Tratados de poliorcética (Catálogo de esdrújulos)

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C AT Á L O G O D E E S D R Ú J U L O S


© José Joaquín Parra Bañón, 2003 © ediciones El Desembarco Apartado de correos 192 - Los Palacios, Sevilla Primera edición: Sevilla, 30 de mayo de 2003 Diseño y composición: J. J. Parra Bañón Maqueta: J. Granada Impresión: Gráfica Los Palacios S.A.

D. L. I.S.B.N.



TRATADOS DE POLIORCÉTICA CATÁLOGO DE ESDRÚJULOS JOSÉ JOAQUÍN PARRA BAÑÓN ediciones EL DESEMBARCO 2 0 0 3



HASTA QUE UN DÍA, QUIZÁ EN INVIERNO O EN OTOÑO, VINO, O FUE, DA IGUAL, O QUIZÁ SÍ IMPORTE LA ESTACIÓN, EL LUGAR Y EL ORDEN DE LOS ACTOS | DIGAMOS QUE VINIERON, O QUE FUIMOS, QUE ADQUIRIERON ROPA NUEVA Y VISITARON LA PELUQUERÍA, QUE EL TRAYECTO SE LES HIZO LARGO Y SÓLO ESTABAN SEGUROS DE UNA COSA, TAL VEZ DE NADA, O CADA UNO DE UNA COSA DIFERENTE | NO HAY QUE DEFINIR, QUE DESCIFRAR O DESVELARLO TODO, QUE PONERLE FECHA A LOS ACONTECIMIENTOS O A LAS RUTINAS COMO SI SÓLO ASÍ PUDIERAN SER RECORDADOS Y CELEBRADAS | SE BESARON, NO ACIERTO A PRECISAR SI ANTES O DESPUÉS DE QUE TE QUITARAS LA REBECA, DE QUE GUARDÁRAMOS MI EQUIPAJE EN TU VEHÍCULO O DE QUE COMPROBARAS MI RELOJ | EN UNA OCASIÓN, NO SÉ SI OTRO DÍA DISTINTO O ESE MISMO DÍA EN OTRO INSTANTE, HABÍA NIEVE EN EL BALNEARIO Y UN CUADRO DE VALDÉS LEAL BAJO EL CORO: ELLA ESTABA DÁNDOLE LA ESPALDA Y NO HABÍA NADIE, O IMAGINABAN QUE NO HABÍA NADIE ESPIÁNDOLOS, Y ÉL LE DIO, POR EQUIVOCACIÓN, CIEN MIL LIRAS DE PROPINA AL MOZO DEL HOTEL, Y TÚ TE REÍSTE, Y SONARON EN TU INTERIOR DOCE CAMPANADAS MIENTRAS DIEGO APRENDÍA A DECIR ADIÓS CON EL HUMO DE SU PIPA | NO LEJOS DE DONDE LOS SUSTANTIVOS SE DILUYEN EN EL MAR, AL SUR O EN AMSTERDAM, DONDE EL FRÍO ERA HOMOGÉNEO Y APÁTICO, HÁGASE EN MÍ SEGUN TU VOLUNTAD | HUBO OTROS SITIOS: UN PRADO REDONDO CERCA DE VICENZA, UNA GRUTA EN ISPICA, UN PROMONTORIO EN TENERIFE, UNA CASA EN MÉRTOLA, UN DORMITORIO EN EL QUE LA LUZ ERAN PUNTOS DESLIZÁNDOSE POR LAS SÁBANAS | SABEMOS QUE DIEGO TE DEDICÓ UNA VEZ UNA CANCIÓN QUE SÓLO TÚ OÍSTE, PERO NO SÉ POR QUÉ DIEGO Y TÚ, POR QUÉ LA CONJUNCIÓN COPULATIVA, AUNQUE HUBO UNA NOCHE EN LA QUE SÍ, EN LA QUE SE ABRIÓ UNA PUERTA OSCURA ANTE LA QUE SIN TU PRESENCIA ME HUBIERA ACOBARDADO | FUE DESPUÉS DEL DELIRIO DE FERRARA, ANTES DE LA CAFETERA ROJA CONVERTIDA EN JUGUETE Y DEL INTERROGANTE DE LA DUDA | SEGURO QUE SIN TU ACOMPAÑAMIENTO LA MUERTE SEGUIRÍA SIN TENER EXPLICACIÓN, PERO NO ES ESO LO IMPORTANTE | LA VIOLENCIA CON QUE AMAMOS, EL CERCO Y EL ASEDIO AL QUE NO QUIEREN NEGARSE, LA ENTREGA LÚCIDA DE CUALQUIERA DE LOS DONES: DE LA TERNURA, LA LUZ, LA LLAGA, EL SUEÑO, LA PIEL, LA AUSENCIA, LA GUARIDA, EL DÍA, EL ARMAMENTO, LA HERENCIA, LA TIERRA, EL CUERPO, LA PALABRA, LA TRANSIGENCIA, LA DEMORA, LA SOBERANÍA, EL TRABAJO, LA SAL, LOS DIBUJOS DE HÉCTOR



SUMARIO

PRIMER TRATADO DE POLIORCÉTICA I - SOBRE LOS PROCEDIMIENTOS DE ASEDIO Monserga de un pez. Hoc est corpus meum. Vindicación del armamento. II – SOBRE LA CARTOGRAFÍA La carnicería de abastos. Nadie de quien huir. El látigo. Fiesta en el consulado. Una sandía en el bidé. III - SOBRE LOS SISTEMAS DE DEFENSA Aporía de Minotauro. Añoranza de la carne verdadera. Hipótesis. Transfiguración de Diego.

SEGUNDO TRATADO DE POLIORCÉTICA I - SOBRE LAS CAUSAS DE LA GUERRA Ensayo sobre Aurelia Mallestratti. Guidoriccio da Fogliano cambia de género. Tentación de Lulú. II – SOBRE LAS CONSECUENCIAS No pudo cambiarla. Origen de la guillotina. Infancia difícil y amarga en los suburbios. A una azucena mientras se corta un gladiolo. 1717. III-SOBRE LOS COMBATIENTES Beato de Liébana visita el infierno. Polifemo ciega a Ulises. Descendimiento de la Cruz. Madre educando a su hija. Refutación de la teoría de Quincey.

TERCER TRATADO DE POLIORCÉTICA I - SOBRE EL USO DE LAS ARMAS Tercer principio de la termodinámica. Rapsodia IV, versos 422-445. Descanso en la huída a Egipto. Catálogo de las naves. Se equivocaron de puerta. II – SOBRE LAS COSTUMBRES DEL EJÉRCITO La última gota. Edicto de Honorio III. Peligros del haloperidol. Sacrificio. Paolo Ucello presencia el bombardeo de Palermo. III – SOBRE LAS SÚPLICAS Virgilio bajó la cabeza. En santa Clara de Siena. Inversión de A. Q. Un ofidio con apariencia de insecto. La mano pequeña. Había una ternera degollada en la escalera y sus hermanos dormían. Sólo amapolas. Cuando la muerte.

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PRIMER TRATADO DE POLIORCÉTICA



LIBRO I

ACERCA DE LAS Tテ,TICAS



LA BÚSQUEDA

El cinco de agosto de 1999, un día cualquiera, a media mañana compró un pez y una pecera esférica de cristal de Bohemia. La noche del domingo siguiente fue la primera ocasión en la que cenó frente a él, vigilándolo. Extendió sobre la mesa el mantel de hilo de Holanda que su madre, años antes, le había bordado para el ajuar y sobre el mantel, en el centro geométrico, sobre el círculo con el dibujo barroco de sus iniciales, apoyó el pie del candelabro de plata que le regaló Verónica Andújar para que nunca olvidara que hacía siete años, uno por brazo, que se habían separado deseándose uno al otro una desgracia inmediata. Ayudándose con una cinta de costurera marcó con hebras azules de lana los sitios en los que habría de colocar los cubiertos, y con bolas diminutas de papel arrugado los puntos sobre los que posar los núcleos de los platos. La lana la obtuvo de la madeja en la que se enredaba su gato antes de morir ensartado en el tridente del Poseidón de la

