un sitio en la realidad. Toda arquitectura tocada por el sueño de la vanguardia, por el empeño de cambiar el lenguaje y el deseo de inventarse uno propio y nuevo, es agresiva y locuazmente bárbara. La arquitectura moderna tiende más, en mayor cantidad y con mayor intensidad, a la barbarie que cualquiera de sus antepasadas, incluida la bárbara y canónica universalización de los órdenes clásicos y la majestad catedralicia del gótico europeo. La arquitectura contemporánea, y la de los últimos decenios en concreto, ha sucumbido más que cualquier otra en la tentación de la estridencia de la barbarie. La arquitectura actual de los medios de comunicación y el supermercado está, en gran parte, más próxima a la inexpresividad del balbuceo que al lenguaje, a la mueca que a la palabra, al griterío que al diálogo. Cualquier arquitectura que aspira a la inmortalidad de la impresión a todo color y a su transformación en sacramento y en dogma es estúpidamente bárbara. Cualquier arquitectura propagandística, tanto en su acepción griega como romana, es confusa y contradictoria y lamentablemente bárbara. La arquitectura colonizadora actual, la que se divulga masivamente y se impone como modelo, es bárbara no porque sus autores, sus promotores, sus operarios, sus materiales y sus usuarios, sean siempre y en cualquier caso extranjeros, sino porque es onomatopéyica, estrepitosa y aguda, y porque le tiene aversión al silencio. Porque es internacional y turística, planetaria y tangencial, imperial y vengativa, y porque el lugar de procedencia es hoy considerado, unas veces a favor y otras en contra, un valor. La arquitectura es bárbara también cuando se opone ruidosa y publicitariamente a la forma anterior de la barbarie: cuando contrapone la singularidad, la exclusividad del firmante o de la obra, a la globalización del mercado de la arquitectura; cuando la élite mesíanica viene a salvar a la masa desorientada. Por algunas de las diferentes razones anteriores, son extrañas, ajenas, foráneas, excéntricas, bárbaras, tanto la Casa Kaufmann de Frank Lloyd Wright como la Casa Curzio Malaparte de, tal vez, Adalberto Libera. También, aunque por otros motivos que las casas, la biblioteca de Rem Koolhaas en Seattle y la biblioteca en Cottbus de Herzog y de Meuron. 21


Rem Koolhaas (OMA) Seattle Central Library 2004 Seattle, EEUU

Herzog y de Meuron Biblioteca Universitaria 2004 Cottbus, Alemania

5 DISIDENCIA, ESCENARIO Y OBSCENIDAD

Una es la barbarie con relación al espacio y otra, no del todo ajena a ella, la barbarie con relación al tiempo. Una es la arquitectura bárbara porque está fuera de lugar y otra es la arquitectura bárbara porque está fuera del tiempo: porque pertenece al ámbito del mito y del rito, de lo sagrado y de la ceremonia, de la palabra y de la imagen que cohabitan ayuntadas en algunas formas de la literatura y en algunas formas de la pintura. Bárbara porque es ajena al deterioro y a la usura del tiempo y extranjera a la sustancia pegajosa de la realidad; porque procede de otro tiempo y es foránea para la actualidad; porque es extemporánea y anacrónica. La arquitectura que está fuera de lugar es, al menos etimológicamente, obscena: obscena porque está fuera del escenario. No siempre, como hoy se limitan a proponer casi todos los diccionarios, lo obsceno ha sido lo ofensivo al pudor o lo que incita a la lascivia, lo que torpemente violenta la inocencia o lo que pretende, desde lejos, manchar lo blanco. Hubo un día lejano, anterior a la noche en la que las palabras obsceno e indecente fueron obligadas por el uso a ser sinónimas, en el que la palabra obscenidad poseyó un significado que, de algún modo, tendríamos derecho a llamarlo arquitectónico. El viejo sentido arquitectónico de lo obsceno se fundamenta en que este adjetivo, antes de serlo, fue un sustantivo, un término que el latín le propuso al lenguaje para diferenciar del resto del universo una parte específica del mundo: para denominar, aunque fuera por el método de la exclusión, un espacio concreto que estaba determinado por la arquitectura. Este espacio arquitectónico singularizado es aquel que no es la escena; el que está en las inmediaciones de la escena pero fuera de ella, al margen de ella, quizá envolviéndola o arropándola, pero sin inmiscuirse en ella. El, así llamado, «espacio obsceno» es el que rodea a la escena sin adentrarse en ella, el que la abraza sin poseerla, el que la toca sin profanarla, el que la circunda sin contagiarla, el que, como hace santa Bárbara con la ciudad, la ampara sin penetrarla. La escena latina original, que proviene y traduce a la griega, originalmente no era más que el nombre genérico de un recinto construido con ramas, de una habitación elemental que apenas conseguía ser una cabaña; un cobertizo y un cerco, quizá el refugio de un pastor o un mínimo establo. Obsceno, por ser una palabra compuesta por el prefijo «ob-», que se utiliza para negar 22


el significado de aquel término al que se antepone, define precisamente lo contrario de «sceno»: lo que está fuera de ese lugar común llamado escena, lo que no está dentro de la primitiva escena, lo que no le pertenece a esa arquitectura elemental, lo que sólo es, si acaso, tangente a ella. Según esto, lo obsceno sería lo que está fuera del escenario, lo que no ha entrado en él o lo que ha salido de él porque él, la escena, no es su sitio. Obsceno es la negación del escenario, cualquiera que sea éste, sea del tipo que sea, y la reivindicación de sus bordes, de la atmósfera respecto al planeta, de la clara respecto a la yema, de la epidermis respecto a la entraña. Lo obsceno no ha perdido del todo aquella pretérita idea de lugar de la que fue depositario; esta huella geográfica aún puede rastrearse en sus acepción contemporánea y en aquellas más poéticas, incluso cuando el calificativo obsceno se refiere a la oferta gratuita y a destiempo de la desnudez o a la invitación al goce, imaginario o no. Porque obsceno es ahora todo aquello que, con razones o sin motivos, aunque a menudo limitado al ámbito sexo, se considera que está fuera de contexto, de «su contexto». La obscenidad, que por desgracia tal vez ya nunca se libere del pobre sentido negativo que hoy tiene, sirve en castellano, de una u otra manera, para calificar y culpar a todo lo que está fuera de su sitio, porque torpemente se considera que cada acto o cada cosa tiene un sitio que le es propio y otros muchos, todos los demás, que no lo son. De ahí que el problema básico de la obscenidad sea un problema contextual: el convencimiento de que, según las costumbres y las convenciones sociales, hay un entorno más apropiado que otro, un ámbito particular para cada acción y cada objeto fuera del cual, objeto o acción, se consideran delictivos, extravagantes, perversos o sacrílegos. Pero la estadística más elemental o la simple atención a lo que nos rodea debiera bastarnos para darnos cuenta del éxito de la obscenidad, de lo proclive que la especie es hacia ella: no hay más que fijarse en lo que a cada uno lo circunda para descubrir que casi todo está fuera de su sitio, que todo es impertinente, que se pagan treinta monedas por asistir a una matanza de cerdos ibéricos, que hay una maceta en una oficina de la planta setenta, que en la cumbre de aquel cerro está el castillo de La Calahorra y a sus pies la explotación minera de Alquife, ya abandonada, con extrañas mariposas anidando en la chatarra. El catálogo de las obscenidades sería, si se escribiera, tal vez infinito, compuesto por muchísimos libros y secciones. Habría un capítulo que incluiría la obscenidad causada por la extrañeza respecto al sitio en el que se desarrolla una acción, como la sorpresa provocada, por ejemplo, por la contemplación de Babilonia aún usada como campo de batalla o por el comercio de postales y rosarios en el interior de una basílica. Otro capítulo posible contendría las obscenidades suscitadas por las cosas que están fuera del lugar previsible, como es la cabeza de san Juan Bautista sobre un plato o la ciudad de Venecia hundiéndose en una ciénaga en vez de caminando con zancos en un lago. Al uso inapropiado y equívoco de algunos objetos o lugares también podría dedicársele otra sección de este catálogo inverosímil, y quizá también, al contrario que el catálogo de las naves que documenta la Ilíada, inútil: en ella figuraría el añadido de campanas al alminar de una mezquita para transformarlo en el reclamo de una catedral, que es lo Hernán Ruiz, por encargo, le hizo a la Giralda en Sevilla, o el uso como fuente de un urinario de porcelana. “Exhibir, mostrar todo lo que puede ser visto, sin dejar nada oculto, es el rasgo que caracte23


Adalberto Libera y Curzio Malaparte casa Curzio Malaparte, 1938-43 Punta Massullo, Capri, Italia

riza a la obscenidad” dice Valeriano Bozal en El tiempo del estupor cuando habla de Jean Dubuffet, sin precisar que ése es uno de los rasgos que la caracterizan hoy, y no siempre, y que la obscenidad de la exhibición no consiste en que ésta sea, completa o incompleta, total o parcial, sino en que se produzca en un lugar u otro, en un sitio que para algunos es inoportuno.

6 PRECISIONES DE HEIDEGGER Y DE QUIGNARD. ELECCIÓN DE COETZEE

Martin Heidegger, el filósofo extravagante que se retiraba a las montañas para pensar desde la exclusión, entre otros, sugirió que obscena no era cualquier realidad que estuviera fuera del escenario que la costumbre o la liturgia le atribuía, sino sólo aquella que ocupara el lugar situado detrás de la escena: ese sitio posterior, ese recinto trasero de clara localización geográfica y exacta posición espacial, era el lugar estricto de la obscenidad. El filósofo alemán tenía poderosas y semánticas razones para defender su propuesta: “la palabra escena [«skené»], en griego antiguo, significaba el toldo, en segundo plano, del área visible, del espacio contemplable (en griego, literalmente, teatral). Allí, ocultos por la tela del toldo, o por la pantalla de una simple cortina, o por los paneles de una especie de cabañuela hecha con cualquier cosa, los actores se quitaban las máscaras que acababan de usar para ponerse otras. Luego esa palabra, «skené», que había servido para designar la parte oculta del espacio visible, abrazó todo el espacio que la precedía” dice Pascal Quignard en Vida secreta. 24


Lo obsceno es, según esto, lo que hay detrás del toldo limítrofe, del paramento, textil o vegetal, que ocultaba el lugar en el que cambiarse la máscara. Si la escena, después de ser una habitación escueta fue un trapo; si era una cortina, un velo con el que ocultarse de la mirada de los demás, no es extraño que la obscenidad, por ser una contrariedad, derivara en la ausencia de esa tapadura, en el prescindir de esa vestimenta, en exponerse a la mirada atenta, intencionada y no casual, del otro. Si el escenario fue después el sitio propuesto por la arquitectura para acoger la representación, el lugar de la acción como exhibición (el teatro), del movimiento como interpretación, el «obscenario», si así pudiera llamarse, sería, por el contrario, el sitio propuesto por la arquitectura para abolir el espectáculo, el lugar silencioso de la esencia, el no lugar por antonomasia de la reciente filosofía arquitectónica. Si el escenario es un interior, el «obscenario» es necesariamente, respecto a él, un exterior, un alrededor, una envoltura. Si el escenario es una clausura, el «obscenario» es una apertura, un derrame. Si la evolución y la mutación de los significados no fuera en ocasiones tan azarosa, la escenografía, y no otra, debiera haber devenido en la ciencia de lo misterioso y lo secreto; la obscenidad, por homotéticas razones, en la ciencia de lo público. La arquitectura, que democrática atendería por igual a ambas ciencias experimentales, porque de algún modo serían de su estricta competencia, es espacialmente bárbara cuando es obscena y temporalmente bárbara cuando está enajenada y propende al éxtasis, que no son más que dos formas transitorias de estar fuera de sí. Aquí, como hizo Elizabeth Costello, se “elige creer que «obscenidad» significa «fuera de escena»” porque, como dice Coetzee, “para salvar nuestra humanidad, ciertas cosas que tal vez queramos ver (¡queremos ver porque somos humanos!) deben permanecer fuera de escena”. La obscenidad y su significado se pueden elegir. No es la escena el lugar que eligió santa Bárbara para residir: ella, como territorio, también prefirió la obscenidad. Además de por las importantísimas razones del lugar y del tiempo ya indicadas, la arquitectura puede ser bárbara por el simple y justificado motivo de estar bajo la advocación y el amparo de santa Bárbara.

7 REIVINDICACIÓN DE LA SANTIDAD Y CRÍTICA DE SUS SUCEDÁNEOS

De la arquitectura, como de otras tantas disciplinas deficitarias, está aún por escribir una historia del silencio: un relato fabricado con sus renuncias y sus fracasos, de borradores y de iniciativas apenas esbozadas, de detenciones voluntarias o forzadas. Una historia de la arquitectura construida exclusivamente con lo que de ella se ha desechado, con las ideas de apariencia más inútil y con fragmentos arrinconados o arruinados por motivos que ya cayeron definitivamente en el olvido. No siempre están claras las razones por las cuales esos caminos, con frecuencia toscos, se abandonaron, quizá prematuramente, dejando en la historia demasiados vacíos y una 25


Giovanni Antonio Boltraffio Santa Bárbara, 1493-99 Gemäldegalerie-Staatliche Museen, Berlín

cierta sensación de orfandad. Los martirologios y sus secuelas hagiográficas, la iconografía de las santas y de todos los santos con todo su ajuar, es una de esas veredas que no se transitaron muy adentro; una de esas bifurcaciones que apenas se exploraron cuando parecía que era el momento más oportuno: ése, el cajón de los atributos de la santidad, es uno de aquellos trozos de la realidad más suculenta que fue torpemente demolida hace tiempo y que tal vez la arquitectura podría recuperar en su propio beneficio, siquiera como material poético. La iconología que a la modernidad le pareció no pocas veces infantil y beata, o poco sugestiva, o nada nutricia para su hambre de novedad, ha sido sustituida inexorablemente por otra que es superflua y que no mejora, sin apenas excepciones, ni a la medieval ni a la barroca. Desprestigiado el rito y sus símbolos, los mitos verbales fueron suplantados no hace mucho por otras mitologías más perecederas y, a menudo, sin ningún interés para la arquitectura: así, inconsciente y tontamente, la tercera ventana de santa Bárbara fue suplantada por la ventana alargada y horizontal de Le Corbusier; la muela de santa Apolonia por una pila fotovoltaica y por una célula fotoeléctrica y, para lamento de la ilustración, los pechos simétricos y en una bandeja de santa Águeda por los falos erectos y policromáticos de Norman Foster en Londres (la torre Swiss Re) y de Jean Nouvel en Barcelona (la torre Agbar). Los mitos arcaicos, o su vaga memoria y su celebración festiva, fueron vencidos y casi aniquilados por ideas disfrazadas de mito, por emblemas modernos con el único aval de su caducidad. Como mitos de la arquitectura se comercializaron para la contemporaneidad, por ejemplo, entre tantos otros: los principios fundamentales del pliegue (Cf. Gilles Deleuze, El pliegue. Leibniz y el barroco, 1988) o el del rizoma (Cf. Gilles Deleuze y Felix Guattari, Rizoma, 1977); la soberanía de la forma dislocada, fracturada o descoyuntada sobre todas las otras formas, consideradas débiles; la inmutabilidad de la ruina preservada, sin formol, en las vitrinas 26


de los museos urbanizados; la veneración de lo diáfano, de transparencia vencida la fragilidad del vidrio; la teoría del caos como axioma, como dogma; lo inevitable de la arquitectura digital y la obligación inexcusable de la arquitectura de acuerdo con los postulados filosóficos de Derrida, de «engendrar acontecimientos». La virginidad y el martirio, o la santidad y el ombligo innecesario de Eva, como el Purgatorio y la piedra que le ataron al cuello a santa Cristina para ahogarla en un lago, son una posibilidad para asomarse a la arquitectura reciente desde otro lugar, también quizá de otra manera. Éste no es, parafraseando a Kenneth Clark, que defendió que el desnudo no era “un tema del arte sino una forma del arte”, un tema de la arquitectura sino una forma de la arquitectura; no uno de sus asuntos sino una de sus más alucinadas variantes. No es el análisis de las arquitecturas concretas que acompañan a las figuras simbólicas de las religiones lo que más le interesa a la cofradía de pesquisas y certezas que es este ensayo, ni siquiera la lectura de sus modelos como imposibles metáforas de la arquitectura o como repertorios semánticos más o menos complejos y locuaces. De la representación del santoral, de la biografía y la imagen de las mártires de la antigüedad sobre todo interesa la parábola y el método: la demostración de que hay otros lugares menos comunes y, por tanto, más extraordinarios que los cascos históricos o las periferias de las ciudades a los que puede llegar imaginación arquitectónica de la especie; lugares de la realidad que están fuera del plano de la representación y en los que, no obstante, se puede intervenir para trasformarlos. También acaso la demostración, en sentido inverso, de que la arquitectura, para hacerse sensible, debe de ser tocada con manos provenientes de los sitios más lejanos e impuros, manchadas de barro y de sangre; por manos que han escarbado en la tierra y han amasado la harina: la humanización de la arquitectura, ya se sabe, no emanará nunca de los sectores de la promoción urbanística ni de los productores de normativas nacionales de obligado cumplimiento sino de las cloacas de los suburbios de Bangladesh. En este tránsito por la geografía circular del infierno invertido la Beatriz que amó y buscó Dante pasará a denominarse santa Bárbara. Ella, como la Polia venérea del Sueño de Polifilo, será la razón última del viaje. El acercamiento y el conocimiento de santa Bárbara que aquí se proponen no son más que un intento pretendidamente benigno y obsceno de introducir un escrúpulo en el interior cristalino y diáfano de la arquitectura más tórrida e indigesta, un cálculo irónico en su sistema excretor, acaso el germen patógeno de la insatisfacción. Es una propuesta de fertilización, de inseminación de la arquitectura sin compromiso que está afectada por la laxitud y la desgana. No será fácil atentar, en cualquier caso, contra los dogmas de la arquitectura moderna: renunciar a la jerarquía imperial del espacio o a la aristocracia de función, distraernos de la teoría de flujos por prestarle atención a la torre enigmática que santa Bárbara ampara, en vez de ser la arquitectura quien cumpla su obligación de cobijarla a ella, como casi siempre hizo con la virgen María, a quien es frecuente que asuma amablemente en su seno.

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8 SANTO TOMÁS (EL INCRÉDULO) Y LA HUÍDA A EGIPTO

Santa Bárbara es patrona de la arquitectura. Santa Bárbara es patrona si es que, al fin y al cabo, se puede ser patrona de una disciplina y no sólo de las personas adeptas. Santa Bárbara sería patrona, si pudiera con todo, del oficio de la arquitectura y de la corporación de los arquitectos y de todas y cada una de sus obras arquitectónicas y no en exclusiva de algunos de sus oficiantes devotos. Legal y protocolariamente, el primer puesto internacional en el patronazgo de la arquitectura a quien le corresponde no es a santa Bárbara sino a santo Tomás, al apóstol incrédulo y forense que los constructores góticos eligieron para que los defendiera en el juicio final por sus osadías. En el ámbito nacional, sin embargo, el patronazgo de la arquitectura colegiada lo ostenta sin ambición Nuestra Señora de Belén en su huida a Egipto, es decir, la propia Virgen María en la conmemoración de su Tercer Dolor, que no fue otro que este de su exilio familiar a Egipto para evitar que Herodes le matara a su hijo. Santo Tomás, el apóstol dudoso, el que predicó y murió en la India, al que la Virgen le entregó su cinturón como testigo, es el experto evangélico en arquitectura: un rey Salomón renovado. La razón es, mezclando diversas versiones, la siguiente: Jesucristo, narra la leyenda apócrifa recogida por algunos santorales, aunque escasamente llevada a los lienzos, después de su ascensión a los cielos se le apareció en cuerpo y alma en la tierra a este escéptico seguidor suyo y, al parecer, conociendo por su vida en común que era muy competente en el arte de la construcción de edificios (dice la fábula que era albañil), le ordenó que fuera a servir como arquitecto a un rey de la India. Tomás, tal vez ya cansado de caminar, o abrumado por la responsabilidad, o consciente de su ignorancia, o sospechando cómo acabaría la historia, se resistió a aceptar. Entonces fue amonestado, presionado, obligado, hasta que sin ganas se fue al otro extremo del mundo a ofrecer sus servicios profesionales a un tal Gondóforo, o Gondosforo, o tal vez al mismo Gaspar que disfrazado de mago viajó treinta y tres años antes hasta Belén. Remiso, obedeció Tomás a su maestro y fue y llegó al reino del rey que le hizo el encargo de que le proyectara y le construyera un palacio acorde a su dignidad. El rey promotor le facilitó el programa funcional y puso a su servicio todos los medios que pudiera necesitar para llevar a cabo la obra en el menor plazo posible. “Tomás trazó los planos de un magnífico palacio”, escribe Santiago de la Vorágine en la Leyenda dorada. Tomás, el que mete la mano en la herida para verificar la carne, es el Nemrod del Nuevo Testamento, la versión apostólica del Dinócrates macedonio que satisfizo, desnudo, al gran Alejandro fundador de ciudades. Pero Tomás engañó a Gaspar: no cumplió las cláusulas que le afectaban del contrato suscrito. Se fue Gaspar confiado a la guerra, creyendo que el arquitecto que Jesucristo le había recomendado llevaría a buen fin el encargo, pero fue traicionado. Volvió Gaspar victorioso de su guerra y no encontró en su reino ni huellas de su palacio ni rastro alguno de su hacienda. Antes de condenarlo, pidió Gaspar explicaciones a Tomás, y Tomás le aseguró que había cumplido el encargo: que había satisfecho profesionalmente su compromiso, pero que en vez de en la tierra, 28


lo había hecho en el cielo, y de un modo muy simple: repartiendo el montante del presupuesto de contrata entre los pobres de la región. Añadió Tomás, justificándose, que el palacio que había levantado en el aire sólo podía ser visto con los ojos de la fe; pero Gaspar, por mucho que miraba hacia arriba, no veía nada. Gaspar, cumpliendo la ley, condenó a muerte al arquitecto fingido. Quien murió primero no fue el protegido de Cristo sino el hermano del rey, que ya era cristiano y a quien en los ojos se le había interpuesto. El hermano del rey, que estaba al tanto de la condena a Tomás, cuando ascendía a los cielos miró hacia abajo y entonces, deslumbrado, vio flotando sobre las nubes el más reluciente palacio de cuantos jamás podrían soñarse, la ciudad más hermosa del firmamento, y reconoció en ella la obra luciente y piadosa que Tomás decía haber edificado al repartir entre los súbditos del rey cuanta riquezas éste tenía. A Gaspar se le apareció en sueños su hermano para decirle que Tomás era inocente, para exigirle que lo absolviera ya que su palacio de oro y piedras preciosas estaba esperándolo (él lo había visto) a medio camino entre la India terrestre y el paraíso celeste. Y el rey Gaspar, o Gondosforo, o Gondóforo, comprendió el aviso y aceptó el milagro y se hizo cristiano. Desde entonces, desde que en Europa se supo esta historia de falsificaciones, santo Tomás es el patrón de la arquitectura: de las arquitecturas ilusorias, alucinadas, encantadas y fabulosas. Él es quien en los retablos, apesadumbrado y cabizbajo, bruno y desconfiado, lleva en la mano una escuadra y una plomada; tal vez también un compás y, a veces, un plano en el que puede adivinarse un dibujo, quizá el de una planta eclesiástica. Tomás es el iluso proyectista, o el mentido constructor, o el arquitecto simulado, ya que el edificio que se comprometió a levantar a cambio de altísimos honorarios y la consumición en la ejecución de la obra de todo el patrimonio real, lo edificó, sin consistencia alguna, en su imaginación. Tomás, que le hizo la autopsia a su maestro (algunos doctores de la iglesia, acusados de herejía, propusieron que Jesús era su hermano gemelo; de ahí que lo llamen Dídimo) metiéndole en el interior del cuerpo las manos, no tuvo, extrañamente, la necesidad de tocar el suelo para hacer apoyar en él su arquitectura. Tomás, el fantasioso, es el inventor de las arquitecturas que levitan, de los edificios flotantes, de las ciudades neumáticas, percusoras, entre otras, de la ciudad nebulosa llamada Castroforte del Baralla que, a la espera de un J. B. que evite que desaparezca en los cielos en una ascensión sin fin, gravita en La Saga/fuga de J. B. de Torrente Ballester. Como santo Tomás, Leon Battista Alberti al final de su vida, después de haber edificado tanto, aseguró que prefería el proyecto a la construcción, la idea insatisfecha a la grosera realidad de la obra. Tomás, el apóstol evangélico, es el patrón del sueño de los arquitectos, de la ficción del espacio, de las formas inconsistentes, de la arquitectura imaginaria y de cualquier ciudad fantástica de la santidad. Tomás se resistió a soñar para otros, a idearle un palacio fabuloso a un rey indio y bárbaro: él, aunque pronto condescendió, fue el primero que se opuso al alquiler de la imaginación. A Tomás, para que fuera el ángel custodio de la arquitectura legal, lo invistieron en Roma con la horrible toga de los colegiados que visan sellando papeles: lo habilitaron profesionalmente como santo en todas las naciones de Europa, en toda la cristiandad. 29


Georges de La Tour Santo Tomás «apóstol» 1625 M. Louvre, París

Ludovico Mazzolino Santo Tomás «apóstol» h.1522 G. Borghese, Roma

Nicolás Maes Santo Tomás «apóstol» 1656 Staatliche M., Kassel

Pero los feligreses prefieren, antes que a vagos santos universales, a santos próximos y particulares; y si no puede ser siempre por parroquias, o por localidades, que al menos sea, dicen los más fervorosos, por naciones. Por éste y otros motivos de cercanía, cuando así fue necesario, se buscó un patronazgo específico para la arquitectura española. Este patronazgo local de la arquitectura en España se adjudicó a Nuestra Señora de Belén, no por otra razón de más peso que porque en el siglo XVII había casualmente en Madrid una Hermandad o Congregación de arquitectos denominada de «Nuestra Señora de Belén en su huida a Egipto». Fue a esta advocación a la que, sin argumentos ni propuestas paridas por la imaginación, administrativamente recurrieron los colegios profesionales de arquitectos cuando se organizaron en la corte para elegir una fecha del calendario en la que celebrar su particular día de fiesta. Nuestra Señora de Belén en su huida a Egipto es, evidentemente, una intrusa en la arquitectura: desposeída, a la intemperie, sólo su destierro la vincula a ella. Entre la familia de Nazaret huyendo campo a través y la arquitectura, aparte de una capilla sin ningún interés de la catedral de la Almudena (en la que sin embargo algunos encuentran razones para el patronazgo), hay pocos asuntos en común. Con santa Bárbara no tiene más afinidad que el tema del viaje: que la idea del tránsito, de la trashumancia exterior, que la persecución de la línea del horizonte. Si santos patronos hay que tener para justificar la organización de algún almuerzo o la imposición de alguna medalla al ilustre o la concesión de algún premio al concursante; si santas patronas hay que venerar para que el día de su onomástica haya una fiesta de confraternización entre los componentes del gremio o una entrega de insignias o el descubrimiento de una placa conmemorativa, sería bueno que la santidad colegial y gastronómica de Nuestra Señora de Belén y la insulsa de santo Tomás, por apática y administrativa, por internacional y etérea, dieran definitivamente un paso hacia atrás ante la imagen inspiradora, y mucho más bella, de santa Bárbara. Y así, el cuatro de diciembre, por ejemplo, derrocaría al estúpido y soturno y errático y a menudo vergonzoso Día Internacional de la Arquitectura: ese día otoñal en el que la arquitectura se masturba impúdicamente mientras se hace publicidad. 30


9 DERROTA DE SANTA BÁRBARA CONTRA DERRIDA

Del mito de santa Bárbara la arquitectura puede prescindir en igual medida que del mito de Enki o de la mitología fundacional de Dédalo o de cada una de las versiones del templo que proyectó Yavhé; es igual de sustancioso para la arquitectura que los inquietantes dibujos de Antonio Averlino, «Il Filarete», o de similar interés que la oscura biografía de Adolf Loos y su tétrica, cuando no aversa, mirada. El mito de santa Bárbara, libres de prejuicios, es un buen lugar, seguramente lleno de sorpresas, al que asomarse y desde el que plantear algunas preguntas inoportunas sobre la arquitectura perpleja; desde donde atreverse a esbozar una definición más precisa de la arquitectura bárbara: de la arquitectura extraña, ajena, extranjera, monstruosa, sea o no invasora, y con absoluta independencia de cuál sea la intensidad de su violencia. Si bien de su relato mítico, de su exégesis mística y profana, no se puede deducir nada (casi nada) esencial e incuestionablemente arquitectónico, en base a él sí se puede inventar todo (casi todo) con relación a la arquitectura. Es, como el espacio o la tipología, como la complejidad y la contradicción, un principio, un argumento, una tentación. Santa Bárbara murió asesinada el cuatro de diciembre del año 287 en Nicomedia; Jacques Derrida murió en la madrugada lenta del sábado del nueve de octubre del año 2004, durante la satrapía de George W. Bush. Jacques Derrida pereció derrotado por la quimioterapia y por su cáncer; a santa Bárbara la degolló su padre, el tirano (el guardián del queso), durante el reinado del emperador Maximino, quizá en el 288, cuando cumplió quince años, o en el 290, ya con diecisiete, durante el gobierno de Maximiano Hercúleo. Jacques Derrida nació cerca de Argel: era francés de origen sefardí; santa Bárbara era oriental, tal vez persa. Es habitual representar al filósofo a la edad de treinta y seis años proponiendo el método de la deconstrucción para la interpretación de textos en la Johns Hopkins University de Baltimore, en el otoño de 1966, ante Barthes, Goldmann, Hyppolite, Lacan, Poulet, Todorov y Vernant. Su iconografía clásica también lo exhibe en un díptico junto a Peter Eisenman en 1985, proyectando juntos una folie abocada al fracaso para la Promenade cinemátique del Parque de La Villete, en París, a propuesta de Bernard Tschumi. En otros retablos aparece escribiendo, como un san Jerónimo traduciendo la Vulgata, el texto titulado “Por qué Peter Eisenman escribe tan buenos libros”, que tanto condicionaría, tal vez porque fue expoliado, la exposición de 1988 en el Museo de Arte Moderno de Nueva York denominada Arquitectura deconstructivista, en la que se publicitó para la eternidad la obra de los que serían los siete nuevos samuráis magníficos de la arquitectura: Bernard Tschumi, Rem Koolhaas, Frank Gehry, Daniel Libeskind, Coop Himme(l)blau, Zaha Hadid y Peter Eisenman. Si un signo de san Jerónimo es un león dócil; si uno de santa Catalina de Alejandría es una rueda dentada; si uno común de santa Bárbara es una torre trinitaria, uno de los emblemas de Jacques Derrida es la «gramática negativa», no pocas veces dibujada como una ge invertida y precedida de un guión bajo. Mark Taylor imagina a Jacques Derrida como el tercero de la trinidad vigésima: al lado de Wittgenstein y de Heidegger, y a idéntica altura. 31


Santa Bárbara es un amuleto: la torre es su escapulario. Derrida también es un amuleto y un escapulario, como aquel que llevaba la primera paciente del doctor Díaz Grey en Santa María, en La vida breve de Juan Carlos Onetti: hay quien también lleva al cuello un medallón que cobija dentro su imagen: un medallón que al caminar se bambolea entre sus pechos, ya sean femeninos o sean minúsculas tetillas de varón. Derrida y Bárbara son don conceptos asintóticos, tal vez tangentes, de la arquitectura: dos aproximaciones poéticas. La santa y el filósofo fueron adoptados por la arquitectura, si no contra su voluntad explícita sí, sin que de ellos hubiera surgido la iniciativa. Derrida, al final, incluso se distanció de ella: la acusó de perversión y renegó de su amistad. La arquitectura también, como ya demostraron los profetas y René Descartes en su Discurso del método y como hábilmente utilizó Derrida para explicar su sistema, es una realidad parabólica que sirve para poner algunos ejemplos durante la explicación de una teoría, para ilustrar un teorema.

10 EXHUMACIÓN DE LE CORBUSIER Y RELIQUIAS DE BÁRBARA

Todos los intentos de recuperación, de revitalización, de restauración, de resurrección, por precavidos que sean, encierran un gran peligro: la tentación del artificio, de ir contra natura, la trampa de la melancolía superflua, la retórica estéril, la mecánica, Frankenstein cosido por Mary Wollstonecarft Shelley en 1818. Es mejor, casi siempre, no desenterrar a los muertos: ni siquiera para verificar que está ahí su cadáver, su esqueleto descarnado; ni para hacerles la autopsia ni, tampoco, para expoliarlos sometiendo a pillaje su tumba. Exhumar un cadáver, las reliquias de Isidoro de Sevilla o el cuerpo corrupto de Le Corbusier, que murió en 1965 antes de que algunas de sus obras y sus proyectos vieran la luz del día, es, esencialmente, un acto literal de terrorismo. El terror a alumbrar lo que debe permanecer en la oscuridad, la prevención contra todas las formas de exhumación, poéticas o judiciales, teóricas o forenses, no mengua ni anula, sin embargo, el convencimiento de que un largo paseo diurno por los cementerios es, a menudo, conveniente para el apático e ilustrativo para el inmune. Estar, como está J. J. P. Bañón, en contra de las exhumaciones no reprime la recomendación de visitar los sepulcros y el ruego de que se lean pacientemente las lápidas; tampoco merma en un ápice la obligación de pensar diariamente, como en los viejos exámenes de conciencia, en la muerte. Así, con esta eficaz terapia médica, mediante la contemplación esporádica de una calavera ajena, como proponía san Jerónimo desde su cueva en el desierto, se impediría alguna que otra traición impune: que se esté concluyendo la iglesia de Saint Pierre, en Firminy, esa que empezó a construirse cinco años después de que se hubiera muerto Le Corbusier y que en 2004, aún en obras, fue declarada Monumento Histórico por el gobierno francés para que pudiera así recibir fondos públicos que permitieran llevarla a término. Empezar y terminar Saint Pierre, según el proyecto del arquitecto suizo pero sin Le Corbusier, no es igual que 32


interpretar la sinfonía número 41, K 511, conocida como Júpiter, según la partitura del compositor vienés pero sin la asistencia de Mozart. De santa Bárbara no hay un cadáver («caro data vermis») verídico: no hay nada de ella que sea querido por los gusanos. Hay una lápida, un túmulo: hay altares con sus predelas y martirologios y toponímicos y personas que llevan su nombre y habitaciones y campanas que tañen. Hay leyendas fabulosas que hablan de ella y palabras a las que no es posible hacerles la autopsia. Hay quien se empeña en encarnar a la santa ideológica, inexistente en la materia. Algunos santorales tendenciosos y las últimas guías turísticas del norte de Italia no están de acuerdo: aseguran que allí se custodian sus huesos, que santa Bárbara llegó a la villa rústica de Scandriglia, en la provincia de Rieti, conducida por su padre (un colaborador de Maximiano Hercúleo), y que allí se quedó. Los escépticos, ante la falta de documentos, afirman que el nombre de Bárbara, si no su santo cuerpo, llegó hasta Italia en la boca o en el equipaje de los bizantinos; que su culto lo trajeron estos bárbaros orientales, tal vez desde Turquía o desde Egipto, cuando invadieron su península en el siglo VI, y que ellos lo adaptaron a su idiosincrasia. Dicen los ciudadanos de Rieti que los restos del cuerpo de santa Bárbara reposan bajo el altar mayor de su catedral, adonde ellos los trajeron hacia el año 969 después de sustraerlos de la iglesia vecina de Scandriglia, donde hasta ese momento se adoraban. Dicen los venecianos que las reliquias de Rieti son falsas porque el cadáver auténtico lo tienen ellos en su poder: que el verdadero cuerpo incompleto de santa Bárbara es el que se venera desde 1009 en la iglesia de S. Giovanni a Torcello, en Venecia, adonde dicen que lo trajeron sus antepasados desde Constantinopla, adonde dicen que otros lo habían llevado en el siglo VI desde alguna ciudad del norte de Egipto. El cráneo que le atribuyen a santa Bárbara estuvo en la iglesia de Santa Barbara dei Librari hasta su desaparición en 1594; de allí fue llevado, custodiado en su relicario de plata y bronce dorado, a la iglesia de San Lorenzo in Damaso. Un fragmento de uno de sus brazos teóricos tal vez se conserve en su altar de la iglesia de Santa Maria in Traspontina, y otros varios despojos del tesoro de la iglesia de San Giovanni in Laterano quizá también le pertenezcan a ella. No son las anteriores las únicas iglesias que se disputan sus reliquias, los trozos desmembrados y corruptos de su frágil cuerpo adolescente. Si se juntaran armaríamos un cuerpo de una pierna y siete brazos, de tres cabezas sin vientre, de cien costillas y dos coxis. Ningún lugar se confiesa depositario de los pechos que con toda probabilidad le amputaron en su martirio. Los pechos oblatos, las dos glándulas mamarias seccionadas y arrojadas al suelo, no fueron recogidas en ningún relicario de plata: ninguna iglesia, por temor al escándalo, se atrevería a exponerlas tentadoramente en sus altares. El trofeo de santa Bárbara, como ocurre en la caza mayor y en la tauromaquia, es la cabeza. Tal vez su padre, como hizo Judit con la de Holofernes, la introdujo en su saco y se la llevó al taxidermista. En la catedral de Rieti las pinturas de Antonio Concioli y de Giovanni Odazi insisten en que ése y no otro es el lugar del sepulcro de Bárbara descabezada. Pero santa Bárbara, aunque sea patrona de Ferrara y de Mantua, no era italiana. 33


Le Corbusier pintando desnudo un fresco en la casa de Jean Baldovici mientras enseña la herida en la pierna causada por la hélice de un barco en 1938

11 CONVENIENCIA, CRISIS E INVENTARIO DEL PATRONAZGO

¿Son necesarios los santos y las santas patronas, son acaso convenientes para la arquitectura? ¿Son más o menos útiles que un casco, que un tratado de poliorcética o que un código de la edificación? ¿Qué lugar deben ocupar en la memoria, en los anuarios o en las crónicas? ¿Han de presidir sus imágenes votivas los estudios profesionales, los talleres de Ricardo Boffil, las oficinas ecuménicas de Santiago Calatrava, los despachos de Rafael Moneo? ¿Sería bueno meter en la urna de la primera piedra una medalla con su silueta, una estampa con una oración a ellos dedicada? ¿Cuáles son las ventajas de la sustitución del patronazgo por el patrocinio y el apadrinamiento contemporáneo? ¿Por qué sacrificar lo inútil en el altar de la urgencia, de la rentabilidad y la eficacia? ¿Dónde encontraremos auxilio, dónde consuelo, dónde placer? ¿Bajo qué manto ampararnos? ¿Cuál es el nombre de los custodios? ¿Cuál es la ocupación actual, el cometido de los intermediarios angelicales? ¿Hacia dónde dirigir la mirada? ¿Dónde está santa Bárbara? ¿Por qué es la patrona de la arquitectura? Santa Bárbara, virgen y mártir, es la patrona de la arquitectura por el simple e iconográfico motivo de que está indisolublemente unida a una torre, vinculada a una torre genérica y alegórica que suele haber a su lado, o en sus brazos. Además hay no menos de otras dieciocho razones que justifican su designación como patrona. Además de proteger a los que se dedican a la arquitectura, santa Bárbara es competente en otras veinte materias: por alguna de ellas, que no por la arquitectura, se hizo famosa. 34


Maestro del Manzanillo Los Reyes Católicos con santa Elena y santa Bárbara finales del XV Museo Fundación Lázaro Galdiano, Madrid

Es, por los motivos que se conocerán cuando se narre su vida, breve aunque extraordinaria, protectora contra el rayo y contra otras amenazas eléctricas que provienen de las tormentas y de las borrascas, y protectora al mismo tiempo contra las llamas del fuego de los incendios y contra las llamas y las llamaradas que provocan las explosiones; es patrona de los mineros y de los peritos e ingenieros de minas, de los canteros que horadan las rocas y las transforman, de los cavadores de tumbas y de los poceros que horadan la tierra, de los albañiles que ejercen su oficio y de los constructores sin especialidad. También, con idéntico rango, es patrona de artilleros, artificieros, ingenieros de armamento y otros militares fogosos (y, en consecuencia, doblemente patrona de Albert Speer: por haber sido arquitecto de la desmesura dictatorial y haber actuado como ministro alemán de armamento), así como de los bomberos, pirotécnicos y tantos otras criaturas que también manipulan el fuego, como los fundidores de campanas y y los fundadores de cañones en las reales maestranzas. De los catorce santos protectores que reconoce el santoral católico y apostólico, los llamados «Catorce intercesores», santa Bárbara es, además, defensora de quien la invoca ante la muerte repentina y sin confesión: de la muerte fulminante y súbita, de la que fulmina porque proviene del rayo léxico («fulguere», fulminar, lanzar el rayo, relampaguear) y de la descarga instantánea. Santa Bárbara protege, si da tiempo a invocarla, de la vulgar y antiguamente llamada «mala muerte», que era la que no podía beneficiarse de las ventajas de la extremaunción. Por tener el poder de contener a la muerte hasta después del sacramento de la última unción, santa Bárbara es llamada «Mater Confessionis» y, con todo el derecho, pertenece a la categoría de los santos eucarísticos de la iglesia católica. Por el mismo motivo preside las cofradías de la «Buena Muerte». Pero esto no es todo. 35


Hans Memling Altar de san Juan, 1477-79, detalle Memlingmuseum, Saint-Janshospitaal, Brujas

Como las armas de fuego cuando deflagran expelen un rayo artificial, escupen un relámpago bélico, un trueno metálico, por asimilación santa Bárbara, en tiempos de paz y de guerra, acoge en su seno a todos los que usan, fabrican, comercian o asesinan con armas de fuego. Como es la antigua patrona de los todos los que agujerean la tierra, para extraer sus riquezas o para excavar sepulturas, es la patrona de quienes la perforan buscando petróleo o abriendo canales y acequias o escarbando o taladrando el suelo con la tuneladora para que transiten los metros urbanos. Es patrona de los pedreros porque ellos también trabajan la piedra: de esta competencia deriva su poder para curar la enfermedad conocida como «mal de la piedra», ese que es causado por los cálculos renales. Y por haber padecido la cárcel mientras estuvo encerrada en la torre, es también, merecidamente, patrona de los presos, y quizá de los carceleros. Porque fue una muchacha estudiosa y aplicada, lectora empedernida, además de presidir los altares de todos los gremios, oficios y corporaciones fabriles citadas hasta el momento, es una de las patronas de los estudiantes: no en vano un libro abierto es con frecuencia, como enseña de la sabiduría, como emblema del conocimiento, su única compañía. Y como entre barba y bárbara hay escasa diferencia fonética en el idioma francés y con las barbas de las cabras peludas se fabricaron en Francia las brochas y algunos pinceles, santa Bárbara es, en consecuencia, también patrona de los fabricantes de brochas y de otros que trabajan con pelos, como los peleteros, tapiceros y sombrereros. Es bien sabido en las peluquerías cristianas que el cabello normando y la melena bretona son un asunto bárbaro: que en Saône et Loire, entre otros lugares, las madres que querían parir hijas o hijos con el pelo rizado peregrinaban a la capilla de santa Bárbara para solicitárselo, pues no en vano son los bucles y los tirabuzones la especialidad de la peluquería de santa Bárbara. 36


SOBRE LA HAGIOGRAFÍA Y LA MUERTE

12 BÁRBARA, PARTENOMÁRTIR Y TRINITARIA

Allí arriba hay una mujer etérea que es trasportada sobre el tejado de la casa en la que vivió cuando era una niña (y que por ello es patrona universal de la aviación): es una virgen que viaja encima de una cabaña soportada por ángeles, de una habitación que viene volando a Loreto desde Belén. Hay santas fundadoras que lo que trasportan es un edificio completo, reinas beatíficas y promotoras, como santa Eduviges, o abadesas y prioras que lo que muestran en la palma de su mano es el próximo convento o el último monasterio con el que han enriquecido y expandido su orden; hay mártires que junto a la palma significativa del martirio enseñan el instrumento concreto de su tortura, el ecúleo o el látigo de púas, la tenaza con la que le extrajeron los dientes, la espada o el espetón de trinchar los animales de caza en la que ha sido ensartada; hay otras que además de la rama filiforme de la palmera y de la corona o la flor que informa de que su castidad no fue mancillada, le enseñan orgullosas al mundo el trozo del cuerpo que le amputaron, la cabeza o la mano, los ojos o los pechos depositados en una bandeja. Santa Bárbara, partenomártir, a veces condecorada con la corona y la palma, lo que exhibe no es ni un domicilio infantil ni un proyecto, esculpido en el mármol o tallado en la madera, ni la herramienta de su suplicio ni el miembro que le han cortado, sino el lugar adolescente en el que su padre la encarceló para preservarla. Bárbara convive con la torre genérica que la ha hecho patrona de la arquitectura porque fue incubada dentro de una de ellas: porque, dice la fábula que la engendró, residió ingrávida dentro de ella durante un tiempo inconcreto y elástico. Así lo afirman tanto el dominico Jacobo de Voragine en su mítica e inaugural colección de hagiografías hoy denominada Leyenda dorada (h.1275) como Louis Réau en la compilación que publicó en 1952 con el título de Iconografía de los santos, por citar dos casos cronológicamente extremos y soberanos aunque de intenciones opuestas. Dióscuro podría llamarse el padre de Bárbara. Cuenta una de las páginas de la tradición que él mandó construir expresamente una torre con dos ventanas en sus dominios para encerrar en ella a su hija adolescente y pagana, para que nadie, a parte de él con su peculiar avaricia, pudiera disfrutar, consumir, degustar su hermosura filial; para, celosísimo y conservador, preservar del desgaste y la ruina la extraordinaria belleza de su criatura: tal vez, pensaría el padre, toda la belleza del mundo que, carne de su carne, por su mediación se había congregado en esa mujer. Y si acaso no la quería para a solas disfrutarla incestuosamente (hipótesis en la que se funda37


Maestro flamenco, Santa Bárbara, 1475 Metropolitan Museum of Art, Nueva York Anónimo, Santa Bárbara y santa Catalina, 1485-90 Rijksmuseum, Amsterdam

mentan no pocos cuentos tradicionales de apariencia inocente), tal vez la quería para traficar con ella: para mantenerla incólume, sin mancha, hasta que un pretendiente del más alto linaje le pagara por ella una catidad suficiente. Dióscuro no tuvo suerte: fracasó su estrategia arquitectónica, no fue eficaz la torre como prisión ni como cámara frigorífica, ni como preservativo ni como coraza. Bárbara no quiso entregarse: se reservó para ella misma y para la eternidad. Bárbara consiguió añadirle una ventana a las dos que ya tenía su torre carcelaria y por esa tercera oquedad, en vez escaparse o de recibir al amante que ella hubiera elegido para que la desvirgara, entró volando la tercera persona de la Santísima Trinidad. Por ahí, tal vez sin ella quererlo, penetró en su torre el misterio insondable que por entonces estaba dotándose de contenido y adquiriendo con sangre el rango de dogma en la religión cristiana apostólica y romana proyectada por Pablo de Tarso y construida, entre algunos otros, por el traductor san Jerónimo, el eremita, y por san Agustín de Hipona, que no supo explicar claramente en sus escritos el misterio de la Trinidad. Santa Bárbara es una de las víctimas de ese misterio sacerdotal: una creación de sus inventores, un argumento semántico de sus promotores. Fue en el Concilio de Nicea, en el año 325, cuando se le dio forma a la creencia en un Dios «uno y trino», cuando empezaron a ser necesarios los muertos por la defensa de esta causa. Después de la imposición ecuménica del dogma vinieron las especulaciones, las diatribas y las disputas teológicas sobre la Unidad en la Trinidad («Deus Trinus 38


et Unus») o la Trinidad en la Unidad («Trinitas in Unitate»), que es el dilema de la triplicidad de la unidad. De la asunción o el rechazo de este dogma proceden casi todos los cismas de entonces, las divergencias entre no pocas iglesias mediterráneas, la justificación de no pocos martirios. Es en esta guerra donde primero se hace intervenir a santa Bárbara, donde el santoral la obliga a participar con una triple intención: que sirva de sujeto privilegiado, como mujer elegida para la revelación trinitaria (ella fue una de las primeras a las que se le dio a conocer el misterio); que sirva de propaganda, que proclame y difunda a los cuatro vientos la composición ternaria de la divinidad cristiana (defender esta idea la conduciría, entre otros motivos, al sacrificio) y que le demuestre al incrédulo, que le enseñe con sencillos ejemplos al lego en qué consiste, más o menos, ese misterio. Y para conseguir todo ésto es para lo que se ideó la torre de tres ventanas: para lo que la iconografía recurrió a la arquitectura, por lo que secuestró el campanario con trífora. 13 BIOGRAFÍA DE SANTA BÁRBARA: EL SUPLICIO CANÓNICO

Érase una vez en el siglo III, en tiempos del emperador Maximinus Thrax y en Nicomedia, o en Antioquia, o en Heliópolis, o en Roma, o en cualquiera de las otras ciudades de Toscana que desde el siglo VII se disputan ser la patria exclusiva de santa Bárbara. Su propio padre, Dióscoro o Dióscuro, si ese fue su nombre propio y no su título de sátrapa, momentos antes de ser fulminado por un rayo divino y vengador, más propio de un Zeus contrariado que de un Yahvé experto en cuchillos y en llamas, la ejecutó con su mano en cumplimiento de la sentencia de muerte dictada por el pretor. El parricida, en un otero, a cielo abierto, la degolló con su espada ante los ojos atónitos de santa Juliana, que por ser testigo ocular también pereció ese infausto día, ese atardecer hematológico. Su padre le rebanó la garganta, si es que acaso no la decapitó, como se degüellan los corderos en el altar, por el simple y grave motivo de negarse a renegar de su fe recién adquirida. Bárbara no ocultó que se había hecho cristiana ni cuando su padre la cogió de la cabellera para abrirle el camino a su cuchillo ni cuando, un poco antes, resistió la tortura a la que la sometieron para que abjurara. La pasión de Bárbara satisface todos los cánones: cumple con todos los requisitos de los martirios ilustres de las vírgenes que perecieron alrededor del siglo tercero en las márgenes del Mediterráneo. Y padeció por los motivos que siempre, maniáticamente le endosan los martirologios: por defender en un mismo acto, sin separarlas, su religión y su castidad, su fe y su virginidad solidarias. Ella es otra niña, otra ninfa, otra adolescente que en un medio ambiente poco propicio decide desposarse con Cristo; otra virgen que es forzada por los teólogos a consagrar su sexo a Cristo. Ella es otra excusa teocrática, otra parábola equívoca con la que explicar o reivindicar los misterios y los dogmas medievales del cristianismo inventado en los concilios. Otra señal de las herramientas del proselitismo. La acusación que presentan ante la autoridad judicial es la de que Bárbara se resiste a venerar

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Lorenzo Lotto, Martirio de santa Bárbara, 1524, fragmento del ciclo de la vida de santa Bárbara, Oratorio Suardi, Trescore

a los dioses paternos y autóctonos, que ha cometido el delito de adoptar y adorar a un dios extranjero, extraño, monótono y, de paso, trimorfo. Todos están de acuerdo en que Bárbara fue llevada ante el juez por su propio padre, y en que la llevó por negarse a obedecerlo, para que la obligaran a cumplir con el principio legal de la obediencia debida al progenitor; pero no todos precisan ni las causas de la desobediencia de la heredera ni en qué consistía ésta, cuál era su naturaleza. Dos o tres pueden ser los motivos y los tipos de la insumisión: que la niña se opusiera a abandonar el culto a ese dios reciente que había conocido; que la niña se resistiera a casarse con el hombre que él le había elegido por marido (se dice que el prefecto de Nicomedia); que la niña se negara a satisfacer el deseo de su padre. Sea cual sea la razón que arguya el relato (todas conducen a la vulneración de su voluntad femenina), ella se mantiene firme ante el intento de los otros de doblegarla. El martirio es, por tanto, la narración fantástica de este esfuerzo de resistencia a la sumisión, de la tenacidad ante la humillación de su voluntad. Antes de llegar ante el estrado del juez Marciano, quien al final va dictar su sentencia, a su historia no le faltan los milagrosos acontecimientos que son necesarios para ir creando la atmósfera adecuada, la tensión suficiente, la amenaza que hará irremediable su sacrificio. Estos prolegómenos fabulosos son los que a menudo sirven para distinguir en los martirologios reiterativos a una mártir de otra, los que la abastecen de los atributos exclusivos que sirvan para identificarla inequívocamente. Su muerte, su éxito al fin y al cabo, es tan cruel como la de las demás: sometida a una tortura u otra, despellejada o descuartizada, apedreada o saeteada, vilipendiada e insultada, va a morir a manos de un hombre salvaje y carnívoro. La narración minuciosa y atenta a las heridas del cuerpo, el relato, acaso sádico, de su muerte, es un requisito literario para justificar ante los canónigos romanos la santidad, para atemorizar y alentar a los feligreses. Con todo lujo de detalles, del modo más extenso, estos acontecimientos y sus razones, alguna especulación etimológica y cierta información medioambiental, están recogidos en la descripción que hace Santiago de la Vorágine en su Leyenda dorada. Su versión, como sus lectores 40


saben, no es la única ni la más difundida: es en la que fundamentalmente se basaron las siguientes, algunas de las que luego, en función de nuevas condiciones históricas y geográficas, intentaron explicar otros lados oscuros del mito, adaptar algunas circunstancias a realidades locales, a situaciones geográficas y temporales más precisas. Bárbara fue sometida a estiramiento en un potro; azotada con un látigo de vergajos; desgarrada con una herramienta parecida a un rastrillo; frotada sobre un lecho de cascotes cortantes de cerámica; abrasada con ascuas y con hierros al rojo vivo procedentes de la fragua y, al final, aún viva, como le hicieron a Águeda, le amputaron los pechos despedazándoselos con tenazas. Aún viva, sobre un carro la pasearon desnuda por la ciudad en la que la imaginación del hagiógrafo, según su conveniencia, la sitúe para que un ángel enviado por dios, en vez de curarla y devolverse su libertad, la cubra con un velo y así, mediante el vestido, quede preservado su cuerpo de las miradas ajenas, impías y aviesas. Vestida y agonizante, todavía viva y sangrante, como no se moría, se la pidió al juez su padre para poder rematarla a su gusto. Y cuenta el escritor que la remató a descubierto (como dice algún códice «ad ara solis» o «in loco solis»), quizá queriendo decir que la desnudó antes de que su espada entrara en ese tierno cuerpo de virgen inmaculada.

14 EL LUGAR DEL CLAUSTRO Y LAS CAUSAS DEL CAUTIVERIO

No se sabe en la versión clásica, no hay certeza de las razones por las que su padre llevó a su hija ante los tribunales ni de las faltas terribles que cometió para que la matara. Tampoco se sabe, no hay certeza de los motivos que tuvo su propietario para, al principio de la tragedia, encerrarla en una torre. Y por no saber, tampoco se sabe por qué el secuestrador eligió una torre para encarcelarla y no un sótano húmedo, un sepulcro abandonado, una cueva recóndita, una celda angosta. Todo es oscuro, especulación en su historia. Incluso el dato de que fue encerrada contra su voluntad, que es básico para la hipótesis de la Trinidad, es cuestionable. Y todos los datos, como en algún momento se demostrará, tienen alguna repercusión arquitectónica. De los que defienden que la enclaustró a la fuerza, unos dicen lo hizo en una torre preexistente que había en su finca, y otros que en una torre que expresamente mandó construir para tal fin. Los que son partidarios de la preexistencia no están todos de acuerdo en que se tratara exactamente una torre: hay que apuntó que se trataba de una casa independiente, defensiva, tal vez almenada. Algunos de los que son partidarios de la construcción ex profeso propugnan que lo que Dióscuro ordenó construir para su hija cuando regresó de la guerra a su patria no fue otra cosa que una nueva casa, emancipada de la paterna, en la que ella pudiera recibir a escondidas a sus pretendientes. Quien omite la torre también pasa de largo del tema de la Trinidad. Quien exige la torre al lado de Bárbara la quiere con tres orificios. 41


Hans Memling santa Bárbara, detalle de la tabla central del Tríptico de la Virgen, 1475 National Gallery, Londres

Tanto algunos de los que prescinden de la torre y proponen la casa como algunos de los que niegan cualquier alternativa a una atalaya, sugieren que Bárbara no estuvo castigada en un presidio sino que estuvo, por su propio bien, protegida en un hogar: tal vez internada en un improbable convento, enclaustrada. Tal vez la torre era una caja fuerte: Dióscuro encerró bajo llave a su posesión más preciada para evitar que, en su ausencia, se la robaran. Entonces, en tal caso la torre es una fortaleza: loriga, un cofre, un arca, un sagrario protector. Forzada o no, por castigo o por salvaguarda, en todas las versiones, de un modo u otro, la arquitectura interfiere en la infancia de Bárbara en relación a su virginidad. La arquitectura es otro velo: un velo rígido, áspero, ahuyentador. La arquitectura, pensaba Dióscuro equivocándose, era un velo impenetrable; y con este convencimiento, como un hábito talar, se la impuso a su hija. Santa Bárbara es, antes que la profeta de un único dios trinitario, un elogio y un símbolo más de la castidad, y la arquitectura que la acompaña no es aquí más que una forma simbólica de la consagración del cuerpo, un instrumento –más que un lugar- que la posibilita. La arquitectura es, en relación al sexo de Bárbara, el lugar del secreto: quien lo guarda secreto y quien guarda sus secretos; la que lo oculta y lo privatiza. La interpretación de los símbolos relacionados con ella, el significado profano de abrirle un tercer orificio a la torre, de la manipulación de la arquitectura y el control de sus válvulas, es por completo ajeno a los 42


intereses de este análisis. Lo que parece claro es que el personaje llamado santa Bárbara no tenía, el menos en este momento arquitectónico de la historia, vocación de mártir: ella no aspiraba a la santidad, ella no deseaba ninguna revelación que la condujera a la muerte. Ella, ya se especulará luego sobre sus razones, sólo abrió un orificio en su torre, y no fue más allá. No quiso salir por él; no permitió, tal vez por castidad o por simple desgana, porque era una niña o porque estaba apática, que nadie entrara en su presidio: que nadie profanara su torre. Su padre, en la interpretación más inocua, lo que pretendía era gobernar la sexualidad de su hija: ser él quien tomara todas las decisiones sobre todo lo que le afectara al sexo de ella. Aislarla, en una cárcel o en una guarida, torre o casa, celda aérea o claustro, era la manera de controlar, de vigilar su virginidad para, de un modo u otro, explotarla, rentabilizarla. Y administrar los asuntos de la virginidad es, como bien saben los sacerdotes monoteístas, gestionar la religión. Hay tradiciones no tan defensoras de los beneficios de la castidad, y que algunos llamarían sacrílegas y blasfemas, que aventuran que lo que Dióscuro promovió fue una casa de latrocinio, y así la biografía de Bárbara se parecería aún más a la de Águeda y otras tantas aguerridas defensoras de la inmunidad. Su padre, por razones empresariales o morales, bien pudo haberla incitado a la prostitución al construir en su hacienda de una casa destinada al placer: de una instalación que daría cobijo disimulado a ese oficio, al igual que hizo aquel rey de Egipto del que habla Heródoto, el monarca Rampsinito, que “colocó a su propia hija en un burdel, ordenándole que aceptase a todos los hombres sin distinción”.

15 SEGUNDA VERSIÓN: EL SUICIDIO APÓCRIFO

La segunda versión importante de la pasión de Bárbara, la que explica sus otros atributos armamentísticos, sitúa a la adolescente en Argelia y afirma que su padre terrenal se llamaba Alipio y que era científico. Esta variante localiza su historia en las murallas de la ciudad de Hippo -de la Hipona en la que se santificó y pereció san Agustín-, hacia el año 430, mientras estaba siendo asediada, y concluye con el dato de que Bárbara no fue ejecutada por nadie sino que ella fue su propio verdugo: que se elevó por los aires fragmentada en pequeños pedazos a consecuencia de la explosión demoledora del polvorín que ella misma detonó para salvarse de una vida sin integridad. Bárbara, aplicada y linda (sea cual sea el relato Bárbara siempre es guapa y lista, sabia y hermosa) antes de profesar en el convento de santa Perpetua, cuando vivía con su padre, aprendió de él la química y los entresijos de la industria de la fabricación de explosivos, en la cual era experto. Cuando ya era abadesa del convento, la ciudad fue cercada, y su padre tomó el mando y organizó, infructuosamente, la resistencia. Pereció Alipio y los supervivientes llamaron a Bárbara para que los auxiliara, para que, por su conocimiento de la pirotecnia, lo sustituyera en el mando. Tampoco Bárbara pudo impedir que Hipona fue asaltada y tomada por los 43


Hans Memling Tríptico de Adrian Reins 1480 Memlingmuseum Brujas

enemigos: cuando la ciudad se estaba perdiendo ella se refugió en el monasterio que, a las afueras de la ciudad, todas las historias de santos se empeñan maniáticamente en soñar como residencia para sus biografiados. Bárbara, disciplinada y sin haber conocido varón, para evitar ser profanada por el ejercito que ya asediaba también el monasterio en el que ella se había hecho fuerte, no tuvo inconveniente en detonar juntos, al unísono, todos los explosivos que durante los últimos años había acumulado en los subterráneos de ese edificio. No se han explicado las razones por las que la religiosa se dedicó a fabricar y a almacenar en su cenobio cohetes rudimentarios, bombas mortíferas, granadas domésticas, cartuchos rellenos de una pólvora de composición desconocida. No siempre, puede argüirse, tienen motivo las aficiones. El caso es que su tierna mano de núbil inmaculada prendió la mecha cuando los invasores ya se adentraban en el interior del edificio, cuando todas las monjas despavoridas se agazaparon en los rincones y ya temblaban al sentir en sus nucas la respiración caliente de los soldados rijosos. La dulce y tal vez novicia mano de Bárbara, su mano valiente encendió la llama y desencadenó la extinción, el holocausto de su comunidad. Así, con esta forma piadosa del suicidio comunal o con este método de exterminio colectivo, con este sacrificio de su vida y de las existencias ajenas, al matarlas, también preservó a sus compañeras del ultraje y a los potenciales violadores de cometer un grave pecado contra la carne, que seguro habría de conducirlos directamente, por el camino más corto, al infierno. Esta versión apocalíptica de santa Bárbara plantea algún que otro conflicto con la biografía de san Agustín, con ese pagano llamado Agustín Aurelio (352-430) que en el 386 se convirtió al cristianismo, que luego se transformó en Obispo de Hipona y que después, una vez muerto en el año 430 durante el asalto de los bárbaros a su ciudad romana, ascendió a los altares como san 44


Agustín. El autor de La ciudad de Dios pereció en ese mismo asalto que no supo contener Bárbara, poco antes de que ella hiciera levitar despedazada esa otra ciudad de dios que es un convento. No es frecuente que se vea juntos a san Agustín y santa Bárbara, aunque a ambos les guste sujetar con cada una de sus manos un libro y un edificio. Tal vez la hija de Dióscuro y la de Alipio fueran dos Bárbaras distintas y bellas que, acrónicas y utópicas, coincidieron en el santoral y se fundieron en una misma persona, en una única devoción: que asumieron aunadas la obligación de ampararnos en la tormenta y de patrocinar a los artilleros.

16 CURRÍCULO, BIBLIOGRAFÍA Y DESTITUCIÓN DE SANTA BÁRBARA

Santa Bárbara no aparece en el primitivo martirologio de san Jerónimo (De viris illustribus h.419): tampoco hay referencias a ella en los santorales más antiguos de la cristiandad. Del siglo VII son las primeras y legendarias noticias sobre las Actas de su martirio, luego recogidas y compiladas por Simeón Metaphrastes en el siglo X (monje nacido en Constantinopla y de nombre Simeón «El Logoteta», autor del primer Año cristiano: obra de presentación de las vidas de los santos según el orden festivo del calendario), que las incluyó en su colección, y citadas desde entonces, entre otros, por los martirologios de Ado y de Usuardo. En la Martyrologium Romanum Parvum, el martirologio más antiguo de la Iglesia latina en el cual su nombre aparece, redactado hacia el año 700, se dice: “In Tuscia Barbarae virginis et martyris”, una afirmación repetida por Ado y otros, mientras que en ampliaciones posteriores de los martirologios de san Jerónimo y de Beda «El venerable» (s. VIII), dice: “Romae Barbarae virginis” o “apud Antiochiam passio S. Barbarae virg”. Así, al igual que ocurre con otras tradiciones difusas y polinómicas, no hay consenso respecto al lugar del martirio: Simón Metafrasto (o Metafraste) y la leyenda latina propuesta por Mombrito (o Mombricio) sitúan la vida y la muerte de la muchacha teórica en la ciudad egipcia de Heliópolis; Ado (o Adón) la sacrifica en Roma o en algún paraje de la Toscana, mientras que otros relatos, más numerosos y al final vencedores debido a la influencia doctrinal del cardenal Baronio (redactor del Martirologio romano en 1584 por mandato de Gregorio XIII), lo ubican en Nicomedia, provincia de Bitinia, junto al mar de Mármara, la actual Ismidt-Ismir (Kocael), en la Turquía asiática, limítrofe con en el Mar Negro. Pedro de Ribadeneyra en su Flos Sanctorum (Madrid 1599-1601) dice que el martirio de Bárbara lo escribió antes Juan Damasceno que Metafrasto, y que ambas versiones las recogió después el cartujo fray Lorenzo Surio en el sexto y último tomo de su De Probatis Vitis Sanctorum (1578). No hay información suficiente ni concluyente para determinar si el emperador romano que sirve para situar en el tiempo histórico los hechos ficticios se refieren a Maximino I (235-238) o al Maximino Daza de las persecuciones dioclecianas. Tanto en oriente como en occidente ya antes del siglo IX santa Bárbara era venerada. Hoy la santería la tiene en sus altares como una de sus diosas predilectas. En 1448, en Gorkum, un condenado a muerte en la hoguera, llamado 45


Hans Memling Tríptico de la Virgen, 1475 National Gallery Londres

Enrique Dock, cuando la leña ya había prendido y las llamas crepitaban en su piel, invocó a santa Bárbara y la santa le ayudó a escapar. El relato de este acontecimiento pronto se difundió y aumentó en Europa la devoción popular de la santa como protectora ante fuego. Este milagro de intercesión de la santa lo refirió, según Ribadeneyra, un sacerdote llamado Teodorico, que llama Gorco a Gorkum y Entico a Enrique Dock, y sustituye la hoguera por el incendio de la casa en la que residía; acorralado por las llamas, dice el sacerdote, Gorco invocó a la santa, que se apareció y “con el manto apagó las llamas de aquel incendio y sacolo y púsolo en lugar seguro, y díjole que por la devoción que había tenido con ella, Dios le había dado plazo de vida hasta la mañana siguiente para que se confesase y comulgase y recibiese la extremaunción”. Por esta y otras intervenciones similares, que no faltan en los «Libros de los milagros», santa Bárbara representa la capacidad de afrontar el peligro; significa el coraje y la serenidad cuando no se encuentran vías de escape. Los más devotos a santa Bárbara no fueron –extrañamente dados los antecedentes- los que querían escapar de las llamas sino los que tenían que trabajar con el fuego: los que de alguna manera corrían permanentemente el riesgo de quemarse, desde los fundidores de metales hasta los comerciantes de salitre con los que se fabricaba la pólvora; desde los arcabuceros, bombarderos, cañoneros y culebrineros, que grababan la imagen protectora de la santa en sus armas, hasta los artilleros y los bomberos, que incluían incoherentemente su imagen en sus escudos de armas y sus estandartes. No fue, en cualquier caso, la de la arquitectura la corporación que más devoción demostró, la que más enarboló su enseña. En el siglo IV se la nombró patrona de un monasterio en Edesa; en el VII fue titular de una basílica copta en El Cairo; en el VIII es representada, quizá por primera vez, en un pilar de la iglesia de Santa María la Antigua, en Roma; León el Filósofo puso bajo su advocación una iglesia en Constantinopla. Pero no es hasta el siglo XV cuando se populariza en Occidente esta joven santidad, quizá helena (eran los helenos, no los semitas, quienes no podían concebir una 46


divinidad sin belleza; y el primer atributo de Bárbara es, sin lugar a dudas, la belleza). En 1566 santa Bárbara, ayudada por dos ángeles, le dio de su patena la comunión eucarística a san Estanislao de Kostka: ésta es una de sus más ilustres intervenciones como portadora y suministradora de la Hostia redentora y final, de ese Círculo Blanco, de esa Carne Ácima, de ese Pan Sacrificado que, a la puerta de la torre o dentro de ella, como si estuviera de guardia en una de esas garitas que atrofiadas imitan a las torres en las puertas de entrada de los cuarteles, o con independencia de la torre, señala y condecora a santa Bárbara. Antes del Concilio Vaticano II la festividad de santa Bárbara aparecía en el Misal romano el cuatro de diciembre; después del concilio fue oficialmente eliminada del calendario litúrgico católico, como tantas otras santas y santos antiguos inverosímiles y sospechosos que lamentablemente fueron suprimidos y sustituidos por otros con vidas sin apenas emoción y con imágenes sin ningún interés iconográfico, aunque con biografías documentadas históricamente, con milagros aceptados por las instituciones que protegen de los intrusos el santoral, y con canonizaciones más o menos recientes. Bárbara fue excluida del Misal romano posterior a 1970 pero no bajada de los altares, ni quemadas sus imágenes, ni abolidos sus grandes poderes, ni su nombre borrado de las reales maestranzas de artillería. Ni los protestantes ni los iconoclastas modernos pudieron con ella.

17 CRÓNICA DE LAS TRASLACIONES

De la existencia de santa Bárbara no hay más testimonios, fidedignos o no, que los recogidos por los tres tipos de fuentes que reconoce la hagiografía clásica: fuentes litúrgicas (calendarios, leccionarios, legendarios, martirologios, menologios, panegíricos, pasionarios, sacramentarios, sermonarios, sinaxarios, etc.), todas sin ningún valor demostrativo pero poderosamente sugestivas; fuentes literarias, también llamadas narrativas (como las actas de los mártires, las vidas de los santos, los libros de milagros, los catálogos de reliquias, las crónicas de las traslaciones, etc.), todas ellas novelescas, subjetivas, fabulosas, delirantes, sobrenaturales, infieles, épicas, sangrientas, milagrosas, trágicas o idílicas, siempre estimulando la pasión y el deseo; fuentes monumentales, como la epigrafía y la iconografía, la pintura y la imaginería, la arquitectura y la cirugía, que son las que al fin y al cabo, al darle una figura, construyen y dotan de existencia real, física al personaje. De santa Bárbara, como de tantas otras de los primeros doce siglos, por antigua e inconcreta, se ignoran su «dies natalis», o fecha de su muerte, y su «depositio» o lugar de su sepulcro. Esta información cronológica y este dato geográfico son fundamentales para que la iglesia contemporánea dé por verosímil la existencia de cualquier santo, y como de santa Bárbara tenía tantas dudas, tantas sospechas, tantos indicios sobre su naturaleza metafórica, la borró de la liturgia a pesar de los devocionarios y de las obras del Maestro de Hoogstraeten, de Lucas 47


Anónimo, Traslación de la Cartuja de Santa María de las Cuevas primera mitad del XVII, Colección Carlos Pikman, Sevilla Juan Mendez, Fundación de la Cartuja de Santa María de las Cuevas, 1629, Biblioteca Nacional, Madrid

Cranach, de Jan van Eyck y de Petrus Christus, entre tantos otros , entre tantos otros que no se conformaron con soñar con ella y quisieron tenerla presente. Desde que fue destituida del calendario, suprimida de los santorales vigentes, si no desde mucho antes, santa Bárbara está de nuevo enclaustrada, recluida en un sótano, arrumbada en un desván polvoriento: su cabeza decapitada atasca una alcantarilla en Ferrara; con su antebrazo han sustituido la pata rota de un armario en la sacristía mayor de la catedral de Bamberg; su torre en Jaca está siendo consumida por la carcoma y su nombre va cayendo, como la ceniza de los muertos, en el olvido. Pero santa Bárbara está agazapada, latente, impertérrita, silenciosa, como una espora, a la expectativa. Desde la arquitectura es desde donde podría ser reclamada, recuperada para el arte. Porque el arte es su lugar natural: y la pintura su casa. Porque la arquitectura con la renuncia a santa Bárbara y a sus símbolos, a su poder alucinógeno y a su estímulo para la imaginación, algo puede perder definitivamente: un motivo, un juego, una neurona, un secreto, una parte infinitesimal de su memoria. Como es bien sabido, aunque a menudo en la actualidad no tenido en cuenta, hay dos formas elementales de producir arquitectura: una consiste en cambiar las características de un lugar para adecuarlo a las exigencias humanas; es decir, en intervenir sobre la realidad transformándola con la intención de mejorarla, de adaptarla, de domesticar el medio ambiente. La otra forma consiste en cambiar de lugar, en trasladarse de un lugar insatisfactorio a otro que satisfaga en mayor grado las necesidades humanas; es decir, en cambiarse en vez de cambiarlo. Esta segunda forma, menos traumática e intervencionista, precede a la primera en la cronología de la historia de la arquitectura. Los monjes de la cartuja de Sevilla emplearon las dos formas cuando hartos de las inundaciones causadas por el desbordamiento frecuente del río Guadalquivir a su paso por su finca, temiendo que la próxima sería la crecida que definitivamente aniquilaría su monasterio, hacia 1626, ayudados por su fe sin grietas, por sus plegarias, por la escasa fuerza de sus brazos y por algunas columnas de piedra, pudieron levantar a hombros su convento cartujo al completo y trasladarlo a una cota más alta y a salvo de la humedad, a un imposible monte Ararat. 48


SOBRE LA ICONOGRAFÍA Y LA ARQUITECTURA DE LA TORRE

18 UNA TORRE ADOLESCENTE Y FEMENINA

De todos los atributos simbólicos de santa Bárbara, el más significativo, el que casi siempre sirve para identificarla sin equívocos y el que la vincula estrechamente a la arquitectura, es la torre: la idea de la torre, una torre ideal. Esta torre, también ideológica, ha tenido múltiples apariencias: se ha materializado en formas muy diversas y éstas no siempre han sido estrictamente arquitectónicas. Para ser su atributo indiscutible el edificio ha de tener, cuando menos, la tercera ventana. Si la torre que hay junto a la mujer no tiene tres ventanas, reconocibles como una unidad, tal vez ella no sea santa Bárbara: quizá se trate de santa Leocadia de Toledo, o santa Cristina de Bolsena, o de alguna de aquellas otras vírgenes que estuvieron cautivas en una torre cualquiera antes de ser martirizadas. La torre que identifica a santa Bárbara es alegórica: no es una torre específica que señala a una ciudad verídica, localizable en la cartografía; no alude a Nicomedia ni a Hipona en la medida en que sí remite a Sevilla la torre con la giralda que acompaña a santa Justa y a santa Rufina hermanándolas. La torre de Bárbara no es siempre y unánimemente una torre: la forma elemental a menudo se complica, o se disimula, o se disfraza, y no es inmediato su reconocimiento. La torre, por ejemplo, puede ser el extremo de un castillo, la parte sobresaliente de una alcazaba, el torreón de una casa o un faro marítimo. Puede ser una pequeña atalaya redonda, algunas veces ardiente, que hace que ella, por temor a quemarse (siempre torpe con los incensarios), no la sujete y la cohíba en la distancia, en un plano segundo, tercero o cuarto. La torre puede renunciar a ser un edificio y reducirse a recipiente: un bolso incómodo; un relicario sin reliquia tangible; un sagrario portátil. Con frecuencia la torre se transforma en una custodia en la que exponer y cobijar la Hostia, que es, sobre el cáliz o sin él, otra señal misteriosa de santa Bárbara. A veces la torre se comprime hasta el abalorio, se metamorfosea en colgante o medalla sujeta a un collar, o en diadema, o en corona para engalanar la cabeza fortificada de Bárbara; en este caso la torre es exhibida por la adolescente presumida como si fuera una joya desmesurada, como un galardón merecido, como el aro de la santidad. En alguna ocasión incluso la torre se ha limitado a un motivo bordado en su vestido, a un adamascado de la capa o a un rosetón en medio del escote, como en la santa Bárbara que el italiano Bernardino Luini (h.1480-1532) puso en la Virgen con el Niño, santa Catalina y santa Bárbara del Museo de Bellas Artes de Budapest, que lleva la palma y el libro cerrado bajo el brazo. Pero éstas son algunas de las excepciones. La 49


Bernardino Luini Virgen con el Niño, santa Catalina y santa Bárbara principios del XVI Szépmüvészeti Múzeun Budapest

estadística, el canon (aún por establecer) dice que lo normal es que la torre sea evidente y elocuente al lado de santa Bárbara. La relación de la santa con la torre emblemática ha ido variando, con frecuentes traspiés y bifurcaciones, en su indisoluble historia común porque ningún tipo de vínculo, ninguna forma de relación afectiva o espacial llegó nunca a consolidarse definitivamente y a anular a las demás. Al principio Bárbara solía ser representada fuera del edificio, en algún lugar exterior, aunque relativamente próximo a él, bien porque la torre estaba en obras y aún deshabitada (inconclusa y a la espera de hospedar a su futura inquilina o sufriendo algunas obra de ampliación y reforma), o bien el edificio estaba ardiendo, siendo consumido por las llamas y, a causa de este fuego devastador, la casa o la torre había sido evacuada. Las escenas de interior son muy escasas: pocas veces Bárbara está a cubierto, encerrada en una habitación, arropada por el mobiliario, sentada junto a una ventana. La relación espacial de Bárbara con su torre es dispar. Podría analizarse en términos de distancia, y medirse en centímetros; o en términos de volumen, y cubicarse; o en términos de tamaño o escala, y cuantificarse; o en términos emotivos, e interpretarse; o en términos espirituales, y evaluarse. Sólo el estudio de la proximidad física, de la posibilidad del contacto entre ambas realidades, de las intersecciones y las interferencias entre carne y arquitectura, de las relaciones con la intimidad y su materialización, podrían aportar algunas claves para un análisis espacial (que aquí habría que denominar análisis afectivo, o emotivo, en vez de topológico) de los objetos arquitectónicos denominados, respectivamente, torre y santa Bárbara. Si la torre está sola, desvinculada de cualquier otro edificio, parece una parte antes que un todo, porque su soledad es sólo una alusión a la soledad inconsolable de Bárbara. Si la torre no 50


parece un fragmento de una arquitectura de mayor entidad, si es un todo, entonces es que se trata de un templo completo, como templo absoluto y primitivo es una custodia el jueves del Cuerpo de Cristo, o lo es un sagrario cristiano blindado en la catedral, o lo es un sarcófago, o lo es una campana anunciando la muerte de un papa.

19 INTERIOR CON CHIMENEA, DE ROBERT CAMPIN

De todas las residencias, de los escasos interiores que conoció santa Bárbara durante su estancia en la tierra, ninguno como la habitación flamenca que proyectó para ella Robert Campin (h.1378-1444). En el interior de su Santa Bárbara del Museo del Prado, además de dos frascos, una toalla, un aguamanil con un jarro, una vela en su candelabro, algunas flores en un florero, una crucifixión sustentada por un mitrado, un escaño y un banco desmedido, incluyó una gran chimenea con la leña ardiendo en el hogar: una lumbre discreta, térmica, oscura: añadida más como alusión a la biografía ígnea de Bárbara que para caldear el cuarto. Él fue uno de los pocos pintores que se ocupó domésticamente del fuego: es el único que imagina a santa Bárbara en el seno de una habitación caliente y bien iluminada, confortablemente sentada en su banco sobre rojos y mullidos cojines y sin mostrar en su cuerpo ninguna señal de haber padecido el suplicio que afuera, tras la ventana, se escenifica como si los acontecimientos no fueran con ella o sucedieran en un tiempo distinto. Hoy parece fuera de duda tanto que el autor de esta pintura es Robert Campin (el Maestro de Flémalle) como que el asunto que representa, el tema que trata es el de santa Bárbara. Arquitectónica y compositivamente el interior que ha construido para Bárbara se asemeja al de la habitación de su Anunciación (1420) del Mueso Real de Bellas Artes de Bruselas, con su gran banco alargado y con la Virgen sentada en el suelo, o a su Anunciación (1427) del tríptico del Metroplitan Museum of Art de Nueva York, en ambos casos con la chimenea apagada y las ventanas del fondo cerradas. Las ventanas abiertas al paisaje aparecen en otras de sus obras, como por ejemplo en La virgen amamantando (1430) de la National Gallery de Londres, donde la apertura final deja ver y entrar a la ciudad. A pesar de la perspectiva forzada y de la artificiosa y densa ocupación del espacio que ha conseguido el pintor con la acumulación y disposición de los muebles en la habitación (densidad que aproxima el cuadro a algunas de las celdas atiborradas de enseres que Alberto Durero le proporcionó a san Jerónimo), en algo, quizá por la atmósfera cándida, por el ambiente dorado, esta pintura anticipa a ciertos interiores domésticos de Jan Vermeer van Delft (1632-1675), quien preferirá colocar sus ventanas en la pared de la izquierda antes que al fondo. También hay en esta santa Bárbara casera, sentada, lectora y alumbrada por las llamas del hogar, ideas y formas que llegan directamente hasta Balthus, hasta algunas de sus adolescentes internas que leen cerca una incierta chimenea, incómodamente sentadas, enseñando o no las blancas bragas 51


Robert Campin Santa Bárbara, 1438 Museo Nacional del Prado Madrid

de encaje infantil; “no quiero pintar el sueño, sino a la muchacha soñando, lo que pasa por ella” dijo el pintor en sus Memorias, aunque es lícito preguntarse si alguna vez lo consiguió. ¿Sueña santa Bárbara? ¿Les está permitido soñar a las santas? ¿Les están vedados los incubos, acaso el comercio carnal con los súcubos? ¿Sólo tienen visiones en la vigilia? ¿No hubo trances, éxtasis místicos antes de santa Teresa? Por la ventana del fondo de la casa de Robert Campin, hierática en el paisaje, muda, se vislumbra la construcción de una torre; los obreros que levantan el prisma cilíndrico permanecen ajenos a la escena de la decapitación que se desarrolla a su lado. La violencia no los distrae de su trabajo. Bárbara, concentrada en el libro, no oye los gritos que ella misma está dando allí fuera, que va a dar dentro de un rato, cuando su padre venga a buscarla y la saque fuera para sacrificarla como el esqueleto de Pieter Brueghel, bajo la reda de carro izada en un mástil, sacrifica a su víctima en El triunfo de la muerte (h.1562, Museo Nacional del Prado, Madrid). El torreón que están levantando los albañiles de Robert Campin en la finca sólo tiene, además de la puerta, dos ventanas: tal vez la tercera no sea otra que esta primera por la que el pintor permite que nos asomemos a la estancia de santa Bárbara. 52


20 UNA TORRE EXTERIOR Y CÉLIBE

Los interiores en los que se ha obligado a residir a santa Bárbara no son habitaciones pertenecientes a su torre; los escenarios que la ponen a cubierto no forman parte del edificio canónico en el que sufrió cautiverio. Estas escenas internas, domésticas o sacras, suceden al nivel del suelo, y no en las alturas, donde dice la norma y el sentido común que han de estar situadas las celdas de los presidios, en la cumbre inaccesible de las torres carcelarias. La adolescente nunca ha sido vista, representada en un interior que esté inequívocamente situado en su torre: ni asomada por una de las ventanas oteando el horizonte, ni apoyada en el alféizar refrescándose al decaer la tarde; tampoco leyendo o rezando en la cámara más alta, proyectando un edificio modélico o haciéndose su cama de soltera definitiva. Ni ordenando la almohada de su lecho vacío de célibe sin motivo, ni vistiéndose después de bañarse. Bárbara, la solitaria, la excluyente, habita el vacío: reside en la nada. Normalmente Bárbara va a estar localizada en el exterior, en el entorno de esa torre, en los alrededores que ese eje, como un menhir o una pértiga, determina. Si la torre está lejos de ella, la torre será casi siempre un edificio autónomo (ésto es lo más frecuente durante el predominio germánico de la pintura de santa Bárbara); si está cerca, sin embargo, para que quepa en el cuadro o para que pueda sostenerla con sus manos, la torre disminuye de tamaño hasta reducirse a una maqueta de volumen y escala variable. Cuando la torre es grande y cabe en el cuadro, se sitúa en pie y a su vera, asomándose por la izquierda: a veces por la derecha. Cuando la torre se minimiza, se sube, trapa hasta el brazo o hasta la mano de santa Bárbara para que ésta le sirva de medio de trasporte. Como acompañante o como mercancía, ésa es la iconografía de la torre compañera de santa Bárbara que va a triunfar a partir del XVI. Poco después, en las estampas devocionales se añadirán a la torre otros atributos foráneos, como el cañón, la espada de doble filo o la campana. La fisonomía de la torre es dispar: entre la que sujeta la santa Bárbara de la miniatura del Breviario de Martín de Aragón, apenas algo más que una pieza de ajedrez desproporcionada, y la que sirve de fondo escénico a la de Jan Van Eyck, hay un amplio catálogo de formas y de situaciones, de estados y de soluciones constructivas. Predominan las formas esquemáticas, alusivas, que proponen sin riesgo una torre genérica, ajena a las leyes de la gravedad. La identificación de las tres ventanas imprescindibles no siempre es posible en ellas: habrá veces en las que una de las ventanas se sustituye por una puerta (al modo del Breviario de Martín de Aragón); otras en las que la tercera, que queda tapada, hay que suponerla (como la del Tríptico de la Virgen de la rosa, de Huesca); otras en las que, por tener más de tres, no se distingue cuál es la tríada espiritual (como sucede en la Santa Bárbara de la puerta derecha del Díptico de santa Catalina y santa Bárbara del Museo Cerralbo de Madrid). En la mayoría de las ocasiones es imposible reconocer cuál es exactamente la nueva y última ventana, esa ordenada por Bárbara, pues parece que todas se hubieran construido al mismo tiempo y sin la intervención del ánimo divino. 53


Anónimo Santa Bárbara, siglo XIV Breviario de «Martín de Aragón» Bibliothéque Nacionale de France París

Hay ocasiones en las que la torre no se diferencia del resto del edificio al que pertenece o de la ciudad en la que se haya imbuida. Y casos heráldicos en los que la torre unánime se ha multiplicado y adquirido la forma de un castillo o fortaleza con tres torreones, en cada uno de los cuales hay una de las ventanas, o en los que la única torre es hexagonal y muestra al frente tres de sus lados, cada uno con su tronera particular. No hay torres triangulares: no hay prismas isósceles, torres contra la balística. Como ocurre con el imposible reparto equitativo de los once cuernos de la bestia infernal del Apocalipsis atribuido a san Juan entre sus siete cabezas feroces, no siempre es posible colocar inequívoca y equilibradamente en la torre las tres ventanas. La propia composición de la torre, su complejidad estructural, la combinación de geometrías en planta, la disposición de los muros o el desinterés del artista, no pocas veces han dejado de lado la precisión en el número o en la distribución corporal de estos tres neumáticos orificios divinos.

21 UNA TORRE EN OBRAS, HUMANA

En principio la torre de Bárbara no era una maqueta ideal sino un edificio habitable más o menos próximo a la santa, exento o simulando una ciudad y casi siempre tras ella, aunque a veces, como ocurrió en Lechón, se le antepuso. Como edificio soberano y aislado, habitable por su tamaño, la representación más frecuente consiste en mostrarlo en obras, durante el proceso de su construcción, hasta el punto de que a veces parece que santa Bárbara no es más que una excusa para narrar un momento significativo de este proceso arquitectónico. Del edificio en construcción que hay tras la santa Bárbara de Hernando de Esturmio de la catedral de Sevilla, la parte que corresponderá a la torre tal vez sea el tambor coronado por una gran rueda que sirve de grúa y de polea. El resto de la construcción, con sus arcos y sus arquerías, con sus escaleras y sus vigas, con los andamios y las garruchas, parece que tiene por destino servir de vivienda comedida, más propia de la burguesía acomodada que de la aristocracia. Los diez albañiles, si no se distraen o no se espantan con el infanticidio que se está cometiendo a sus pies, a la izquierda, no tardarán mucho en concluirla, como conclusa está la torre de la giralda que hay al otro lado del retablo. Esta Bárbara de la derecha es quizá el único primer 54


Hernando de Esturmio Santa Catalina y santa Bárbara, h.1553-55 banco del Retablo de los Evangelistas Catedral de Sevilla Sevilla

plano que se ha pintado en España de la santa; a la izquierda, en la misma tabla, está el busto de santa Catalina. Estas dos santas hermanadas por la pintura juegan a la simetría en el retablo catedralicio con las dos hermanas tradicionales que son las santas Justa y Rufina, ellas dos con un alminar en medio, sirviendo de eje de la balanza. ¿Qué significa que el edificio esté en construcción y no terminado? ¿A qué remite este estado de indeterminación, de adolescencia, de crecimiento? ¿Por qué este momento banal de la historia, esta ausencia de acontecimientos? ¿Qué interés podía tener para la pintura esta situación transitoria? Tal vez no se esté relatando sólo la fábula ni preparando el escenario para la intervención arquitectónica de Bárbara. Tal vez sea la voluntad de señalar el papel de los artífices, de los albañiles, de los carpinteros y los canteros, de los que cambian con sus manos quirúrgicas la apariencia del mundo. Tal vez sea otra estrategia para remitir al lector a Babel, donde nunca se concluyeron las obras. Tal vez sea un modo de poner de manifiesto una contradicción, un dilema. La torre es mundana, humana: hecha por los hombres y a ellos destinada; Bárbara, por el contrario, es divina: reservada a los dioses. La torre en obras, en cualquier caso, aproxima aún más el tema de santa Bárbara a la arquitectura. Además de un interés simbólico tiene un gran interés documental.

22 UNA TORRE ARDIENTE Y CONCUPISCENTE, TAL VEZ SODOMITA

La torre de Bárbara es en ocasiones una torre ardiente, llameante, incandescente. La torre de fuego, bien exenta o formando parte de un edificio, o como arquitectura emergente de una ciudad, podría entenderse como una forzada alusión a Sodoma y a Gomorra: a esas dos ciuda55


Albrecht Altdorfer Lot y sus hijas, 1537 Kunsthistorisches Museum Viena

des aniquiladas por el fuego arrojado desde la lumbre del cielo por la cólera divina, empeñada en castigarlas por dar cobijo en su seno a algunos de los que cometían, así llamados, pecados carnales (a los viciosos que, se decía, cometían actos «contra natura»). Estrabón, incrédulo, dice que Sodoma fue aniquilada por un terremoto y sepultada por erupciones de azufre y betún; Flavio Josefo, también ajeno a los dioses, dice que fue destruida naturalmente, por la acción catastrófica de los rayos de una tormenta. Sodoma, propone Robert Graves en Los mitos hebreos, no es más que un ilustre caso del catálogo de ciudades que fueron destruidas por maltratar al visitante, por denigrar al extranjero, por no acoger al huésped según exigían los mandamientos de los dioses. El geógrafo, el historiador y el mitógrafo, en cualquier caso, proponen para la extinción de Sodoma causas directamente relacionadas con la leyenda de santa Bárbara: erupción de fuego, tormenta de rayos y rechazo al extranjero. El incendio de Sodoma raramente fue pintado en primer plano: suele ser una escena atormentada que se sitúa, como una advertencia, al fondo del cuadro. El castigo de los sodomitas (de los pederastas que han rechazaron a las dos hijas vírgenes que Lot, su padre, les ofreció a cambio de que no violentaran a los ciudadanos), es, en primer lugar la ceguera: luego la consumición por el fuego. La destrucción de Sodoma está anunciada en el Génesis; no así que Lot con su mujer y sus dos hijas serían conducidas de la mano por un ángel, hasta salir de la ciudad, para que así se salvaran de la hecatombe; tampoco que su mujer se convertiría en una estatua de sal al volver la vista hacia la ciudad incendiada (como hizo Orfeo en su infierno subterráneo, que contraviniendo la prohibición giró la cabeza para comprobar que Eurídice lo seguía y se mineralizó). No sabemos por el Pentateuco el nombre de la mujer de Lot (el Sepher Hayashar dice que se llamaba Idit); de las hijas tampoco dice el Génesis el nombre (el Sepher Hayashar llama Paltit a la mayor), aunque refiere su incesto: en el interior de una cueva, ocultándose del ojo divino, temiendo la extinción de la especie, decidieron embriagar a su padre y, sometiéndolo a un «coitus illicitus», concebir de él cada una de ellas un hijo: Moab y Ammón. Para la moral hebrea (que se escandaliza del sexo y sus asuntos mucho menos que la cristiana), peor que el incesto era la esterilidad: combatir esta deficiencia por cualquier medio, incluida 56


la violación del padre, era lícito y honorable. En esta empresa exitosa de tener hijos a cualquier precio no hay vicio sino deber, no hay lascivia, como defiende san Jerónimo es una de sus epístolas, sino obligación de perpetuar a los hombres. Lot, para el pensamiento hebreo, no fue un viejo engañado por sus dos hijas vírgenes sino un instrumento, un intermediario de Yahvé, un segundo Noé, un tercer Deucalión. Las dos vírgenes hermanas se entregan a su dios para que, con la mediación de su padre, se encarne en ellas (se reencarne y se encarnice) repitiendo el acto primero de la creación. Bárbara, sin embargo, mucho más tarde que ellas, ya extirpados del cristianismo los principios morales de los primeros judíos, no quiso entregarse a su dios a través de su padre. Es, tal vez sea su padre concupiscente quien arde figuradamente en esa torre; es la torre quien anticipa la acción purificadora del rayo que habrá de fulminarlo después; a quien conmemora el incendio de la torre es a ese viejo dios del fuego que reside desde el origen de la religión en la montaña volcánica del Sinaí. En la cumbre de esa montaña mágica es donde el dios de la montaña de fuego (de la torre ardiente) recibió a Moisés; es allí donde también acogerá a Bárbara cuando se dirija a su seno.

23 UNA TORRE MÍTICA Y MATRIMONIAL

Bárbara no fue la primera en ser contradictoriamente enclaustrada en una torre. A la mitología griega y romana no le faltan ni hombres ni mujeres condenados al presidio en la parte más alta de una torre, donde fácilmente podían ser visitados por los dioses celestes y etéreos. Dánae, de todas las doncellas encarceladas, quizá fue la más famosa del mito después de que Zeus la poseyera disgregado en una lluvia fértil y dorada. Su padre, como hizo Dióscuro con su hija, encerró a Dánae para evitar que alguien la poseyera contra su voluntad. Pero lo hizo demasiado tarde: antes de enclaustrarla ya su propio tío, un hermano gemelo de su padre, la había violado; y también la encerró inútilmente: la cárcel no pudo evitar que Zeus la violara estando ya dentro ni que la dejara metamórficamente preñada. El rey de Argos, como probablemente Dióscuro, amaba furiosamente a su hermosísima hija, a esta adolescente que se llamaba Dánae, a la princesa virgen que estaba destinada a la clausura porque el oráculo le había advertido a su padre que si ella concebía y paría un hijo, acabaría asesinándolo. El rey de Argos, para defenderse del mal augurio, sepultó a su hija en una cámara blindada, construida con gruesas paredes de bronce, de modo que en ella no pudiera entrar ningún varón fértil con la intención de ayuntarse. La cámara, según unos, para esconderla aún más, era subterránea: un calabozo guardado por perros salvajes; según otros, para hacerla inaccesible, era aérea. A Zeus le convenía que este lecho tan mullido y apetitoso estuviera en sus dominios, inserto en los aires, incrustado en los cielos, encarnado en un glande hueco: como una tormenta bajó el dios desde el cielo a mojarla y sembró en ella a Perseo, el héroe hercúleo que luego decapitó a Medusa. 57


Pieter Brueghel El calvario de Cristo, 1564 detalle del paisaje Kunsthistorisches Museum Viena

Gustav Klimt Dánae, 1907-1908 Colección privada, Graz

Dánae en el Génesis hebreo se llama «Dinah»; y «Dam-kina» en sumerio. Ella es una diosa lunar, nocturna, de carácter apático y apariencia fría, complementaria del fuego. Además del hecho del encierro, en su historia hay otros acontecimientos y otros asuntos que la aproximan a santa Bárbara: entre ellos, la virginidad y los deseos ilícitos de los otros, las tormentas celestiales y los degüellos, la ingerencia de los gemelos en sus vidas y la presencia del fuego; no en vano Dánae también significa “la abrasada”. La forma arquitectónica de la torre y los acontecimientos celestes desde el principio de la especie, desde el neolítico tuvieron vínculos estrechos: sirvan los monolitos, el menhir y el obelisco entre ellos, así como el sol, para evidenciarlo. También con los fenómenos violentos de la meteorología, con el vendaval y el huracán, con el trueno y la centella. La torre, resulta inmediato, es la interpretación arquitectónica, el esquema de una montaña: es un lugar contradictorio porque al tiempo que el más expuesto a la acción inclemente de la atmósfera es el mejor para refugiarse ante su furor y frente a algunas de sus consecuencias. Así, no es extraño que las capillas y los santuarios de santa Bárbara, como pezones sagrados, se construyeran preferentemente en las cumbres de las montañas: en los vértices más sometidos a la acción del rayo y del relámpago, como ese molino inestable que se ha izado sobre la peña central de El calvario de Cristo que pintó en 1564 Pieter Brueghel. El rayo es el símbolo de la hierogamia entre el dios del cielo y la diosa tierra: el poder transformador, seminal, germinativo. El rayo es el fuego descendente, meteórico, celeste, fecundador: el que destruye para desencadenar la creación. El rayo mortal concede la vida: la torre es el receptor del rayo (cuando no el propio rayo): la vasija en la que depositar la simiente, el germen. La torre es siempre una montaña artificial coronada por un observatorio (un lugar desde el que mirar más allá) o por un santuario (un lugar desde el que aproximarse al más allá). Una torre es un lugar alto: un altar; el altar del cielo («Ara Coeli»). Los patrones de los sitios altos también son solares: Helios y Helías, su homónimo judío. Santa Bárbara es una virgen altiva, una mártir altanera, una habitante de las alturas, una residente en la cúspide. 58


SOBRE LA SANTIDAD Y ALGUNOS VICIOS DE LA ARQUITECTURA

24 JUSTA Y RUFINA, CERÁMICAS Y ANTISÍSMICAS

Santa Bárbara es la «turrífora» del mismo modo que san Cristóbal es el cristóforo, de quien dicen que ella pudiera ser una versión femenina: Cristóbal es el etimológico portador de Cristo (la cristianización del gigante Atlas trasportando el mundo sobre sus hombros) y Bárbara la iconográfica portadora de la Hostia en la que se consustanció Cristo en su cena de despedida. Cristóbal, apoyado en una palmera que le servía de bastón, llevaba al niño Jesús cómodamente sentado sobre su hombro izquierdo; santa Bárbara no tuvo nunca báculo ni llevó jamás, como si hubiera sido un cordero o un saco, carga alguna sobre sus hombros: sólo sus brazos hicieron de cesta, de peana, de parihuelas. No siempre hubo diálogo entre santa Bárbara y su torre: no pocas veces fue para ella una compañera muda, un inconveniente, un estorbo, un escrúpulo, una losa. Otras veces fue sólo una carga: con la escasa fuerza de su brazo tuvo que soportar el peso de una torre ahora portátil, de una maqueta que, aunque no era votiva, la identificaba sin equívocos. Ella camina con la torre en la mano igual que los cefalóforos: que san Dionisio avanzado hacia París con su cabeza decapitada en la mano; que san Lamberto, que también con su propia cabeza bajo el brazo se acerca sonriendo a Zaragoza mientras le da explicaciones a los transeúntes que apenas se extrañan de que la boca desplazada pueda hablar. Ella es la portadora más universal, la más famosa en el orbe cristiano, aunque no es la única mujer del santoral que, cerámica y altiva, mantiene trato afectivo con la torre simbólica de la arquitectura. Dos de ellas, sureñas y bárbaras, siempre en pareja y hermanas, son Justa y Rufina. Santa Justa Hispalensis y santa Rufina Hispalensis, del siglo tercero, como mellizas y homónimas y también del siglo tercero son santa Rufina y santa Segunda de Roma, aunque las réplicas italianas no tienen a su vera una torre que las designe (en Roma, las cúpulas son más indicativas que las torres). Las anatomías de santa Justa y de santa Rufina, solas o ayudándose mutuamente, no tuvieron que soportar siempre la maqueta grande y cuadrada del antiguo alminar de la Catedral de Sevilla: en no pocas ocasiones en vez de estar la Giralda torpemente apoyada en sus caderas, sujeta con dificultad a sus costados, aparece inhiesta en suelo. El minarete trasformado en campanario que abrazan o que custodian las dos santas alfareras no es un atributo cualquiera: es una precisa señal geográfica. La torre denominada Giralda señala con rigor absoluto el lugar histórico de la realidad en el que padecieron martirio, y no tiene otro cometido auxiliar que este de servir de poste de indicación. La atalaya con tres ventanas (una por cada persona distinta) 59


Francisco de Goya Santa Justa y santa Rufina, 1817 Capilla de los Cálices Catedral de Sevilla Sevilla

que acuna santa Bárbara en su regazo, por el contrario, no es un toponímico: es una marca de identificación, un logotipo: su código de barras. Es su insignia y su bandera: su firma auténtica. Cuando las santas hispalenses fueron martirizadas (hay quien postula que por negarse a venerar una imagen de Venus), de la torre que enarbolan aún no se había puesto la primera piedra; aún tardarían muchos siglos en imaginarla los conquistadores venidos del sur. La Giralda, el minarete profanado con cuatro jarrones de azucenas, el campanario cristiano no es para estas hermanas Dioscuras una carga gravitatoria sino una bandera simétrica: una cartografía universal. Francisco de Goya la abocetó, infiel al original, poco más que una sombra, detrás del león que renunció a devorar a Rufina, desobedeciendo el mandato del gobernador Diogeniano. Como el león fracasó, al igual que con san Jerónimo después de arrancarle la espina, pues en vez de morderle los glúteos le lamió humildemente los pies, los verdugos degollaron a Rufina, y así, con el derramamiento innecesario de más sangre, añadieron un nuevo mérito a su carrera hacia la santidad. Hernando de Esturmio fue de los primeros que situó a la torre el eje de la composición: que convirtió a la torre en una línea fronteriza. A mediados del XVI pintó entre las santas extremas una giralda previa a las reformas y a la ampliación (al recrecimiento y modificación del programa) que acometió Hernán Ruiz II unas décadas después; levantó una torre prismática en el centro de un paisaje ilusorio en el que no es fácil distinguir, como tantos otros casos, si la construcción está en ruinas o en obras, si las bóvedas del fondo, ya arrancadas, se han desplo60


Hernando de Esturmio Santa Justa y santa Rufina 1553-55 banco del Retablo de los Evangelistas Catedral de Sevilla Sevilla

mado o están a la espera de que el ángel volador las suba a los arcos. En esta tabla de perfiles arcaicos, con el laurel apolíneo compitiendo en la cabeza con el aro de la santidad, llaman poderosamente la atención del lector, como si fueran dos alusiones, dos insinuaciones, los dos pechos que se trasparentan por la camisa de seda, tal vez la de Rufina, que con su único cántaro mira hacia fuera del cuadro. La torre que pintó Miguel Esquivel para acompañar el Altar de santa Bárbara de la Catedral de Sevilla no es un edificio: es una maqueta algo más alta que las mujeres que la sujetan, un mueble, tal vez un relicario desmesurado o un sonajero de adulto. Es imposible, por ser la pintura un siglo y cuarto anterior al suceso, que la escena aluda al milagro de la intercesión de las santas en el terremoto de Lisboa del 1 de noviembre de 1755, que aunque a pleno día asoló la ciudad de Sevilla no pudo tumbar su edificio más alto y señero porque, se cuenta en las calles y en los devocionarios que los orantes han olvidado en los reclinatorios, las hermanas sujetaron con una mano la torre para que con el temblor no se desplomara. Pero ni a estas santas simétricas ni a santa Bárbara, como a ninguna partenomártir, hay que exigirle rigor cronológico: ellas intervienen hacia atrás y hacia delante, al margen del orden que exige el ritmo del tiempo y con independencia del rigor que impone la lógica y, probablemente, desnudas e invisibles, despojadas de sus atributos y sin que previamente las llamen. Si santa Bárbara hubiera venido a Sevilla el 1 de noviembre de 1755 en auxilio de la Giralda, en ayuda de Justa y de Rufina, antes de sujetarla, para liberarse las manos, tendría que haber dejado en el suelo su torre portátil, su libro, su rama de palmera y su pluma de pavo real, y su hostia apoyada en el cáliz si es que ese día también la llevaba. En justicia, Justa y Rufina, ya santas en el XVIII, debieron haberle cedido su puesto a santa Águeda como estabilizadoras de la arquitectura pues, aunque es extranjera, es la que legalmente detenta la competencia en el enfrentamiento eclesiástico contra los terremotos. Esteban Murillo, con temblores de tierra o sin ellos, no se fiaba de la estabilidad de la torre 61


Miguel Esquivel Santa Justa y santa Rufina 1620 Capilla de Santa Bárbara Catedral de Sevilla Sevilla

Esteban Murillo Santa Justa y santa Rufina 1675 Museo de Bellas Artes Sevilla

si simplemente se depositaba en el suelo, y por eso hizo que las santas la sujetaran en vilo con sus cuatro manos trianeras. Pero esas manos sutiles, más preocupadas por la palma del martirio y mal puestas, no la sostienen de acuerdo a los principios del equilibrio y a las leyes de la fricción: apenas, y sin firmeza, la rozan lo suficiente por los laterales. Murillo, que otras veces pintó a sus paisanas por separado y que conocía bien la torre, en vez de pintar sólo la fachada del norte, como hizo Esquivel, pintó la torre de su ciudad en escorzo y exenta, independiente de la catedral a la que sirve de veleta y de pararrayos. Justa y Rufina son santas locales, casi de barrio, parroquiales; Bárbara es universitaria y universal. Bárbara es el nombre de un continente; Rufina y Justa lo son de una ciudad.

25 OTRAS TORRES SAGRADAS Y EMBLEMÁTICAS

Además de la torre de Bárbara y de Justa y Rufina, hay otras pocas, no siempre reconocibles, en el santoral. Que sirvan de hito geográfico, duplicadas y estilizadas, más columnas en equilibrio inestable que torres, las dos torres cuadradas (una de ellas levemente inclinada) que acompañan a san Petronio: estas dos líneas de piedra, estos dos trazos convergentes nombran a la ciudad de Bolonia. Son la torre Asinelli y la torre Carisenda, desiguales, muy juntas, casi tocándose arriba en la cumbre, haciendo pareja de baile, identificando a la ciudad que, reducida a maqueta, lleva en las manos el obispo san Petronio de Bolonia, el heredero de Pedro, de la piedra angular de la arquitectura eclesiástica.

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En tiempos de las persecuciones dioclecianas (303-305), santa Leocadia fue, como santa Bárbara, encerrada en una torre y esa torre (a menudo mudéjar) de una sola ventana es el principal de sus atributos iconográficos, aunque no siempre esté en primer plano. Sucedió en Toledo, donde fue martirizada y despeñada en el año 304 por preservar, cómo no, su virginidad: su muerte pudo ser consecuencia bien de ser arrojada por un acantilado o al ser empujada al vacío desde la torre en la que padecía presidio. Santa Leocadia de Toledo se le apareció a san Ildefonso y, como prueba de la aparición, para que pudiera mostrárselo a los incrédulos, le entregó un trozo de su velo milagroso: en los martirologios hay tantos o más velos que torres, tantas o más arquitecturas textiles que pétreas, tantos desgarros como demoliciones. En Toledo hay al menos tres iglesias dedicadas a santa Leocadia: una en el lugar donde vivió, otro en el que supone que fue martirizada y otro donde tal vez fue enterrada. Son tres iglesias conmemorativas, tres marcas topográficas, tres actos de una tragedia anónima. De santa Bárbara y su torre carcelaria hay también una versión masculina y tardía: se trata de san Bernardo de Mentón (o de Aosta), el patrón de los alpinistas desde 1923, el dueño del perro hospitalario con cantimplora y el origen de la denominación de la raza canina que lleva su nombre, el fundador de hospicios que murió en el siglo XI. Tampoco él quería casarse con quien su padre le había elegido; también su padre le construyó una torre altísima en la que encerrarlo como castigo. Pero él, más atrevido que ella, ya con la Trinidad definida y más o menos asumida por la cristiandad, se escapó por la única ventana que tenía esa torre medieval; en su fuga fue ayudado por san Nicolás, santo del norte a quien en ciertas localidades santa Bárbara ayuda a repartir los regalos. Esta torre una sola vez horadada es uno de los atributos de este archidiácono del Piamonte italiano, que hubo de esperar seis siglos exactos desde su muerte para ser canonizado. Otro de sus atributos, además de la torre simbólica, es un demonio encadenado que alude a los malos espíritus y a las bestias infernales que habitan en las cumbres alpinas. Además de las torres del santoral, están las torres de los libros de emblemas. La simbólica Torre de David es un emblema lauretano de la Inmaculada Concepción: de la estirpe de David procede, según un extraño árbol genealógico (el soberbio y ramificado Árbol de Jesé), María de Nazaret; en la casa de David (la torre fortísima que era él mismo) se hunden las raíces inmaculadas de la nazarena. La torre almenada es, en las ocasiones propicias, si el entorno acompaña, un emblema de la castidad. Si una torre está agrietada, como reventando sin poder resistir la presión interior, y si contiene un dragón, que asoma por algún hueco, la torre es un emblema de la fuerza. Hay algunas más: de ellas se aprovechó cuanto pudo la heráldica. La fortaleza, el castillo, la ciudad, el territorio, el reino, se redujo a una torre. El signo de la torre, la arquitectura elemental, aceptó el significado de lugar, e informó, como si fuera una amenaza, de la condición de inexpugnable de ese lugar. Como una cáscara inviolable, como un vientre inaccesible, la torre de marfil sigue siendo hoy un símbolo de la reclusión voluntaria, del refugio elegido por el creador que aspira al pensamiento y a la ejecución de la obra perfecta contra la que nos apercibió Honoré de Balzac en su Obra maestra desconocida. 63


26 VIVISECCIÓN DE SANTA CRISTINA DE BOLSENA

La torre no es un atributo iconográfico de santa Cristina de Bolsena aunque santa Cristina de Bolsena, nacida en Tur, cerca del lago, también fue encarcelada, recluida, sepultada en una torre, separada del mundo en ese féretro vertical, en ese tubo claustral, en esa probeta opaca. Según la tradición latina (la griega, que se disputa su maternidad, dice que Cristina era natural de Tiro y no de ese pueblo de la Toscana) su propio padre, que es otro gobernante romano del siglo IV, que ahora se llama Urbano, la encerró en una torre, aunque en este singular caso iba acompañada por una docena exacta de hermosísimas y virtuosas doncellas. La encarceló, como es la norma, debido a su belleza excepcional, para preservarla casta y honrada. Santa Cristina de Bolsena, o de Tiro, salvo en algunos detalles nimios, es una réplica de santa Bárbara: fue acusada y ajusticiada por su padre desnaturalizado; fue torturada incluso con la laceración (quizá la ablación) de los pechos; murió descerebrada porque no le permitieron morir ni cuando le mordieron las serpientes mefíticas (fue arrojada desnuda a un foso repleto de ellas), ni cuando la saetearon (como a un san Sebastián por fin femenino), ni cuando quisieron ahogarla: la piedra de molino que le ataron al cuello antes de ser arrojada al lago Bolsena fue sostenida por una cohorte de ángeles, como si fuera una corona flotante, en la superficie del agua. La rueda molar del molino atada a su cuello es, consecuentemente, su principal atributo. Santa Cristina fue alimentada por ángeles durante su cautiverio en la torre: diariamente le llevaban flores y fruta. Las flores, la fruta y las doce doncellas (de cuya presencia no todos están seguros), fueron su único consuelo en la vida y, en la posteridad, los dibujos que hizo Juvara para su iglesia en Turín. Santa Cristina padeció en su cuerpo, cuando aún no había cumplido doce años siquiera, el suplicio conjunto de todas las santas de la cristiandad más cruel y más sádica: su pasión fue mucho más larga e intensa que la de cualquier varón que hubiera nacido de hembra. Algunas de las torturas y de los sufrimientos que padeció, ordenados según la cronología y siguiendo a Louis Réau, consistieron en: 1º Desnudarla y azotarla hasta que la carne se le separó de los huesos (la separación de la carne del hueso mediante el instrumento del látigo no es una técnica que empleen ni los matarifes ni los carniceros: ellos destazan el hueso con sus cuchillos). 2º Como a santa Catalina, la ataron a una rueda dentada, que milagrosamente se partió y mató a sus verdugos. 3º Al igual que a santa Bárbara, su progenitor la recluyó en una torre para castigarla por su exhuberancia o para protegerla de los delincuentes. 4º Si al diácono zaragozano de san Valero, si a san Vicente le ataron una piedra al cuello y lo tiraron al mar, y las olas lo transportaron indemne a la playa, a santa Cristina, como si fuera un collar de una cuenta, le metieron la cabeza por el orificio de una piedra de molino y la despeñaron al agua, pero la piedra flotó como flotan las recámaras infladas de las ruedas. 5º La sumergieron en un caldero que rebosaba de aceite hirviente, pero ella no se inmutó durante la cocción a la que fue sometida. 64


6º La metieron en un horno encendido, donde estuvo cinco días exactos sin consumirse, todo el tiempo riendo y cantando alabanzas a Dios. 7º La encerraron con víboras y áspides, que prefirieron lamerle los pies (como el león a santa Rufina) y colgarse, enroscarse de su cuello y de su pecho y jugar con ella en vez de morderle en esos mismos lugares para inocularle el veneno. 8º Le arrancaron los pechos, como a santa Águeda y a santa Juliana y tantas otras vírgenes adolescentes a las que se les insinuaban los senos. 9º Le cortaron la lengua, como a san Livinio, pero ella siguió hablando y le arrojó su lengua vibrante y recién amputada al juez, que inmediatamente se quedó ciego y se condenó. 10º Como el de santa Úrsula, su cuerpo sirvió de diana a los arqueros, pero estas flechas toscanas, apiadándose, rebeldes se dieron la vuelta en el aire y se clavaron equitativamente en la garganta de los flechadores. Y a pesar de todo, terca, resistente, perseverante, indestructible, no se moría. Entonces fue cuando, ya hartos y sin recursos, sus verdugos decidieron abrirle el cráneo y sacarle el cerebro. Precisan los biógrafos de santa Cristina que la extracción del cerebro la realizaron sus verdugos utilizando unas pinzas, higiénicamente; cabe suponer que para evitar mancharse las manos. A santa Cristina, merece la pena insistir, no la decapitaron: le hicieron una lobotomía, le extrajeron en vivo la masa encefálica, le practicaron la vivisección de los sesos, le sacaron al aire los dos lóbulos cerebrales y, de cuajo, el bulbo raquídeo.

27 PEQUEÑAS ARQUITECTURAS SIMBÓLICAS

La iconología contiene un desmedido inventario de santos y de santas provenientes de toda la geografía cristiana, en su mayoría europea, relacionados de un modo u otro con la arquitectura. De mártires, patronos, fundadores, sustentadores o simples residentes en arquitecturas que, por algún hecho extraordinario, han quedado indisolublemente vinculadas a su biografía. Arquitecturas –desde muebles y habitaciones a ciudades completas- que se han unidos a ellos y a ellas, como un hábito, por la fuerza de la tradición y de la fábula; que se han atado a ellos y a ellas, como una condena, por ligazón de la literatura, de la pintura o la imaginería, hasta el punto de que no pocas veces son irreconocibles los unos sin la otra. Incluso los propios santos pueden llegar a ser sustituidos por ella. La arquitectura convertida en símbolo y en alegoría puede ser cualquiera: no hay una tipología estricta, cualquier edificio modélico puede ser elegido como icono. En general se tratará o bien arquitecturas en sí mismas sagradas (catedrales, basílicas, iglesias, oratorios, baptisterios, conventos, o ciudades santas y bíblicas como Jericó, Jerusalén o Belén) o arquitecturas santificadas (la columna elegida por san Simeón para residir en el desierto o la ciudad en la que fue sepultado un apóstol). Las arquitecturas identificadoras más frecuentes son las responden al vago 65


Masaccio San Jerónimo con san Juan Bautista 1428 National Gallery Londres

Carlo Crivelli San Jerónimo con san Agustín 1490 Gallerie dell’Accademia Venecia

Antonio Vivarini San Jerónimo con san Gregorio 1446 Gallerie dell’Accademia Venecia

concepto de edificio: un edificio genérico (san Agustín sosteniendo una iglesia cualquiera que representa a la Iglesia Institucional de Cristo) o un edificio concreto (san Ambrosio sustentando la catedral de Milán); no pocas veces el edificio es un conjunto de ellos (un abad transportando un convento de su orden, como hace san Buenaventura; los cartujos sevillanos de Santa María de las Cuevas trasladando a hombros su monasterio, cambiándolo de para evitar la inundación del Guadalquivir); en unas ocasiones se contenta con una parte del edificio (el campanario de la catedral en santa Justa y Rufina) y otras exige una ciudad completa (san Petronio, como un camarero, ofertando Bolonia). Las arquitecturas iconográficamente significativas son aquellas que no se limitan a mero escenario o a complemento genérico, como es la palma para los mártires, sino que son un atributo útil para identificar al personaje vinculado a ella; también cuando sucede lo contrario, que es que el actor o la actriz, por su caracterización, sirva para identificar con precisión la arquitectura mediante él expresada. No siempre es legible como «arquitectura iconográficamente significativa» cualquiera de las que hay junto a un santo; esta dificultad es mayor si se trata de santidades y de tradiciones locales, si su ámbito de difusión ha sido pequeño. La expresión de la arquitectura que suele ser más eficaz como icono en la representación de los santos es la maqueta: la expresión de la arquitectura como objeto de tamaño proporcionado al personaje, como realidad reducida de escala, como cosa portátil. Los portadores de maquetas 66


de arquitecturas singulares son legión: de maquetas simbólicas, por completo ajenas a cualquiera de las intenciones proyectivas de las que, en muchos casos, durante el Renacimiento estuvieron imbuidas; éste es un tema distinto del que aquí se plantea, ya ampliamente estudiado por su indudable relevancia en el análisis de los procesos históricos de proyectación y representación de la arquitectura. Estas maquetas, estos modelos arquitectónicos que no son hipótesis de edificios, que no son ni propuestas ni ensayos ni proyectos, sino alusiones a otras cosas diferentes, a algo distinto que va más allá de sí mismas, sirven no tanto como documentos formales sino como registros ideológicos, como escritura poética de la arquitectura.

28 LOS ESTILITAS ERECTOS EN SU ATALAYA

San Alipio, san Daniel y san Simeón vivieron encima de una columna: son los santos estilitas. Vivieron encima de una columna cualquiera, probablemente una ruina, restos de un templo romano que había que purgar: san Alipio Estilita lo hizo en el siglo XII, durante sesenta y siete años de los ciento ocho que vivió: los últimos catorce los pasó acostado porque las piernas ya no podían sostenerlo; san Daniel Estilita, cerca de Constantinopla, en el siglo V, vivió sobre ella treinta y tres años exactos, siendo de todos, como si fuera una competición, el que menos resistió. De san Simeón Estilita hay dos ejemplares ilustres: san Simeón Estilita «el viejo», también llamado «el Santo Pilar» y san Simeón Estilita «el Joven». El más joven, del siglo VI, desde que cumplió siete años hizo en equilibrio la penitencia que eligió para no condenarse sobre una columna que había clavada en la cumbre de un monte próximo a Antioquia; el más viejo y famoso es dos siglos anterior y también natural de Antioquia, y su suplicio voluntario duró no menos treinta y siete años sobre el tambor de una columna construida con tres piezas alusivas a la Trinidad. Dicen que este santo, al que Luis Buñuel le dedicó su película, sabía volar: abandonar su nido en la columna y regresar allí arriba volando tras darse una vuelta por los alrededores; dicen que tenía una herida agusanada en el muslo y que cuando un gusano se resbalaba y se le caía de la pierna, él lo recogía y lo volvía a colocar en la herida para que no pasara hambre; y dice Louis Réau que la “columna penitencial sólo sería una réplica cristianizada del falo simbólico del templo de Afrodita” que había allí cerca, en la ciudad de Hiérapolis, al cual “todos los años ascendía un sacerdote que permanecía allí durante siete días, para estar más cerca de la diosa que invocaba”. Un sacerdote asciende al glande de un falo colosal que hay en el atrio de un templo para aproximarse a su diosa, y se queda allí siete días orando al igual que un sacerdote genésico construyó una torre a la que poder subirse para estudiar la climatología o para espiar el horizonte, al igual que un sacerdote se sube a una columna trajana para santificarse. Las columnas de estos cuatro y otros pocos estilitas míticos, que fueron los hombres que usaron con absoluta eficacia la arquitectura porque llevaron al extremo la capacidad residencial 67


Luis Buñuel Fotograma de Simón de Desierto, 1964

Leni Riefenstahl, Olimpia

de un capitel, son, como en ocasiones la torre de santa Bárbara, artificios arquitectónicos para aproximarse al cielo, para estar más cerca de los trascendente, para asomarse más lejos. Estas columnas, algo más que peanas o atriles, que escalas escuetas, son fragmentos, ruinas civiles redimidas, elementos arquitectónicos ordinarios que han sido significados por el usuario, santificados por haber sido elegidos por un póstumo representante de Dios. Estas arquitecturas parciales y elementales no interesan por sí mismas, en cuanto a caso clínico de la arquitectura, al igual que no tiene interés para la historia de los órdenes arquitectónicos el pilar sobre del que se posó la Virgen María, aunque éste que asoma la punta en Zaragoza arranque del mismo núcleo incandescente de la tierra. En la iconografía de los santos la competición de los géneros sexuales está más o menos equilibrada: la estilita Virgen del Pilar hace de contrapeso a los cuatro estilitas orientales y desérticos que pudieron sobrevivir a la intemperie, en uno o dos metros cuadrados, compitiendo a ver cuál de los cuatro resistía más en la pértiga. Hay otros pocos santos que también, aunque no por haberla usado de casa, tienen una columna común, aunque clásica en sus proporciones, como atributo, cual es el caso de san Simplicio, que la tiene a su lado porque era cantero, o los que tienen asociada una columna de fuego, como san Basilio o san Efrén el Sirio, además de san Brieuc y san Cutberto. Los que fueron amarrados, maniatados a una columna son otros y otras, siempre en conmemoración de Cristo atado a la columna para padecer el tormento de la flagelación: santa Engracia, tal y como lo cuenta Bartolmé Bermejo en la Flagelación de santa Engracia (h.1474-78, Museo de Bellas Artes de Bilbao) fue una de ellas, de espaldas y con su corona de reina soportando los latigazos; san Sebastián, tal y como lo pintó Alonso de Sedano en su Martirio de san Sebastián (h.1486, Catedral de Mallorca), apoyado en una columna y atravesado por veintiuna flechas horizontales, todas laterales: catorce entraron por la derecha; siete lo cosieron por la izquierda. Las columnas, dice Isidoro de Sevilla (Etimologías XV-2,19) de acuerdo con Lucrecio, son sinónimas de las torres: ambas proceden de la redondez, de la estructura cilíndrica “las torres («turris») se llaman así porque son redondas («teres») y elevadas; se aplica el nombre de «teres» 68


a lo que es redondo y alargado, como una columna. Y es que aunque se construyan cuadradas y anchas, al que las contempla desde lejos le dan la impresión de que son redondas, porque, a distancia, toda apariencia angular se desvanece y se borra, dando la impresión de que es redondo”. Si tiene razón la óptica del etimólogo, si de lejos todas las torres son cilíndricas porque se redondean sus bordes, si de lejos todas parecen columnas, tal vez San Alipio, san Daniel y los dos simones desérticos no vivieron encima de una columna sino en la terraza de un torreón sin estilo, en lo más alto de una torre vigía, como propone algún que otro icono. O vivieron, como Diógenes «el cínico» dentro de su tonel, dentro de una torre que parecía una columna, como proponen la mayoría de los iconos; o literalmente vivieron dentro de una columna porque simplemente fueron cariátides masculinas. Pero más que hacia estos componentes de la arquitectura, columnas de la flagelación de Cristo y santa Bibiana o celdas de san Jerónimo, alcobas de la Anunciación o hisopos de santa Marta, es hacia la observación de la arquitectura completa y miniaturizada, transformada en una maqueta por una cuestión de elocuencia, en una arquitectura portátil por un asunto de eficacia, a lo que, con mayor determinación, incita el caso de santa Bárbara.

29 MÁS PATRONES DE LA ARQUITECTURA

Además de la advocación huidiza de María de Nazaret, de santa Bárbara y de santo Tomás, otros patronos de los constructores son aquellos santos que levantaron o participaron directamente en la construcción de algún edificio religioso, como por ejemplo, san Luis, que levantó la Sainte Chapelle, o san Alpiano, san Blas, san Marino o los Cuatro Santos Coronados, proclives y misteriosos. Otros patronos más o menos internacionales de la arquitectura (pocos hay universales; muchos locales) lo son por tener alguna relación tangencial, más espiritual que material, con la construcción: san Esteban, por ejemplo, que por haber sido recubierto de piedras, empedrado, martirizado por lapidación, los albañiles, frente a la amenaza del desplome o del colapso de las obras que hacían, lo tenían en cuenta cada vez que miraban hacia arriba; o san Pedro, no en vano elegido fundamento de la iglesia, que se ha especializado en la vigilancia y control de las obras de cimentación. Antiguamente también la Ascensión era invocada por los gremios de la construcción: porque las obras ascienden, suben pesadamente hacia el cielo transportándolos a ellos encima en esa misma dirección. Los Cuatro Santos Coronados, todos romanos, cuyo emblema es un palustre, patrones indivisibles de los albañiles, son un ejemplo comunal de anonimato e ignominia. Parece ser que eran escultores y que se negaron, durante el gobierno tiránico de Diocleciano, a esculpir una estatua del dios Esculapio que algún prócer les había encargado; por su negativa a esculpir al pagano fueron torturados por flagelación y coronados póstumamente con la corona espinosa del martirio. Se dice que, después de muertos, inútilmente, ensañándose, decapitaron sus cadá69


Anónimo italiano San Marino y santa Águeda, siglo XIX Johann Gregor van der Schardt Flora, 1570 Kuntshistorisches Museum, Viena

veres; precisa la Leyenda dorada que lo que les hicieron fue matarlos a latigazos y que no es cierto que los encerraran vivos en ataúdes de plomo que después sumergieron en el río Tíber (o en el mar), pues éso se lo hicieron a otros cinco santos posteriores con los que a veces eran confundidos. Los ataúdes de los siguientes cinco santos coronados (tal vez Claudio, Castorio, Sinforiano, Nicóstrato y Simplicio, o Semproniano) eran de plomo para que, cual barcas sin deriva, no flotaran sobre las agua: los tiraron al río porque lo que contenían los féretros plomizos eran peces (místicos). (Vardamon, en Mientras agonizo -William Faulkner, 1930-, hizo algunos orificios en el ataúd de su madre muerta para que respira sin dificultad, para que Addie, dice él, respire dentro de la caja; porque, dice su hijo, ella es un pez y no está muerta. “Y le dije: no tengo pelo/ soy un pez. Y ella me dijo / conocerás el mar, esa ancha tumba” dice Leopoldo María Panero en Piedra negra o del temblar). La tradición que vincula a los Cuatro Santos Coronados a la disciplina de la construcción se fundamenta en la hipótesis de que los cuatro (¿hermanos, amigos, vecinos, cofrades, compinches?, ¿Severo, Severiano, Carpóforo, Victorino?) eran canteros panonios en la antigua ciudad de Sirmio. Alguien ha dicho que en vez de cuatro, como el tetramorfos evangélico, eran nueve, o trece; y porque dicen que eran canteros itinerantes, los hicieron patronos de la ciudad de Como, en Italia, aunque sus imposibles reliquias se veneran en la iglesia homónima de Roma. Además de los canteros, algunas otras corporaciones de la construcción, como los yeseros y los 70


escultores, además de los francmasones, se pusieron bajo su protección plural y colectiva. San Marino, fundador, santo protector y patrón de una república, ayudado por santa Águeda, sostiene en sus manos un trozo de Italia, una ciudad amurallada de la que sobresalen tres cerros como tres tetas agudas, tres montañas sin pezón, tres cumbres coronadas cada una por una torre, tres protuberancias calcáreas. Santa Águeda a su lado sostiene ella sola, en la misma mano, la palma de su martirio y una bandeja, un frutero con sus dos tetas esféricas, una patena con los dos pechos que alguien le ha cortado. Santa Águeda es copatrona de la república de san Marino y sus tetas oblacionadas parecen dos cúpulas simétricas.

30 MÁS PORTADORES ACECHANDO DESDE LOS ALTARES

Además de los patrones de las ciudades y de los patrones de todos y cada uno de los oficios relacionados con la arquitectura, en los altares viven los patrones arquitectónicos de los edificios concretos: de denominaciones genéricas de edificios o de edificios precisos, de tipologías o de construcciones concretas. Éstos suelen llevar encima, en la palma de la mano, la insignia arquitectónica que sirve para personificarlos, la maqueta del edificio que los subió a los altares. Philip Johnson, por ejemplo, cual patrón de los U.S. Architects, apareció fotografiado a todo color el 8 de enero de 1979 en la portada de la revista Times sujetando con ambas manos la maqueta blanquísima de su torre neoyorkina como él si fuera una nueva Bárbara, con abrigo de paño inglés, camisa albina inmaculada, corbata oscura de seda, traje impecable de sastre, ropa y postura, hábito y pose cuyo significado nadie tuvo dificultades en discernir. Obsérvese en la imagen que Philip Johnson, al cual Antonio Miranda legítimamente excluye de Un canon de arquitectura moderna (1900-2000), inclina la AT&T simbólica para que se vea bien su cara, su mirada un tanto despectiva, el ancho nudo de su corbata. La iconografía canónica de los primeros santos, casi todos ellos fundadores, colonizadores, constituyentes, cimentadores, es clara: casi siempre están en pie y en esa postura, sobre la palma de la mano derecha, extendida y adelantada, se levanta el modelo a escala de alguna arquitectura significativa. Ese modelo portátil puede ser fiel al original o sólo alusivo, esquemático. Puede servir para identificar sin equívocos una obra singular o para remitir a un tipo de obra o a la localización territorial de la obra. San Sebaldo, fundador de la catedral de Nuremberg, tal y como lo grabó dos veces Alberto Durero, lleva una iglesia que siempre tiene dos altas torres en la fachada: la iglesia con dos torres rematadas con chapiteles, semejante o no a la que se levanta en esa ciudad alemana, es emblema de san Sebaldo, el peregrino; si no tiene dos torres y él no lleva gorro de caminante sino corona, el personaje podría ser san Enrique II, fundador de la catedral de Bamberg, o bien, por ejemplo, san Óscar, que por ser obispo luce mitra en la cabeza y maqueta de iglesia (de la abadía de Corvey) en la mano. Y si la iglesia tiene tres torres el portador es, por lo triple, san Trifón, o san Materno, porque fundó tres diócesis (Colonia, 71


Alberto Durero San Sebaldo, 1518

Philip Johnson en la portada de la revista Times del 8.1.1976

Tongres y Tréveris), aunque las tres torres de la única iglesia puedan, en ocasiones, sustituirse por tres iglesias de una torre, o por tres mitras convencionales. Santa Adelaida y santa Clotilde, santa Cunegunda y santa Isabel de Hungría, santa Erentrudis y santa Eduvigis, así como santa Elena, que sobrelleva la iglesia de san Gereón de Colonia, entre tantas otras, sirven de ilustre y femenina peana a la maqueta de una iglesia esquemática. San Anón de Colonia, germano como muchos de los «maquetóforos», soporta la abadía benedictina de Siegburg, que él promovió en exclusiva. San Bruno, sin embargo, no soporta la maqueta de un edificio sino de la expresión de una idea; cuando lleva en sus brazos un edificio, éste siempre es un convento: un monasterio cartujo perteneciente a la orden que él fundó por inspiración de Dios. Y así, según este género, casi todos los santos abades patrocinadores de alguna orden religiosa monacal, masculina o femenina, hospitalaria o mendicante, peregrina o urbana. Un caso extremo por su cuantía es el de santa Bega, que lleva siete maquetas de iglesia en la mano, o una maqueta única con siete iglesias: cada una de las siete capillas que hizo levantar en la abadía benedictina que había fundado en Andenne sur Meuse, a orillas del Mosa, en recuerdo de las siete basílicas que visitó en Roma, de cada una de las que conmemoran las siete colinas originarias y los siete polluelos de la gallina enviada por Dios para indicarle a Bega, a la sazón hermana de santa Gertrudis, la ubicación exacta de cada una de las capillas: donde se detuvo cada uno de los polluelos se construyó bajo su dirección una nueva capilla. San Materno y san Trifón pueden llevar la insignia de iglesia no en la mano sino sobre la cabeza, como soberbios sombreros, como aureolas edificatorias. No son los únicos: la cabeza bien equilibrada es un buen medio de transporte. También pueden llevarla allí, aunque no es lo 72


frecuente, además de santo Tomás de Aquino, alguno de los cuatro grandes doctores de la iglesia, por ser los sostenes espirituales, doctrinales y estructurales, de la misma. Los cuatro sabios doctores eclesiásticos, los cuatro padres de la iglesia latina son san Agustín, obispo de Hipona, san Gregorio, papa en Roma, san Ambrosio, obispo de Milán, y san Jerónimo, que no tuvo derecho a la mitra pero sí a un anacrónico capelo cardenalicio. A los cuatro, de cuando en cuando, solos o acompañados, se les puede ver, sentados o en pie, con una maqueta que representa esa iglesia universal que ellos levantaron. De todos ellos, a san Agustín es a quien no suele faltarle un edificio en la mano: con la derecha coge una pluma para decir que era escritor y con la izquierda sostiene la maqueta de uno de los conventos que se dice que él fundó. O tal vez es una referencia a su labor arquitectónica: alguna que otra vez ha sido visto dirigiendo la construcción de uno de estos edificios monásticos; otras veces, como en San Agustín en su estudio pintado por Bartolomé Bermejo (h.1472-1475, Art Institute of Chicago), se ha descubierto que en su pupitre guardaba un compás y una regla en alusión a “su condición de arquitecto” según el catálogo La pintura gótica hispano flamenca. Bartolomé Bermejo y su época. Lo más curioso de este cuadro no es ni el compás ni la regla ni el dragón sino ese caracol de tres cuernos que asciende por el reposabrazos del banco. En la iglesia representada en la maqueta pueden suceder algunas cosas extrañas: puede tener clavada un hacha en la cubierta, como ocurre en la abadía que sostiene san Wolfgango de Ratisbona, o puede estar tambaleándose, como por efecto de un terremoto. El hacha de san Wolfgango, patrón onomástico de Mozart, es ritual, y tan significativa como la gallina clueca de santa Bega o el toro de Cadmo en la fundación de Tebas. Este hacha sirve para elegir el lugar en el que llevar a cabo una fundación, para fijar el emplazamiento de, por ejemplo, un monasterio: san Wolfgango, siguiendo una arcaica tradición germana mediante la que se tomaba posesión de un territorio, lanza el hacha a lo lejos y, donde se clava, funda el monasterio de Salzkammergut. La iglesia temblorosa es la catedral de Roma: la basílica de san Juan de Letrán, y quien la sostiene puede ser, si lleva hábito de dominico, santo Domingo de Guzmán o, si lleva el hábito de franciscano, san Francisco de Asís. Santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los hermanos predicadores, luego dominicos, natural de Calahorra, en Logroño, no tiene ningún edificio propio entre sus atributos específicos, pero ya que una noche se le apareció al papa Inocencio III mientras soñaba sosteniendo la basílica de san Juan de Letrán, que estaba a punto de desmoronarse, a veces se representa a este santo Domingo ibérico sosteniendo ese edificio sobre sus hombros, conteniendo su inminente ruina. El sueño alude a las dudas que tenía el Papa para autorizar o impedir la fundación de la orden que santo Domingo le proponía, y cómo éstas quedaron completamente disipadas cuando Inocencio III comprendió que el navarro y su orden serían el mejor y urgente sostén de su iglesia. Este mismo sueño y este mismo papel de sustento y detenimiento de la ruina se lo atribuyen los franciscanos a su santo fundador, a san Francisco de Asís, que también es ocasionalmente representado sujetando la misma basílica, de idéntico modo. Los que llevan encima o tienen al lado, a los pies o apoyada en una peana, la maqueta de una ciudad, no pocas veces fortificada, son también multitud. No son santos urbanizadores ni 73


Mies van der Rohe con Philip Johnson ante una maqueta de bronce del Seagram Building, Nueva York, 11-5-1955

fundadores de ciudades o de colonias (salvo aquellos evangelizadores que fundaron misiones), sino santos patrones de ellas, bien porque son originarios de allí o porque allí fue donde alcanzaran la santidad. San Bernardino de Siena, san Emigdio de Ascoli y san Geminiano de Módena, son algunos de los muchos santos italianos que llevan maquetas de las ciudades de las que son patrones. Los santos ibéricos no son muy propensos a esta forma de reivindicación patronímica. Ni santa Eulalia de Barcelona ni san Diego de Alcalá son proclives a ello; ni los santos de Osuna que divulgó el jesuita Antonio de Quintanadueñas llevan adjunta la Colegiata ni san Fernando, que es patrón hispalense por haber perecido en Sevilla, cabalga en la Torre del Oro pues prefiere ir armado a caballo y pisotear, como Santiago de Compostela, a los infieles. Los «civitaforos» o «poliforos» suelen ser, estadísticamente, obispos o arzobispos: solemnidades mitradas, gobernantes políticos del territorio. Como es bien sabido una mitra, una tiara, un capelo cardenalicio, un solideo, como los cascos, son formas de la arquitectura, tipos de cúpula.

31 MARTIROLOGIOS, ENCICLOPEDIAS Y MONOGRAFÍAS

Actas, calendarios, homiliarios, leccionarios, legendarios, martirologios, menologios, misales, panegíricos, pasionarios, sacramentarios, santorales, sermonarios, sinaxarios, las compilaciones, los repertorios, los resúmenes, los compendios de las vidas de los santos, los libros de milagros, los libros de las apariciones, los catálogos de reliquias, las crónicas de las traslaciones, etc. Las enciclopedias, los diccionarios de autores, las antologías, las monografías, las obras completas, los catálogos de obras, los prontuarios, los catálogos de exposiciones, los listados de seleccionados, los anuarios, los cánones, etc. Inducidos, si no alentados, por algún cuento de Borges, tanto Juan Rodolfo Wilcock (Bue74


nos Aires, 1918 - Lubriano, Viterbo, 1978) como Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953 Barcelona, 2003) se entretuvieron en redactar biografías breves, apuntes bibliográficos, ensoñaciones de algunos hombres y mujeres extraordinarias y ficticias, pretéritas o futuras. Wilcock lo hizo en La sinagoga de los iconoclastas (Milán, 1972) y Bolaño en La literatura nazi en América (Barcelona, 1996). No han sido los únicos. Bolaño informa de que la escritora Edelmira Thomson de Mendiluce (Buenos Aires, 1894-1993) construyó minuciosa y exactamente (que reprodujo, casi podría decirse) en el jardín de su hacienda la habitación descrita por Edgar Allan Poe en su Filosofía del moblaje. Wilcock narra los desvelos del utopista Aaron Rosenblum por hacer feliz a la humanidad mediante la supresión de todo artefacto construido por el hombre y la abolición de toda idea humana posterior al año de 1580, en el que él sitúa el origen del declive inexorable de la especie. Wilcock, que destaca en sus anotaciones las concomitancias del propósito de Aaron Rosenblum con los de Adolf Hitler (la misma peligrosa intención de hacer felices a sus vecinos), omite la fecha y el lugar de la muerte de Aaron, del que sin embargo se nos dice que nació en Danzing. A diferencia que Bolaño y Wilcock, desde la disciplina arquitectónica nadie se ha atrevido aún a hacer un inventario, a redactar un catálogo, un repertorio más o menos exhaustivo de los arquitectos y las arquitectas fantásticas de occidente, entre las que sin duda debieran estar santa Bárbara y santa Águeda, J. J. P. Ould y Hugo Bossi (Buenos Aires, 1920-1991) autor del proyecto del innovador Museo-Hotel (de tipología revolucionaria, aunque en todo fascista) y que fue colaborador de la revista El cuarto Reich Argentino. También, por indicar sólo unos cuantos imprescindibles, deberían figurar en ese hipotético santoral Carlo Mollino con alguna de sus polaroid más reveladoras y Albert Speer, arquitecto de lo absoluto convertido en ministro del armamento; Jo•e Pleènik (que proyectó cónicamente el parlamento de eslovaquia) y Curzio Malaparte (por lo que tuvo que ver en la construcción de casa) y, entre los rusos, Ivan Leonídov con su arquitectura subversiva, reacia al presente. Un martirologio también es un prontuario, una antología de biografías fantásticas. No son necesarias ni convenientes las monografías (a cuya acumulación son tan dadas las bibliotecas de arquitectura); lo que la memoria de la arquitectura precisa es la conjura de las antologías, las letanías de nombres sin ilustración, el semen de la palabra y el álbum con el retrato de todas y cada una de sus criaturas monstruosas.

32 IMPOSIBILIDAD DE LA ARQUITECTURA METAFÓRICA

Santa Bárbara transporta la arquitectura. La metáfora, ese traslado momentáneo del significado de un signo a otro, no es una posibilidad para la arquitectura porque ella destruye el instante al fijarlo, porque anula el efecto fulminante del desplazamiento eléctrico del significado, porque lo neutraliza. La metáfora, como se empeñan en olvidar algunos críticos de la arquitectura, es una propiedad exclusiva del lenguaje verbal. 75


Adolf Hitler observando atentamente la maqueta del Pabellón de Alemania para la Exposición Universal de París de 1937

Mies observando atentamente la maqueta del proyecto de su Casa Farnsworth en 1947

Sólo cuando sucede el transporte del significado entre dos significantes distintos acontece la metáfora: si no hay transporte, o no hay significado que ceder, o la cesión es torpe y lenta, o los significantes no son distintos, no hay metáfora. Si están presentes de manera simultánea y evidente los dos términos que relaciona la metáfora, ésta se anula al desactivarse la tensión de las semejanzas y las diferencias, y esa simultaneidad es precisamente consustancial en la plástica. En esta dirección Félix de Azúa en su Diccionario de las artes afirma que “La metáfora es un transporte. Tal sería el significado si lo tradujéramos directamente del griego «meta-forein», es decir, «trans-llevar», «trans-poner». Pero «forein» sugiere fuertemente el llevar algo sobre uno mismo... La metáfora transporta un significado sobre los hombros de un significante, y se lo entrega a otro significante totalmente distinto”; más adelante Azúa afirma que “sólo el arte de la lengua puede usar metáforas. Una metáfora pictórica o escultórica no tiene sentido”. En la metáfora participa de una manera decisiva la evocación, y la forma plástica la anula al identificar las cosas. La metáfora es una propuesta explícita, algo distinto al símbolo, al emble76


ma, a la alegoría, a la iconología, a los signos alusivos y a los mensajes cifrados, aunque a menudo se confundan. Es frecuente que se llame metáfora a lo que es analogía, o sinécdoque, o connotación, o alusión, o sugestión, o versión, o a cualquier intento de decir con signos equívocos lo impronunciable, de desvelar lo estratos más ocultos de la realidad. No es una metáfora dibujar o construir una sandía con forma de ballena, o que recuerde en algo a las ballenas, como tampoco lo es trazar el perfil de un sombrero que se parezca a una serpiente que se hubiera tragado un elefante ni construir para un hangar una puerta que al plegarse imite el movimiento del párpado. No es una metáfora ni el Laocoonte de Atanadoro ni la Bañera II (1989) de Antoni Tàpies. No es una metáfora proyectar un edificio que conmemore la Divina Comedia de Dante Alighieri, por mucho que tenga tres recintos que se inspiren en el Infierno, en el Purgatorio o en el Paraíso que visitó literariamente Virgilio: el Danteum que imaginó Terragni por encargo de Benito Mussolini no es una metáfora ni del viaje en persecución de la amada ni de la Comedia Divina: es una excusa, un aliciente, un desencadenante, una cita, acaso un monumento, pero nunca una metáfora. No es una metáfora ninguno de los edificios ni de Francesco Borromini ni de Alvaro Siza: dos arquitectos que tienen algo más en común que el suplicio de haber padecido el acoso de la imposición de la metáfora, el síndrome de la atribución aleatoria de metáforas porque cierta crítica, contemporánea y lingüística, se ha empeñado en buscar por donde fuera (en el aspecto y en la intención, en la estructura o en el subconsciente), o en inventarse, metáforas en sus obras. Paolo Portoghesi en su Francesco Borromini, por ejemplo, insiste en la importancia de la metáfora en la obra del dramático adversario de Bernini, asunto que, por el contrario, evita Giulio Carlo Argan en su mejor Borromini. La iglesia romana de San Ivo alla Sapienza (uno de los pocos edificios que hay en la tierra con la capacidad de hablar), con toda su imaginería papal y su iconología cristiana, con todas sus alusiones superpuestas y polisémicas, con su cúpula y su linterna taladrando el aire, es intensamente simbólica, abrumadora por la cantidad de sus signos y de sus posibles significados, pero no es una metáfora. Del mismo modo puede negarse que alguna de las obras arquitectónicas de Siza sea una metáfora, aunque Kenneth Frampton no lo crea así: en Poesía y transformaciones: la arquitectura de Alvaro Siza dice, por ejemplo, que la obra de Siza es “un abanico de referencias sutiles y de metáforas”, de presencias “filtradas por la estratificación metafórica”, como si la referencia sutil, la presencia fantasmal y la metáfora fueran la misma cosa. El propio Siza se ocupado de señalar su compleja relación con la metáfora, de aclarar que no fue él quien asoció su Banco Borges&Irmão de Vila do Conde (1980-86) a un navío, sino los espectadores, aquellos lectores de imágenes que recordaban el barco «El Tolan» varado y desmembrado en Lisboa (Entrevista a Alvaro Siza en Quaderns, nº 169-170, Barcelona, 1986, pp.76-90). La arquitectura de Siza es sugerente, incluso, si se quiere, poética; pero de ninguno de sus edificios, ni la Escuela de Arquitectura ni el Museo Serralves en Oporto, puede decirse que sea una poesía: ninguno una metáfora. Borromini habrá soñado con panales de abejas y con estrellas, con ángeles distintos a los que Siza imagina y dibuja para contemplar la arquitectura desde el aire, y quizá ambos han conocido y practicado y abusado de la metáfora, pero siempre en el terreno que a ella le corresponde: el de la palabra, el del verbo y sus manifestaciones. 77


Carlo Mollino fragmento de una de sus fotografías sin título, 1960 Turín

Adolf Hitler en París con el arquitecto Albert Speer el 23 de junio de 1940

No es cierto, no atiende a la lógica deductiva sino a la retórica el silogismo de Arnau, incluido en la insostenible definición de metáfora de su diccionario (72 voces para un diccionario de arquitectura teórica), que dice que “la poesía, por otra parte, no es monopolio de la palabra. Las artes en general y la arquitectura en particular, en cuanto a sistemas de signos, poseen un modo de ser poético. Y cultivan, en consecuencia, la metáfora”. No es exacta esta afirmación porque la metáfora sí es monopolio de la palabra, aunque no de la poesía; porque la arquitectura no es «esencialmente» un sistema de signos; porque la arquitectura puede ser en algún aspecto poética, pero eso no implica que pueda recurrir impunemente a la metáfora ni al oxímoron ni a la tautología ni a la onomatopeya ni a la cacofonía ni a los palíndromos, de los que Juan Filloy, el juez argentino autor de Op Oloop, era un experto constructor: el mejor. No es una “metáfora sexual” el Secador de botellas o erizo (1914) de Marcel Duchamp ni su Percha para sombreros (1917) es una “metáfora de la feminidad”, como se afirma en alguna que otra monografía ligera. Uno es el constructor de la metáfora y otro su lector; uno es el acto creador y otra la actividad de la interpretación. La metáfora no es un descubrimiento espontáneo del espectador, sino una construcción lingüística que se le suministra completa y acabada. La metáfora es una figura o, si se prefiere, una forma a la que el lenguaje verbal recurre para expresar algunas de las relaciones descubiertas por la imaginación entre dos realidades necesariamente diferentes. Estas dos realidades (o significantes desiguales, aunque comparables), vinculadas por la relación que entre ambas se establece a través del transporte de un significado, han de estar presentes para que la metáfora se manifieste. Ernesto Sabato afirmó en Uno y el universo que “las metáforas son eficientes en la medida en que se alejan del objeto al que aluden. precisamente porque representa algo distinto, pero no «totalmente» distinto”. Aunque no sea posible trasladar a la materia la metáfora, dotarla de una apariencia formal en 78


Marcel Duchamp jugando al ajedrez con Eve Babitz encapuchada en presencia de su Gran vidrio, Pasadena, 1963

Marcel Duchamp al lado de la primera versión de su Byciclo, 1913

el intento de la arquitectura por construirla sin anularla, sí es posible que ella esté condicionando la intención: que en alguna arquitectura haya una cierta voluntad metafórica, que sea perceptible su esfuerzo por asumir como signo un significado fulminante. Por ejemplo, que la idea de un cierto dios quiera transportarse desde la teología a las hipótesis del Templo de Salomón, que el misterio forzoso de la Trinidad quiera explicarse mediante una torre, que una torre aluda al anhelo de trascendencia. La intencionalidad metafórica, y los procesos de construcción que tienen que ver con ella, sí pueden estar ocasionalmente presentes en la arquitectura, en su producción y en sus manifestaciones. En Las dos grandes metáforas Ortega y Gasset escribió que “la metáfora es un instrumento mental imprescindible, es una forma del pensamiento científico”. Buscar la antropometría en la arquitectura del Renacimiento o lo que de navíos varados tienen algunos edificios contemporáneos sigue procesos análogos a los de la proposición de la metáfora. Una metáfora es un encuentro: un hallazgo no fortuito del hilo que ata las cosas y un lugar en el que esas cosas que antes se ignoraban ahora se reconocen. Cuando es una imposición, una atadura, una imagen azarosa, cuando la planta del edificio quiere parecerse a una estrella o a un cangrejo, se produce el fracaso. No es una metáfora la sección horizontal de la casa «Oikema», del pabellón central de la casa placentera ideada por Claude Nicolás Ledoux aunque imite la sección ideal de un pene erecto y los testículos, aunque con absoluto rigor léxico y arquitectónico Ledoux denominara «cellules» a las habitaciones privadas de ese edificio genital y seminal destinado al conocimiento carnal de los cuerpos Al análisis de la arquitectura no le interesa la metáfora como resultado, en cuanto al acierto poético en la elección de los signos y la transmisión de los significados, sino como un recurso 79


Alvaro Siza Viviendas Schlesisches Tor 1982-90 Kreuberg, Berlín

para la investigación que pretendiera averiguar significados e intenciones no inmediatas en los signos de la arquitectura y que aprovecharía el conocimiento de los métodos de construcción de la metáfora para aplicarlos tanto en sus indagaciones como en la exposición de sus conclusiones. Y, además de para la indagación en lo ajeno, como procedimiento útil en la elaboración y manifestación del pensamiento propio; para aquellos análisis más estrechamente relacionados con el proyecto. Continua Ortega y Gasset diciendo sobre la metáfora que “no sólo la necesitamos para hacer, mediante un nombre, comprensible a los demás nuestro pensamiento, sino que la necesitamos inevitablemente para pensar nosotros mismos ciertos objetos difíciles. Además de ser un medio de expresión, es la metáfora un medio esencial de intelección”. Hay pensamientos que se gestan y gestionan a través de la metáfora; hay metáforas que desencadenan proyectos; hay análisis arquitectónicos que se apoyan en la propuesta metafórica. A la arquitectura el lenguaje unívoco y rigurosamente razonable no le es siempre útil porque ella a menudo juega con los equívocos y no es siempre lógica; porque es compleja y contradictoria y lo que comunica no son verdades abstractas sino emociones sujetas a las circunstancias. La arquitectura tiene una cierta componente subjetiva y para llegar a conocerla es, en muchos casos, útil el recurso a la metáfora. La metáfora, precisa Ernesto Sabato en El escritor y sus fantasmas “no es un adorno, ni una hinchazón del lenguaje, ni esa joya que suponían los retóricos latinos, sino el único modo que tiene el hombre de expresar el mundo subjetivo”. Carlos Fuentes dice de ella en Valiente mundo nuevo que “es el encuentro de dos imágenes -de dos carnalidades verbales que se reconocen como tales-... echa redes a fin de encontrar la semejanza de las cosas, es decir, su verdadera identidad... En la metáfora, el mundo de la realidad inmediata, sin dejar de 80


Alvaro Siza Rectorado de la Universidad de Alicante, 1995-98 Alicante

serlo, puede convertirse en el mundo de la imaginación”. La metáfora, en definitiva, pone en relación dos cosas diferentes, quizá distantes (y cuanto mayor sea la distancia mayor será la intensidad de la misma), buscando explicar algo de ellas que tiende a quedar oculto. La metáfora es una técnica para desvelar: técnica peligrosa por su inclinación poética hacia la ensoñación, y económica cuando con su intermediación se logra explicar algo que de otra manera necesitaría más explicaciones. “La metáfora es un procedimiento intelectual por cuyo medio conseguimos aprehender lo que se haya más lejos de nuestra potencia conceptual” añadió también Ortega y Gasset. Esta apropiación de lo distante y este buscar lo uno en lo otro, lo que hay de lo uno en lo otro, es tal vez una misión primordial de la metáfora. Jorge Luis Borges, partidario de Aristóteles en su refutación de la teoría platónica sobre la metáfora, es uno de los que más se ha ocupado de la metáfora al tiempo que fue uno de los más cautelosos en usarla: el más atento a sus peligros. Su Esfera de Pascal comienza proponiendo que “quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas” y concluye sospechando que “quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas”. Después, en Nathaniel Hawthorne, escribirá que “es quizá un error suponer que puedan inventarse metáforas. Las verdaderas, las que formulan íntimas conexiones entre una imagen y otra, han existido siempre”. Naturalmente Borges no cree en la eternidad de la metáfora (y no sería excesivo aventurar que en ninguna eternidad): además de ejercitarse en construirlas con la minuciosidad de un relojero suizo obsesivo, dedicó una parte significativa de su obra a reflexionar y recrearse en las ajenas, desde los «kenningar» de la poesía islandesa a William Morris. De 81


J. J. P. Bañón Lámpara san Diego de Tíjola, 1996 Colección Particular Sevilla

lo que sí está convencido Borges (Otras inquisiciones, Historia universal de la infamia) es de que, en cuanto a asunto verbal, la fortuna de la metáfora radica en los matices del tono y, en cuanto a asunto formal, en la intimidad de la conexión entre las imágenes que se vinculan. En Quevedo lo confirmará: “la metáfora es el contacto momentáneo de dos imágenes, no la metódica asimilación de dos cosas”. Para que suceda la metáfora, el contacto ha de ser momentáneo, ya que si se hace permanente, se anula al convertirse en una asimilación. Por ello no es posible en arquitectura, porque tiende hacia la asimilación, hacia la asociación perpetua de las imágenes. La metáfora, como el laberinto, es imposible para la arquitectura: ambos son sustantivos que inevitablemente fracasan cuando la arquitectura pretende construirlos; son conceptos útiles, formas estrictamente imposibles. La verdadera metáfora es falsa en la arquitectura: no hay arquitectura metafórica. De acuerdo con las definiciones más precisas de metáfora, no es posible la arquitectura metafórica más que en la arquitectura verbal y teórica, nunca en la arquitectura materializada. El edificio de viviendas en esquina de Alvaro Siza en Berlín remiten literariamente, saludan posteriormente a la tristeza desde arriba. Por no ser, aunque tiene algunos atributos parabólicos para serlo, ni siquiera es una metáfora la Lámpara san Diego de Tíjola que J. J. P. Bañón construyó en 1996 pensando en otra cosa, en otra persona. No son posibles las lámparas metafóricas que iluminan; sí lo son, sin embargo, las metáforas arquitectónicas: santa Bárbara es una de ellas.

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UN PRÓLOGO Y DIECIOCHO RAZONES PARA SANTA BARBÁRA

33 LOS MOTIVOS DE JOSEF K Y DE BRAUSEN

Todo está en contra de que en este siglo infantil santa Bárbara continúe siendo patrona de la arquitectura, usándose como custodia o como elemento compositivo. No se conocen los motivos por los que en otra época fue propuesta y nombrada patrona por algún obispo misericordioso que estuviera construyéndose su catedral correspondiente sobre una ruina románica; ni siquiera están claros los motivos por los que tal vez siga vigente su atribución, aunque ya nadie la invoque, ni promotores inmobiliarios ni ferrallistas, ni el derecho urbanístico ni la geotecnia, ni los supersticiosos ni los adeptos a las sectas de la construcción. No hay constancia de las razones por las que la tradición amparó a la arquitectura y a sus miembros bajo la aureola protectora de santa Bárbara, advocación ratificada y consagrada por los canónigos en los más oscuros y tapizados salones del Vaticano desde que Alejando III, retirándoselo a los obispos, le concedió a Roma en el 1170 el derecho exclusivo a nombrar y a reconocer santos (a gestionar el mercado de las beatificaciones y las canonizaciones). Y por no saber se ignora por qué, antes o después, o al mismo tiempo que el mito se iba inmiscuyendo en la arquitectura, santa Bárbara fue tan intensamente deseada y tratada por la pintura, hasta el punto que podría pensarse que fueron los pintores y no otros los verdaderos responsables de su ascenso a los altares de la construcción. La investigación de las causas por las que fue ella designada como intermediaria entre los hombres dedicados a la arquitectura y la salvación de su alma y su obra habría que empezarla probablemente en una forja alrededor del siglo XII, en una de las herrerías que, como pintó Jan van Eyck, solían cobijarse bajo un cobertizo al pie de las grandes obras. En ese lugar en el que se domina y manipula el fuego, en ese cincel candente o en ese clavo que el herrero está ahora fraguando, en esa línea cortante o punzante que tiene vocación tanto de cuchillo como de pincel, de instrumento de escritura y de escultura, quizá está el origen de la imploración a santa Bárbara: en el matrimonio del fuego y del suelo, en la fundición de los metales y la cerámica, en la fabricación de las herramientas con las que profanar la tierra y someter la piedra, en la fragua y el horno. Ésta es quizá la línea mitológica que Bárbara prolonga, esa que arranca del signo pictográfico sumerio «bar-», que designa precisamente el fuego, y que entronca con los mitos acadios y griegos que hablan de una torre infinita de ladrillo y betún, y de un camino infinito y enroscado sobre sí mismo que engendra un laberinto. Sean cuales fueren los motivos de aquél que primero la invocó y decidió tallar su nombre 83


Hans Memling Tríptico de la familia Moreel 1484 Groeninge Museum Brujas

cacofónico en una dovela gótica o las razones por las que otro se acordó en su lecho de muerte de la imagen que poco antes, mientras el sillar que iba a aplastarlo se le venía encima, había visto de ella, o los argumentos de Hans Memling para pintarla, siempre acompañada, no menos de cinco veces soberbias (Matrimonio místico de Santa Catalina junto a santa Bárbara, 1479, Metropolitan Museum of Art, Nueva York; Tríptico de la Virgen, h.1475, National Gallery, Londres; Tríptico del altar de san Juan, 1477-79, Memlingmuseum, Brujas; Tríptico de Adrian Reins, 1480 Memlingmuseum, Brujas; Tríptico de la familia Moreel, 1484, Groeninge Museum, Brujas), hoy es necesario darle argumentos lógicos a santa Bárbara para que no renuncie a su responsabilidad protectora, para que supere su lamentable apatía, para que salga de ese decepcionante estado de ánimo en el que se ha recluido. Hay que convencerla desde la razón y el deseo para que inicie una campaña de propaganda y busque adeptos que vuelvan a invocarla y a clavar con chinchetas su retrato en las paredes, en las metálicas casetas de obra y en los, pomposamente llamados, talleres de arquitectura. Es muy probable que santa Bárbara comenzara a andar junto a la arquitectura acompañándola por su lado más desgraciado: la arquitectura como una causa de muerte. Si la parte divertida y creativa se la adjudicaron a santo Tomás por su imaginación sin límites, la trágica y destructiva se la otorgaron, por mártir, a santa Bárbara. Y ella no pudo negarse a servir de parapeto y de paño de lágrimas; de sistema de protección ante el desplome de los edificios mal cimentados y calculados a la ligera; a servir de inmutable cariátide, de contrafuerte, de andamio y de casco contra los impactos. Ella tuvo que patrocinar todos los sistemas de contención de la ruina de la arquitectura, todos los procedimientos que pudieran retardar su agonía y la de sus ocupantes. Ahora hay otros santos triviales que se ocupan de defender este flanco penoso y delictivo de la arquitectura: las normas legales de obligado cumplimiento y las compañías de seguros, los ilustres colegios profesionales y las academias de las artes y las letras y sus fronteras multiplicándose hasta el agobio, hasta el absurdo que lógicamente llevó a K a dejarse matar por Frank Kafka en El proceso, al deseo de degollarse a sí mismo cuando sus dos verdugos se retrasaban demasiado en castigarlo. Josef K, es bien sabido, pudo haberse escapado en el capítulo final, 84


pero no quiso hacerlo para evitar tener que convivir con su propia vergüenza (de la cual nunca podría librarse) y tener que soportar su sentimiento insensato de culpa. Josef K no murió degollado, como tantas veces se ha dicho, aunque ésa fuera la primera intención de sus verdugos y a pesar de que ya lo hubieran colocado en una posición idónea, apoyado sobre una piedra, como Abraham colocó a Isaac para sacrificarlo. Josef K “sabía exactamente que su deber habría sido coger él mismo el cuchillo que pasaba de mano en mano por encima de él, e introducirlo en su cuerpo”, pero se contuvo; instantes después “las manos de uno de los señores se paraban ya en la garganta de K, mientras el otro hundía profundamente el cuchillo en el corazón y lo hacía girar dos veces”. El cuchillo penetró profundamente en K y allí el verdugo lo hizo girar exactamente dos veces; tal vez setecientos veinte grados sexagesimales. En La vida breve Juan Carlos Onetti hace que Juan María Brausen, compañero de Stein y marido de Gertrudis, a la que poco antes le habían amputado el pecho izquierdo en un quirófano, envidie a “Stein por haber penetrado en Gertrudis sin quedar prisionero”. Bárbara, que, al contrario que K, sí fue degollada, seccionada contra su deseo, penetró en la arquitectura y, al contrario que Stein, sí se quedó prisionera. Como en el tercer milenio no hay razones categóricas para seguir venerando a santa Bárbara (venerando porque Bárbara tiene algo de Venus investida, interpretada por la virginidad), quizá no esté demás, como a menudo se ha hecho en la historia del pensamiento, imaginarse algunos motivos que no sean del todo científicos, proponer algunas razones retóricas –más poéticas que prosaicas-, inventarse ex profeso una letanía de argumentos que de algún modo justifiquen que la arquitectura continúe, al menos un día más, invocándola: reclamando su amparo, solicitando su soplo, rogando para que su figura de diosa helénica siga contaminando la estólida idea y el pálido aspecto de la arquitectura contemporánea. Una serie de motivos o una relación sin orden jerárquico de cordones umbilicales entre el mito de santa Bárbara y la arquitectura; un listado de vínculos, de ataduras, de lazos, de puentes, de alusiones, de reclamaciones, de imprecaciones o de gritos de socorro entre un lado y otro de la realidad.