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fuente del patio, y el papel de la página doce de la revista erótica que había ojeado en la siesta. En la página doce, ocupándola entera, se veía el torso de una mujer emergiendo del agua; en el reverso había dos anuncios publicitarios: si en la parte superior de la hoja se ilustraban las bondades de un lubricante fabricado con gelatina de belladona, en la inferior, también con tipografía austera, se ofrecía el catálogo de placeres de una ilustre, y acaso memorable, casa de citas. Con una cuchilla recortó los pechos de la mujer para amasar, masticando el papel, las dos albóndigas que horas más tarde utilizaría como puntos de referencia para situar con precisión los ejes de los primeros platos de loza. Los pechos de la mujer, húmedos y olímpicos, apenas eran, pensaba mientras los suprimía, una sombra de los de Verónica Andújar cuando estaba contenta, como aquella mañana de primavera en la que disimulada bajo las sábanas le dijo que la noche anterior había desarmado al dios de los mares, que al intentar robarle el tridente a la escultura se le había roto la mano de piedra ficticia, que los maullidos de celo eran a esa hora de la madrugada insoportables, que el peso de la mano amputada por la muñeca había desequilibrado el arpón, que el insomnio es terreno abonado para las tentaciones, que el gato no quiso huir y se detuvo garduño en el arriate, que si en su indiferencia él no hubiera seguido durmiendo quizá habría apaciguado su angustia, que si le acertó con su lanzamiento en el vientre fue más por azar que por puntería, que lo más grave fue luego sacarlo sin mancharse de sangre, el diente izquierdo del muslo, el siguiente de la barriga, el otro clavado en la cabeza, y luego tener que salir a la calle a buscar un contenedor de basura, sin nada que la cubriera, sin ropa con la que cobijarse de las miradas de todos aquellos que estaban espiándola tras las ventanas, al acecho en la oscuridad de los dormitorios, con sus inocentes mujeres a su vera dormidas,

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y ella descalza trazando una línea roja en la acera. Después de los platos ordenó las cucharas, los tenedores y los diferentes cuchillos; también los cubiertos de postre, las patenas del pan, las servilletas dobladas y las copas en las que el vino, esa noche de luto, sería servido en abundancia. Una vez empotradas las siete velas en los orificios comprendió que sobre la mesa sobraba el candelabro y lo trasladó a la cocina, y de la cocina al cuarto de baño, y luego al dormitorio pequeño y deshabitado, al salón de arriba, a la biblioteca en la que residió algunos meses, al cuarto trastero, al patio con la intención de enterrarlo, al sótano, a la despensa en la que se pudrían los embutidos mal curados, a la hornacina del zaguán, al escondite de la escalera, al universo recóndito que se expandía bajo su cama de matrimonio. Se puso su traje fulvo de lino y estrenó unos zapatos de hebilla; metió un pañuelo cualquiera en el bolsillo oportuno de la chaqueta y se abotonó los gemelos de los acontecimientos. Fue a por la pecera y la posó en el plato en el que en la prehistoria se alimentara Verónica Andújar. Aquella mañana Verónica se despertó tan alegre; nunca había matado ningún animal, o no soy consciente de haberlo hecho, le dijo suave y mirándolo; matar, añadió, ha sido para mí una experiencia insignificante salvo por la novedad de la sangre, de la que sabía que era caliente y pegajosa, pero no la conocía de esa manera. Él, después de situar la pecera, dudaba si poner o no tenazas para el marisco, si retirar o no las sillas sobrantes, si correr las cortinas o abrir las ventanas, si cambiarse de traje o hundirse de una vez por todas en su tristeza, si llamar por teléfono a cualquier número o si mañana temprano se compraría aquel libro cuyo título no recordaba. El pez, como otras realidades, carecía de una forma definida, de un contorno que lo encerrara, que lo comprimiera reduciéndolo a cosa, a objeto grávido. El pez era más estela, o parecía ser, más

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ausencia que mancha en continua y lenta evolución; gobernándose a sí mismo, ajeno a las leyes de la óptica, variaba de tamaño, cóncavo o convexo, con una cabeza gigante de ojos desorbitados y una cola minúscula y sin aletas, o al contrario, o con un aspecto intermedio y monstruoso que, diluido en el agua, hacía imposible el diálogo. Sentado, tal vez por la pereza de los ojos, el pez ensimismado, circulando siempre por el mismo trópico, se alargaba hasta hacerse línea, transformándose en anillo, irrealizándose. Justo después de trazarle el signo de la cuz a la pequeña hogaza, justo antes de desventrarla con su cuchillo, en el momento de partir el pan el pez era ya un punto. Y pensó: ceno con un punto destinado a cerrar el orificio del vacío; y se dijo: me alimentaré con un punto; y le gritó al átomo, al resumen, al vértice, a la lágrima, ya inmóvil, que antes fuera pez: VERÓNICA FUE UN PEZ. Hubo otras noches y otras cenas. En una de ellas, probablemente la última, descifró el pez y la pecera, y la pregunta, quizá, obtuvo respuesta. El 5 de agosto de 2112, otro día cualquiera, a media mañana, ciento cuarenta y seis años después de que Gustave Flaubert cenara acompañado por cuatro peces de colores, hallaron junto al esqueleto de la sirena el cadáver de un hombre descalzo y vestido con un traje de lino.

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EL CÉLIBE

Sobre la mesa, abierto por la página cien, encontraron Resumen de anatomía patológica, seguido de Apéndice con indicaciones técnicas para la práctica de las autopsias, del doctor E. Bard, y bajo él, encuadernado en piel con incrustaciones doradas, Iconografía de las enfermedades cutáneas y sifilíticas, de Bresnier, Fourier, Hallopen, Tenneson, Du Castel y Feulard. El primero de los amontonados en la silla era Lecciones de patología interna, de Liebermeister, y después Curso de fisiología según la enseñanza del profesor Küss, por el doctor Mathías Duval, y luego Álbum clínico, con reproducciones cromolitografiadas del museo del Hospital San Luis de París, y a continuación la monografía de Fagart titulada Investigaciones acerca de algunas pautas de la acción fisiológica y terapéutica de la digital purpúrea. Desparramados por el suelo estaban los cinco tomos de la edición inglesa de La ciencia y el arte de la cirugía o Patología y clínica quirúrgica y Operaciones, de Erichsen, las trescientas cincuenta y dos páginas, sesenta y seis de

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ellas ilustradas, de La antropología criminal de Francote y, con una introducción general del doctor Andrés del Busto López, Tratado práctico del arte de los partos, de Delose y Lutard, editado en Madrid en 1930. Ordenados en los estantes, apilados sobre otros muebles o tirados por los rincones, en cajas aún por abrir, en paquetes sin desembalar, por toda la casa, también de poesía griega y de teología, había muchos más. Ninguno de ellos que tratara de la práctica médica de la emasculación, aunque el carrete que había en la cámara, las treinta y seis fotografías que cronológicamente ordenadas hay sobre mi mesa, disparadas automáticamente según un intervalo de tres minutos exactos, sugieren que el artista conocía, al menos en parte, los entresijos de esta técnica rudimentaria. Tampoco nada se dice al respecto en su diario, que comienza un ocho de diciembre y concluye un quince de agosto doce años después; apenas cien páginas manuscritas, las últimas ya con manchas de sangre, la última aún por escribir. Los que sí quedaron en él registrados fueron sus comentarios a Farabeuf o La crónica de un instante, la memoria y los incidentes de su aprendizaje autodidacta y las huellas de las dos consecuencias nefastas que en el artista causó la lectura de esa novela: la primera, que habría de abocarlo a la locura, fue despertar su interés por fotografiar moribundos; la segunda, que motiva este apunte biográfico como intento de esclarecer algunos hechos, fue su descubrimiento y posterior obsesión por la práctica de la cirugía.