34 RAZÓN DEFENSIVA: CONTRA LA HOSTILIDAD

La primera razón que útil para demostrar la existencia de vínculos estrechos entre santa Bárbara y la arquitectura está relacionada con la hospitalidad y con los inconvenientes del ímpetu atmosférico. Santa Bárbara y la arquitectura tienen el mismo y último propósito: defender a los seres humanos, siempre indefensos y desvalidos, de las perpetuas agresiones del medio ambiente, siempre inconforme y depredador. Santa Bárbara, en los pocos años que estuvo sobre la tierra, demostró suficientemente su capacidad y su habilidad para proteger a los seres humanos de algunas de las inclemencias de la 85


Hans Memling santa Bárbara, detalle del ala derecha del Tríptico de la familia Moreel, 1484 Groeninge Museum Brujas

Hans Memling santa Bárbara, detalle del Matrimonio místico de Santa Catalina en presencia de santa Bárbara, 1479-80 Metropolitan Museum of Art Nueva York

naturaleza, de la hostilidad asesina de los fenómenos atmosféricos más violentos, de los más brutos y más destructivos. Su poder protector, mágico y físico, metafórico y metafísico, lo extendió como un manto sobre sus semejantes: ella se interpuso entre la víctima y el rayo; ella le construyó un refugio al desamparado en medio de la tormenta. La arquitectura es más ambiciosa, menos restrictiva que santa Bárbara, que por consejo paterno se especializó en la defensa contra una sola procedencia de las amenazas. A la arquitectura le gustaría proteger a la especie frente a todas y cada una de las violencias a las que ésta se ve sometida: cobijarla en su seno ante el sol abrasador y calentarla en las noches de invierno, resguardarla en la intemperie y vestirla y revestirla; suministrarle sistemas de defensa con los que vencer a sus congéneres mortíferos y dotarla de los conductos más eficaces por los que desaguar sus excrementos infectos; levantarle escaleras hasta las nubes desde el subsuelo y gestionarle los flujos circulatorios y las redes de información; protegerla de la enfermedad y de la desdicha, de la soledad y de la comunidad asfixiante, de la perfidia de los boleros y de la corrupción a la que se refería Cioran en su Breviario de podredumbre. Pero ella por sí sola no siempre puede: su capacidad es muy limitada. Sus límites son los de los hombres que la han engendrado. La arquitectura es una de las respuestas a la expulsión injustificable del paraíso: la obra con la que los seres humanos combatieron su desnudez alegórica, el medio que emplearon para adecuar una naturaleza hostil y desapacible, a todas luces insuficiente para satisfacer sus necesidades y para saciar sus deseos. La arquitectura es el mejor artificio para someter al enemigo, la mejor herramienta para domesticar y humanizar el mundo. La arquitectura es un sistema de transformación de la realidad: la máquina de la mutación de la idea en objeto, y viceversa. La arquitectura es un artificio que se defiende destruyendo; que sobrevive aniquilando, que 86


evita las inundaciones variando el curso de los ríos, abriendo canales y túneles, poniendo válvulas tricúspides, arrasando montañas. La arquitectura es un sistema de defensa pocas veces pasivo: un arma de contraataque. La religión es otro de esos sistemas y de ese armamento pesado: cuando el ingenio o los recursos fueron insuficientes para detener o huir del diluvio, o para escapar de la erupción del volcán, se buscaron otros medios que fueran, si no más eficaces, capaces al menos de consolar en la desgracia: se inventaron los dioses a los que pedirles ayuda, o a los que responsabilizar, a falta de otra explicación, de la catástrofe, o a los que invocar en esos templos inaugurales que la arquitectura ya estaba soñando y que pronto levantaría como contraprestación al vago consuelo divino. Santa Águeda puede justificarse como una respuesta arquitectónica a las erupciones del Etna y santa Bárbara a los incendios domésticos, del mismo modo que lo es la construcción de diques cortafuego en Sicilia o la norma CPI que hay en vigor. Ni Águeda ni Bárbara son competencia exclusiva de la religión: lo son de la poesía y la magia, de la imaginación y del sueño, del temor individual a la quemadura y del miedo colectivo a la extinción. El deseo de seguridad promueve la arquitectura; el miedo al sufrimiento la religión. La religión le ofrece al hombre protección y consuelo a cambio de sumisión; amparo a cambio de reverencia, seguridad a cambio de credulidad. La arquitectura le ofrece al hombre cobijo a cambio de trabajo, amparo a cambio de vida. La torre de santa Bárbara es el emblema de la fortaleza: la suma, el matrimonio de la arquitectura y del espíritu. La fortaleza arquitectónica y mineral de Bárbara es el emblema de las otras fortalezas, de todas las torres defensivas de marfil, de todas las arquitecturas verticales y hospitalarias.

35 RAZÓN ESTÉTICA: LA ARQUITECTURA COMO CASTIGO

La segunda razón está vinculada al deseo y a la asunción de sus riesgos. Y se debe a que la belleza inocente de Bárbara, su existencia carnal en la tierra, fue considerada una amenaza, una tentación, una invitación al delito o al pecado, y alguien sin imaginación, para anular este dudoso peligro dio una respuesta arquitectónica inmediata: el túmulo, el monte colocado sobre la sepultura, la elevación funeraria, la torre incitada por Bárbara. Esta es siempre la mecánica de la arquitectura, su proceso elemental, la pauta de sus acciones: mediante el análisis detecta necesidades (anomalías, disfunciones, deterioros, amenazas, peligros, preguntas, problemas, enfermedades, etc.), y para satisfacerlas (corregirlas, abolirlas, responderlas, curarlas, evitarlas, etc.) propone remedios arquitectónicos: intervenciones quirúrgicas. Es decir, del diagnóstico al proyecto, y, desde él a la producción a través de un ciclo sin pausa destrucción y de ruina. No pocas definiciones de la arquitectura se asientan en la idea de que ésta interviene sólo ante la necesidad. Según esas definiciones casi darvinianas, cuyo adalid primordial es William 87


Pablo Picasso Minotauro moribundo y mujer piadosa (Aguafuerte de la Suite Vollard ) 30 de mayo de 1933 París

Morris, la arquitectura sería una respuesta física a alguna necesidad o a alguna insatisfacción del ser humano; una acción que intervendría sobre la realidad transformándola para adecuarla a sus exigencias y hacerla más confortable. Esta dependencia de la arquitectura de la necesidad no excluye forzosamente al capricho, o al deseo o a la voluntad como otros de sus motores o sus reactivos. Y está claro que no sólo es hija de la necesidad o del deseo la decisión de protegerse del aguacero o del rayo mediante la trasformación de la rama de un árbol en un cobertizo o mediante invocación a santa Bárbara; también lo es la necesidad o el deseo de amparar, aunque sea delictivamente, la belleza; o la voluntad o el capricho de protegerse de lo horrible, o el antojo de horadar en el subsuelo una red de galerías en la que agazaparse siempre temiendo al intruso que pudiera adentrarse en La construcción, o en La obra, que como ahora prefieren los traductores titular esta «pieza» de Kafka. Seguramente Dióscuro planteó mal el análisis de su realidad y se equivocó en el fármaco. Quizás Dióscuro era un tirano torpe y ciego y por eso erró en el diagnóstico (la belleza como delito) y en la elección de la respuesta (la arquitectura como castigo). Dióscuro, cuyo nombre quizá conmemora a aquellos mellizos divinos de Esparta llamados Cástor y Pólux (a los Dióscuros, como dos advocaciones de una misma persona, o a otros santos gemelos, como Esaú y Jacob), decidió que su necesidad o su voluntad de aislar la belleza, de la que su hija era un 88


emblema, fuera satisfecha por la arquitectura de idéntico modo y con similar procedimiento al empleado por Minos para aislar el terror que provocaba en Creta su hijastro, el híbrido Asterio, el monstruo biforme que engendró su mujer tras copular con toro. Hay no pocas semejanzas inversas entre ambos mitos orientales: ciertos paralelismos entre la biografía arquitectónica de santa Bárbara y la del Minotauro cretense que promovió, quizá al unísono, la Edad Media europea. Ambos motivaron la construcción de un edificio en el que ser encerrados, si bien en un caso con el objetivo de evitar el deseo en la mirada perversa de los otros y preservar la castidad y, en el otro, con el propósito de evitar el horror en la mirada de quien contemplara al ser monstruoso. Minos, aunque también pretendiera con ello vengarse de la traición de Pasifae, le encargó a Dédalo, al arquitecto por antonomasia, la invención de un artificio en el que estabular a la criatura que había nacido del vientre adúltero de su esposa, de la mezcla contra la naturaleza de una mujer y un toro albino surgido de la espuma del mar por orden de Poseidón. Y Dédalo, que ya antes había construido una vaca hueca y de madera para que la mujer del rey de Creta pudiera fornicar con ese toro fecundo, y así quedarse preñada de él y parir un hijo mixto y extraño, proyectó y construyó el laberinto para aprisionarlo. Dióscuro ideó y luego ordenó levantar una torre en sus dominios en la que embutir a Bárbara. Dédalo (la palabra encarnizada) proyectó y construyó con sus manos (escribiéndolo o dibujándolo) el único laberinto que jamás ha habido sobre la faz de la tierra; la arquitectura monstruosa imaginada para servir de domicilio definitivo al monstruo. Ambos, arquitectura y habitante, monstruosos porque monstruoso es lo nuevo, lo distinto, lo nunca visto hasta entonces, y que por esta exclusiva razón provoca la sorpresa o induce al espanto. Lo monstruoso no es lo terrible ni lo horroroso por ser feo y temible sino por ser inusitado, insólito, distinto, ajeno, alógeno, bárbaro. Bárbara y Minotauro son dos razones estéticas de la arquitectura: la denominación de dos disfraces. La apariencia de dos vestidos arquitectónicos, uno tal vez para ocultar la belleza y otro quizá para tapar la fealdad. Son el nombre propio de dos tipos de cajas, de dos cofres singulares: uno es un joyero, una bombonera, una urna turbia, una caja fuerte; otro es una jaula, una celda alambicada, un pasillo turbulento, una casa ventral. Hasta ese padre y ese padrastro parricidas, nadie antes había tomado la iniciativa de la arquitectura para sepultar vivos a su hija o a su hijastro. Hasta ella y él, criaturas inocentes que no se conocieron, nadie había asumido carnalmente el símbolo de la arquitectura.

36 RAZÓN CARNAL: LA METAMORFOSIS Y LA ANALOGÍA

El tercer argumento tiene que ver con las posibilidades de la encarnación: con las estrategias de la idea materializándose, del espíritu dotándose de apariencia corporal. Es el asunto, aún inconcluso, el eterno problema de la forma. 89


Sebastião Salgado Peregrinación al monasterio de Monte Santo Bahía, 1982

Bárbara es un edificio: es la encarnación de la idea de arquitectura. Es la arquitectura hecha carne femenina. Es la arquitectura carnal. Bárbara es también la carne endurecida hasta la arquitectura, la petrificación de la humanidad. Su cuerpo se transformó físicamente en un templo vertical, en una columna hembra, en un depósito visceral. Se le coaguló la sangre, se volvieron rígidos sus miembros, se enraizó en la tierra, se cristalizó a perpetuidad. Bárbara es, si pudiera serlo, si no fuera una imagen, una metáfora de la arquitectura: el soporte femenino de un significado arquitectónico que le ha sido prestado. Cuando es sólo realidad verbal, palabra, balbuceo, murmullo, susurro, Bárbara es una metáfora de la arquitectura: es una metáfora arquitectónica del mismo modo que Dafne es una metáfora vegetal. Es, en rigor, un caso reversible de metamorfosis: de mutación de una virgen en arquitectura y de la arquitectura en mártir, de una adolescente en edificio y del edificio en santa, de una criatura en torre y de la torre en diosa de la arquitectura. Si la torre no es una fase, si no fuera un estado intermedio del proceso de metamorfosis de la muchacha impoluta, la torre sería el envase, el capullo que permitió que Bárbara fuera una crisálida. “Allí estaba yo, temblando de frío en el interior de mi sotana que en aquel momento me pareció de una talla muy por encima de mi talla, una catedral en la que habitaba desnudo y con los ojos abiertos” dice Sebastián Urrutia Lacroix en Nocturno de Chile comparando, sintien90


do por orden de Roberto Bolaño como una catedral su sotana, del mismo modo que santa Bárbara sentía como una torre adhesiva su vestido. Además de un caso de metamorfosis, santa Bárbara un asunto de la analogía: ella es una analogía de la torre y la torre es, inversamente, una analogía de santa Bárbara. Bárbara también es esa niña que conduce al Minotauro de Picasso en Minotauro ciego conducido por una niña, I (aguafuerte de la Suite Vollard del 22 de septiembre de 1934); la arquitectura también es el Minotauro de Picasso que acaricia a la mujer dormida en Minotauro acariciando a una mujer dormida (aguafuerte de la Suite Vollard del 18 de junio de 1934).

37 RAZÓN QUIRÚRGICA: INSATISFACCIÓN DE BARTLEBY

La cuarta vindicación entre la arquitectura y el mito parte de la voluntad de cambiar la forma actual, del inconformismo y del deseo de reforma. Bárbara, insatisfecha con la arquitectura que la acogía, decidió someterla a obras de trasformación que la adecuaran y la mejoraran. Tras el análisis del estado de la torre diagnosticó que era necesario abrirle una nueva ventana, y que con esa sencilla obra de trepanación sería suficiente para sanarla. No se cuenta en su historia cuál era la necesidad arquitectónica que Bárbara pretendía satisfacer horadando su torre con una tercera ventana, si era para iluminar una habitación demasiado obscura, para ventilar un recinto asfixiante, para poder asomarse por otro costado, para dejarse ver desde fuera, para colocar una escalera exterior o, simplemente, para mejorar la composición de la fachada. Nunca sabremos si atendió a argumentos funcionales, espaciales, tecnológicos, estéticos o urbanos la promoción en su domicilio provisional de esas obras de reforma menor. Una de las versiones en las que aún hay albañiles en el relato defiende que ella, que era muy elocuente, convenció a los obreros que trabajaban afuera para que, con cinceles y martillos, excavaran en la pared, desde el exterior, sujetos a escaleras o subidos en andamios, un orificio con forma y función de ventana; que los convenció de que rompieran con picos el límite en el que estaba encerrada evitando que su padre tiránico los viera. Una de las versiones sin albañiles que no se conforma con la intervención de la santa como promotora de la obras afirma que fue ella misma quien con sus manos, desde dentro, perforó el cerramiento de su habitación. Que fue ella misma y sin ayuda, tal vez con sus manos párvulas y transparentes usadas como herramientas, o con el utillaje de su costurero, tal vez sin haber redactado primero un proyecto, sin haber trazado siquiera un dibujo de montea en el suelo del cuarto, quien desgarró el himen de su territorio cilíndrico abriendo esa tercera ventana traumática. No parece que el motivo de la apertura responda a la necesidad o a la conveniencia: ni al de perforar una puerta aérea por la que evadirse de su presidio, ni al deseo de ensanchar el horizonte de su celda incorporando al interior el paisaje. En caso de que no fuera el aburrimiento o el cansancio de ver a todas horas lo mismo, tal vez el motivo no fue otro que la insatisfacción: 91


Hernando de Esturmio santa Bárbara, detalle de Santa Catalina y santa Bárbara h.1553-55 banco del Retablo de los Evangelistas Catedral de Sevilla Sevilla

la perenne insatisfacción del artista, siempre considerando que su obra está inacabada, que es aún imperfecta, que le vendría bien una pequeña modificación, que aún soportaría una nueva abertura. O la perpetua insatisfacción del habitante, siempre acometiendo cambios en su residencia, añadiéndole muebles o alterando su posición, tapando agujeros al tiempo que dilata orificios, modificando el color, variando la temperatura, atentando contra la lección magistral de Herman Melville en Bartleby, el escribiente.

38 RAZÓN HISTÉRICA: DENSIDAD, HABITACIÓN Y LIMBO

La quinta alusión surge de la duda: es una sospecha. Si Bárbara estaba dentro de la torre cuando se realizaron las obras, cuando se traspasó la frontera, no se explica la razón por la que los pintores nunca nos la mostraran en el interior. Es lícita, en consecuencia, la sospecha de que la torre siempre estuvo vacía, de que nunca fue ocupada, de que Bárbara nunca estuvo encerrada dentro de ella porque la torre era sólo una amenaza, una advertencia, una señal admonitoria. Si Bárbara nunca entró en la torre, si nunca tomó posesión de ella, es razonable la hipótesis de que la torre era maciza, densa, sin oquedades, sin habitaciones, inhabitable. O la posibilidad 92


de que fuera una esponja: que sus orificios estuvieran rellenos de estopa, de serrín, de paja, de sangre como las venas o de palomas como los palomares. O, en caso contrario, habría que admitir la tesis de que era una torre huera, que estaba completamente hueca, que era una cámara inhóspita, una tubería, una lanzadera, la caña de una escopeta sin munición en la recámara. O que era una cripta a la espera de su cadáver. Además hay, al menos, una quinta posibilidad: que lo que allí dentro sucedió fuera inconfesable, inenarrable, misterioso, sagrado, y nadie se atreviera a profanar el secreto. Y una sexta hija de ésta, no del todo inverosímil: que en el interior de la torre estaba el limbo, ese lugar que tuvieron que inventarse los teólogos medievales para albergar a los justos que no habían conocido a Dios por haber resido en la tierra antes de la venida de Jesucristo, a los hombres buenos que no habían sido bautizados porque en su tiempo no se había instituido aún el bautismo o porque, como los recién nacidos, habían muerto sin que les diera tiempo a recibirlo. De hecho Bárbara, hasta que no fue bautizada, hasta que no descubrió a la divinidad trinitaria, según la fábula residió, feliz y sin tormento, en el plácido interior de su torre, en el seno de la placenta, en ese limbo terrestre y doméstico tan próximo al cielo. La torre es una representante de ese lugar etéreo llamado limbo: no es, como a veces se nos ha hecho creer, un trozo del purgatorio y, mucho menos, una sala del infierno.

39 RAZÓN LINGÜÍSTICA: EL PARÁCLITO Y EL PAVO REAL

La sexta imprecación es consecuencia de la necesidad de hablar en voz alta. Bárbara, al abrir una ventana en la fachada está escribiéndole una palabra nueva, añadiéndole un adjetivo a la arquitectura: haciéndola cristiana. No era la necesidad de iluminar o de ventilar un recinto, de asomarse desde él o de exponerlo a la mirada exterior, sino la voluntad de escribir un mensaje público lo que llevó a Bárbara a acometer esas traumáticas aunque menudas obras de reforma. La ventana es aquí una boca que grita, una palabra pronunciada al viento. La justificación dogmática y apostólica es simple: cuando era pagana y politeísta Bárbara se conformaba con dos ventanas. Cuando conoció el misterio de la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un único Dios monoteísta y verdadero) tuvo que anunciárselo a la humanidad proclamando al mismo tiempo su conversión. El mejor modo que se le ocurrió fue el numérico: sumándole un uno al dos, trasformando un dos en un tres, empujando lo dual a la trinidad, dándole a lo binario aspecto de triángulo equilátero. Tal vez el dogma cristiano de la Trinidad fue una concesión al politeísmo: tres hipóstasis divinas compatibles con un único dios hegemónico. Tal vez la torre de Bárbara no fuera más que una de las representaciones de este problema sin solución: una única torre divina soportando tres ventanas autónomas y personales (que pone en evidencia la dificultad de que Dios sea al mismo tiempo torre y ventana, ya que son realidades distintas), o bien una torre conteniendo

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Sebastião Salgado Comercio de las cosas de la muerte y de las cosas de la vida Piauí, 1983

una trífora: como en la iglesia oscense de San Pedro de Lárrede, una ventana única partida en tres trozos, en tres lóbulos, en tres ojivas, de modo que la triplicidad de la unidad no quede iconográficamente en entredicho. Ni el triángulo ni la triple circunferencia concéntrica contentaron a los iconógrafos de la Trinidad. Probaron tantas imaginativas variantes, se atrevieron con tantos desvaríos en la representación de la Trinidad celestial (las figuras trimorfas, las monstruosas tricefalias, las aberrantes cabezas de tres rostros, los cuerpos de tres piernas, los trípodes sagrados o los candelabros de tres brazos) que la Contrarreforma las prohibió y se ocupó de la destrucción de la mayoría de las preexistentes. Tal vez la jerarquía romana tuvo miedo de que el vulgo confundiera las nuevas formas triangulares con ese viejo símbolo femenino que era la figura del triángulo tal y como fue descrita y analizada por Mircea Eliade en Herreros y alquimistas. La tercera ventana de la torre de Bárbara, que no siempre está en primer plano, es la representación arquitectónica de esa Tercera Persona denominada Paracleto, de ese espíritu intercesor en el que no se detiene demasiado la Biblia. Aunque el dogma de la Trinidad es del siglo IV, el culto independiente al Espíritu Santo es de origen medieval. El paráclito no intervino directamente en la biografía de Bárbara; tampoco interfirió en su iconografía salvo si se interpreta que a éste, como inspirador de las siete artes liberales, se debe la relación de la santa con la arquitectura y que, en cuanto a procedencia y dador de toda sabiduría, a él se vincula la presencia del libro que tiene Bárbara entre las manos. No hay palomas en los cuadros de santa Bárbara: ni Anunciaciones ni Pentecostés; la ventana no era el nicho de un palomar. Su ventana no cumplía una función estrictamente arquitectónica: tenía un cometido lingüístico. En la fachada, mediante este simple y significativo acto de 94


rasgar un cerramiento con una brecha, de romper un muro agujereándolo, Bárbara escribió que se había cambiado de religión de modo que este mensaje telegráfico pudiera ser leído desde fuera y desde lejos. El estigma de la trinidad quedó impreso en la piel como un tatuaje visible y publicitario. Santa Bárbara descubrió para el mundo las posibilidades de la cara exterior de un edificio como soporte de texto, como contenedor de un mensaje caligrafiado y cifrado. Ella inauguró la primera fachada como soporte evangélico y como altavoz propagandístico. Antes se habían grabado nombres y fechas, frases siempre lapidarias, decretos y exaltaciones. Nunca la proclama individual de una creencia. La ventana de Bárbara no es un pez dibujado en la puerta ni una cruz coronando el edificio. Es la demostración de que un elemento arquitectónico, bien empleado, es la pronunciación de una palabra rotunda o de una frase completa. La literatura se adueñó de la fachada antes de que Herzog y de Meuron, entre muchos, estamparan los vidrios de sus falsos muros cortina, o de que tantos otros antes y después, al tanto de los procedimientos tipográficos de los musulmanes, esgrafiaran palabras en hormigones, en metales o en plásticos de todas las clases. Las manos quirúrgicas de Bárbara cambiaron la herida por la caligrafía; sustituyeron el cincel por la pluma: quizá esa pluma de pavo real que a veces sujeta informando al espectador sobre la inmortalidad. Quizá esa pluma de pavo real, o pavón, que lleva en la mano, o en la diadema, se debe a la tradición que defiende que cuando la estaban azotando para que apostatara, las varas que empleaba el verdugo como instrumento de su suplicio se convirtieron milagrosamente en plumas de pavo real: que el látigo se transformó en plumero, los azotes en caricias.

40 RAZÓN DINÁMICA Y MISERICORDIOSA

El séptimo puente es móvil, casi mecánico. Bárbara no reside en la torre: es el vehículo de la torre. Es, siempre que puede su portadora y su transportista; y si por cuestiones de tamaño o de escala no puede con ella, es su acompañante silente: se inmoviliza a su lado. Bárbara, como si fuera una donante, es quien la ofrece, quien la brinda, quien la suministra a la humanidad, a cuya imitación Philip Johnson le cedió a la historia de la arquitectura un hito de la postmodernidad. Bárbara es quien derrocha la arquitectura, quien usa la torre como complemento. La usa unas veces como símbolo y otras como documento de identificación; unas veces como depósito y otras como ánfora; como relicario y como custodia, como filacteria y como amuleto. A veces la torre se antoja un féretro: un objeto para transportar a otro, quizá un recipiente para trasladar un cadáver. La torre, algunas torres, tienen algo de ataúd: son funerarias. Más depósitos portátiles, urnas contemporáneas de cenizas, que sepulcros fijos en la tierra. “Con el tiempo me he extraviado por completo en esta cripta que es mi casa” dice Rudolf con palabras de Thomas Bernhard en Hormigón; “me levanto de madrugada en la cripta y ando todo el día de un 95


Mies van der Rohe en 1956 en el interior del IIT Architecture and Institute of Desing Building

Leni Riefenstahl, Olimpia

lado a otro por la cripta y me acuesto tarde en la noche para dormir en esta cripta” añade el escritor que lleva ya diez años esperando exhibir la primera frase de su ensayo sobre Mendelssohn Bartholdy encerrado en esa casa que le impide completamente, según él, escribir. No es la arquitectura quien cobija a la santa, sino la santa quien, como muchas vírgenes de la misericordia, con sus grandes mantos, la ampara. Si bajo la capa de la virgen que pintó Piero della Francesca en la tabla central de Políptico de la Misericordia (h.1445-62, Museo Cívico, Borgo de San Sepulcro), caben cómodamente ocho personas, cuatro a cada lado, una de ellas misteriosamente encapuchada, bajo la capa universal de santa Bárbara caben todas las torres que ha soñado la humanidad. El manto de santa Bárbara también es de estrellas, aunque éstas no puedan verse porque están bordadas por la cara de fuera.

41 RAZÓN AFECTIVA: LA CARICIA Y LA FOTOGRAFÍA

La octava reclamación considera la postura y la posición de los cuerpos en el espacio. Bárbara no está dentro de la torre, como a menudo están el cáliz o la hostia, sino que está fuera de ella, como si fuera la torre la que pudiera estar en su seno. Ésta es la dirección del vínculo que se establece, y no, como pudiera parecer al principio, la inversa. Ésta es también la jerarquía. No es Bárbara quien sale del vientre de la arquitectura sino que es la arquitectura quien, sin ayuda obstetricia, ha sido dolorosamente parida por Bárbara. 96


Así se demuestra que la arquitectura es una creación, una criatura gestada y alumbrada por una mujer; es ella la que la conforma y la ordena, la que le da sentido y la justifica, la que la protege y la resguarda, la que la contiene y la abastece. Que se sepa, no hay torres antropomórficas acompañando a Bárbara, aunque en alguna de ellas, si el analista se fija y entorna los ojos, sea posible reconocer algún rasgo humano, parte de un rostro, el giro de una cadera. Continuando con los paralelismos de la iconografía bárbara con la imagen de María de Nazaret, atendiendo ahora a la actitud derivada de la pose, se observa que la santa mantiene un vínculo con su criatura arquitectónica parecido al que mantienen las marías de la majestad con su hijo Jesús: de proximidad sin emoción. Es una relación, podría decirse, fría, estricta, apática, del tipo de la que se establece en la iconografía de las vírgenes reinantes e hieráticas, soberanas y rígidas, o entre tantos ejemplos posibles distintos al tipo «Virgen de Majestad», en la Virgen de Senigallia de Piero della Francesca (h.1470, Galería Nacional, Urbino). No es tanto la dificultad del diálogo entre dos personas que no se miran porque miran de frente, o porque no pueden entenderse, como la distancia del ensimismamiento. Entre Bárbara y la torre, como entre la Virgen y el Hijo de Dios, no suele haber comunión umbilical: hay yuxtaposición, contacto superficial. Más que haber sido sorprendidos en la rutina de una madre abrazando a su hijo pequeño parece que en todo momento estuvieran posando para el retratista. Sus posturas favorecen esta carencia de afectividad. Entre Bárbara y la torre (la acune o la meza, la soporte o la abrace), dicho sea humanamente en su contra, nunca hay una relación afectiva que pueda decirse que es intensa. Hay una ausencia casi absoluta de caricia, de ternura, de gracia. Ni un gesto que permita descubrir los sentimientos de Bárbara hacia esa rígida hija suya, hacia esa estirada criatura casi vermiforme, esbelta como la muchacha; menos muchacha cuanto más nórdica, menos niña cuanto más hierática, más inexpresiva cuanto más ortodoxa e icónica. De algún modo Bárbara predice y se anticipa a esa modalidad de fotografía arquitectónica que pronto triunfará en el mundo de la edición: la del arquitecto ante su obra recién construida, incólume. No la del arquitecto con su modelo ni la del arquitecto en su obra, dentro de ella, sino la del arquitecto delante de su obra, como la del pintor posando delante de su cuadro o la del escultor apoyado en una de sus piezas. Es la foto desde fuera, de Mies van der Rohe delante del edificio: no la imagen de Mies sentado en su sillón Barcelona en el interior del Pabellón Alemán de Barcelona, no tanto para descansar como para demostrar su autoría; no la de Mies fumando en 1956 en el interior del Architecture and Institute of Desing Building, no tanto para viciar el aire impoluto cuanto para contaminar con curvas y volutas la rectitud del plano, el rigor de la línea derecha. El arquitecto aspira un gran puro, cruza los brazos delante del pecho o se mete las manos en los bolsillos buscando recursos. A veces sujeta un lápiz, o finje que dibuja con ese lápiz en el papel o en la pared. Tal vez en alguna mano de entre todas las manos de los escultores que sujetan y enseñan su obra pequeña pueda descubrirse un rastro de ternura, una huella de afectividad en la manera de cogerla. Difícilmente habrá afecto, emoción, sentimiento entre el autor y su criatura si no hay este tipo de contacto carnal, si lo que se ofrece es simple anteposición, anticipación, superposición. 97


Leni Riefenstahl en las montañas

42 RAZÓN SIMBÓLICA: TRASCENDENCIA Y ÓPTICA

El motivo noveno se funda en el número uno. La torre es lo uno: representa la unicidad de la arquitectura. Sólo por poseer esta capacidad pudo asumir, contener y expresar la trinidad. La torre es la arquitectura individual: atómica, esencial. Es una arquitectura lineal, como las tapias y los túneles: aquí la línea es vertical, ascendente. Es el adverso del pozo: una oquedad en el aire. La torre, como Bárbara, es una arquitectura positiva: construida por acumulación de materiales, por superposición. Es, de todas las arquitecturas, de todas sus formas, probablemente la más simbólica. En esa construcción hacia lo alto se congregan no pocas ambiciones de la arquitectura de todos los tiempos. Tal vez el deseo de la torre fue contemporáneo a la erección del hombre: al abandono de su condición de animal cuadrúpedo y a su conversión en bípedo. Tal vez el sueño de la torre empezó cuando, ya erecto, pudo mirar de frente y a lo lejos, y quiso mirar más allá del horizonte, levantarse un poco más para ver lo que había un poco más allá. Cuando quiso sustituir las copas de los árboles y las cimas naturales de los oteros por sus propias construcciones, cuando supo fabricar una pértiga estable. La torre, el pedestal en el que subirse para otear, la piedra en la que empinarse para columbrar, el podio desde el que divisar lo que hay o lo que sucede detrás o después, el zanco que hay que calzarse para escudriñar, y tantos otros objetos útiles para izar la mirada sobre la superficie de la tierra, aluden de un modo u otro a esa torre primera que sirvió de observatorio del mundo. 98


También aquellos que sirven para acercar los ojos no a lo que está más distante en el plano sino a lo que está por encima del plano. La torre se inmiscuye en los dominios de los dioses celestes para espiarlos, para observar mejor el panteón del Olimpo, para robarles el fuego. Hay quien defiende que la torre es un burdo catalejo sin cristales de aumento. También hay quien dice que la torre es del todo ajena a las preocupaciones de la óptica porque esa torre primigenia no es más que un mueble para acercarles a esos dioses invisibles la carne del sacrificio: que la torre es un ara, la mesa más alta posible. La torre es el montículo de la llanura, el edificio que la combate. Sirve como puesto de vigilancia y como punto de referencia: tanto para ver desde ella como para ser ella vista en la distancia. La torre nunca se esconde: es la arquitectura valiente, enemiga del disimulo. Es la arquitectura orgullosa, petulante, enérgica. La torre contiene algo del deseo mundano de trascendencia: es un artificio para alejarse del suelo; para elevarse; para combatir, siquiera ilusoriamente, la gravedad. Un receptáculo para estar allá arriba, un nido aéreo, una forma premonitoria e inmóvil de la aviación. La torre, el concepto de torre y su forma convencional no están presentes en todas las culturas ni desde siempre. Hay unas culturas que se desarrollan sólo o preferentemente en horizontal; unas que han soñado con la torre, y la han descrito y la han dibujado y, si han tenido los medios para ello, la han construido, y otras culturas que han prescindido de ella. Hay unas que le han puesto nombre propio y la han levantado como un menhir en la tierra y otras que se han dedicado al laberinto. La torre justifica la necesidad de las escaleras, de la sucesión infinita de los peldaños. Tal vez la primera escalera se construyó para bajar al interior de la cueva en vez de para subir la ladera de la montaña en la que se abría la caverna: para descender al infierno en vez de para ascender al cielo. En cualquier caso, las escaleras subterráneas siempre han sido más breves que las aéreas: el Hades, el Averno siempre estuvo más cerca que el Olimpo; más próximo el centro o el eje de rotación que el de traslación. La torre de Bárbara si, como ya se ha especulado, no era maciza, tal vez tenía escaleras: quizá, como algunos faros marítimos, como las almenaras, esa torre fue sólo la envoltura de una escalera helicoidal conducente a la luz. En tal caso, quizá la escalera tenía un ojo en el eje.

43 RAZÓN REDENTORA: BABEL GENÉTICA La décima y undécima razón buscan en los catecismos de la leyenda los argumentos arquitectónicos de la torre de Bárbara y proponen que, del mismo modo que María de Nazaret remite a Eva, la torre bárbara remite a la torre de Babel. Tal vez Bárbara sea una alegoría de la arquitectura y, en ese caso, la torre podría ser la 99


Anónimo La torre de Babel, finales XV Miniatura del Breviario Gremiani Biblioteca Marcia Venecia

alegoría de una divinidad trinitaria y única. Pero si la torre de Bárbara no es alegórica (por alguna razón distinta a no ser una figura de persona o animal, como exige la alegoría estricta), es decir, si no es una ficción que representa una cosa diferente y, por tanto, algo ajeno y distinto de sí mismo, o, dicho de otro modo, si no es la representación abstracta de una idea, es porque no es más que arquitectura: porque no se presenta más que así misma, porque no es representación de nadie. La alegoría es lo (perceptible) que al mostrarse (es una imagen) remite (intelectualmente) a lo otro (ausente), que habla de lo que no está. Si no hay remisión consciente desde la forma mostrada a la forma velada, no hay alegoría: si la torre de Bárbara se remite a sí misma, si obliga a lector a atenderla sin interferencias, desvíos, digresiones ni distracciones, puede analizarse arquitectónicamente aparcando la alegoría, prescindiendo del mensaje. Tal vez la torre de Bárbara sea una conmemoración, un recordatorio, una alusión o un intento de redención de aquella torre genética que se levantó en la llanura de Senaar (entre el Tigres y el Éufrates) y que, en memoria de Babilonia (pues tal vez no era más que uno de sus zigurat), luego se llamó Torre de Babel (Torre de Babilonia la denomina Diego de Guadix en su Recopilación de algunos nombres arábigos, de finales del XVI, en la definición de la palabra «algarabía»). Fue san Jerónimo quien erróneamente identificó en la Vulgata la torre de Babel con la ciudad de Babilonia descrita por Heródoto en su Historia, cuya destrucción ya ha habían profetizado Isaías y Jeremías en el Antiguo Testamento. Babilonia (“la gran prostituta” la llama el Apocalipsis) es la ciudad real y mitificada más odiosa para los viejos israelitas: no en vano en ella padecieron destierro y cautiverio, y allí, junto a los esclavos de muchos otros pueblos sometidos fueron obligados a trabajar en la construcción. Darío (-522,-485), tal vez usado como martillo o como piqueta de algún dios, fue quien comenzó la destrucción de Babilonia después 100


de que se rebelara contra los persas en el año -547, tras casi dos años de asedio. Darío “mandó demoler sus muros y arrancar las puertas de la ciudad” dice Heródoto: unos muros imponentes de adobe sobre los que podía avanzar un carro tirado por cuatro caballos en línea, unas murallas altísimas e inexpugnables, protegidas por un foso, en las que se abrían las ocho puertas magníficas que poseía esta ciudad cuadrada y atravesada de parte a parte por el río Éufrates. La torre esquemática, el cubo periférico de santa Bárbara remite no a la ciudad babilónica sino a aquella vieja torre acusada sin motivo de soberbia que fue la de Babel, esa que, dice la Biblia en su inicio, levantaron los hombres para establecerse tras el diluvio con el único fin de preservarse de las inundaciones. Los herederos de los que sobrevivieron a la catástrofe “en su marcha desde Oriente hallaron una llanura en las tierras de Senaar, y se establecieron allí” dice el segundo versículo del capítulo once del Génesis. En su trashumancia, cuando encontraron un lugar en el que demorarse, apto para construir un edificio o una ciudad, recurrieron a la arquitectura como el mejor sistema de resistencia frente a la hostilidad de la naturaleza y ante la capacidad de aniquilarlos que acababa de demostrar. Imaginaron que si levantaban hacia lo alto un edificio tal vez pudieran refugiarse en dependencias más altas cuando el agua inclemente volviera a crecer para ahogarlos. Imaginaron que una ciudad emergente y estilizada los salvaría si los ríos, incitados por algún dios o por su propia y natural iniciativa, se desbordaran de nuevo. Ninguno de los promotores o de los constructores de Babel, ni el legendario y gigantesco Nemrod, que vestía el vestido de pieles de animales que Yahvé le cosió a Adán fuera del paraíso, ni la mano de obra que después, si hubiera llegado a buen fin, debería de haber habitado la torre, tuvo la intención de edificar una espiral soberbia con la que alcanzar los cielos para derrocar a Yahvé. Nada de ésto dice el Génesis ni, explícitamente, ninguna traducción que no tergiverse el original, aún no hallado al completo. Lo de la arquitectura perversa y demoníaca que simboliza Babel lo inventaron después la fantasía y la teología para adoctrinar y atemorizar a sus adeptos: Isidoro de Sevilla la llama “la torre de la impiedad” (Etimologías, VII-6-22), porque cree que fue levantada contra Dios por el gigante Nembroth, o Nebroth, o Nimrod, que son los nombres que utiliza el etimólogo como sinónimo de la palabra tirano, a quien también atribuye la fundación de Babilonia. Parece, sin embargo, que el mito de la torre que se adentra en los cielos -un mito de origen caldeo, mesopotámico-, responde a lo contrario de lo que propone el tópico. La construcción de esa escala no es un intento de abordaje del recinto celeste para derrocar o destituir a sus ocupantes sino el ofrecimiento de los hombres a los dioses de una vía de acceso directa desde su morada hasta la tierra. Babel significaba en hebreo “puerta de Dios”: no puerta hacia Dios, ni en Dios. En acadio, babel se decía «bab-illi», y significaba, parecido pero diferente al hebreo, “puerta del cielo”, que es la acepción que prefiere la Biblia de Jerusalén: es decir, que Babel era la discontinuidad de un recinto donde la carpintería abría hacia fuera: no era una entrada sino una salida. Los hombres les facilitaron a los dioses el camino para que accedieran a ellos, le construyeron a su puerta celestial un magnífico puente, un apeadero adecuado a su posición y a su tamaño. Si la torre de Babel es la puerta que hay en el cielo, la torre de Bárbara podría ser la puerta que habría en la tierra, el extremo terrenal de ese puente umbilical, el bastión del otro lado: la 101


Pintor flamenco La torre de Babel, 1587 Kurpfälzisches Museum Heildeberg

puerta del desembarco. Que se sepa, ningún dios pacífico salió nunca por ella: despreciaron la puerta que daba a la calle; prefirieron cada uno una ventana por la asomarse impunemente. En la Babel que comunica el cielo y la tierra, la materia con el espíritu, podía residir un pueblo, una tribu completa. En la memoria ágrafa de la especie Babel era más una ciudad que un edificio, una arquitectura pública y comunal antes que una arquitectura privada. En la torre de Bárbara sólo puede, si acaso, residir una mujer: es una matriz clara. Hasta ella, porque estaba sola y desarmada, descendieron los dioses para poseerla y fecundarla. La torre de Bárbara quizá fue aceptada por los exegetas porque apaciguaba los excesos de la de Babel, mitigaba sus efectos morales, equilibraba su densidad iconográfica, estilizaba su pesada figura, la levantaba del suelo y le cambia, aunque este tal vez fuera un inconveniente, el género.

44 RAZÓN GRÁFICA: EL TIEMPO DE LA CONSTRUCCIÓN

El undécimo requerimiento que le plantea Bárbara a la arquitectura atiende a la preferencia de los narradores por contar el proceso de construcción de la torre antes que su estado final. Éste, la oportunidad que ofrecen para reflexionar sobre el sometimiento de la arquitectura al tiempo, es otra de las ataduras entre la torre babélica y la torre bárbara. Isidoro de Sevilla dice que la torre de Babel se construyó pasados 2.643 años desde el día de la creación (Etimologías, V-39,6). El Génesis sugiere vagamente que la torre nunca se concluyó. 102


Esta indefinición debida a la ausencia de datos motivó que en la gran mayoría de las representaciones de la torre, medievales o renacentistas, francesas o alemanas, las obras estuvieran inconclusas: que lo que se enseñara fuera un momento, siempre avanzado, del proceso multitudinario de su construcción. Así, la construcción de la torre es un motivo para documentar el trabajo de los obreros y sus herramientas; para detallar la polea y el andamio, el horno y el martillo, la cocción del ladrillo y la talla del sillar, el embarcadero y la nave o el carro que transporta los materiales. También la construcción de la torre de Bárbara sirvió para registrar los aparejos y los palustres, para enseñar cómo se ensamblaban las armaduras o se trababan los muros, cómo se arriostraban los encofrados o se disponían las garruchas en las vigas. Lo importante de Babel no es tanto concluir esa construcción ambiciosa, técnicamente osada, originalísima y colosal, sino mostrar el proceso de ejecución en cuanto a propósito y causa colectiva, documentar la posibilidad de una colaboración de los hombres en una empresa común, del mismo modo que sucedía en una catedral gótica. Porque es precisamente la catedral gótica la arquitectura que dirige su mirada hacia el mito de Babel y lo reivindica y lo elige como precedente. Sólo a esta torre (¿acaso maldita, blasfema, pecaminosa, tentadora?) puede asemejarse la obra eterna y desmedida, gremial y arriesgadísima, novedosa y altiva, interminable y plutónica que es cualquiera de las grandes catedrales ojivales que se estaban cultivando por Europa. No obstante, tanto Babel como santa Bárbara no debieran leerse aquí como un testamento de la arquitectura medieval sino como un posible manifiesto de la arquitectura contemporánea: de la arquitectura consecuente con el tiempo que le ha sido concedido, en el que ha sido concebida. Según Derrida (Des tours de Babel, 1980) la Torre de Babel “es una exhibición de lo inacabado, de la imposibilidad de completar, de totalizar, de saturar, de concluir algo que sea del orden de la edificación, de la construcción arquitectónica”. Babel, como bien sabía el ingeniero Juan Benet que analizó La gran torre de Pieter Brueghel, es La construcción de la torre: la torre en construcción. Si para el filósofo Babel es un caso de aborto, para el escritor es un caso de autopsia forense; si para uno describe la imposibilidad de concluir en ningún caso el proceso arquitectónico, siempre abierto, para otro narra, demuestra la posibilidad de iniciar el proceso, de materializar la utopía. Los motivos técnicos que podemos imaginar que argumentaron los pintores y los teólogos (los argumentos morales fueron puestos por escrito), las razones arquitectónicas por las que la construcción no llegó a término pueden ser múltiples y variopintas, desde el agotamiento de los recursos o los materiales hasta el fallo de la cimentación, pasando por la improbable huelga de la mano de obra o la disentería provocada por la ingestión de las aguas purulentas e insalubres del diluvio reciente. Los motivos divinos que impidieron que se inaugurara los suministran los textos apócrifos y la leyenda del siglo XIV Speculum Humanae Salvationis, atribuida a Vicente de Beauvais. En estos lugares se cuenta la cólera de Yahvé: que Dios irritado, inconclusa o no, arrojó sobre esa torre maldita sus rayos de fuego, y que, inclementes, la destruyeron auxiliados por los huracanes: que fueron el rayo y el viento divino quienes asolaron y disgregaron en las arenas del desierto la torre reducida a polvo. 103


Pintor flamenco detalle de La torre de Babel, finales del XVI Museo Nacional del Prado Madrid

En el mito de santa Bárbara no es la torre la que recibe el rayo mortal sino que es su padre el receptor de ese disparo que lo hará desaparecer de la realidad. El rayo que fulmina Babel es, en cualquier caso, el mismo rayo que fulmina a Dióscuro: procede de la misma mano irritada y certera. El incendio que a veces consume a Babel también es el incendio que arrasa la torre de Bárbara: el mismo en el que entre ambas consumaciones de la venganza se consumió Sodoma. Siempre es el mismo el fuego de la purificación con el que los dioses destruyen las arquitecturas que cobijan a los pecadores (a los soberbios babilonios, al bárbaro parricida o a los sodomitas) del mismo modo que siempre es mismo el fuego benéfico, donado por ellos, que arde en el templo (el fuego sagrado), en el hogar de la casa (el fuego doméstico) y en el horno y la fragua (el fuego industrial). Hay en el catálogo del arte algunas torres conclusas o casi terminadas: son excepciones, como alguna de las torres dibujadas en Turris Babel (1679) por Athanasius Kircher. Una de las inconclusas por poco es la que aparece en el frontispicio del libro, con Nemrod comparando el plano desplegado con el edificio levantado al fondo; otra es la gigantesca de rampas cruzadas (similar a la que luego dibuja en su versión de Babilonia, aunque la torre aquí la denomina Ziggurat) que el rey inspecciona acompañado de su séquito como si fuera a inaugurarla, aunque aún le falten algunos detalles en la coronación. Donde sí están rematadas es en las versiones que dibuja para demostrar Porqué la torre no podía llegar al cielo: una demostración gráfica de que la torre no podía alcanzar la luna (debería superar las 178.682 millas de altura), ya que, aunque hubiera habido materiales suficientes para hacerla tan alta, su peso (estimado en más de tres millones de toneladas) sería mayor que el de la propia Tierra y desplazaría su centro de gravitación causando un 104


cataclismo cósmico. Todos los ejemplos ilustres de la torre de Babel, desde las primeras torres miniadas en los manuscritos a las torres flamencas que fijaron el canon a mediados del XVI, están en obras, incompletas, preñadas de albañiles como un hormiguero. Tanto la gran torre urbana y al borde del agua que pintó Peter Brueghel «El viejo» (Kunsthistorisches Museum) descomponiéndose al tiempo que se levanta en presencia del gobernante y del arquitecto como su torre pequeña (Museum Boijmans Van Beuningen), helicoidal y marítima, cónica y horadada, taladrando las nubes como un sacacorchos, están por inaugurar. Tanto las torres atribuidas a Lucas van Val(c)kenborch (h.1530-1597) como las atribuidas a Marten van Valkenborch (1534-1612) o a Hedrick van Cleve (1525-1589), cuadradas o redondas, próximas a un río o al borde del mar, están en obras. Muestran la osamenta y enseñan, en primer plano, la actividad frenética de los constructores. También la torre gótica que Jan van Eyck proyectó para su versión de Santa Bárbara en el Koninklijk Museum voor Schone Kunsten de Amberes se pinta en construcción: el edificio en obras que Eyck dibujo tras ella quizá sea, de entre todos los casos, el más próximo a las interpretaciones clásicas de Babel durante su emersión. La torre de santa Bárbara está en obras cuando está apoyada, cimentada en el suelo. Si la torre es portátil, si es una maqueta, la torre es siempre una pieza conclusa, completa. Si es una torre representativa no tiene sentido la indeterminación.

45 RAZÓN LITERARIA: DE LA CONFUSIÓN AL LIBRO DE LA SABIDURÍA

La duodécima súplica emana, también apoyándose en el mito babélico, de los orígenes de la civilización. Si la cueva es la barbarie, la torre es la cultura; si la caverna es la arquitectura anterior al lenguaje, la torre es la arquitectura de la lengua. La torre es un cultivo del suelo: un tipo de espárrago que ya no es silvestre, un producto de la agricultura. Dice Vitruvio en el último de sus libros que el habla y la arquitectura nacieron seguidas, una detrás de otra, hermanas alrededor de un mismo fuego. Propone el Génesis que la necesidad de hablar y la de edificar surgieron al mismo tiempo, nada más atravesar la puerta de salida del paraíso. Babel es otro escenario en el que la arquitectura y el lenguaje van de la mano. La torre de Babel es la explicación bíblica a la diversidad de lenguas que sorprendió a los israelitas durante su cautiverio en Babilonia, en la ciudad cosmopolita y políglota. Es la explicación pueril y parabólica de la diversidad léxica de las razas. Las relaciones de Babel con la historia del lenguaje son múltiples y complejas: en ningún caso, ni la torre ni la ciudad en los arcanos del mito, fueron declaradas culpables de la multiplicación: ellas fueron la sede de la diversidad, y esta diversidad no era entendida como un castigo sino como un privilegio. Babel fue el lugar elegido por la imaginación de algunos hombres (caldeos, sumerios, babilonios, acadios) para que surgiera la enriquecedora multiplicidad de las 105


Pintor flamenco La torre de Babel, finales del XVI Pinacoteca Nacionale Siena

lenguas, la cuna o el árbol original del que brotaron, como ramas, los diversos idiomas (setenta dialectos según la tradición, correspondientes cada uno de ellos a una nueva tribu) que aunque dificultaron el entendimiento entre los hombres para llevar a cabo una obra común posibilitaron la habitación de la tierra. Babel, antes de ser malinterpretada por los exégetas, no es el lugar del error y la confusión por su fracaso en el inverosímil intento de conquista del cielo sino la casa de la palabra denominadora de la realidad, constructora e inventora de la realidad. La torre es una arquitectura inocente, aunque en ella secuestraran a Bárbara o a ella sometieran a los obreros que, procedentes de tan dispares naciones, no siempre entendieron las órdenes de los capataces o de los arquitectos. En Babel, en la ciudad meda de Babilonia anterior al siglo –VI a la que alude, no se produjo la multiplicación de las lenguas sino que se promovió una gran concentración de hombres, de prisioneros de guerra que ya hablaban idiomas disímiles: para edificarla fue necesaria toda la mano de obra del mundo. Babilonia, Babel era un punto de confluencia, no de dispersión. Era un vórtice, una boca hambrienta, una biblioteca gigantesca. Babel, como reconoció Francesco Borromini en la linterna de 1650 de la iglesia de San Ivo alla Sapienza, allá en los intestinos de Roma, es el signo de la cultura, el símbolo de la sabiduría, el emblema del conocimiento. La torre espiral, como propuso Vladimir Tatlin en su Monumento a la III Internacional, es la esencia de la geometría: el interior transparente, la construcción de la utopía. Ella es la ilustración, el faro, la luz de la inteligencia y la razón. Si arde, como arde la torre de Bárbara, no es con el fuego destructor y purificador que propusieron los que la condenaron al infierno, sino con la llama de la iluminación que permite ver en lo oscuro. Borromini, el suicida, puso su Babel helicoidal y encendida, como si fuera un fanal, en lo más alto de la universidad de los papas barrocos. 106


A santa Bárbara no le es en nada ajeno el asunto de la sabiduría, el ansia de conocimiento. Ella está con frecuencia leyendo un libro anacrónico: es una mujer instruida, ilustrada, lectora privilegiada de textos sagrados o de cartas de amor, según las mismas leyes de la iconografía que hicieron a las vírgenes de las anunciaciones esperar al ángel y a la paloma inseminadora leyendo. Porque sabía leer supo de la existencia de los cristianos; porque sabía escribir contactó con Orígenes y se bautizó; porque era elocuente se condenó; porque era culta llamó la atención de sus sucesores. No sería nada extraño encontrar todavía en algún retablo universitario alguna torre helicoidal al lado de santa Bárbara, llevándola en brazos como un icono santo, o sentada sobre ella como si fuera un sitial, de modo similar al que se sentó Jesús de niño cuando adoctrinó a los doctores del templo según la versión de Jacobo Butinone en su Jesús entre los doctores (National Gallery of Scotland, Edimburgo). Bárbara es una nueva depositaria de ese antiguo atributo del saber que es el libro (la capacidad de leer), de esa actitud que le fue negada a las primeras sustitutas cristianas (Santa Sofía, Nuestra Señora de la Sabiduría) de las arcaicas diosas de la sabiduría (Isis, Atenea, Diana) para subordinarlo a los varones. En la Anunciación de Simone Martini (1333, Galleria degli Uffizi, Florencia), en la que la Virgen sujeta un libro cerrado, entreabierto por un dedo aprisionado que indica la página por la iba leyendo, Alberto Manguel, en Una historia de la lectura, identifica el primer esfuerzo por “devolver a la deidad femenina la capacidad intelectual que se le había denegado” desde que san Pablo afirmó en su primera carta a los corintios que sólo Jesucristo es la sabiduría de Dios. Si María en sus anunciaciones es quien reivindica la forma femenina de la sabiduría portando, sujetando, leyendo algún libro sapiencial, algún libro de horas, Bárbara es una de sus mejores colaboradoras en esta tarea subversiva, en esta misión evangélica. Santa Bárbara no tendrá que soportar en sus brazos a un niño destructor que le arranque las páginas de su libro, como María de Nazaret en La virgen y el Niño (h.1440) del Museo Nacional del Prado atribuida a Roger van der Weyden: Bárbara prescindirá del libro cuando tenga que soportar la torre, o dejará a un lado la torre cuando lo que prefiera sea el libro del conocimiento. Pocas veces son compatibles los dos objetos: el libro y el edificio; la arquitectura y la literatura.

46 RAZÓN FISIOLÓGICA: CAMPANAS Y TURÍBULOS

La decimotercera vinculación es sensorial: sonora, acaso olfativa. A veces la torre bárbara es más un campanario que un torreón defensivo o carcelario: más el símbolo o el reclamo del templo que una atalaya sin uso específico; más la voz del centinela que el aullido del contrincante. Santa Bárbara era invocada en las torres almenaras de las que estaba erizada la costa mediterránea, esas que recurrían al fuego cuando avistaban navíos aproximándose a sus dominios: la luz era su aviso. En Blanes, como en muchas otras poblaciones marítimas, hay una Iglesia, quizá una ermita, bajo la advocación de santa Bárbara; desde el que fuera su campanario, quizá sólo 107


Marcellus Coffemans santa Bárbara, detalle del ala derecha del Tríptico de la Virgen con niño, h.1555 Museo de Asturias Oviedo

Roger van der Weyden La virgen y el Niño, h.1440 Museo Nacional del Prado Madrid

una de aquellas torres vigías a cuya forma hoy ha regresado, se espiaba el mar y, tañendo las campanas que hubiera, se alertaba a los vecinos de la aproximación de enemigos en barco. El nombre de santa Bárbara solía estar escrito en las campanas de las iglesias que sonaban frenéticas en las tormentas, que avisaban del peligro de los relámpagos. Contra el trueno anunciador se batían los badajos en los campanarios de la cristiandad. Contra el grito del trueno, el ritmo estridente del tañer y del repicar. La arquitectura acústica apagando el estallido disonante de la naturaleza. El nombre de santa Bárbara pronunciado insistentemente en las alturas, a cada vuelta de la campana, para que el rayo no se origine, para que caiga fuera de la ciudad y mate al ganado antes que a su pastor. El nombre escrito como un talismán, fundido en el bronce al mismo tiempo que la campana, se enfría en su molde secreto de barro tal y como lo contó Andréi Tarkovski en Andréi Rublev. En esta película sobre los tropiezos y la abulia del arte se construye una campana del tamaño del un edificio tal y como se construye una casa. El primer sonido que emite esta campana del siglo quince sirve para que el pintor de iconos Andréi Rublev vuelva a sentir la necesidad de pintar: una vez que la campana ha emergido del hoyo, temblando por si se quiebra, se la tañe como se azota a los neonatos para que empiecen a respirar. Esa campana de la letanía contra la tormenta anunciándose cumple la misma misión maniática de los cilindros que los budistas hacer girar con su mano para que repitan mil veces la misma pequeña oración, que los trapos de colores que, como banderas provisionales, dejan ondear sujetos a cuerdas flácidas para que el aire, cada vez que los agita, les arranque la oración silenciosa de la que son portadores. Santa Bárbara es el soporte de la torre acústica de la arquitectura: un sonajero. La torre es 108


una campana, un minarete, un alminar, un altavoz: Bárbara es entonces un muecín femenino, un almuédano que aún no ha sido cegado. La torre también, de las arquitecturas sagradas y sus enseres litúrgicos, puede recordar al turíbulo humeante, al incensario ambientador y purificador, al brasero metálico que es un edificio en llamas (en Japón se recurre al humo del incienso ardiendo en un cuenco para acallar los truenos: véase Madadayo, de Akira Kurosawa). Es la arquitectura olorosa, oliente, perfumada: el depósito de las ascuas. La torre es el fuego benéfico que anuncian las chimeneas, el hogar del hogar, el horno candeal, la fragua productiva, la candela catártica emergiendo de la arquitectura candente. La torre es la parte visible del horno: del horno transformador de la materia prima en sustancia elaborada; del horno metalúrgico en el que se funden los metales y del horno en el que se cuece la harina o el barro para dar lugar al pan y al ladrillo. Es la chimenea de las estaciones ferroviarias de Giorgio de Chirico. Es la chimenea industrial obsoleta. Es la torre de humo por la que sube a los cielos la grasa del sacrificio, de los mejores corderos y de las tórtolas más blancas.

47 RAZÓN MOBILIARIA: VIÁTICO, CUSTODIA O TÚNICA

La mirada decimocuarta se fija en el vestido y en el mobiliario que humaniza la realidad y la dota de objetividad. En esos objetos transportables, móviles, portátiles, útiles, que, como presentía Luis Cernuda, aspiran a la amistad de los huéspedes. La arquitectura esencial es un tipo de mueble: la arquitectura esencial es dinámica y plegable: cabe en un cofre, si es que acaso no es únicamente un baúl. La torre de santa Bárbara es una maleta, un armario, una vitrina, una custodia. La torre es una modalidad de mueble a la que aún falta por adjudicar un nombre propio. En la torre que pintó el Maestro de Francfort en la puerta derecha del Tríptico de la Virgen del Santuario de santa María la Antigua, a través de la puerta, se vislumbra un cáliz bajo la hostia. En la torre que hay tras santa Bárbara en el Matrimonio Místico de santa Catalina acompañada de santa Dorotea, santa Margarita y santa Bárbara, de Lucas Cranach, el cáliz se asoma por una ventana de arriba. En la Santa Bárbara del germano Hans Burgkmair (1473-1531), quizá con la señora más suntuosa y altiva que como santa Bárbara se ha pintado, la torre se metamorfoseado en el Cáliz que torpemente, mirando hacia atrás, sin temor a tropezar, trasporta la santa. Este cáliz centroeuropeo contenedor del vino hecho sangre, como peana de la torta ácima de trigo hecha misteriosamente carne, simboliza la advocación de Bárbara como asistente en la muerte repentina, como suministradora del último alimento, de la moneda que los griegos tenían que meter en la boca del muerto para que pudiera pagarle el peaje al barquero Caronte y así tener derecho a cruzar el Estigia. Este vaso eucarístico debe ser llamado píxide porque es un cáliz viajero, diseñado con 109


Vittore Carpaccio La Virgen con el Niño, santa Cecilia y santa Bárbara h.1500 colección privada

Alvaro Siza campanario de la Iglesia de Marco de Canavezes 1990-97

tapadera para salir del templo sin riesgo, conteniendo la comunión extrema del moribundo. Si la torre de bárbara contiene el pan, es un sagrario o una custodia: es, Juan de Arfe bien lo supo, un híbrido entre el sagrario y la custodia, entre la patena y la urna: entre la necesidad de proteger frente al profanador y la necesidad de exhibir el cuerpo ante el devoto. Si contiene el pan de la extremaunción, la torre es el “maletín de sacramentos” (así lo llama Bernhard en El aliento), que lleva el capellán del hospital cuando de madrugada y al anochecer recorre las habitaciones de los moribundos; cuando llega apoya su “maletín de sacramentos” en la mesa de la cabecera igual que Bárbara apoya su torre en el suelo, y entonces le aprieta los dos botones que tiene a los lados para que se abra la tapa y emerjan dos candelabros y un crucifijo de plata. Entonces llega la monja de san Vicente de Paul y enciende las velas. La torre es una caja. Es un recipiente, un envase, un depósito: un envoltorio. Como los veintiséis cálices de Coburgo conservados en el Palacio Pitti de Florencia, la torre de Bárbara fue materialmente concebida para contener cosas inmateriales; como los cálices, las copas, los vasos torneados y tallados en marfil que el gran duque Fernando II le envió a su hermano Matías de Médicis en 1632, la torre ebúrnea de Bárbara, de cobijar algo, tendría que dar albergue a algo insustancial: el éter o la idea -que son dos denominaciones civiles del alma-. Bárbara, en tal caso, si en vez de la Hostia transportara, condujera almas (las almas de los muertos), pasaría, junto al arcángel san Miguel y al propio Cristo, a engrosar la plantilla de los psicoforos. 110


Maestro de Francfort santa Bárbara detalle del ala derecha del Tríptico de la Virgen, h.1510-20 Santuario de santa María la Antigua, Orduña, Vizcaya

Hans Burgkmair, Santa Bárbara Bode Museum, Berlín

Entonces la torre podría, aunque en rigor no lo sea, llamarse féretro. Porque el féretro es el artilugio, el medio de transporte, el vehículo en el que se traslada el cadáver hasta la tumba, el cuerpo inanimado y ya desalmado, vaya la carne muerta dentro de un ataúd o simplemente tendida sobre unas parihuelas. Si Bárbara fuera una criatura emanada del gnosticismo la torre sería ese cuerpo material y corruptible del que debe liberarse ese ente espiritual (llamado alma) que está allí, según esta teoría precristiana, esclavizado. Bárbara, al escapar de la torre aludiría al espíritu desprendiéndose de la carga de la materia, de la carne o de la tierra, en su ascesis a la divinidad, en su ascenso hacia la gnosis. La casa de Bárbara es un ropaje. La torre es anatómicamente, morfológicamente y analógicamente un vestido. El atuendo más simple: un tubo talar, como un saco urdido con hilo bramante; un tonel de madera, como el traje cínico de Diógenes; un cilindro, como la tubería cristalina o la probeta de la que emergen algunas criaturas en El jardín de las delicias de El Bosco. La túnica arcaica y la torre bárbara son dos construcciones de la misma forma arquitectónica; tam111


Anónimo Santa Bárbara 1672 Iglesia de Notre-Dame La Guierche

Volumetría de Lara Croft en Tomb Raider

bién con el mismo propósito. Sirven tanto para proteger de las inclemencias medioambientales como para resguardarse de las miradas indeseadas; tanto para taparse como para revestirse. La torre es el uniforme de campaña de Bárbara. Así vestida, armada con su loriga, cambia su actitud y su carácter: incrementa su ferocidad al tiempo que mengua su templanza; trueca su dulzura por la violencia. Así uniformada, se distancia y dificulta el diálogo con los otros. Así, aparejada con sillares o con ladrillos, cual escamas metálicas, Bárbara imposibilita el contacto humano y se vitrifica. Así acorazada, la adolescente pacífica se deshumaniza y se vuelve solitaria. O tal vez santa Bárbara es el uniforme militar de la torre: la túnica con la que se engalana la arquitectura. Tal vez inmediatamente debajo del vestido no hay una muchacha sino una fortaleza, como no había carne humana bajo la clámide de Masistio. Cuenta Heródoto en su Historia que en una escaramuza previa a la definitiva batalla de Platea, en la que los griegos vencerían al ejército persa comandado por Mardonio, un soldado heleno, de un flechazo certero, derribaron de su caballo al general Masistio; cuando, ya herido y en el suelo, fueron a rematarlo, tuvieron que hacerlo metiéndole la punta de la espada por uno de los ojos porque inexplicablemente fracasaban cada vez que intentaban metérsela por otro lado del cuerpo. Los intentos fallidos se debían a que ignoraban que debajo de su túnica grana el persa llevaba puesta una loriga impenetrable construida con escamas de oro. La túnica, el vestido textil de Masistio escondía la coraza metálica que detenía los golpes ciegos y la torpe punta de la espada enemiga. La carne, frágil y mortal, vestida y revestida, dos veces cubierta, doblemente protegida para hacerla algo menos vulnerable. Así el muro guarnecido y enlucido, pintado y tapizado, enfoscado y alicatado, con no menos de dos capas, dos abrigos, dos cortezas, una dermis y una epidermis. Así Bárbara en ocasiones, cual crisálida desnuda encapsulada en una torre que luego se disimulada con un vestido de princesa o de amazona. 112


48 RAZÓN POLIORCÉTICA: LA BALÍSTICA Y LARA CROFT

La decimoquinta y deshonesta proposición de la arquitectura a Bárbara tiene que ver con el ejercicio de la violencia. Con la arquitectura defensiva simbolizada en la torre invulnerable, ilusamente impenetrable. Con santa Bárbara acorazada, empuñando la espada, disimulada con el disfraz de una armadura obsoleta. Con santa Bárbara bélica, la que levanta su propia espada y va vestida con ese sarcasmo de la torre que es el arnés de guerra. Con santa Bárbara Minerva, con santa Bárbara Palas Atenea, con santa Bárbara Diana, guerrera, cazadora. Santa Bárbara es patrona de los fuertes: de las fortificaciones y de las ciudades fortificadas, de la arquitectura que aparente ser inexpugnable. Santa Bárbara es patrona de la poliorcética, gobernadora de las plazas fuertes. La poliorcética es la ciencia, la industria o el arte, que se ocupa de los sistemas, de las estrategias y de los medios de defensa y de ataque de la ciudad. A ella le incumbe el deseo y la privación de la ciudad. A ella le compete la ideación, la construcción y la destrucción tanto de los medios pasivos, como las murallas y los fosos, las barbacanas y los baluartes, como la planificación integral de los mismos para que resistan mejor los asedios. Ella, desde el Renacimiento, es la responsable del dibujo de las urbes en estrella y de la disposición de la artillería en los frentes, de dimensionar el ancho de las calles y las bocas de las troneras y de la ordenación y el tamaño de las plazas públicas. Ella se ocupa también de la docencia de los atacantes, de suministrarles los arietes y las catapultas más eficaces; de informarles sobre los emplazamientos mejores para los cañones y de calcular la trayectoria parabólica de los proyectiles. No le es ajena la balística ni la resistencia de materiales, ni la geometría ni la disciplina, ni la ingeniería ni la arquitectura, ni la sangre ni la cirugía. La poliorcética demuestra en cualquiera de sus acepciones y sus momentos históricos que construcción y destrucción son sus sustantivos siameses. Santa Bárbara estudió poliorcética: hay quien afirma que bajo la docencia de su padre. En algunas torres de Babel, en sus terrazas, en la espiral que asciende rampante por su costado, pueden verse cañones apuntando hacia fuera; pueden verse anacrónicas piezas de artillería (o futuristas hormigoneras) para defender la construcción de no se sabe cuál enemigo mortal. Parece que la torre de Babel se prepara para defenderse de la invasión de unos bárbaros todavía imposibles. Por exigencias de la escala Bárbara dispone su artillería en el suelo, fuera, al pie de la torre, pues dentro de ella apenas si cabe un arcabuz, un francotirador enano apostado en la ventana. Bárbara lucha, como Agustina de Aragón, a campo abierto, en plena calle. Bárbara defiende su torre con su cuerpo: defiende la ciudad al pie de la muralla, ante sus puertas, como el hijo de Príamo, como Héctor contra Aquiles en la Ilíada. O tal vez santa Bárbara no es la que interviene directamente en la batalla porque ella es el paladio, el paladión sagrado, la imagen genitiva residente en lo más alto de la ciudad desde su fundación. Quizá, después de todo, santa Bárbara es una versión de esa figura que se depositaba en la acrópolis para que amparara la ciudad, esa imagen que hay que defender hasta el final, pues es de ella, de que no caiga en las manos del enemigo, de lo que depende la continuidad de 113


Lucas Cranach, Matrimonio Místico de santa Catalina en presencia de santa Dorotea, santa Margarita y santa Bárbara h.1516, Szépmüvészeti Múzeun, Budapest Lucas Cranach, Santa Catalina y santa Bárbara Museo Mayer van den Berg, Amberes

la ciudad, aunque la continuidad tenga que suceder otro lugar. La poliorcética, como la santidad de Bárbara, está en decadencia. El último y décimo libro de los diez que escribió Marco Vitruvio Polión está dedicado básicamente a las armas de guerra útiles para el asedio de las ciudades amuralladas por el simple motivo de que el armamento era entonces una competencia de la arquitectura. Según las imprecisas indicaciones de Vitruvio, Leonardo da Vinci, trece siglos después, construyó unas ballestas enormes que debían servir para someter ciudades; según comprobó una vez concluidas, las ballestas eran inútiles por la desmesura de sus dimensiones. También Gatteloni fracasó por completo cuando pretendió construir otra arma según las indicaciones, también vagas e insuficientes, de Ammiano Marcelino, historiador romano, documentalista del armamento y buen soldado en los años violentos en los que gobernó el emperador Juliano. Hay muchos más casos de incesto entre la arquitectura y las armas de guerra. Antonio Miranda en su canon propone que la modernidad arquitectónica comenzó por las mismas fechas en las que empezó la fabricación en serie de las primeras ametralladoras automáticas: que la estación de metro de la Karlsplatz de Viena de Otto Wagner (1885) es la primera obra canónica del inventario de la modernidad, casi contemporánea de las primeras armas de repetición fabricadas en una repetición industrial infinita (1882). Lo mejor que se ha escrito sobre poliorcética, aparte de algunos tratados disciplinares, está dicho en “De balística” ese cuento soberbio y parabólico incluido en el Confabulario definitivo de 114


Juan José Arreola en el que se informa al lector contemporáneo de algunas de las denominaciones y de las modalidades de catapulta: “Tal vez se trata de diferencias de tamaño, tal vez se debe al tipo de proyectiles que los artilleros tenían a la mano. Vea usted, las litóbolas o petrarias, como su nombre lo indica, bueno, pues arrojan piedras. Piedras de todos tamaños. Los comentaristas van desde las veinte o treinta libras hasta los ocho o doce quintales. Las políbolas, parece que también arrojaban piedras, pero en forma de metralla, esto es, nubes de guijarros. Las doríbolas enviaban, etimológicamente, dardos enormes, pero también haces de flechas. Y las neurobalistas, pues vaya usted a saberlo... barriles con mixtos incendiarios, haces de leña ardiendo, cadáveres y grandes sacos de inmundicias para hacer más grueso el aire inficionado que respiraban los felices sitiados. En fin, yo sé de una balista que arrojaba grajos”. Una balista o fundíbula que arroja grandes y pesadas piedras demoledoras y la monancona y el onagro. Los sistemas, las viejas murallas de adobe, las armas antiguas, obsoletas, no son útiles en la poliorcética moderna. Santa Bárbara, que algunos han identificado en Lara Croft, no tiene una muralla sobre la que apostar su metralleta.

49 RAZÓN DESTRUCTIVA: SANTA CATALINA Y LOS CARNICEROS

En el decimosexto abrazo entre la arquitectura y la santa participa la noción de catástrofe. Destruir, que etimológicamente significa desamontonar, dispersar lo que estaba agrupado, desvincular lo que antes permanecía de algún modo relacionado, es la primera acción constructiva de la arquitectura, que siempre procede alterando, trastocando, rompiendo un orden anterior para imponer uno nuevo, distinto, teóricamente mejor. La santa Bárbara argelina podría deber su patronazgo de la arquitectura a su potencial destructivo, a sus conocimientos sobre la demolición explosiva de los edificios, a su título de primera experta en la colocación de minas de la historia. Bárbara no sólo fue la promotora o la protagonista de la arquitectura desde las diversas maneras de la construcción hasta ahora apuntadas sino, en su interpretación africana, por su potencial de destrucción: por concitar en ella las formas positivas y negativas de la arquitectura. Patrona de la arquitectura ahora no tanto por las razones aducidas como por haber demolido la ciudad simbólica que es un convento: por haberlo asolado, que es el modo elemental de restituir a la tierra a su condición de solar, a su estado de suelo anterior a intervención violadora de la arquitectura. Desde esta óptica de la destrucción intencionada y de ambición de la ruina, santa Bárbara está íntimamente hermanada con santa Catalina de Alejandría, la virgen que fue rebanada por una rueda erizada de hojas de cuchillo. Dice Santiago de la Vorágine con alguna razón que “Catalina, en latín «Catharina», es palabra compuesta de «Catha» (universo) y de «ruina» (desmoronamiento), y significa total destrucción. Haciendo honor a su nombre esta santa destruyó 115


completamente cuanto el diablo trató en ella de edificar”. Catalina es la santa destructora: una versión pastoral de Némesis, la vengadora divina; es etimológicamente la patrona de la destrucción universal: del cataclismo (un catálogo es un intento de conocer el universo). Santa Bárbara, entre las santas que contienen la destrucción en su nombre, prefiere como compañera de ala en los trípticos de los altares a esta santa Catalina más o menos contemporánea suya y casi paisana, que compañera de la rueda desgarradora o portadora de la espada mortífera, también se entretiene leyendo el libro –de las horas, evangelio o breviario- que lleva en sus manos. No son pocos los retablos que, flanqueando a la Virgen María, representa a las dos santas beligerantes, cada una en su tabla, Bárbara casi siempre a la derecha del espectador: entre otros el Tríptico de la Virgen con el niño en un paisaje, atribuido al Maestro de Francfort (Santuario de santa María la Antigua, Orduña); Tríptico de la Virgen con niño, de Marcellus Coffermans, (Museo de Asturias, Oviedo) o el Tríptico de la Virgen de la Rosa (Museo de Huesca, Huesca) entre las tablas flamencas de la península ibérica. Lucas Cranach (h.1472-h.1553) prefirió situarlas acompañando a Cristo en el tríptico Resurrección con santa Bárbara y santa Catalina (Museo Estatal, Kassel) o a ellas solas, como en el díptico santa Catalina y santa Bárbara (Museo Mayer van den Berg, Amberes), donde Bárbara tiene un cáliz entre las manos como único atributo, o con la virgen y el niño acompañando a la santa alejandrina en su clásico matrimonio místico, que es la escena que más veces se repite en el norte, tan devotos por allí a estas dos mártires paralelas que se hacen tan buena compañía. A veces santa Bárbara es la única espectadora, como, siguiendo con Lucas Cranach, en la tabla de 1515 llamada Virgen con santa Catalina y santa Bárbara, o acompañada además por santa Margarita y santa Dorotea, como en su Matrimonio místico de santa Catalina de 1516 (Museo de Bellas Artes, Budapest). Santa Bárbara, por tanto, no siempre está sola en el cumplimiento de sus deberes. Como se ha comprobado, no es nada extraño verla junto a santa Catalina y a santa Margarita y a santa Dorotea formando el «Cuarteto de vírgenes capitales»: las “sanctissimas virgines tuas Catharinam, Barbaram, Margaretham et Dorotheam” que decía la liturgia en su misa colectiva. Si santa Catalina representa, extrañamente, la vida contemplativa (es patrona de los clérigos), santa Bárbara es, extrañamente, la imagen de la vida activa (es patrona de los militares). No es insólito, en consecuencia, que santa Bárbara se haya refugiado en los museos que gestionan los ministerios de defensa con sus ejércitos, en los a veces llamados centros regionales de historia y cultura militar. A ellos han ido a parar todos los enseres litúrgicos y toda la imaginería que antes estaba diseminada por los cuarteles y por los arsenales, por los polvorines y los campamentos: allí los cuadros de santa Bárbara colgados entre los retratos de los generales, de los mariscales ilustres, las tallas de santa Bárbara custodiadas por cañones fundidos en bronce en el XVIII. Las bárbaras que prefería el ejército convencional estaban siempre de frente, en rigurosa formación militar, atribuladas en su intento de sujetar sus tres atributos castrenses: el cáliz y la hostia (para que el soldado no muera sin la extremaunción), la palma (para que el soldado asuma sin temor el martirio) y la torre (para que el soldado sepa por lo que ha ido a la guerra, o para que el soldado cobarde sepa dónde puede ser recluido si fracasa o para que el soldado valiente recuerde al lugar al que no puede volver). Si santa Bárbara no puede con todo, 116


los escultores prefieren depositar la torre en el suelo, a medio metro de ella como hace Duque Cornejo con la suya del Museo Militar Regional de Sevilla; los pintores, a parte de asentar la torre en la tierra recurren a los ángeles para que ayuden a santa Bárbara en el sostenimiento del cáliz y la hostia flotante. Los ángeles siempre han sido un buen clavo, el mejor punto de sujeción si no hay paredes cerca. Además de patrona de los militares que usan armas, antes llamadas de fuego, santa Bárbara es también, y hasta ahora por discreción no se había dicho, patrona de los carniceros: tanto de los matarifes como de los que trocean la carne como mercancía, de los que destazan los huesos y de los que abren los cráneos para extraerles el cerebro, de los que trituran los músculos para embutirlos en tripas y de los que los hacen filetes aptos para la sartén y para la plancha. La carnicería es una forma más de la destrucción: descarna tanto el cuchillo como la granada. La carnicería es la poliorcética del cuerpo.

50 RAZÓN NOMINAL: SANTABÁRBARA COMO RECINTO

La relación decimoséptima la establece la propia nomenclatura de la arquitectura: el análisis de los nombres de alguna de sus dependencias más especializadas. Santa Bárbara también es la denominación de un lugar, de un interior y de un recinto arquitectónico: un nombre propio de la arquitectura militar y de la construcción náutica. Así, santa bárbara se llama tanto el almacén de los explosivos como el dormitorio de quien es experto en usarlos. Según algunos aficionados la relación entre santa Bárbara y la artillería se debe a que su torre cilíndrica, torpemente dibujada, deficientemente labrada, a veces se confundió con un cañón, tanto por la atrofia de su forma como por lo insólito de su postura. Otros irresponsables achacan la afición de Bárbara a los explosivos, y su demostrada habilidad manejándolos, no a las enseñanzas de su padre en Hipona sino a las de su progenitor de Nicomedia, del que aseveran que era militar de carrera: defienden que fue el general Dióscuro quien la sometió a instrucción militar para que supiera defenderse de sus enemigos por sí sola, como dicen que hacen los hombres. Si santa Bárbara fue un soldado de infantería, en vez de la leve pluma de ave inmortal podría llevar en la mano una maza o un hacha, un fusil de asalto o un lanza granadas. Ella, parece evidente, ya se ha indicado, es una diosa de la guerra que fue despreciada por los cruzados: una versión poco elaborada y casi primitiva de Minerva, tal vez de la Palas Atenea más soberbia. La violencia y la inteligencia se funden cómoda y naturalmente en ellas. Minerva, como Bárbara, careció de infancia y no tuvo madre: fue alumbrada al mundo ya madura y combativa. La parió su padre, sin intervención materna, sacándosela de la cabeza, ya armada y plena de conocimiento. A Bárbara, por cristianizarla y amansarla, además de cambiarle el casco y el peto por la corona y la túnica, los teólogos le ordenaron que le sustituyeran el búho o la lechuza mitológica por un pavo real y por un libro del todo inverosímil. 117


Santa Bárbara es, por castrense, la denominación genérica de los polvorines y los arsenales: de aquellas arquitecturas beligerantes, subterráneas o aéreas, en las que se conservan y custodian los pertrechos y los enseres de la pólvora: los explosivos y los detonantes, el salitre y la parte del armamento fulminante que revienta al ser comprimida. La cofradía de Santa Bárbara en París agrupaba a salitreros, fabricantes de pólvora y oficiales de artillería. Un silo de misiles nucleares no es un granero sino una versión contemporánea y balística de una santa bárbara clásica. También, además del nombre de un edificio con todas sus dependencias anejas, santa bárbara es el nombre secreto de un cubículo, de un camarote: en los barcos de guerra se llamaba cámara de santa bárbara tanto a la cámara más o menos blindada donde se protegían los explosivos como al dormitorio del maestro artillero. No hay en el santoral otro caso como este de cesión de un nombre propio a una habitación. El diccionario de la academia española comprime el nombre y reduce su geografía: llama santabárbara al pañol de las embarcaciones en las que se custodia la pólvora o a la cámara por la que se accede a este compartimento. No hay por tanto, según este diccionario, santabárbaras fuera de los barcos armados y acorazados ni santabárbaras que no tengan otro uso y otro fin que el de servir de depósito de las municiones. En el diccionario de topónimos que es la cartografía, sobre todo en la proximidad de los mares, sobre todo en América, hay no pocas santabárbaras y Santa Bárbara. No pocas fortificaciones, gran parte de ellas costeras, se pusieron bajo la advocación de Santa Bárbara para que, con sólo su nombre la santa las protegiera de sus potenciales asaltantes. Por ser santa Bárbara patrona onomástica de Bárbara de Braganza, por ejemplo, se llamó Santa Bárbara a uno de los fuertes extremos de la línea de defensiva que en 1730 comenzó a levantarse para contener a los ingleses de Gibraltar, que querían expandirse por Cádiz. Felipe V fue quien ordenó que se construyera ese muro limítrofe desde el fortín de su esposa, en la playa de levante, hasta el suyo, el Fuerte de San Felipe, en la playa de poniente. Esta línea, después, una vez asolada por voladura el 14 de febrero de 1810, cuando ya no existía y tuvo que ser depurada su memoria, se bautizó con el nombre Línea de la Inmaculada Concepción.

51 RAZÓN DIÁFANA: TRANSPARENCIA Y RESERVA

La decimoctava y última propuesta de matrimonio teórico entre la arquitectura y santa Bárbara es hija natural de la circunspección y de la reserva. Del deseo de discreción de Bárbara; de su rechazo a la transparencia, de su repudio al fisgoneo, de su condena al espionaje, de su defensa de la intimidad. La torre es la insignia de la arquitectura opaca, ciega, continua, densa, escasamente horadada, contraria al rascacielos vitrificado. La casa estilita desde cuya terraza observar sin ser visto. Imprudente e ignorando a santa Bárbara, André Breton soñó con una casa completamente 118


diáfana y desvelada, y quiso construirla para los otros, pues para sí mismo no la quería. Soñó e imaginó una casa en la que no tuviera ningún sentido positivo la palabra intimidad, que fuera un homenaje a la belleza de la transparencia absoluta. Contra cualquier transparencia nos atemorizó el Nuevo Testamento con la amenaza de la condena eterna y, contra la tonta transparencia moderna, nos previno Andrea Savinio sabiamente en su Nueva Enciclopedia. Contra la transparencia gratuita y policial, contra la transparencia cristalina que dificulta el vicio sano y el delito venial, contra la transparencia obligatoria que exige la vigilia, contra la transparencia obligatoria exigida por la vigilancia. La utopía revolucionaria de la vida sin secretos, sin diferencias entre lo público y lo privado, en la que la arquitectura no sería una guarida en la que ocultarse sino una vitrina habitable donde mostrarse, es un asunto antes térmico que óptico: más de la climatología que de la ideología. La arquitectura transparente, la casa inconsciente, impúdica y lírica, pertenece a los sueños y no a la arquitectura, como ya demostró Mies van der Rohe con su Farnsworth House de Illinois. Dice Savinio, el seudónimo de Andrea de Chirico, en su definición enciclopédica de la palabra Drama: “En la estancia cúbica y provista de «pequeñas» aberturas, el dramatismo se afincaba y hacía su nido, pero, en cambio, resbala sobre las paredes curvas y sobre los techos cóncavos, huye por las ventanas horizontales de grandes dimensiones y por las puertas de cristal «que trastornan el misterio de la estancia». Los arquitectos racionalistas no se imaginan siquiera la parte de culpa que tienen en la muerte del dramatismo… En la solución del dramatismo ha cooperado también la forma de los muebles. Estaba ayer en casa de mi amigo… miraba yo los muebles del salón; eran todos transparentes. Y en otros tiempos, me decía yo, era posible esconderse detrás de un mueble, y, siendo niño, «me organizaba toda una vida secreta» detrás de una cómoda o de un sofá”. La arquitectura traslúcida del racionalismo dificultaba el drama –el misterio y el mito- pero, salvo excepciones, no lo abolía completamente: aún quedaba algún rincón oscuro, alguna alcoba siniestra, algún pasadizo terrible, alguna chimenea profunda, algún cuarto de baño interior y angustioso. La arquitectura transparentísima y luminiscente, diamantina e iridiscente, reflectante y cóncava de la última hornada lo excluye por completo. “Todo lo que brilla es feo” dice don Rigoberto en uno de sus cuadernos; “todas las arquitecturas modernas son brillantes, por lo cual la arquitectura se ha marginado del arte y convertido en una rama de la publicidad y las relaciones públicas”, le hace añadir Vargas Llosa a su personaje en la página 286. La casa de Bárbara es opaca. La casa de Bárbara es discreta. No es un fanal. Es la voluntad de no ser visto; la posibilidad de ocultarse; el derecho al pudor, a dormir o a masturbarse a oscuras y en soledad. Es la arquitectura de la polución oponiéndose a la arquitectura impoluta. No es la casa de Bárbara la casa de la castidad (del celibato y la virtud, como los monasterios teóricos) sino la casa púdica, adecuada para albergar esa forma elemental de la vergüenza que se denomina privacidad. No es clandestina la casa de Bárbara; es ella que exige la opción, siquiera horaria, de la clandestinidad, del secreto, del drama. No en vano santa Bárbara es conocida en los devocionarios como «la reservada». 119


Mies van der Rohe Casa Farnsworth, Illinois, en abril de 1952

La Casa Farnsworth de Mies van der Rohe en Illinois es, en cierta medida, no sólo por el asunto de la transparencia, la antítesis de la casa de santa Bárbara. No es sólo la horizontalidad de la casa de Mies contra la verticalidad de la torre de Bárbara; es la forma de apoyarse en el suelo y también la manera de relacionarse con el exterior y la estrategia de ocupación del interior y la propia clienta, o mejor la usuaria, de una arquitectura doméstica y de otra, aunque ambas, de un modo u otro, al final expulsadas, exiliadas de esa arquitectura que no era del todo doméstica y que les era inapropiada. Santa Bárbara, como después se demostrará, es sagrada y profana: entra y sale del templo a su libre albedrío, sin darle explicaciones a nadie. No sabemos, ni nos importa, qué es lo que hace dentro de su casa, si duerme desnuda o en un pijama de seda. Sólo sabemos algo de su existencia pública, de su escasa, erguida, soberana, violenta vida exterior: conocimiento suficiente para nombrarla Virgen de la Arquitectura, para invocarla como Virgen de la Arquitectura mártir, o Virgen de la Arquitectura bárbara, o Mártir de la Arquitectura virgen, o Mártir de la Arquitectura bárbara, o, simplemente, Mártir de la Arquitectura. 120


PROFANACIÓN ETIMOLÓGICA Y ESCENOGRAFÍA

52 LA RAZÓN DE SER NO ES LA ARQUITECTURA

La razón de ser de santa Bárbara no es la arquitectura. Tampoco la piedad, ni la alabanza del sacrificio, ni el aliento de la fe, ni la tentación erótica de la carne. Su imagen religiosa no suscita, como ocurre con otras mártires, ni la oración ni el temor ni la esperanza. Su imagen femenina no proclama, como en tantas otras vírgenes, ni los males derivados de la inmundicia ni los beneficios consecuentes a la más férrea castidad. No parece, por sus fisuras, que sea recomendable para los religiosos la imitación de la plenitud de su vida en la fe ni en el ejercicio de la virtud. Su ejemplaridad como receptora de la gracia sobrenatural es dudosa hasta para el concilio vaticano segundo. Su presencia en los altares tampoco tiene una manifiesta intención docente: no está nada claro cuál es su mensaje, su parábola, su magisterio, su enseñanza. No se saben con exactitud las razones expuestas para su elección como acompañante de otras santas en los retablos mayores, los motivos de los canónigos para exigir su asistencia a las lactaciones y a las resurrecciones, a las adoraciones y a los descendimientos y a las piedades, como en el caso del Tríptico de Adrian Reims. Desde el cuadro, Bárbara no tienta a la santidad ni a la vida rural; ni al enclaustramiento ni a la lectura; ni al bautismo ni al sacrificio; ni a la pasión ni a la lujuria. Salvo excepciones bélicas, salvo cuando le ponen una espada en la mano o la obligan a pisotear a un guerrero, no parece proclive a la ira ni a la violencia. Quizá su mayor don, aparte de la belleza, sea la templanza. Bárbara es una santa paradójica. No es una líder ni un mesías en busca de seguidores o adeptos: no es apostólica ni tiene cofrades; no genera forofos ni gestiona fanáticos; no compite en los devocionarios ni en los martirologios. Santa Bárbara es viable en el santoral exclusivamente como intermediaria o como segunda patrona de algunos gremios. La arquitectura no se hizo carne en santo Tomás, siempre en las nubes, sino en santa Bárbara, siempre en contacto con la tierra. En ella, y no en otra ni en otro de los muchos varones candidatos, se encarnó algún asunto crucial de la arquitectura, tomó vida y cuerpo alguna noción vinculada a ella. O bien no fue Bárbara la elegida sino que fue ella quien, tomando la iniciativa, eligió a la arquitectura para materializarse en la realidad grosera e inestable. De un modo u otro, al revés o al derecho, Bárbara es, desde que se formuló su leyenda, la propagandista de la arquitectura, su mejor publicidad sin estridencia. Ella es la pionera, el primer anuncio en el que una modelo soportó un vínculo entre el cuerpo femenino y un producto inmobiliario. Ella no es la que imagina la arquitectura: ella es una imagen de la arquitectura. Es una 121


Stefan Lochner San Marcos, santa Bárbara y san Lucas, 1445-50 Wallrat-Richartz Museum, Colonia

imagen mística cuyo cometido es activar la carnalidad arquitectónica, la imaginación que ansía la carne, la arquitectura como cuerpo tangible y comestible en el que hundir las manos y, acaso, extraerle el corazón para degustarlo. A ella habría que encomendarse antes de promover cualquier arquitectura carnívora. Porque su medio natural es el suelo y no el aire, ella ambiciona el viento, tiende a las alturas, a elevarse, a subir hasta el final la escalera, a escalar una uve sin botella de oxígeno. Ella es, en términos aeronáuticos, una pista de despegue, una rampa de lanzamiento, una hipotética lanzadera espacial hacia lo profundo. Bárbara, a pesar de todo, es necesaria para la arquitectura una vez que ésta, en su búsqueda de la eficacia y en aras de la productividad y el beneficio, ha olvidado que la realidad puede ser transformada por acción exclusiva de la imaginación. Bárbara es una idea personificada: un caso de intervención sobrenatural en el cuerpo mortal de la arquitectura. Bárbara es un arquetipo de la arquitectura: Tomás el apóstol es, sin embargo, el arquetipo del arquitecto ejecutivo. Bárbara es un arquetipo de la noción de arquitectura (tal vez un paradigma): Tomás apóstol el arquetipo del arquitecto ficticio. Y al mismo tiempo, contradictoriamente, mientras Tomás levanta edificios etéreos con piedras preciosas, Bárbara los hace emerger con sillares extraídos de la cantera; mientras a Tomás le corresponde el compás, a Bárbara hay que atribuirle el cincel; si Tomás es la estrella, Bárbara es la navaja. Santa Bárbara es la patrona de los quirúrgicos y no de los especulativos: más de los prácticos que de los ideólogos; antes del ejercicio y la experimentación que de la teoría superflua. Bárbara es una santa proscrita que debe recuperar el habla. Santa Bárbara es una diosa de la disidencia que debiera despertar y reconquistar sus dominios, la tierra de su infancia.

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53 ENLUCIR, ENFOSCAR, ENTURBIAR, ACLARAR, ETC.

Una lámpara de aceite era un lucernario. Lucernario le dicen también a esa “torre con ventanas que remata algunos edificios” y que algunos llaman linterna. Un lucernario no es un lugar ni un objeto: es una ausencia. Lucernario es el orificio por el que voluntariamente pasa la luz de un lado a otro de un límite que no es diáfano; uno de los lados (aquel del que procede la luz) es necesariamente un exterior, mientras que el otro (aquel que recibe la luz) es nominalmente un interior. Un lucernario es una vía para el trasiego de la luz. Enlucir es blanquear, colorear de blanco. Dice el diccionario de construcción que enlucir es extender, aplicar sobre una superficie otra superficie, normalmente una capa de yeso. Dice la etimología que enlucir es dar luz, volver lúcido lo apagado, transformar en luminoso lo oscuro. Enlucir es poner, añadir luz: aclarar. Dilucidar, como enlucir, consiste en aclarar, en hacer más claro; sólo que ahora donde se produce la aclaración no es en la retina sino en el conocimiento. Dilucidar es enlucir metafóricamente. En este sentido, lo lúcido es hoy más lo claro para la razón que para los ojos; y la lucidez una cualidad intelectual antes que organoléptica. Enfoscar es lo contrario: volver fosco; es quitar luz, apagar, oscurecer, aproximar al negro, teñir de azabache, pintar de gris. Dice el diccionario de construcción que enfoscar es extender, aplicar sobre una superficie otra superficie, normalmente una capa elaborada con cemento. Enfoscar es que el cielo se nuble, que el paisaje se ensombrezca, que la pared se enlute. Es ennegrecer, agrisar, abismar. Defienden los postulados cromáticos que la luz convencional es blanca; que lo negro no es más que una aproximación a la ausencia absoluta de luz perceptible. Exhumar es sacar a la luz, no es llevar la luz a la oscuridad, que sería iluminar, sino trasladar lo invisible hasta donde haya luz suficiente para hacerlo visible. Exhumar es alumbrar: no es la luz lo que se transporta, lo que se conduce hasta lo bruno, sino que es lo que estaba oculto, privado de luz, lo que se conduce hacia ella, que está quieta y a la espera, como paralizada aguarda a su verdugo santa Bárbara en el cuadro oval y anónimo de 1775: con la lámpara encendida donde el pabilo se ha sustituido por la hostia sagrada. Lucir es tener luz propia y derramarla, hacerlo saber, comunicarlo; es emitir luz. Relucir es lucir doblemente: resplandecer, brillar, ser luciente. Deslumbrar es cegar por exceso de luz, de claridad. Es lo que hace el rayo del que protege santa Bárbara, del relámpago fulgente que fulmina, que mata, que conduce a la turbiedad. Lo turbio es lo que no emana luz ni está siquiera expuesto a ella; lo que no deja apenas pasar a través de sí la luz. Lo que no es diáfano: lo que es densamente profano. Aclarar es alborear: aproximar hacia la dudosa luz del alba, blanquear restando, enluciendo como Robert Ryman sus cuadros. Aclarar es clarear. Aclarar es limpiar con agua, eliminar restos de suciedad, devolverle la claridad a lo que la tuvo y la ha perdido; clarear es hacer más visible despejando, despojando, desbrozando, podando, aligerando. Aclarar y clarear son, como blanquear la casa, dos técnicas de higiene, de asimilación, de apropiación de la luz. 123


Goya, Santa Bárbara, h.1772 Museo del Prado

No enluce el albañil porque esté aplicando con la llana un revestimiento de escayola, ni enfosca porque esté extendiendo con el palustre una capa de mortero de cemento, ni blanquea porque esté pintando con cal, sino porque está iluminando de una manera u otra la arquitectura: modificando su comportamiento, su reacción ante la luz. Haciéndola lúcida o turbia, alumbrándola o enterrándola.

54 APOLOGÍA DE LA PROFANACIÓN

Profano es lo que está fuera del templo («fanum»). Profanar es sacar fuera del templo: poner delante de él lo que antes estaba dentro de él. Es sacar, exponer a la luz, extraer de la celda obscura y profunda del templo lo que está vedado al lego y mostrárselo en el exterior, a la luz natural del día. Profanar es esa acción de alumbramiento, de revelación, de descubrimiento. Profanar es revelar en el mismo sentido que la palabra Apocalipsis significa revelación: apocalipsis es lo contrario a la ocultación porque está formada por la preposición «apo», que niega, y el verbo griego «kaluptèin», que significa ocultar. Profanar etimológicamente a santa Bárbara no es tanto sacarla a la fuerza del interior de un templo misterioso y secreto, en el que con toda probabilidad jamás estuvo encerrada, sino alumbrarla de nuevo: someterla a una luz distinta, focal, ultravioleta. Proceder a la profanación metafórica de Bárbara, del mito de santa Bárbara que tal vez emanó de Nicomedia y que se consolidó en la iconografía, es un intento de desvestirla yendo al encuentro de lo que hubiera detrás, debajo o 124


dentro de ella. Es, si se quiere, desnudarla para verle el seno. Es levantarle la falda para investigar el andamiaje que, como en las dolorosas de los pasos de palio, le sujeta las vestiduras. Originalmente, profanar no es ocultar, oscurecer, abolir, prostituir lo sagrado, sino mostrarlo. Profanar es empezar a conocer. La profanación es un método de análisis: una honesta técnica de investigación (una exigencia para la política). La profanación no se contenta con la iluminación: se inicia en ella y continúa con la exfoliación, y no se detiene hasta la desolladura. Hay que desvelar y despellejar, que decapar y descarnar para acceder a la armadura. Lo que entra en el templo con la intención de que se quede en él es lo que, mediante esta inclusión, se transforma en algo sagrado, y ese algo va a poseer la condición de sagrado mientras en él, de algún modo inmerso en el templo y a su disposición, permanezca. Entrar a residir en el templo es lo que significa consagrar, a lo que remite el rito de la consagración y el sacrificio: «sacrare» es sacar del exterior, mundano y humano, e introducir en el interior, celeste y sagrado. Profanar es, en este sentido, lo contrario; es des-consagrar: extraer del interior para restituir al exterior lo que de él fue tomado. En su “Elogio de la profanación” Giorgio Agamben (Profanaciones) vincula el significado del verbo profanar al del verbo usar, porque la profanación consiste, en definitiva, y como ocurre en la jurisdicción romana, de acuerdo con el filósofo Trebacio, en “restituir al libre uso de los hombres” aquello que les fue vedado, sustraído o limitado, a causa de haberlo cedido al templo: lo que en algún momento se prohibieron así mismos usar los hombres por destinarlo exclusiva, y quizá temporalmente, al servicio de la divinidad. Lo sagrado es lo que, por ser propiedad de los dioses, o estar vinculado a su hacienda terrestre, no está disponible para el uso común de los ciudadanos; lo profano es lo que, por haberle sido devuelto a los hombres, ya sí está disponible. El paso de un lado a otro, el cruce de la frontera que separa los dos lugares, atravesar el umbral en un sentido o en el otro, entrar a lo oscuro o salir a la luz, es la diferencia más simple entre el rito de la consagración y el de la profanación. Cómo es un sitio y otro, si uno es inmundo y otro inmaculado, depende de cada concepción religiosa, de cada ámbito de poder, de cada sector comercial, de cada esfera política, de la propuesta arquitectónica que cada cual plantee. El elogio o la condena del sentido en el que se realiza el trasvase de la mercancía, el prestigio de lo sagrado ante lo profano, o la alabanza de lo inverso, a menudo, si no siempre, es circunstancial y cíclica. En cuanto a edificio, el templo se inventa como respuesta arquitectónica a la necesidad novedosa de separar lo sagrado y lo profano. Si no hubiera necesidad de segregar lo sagrado y lo profano para distinguirlos, no habría acontecido la expulsión del paraíso: no sería necesario el velo ni el muro, ni la ocultación ni la clausura, ni el panteón ni la iglesia. El templo más antiguo es la primera petrificación de las ceremonias de la consagración y de la profanación, el recinto que las posibilita; es la institución de la puerta ritual, del limen que transfiere significados según el sentido en el que se traslade la cosa, la idea o el sujeto, de un lugar a otro. Los primeros templos cristianos, que son de principios del siglo IV, proponen que el lugar del culto y la liturgia ha de ser un interior, un lugar cerrado, misterioso y casi secreto, diferenciándose de la mayoría de sus religiones contemporáneas, que proponían para la asamblea y para el culto 125


Suplicio de Fu Tchu Ki, ajusticiado el 10 de abril de 1905 mediante el método «leng-tch’é», o de los cien pedazos, en la plaza Ta-Tché-Ko, publicada inicialmente por Louis Carpeaux (París, 1913) y Georges Dumas (París, 1923) y difundida por Georges Bataille en Las lágrimas de Eros (París, 1961).

lugares abiertos, públicos, diáfanos, reservando el interior del templo sólo para la divinidad. Para éstas, la profanación del templo es la profanación del mismo dios; para aquélla, la profanación del templo es la de la arquitectura y sus enseres. Pero aún antes de que el templo sea la máquina transformadora, él es, en sí mismo, el resultado de la consagración de una parte del espacio, de la exéresis de un lugar respecto a otro que lo contiene y, en consecuencia, la exención de ese fragmento del uso común y su reserva para el uso divino. El templo, con independencia de cada rito, de las características de cada religión y sus ceremonias, es la elección de un lugar para que sea privado y sagrado. Consagrar es, en este momento inicial del alumbramiento de la arquitectura, limitar el espacio, y profanar es, por tanto, anular, derrocar esos límites: diluir, demoler el templo. Profanar es, por acción del la luz o del movimiento, del desvelo o del transporte, cualquier intento de que lo sagrado (revelándolo, ensuciándolo, insultándolo, tocándolo, contagiándolo) deje de serlo.

55 OFICINA PARA INTERVENCIÓN EN LA COMUNICACIÓN SOCIAL

Profanar es también, por ejemplo, usar como garaje de vehículos blindados una catedral o arrojar, como sucedió ayer, día seis de septiembre del año dos mil seis (después de 2666), cinco cabezas recién cortadas de cinco hombres maduros (tal vez ellos también asesinos) en la pista de baile (solada con piezas cuadradas y blancas de gres ordinario) de un prostíbulo del estado de Michoacán; «Sol y Sombra» se llama el tugurio de Uruapán donde de madrugada llegaron 126


quince hombres armados y encapuchados, el lugar en el que dos de ellos sacaron de negras bolsas de plástico, una a una, agarradas por los pelos, cinco cabezas seccionadas de cinco varones incrédulos y las arrojaron en medio de la habitación para que todos las vieran y leyera el mensaje escrito que decía “Sólo muere quien debe morir”. También, en similar medida, profanar es convertir los edificios nazis de Paul Ludwig Troost en, los así enfáticamente llamados, hogares del arte. El disimulo, el disfraz, la máscara, la reconversión semántica, auspiciada por la modernidad, de la arquitectura promovida por Adolf Hitler en Munich, como denuncia Félix de Azúa en las páginas 47 a 49 de La invención de Caín, es, en definitiva, una forma de traición. Cambiarle el nombre al edificio, acaso también el uso, o el destino, es una ceremonia de purificación, un aval para su salvación inmerecida, un salvoconducto en muchas ocasiones inmerecido. La arquitectura antes maldecida se indulta blanqueándola, se perdona renombrándola, se purga reutilizándola. La profanación semántica de la arquitectura, en los dos sentidos posibles, no conoce el pudor; no tiene límites. Martin Heidegger predijo que una vez destituido lo sagrado, sepultada en el sótano del templo la divinidad del mundo, lo que les quedaba por hacer a los críticos era la “exploración histórica y psicológica de los mitos”; que una vez que se ha decidido prescindir del aspecto sagrado del mito al abolir su misticismo, lo que quizá nos resta por hacer con su cadáver es investigarlo arqueológicamente: practicar con sus restos un cierto tipo de autopsia. Pero como no es posible practicarle a santa Bárbara una exploración histórica y psicológica; como no se oye nada en el fonendoscopio cuando se le aplica en el tórax, es por lo que tal vez, por no molestar demasiado a Heidegger, no quede más remedio que buscar debajo de su vestido para ver si allí dentro se ha agazapado algún concepto arquitectónico que hasta ahora le hubiera pasado desapercibido a los detectives, algún dibujo autógrafo de Michelangelo Buonarroti, alguna idea gestada en el VKhUTEMAS (cuyos estatutos firmó con su puño y letra el propio Lenin), alguna criatura apócrifa del Movimiento Moderno, alguna estampa devota con la faz de Rem Koolhaas, que nació en 1944 en Rotterdam y que, antes de concluir su Casa de la Música de Oporto (que, según Nuno Grande, “desacraliza ciertos aspectos de la iconografía de Oporto que muchos consideraban históricamente intocables”), fue periodista y guionista y autor de Delirious de New York (1978) y de S,M,L,XL (1995), y también fundador de OMA (Office for Metropolitan Architecture) y, algo después, fue patrón mayor de AMO, su oficina para intervención en la comunicación social y en la política, que es exactamente para lo mismo que ha de servir esta reivindicación laica de santa Bárbara, para intervenir quirúrgicamente en los márgenes la ciudad delirante. En homenaje al conde de Lautréamont y a su «encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas», en este ensayo parcial se fuerza el encuentro entre santa Bárbara y la estridencia para ver cómo reaccionan y se comportan después de la colisión una y otra; o entre el mito de santa Bárbara y un cuadro de Pieter Brueghel colgado en el Kunsthistorisches Museum en presencia de la sombra de Álvaro Joaquim de Melo Siza Vieira cuando caminaba cabizbajo desde la Praça do Gilraldo hacia La Malagueira una tarde de otoño en Évora, esa ciudad nebulosa en la que durmió Blancanieves la primera noche de marzo del año dos mil seis, setenta y una antes de ser tomada por el mar. 127


Rem Koolhaas Casa de la música, 2005 Oporto

El encuentro de la arquitectura con sus mitos ya no tiene la posibilidad de ser bello por ser fortuito, como postulaba Lautréamont, porque el naturalismo arquitectónico (la arquitectura entendida como descripción de imágenes de la arquitectura) ha arrinconado lo místico, ha soterrado la ficción y ha abominado de lo heroico tachándolo de anecdótico y carnavalesco. También porque ha renunciado a las formas elementales de la tragedia y de la comedia: a cualquier forma de épica y a la literatura. Porque, al socaire de la modernidad, ha optado por el melodrama en episodios.

56 CULTURA Y SUFRIMIENTO: EL SOBRINO DE WITTGENSTEIN

La transformación del sufrimiento (del dolor, de la enfermedad, del martirio, del sacrificio, de la violencia, de la castración sin anestesia, de la ablación de mamas, de la amputación de la mano por la cizalla) en cultura queda de manifiesto, además de en el destino de la arquitectura nazi en Munich, en: 1 El uso del edificio llamado «The Inmigration» de la isla de Ellis, en Nueva York, que antes de ser lo que vergonzosamente hoy es, fue un antiguo purgatorio en el que eran estabulados, tasados y seleccionados los emigrantes que, en función del análisis, iban o no a acceder al continente, incluida la criatura deforme llamada Charles Proteus Steinmetz (1865-1923). Ese edificio, ese esfínter, para escarnio de la civilización norteamericana fue transformado en un museo: «Inmigration Museum». 2 Cerca del Museo de la Inmigración la vecina y obscena estatua de la libertad, en Liberty Island, y la línea, así denominada, «Skyline of Manhattan», ésa que tal vez miró con lágrimas en los ojos Charles Proteus Steinmetz en 1889, cuando este jorobado que luego teorizó y calculó los fenómenos de la corriente alterna, de las descargas eléctricas y sus impulsos, se llamaba 128


Ludwig Wittgenstein Casa en Kundmanngasse número 19, Viena construida en 1926-28 y fotografiada en 1967

Kart August Rudolf Steinmetz y no era estadounidense. 3 Las imágenes de san Sebastián que innecesariamente acusan una pose demasiado incómoda, excesivamente amanerada y, acaso, placentera. O dicho de otro modo, aquellas que están a mayor distancia del Cristo crucificado (no del Sebastián sobre la basa de ramas y hojas) del Altar Isenheim pintado por Matthias Grünewald en 1515, de esa mano crítica y de esa piel desgarrada: de la carne más herida que jamás ha sido pintada. 4 Tal vez el elogio y la reivindicación profana de santa Bárbara. Santa Bárbara, en cualquier caso, trastocó menos que otros su suplicio en erudición porque ella exhibió la arquitectura y no su sufrimiento del mismo modo que Paul Wittgenstein, según Thomas Bernhard, “reprimió su filosofía y no la publicó y sólo exhibió su locura”. Santa Bárbara, también podría decirse, expuso un edificio y en compensación reprimió sus heridas, al contrario de lo que muchos enfermos hubieran querido, por los mismos o similares motivos por los que Paul Wittgenstein, según Thomas Bernhard en El sobrino de Wittgenstein, “reprimió su filosofía y no la publicó y sólo exhibió su locura”. Paul Wittgenstein, porque “reprimió su filosofía y no la publicó y sólo exhibió su locura” es ignorado por la arquitectura, muy al contrario que su tío Ludwig Wittgenstein que desgraciadamente para algunos, entre 1926 y 1928, intervino como arquitecto en la casa que su hermana Margaret Stonborough-Wittgenstein quiso construirse en el número 19 de la calle Kundmanngasse de Viena. Ludwig Wittgenstein, y no su sobrino Paul, es quien como Adolf Loos, tan denostado por Thomas Bernhard en Maestros antiguos, tiene derecho a ser llamado arquitecto, al título, así llamado debido a él, de «filósofo arquitecto» (cf. Ludwig Wittgenstein, Architect). A Ludwig Wittgenstein, no a Paul ni a Adolf Loos, ni siquiera a Bernhard, quien con todo motivo se lo merecería, es a quien Elizabet Costello llama «el destructor vienés». Ludwig Wittgenstein es el «filósofo arquitecto» (tal vez Thomas Bernhard sea uno de los «escritores arquitectos») porque de pensamiento y obra intervino en la arquitectura, en el cuerpo enfermo y doliente de la arquitectura. En venganza a su intromisión otros, los llamados «arquitectos 129


Jan Stephen van Calcar ilustración De humani corporis fabrica (1543) de Andries van Wesel [Vesalio]

filósofos», han querido intervenir arquitectónicamente en el cuerpo malherido de la filosofía y han producido no pocos desgarros, destrozos, desastres en su organismo. La enfermedad es, como bien sabe la medicina, un asunto clave de la arquitectura. Roberto Bolaño, en todo ajeno a Bernhard, formuló matemáticamente que Literatura + Enfermedad = Enfermedad. Esta expresión matemática, literatura más enfermedad es igual a enfermedad, contiene, no obstante, casual e inadvertidamente, lo más exacto que quizá nunca se ha dicho sobre el autor austriaco que atentó contra los cimientos y la cabeza de la más rancia arquitectura vienesa. En El sobrino de Wittgenstein la acción transcurre en 1967 mientras Bernhard está ingresado en el pabellón Hermann, destinado a enfermos de pulmón, del hospital Baumgartner Höhe de Viena. Bernhard, enfermo crónico, hipocondríaco como Bolaño, o mucho más que el chileno aniquilado por el cáncer, al que quizá deban extirparle un tumor en el tórax, descubre que su amigo Paul Wittgenstein está ingresado en el pabellón Ludwing, destinado a enfermos mentales, de ese mismo hospital, en el que todos los pabellones tienen nombres propios y masculinos: Ernst, Franz, etc. Bernhard habla y piensa en los nombres y en los lugares, en su amigo y en la conveniencia y en la dificultad, a pesar de la cercanía, de visitarlo. Y reflexiona intensamente sobre la enfermedad y el carácter singular del enfermo, y cómo aquélla y éste están estrechamente relacionados con el lugar de residencia, de estancia, de hospedaje de cada cual. Analiza patológicamente las ventajas y los inconvenientes de la ciudad frente las ventajas y los inconvenientes del campo y concluye que siempre, si no fuera porque la enfermedad pulmonar exige el campo, el aire no viciado al completo y la amplitud, es preferible para la salud y la integridad del hombre consciente la ciudad; y de la ciudad sobre todo algunos cafés no literarios de Viena (el Ambassador) y la sala de algún museo (la sala Bodone del Kunsthistorisches Museum). El campo, al que es necesario ir periódicamente para que el cuerpo no se muera, a ser posible cada quince días para estancias de no más de quince días de duración, es del todo negativo para la razón del ciudadano, para su equilibrio y su alimento, viene a decir con otras palabras Bernhard, quien alguna vez, incomprensible e indemnemente, veraneó en Torremolinos. El aliento, el hálito del tuberculoso, de quien padece pleuresía (húmeda o seca), o neumonía crónica; el espíritu de la respiración sin asistencia de a quien tienen que punzarle la caja torácica y trasegar su pus amarilla y morbosa a un tarro de pepinillos, el aire que necesita quien se asfixia, tal vez esté viciándose inútilmente en el odre neumático de la torre de Bárbara; en esa 130


Matthias Grünewald, Altar Isenheim, 1515 detalle de la mano de Cristo Museo Unterlinden, Colmar

torre que si no se ventila es otra, como la habría denominado Bernhard si también hubiera estado allí ingresado, “habitación de morir”.

57 LUZ ARTIFICIAL Y FULGOR

El relámpago, la centella es el fulgor; es el resplandor, la luz rápida e intensa: la luz instantánea y cegadora (Antiquises, el padre de Eneas no fue el primero cegado por el rayo). Santa Bárbara protege de lo fulminante y de lo fulgurante, del rayo y del relámpago, de la luz mortífera y de la luz fulgente que por excesiva no deja ver. Santa Bárbara, ambivalente y contradictoria, es portadora y defensora del rayo destructor y del relámpago alumbrador. Bárbara es una «instancia destructiva»; un ente destructor, como lo son el volcán, el reciente objeto denominado Casa de la Música en Oporto o la criatura llamada Alberto Giacometti, que quiso comprimir la escultura en el dibujo, fundir la línea para que se sustentara en el aire por sí misma. Bárbara no es primordialmente un agente constructivo, como sí lo es, de acuerdo a la definición corbuseriana, la luz respecto a la arquitectura: uno de sus juegos predilectos. El mito de santa Bárbara no es ni una alegoría de la luz ni una versión cristiana y femenina de Prometeo: no está entre sus méritos ni en el catálogo de sus obligaciones la de aportar la luz a los hombres, ni la luz física que calienta y alumbra, que ciega y que fulmina, ni la luz metafísica que abastece al conocimiento. Ella no es la lucífera, aunque es evidente que algunos de sus atributos están relacionados con la luz: son suministradores, generadores, siquiera momentáneos, de ella. Incluso la torre puede ser leída intencionadamente como faro, como fanal o como quinqué, como farol o linterna: como un contenedor, si no productor, de luz; pero de una luz individual, apenas pabilo votivo. Bárbara no es un ángel, esos seres luminosos a quienes Dios les confió la distribución de la luz cegadora y el manejo de la espada de fuego. Santa Bárbara tampoco es el genio de la lámpara: la torre no se activa al ser frotada. El relámpago y el fuego, en cuanto a atributos bárbaros, como los explosivos después, son, en relación a la luz, no tanto fuentes de luz benéfica como agentes luminosos de destrucción: son instrumentos de la venganza, medios de consumición, herramientas sutiles de demolición. 131


Se mata, se aniquila, se asola mediante ellos. El fuego de Bárbara no es el de la fragua ni el del soplete de acetileno, ambos productivos, al igual que el del horno de pan y el de la tea. Tampoco la ventana de Bárbara es luminosa: al menos en la versión más difundida, la ventana que abre en su torre no tiene la misión de iluminar una estancia (de permitir el acceso de la luz exterior al interior), ni la de iluminar un exterior (dejar que salga la luz, posibilitar el derrame hacia fuera de la luz prendida dentro). En ningún vericueto de la tradición se dice expresamente que su cuarto o su casa fuera obscura o tenebrosa y ella quisiera iluminarla o ventilarla mejor, o que afuera reinara la noche oscura del alma y que su torre tuviera la misión de alumbrarla. De todos sus hagiógrafos, sólo Santiago de la Vorágine se refiere en una ocasión a la luz, a la necesidad de aumentar la iluminación de la extraña piscina cubierta que Dióscuro ha ordenado construir en su finca. Es en esta obra líquida y no en la torre donde Bárbara, según esta imaginativa variante de la tradición, como más adelante se verá, Dióscuro ordena que se deje un tercer orificio, otra ventana que haga más resplandeciente y luminoso el interior. Es así mismo arriesgada la lectura de Bárbara y de su ventana simbólica en cuanto a demandante o portadora de la luz metafórica del entendimiento; como promotora de la difusión del saber. La instrucción de la santa, salvo excepciones, pictóricamente no se realiza en el interior – en una celda o en un aula- sino en el exterior de la torre, donde la sabiduría puede serle imbuida directamente, sin necesidad de penetrar y traspasar esa válvula arquitectónica que es una ventana. La ventana no es en el mito de santa Bárbara un filtro de la luz. Las escenas de Bárbara más comunes, si no exclusivas, son diurnas, traspasadas por la claridad del día. Las diosas de la noche son otras; otras las mujeres que necesitan o que desean sustraerles la luz a los dioses para transfundirla a sus congéneres. Bárbara es la santa fúlgida más opaca. No parece, por tanto, que, como afirma, sin suficientes ni convincentes argumentos, Pedro Azara en su interesante Castillos en el aire. Mito y arquitectura en occidente, sea la luz “la que une a esta santa a la arquitectura”. Los vínculos primeros de santa Bárbara con la arquitectura no debieron ser luminosos; no era la luz lo que los canteros medievales pretendían de ella; no era la luz lo que los constructores góticos le pedían arrodillados; no era la luz lo que Marcellus Coffermans o Ghirlandaio le hicieron soportar. No era la luminiscencia lo que los teólogos destacaban de ella. Aunque ordenar la luz es un asunto cordial de la arquitectura y ella, de un modo o de otro, está presente en su sustrato más antiguo y en el origen de toda teoría de la creación, no se me antoja que sea santa Bárbara el lugar más apropiado para analizar sus ataduras, sus relaciones incestuosas. Santa Bárbara es la «lucernaria», la atravesada, la transida por la luz, pero no la candelaria, la que lleva y trae la candela. La luz de Bárbara no es la luz mística y simbólica que el abad Suger tomó en el siglo XII de los textos atribuidos a san Dionisio y que conducirían a la arquitectura gótica; ni es la luz antológica con la que san Francisco de Asís vio en su Himno al sol del siglo XIII todas las formas; ni es la luz aristotélica de san Alberto Magno, quien fue docente en la universidad de París cuando se llamaba civilmente Alberto de Bollstädt (1206-1280) y pedía a sus alumnos que se fijaran en la naturaleza de las plantas; ni es la luz grave y umbría del Ars magna lucis et umbrae de Athanasius Kircher. La luz de Bárbara es la luz del candil y la luz del bosque incendiado. 132


BÁRBARA MERODEANDO POR EL EXTERIOR DE LA CIUDAD

58 EXCENTRICIDAD URBANA DE BÁRBARA

El significado de la palabra bárbaro, del sustantivo y del adjetivo bárbara, atendiendo a su etimología griega, está relacionado, como desde el principio se viene insistiendo, entre otras, con la idea de extrañeza y de extranjería: bárbaro es lo que se ha gestado fuera, lo que procede de fuera, lo que es geográficamente ajeno, lo que no pertenece al grupo receptor, lo que se aproxima al borde pero no lo toca. Bárbara es la foránea: la que procede de más allá frontera, la que está tras la puerta, de la «fores» latina. Bárbara es, en este sentido, la que reside fuera, en el exterior, en el espacio inseguro que comienza tras la puerta del recinto. Si ese espacio seguro que ella evita, si ese interior protegido y acondicionado fuera una ciudad, bárbara sería la que no reside en la ciudad: la que no la alcanza o la que se demora más allá de donde comienza la ciudad, la que es perceptible e intangible desde la ciudad. De santa Bárbara no se conocen escenas urbanas fiables; la ciudad, si es visible, lo es en la lejanía, como un componente más del paisaje. La urbe es una apariencia, una agrupación de edificios que no interviene en la representación canónica de santa Bárbara como un foco o como un reclamo, participando de la acción; su presencia suele ser más bien muda; su intervención, si acaso, secundaria; es, en la mayoría de los casos, un accidente topográfico. Bárbara no establece ninguna relación directa con ella: no la mira, no camina en su dirección, no la añora ni la desea. Si la desprecia es con ese tipo de rechazo que es el distanciamiento, el olvido. La ciudad no es centrípeta ni centrífuga para ella: Bárbara no está dentro de su radio de influencia. Bárbara es, en esta representación cartográfica y geométrica de su existencia, la excéntrica: la exterior al centro en el que se convierte toda urbanización. En el adjetivo bárbaro hay algunos datos acerca de una posición en el espacio: sobre la posición relativa del bárbaro respecto a quien así lo denomina, con relación al que determina dónde empieza la barbarie. Limitándonos al sentido geográfico de la palabra, que informa sobre una localización circundante con respecto a la ciudad, y en cuanto a que los sustantivos ciudad y civilización tienen un origen común, bárbara atendería específicamente a la condición de no civilizado, no en cuanto a inculto sino en cuanto a no urbanizado. Bárbara, según ésto, sería la representante de quien no tiene su domicilio dentro de la ciudad, entendiendo por ciudad el interior de cualquier materialización de unos límites urbanos. Santa Bárbara plantea, en definitiva, si no la negación de la ciudad como recinto arquitectó133


Jan van Eyck Políptico del Cordero místico detalle del grupo de vírgenes con santa Bárbara y de la ciudad posterior de la tabla central inferior (1425-1429) Iglesia de san Bavón Gante

nico, sí el interrogante sobre las ventajas residenciales de la ciudad, y es a consecuencia de esta crítica por lo que se reducen las legítimas aspiraciones de esta santa ambulante al patronazgo exclusivo y global de la arquitectura. A favor de su exclusividad, sin embargo, habría que indicar que su resistencia a la ciudad no es beligerante: más que un caso de oposición lo es de indiferencia, o de apatía. Bárbara no se implica arquitectónicamente con esa ciudad esquemática y simbólica que vista desde lejos que tanto recuerda, por su localización y composición, a esas otras ciudades analógicas que se vislumbran al fondo de algunas Crucifixiones. La crucifixión, como a veces el martirio de Bárbara, emerge en un escenario periurbano, epidérmico y rural; es una escena que acontece en el vértice de un otero, en la loma de un cerro, en la cúspide un promontorio desde el que adivina una silueta urbana, una Jerusalén en todo ajena a la tragedia. También la ciudad que quizá hay en lontananza, ya sea una Nicomedia idealizada o una Hipona modélica, es del todo indiferente a lo que le está sucediendo a Bárbara: nadie viene a interesarse por suerte, nadie viene a defenderla de su padre, nadie hay cerca para enterrar su cadáver. La ciudad preferida para el martirio de santa Bárbara es de tipología holandesa: una ciudad probablemente amurada, plana, localizada en una elevación del llano o en una depresión del terreno, maciza de edificios agudos, sin una orografía abrupta que sea determinante en su conformación. Ésta es la apariencia y la ubicación de la ciudad elegida porque es en la llanura y no en la montaña donde más necesaria es la torre para columbrar el horizonte, para ser visto desde la próxima provincia; es en la planicie donde el accidente más relevante es la torre: es el llano, la estepa, la pampa o el desierto, no la cordillera, quien sueña con las torres más altas, con la alteza de la arquitectura. En la torre erigida en el páramo se concreta la idea arquitectónica de fortaleza a la que, como ciudad emergente y señera, remite la iconografía de santa Bárbara. Mediante la torre se expresa la acrópolis y la ciudadela, los recintos defensivos o sagrados de la ciudad, siempre ubicados, como las alcazabas, en la parte más alta, en la cota dominante. La torre de santa Bárbara es esencialmente una síntesis de la acrópolis griega, un esquema filiforme de la idea de altura y del concepto de sagrado, de lo inaccesible y de lo intocable, de la noción de inexpugnable y de inviolable. 134


Santa Bárbara no es la patrona de la ciudad: es la patrona de la acrópolis, del obelisco y de la columna trajana, del mojón geodésico y del menhir, de la torre de alta tensión y de la torre de control y, acaso también, de la torreta de los carros blindados. Es patrona de las arquitecturas aisladas y encerradas en sí mismas; de las arquitecturas autistas y de las ruinas de la arquitectura.

59 ELOGIO Y ACUSACIÓN DE LA CIUDAD BÁRBARA

Bárbara no es una santa urbana; útil para la exaltación de lo urbano, como sí lo son, por ejemplo, santa Úrsula (ciclo de la Vida de santa Úrsula pintado por Vittore Carpaccio entre 1490 y 1496 para la Escuela de santa Úrsula de la Iglesia de san Juan y san Pablo, hoy en la Galería de la Academia de Venecia) o san Jorge (en las témperas de San Giorgio degli Schiavoni pintadas por Vittore Carpaccio entre 1502 y 1507) o san Esteban (las escenas de la vida de san Esteban pintadas por Vittore Carpaccio entre 1511 y 1520 y hoy repartidas, como reliquias, por los museos de Berlín, Stuttgart, París y Milán). No es útil tampoco para el análisis del paisaje, como sí lo es san Jerónimo cuando lo pintan en el desierto martirizándose con una piedra, implorando dentro de su cueva de eremita o adoctrinando al león fuera de ella; o san Antonio, cuando lo pintan luchando en el suelo contra los siete demonios desaforados. La ciudad en la iconografía de santa Bárbara no es relevante, no informa demasiado: es más una ausencia que una presencia. Bárbara introspectiva, disidente, está de espaldas a la ciudad, al paisaje en el que la ciudad, quizá salvo en Hans Memling, es un elemento compositivo más, un matorral, una agrupación rocosa, una alteración o un condimento. La ciudad con sus torres de guardia y los bastiones de su muralla, con sus castillos almenados y sus atalayas, con las torres de los telares y las torres de los armeros, con los campanarios de sus innumerables iglesias y las linternas de su catedral gigantesca, no compite con la torre de santa Bárbara. No compiten con la torre de santa Bárbara estas ciudades teóricas e insignificantes: quien sí compite con ella es la ciudad garduña, las agujas apuntadas, los arbotantes nervudos, los afilados remates góticos sobresaliendo como lanzas en la línea del horizonte de la ciudad exacerbada del Políptico del Cordero Místico de Jan van Eyck, donde santa Bárbara es muy pequeña, donde su torre apenas se distingue al comienzo de la manifestación de vírgenes que se aproximan despacio por la derecha. Santa Bárbara no es un elogio de la ciudad: está, más bien, en la línea de acusación de la ciudad que en la religión cristiana viene del Génesis y abarca hasta el Apocalipsis atribuido a san Juan, ese libro de los excesos que contiene, entre otros alegatos, una advertencia contra la ciudad imperial de Roma, contra la capital de las siete colinas (aquí identificadas con las siete cabezas de la bestia abismal) que en esos tiempos estaba sometiendo, como antes hizo Babilonia, a los israelitas. La crítica urbana de santa Bárbara no llega a tanto. Ni siquiera piensa como Jonás, que tanto se ofendió cuando Yahvé no quiso destruir a Nínive después de que por su 135


Anónimo Altar Pähler, 1410 Bayerische Nationalmuseum Munich

causa hubiera permanecido tres días a obscuras en el vientre de una ballena, en el seno de esa torre grasienta y marítima que lo vomitó. Juan le escupió a Babilonia en la cara; Jonás deseó la fulminación de Nínive; Bárbara, sin embargo, pasa de largo. El ciclo de la maledicencia, de la ignominia y de la condena de la ciudad, comienza con Babel. Babel es sólo la primera ciudad acusada y arrasada del extenso listado que hay en la Biblia y en la memoria y la historia del hombre, la primera advertencia sobre los peligros de la comunidad estancada, establecida, asentada en el territorio soñando con la eternidad. Es llamativo que Nemrod, el bravo y modélico cazador del que habla el Génesis en 10,8-10, “el primero que se hizo potente en la tierra”, sea el fundador y gobernador de las ciudades de Babel, Éred y Acad, entre otras, en el país de Senaar. Es curioso que quien se dedica a la caza de animales, o al pastoreo, que necesita del nomadismo y la trashumancia, sea un fundador mitológico de ciudades, que es un papel tradicionalmente atribuido a los sedentarios: a los agricultores, como sucedía con Henoc, su antepasado, el hijo labrador de Caín, el primer constructor de ciudades del que habla el Pentateuco. Es significativo, cuando menos, que sea el caminante, el viajero, el perseguidor, el extravagante, quien funde y rechace al mismo tiempo la ciudad; que el promotor y el adversario de la ciudad sea la misma persona quizá no signifique otra cosa más que la ciudad era entonces una estación de paso en vez de un destino.

60 PAISAJE ANGOSTO CON ADOLESCENTE

Hay pocas ciudades en los alrededores de Bárbara: tampoco mucho paisaje. A menudo no cabe el horizonte en la tabla del tríptico: santa Bárbara en primer plano, de cuerpo completo, ocupándolo todo, apenas deja algún resquicio por el que el paisaje pueda asomarse al espectador. Al principio, durante la transición medieval al Renacimiento, era habitual que tras el personaje 136


no hubiera nada más que un fondo neutro: el pan dorado tras la santa Bárbara del Altar Pähler, el papel rosa desplegado de la Santa Bárbara del museo de Huesca, o la mancha oscura que delimita el vestido bruñido de santa Bárbara en el Tríptico de la Resurrección con santa Bárbara y santa Catalina de Lucas Cranach. La santa Bárbara del Altar Pähler, 1410, del Museo Nacional Bávaro, en Munich, a la derecha del crucificado, vestida con un hábito con túnica ocre, curva la cadera como contrapeso, haciendo equilibrio para sostener la torre, la esbelta y densa torre que sobresale casi medio cuerpo de su cabeza. La torre, que enseña sus tres ventanas reglamentarias, tiene una hinchazón en la base, una dilatación como de pieza del ajedrez, un ensanchamiento que le impediría volcarse si se apoyara en el suelo: si se apoyara en un suelo distinto al que sostiene a Bárbara, pues éste es curvo como una montaña, un Gólgota en miniatura. Si se mide la altura de los presentes se comprobará que santa Bárbara es de mayor estatura que la Virgen María y que los dos san juanes, casi tan gallarda y con la piel tan blanca como la de ese Cristo clavado en la cruz que imita la postura serpenteante, sinuosa, que ella ha adoptado para mostrarse grácil y atlética. Santa Bárbara, como los otros tres personajes del altar, esconde una de sus manos bajo la tela. La santa Bárbara de la tabla izquierda del Tríptico de la Resurrección con santa Bárbara y santa Catalina pintado hacia 1508 por Lucas Cranach, casi un siglo después, mira hacia abajo: mira hacia el suelo, como santa Catalina al otro lado, porque sólo al resucitado se le ha concedido el derecho a mirar de frente al devoto. Bárbara viste un amplio vestido con brocados de oro y cubre su cabeza con un discreto tocado: en el escote cuadrado, casi igual de alto que ancho, se distinguen dos collares, dos cadenas de dama de alta alcurnia. La torre la sostiene contra su pecho con las dos manos visibles, con sus nueve dedos femeninos; la torre tiene sólo dos ventanas, altas y estrechas, y una puerta obturada con el pan y el vino sacramental de la comunión. De todas las torres aquí analizadas es la única que tiene por cubierta un chapitel cónico pintado de un alarmante color rojo sangriento. En otras tablas flamencas plegables, en otros altares jacobeos en los que la santa ocupa su posición lateral correspondiente, de acompañante ilustre o de espectadora de ese asunto clave de la tabla central con el que no tiene continuidad (posición del altar que ella nunca parece haber ocupado), se hace el esfuerzo por darle su sitio al horizonte, para que quepa un poco de azul del cielo y un poco de verde del suelo. A veces hay un árbol (en la Santa Bárbara del Díptico Santa Catalina y santa Bárbara del Museo Cerralbo de Madrid), un trozo del bosque, unos metros cuadrados de campo, y si la santa se sienta y deja sitio en sus márgenes, puede que se asome un valle lejano (Marcellus Coffermans, h.1555/1556, Santa Bárbara, Tríptico de la Virgen con niño, Museo de Asturias, Oviedo). Otro es el caso de las versiones sublimes de Hans Memling, en las que el paisaje, que nunca es un motivo protagonista, a pesar de no ser autónomo, se abre paso a empujones y reclama su sitio en la composición y en la mirada. En el Tríptico de Adrian Reins, en el Memlingmuseum de Brujas, donde el tema central es una Deposición de Cristo, casi una piedad, santa Bárbara ocupa la tabla derecha: el donante, arrodillado junto a san Jorge, está recluido en la izquierda. La santa también aquí oculta bajo el manto la mano con la que sujeta la torre, si es que verdadera137


Anónimo santa Bárbara, detalle del Altar Pähler, 1410 Bayerische Nationalmuseum Munich

Lucas Cranach santa Bárbara, detalle del Tríptico de la Resurrección con santa Bárbara y santa Catalina, h.1508 Gemäldegalerie-Staatliche Museen Kassel

Hans Memling santa Bárbara, detalle del Tríptico de Adrian Reins, 1480 Memlingmuseum Brujas

mente ella está sosteniendo esta singular torre con su derecha, pues más parece que estuviera apoyada en la loma de atrás, en ese otero que de algún modo sigue por la izquierda construyendo un horizonte continuo, un paisaje común para las tres escenas. Santa Bárbara lleva un vestido verde oliva de encaje por el que se le transparentan los brazos; viste también una capa morada y, bajo la corona, se ha recogido la melena tras la pequeña oreja. En estas composiciones en las que Bárbara está sola y constreñida, como rodeada por un campo de minas o de cenizas, sin atreverse, la mayoría de los días, a dar un paso adelante, el paisaje no importa demasiado, o no le importa a ella en absoluto, pues no puede moverse por temor al quebranto, al traspiés y a la caída, a quedar definitivamente tendida en el suelo, acostada, como una torre que se desplomara, ella que nunca estuvo así, horizontal, tumbada, decúbita supina en el interior una tumba. En estas composturas verticales y angostas, a veces enfermas de estenosis, santa Bárbara es lenta, una cámara lenta, ese caballo negro que ralentizado se ha dado la vuelta y está coceando patas arriba al principio de Andréi Rublev, lenta como las descripciones ambientales en Solaris mientras se interpreta a Bach, lenta como Amalfitano, el que en 2666 colgaba libros de geometría en el tendedero de su patio, lenta como un crepúsculo polar, lenta como si estuviera anclada, enroscada, aburrida, desalentada, pero no abatida, nunca abatida, nunca vencida, quizá un poco perpleja, un tanto turbada, pero no abatida, porque a pesar de todo, ella es fuerte, férrea, unánime, siempre erecta, erguida. Nunca abatida porque ella está fuera. 138


61 CONFIDENCIAS EN EL LIMEN. APARICIÓN DE GIORGIO DE CHIRICO

La barbarie, como ya se ha indicado, con el tiempo y con el uso, desgastándose y renovándose, pasó de aludir a una limitación en el manejo de un idioma a definir un lugar de procedencia, o a fijar un lugar de estancia. Bárbara es la residente en el «finisterre»: en el territorio limítrofe con la nada, con lo desconocido, con lo incierto, con lo inhóspito. Bárbara (la confinada, la confidente) es la habitante del confín: la última habitante, la hiperbórea. Esa geografía que la imaginación literaria le asignó para habitar es el territorio simbólico del último límite, a partir del cual ya todo se desvanece o se disuelve. Bárbara no es, por tanto, la residente en el primer o segundo límite, ni en la periferia, ni en el entorno, sino aún más allá: más lejos. Ella no está en el umbral, ni en el limen, sino aún más allá. Este más allá no es metafórico sino rigurosamente geográfico. Bárbara no está en el seno; ni en la tangente siquiera. Su residencia extramuros (si alguna vez fue abadesa, como propone la tradición africana, en esa posición civil se encontraba su convento) habría que entenderla a gran escala: después del último y más remoto muro. Ella no era una ermitaña (porque no vivía en una cueva) ni una cenobita (porque vivía sola): era una eremita domiciliada en una ermita rural y soberana que estaba situada fuera del mundo urbano. Esta ermita podía ser tanto una columna en el desierto, como la que eligió Simeón para probar la tentación de los demonios, o una atalaya, como la estación meteorológica que eligió la propia santa Bárbara para estudiar las tormentas, o como el observatorio astronómico que ocupó mientras trazaba un mapa esférico de las estrellas. Bárbara no era una alimaña: la barbarie no es aquí, como a veces se ha postulado, ni una condición ni un estado ni comportamiento animal. La barbarie es, al contrario, una elección: una renuncia al contacto y a la conversación; un alejamiento voluntario, un despojamiento. La barbarie no es la inferioridad, como a menudo pretende el que atribuye a otro el apelativo, el que administra y adjudica la barbarie despectiva. Tampoco una amenaza, que es el tema que de algún modo se plantea tanto en la novela de J. M. Coetzee titulada Esperando a los bárbaros como en El desierto de los tártaros de Dino Buzzati: en ellas el bárbaro es el habitante de más allá de la frontera, de una empalizada inútil o de una muralla obsoleta que un día fue construida para defenderse de una amenaza cerval e imprecisa, para defenderse de unos bárbaros gestados por el propio miedo de los constructores. Bárbara no es la extranjera que sitia la ciudad; no es Aquiles dando siete vueltas con su carro en torno a Troya ni es el caballo temible que habrá a su puerta; no es el lobo que merodea alrededor del campamento; no es un cerco ni una circunvalación. Ella no es una intrusa. Ella es una casa de campo, el único ciprés del continente. Ella vivió en una de las torres que en 1913 pintó para los sueños arquitectónicos Giorgio de Chirico: en La nostalgia del infinito (Museo de Arte Moderno, Nueva York), en El despertar de Ariadna, (colección privada) o en La gran torre (Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen, Dusseldorf) que tanto recuerda a la que admiró Almílcar en Salambó: “una gran torre cuyos tres pisos formaban tres cilindros monstruosos: el primero, construido con piedras, el segundo de ladrillos, y el tercero, enteramente de cedro, que soporta139


Giorgio de Chirico La nostalgia del infinito 1913 MOMA Nueva York

Giorgio de Chirico El despertar de Ariadna 1913 Colección privada

Giorgio de Chirico La gran torre 1913 Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen Dusseldorf

ba una cúpula de cobre sobre veinticuatro columnas de enebro”. Quizá, por seguir proponiendo hipótesis más o menos fabulosas, el nombre de Bárbara no fue elegido para la santa por sus promotores en alusión a su extranjería territorial sino a su condición de criatura adoptada: tal vez ella, con otro nombre, fue una mensajera o una deidad que vino de lejos a evangelizar o a profetizar y se quedó atrapada en el martirologio: otro caso más, de los que tan bien abastecido está el santoral romano, de apropiación por el cristianismo de una santidad pagana. No en vano de oriente vinieron los dioses del relámpago: de allí, antes de los magos, procedía la amenaza legendaria de los portadores del fuego. Según Louis Réau, el culto a santa Bárbara sustituyó en algunos casos al de la divinidad celta denominada Borbo (o Borvo o Borbón), que era un dios de las fuentes. Bárbara, venga de donde venga, fuera quien fuera, es una diosa liminar, la última diosa. Quizá sea la que baja de la montaña hacia el valle, la que se aproxima desde la cumbre a la ciudad, la que interfiere, la que se interpone en el paisaje. Bárbara es un paisaje. Cuando llegó el éxito del paisaje en la pintura europea santa Bárbara ya casi se había retirado a sus aposentos y apenas mantuvo públicamente relaciones carnales con él. Sus vínculos con el paisaje son más ideológicos que físicos y tienen, como en el lejano oriente, algo que ver con la confrontación dual entre la noción de alto y de bajo, con la convivencia de lo celeste y lo terreno. El término genérico utilizado en chino para designar el paisaje es «shanshui», que es una contracción del sinograma «shan», que significa montaña, y de «shui», que significa agua, curso del río, valle; y 140


así, el concepto oriental de paisaje, que como la palabra que lo designa es una noción previa al concepto occidental, surge de la yuxtaposición y comunión de la idea de montaña y de valle, de la relación entre lo elevado y lo profundo. Si la idea de paisaje de la que se apropiará la pintura holandesa surge, de acuerdo con Javier Maderuelo (El paisaje. Génesis de un concepto) de la contemplación y la expresión de la misteriosa confluencia de lo alto con lo bajo, de lo emergente con lo deprimido, de lo creciente con lo menguante, santa Bárbara hubiera sido un buena referencia, un símbolo apropiado de este conflicto.

62 PROBLEMAS DE EXPRESIÓN: LA ARQUITECTURA PÁRVULA

Bárbara, de haber hablado la lengua de los hombres, se habría comunicado en griego, que era la lengua culta, docta, comercial y teológica del siglo III en la cuenca del mediterráneo grecorromano, antes de la universalización del latín. La extranjería de Bárbara bien pudo ser de índole exclusivamente lingüística: sus límites no eran fronteras geográficas sino idiomáticas. Si atendemos ahora a Esquilo en vez de a Heródoto, oiremos a su Prometeo encadenado decir, refiriéndose a los hombres: “eran unos bárbaros, pero durante mi estancia entre ellos les enseñé el uso de la palabra”. Prometeo es para Esquilo el primer portador y el donante de la luz y la palabra a los hombres, la primera criatura que no fue bárbara y que ayudó a las demás a salir de su barbarie sin lenguaje, afónica y ágrafa. Tal vez la palabra «bárbara» se refiera al “arte de trasmitir lo dicho en una lengua extraña a la compresión del otro”, que es literalmente una de las definiciones que Hans Georg Gadamer dio de la palabra hermenéutica, cuya finalidad es “revelar la extrañeza del espíritu extraño” y, por tanto, revelar la barbarie del espíritu bárbaro. Tal vez, en rigor, la palabra «bárbara» no signifique otra cosa que «la que no sabe hablar» en nuestra lengua, la que no sabe expresarse o la que se expresa de modo no inteligible para nosotros y, por tanto, «la que no sabe aún hablar», la que masculla o balbucea todavía, la infantil (en cuanto a que la voz infancia remite a la imposibilidad de usar el lenguaje para comunicarse oralmente con eficacia). Si esto fuera así, si la barbarie fuera la dificultad en la construcción del lenguaje, la impericia en su empleo, la extrañeza de lo extraño, santa Bárbara debiera ser la patrona de la arquitectura párvula (la arquitectura balbuciente, inexpresiva, sucedánea, impronunciable, ronca, etc.), o de la arquitectura inmadura (floja, dócil, obediente, sumisa, afásica, etc.), o de la arquitectura embrionaria (celular, gestual, seminal, potencial, esporádica, etc.) o de la arquitectura lúdica (de los juegos de construcción, las maquetas desmontables, los mecanos, los andamios, etc.), o de la arquitectura efímera (que no fulminante) o de la arquitectura disléxica. O de la arquitectura estridente: la que alza la voz para hacerse notar; la que grita para llamar la atención; la que se agudiza para resultar llamativa; la que se disfraza para ser atractiva. De cualquier arquitectura que chilla y chirría, y, en consecuencia, de la arquitectura turística y de la 141


Frank O. Gehry Hotel Bodegas Marqués de Riscal, 2006 Elciego, Álava

Frank O. Gehry Stata Center, 2005 Cambridge Frank O. Gehry Museo Marta, 2005 Herford

Frank O. Gehry Walt Disney Concert Hall 2003, Los Ángeles EMBT Parlamento de Escocia, 2004 Edimburgo

EMBT Mercado de santa Catalina 2005 Barcelona

financiera, de la arquitectura litoral y de supermercado. Y de la arquitectura que farfulla y cacarea y berrea y se embrolla. Bárbaro es quien no sabe usar la palabra conveniente para comunicarse: el que utiliza un idioma impropio, equívoco, improcedente, inoportuno; una lengua que abusa del gesto y que desperdicia el adjetivo. Bárbaro es el que intencionadamente confunde, el inculto o el delincuente que recurre a un lenguaje equívoco como arma o como mercancía. 142


63 POLIFONÍA DE BABEL

El esfuerzo más colosal que cualquier dios ha realizado con el objetivo de trasformar al hombre en un bárbaro se llevó a cabo, como es bien sabido por los lingüistas y los traductores, durante el boicot a la construcción de la Torre de Babel. La introducción de un escrúpulo en la boca de cada trabajador, de una piedra anónima y tergiversadora que les impedía decir lo que querían decir, viene a contar la leyenda bíblica según alguno de los exégetas, fue el origen de la barbarie cainita y la causa del fracaso edilicio de la torre. Quizá Bárbara vino al mundo, tal vez la soñaron nuestros antepasados babilónicos sólo para redimir el pecado arquitectónico de Enoc (la fundación de la primera ciudad horizontal y extensa) o el pecado edilicio de Nemrod (la construcción de la primera ciudad vertical e intensa) del mismo modo que Cristo redimió a Adán del barro y de la fruta. Si los constructores de Babel dejaron de entenderse y no pudieron continuar la obra quizá fue porque desistieron de usar los mismos nombres para referirse a las mismas cosas: porque olvidaron un lenguaje técnico común; un único lenguaje arquitectónico. La iconografía medieval de la torre que atiende a su proceso constructivo, que es la más abundante, no es del todo ajena a la hipótesis de que fue la carencia de una jerga gremial que permitiera nombrar con precisión las partes, los componentes, los instrumentos o las herramientas de la arquitectura, la que impidió la conclusión del edificio y provocó el poliglotismo posbabélico. En tal caso santa Bárbara, en cuanto a redención lingüística de Babel, representaría, respecto al vínculo entre el lenguaje y la arquitectura, la posibilidad o la conveniencia de reinstaurar una lengua científica (económica, eficaz, elocuente, no ambigua) y específica de lo arquitectónico. Quizá si el Yahvé que gobierna el Antiguo Testamento, en vez de expresarse vociferando, como dice el Salmo 148,8 que le vociferaba a sus súbditos, hubiera hablado a sus impávidos y ateridos oyentes vocalizando, empleando un lenguaje simplemente humano en vez de usar un idioma de truenos, relámpagos, tormentas, nieve, granizo, diluvios, terremotos aderezados con el catálogo completo de catástrofes y de fenómenos naturales y atmosféricos, visibles o invisibles, ni Babel ni Bárbara hubieran sido necesarias. Es decir, si Yahvé hubiera continuado usando esa «lengua perfecta» con la que le habló a Adán, esa a la que se refiere la cábala y que ya se había extinguido antes de la «confusio linguarum» de Babel, los hombres no habría tenido la necesidad de inventarse a santa Bárbara para que los ayudara. Según Robert Graves la asociación de la idea de Babel con el concepto de confusión procede de la errónea interpretación por parte de los hebreos de la palabra acadia «bab-illi»; éstos, por aproximación fonética, la identificaron con su palabra «balal», que en lengua hebrea significa confundir, embrollar. Algunos autores árabes consideraban que el asunto de la confusión de las lenguas, de la dispersión de los obreros y la consecuente disgregación en tribus y lenguas distintas (70 según una tradición; 72 según la contabilidad de Isidoro de Sevilla en su Etimologías), no es la causa del fracaso de la obra sino una consecuencia del colapso de la misma; que fue porque la obra 143


Pintor flamenco La construcción de la torre de Babel, h.1470 Museum Mauritshuis La Haya

Anónimo Miniatura del Libro de las horas del duque de Bedford, La torre de Babel 1424-1430 British Museum, Londres

comenzó a arruinarse antes de llegar a su fin por lo que las cuadrillas de obreros se dispersaron por toda la tierra buscando trabajo y sustento, y que de esta centrifugación surgió la diversidad idiomática, la polifonía universal de los constructores hablándose, aludiéndose cada uno en su lengua. Bárbara, en cualquier caso, por un lado y por otro, desde el léxico y la semántica, desde la iconografía y la arquitectura, relacionada con Babel o por sí misma, es un problema de expresión. Un asunto o un acto lingüístico: la exteriorización de un pensamiento arquitectónico.

64 DISIPACIÓN DE SANTA BÁRBARA EN LA NIEBLA

Santa Bárbara pertenece al arte de occidente: ella es una antigua creación de sus pintores. La pintura fue quien le atribuyó una imagen después de raptarla del mito hasta entonces cohibido en la literatura. Si el lugar natural de gestación y alumbramiento fue la palabra, el lugar en el que se manifestó y metamorfoseó fue el color: de un ámbito a otro, de un soporte gráfico a otro, el relato de su tragedia. Santa Bárbara es una deidad medieval: gótica, estadísticamente centroeuropea. Santa Bárbara es una criatura del pensamiento y la climatología septentrional: sobre todo de su particularidad flamenca. El Renacimiento ilustrado, más atento a la caricia que a la herida, a la poesía que al teatro, no se fijó demasiado en ella. Para simbolizar la virginidad femenina prefirió a la virgen por antonomasia: a María de Nazaret o, en segunda opción, a otras adolescentes mártires y mediterráneas, como Águeda, Inés o Úrsula; frente a la Torre Bárbara optó por las dos torres de la letanía lauretana: la Torre de David (por su hermosura) y la Torre de Marfil (por su fortaleza). El Barroco optó por la sangre evidente antes que por la sangre insinuada: había, para las decapitaciones, modelos mucho más aptos que la cabeza sin escindir de Bárbara: Goliat y David, Holofernes y Judit, o san Juan y Herodías, con sus testuces seccionadas daban más 144


Robert Campin Santa Bárbara, 1438 Museo Nacional del Prado, Madrid

Maestro de Hoogstraeten santa Bárbara, detalle de Virgen con santa Catalina y con santa Bárbara Galleria degli Uffizi, Florencia

juego estético, tenían más carga dramática. También se prefirió la columna de orden compuesto de la flagelación a la columna de fuego que era la torre de Bárbara: a su columna de humo, a esa antorcha ardiente como una lámpara. A la cultura del Renacimiento italiano, al contrario que al Barroco ibérico, le interesó más representar, en general, la sabiduría que la violencia, el pensamiento que la espada, a los dioses griegos de Hesíodo y a las divinidades de Ovidio que los santos descuartizados. Santa Bárbara, que es una intelectual a la que el martirio le fue insuficiente, no le dio mucho juego ni a los a aedos ni a los filósofos. Su biografía no le interesó en toda Italia más que a unos cuantos pintores, y quizá sólo por encargo. Su vida no se ajustaba a las exigencias de los escenarios: ni el suplicio exterior ni los misteriosos acontecimientos del interior. No era útil para la pintura escenográfica ninguna de las estancias de la torre de Bárbara; ni siquiera para recibir allí dentro la visita del Espíritu Santo, que tanto le debe. La pintura renacentista y la barroca le negó a Bárbara la iluminación. Ella no recibió ni la visita del ángel de la anunciación ni el rayo embarazador de ese espíritu que se cuela por cualquier abertura, que entra por un orificio del muro, por el óculo más alto de la habitación o por el último arco de galería de la izquierda, ese que penetra radiante y directo desde la alta paloma hacia la mujer sentada, reclinada, expectante y sorprendida por la aparición. Bárbara no estaba en el lugar adecuado para acoger en su seno el espíritu que tanto promocionó; al que tanta publicidad hizo con su tercera ventana. Según ellos, tampoco dentro pudo recibir la luz del conocimiento. El recinto de la sabiduría que aquella pintura propuso era un interior, una habitación en la que estudiar o en la que meditar, en la que escribir o leer, siempre con estructura de celda. La celda monacal fue el espacio por antonomasia, como demuestra san Jerónimo en su celda o san Agustín en su estudio, para acoger el hábito de la erudición: ella fue el lugar por excelencia de 145


Jean Nouvel Torre Agbar, 2005 Barcelona

Norman Foster Torre Swiss Re, 2005 Londres

reclusión del estudioso, la cámara oscura del escribiente; la dependencia arquitectónica elegida para recibir la luz, fuera cual fuera su procedencia, divina o no, se tratara del descubrimiento o de la revelación. Y Bárbara no tuvo celda: ella siempre prefirió el exterior. La torre no es una arquitectura propicia para la celda, un buen panal. La torre no pudo competir con el convento, con la celda monástica que inventaron para los doctores de la iglesia, con esa celda anacrónica en la que encajonaron a los santos varones para que leyeran y escribieran, para que recibieran por medio de un rayo pacífico el conocimiento divino, para que por la acción de la arquitectura se volvieran misántropos y misóginos. En la torre de la penitenciaría tampoco hay habitaciones que, en rigor, puedan llamarse celdas; tampoco en la torre del homenaje; menos aún en la de control. En las torres contemporáneas es difícil vivir: a menudo es completamente imposible vivir. Las torres contemporáneas, y más aún las futuras, son monumentos (es decir, arquitecturas que no son habitables, que rechazan de su seno la vida); son aposentos donde se gesta el imperio: son un torpe tótem de la mala soberbia y la avaricia; son emblemas de las corporaciones financieras, de las empresas energéticas, de los medios de propaganda ideológica, de los emporios de la administración de servicios, de los bancos y de las constructoras y de los monopolios petrolíferos o de cualquier forma emergente del poder que necesite evidenciarse y lucirse y pavonearse y alardear. Antiguamente izaron sus torres los militares en sus fortalezas, los eclesiásticos en sus iglesias y los gobernadores en sus palacios para manifestarse: hoy lo hacen los empresarios. La torre, como bien sabe santa Bárbara, no es una tipología de la arquitectura domiciliaria: no puede ser, contener un hogar. Cuando el bloque del Movimiento Moderno prolifera y se eriza y aspira a la transcendencia, fracasa como modelo residencial y perece. 146


CANON E ICONO. LITERATURA Y METEOROLOGÍA

65 ICONOGRAFÍA SIN DOGMA. MONSTRUOS Y TEMAS

La representación más antigua de santa Bárbara que se conoce es una que hay esculpida en un pilar del siglo VIII en el interior de la iglesia de Santa María Antigua de Roma, que está acompañada por un pavo real que tal vez aquí simboliza, como en otras situaciones, la inmortalidad. Su iconografía fue construyéndose por adicción, por acumulación de atributos, por la inclusión del repertorio de objetos que, según unos u otros, estuvieron de algún modo relacionados con su fantástica vida: de objetos, de lugares, de personas, de circunstancias, de agentes atmosféricos, de animales, de alusiones que algo tuvieron que ver con su deriva hacia la santidad por la vía directa del martirio. La iconografía de no pocas santas es el conjunto de enseres que les causó tormento, el ajuar de su suplicio, el espectáculo de los instrumentos que de la pasión de Cristo se le aparecieron a san Gregorio al ser tentado por la duda mientras decía misa. No hay canon, ortodoxia en la representación iconográfica de santa Bárbara. Ella, como tantas otras, es un caso magnífico de simbiosis y contaminación entre la realidad y la ficción, entre la materia, áspera y densa, y el sueño. Ella, si acaso es sólo simulacro, si sólo fuera una forma de la encarnación de la arquitectura, sería un híbrido de la casa femenina y el cuerpo, una criatura biforme mitad mujer y mitad torre, una sirena erecta vestida con una falda rígida y cilíndrica. Nadie se ha atrevido a figurarla de esa manera: a sustituirle, de cintura para abajo, la carne por la piedra: las piernas por una atalaya o a proponerle, al contrario, una fortaleza sobre las caderas. Quizá sólo Alberto Durero podría haberlo hecho: él fue quien le atribuyó forma al ángel del Apocalipsis que le daba a comer a san Juan un libro, quien lo dotó de las columnas en llamas que dice la pesadilla evangélica que tenía por piernas. No se atrevió el santoral, por demasiado profanas, con las metamorfosis, con las mezclas contra la naturaleza teórica. Los híbridos los recluyó en el infierno; a los monstruos los vinculó con pecado; la máscara la asoció a la mentira, la careta con la falsedad. La serpiente tentadora del paraíso, como tantas veces se ha visto, podía tener cabeza y rasgos femeninos, larga melena y dos pechos rosados en flor en un cuerpo de reptil más o menos nauseabundo, pero ninguno de los cuatro evangelistas fue mezclado jamás con la figura zoomórfica que, según san Jerónimo, desde su versión del Apocalipsis, lo identificaba: san Lucas podía haber sido perfecta, lógicamente un minotauro: si el buey era su atributo nadie se hubiera extrañado de que se hubiera superpuesto a él; alguna vez el evangelista podía haber sido fundido a medias con su animal representativo, san Marcos con león rugiente, san Juan con el águila y san Mateo, si hubiera sido 147


Alberto Durero fragmento de San Juan devorando el libro, 1498 xilografía de la serie Apocalipsis

viable sin parecer un siamés o un bicéfalo, con el ángel. Quizá nunca se les dio forma a estas hipótesis, ni a santa Bárbara se la confundió, fuera cual fuera la mitad confundida, con la arquitectura, tanto por temor al sacrilegio y a la condena como por el motivo estético que expuso Denis Diderot, en De la composición y la elección de los temas, quien dijo que es al gusto, no a la razón, a quien le corresponde crear monstruos: “La cabeza de un hombre sobre un cuerpo de caballo nos gusta; la cabeza de un caballo sobre el cuerpo de un hombre nos desagradará. Al gusto le corresponde crear monstruos. Quizás me precipite en los brazos de una sirena; pero si la parte que es mujer fuera pez y la que es pez fuera mujer, apartaría la mirada.” Bárbara evitó la teratología: nunca fue monstruosa. No anticipó la imagen fabril de la «La Cosa», esa criatura de la factoría Maxwell que formaba parte del equipo de «Los Cuatro Fantásticos» y que tenía el cuerpo dibujado con un aparejo de mampuestos, de sillares o de ladrillos; ellos se transustanciaron, se transfiguraron, se transformaron de seres corrientes a seres fantásticos cuando recibieron una sobredosis de rayos. «La Cosa» representaba y ejercía la fuerza muscular: era el representante metamórfico de la fortaleza; el emblema renacentista de la fortaleza a menudo sostiene sobre sus hombros forzudos una torre o una columna. La torre sin revestimiento, como hace «La Cosa» deshilachada, cuando enseña el despiece de sus paramentos es porque quiere mostrar también su musculatura y advertirle al espectador sobre su capacidad de resistencia y su potencia de destrucción. Santa Bárbara nunca hace alarde de sus atributos ni imita formas ajenas. Ella siempre estuvo al lado de la arquitectura, asistiéndola o acunándola, pero nunca la soportó gravemente sobre su cabeza. Quien lleva encima la torre es el elefante: otro símbolo arcaico de la fortaleza. Él es quien soporta en su lomo la carga, quien le sirve de peana a la arquitectura, sea ésta una torreta 148


o un obelisco, en una miniatura de oriente o en un bestiario medieval, como una ficha de un juego o como una obra escultórica de Gian Lorenzo Bernini en la Plaza de Minerva de Roma, detrás del Panteón.