I [TRES ANTECEDENTES]

El primer antecedente que conduce a esta historia sucede en 1898, cuando Louis Hubert Farabeuf, cirujano francés y profesor de Anatomía en la Facultad de Medicina de París, publica Précis de Manuel Opératoire. Al doctor Hubert

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Farabeuf se deben, entre otros ingeniosos y útiles instrumentos, la «Sierra Farabeuf», cuya hoja puede orientarse según el ángulo necesario para cortar un brazo de modo que se conserve intacta la articulación de la cabeza del húmero, y la «Sierra de cadenilla» o «Sierra de Gigli» o, más comúnmente, «Sierra de alambre», que, por delicada y precisa, evita las inconveniencias higiénicas del serrín óseo. También se sabe del cirujano francés que era meticuloso, si no maniático, a la hora de envolver en paños negros cada uno de los artefactos que, fueran o no de su invención, utilizaba en sus prácticas quirúrgicas, tanto en las profesionales como en las docentes: cada artilugio en su funda oscura, cada herramienta en su féretro, el bisturí en su orificio y el puñal en su vaina. La cirugía, como la pintura o la reparación de relojes, es un trabajo manual que a su libre albedrío puede usar instrumentos auxiliares, mecánicos y articulados como los fórceps o rígidos como los escalpelos. La ciencia quirúrgica, como las puestas de sol, los cuadros de Mondrian y las composiciones de John Cage, por el simple motivo de que carecen de ojos, nunca, salvo en los territorios inestables de la metáfora, pueden ser fascinantes, aunque esto no impide que haya a quienes, sin considerarse poetas, unos pocos artefactos quirúrgicos puedan parecérselo en cuanto a que en algunos de ellos, como a veces ocurre con ciertos tipos de tijeras, ven dos ojos mirándolos, como suplicándoles que no los saquen de sus cuencas vacías al introducirles los dedos. El escritor Salvador Elizondo, lector del Manual de técnica quirúrgica de Farabeuf, quedó fascinado ante una fotografía en blanco y negro de Fu Tchu Ki. El segundo antecedente aconteció en la plaza Ta-Tché-Ko de Pekín el 10 de abril de 1905, donde Fu Tchu Ki está siendo sometido a suplicio por el método del «leng-tch’é». Como se sabe, este procedimiento científico

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de castigo, que poco tiene que ver con la tortura porque no pretende la confesión ni la redención de la víctima, fue auspiciado por los sabios y por los jueces de la dinastía manchú; este método también es conocido, quizá por ser una denominación más elocuente, como el de «los cien pedazos», y consiste en descuartizar y desmembrar poco a poco, con paciencia y recreándose, un cuerpo humano y vivo, en amputarle las partes seleccionadas exigiéndole que sufra todo lo posible al tiempo que se le estira al máximo la cuerda elástica de la existencia, en desollarlo suprimiéndole un círculo de piel, en restarle un triángulo de músculo, aquella falange, ese lóbulo innecesario, este nervio blanco que se emerge indolente. No es una forma del placer, como pudiera deducir el incauto que leyendo a George Bataille en Las lágrimas de Eros encuentre al final reproducida, y erróneamente atribuida, la imagen de un martirio que ningún santoral podría imaginar, el instante carnal de una expresión sustentada por algo que ya no se puede llamar cuerpo, ni hombre, ni ciudadano de China, ni santa Eulalia de Mérida en agonía, porque a ella, tal vez también sin merecerlo, le cortaron de dos tajos los pechos, pero a ella la consolaba la promesa de un paraíso, y acaso no le pareció tan alto el precio, pero al asesino de Ao Jan Wan, que no tenía pechos que pudieran ser cercenados de un tajo ni un cielo esperándolo, se los arrancaron y le abrieron dos óvalos los por los que se le asomaba la caja torácica, la armadura reseca de las costillas, la membrana de los pulmones escuálidos. Lentamente, herida a herida, gota a gota, trozo a trozo, astilla a astilla, jirón a jirón, Fu Tchu Ki pagó la osadía de asesinar al príncipe mongol Ao Jan Wan. Bataille transcribe el edicto de la sentencia que condena a Fu Tchu Ki a ser quemado en público, más por espectáculo que por escarmiento público, no tanto por haberle robado la esposa a Ao Jan Wan como por haberse asegurado mediante

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el homicidio de que el antiguo y legítimo dueño de su pertenencia no le reclamaría la mujer conquistada, y tal vez la vida. Bataille es injusto con el emperador de China al no reseñar su clemencia, pues el gobernante piadoso, al considerar demasiado cruel la pira para ajusticiar a un hombre enamorado, sustituyó la condena al fuego purificador por otra más benévola: por el caritativo «leng-tch’é» o descomposición en cien pedazos. El tercer, y quizá fundamental, antecedente procede del ámbito literario. Se debe a Salvador Elizondo y a la escritura de Farabeuf o la crónica de un instante, donde cada palabra contiene algo de la fotografía Fu Tchu Ki siendo ajusticiado en la plaza Ta-Tché-Ko. Fue en 1965 cuando el escritor mejicano, quien sin precauciones puede ser acusado de la perdición del artista, publicó la novela en la que Farabeuf hace de fotógrafo. Comienza la obra con una cita en francés del Précis de Décompsition de Cioran, quien, entre otras cosas sobre la nostalgia y la pesadumbre, dice que “la vida sólo tiene contenido en la violación del tiempo”. La violación del tiempo, como pronto descubrirá Farabeuf, tiene riesgos no previsibles por la razón e irremediablemente conduce a la muerte, al instante en el que un ser vivo, por ejemplo Fu Tchu Ki o Sebastián detrás de las flechas, adquiere la condición de cadáver (caro data vermis). La muerte, como aprendió el artista, es un acontecimiento, una fracción, una contracción, el cambio traumático de un tiempo verbal. La corrupción, sin embargo, es un proceso; uno empieza a pudrirse en un momento sin data, tal vez el día en el que de visita en Urbino se detuvo ante la tabla de La Flagelación y bajo los pies de Pilatos leyó «Opus Pietri de Burgo Sancti Sepulcri», o la noche en la que en un Manual de pintura y caligrafía entendió aquello sobre el himen renovable de las puertas. Cristo muerto sostenido por un ángel no es una puerta sino un estado de

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ánimo de Antonello da Messina, una ventana. La ventana por la que se asomó el lector de Elizondo carecía de postigos; al otro lado estaba la niebla.

II [NATURALEZA MUERTA]

Elizondo, autor entre otras, de El hipogeo secreto y El gafógrafo, eligió como pomo de la puerta de su novela uno de los cien trozos de Cioran. Jamás, si no se quiere renunciar a la alegría, hay que fiarse de la escritura de Emile Michel Cioran, ni de su pensamiento agónico ni de sus equívocas razones para exigir el infierno: todo en él es una sucesión de trampas verbales, todo en él conduce al fracaso. No hay datos fiables que permitan afirmar que el artista leyó de Cioran algo más que la cita inicial de Farabeuf. También todas imágenes fotográficas de La Flagelación, cualquiera de sus reproducciones frontales, son fraudulentas; la tabla es convexa, hoy proyectando la deformación de su panza al espectador, haciéndole que se distraiga con los orificios de la carcoma y que no atienda al látigo que ondea. Piero della Francesca, misterioso, abandonó San Sepolcro con el objetivo de combatir con su pincel las leyes de la percepción; no debe extrañar, por tanto, que la ceguera fuera su amiga y que lo acompañara amablemente hasta la muerte. Su Cristo maniatado a la columna no es una metáfora; tampoco Fu Tchu Ki sujeto a un poste, accesible al cuchillo y rodeado por espectadores que no lo miran a él sino a aquél que lo está manipulando, interviniéndolo en la rodilla. La tabla de Antonello da Messina, la madera de Piero y la fotografía -la instantánea- del homicida en oblación son tres objetos, acaso tres perspectivas de lo mismo, y, en consecuencia, fragmentos inanimados. El ánimo, como la anatomía, se funda en el concepto de tiempo. Salvador Elizondo en Farabeuf, donde la

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carne se hizo verbo, dice que “la concepción china de la anatomía se funda en el concepto de espacio, mientras que la nuestra se funda en la de tiempo”. El concepto mediterráneo de anatomía tiene que ver etimológicamente con el tiempo y sus acontecimientos; así, los diccionarios médicos están de acuerdo en que anatomía, en cuanto a derivación de «anatomé», significa corte o disección, y que como deudora de «anatémein», hay que entenderla como disecar, tal y como hizo Honoré Fragonard, descendiente de fabricantes de perfumes, contemporáneo de Napoleón Bonaparte, disecador y anatomista exquisito con algunas de sus taxidermias expuestas en el museo de la École de Vétérinaire de París, en Maisons-Alfort. El artista entendió que el tiempo, que su tiempo, que el tiempo que a él le afectaba carecía de consistencia si no era explicado como un trozo de algo a lo que él no sabía ponerle nombre, como tramo disecado o como detalle fotográfico. Que la fotografía era una hija de la anatomía le pareció una evidencia indiscutible después de la lectura de La crónica de un instante en una edición profusamente anotada por Eduardo Becerra. A partir de la erudición de las notas y recurriendo a librerías polvorientas y a rancias bibliotecas parisinas (con mayor frecuencia a la del 58 de rue Richelieu, con sus nueve cúpulas metálicas, a la de la place Royale, o place des Vosges, como a él prefería denominarla, y a la paredaña con la iglesia de Saint Julien-le-Pauvre, depositaria de los diez apocalipsis iluminados que pertenecieron a Pío Manfori) no le fue demasiado difícil hacerse con la bibliografía completa de Farabeuf y sus discípulos; recopiló cuanto pudo sobre la cirugía decimonónica y estudió todo lo que sobre anatomía humana se había publicado desde Andrés Vesalio en adelante. El artista dedicó tres años a los preparativos. Tres años ocupados en aprender lo que por entonces podía

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saberse del retrato fotográfico y en la adquisición de la maquinaria y de los materiales para practicarlo; fueron tres años dichosos de frecuentes sorpresas, de inversiones y de rechazos, de enfrentamiento inicial y de posterior sumisión de la luz. Varios miles de negativos quedaron impresos en su repertorio de cámaras; miles de placas entraron incólumes en su banco óptico y de él salieron manchadas por miles de cuerpos inertes que nunca le interesaron más que como apariencias, como formas mudas de bodegones sin contexto. Todos los retratos que hizo en este periodo de aprendizaje fueron retratos de enfermos; no buscó a sus posibles modelos en los hospitales ni en los asilos; no les preguntaba a los transeúntes si padecían alguna enfermedad, y en función de ello les pedía que posaran, sino que en cualquiera vislumbraba la presencia de alguna anomalía, de alguna tara, de alguna degeneración o descomposición, de algún rasgo que a sus ojos era necesariamente patológico. El diafragma de mi cámara, pensaba, es una de las puertas secretas del infierno, una de las bocas del gusano. La fotografía era para él un medio de destrucción a largo plazo, un acto con el que propagar una infección contagiosa; a sí mismo se consideraba el agente transmisor de una epidemia silenciosa: un mesías. Su galería de retratos, su álbum del mundo, su vitrina de trofeos, era un catálogo de cadáveres, de cuerpos deseados por los gusanos impacientes. Su laboratorio fotográfico, dijo el inspector jefe en el atestado, recordaba a un quirófano.

III [ETIMOLOGÍAS]

La autopsia, informaban los tratados que consultó el artista, es la acción de ver por los propios ojos: un asunto de la visión y, según anotó un veintiocho de septiembre en su cuaderno de notas, una rama olvidada de la óptica. Ver

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con los propios ojos, sin intermediarios fraudulentos, sin deformaciones ajenas, todo aquello que deseaba ser conocido. El artista quería ver a Fu Tchu Ki y preguntarle por la suavidad de las manos de la mujer de Ao Jan Wan; quería ver a Fu Tchu Ki en la plaza de Ta-Tché-Ko mientras le daban el primer corte en la piel; quería ver a Piero de la Francesca ya ciego y conducido, como un cíclope, por un niño, y también todo aquello que le estaba vedado: la química de los pigmentos y las entrañas de las cifras, la mecánica del pericardio y el agujero en el que se engendra la angustia. Pero los mismos tratados precisaban que la antigua «autopsía» había limitado su campo de acción a la visión analítica de los cadáveres; que ahora ya había que entenderla como el examen de un cadáver al que hay que diseccionarle los órganos con el único fin de establecer las causas que lo han conducido a la muerte: la autopsia se transformó en necropsia; en la contemplación y el despiece de lo muerto. Y el artista quiso ser Fu Tchu Ki mientras hería el vientre prohibido de la mujer de Ao Jan Wan y ser la misma mujer sintiéndose profanar por la muerte; y quiso ser el verdugo que hundió su cuchilla fría en Fu Tchu Ki y el fotógrafo indiferente al dolor que le detuvo al moribundo la sangre. El artista, además de a la fotografía, dedicó sus tres años de preparativos a la cirugía. Empezó metódicamente por la anatomía, aprendiéndose los nombres de todos lo componentes que constituían el cuerpo humano, su localización y su posición exacta, su función y su mecánica; continuó su aprendizaje autodidacta interesándose en los distintos aparatos y en los sistemas, adentrándose en el conocimiento preciso de cada uno de los órganos y sus relaciones, sabiendo por qué, cómo y cuándo eran o no necesarios. Las noches insomnes fueron el tiempo dedicado al estudio, reservándose las horas del día para el trabajo,

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para el ejercicio lúcido de la fotografía y la adquisición de los utensilios. Compró cuantos instrumentos de corte podían conseguirse en los almacenes de suministros de materiales de quirófano y en las ferreterías, en los anticuarios y en los domicilios de los estomatólogos jubilados. Consiguió algún bisturí fabricado por Anatole Collin, osteoclastos y collares hemostáticos de Lhomme, vendas de Kock y cuchillas convexas de Larreg, cánulas, sondas, tenazas, agujas de Vosenffaf y agujas bífidas, dos basiotribos inútiles y un amigdalotomo. Setecientas treinta y nueve piezas en buen estado formaban su colección, todas distintas y ordenadas por tipo y por tamaño; todas metálicas y por él minuciosamente afiladas y puestas a punto. También visitó los mataderos municipales y las carnicerías para saber cómo los matarifes descuartizan las víctimas y cómo los vendedores de carne deshuesaban con sus cuchillos de destazar a los animales tronchados. Se interesó por la taxonomía y por la etimología y por ella se informó de que la palabra cirugía aludía a todo trabajo manual, a cualquier acción que procurara la ejecución de una obra con las manos, así fuera moldear el barro buscando una figura, amasar la harina para hacer el pan o apretar un cuello hasta asfixiar; también se enteró de que el adjetivo quirúrgico significaba originariamente lo mismo, aunque después se admitiera que ese trabajo no tendría porqué ser exclusivamente manual, pudiendo ser realizado con el auxilio y la mediación de instrumentos apropiados, así fuera labrar una piedra con un cincel hasta extraerle un Moisés, manuscribir un breviario (o un Manual de técnica quirúrgica o un Manual de podredumbre o un Manual de pintura y caligrafía si el calígrafo se llamara José Saramago) o tensar un arco para saetear a un Sebastián maniatado al muñón de un árbol. Un acto quirúrgico fue, según esto, crear al hombre, tanto cuando se escupió en el polvo y

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con esta masa húmeda se fabricó una forma como cuando, según Michelangelo Buonarroti, el dedo de tal vez la misma mano le insufló a la sustancia, ya conformada pero aún inerte, el ánimo: es decir, la capacidad de moverse según su voluntad, de detenerse ante la furia de Aquiles y huir a Troya. Pero la cirugía moderna no puede prescindir de la idea de corte: abrir para ver e intervenir sobre el interior y extirpar lo sobrante, la ciencia de la supresión de lo enfermo, de lo que ya quiere regresar a la tierra a la que pertenece. Según aquella teoría genética y esta concepción de la cirugía, descubrió el artista, la creación de la mujer fue otra acción quirúrgica: se extirpó un trozo de un cuerpo, costilla o corazón, para con este material moldear otro cuerpo distinto, un objeto a partir de lo sobrante de otro objeto, una realidad a partir de otra realidad previa. Al artista no le pasó desapercibido que la fotografía, se mirara desde donde se mirara, tenía asuntos comunes con la cirugía y vinculaciones con la genética: la mano ejecutora, el dedo animado, la segregación y la inauguración de la parte, el parto de lo monstruoso. Entendió la fotografía y la cirugía como formas afines de oposición al tiempo, aunque no supo resolver la contradicción de que la técnica común a ambas disciplinas bélicas que es la amputación se revelara como una de las estrategias de invitación y de aceleración del tiempo: como una forma de la curiosidad. También pensó en la agonía, en la negación de la génesis, en la restitución de las cosas a su origen. La agonía era el proceso que perseguía el equilibrio, la instauración de un orden que había sido alterado, la anulación de lo artificialmente apartado, la parálisis definitiva de lo animado. Que toda cirugía, de una manera u otra, conduce a la agonía fue desde entonces un fundamento de su razón y un mandamiento sagrado de su actividad delictiva.