66 EL PÉNDULO DE LA ARQUITECTURA. ICONOLOGÍA DE CESARE RIPA

Afirma Cesare Ripa (h.1560, h. 1625) en su Iconología (1593) que la arquitectura es una mujer; que la idea de «arquitectura» debe representarse mediante una “mujer madura con los brazos desnudos. Lleva traje de variados colores sosteniendo en una mano el péndulo, el compás y la escuadra, y un pergamino en la otra, en el que se verá dibujada la planta de un palacio, con algunos números que la rodean”. Francesco Rustia, se acuerdo con Cesare Ripa, en su Alegoría de la pintura y la arquitectura (Galleria degli Ufizzi, Florencia) pinta a la arquitectura como una muchacha que lleva un manto rojo sujeto en un brazo. Santa Bárbara, que no es icono de la arquitectura (aunque sí su representante femenina en el cielo de los santos fundadores y constructores), no atiende casi a ninguna de las exigencias iconológicas planteadas por Ripa: ella es muy joven, una adolescente, casi una niña, y no una mujer madura: es una inexperta; nunca la acompañan alguno de esos instrumentos métricos ni gráficos vinculados al oficio de la arquitectura; no hay a su lado ningún dibujo, ni siquiera los planos que su padre trazara antes de irse de viaje para que en su ausencia pudiera levantarse el edificio de su perdición. Santo Tomás es quien se ha apropiado tanto de la edad madura como de los otros atributos que desde los albores de la Edad Media se han asociado al gremio de la construcción; él es quien sujeta la escuadra, el transportador y la plomada. Cesare Ripa, siempre docente, aclara algunas de las razones que justifican esta representación técnica de la arquitectura: “se pinta esta figura en la madurez de la edad para mejor mostrar que la experiencia suele coincidir en el hombre con el más alto grado de ejecución de sus obras más ambiciosas. Y se viste de varios colores para indicar así la acorde variedad de las cosas que en este arte deleitan a la vista, del mismo modo que deleitan los oídos las sonoras y diversas voces de las artes musicales”. Bárbara, aunque policroma y variopinta, es para Ripa una inepta, profana. Cesare Ripa, el trinchante y mayordomo del cardenal Antonio María Salviati en Roma, no la eligió a ella como embajadora de la arquitectura. La vestimenta de la arquitectura es, de acuerdo con Ripa, de varios colores: tal vez blanco, almagra y albero, o celeste y rosado, o tabaco para la carpintería de madera y verde carruaje para la cerrajería metálica. La arquitectura siempre fue presumida, variable, elegante, con un armario muy bien surtido de trajes y de abalorios. La vestimenta canónica de santa Bárbara es más escueta: es un manto rojo –el del martirio- sobre algún tipo de vestido, de alguna prenda blanca que alude a la virginidad. En su Iconografía del arte cristiano. Iconografía de los santos Louis Réau está de acuerdo con estos colores elementales, con el blanco y con el rojo alternativos que usó 149


Anónimo La virgen entre san Juan y santa Bárbara, siglo XV Museo del Louvre París

Hernando de Esturmio. Pero casi nunca se respetan estos hábitos: Bárbara tiene más trajes verdes que blancos, más capas ocres que rojas en su vestuario, aunque el rojo, así se limite al envés de la capa o a la camisa, al pañuelo o al tejado de la torre, no suele faltar en su repertorio de princesa lujosamente engalanada. Bárbara, hermosa y rica, noble y bien alimentada, no puede ser monstruosa ni ir harapienta. Ninguna santa ha sido representada desaliñada, con la ropa desgarrada, con el hábito dejando entrever demasiada piel, quizá con la excepción de alguna extraña María Magdalena deshilachada. Sólo algún varón eremita penitente, inspirado en la imagen canónica de Juan el Bautista purificándose en el desierto, ha ido mal vestido, desarrapado y despojado, con el pecho y los muslos descubiertos como signo de pobreza, con la piel acartonada envolviendo, cual san Onofre, los huesos. Bárbara no padeció escasez ninguna ni hizo voluntariamente penitencia; no pasó hambre ni frío. No es raro que en vez del signo de santidad que es la aureola, sea en su forma de disco o de aro luminoso, porte una corona, que es primer signo de realeza y luego, según sus condiciones, de algunas virtudes mayores. En los iconos bizantinos, en las imágenes ortodoxas, siempre precisas y ecuánimes, dentro de su estricta economía simbólica, santa Bárbara lleva por todo atributo, sujeta en una de las manos, una cruz delgada, elemental, sintética. La otra mano, levantada, se gira y muestra la palma al espectador.

67 MISTERIOS DE GOZO

En las representaciones de santa Bárbara, salvo en aquellas que forman parte de alguno de sus escasos ciclos narrativos, no suele haber una violencia explícita; si acaso, algo de tensión contenida, alguna amenaza, algún peligro latente, un cierto hieratismo escultórico en los actores, en 150


los que acostumbra a predominar la serenidad, la quietud, el letargo. Los paisajes, incluso, evitan la tormenta, la crisis celeste del estertor final de la cruz. La pintura, en general, no ha preferido de ella la escena corriente de su martirio: ya había suficientes casos de decapitación y degüello. Ni siquiera, también salvo excepciones, se ha fijado en las escenas de tortura a las que fue sometida, en el desgarramiento de su pecho al que, dice una de las tradiciones, asistió como espectadora involuntaria santa Juliana. De ella ha suprimido la iconografía casi toda huella de dolor, como si el sufrimiento no le compitiera. No hay rayos apenas: la naturaleza no es convulsa. No hay espadas apenas: los verdugos se retiran al segundo plano. Hay en su iconografía pocas señales de su martirio. Ni a los artificieros ni a los campaneros, ni a los arquitectos ni a los fabricantes de brochas les ha interesado mucho la sangre de Bárbara: sólo se han fijado en sus manos, hábiles en el trabajo y eficaces como paraguas, útiles en la defensa. Ningún moribundo invocó nunca su cuerpo rajado por la esquirla cerámica o por el látigo; nadie en su agonía le rezó a sus pechos desgajados por la tenaza para que le sirvieran como consuelo en la enfermedad y en la cirugía: los agonizantes sólo querían que la santa les trajera urgentemente la comunión o que intercediera por ellos en el momento del juicio divino. Bárbara no se contorsiona ni alardea de su dolor. Es pacífica y hermética. Es, como la arquitectura, un emblema de la extática y de la estática, aunque haya sido representada a menudo como una caminante; en pie y de paseo es la portadora –o la donante- de la arquitectura: la adolescente es su medio de transporte terrestre, su vehículo. Bárbara es una diosa vehicular. Por ahora, al contrario de lo que ha sucedido con el profeta Elías, que no ha podido evitar interpretaciones extraterrestres, ella se ha librado de fáciles lecturas inversas: aquellas que postularan que el medio de trasporte es la torre ardiente -un vehículo movido por el fuego- y que ella es la tripulante. También, por sabia y discreta, ha eludido con gráciles movimientos de cadera las lecturas psicoanalíticas: la torre no ha sido interpretada como un atributo fálico, un contrapunto freudiano de la virgen amenazada por el macho armado. La torre no es la vara del virgo, la «virga» en la que se apoya la virgen. Santa Bárbara, al hilo de la Contarreforma, fue en su declive utilizada para hacer propaganda y apología de los sacramentos: especialmente del sacramento de la eucaristía y del sacramento la extremaunción. Aunque mujer, sin acceso al sacerdocio y, por tanto, a ser oficiante de los sacramentos, fue utilizada como arma defensiva contra los ataques teológicos que Lutero, con sus argumentos, dirigió hacia ellos y su liturgia. En las representaciones de santa Bárbara es notoria, y poderosamente llamativa, si no alarmante, la ausencia de Dios: incluso sus símbolos y sus dones escasean en derredor. No pocas veces le han negado a santa Bárbara la aureola, el nimbo de la santidad; no pocos pintores la han imaginado simplemente humana; en no pocos de sus actos literarios parece que ella misma prefería los caminos profanos. ¿Qué diferencia, o cuál es la distancia que hay entre la santa Bárbara que pintó Ghirlandaio hacia 1473 y cualquier diosa o cualquier ninfa de las que pintó Sandro Botticelli? Santa Bárbara es a menudo un misterio de gozo: un fragmento de leticia. Con alas su cuerpo se parecería a la Victoria de Samotracia. 151


Matthias Grünewald Altar Isenheim, 1515 detalle del cuerpo de Cristo Museo Unterlinden Colmar

68 ALEGORÍA, SÍMBOLO, Y WILDE ATORMENTADO

No siempre están claras las diferencias entre la alegoría y el símbolo: ni el significado preciso de cada término ni su sentido, ni su compatibilidad ni su exclusividad. Santa Bárbara, al contrario que el obeso san Antonio María Claret, que no puede serlo, dependiendo del lugar desde el que se la mire y la parte a la que se atienda, puede ser alegórica y simbólica. Es alegórica si su figura es el resultado de atribuirle una forma sencilla a una idea compleja; es un símbolo si es una sólo una figura de la que pueden derivarse múltiples ideas. Dice en este sentido Ignacio Malaxecheverría, citando a P. Godet, en su introducción a Bestiario medieval que “la alegoría parte de una idea (abstracta) para llegar a una figura, mientras el símbolo es primeramente y de por sí figura, y como tal, fuente, entre otras cosas, de ideas”. Es decir, que algo es alegórico si la forma procede de una idea, y es simbólico si las ideas proceden de una forma; y en consecuencia, que es alegórico o simbólico tanto según el orden y el sentido del proceso como según la cuantía, la unicidad o la multiplicidad, de las ideas y las figuras. Cuando santa Bárbara es una figura de mujer en la que se ha concretado la idea, por ejemplo, de arquitectura, ella es una alegoría de aspecto variable; si la imagen pública de Bárbara fue previa, anterior al concepto abstracto al que remite, y a ella se le fueron añadiendo significados 152


dispares, sumándosele ideas, ella es un símbolo que podría, entre otras muchas cosas, representar la drogodependencia del láudano sueño de la arquitectura, que podría haber dicho Blanca Andreu, o la soberanía y la coexistencia de lo femenino y lo arquitectónico; o representar el misterio de la trinidad, o la ternura cutánea de la piedra, o la humanidad buscando la trascendencia, o tantas otras cosas posibles. “Todo lo que me sucede”, dijo con énfasis Oscar Wilde cuando salió de la cárcel, “es simbólico e irrevocable”. Todo lo que le sucedió a santa Bárbara, y no siempre al dublinés, antes y después de su prisión paterna, sí fue estrictamente simbólico e irrevocable: asunto del destino antes que de la voluntad caprichosa de los dioses. No se sabe nada que fuera dicho por ella, aunque los martirologios más antiguos, que tenían la costumbre de poner frases lapidarias u oraciones piadosas en boca de los supliciados, le atribuyen alguna que otra sentencia intrascendente. Dicen los asiduos a los cementerios que en la sepultura del escritor irlandés en el cementerio parisino de Père Lachaise, no faltan nunca flores: “las flores que se ganan todos los mártires”, precisa Javier Marías en Vidas escritas. Pero Oscar Wilde, que fue acusado de escándalo público y de sodomía por John Shalto Duglas, marqués de Queensberry, padre de su mejor y más dramático amante, que murió en París con cuarenta y seis años, enfermo de meningitis, no sin antes reclamar una última copa de champán, y que con el transcurso del tiempo está ganándose el título de símbolo, no se merece el alto honor de ser llamado mártir. Bárbara, que sí lo merece, sin embargo, carece de un sepulcro al que llevarle flores: de un relicario indudable ante el que rendirle homenaje, sobre el ponerle una maceta con geranios. Rieti no ofrece garantías suficientes como destino del peregrino bárbaro. Tampoco Cagliari, en Cerdeña, donde dicen que está sepultada santa Bárbara. Pero una santa Bárbara distinta a la que aquí se está conmemorando a la vez que se desentraña: una compañera de santa Restituta, cuya festividad se celebra a finales de junio, aunque, como su predecesora, fue decapitada en lo alto de un cerro, de una colina denominada por este suceso, desde entonces, «Sa Scabizzada». En esta colina «Descabezada», en el cabezo en el que padeció martirio esta otra Bárbara insular también manó una fuente milagrosa, sanadora y redentora. El cadáver múltiple de santa Bárbara es un hontanar.

69 JOYCE, RILKE, VERLAINE, MISHIMA, SCARPA

En la Torre Martelo, junto al mar, hay de cuando en cuando flores, no siempre naturales. Allí es donde a las ocho de la mañana del dieciséis de junio de 1904 comienza la acción de Ulysses. Las flores no son para la imagen inexistente de santa Bárbara ni para James Joyce sino para Stephen Dedalus, que todavía se afeita en la terraza de la vieja fortificación dublinesa, de esa almenara que ahora es usada como residencia barata por algunos estudiantes. James Joyce, que para su infinita

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Carlo Scarpa Museo cívico Castelvecchio, 1957-64-75 Verona

desgracia no era devoto de santa Bárbara, incluso mientras describía en Trieste la jornada de Leopol Bloom, “a lo que le tenía más pánico era a las tormentas”, apunta Javier Marías en otra de sus biografías tendenciosas, y aclara que ese pánico al trueno y al relámpago estaba alerta en Joyce “tanto en su niñez como en su edad adulta, aunque en ésta lo disimulaba más”, y añade que “de adulto, dicen las malas lenguas que se tapaba los oídos y se comportaba como un cobarde”. ¿Quién como Joyce se tapa los oídos y cierra los ojos? ¿Quién teme a la tormenta? ¿Quién es el atormentado en esta ciudad impermeable? ¿Por qué el atormentado le reza a santa Bárbara escondido debajo de la cama, agazapado en el hueco de la escalera, amilanado dentro del armario ropero del fondo pasillo? ¿Por qué es en los huecos pequeños, en los agujeros uterinos de la casa donde se invoca a santa Bárbara? ¿Por qué, ella que vivió a la intemperie, es una santa claustrofílica? Si a James Joyce le aterrorizaban las tormentas, a Rilke, que también se refugió en la acuosa Trieste para amancebarse con la escritura, le excitaban: si uno se escondía de ellas, el otro las ansiaba. Rainer María Rilke tardó no menos de diez años en componer sus Elegías de Duino; la mayoría de este tiempo lo dejó pasar aguardando a que se desataran las tormentas, a que estallara el cielo como un látigo, a que se quebraran y crepitaran las nubes, pues era en medio de este aquelarre atmosférico donde preferentemente hallaba él su inspiración poética. En el centro de la tormenta el poeta menudo oía la voz de Dios dictándole el principio de su poema, la estrofa inaugural (“¿Quién, si yo gritara, me oiría desde la jerarquía de los ángeles?”); en medio de ella escuchaba los mejores versos (“lo bello no es más que el comienzo de lo terrible”) y descubría las metáforas más sonoras. Durante el tiempo que residió en el castillo de Duino hospedado y alimentado por la princesa Marie von Thurn und Taxis, desde el año 1912 hasta que en 1922 154


concluyó sus diez elegías, Rilke no se sintió buen poeta sin la compañía, sin el estupefaciente de la tormenta. A falta de tormentas naturales Rilke se consolaba con las tormentas verbales que él provoca: con imaginarse el cincel de Miguel de Ángel golpeando furioso, estallando contra el mármol al desnudarlo (Historias del Buen Dios), originando truenos y rayos domésticos al extraerle el acero chispas a la piedra. Tampoco él fue devoto de santa Bárbara, cuya imagen evitaba y quizá maldecía. La relación de Paul Verlaine con santa Bárbara no es por medio de los meteoros, como en el caso de Joyce y de Rilke, sino a través de la pólvora y del fuego: cada vez que llegaba ebrio a su casa, lo cual acontecía con frecuencia, estuviera o no su amigo Arthur Rimbaud hospedado dentro de ella, intentaba prenderle fuego al armario en el que su suegro almacenaba abundante munición de caza. Este armario sin blindaje, esta santabárbara domiciliar estaba peligrosísimamente colocada junto a la alcoba en la que dormía su esposa. Este arsenal, aunque Verlaine reiterada, obsesiva y alcohólicamente lo intentó, nunca estalló. A Mathilde, porque no acertaba a hacerla volar despedazada por los aires como santa Bárbara cuando prendió el polvorín de su convento, al menos en una ocasión intentó quemarle la cabellera con una cerilla, transformarla en una tea. Paul Verlaine no necesitaba la metáfora: exigía la evidencia. El hilo que une a Yukio Mishima con santa Bárbara no es el del rayo ni el del rastro del fuego: es el hilo de la sangre que sale destilada del cuello, que se derrama del cuerpo recién decapitado. El papel de Dióscuro lo desempeña en esta historia literaria Masakatsu Morita, que no es el padre de Mishima sino su amigo más fiel: su torpe compañero del último día. Masakatsu, el sirviente, tenía la orden de hacer de matarife en el último acto, pero no acertó con ninguno de los tres golpes que le asestó a Mishima mientras se desangraba arrodillado en el suelo: con el primero, en vez de cortarle la cabeza de un tajo, le rebanó los hombros; con el segundo le rajó la espalda en vez de la nuca; con el tercero apuntó al cuello con esa vieja espada de samurai con la que previamente habían ido a cumplimentar al general Mashita, pero Masakatsu, incomprensiblemente, también falló este golpe, que no fue definitivo. Mishima, que antes se había rebanado las tripas como primera escena canónica del harakiri, le había pedido a su amante que inmediatamente, como mandaba el ritual, tras él rajarse el estómago, lo decapitara. Como Masakatsu no supo hacerlo con eficacia lo sustituyó Funu Koga, que más certero decapitó tanto al maestro Mishima (cuyo nombre verdadero era Kimitaké Hiraoka) como al acólito Masakatsu el veinticinco de noviembre de 1970. Kimitake Hiraoka, denominado Mishima en el arte, a quien admiraba no era a santa Bárbara sino a san Sebastián; ante la versión de Guido Reni del santo erizado de flechas, dijo el japonés, era ante quien prefería masturbarse. Yukio Mishima, que murió torpemente descabezado, entre todos los santos occidentales sentía predilección por los que sufrieron la tortura más atroz, por los que padecieron una agonía más larga y dolorosa: por los cuerpos despedazados, desollados, ensartados, trepanados, desentrañados y descarnados. De los siete dolores de María prefirió la transfixión: el traspaso de parte de a parte del cuerpo, de alante atrás, de arriba abajo, de lado a lado, por un objeto punzante, tal vez una aguja, una navaja, un espetón, una espada o una lanza. De todos los santos despellejados prefería el viejo san Bartolomé al que Miguel Ángel le hace sujetar su propia piel en la Capilla Sixtina. 155


Muñeca Barbie vestida con traje de noche

En el Museo de Castelvecchio de Verona, bajo la estatua ecuestre del condotiero Cangrande della Scala (siglo XIV) que Carlo Scarpa colocó en una ménsula, hay una campana que alguna vez tañó en reclamo de santa Bárbara. Por cuestiones teatrales, invirtiendo la lógica, mientras la gran campana de bronce está apoyada en el suelo el caballero fundido hace equilibrio al borde del voladizo. El Museo de Castelvecchio (obra de reforma y ampliación del viejo castillo veronés que, en al menos tres fases, duró desde 1957 a 1975) es quizá la obra de arquitectura contemporánea más útil para demostrarle a alumno interesado por la dermatología las ventajas de la exfoliación de los muros: del desollamiento de los paramentos, de la encarnadura de las fronteras, de la composición en capas de los límites, del hojaldre sutil de la arquitectura. Carlo Scarpa desolló Castelvecchio como José Ribera desolló a san Bartolomé y como por mediación de Apolo desolló a Marsias: Scarpa mondó, descortezó su arquitectura carnal como jamás podrá desollarse ni la arquitectura monocapa ni la arquitectura plegada, ni la arquitectura esponjosa ni la arquitectura transparente, ni un «tupperware» ni una muñeca de poliuretano. Mishima no conoció a Scarpa ni vistió Castelvecchio.

70 BARBIE, BARBARA Y OTRAS CASAS DE MUÑECAS

En este ensayo en el que la torre portátil de santa Bárbara se considera una representación simbólica de la arquitectura, la propia Bárbara es tratada en ocasiones como un símbolo: como una fuente de ideas; como una forma que admite las más variadas interpretaciones, algunas que otras manipulaciones, ciertas transgresiones. Aquí Bárbara se usa incluso para reivindicar lo simbólico ahora que está en absoluta decadencia debido al arrastre de lo sagrado y lo religioso, del inexorable declive del mito. Tal vez lo simbólico no haya perecido aún del todo en occidente, aunque es indudable que está enfermo del mal de lo superfluo, infectado por la banalidad, 156


manchado por la ordinariez, completamente desprestigiado porque hoy se distribuye por doquier, gratuitamente, a quien no tiene méritos suficientes. Los símbolos arcaicos, por falta de lectores y de usuarios ilustrados, están abocados a la extinción en cuanto a símbolos, a su pervivencia simplemente como formas vacuas. La iconología clásica, ya casi sin significado, una vez que ha perdido su elocuencia en la contemporaneidad, está condenada al olvido, o a esa forma de la mala muerte que es la trivialidad. El descrédito de lo simbólico ha sepultado a santa Bárbara y a Cesare Ripa, su máximo y más ilustre enciclopedista, a Santiago de la Vorágine y a santa Juliana, al laberinto y al compás del que cuelga un péndulo. Ni santa Bárbara ni los bestiarios medievales son viables en un mundo en el que un símbolo o una ideología puede fabricarse de un día para otro; en el que basta un dibujo para arrogarse un significado, en el que se llama símbolo a cualquiera que haya sido coronado por el éxito. Quizá santa Bárbara sólo perviva en la futura y anoréxica memoria colectiva como muñeca de plástico, como juguete deformable y soporte de disfraces. A través de esa iconografía publicitaria, filiforme y rubia, ansiolítica y enfermiza, que es la muñeca Barbie, de ese llamado «icono de occidente», la Bárbara turca o griega, romana o argelina, se vengará de los despropósitos y la indolencia de la civilización. El castigo de la santa, si tiene autoridad para imponerlo y capacidad para hacer que se cumpla, será el retorno a esa versión de la barbarie que es la atrofia del pensamiento y del lenguaje. Tal vez Barbie, con su disfraz de mártir, con su cabeza desmontable, con su endeblez norteamericana y su piel anglosajona, sea hija póstuma de Bárbara: su vengadora. Además de la Barbie de látex, polimorfa y camaleónica, santa Bárbara cuenta con otras eficaces colaboradoras en su represalia contra la actualidad: Barbara Outland Baker es una de ellas. Barbara Outland Baker fue la amante de Arnold Schwarzeneger desde 1970 a 1976, cuando el atleta logró el título de «Mister Olympia», antes de lograr la gobernación de California; ella es la autora de dos obras autobiográficas y lesivas, cuando no destructivas y letales, para el pensamiento occidental: Sobreviviendo a Arnold (2003) y Arnold y yo (2006), donde, conmemorándolo, ha dicho tanto que “su respiración era mi combustible” como que ella, Barbara Outland Baker, vivía “para respirar la esencia de Arnold Schwarzeneger”. La muñeca Barbie es un organismo clónico y unicelular, una infección modélica contra la que no tiene ninguna vacuna eficaz ni la pediatría ni la geriatría. Barbara Outland Baker es otro tipo de de neumococo, de microorganismo parecido al que causa la tuberculosis, respirable como él. Ellas son dos soldados del ejército actual de santa Bárbara, de esa vanguardia cuya misión es tomar represalias contra los que la han repudiado. Hay muchos más soldados de infantería y de aviación en este ejercito justiciero, aunque no todos han entrado aún en acción. Hace pocos años hubo un serio intento de asalto al poder, de golpe de estado a la arquitectura: fue cuando la inflación arquitectónica y posmoderna de las casas de muñecas, en aquella época en la que toda institución pública o privada, toda publicación, regional o internacional, toda entidad que aspirara al prestigio cultural convocó oportunamente su concurso de ideas para la casa de tal o cual muñeca. La arquitectura estuvo a punto de reducirse a la producción de «doll house», de ridiculizarse hasta ese estado pueril de imbecilidad, de sentirse plenamente satisfe157


Rodchenko Varvara Stepanova 1925

Rodchenko Pirámide de mujeres 1936

cha con la satisfacción del capricho publicitario de los promotores. Aún no se ha erradicado del todo aquella epidemia: hay alguna que otra cepa activa. El virus de la casa de muñecas todavía afecta a la arquitectura: hay cada vez edificios de viviendas ajenos a su ideología.

71 VARVARA FIODOROVNA STEPANOVA FOTOGRAFIADA POR RODCHENKO

Contra la imbecilidad de Barbie, el enigma de Varvara Fiodorovna Stepanova, que está enterrada en el cementerio del monasterio Donskoi. Nació el nueve de octubre de 1894 en Kovno, Kaunas, y murió en Moscú el veinte de mayo de 1958, donde vivía con Rodchenko desde 1916. Stepanova, hija de Fiodor Ivanovich Stepanov y de Alexandra Ivanovna Stepanova, ambos funcionarios, se casó en 1911 con el arquitecto D. Fiodorov. Trabajó como contable y mecanógrafa entre 1915 y 1917, año en el que comienza a escribir poesía no objetiva (en base a combinaciones de sonidos); en 1919 empieza a realizar pinturas figurativas y a ilustrar libros. Desde 1920 a 1921 fue secretaria de Grupo de Análisis Objetivo de los constructivistas. En 1922 realiza escenografías y diseña vestuarios teatrales. En 1924 idea estampados para tejidos y ropa deportiva como profesora de la Escuela de Diseño Textil de los Vkhutemas. A partir de 1926 se ocupa de la edición y diseño de diversas revistas y libros de la editorial Transpechat. En 1932 comienza a colaborar con Rodchenko (1891-1956) en la edición de álbumes fotográficos, colaboración que se mantiene hasta su muerte. Ella fue repetidamente estenografiada, vestida y fotografiada por el propio Rodchenko: construyó símbolos y fue, ella misma, usada como símbolo. De 1924 es la fotografía en la que Varvara, sentada y con las piernas cruzadas, viste un vestido a rayas con lunares de líneas desplazadas que ha diseñado ella misma; Varvara lleva el pelo corto y mira hacia la izquierda, un poco hacia atrás, con la boca entreabierta, y calza 158


sandalias de suela gruesa. Entre 1925 y 1927 Rodchenko la retrató varias veces: primeros planos con abalorios, con collares de perlas y con pañuelos, experimentos con el color. En 1929 fotografió desde abajo, trepanando el aire, transparente y firme, La torre Shujov; en 1936 fotografió frontal, cónica y giratoria, una Pirámide de mujeres: en ambas imágenes hay algo de la Varvara humana y carnal, soviética y constructiva, contraria y enemiga de la Barbie asexuada.

72 MAX BROD CONTRA FRANK KAFKA: BARBAROLOGÍA

“Max Brod creó la imagen de Kafka y la de su obra; creó a la vez la kafkología. Incluso si los kafkólogos tienden a distanciarse del padre, nunca abandonaron el terreno que éste les ha delimitado. Pese a la enorme cantidad de textos kafkológicos, la kafkología siempre desarrolla, en infinitas variantes, el mismo discurso, la misma especulación, que aun siendo cada vez más independiente de la obra de Kafka, se alimenta tan sólo de sí misma… de tal manera que el autor que el público conoce con el nombre de Kafka ya no es Kafka, sino el Kafka kafkologizado” escribe Milan Kundera en “La sombra castradora de santa Garta” de Los testamentos traicionados. Barbarie, barbaridad, barbarismo, barbarología, barbarólogo: santa Bárbara babarizada. Igual que a Frank Kafka, después de muerto y apenas editado, se lo inventó su albacea Max Brod en Praga, y lo transformó en símbolo (de sí mismo) y en adjetivo (kafkiano) y del mismo modo que a Adolf Loos, a su obra y a los perversos efectos que tuvo en su domicilio ficticio, lo cuestionó un dudoso vienés llamado Thomas Bernhard en Maestros antiguos, entre otras pocas de sus ininterrumpidas novelas, a la arquitecta Zaha Hadid la ha dotado de apariencia, más anglosajona que iraní, policroma y angular, ese programa informático denominado «Catia» que hoy gestiona una buena parte de la apariencia de la arquitectura mundial. Igual que a santa Bárbara se la inventaron por encargo algunos pintores y a Zaha Hadid la imaginó un sistema binario residente en un conjunto de microprocesadores, a la corporación MVRDV, también perteneciente al ámbito de la fantasía, la ha creado una sociedad de revistas holandesas y un grupo de avezados publicistas cibernéticos. Del mismo modo que a santa Bárbara la crearon una noche de tormenta los gremios de canteros para poder soñar con ella y a Zaha Hadid un gran ordenador para nombrarla su ninfa estelar y a MVRDV una secta de constructores disfrazados de ecólogos de la sostenibilidad, a Rafael Moneo o a Elías Torres lo eligió un gobierno para prestigiarse arquitectónicamente del mismo modo que a Dédalo lo impuso la arquitectura para tener a quien atribuirle sus pecados más graves. ¿Cuál es la arquitectura kafkiana, loosiana, hadidiana, mvrdviana, navarra, ibicenca, laberíntica? ¿Es la arquitectura leonidovesca o leonidoviana, de acuerdo con Argullol, aquella que “cae o se eleva en una experimentación demasiado profunda”, “aquella que paradójicamente no acabaría por realizarse nunca”? ¿Debe decirse loosiana o loosesca? ¿Cuál es la arquitectura bárbara? 159


Rodchenko La torre Shujov, 1929

Kafka, como otros tímidos menores, dejó escrito en su testamento que tras su muerte, completa o parcialmente, se admitieran o no sus motivos, fuera destruida su obra inconclusa y aún sin publicar. Su voluntad de expurgación y erradicación de su producción verbal fue traicionada por su amigo y hagiógrafo Max Brod, quien no cumplió rigurosamente con los designios del escritor. Esta traición es típica y habitual entre los débiles, a menudo preñada de torpes justificaciones y de buenas, aunque no pocas veces imbéciles, intenciones. El arquitecto, a esa variedad de artista que es así oficialmente denominada, al contrario que muchos otros artistas denominados corporativamente de otro modo, no puede hacer ni ordenar en su testamento la aniquilación de su obra; ni siquiera de una parte de su obra. Pueden ser destruidos los cuadernos y las partituras, los textos y las notas no publicadas, las obras que haya todavía en el taller, rajados y quemados los cuadros en propiedad y desmenuzadas las esculturas, veladas las fotografías y los negativos de la película, pero no por la voluntad de su autor pueden ser asolados impunemente los edificios levantados sobre la tierra, aunque sí por la voluntad de su propietario. Podrá negarse la autoría pero difícilmente eliminada la obra una vez que ya se ha hecho pública y ha comenzado a ser consumida: incluso si es delictiva, el destructor tendrá grandes inconvenientes para ejecutarla. Podrá el pintor denunciar a quien sobrepinte en su obra; podrá negarse Igor Stravinski en 1937 a que Ernest Amerset varíe en un ápice, en una octava, la interpretación de su Juego de cartas, pero no podrá el arquitecto impedir que le descompongan y le deformen y le desfiguren su obra. Salvo Dióscuro, que al matar a su hija destruyó su obra: su única y perfecta obra: completamente toda su obra. Salvo Dióscuro que, al matar a su hija, quebró la línea, escindió la existencia, abatió la torre decapitada por la hoja del cuchillo: que aniquiló la torre abatida por ese rayo que desde Miguel Hernández no cesa ni se agota. 160


VARIACIONES, DIGRESIONES Y OTRAS CUATRO DOBLES PERVERSIONES

73 VARIACIONES A PROPÓSITO DE LA LEYENDA DORADA DE SANTIAGO DE LA VORÁGINE

Giacopo da Viraggio, castellanizado como Santiago de la Vorágine (o como Jacobo de Vorágine, o de Varagine), sacerdote dominico que nació hacia 1230 en Viraggio (ahora llamada Varazze) y que murió en Génova siendo obispo de esta ciudad (1292-1298), donde participó en las sangrientas disputas para la identificación de las reliquias de san Siro, redactó a finales del XIII la Legenda Sanctorum, conocida popularmente, entre otras denominaciones (Lombardica Historia), como Legenda Áurea o Leyenda dorada. Santiago de la Vorágine, que fue beatificado en 1816 por Pío VII, en la fantástica hagiografía de santa Bárbara que incluyó en su catálogo razonado de santos y de intervenciones divinas y milagrosas, ofrece algunas variantes al árbol canónico de la tradición e incorpora no pocos matices de gran interés para la fabulación arquitectónica. De la infancia de Bárbara al beato sólo le interesa destacar, y no es poco, que tuvo una cierta formación artística. Bárbara desde niña, dice fray José Manuel Macías, el traductor de Santiago, “se consagró al estudio de las artes liberales”; y quiere ésto decir que fue alumna y que recibió una docencia laica y pagana, una enseñanza teórica y práctica que le dio acceso al conocimiento de unas, así llamadas prematuramente, artes liberales que aún estaban por considerar. Bárbara es así, por este dato, una de las poquísimas mujeres ilustradas de la Leyenda dorada: una de las raras que cuando leen, no leen exclusivamente, como hace María de Nazaret, textos bíblicos. En el caso de que la lectura de Bárbara fuera académica, un texto docente no religioso, habría que sospechar que el pliego o el libro que habitualmente ella hojea en los retablos no es la carta que dicen que le envió Orígenes desde Alejandría para adoctrinarla (años antes de que en aquella ciudad egipcia naciera santa Catalina, siglos antes del advenimiento del poeta Konstantinos Petrov Kavafis), sino tal vez los Elementos de Euclides o una de las tragedias aún no extraviadas de Sófocles. En este caso, si su formación cultural hubiera sido sólo de tipo civil, si sus profesores no hubieran sido todos sacerdotes, Bárbara habría aprendido algo de retórica y quizá de geometría, de aritmética y de dialéctica, todas ellas disciplinas muy útiles para la arquitectura: necesarias para la redacción del proyecto de una ventana. Informa el exégeta, muy preocupado por demostrar que Bárbara era una mujer con ansias de conocimiento, que Orígenes (José de Ribera imaginó cuál era su aspecto) respondió a la carta que la tradición dice que le envió Bárbara con otra carta que le hizo llegar mediante un sacerdote discípulo suyo llamado Valentín. Bárbara recibió a ese mensajero en su torre porque ésta, según se colige del reportaje, más que una cárcel era una casa: su particular residencia en la 161


pintor flamenco Tríptico de la Virgen con el niño, santa Catalina y santa Bárbara, 1520-25 Groeninge Museum Brujas

tierra. Bárbara no estaba allí recluida, presa como Hamlet o como el Segismundo calderoniano de La vida es sueño, ni enclaustrada como Dánae: más bien, apunta el escritor, lo que sucede es que Bárbara vive apartada de su familia, aunque hoy pueda parecernos prematura esta señal de independencia filial. Allí, en el interior, en privado, en su cuarto, sobre su atril, fue donde dice Santiago que Valentín la adoctrinó. Aunque Valentín no realizó con ella sólo una labor docente.

74 PRIMERA VARIACIÓN: EL BAPTISTERIO

Dice Santiago de la Vorágine que el papel fundamental de Valentín en el escenario de Nicomedia, en la escena diurna en la que puede vérsele junto a Bárbara, no es el de maestro secreto ni el de corresponsal de Orígenes sino el de bautista. Dice Santiago que Valentín la bautizó en el seno de la torre, a cubierto y encerrados en su propia casa: de este modo la torre se convirtió en un baptisterio, en una campana líquida, en un pozo hidráulico, en un aljibe en el que sumergirse, en un orificio inverso. Y quizá sea un baptisterio y no otro tipo de edificio sacramental lo que conmemoran las torres poligonales que de cuando en cuando elige la santa como compañeras: quizá la torre angular no es una torre genérica sino un baptisterio disfrazado de baluarte. En tal caso la torre sería entonces más el lugar del nacimiento que el de la reclusión y la muerte, más un paritorio que un sepulcro, más una cuna que un féretro. 162


Los baptisterios aislados, aunque próximos a las basílicas, útiles para la celebración del rito del bautismo por inmersión (modalidad anterior al bautismo por infusión que conmemoraba el baño purificador en el río Jordán), se construyeron básicamente en las ciudades que eran sede arzobispal: de planta octogonal eran los de Bérgamo, Cremona, Florencia, Milán y Verona; hexagonales los de Parma y Siena, y circulares, entre otros, el del Campo de los Milagros de Pisa. El número ocho, que alude al infinito, es el dígito del renacimiento: el ocho, que es la cifra elegida para simbolizar el bautismo cristiano, está presente en las plantas de los baptisterios desde la época del emperador Constantino; tanto en el romano y modélico de San Juan de Letrán como en el de Rávena, ambos del siglo V. El baptisterio ajeno al templo del que depende, como edificio exento especializado en el rito del bautismo, reaparece en Italia como tipo arquitectónico en el siglo XI y es frecuente en el XIII (el baptisterio de san Juan en Florencia fue consagrado en 1050). Los baptisterios son, en cierta medida, torres atrofiadas y huecas: prismas con cúpulas que cobijan un pozo con el brocal paralelo al perímetro. Son depósitos de agua purificadora y sagrada; son envases de la fuente de las unciones. Tal vez la piscina de la que luego hablará Santiago de la Vorágine, o la fuente de aguas sanadoras que refiere la tradición, o esa torre poco esbelta que imaginan los ilustradores del relato, aluda o se inspire en estas construcciones también autónomas, casi sagrarios mágicos y ciegos, lugar por excelencia de la conversión y la transformación. El baptisterio, el rito del bautismo no es ajeno a santa Bárbara no sólo por cuanto el converso necesita bautizarse para ingresar en la nueva religión a la que se adhiere -y a esta catecúmena le exigió el concilio que lo hiciera para cumplir con sus preceptos-, sino por la presencia en la primera escena del acto evangélico de ese Espíritu Santo sobre el que ella pontifica. Dicen los evangelios que cuando Juan bautizó a Jesús de Nazaret se abrieron los cielos (pacíficamente, con un estertor pero sin tormenta) y que por esa abertura descendió hasta Él el Espíritu. Dice san Marcos analógicamente que el Espíritu bajó “como una paloma”; y dijo después san Lucas en su tardío relato, malinterpretándolo, que el Espíritu bajó no imitando el vuelo de la paloma sino con apariencia de paloma. Y así, por un error, la paloma asumió esta teofanía, esta manifestación de la divinidad que tanto éxito iconográfico tendría después. Extrañamente no hay palomas en el entorno de santa Bárbara (su torre, quizá por miedo a la acusación de herejía, nunca ha sido un palomar). Y tal vez no se recurrió a la paloma simbólica, a la imagen zoomórfica del Espíritu en su epifanía, y se utilizó el artificio de la tercera ventana, para que santa Bárbara no pudiera en ningún caso confundirse con la Virgen María en la escena de la Anunciación. Además de la de la Anunciación hay otras representaciones de ambas que también son muy parecidas: bastaría con cambiar al Niño en brazos por la torre portátil, o a la inversa, para que la similitud se manifestara con evidencia. Santa Bárbara caminante es probablemente un tipo derivado de la «Virgen Conductora» («Panagia Hodigitria»), de la guía de los viajeros que muestra el camino y que lleva en su brazo derecho a su hijo bendiciendo: santa Bárbara es una de las constructoras del paisaje, uno de los personajes de la “historia del andar como forma de intervención” de las que no habla Francesco Caceri en su Walkscapes. El andar como práctica estética. 163


Maestro de Hoogstraeten Virgen con santa Catalina y con santa Bárbara Galleria degli Uffizi Florencia

atribuido al Maestro de Hoogstraeten Virgen con santa Catalina y con santa Bárbara Kunsthistorische Museum Viena

Hay en Bárbara libros abiertos en el regazo pero no palomas descendiendo, deslizándose hacia el vientre por un rayo de luz. El Espíritu Santo es un ente luminiscente: un fenómeno luminoso según la versión de casi todos los que lo pintaron. También el bautismo fue antiguamente interpretado, y la ortodoxia griega da fe de ello («photismos»), como una iluminación. El libro extravagante y extemporáneo que lleva santa Bárbara entre sus manos, o ese que hay apoyado en el atril, informa al espectador de que ella fue una alumna aplicada, una aprendiz: no está claro si su instrucción fue de índole militar, religiosa, académica, o todas al tiempo, o cada una a la hora oportuna del día. No está claro si su instructor fue el mismísimo Orígenes, que viajó desde Alejandría a Nicomedia, o fue su discípulo Valentín (llamado en otros lugares Valencio), sacerdote según unos, médico según otros, o ambas cosas según los menos. Otros dicen que la relación entre Orígenes y Bárbara no se debe a que él la formara, sino que se conocieron cuando él fue personalmente a bautizarla una vez que estuvo preparada para recibir el sacramento; otros dicen que Orígenes fue con ese objetivo cuando ella superó la catequesis pero que no pudo hacerlo porque cuando ya se disponía a mojarla con agua corriente, brotó a su lado una fuente en forma de cruz (la cruz que según los apócrifos se iluminó en el Jordán), y que de esa fuente (que a veces se pinta a la vera de la santa) emergió san Juan el Bautista, y fue él quien personalmente la bautizó. Luis Monreal (Iconografía del cristianismo) cree, o quizá sólo afirma, que santa Bárbara se bautizó a sí misma: ni Jesucristo, precisamente para instituir el bautismo como sacramento, se atrevió a hacérselo. El sacramento, como el martirio, tiene que ser recibido de la mano del otro, trasmitido, transferido, donado, aceptado: nadie, en sentido estricto, puede dárselo a sí mismo. Hay que dudar de la imaginación de Monreal y de sus intentos de exculpar a Dióscuro de su 164


parricidio: cree, o simplemente dice por decir, que un rayo mató a los verdugos de santa Bárbara, entre los que no asegura que estuviera su padre. Roberto Bolaño en el segundo de sus “Dos cuentos católicos” (El gaucho insufrible), para documentarse sobre santa Bárbara parece que sólo hubiera consultado el débil manual anterior, que es desde cualquier lado que se contemple, desde todo punto discutible. El agua sacramental del bautismo algunas veces aparece, siempre misteriosa y silente, en la iconografía de santa Bárbara. No es el agua natural de los ríos o de los manantiales sino el agua conducida, limitada y controlada, por los caños de las fuentes o por los envases de los pozos y los aljibes: es el agua trasvasada (aunque no sean reconocibles los envases extremos que contienen el líquido), trasegada (aunque no se vean los conductos por los que se trasporta el líquido), transfundida (aunque no sea lento el traslado y la destilación del líquido). Este agua lineal no es raro que mane de lugares extraños, como es la columna que propone el Maestro de Hoogstraeten (h.1490-1530) en su Virgen con santa Catalina y con santa Bárbara (Galleria degli Uffizi, Florencia) como origen de ese hilo líquido que se derrama, o bien esa abertura, imposible saber si terráquea o aérea, de la que el, así llamado, Maestro flamenco desconocido, hace brotar el chorro de agua que va a caer al regazo de santa Bárbara en su tríptico de la Virgen con el niño, santa Catalina y santa Bárbara, casi mojándole el libro que lee mientras su amiga santa Catalina se desposa místicamente. Al Maestro de Hoogstraeten se le atribuye otra versión del mismo tema, ésta perteneciente al Kunsthistorische Museum de Viena, con una composición similar, también aquí con la escena amparada por un baldaquino tras el que se ve el paisaje, en el que el agua ha quedado recluida en un jarrón sobre una repisa.

75 SEGUNDA VARIACIÓN: LA PISCINA

Asegura el obispo de Génova en su relato que la famosa tercera ventana no se abrió en la torre doméstica de Bárbara sino en otra pared: en uno de los muros maestros de una piscina cubierta que Dióscuro mandó construir junto a la torre preexistente en su hacienda antes de partir hacia un largo de viaje. Dióscuro, dice, “salió de la torre, juntó gran cantidad de obreros y les encomendó la construcción de una piscina cubierta; extendió ante ellos los planos de la obra, explicóles cómo quería que se ejecutase, indicóles hasta los más insignificativos detalles, pagó a cada uno por adelantado” dejándole al capataz, en definitiva, todas las instrucciones y los medios necesarios para que la obra estuviera concluida a su vuelta. Cuando la obra está ejecutándose según las minuciosas disposiciones de su padre, aprovechando su ausencia, ella, como propietaria e inspectora, con premeditación y alevosía, va a controlarla y observa que “en el muro del norte no había más que dos ventanas”; entonces les ordena a los albañiles que hagan una tercera ventana para que la piscina reciba más luz por ese lado: luego, cuando a la vuelta del viaje su padre le reproche haber variado sin su permiso el proyecto original, ella le replica y lo apacigua, e inclu165


pintor flamenco santa Bárbara, detalle del Tríptico de la Virgen con el niño, santa Catalina y santa Bárbara, 1520-25 Groeninge Museum, Brujas

so lo convence con el argumento de que el edificio está mejor acondicionado con esta modificación. Esta sorprendente piscina, fuente o pozo, aljibe o simple balsa, este vaso o cualquier otro tipo de depósito de líquidos o de recipiente del agua que sea (como lo es un cáliz y un grial), es el contrapeso, el equilibrio del fuego elemental que identifica a Bárbara. El agua y el fuego, como la torre positiva y el pozo negativo, también en ella se dan la réplica y se complementan. Que el muro que necesitaba tener más ventanas estuviera orientado al norte puede ser o bien una casualidad o bien la evidencia de que se había realizado previamente un estudio del soleamiento. Santiago de la Vorágine, en cualquier caso, cuando la aporta es porque no considera que sea superflua esta información; pero es un dato extraño, que provoca cierta perplejidad. Si se analiza con detenimiento parece que no está bien orientada esa ventana, cuya última misión es la evangélica, en caso de que su objetivo mecánico sea incrementar significativamente la cantidad de luz que pudiera acceder a ese interior: en el norte la pared septentrional suele ser la más oscura, la que menos se usa como fachada, la que pocas veces se visita, la menos propicia para inscribir en ella un mensaje publicitario. Si Santiago la elige para abrir allí esa ventana arriesgada es porque no tenía más remedio: quizá porque era la única disponible en su edificio, y si era la única apta era porque tal vez había un edificio preexistente en el que el escritor estaba pensando, al que estaba recordando mientras describía el de Bárbara. 166


76 TERCERA VARIACIÓN: PETRA GENITRIX

Hay algo de magnificencia, de majestad, de mayestático en la figura de Bárbara. Tal vez de estirpe real. En no pocos cuentos tradicionales la princesa (virgen y casta) huye de los impulsos amorosos (explícitos o disimulados) de su padre. En este cuento, después del bautismo y de la construcción y reforma de la piscina, antes de que la degüelle a campo abierto, Dióscuro va a intentar decapitar a Bárbara en el interior de la torre, pero fracasará para que se cumplan al pie de la letra los designios divinos, todos y cada una de las estaciones de la pasión. Bárbara le confiesa a su padre que mientras él estaba fuera, de viaje o en la guerra, ella se había convertido a esa nueva religión promovida por los seguidores de Jesús de Nazaret que ya estaba propagándose por el imperio. Es en este momento, tras el reconocimiento de la falta, mientras Dióscuro levanta la espada de la justicia, cuando acontece el más fantástico suceso arquitectónico de la historia de la santa: una piedra, un gran sillar con los que estaba edificada la torre se abrió blandamente y acogió a la muchacha en su interior, ocultándola y protegiéndola de la espada parricida. Esta roca receptiva como un vientre, luego, ya preñada con Bárbara, se trasladó ingrávida y volátil por los aires hasta detenerse junto a un roquedal que había en una montaña cercana, donde se abrió el sillar, como un huevo cascado por su polluelo, para que Bárbara saliera y su padre pudiera así encontrarla indemne después. La piedra angular de la torre, que es una concreción de la torre misma, simbolizaría la capacidad protectora y defensiva de la arquitectura: su esencia de cobijo, su naturaleza de guarida. La materia de la arquitectura envuelve, arropa, subsume a la débil e indefensa y consigue esquivar la espada hostil. La arquitectura, conteniendo en su seno a Bárbara, contiene durante nueve meses teóricos el germen de la vida. La arquitectura, al igual que hizo María con su casa, que la utilizó como medio de transporte aéreo desde Belén hasta Loreto, transpone a Bárbara desde su casa a la montaña, si bien la primera virgen viajó fuera (sobre la cubierta) y la segunda lo hizo dentro (en la cámara). En otra variante de este suceso amparador, igualmente extraordinaria, se cuenta que Dióscuro entró en la torre a buscar a su hija para sacrificarla allí mismo, pero que al levantar su espada, milagrosamente el muro se abrió y ella pudo escapar huyendo por esa brecha espontánea y esconderse tras unas rocas cercanas. No es ahora la arquitectura envolviéndola, vistiéndola, encubriéndola al abrirse el sillar como una gran boca, sino que es la arquitectura rajándose, desgarrándose, desvirgándose para que ella salga atravesándola como en una transfixión. Es la arquitectura, que la ha engendrado en su seno, que ahora está pariendo a Bárbara por una raja, por la hendidura blanca del desgarro del vestido azul de la Virgen del parto de Piero della Francesca. Esta es otra versión del asunto arcaico de la fertilidad de la «Terra mater», de la «Matriz mundi» gestando y pariendo sus criaturas, de la «Petra genitrix» que a partir de sí misma da lugar a la humanidad haciendo que el barro o la piedra se transformen en carne (Adán, Deucalión, etc.). Bárbara, sin embargo, altera los criterios cuando propone la inversión de los papeles en este mito genético: no es ella la gestada y alumbrada por la tierra, por la deformación de la tierra que 167


Elías Parra Aguado El rayo petrificado de santa María Magdalena 2020

es la arquitectura, sino que es ella la «Mater terrae»: ella no es la hija sino la madre de la arquitectura, que sí es una criatura procedente de la transformación uterina de la tierra. Bárbara es quien tiene la capacidad de mutar la carne humana en piedra: de transformar su cuerpo en casa. Y mi carne se hizo roca, y mi cuerpo se hizo arquitectura, parece proclamar la santa. La roca o la peña que se abre como una boca para engullir y defender a santa Bárbara, que se desgarra como un lienzo o que se corre como una cortina para dejarla pasar sólo a ella, también interviene en las biografías fabulosas de santa Ariadna, de santa Odila y de santa Tecla, quien según Tertuliano, fue una santa fabricada completamente y ex profeso en Asia Menor por un imaginativo escriba piadoso con el objetivo de darle una acompañante a san Pablo, para que así no estuviera siempre solo y apesadumbrado por el futuro de la religión que esta redactando. Cuenta en su relato el escriba que la ideó que santa Tecla, perseguida por unos libertinos rijosos que querían violarla, pudo pasar virginal a través de una roca que se abrió como una puerta, y que la roca se cerró inmediatamente después, deteniendo a los lujuriosos y salvando así de la penetración no consentida a la virtuosa. Tomás Giner la pintó en 1458 sosteniendo una T al lado de san Martín de Tours para la capilla del Palacio Arzobispal de Zaragoza.

77 CUARTA VARIACIÓN: EL PATRIMONIO

Santiago de la Vorágine, cuya imaginación no tuvo más límites que los establecidos por su noción de pecado y por su propio temor a la condena infernal, no narra la muerte de Dióscuro como consecuencia del impacto de un rayo mortífero que desciende del cielo cual proyectil, tal y como los enviaba Zeus para fulminar a los hombres, sino como resultado de la acción de un fuego misterioso que lo abrasó y lo consumió. El rayo de Zeus, el relámpago jupiterino era un arma arrojadiza, letal y fecunda: eran forja168


dos, normalmente por el dios herrero, por Hefestos o por Vulcano, y lanzados, como lanzas al rojo vivo, desde lo alto; al impactar contra la víctima la descomponían; al impactar en el suelo, como hace un martillo al chocar con la roca, saltaban chispas capaces de provocar un incendio. Estas chispas, como las ascuas y los destellos, tenían además la capacidad de fecundar. El rayo bíblico, sin embargo, sólo es destructor: nunca benéfico. Quizá consciente del paganismo del rayo, Santiago de la Vorágine prefirió ese anónimo fuego destructivo que, en cualquier caso, está más acorde con los medios y los instrumentos de extinción tradicionales del Yahvé apocalíptico, que, desde el diluvio, prefería las llamas a cualquier otro procedimiento de aniquilación. Pone énfasis Santiago de la Vorágine en el hecho llamativo de que el cuerpo de Dióscuro se consumió completamente y que desapareció de la superficie del mundo sin dejar ningún rastro, ni huesos ni escorias, ni cenizas siquiera. La tierra de la que procedía lo asumió por completo y lo incorporó a su suelo, como algún día dicen que la tierra habrá de tragarse todas y cada una de las arquitecturas que sobresalen tumorales, cancerígenas, purulentas, verrugosas, como excrecencias de su cuerpo. A Dióscuro, cegados por la presencia beatífica de Bárbara, maldecido sin tregua, como a Judas Iscariote, nunca se le han reconocido conveniente y oficialmente sus méritos arquitectónicos. Él es el dídimo de Bárbara: otro de los gemelos místicos, como Hefestos y Dédalo, o como Jesús y Tomás, con la diferencia de que él y su hija se distinguían tanto en el sexo como en la edad. Él podría ser un ejemplo de la restitución de los materiales de la arquitectura a su lugar de procedencia: al suelo en el que volverán a ser enterrados para seguir formando parte indistinta con ellos. Él, que no es partidario de prolongar el estado agónico de la ruina -de la muerte lenta de la arquitectura- también es un precursor en la defensa del patrimonio: al principio, con la reclusión arquitectónica de su hija, él sólo quería evitar su corrupción, el deterioro: detener el consumo, la lesión del desgaste, la putrefacción por el tiempo. Él, al fin y al cabo, perseguía preservar a la arquitectura, su hija metafórica, de la destrucción. Tal vez los ministerios de cultura y la legislación que producen debían de agradecerle su iniciativa y su interés premonitorio en la conservación química y física (el envasado en formol) del patrimonio. Tal vez Dióscuro es hasta ahora el único que tiene los atributos, las características, los instrumentos, los gestos del arquitecto convencional. Tal vez ni el apóstol santo Tomás ni san Agustín de Hipona ni la Virgen María en su huída a Egipto, ni santa Bárbara siquiera, hayan hecho más méritos que el asesino Dióscuro para ser patrones legítimos de la arquitectura.

78 VARIACIONES A PROPÓSITO DEL FLOS SANCTORUM DE PEDRO DE RIBADENEYRA

La compilación de las vidas de santos que realizó el sacerdote Pedro Ortiz de Cisneros (Toledo 1526, Madrid 1611), jesuita y escritor, más conocido como Pedro de Ribadeneyra, se publicó por primera vez en Madrid en 1599 a cargo de los impresores de Casa de Sánchez. La colección 169


Pablo Veronés Sagrada familia con santa Bárbara y el pequeño Juan Galleria degli Uffizi Florencia

constaba de dos tomos: el primero se titulaba Libro de la vida de los santos, y el segundo Libro de la vida de los santos en el cual se contienen las vidas de muchos santos de todos los estados, que comúnmente llaman extravagantes. No fue éste el primer «Flos sanctorum», la primera recopilación de hagiografías medievales, aunque sí la de mayor éxito editorial, la más reeditada y leída en la península ibérica. A partir de 1630, ya traducida al latín, otros aumentarían la nómina de santos inicialmente incluida; la última edición del Flos sanctorum de Ribadeneyra se acometió en 1863 en Cádiz, cuando ya había sido sustituida en las preferencias de los devotos por la traducción al castellano realizada por el Padre Isla (José Isla, 1753) del Año cristiano redactado por el jesuita francés Jean de Croisset en 1738. Los “santos extravagantes” que incluye Ribadeneyra en su inventario son aquellos que no están oficialmente aceptados por la iglesia –que no están incluidos en el Martirologio romanopero que son considerados como tales por martirologios locales. Son extravagantes porque rondan, ambulan, caminan fuera del catálogo oficial, del mismo modo que Bárbara es extravagante porque merodea por la parte de afuera, por el exterior de la ciudad, por el extremo de la arquitectura. Aunque su versión fantástica de santa Bárbara está en lo esencial de acuerdo con la narración de Santiago de la Vorágine, de la cual parte, incorpora algunos datos novedosos, tomados de otras narraciones posteriores de la fábula y añade, cómo no, algunos otros matices de su propia y fértil cosecha, útiles en este relato para continuar tendiendo hilos y puentes entre la biografía novelesca de santa Bárbara y la arquitectura. Las novedades principales, los matices que Ribadeneyra aporta al relato afectan tanto al carácter de los personajes como a las características de la arquitectura. Bárbara, por ejemplo, 170


ganará en autonomía respecto a caracterizaciones precedentes: será más soberana, más consciente y radical en su toma de decisiones. Dióscuro, más que como padre, será presentado como administrador de una hacienda de la que Bárbara es un valor principal y en alza continua. No hará énfasis en el tema clásico de la Trinidad; lo que a parece interesarle más de la santidad de Bárbara es su versión curativa: su capacidad para sanar, su agua milagrosa, la posibilidad de ser un destino para el peregrino. Bárbara aquí es un fármaco para los males del cuerpo, un remedio para la salud del enfermo. La tipología de la arquitectura también varía: la torre no es aquí un presidio inhóspito sino una residencia confortable; la tercera ventana de la discordia se abre no en la torre canónica ni en la piscina de la vorágine sino en una sala de baño, y es la tierra, no un sillar ni un muro, la que se abre como una valva para acoger es su seno a la adolescente huidiza.

79 VARIACIÓN PRIMERA: LA HIGIENE Y LA VULVA

Ribadeneyra argumenta la decisión de Dióscuro de encerrar a su única hija en “una torre donde había mucha comodidad de aposento y regalo” en una razón económica: para proteger sus riquezas, su propia hacienda. Dióscuro temía que algún codicioso quisiera quitarle a su hija – aunque fuera por mediante el recurso legal de matrimonio- para quedarse con su patrimonio, y por esta razón la enjaula en esa jaula dorada y hace de carcelero de la mazmorra. La tradición y la jurisprudencia amparaban esa decisión del padre plutónico, que podía disponer a su antojo de sus posesiones, fueran móviles, semovientes o inmobiliarias. Bárbara, proclive a la soledad y a la quietud, no sólo no se queja de la clausura impuesta por su progenitor sino que la agradece y allí determina “guardar perpetuamente su pureza virginal” así como, una vez que ha sido descubierto por sí misma, tomar a Dios por esposo inmaterial e inmortal. Según Ribadeneyra, Bárbara no se opuso a la voluntad paterna; antes bien, la aceptó humildemente porque ansiaba la reclusión, el aislamiento y la intimidad; y es en este encierro asumido, en este vacío, ensimismándose, sin intervención exterior, sin Orígenes ni Valentín, sin Espíritu ni lluvia dorada, buscando o brotando de su interior, donde ella encuentra a ese Dios con el que decide, místicamente, como muchas otras después, desposarse. Las bodas místicas son, en principio, gratuitas: no hay dote que pagar ni otros gastos que asumir. Pero tampoco hay beneficio económico. Pasado algún tiempo su padre cambia de opinión y quiere casarla con alguien más rico y poderoso que él: quiere la dote, el prestigio, el intercambio de la belleza por un título, de la virginidad por algunas fincas, de su hija por un cargo ilustre en el imperio. Entonces ella, como primer acto de la tragedia, se niega en rotundo a este tipo de comercio, y desobedece al padre porque, dice el jesuita, ya había dado “de mano a todos los gustos y deleites de la carne”. Dióscuro, iluso, parece que pensó que el tiempo ablandaría a su hija y que accedería gustosa y dócil al matrimonio propuesto. Para ablandarla, 171


Maestro de Paul de Löcse Altar de santa Bárbara, 1509 banco del altar de la Capilla de santa Bárbara Iglesia de santa Catlina Banská Bystrica (santa Bárbara, con el cáliz, es la segunda por la derecha)

para complacerla “mandó hacer un baño para su hija y en él dos ventanas que le diesen luz, y partió de su patria y estuvo muchos días fuera de ella”. La arquitectura, que antes sirvió de prueba de obediencia, es ahora una forma, un medio de chantaje. La piscina medieval de Santiago de la Vorágine resulta ser un baño, un recinto para la higiene, un aseo para Bárbara, que quizás hasta ahora no tenía dónde lavarse. El baño es un vaso para las lágrimas que, como perlas preciosas que caen en una fuente, Bárbara va a derramar cuando, la obra ya muy avanzada, entra en esa sala y ve que está decorada con imágenes de ídolos, de los dioses a los que ha renunciado en su soltería y que ya considera falsos. Aquí y no en la torre, en “reverencia a la Santísima Trinidad”, para suplantar a las divinidades profanas, Bárbara ordenará que se haga la tercera ventana alumbradora. Pero no es a este suceso arquitectónico al que Ribadeneyra va a dar la mayor importancia, sino al acontecimiento de la impresión milagrosa, en una columna de mármol que allí había, de la señal de la cruz cuando Bárbara la trazó en el aire con su dedo mancebo. A partir de entonces la piscina, el baño, la fuente o el caño de agua que allí manaba, fue milagroso y curativo: los enfermos que allí acudían sanaban de sus dolencias. Bárbara dibujó aéreo el signo de la cruz con su mano y la palabra quedó impresa en la piedra. El pilar grabado con esa cruz indeleble es un trasunto lingüístico de la ventana: un anuncio de su conversión. Cuando su padre volvió y le pidió explicaciones sobre las reformas y los cambios en la decoración del cuarto de baño, ella le respondió con una homilía sobre la pasión y la redención. Así, mediante el sermón de su hija, Dióscuro comprendió que ella se había hecho cristiana y, temiendo que si el emperador se enteraba de la apostasía de su hija lo despojaría a él de sus grandes riquezas, decidió, para evitar el menoscabo de su hacienda, matarla. “Pero yendo tras ella su padre o (por mejor decir) el cruel verdugo, y andando ya en su alcance, una peña grande se abrió súbitamente por virtud de aquel Señor a quien todas las criaturas obedecen, y por ella pasó y se guarneció la santa virgen”. Se abrió como una vulva una peña grande del mismo modo que se descorrió la piedra que disimulaba la discreta cueva de Sésamo, la guarida y la caja fuerte de aquellos magníficos cuarenta ladrones del otro cuento. Abrió una de sus válvulas la tierra para acoger a la virgen en su seno: la fértil ingirió a la huera, la genética a la agónica. La tierra protectora engulló a Bárbara para luego, como la ballena con Jonás, vomitarla: escupirla para que pudiera cumplirse en ella la voluntad divina. 172


80 VARIACIÓN SEGUNDA: SUPLICIO Y DESNUDEZ

Expelida, expulsada de la tierra cómplice y encubridora, de nuevo al descubierto, su padre encontró a Bárbara y la acusó ante el tribunal de Marciano y le pidió a la autoridad que la ejecutasen según la ley exigía que se castigara a los cristianos: “con todo rigor hasta hacerla morir a puros tormentos”. Tal vez porque Marciano halló “el pecho de Bárbara más fuerte e impenetrable que una roca, y que… resistía a todos los asaltos del infierno… la mandó desnudar y azotar crudamente con azotes de nervios de bueyes, y fregar con un áspero cilicio las llagas y heridas de su cuerpo”. Esa misma noche, desgarrada por el látigo, en la celda en la que sangrante y agonizante la encerraron, se le apareció el mismo Jesucristo y le curó completamente sus heridas, quedando restablecida “como si nunca las hubiera tenido en su cuerpo”. Estas curaciones, como se sabe desde que a Prometeo le crecía el hígado cada vez que era devorado para poder ser eternamente engullido, o desde que a Águeda le renacía el pecho recién cortado para que pudiera serle nuevamente cercenado, son injustas y lamentables: alargan el dolor, intensifican el sufrimiento, prolongan innecesariamente la agonía, incitan, a unos o a otros, al sadismo y al masoquismo menos placenteros. Como si nada le hubiera ocurrido, tan sana y entera como al principio, después de que hubiera sido restablecida por un Jesucristo enfermero, fue sometida con mayor violencia, con mayor virulencia a una nueva sesión de tortura, ordenando el juez a los verdugos que “con peines de hierro rasgasen los costados de la santa doncella, y, después de rotos y arañados, poner hachas encendidas y con un martillo dar muchos golpes en su santa cabeza”. Y así, con martillos y hachas, narrando el martirio de Bárbara, parece que Ribadeneyra también estuviera describiendo cualquier obra de reforma de un edificio o cualquier obra intensa de rehabilitación arquitectónica: refiriéndose, por ejemplo, a la saña con la que se interviene desnudando, raspando, rasgando, rajando, desgajando, descomponiendo, golpeando el cuerpo doliente del edificio; la acción de los que son más verdugos que cirujanos, de los operarios a las órdenes del arquitecto siempre destructor, perforador, trepanador, socavador, demoledor, aniquilador, asolador y mortífero: portador de la muerte. No moría santa Bárbara, pese a la saña de la pasión, como no muere definitivamente el edificio hasta que le extraen los cimientos, y tuvo que ser deshonrada exponiéndola desnuda y malherida por las calles de la ciudad. Todo podía soportarlo la doncella, todo el sufrimiento del mundo congregado en su anatomía desvencijada menos la vergüenza de su desnudez pública. Imploró y fue cubierta. Jesucristo “cubrió el cuerpo de la virgen con una maravillosa claridad, a modo de estola o ropa larga, desde la cabeza hasta los pies, de manera que no pudo ser vista por los paganos”. La cubrió no con un simple trapo, como aquél con el que Verónica empapó su rostro camino del calvario, o con un simple sudario, como aquél con el que envolvieron su cuerpo cuando lo sepultaron, sino con un resplandeciente y cegador traje de luces, con un halo luminoso que era opaco para los paganos y, puede deducirse como consecuencia, transparente para los creyentes, ante cuyas miradas la virgen tal vez era ajena al pudor. 173


Giorgione La tempestad, h.1505 Gallerie dell’Accademia Venecia

En medio de la calle o en la plaza pública, quizá sobre un carro o cualquier otro tipo de peana, sobre un podio o sobre un altar, veamos ahora a la santa lúcida y luciente, luciérnaga apoteósica, lucero del alba, destello de cien mil vatios: contemplemos admirados su cuerpo en llamas como una antorcha, su carne expidiendo luz como una lámpara, almendra en la mandorla en llamas, anticipándose al cuerpo en combustión de su padre incendiado por el rayo vengativo; observemos su figura encendida cual centella, su silueta de heroína interestelar, de guerrera del espacio, de protagonista de un cómic manga de vanguardia. ¿Cabe, es lícito pensar que esa mujer desnuda que da de mamar a un niño en La tempestad de Giorgione (h.1506, Galería de la Academia, Venecia) es santa Bárbara? ¿Qué son, qué significan, por qué están ahí, después del rayo, al otro lado, esas dos columnas decapitadas, esos dos fustes pareados y tronchados? ¿Qué torre es esa que cuadrada asoma a lo lejos?

81 VARIACIÓN TERCERA: DECAPITACIÓN DE, POR EJEMPLO, ÚRSULA IGUARÁN

Bárbara es una deidad flamígera. Santa Bárbara es, como su torre, al fin y al cabo, una advocación de la candelaria: la incandescente (los griegos, algunos ortodoxos la llaman «la esclarecida mártir»). A la incandescencia es a lo que aspira gran parte de la arquitectura contemporánea del espectáculo: a emitir luz en vez de a secuestrar la luz. El caprichoso edificio contemporáneo quiere tontamente ser metafórico y que le llamen lámpara o faro, foco o fanal, candil o quinqué, 174


y brillar en medio de la noche como una ciclópea bombilla resplandeciente. Los fotógrafos más solícitos acuden a este reclamo nocturno y fotografían los edificios sonámbulos como si fueran naves provisionalmente posadas en el planeta, vehículos fantásticos en tránsito; y la fotografía publicitaria registra sus perniciosos efectos contaminantes en la noche mediocre de la ciudad. No es éste, sin duda ninguna, el primer objetivo de la arquitectura respecto a la luz, porque el suyo es, precisamente, el contrario: no ser difusora sino receptora de la luz. Úrsula Iguarán, como tantas otras mujeres clarividentes, lo sabía muy bien en Cien años de soledad. Ella, cuenta García Márquez, sostenía con su mano matriarcal y majestuosa un universo de reformas perpetuas en el que la convulsa casa de su estirpe era renovada continuamente. Ella era la que cada día, con cada transformación, “ordenaba la posición de la luz y la conducta del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites”, demostrando con su obra que la arquitectura no es el ordenamiento de las formas sino el ordenamiento y el reparto justo de la luz, del calor y del espacio. Úrsula Iguarán murió de vieja: agotada por el tiempo, consumida por la existencia, apagándose como un pabilo sin aceite. Bárbara, sin embargo, luminosa y aún viva, agotaba la paciencia de Marciano, del juez que decretó su muerte definitiva por degüello. Como Bárbara no se moría a pesar de tanta tortura, de tanto desgarro, de tanto líquido perdido a través de las heridas, y como ya se estaba haciendo tarde, Dióscuro, como padre, reclamó entonces su derecho legítimo a ser el verdugo en la ejecución recién sentenciada. Él se la llevó fuera de la ciudad y en la cima de un monte la puso de rodillas; ella “inclinó la cabeza delante de su padre, y él levantó la espada y se la cortó”, dice el cura ilustrado, el biógrafo de Ignacio de Loyola, que prefiere la decapitación a la degollación, la completa separación del tronco y la testuz. Dióscuro no fue reprendido por Marciano al incumplir sus preceptos: por decapitar a su víctima propiciatoria en vez de degollarla, que es sólo dar un corte mortal en la fachada del cuello. El Maestro MZ de la estampa, el dibujante que en 1501 imaginó la escena brutal de la decapitación de santa Bárbara prefirió que ella no estuviera sumisa, que se resistiera, siquiera un poco, a la ejecución. En la escena es evidente la tensión de los cuerpos empujando en sentido contrario, la violencia de la erección y el abatimiento, de la espada desenvainada y dispuesta, de la tela agitada por el viento. Bárbara oculta su cara, mira hacia dentro del cuadro, hacia el suelo donde ha depositado el cáliz y la hostia que la identifican. La postura de Bárbara es aquí singular, contraria al patrón de Abraham e Isaac: tal vez ella había tropezado y caído de rodillas al suelo, o quizá es que el matarife la fuerza a mantener esa posición en la que inevitablemente va a ser decapitada, y no degollada, porque es el cogote y no la garganta lo primero que va a encontrar el arma homicida en su descenso. En el grabado de este anónimo maestro MZ, quizá la versión más explicita y más tensa de los preliminares de la tragedia, la ciudad está levemente esbozada al fondo, amurallada junto al río, a la sombra de esos cerros demasiado geométricos, de esos abetos desproporcionados. Bárbara está sola; tampoco está su torre en las inmediaciones. Tal vez lo que está intentando el verdugo es levantarle la cabeza; tal vez lo que hace es empujarle hacia arriba la cara para que exponga el cuello. Tal vez Bárbara, aunque no lo enseña, lleve algo oculto entre las manos. 175


Jan Stephen van Calcar, ilustraci贸n De humani corporis fabrica (1543) de Andries van Wesel [Vesalio]

Maestro MZ, Martirio de santa B谩rbara,1501, Germanisches Nationalmuseum, Nuremberg

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82 VARIACIÓN CUARTA: RELIQUIAS, SACRIFICIOS Y FÁRMACOS

Dióscuro y, según la adicción de Ribadeneyra a la historia, también Marciano, fueron asesinados cada uno por un rayo independiente que descendiendo del cielo los privó “de la vida temporal y de la eterna”. Cuatro actores muertos, dos de cada sexo, con toda probabilidad inocentes y solteros, hay en este drama sin sentido, sin un significado religioso ni moral suficientemente claro. Ribadeneyra, que elude en su relato al diácono de Orígenes, atribuye a un tal Valenciano (llamado por otros Valentín o Valencio) la recogida y enterramiento de los cuerpos exánimes de santa Bárbara y de santa Juliana en un lugar utópico denominado Gelasio: exactamente el Gólgota donde fueron martirizadas, en ese lugar sepulcral del cráneo. Él es el único de los hagiógrafos que se ocupa del destino de los cadáveres, de documentar el enterramiento del cuerpo de santa Bárbara y del cuerpo inmaculado de santa Juliana consciente de la importancia cada vez mayor que estaban adquiriendo las reliquias para la iglesia. Los santos, los profetas, las vírgenes que ascendieron en cuerpo y alma a los cielos, para perjuicio de las finanzas de esa iglesia cada vez más ocupada en los asustos de la economía, apenas dejaron en la tierra restos materiales de su propia carne: Elías dejó caer un manto desde su carro ascendente; la Virgen dejó un poco de su leche; Jesucristo, aparte del sacramento de la comunión y de su prepucio redondo y completo, de la llamada «santa carne verdadera», dejó algunas gotas de su sudor y de su sangre empapadas en algún que otro trapo verídico. De todos los demás, de todos los santos a los que se les negó la incorrupción celestial, en un sitio u otro, hay un trozo de su cuerpo, una astilla de uno de sus huesos, un diente, un poco de saliva, un cabello, una pústula milagrosa. De Dióscuro no hay reliquias: él fue suprimido, tal vez fue injustamente castigado por sacrificarle a sus dioses carnívoros a su hija primogénita, como mandaban la mayoría de los ritos fundacionales primitivos, como debía hacer Agamenón con su hija Ifigenia para invocar o para apaciguar a los dioses. La inmolación de quien aún no ha madurado (que no ha adquirido la capacidad de reproducirse; que desconoce la corrupción que exige la procreación y que es, en este sentido, puro o virgen) fue un requisito en los más importantes ritos de fusión (como en metalurgia del hierro), de unión (como en hierogamia celeste), de transformación (como era la siembra y la recolección de los frutos de la tierra) y de fundación (sobre todo de la ciudad) en la más lejana antigüedad. Mediante el rito, la víctima consumaba un matrimonio místico con la cosa a la que se sacrificaba; se producía una unión del todo indisoluble; su muerte servía para animar, para insuflarle su espíritu a la cosa a la que se destinaba. El sacrificio humano era, en no pocos ritos de este tipo, un cambio de apariencia, de envoltura carnal: Bárbara, por ejemplo, al cederle su alma a la torre, ella misma se transformaba en torre: de identificaba con la torre. O dicho de otro modo, la construcción de la torre arquitectónica procedía de la destrucción de Bárbara: de su cadáver, o, lo que viene a ser lo mismo, de su semilla. Tal vez algo de ésto conmemora, de algún modo recuerda y preserva, evoca el mito y la iconografía votiva de santa Bárbara. 177


Anónimo veneciano Martirio de santa Bárbara, h.1772 Museo Lázaro Galdiano Madrid

Anónimo granadino Coronación de santa Bárbara siglo XVIII Museo Lázaro Galdiano Madrid

Quien se sacrifica, quien es sacrificado, sufre un proceso de transformación de la apariencia, una metamorfosis en el que el alma, la esencia, tal vez el ser, no varía demasiado. Es “la idea de que la creación se efectúa mediante una inmolación o autoinmolación”, dice Mircea Eliade en su ensayo Herreros y Alquimistas, el “no poder concebir creación ni fabricación sin un previo sacrificio”, el convencimiento de que mediante estos ritos de inmolación y construcción “se trasfiere la vida o el alma de la víctima al propio edificio; éste se convierte de hecho en el nuevo cuerpo, el cuerpo arquitectónico, de la víctima sacrificada”. Así santa Bárbara, cuando muere, si acaso no se transfigura en torre, al menos su «espíritu» emigra desde su cuerpo caduco y corruptible hasta la torre previa para tener ahí una residencia estable, y quizá perpetua. Quizá sea ésto lo que pretendían algunos ritos de la construcción: la primera piedra no sería más que el ara sacrificial que era sepultada junto a la víctima propiaciatoria; la invocación a santa Bárbara no sería más que una herencia venial de aquellos sacrificios cruentos. Quizá el sacerdote denominado Dióscuro fue el que realizó aquel primer sacrificio del fármaco, de la virgen unigénita que debía aplacar con su entrega la cólera divina -o la sed y el hambre de los dioses con la sangre cálida y con la tierna carne con su cuerpo-, sobre el altar propiciatorio levantado al inicio de las obras de esa torre simbólica y santa (tal vez era un templo al dios de las tormentas) que alguien pretendía izar en el vértice de la montaña, en el lugar exacto en el que se derramó inútilmente la vida inmaculada, en el suelo mágico y solar del sacrificio al que subieron tantos padres armados con un cuchillo para degollar, de uno en uno, a sus hijos y a sus hijas. Tal vez Bárbara sea un tributo que hubo que pagar para cimentar esa torre simbólica que aún nos persigue y nos acusa desde el mito; tal vez represente uno de los pecados originales de la arquitectura: uno de los tantos que aún no han sido expiados. Tal vez Bárbara fue expulsada (¿por el fuego de la espada angelical, por el látigo demoníaco, por la luz del rayo, por el soplo huracanado del espíritu, por la ira divina?) de la torre y aún deambula extravagante buscando en el mundo su casa, otra casa. O tal no fue expulsada y fue ella la que salió por su propio pie a orearse y, ya en la calle, la sorprendió el trueno y aquel primer rayo y el aguacero que destruyó su guarida con forma de atalaya, o quizá tuvo que huir como huyeron Irene y su hermano porque la torre, como la casa de Julio Cortázar, estaba tomada. 178


TRANSFERENCIAS, TRANSGRESIONES Y ÉXTASIS

83 TRANSFIGURACIÓN Y TRANSUSTACIÓN

Vistas hoy ciertas imágenes de santa Bárbara con su torre, pasado tanto tiempo desde que fueron imaginadas, a alguien podría parecerle que algunos de aquellos antiguos pintores que le atribuyeron una figura a la santa, de paso, pretendieron mofarse de la arquitectura. Probablemente nada esté más lejos de la intención de ese pintor anónimo que ha dibujado la torre chata e irregular, con una joroba incipiente y ciega, mezclando fragmentos inoportunos y jugando con los tamaños, que la voluntad de ridiculizar a la arquitectura proponiendo versiones burlescas de la torre, atrofias y anomalías de su emblema. No debe ser acusado ese artista de nada indemostrable, aunque si hoy él pudiera venir hasta aquí y contemplar su obra, asomarse a ella desde esta perspectiva forzada y anacrónica, comprendería la sospecha de que algo parece estar poniéndose en entredicho; comprendería que alguien, tal vez irreflexivo, pudiera sentirse ofendido si creyera que la torre de Bárbara es sólo pisapapeles, como ha sucedido para la eternidad con la torre de Pisa. La torre desplomada de Pisa hace tiempo que dejó de ser arquitectura: desde el día que la raptaron los mercaderes de los signos; la torre de Bárbara, sin embargo, aún debe realizar el trayecto inverso: fugarse del territorio de los signos y hollar el de los objetos. Debe descender desde la idea a la materia, ser transferida desde la palabra en la que reside a la cosa que tal vez pueda ser, transfundida, como un líquido, lentamente, desde el lenguaje a la arquitectura. Debe, en definitiva, mostrarse gloriosa entre Moisés y Elías en el monte Tabor, transfigurada ante la presencia de los discípulos Pedro, Juan y Santiago. La torre Eiffel, que fue ideada como señal, estaba predestinada a convertirse en pisapapeles: la antena y el ascensor que le colocaron y su uso como reclamo turístico reforzaron este destino de objeto decorativo; la torre Chrysler de Nueva York, desde que la imaginó William van Alen, en la intersección de la Calle 42 y la Avenida Lexington, amagó hacia los motivos textiles, a servir como bordado para las corbatas Art Deco; la torre oblicua de Pisa, el campanario exento y accidentado de la catedral, a diferencia de otras torres sentenciadas, no tiene la culpa de haberse convertido en un juguete de poliéster ni en un recuerdo cilíndrico de escayola envejecida. No hay ironía, ni capricho, ni divertimento en las torres bárbaras, aunque al lector casual e incauto pudiera parecérselo. No hay juego con la arquitectura sino reducción de la arquitectura al campo de la palabra: al léxico y a la semántica. En cierto sentido, la torre es exactamente igual que la rama simbólica de la palma; una palabra que suministra información con cierta eficacia a ciertos lectores conocedores del código. Pero la palma no tiene apenas sinónimos, no varía de 179


Rafael Sanzio detalle de Los esponsales de la Virgen, 1504 Pinacoteca Brera Milán

apariencia, no se presta a las variantes, no cambia de posición ni de color ni de tamaño: la torre es lo contrario, la excusa de la multiplicidad y la disparidad, de la combinatoria y las posibilidades de la expresión. Santa Bárbara plantea, o es útil como motivo para reflexionar sobre algunos aspectos de la expresión de la arquitectura: de la expresión que no tiene por objeto ni la documentación de la apariencia de la arquitectura construida (el levantamiento) ni la propuesta de construcción de la arquitectura (el proyecto). La arquitectura de Bárbara es quizá, de todas las imaginadas por la pintura, en cuanto a tema, la menos condicionada por las exigencias de la realidad, la más versátil, la más flexible, la menos limitada por las leyes del espacio y de la gravedad. Todos los cuartos en los que el ángel le anunció a María de Nazaret la bienaventuranza, aunque sólo sean un suelo y una pared (Simone Martini, Anunciación, 1333, Galeria degli Uffizi, Florencia) han de tener la capacidad suficiente para contener el cuerpo menudo de una mujer sorprendida: el ángel puede volar (Domenico Becafumi, Anunciación, 1545, Iglesia de san Martín y san Víctor, Siena) o ya haberse posado en el suelo (Fra Angelico, Anunciación, 1440-41, Convento de san Marcos, Florencia); estar dentro de la sala (Giovanni Bellini, Anunciación, h.1500, Galerie dell’ Accademia, Venecia) o fuera del cuarto (Gentile Bellini, Anunciación, 1465, Museo TyssenBornemisza, Madrid); ella estará en pie (Pinturicchio, Anunciación, 1501, Capilla Baglioni, Spello) o sentada (Duccio, Anunciación, 1308-11, Duomo, Siena) o arrodillada (Roger van der Weyden, Retablo de santa Colomba, h.1445, Alte Pinakothek, Munich); dentro de su dormitorio (Roger van der Weyden, Tríptico de la anunciación, h.1440, Musée du Louvre, París), junto a un jardín (Fra Angelico, Anunciación, 1430-32, Museo Nacional del Prado, Madrid) o próxima a un patio (Domenico Veneziano, h.1445, Museo Fitzwillian, Cambridge); pero siempre la arquitectura de acogida, sean cuales sean sus características formales, será una habitación, un recinto habitable, abierto y descubierto (Leonardo da Vinci, Anunciación, h.1472, Galeria degli Uffizi, Florencia) o cerrado y casi claustrofóbico (Robert Campin, Anunciación, h.1425, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York). La habitación pictórica de la Anunciación ha sido tradicionalmente verosímil: la torre adjudicada a santa Bárbara no. 180


atribuido a Piero della Francesca Ciudad ideal, 1470 Galería Nacionale delle Marche Urbino

Porque la torre de Bárbara no es una expresión de la arquitectura, como sí lo es la Ciudad ideal atribuida a Piero della Francesca o el templo que Rafael de Urbino situó al fondo de los Esponsales de la Virgen (1504, Pinacoteca Brera, Milán). La torre de santa Bárbara es a menudo una representación de la arquitectura; uno de los pocos casos en los que es posible hablar con rigor de representación de la arquitectura, en el mismo sentido en el que una bandera puede representar un territorio o una cruz a una religión y, por tanto, en el sentido contrario al que irreflexivamente, por hábito, se dice que el dibujo en alzado de la fachada de un edificio es una representación de ese edificio. La arquitectura tiene diversas posibilidades comunicativas: una de ellas es la simbólica. Su vertiente simbólica, o poética, si así se quiere llamar, está lúcidamente contenida en santa Bárbara. Ella es un signo ambiguo que, a la luz de los intereses de cada intérprete, puede ser sujeto de las más dispares versiones; que corre el riesgo de ser tergiversada. Santa Bárbara por ser una obra colectiva y oral, es mítica: como obra de arte, como necesariamente toda obra de arte, es una obra individual; es un acontecimiento físico: ignoramos para qué fue concebida, cuál era su misión genética, qué función vino originalmente a satisfacer. No hay registro documental sobre quiénes o para qué la inventaron: todo son suposiciones derivadas del análisis especulativo, hipótesis mal cogidas por los cabellos, sospechas emanadas de la niebla. Se pueden rastrear sus huellas en la Edad Media o en el Camino de Santiago y fechar la última vez que fue grabada en una plancha de cobre pero no conocer las razones por las que fue elegida para cumplir este cometido lingüístico, para llenar aquél vacío semántico.