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IV [AB INTROMISSIO MEMBRI VIRI AD EMISSIO SEMINIS INTER VAGINAM]

El artista no conocía las entrañas de ninguna mujer cuando leyó Farabeuf o la crónica de un instante; tampoco cuando se aprendió la Introducción al estudio de la medicina experimental del fisiólogo francés Claude Bernard, la misma obra del catedrático de La Sorbona en la que Emile Zola se basó para desarrollar su teoría de la novela experimental. Desde que se ensimismó con Farabeuf experimentar fue su verbo, someterse a las pruebas con las que su imaginación extraviada lo iba tentando, llenar de experiencias una existencia hasta entonces vacía de las emociones que quiebran los rumbos banales e inauguran expectativas. El artista se adentró en los misterios de la fotografía y en los vericuetos de la cirugía con el propósito de experimentar y, sobre todo, por intervenir en el presente, movido no por la voluntad de variar su curso sino tan sólo para sentirse tocado por él, inmerso en él, como quien introduce un dedo en un lago no para vaciarlo sino para así sumergido sentirse uno con en él. Como necesitaba un escenario adecuado compró una finca de mil hectáreas sembradas de olivos y acotada por una malla de alambre y espino. En el fondo, al final del único camino, sobre un otero, se levantaba la hacienda que, una vez reformada y abastecida, utilizaría como laboratorio. En el patio que daba al jardín proyectó y construyó una sala hipóstila abierta por dos de sus lados, de planta cuadrada y de tres vanos, sustentada en cada uno de los laterales diáfanos por cuatro columnas corintias de mármol con los fustes acanalados. En los muros, a eje con los intercolumnios, abrió tres puertas: las del fondo daban, una a la escalera y dos al taller de fotografía; las tres de la derecha accedían al almacén de los utensilios quirúrgicos. Soló el interior de la construcción con mármoles blancos

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y negros, despiezados para que bajo siete de los nueve cuadrados en los que las vigas y los umbrales ficticios dividían el espacio pudiera dibujarse una estrella incrustada en el suelo; en el cuadro central levantó con dos escalones una tarima y subió a él un sillón imperial de madera, y en el de enfrente sustituyó la estrella por un círculo oscuro e izó en su centro otra columna, igual a las portantes de la galería pero de menor dimensión. El exterior, también según una trama en cuadrícula, lo pavimentó con losas cerámicas. A este palio de piedra fue adonde las llevó a todas. A la primera mujer la conoció en la sala de espera de la consulta privada de un dentista barato. Buscando consuelo Adela Oliván se dejó seducir por el artista y prefirió irse con él a tomarse un café al bar de la esquina antes de dejarse horadar la muela izquierda del juicio. También aceptó, frente a la alternativa de una compota aliñada con el vinagre de la soledad, una cena caliente en un restaurante alumbrado con velas, y no tuvo dudas cuando él le propuso que lo acompañara a su hacienda campestre a disfrutar de una noche inaugural de despropósitos y desafueros. Cuando llegaron al dosel aparente la desnudó con ternura y la ató a la columna. Adela Oliván no se resistió: dejó que la dirigiera, que le cogiera las manos y se las anudara abrazando de espaldas el fuste, que le anillara los pies a la basa y que con un pañuelo de seda sujetara su cuello al capitel, aunque quizás tiró demasiado hacia arriba, pues Adela ya no pudo abrir la boca cuando quiso gritar. Adelaida Gavín tampoco se resistió, ni Adriana Tramacastilla, ni Andrea Bubal, ni ninguna de las que convenció en los parques o en los centros comerciales, en las iglesias o en los teatros, para que lo acompañaran a su casa a conocer algo que esperaban que en los gestos se pareciera al amor. Fueron treinta y siete mujeres de edades dispares, todas, casadas o solteras, con novios rijosos o vírgenes, sin esfuerzo vencidas por el

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convencimiento de que por fin habían encontrado al hombre que tanto tiempo llevaban buscando y que ya no dejarían escapar, al que no renunciarían aunque cuando habían entrado en la logia del patio él les pidiera que lentamente se fueran desnudando mientras las vigilaba sentado en su trono. Adelaida Gavín, riéndose, divertida le iba lanzando cada una de las prendas de las que se desprendía, primero un zapato y luego una media, ahora la falda y después la camisa, satisfaciendo un capricho al que nunca fue receptivo el novio apático con el que, por evitar un escándalo, aquella mañana se había casado; Adriana Tramacastilla, porque esa noche soplaba fría la brisa del norte y no quería resfriarse, exigió quedarse calzada con sus tacones de aguja y, mientras pudo, se negó a quitarse el anillo; Andrea Bubal, quizá una copia de la mujer de Descanso en la huída a Egipto que pintara Gerard David, fue una de las que al abrirse la blusa se ruborizó porque no llevaba ropa interior. Assumpta Yésero no encontró explicación a por qué el artista después de atarla no empezó con las caricias y a lamerle los pliegues, y sin embargo se fue por la puerta del fondo y volvió con un trípode al que atornillo una cámara; Aurora Borau no comprendió la tardanza del artista cuando después de colocar frente a ella su cámara volvió a dejarla y vino empujando un carro de acero pulido que tenía cuatro bandejas repletas de instrumentos metálicos que ella nunca antes había visto. Águeda Abay cerró los ojos cuando vio al artista ponerse unos guantes de látex, coger un bisturí que parecía un pincel insensato y encaminarse, muy serio y soturno, hacia ella. Ana Fanlo, viuda reciente de un ferroviario, se encomendó a un santo de su devoción cuando el artista le dio el primer corte entre los pechos pequeños, una línea perfecta sobre su eje de simetría. África Riglos, a quien desde que cumplió siete años nadie había visto desnuda, empezó a comprender qué sucedía y a

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intuir su escasez de futuro cuando una gota de sangre le salpicó en los pies después de estallar en el suelo. A Anastasia Siresa el artista le clavó la primera aguja hipodérmica tras haberle extirpado las uñas de los cuatro dedos meñiques; tuvo más suerte que Antonia Izarbe, a la que le inyectó el anestésico cuando sus pezones inermes hacía tiempo que se agrietaban rotos en una bandeja. Ausonia Barbastro se desmayó cuando le cercenó por las muñecas las manos, y ya no volvió a despertarse, por lo que el artista anotó en su cuaderno que con ella no había tenido éxito; pero luego añadió que el éxito no es más que una puerta, la misma salida latina que justifica que en los expedientes hospitalarios a los muertos los identifiquen con el apelativo «exitus». Angustias Biescas, formada en el Colegio de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús, también llegó al fin por error: el artista le clavó un puñal hasta las cachas en el corazón porque ella, de modo imprevisto, estornudó cuando él comprobaba la elasticidad de su pecho. Aya Loarre, la decimoctava, la única que no quiso caviar en la cena, la única que no usaba pendientes, fue a la única a la que pudo amputarle todos los miembros antes de expirar sin un estertor. Todas, según puede verse en las fotografías, murieron con los ojos abiertos en contra de su voluntad y por culpa de los blefarostatos, de ese artilugio mecánico, tan útil en ciertas operaciones oculares, que sirve para sujetar abiertos los párpados. El artista se los ponía cuando ellas cerraban los ojos para no verlo de nuevo venir con otra cosa punzante y cromada que brillaba a la luz de los focos. A él, que nunca fue presumido ni buscó para sus actos testigos, le era indiferente que ellas fueran o no espectadoras de sus prácticas de cirugía, que miraran o no a su cámara mientras las fotografiaba cada vez más incompletas: si les ponía los blefarostatos para mantenerles subidos los

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párpados era porque sabía que los ojos abiertos eran un signo de vida, y prolongarles la vida, o como ese estado pudiera denominarse, era uno de sus propósitos; al fin y al cabo, pensaba, también la cámara está viva sólo durante el instante en el que abre su párpado y se deja profanar por la luz. La que más le duró, la que ostenta el récord de pervivencia, es Alcurnia Sorés, que a los tres días cumplidos y siete horas con doce minutos dejó de palpitar entre una madeja de tubos que desde los goteros le suministraban litros de líquidos que ella iba perdiendo por sus cien orificios distintos, alargados y oblongos, con forma de estrella o irregulares, superficiales o dejando entrever el tétano de los huesos. De Alcurnia Sorés era el cadáver que el perro descubrió sepulto bajo el ciprés del jardín, el único de los cuerpos viviseccionados que junto al tronco decapitado y sucio de tierra tenía una bolsa de basura que contenía, como pecios, el repertorio de miembros amputados y los restos de carne que ni el forense ni el cirujano plástico supieron recomponer para que en su ataúd Alcurnia tuviera apariencia de muerta.

V [NEGACIÓN DE LA PIEDAD]

El artista no se acostó con ninguna; a todas evitó tocarles el órgano reproductor. Su bisturí siempre se detuvo a unos centímetros del pubis, tal vez temiéndolo. A todas las respetó y su crueldad, pensó por la noche el forense mientras acometía a la enfermera de guardia, quizá tuvo algo de amable. Nunca llegó a utilizar el fórceps ni los basiotribos. Nunca actuó por deseo ni se excitó contemplando el dolor que causaba. El artista nunca disfrutó con el sufrimiento de las treinta y siete mujeres, pero tampoco fue sensible a las debilidades de la compasión, ni siquiera con Águeda Tena, que era poco más que una niña y que sólo accedió

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a acompañarlo a su casa cuando le prometió que le regalaría una autómata de porcelana. La piedad, como demostró Marcel Duchamp, es incompatible con la ciencia, y también, según escribió el artista en su diario el trece de julio, con las pretensiones del arte. Pero no eran la ciencia ni la emoción lo que el artista iba buscando, sino el simple ejercicio de una práctica que había descubierto por azar, pues si aquel día en la librería en vez de haber comprado Farabeuf o La crónica de un instante hubiera elegido de Calístenes Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia, o los Esbozos pirrónicos de Sexto Empírico, otros, acaso no menos graves, pero de cualquier manera distintos, hubiesen sido los acontecimientos. Podría, por ejemplo, haber continuado haciendo pan la panadera Atónita Ansó en su panadería de lujo o Alma Añisclo dándole a su hija la leche de sus pechos nutricios en vez de habérsela ofrecido al artista, que no quiso probarla. Si Salvador Elizondo no lo hubiera tentado con la versión de la muerte que es la fotografía los futuros tratados de anatomía no podrían disponer para ilustrarse de treinta y siete archivos de imágenes ordenados alfabéticamente, de ocho mil trescientos catorce retratos de treinta y siete mujeres desarmadas y anudadas a la columna exenta de un atrio. Ocho mil trescientas catorce fotografías, algunas borrosas por la luz deficiente o por malos enfoques, ordenadas según la cadencia de los quince minutos exactos con la que el artista efectuaba cada disparo. Si Salvador Elizondo no lo hubiera tentado con la aproximación a la muerte que es la cirugía, treinta y siete mujeres seguirían enteras esperando al hombre que viniera a redimirlas de una vida sin alicientes: Atenea Ayerbe se estaría pintando las uñas antes de irse a la ópera, América Graus impartiría sus clases de geometría descriptiva y Almudena Bolea volaría hacia Santo Domingo soñando despierta con las acrobacias inverosímiles de algún mulato

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que quisiera hundirse con ella en la cama para hacerle el favor de abrirle la puerta. Si Farabeuf hubiese sido arqueólogo o si Fu Tchu Ki se hubiese conformado sin la mujer de Ao Jan Wan, el artista no habría puesto interés en escudriñar con objetos cortantes la intimidad de los cuerpos ni le importaría cuánto pueden vivir mientras son mutilados, cada quince minutos un corte, una tira menos de piel, una falange, una tenaza mordiendo esa articulación que se resiste a romperse, una cuchilla seccionando el tendón del que aún se sujeta este miembro. Si la madre de Augusta Oza no hubiera echado de menos a su única hija, que ya llevaba tres días sin regresar a su casa, sin volver al piso en el que juntas vivimos, aunque ya le he dicho que sólo salió para a apaciguar al perro, que llevaba toda la tarde ladrando, queriendo comerse el teléfono, acosándome sin tregua por todas las habitaciones, hasta que tuve que esconderme en el dormitorio y echar el cerrojo, y esperar en el balcón a que Augusta subiera a liberarme. Ayer, tres noches después de que Augusta bajara con Cándido, salí desesperada a buscarla por este barrio de criminales, y como no la he encontrado, vengo a la comisaría a denunciar que he perdido a mi hija, a exigir que ustedes la busquen, a que pregunten a los transeúntes si han visto a una muchacha, a esta de la fotografía, que lleva una falda celeste y una blusa azafranada. Si interrogan al dueño del pastor alemán que pasea por el parque les dirá que sí, que él se fijó en ella por su caminar de gacela zoológica y por la generosidad de su escote, y que la vio sentarse en un banco, en aquel que hay bajo el laurel, junto a un hombre siniestro, y que el perro se escapó de la correa y ella no hizo nada por atraparlo, y que al rato se levantaron y se fueron de la mano por la avenida de tilos, y que los siguió porque ese era también su camino, y entonces pararon un taxi. Cuando localicen al taxista él los conducirá a la finca que hay en un desvío de la

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carretera del río y, como nadie les abrirá la cancela, uno de ustedes tendrá que arriesgarse y saltar la verja y abrirla, y caminarán por el sendero de tierra hasta encontrar la casa que hay al final, que no tiene pérdida, y después de discutir sobre la conveniencia de derribar la puerta o de romper una ventana, cuando decidan quien va a ser el primero en trepar por la tapia, aterrizarán en un patio desde el que verán, bajo un soportal, a un hombre desnudo y sentado en su cátedra, ya comido de moscas, con un charco de sangre a los pies y enfrente de una cámara fotográfica ensamblada en un trípode, todavía enfocándolo.

VI [APOSTASÍA DE LA ESTERILIDAD]

El carrete que contenía la máquina estaba automáticamente rebobinado. Treinta y seis fotografías. Cada una registrando el primer instante de treinta y seis fragmentos de tres minutos de duración. Un acto de algo más de una hora y tres cuartos resumido en un segundo mecánico. Un segundo de treinta y seis partes de luz suficientes para contar una historia, una última acción. En la primera veo al artista desnudo y sentado en el sillón de las contemplaciones y de las decisiones desde el que planificaba cada intervención quirúrgica, en el que esperaba a que cada herida, a que cada prospección, a que cada extirpación de lo superfluo causara sus efectos sobre ésta que ahora desea que la muerte venga de una vez por todas a degollarla. Está rígido, erecto, empujando con la espalda el respaldo, con la cabeza firme mirando al objetivo, con los brazos caídos y las piernas entreabiertas, enseñando un sexo flácido y derramado. A su derecha hay una mesa cubierta con un mantel de hilo que por debajo deja ver dos patas cilíndricas con ruedas; sobre ella hay cuatro bandejas de acero cromado: en una están los instrumentos cortantes, las tijeras y los cuchillos y las sierras; en la de al

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lado hay distintas variedades de pinzas, de tenazas y de lañas; en otra asoman las puntas de las agujas y cuatro jeringas henchidas a la espera de inocular su fármaco; en la otra, algunas gasas, algodones para empapar y vendas que nunca van a ser utilizadas. A su izquierda hay otra mesa, también pequeña y muy próxima a él, ésta con un trapo cárdeno, como de terciopelo, con una única bandeja en el centro, dorada y redonda como una patena. Ante esta primera fotografía no tengo duda de que el artista está posando, como presentándose. En las treinta y cuatro siguientes es un actor vanidoso, tal vez representando algún personaje aún no descrito por la tragedia. En la última, en esta que apenas puedo sostener, el artista ya lo ha dicho todo: ha expirado. Si hubiera más, si otro carrete hubiese registrado los sucesos posteriores, sólo variarían las sombras y la cantidad de sangre acumulada en el suelo, la forma y la extensión de la mancha, el tamaño y el rojo del coágulo que descubrí cuando entré en el escenario, el número y la satisfacción de las moscas que abrevaban en él. En la última fotografía, en la que resume su agonía y que tal vez argumenta treinta y siete sacrificios, que aunque no los justifica quizás pueda servir de explicación a otros forenses, el artista tiene la cabeza vencida sobre el pecho y los ojos entornados. En esta última fotografía, en esta imagen atrapada en el papel que ya no puedo mirar, en esta estampa habitada por aquellas moscas que no pude espantar, por aquellos gusanos que desde el jardín avanzaban voraces hacia el suicida, aún rezuma aquella nausea, aquella podredumbre, aquella catástrofe. En este epílogo hay un escroto abierto y vacío y dos testículos negros poniéndoles ojos a una patena dorada: hay dos testículos de alguien que se ha castrado hay dos testículos para que merienden las moscas obesas hay dos testículos tres minutos antes desenfundados hay dos testículos muertos hay dos testigos.