84 LUCIFER Y HEFAISTOS, COMPAÑEROS DE BÁRBARA

No sólo los campesinos de las riberas del Danubio pensaban que «El Parapeto» era una obra demoníaca. Al demonio, sea cual sea su nombre, Hefaistos o Satanás, no se le atribuye únicamente esa obra simple y descomunal: él también es «deus artifex». Si Dios es el gran promotor, él es el gran constructor, el hacedor de cualquier obra que sea bárbara y virulenta, cualquier edificación levantada o excavada por los bárbaros. Al demonio, al expulsado, al extraviado, es a quien se le adjudican las obras extravagantes, exteriores, bárbaras. A él se le atribuyen, sobre la 181


Sandro Botticelli El abismo del infierno, 1480-1500 Biblioteca Apostólica Vaticana Roma

superficie de la tierra, los laberintos, los manicomios y no pocos templos, algunos de ellos iglesias, así como, en colaboración con J. R. Sierra, la nueva Galería de Procuración del antiguo monasterio cartujo de Santa María de las Cuevas en Sevilla; bajo la superficie terrestre a él y a sus secuaces se deben los sótanos y el infierno al completo, el Hades con todos sus edificios metálicos y sus ciudades de grandes avenidas ortogonales; y en posición intermedia, entre lo subterráneo y lo aéreo, obras suyas son los antiguos cementerios telúricos (en los que se cavaba la tierra para abrir tumbas como heridas) y las termas de Peter Zumthor en Vals, en el cantón suizo de Graubünden. A él, como constructor o como protector de la construcción, aluden las imágenes monstruosas de la arquitectura gótica que conforman las gárgolas y ciertos capiteles de aspecto temible. Él es el fundador de no pocas ciudades malditas y cinematográficas; es el inspirador de las arquitecturas obscuras, poseídas y vivificadas; es el origen del rumor cancerígeno de la Casa tomada de Julio Cortázar y de la niebla opaca de La caída de la Casa Usher de Edgar Allan Poe. Porque él, el otro portador de la luz, también fue a menudo invocado, al igual que santa Bárbara y el apóstol santo Tomás, como protector de las obras: él, auxiliado por su cohorte infernal de operarios, por su ejército de ángeles caídos, era el encargado de la seguridad y la higiene en la construcción. Del mismo modo que Lucifer, según la tradición semítica, fue arrojado del cielo a la tierra, Hefaistos, o Vulcano, fue arrojado desde la cima del Olimpo para que se golpeara contra el suelo: los dos fueron expulsados de los respectivos recintos celestes en los que residían confortables. Los dos, como Bárbara, son ajenos y alógenos. Hefaistos fue precipitado a la tierra, según la versión más aceptada durante la Edad Media, porque a Hera, su madre, le disgustó la deformidad que tenía en la pierna desde su nacimiento: Hefaistos nació minusválido, cojo, feo, con la pierna torcida (hay quien en el Renacimiento vio en la pierna atrofiada de Hefaistos la forma zigzagueante del rayo). Según otras versiones, se quedó cojo precisamente al estrellarse contra la tierra; él no pudo abrir un cono inverso en la tierra que lo amortiguara y lo acogiera, como hizo Lucifer al impactar en ella, según cuenta Dante en su Comedia y confirma su ilustrador Sandro Botticelli en su sección de El abismo del infierno. 182


Hefaistos es el portador del fuego al igual lo será Lucifer después, cuando lo imite y le expolie sus atributos y algunas de sus atribuciones. Hefaistos es la personificación pagana del fuego; es el herrero por antonomasia. Según Boccaccio en su Genealogía Deorum Gentilium (1350), Hefaistos, a quien en su versión latina él llama Vulcano, es “el autor de toda clase de artificios”, el primer constructor pagano de edificios. Él es el protector de todos los artesanos, canteros o herreros, alfareros o carpinteros que de algún modo se dedican a la construcción; es el «archiartesano» y el «architecto», el primer maestro de la civilización humana. Él, como constructor genético y protector oficial, era invocado y presidía todas las obras de edificación levantadas o hundidas en sus dominios. Él, aunque no lo cite el milanés Giovanni Riva en su Filotea (1888), es otro personaje del santoral de la arquitectura.

85 VULCANO Y LA ARQUITECTURA SEGÚN PIERO DI CÓSIMO

No pocas veces fue Vulcano representado como actor de la arquitectura, relacionado con algunas formas de la arquitectura primitiva. Fue representado como inspirador o patrocinador de la arquitectura, entre otros, por Piero di Cósimo en Vulcano y Eolo, maestros de la humanidad (148590, Galería Nacional de Canadá, Ottawa). En este cuadro puede verse a Vulcano trabajando como herrero en su fragua, que aquí es apenas un cobertizo, componiendo una escena de lectura compleja y, según Panofsky en el análisis que realiza en sus Estudios sobre iconología, de difícil interpretación iconológica por la acumulación de personajes y acontecimientos. En cualquier caso, ésta es una de las pocas obras plásticas en las que el dios artífice está directamente implicado en la labor arquitectónica: en el otro extremo de la diagonal que empieza en Vulcano, junto a la jirafa impertinente, pueden verse a cuatro obreros erigiendo con troncos sin desbastar la estructura de un edificio rudimentario, tal vez una cabaña que sirviera de casa a esa familia simbólica que está despertándose en la esquina inferior derecha. Vulcano, igual que forja una herradura o un escudo para Aquiles, forja las herramientas de los albañiles y los carpinteros y les da instrucciones sobre su uso. A Piero di Cósimo (1462-1521), que admiraba las cosas que la naturaleza producía “por fantasía o por accidente”, como eran las jirafas y los dromedarios, le aterrorizaban los rayos. Dice Giorgio Vasari (Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros tiempos) que Piero di Cósimo “no soportaba el llanto de los niños, el sonido de las campanas ni el canto de los frailes. En los días de tormenta se deleitaba viendo cómo caía la lluvia con fuerza sobre los tejados y golpeaba en el suelo. Le aterraban los rayos, y cuando tronaba se arrebujaba en una capa, cerraba todas las ventanas y la puerta y se quedaba quieto en un rincón hasta que pasara la furia”. Piero di Cósimo, que se sepa, a pesar de su pánico al rayo, no pintó nunca la imagen de santa Bárbara: contra las tormentas violentas y aparatosas no invocaba a los dioses ni a sus representantes porque prefería servirse de los recursos de la 183


Piero di Cósimo Vulcano y Eolo maestros de la humanidad h.1485-90 National Gallery of Canada Ottawa

arquitectura defensiva. En vez de rezar, en vez de ahuyentar los truenos tañendo campanas, como otros contemporáneos suyos hacían, él optaba por atrancar la puerta y las ventanas e ir a esconderse a uno de esos úteros de la arquitectura que son los rincones. Para Piero di Cósimo Vulcano es el dios florentino de la arquitectura (el «ignipotente» lo llama Virgilio en la Eneida). Vulcano es el portador y el gobernador del fuego físico, práctico, fabril, industrial, técnico; Prometeo, el otro luciferino, es el portador del fuego intelectual, el de la sabiduría y el conocimiento. Ambos suministran a la humanidad el fuego arquitectónico: el que sirve para cocer el ladrillo, para forjar el cincel y para alumbrar el proyecto; el de la herramienta y el de la idea. Dédalo, el otro a quien la mitología clásica le atribuye la primera obra de arquitectura, es una humanización de Vulcano. Del Hefaistos griego y del Vulcano latino, por ser mitos más antiguos, es de quienes Dédalo hereda sus atributos más importantes; a su tradición es a la que luego incorpora Dédalo (o Talos) el ingenio, los laberintos y los acueductos, el compás y los autómatas. El mito de Vulcano y el de santa Bárbara convergen en la arquitectura; ambos tienen algo de complementarios, alguna que otra interferencia: si Bárbara es la diosa hermosa, Vulcano es el dios feo, antiestético; si Bárbara fue encerrada por su padre, Vulcano es expelido por su madre; si la residencia de Bárbara es una torre (una forma emergente, positiva), la de Vulcano es un orificio, una gruta (una forma sumergida, negativa); si Bárbara se encamina hacia la montaña, 184


Vulcano procede de ella y va hacia el abismo; si en Bárbara el fuego es celeste, procedente del rayo, en Vulcano el fuego proviene del suelo, del subsuelo: es de origen volcánico.

86 MÍSTICA Y TRASCENDENCIA

Lucifer es el artífice, el transformador de la tierra y la naturaleza, el artista por excelencia. No en vano en su Infierno Dante radicó todas las artes: la pintura y la escultura, la danza y la arquitectura. A él, el manipulador, el que trabaja con las manos, el cirujano, se le ha hecho responsable de todas las obras que cada religión no ha sabido atribuirle a su dios principal. Porque la arquitectura bárbara es, como la medicina, patrimonio de la religión: de algunas de las religiones monoteístas que, desde que triunfaron, intentaron apropiarse de toda la arquitectura y de atribuirse todas sus competencias. “Para mí es una satisfacción saber que mi religión ha construido las catedrales” dictó en sus Memorias el conde Balthasar Klossoski de Rola. Para Balthus (1908-2001), el hijastro de Rilke, que se hizo cristiano para así tener derecho legítimo a la espléndida herencia de un tío suyo, como para muchos otros de sus correligionarios, es una gran satisfacción, un motivo de orgullo que su dios sea arquitecto: el gran arquitecto. Los cristianos están casi tan satisfechos de que su religión haya construido las catedrales como los musulmanes de no necesitar en sus templos la imagen de Alá; aquéllos presumen de que entre sus adeptos estén Giotto y Gaudí; se ufanan de que sus cruzados recuperaran Jerusalén para su causa, de que sus papas hubieran urbanizado Roma a su gusto imperial, de que sus peregrinos se inventaran los caminos de Europa y de que el propio Yahvé proyectara el templo que luego, con la mediación de Ezequiel, tendría que construir Salomón. Están orgullosos de la obra arquitectónica del apóstol santo Tomás y de los monasterios cistercienses que fundó san Bernardo de Claraval, empezando por la reforma del monasterio de Clairvaux (Clara vallis), del que fue abad hasta su muerte, y pasando por las fundaciones de las otras tres abadías-madre de la orden (Morimond, La Ferté y Pontigny), y concluyendo en la última de las 66 fundaciones directas que, de las 343 casas con las que contaba el Cister en 1153, directamente se le atribuyen. También incluyen en el catálogo de sus obras, pese a sus excesos, la obra completa de Gian Lorenzo Bernini y la de Alberto Campo Baeza, sin excluir el «impluvium de luz», según la llama su autor, que es la sede la Caja General de Ahorros de Granada, así como la asolación de Jericó y de Gomorra y la aniquilación de la Torre de Babel. También figura en sus santorales santa Bárbara; también en sus martirologios. Ella es un paso más en ese esfuerzo ímprobo de la teología por apropiarse, por intervenir en la arquitectura. O tal vez sea un paso en la dirección contraria: quizá santa Bárbara sea una espía, un agente secreto enviado a los eclesiásticos por la arquitectura. Tal vez es uno de los éxitos de la arquitectura en su incursión en los asuntos teologales; una de las evidencias de que la religión es, en alguna medida, resultado indirecto de los templos en los que se gesta; una demostración de la 185


Alberto Campo Baeza Impluvium de luz o Caja General de Ahorros de Granada 1999-2001, Granada

Peter Eisenman Memorial del holocausto judío, 1995-2005 Schillerplatz Berlín

influencia y colaboración de la arquitectura en la construcción del pensamiento occidental. Santa Bárbara, como se justificará más adelante, capitaneaba uno de los comandos que fueron al asalto de lo sagrado para incorporarlo a la arquitectura: ella le robó a los dioses, para dárselo gratuitamente a la arquitectura, la idea de la trascendencia y el anhelo de la altura. Santa Bárbara le aportó a la arquitectura un cierto sentido místico, le ofreció otro lugar desde el que leerla. Ella, ya a punto de extinguirse, es útil ahora para reivindicar la arquitectura emotiva (para reclamar la emotividad en la arquitectura), así como para exigirle que emplee, que recupere su capacidad poética y comunicativa: para alertar sobre la innecesaria renuncia de la arquitectura a utilizar su capacidad simbólica. Utilizar su capacidad simbólica no significa adherir símbolos a las paredes como quien se tatúa la piel eligiendo modelos de un catálogo; ni construir símbolos que tal vez nunca lleguen a serlo (el Monumento al Holocausto de Eisenmann en la Schillerplatz de Berlín); ni intentar que sea ella misma un símbolo (de la opulencia o del progreso, por ejemplo). Utilizar la capacidad simbólica de la arquitectura es expresarse simbólicamente: construir una puerta como si se estuviera pronunciando la palabra puerta, porque se sabe el significado de la palabra puerta, porque se sabe lo que es esencialmente una puerta. Aquí, ya que no se está de acuerdo con que la arquitectura sea necesariamente un lenguaje, ni una competencia estricta de la semiótica, se propone no el equívoco uso lingüístico de la arquitectura, sino el que la arquitectura recuerde el significado de los signos que emplea, que los considere antes de usarlos, que dote al gesto de sentido para que no sea un simple aspaviento. En caso de que existiera el lenguaje arquitectónico y no fuera ésta sólo una denominación del consejo regulador, y si en tal caso columna, puerta, habitación y calle, muro y hospital, fueran algunos de los signos posibles de este lenguaje arquitectónico en el que no se sabría cuáles son los verbos y cuáles los adjetivos, santa Bárbara sería, necesariamente, otro de esos signos. 186


87 DE LA ARQUITECTURA COMO ACTRIZ

La Gran torre de babel (1563, Kunsthistorisches Museum, Viena) de Pieter Brueghel (h.15251569), es, según Juan Benet (La construcción de la torre), “la primera pintura del arte europeo con un edificio como protagonista”. En esta pintura la arquitectura alcanza el éxito al abandonar el fondo, el tercer o el segundo plano posible del cuadro, y avanzar hasta conquistar ese primer plano de la escena, plano que no es necesariamente un lugar físico sino más bien una manera de estar presente, de presentarse ante el espectador y de reclamar su atención. Es el edificio que adquiere el papel de actor principal en la representación resistiéndose a ser simple escenario; es, aunque a su alrededor, incluso delante de él, sucedan otras cosas muy significativas, el edificio como protagonista casi absoluto del relato. Ante esta gran torre portuaria y algo desplomada, en la esquina inferior izquierda, sobre un promontorio panorámico, se desarrolla la escena minúscula de la visita de inspección a las obras que efectúa Nemrod con su séquito y la de la sumisión de los obreros, los canteros y los dibujantes, en humilde y obligatoria genuflexión ante su dueño. La presencia del rey arquitecto, del promotor artista, no altera el proceso de construcción de la torre desventrada, que enseña las entrañas, pues es ese proceso lo que parece ser el asunto central de la pintura. Benet, el ingeniero escritor, hace en este sentido un análisis pormenorizado de los aspectos compositivos y estructurales del cuadro y de la torre descrita, descubriendo lo que tiene de manual de construcción y de prontuario esa pintura de 114x155 centímetros. Contemporánea, probablemente realizada en el mismo año de 1563, Brueghel pintó otra versión en una tabla de menores dimensiones: 60x74’5 centímetros. Es la Pequeña torre de Babel del Museum Boijmans Van Beuningen de Róterdam, también levantada al borde del agua, pero más recta y ambiciosa, más avanzada y helicoidal y, probablemente, si se rematara, muchísimo más alta que la anterior. En esta versión de la torre babélica no hay seres humanos que sean fácilmente apreciables: es como si el mundo se hubiera vaciado de gente, como si hubiera comenzado la gran migración. O, por los tonos rojizos, por la atmósfera sanguinolenta, como si ése fuera el preámbulo atómico de un inexorable e innecesario juicio final. En esta torre colosal del cuadro pequeño no hay escenas en competencia con la arquitectura: es el edificio exclusivo, unánime, emergiendo del suelo como una broca, como berbiquí, como un periscopio del infierno subterráneo. Si en la hipótesis grande la torre es la protagonista, en la pequeña la arquitectura es la única actriz. La iconografía triunfadora de Babel, de la torre como ciudad y de la arquitectura como laberinto espiral y creciente, se gestó y alumbró durante la transición del Gótico al Renacimiento, durante el apogeo de la pintura flamenca, holandesa y germana, y de ahí se derramó hacia otros tiempos y se trasegó a otros lugares. También, casi en paralelo, la iconografía de santa Bárbara sufrió este proceso, pero cambiando la jerarquía y trastocando los tamaños de la arquitectura representada: ahora no es protagonista esa arquitectura que exige que el gigante Nemrod se minimice en una esquina; ahora, con santa Bárbara como tema pictórico, es la mujer el asunto principal y es la torre colosal la que se transforma en una miniatura y se traspone en el cuadro. 187


Anónimo La torre de Babel miniatura de La ciudad de Dios según san Agustín, siglo XV Bibliothéque Nationale de France París

Algunas torres anteriores habían intentado tímidamente asumir el papel principal, aunque nunca llegaron a avasallar, a impedir del todo esas otras pequeñas escenas complementarias que la acompañan y que le aportan alguno de los significados morales con los que, fundamentalmente debido a la imaginación de san Isidoro de Sevilla (h.570-636), fue investida. Estas torres previas al siglo XVI, que es el de la eclosión pictórica de Babel al óleo, suelen ser miniaturas e ilustraciones de manuscritos todavía medievales, que no tienen ninguna intención admonitoria. Son torres casi domésticas y fuera de escala, cuadradas o redondas, espirales o cúbicas y casi siempre desbordadas de operarios, de hombres insignificantes afanándose como hormigas. En estos modelos arquitectónicos iluminados y escuetos, y no pocas veces con las mismas intenciones documentales, es en donde se asienta y de donde parte la iconografía de la torre de Bárbara: su posición y su tamaño, su apariencia y los acontecimientos que la afectan. Aunque es en la pintura de la incipiente Europa del norte y del centro donde en los albores del Renacimiento más éxito van a tener tanto el tema de Babel como el tema de santa Bárbara, las torres del génesis no se impondrán, salvo alguna ilustre excepción, como paradigma ni modelo de las torres bárbaras de esa época. Porque Babel es en esta pintura la desmesura, el exceso constructivo, la exhuberancia compositiva y el gigantismo, y Bárbara lo que necesitaba eran referentes menos complejos, arquitecturas que no estuvieran tan elaboradas, más eficaces en la inmediatez de la transmisión de su mensaje. Por eso las primeras babeles, las más escuetas y simbólicas, las construidas en los Libros de Horas y en los Devocionarios, las levantadas por los monjes laboriosos y miopes en sus escritorios, fueron las que se tomaron como primer modelo para que santa Bárbara las soportara.

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Pieter Brueghel «Gran» Torre de Babel, 1563 Kunsthistorisches Museum Viena

Pieter Brueghel «Pequeña» Torre de Babel, h.1563 Museum Boijmans Van Beuningen, Rotterdam

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88 JOH[ANN]ES DE EYECK ME FECIT 1437

En el cuadro, en la visión de Volterra o en la de Boltraffio, la torre de Bárbara está casi siempre en un segundo plano simbólico y alusivo, con independencia de que se represente a tamaño natural o a menor escala; situada en ese fondo sumiso y subsidiario, porque es la evocación de la santa (no su exaltación) el asunto que convoca a la arquitectura en este tema iconográfico, incluso en la versión excepcional que Jan van Eyck (h.1390-1440) construye con su óleo de 1437, del Koninklijk Museum voor Schone Kunsten de Amberes. De todas las versiones de santa Bárbara con la torre, ésta es la más próxima, en su composición y tratamiento, a los planteamientos que luego serán canónicos en la representación gráfica de la torre de Babel: es uno de sus más claros precedentes, de sus más directos influjos. La gran torre incrustada en la pequeña tabla, de 31 por 18 centímetros, que situada a eje ocupa algo más de la mitad superior del cuadro, se apoya en los hombros de una muchacha que yace plácidamente sentada sobre un otero, como otras veces se sentaron algunas vírgenes de la humildad. El edificio en construcción es, lógicamente, de traza gótica y tiene una acusada linealidad vertical y un fuerte sentido ascendente; ésta arranca casi de las líneas quebradas y angulosas, anfractuosas de la gran falda del vestido de la muchacha: de las raíces que se antojan los pliegues de la tela extendida de la que parece emerger, como un árbol poliédrico, la torre rocosa y casi cristalina. Esta torre hipotética, ideada por el pintor sin correspondencia alguna en la realidad espacial de la materia, está exiliada tanto de la ciudad fortificada que hay a la izquierda como de los campos desamparados que se columbran a su derecha; sirve para separar ideológicamente los dos ambientes: por un lado el mundo civilizado y urbano, el recinto protegido y cerrado y, por otro, el mundo agrícola, abierto y expuesto a la inclemencia. Poco tiene que ver esta torre independiente y abstracta con aquellas otras que antes tantas veces ha pintado Jan van Eyck y que a algunos les han servido para jugar a identificar ciudades, en especial las numerosas que aparecen en las tablas inferiores del Políptico del Cordero místico de la Iglesia de san Bavón, en Gante. Estas torres, que no aluden a ninguna torre concreta y real que el pintor hubiera visto en Maastricht o en Brujas, son arquitecturas por él imaginadas al completo (carentes de cualquier intención por documentar la realiddad) y, como los abetos y los cipreses, dispuestas al fondo para componer ese horizonte, ese fondo al que hoy llamaríamos paisaje. En la tabla del centro, pintada hacia 1425, en la se representa la escena de la adoración de ese Cordero sangrante sobre el altar, al frente del grupo de las vírgenes que se apelmaza a la derecha, saliendo de la espesura, está también santa Bárbara. Es la segunda, entre santa Inés y santa Dorotea, reconocible porque lleva en brazos su atributo: una torre pequeña y portátil. La torre del pequeño cuadro firmado y fechado en el marco (Joh[ann]es de Eyeck me fecit 1437), aunque parece un dibujo, está pintada al óleo. No se trata ni de un boceto ni de ningún trabajo preparatorio para otro cuadro, aunque así pudiera parecerlo, sino de una obra completa y terminada, a pesar de que haya llamado tanto la atención de los analistas el uso contenido del color y su potente, cuando no extraordinaria, linealidad. No parece ésta una pintura destinada 190


Jan Van Eyck Santa Bรกrbara, 1437 Koninklijk Museum voor Schone Kunsten Amberes

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Petrus Christus Virgen con el niño, santa Bárbara y el monje Gemälgalerie-Staatliche Museen Berlín

al culto religioso o que fuera patrimonio de una iglesia; se sospecha que bien pudiera ser resultado de un encargo específico y profano; que su destinatario fuera alguien relacionado con la arquitectura deseoso del amparo protector de la santa. La torre, de planta que podría ser tanto hexagonal como octogonal, bien campanario o baptisterio, y sin precedentes arquitectónicos conocidos, está orientada de modo que al frente presenta, aunque para ello haya sido necesario desplazar el acceso a un lateral, las tres ventanas conmemorativas de la Trinidad. Sobre la cabeza levemente inclinada de Bárbara se enfatiza ese ventanal triple y ojival, esa única ventana compuesta con tres aberturas delgadas que, para hacerlas más visibles, se han ubicado en el segundo cuerpo del edificio. Esta composición poco ortodoxa del edificio, porque están en fachadas distintas la puerta y la ventana de la atalaya (como si el rosetón de la catedral gótica no se colocara a eje con la puerta de acceso a la nave central), permite orientar la torre colocando la única puerta en diagonal, evitando así que ésta pudiera entrar en competición con la pálida cara de Bárbara, que es lo que ocurriría si estuviera situada exactamente detrás. La cara, el entrecejo, está exactamente sobre la intersección de las diagonales del rectángulo. Ése es el foco, el lugar del abismo, el vacío hacia el que remiten las tensiones, al que se opone la palma inclinada, de donde brota la línea que lleva a la ventana estriada de arriba, que de algún modo reproduce una cara. Esta santa Bárbara es quizá la más solemne, hierática y mayestática 192


que nunca se ha pintado; también una de las de aspecto más inocente, de las más ensimismadas y despreocupadas. Es, de todas las santas bárbaras que se han pintado en el mundo, la mejor. La esbelta ventana gótica de la torre no se puede improvisar: una de ese tipo no se puede abrir en cualquier sitio ni en cualquier momento. Esta tercera ventana simbólica que propone Jan van Eyck es, en consecuencia, incompatible con las exigencias de la tradición literaria, que se la atribuye a la iniciativa constructora de Bárbara. La ventana triforia dibujada por Eyck tenía que estar necesariamente prevista en el proyecto, o bien ser ordenada durante la ejecución, cuando la pared llegó a la altura del alféizar, por quien cumpliera con el papel de arquitecto cuando se estaba levantando esa cara del edificio, ya que no podría abrirse fácilmente en el muro cualquiera de sus tres vetas después de haber dejado sólo las dos primeras. No es una tronera románica, ni un óculo ni cualquier orificio rectangular que pueda horadarse a posteriori en el muro: para que esta ventana esté equilibrada y bien compuesta han de dejarse los tres orificios al mismo tiempo, desde el principio. La torre de Eyck está en obras, como casi siempre va a estar la de Babel: los obreros se esfuerzan en el suelo con las carretillas y las parihuelas; los porteadores abastecen la obra de materiales; los canteros trabajan las piedras y labran los sillares; los albañiles preparan las argamasas; los herreros, tal vez bajo el cobertizo, fabrican los herrajes; los espectadores miran hacia arriba, a la cubierta provisional de la torre, que sigue creciendo. Allí, en la terraza, con la cabria o la polea, hay un grupo de cinco obreros celestes que, como los terrestres de abajo, son indiferentes a la presencia de la santa, que lee un gran libro ilustrado mientas espera a que se cumpla el destino que anuncia la palma que sujeta con la mano izquierda. No hay datos formales para aventurar dónde estará el fin de la torre: cuál será su altura definitiva, la apariencia de su remate, si tendrá o no aguja, o antena o pararrayos. Se carece de información suficiente para estimar si tendrá tres cuerpos o treinta, si la torre tiene o no una escalera interior por la que santa Bárbara subirá, con sus pies fantasmales, a los cielos. Tal vez la obra se detenga cuando mueran Bárbara y Dióscuro, los dos el mismo día, apenas con unos minutos de diferencia, y el edificio pase a engrosar el catálogo de las arquitecturas inconclusas, de las obras indefinidas. A santa Bárbara parece no importarle ni lo que sucede ahora a sus espaldas ni lo que acontecerá con la obra cuando ella no esté. La distancia entre la arquitectura y la adolescente, entre su cuerpo y su casa, es en la versión de Jan van Eyck insalvable.

89 PETRUS CHRISTUS CON SANTA BÁRBARA

La torre que sirve para identificar a santa Bárbara en la Virgen con el niño, santa Bárbara y el monje de Petrus Christus (h.1410-1475) del Staafliche Museen de Berlín es casi tan alta como ella; la torre, de cuerpo entero, con dos prismas cuadrados y rematada con una pirámide, está detrás de un monje arrodillado ante la virgen, al que sobrepasa de modo que por encima de su cabeza

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pueden verse las tres ventanas (la cuarta está tapiada) y el remate gótico en cruz de la cubierta. Por su hábito blanco, el monje es probablemente un cartujo; por su vestido oscuro y la capa verde, aunque no lleva aureola de santa ni palma de mártir, la muchacha que apoya su mano izquierda en la torre es santa Bárbara. Santa Bárbara, por la posición de las manos y por su gesto, por estar en medio y tras ellos, casi fuera de la estancia, parece que estuviera presentándoles a la Virgen y a su hijo tanto al cartujo como a la torre, en igualdad de condiciones, como si ambos fueran igualmente humanos. En el interior diáfano y abierto al paisaje en el que se desarrolla la escena, santa Bárbara sujeta, o se apoya, o empuja, u ofrece con la mano izquierda la torre y con la derecha al monje genuflexo y orante. Es como si ella los hubiera conducido a los dos hasta allí. Como tiene las dos manos ocupadas en este gesto donante, la palma de su martirio, apenas visible, la sostiene con su pecho. Como María viste un manto rojo, Bárbara, para que el dolor de su martirio no compita con la pasión mariana, prescinde de ese color y lo sustituye por el verde. Bárbara no tiene ni el nimbo ni el resplandor áureo de las santas: parece, en la jerarquía del cuadro, el cuarto personaje; parece una mujer corriente que ha ido de acompañante. Una ciudad se vislumbra al frente, allá transpuesta bajo la arquería de medio punto de esa habitación que, si no fuera porque la santa todavía tiene un pie afuera, porque aún pisa el exterior, se antojaría un palomar extremo o un campanario: tal vez, aunque sea morfológicamente imposible, esta habitación es la habitación más alta de esa torre un poco burda que la santa enseña. La presencia de la ciudad en la escena, su relativa proximidad a santa Bárbara, es más frecuente en las versiones norteñas que en las meridionales. Suelen ser ciudades erizadas de torres, de chapiteles, de agujas erectas, de iglesias góticas que, como lanzas, le aportan verticalidad al horizonte acostado. Aquí, como en los juegos de cajas chinas, la arquitectura está dentro de la arquitectura: la torre dentro de la torre. Aquí la arquitectura está indemne, cumplida, rematada. No hay ni interrupción ni ruina, ni ejecución ni abandono de las obras. A pesar de su relación con las catástrofes, santa Bárbara nunca ha sido partidaria de la ruinas, ni de la concepción romántica de Caspar David Friedrich ni de la aversión subterránea de Piranesi; ella no podría haber vivido en la torre que John Constable pintó en Hadleigh Castel (1829, Tate Gallery, Londres).

90 DOMENICO GHIRLANDAIO SOBRE SU VÍCTIMA

A principios de los años setenta del siglo quince Domenico Ghirlandaio (Florencia, 1449-1494) pintó dos versiones de santa Bárbara: una al fresco, hacia 1471, en un ábside de la Iglesia de san Andrés, en la ciudad de Cercina, y otra al óleo, en una tabla de 68 x 47 centímetros, hacia 1473, hoy perteneciente a una colección privada. En el fresco eclesiástico santa Bárbara curva está dibujada dentro de una hornacina profunda, 194


Domenico Ghirlandaio Santa Bárbara, h.1473 Colección privada

Domenico Ghirlandaio Santa Bárbara, h.1471 Iglesia de san Andrés Cercina

de forzada perspectiva: a su izquierda, al frente de otra hornacina de medio punto está san Jerónimo, y a su derecha, con las mismas características arquitectónicas, san Antonio, también eremita. Santa Bárbara, completamente vestida de color rojo, está coronada con el disco de la santidad y sujeta por debajo una torre cuadrada y blanca: una torre de dos cuerpos, con la base tronco piramidal y la terraza almenada, de donde sobresale el cubo en el que está la tercera ventana. La santa sostiene con las dos manos la torre para que no se le caiga, y la aprieta contra su vientre por seguridad. Santa Bárbara está en equilibrio inestable porque está encima de un hombre tendido boca abajo en el suelo, pisoteándolo, con un pie en la cerviz y otro en la cadera. El hombre, que lleva armadura y casco, es un militar; tiene la cabeza apoyada en un brazo y, al estar en esta postura, por la inclinación, deja que se le vea la barba; él saca las dos manos fuera de cuadro, fuera de la hornacina, y las mete en el espacio de la capilla. Este hombre, que no se resiste a la humillación de Bárbara, quizá está muerto; quizá esta peana es un cadáver, una víctima con la que santa Bárbara hace lo mismo que san Jorge con su dragón, o que la Virgen María con la serpiente maldita, la inmaculada a quien tanto le gusta aplastar cabezas de ofidios con su piececito de niña. Ese hombre tal vez es su padre. Tal vez sea Dióscuro, aunque vaya contra el orden de los acontecimientos que marca la tradición. Tal vez ella es un fantasma, un espíritu que se ha aparecido victorioso después de que Dióscuro fuera fulminado por el rayo. Tal vez es el mismo 195


personaje que pintó en la misma posición y con las mismas características dos años después, en una escenografía distinta, a cielo abierto con la presencia de un orante postrado. Este guerreo sí está muerto: tiene los ojos cerrados y su inmovilidad parece completa. Santa Bárbara se arremanga la capa roja para que pueda vérsele bien la cara. Santa Bárbara está como el cazador sobre la pieza recién batida y ya cobrada: como el cazador que no le da la más mínima importancia a ese suceso venatorio, como las victorias de los mascarones de popa, como las Inmaculadas que descienden a la tierra planeando sobre la luna. Su gesto es de indiferencia, casi de insatisfacción. Sujeta con una sola mano su torre, más esbelta y oscura que la de Cercina, aunque de aspecto similar, pero con una sola ventana y una gran puerta. Es un torreón de sillares del que se ha marginado el episodio de la Trinidad. Es casi un baluarte de aquellos que se ven allí al fondo, en la muralla de aquella distante ciudad fluvial. En la ciudad portuaria hay muchas más torres, unas militares y otras eclesiásticas, y hay una que destaca sobre las demás en la cumbre de la montaña, de la primera de las montañas agudas de esa sierra que se pierde en la lejanía del fondo del cuadro. Junto a los hombros del donante, debajo del barco, hay un animal cazando y devorando a otro animal: tal vez un felino a un paquidermo. Junto a las caderas de santa Bárbara hay un hombre dándole caza a una mujer, sujetándola por los hombros mientras levanta la espada. Este hombre, por su ropaje, por su armadura bruñida de negro, parece el mismo que yace bajo los pies de la santa. Esta escena es la de la captura de la adolescente, bien el segundo intento de asesinato de su padre (cuando la atrapa escondida entre las rocas) o el instante previo a degollarla en cumplimiento de la sentencia del juez. Quizá el varón que está abatido a sus pies, que es aplastado por sus pies, es su padre en representación de cualquier infiel: su atuendo de turco informa sobre la procedencia de ese infiel al que vence la muchacha cristiana; el mismo origen, la misma religión que profesan a los que aplasta con su caballo el apóstol Santiago, o san Fernando con el suyo. Estos son dos de los pocos casos en los que se muestra a la adolescente triunfante; quizá los únicos en los que ella está erguida sobre el cadáver insepulto de su padre. El último es uno de los muy pocos cuadros en los que tiene una presencia significativa el medio ambiente: la naturaleza y la urbe, la tierra y el agua, los árboles, la cordillera profunda y el cielo oscurecido. Es uno de los escasísimos en los que santa Bárbara, como protagonista (no es ella la acompañante), está acompañada de un devoto; de los que contienen la representación de varias escenas simultáneas. Domenico Ghirlandaio fue, de todos los pintores italianos del «quattrocento», el único que probablemente se ocupó de ella de un modo nuevo, el que contó cosas de ella que aún no habían sido dichas con suficiente claridad. Después, en el siglo siguiente Lorenzo Lotto pintaría por encargo una serie de escenas de la vida de santa Bárbara en el Oratorio Suardi, en Trescore. Este ciclo es un conjunto de frescos pintados en 1524 en el que se narran fabulosamente, plagada de anécdotas y de escenas costumbristas, aderezada con la presencia simbólica de otros personajes que influyeron en ella, la adolescencia y el martirio, la vida doméstica y los acontecimientos que hacen extraordinaria historia y la mitología de santa Bárbara.

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Maestro de Francfort santa Bárbara, detalle del ala derecha del Tríptico de la Virgen, h.1510/1520, Santuario de santa María la Antigua, Orduña, Vizcaya

Anónimo santa Bárbara, detalle del ala derecha del Tríptico con santa Catalina, h.1510/1520 Museo Cerralbo, Madrid

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91 VARIAS INTERPRETACIONES JACOBEAS Y MEDITERRÁNEAS

Mirando hacia el altar, en el púlpito izquierdo de la catedral de Jaca, en el lado del evangelio, sobresale en relieve santa Bárbara, labrada en un panel de madera del pretil del balcón, en la primera tabla de forma rectangular después de las de la barandilla de la escalera de acceso. La torre, circular y dorada, que es tan alta como la santa, tiene sus tres ventanas correspondientes allí arriba, casi en la corona de almenas. En el púlpito de la derecha se oculta, apenas sin bulto, una mujer que parece que se aprieta con una tenaza, sobre el vestido, un pezón de su pecho. Si la inscripción no dijera que se trata de santa Apolonia, y también porque a su lado está, inicialmente equivocándonos, santa Lucía, podríamos creer que se trata de una versión púdica y penitencial de santa Águeda. Santa Apolonia, como dicen que hizo santa Lucía, y a diferencia de santa Águeda, parece que se inflige a sí misma el tormento, que se aplica en la areola ella misma, a pequeñas dosis, el sufrimiento. Santa Apolonia, otra virgen y mártir oriental del siglo tercero, que fue desdentada a pedradas quizá por sus propios vecinos, o bien por su verdugo usando una pinza, extrayéndole sin anestesia pieza a pieza cada uno de sus dientes, suele llevar en la mano un fórceps con el que sujeta una muela. No es infrecuente que la tenaza simbólica esté apoyada sobre su pecho derecho y dificulte, como sucede en este lugar discreto de Jaca, el cabal entendimiento del suceso; que propicie su confusión con una improbable santa Águeda masoquista. Tampoco es inusual la dificultad para reconocer que es una pieza molar o dentaria lo que atenaza la herramienta: más bien parece ser una piedra preciosa, un guijarro, un cálculo, un diminuto sillar de cantería y que la santa, en consecuencia, aluda antes a un oficio de la construcción que a la odontología. Santa Apolonia en los templos medievales, si no se está atento, parece una diosa herrera, otra protectora de la albañilería. Cuando en el norte hay una torre, no hay confusión, error posible: santa Bárbara está por allí cerca. A ella, que como a la leontopodium alpinun le gusta vivir recóndita en las montañas más altas, es frecuente encontrarla, por ejemplo, en las catedrales, las iglesias y las ermitas de los Pirineos. En el valle del Ara, casi en Ordesa, en un retablo de la iglesia de Broto, constreñida en la predela, unánime y escueta, esperando la visita de los detectives infantiles Héctor y Elías, hay, parca y oscura, una santa Bárbara sujetando en las manos su torre enana. Héctor y Elías, que la han descubierto allí agazapada, quieren quitarle a la niña su casa para irse a jugar con ella en la playa. En la Tabla de santa Bárbara de la predela del retablo mayor de la iglesia parroquial de San Lorenzo, en Lechón, Zaragoza, la santa está majestuosamente sentada, ricamente vestida y coronada; con la mano izquierda se apoya en una torre de joyería, de complicado tejido, con almenas y torreones, que tiene dos altas ventanas y una puerta desproporcionada. La torre, de medio cuerpo de altura, está delante de ella, como si fuera un bastón en el que pretendiera apoyarse para levantarse. Los autores de ésta y de las demás tablas de la predela son probablemente Bartolomé Bermejo y su colaborador Juan de Bonilla o de algún otro pintor de su entorno. En las tres casas el lado del evangelio del bancal gótico residen santa Brígida, santa 198


Anónimo santa Bárbara, detalle del ala derecha del Tríptico de la Virgen de la Rosa, siglo XV, Museo Provincial, Huesca

Marcellus Coffemans santa Bárbara, detalle del ala derecha del Tríptico de la Virgen con niño, h.1555 Museo de Asturias, Oviedo

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Bartolomé Bermejo y Juan de Bonilla Tabla de Santa Bárbara predela del retablo mayor de la iglesia parroquial de San Lorenzo Lechón, Zaragoza

Apolonia y san Agustín; en el lado de la epístola están san Quílez, santa Bárbara y, de nuevo, san Agustín, todos ellos entronizados en ricos sitiales, mostrando cada uno sus atributos particulares bajo la filacteria que flota en el respaldo del trono portando su nombre. Esta santa Bárbara de Lechón, ya casi en la provincia de Teruel, triste y apabullada por el manto real, tiene las piernas pequeñas y sostiene sólo con dos dedos la palma. La torre chata, áspera, pretenciosa, tórrida, se antoja una columna atrofiada. Teruel, que antes se decía «tirwal», significa torre de vigilancia (o «daraguel», que en arábigo significa ‘casa primera’ según Diego de Guadix); Teruel, como puede comprobar el viajero que se aparte de la carretera nacional que va de Valencia a Zaragoza, es un territorio arbolado con torres vigías, sembrado de torres como cipreses autónomos y solitarios. La ruta jacobea, el trozo del Camino de Santiago más encrespado, está erizado de santas bárbaras caminantes y portadoras de torres. La de la puerta derecha del Tríptico de la Virgen de la Rosa del Museo de Huesca es una, acaso de las más hermosas, de ellas. Mientras su vestido verde de doble capa la aleja del martirio, la pluma pava de los inmortales anuncia la inmediatez de la muerte sangrienta. Sobre la puerta de la torre que transporta hay labrado, en bajo relieve, si uno se fija en el detalle, un hombre, un verdugo, un asesino a punto de cometer su crimen. El cuerpo alto de la torre, sobre el cilindro, es románico (aunque ella no lo sabe) y hexagonal: quizá tenga, si el edificio atiende a la lógica, una ventana de medio punto en cada uno de los seis paños. Quizá la huella del Espíritu Santo, si acaso ya la ha visitado, no sea esa media docena de ventanas multiplicadas sino esa tronera delgada que hay a mitad del camino de ascenso de la escalera interior. Al otro lado de la Virgen bermeja que sobre la luna sostiene una torpe rosa blanca, en el postigo de la izquierda, está santa Catalina sujetando una espada y un libro. Si santa Bárbara viste de verde sobre fondo cárdeno, santa Catalina, haciendo equilibrio cromático, viste de rojo sobre fondo verde. También santa Catalina, con idénticos atributos, acompaña a santa Bárbara, también con idénticos atributos, pero con la torre más alta, en el Tríptico de la virgen con el niño en un paisaje 200


Anónimo Tríptico de la Virgen de la Rosa, siglo XV Museo Provincial Huesca

atribuido al Maestro de Francfort (activo en Amberes entre 1490 y 1520). En este tríptico del Santuario de Santa María la Antigua, en Orduña, la Virgen también sostiene una rosa: una rosa roja y un niño sonriente sentada delante de un paisaje montañoso, en el centro de un valle por el que discurre un río; el mismo horizonte ata, sigue por las tres tablas, por detrás de las tres figuras femeninas: María y Catalina cabizbajas, inclinando la cabeza hacia abajo, mirando en diagonal; Bárbara, sin embargo, mira en horizontal, hacia un lugar de la izquierda que hay fuera del cuadro. Las bárbaras jacobeas, esta oscense o la que aguarda en el santuario de Santa María la Antigua, o aquella de Marcellus Coffermans en Oviedo, o la del díptico del Museo Cerralbo, son señoritas altivas, un poco orgullosas, conscientes de su belleza y de su buen tipo. Salvo la de Coffemans, están todas de pie porque la geometría de la tabla en la que han de ser encajadas así se lo exige, éstas de han detenido un momento en su viaje para ser retratadas; alguna de ellas, que distraída ha pasado de largo, vuelve la cabeza hacia el pintor cuando la llama para que pose. Todas tienen su propia torre y una pluma distinta: tal vez sea de aquel cisne que nada allá lejos en el río esa que lleva la santa Bárbara que reside en Orduña. La torre más grande, y que por su tamaño parece italiana (de Volterra o de Boltraffio), es la que parcialmente se ve detrás de la santa Bárbara rojiblanca del Museo Cerralbo: si se pudiera calcular la distancia a la que están la mujer y la torre, haciendo cálculos proporcionales, sabríamos si la santa cabe o no cabe dentro de ese edificio, aunque solo fuera angustiosamente empotrada en la planta baja, ya que las altas sirven si acaso como sombrero. La torre de Marcellus Coffermans también plantea serias dudas sobre el tamaño: está apoyada en el suelo, sobre la hierba, pero no se sabe si muy cerca, a los pies de la santa, o al fondo del valle; imposible adivinar si es una maqueta o un edificio como aquellos que hay en la ciudad que se asoma detrás de la virgen del Tríptico de la Virgen con Niño procedente de la colección Masaveu. Como aquí santa Bárbara está sentada, la santa Catalina que le da la réplica al otro lado también lo está. Las santas jacobeas no son literarias: no narran su historia. Las santas bárbaras mediterráneas son más proclives al relato, a la serie de escenas que, como capítulos, pueden describir ordenadamente los sucesos. De finales del XVI (h.1590-1600) es el Retablo de santa Bárbara de la Iglesia parroquial de la Asunción, en Alicante, atribuido al círculo de Vicente Requena «el joven» (1556-1606); en lo que queda de él puede verse a santa Bárbara sosteniendo la torre y ocupando 201


Anónimo valenciano Retablo de santa Bárbara,(h.1590-1600) Iglesia parroquial de la Asunción Alicante

en una hornacina la calle central; de la calle de la derecha quedan dos tablas: en la de arriba se ve a santa Bárbara escondida tras unas peñas mientras un pastor la delata a su padre, que ha venido a buscarla montado a caballo; en la de abajo se ve a Dióscuro decapitando a su hija en presencia del juez y de otros dos acompañantes mientras en el cielo se ha desencadenado una tormenta de grandes gotas rojas de lluvia, de gruesos rayos de sangre. Del pintor Antonio Villanueva (1714-1785) son los dos grandes óleos, mediocres de ejecución, que sobre la vida de santa Bárbara hay en el Colegio de santo Domingo de Orihuela. Los dos lienzos, de 150 x 230 centímetros, están fechados en el año 1750. En el Bautismo de santa Bárbara la adolescente, vestida con un amplio vestido floral, coronada por una legión de angelotes y «putti» que circundan a una paloma radiante, permanece arrodillada mientras san Juan Bautista, subido a una nube apoyada en el suelo, la asperja con una venera. A su lado, de una cruz incisa en un muro, brota un chorro de agua; a la izquierda se ve una torre anómala, como ensartada en una columna, con tres torpes ventanas. También almenada y atrofiada es la torre que figura en el Martirio de santa Bárbara, la segunda y última pintura de la serie biográfica : aquí Antonio Villanueva ha pintado a un turco cubierto con turbante agarrando de los pelos a la muchacha, que mira hacia una custodia ingrávida que está suspendida en el cielo y nimbada de ángeles. El infiel se dispone a degollarla inmediatamente con su cimitarra. A la izquierda de esta escena incruenta el verdugo asesino es abatido por el rayo de la venganza; al otro lado del martirio se ve una ciudad amurallada, ajena a la torre y a los acontecimientos de su periferia, que en la ficha catalográfica de este cuadro incluida en el catálogo de la exposición titulada La llum de les imatges se denomina, sin razones ni acierto, Heliópolis. 202


NOTAS PARA UN ANÁLISIS DE LA BARBARIE

92 VITAMINAS, APOGEO Y APLASTAMIENTO DEL ESPACIO

Quizá una torre, alguna de ellas, sea un organismo, un cuerpo paralelo al cuerpo mortal de santa Bárbara. Algunas torres, como las de la ciudad de San Giminiano, demuestran la capacidad de la arquitectura para crecer como si de un organismo pluricelular se tratara, sumando materiales, superponiendo ladrillos, mampuestos, sillares, células. Éstas son las torres que evidencian la naturaleza orgánica de la arquitectura, que es a menudo más vegetal que animal, casi exclusivamente botánica en su pretensión de la altura. La torre no es de las plantas que trepan hacia el cielo apoyándose en otras realidades sino de las que se izan a partir de sí mismas, sin sustentarse en otra estructura que en la suya. Son árboles sin ramas ni hojas, troncos como menhires, criaturas emergentes de la tierra que conquistan el aire. Algunas torres han sido acogidas por el paisaje como si fueran auténticas formas naturales, vegetales de su pertenencia, caprichosas conformaciones rocosas de su suelo, estalagmitas regulares, brotes de una cosecha propia que él hubiera cultivado, excrecencias que compensaran la abundancia de simas, que equilibren la cantidad de hoyos, de agujeros y de secretos que encierra. No pocos pintores románticos así las vieron (quizá más los germanos que los anglosajones, más Caspar David Friedrich que John Constable), disueltas en la niebla, asomándose peligrosamente al abismo, sometidas, como ellos mismos, a la Naturaleza. Otras torres las acoge la topografía en su seno y las hace enteramente suyas, arrebatándoselas a los humanos, tal y como ya hizo con las murallas chinas y con las pirámides egipcias, con la ciudad denominada México distrito federal y con la grieta que es el canal de Corinto. A algunas torres la Naturaleza las transforma en un accidente orográfico de modo que los cartógrafos no tienen más remedio que registrarlas en sus mapas del medio físico, tal y como hacen, según escribe Sánchez Ferlosio en “La Gran Muralla” de El geco, los cartógrafos con esa frontera que “supo encontrar el ademán geológico, cierto gesto preciso que se requería para hacerse entender por la naturaleza, señas para decirle: «tómame contigo»”. Tal y como sucede con el segundo árbol de Sacrificio (Offret, 1986). Mientras suena el aria «Errarme dich mein Gott» de la Pasión según san Mateo de J. S. Bach, el primer árbol que describe Andréi Tarkosvki en esta película pertenece a La adoración de los magos de Leonardo da Vinci; el segundo, recorriendo el horizonte lentamente con su cámara, es el árbol que trasplanta, que trasvasa, que fija en la tierra Alexander mientras le cuenta a su hijo la historia de aquel monje ortodoxo que sembró en su huerto un árbol seco y lo regó todos los días a la misma hora hasta 203


fotograma de la película de Andréi Tarkovski Sacrificio (1986)

que del árbol muerto brotaron hojas nuevas porque él hábito, la insistencia y el esfuerzo le habían devuelto la vida. Ese árbol reciente, sin raíces pero clavado en el suelo, afianzado en el hoyo con piedras, erecto como cualquier otro, deshojado en invierno como los demás, cuando Alexander y su hijo se marchan hacia la casa invisible, parece un árbol que siempre estuvo allí, impertérrito junto al mar, aguardando a que la fe del regante lo haga enraizar. Sólo el espectador sabe que ese árbol es un artificio: que todavía, hasta que le broten las yemas, es una obra de arte. La torre es la arquitectura que brota y que crece, no la que se extiende e invade como un rizoma, no la que se expande como una colonia. Por su capacidad de crecimiento, de desarrollo vertical, la torre erecta es la imagen de la juventud arquitectónica, de la vitalidad y, quizá, del progreso técnico de la arquitectura. La torre y santa Bárbara son dos arquitecturas adolescentes, lineales, emergentes, erguidas: dos arquitecturas que aspiran, que quieren salirse por arriba. La torre expresa, además del deseo de incorporarse y levantarse, el deseo de crecer. Es bien sabido que no se crece impunemente. No hay apenas diferencia entre el deseo moderno de hacer aumentar la media de la altura de la especie unos centímetros más y la idea de superación que ampara el deseo de conseguir un record, de ir un poco más allá de la destrucción. El rascacielos y el consumo abusivo de vitaminas tienen la misma etiología, son síntomas de una misma dolencia. El altruismo es tanto la obsesión alpinista por coronar las torres, tanto por ascender hasta el vértice inestable del cono como un efecto de la sobredosis de la ingesta de complejos vitamínicos. La torre contemporánea simboliza, de modo similar al viejo y precristiano culto a Mitra, el anhelo y el terror, la incapacidad y la sublimación de la fertilidad masculina. El cenit no hay que buscarlo a cualquier precio. El cenit es un error de los copistas que no supieron escribir acimut: es la “intersección de la vertical de un lugar con la esfera celeste, por 204


encima de la cabeza del observador” y no el punto más alto de algo ni el apogeo de alguien. El acimut es el extremo superior de la torre, la punta del pararrayos. Desde 1880, desde el invento y la puesta en marcha del ascensor mecánico y hasta hace un momento, Nueva York (Chicago o cualquiera de las primeras ciudades garduñas) ha sido el icono de esta voluntad inconsecuente de acceso a lo más alto y de esta ambición de crecimiento ilimitado y cancerígeno. Hoy la carrera banal por la altura, por el vértice eléctrico de la antena, se ha desplazado temporalmente al mercado de Oriente, a Kuala Lumpur en Malasia (Torres Petronas, 452 m), Taipei en Taiwan (Torre Taipei 101, 508 m), Shanghai en China (World Financial Center, 512 m), Dubai (Burj Dubai, 705 m), Nueva Delhi en India (Torre Noida, 710 m) o cualquier otra ciudad que aún no ha comunicado al mundo que ya ha encargado el proyecto de la torre más alta jamás concebida. La multiplicación de los pisos superpuestos ha producido, entre muchos otros efectos negativos, la compresión, el aplastamiento del espacio, la reducción hasta mínimos angustiosos de la altura que podríamos llamar vital, la arquitectura achatada. El apilamiento de las habitaciones, de los contenedores de plástico, ha reducido el volumen de aire respirable y ha aumentado la densidad del agobio. A esa cota ya ha perdido su significado la palabra espacioso. Allí no es necesario subirse a una silla para enroscar una bombilla: las lámparas colgantes rozan con el suelo, las arañas de cristal parecen cucarachas de metacrilato. Observando algunos cuadros de santa Bárbara es imposible apaciguar el sentimiento de angustia, la sensación de asfixia que produce imaginar que cuando nos vayamos santa Bárbara tiene que encogerse e introducirse en esa torre que tiene el lado, en ese edificio menudo en el que ella no puede de ningún modo caber. La certeza de que no puede menguar hasta ese extremo no evita la pesadilla de imaginarla encajada allí dentro, embutida, enlatada, encapsulada, apenas sacando los brazos por la ventana, la nariz por la puerta para poder respirar. No impide que especulemos sobre cómo ha podido salir de allí, desperezarse como los contorsionistas cuando salen de la caja traslúcida, como las mariposas cuando despliegan las alas al salir del capullo de seda. La magia no es un consuelo para la angustia, para esa estrechez de la garganta. Que la santa pudiera comprimirse, por intervención divina o a propia iniciativa, hasta adecuar su tamaño al de la torre, no disminuye la claustrofobia del soñador. La experiencia de Alicia en el país de las maravillas o el conocimiento de lo que le sucedió a Gulliver en Lilliput y en Brobdingnag tampoco alivia en un ápice la sensación de estenosis. La imposibilidad de levantar la mano y no tropezar con el techo, o de alargar el brazo y no chocar con la pared, es en algunas arquitecturas contemporáneas una realidad, no una amenaza. Ya hay habitaciones dobles de hotel con las dimensiones de un féretro infantil. Santa Bárbara es una advertencia hacia la miniaturización del espacio, hacia la nanoarquitectura que se avecina, hacia el aplastamiento, la compresión angustiosa, la forma tubular del próximo espacio que la conquista de las alturas (la conquista del espacio) nos propondrá. La compactación, la angostura, la prohibición del deshogo, la cancelación de la palabra espacioso, la cápsula como arquitectura, son nuevos síntomas de las nuevas formas de la barbarie. 205


93 HERÓDOTO, BARBARIE Y CURIOSIDAD

La barbarie fue, desde el principio, un asunto del espacio, del reparto y de la localización del los lugares, de la topografía y de la geometría del suelo, de la descripción del mundo y la realidad, de la cartografía y de la historia. La barbarie era la frontera entre lo conocido y lo ignorado, entre lo inmediato y lo lejano, entre lo apático y lo erótico. El bárbaro fue, antes que una voz de alarma, un aliciente, un reclamo, un mensajero de los confines invitando a su conocimiento. El bárbaro, el balbuciente, el enigmático, fue para el viajero una llamada de atención. Fue el deseo de conocer y de documentar a los bárbaros, a los que procedieron y entonces provenían de más allá de lo que en el siglo –IV se consideraba Grecia, lo que quizá llevó a Heródoto de Halicarnaso (-484;-425) a viajar y a informar escribiendo sus libros de historia. Para el cronista y el documentalista la palabra bárbaro no tenía ningún sentido despectivo; no en vano comienza el primero de los nueve libros de su Historia (h.-444), el dedicado a la musa Clío, refiriéndose, sin asomo alguno de desprecio, casi con admiración, a ellos. Los bárbaros ya aparecen en el párrafo inicial de su obra, que es en el que el escritor justifica su redacción recurriendo precisamente al argumento de la necesidad de conocerlos para entender los acontecimientos del pasado y los sucesos del presente. “Ésta es la exposición del resultado de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros –y, en especial, el motivo de su mutuo enfrentamiento-, queden sin realce” dice el más antiguo historiador de occidente clásicamente traducido por Carlos Schrader. Los bárbaros, los extranjeros constituyen la otra parte del mundo dual, la parte contraria, adversaria de la realidad hasta entonces conocida y consolidada. Y es del conflicto, del enfrentamiento, del rozamiento entre ambas partes limítrofes, de donde surge la conveniencia de la historia: de la narración, para que éstos no caigan en el olvido, de los hechos humanos más singulares acontecidos en esta frontera inestable y tensa. Porque las empresas que merecen ser recordadas, escritas, conmemoradas, viene a decir Heródoto, no son las de los griegos y sus enfrentamientos fraticidas sino las derivadas del encuentro, necesariamente violento, entre los dos pueblos de la tierra bifronte: los griegos (occidente, Europa, el mar, el dórico…) contra los que no son griegos (oriente, Asia, el suelo, el jónico…). Al fin y al cabo ellos, presionando desde fuera, fueron los aglutinadores de esa Grecia incipiente, de esa confederación de ciudades vinculadas por la similitud del idioma y por algunas costumbres. Heródoto antes de precipitarse en los acontecimientos (que hoy, por relevantes, llamaríamos históricos), en el desenlace épico o trágico de las guerras médicas, se detiene en los prolegómenos y en la presentación minuciosa de los contendientes; sobre todo en las características y en las circunstancias de los otros, de los que no son conocidos, de aquellos, probablemente en muchas cosas mejores, que acostumbramos a llamar bárbaros. Gran parte de la información que Heródoto da en su obra se refiere a ese mundo periférico que él mismo ha recorrido en sus largos periplos, de los territorios y de los pueblos que ha conocido en sus viajes, o de los que 206


otros le han hablado, o sobre los que ha leído. El interés de Heródoto por los otros, vecinos o no, su curiosidad enciclopédica por los medos y los persas que disputaron su hegemonía a las ciudades del Peloponeso y Laconia, por egipcios y etíopes, indios, maságetas y escitas, entre tantos otros habitantes de los confines del mundo, abrió la puerta al registro verbal de la historia. De estos pueblos que no emplean el griego, que tienen una lengua propia, distinta (que los griegos tal vez deberían aprender), el notario Heródoto admira o desprecia algunas de sus costumbres y alaba, en general, sus obras: y de todas sus obras, sus ciudades por encima de todo. La arquitectura, el urbanismo, será para el viajero el mejor índice de calidad, la demostración de la independencia entre la idea de barbarie e incultura. Es en el relato de Heródoto donde fueron y siguen levantadas todas las ciudades visibles e invisibles de la memoria de la humanidad: Babilonia, Ecbatana, Persépolis, Susa, Sardes (a cuyos ciudadanos debemos la sonrisa sardónica) y tantas otras de las que sólo queda su nombre diluido en el desierto. Apunta Umberto Eco en La búsqueda de la lengua perfecta que cuando resurgió el pitagorismo en Grecia la vieja consideración despectiva de la palabra bárbaro, y tal vez en sintonía con la propuesta de Heródoto, cambiará por un creciente interés por los hábitos y las lenguas de los bárbaros: si los griegos del periodo clásico, dice Eco “identificaban a los bárbaros con los que no eran capaces ni de articular una palabra, ahora el presunto balbuceo del extranjero se convierte precisamente en una lengua sagrada, llena de promesas y de revelaciones ocultas”. Lo bárbaro es a partir de entonces, para algunos griegos, la invitación a lo secreto, a la aventura, a la visita, a la profanación, a la toma de conciencia de que los propios dioses tal vez sean extranjeros, de modo similar al que luego para los latinos bárbaro dejará de ser el tosco sitiador del imperio y pasará a denominar genéricamente, simplemente al que no es ciudadano romano. Y es que nunca estuvo del todo establecido el significado del término bárbaro: con el tiempo y el uso, como ocurre con todas las palabras vivas, en las que el significado sufre continuos desplazamientos, cambiará el concepto inicial, la primera idea que se transfiguraba en esa palabra. Santa Bárbara no es el prójimo. No es la vecina: es la extranjera.

94 SUPRESIÓN DE LAS COSTUMBRES SALVAJES Y CIVILIZACIÓN DE ÁFRICA

En 1876 Leopoldo II, rey de Bélgica, fundó la denominada «Asociación Internacional para la Exploración y Civilización en África»; es decir, la corporación para la explotación y consumición de lo que en 1885 se convertiría en el Estado Independiente del Congo (del llamado belga). Kurtz, el más eficaz recolector de marfil de El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad, 1899), el moribundo al que Marlow viene río arriba a rescatar, estaba encargado de redactar un informe para la, así llamada, «Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes». Marlow leyó el informe sin desagrado, con atención, buscando al bárbaro de “los más tempranos orígenes del mundo, cuando la vegetación se agolpaba sobre la tierra y los grandes 207


Vista de Nueva York, Manhattan hacia 1930 Vista de Nueva York el 11 de septiembre de 2001

árboles eran los reyes”. No es única la idea de barbarie: la de Leopoldo II y la de Kurtz coincidían; la de Conrad y la de Marlow se parecían. Hay muchas otras acepciones. Lo salvaje sólo es aceptable para la civilización como categoría estética: como versión burguesa, romántica, de lo exótico. Lo bárbaro, en ese estado prístino de inmadurez que lo hace atractivo, sólo lo asume el civilizado en cuanto a que es una anomalía, una curiosidad científica, un tema de la antropología, de la etnografía, del folclore o de la cinematografía. Sólo desde esta opción venial el ser culto, sólo desde esta distancia el ser supremo, el dador de nombres y adjetivos, puede coquetear con el bárbaro y exponerlo en sus vitrinas, o en sus ensayos, como una de sus conquistas. El bárbaro lejano es (era hasta los días previos de las guerras preventivas) inocuo; el bárbaro inmediato, el que está a las puertas de la ciudad, el que se aproxima a la civilización, es tildado de inicuo; esta barbarie amenazadora es, para el esteta y el coleccionista, sin embargo, insoportable, combatible, aniquilable. Mientras sea ingenuo y apático, el bárbaro es consentido por el imperio. Hoy, y al menos en los primeros tiempos venideros, bárbaro es quien no pertenece al imperio: a cualquiera de las advocaciones y de las manifestaciones del imperio. Es bárbaro por definición, por exclusión. No es necesario que el bárbaro, para serlo, se manifieste siquiera: que demuestre que no sabe hablar la lengua imperial o que esté tras la muralla con la intención de entrar a alimentarse: basta con que no esté dentro del recinto, del espacio confortable, de la horquilla económica, de la élite cultural. Y ese no estar incluido es, de algún modo, una acusación, un san benito, una lacra, un estigma del no elegido. El concepto de barbarie como peligro inminente o como territorio de caza; como lugar de recolección de especies en extinción o de suministro de materia prima para la experimentación; como comarca de abastecimiento de criaturas vírgenes para el misionero, el evangelizador, el docente o el voluntario no gubernativo; como sitio inquietante de recreo del occidental o como destino turístico, cultural o gastronómico, del vividor del norte del planeta, es ajeno por completo, y en todo contrario, a los preceptos de santa Bárbara. 208


95 BARBARIE, PRIMITIVISMO, FUEGO Y ARQUITECTURA

Una acepción de barbarie defendida por cierta filosofía renacentista es la que identifica la barbarie con un estado de salvajismo anterior al uso humano del lenguaje verbal. Bárbaro sería estrictamente, según esta acepción, quien no sabe hablar porque ignora la posibilidad del lenguaje oral. Así, el bárbaro se equipara con aquel hombre primitivo, del que hablaban algunos mitos, que se suponía que no sabía hablar ni usar el fuego ni construir su casa. Esta barbarie tosca y cavernaria presupone el ejercicio de una cierta bestialidad inconsciente previa a una vida que era relativamente humana. La transición de un estado a otro, según esta teoría tomada por Vitruvio de Lucrecio y luego difundida por Boccaccio y defendida como propia por otros interpretes del Renacimiento, como Poggio Bracciolini, se produjo tras el descubrimiento casi simultáneo del fuego, del lenguaje y de la arquitectura; por el descubrimiento o la invención, si es que acaso, contrariando a Borges, descubrir e inventar no son verbos sinónimos. No es raro que sea precisamente Vitruvio, siempre interesado por el origen de las cosas, quien intente demostrar que el abandono de la barbarie y el acceso a la humanidad fue posible para los hombres a partir de tener conocimiento y acceso al fuego, al habla y a la arquitectura: estos tres fenómenos fueron, según este rápido orden de aparición, los que lo transformaron. Vitruvio, en el libro décimo de su De Architectura (h.23-27) cuenta la historia fabulosa de cómo el viento intenso de una tormenta hizo que las ramas de los árboles de un bosque rozaran unas contra otras hasta que produjeron una chispa que causó un incendio en la arboleda; este incendio casual convocó a su alrededor a los habitantes de las proximidades, que rápidamente aprendieron a beneficiarse de él, a controlarlo y a trasportarlo; relata el tratadista después cómo estos hombres se agruparon en torno al fuego espontáneo y cómo a su luz tuvieron la necesidad de comunicarse y de hablar unos con otros, cómo lo aprendieron y cómo descubrieron las ventajas de ponerles nombres a las cosas, y cómo después del fuego y la palabra pudieron mirar a las estrellas e “hicieron fácilmente con sus dedos lo que desearon; algunos en aquella sociedad empezaron a hacer tejados de hojas, otros a excavar grutas en las montañas; algunos, imitando los nidos y las construcciones de las golondrinas, hicieron habitáculos con barro y hojas con los que pudieran acogerse. Encontrando, pues, otros abrigos e inventando nuevas cosas con el poder de su pensamiento, llegaron a construir con el tiempo las mejores moradas”. La idea de Vitruvio de la arquitectura es de tipo evolutivo, prematuramente darwiniana: la arquitectura es para él resultado del progreso de la especie, de un desarrollo natural que es ajeno a la intervención divina. La arquitectura es una consecuencia directa del acto, ya humano, ya no del todo bárbaro, de levantar los ojos hacia las estrellas y poner en marcha “el poder de su pensamiento”. De esta idea del avance autónomo de la especie desde el primitivismo hacia la humanidad, ya presente en De rerum natura de Tito Lucrecio Caro (-99, h.-55), proviene la idea de la arquitectura como un intento de adaptación de lo ajeno, de mejora de las condiciones de habitabilidad de la naturaleza. A “construir las mejores moradas”, por no conformarse con los 209


Suburbios, montaña de favelas

tejados de hojas ni con las grutas preexistentes, es a lo que inmediatamente conduce el proceso iniciado con el dominio del fuego y del lenguaje. La casa, el concepto arquitectónico de la casa, la construcción de la morada, es lo que para Vitruvio es el auténtico limen entre la barbarie y la civilización. Este fuego fundador, desencadenante y motor del proceso, puede proceder de un hecho fortuito como es el incendio de un bosque (como proponían Vitruvio y Plinio), o puede haber sido provocado por un rayo (como sugerían Diodoro Sículo o Lucrecio). Controlar este fuego de la naturaleza es lo que permitirá, según Erwin Panosfky en Estudios sobre iconología “la erección de moradas permanentes, el establecimiento de la vida en familia, la domesticación de animales, el desarrollo de las artes y los oficios”. Asentar, radicar el fuego, concederle una sede permanente, cobijarlo para poder usarlo con eficacia sería, según se deduce de esta especulación, el primer cometido de la arquitectura. La construcción del hogar habría que entenderla, por tanto, en su sentido estricto: la casa es el domicilio del fuego, su ámbito, el escenario donde él es el protagonista. La casa original no es por tanto el domicilio del hombre, ni el santuario del dios, sino la urna del fuego, el cobijo del bien más preciado. No es del todo extraño que la hipótesis vitruviana sobre el desarrollo material, técnico e ideológico de la humanidad, del proceso que va desde la conformidad a la necesidad de la transformación del medio, esté recogido en un libro sobre el tema de la arquitectura: ella, del modo más evidente, representará esa transición desde la apatía al arte, ese despertar desde la selva a la ciudad, esa puerta entre la barbarie afónica y la civilización elocuente. La arquitectura supone, también para Vitruvio, el inicio de la historia, el primer registro, la documentación de las primeras huellas. Para hablar del fuego humano Vitruvio no cita ni a Vulcano ni a Prometeo ni a otros posibles concesionarios del fuego. Él no necesita a los dioses, quienes también se sirven del fuego. Para definir, analizar, narrar la arquitectura terrestre Vitruvio tampoco recurre al Olimpo: allí también hay edificios, habitaciones amuebladas, utensilios y herramientas, palacios y remedos de ciudades. La arquitectura, quiere demostrar Vitruvio, es un asunto, una competen210


cia entera y exclusivamente humana. Ni durante el Renacimiento, cuando fue editado y releído (Roma, 1486), tuvo el arquitecto romano seguidores fieles y consecuentes con su teoría sobre el principio de la arquitectura. Incluso sus más devotos admiradores se alarmaron del materialismo pagano de su hipótesis y lo traicionaron mezclando su ciencia arquitectónica con las propuestas del Génesis. No respetaron su proposición de que cada arquitectura debiera quedarse en su sitio: las moradas celestes arriba y las terrenales aquí abajo. Antes que a él prefirieron a santa Bárbara.

96 BARBARIE, VIOLENCIA Y FRONTERAS

También son arquitecturas bárbaras, desde que Vitruvio las situó en exactamente en los límites, las que significan transición y trasgresión, las que determinan los umbrales, las que acotan amenazadoramente. Bárbaras son las arquitecturas fronterizas, las que consolidan los estados de máxima tensión, las que contrarrestan los empujes más fuertes, las manchadas de sangre. Hay obras incomprensibles e injustificables, incómodas para las exigencias de la razón, inútiles para satisfacer al hombre. Hay obras de arquitectura bárbaras, que son varias veces bárbaras: porque son obras insensatas edificadas contra los bárbaros ficticios y a favor de la barbarie, frente a los bárbaros y para la definición de la barbarie; fábricas desmesuradas hijas del despilfarro y de la grandilocuencia; prosopopeyas que atentan contra la necesidad de lo austero y lo silencioso, que incitan a la abyección y a la violencia; obras contra el orden natural de las cosas hacia las que ya alertaron tanto Heródoto como Cayo Plinio Segundo en su Historia natural cuando hablaba de los laberintos (“las obras más portentosas del dispendio humano, cuya existencia, en contra de lo que algunos pudieran pensar, es real”) y, mucho después, su seguidor a distancia, Juan Caramuel (1606-1682), el más alucinado de todos los tratadistas barrocos, quien en la sección XI de “La Architectura Practica” de su tratado Arquitectura civil recta y oblicua (1678) solicitaba que se diferenciara entre las fábricas “buenas, útiles y bien ordenadas” y las obras “malas, inútiles, desconcertadas y edificadas en falso”. El jerarca eclesiástico de Vigevano, como algunos otros antes y después, pedía que la arquitectura diferenciara entre los edificios en los que “con mano pródiga desperdiciaron sus tesoros Príncipes, insensatos y ricos, sin otro premio que ser tenidos en el Mundo por locos” y los edificios justos y ordenados; que se distinguiera entre los aciertos y los fracasos, entre las arquitecturas sinceras y las fraudulentas, entre las buenas arquitecturas y las malas arquitecturas, entre las que conducen a la barbarie y la eluden. De todas las arquitecturas que promueven la barbarie, quizá ningunas tan elocuentes como las fundadas en la ideología de la tapia: las murallas y los parapetos, los cercados y los vallados, los cotos y las verjas, las rejas y los telones de acero, los muros de hormigón y las alambradas de espinos. De todas las arquitecturas bárbaras, quizá ninguna tan consciente del peligro de la 211


barbarie como la de la pared o la hendidura longitudinal que tiene por única misión impedir el paso del caminante; la del paramento lineal o la brecha que tiene como primer propósito servir de frente de guerra. Cada dinastía que gobernó China, desde el tiempo histórico de Heródoto hasta el de Juan Sebastián Bach, durante casi dos mil años con sus interrupciones, levantó al norte de su territorio ingobernable su trozo de una gran muralla discontinua, fragmentaria, con forma y ubicación diferente según el periodo en el que se construyó, y de acuerdo al patrimonio y al capricho de cada regidor. Son varias las murallas que a lo largo de cientos de kilómetros, discurren por el vacío, la nada, la desolación de los bosques, los valles y las cordilleras deshabitadas; es una línea quebrada que avanza obsesiva por lo desierto queriendo defender pasivamente al imperio chino de las invasiones mogolas; es una materialización militarmente absurda de la frontera, un objeto arquitectónico estólido, impávido como aquél que describió Dino Buzzati en El desierto de los tártaros, como aquella fortaleza en alerta permanente por donde jamás se aproximó ningún enemigo, ninguna amenaza concreta. También los emperadores romanos, desde Augusto, cada cual cuanto y cuando pudo, construyeron la frontera norte del imperio con un gran muro de piedra: es el «parapeto romano». Levantar esa muralla, que quería llegar sin interrupción hasta el mar Negro (a Adriano se debe el tramo británico), era el modo de darle una forma consistente al imperio, de crearle una evidencia. Era, como la construcción del muro de Berlín, una operación de imagen, de dibujo de un perfil, de atribución de un aspecto a una idea. En la cara sur, en el lado de dentro, quedaba parapetado, acotado el imperio; en la cara norte de la muralla ciclópea quedaban aislados, excluidos los bárbaros. Este limen no era tanto una línea defensiva (cuya dudosa eficacia de contención conocían los estrategas) cuanto una línea simbólica que representaba el poder, una obra abrumadora y sobrehumana que los campesinos medievales que araban a uno y otro lado de sus ruinas creían que había levantado el diablo con sus manos. Esas piedras, dice Claudio Magris en El Danubio “explican el gran «pathos» de la frontera, de la necesidad y capacidad de limitarse y darse forma. El «imperium» es contención, defensa, parapeto contra la barbarie de lo indistinto, individualidad”. El imperio, cualquier forma de poder patológica, levanta sus murallas bárbaras para atemorizar: la muralla china, el parapeto romano, la alambrada vergonzosa entre la mano de obra suramericana y la economía estadounidense, el insolente muro de 1200 kilómetros que ha comenzado a ser construido entre Ciudad Juárez y El Paso, la tapia infame de hormigón prefabricado, la pared de sangre que Israel sigue interponiendo entre los palestinos y su suelo legítimo, son fragmentos, lienzos de una misma fortificación para gestionar la arquitectónicamente la barbarie. Pero cualquier muro, cualquier “contaminación de la realidad por la ficción”, como denomina Vargas Llosa en El muro de las mentiras (El País, 27.10.2006) a ese muro de siete mil millones de dólares que, si se llegara a levantar, cruzaría los estados de Arizona, California, Nuevo México y Tejas, deja aún expeditos 2000 kilómetros de frontera transitable, dos mil millones de agujeros que es imposible taponar. El dios bárbaro por antonomasia es Marte: este dios romano de la guerra es el dios de la 212


barbarie, el que dibuja en el suelo la línea fronteriza, el que traza en la tierra los límites de los gobiernos. Es la suya una arquitectura edificada con navajas: una arquitectura angosta, angustiosa, que estrecha la garganta hasta reducir su calibre al diámetro de un hilo; una arquitectura del dominio, de la imposición. Es la arquitectura bélica, territorial, patriótica: el cuerpo plano de la violencia; es la arquitectura bárbara por ser violenta. Es santa Bárbara en la guerra: su arquitectura herida por una espada en el costado.