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LA LÓGICA

Sobre la encimera, unánimes, embutidos en un soporte de cedro, había seis de una pieza, continuas la empuñadura anatómica y la cuchilla, fundidos en un molde sin suturas, homogéneo el acero inoxidable y mansos. Los tres más grandes y largos escondían la hoja en las hendiduras superiores; los tres más humildes, uno de ellos con los dos filos cortantes, en la fila de abajo. Cerca, al otro lado del fregadero, bajo la paletilla ibérica, apenas visible entre el paño que lo cubría, sincero, magro, casi hilo, el cuchillo de laminar el jamón, sometido periódicamente a la piedra molar, flexible y conocedor de la herida. En el primer cajón de la derecha, separados en recipientes, los de la cubertería de uso diario: doce comunes con la punta redonda, útiles tanto para la carne como para el pescado, y también para extender sobre una rebanada de pan crema de cacahuete, o para apoyar en ellos los guisantes que resbalan del tenedor, o para disolver, cuando ya no quedan cucharas, el azúcar de la

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infusión; doce, que algunos llaman pala, poco eficaces para descomponer en el plato los peces, simples consuelos, siempre reacios a hundirse en el lugar elegido, torpes con las espinas, hemipléjicos y extraños; once de postre, echando de menos al que tal vez cayó al cubo de la basura oculto entre los restos del cumpleaños. En el segundo cajón de la derecha, inmediato al anterior, desordenados, los quince cuchillos provisionales de cocinar y el hacha de carnicero para quebrar los huesos difíciles, todos, menos uno que casi lo iguala en dimensiones, también triangular, gobernados por el que compraron en Hamburgo, de treinta centímetros el cateto mayor y siete el ortogonal, levemente convexa la hipotenusa, con la marca del fabricante impresa en las caras y el mango de madera lacada con negro, sujeto al metal por cuatro roblones dorados. Dos eran los diferentes cuchillos del queso, uno de ellos, el de silueta de rinoceronte asiático, con aspiraciones de tenedor; dos eran también los que habitualmente se empleaban para trinchar la carne servida en bandeja: solomillos, corderos al horno, faisanes enteros, medias costillas y piernas; el del pan era de sierra, con el puño de plástico, como los tres de pelar las verduras, iguales y dispuestos a desollar las patatas y las zanahorias, los calabacines y, en su caso, las berenjenas de Almagro, pues para ser partidas en rodajas, en tacos, en tiras, abiertas en canal para acoger el relleno, había otro cuchillo más adecuado, preciso, de envergadura intermedia; para conocer por su forma y sin dudas la función de los cuatro restantes habría que consultar las instrucciones de un manual, aunque uno de ellos, el de cachas azules, era el preferido para desmenuzar los ajos pelados, y otro, el curvado hacia arriba, era el que se utilizaba tanto para escamar los besugos como para lañar las sardinas, y otro, al que también se recurría para desenroscar los tornillos urgentes, era el de destazar. Además de estos ciento cincuenta

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y siete cuchillos y un hacha, en otro cajón, enfrente del lavavajillas, junto al cascanueces, había otros siete de propaganda, toscos y débiles, encontrados en los contenedores de detergente y en las ofertas de la sección de conservas; en este mismo cajón marginal, tendidos junto al haz de las pinzas y las tenazas para el marisco, flanqueados por los pinchos para sacarle la pulpa a los caracoles, media docena de los de descerrajar ostras, y revueltos con las agujas de las brochetas y los bidentes, tropezando con la cuchilla redonda de trocear la masa de las croquetas y con el cuchillo cilíndrico de descorazonar la fruta, otros cinco romos, si todos cuchillos estrictos fueran, como son los veintidós que aún quedan en la cocina, unos extraviados en los armarios, perdidos en los estantes de la vajilla o en el de las cacerolas, y otros, ya en desuso, restos de las cuberterías que no se tiraron completas, sepultados en una caja olvidada, desterrados en una alacena de la despensa. En el comedor, en su estuche de terciopelo, ilustres en cinco bandejas, perfectamente alineados y verticales y alternos, residen las cuatro docenas de cuchillos de la cubertería de fiesta, de la cena de gala con candelabros, más los de servir, que son cinco, incluido el de la tarta, más cimitarra que alfanje, más adorno que arma ofensiva. También en el aparador, en su urna, estólidos, se guardan los dos cuchillos de plata maciza que un familiar, en un paquete certificado que llegó siete meses después, les mandó desde Potosí como regalo de bodas. Expuestos en el salón principal, en una vitrina con llave, se exhibe la colección de puñales y dagas, trece enfundados en sus vainas y dieciocho, por tener las hojas labradas, unas veces con las iniciales de sus propietarios antiguos y otras con arabescos, mostrando su punta aguda y enhiesta. Los cuatro machetes, la archa, las tres hoces que sirvieron para segar y los tres hocinos para podar, cuelgan inocentes de las paredes

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del despacho doméstico del magistrado, sobre los veinte abrecartas que hay en el lapicero, frente a la armería de imitaciones triviales que decora la pared paralela: espadas, floretes, sables, estoques, garrachas, una bayoneta y una ballesta, hasta sumar otras diecisiete cosas que recuerdan al espectador, al visitante, a la asistenta, al centauro, al residente, al manierista, al cartero, al minusválido, al vecino, al delirante, a Benvenuto Cellini, al sacerdote que vino a dar la extremaunción y a los dos monaguillos que lo acompañaban con los óleos y el viático, la posibilidad de matar. Las navajas las guardan en el dormitorio, en el altillo del armario ropero, en un cofre de mimbre, envueltas en gamuzas empapadas de aceite, cada una dentro de una bolsa de plástico que lleva adherida una etiqueta que informa sobre el tipo, las dimensiones, los materiales, el lugar y la fecha de adquisición, las treinta y nueve con sus engranajes puestos a punto, las automáticas en las que hay que desplazar un cerrojo, una pequeña palanca que las despierte, y las elementales, criaturas exigidas por los bolsillos. Todos saben que están allí a la espera, fingiéndose remotas e inaccesibles, aguardando a que alguno de ellos coja una silla, un taburete, que desplace una mesa de noche, que aproxime la cama, que apile una columna de libros y se suba y abra la puerta y el cofre latente y sin llave. Entonces, si son más de trescientas, dos por metro cuadrado, al menos sesenta y seis por cabeza, ¿por qué se extrañó la madre cuando el hijo, después de aprovisionarse en la ferretería del garaje, con un berbiquí y un cincel quiso extraerle la piedra de la locura, ese cálculo que le había ido cuajando en la frente sin que ella fuera consciente? ¿Por qué se sorprendió el hijo cuando el padre probó la estabilidad de su pulso, la precisión lineal del dibujo, el filo del bisturí en el cuello adolescente? ¿Por qué se asustó el padre cuando la hija, la luz de sus ojos, la alegría del atardecer, le

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hundió las tijeras de costura en el centro del vientre y la lima de uñas, porque no supo estarse quieto, en el omoplato, equidistante del húmero y la clavícula? ¿Por qué, sabiendo que al final tropezaría y sería alcanzada, huyó la suegra cuando su yerno la persiguió escaleras abajo sujetando dos moldes de tejedora a modo de banderillas? ¿Por qué el nieto se hincó de rodillas y comenzó a suplicar al ver que su abuelo ya sostenía la flecha en el arco tensado y le apuntaba entre las cejas? ¿Por qué a la nuera le temblaron las piernas, los brazos inquietos, la lengua en convulsión, al sentir que la lanza de la armadura que protege el zaguán le entraba por un costado empujada por alguien con quien convivía? ¿Por qué no entendió la hermana que su hermano le seccionara los dedos, el marido que su mujer lo trepanara, la abuela que el nieto intentara desenrollarle el laberinto de los intestinos, la hija que su madre quisiera ver el color de sus vértebras, el padre que su hijo quisiera medirle, palparle el corazón? ¿Acaso sesenta y seis por cabeza no son suficientes para explicar que se desencadenara la guerra definitiva?