97 BARBARIE, LUGAR E INDIVIDUALIDAD

El aislamiento de Bárbara enfatiza no su desvalimiento sino su individualidad: su soberanía. Ella, incluso cuando está acompañada y es una más de las actrices de la escena, siempre parece que está algo apartada, como si necesitara ese distanciamiento de los demás para no estar incómoda; a menudo, es como si estuviera imbuida de un aura que, a la manera de una cáscara invisible pero perceptible, la hace independiente, poseedora y portadora de un recinto vital exclusivo, de un espacio propio. Ella es una. Ella tiene y toma la iniciativa. A diferencia de otras santas gregarias, comunitarias o conventuales, Bárbara ha creado a su alrededor un mundo particular. Su soledad, la de la amante de la pausa, es una actitud ante el mundo. Ella siempre está en la vanguardia: va por delante y, desde esa posición ejerce su autoridad. La individualidad de Bárbara, su solemne altanería sin insolencia, su autárquico gobierno de un planeta esférico del que ella es el núcleo, la conciencia de la posesión de un universo propio gestado a su imagen y semejanza, se ha materializado, de algún modo, en la arquitectura: en la ideología y en la forma de la torre. La torre, sean cuales sean sus causas narrativas, las razones literarias de su inclusión en el relato mitológico de la santa, asume este papel: la representación de la individualidad soberana, de la autonomía. Las relaciones entre individualidad y la arquitectura abastecerían generosamente un capítulo necesario y ambicioso de la historia, o del porvenir, del pensamiento arquitectónico; de lo individual frente a lo múltiple, de lo atómico ante lo molecular, o, de acuerdo con el título del venturoso ensayo de Ernesto Sabato, del Uno y el universo. No se trataría de analizar tanto la independencia del autor frente a la colectividad o la exclusividad de una obra frente a la multiplicidad, ni siquiera de preguntarse por la soledad como incomprensión ni por el aislamiento como incomunicación, sino de estudiar y medir la suficiencia y el orgullo de la arquitectura: el ámbito de su libertad, la amplitud de su soberanía. Esta empresa, en gran parte especulativa, consistiría en analizar la arquitectura no por su pertenencia a la colectividad (en función de sus vínculos, como hasta ahora se ha venido casi siempre haciendo: morfología, tipología, entorno, lugar, historia, etc.) sino, renunciando a los análisis comparativos, por su dependencia sólo de sí misma. 213


Hans Holbein «El joven» Santa Bárbara, 1516 Alte Pinakothek Munich

Sebastião Salgado, Yakarta, 1996

El análisis de las obras ensimismadas, adánicas, como creadas de la nada para la aniquilación de la nada, surgidas de la manipulación de la materia prima, construidas con los componentes básicos, con los elementos elementales, con la esencia, podría comenzar en Babel o en el Laberinto, o en sus paralelos en otras culturas, y detenerse en el camino en el caso soberbio de santa Bárbara. La imagen más difundida de Bárbara y su arquitectura apunta en esta dirección: en ella son más evidentes las renuncias que las elecciones, las ausencias que las presencias. Como un hito elocuente, ella hace preguntas sobre la particularidad de la arquitectura: le pregunta a la arquitectura sobre su autocracia: sobre la cantidad de lastre tribal que soporta a sus espaldas, sobre el miedo a distanciarse del grupo, sobre el uso eficaz de un lenguaje propio, sobre la servidumbre a la rutina, sobre la dependencia de la colectividad, sobre el precio de los peajes, sobre el tipo de esclavitud remanente, sobre la influencia del mercado, sobre su sumisión a lo global, sobre su sometimiento, en definitiva, a todo aquello que no le es estrictamente propio. Vargas Llosa (Los cuadernos de don Rigoberto) proponía que los tiempos bárbaros de la civilización eran los “tiempos anteriores a la creación de la individualidad”; que la barbarie, como estado primitivo de la especie, se refiere al rechazo visceral o al desconocimiento de los beneficios de la individualidad y, por tanto, a la confianza ciega y a la aceptación inexcusable de lo grupal, a la exaltación del denominador común (desde la lengua a la dieta pasando por el hábito 214


y la ley), a la imposición bélica de la patria en cuanto a territorio a custodiar y a la defensa irracional del patriotismo como dogma e ideología. La figura de Bárbara sería la articulación, el gozne entre un tiempo y otro, la bisagra entre la imposibilidad y la posibilidad de la persona; la frontera que atraviesa el individuo al alejarse del equipo o del rebaño, el límite entre la ciudad política y la guarida del artista. Bárbara es la apátrida: la que no tiene patria ni tribu, y la que no quiere ni una patria ni un clan angustioso; a quien no le pertenece un lugar concreto y la que no es pertenencia de ningún lugar determinado. Bárbara es también la apátrida porque carece de padre: su progenitor, obligado a cumplir el papel de asesino parricida, no merece en el mito esa denominación. Carece, por tanto, de familia: ella, si esto fuera posible, sería una familia de un solo miembro. Ella es la utópica y la atópica. Está en medio de ninguna parte: en el centro de sí misma. Ella no es la indefensa de En medio de ninguna parte, la humillada relatora de la novela de Coetzee, la perdida en el absurdo infinito del plano o de la pradera sin límites, el objeto de la barbarie de los cazadores. Bárbara es la que fija el territorio y le pone cotas a la nada para establecer así alguna referencia que le haga soportable la soledad. La soledad de Bárbara es rica en otros muchos aspectos. En algunos casos esta soledad es comparable a la de algunas siluetas de Caspar David Friedrich (El monje contemplando el mar, Acantilado de yeso en la isla de Rügen; El viajero sobre el mar de las nubes): su ensimismamiento, su enajenación respecto a la naturaleza en la que están inmersas al tiempo que su nostalgia de ella tienen, leídas hoy, cuando ya han perdido gran parte de su significado, un sentido similar: la soledad del individuo frente al cosmos silencioso y apabullante; la separación entre el ser humano consciente y el lugar en el que le ha sido concedido residir; la imposibilidad de apropiarse, o de unirse, a lo que rodea al personaje que, en primer plano, le da la espalda al espectador para poder ver lo mismo que él ve; la naturaleza mostrando claramente su capacidad de destrucción; La atracción del abismo de la que habla Rafael Argullol.

98 BARBARIE, ESTÉTICA Y CIVILIZACIÓN

Santa Bárbara interviene de algún modo en el enfrentamiento, eterno y bipolar en occidente, entre el concepto del bien y el del mal, en la oposición de los grupos de ideas asociadas filosóficamente a estos conceptos. Su participación en esta guerra es, sin embargo, contradictoria: como si se hubiera equivocado de bando. El bárbaro común es, en esta lucha, el que viene de fuera con la intención de destruir la belleza: así los tártaros de Andréi Tarkovski en Andréi Rubliov destrozando las pinturas de Teófanes «el griego» o cegando con puñales a los artesanos; así el conquistador fundiendo los ídolos aztecas para fabricar monedas; así el ahuecamiento de una montaña para vaciar una escultura; así la sede barcelonesa de Gas Natural. El bárbaro es el inculto que destruye la belleza porque 215


no la tiene, que la impide porque no puede gozarla, que la aniquila porque le muestra, como un espejo, la condición brutal de su barbarie. Esta barbarie ciega es una acusación frente a la lucidez de la belleza; es material y gravemente pesada, utilitaria en comparación con la espiritualidad de la belleza. Esta barbarie banal surge como una potencia incontrolable, como un agente destructor del arte: bárbaro es, en este sentido, el talibán afgano que fusila las estatuas de los Budas gigantes de Bamiyán; el papa que ordena cubrirle los discretos genitales a Adán; el calvinista fanático que aniquila las lactaciones de María; el promotor que edifica sobre la ruina arqueológica; Gogol cuando, melancólico, quema su manuscrito con la continuación de Almas muertas. Así, la barbarie es la causa general del arte destruido, violentado, esquilmado, demolido, inútilmente borrado. La barbarie es una de las principales suministradoras de piezas a esa «Historia Espectral del Arte» que propone Rafael Argullol en los escritos de su Enciclopedia del crepúsculo; a esa imposible e infinita historia paralela del arte escrita con “las obras soñadas pero no pensadas, las obras pensadas pero no realizadas, las obras realizadas pero perdidas” y las encontradas pero vueltas a sepultar bajo una tonelada de escombros. Dentro de esta barbarie, en todo ajena a las propuestas inmediatas de santa Bárbara, podría distinguirse entre una barbarie natural, que es una barbarie consentida, comprendida y, de algún modo, justificada (una amazona amputándose un pecho; la furia destructora de Miguel Ángel con su propia obra; Frank Lloyd Wright construyendo para E. Kaufmann la casa Fallingwater; el incendio norteamericano de la biblioteca de Bagdad el 14 de abril de 2003 o el ejército profanando el Museo Arqueológico de Bagdad), de una barbarie artificial, fanática y doctrinal, que se distingue de la anterior sólo porque es practicada por los otros, porque no es «mi forma» de destrucción sino la ejercida a su modo por el otro. Así, el partidario de la circuncisión, el que argumenta con razones naturales la necesidad de rebanar el prepucio infantil mientras despotrica y condena al bárbaro que defiende con las mismas razones naturales la escisión del clítoris adolescente. Porque la barbarie caricaturesca depende del lado de la frontera desde el que se enuncie. Porque como acción civilizadora, como manifestación cultural, se entienden acciones igualmente bárbaras, consideradas naturales desde uno de los lados, cuales son la exposición museográfica de una colección de muñecas Barbie o de piezas salidas de la factoría Lladró. La acción civilizadora, y la occidental con mayor intensidad que otras, ha sido casi siempre destructiva: profundamente bárbara. Ha suprimido los ídolos ajenos tanto para imponer los suyos como por el simple deseo de matar; los ha sustraído para apropiárselos como un botín o para mofarse de ellos; ha expoliado la belleza de los que denominaba gratuitamente «mundos bárbaros» para abastecer sus colecciones de rarezas y sus museos; ha robado obeliscos para decorar sus espacios públicos, y desmontado templos completos para volverlos a montar en sus patrias, con el argumento de que los bárbaros no sabían apreciarlos. La conquista española, dice, entre otros muchos escritores trasatlánticos, Octavio Paz en El signo y el garabato, “fue algo más que una conquista: la destrucción por la violencia de la civilización (o las civilizaciones) de Mesoamérica y el comienzo de una sociedad distinta”. La acción civilizadora siempre se excusa en el propósito de la educación del bárbaro; la acción civilizadora, por inocente que parezca, 216


siempre es destructiva y doblemente bárbara; la acción civilizadora, aunque sea la de la ilustración y de la razón decimonónica, siempre acaba con la fundición de los ídolos precolombinos para aprovechar el oro, con el secuestro de los frisos del Partenón o con el robo de las cabezas Yoruba de Nigeria. Esta idea de la barbarie como primitivismo, o como salvajismo depredador que hay que combatir, es hija del pensamiento que acostumbra a distinguir en dos categorías extremas: entre lo superior y lo inferior, occidente y oriente, lo culto y lo inculto, el norte y el sur, lo perfecto y lo imperfecto, lo civilizado y lo bárbaro. Aunque se sabe perfectamente que occidente y oriente son apenas algo más que convenciones, o que las diferencias entre la civilización y la barbarie es una cuestión de sitiadores y sitiados, o que el arte griego no es más perfecto que el etíope, y así cuantas dicotomías ética o estéticas quieran aún plantearse, todavía, dice con ironía Rafael Argullol, “para los ojos occidentales resulta incomprensible que los bárbaros persistan en su barbarie”. Porque la barbarie es una forma de exclusión es por lo que es incomprensible para quien la asigna, para quien se arroga el derecho a denominar bárbaro al otro. El peligro de esta idea comercial de la barbarie es que pronto prescinde del significado original de la palabra y el bárbaro deja de ser el que tiene «otro modo de hablar» y pasa a significar el que tiene «otro modo de ser». Si la detección y el análisis de los otros modos de ser ha sido un asunto de la cultura (de Heródoto), la confrontación entre esos modos de ser diferentes, el objetivo de imponer al distinto un mismo modo de ser, es el argumento de la guerra (también en Heródoto). Ese mismo cometido impositor, aunque aparentemente sus métodos no sean tan violentos, como ha quedado demostrado por la historia, lo tiene la civilización, el mercado, la publicidad, la religión y el turismo. Todos se sienten en la peligrosa obligación de captar o de capturar al indígena para educarlo, de domesticar al bárbaro.

99 BARBARIE, HOMOGENEIDAD Y PERIFERIA

La arquitectura siempre fue un eficaz agente civilizador: ahora tal vez sea el arma más potente de homogeneización del mundo, el medio más poderoso de imposición universal de modélicos «modos de ser», el sistema más implacable de domesticación del bárbaro. La vivienda canónica occidental, por ejemplo, el piso urbano europeo, sea cual sea su denominación o sean las que sean las pequeñas variantes de su forma, ha desplazado y acabará aniquilando, salvo solventes excepciones, a cualquier otro tipo de arquitectura residencial asequible. La idea de domicilio implícita y explícita de ese modelo espacial y funcional, de esa agrupación de habitaciones y de esa congregación de actividades (dormir, asearse, estar, alimentarse), excluye, tanto en Nairobi como en Toronto, a todas las demás. La arquitectura, con sus estilos hasta hace poco, y no casualmente, denominados internacionales, o modernos, es el mejor medio de transporte de la ideología única, del pensamiento 217


Dionisio González Romero, Avenida Roberto Marinho II, 2004

hegemónico y excluyente cuya misión fundamental es combatir esa barbarie que él identifica como enemiga. La arquitectura es el agente civilizador más traumático: todos los colonizadores fundaron ciudades según la ciudad de la que procedían; todos los conquistadores asolaban la ciudad vencida y, si acaso, con sus materiales profanados fundaban una nueva; todos los evangelizadores destruyeron los templos bárbaros y levantaron sobre ellos, no al lado, sus templos civilizados y sus conventos: catedrales sobre mezquitas, ermitas sobre morabitos, conventos sobre asentamientos megalíticos, misiones sobre cementerios indios; el comerciante holandés de XVII construyó su casa con una cubierta a dos aguas igual en Madagascar que en la Guayana caribeña, con las mismas características formales que la que dejó en Rótterdam. El mismo hotel y la misma oficina, el mismo restaurante y el mismo sepulcro seriado, el mismo nicho de hormigón del Hormigón de Bernhard, en definitiva, han contaminado el mundo unificándolo, empobreciéndolo. En su Elogio de la sombra Junichiro Tanizaki, viendo amenazada la penumbra de su casa por el brillo y el resplandor de las superficies cromadas, aventuraba que otro sería el mundo contemporáneo si el pincel le hubiera vencido a la pluma; si en aquella batalla, apenas comenzada, el bolígrafo occidental no hubiera excluido a la tinta oriental en la escritura del mundo. Sin duda, otra sería la realidad inmediata si todas las alternativas que hay al «modo de habitar» exigido por la arquitectura occidental no perecieran definitivamente, si sólo estuvieran aletargadas; otra sería la ciudad que nos espera en la próxima década si fueran posibles, si coexistieran pacíficamente diversos «modos de habitar». O las ciudades serían unas de otras, en esencia, no fantasmalmente, diferentes. Así, es en la barbarie donde asoma la única esperanza para la arquitectura no completamente mercantil, mediática, anémica, global, rentable, especulativa y sofisticada; es de la barbarie, de esos lugares en los que la diversidad no es delito, donde está la reserva de alternativas a la arquitectura del alarde y del dividendo, a la arquitectura de la satisfacción y la apatía, de la homogeneidad y la liquidez. Es en la barbarie, entre los bárbaros más próximos, en la periferia de las ciudades donde se están experimentando nuevos tipos y nuevas formas y nuevos lenguajes gestados en la necesidad. Es en los suburbios, con los desechos de la civilización, donde la 218


arquitectura occidental está, desde la escasez y la agonía, renovándose. Es en estos lugares extravagantes y circundantes levantados con escamas, peladuras y costras, donde tiene que fijarse la teoría y el pensamiento arquitectónico para sacar alguna consecuencia positiva, para alejarse de la bulimia y la tonta placidez en la que está inmerso, como ya se fijaron en 1950 Luis Buñuel con Los olvidados y Vittorio de Sica con Milagro en Milán, o Akira Kurosawa en 1970 con Dodes ka-den. Es en la casa de Bárbara donde hay que adentrarse, donde hay que subirse para ver más allá: no en el «penhouse» de la cubierta mecánica de los rascacielos sino en esa tercera ventana que siempre es necesario abrir para asomarse a lo vedado, a lo que hay a trasmano, o detrás, o debajo, o en algún sitio que no sea precisamente ése de enfrente. Es en las casas de los «homeless» y en las favelas del mundo donde hay que inmiscuirse para purgarse. En el asentamiento ilegal de Ciudad Nezahualcogotl, con sus dos millones de habitantes viviendo de la miseria, en la chabola, sobre la basura, con la inmundicia, dentro de los mil seiscientos kilómetros cuadrados de Ciudad de México, apenas el doce por ciento de su población. En cualquiera de los asentamientos purulentos de Bombay, El Cairo, Lagos, Manila, Shanghai, Sao Paulo, Yakarta, llámense como se llamen en cada lugar estos suburbios circundantes en ebullición. De la basura, de la pudrición, de los estercoleros, del excremento común de las lenguas universales nuevamente reunidas en torno a la carroña habrá de surgir la iniciativa, quien se levante y redima a la opulencia del dispendio y del derroche gratuito, quien comience a construir la nueva torre.

100 BARBARIE, SISTEMA Y TIRANÍA

La arquitectura es un agente de la civilización (de la destrucción) que antes proponía comportamientos y que ahora los exige. Es un agente de la civilización, caracterizado por su rigidez y su intransigencia, que obliga al usuario a actuar de una determinada manera, no pocas veces contraria a su conveniencia; que no permite otro modo de ser, que impone un modo de ser. Su tiranía es mucho más efectiva que la de cualquier otro sistema de control de la población (el vestido, la gastronomía, el ocio, etc.), más eficaz que cualquier otro procedimiento de masificación. La arquitectura impuesta difunde, como el germen de la peste, las convenciones, los códigos, las normas, los usos, la mecánica al margen de las expectativas, los hábitos, los ritos, las reglas de convivencia de cada lugar. No deja margen de maniobra: el cuarto de baño sin iluminación natural, amueblado con lavabo, inodoro y ducha de porcelana, no deja ninguna alternativa a otros tipos de higiene doméstica; la cocina de seis metros cuadrados no da abasto para la gastronomía; el salón de promoción oficial no permite sentarse en el suelo ni al hindú ni al mahometano; el dormitorio individual le impide ejecutar al amante sus acrobacias. La arquitectura de mercado es imperativa, cuando su obligación es la de ser estimulante. Para ella no hay lugares (no reconoce la diversidad de los sitios y las situaciones), sino un único 219


Zaha Hadid Propuesta para la ordenación de Zorrozaurre Bilbao, 2005

Zaha Hadid/Schumacher Proyecto ganador del concurso para un puente en la Exposición Internacional Zaragoza 2008, 2005

lugar que denomina solar: esa parte expedita del suelo óptima para ser edificada. Para la arquitectura mercantil la superficie de la tierra es un gran solar, sin saturar y de precio variable, cuyo destino es ser transformado, rentabilizado por la acción arquitectónica homogeneizadora. La última arquitectura progresista es, para su perdición, un signo de civilización: de progreso. Es un sistema de intereses y de acontecimientos al margen de otras realidades (una civilización en sí misma); un sistema de producción y de consumo de formas ubicuas. Es una arquitectura sistémica en cuanto a que opera por sistema, sistemáticamente. Zaha Hadid, una vez que la ha imaginado, puede usar la misma idea (realmente la misma materialización formal, idéntica formalización de la materia) para una biblioteca, un palacio de congresos o un puente: no se detendrá, no cejará en su empeño hasta que esa idea (esa figura) no se concrete en un encargo profesional ejecutable. Una vez agotada (usada una vez) se recluirá al museo de las ideas peregrinas (obsoletas). Como la de muchos otros iluminados, su perseverancia es redundancia; su insistencia está en las antípodas de J. S. Bach volviendo una y otra vez sobre el mismo motivo para depurarlo, o de la obstinación de Cézanne repitiendo la montaña de Sainte-Victorie hasta extenuarla. Si Georges Perec sólo hizo desaparecer una vez la vocal «e» en una de sus novelas (La disparition) y luego siguió jugando con las palabras de otra manera y no se le ocurrió escribir otra novela donde hubiera desaparecido otra vocal, y luego otra sin una consonante cualquiera, porqué Gehry reitera hasta la extenuación el mismo gesto, la misma estrategia, la misma ondulación, el mismo reflejo metálico, la misma cacofonía.

101 BARBARIE, ANÁLISIS Y METAFÍSICA

A la arquitectura neurótica, maniática, no le interesan las variaciones ni el movimiento lento, la aproximación a la esencia, la cautela o el silencio, sino la obcecación ruidosa y el abuso ciego de la reiteración. Es llamativo que después de tantos años de insistencia en el análisis de lo local, del convencimiento de que la arquitectura debiera estudiarse desde la particularidad del lugar, porque sólo así, con este método microscópico, serían válidas sus conclusiones, se haya pasado al extremo opuesto, a la más burda generalización. 220


Hasta hace poco la crítica arquitectónica despreciaba lo amplio y lo genérico, los acontecimientos aparentemente extensos, regionales, internacionales: no había Renacimiento italiano sino Renacimiento toscano, o florentino o milanés; no había arquitectos barrocos sino nombres propios que participaban de algún aspecto de lo barroco; la arquitectura popular se diferenciaba de un pueblo a otro, aunque fuera su vecino medianero; superada o satisfecha la necesidad de la tipología, de los rasgos comunes, se buscaban los aspectos diferenciales. La tendencia a marginar los fenómenos globales llevaba a que los estudios de cada modelo cultural no pudieran proyectarse, no ya a otras civilizaciones, sino a otros modelos inmediatamente contiguos. No se consideraban las leyes de la estadística; la comarca era una región demasiado extensa; el Alvar Aalto de 1938 de Villa Mairea tenía poco que ver, diez años después, con el de Saynatsalo Town Hall. Y entonces la arquitectura, después de atender a lo pequeño, casi a lo atómico, quizá con la vista cansada, al igual que hace la industria automovilística y la pornografía, tira a la papelera las variaciones, los detalles, las particularidades, la evidencia de que, por ejemplo, “muchas definiciones espaciales válidas para los americanos no sirven para los alemanes. En un alemán, la concepción del espacio personal (que se refleja en su angustia nacional por el espacio vital) interviene para determinar de una manera diferente el límite pasado el cual cree que su privacidad está amenazada por la presencia del otro: el significado de una puerta abierta o cerrada cambia enormemente si pasamos de Nueva York a Berlín; en América, asomar la cabeza por una puerta se considera «estar fuera», en tanto que en Alemania es «haber entrado»; acercar la silla propia a un invitado, en América (y en Italia) se considera normal, en cambio, en Alemania es ya una descortesía” y por ello, continua diciendo Umberto Eco en La estructura ausente, los asientos que proyectó Mies van der Rohe eran tan sumamente pesados, mucho más difíciles de desplazar que los proyectados por arquitectos que no eran alemanes. En la misma sección en la que está incluida la cita anterior (sección otrora ilustre dedicada a analizar la arquitectura considerándola un sistema de signos), y como evidencia del fracaso y la renuncia de la arquitectura, leído el párrafo hoy día, en 1968 añadía el semiólogo italiano: “El arquitecto se ve obligado continuamente a ser algo distinto… ha de convertirse en sociólogo, político, psicólogo, antropólogo, semiótico… el arquitecto está condenado, por la misma naturaleza de su trabajo, a ser con toda seguridad la única y última figura humanística de la sociedad contemporánea; obligado a pensar la totalidad precisamente en la medida en que es un técnico sectorial, especializado, dedicado a operaciones específicas y no ha hacer declaraciones metafísicas”. Eco no acertó en su pronóstico: la arquitectura renunció al humanismo. La arquitectura regente ya piensa en la totalidad: totalitariamente. Es decir, en el sentido contrario a lo que postulaba Eco y a lo que ahora sería saludable y conveniente. Está claro que a la arquitectura triunfante le divierte hacer declaraciones metafísicas: los libros policromáticos de John Hejduk, los manifiestos de Óscar Tusquets, los catálogos razonados de Santiago Calatrava, las memorias proyectivas de Alejandro Zaera. Si santa Bárbara no es internacional (en Norteamérica es sólo un toponímico mal pronunciado; en Taiwan una virgen por completo desconocida; en Tanzania su nombre no significada absolutamente nada) 221


Emilio Ambasz Casa de Retiro Espiritual, 2004, provincia de Sevilla

por qué sí lo es Toyo Ito con sus membranas maleables o Morphosis con sus disfraces. Arquitectura execrable, aberrante, perniciosa, son tanto la monstruosa basílica de san Pedro clonada en medio de una selva, la construcción del Capitolio de Washington D. C. proyectado por William Thomton y Bulfinch y ampliado con la cúpula de Thomas Walter, la ciudad ociosa de Torrevieja y el “Centro Nacional del Espacio” de Grimshaw en Leicester. Arquitecturas falsas, equívocas, cáusticas y carminativas son tanto el Parlamento de Escocia armonizado por Enric Miralles y rematado por Benedetta Tagliabue como la, así bautizada por su autor, «Casa de Retiro Espiritual» de Emilio Ambasz en una dehesa de la provincia de Sevilla. Prescindir del amparo de santa Bárbara para someterse a la barbarie, dejar de soñar con ella y de imaginársela desnuda presidiendo todos los actos arquitectónicos, cuando se proyecta y cuando se construye, hacia lo que lleva es hacia la arquitectura avariciosa e imperial de los gobernadores; la arquitectura fascista y racial de los tiranos; la arquitectura grandilocuente y fotogénica de los viajeros y la arquitectura musculosa y altiva de los mesías. Descolgar el retrato de santa Bárbara y clavar en su lugar las páginas del calendario Pirelli, produce la deriva de la arquitectura hacia el flanco del éxito y del éxtasis, que son dos formas traumáticas de salirse por encima de uno mismo, y la corrupción de algunos de sus principios y de algunos de sus ejecutores más ilustres; conduce a la trivialidad espectacular y a la estridencia ensordecedora de no pocas de sus excesivas obras publicitarias como se evidencia, por ejemplo, en la arquitectura errática y balbuciente de Rem Koolhaas; la arquitectura confusa y frívola de Frank Ghery; la arquitectura especulativa y derrochadora de Norman Foster; la arquitectura violenta y depredadora de Jean Nouvel; la arquitectura internacional y colonizadora de Herzog y de Meuron; la arquitectura inhóspita y equívoca de Peter Eisenman o la arquitectura desgarrada y amnésica de MVRDV.

102 BARBARIE, DECAPITACIÓN Y ACEFALIA

Santa Bárbara es culta e ilustre. Ella es la belleza, la portadora no de la muerte sino de la belleza: ella es la autoconstruida y la constructiva, la artista y no la destructora ciega y catastrófica. Santa Bárbara es una forma de la verdad platónica: ella es la víctima del horror; la que fue destruida 222


precisamente por su belleza y por sus conocimientos. Su decapitación simbólica alude a la acción civilizadora de la condena y la aniquilación de quien tiene otras ideas, de «quien piensa de otro modo». Si su verdugo, si su cazador no hubiera sido consumido por el fuego eléctrico del rayo, probablemente le hubiera llevado la testuz de Bárbara a su mejor taxidermista. Como un trofeo, disecada y bien peinada, clavada en una pica en el jardín del chalet o sujeta con un clavo en la pared principal del salón venatorio, sobre la chimenea, flanqueada por la cabeza de un rinoceronte asiático y de un unicornio, uno a la izquierda por su poder afrodisíaco y otro a la derecha por ser emblema de la castidad, sonreirían los labios carnosos de santa Bárbara, ajados en su cabeza amputada. Sonreiría o gritaría, como grita inútilmente la cabeza sangrante de Holofernes si la ha pintado Artemisia Gentileschi mientras está siendo escindida por la espada de Judit (Judit decapitando a Holofernes, 1611-12, Galleria Nacionale di Capodimonte, Nápoles), o estaría sorprendida, como las tres gigantes y boquiabiertas de Goliat cuando David las sujeta por los pelos en las obras de Caravaggio (David, 1600, Museo Nacional del Prado, Madrid; David, 1606-07, Kunsthistorisches Museum, Viena; David, 1609, Galleria Borgese, Roma), o ausente e impávida, tal vez melancólica, como la de Juan el Bautista sobre una bandeja, en equilibrio inestable, en el cuadro del Rijksmuseum de Amsterdam atribuido a Johannes der Täufer, conocido como Juan de Flandes. Si Dióscuro no la hubiera sacrificado, la historia de santa Bárbara se parecería demasiado a la de Abraham e Isaac: en el viejo testamento Yahvé se apiadó al final del adolescente y evitó que el cuchillo paterno sajara su cuello (Caravaggio, El sacrificio de Isaac, 1601, Galleria degli Uffizi, Florencia): en el sacrifico de Bárbara, sin embargo, no hubo un Dios clemente que se apiadara de la novia polígama, ni hubo cerca un cordero propiciatorio que pudiera sustituirla. A santa Bárbara le seccionaron la cabeza para borrarle la belleza y privarla de la sabiduría, para hacerla irreconocible e impensable. Decapitar la arquitectura es cortarle la cabeza a la arquitectura. Sólo sería posible defenestrar a la arquitectura si tuviera cuerpo, y en el cuerpo hubiera una parte sobresaliente y capital, capitana y capitolina, llamada cabeza. Decapitar una torre es desmocharla: cortarle la punta, desfigurarle el extremo, como bien conmemoran algunos toponímicos de la venganza, cuales Torremocha y Calamocha, así como la Torre Fulminada, el arcano mayor XVI del tarot, cuya representación es una torre decapitada por un rayo celeste que, procedente de un cielo claro, la secciona por el cuello y del corte hace caer al vacío a dos hombres que, según los intérpretes, son los constructores de la torre. Decapitar una columna es quitarle el capitel, que es la parte que, a la inversa que en las cariátides, le sirve de cabeza: “los capiteles reciben tal nombre porque son las cabezas de las columnas, mostrándose en ellas como la cabeza sobre el cuello” dijo Isidoro de Sevilla (Etimologías XV-6,15). A los estilitas los imaginamos antes sobre el plano superior del capitel que sobre el sumoscapo del fuste; ellos vivieron sobre la cabeza de la columna y no agarrados al tallo. Ellos son emanaciones capitales de la arquitectura estructural: sus capirotes. Lo frecuente es que en la cabeza del artista precipite el cálculo de la locura, o que de ella brote el edificio como brota un lirio en La extracción de la piedra de la locura de Hieronymus Bosch (1475, Museo Nacional del Prado, Madrid) y no que de la cabeza de la arquitectura brote el anacoreta. Lo corriente 223


Lucas Cranach Salomé, h.1530 Szépmüvészeti Múzeun Budapest

Lucas Cranach Salomé, Bob Jones University Colection Greenville

es que la arquitectura se construya con materiales humanos, con huesos y sangre humana, y no que el hombre modélico se modele con barro. Lo habitual es que la espada, el puñal o el bisturí, después de cortar el cuello, de decapitar al reo, permanezca en la mano del verdugo, y no que la espada se quede atrapada en el cráneo, como le sucedió a san Pedro mártir, que desde entonces tiene que exhibirla por los altares como si fuera una diadema. ¿Cuál es la arquitectura acéfala? La cabeza de san Juan normalmente está sobre un plato, apoyada en una bandeja, dejando ver las entrañas del cuello; la de Holofernes, o va dentro de un saco o la lleva cogida Judit por los pelos, que es como también le gusta a David enseñar la de Goliat. Lucas Cranach (h.1472-h.1553) pintó dos veces a Salomé transportando en una jofaina metálica la cabeza barbuda del bautista. En la versión del Museo de Bellas Artes de Budapest, pintada hacia 1530, Salomé ricamente vestida, ante una ventana, parece que estuviera sentada apoyándose la jofaina en el regazo; inclinada sobre ella, la cabeza cadáver desvía los ojos aviesos para amonestar al espectador impasible. En la versión de la Bob Jones University Colection de Greenville el rostro del bautista es el mismo, aunque varía la postura: Salomé está de pie, algo más gruesa ante un fondo oscuro, viste un vestido rojo y plisado y no se cubre, como antes, con un sombrero llamativo; san Juan mira hacia arriba porque ahora es Salomé quien llama la atención del espectador. También sobre una patena se acostumbran a depositar tanto los pechos recién amputados a santa Bárbara como los ojos que le acaban de sacar a santa Lucía. En ninguno de estos dos casos hay restos de sangre en el plato. También la arquitectura, como un óbolo, se suele ofrecer sobre una bandeja de plata: la bandeja es el solar de la dádiva, el suelo simbólico del miembro donado. Tampoco la arquitectura flota en un charco de sangre, en una sopa de sangre y de linfa como a veces la cola de una langosta en una vichysoisse. No le faltaba razón a Walter Benjamin cuando dijo que “no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”: pero aunque tenía razón, no tenía toda la razón. Exactamente lo mismo ocurre con la afirmación de Theodor A. Adorno cuando, aludiendo a la imposibilidad de la poesía tras el holocausto, dijo a principios de los años cincuenta que “es bárbaro escribir un poema después de Auschwitz”. 224


MARTIRIO Y ARQUITECTURA

103 MASTECTOMÍA DE SANTA BÁRBARA

La razón verdadera por la que santa Bárbara fue elegida santa patrona de la arquitectura virgen y mártir es, más que porque la decapitaran, porque le cortaron sus dos pechos tangibles y espirituales: sus dos tetas orientales y en flor. A santa Bárbara, antes de amputarle de un tajo mortal la cabeza, le cortaron sus dos pechos pueriles y aún inmaduros, esos que asimétricos todavía, todas las noches de los últimos años, después de acostarse, le continuaban creciendo como dos yemas primaverales de melocotón. También a santa Juliana, que por error estaba presente en esta ablación sin anestesia, que con gran probabilidad presenció horrorizada cómo se los amputan a Bárbara, le escindieron de un golpe sus dos glándulas mamarias, también infantiles, acaso ya núbiles, más hermosas y plenas cada noche de luna que trascurría por su cuerpo. A ninguna de las dos, ni a Bárbara ni a Juliana, le brotaron nuevas y frescas, como bayas silvestres del bosque, párvulas y rosadas, nuevas y sorprendentes las dos tetas mellizas. No todos los martirologios, más atentos a la arquitectura y al rayo, a la pirotecnia y a la artillería, a la desnudez y al infierno, registran la exéresis de Bárbara: quizá por este olvido quirúrgico fue fatal y legalmente apeada del calendario litúrgico tras el concilio vaticano segundo. Cuenta Santiago de la Vorágine, y de él se copió Ribadeneyra, que después de que a santa Bárbara la azotaran con lapos hechos con nervios de toro, Jesucristo en persona, disfrazado de médico (¿por qué tuvo la necesidad o el capricho de disimular que era él, de disfrazarse de Hipócrates?), le curó repentinamente las innumerables heridas abiertas por las que se le escapaba la pus y la sangre, y se las hizo cicatrizar de modo que todas desaparecieron, que todas soldaron sus labios sin dejar marca visible ni memoria alguna en su piel. Marciano, el inicuo gobernador que dirigía el suplicio, enfadado ante este fenómeno de costura inmediata y regeneración epidérmica “mandó a uno de sus verdugos que con la punta de la espada cercenara y arrancara de cuajo los pechos de la santa”. El grabado que ilustra el relato de este suceso de la edición castellana de la Leyenda Dorada así, como ahí puede verse, lo confirma fehacientemente. Tal vez fue su propio padre –según los antecedentes, hay todo el derecho a sospecharloquien le cercenó a su única hija los dos pechos sutiles y melancólicos. Dice Ribadeneyra, que en ocasiones, corriendo el riesgo de condenarse, se entretiene en argumentar los milagros, que Marciano comprobó que “el pecho de Bárbara [era] más fuerte e impenetrable que una roca”, que era capaz de resistir cualquier asalto, cualquier herida. No aclara el sacerdote cómo comprobó Marciano la dureza y la consistencia de roca del pecho de Bárbara ni cómo supo de su 225


Pablo Veronés Martirio de santa Juliana?, h.1573 Galleria degli Uffizi Florencia

impenetrabilidad absoluta, esa que habría de conducirla a la muerte por el mismo camino que la analogía con la roca la condujo a la arquitectura. En cualquier caso el juez, quizá para hacer una prueba de resistencia de materiales, para comprobar la elasticidad de la carne, o por divertirse con el espectáculo de la cirugía, ordenó a sus matarifes que cortaran “los pechos con agudos cuchillos a la santa virgen, la cual padecía gravísimo dolor en aquel tormento”. Santiago de la Vorágine admitió la posibilidad de que en vez de cortárselos se los arrancarán de cuajo, y tal vez por este motivo el dibujante le rebana con un cuchillo de carnicero uno de ellos mientras el otro se lo sustrae, se lo saja con una herramienta que, más que tijera, parece tenaza. Para que Bárbara no se estremezca en demasía y entorpezca con sus espasmos a los verdugos, siempre precisos en la manipulación de sus instrumentos cortantes, el dibujante la ha maniatado a un poste, como maniataron a Cristo en la columna para flagelarlo y a san Sebastián en un tronco para flecharlo. Bárbara, desnuda de la cintura hacia arriba, con la falda anudada bajo el ombligo, sonríe angélica mientras su padre, vestido con una túnica y un acusador turbante, levanta amenazadora su espada y espera para llevársela al fondo, al segundo plano de la xilografía, donde la sujeta desde atrás, cogiéndola de la cabellera. Bárbara, ya de rodillas y orante, completamente vestida, junta las manos pidiéndole a la tormenta que arroje pronto su rayo. Pero el relámpago se retrasó demasiado. El jesuita impasible, menos mal, admite en su fábula que la amputación traumática de los pechos le produjo a Bárbara un grandísimo dolor. No es frecuente encontrar algún rastro de compasión en los martirologios: en ellos todo el dolor se justifica y se pone en la balanza desequilibrada de la salvación; todo el sufrimiento es de algún modo merecido y soportable, purgativo y benéfico, tanto, viene en el fondo a decirse, para el paciente martirizado como para el espectador. Ribadeneyra, no contento con la doble ablación de las bárbaras mamas, multiplica por dos la operación y se las hace cortar a Juliana en ese mismo escenario: “Murió con la santa virgen otra piadosa mujer llamada Juliana… el juez la mandó prender y atormentar y cortar los pechos y, finalmente, degollar en compañía de la gloriosa virgen Bárbara; y con ella 226


Anónimo xilografía del Martirio de santa Bárbara de la edición de Capcasa de la Legenda Aurea Venecia, 1494

recibió la corona del martirio”. Esta Juliana, denominada antiguamente en castellano Santillana, debe de ser la que en otras versiones se negó a casarse con el prefecto Elesio, y que fue azotada y colgada de la cabellera: la misma que encadenó al diablo, disfrazado de ángel, y lo arrojó a las letrinas, y la misma que murió decapitada en Nicomedia en el 304 después de que la hubieran sumergido en un caldero de plomo fundido que milagrosamente se trasformó en agua, al revés de lo que le sucedió al agua en vino de Canaán. No son éstos cuatro los únicos pechos que se desangran exánimes en el santoral. Louis Réau, para los pechos de Bárbara, prefiere el desgarro a la sección, la tenaza al bisturí: “estirada en un potro fue azotada con vergajos, desgarrada con peines de hierro, rodada sobre fragmentos de cerámica, quemada con hierros candentes; y al fin los verdugos le arrancaron los pechos con tenazas”. No son éstos los únicos cuatro pechos que han conocido el cuchillo o la tenaza en el arte. No son, siquiera, los más significativos. Ese honor le corresponde a los pechos sutiles, copulares, enigmáticos, sicilianos de santa Águeda.

104 ABLACIÓN DE ÁGUEDA EN SICILIA

Quizá los cuatro pechos bitinios los tiraron al suelo aún palpitando, como latía la lengua de san Livinio recién amputada y coloreada por Rubens sujeta en una tenaza de Flandes. Los pechos de Águeda, al parecer, los depositaron por su base sobre una bandeja para que no se mancharan y ella pudiera exhibirlos como un triunfo en sus imágenes, como un atributo doble de su 227


Anónimo xilografía del Martirio de santa Águeda de la edición de Capcasa de la Legenda Aurea, Venecia, 1494

martirio. No es éste, el quirúrgico, el único paralelismo entre las dos santas mediterráneas. Las hagiografías de santa Bárbara y santa Águeda tienen otras muchas similitudes llamativas: por los sucesos, sus existencias fueron casi idénticas y sus competencias como patronas no divergen demasiado. Además de protectora contra cualquier tipo de fuego y sus quemaduras, santa Águeda, como santa Bárbara, también es protectora frente a los rayos y las tormentas, aunque le añade al catálogo de las catástrofes naturales los terremotos y las erupciones volcánicas. El canon y la ortodoxia recomiendan invocar a santa Águeda en caso de incendio, sea cual sea el tipo y la causa del mismo, incluidos los provocados por los volcanes en activo: no en vano Águeda se ideó en las faldas ardientes del Etna, sobre una lengua de lava incandescente que avanzaba hacia la ciudad. También es patrona, aunque reciente, de las enfermeras y de las nodrizas, y principal abogada, junto a Bárbara, del indefinido y genérico “mal de pechos” que a tantas madres atormenta. Santa Águeda es la primera virgen mártir que incluye el santoral cristiano: la primera que adquirió el derecho iconológico a lucir juntas la palma y la azucena. También, como Bárbara y Juliana y Catalina, fue sacrificada por negarse a contraer matrimonio con seres humanos, a desposarse con un hombre mortal y corruptible: por resistirse a que nadie entrara en su cuerpo por cualquiera de sus orificios vedados. La geografía y la cronología la sitúan en Sicilia en el mismo siglo tercero en el que se dice que vivió santa Bárbara. Dicen las Actas que fue martirizada en la ciudad de Catania, o en sus alrededores, hacia el año 251, ya en vigor el edicto contra los cristianos del emperador Decio, quizá sentenciada por un tal Quintiliano, cónsul romano y probable juez en Sicilia. Murió virgen y casta y sin haber ejercido de prostituta en la casa de latrocinio de Afrodisia y de sus nueve hijas legítimas, que es a la profesión a la que el juez quiso forzarla para así corromperla. Como Bárbara, Águeda murió casi niña y también degollada, pero no a manos de su padre sino a iniciativa de un sayón que, rechazado, pretendía tenerla de amante. No obstante, una de sus varias biografías apócrifas afirma que al final, después incluso de que la degollaran a cuchillo, porque no se moría del todo, fue, como último remedio, abrasada en la hoguera y reducida 228


a cenizas. Dice Santiago de la Vorágine que Quintiliano, el que hace de juez Marciano en este relato, “mandó a sus esbirros que laceraran a la joven en uno de sus pechos y que luego, para aumentar y prolongar su sufrimiento, se lo arrancaran lentamente y poco a poco”, como si poco a poco y lentamente fueran dos ritmos distintos. Quintiliano, tal vez enternecido, ordenó que atentaran exclusivamente contra uno de sus pechos: quizá el izquierdo, el cordial; que sólo le arrancaran uno de ellos, pero poniendo extremo cuidado en causarle el mayor dolor soportable. Águeda, valiente ante la puerta angosta del cielo prometido, quedó insatisfecha con una tortura tan leve y barata. Los que estaban presentes afirman que ya mutilada de un pecho increpó al cónsul gritándole: “arráncame, no uno, sino los dos, si así lo deseas; pero has de saber que, aunque me prives de éstos, no podrás arrancarme los que llevo en el alma consagrados a Dios”. Al parecer, según han documentado después del suceso los ilustradores, como si ellos hubieran sido testigos, el torturador la obedeció y le extirpó, poco a poco, lentamente, armoniosamente, separándole una a una las células vecinas, los dos. Con cortes redondos, circulares, le mondó los dos pechos frutales, tangibles, exteriores. Los pechos que ella portaba en su seno, los consagrados a Dios, no pudieron examinarlos los forenses ni siquiera en la autopsia posterior. Hay quien para enseñar mejor cómo le seccionaron los pechos, cual lección de anatomía quirúrgica, la ha dibujado o pintado con los brazos abiertos y atados en equis o en cruz, unas veces vestida, y otras desnuda hasta el ombligo, hasta el límite púbico, justo cuando comienza a descender la ladera invertida del monte. Hay quien, como a un cristo femenino, se la ha imaginado con los brazos en cruz. Crucificada y, como Fu Tchu Ki en la plaza Ta-Tché-Ko de Pekín el 10 de abril de 1905, con dos cráteres abiertos en el lugar donde estuvieron los pechos.

105 ALGUNAS INTERCESIONES EN LA ARQUITECTURA

Santa Águeda, como se comprobará por sus actos, desde ahora llamados convencionalmente milagros, tiene méritos suficientes para ser patrona preferencial de la arquitectura; y si no puede tener, por motivos históricos, esta prerrogativa en exclusiva, aquí se propone que se le adjudique por ser la compañera óptima de Bárbara. Sus intervenciones en el ámbito de la arquitectura son numerosas, si consideramos la brevedad literaria de su vida, y significativas, si atendemos a sus repercusiones insulares. Casi todas, de una manera u otra y en su sentido más amplio, actuaron desde el flanco de la protección del patrimonio arquitectónico. Sirva de ejemplo el primer milagro que se atribuye; en el instante en el que Águeda murió definitiva y cerebralmente, el Etna, que estaba entretenido en una brutal erupción, se detuvo de pronto, en seco, como si hubiese sido directamente informado por Vulcano de la expiración de la santa; también frenaron en el mismo instante los terremotos que siempre acompañan en la isla las sacudidas de los volcanes, y se hizo un silencio absoluto y 229


Sebastião Salgado, Tres pies humanos

macizo. Ésta fue la señal, la percepción de una quietud completa en el mundo, de que Águeda ya había entrado a las dependencias del cielo: éste, el amansamiento del volcán y del terremoto, fue su primer y reivindicativo milagro. El milagro consistió no tanto en la somnolencia de la naturaleza cuanto en de la salvación del territorio, con sus paisajes y sus ciudades habitadas por hombres intactos; a ella, a su tránsito de un universo a otro, se debió que la arquitectura en Sicilia no hubiera sido aniquilada y borrada de la faz y de la memoria de la tierra, como sí sucedió en tantas otras ocasiones en las que ella faltó: en Pompeya y en Herculano, en Lisboa y en Nueva Orleáns. A partir de entonces, de esa demostración de su poder omnipotente para paralizar la catástrofe, fue venerada en todos los hogares amenazados en los que se conocía su nombre. Como no podía ser menos, hay otras versiones de los fantásticos acontecimientos que siguieron al estertor de su muerte: una de ellas defiende que el primer milagro hay que atribuírselo no a su acceso a la eternidad (a su entrada triunfal en el paraíso celestial) sino al velo que cubría su sepulcro. Según esta historia, justo el día en el que se celebraba el primer aniversario de su muerte, cuando una veloz lengua de lava corría ladera abajo del Etna hacia la destrucción de Catania, alguien puso delante de ella, como una reliquia, el velo que, cual sudario, tapaba el cuerpo inane de Águeda en su sepultura, y entonces la lengua detuvo definitivamente su avance. Este velo, esta tela milagrosa por haber estado en contacto carnal con la santa, sigue la estela de muchos otros tejidos dotados de poderes mágicos y divinos. Aparte de las ínclitas Sábana Santa y Santa Faz, entre los mantos, el inaugural del profeta Elías, quien cuando fue arrebatado por el carro de fuego que lo transportaría a los cielos, una vez en el aire, se despojó de su capa y se la lanzó a su discípulo Eliseo, que estaba pasmado en tierra, para que obrara maravillas con él; también el de la Virgen de la Misericordia, posterior pero más potente, capaz de detener, incluso, las flechas vengativas que Dios, irritado e impulsivo, a veces le dispara a los hombres. De la Virgen también la cinta, el cíngulo que le sujetaba el vestido, el cinturón sin hebilla que dejó caer al suelo en medio de su Asunción para que el incrédulo santo Tomás lo recogiera, y, sobre todo, el omoforión bizantino, el velo milagroso que le cubrió a María la cabeza y los hombros y que 230


era venerado en la iglesia de Blanchenes, en Constantinopla. Este velo o manto («maphorion»), normalmente rojo, era, según la liturgia griega, la protección más segura de todas. Una tercera versión del primer milagro no considera que el velo, como la toalla impresa de la Verónica, fuera un escudo, o, como la cabeza de Medusa, un agente paralizante. Esta versión del empeño por salvaguardar la ciudad de Catania defiende que no fue ni su mortaja ni ella de cuerpo presente quien solidificó la lava, sino que fue la milagrosa interposición su tumba en el camino imprevisible de la destrucción: que la lengua frenó ante el sepulcro de Águeda que, por su situación privilegiada, se interponía entre el volcán en erupción y la ciudad. En caso de ser cierto este último relato de la historia del urbanismo redimido y de sus catástrofes fallidas, quien tendría más mérito no sería santa Águeda sino aquel iluminado que eligió el lugar preciso en el que sepultar a esa mujer tan provechosa. Pero si es incierta, que es lo que aquí se postula, con todo merecimiento, como contenedora de catástrofes naturales, como combatiente eficaz de la hecatombe, lamentando que no hubiera existido en la época de los diluvios universales y que no la hubieran conocido en la Babilonia del Pentateuco, debería ser invocada a diario por la arquitectura: ser la patrona unánime, al menos, del urbanismo arquitectónico. Es decir, aquel urbanismo que tiene alguna relación carnal, siquiera adúltera o incestuosa, con la arquitectura; pues como es bien sabido, no son todos, son sólo unos pocos los urbanismos que con justicia pueden ser denominados arquitectónicos. Si hoy santa Águeda fuera patrona, tal vez tendría que ser invocada no tanto por los urbanistas desfavorecidos (todos aquellos que luchan sin éxito por preservar la ciudad de las catástrofes sobrenaturales) como por los que están amenazados por los urbanistas depredadores (todos aquellos que entienden que la ciudad ha de ser el agente de la catástrofe artificial). Águeda tiene que ser invocada para que detenga no ya la lengua de lava que avanza hacia la urbe destetada sino para que pare y extirpe la lengua de asfalto que vomita la ciudad y que sube amenazante por la ladera hacia el volcán apagado. El peligro no es la erupción sino la colonización universal.

106 ARQUITECTURA HÁPTICA Y SAN JUAN DAMASCENO

La arquitectura táctil, aquella que es deseable tocar, la que se tiende a manosear para poder conocerla, es la que, por sus acciones y sus gestos, propone santa Bárbara a la cristiandad cuando acoge la torre en su seno. Si el término háptico, aún no legalizado por la academia competente, proviene del griego «hapthai» y alude a todo lo relativo al tacto, al tocamiento, a lo tangible, a perceptible por la piel sensitiva, la arquitectura háptica sería tanto aquella que es deseable percibir a través del extenso sentido del tacto (los templos A, B, C, D y O de Selinunte en Sicilia, o las entrañas de la iglesia de Santa María de Tonantzintla, en México) como aquella que disfruta de una piel sensible y acogedora, capaz de erizarse, de conmoverse al contacto de 231


Álvaro Siza, depósito de agua en Aveiro, 1989

Sebastião Salgado, Iguana marina

otra piel (una borda oscense en Fragen o el depósito de agua en Aveiro o el pabellón Carlos Ramos de la Escuela de Arquitectura de Oporto). Es decir, aquellas que renuncian a considerar su piel como un ropaje, en ocasiones rígido, como los de Richard Meier, o de apariencia informal y desenfadada, modélica y fantasmal, como los de Toyo Ito, Sejima y Nishizawa o Jun Aoki en la calle Omotesando de Tokio. San Juan Damasceno, porque le cortaron una mano, repudia desde el altar la hapticidad. La festividad de Juan Damasceno se celebra el mismo día que el de santa Bárbara: el cuatro de diciembre de los últimos años del misal vaticano; Otro vaso comunicante entre ambos es que, según Pedro de Ribadeneyra, este santo escritor y doctor de la iglesia fue quien primero redactó el martirio de Bárbara: fue su primer biógrafo. A san Juan Damasceno (676, h.754) le cortaron la mano para que no escribiera contra los destructores de imágenes divinas y de ídolos, a los que combatía con sus palabras, y para no escribiera a favor de la Virgen María, a la que dedicaba sus mejores alabanzas. Este san Juan, que fue o bien alcalde de Damasco o bien simple monje en un monasterio cercano a Jerusalén, según unos u otros, fue azote de los iconoclastas y de los enemigos de la Virgen María, y en especial de los emperadores bizantinos León Isaúrico y Constantino V. El emperador bizantino de origen sirio León III, o «León Isaúrico» (717-741), censuró las imáge232


nes religiosas y ordenó destruirlas en los dominios de su imperio por temor a que sus súbditos cayeran en la idolatría, provocando con ello que los artistas y los artesanos, faltos de imágenes, tuvieran que contentarse con darle vueltas a la forma de la señal de la cruz. Juan Damasceno, se opuso verbalmente a él y perdió una mano en la confrontación desigual: le cortaron, para castigarlo, una de ellas, quizá la que sostenía el estilete. Después de la mutilación se arrodilló a escondidas ante una imagen de la Virgen María y le mostró el muñón sangrante y, tras implorarle que el miembro le fuera restituido, ella se apiadó de él y le concedió su deseo: así, cuenta el libro de los milagros quirúrgicos, la mano volvió a germinarle, a florecerle sana y completa. Así, pidiéndoselo a un icono bizantino, tuvo una mano fresca y novedosa, ya madura y bien proporcionada, con el tamaño adecuado desde un principio. La mano damascena, como los pechos de Águeda cada vez que se los sajaban, emergió de dentro, de la misma carne, como el brazo de una estrella marina o como una rama instantánea, con sus cinco dedos perfectos y con sus cinco huellas dactilares originales. Bárbara no tuvo con su cabeza ni la suerte de Juan Damasceno con su mano protésica ni, con sus pechos, la reiterada desgracia de Águeda. No le botaron las tetas después de que se las destrozaran, y así evitó que se las volvieran a desgarrar una y otra vez, en cada nueva ocasión con más saña. No le brotó una nueva cabeza donde estuvo la vieja cabeza seccionada, que ahora rueda ladera abajo hacia el valle, hasta hundirse en el agua del río, ni le fue reconstruida la garganta, en el caso de que sólo hubiera sufrido degüello: un milagro tan fácil y, sólo para que no resucitara, no le fue concedido. Es siempre difícil entender las inexplicables razones divinas de los martirologios.

107 SENO, CAVIDAD Y ARQUITECTURA LACTANTE

¿De qué arquitectura son santa Águeda o santa Bárbara metáforas? Si, como ya ha sido de sobra razonado y demostrado, es semánticamente imposible la metáfora en la arquitectura porque aquélla se disuelve cuando precipita en una imagen, cuando deja de ser una trampa del lenguaje y solidifica en una forma, tal vez haya llegado la hora de buscar no ya el pasatiempo de la arquitectura como metáfora de otras cosas (el laberinto como metáfora de la eternidad o la torre como metáfora de la soberbia humana) sino cuáles son las otras cosas que fueron metáforas o lo serán de la arquitectura (la espiral como metáfora de la idea de laberinto, la crucifixión como metáfora del pensamiento arquitectónico, Derrida como metáfora de la fragilidad, Frank Gehry como metáfora de la caducidad). ¿Cuál es la arquitectura mamífera, cuál la que tiene busto y areola? ¿Dónde están, si es que acaso los tiene a mano, los pechos nutricios del cuerpo fosco de la arquitectura? ¿Qué es lo comestible, lo alimenticio, lo digerible sin estragos? ¿Cuál es la arquitectura sicalíptica? ¿Dónde se esconden o se manifiestan los tabúes sexuales relacionados con la arquitectura? ¿Son santa 233


Daniele Volterra Virgen con el niño, san Juan y santa Bárbara, h.4548, Colección Privada

Águeda y santa Bárbara acaso uno, aunque no de los más explícitos, símbolos? Los pechos femeninos de Águeda escindidos de su cuerpo y dispuestos en equilibrio sobre la bandeja que es la costra de la tierra, son dos domos: dos cúpulas, dos casas redondas, dos ambiciosas catedrales ecuménicas. Ésta es la analogía inmediata entre la santa y la forma elemental, perfecta y estable, de la esfera seccionada en dos mitades simétricas y puestas boca abajo, convexas como oteros. Sobre uno de ellos, encima de un pecho de santa Águeda, es donde tal vez fue sacrificada santa Bárbara: decapitada cuando apoyó su cabeza, como un cordero, en el altar que era el pezón. Si la torre es el emblema de la arquitectura trascendente, la cúpula es el signo de la arquitectura divina: la forma preferida por los dioses tardoromanos para cubrir sus habitaciones. La cúpula es su símbolo arquitectónico, su sombrero predilecto, la cubierta elegida para el templo. La Jerusalén celeste era, no en vano, una ciudad reconocible por su inflación de cúpulas y de torres. Desde dentro, también el firmamento tiene apariencia de pecho amputado, concomitancia con la forma del cuenco invertido. Firmamento se dice «steréoma» en griego, y significa apoyo; «steréos» significa sólido, duro, robusto; «stereón» significa cubo, que tiene forma cúbica. El firmamento, en estos sentidos, era para los semitas una cúpula sólida, resistente, consistente, firme y fuerte, cuya misión era contener lo que había fuera de ella: evitar que el agua, la lluvia, 234


las tormentas, los diluvios, cayeran torrenciales sobre los hombres. El firmamento era una presa que sólo podía ser abierta por los dioses; era como un paraguas frente a las inclemencias atmosféricas. También era una frontera defensiva para el empíreo: impedía, como una cáscara, el acceso impune de los hombres a los dioses. La estereotomía quizá ya sea la actividad que consiste en cortar «-tomía» piedras y maderas, aunque el término «estereo-» no tenga nada que ver material ni sustancialmente con ellas. La estereotomía es, más bien, el intento de trocear el volumen (fraccionar un sólido cúbico o atribuirle una forma cúbica a un sólido mediante cortes), de seccionar lo que, como el cuerpo, tiene tres dimensiones, de repartir lo que no es plano: tal vez, en su sentido más amplio, sea hueco o macizo, la estereotomía etimológica se encargaría de distribuir el espacio en diversos cubos. El pecho posado en el suelo cual escudilla invertida, exedra doble, es una cúpula doméstica con su linterna iluminada desde dentro. No es éste el vínculo más fuerte: es escasamente el parecido formal más directo. Pues el pecho es un seno: una ausencia, un hueco, una cavidad, un pequeño vacío. El misterio más profundo del pecho es el de la identificación de su densidad sobresaliente con la oquedad secreta, y tal vez circular, del seno. El enigma es la trasgresión del sentido y del significado, los entresijos y las veredas por las que la realidad exterior que es el pecho –una forma emergente, como la torre- comulgó y se ensimismó con la realidad interior que es el seno –una forma hundida, como el pozo-. El pecho es la apariencia; el seno el espíritu; el pecho es la fachada; el seno es la arquitectura. Del latín «sinus» procede el seno categórico, la concavidad geométrica que forma una cosa, línea o superficie, encorvada. Seno es la mama de la mujer, no de cualquier hembra; la matriz de la mujer y, ahora también, la de las hembras de los mamíferos; el espacio o hueco que queda entre el vestido y el pecho; la parte interna de algo, como lo es un rincón; el regazo (lo que recibe en sí a algo o a alguien, dándole amparo, protección, consuelo, etc., como la arquitectura); la cavidad anatómica existente en el espesor de un hueso o formada por la reunión de varios huesos; el espacio comprendido entre los trasdoses de arcos o bóvedas contiguas; la pequeña cavidad que se forma en la llaga o postema; la parte de mar que se recoge entre dos puntas o cabos de tierra, o también geográficamente, esa porción de mar que se interna en la tierra y que se denomina golfo y, entre otros, también es seno matemático el cociente entre la ordenada del extremo final del arco y el radio de la circunferencia, tomando el origen de coordenadas en el centro de la circunferencia y el extremo inicial del arco sobre la parte positiva del eje de abscisas. El seno de Abraham es un recinto: el lugar en el que estaban detenidas las almas de los fieles que se habían ido de esta vida con fe y con esperanza en el Redentor. El seno de Abraham es un lugar arqueología aún no lo ha podido excavar. El seno de Águeda sin Águeda también es un lugar: un interior. Dos dudosos interiores si son impenetrables. Daniele Volterra (h.1509-1566) es uno de los poquísimos pintores, ninguno de ellos nórdico, que se atrevió a enseñarnos los pechos ubérrimos de santa Bárbara en su Virgen con el niño, san Juan y santa Bárbara. La mujer que impetuosa se abalanza hacia el espectador dejando que por encima del escote del vestido se asomen sus dos pechos maduros es santa Bárbara tanto 235


Bartolomé Bermejo detalle de La Virgen de la leche h.1468 Museo de Bellas Artes Valencia

porque sujeta la espada con la que después habrán de matarla como porque inmediatamente después de la Virgen hay una gran torre cilíndrica que no deja lugar a la duda (en la iconografía de santa Bárbara la torre no es el lugar de la duda: es el lugar de la sabiduría). Los pechos dislocados, los dos pezones al aire de la muchacha tal vez aluden, más que al despreciable martirio que van a sufrir, al hecho de haber alimentado, quizás, a los niños pequeños que hay al otro lado, como si en uno de los tantos tropiezos del tiempo, ella con su lactancia les hubiera dado a probar a esos bebés la leche amarga de la pasión. No es ella la única santa que le ha dado de mamar al niño Jesús siguiendo la estela y la tradición de las innumerables vírgenes de la leche que hay en los altares bajo los que, como nos recuerda Bartolomé Bermejo, la cristiandad pasó tanta sed y tantísima hambre. No es la única pero tal vez, si eso es lo que está proponiendo Daniele Volterra con su atrevimiento, sí es la primera mujer concebida con pecado que le dio de mamar, mucho antes que de que la monja alemana y cisterciense Gertudis de Helfta (12561302), también conocida como santa Gertudis “la Magna”, le diera de beber a Jesús la leche perfecta de su pecho carnal de abadesa. En la catedral de Pamplona hay una santa Bárbara de bulto redondo que desde el altar, por un agujero de su vestido, también enseña castamente su pecho. Los pechos de Bárbara, si no fueron demolidos mediante tenazas, si fueron cortados en redondo con mimo y después colocados en la cubierta de dos torres hermanas, son dos baptisterios donde cabe el agua de todos los océanos. San Agustín, que no fue capaz de meter el mar en un hoyo que había abierto en una playa de Hipona, en sus Confesiones, dice que busca y rebusca “en los anchos senos de la memoria”; dice, o viene a decir sin expresamente decirlo, que la memoria tiene “secretos e inefables senos”, y la compara con un “aula inmensa” y con “un receptáculo obtuso” y con una caverna, o con una congregación de cavernas, y propone otras muchas metáforas donde las oquedades de la memoria se asemejan a las dependencias de la arquitectura. San Agustín no pudo verle en vida los pechos a su paisana, pues cuando en el fragor de la batalla de la defensa de Hipona a santa Bárbara se le salieron afuera por encima de su corpiño de capitana de la resitencia, el santo doctor ya se había dormido. 236


ARQUITECTURA Y VIRGINIDAD

108 EN EL CASO DE QUE LA TORRE FUERA UNA METÁFORA DE LA MONTAÑA

Si la torre es una alusión, una analogía, una metáfora de la montaña, o si la torre es en la iconografía una metáfora de la montaña, es porque donde vivió santa Bárbara no fue en la torre sino en la montaña, al aire libre en la montaña, a la intemperie, desamparada, sometida a la inclemencia de la atmósfera, a la acción destructiva del rayo, aterrorizada por el trueno, huyendo del hambre del lobo y del deseo no correpondido del hombre. Esta circunstancia explicaría no pocos de sus atributos y justificaría la mala interpretación de algunos de los sucesos que le acontecieron en la vida. Tal vez tuvo que huir, como otras muchas doncellas virtuosas, a la montaña para escapar de algún peligro que la amenazara; tal vez la tercera ventana es una versión teológica de Bárbara excavando una cueva en la ladera de esa montaña salvadora, abriéndose un refugio entre las rocas, perforando el suelo para hacerse una guarida que le sirviera de casa. Tal vez el relato de los sillares abriéndose para acogerla en su seno, o la propia roca engulléndola y vomitándola, refiere el suceso ordinario de entrar y salir de su caverna doméstica; y lo relativo al bautismo, a la presencia del agua de la purificación o de la curación tenga que ver con algún venero que manara de la gruta, o con el lugar en el que ella, cual Diana o Artemisa, se aseaba cada día para estar limpia y radiante. Y así, montaraz y serrana, podría argumentarse su independencia y su alejamiento de la ciudad; su extravagancia periférica, su trashumancia y su soberanía; su preferencia por el exterior y la presencia de las armas con las que tal vez se defendía de los agresores y de los intrusos de su montaña. Su aspecto, su indumentaria, su vestuario principesco, la total ausencia de desorden en sus atavíos y en su pelo, siempre tan bien acicalada, la finura de su cutis traslúcido, van teóricamente en contra de la presunción de una vida silvestre, salvaje en el monte, saltando de peña en peña, esquivando las alimañas, refugiándose en las copas de los árboles. Aunque ésta sería sólo una más de las contradicciones; tal vez la menos grave. Si santa Bárbara fuera otra versión de algunas diosas paganas, de algunas vírgenes griegas o romanas, de las cazadoras que vivían en los montes preservándose de las miradas aviesas, o una variante de las divinidades celtas de las fuentes, tal vez su biografía podría ser entendida mejor desde la mitología que desde la teofanía, desde la fábula que desde la parábola y la moral cristiana. Si santa Bárbara fue una amazona solitaria y ambidiestra que se cortó los dos pechos para disparar mejor las flechas por los dos flancos su tendencia a vivir en las cumbres tendría mejor explicación. Si santa Bárbara fue una novia o una ninfa, una oréade de las montañas, una 237


Giovanni Bellini, Trasfiguración de Cristo h.1455 Museo Correr Venecia

G. L Bernini Éxtasis de santa Teresa 1647-52 Capilla Cornaro Santa María de la Victoria Roma

napea de los valles, un antríade de las cuevas, una dríade del bosque, una hamadríade de los árboles, una náyade del río o una hespéride del cielo, tendría sentido su elección por la intemperie, su temprano interés por la ecología, su residencia en la naturaleza, su animadversión a la arquitectura de interiores. Puede que Bárbara no fuera una residente de la montaña sino, como Noé o como Petrarca, una de sus visitantes ilustres. Noé cuando según el Génesis posó su arca en el monte Ararat, en la ladera del volcán nevado desde el que la tradición dice que el patriarca descendió a repoblar con sus hijos la tierra, y el poeta italiano cuando, en sentido contrario, ascendió a la montaña para ensimismarse. Petrarca (1304-1374) subió al Mont Ventoux, en Malaucème, en Provenza, casi a la vista de los Pirineos, acompañado de su hermano Gerardo y algunos criados, en abril de 1336, quizá encomendándose a santa Bárbara, imitando la gesta de Filipo, rey de Macedonia, cuando ascendió en Tesalia al monte Hemo para poder ver al mismo tiempo dos mares: el Adriático y el Euxino. El poeta aretino le contó su ascenso y su estancia en la cumbre a Dionigri da Borgo san Sepolcro por medio de una carta: esta confesión, en la que hay alguna que otra referencia emocional al entorno, al panorama espléndido de la naturaleza, está considerada, como bien analiza Javier Maderuelo en El paisaje. Génesis de un concepto, el primer documento europeo que muestra un interés explícito por el paisaje. Este ascenso estético, teórico o físico, expiatorio o turístico, es la inauguración de la temporada del deseo de contemplar el mundo desde arriba, que es tal vez lo que siempre hizo santa Bárbara: estar por encima viendo siempre dos mares distintos, dos cosas diferentes al mismo tiempo. Dice el amante de Laura, el amador de Laure de Noves, que estando en la cumbre le apeteció leer el ejemplar que llevaba con él de las Confesiones de san Agustín, y que allí abrió el libro al azar y espantado leyó que el obispo de Hipona decía que “viajan los hombres para admirar las alturas de los montes y las ingentes olas del mar y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos”. Petrarca se sintió amonestado por el santo y desde entonces, cerró los ojos, olvidó el paisaje y se dedicó a verse sí mismo. No fue éste el caso de santa Bárbara, a quien parece que iban directamente dirigidas 238


las palabras del santo: ella es la que se olvida de sí misma, la que contempla enajenada el mundo desde lo alto, la que se extravía en su propio seno, la mujer extraña y alta, la extranjera que se queda una distancia prudente de la puerta. Ella es la que sube para sobreponerse, para trascenderse, para extasiarse, para contemplar el mundo y contemplarse a sí misma desde arriba como si fuera un dios y no una de sus acólitas. Ella es la excursionista que va de abajo arriba, de un lado a otro de la realidad.

109 ÉXITO, COITO, TRANSVERBERACIÓN

El verbo latino «ire» significa ir. De él derivan, o con él se componen, entre muchos otros, «exire», «sub-ire», «co-ire». «Exire» significa ir fuera, ir más allá, salirse; «ex-itus», en consecuencia, significa salida. Dependiendo de dónde esté la salida, o de cuál sea el lugar del que salga, el «éxito» precisará en un sentido u otro, matizará su significado: se puede salir por arriba, rebosando, y entonces el éxito se aproximará al triunfo; se puede salir de la existencia y entonces el éxito, como aún se indica al final de algunos historiales médicos, significará muerte. «Subire» es ir hacia arriba, ascender, y «sub-itus» es ir de pronto, de improviso, emerger de súbito, sin ser visto. «Coire» (infinitivo del verbo latino «coeo, is, ire, ii, itum») significa ir con, ir junto a, juntarse, reunirse. El participio de «coeo» es «coitum», de donde proviene coito, que significa unirse al otro, hacerse uno con el otro, viajar con el otro. Éxito, súbito y coito son tres formas de ir, tres modalidades de desplazamiento, tres asuntos del transporte. Bárbara es otra forma de ir, otro lugar por el que ir: es ir por fuera, ir por las afueras. Bárbara es el coito de la arquitectura. Con la barbarie, con la idea de profanar y con la arquitectura está íntimamente, funcionalmente relacionado el prefijo, y sus derivados «exter-» y «extra-», cuando añaden a la palabra a la que se anteponen la idea de poner o sacar fuera (extraer, exhibir), o la idea de descubrir o destapar (extender, explicar) o la idea de apartar (excéntrico), o la idea de aún más allá. Dentro de Bárbara, si le se pone la oreja en su pecho, se oye el ronroneo de todos los prefijos que le aportan a los nombres la idea geográfica del más allá, de estar más allá de algo (de un límite) o de venir o ir más allá de algo (de una frontera): la extrañeza, la extravagancia, lo extraordinario, la extranjería, el exterior, lo extremo, lo excesivo, el exilio y son conceptos y palabras que no le incomodan. Familia del prefijo «ex-» es el prefijo «tras-», y el prefijo «trans-», cuando le añaden a la palabra a la que se adosan la idea de pasar de un lado a otro lado; pasar desde un sitio a otro que está de algún modo en el lado opuesto. De ese ir o de ese estar al otro lado, en el otro lado, y de sus repercusiones en el conocimiento de la realidad es responsable, en gran medida, ese prefijo dinámico. El signo «tras-, trans-» le suministra a la palabra el movimiento y el lugar. Pertenece al ámbito de la cinética y al de la cartografía: es una partícula de la motricidad y de la geología. En el signo «tras-, trans-» hay alguna información sobre el cambio de lugar y sobre la posición del lugar. Es un concepto sobre el acceso o la permanencia en los lugares accesibles. Es, como 239


Massacio Expulsión de Adán y Eva del Paraíso, 1426-27 Capilla Brancacci Santa María del Carmine Florencia

Vramche van der Stockt Tríptico de la redención Detalle de la tabla del Paraíso Museo Nacional del Prado Madrid

santa Bárbara, un signo arquitectónico. Trasladar y transformar son los dos verbos básicos, las dos formas habituales y no excluyentes ni únicas, de producir la arquitectura. Las formas elementales de la arquitectura son exactamente esas dos: cambiar de sitio y cambiar el sitio. Cambiar de sitio: trasladarse de un sitio que es en algo deficiente, por algún motivo insatisfactorio, a otro mejor; cambiar una caverna por guarida o emigrar de una ciudad a otra: es decir trashumar, transponer, transitar. Cambiar el sitio: transformar de algún modo un sitio que es impertinente o incómodo; adecuarlo, adaptarlo y domesticarlo por ejemplo moviendo la rama de un árbol para que sirva de paraguas o parasol, levantando una casa que defienda la intimidad o fundando una ciudad: es decir, modificando sustancial, materialmente la realidad. Para cambiar de sitio tenemos en castellano a nuestra disposición, entre otros, los siguientes verbos: Trashumar: ir de un sitio a otro, de una parte a otra de la tierra, del «humus». Transponer: ir desde aquí a un sitio que está más allá, lejos, en un lugar que desde aquí no se puede ver. Transportar: llevar de un sitio a otro sirviéndose de un intermediario, de un vehículo o de un conducto. Transitar: ir continuamente de un sitio a otro, es decir, estar siempre de paso en un sitio. Transfugar: cambiar de sitio (no necesariamente ideológico) huyendo de uno a otro. Transgredir: pasar, cambiar de un sitio a otro a la fuerza, violentamente. Transigir: aceptar que se pase a través de algo –de uno mismo- aún estando en contra. Transmitir, transparentar, transferir, etc., son, además de formas de mover, formas de poner en contacto: de comunicar. Para cambiar el sitio disponemos en castellano, entre otros muchos, de los siguientes verbos: Transformar: cambiar la forma, el aspecto a algo o a alguien, con independencia del tamaño o la intensidad del cambio realizado (atribuirle, darle forma a algo que tal vez aún no la tiene 240


es informar). Transfigurar: cambiar «completamente» el aspecto de algo o de alguien, modificarle la figura. Transmutar: convertir algo en otra cosa (quizá en lo contrario: de un estado a otro -un sólido en un líquido-, de un género a otro -lo masculino en femenino-). Transustanciar: convertir totalmente una sustancia en otra (la química, los milagros, la farmacología, la magia). Algunas de las palabras precedidas por el prefijo «trans-» se las apropiado el lenguaje litúrgico de la pintura, la terminología religiosa del arte. Así la Transfiguración: que se reduce a la aparición de Jesús de Nazaret en el monte Tabor al mostrarse entre Moisés y Elías a tres de sus discípulos: a Pedro, a Juan y a Santiago. Así la Transustanciación: que se limita a la conversión ritual del pan y el vino ordinarios en el cuerpo y la sangre de Jesús de Nazaret. Así la Transfixión: que aunque significa ensartar un cuerpo en un instrumento afilado ya solo se refiere a atravesar el cuerpo inmortal de la Virgen de un lado a otro con un arma puntiaguda. Así el Tránsito: que es el paso de la vida a la muerte, antes de la asunción, del cuerpo de la Virgen. Así la Transverberación: que es fulminar, o flechar, o azotar el corazón de santa Teresa de Jesús, que fue fustigado tierna, cándidamente hasta llevarla al éxtasis mientras que el cuerpo doliente de santa Bárbara fue hostigado brutal, criminalmente hasta precipitarlo en la muerte.

110 VIRGINIDAD, IMPENETRABILIDAD Y ARQUITECTURA

La impenetrabilidad, que es en parte la negación de la arquitectura, es la esencia cultural y religiosa de la virginidad occidental. Los dogmas eclesiásticos de la Maternidad Virginal y de la Inmaculada Concepción, por ejemplo, se asientan en este principio. Si un recinto cualquiera no es penetrable, de algún modo accesible, siquiera por alguna grieta asequible, ese lugar no es, no puede ser arquitectónico. No es arquitectura el espacio encerrado entre límites impermeables, estancos, imposibles de transgredir, de atravesar aunque tuviera que ser desgarrándolos: el espacio ocluso puede ser monumento, escultura, ingeniería, pero no rigurosamente arquitectura. Aunque sea por un poro, siquiera por un único orificio angosto que sirviera de puerta o de ventana, ha de haber comercio entre el interior y el exterior para que acontezca la arquitectura. Si no hay tráfico de fuera hacia dentro, o a la inversa, algún medio de comunicación, por débil y frágil que sea, no hay arquitectura. Así como la noción contemporánea de arquitectura habitable está íntimamente relacionada con la penetrabilidad y con algunos de sus sinónimos, la idea cristiana de virginidad está íntimamente vinculada con su contrario: con la impenetrabilidad, de forma que lo virginal es lo que no ha sido físicamente penetrado, violentado, violado, profanado. La virginidad, tanto para aquella arquitectura que se encarga de transformar materialmente la realidad como para la moral que se ocupa de cohibir el cuerpo, es un asunto, en primer término, de la naturaleza física y, por tanto, de la materia y su resistencia e integridad. Hasta ahora el concepto occidental de virginidad ha estado contaminado por el asunto de la 241


David Chipperfield b720/Fermín Vázquez Foredek, 2006 Valencia

concepción y la procreación en su más estricta versión religiosa, siendo la Santísima Virgen María su mayor icono. La doctrina de la Inmaculada Concepción fue aprobada por el papa franciscano Sixto IV en 1477, y fue refrendada, con el aval y el apoyo de los jesuitas, por el concilio de Trento. Uno de sus máximos impulsores fue san Anselmo de Aosta (1033-1109), arzobispo de Canterbury, quien en su campaña de adoctrinamiento les dijo a cuantos ejercían funciones pastorales en sus dominios, advirtiéndoles de que podrían ser destituidos del cargo que desempeñaban si estaban en contra: “enrojezcan hasta las orejas de vergüenza los insensatos que, cegados por las tinieblas de la ignorancia, y so pretexto de que la concepción de la Virgen fue el resultado de las relaciones conyugales entre un hombre y una mujer, se niegan a celebrar esta festividad tan maravillosa en la que se conmemoran sacratísimos acontecimientos y sublimes misterios”. El dogma de la Inmaculada Concepción (su imposición a los cristianos y la obligatoriedad en su creencia) fue instituido casi cuatrocientos años después por Pío IX en su encíclica Ineffabilis Deus, el 8 de diciembre de 1854. Este dogma, como a menudo se cree, no se refiere a la virginidad de María de Nazaret respecto a la fecundación y concepción en su seno, sin intervención de varón, de su hijo unigénito, sino al hecho sorprendente de haber sido ella misma concebida sin pecado en el seno de su madre: depositada germinal en el útero de santa Ana sin la participación de Joaquín, su esposo legítimo, después santificado en agradecimiento a su inhibición. María, según esta teoría del todo ajena al relato evangélico, fue concebida sin pecado: «ex osculo» y no «ex coitu», mediante un beso casto y no mediante la lógica y humana inseminación natural del varón en la hembra. La pureza a la que alude el dogma es a ésta: a su carencia de pecado original y no a la integridad biológica de su himen. Y por eso, al contrario de lo que parece si se lee sin atención, cuando se representa el dogma mediante la Virgen subida en una media luna, como solía hacerlo Esteban Murillo, el viaje de la Virgen es descendiente, de bajada del cielo a la tierra, del éter al vientre de Ana, y no de ascenso al encuentro de Dios: sostenida, y no impulsada, por el astro menguante; hundiéndose y no emergiendo, que es lo que conmemora el dogma de la Asunción (instituido en 1950). La inseminación, la gestación y la Maternidad Virginal son otro asunto, otro tema de fe, otra 242


invención teológica luego convertida en dogma, origen de no pocas herejías y cismas. El parto virginal, la partenogénesis, a pesar de sus muchos detractores anteriores y posteriores a su proclamación (de los numerosos e ilustres partidarios del parto natural, como san Jerónimo), se instituyó como dogma en el año 649. La virginidad de María se formuló intencionadamente en Éfeso, no en vano la ciudad consagrada a la virgen griega Artemisa, a la diosa Diana, la cazadora más celosa de su cuerpo, al que tanto cuidaba bañándolo y lustrándolo en las montañas a escondidas de todo varón. En este sentido geográfico, no es casualidad que todas, la gran mayoría de las antiguas advocaciones de María, sean de origen oriental: oriente es la patria de la liturgia de la concepción sin contacto carnal entre el macho y la hembra; la cuna de los dioses que fecundan de lejos a las mujeres. Perseo por ejemplo, entre otras criaturas divinas paridas en Asia, nace de una virgen: de la Dánae precursora de Bárbara, fecundada, sin intervención humana, por un dios licuado: por un agente atmosférico que sirve de intermediario al Zeus con priapismo; por una lluvia dorada que más parece rayo de luz que chorro de líquido, hálito que materia. No es casual, en esta continua incorporación de la mitología profana a la iglesia apostólica, que el alado Perseo (como Teseo en el laberinto), no pocas veces, haya sido identificado con Jesucristo por los mismos teólogos y artistas cristianos. Probablemente la exaltación de la virginidad de María de Nazaret es una necesidad publicitaria. Como ya han demostrado los filólogos y los exegetas, en el Antiguo Testamento se ha traducido con demasiada frecuencia por «virgen» la palabra que en hebreo sólo significa mujer joven, muchacha. San Isidoro de Sevilla (Etimologías XI-2,21), y refiriéndose a Eva, así lo indica: “El nombre de virgen le viene de su muy tierna edad («viridior»), lo mismo que «virga» (vara) y «vitula» (ternera). Según otros, de que no conoce aún la corrupción, como si se dijera «virago» (heroína) porque ignora aún la pasión femenina”. La Vulgata de san Jerónimo (del autor, según Isidoro, de Sobre la necesidad de conservar la virginidad), obra inaugural de la escuela de traductores no siempre fieles al sentido original, es especialmente responsable de esta trascendente versión, de esta interesada interpretación de la puerilidad como virginidad. Al Cantar de los cantares bíblico se deben casi todos los símbolos y los atributos tradicionalmente vinculados a María, la mayoría popularizados por las letanías lauretanas (consolidadas en su forma más o menos actual hacia 1579). No pocos de estos símbolos, referidos o no explícitamente a la virginidad, tienen alusiones arquitectónicas. Entre los que sí se refieren a la castidad virginal, por ejemplo, «Jardín Cerrado» (Hortus Conclusus) y «Fuente Sellada» (Fons Sigillata), conmemorando la oclusión, la clausura, la imposición de la inaccesibilidad e impenetrabilidad femenina. Entre las analogías arquitectónicas que remiten a otras virtudes marianas también adquiridas en el Antiguo Testamento, por ejemplo «Torre de David» (Turris Davidica), «Ciudad de Dios» (Civitas Dei) y «Puerta del Cielo» (Porta Coeli). ¿Además de la alabanza de la virginidad, cuáles son las virtudes marianas de la arquitectura contemporánea? ¿Tienen las últimas obras albinas de David Chipperfield algunas de ellas? ¿Puede ser la arquitectura concebida sin pecado? ¿Es acaso el pecado todo aquello que no es necesario? ¿Es pecaminosa, además de delictiva, la arquitectura opulenta y opípara? ¿Hay arquitectura sin mancha, sin falta, sin error, sin delito? 243


John Pawson Casa Baron, 2005 Ystads Kommun Skäne, Suecia

111 PUREZA, INTANGIBILIDAD Y ARQUITECTURA

Lo virgen es, no pocas veces, en la línea mariana, sinónimo de intacto, de intocable. De incólume porque no ha sido manchado, de indemne porque no ha sido hollado, de ileso porque no ha sido de ningún modo aún herido. La virginidad es sinónimo de pureza porque no ha sido contaminada por contacto, ensuciada por la mano, disfrutada por el sexo. A la intangibilidad es a lo que aspira, según cada uno de sus ilustres arquitectos, su creador consciente, toda obra de arquitectura contemporánea tocada por el hálito de la eternidad. La obra, por exigencia de su dios, desea no ser tocada por nadie, no ser mancillada por el contacto con el usuario. Porque su edificio es siempre, por la exclusiva y suficiente razón de ser él el artífice, una joya, un monumento, un símbolo, una obra de arte que debe ser preservada, metida en una urna, cubierta por una cúpula gigantesca y transparente que la exhiba al mundo al tiempo que la proteja de sus depredadores. Da igual que sea un bloque de apartamentos o un museo, da igual el tipo y el tamaño, el material o la localización: la ciencia ficción, el cómic y la cinematografía, nos han abastecido de modelos suficientes, de ciudades completas dentro de una burbuja impenetrable, de moles encerradas en una semiesfera energética. La arquitectura contemporánea del artificio y la robótica huye de todo matrimonio que no sea el matrimonio incestuoso y místico con su autor. Como las santas del siglo tercero de la cristiandad, a la arquitectura se le ha impuesto la obligación de preservarse íntegra, perfectamente sana, dispuesta para su único amante verdadero, para el arquitecto crucificado por la realidad. Y en caso contrario, si es débil y padece la tentación de la carne, será encerrada en la torre, vallada con una tela de púas metálica, acristalada con vidrios cuádruples de seguridad, cercada por un foso con cocodrilos mecánicos, vigilada por guardias jurados armados hasta los dientes. La arquitectura contemporánea y pueril, albina y bizca, aspira a la virginidad. Pronto se manifestará ante la audiencia el arquitecto o la arquitecta que se nieguen a que su obra recién 244


alumbrada sea rozada por el profano, que pretenderán que se considere como un puro objeto de contemplación, que anunciarán su asco profundo a que esa hija suya tenga que soportar el aliento de un pretendiente. Alguno de ellos pronto ganará la causa en los tribunales de justicia y conseguirá que declaren monumento nacional ese producto de su genio. ¿Será el humilde John Pawson el primero de ellos? La arquitectura contemporánea más aséptica teme la huella, el cerco de grasa y el grumo de barro en el suelo: teme la impresión de la mano en el vidrio y la capa de polvo depositándose escandalosa en la superficie bruñida. Teme, como los defensores de los dogmas virginales, que el cuerpo de la arquitectura sea tocado (acariciado o herido) por la sucia mano del hombre, por los dedos ásperos del consumidor vulgar. La arquitectura contemporánea impoluta, es inmaculada el primer día, en la hora feliz de los fotógrafos; cuando ellos se van, en el momento siguiente al corte de la cinta, comienza el deterioro. Comienza la ruina porque no es capaz de envejecer, se soportar el uso sin descomponerse, de registrar los hábitos sin pudrirse; porque es, como una virgen embarazada, inhumana y teórica. ¿Cuál es la apariencia de la virginidad? ¿Puede reconocerse por su aspecto? ¿Cuál es la azucena, cuál el lirio de la arquitectura? ¿Cuál es la arquitectura pura? ¿Dónde están los cadáveres insepultos? ¿Por qué no se ven los escombros, los despojos, los residuos? ¿Es acaso la asepsia sinónima de la virginidad?

112 VIRGINIDAD, ACCESIBILIDAD Y BARBARIE

La virginidad, en los términos físicos que le interesan a la moral cristiana, es un concepto en gran medida, si no del todo, ajeno a la arquitectura. Siempre hubo lugares vedados, recintos secretos, puertas que nadie, salvo el elegido, el sacerdote o el héroe, el iniciado o el príncipe, podían traspasar. Pero una cosa es la restricción del acceso a determinados lugares de la arquitectura, a la cella del templo, al debir o al averno, al hogar o al púlpito, y otra la propuesta o la exigencia de la virginidad, en cuanto a inaccesibilidad, a la arquitectura. Ni siquiera del monumento, que es la arquitectura cuyo cometido principal es la preservación de la memoria, la conmemoración del pasado, podría decirse, sin margen de error, que aspira a la virginidad. La relación entre la virginidad y la arquitectura es reciente y, claramente, analógica, ecológica y, en ocasiones, metafórica. Parece evidente que la arquitectura, desde el principio de la historia, intervine en el medio ambiente trasformándolo, o, lo que es lo mismo, profanándolo y violentándolo, desgarrándolo e inseminándolo: fecundándolo contra su voluntad por contacto; es notorio que la arquitectura modifica la realidad destruyendo un estado previo e imponiendo a la fuerza un orden nuevo. Alguna vez hubo lugares inaccesibles para la arquitectura: hay quien llamó a aquellos lugares aún no trasformados, no hollados de ninguna manera por el hombre, vírgenes. La virginidad del medio sería, según ésto, un estado por entero natural que permanece 245


absolutamente ajeno al artificio y al arte: sería lo no manipulado, lo no tocado por la arquitectura. Esta acepción de la virginidad está en dos sentidos vinculada a la idea vigente de barbarie. En primer lugar, y en el sentido positivo, a la barbarie en cuanto a estado incivilizado, de ausencia de progreso, que ha impedido a los hombres la invasión y aniquilación del medio: que ha dificultado, por carencia de recursos, el cultivo de la tierra; que se aprovecha de la naturaleza recolectando, sin arar ni sembrar, sin pastorear ni domesticar. En segundo lugar, y en el sentido negativo, a la barbarie en cuanto a abuso de la civilización, que exige a los hombres esquilmar el medio en el que viven: invadir y agotar cualquier lugar al que tenga acceso. La primera acepción tiene que ver con el mito europeo y literario del buen salvaje (el que vive feliz debido a su completa consonancia con la naturaleza: desde las criaturas infantiles de Rousseau a los felices habitantes de la selva, Tarzán y los pigmeos incluidos), con el cuento del bárbaro pacífico y con la absurda creencia, casi general por otro lado, divulgada por los documentales etnográficos más dogmáticos del National Geografic, de que cualquier aborigen, por el mero hecho de estar más o menos próximo al paleolítico, es siempre respetuoso y transigente con el medio. La segunda acepción, la del expolio y extinción de cualquier reducto explotable de naturaleza, es un dato estadístico: es la amenaza del avance inexorable hacia una forma, aún desconocida y terrible, de barbarie totalitaria. Mediante la construcción de la cabaña o de la central nuclear, desde que Adán cortó la primera rama o exigió la suficiencia energética, la arquitectura tiene algo que ver con estas ideas bárbaras de la virginidad, o con estas ideas virginales de la barbarie.

113 VIRGINIDAD, ECOLOGÍA Y ARQUITECTURA

La arquitectura, desde el entendimiento de las más restrictivas concepciones ecológicas, sería un agente más de la bárbara destrucción de la virginidad del medio, un principio de su contaminación; y es esa pureza original lo que la ecología adolescente y primaria, casi religiosamente, pretende preservar: convertir en una reserva teórica de lo natural. Hoy, cuando ya se ha asumido que hasta el paisaje es siempre una construcción humana, la virginidad de la naturaleza es, como ya la experiencia y todas las expediciones científicas han comprobado, un mito: no hay ningún lugar sobre la tierra que no esté de algún modo contagiado, que no haya sido tocado por el hombre o sus productos, que no haya sido de alguna forma alterado a consecuencia de una acción humana, por remoto que esté el lugar donde se haya producido: no existen ni la selva prístina ni el glaciar inmaculado: no hay naturaleza virgen fuera de la que se inventan los sueños idílicos. La arquitectura ya no trasforma a la naturaleza, sino a la naturaleza transformada: ya «arquitecturada» (si es que el verbo «arquitecturar», una vez empleado por Vargas Llosa en Los cuadernos de don Rigoberto, es de curso legal). Todas sus intervenciones son de reforma, de recam246


bio, de rehabilitación, de remozo, de reciclaje, de reutilización, de restauración: de retransformación. Como ya todo lo terrestre ha sido alterado, cambiada en algo la corteza arquitectónica del planeta, desde el subsuelo hasta la atmósfera, todas y cada una de sus capas de hojaldre, algún componente o alguna de sus características, la arquitectura ya no puede ser para la naturaleza algo extraño, ajeno, exótico: bárbaro. La arquitectura es ya en la naturaleza, para el hombre, algo tan aparentemente natural como un árbol: algo que ha sido allí sembrado, allí puesto, allí enraizado, allí construido por el hombre. No es que la arquitectura se haya naturalizado: es que la naturaleza se ha desnaturalizado; ha sido «arquitecturada». Y lo ha sido, al menos, en una doble dirección: mediante suplantación de la naturaleza por ficciones de naturaleza y mediante la confusión e hibridación de las cosas naturales y las artificiales. En la primera inversión del concepto de naturaleza ha participado, activa e inconscientemente, la conciencia ecológica mediante la promoción de reductos, de reservas de naturaleza: de islas descontextualizadas, roturas de la imprescindible continuidad del medio. Por ello el hombre ecológico, que ya, debido a la publicidad y a la insistencia, tiene mala conciencia de sus propios actos contra la naturaleza y que reniega de los atropellos realizados por sus semejantes con y en ella, necesita para redimirse, para perdonarse a sí mismo su pecado, la resurrección de la virginidad natural, o algo que la sustituya y lo consuele. Así, el jardín botánico y el zoológico contemporáneo, o el parque natural y la reserva natural, o el huerto cercado y el acuario, todos ellos artificios, construcciones enteramente humanas para aliviar la conciencia delincuente y alimentar la economía, son comercializados como reductos de la virginidad, como paraísos accesibles en los que la naturaleza, en peligro de extinción, ha sido atrapada y preservada. Si a falta de panes buenas son las tortas, a falta de selva, dice el ecólogo torpe, bueno es un parque metropolitano, o una maceta. El éxito de la ecología mediática y de sus sucedáneos terminológicos (como biodiversidad o sostenibilidad natural), una vez consumida y agotada esa palabra ya vieja, ha contaminado, incluso, algunas ideas religiosas. Ha llegado hasta las últimas versiones de la Biblia, de modo que los exégetas y los anotadores del libro no sólo la aproximan a ese sentir ecológico de la civilización sino que la hacen propietaria de la idea. Las últimas traducciones y anotaciones de la Biblia de Jerusalén dicen la que la ecología estaba ya presente en la mente del Creador, al menos, desde el quinto día de la creación, cuando le dio forma a los seres humanos y les dijo, entre otras cosas, que se alimentaran de plantas, como el resto de los animales terrestres, de las aves y de los reptiles. Exclusivamente de plantas: “a todo ser animado de vida le doy hierba verde como alimento”, dice el versículo treinta del capítulo uno Génesis. Según los comentaristas es en los versículos 28, 29 y 30 de este capítulo donde está el alegato divino a favor de la ecología, en contra del uso abusivo de la naturaleza. El capítulo siguiente trata de los acontecimientos que sucedieron en ese jardín o en ese huerto, en esa naturaleza ordenada que es el Paraíso en el que Yahvé, porque aún no había torres, los encerró. Es la torre la arquitectura que sucede al paraíso: es la erección la que sucede a la extensión. La segunda inversión del concepto de naturaleza, de la confusión de la naturaleza, tiene 247


Ramón Pico Valimaña y Javier López Senda del pinar de la Algaida, 2003 Puerto de Santa María Cádiz

directamente que ver con los ojos de la niña llamada Benedictine en Carta breve para un largo adiós, de Peter Handke, esa que no era capaz de diferenciar, en cuanto a su origen y desarrollo, un árbol de una farola: ella siempre los había percibido a ambos como dos entidades iguales, de la misma manera ordenadas, dispuestas, construidas, útiles cada una para una cosa, a la par artificiales, sustituibles, insensatas. Esta confusión, que es heredera de la ignorancia, como también apunta el escritor austriaco, está relacionada con incapacidad de leer la naturaleza: “Volví entonces al hotel y leí aún cómo Enrique el Verde empezó a dibujar del natural, buscando sólo, sin embargo, lo raro y misterioso. Al añadir a sus dibujos troncos de sauces desgajados y espectros de piedra quería superar a la Naturaleza y hacerse a sí mismo más interesante como observador. Inventó árboles y rocas de expresiones fantásticas y dibujó como comparsas figuras extrañas y harapientas, porque sabía tan poco de sí mismo que la Naturaleza, tal como se le aparecía, no le decía nada”. ¿Sabe leer la arquitectura la naturaleza? ¿Debe leerla, acaso interpretarla? ¿Sólo el análisis del territorio, sólo la insuficiente información del paisaje? ¿Lee convenientemente la arquitectura contemporánea la naturaleza arquitecturada? ¿Es la obra de Work System resultado, consecuencia, de esta lectura? ¿Es su Complejo de Investigaciones Agrarias-Ambientales-Neurocientíficas de Salamanca reescritura de la lectura de la naturaleza de esa ciudad? ¿Lo es en la misma medida o en el mismo sentido que sí lo es la Senda del pinar de la Algaida en el Puerto de Santa María de Ramón Pico y Javier López, en Cádiz?

114 VIRGINIDAD, CORRUPCIÓN Y ARQUITECTURA

Para la arquitectura, no hay más virginidad natural que la que se esconde en la memoria fabulosa del Paraíso: en ese tiempo y en ese lugar en los que no era necesaria la intervención traumática de la arquitectura. Y es precisamente de la idea y de la invención del paraíso, de ese lugar ajeno a la mancha, previo a lo inmundo, de donde surge la noción antropológica de la virginidad. Semánticamente lo inmundo es lo contrario al mundo: etimológicamente «mundo» significa limpio. Lo inmundo es lo desordenado y lo sucio; lo que no está, como al principio, claro y sin mancha: o, dicho de otro modo, lo que es corruptible, putrescible, enfermizo, morboso, mortal; 248


lo que tiende a la descomposición, lo abocado a degradación y a la disgregación. El deseo de virginidad preservó, por ejemplo y en cierto sentido, según Georges Bataille, a nuestra especie del canibalismo: evitó que entre los miembros de una misma especie se devoraran sus cadáveres y, con ello, se limitó el consumo de la podredumbre, la alimentación a base de residuos; se evitó que por ingestión se trasmitieran entre congéneres las enfermedades por las que fenecían; y fue a causa de esta prevención, de este temor aún no racionalizado, por lo que se realizaron y promovieron los enterramientos de los cuerpos muertos. Después de la prohibición y el tabú de tocar los cadáveres, de su exclusión por medio de la arquitectura, vino la virginidad como aspiración a conservar ese estado de inmadurez, esa condición asexual en el que la corrupción de la carne parece que aún no ha comenzado; en el que la descomposición no ha intervenido, en el que la deformación no ha sucedido. Contemplando la corrupción de un cadáver surgió, tal vez, la admiración y el deseo de permanencia en el estado contrario y entonces alguien, ajeno a la noción de enfermedad, pensó que la virginidad era un buen conservante. Pero corrupción, descomposición, deformación y transformación, son exigencias de cualquier acto creativo, de toda obra humana, de la melancolía saturnal que la promueve. La virginidad es, en este sentido conservacionista, todavía no ideológico ni moral, la apatía, la inactividad, la indolencia, la desidia, la renuncia a la creación. La virginidad, en cuanto a incorrupción y a perfección, es, por tanto, un asunto estético en el que sólo participa la naturaleza, en el que no puede intervenir la especie más que desde la contención. Es un concepto de la estética en cuanto a que la virgen o el virgen es un objeto de contemplación, sin utilidad práctica, al que no se le exige eficacia. No pocas vírgenes del santoral son vírgenes precisamente por una cuestión estética: para poder manifestarse formalmente perfectas, sin mancha y sin deformación, sin la hinchazón ventral del embarazo, como casi siempre sucede con Vesta o con la difícil virgen cristiana que es, por antonomasia, María de Nazaret. Porque es el tema de la procreación, el de la evidencia de la preñez, uno de los trasuntos de la virginidad, y el motivo que la ha vinculado a lo femenino. ¿Por qué tenía que ser virgen Bárbara? ¿Acaso no podía haber sido igualmente santa si hubiera usado a su antojo sus genitales? ¿No es suficiente para las santas con sus martirios atroces? ¿Hay alguna a la que el santoral no la haya privado del sexo? ¿Hay alguna que a la que no le hayan exigido tener problemas sexuales por inhibición? Hay en la actualidad una cierta idea de arquitectura que no está muy distante de esta versión estética de la virginidad, aunque en todo ajena a la antropología. Esta idea está íntimamente relacionada con la noción de museo y con la perversión de algunos preceptos patrimoniales; es decir, que hay quien opina que una parte de la producción arquitectónica debiera aspirar a la virginidad, o habría que imponérsela, que exigírsela como si fuera una clase sacerdotal. Estos ejemplares vírgenes serían los modelos, las obras que servirían de imitación: conformarían el santoral de la arquitectura. Los altares en los que serían expuestos para ejemplo de los feligreses no pueden ser otros que los museos: los lugares acotados donde actúan las musas inspirando, alentando al espectador. Y a falta de museos tridimensionales, los devotos de esta virginidad se 249


Alberto Durero Ascensión de santa María Magdalena (Historia de los santos) h.1503-08

José de Ribera Magdalena meditando entre 1618-1621 Museo di Capodimonte Nápoles

conforman con los catálogos museográficos. Santa Bárbara podría ser un buen modelo de peana, de expositor, de porta estandarte de esa arquitectura virginal e inhumana, de la inflación de maquetas de la contemporaneidad, que algún día habrá que sacar de los armarios, que están a punto de reventar; que pronto, si es que entonces caben en el mundo, como ya han empezado a hacer el MOMA y otras instituciones de la periferia, habrá que enseñar. O que destruir. Quizá que aniquilar antes de que la arquitectura quede completamente reducida a maqueta, a modelo a escala, a juguete, a símbolo, a la alegoría que sujeta santa Bárbara. El vaso con los ungüentos, el tarro de las esencias, el recipiente que María Magdalena lleva cuando va al encuentro de Jesús para acariciarle los pies, a veces parece una torre. La Magdalena, a la que algunos han pintado completamente desnuda y santa (Durero, Ascensión de santa María Magdalena) y muchos con un pecho al descubierto (Bartholomeus Sprenger, María Magdalena, Biblioteca Nacional de París), cuando va completamente vestida y transporta en sus manos el depósito de las caricias, en ocasiones, se confunde con santa Bárbara transportando bien su portaviático gótico o su torre menuda. Un modo de diferenciarlas es fijarse en el color, el rizo y la longitud de su cabellera: si es larga, ensortijada y rubia, es María de Magdala dispuesta a usar su melena como toalla para unos pies (José Ribera, Magdalena en lágrimas, Museo Nacional del Prado, Madrid; Magdalena meditando, Museo di Capodimonte, Nápoles). Aunque a María Magdalena es más frecuente encontrársela enajenada sujetando, contemplando sobre una mesa, como si fuera un edificio, una calavera; es decir, extraviada frente al cráneo de la arquitectura.

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115 VIRGINIDAD, CASTIDAD Y ARQUITECTURA

La castidad y la virginidad son dos propuestas, dos objetivos políticos de san Pablo para la iglesia que estaba creando: él fue el impulsor y la autoridad teologal en estos asuntos enteramente humanos: útiles para gestionar la vida ajena. Heredera de los dudosos Praexis Paulu (Hechos de Pablo) del siglo III es De Virginibus, el manifiesto de san Ambrosio (340-397) en el que defiende la exigencia de la virginidad femenina y la imposición de la castidad masculina al sacerdocio; Ambrosio, ilusamente inspirado por el comportamiento de la abeja, fue el más enérgico y el primer propagandista de la virginidad. Alentados por la intransigencia de sus postulados y en la imposibilidad humana de cumplir sus leyes sobre la integridad del cuerpo, los poetas se inventaron no pocos martirios literarios. San Jerónimo y sus colaboradores después, en el siglo V, con su particular traducción al latín común de la Biblia Hebrea (sólo algunos libros del antiguo testamento) y de la Biblia Griega (sólo algunos libros del nuevo testamento), con su Vulgata (por ser una versión popular: para el pueblo), tuvieron no poca influencia en la conformación de la idea cristiana de virginidad aún vigente en parte de la parroquia. El nombre propio María, antes de dárselo a la virgen de Nazaret, fue un adjetivo hebreo que significaba «hermosa»; es decir, gruesa, oronda, ubérrima, fecunda y abundante, o «bella» según el ideal de belleza oriental, de acuerdo al canon judío. El nombre hebreo Miriam (Mariam), María en latín, antes de María de Nazaret sólo lo tuvo como nombre propio una hermana de Moisés; tal vez por esta alusión a la belleza de la carne generosa el ángel de la Anunciación se atrevió a llamar agraciada, piropeándola, a la adolescente aún virgen que quizá era María. María, en principio, contradiciendo lo que luego vino a significar, es la núbil y madura, la fértil y la procreadora, como las Venus paleolíticas; es, como la ninfa etimológica, «la novia». Sin embargo, por tener que evidenciar su virginidad y perfección, como todas las diosas mitológicas que confluyen en ella, aunque madre, a menudo se evitó representarla encinta: salvo en los modelos bizantinos y medievales, se eludió mostrarla soportando algún tipo de deformación corporal o de descomposición (ni siquiera se le permitió la degeneración carnal de los cadáveres, porque la posteridad, impulsada por la Leyenda dorada, imaginó su dormición y asunción a los cielos para evitarlo). La iconografía de María embarazada es mayoritariamente de origen ibérico y surge, o da origen, pues no está claro el orden, a la festividad de la Expectación, que se celebra ocho días antes de la Navidad, y que conmemora la espera del parto, la expectación ante la inminencia del alumbramiento. Esta advocación es la misma que la de algunas vírgenes (gozosas, no dolorosas) de la esperanza y las vírgenes de la cinta (o encinta), así como de Nuestra Señora de la O, porque la grafía de esa vocal recuerda la forma abombada del vientre grávido, el perfil y el ovoide de la matriz ocupada. San Basilio, muy preocupado por la capacidad uterina de María, dijo que el tamaño del vientre de la virgen, que la amplitud pélvica que debía tener su seno en las imágenes, debiera ser suficiente para contener a Cristo encarnado. La virgen de vientre ancho dio origen en la iconografía bizantina a la tipología conocida como «Panagia Platytera»: la virgen que llevaba dentro al 251


salvador, que tenía que ser un gigante. El vientre puede ser ancho, amplio visto de frente, pero difícilmente inflado, para distinguirlo del vientre pecaminoso e infecto de la Eva modélica que propuso la estética de la Edad Media. No hay santas embarazadas que hayan figurado en el santoral: es incompatible estar embarazada y alcanzar la santidad porque lo prohíbe el Pentateuco con su legislación judaica sobre la impureza, que afecta a todo el ciclo femenino de la procreación, desde la menstruación anodina hasta la doble cuarentena después del parto. Hay alguna excepción, auspiciadas por María, de madres que han llegado a la eternidad, a ser santas después de parir (que han recuperado por concesión divina, se dice, una virginidad espiritual: que han olvidado los placeres pecaminosos del contacto carnal); hay santas que son madres de santos (santa Elena y san Constantino); hay madres que han tenido que morir antes del parto para que sus hijos fueran santos (san Ramón Nonato), pero no hay santas preñadas, grávidas, ocupadas. La virginidad es en el santoral una renuncia a la creación: un tipo de mutilación, de extirpación, de castración. No es, como el incauto pudiera creer, una elección esta virginidad cautiva sino una obligación impuesta por los mismos que exigieron el voto de castidad, por los mismos sacerdotes masculinos que privaron a las santas de su cuerpo, por aquellos que hicieron de la carne femenina el territorio del martirio, de la carnicería y la carnaza. La noción religiosa de virginidad no siempre estuvo condicionada por la impenetrabilidad, ni por la inaccesibilidad ni por la intangibilidad. El concepto occidental más antiguo, el derivado de «parthenos» no depende la integridad física: la «parthenos» griega no perdía su condición de virgen (su «parthenia») al mantener relaciones sexuales, siempre que las mantuviera en secreto, “algo que era posible porque la definición de «parthenia» no dependía de su condición genital” dice J. M. Coetzee en Costas extrañas. Incluso las diosas vírgenes por excelencia, como la «parthenos» ejemplar y modélica que era Afrodita, aunque tuviera numerosos y rijosos amantes, permanecía siempre virgen; y, en cualquier caso, añade Coetzee, “en el pensamiento mítico griego –por nombrar sólo un ejemplo- la pérdida de la virginidad no es final ni irreversible”. La virginidad griega, el límite rompible y restituible, que puede ser desgarrado y de nuevo construido, es perfectamente compatible con la idea de arquitectura. La vieja versión griega de la virginidad hace factible la arquitectura que es virgen y, no obstante, penetrable, accesible y tangible; esa que tiene orificios por los que traficar con la realidad, agujeros por los que atravesar, grietas por las que alimentar y excretar, conductos fecundos por los que transformar. Es, en este sentido, sorprendente que sea precisamente la virginidad cristiana, dogmática y contrarreformista, aquella que estuvo a punto de traumatizar la imaginación de los artistas, a un paso de ser asfixiada por el código y la regla, la que al final, adobada con la destrucción inherente al martirio, haya patrocinado a la arquitectura. Gracias a que los artistas nunca renunciaron a la tentación de la carne, tal vez a su manifestación expresa pero no a su pensamiento, a que le dieron apariencia humana a la virginidad, pudieron hacerla compatible con la arquitectura a través de santa Bárbara. Tal vez santa Bárbara no necesitaba ese atributo, o esa merma, para haber sido un talismán de la arquitectura (una imagen que otorga la salud; una imagen que, por ser mágica, puede curar). Tal vez santa Bárbara fue para la arquitectura, en un momento ya olvidado, sólo un 252


Héctor Parra Aguado Casa para santa Bárbara, 2006

ídolo, una herramienta, una esperanza. En cualquier caso, soltera o casada, turca o argelina, nadadora en su piscina o explosiva en su cenobio, caminante o sedentaria, degollada o decapitada, virgen o no, aunque siempre mártir, santa Bárbara es una fantasía útil para la arquitectura. Su abandono es la renuncia a una posibilidad lingüística de la arquitectura: a un verbo y a una figura tal vez necesarias para combatir la apatía, la anorexia, la dejadez, la flaccidez, la imbecilidad, la incuria, la leticia boba y la acedía de la que están viciadas no pocas de la últimas arquitecturas. Repudiarla es despreciar un utensilio, un arma quirúrgica para manipular la realidad y cambiarle la apariencia. Renunciar a ella es prescindir de cierta posibilidad literaria, de alguna capacidad metafórica de la arquitectura. La renuncia a lo que ella significa, a lo que simboliza, a lo que contiene, es, al fin y al cabo, la renuncia a la poética.

116 TORRES DE SANGRE Y TIGRES TRANSPARENTES

“Yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo… Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente. Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo -y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que solo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres” dijo, escribió Jorge Luis Borges en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, de «El jardín de los senderos que se bifurcan» del año 1941, que luego constituyó la parte inicial de Ficciones. 253


ÚLTIMA PLEGARIA

Hubo una; otras la siguieron; habrá muchas más. Otro padre volverá a encerrar a su hija en una torre expresamente construida para servir de prisión, o de domicilio, o de prostíbulo, o de tabernáculo, o de arca, o de sagrario, y al final acabará degollándola impunemente. Alguien querrá enclaustrar a otra doncella en el ático de una atalaya desde la que se domina el mundo y le ofrecerá ese escenario a cambio de su completa entrega y su exclusividad. Alguien empujará a una novia hasta la puerta de un faro extremo y la invitará a entrar, y si se niega a penetrar la amenazará con la fusta y su violencia. Alguien continuará la colección de vírgenes impúberes que empezó en el siglo III hasta saturar el catálogo. Alguien perseguirá a una adolescente por el campo, corriendo ladera arriba, y cuando llegue a la cima la sacrificará sin levantar siquiera un altar. Alguien hará que una mujer soporte en su regazo la arquitectura, que resista con sus manos pueriles la gravedad de la arquitectura más áspera. Alguien, algún cazador trepará a la montaña buscando con su teleobjetivo una gacela mística, una muchacha párvula a la que domesticar. Otro verdugo querrá escindirle a otra ninfa los pechos sin aplicarle anestesia, y no habrá cerca un auxiliar que los deposite boca abajo en una bandeja de plata. Otro juez la habrá acusado previamente de desobediencia, de laxitud, de lujuria, de obscenidad, de belleza. Otro dios, cuando la paseen completamente desnuda por la calle, se apresurará a iluminarla desde arriba con su luz cegadora, o a taparle el sexo despierto con un velo, pero no bajará ni a cerrarle las heridas ni a liberarla de su yugo. Otro padre se prestará a decapitar a su hija y a permitir que su cabeza se extravíe en la infamia del olvido. Otras tres iglesias se disputarán con las armas las reliquias de una virgen literaria, un trozo de su mandíbula, una hebra de su cabello, una gota de la leche que se derramó de su seno cuando la estaban desollando. Otras tres ciudades dirán que son la patria de la virtud y edificarán tres catedrales con tres campanarios cada una. Otros tres santos varones, tres doctores melifluos de la iglesia, tres autoridades eclesiásticas ilesas, alabarán la castidad y justificarán la tortura. Tres cardenales autorizarán la beatificación de la mujer supliciada en la plaza pública, la mujer desmembrada, la mujer descuartizada a la que, sujetándola de las caderas, protegidos con guantes cárdenos de terciopelo, conteniendo la excitación de los genitales, subirán a los altares. Una torre emergerá del fondo del mundo como un clavo inverso, agudo y decapitado. Una torre crecerá impávida y unánime al final del valle 254


atragantándolo. Una torre encarnizada se incorporá y se interpondrá entre nosotros. Una torre despuntará amenazadora, como seguro que se va a desperezar el último día. Henchida de sangre, fecundándolo, se ensartará una torre en el ojal del cielo. Pletórica, rígida y fiel a sus principios, una torre ascenderá al infierno en cuerpo y alma y allí hará palanca hasta desquiciarlo. Un ferrallista se acordará del día de su primera comunión cuando el encofrado se desplome bajo sus pies y se precipite directo hacia las armaduras en punta. Un cantero, mirando la mujer desnuda del último calendario Pirelli colgado en su taller, invocará a su santa patrona para que dirija su cincel y aliente su martillo. Un arquitecto fijará con ce(l)lo en la pared del estudio, o pondrá en la pantalla parpadeante del monitor, una reproducción del ala derecha de un tríptico de Hans Memling, o de Lucas Cranach, o de Jan van Eyck. O tal vez es el ferrallista quien ha ido en peregrinación hasta Brujas (“donde la niebla fluctúa entre las torres como el incienso con que sueña”) buscando la pintura flamenca y es el urbanista, sin embargo, quien se clava una barra oxidada de acero corrugado en el plexo inguinal. O es un albañil cualquiera, el más triste de la obra, quien busca su consuelo, quien pretende su contacto, quien quiere meterse en sus ojos, quien se ampara en su sombra acogedora de obrera de la construcción. O tal vez será en la corporación de los carniceros donde únicamente, a partir de ahora, se adore a esa diosa del alba de la que se apropiaron los artificieros. O será el gremio de los sepultureros, ya sus afiliados sin apenas trabajo debido al éxito de los crematorios, quien la secuestre y la sepulte en una cripta profundísima. O el sindicato de los fabricantes de brochas, todos ellos también abocados al paro. Y volverá Bárbara a la tierra a pedirle explicaciones al cadáver de su asesino, y meterá su dedo índice y su dedo corazón por las dos cuencas de su calavera huera. Y regresará a visitarnos y llamará a nuestra puerta cerrada con siete candados. Y vendrá a cumplir su venganza. Y bajará de los retablos a inspeccionar la seguridad en las obras y redactará un acta definitiva. Y descenderá de las alturas y se posará en el suelo para comprobar su resistencia y analizar la topografía y contemplar lo que la rodea. Y quizá llore entonces por primera vez. Y examinará las escuelas de arquitectura y los colegios profesionales, y tal vez expulsará a los comerciantes del templo y exigirá silencio en su casa y que se apague la luz. Y no levantará nunca la voz ni acelerará su paso. Y quizá no quiera penetrar en la ciudad porque todavía prefiera el suburbio y la extravagancia y la parte de fuera de cualquier verdad y, entre todas las líneas, la vaga línea del horizonte. Y quizá no quiera entrar ni en el cuartel ni en la sacristía, ni en el juzgado ni en la penitenciaría, ni en el palacio ni en ese bloque de viviendas en el que vivir fatiga tanto. Y saldrá de su urna y se quedará entre los desvalidos y les dará de su pecho a los hambrientos, a los desnutridos y a los artistas melancólicos. Y seguirá siendo una palabra, el prefijo de una palabra incompleta. Y querremos acariciarla y verla por dentro y saborearla. Y nos acordaremos de ella en la calma y en la tormenta, en el éxtasis y en la abulia, en la destrucción y en el gozo, con el rayo que precede a la lluvia y con el trueno final que anuncia la inmediatez de la muerte. Y será dichosa la criatura que pueda ver algo de ésto y sea capaz de entenderlo antes de que todo se extinga, antes de la defunción de la honestidad de la arquitectura, antes de la abolición de las ideas que le dieron sentido y significado algún día y de la desolación absoluta. O quizá, como al poeta demente, ya sólo nos quede el inmundo comercio con la nada. 255



CATÁLOGO DE TORRES BÁRBARAS

Petrus Christus (h.1410-1475) Virgen con el niño, s. Bárbara y el monje

Anónimo Virgen entre s. Juan y s. Bárbara, s. XV

Jan van Eyck Políptico del Cordero místico, 1425-1429

Jan Van Eyck Santa Bárbara, 1437

Anónimo Torre de santa Bárbara

Stefan Lochner S. Marcos, s. Bárbara y s. Lucas, 1445

Anónimo Altar Pähler, 1410

Robert Campin Santa Bárbara, 1438

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Lucas Cranach Tríptico de la Resurrección, h.1508

Lucas Cranach Matrimonio Místico, h.1516

Hans Holbein Santa Bárbara, 1516

Hans Memling Tríptico de la Virgen, 1475

anónimo

anónimo Santa Bárbara y s. Catalina, 1485-90

pintor flamenco Santa Bárbara, 1475

Daniele Volterra Virgen, Niño, s. J. y s. Bárbara, h.1548

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Hans Memling Matrimonio místico, 1479-80

Hans Memling Altar de san Juan, 1477-79

Hans Memling Tríptico de Adrian Reins, 1480

Hans Memling Tríptico de la familia Moreel, 1484

Bernardino Luini Virgen, Niño, s. C. y s. Bárbara, XVI

Giovanni Antonio Boltraffio Santa Bárbara, 1493-99

Domenico Ghirlandaio Santa Bárbara, h.1471

Domenico Ghirlandaio Santa Bárbara, h.1473

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Maestro de Francfort Tríptico de la Virgen, h.1510-20

Anónimo Tríptico Virgen de la Rosa, siglo XV

Anónimo Tríptico s. Catalina y s. Bárbara, h.1510

Marcellus Coffemans Tríptico de la Virgen con niño, h.1555

Bartolomé Bermejo y J. de Bonilla Tabla de Santa Bárbara

Maestro del Manzanillo Reyes Católicos, s E., s. Bárbara, f. XV

Hernando de Esturmio S. Catalina y santa Bárbara, h.1553-55

Anónimo valenciano Altar de Santa Bárbara, 1590

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RELACIÓN DE TEXTOS CITADOS

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INVENTARIO DE ILUSTRACIONES Y CRÉDITOS FOTOGRÁFICOS Salvo excepciones, todas las imágenes reproducidas en Bárbara arquitectura bárbara, virgen y mártir son fragmentos del original, aunque a algunas de ellas sólo les falten milímetros por algunos de sus bordes; cuando la imagen es tan parcial que adquiere el carácter de detalle, de ese modo se denomina. El © de las reproducciones de obras artísticas corresponde en cada caso a las instituciones museográficas, públicas o privadas, o a los particulares a las que pertenecen; El © de las reproducciones fotográficas corresponde en cada caso a los fotógrafos reseñados. Las ilustraciones están numéricamente referidas al capítulo con el que se relacionan.

1 Formalhaut, Kuhprojekt, Vogelsberg, Hessen, 1986. © Quaderns nº 176, p.68. 3 Le Corbusier, Palacio en Ahmadabad, Gujerat, India, 1954. © Fundación LC (Le corbusier. La planète comme chantier, p.149). 4 Rem Koolhaas (OMA), Seattle Central Library, 2004, Seattle, EEUU. © Chistiam Richters. Herzog y de Meuron, Biblioteca Universitaria, 2004, Cottbus, Alemania. © Erica Overmer. 5 Adalberto Libera y Curzio Malaparte, casa Curz io Malaparte, 1938-43, Punta Massullo, Capri, Italia. 6 Giovanni Antonio Boltraffio, Santa Bárbara, 1493-99, Gemäldegalerie-Staatliche Museen, Berlín. 8 Georges de La Tour, Santo Tomás apóstol,1625-30, Museé du Louvre, París. Ludovico Mazzolino, Incredulidad de santo Tomás, h.1522, Galleria Borghese, Roma. Nicolás Maes, Santo Tomás apóstol, 1656, Gemäldegalerie-Staatliche Museen, Kassel. 9 Le Corbusier pintando desnudo un fresco en la casa de Jean Baldovici mientras enseña la herida en la pierna causada por la hélice de un barco en 1938. © Fundación LC (Le corbusier. La planète comme chantier). 10 Maestro del Manzanillo, Los Reyes Católicos con santa Elena y santa Bárbara, finales del XV, Museo Fundación Lázaro Galdiano, Madrid. Hans Memling, Altar de san Juan, 147779, detalle, Memlingmuseum, SaintJanshospitaal, Brujas. 12 Pintor flamenco, Santa Bárbara, 1475, Metropolitan Museum of Art, Nueva York. Anónimo (maestro de Housebook), Santa Bárbara y santa Catalina, 1485-90, Rijksmuseum, Amsterdam. 13 Lorenzo Lotto, Martirio de santa Bárbara, 1524, Oratorio Suardi, Trescore. 14 Hans Memling, santa Bárbara, detalle de la tabla central del Tríptico de la Virgen, 1475, National Gallery, Londres. 15 Hans Memling, Tríptico de Adrian Reins, 1480, Memlingmuseum, Saint-Janshospitaal, Brujas. 16 Hans Memling, Tríptico de la Virgen, 1475, National Gallery, Londres. 17 Anónimo, Traslación de la Cartuja de Santa

María de las Cuevas, primera mitad XVII, Colección Carlos Pikman, Sevilla. Juan Mendez, Fundación de la Cartuja de Santa María de las Cuevas, 1629, Biblioteca Nacional, Madrid 18 Bernardino Luini, Virgen con el Niño, santa Catalina y santa Bárbara, principios del XVI, Szépmüvészeti Múzeun, Budapest. 19 Robert Campin, Santa Bárbara, 1438, Museo Nacional del Prado, Madrid. 20 Anónimo , Santa Bárbara, siglo XIV, Breviario de Martín de Aragón, Biblithéque Nacionale de France, París. 21 Hernando de Esturmio, Santa Catalina y santa Bárbara, h.1553-55, banco del Retablo de los Evangelistas, Catedral de Sevilla, Sevilla. 22 Albrecht Altdorfer, Lot y sus hijas, 1537, Kunsthistorisches Museum, Viena. 23 Peter Brueghel, Detalle de El calvario de Cristo, 1564, Kunsthistorisches Museum, Viena. Gustav Klimt, Dánae, 1907-1908, Colección privada, Graz. 24 Francisco de Goya, Santa Justa y santa Rufina, 1817, Capilla de los Cálices, Catedral de Sevilla, Sevilla. H. de Esturmio, Santa Justa y santa Rufina, 1553-55, banco del Retablo de los Evangelistas, Catedral de Sevilla, Sevilla. Miguel Esquivel, Santa Justa y santa Rufina, 1620, Capilla de Santa Bárbara, Catedral de Sevilla, Sevilla. Esteban Murillo, Santa Justa y santa Rufina, 1675, Museo de Bellas Artes, Sevilla. 27 Masaccio, San Jerónimo con san Juan Bautista, 1428, National Gallery, Londres. Antonio Vivarini, San Jerónimo con san Gregorio, 1446, Galleríe dell’Accademia, Venecia. Carlo Crivelli, San Jerónimo con san Agustín, 1490, Galleríe dell’Accademia, Venecia. 28 Luis Buñuel, fotograma de Simón de Desierto, 1964. Leni Riefenstahl, Olimpia (salto de trampilín). © Archives L. Riefenstahl. 29 Anónimo italiano, San Marino y santa Águeda, siglo XIX. Johann Gregor van der Schardt, Flora,

1570, Kuntshistorisches Museum, Viena. 30 Alberto Durero, San Sebaldo (o san Sinibaldo), 1518. Philip Johnson en portada de la revista Times del 8.1.1976 Mies van der Rohe con Philip Johnson ante una maqueta de bronce del Seagram Building, Nueva York, 11-5-1955. © Irwing Penn (Mies in America, p.390). Adolf Hitler observando atentamente la maqueta del Pabellón de Alemania para la Exposición Universal de París de 1937. Mies observando atentamente la maqueta de su Casa Farnsworth en 1947. © William Lefwich (Mies in America, p.340). 32 Adolf Hitler en París con el arquitecto Albert Speer el 23 de junio de 1940. Carlo Mollino, frgmento de una fotografia sin título, Turín, 1960. Marcel Duchamp jugando al ajedrez con Eve Babitz encapuchada en presencia de su Gran vidrio, Pasadena, 1963. © Julian Wasser. Marcel Duchamp al lado de la primera versión de su Byciclo, 1913. Alvaro Siza, Viviendas Schlesisches Tor, 1982-90, Kreuberg, Berlín. © Hizao Suzuki, El croquis 68/69+95. Alvaro Siza, Rectorado de la Universidad de Alicante, 1995-1998, Alicante J. J. P. Bañón, Lámpara San Diego de Tíjola, 1996, Colección Particular, Sevilla. © J. Granada. 33 Hans Memling, Tríptico de la familia Moreel, 1484, Groeninge Museum, Brujas. 34 Hans Memling, santa Bárbara, detalle del Matrimonio místico de Santa Catalina en presencia de santa Bárbara, 1479-80, Metropolitan Museum of Art, Nueva York. Hans Memling, Tríptico de la familia Moreel, 1484, detalle del ala derecha, Groeninge Museum, Brujas. 35 Pablo Picasso, Minotauro moribundo y mujer piadosa (Aguafuerte 90 de la Suite Vollard ), 30 de mayo de 1933, París. 36 Sebastião Salgado, Peregrinación al monasterio de Monte Santo, Bahía, 1982. © S. Salgado. 37 Hernando de Esturmio, santa Bárbara, detalle de Santa Catalina y santa Bárbara h.1553-55, banco del Retablo de los Evangelistas, Catedral de Sevilla, Sevilla. 38 Sebastião Salgado, Comercio de las cosas

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de la muerte y de las cosas de la vida, Piauí, 1983.© S. Salgado. 41 Mies van der Rohe en 1956 en el interior del IIT Architecture and Institute of Desing Building, © Hedrich-Blessing (Mies in America, p.453). Leni Riefenstahl, Olimpia. © Archives L. Riefenstahl. 42 Leni Riefenstahl en las montañas. © Archives L. Riefenstahl. 43 Anónimo, La torre de Babel, finales del XV, Miniatura del Breviario Gremiani, Biblioteca Marcia, Venecia. Pintor flamenco, La torre de Babel, 1587, Kurpfälzisches Museum, Heildeberg. 44 Pintor flamenco, detalle de La torre de Babel, finales del XVI, Museo Nacional del Prado, Madrid. Pintor flamenco, La torre de Babel, finales del XVI, Pinacoteca Nacionale, Siena. 45 Marcellus Coffemans, santa Bárbara, detalle del ala derecha del Tríptico de la Virgen con niño, h.1555, Museo de Asturias, Oviedo. Roger van der Weyden, La virgen y el Niño, h.1440, Museo Nacional del Prado, Madrid. 46 Vittore Carpaccio, La Virgen con el Niño, santa Cecilia y santa Bárbara, h.1500, Colección privada. Alvaro Siza, Campanario de la Iglesia de Marco de Canavezes, 1990-97. © Hizao Suzuki, El croquis 68/69+95. 47 Hans Burgkmair, Santa Bárbara, principios XVI, Bode Museum, Berlín Maestro de Francfort, santa Bárbara, detalle del ala derecha del Tríptico de la Virgen, h.1510-20, Santuario de santa María la Antigua, Orduña, Vizcaya. 48 Anónimo, Santa Bárbara, 1672, Iglesia de Notre-Dame, La Guierche. Volumetría de Lara Croft en Tomb Raider. 49 Lucas Cranach, Matrimonio Místico de santa Catalina en presencia de santa Dorotea, santa Mar garita y santa Bárbara, h.1516, Szépmüvészeti Múzeun, Budapest. Lucas Cranach, Santa Catalina y santa Bárbara, Museo Mayer van den Berg, Amberes. 51 Mies van der Rohe, La casa Farnsworth, Illinois, en abril de 1952. © Werner Blaser (Mies in America, p.346). 52 Stefan Lochner, Fragmento de San Marcos, santa Bárbara y san Lucas, 1445-50, Wallrat-Richartz Museum, Colonia. 53 Anónimo, Santa Bárbara, 1775. 54 Suplicio de Fu Tchu Ki, ajusticiado el

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10 de abril de 1905 mediante el método «leng-tch’é» en la plaza Ta-Tché-Ko, publicada inicialmente por Louis Carpeaux (París, 1913) y Georges Dumas (París, 1923) y difundida por Georges Bataille en Las lágrimas de Eros (París, 1961). 55 Rem Koolhaas, Casa de la música, 2005, Oporto. © OMA. 56 Ludwig Wittgenstein, Casa en Kundmanngasse número 19 en 1967 en Viena, 1926-28. Jan Stephen van Calcar, ilustración De humani corporis fabrica (1543) de Andries van Wesel 57 Matthias Grünewald, Altar Isenheim, 1515, detalle de la mano del Cristo, Museo Unterlinden, Colmar. 58 Jan van Eyck, Políptico del Cordero místico, detalle del grupo de vírgenes con santa Bárbara y de la ciudad posterior de la tabla central inferior (1425-1429) del Iglesia de san Bavón, Gante. 59 Anónimo, Altar Pähler, 1410, Bayerische Nationalmuseum, Munich. 60 Anónimo, santa Bárbara, detalle del Altar Pähler, 1410, Bayerische Nationalmuseum, Munich. Lucas Cranach, santa Bárbara, detalle del Tríptico de la Resurrección con santa Bárbara y santa Catalina, h.1508, Gemäldegalerie-Staatliche Museen, Kassel. Hans Memling, santa Bárbara, detalle del Tríptico de Adrian Reins, 1480, Memlingmuseum, Brujas. 61 Giorgio de Chirico, La nostalgia del infinito, 1913, MoMA, Nueva York. Giorgio de Chirico, El despertar de Ariadna, 1913, Colección privada. Giorgio de Chirico, La gran torre, 1913, Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen, Dusseldorf. 62 Frank O. Gehry, Hotel Bodegas Marqués de Riscal, 2006, Elciego, Álava, 2006. © Thomas Mayer. Frank O. Gehry, Museo Marta, Herford (Alemania), 2005. © Estudio F. Gehry. Frank O. Gehry, Stata Center, 2005, Cambridge. © Roland Halbe. Frank O. Gehry, Walt Disney Concert Hall, 2003, Los Ángeles. © FOGA. Enric Miralles y Benedetta Tagliabue, Parlamento Escocia, 2004, Edimburgo. © D. Malagamba. Enric Miralles y Benedetta Tagliabue, Mercado de santa Catalina, 2005, Barcelona.

63 Pintor flamenco, La construcción de la torre de Babel, h.1470, Museum Mauritshuis, La Haya. Anónimo, Miniatura del Libro de las horas del duque de Bedford, La torre de Babel, 14241430, British Museum, Londres. 64 Maestro de Hoogstraeten, santa Bárbara, detalle de Virgen con santa Catalina y con santa Bárbara, Gallería degli Uffizi, Florencia. Robert Campin, Santa Bárbara, 1438, detalle, Museo Nacional del Prado, Madrid. Jean Nouvel, Torre Agbar, 2005, Barcelona. © Cordon Press. Norman Foster, Torre Swiss Re, 2005, Londres. 65 Alberto Durero, San Juan devorando el libro, 1498 xilografía de la serie Apocalipsis. 66 Anónimo, La virgen entre san Juan y santa Bárbara, siglo XV, Musée du Louvre, París. 68 Matthias Grünewald, Altar Isenheim, 1515, detalle del cuerpo de Cristo, Museo Unterlinden, Colmar. 69 Carlo Scarpa, Museo cívico de Castelvecchio, 1957-1975, Verona. © Yukui Futagawa. 70 Muñeca Barbie vestida con traje de noche. 71 Rodchenko, Varvara Stepanova, 1925. En Rodchenko-Stepanova (Cat. Exp.); Fundación BSCH, Madrid, 1992. Rodchenko, Pirámide de mujeres, 1936. En Rodchenko-Stepanova (Cat. Exp.); Fundación BSCH, Madrid, 1992. 72 Rodchenko, La torre Shujov, 1929. En Rodchenko-Stepanova (Cat. Exp.); Fundación BSCH, Madrid, 1992. 73 Pintor flamenco, Tríptico de la Virgen con el niño, santa Catalina y santa Bárbara, 152025, Groeninge Museum, Brujas. 74 Maestro de Hoogstraeten, Virgen con santa Catalina y con santa Bárbara, Gallería degli Uffizi, Florencia. Maestro de Hoogstraeten (atribuido), Virgen con santa Catalina y con santa Bárbara, Kunsthistorische Museum, Viena. Pintor flamenco, Tríptico de la Virgen con el niño, santa Catalina y santa Bárbara, 152025, detalle, Groeninge Museum, Brujas. 76 Elías Parra Aguado, El rayo petrificado de santa María Magdalena, Esparragosa de la Serena, 2020. 77 Pablo Veronés, Sagrada familia con santa Bárbara y el pequeño Juan, Gallería degli Uffizi, Florencia. 79 Maestro de Paul de Löcse, Detalle del Altar de santa Bárbara, 1509, Capilla de santa Bárbara de la iglesia de santa Catlina, Banská Bystrica.


80 Giorgione, La tempestad, h.1505, Galleríe dell’Accademia, Venecia. 81 Maestro MZ, Martirio de santa Bárbara, 1501, Germanisches Nationalmuseum, Nuremberg. 82 Anónimo veneciano, h.1772, Martirio de santa Bárbara, Museo Lázaro Galdiano, Madrid. Jan Stephen van Calcar, ilustración De humani corporis fabrica (1543) de Andries van Wesel Anónimo granadino, siglo XVIII, Coronación de santa Bárbara, Museo Lázaro Galdiano, Madrid. 83 Rafael Sanzio, Los esponsales de la Virgen, 1504, detalle, Pinacoteca Brera, Milán. Atribuido a Piero della Francesca, Ciudad ideal, 1470, Galeria Nazionale delle Marche, Urbino. 84 Sandro Botticelli, El abismo del infierno, 1480-1500, Biblioteca Apostólica Vaticana, Roma. 85 Piero di Cósimo, Vulcano y Eolo maestros de la humanidad, h.1485-90, Nacional Gallery of Canadá, Ottawa. 86 Alberto Campo Baeza, Impluvium de luz o Caja General de Ahorros de Granada, 1999-200, Granada. © Hisao Suzuki. Peter Eisenman, Memorial del holocausto judío, 1995-2005, Schillerplatz, Berlín. © Andreas Altwein. 87 Anónimo, La torre de Babel, miniatura de La ciudad de Dios según san Agustín, siglo XV, Biblithéque Nacionale de France, París. Pieter Brueghel, «Gran» Torre de Babel, 1563, Kunsthistorisches Museum, Viena. Pieter Brueghel, «Pequeña» Torre de Babel, h.1563, Museum Boijmans Van Beuningen, Rótterdam. 88 Jan van Eyck, Santa Bárbara, 1437, Koninklijk Museum voor Schone Kunsten, Amberes. Petrus Christus, Virgen con el niño, santa Bárbara y el monje, Gemäldegalerie-Staatliche Museen, Berlín. 90 Domenico Ghirlandaio, Santa Bárbara, h.1473, Colección privada. Domenico Ghirlandaio, Santa Bárbara, h.1471 Iglesia de san Andrés, Cercina. 91 Maestro de Francfort, Santa Bárbara, ala derecha del Tríptico de la Virgen, h.1510/1520, Santuario de santa María la Antigua, Orduña, Vizcaya. Anónimo, Santa Bárbara, ala derecha de Tríptico con santa Catalina y santa Bárbara, h.1510/1520, Museo Cerralbo, Madrid. Anónimo, santa Bárbara, detalle del ala

derecha del Tríptico de la Virgen de la Rosa, siglo XV, Museo Provincia, Huesca. Marcellus Coffemans, santa Bárbara, detalle del ala derecha del Tríptico de la Virgen con niño, h.1555, Museo de Asturias, Oviedo. Bartolomé Bermejo y Juan de Bonilla, Tabla de Santa Bárbara, predela del retablo mayor de la iglesia parroquial de San Lorenzo, Lechón, Zaragoza. Anónimo, Tríptico de la Virgen de la Rosa, siglo XV, Museo Provincia, Huesca. Anónimo valenciano, Retablo de santa Bárbara, (h.1590-1600), Iglesia parroquial de la Asunción, Alicante. 92 Andréi Tarkovski, fotograma de la película Sacrificio (1986). 94 Vista de Nueva York, Manhattan hacia 1930. © Fundación LC (Le corbusier. La planète comme chantier, p.100). Vista de Nueva York el ocnce de septiembre de 2001. 95 Suburbios, montaña de favelas. 97 Hans Holbein «El joven», Santa Bárbara, 1516, Alte Pinakothek, Munich. S. Salgado, Yakarta, 1996. © S. Salgado 99 Dionisio González Romero, Avenida Roberto Marinho II, 2004. © D. González. 100 Zaha Hadid, Propuesta para la ordenación de Zorrozaurre, Bilbao, 2005. Zaha Hadid/Schumacher, Proyecto ganador del concurso para un puente en la Exposición Internacional Zaragoza 2008, 2005. 101 Emilio Ambasz, Casa de Retiro Espiritual, 2004, provincia de Sevilla. 102 Lucas Cranach, Salomé, h.1530, Szépmüvészeti Múzeun, Budapest. Lucas Cranach, Salomé, Bob Jones University Colection, Greenville. 103 Anónimo, Martirio de santa Bárbara, xilografía de la edición de Capcasa de la Legenda Aurea, Venecia, 1494. Pablo Veronés, Martirio de santa Juliana, h.1573, Gallería degli Uffizi, Florencia. 104 Anónimo, xilografía del Martirio de santa Águeda de la edición de Capcasa de la Legenda Aurea, Venecia, 1494. © S. Salgado, Tres pies humanos. 106 Álvaro Siza, depósito de agua en Aveiro, 1989. © (Fleck, B.; Álvaro Siza, Relógio D’Água Editores, Lisboa, 1999, p.126). © S. Salgado, Iguana marina. 107 Daniele Volterra. Virgen con el niño, san Juan y santa Bárbara, h.4548, Col. Privada. Bartolomé Bermejo, La Virgen de la leche, detalle, h.1468, Museo de B. Artes, Valencia.

108 Giovanni Bellini, Trasfiguración de Cristo, h.1455, Museo Correr, Venecia. G. L Bernini, Éxtasis de santa Teresa, 1647-52, Capilla Cornaro, Santa María de la Victoria, Roma. 109 Massacio, Expulsión de Adán y Eva del Paraíso, 1426-27, Capilla Brancacci, Santa María del Carmine, Florencia. Vramche van der Stockt, Detalle de la tabla del Paraíso, Tríptico de la redención, Museo Nacional del Prado, Madrid. 110 David Chipperfield y b720/Fermín Vázquez, Foredek, 2006, Valencia. © D. Chipperfield. 111 John Pawson, Casa Baron, 2005, Ystads Kommun, Skäne, Suecia. © Hisao Suzuki, El Croquis nº 127. 113 Ramón Pico Valimaña y Javier López, Senda del pinar de la Algaida, 2003, Puerto de Santa María, Cádiz. © R. Pico y J. López. 114 Alberto Durero, Fragmento de Ascensión de santa María Magdalena (en Historia de los santos), h.1503-08. José de Ribera, Magdalena meditando, entre 1618-1621, detalle, Museo di Capodimonte, Nápoles. 115 Héctor Parra Aguado, Casa para santa Bárbara, 2006.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO Las cifras remiten al número del capítulo en el que se nombran o se citan las personas y los personajes ordenados en este índice alfabéticamente.

Aalto, Alvar; 101 Abraham (profeta); 33, 102, 107 Adán; 43, 63, 76, 98, 112 Adelaida, santa; 30 Ado [Adón]; 16 Adorno, Theodor A.; 102 Adriano (emperador); 96 Afrodisia; 104 Afrodita; 28, 115 Agamben, Giorgio; 54 Agamenón; 82 Aguado Romeo, M. J.; 1 Águeda, santa; 7, 13, 14, 24, 26, 29, 31, 34, 64, 80, 91, 103-107 Agustín, san; 12, 15, 27, 30, 64, 77, 91, 107, 108 Agustina de Aragón; 48 Alberti, León Battista; 1, 8 Alberto Magno, san; 57 Alejandro III (papa); 33 Alejandro Magno; 8 Alen, William van; 83 Alicia; 92 Alipio “Estilita”, san; 28 Alipio; 15 Alpiano, san; 28 Altdorfer, Albrecht; 22 Amalfitano; 60 Ambasz, Emilio; 101 Ambrosio, san; 27, 30, 115 Amerset, Ernest; 72 Amilcar; 61 Ammiano Marcelino; 48 Ammón; 22 Ana, santa; 110 Andrómaca; 1 Anón de Colonia, san; 30 Anselmo de Aosta, san; 110 Antiquises; 57 Antonio María Claret, san; 68 Antonio, san; 59, 90 Aoki, Jun; 106 Apolo; 69 Apolonia, santa; 7, 91 Aquiles; 1, 48, 61 Arco, Juana; 1 Arfe, Juan de; 47 Argan, Giulio Carlo; 32 Argullol, Rafael; 72, 97, 98 Ariadna; 76 Aristóteles; 32 Arnau, Joaquín; 32

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Arreola, Juan José; 48 Artemisa; 108, 110 Ascensión; 29 Asplund, Enrik Gunar; 1 Asterio; 35 Asunción; 105, 110 Atanadoro; 32 Atenea; 45, 48, 50 Atlas; 24 Augusto (emperador); 96 Azara, Pedro; 57 Azúa, Félix de; 32 Bach, Juan Sebastian; 60, 92, 96, 100 Baldovici, Jean; 9 Balthus; 19, 86 Balzac, Honoré de; 25 Bárbara, santa; 1-117 Barbie (muñeca); 70, 98 Baronio (cardenal); 16 Barragán, Luis; 1 Barthes, Roland; 9 Bartholdy, Mendelson; 40 Bartleby “El escribiente”; 37 Bartolomé, san; 69 Basilio, san; 28, 115 Bataille, Georges; 54, 114 Beatriz; 7 Beauvais, Vicente de; 44 Becafumi, Domenico; 83 Beda “El venerable”; 16 Bega, santa; 30 Belén, Nuestra Señora de; 8 Bellini, Giovanni; 83, 108 Bellini, Gentile; 83 Benedictine; 113 Benet, Juan; 44, 87 Benjamin, Walter; 102 Bermejo, Bartolomé; 28, 30, 91, 107 Bernardino de Siena, san; 30 Bernardo de Aosta, san; 25 Bernardo de Claraval, san; 86 Bernhard, Thomas; 40, 47, 56, 72, 99 Bernini, G. Lorenzo; 32, 86, 108 Bibbiena, Ferdinando; 1 Bibbiena, Giuseppe; 1 Bibiana, santa; 28 Blancanieves; 55 Blas, san; 29 Bloom, Leopold; 69 Boccacio; 84, 95 Boffil, Ricardo; 11

Bolaño, Roberto; 1, 31, 36, 56, 74 Boltraffio, Giovanni A.; 6, 88, 91 Bonilla, Juan; 91 Borbo; 61 Borges, Jorge Luis; 31, 32, 95, 116 Borromini, Francesco; 32, 45 Bossi, Hugo; 31 Botta, Mario; 1 Botticelli, Sandro; 68, 84 Bozal, Valeriano; 5 Bracciolini, Poggio; 98 Brausen, Juan María; 33 Breton, André; 51 Brieuc, san; 28 Brigida, santa; 1, 91 Brod, Max; 72 Brueghel, Pieter; 19, 23, 44, 55, 87 Bruno, san; 30 Buenaventura, san; 27 Bulfinch, Charles; 101 Buñuel, Luis; 28, 99 Buonarroti, Migel Ángel; 55, 69, 98 Burgkmair, Hans; 47 Bush, G. W.; 9 Butinone, Jacobo; 45 Buzzati, Dino; 61, 96 Caceri, Francesco; 74 Cadmo; 1, 30 Caín; 59 Calatrava, Santiago; 11, 101 Calcar, Jan stephen van; 56, 82 Campin, Robert; 19, 64, 83 Campo Baeza, Alberto; 86 Caramuel, Juan; 96 Caravaggio, Michelangelo Merisi da; 102 Caronte; 47 Carpaccio, Vittore; 46, 59 Catalina de Alejandría, santa; 9, 21, 26, 49, 73, 91, 104 Cernuda, Luis; 1 Cézanne, Paul; 100 Chipperfield, D. y b720; 110 Chirico, Giorgio de; 46, 61 Christus, Petrus; 17, 88, 89 Cioran, Emile M.; 34 Clark, Kenneth; 7 Cleve, Hedrick van; 44 Clío; 93 Clotilde, santa; 30 Coetzee, John Maxwell; 6, 97, 115 Coffermans, Marcellus; 45, 49, 57, 60, 91


Colonna, Francesco; 1 Concioli, Antonio; 10 Conrad, Joseph; 94 Constable, John; 89, 92 Constantino (emperador, san); 74, 115 Constantino V; 106 Coop Himme(l)blau; 9 Cortázar, Julio; 82, 84 Costello, Elizabet; 56 Cranach, Lucas; 17, 47, 49, 60, 102, 117 Cristina, santa; 7, 18, 28 Cristóbal, san; 24 Crivelli, Marco; 27 Croft, Lara; 48 Croisset, Jean de; 78 Cuatro Santos Coronados; 29 Cunegunda, santa; 30 Cutberto, san; 28 Dafne; 36 Dánae; 23, 73, 110 Daniel “Estilita”, san; 28 Dante Alighieri; 7, 32, 84, 86 Darío (rey); 43 David (rey); 25, 102 Decio (emperador); 104 Dédalo; 9, 35, 77, 85 Dedalus, Stephen; 69 Deleuze, Gilles; 7 Derrida, Jacques; 7, 9, 44, 107 Descartes, René; 9 Deucalión; 22, 76 Diana; 45, 48, 108, 110 Díaz Grey; 9 Diderot, Denis; 65 Diego de Alcalá, san; 30 Dinócrates; 8 Diocleciano (emperador); 29 Diodoro Sículo; 95 Diógenes “El cínico”; 28, 47 Diogeniano; 24 Dionigri da Borgo san S.; 108 Dionisio, san; 24, 57 Dióscuro; 12-14, 35, 50, 57, 69, 72, 74-79, 81, 82, 88, 90, 91, 102 Dioscuros (Castor y Pólux); 35 Dock, Enrique;16 Doesburg, Theo van; 1 Domingo de Guzmán, san; 30 Dorotea, santa; 49 Dreyer, Carl Theodor; 1 Dubuffet, Jean; 5 Ducamp, Marcel; 32 Duccio; 83 Duque Cornejo; 49 Durero, Alberto; 19, 30, 65, 114 Eco, Umberto; 92, 101 Eduviges, santa; 12

Efrén “El sirio”, san; 28 Eisenman, Peter; 9, 86, 101 El Bosco [Hieronymus Bosch]; 47, 102 Elena, santa; 115 Elesio (prefecto); 103 Eliade, Mircea; Elías (profeta); 23, 68, 82, 83, 105, 109 Elías Parra; 76, 91 Eliseo; 105 Elizalde, Mircea; 39 Emigdio de Ascoli, san; 30 Eneas; 57 Engracia, santa; 28 Enki; 9 Enrique “El verde”; 113 Esaú; 35 Esculapio; 29 Esquilo; 62 Esquivel, Miguel de; 24 Estanislao de Kostka, san; 16 Esteban, san; 29, 59 Estrabón; 22 Euclides; 73 Eulalia de Barcelona, santa; 30 Eurídice; 22 Eva; 7, 43, 44, 110, 115 Eyck, Jan van; 17, 20, 33, 58, 59, 88, 117 Eyssenlinch, Gaston; 1 Ezequiel (profeta); 86 Faulkner, William; 29 Felipe V (rey); 50 Fernando II (duque); 47 Fernando, san; 30, 90 Filarete [Antonio Averlino]; 9 Filipo de Macedonia; 108 Filloy, Juan; 32 Fisac, Miguel; 1 Flandes, Juan de; 102 Flavio Josefo; 22 Formalhaut; 2 Foster, Norman; 7, 64, 101 Fra Angelico; 83 Frampthon, Kenneth; 32 Francfort, maestro de; 47, 49, 91 Francisco de Asís, san; 30, 57 Frankenstein; 10 Friedrich, C. David; 89, 92, 97 Fu Tchu Ki; 104 Fuentes, Carlos; 32 Fuksas, Maximiliano; 1 Future Systems; 1 Gadamer, Hans G.; 62 Gae Aulenti, Zanotta; 1 Gagarin, Yuri Alekséievich; 1 García Márquez; 1, 81 García Sánchez, Ginés; 1 Gardella, Ignacio; 1

Gatteloni; 48 Gaudí, Antonio; 86 Geminiano de Módena, san; 30 Gentileschi, Artemisia; 102 Gereón de Colonia, san; 30 Gerhy, Frank; 9, 62, 100, 101, 107 Gertrudis, santa; 30, 107 Gertrudis; 33 Ghirlandaio; 57, 68, 90 Giacometti, Alberto, 57 Giner, Tomas; 76 Giorgione; 80 Giotto; 86 Gogol, Nicolai; 98 Goliat; 64, 102 Golossov, Ilya; 1 Gondoforo; 8 González R., Dionisio; 99 Goya, Francisco de; 24 Grande, Nuno; 55 Graves, Michael; 1 Graves, Robert; 22, 63 Gregorio XIII; 16 Gregorio, san; 30, 65 Grimshaw, Nicholas; 101 Grünewald, Mattias; 56, 57, 68 Guadix, Diego de; 43, 91 Guattari, Felix; 7 Guidoriccio da Fogliano; 1 Gulliver; 92 Hadid, Zaha; 9, 72, 100 Hamlet; 73 Handke, Peter; 113 Harmonía; 1 Héctor Parra; 91 Héctor; 1, 48 Hefaistos; 84, 85 Hefestos; 77 Heidegger, Martin; 6, 9, 55 Hejduk, John; 101 Helios; 23 Henoc; 59 Hera; 84 Hernán Ruiz; 5, 24 Hernández, Miguel; 72 Hernando de Esturmio; 21, 24, 37, 66 Herodes; 8 Herodías; 64 Herodoto; 14, 43, 47, 62, 93, 96, 98 Herzog & de Meuron; 4, 39, 101 Hesíodo; 64 Hipócrates; 102 Hitler, Adolf; 30, 31, 32 Holbein, Hans; 97 Holofernes; 10, 64, 102 Hoogstraeten, maestro de; 17, 64, 74 Housebook, maestro de; 12

267


Hyppolite, Jean; 9 Idelfonso, san; 25 Idit; 22 Ifigenia; 82 Ignacio de Loyola, san; 81 Iguarán, Úrsula; 81 Inés, santa; 64 Inmaculada Concepción; 25, 110 Inocencio III; 30 Isaac; 33, 102 Isabel de Hungría, santa; 30 Isaías (profeta); 43 Isidoro de Sevilla; 10, 28, 43, 44, 63, 87, 102, 110 Isis; 45 Isla, José; 78 Ito, Toyo; 101, 106 Jacob; 35 Jacobsen, Erne; 1 Jamnitzer, Wentzel;1 Jeremías (profeta); 43 Jerónimo, san; 9, 10, 12, 16, 18, 22, 24, 28, 30, 43, 59, 64, 90, 110, 115 Jesús de Nazaret [Jesucristo, Cristo]; 8, 13, 18, 24, 26, 28, 38, 47, 56, 60, 63, 74, 77, 103, 107, 110, 115 Johnson, Philip; 30 Jonás; 59 Jorge, san; 59, 60, 90 Joyce, James; 69 Juan Bautista, san; 5, 64, 68, 74, 83, 91, 102 Juan Damasceno, san; 16, 106 Juan Evangelista, san; 20, 59, 65, 109 Judas Iscariote; 77 Judit; 10, 64, 102 Juliana, santa; 13, 26, 68, 70, 82, 103, 104 Juliano (emperador); 48 Justa, santa; 18, 21, 24, 26, 27 K, Josef; 33 Kafka, Frank; 33, 35, 72 Kaufmann, E.; 98 Kavafis, Konstantin; 73 Kircher, Athanasius; 44, 57 Klimt, Gustav; 23 Koga, Funu; 69 Koolhaas, Rem; 4, 9, 55, 101 Krier, Robert; 1 Kundera, Milan; 72 Kurosawa, Akira; 46, 99 Kurtz; 94 La Tour, Georges de; 8 Lacan, Jacques; 9 Lamberto, san; 24 Lara Croft; 32 Laure de Noves; 108 Lautrémont; 55 Le Corbusier; 3, 7, 9, 10 Lenin, Vladimir Illich; 55

268

Leocadia de Toledo, santa; 18, 25 León “El filósofo”; 16 León III “Isaúrico”; 106 Leonardo da Vinci; 48, 83, 92 Leonídov, Ivan; 31 Leopoldo II (rey); 94 Libera, Adalberto; 4, 5 Livinio, san; 26, 104 Lloyd Wright, Frank; 4 Lochner, Stefan; 52 Lodoux, Claude Nicolás; 32 Loos, Adolf; 9, 56 Loreto, virgen de; 12, 76 Lot; 22 Lotto, Lorenzo; 13, 90 Lucas, san; 74 Lucía, santa; 102 Lucifer; 84, 86 Lucrecio, Tito; 28, 95 Luini, Bernardino; 18 Luis, san; 29 Lutero; 68 Lybeskind, Daniel; 9 Macías, José Manuel; 73 Maderuelo, Javier; 61, 108 Magris, Claudio; 96 Malaparte, Curzio; 5, 31 Malaxecheverría, Ignacio; 68 Manguel, Alberto; 45 Manzanillo, maestro del; 10 Marciano (juez); 13, 80, 81, 82, 103, 104, Marcos, san; 65, 74 Mardonio; 47 Margarita, santa; 50 María de Nazaret, virgen; 7, 8, 19, 25, 29, 1, 43, 45, 60, 64, 69, 73, 74, 82, 89, 90, 98, 105, 106, 109, 110, 114, 115 María Magdalena; 1, 66, 114 Marías, Javier; 68, 69 Marino, san; 29 Marlow; 94 Marsias; 69 Marta, santa; 28 Marte; 96 Martín de Tours, san; 76 Martini, Simone; 45 Masistio; 47 Massacio; 1, 24, 109 Mateo, san; 65 Materno, san; 30 Mathilde (Verlaine); 69 Matías de Médicis; 47 Maximiano Hercúleo; 9, 10 Maximino Daza; 16 Maximino I (emperador); 9, 13, 16 Mazzolino, Ludovico; 8 McCarthy, Cormac; 1

Medusa; 23, 105 Meier, Richard; 106 Mellestratti, Aurelia; 1 Melnikov, Konstantin; 1 Melville, Herman; 37 Memling, Hans; 10, 14, 16, 33, 34, 59, 60, 117 Mendelsom, Enrich; 1 Mendes da Rocha, Paulo Archias; 1 Miguel, san; 47 Minerva; 48, 50 Minos; 35 Minotauro; 35 Miralles, E. y Tagliabue, B.; 62, 101 Miranda, Antonio; 30, 48 Mishima, Yukio; 69 Mitra; 92 Moab; 22 Moisés; 22, 83, 109 Mollino, Carlo; 31, 32 Mombrito [Mombricio]; 16 Moneo, Rafael; 11, 72 Monreal; Luis; 74 Morphosis; 1, 101 Morris, William; 1, 32, 35 Mozart, W. A.; 10 Murillo, Esteban; 24, 110 MVRDV; 72, 101 MZ, maestro; 81 Némesis; 49 Nemrod; 8, 43, 44, 69, 53 Nishizawa ; 106 Noé; 22, 108 Norberg-Schulz, Chistian; 1 Nouvel, Jean; 7, 64, 101 Odazi, Giovanni; 10 Odila, santa; 76 Onetti, Juan Carlos; 9 Onofre, san; 66 Orfeo; 22 Orígenes; 73, 74, 79, 82 Ortega y Gasset, José; 32 Óscar, san; 30 OTAISA; 1 Ould, Jacobus Johanes Pieter; 1, 31 Outland, Barbara; 70 Ovidio, Publio; 64 Pablo, san; 12, 45, 76, 115 Paltit; 22 Panero, Leopoldo María; 29 Panofsky, Erwin; 85, 95 Paráclito (El paracleto); 39 Parra Bañón, J. J.; 10, 32 Pasifae; 35 Patroclo; 1 Paul de Löcse, maestro; 79 Pawson, John; 111 Pedro, san; 25, 83, 102, 109


Perec, Georges; 100 Perpetua, santa; 15 Perseo; 22, 110 Petrarca; 108 Petronio, san; 25, 27 Picasso, Pablo; 35, 36 Pico Valimaña, R. y López, J.; 113 Piero della Francesca; 40, 41, 76, 83 Piero di Cósimo; 85 Pikman, Carlos; 17 Pilar, virgen del; 28 Pinturicchio; 83 Pio IX (papa); 110 Pío VII (papa); 73 Pleènik, Jo•e; 31 Plinio Segundo, Cayo; 95, 96 Poe, Edgar Allan; 31 Polia; 7 Portoghesi, Paolo; 32 Poseidón; 35 Postrato de Cnido; 1 Poulet, Georges; 9 Príamo; 48 Prometeo; 57, 80, 85, 95 Quignard, Paul; 6 Quilez, san; 91 Quintanadueñas, Antonio de; 30 Quintiliano (juez); 109 Rafael Sanzio; 83 Ramón “no nato”, san; 115 Ramos, Carlos; 106 Réau, Louis; 14, 26, 28, 61, 66, 103 Reni, Guido; 69 Requena, Vicente; 91 Ribadeneyra, Pedro de; 16, 78, 79, 82, 103, 106 Ribera, José de; 69, 73, 114 Ridolfi, Mario; 1 Riefenstahl, Leni; 28, 40, 42 Rietveld, Gerrit Thomas; 1 Rilke, Rainer María; 69, 86 Rimbaud, Arthur; 69 Ripa, cesare; 66, 70 Riva, Giovanni; 84 Rodchenko; 71, 72 Rogoberto, don; 51 Rohe, Mies van der; 30, 41, 51, 101 Rosenblum, Aaron; 31 Rousseau, Jean Jacques; 113 Rubens, Pablo; 104 Rublev, Andéi; 46, 60, 98 Rudolf; 40 Rufina, santa; 18, 21, 24, 26, 27 Rustin, Francesco; 66 Ryman, Robert; 53 Sabato, Ernesto; 32 Salgado, Sebastião; 36, 38, 106 Salomé; 102

Salomón (rey); 8, 86 Salviati, Antonio M.; 66 Sánchez Ferlosio, R.; 92 Santiago (apóstol); 30, 83, 90, 109 Satanás; 84 Savinio, Andrea; 51 Scarpa, Carlo; 69 Schardt, J. Gregor van der; 29 Schrader, Carlos; 93 Schwarzeneger, Arnold; 70 Sebaldo, san; 30, 103 Sebastián, san; 56, 69 Sedano, Alonso de; 28 Segismundo; 73 Segunda, santa; 24 Sejima; 106 Shalto Duglas, John; 68 Shelley, Mary Wollstonecarft; 10 Sica, Vittorio de; 99 Sierra Delgado, J. R.; 84 Simeón “El estilita”, san; 28, 61 Simeón Metaphrastes; 16 Simone Martini; 1, 83 Simplio, san; 28 Siro, san; 73 Sixto IV (papa); 110 Siza, Álvaro; 1, 32, 46, 55, 106 Sofía, santa; 45 Sófocles; 73 SOM (Skidmore, Owings & Merril); 1 Sota, Alejandro de la; 1 Speer, Albert; 11, 31 Sprenger, Bartholomeus; 114 Stein; 33 Steinmetz, Charles P.; 56 Stepanova, Varvara; 71 Stockt, Vramche van der; 109 Stonborough-Wittgenstein, M.; 56 Stravinski, Igor; 72 Suger (abad); 57 Talos; 85 Tanizaki, Junichiro; 99 Tàpies, Antoni; 32 Tarkovski, Andréi; 46, 92, 98 Tarzán; 112 Tatlin, Vladimir ; 45 Taylor, Mark; 9 Tecla, santa; 76 Teodorico (sacerdote); 16 Teófanes “El griego”; 98 Teresa de Jesús, santa; 109 Tertuliano; 76 Teseo; 110 Thomson de Mendiluce, Edelmira; 31 Thomton, William; 101 Thurn, Marie von; 69 Todorov; 9

Tomás apóstol, santo; 8, 29, 33, 52, 66, 77, 84, 86, 105 Tomás de Aquino, santo; 30 Torrente Ballester, Gonzalo; 8 Torres, Elías; 72 Trebacio; 54 Trifón, san; 30 Troost, Paul Ludwing; 54 Tschumi, Bernard; 9 Tusquets, Óscar; 101 Urbano; 26 Urrutia Lacroix, Sebastián; 36 Úrsula, santa; 26, 59, 64 Usuardo; 16 Valente, José Ángel; 1 Valentín [Valencio]; 73, 74, 79, 82 Valero, san; 26 Valkenborch, Lucas van; 44 Valkenborch, Marten van; 44 Vargas Llosa, Mario; 51, 96, 113 Vasari, Giorgio; 85 Veneziano, Domenico; 83 Venus; 24, 33 Verlaine, Paul; 69 Vermeer van Delft, Jan; 19 Vernant; 9 Veronés, Pablo; 77 Verónica, la; 80, 105 Vesalio, Andrés; 56, 82 Vesta; 114 Vicente de Paul, san; 47 Vicente, san; 26 Villanueva, Antonio; 91 Virgilio; 32, 85 Vitruvio; 45, 48, 95, 97 Vivarini, Antonio; 27 Volterra, Daniele; 88, 91, 107 Vorágine, Santiago de la; 1, 8, 12, 13, 49, 57, 70, 73, 74, 75, 77-79, 103, 104 Vulcano; 77, 84, 85, 105 Wagner, Otto; 48 Walter, Thomas; 101 Weyden, Roger van der; 45, 83 Wilcock, Juan Rodolfo; 31 Wilde, Óscar; 68 Wittgenstein, Ludwig; 9, 56 Wittgenstein, Paul; 56 Wolgango, san; 30 Work System; 113 Wright, Frank Lloyd; 98 Yahvé; 9, 13, 22, 43, 44, 59, 63, 77, 86, 102 Zaera, Alejandro; 101 Zeus; 13, 23, 77, 110 Zumthor, Peter; 84

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ESTE LIBRO DORADO Y ALMAGRE, ESCRITO BAJO EL AMPARO DE MARÍA JOSÉ AGUADO ROMEO Y LA AQUIESCENCIA DE HÉCTOR Y ELÍAS PARRA AGUADO, TRINIDAD A QUIENES LÓGICA Y EMOCIONALMENTE ESTÁ DEDICADO, SE DEJÓ DE REVISAR Y DE COMPONER AL AMANECER LLUVIOSO DEL DÍA CUATRO DE DICIEMBRE, ANTIGUA FESTIVIDAD DE SANTA BÁRBARA, DEL AÑO DOS MIL SEIS, Y SE IMPRIMIÓ EN SEVILLA SIETE SEMANAS DESPUÉS



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