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LIBRO II

ACERCA DE LOS ÁMBITOS



EL ÁMBITO SEGÚN MARÍA ANTONIA GÓMEZ DE ACEVEDO

Primero fueron las vísceras, los corazones enteros apiñados en conos, los hígados múltiples y oscuros derramándose por los mostradores, los riñones manchados en el centro con grumos de grasa, las tripas vacías esperando el relleno en los lebrillos. Ya desinflados, los pulmones colgaban de ganchos de acero, sujetos por la tráquea y los bronquios exangües; debajo, las lenguas, como embutidos, estaban flotando dispuestas en grandes bandejas oblongas y mudas. Alineadas, en formación militar, había cabezas de cerdo con los ojos abiertos y algo extraviados, con las orejas flácidas y atentas. Había cráneos de cordero abiertos por la mitad, aserrados con precisión por el eje de simetría, con su medio cerebro que ya empezaba a arrugarse. Había terneras descuartizadas, trozos informes de buey, carnes abarcando todas las gamas del granate, todos los músculos y un repertorio de huesos distintos suficientes para armar cualquier animal. Había cuchillos, grandes cuchillos amenazantes y cuchillos pequeños, híbridos del

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bisturí y del hacha, como armamento para la herida profunda y para la cirugía sin anestesia, cosas cilíndricas en las que afilar, máquinas trituradoras que evacuaban gusanos y un cubo lleno de sangre y una cuba con los desperdicios. Después estaban los puestos de fruta, las verdulerías y el tránsito de las tres de la tarde. Un kilo de plátanos; unos melocotones; uno de naranjas. Piensa en un zumo de naranjas y en acostarse un rato antes de volver al trabajo. Hace demasiado calor para cualquier otra cosa, para evitar la repulsión de las carnicerías y la fetidez de la muerte pudriéndose. Si no fuera por el zumo habría ido directamente a su casa sin pasar por el mercado, hubiera dejado el bolso tirado en el zaguán, me habría desnudado en el pasillo aunque las celosías estuvieran abiertas y quizá, al pasar frente a la puerta de la cocina, ya estaría soñando. Duda y cambia melocotones por granadas para recrearse en el rojo manchándole los labios. Piensa en el cristal y en cuando lleguen las cinco. A las cinco de nuevo la invención de la arquitectura, establecer la defensa y repartir los lugares de las batallas, y es ahora que las bolsas le pesan y no puede sacar el monedero cuando se convence de que debe subir el zócalo siete centímetros, añadir un peldaño, girar el ángulo para que la luz triste del norte no los humedezca. Poner hielo suficiente en una copa, verter el líquido impuro mientras con los dedos me alimente de la pulpa. Ir también al baño sospechando que quizás una ducha; pero mejor, por si sueña con el infierno y suda, dejarla para después, para cuando me levante y necesite reconciliarme con la vida. Está amargo; un poco de azúcar y se lo lleva al dormitorio. Entra el día en rayos paralelos y ella, sólo por geometría, querrá alinearse ordenadamente en la cama, las piernas siguiendo el dibujo lineal de las sábanas y los brazos como si se dispusiera a ser crucificada. Primero es la falda que baja hasta la rodilla; allí la coge y sale de ella como

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de un pozo, inclinándose, liberándo un pie inestable, extrayendo después el izquierdo, y luego la braga pequeña, que también la incomoda, que todo se me está haciendo largo y ya insoportable. Ahora es la blusa que cae al suelo y lo enturbia. Sólo queda un anillo de oro, los zapatos y, ya descalza, las horquillas. Sin metales se dobla en el espejo y gira y se completa. Estas vacaciones me doraré al sol desnuda porque no me gusto con el pecho dividido, porque me siento vasija a medio cocer y prefiero la piel sin accidentes traumáticos, sin líneas divisorias, todo tangencias, lugares en los que no saber si se acaricia el muslo o la cadera, el vientre o el costado. A mi padre le gustaba sentarme en sus rodillas y acariciarme la nuca con su dedo. El último sorbo y olvidarse con el frío deshaciéndosele en la boca. María Antonia Gómez de Acevedo se acuesta y la luz se pliega y se curva, se retuerce mientras le toca el cuerpo sin que a ella le importe. Hubo manos peores, otros tactos indelebles. Se duerme y no sabe que un ámbito gigantesco, que un ámbito negro y silencioso, que un ámbito impaciente y babeante, que un ámbito homicida y soberano debajo de la cama la espera al acecho y la vigila.

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EL ÁMBITO SEGÚN FERNANDA LADRONDEGUEVARA

Cuando Fernanda Ladrondeguevara entró en su habitación sintió en sus pechos la leve presión de unas manos, que algo o que alguien le desabotonaba la blusa y que delicadamente le levantaba la falda, le quitaba toda la ropa y, sin pedirle permiso, la tendía boca abajo sobre la cama. Era viernes. No estaba desnuda, que aún la protegían sus dos calcetines de rombos celestes y grises y los zapatos azules del uniforme. No había nadie de quien huir. Se sabía la tabla periódica con los isótopos, los ríos que desembocan en el Cantábrico con sus afluentes más caudalosos, la dinastía de los Austria, los títulos de las obras de Miguel de Cervantes, algunos poemas de san Juan de la Cruz, el catálogo completo de los pecados contra la carne y gran parte, aunque se equivocara en el orden, de la letanía lauretana. Le pareció que debía levantarse a entornar las ventanas y a dejar la diadema escolar en la cómoda. Entonces sintió cierto temblor, un estremecimiento desconocido, y temió que su madre la sorprendiera y le hiciera preguntas amenazantes que no sabría responder, y cerró

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con cerrojo la puerta. No sabe si Urbano VIII era Barberini o Pamphili, si Intolerancia transcurría en Babilonia o en Ecbatana, si san Oswaldo fue rey de Inglaterra o un noble nacido en Borgoña, si el eneldo es carminativo o diurético, si el demonio, cuando llegue la hora, se le manifestará como íncubo o súcubo, si de un empujón su madre podrá derribar la puerta cuando la oiga gemir. Como el ámbito se impacientaba, ella quiso aplicarse como buena estudiante con sus deberes y se entregó a la aventura inclinada, con los ojos abiertos, apoyando las manos en la luna del armario ropero. Fernanda Ladrondeguevara ignoraba que no todos los ámbitos tienen aficiones idénticas: que a otros les gusta hacerlo tendidos o en posiciones aerodinámicas.

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EL ÁMBITO SEGÚN CLAUDIA, ALUMNA EJEMPLAR

Los cursos de inglés en el extranjero son muy propicios para el contagio. Las heridas que deja en la mano la fusta de tu tutor, las largas y redondas heridas que abre en las nalgas la vara nocturna del profesor de gramática que, porque en su clase no has sabido decirle el pretérito imperfecto ni el subjuntivo de yacer, te exige que después de la cena vayas a su despacho a recibir el castigo por tanta ignorancia, por tu desinterés cuando él tanto te quiere, y cuando atiendes su orden solícita y llamas a su puerta con los nudillos ya te tiemblan las piernas, sin sospechar que esta turbación, cuando ya estés dentro, facilitará el que te baje la falda y entonces te haga tumbarte en el sofá y comience a azotarte, diez golpes porque siendo tan guapa me temes, diez golpes porque eres muy dulce, diez golpes suaves porque bajas los ojos cuando llego a tu lado o porque te apartas cuando nos cruzamos en los pasillos estrechos, y luego arrepentido y amable quiera besarte las llagas y lamerte la

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sangre, entonces, Claudia, bien lo sabes, no hay salvación. De nada te sirve el pudor ni el desamparo, de nada las conversaciones durante el recreo ni la lima de uñas que escondes en tu mano menuda, de nada el juramento que siempre te haces de no volver a ceder ni a sonreir cuando en clase, porque quieres, trabucas los tiempos verbales. En ese momento en que su baba académica toca tu piel encarnada, en el instante en el que la lengua que sabe conjugar todos los verbos se posa en tus heridas, es cuando el ámbito aprovecha para introducirse en tu cuerpo con el firme propósito de no abandonarlo jamás.

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EL ÁMBITO SEGÚN LA HIJA DE SIR JHON FREINCHBACH

El ámbito, al contrario que la tórtola, es libidinoso y, en consecuencia, no sirve como ofrenda de purificación en el templo. Dice el salmo que alaba la castidad de la tórtola que la inmundicia del ámbito jamás podrá ser redimida. En el génesis fue castigado. Su lujuria no conoce límites; su inclinación hacia el pecado mortal es desmedida. El ámbito es la heráldica del infierno, la enseña luciferina. Hay teólogos que defienden que al arcángel Gabriel lo inventaron para que se enfrentara a sus propósitos, y que a pesar de su origen divino salió derrotado. Ha suscitado las más ásperas controversias papales, inspirado las más aberrantes herejías, conducido a la perdición a las mujeres más pías, abocado al abismo a los hombres más fuertes. Es adorado por todos aquellos que sienten el peso de plomo de los genitales y no se atreven a usar el remedio de las tijeras. Fue amigo de Helena de Troya mientras huía de Menelao, compañero en el desierto de la soledad de Abu Béker, inspirador

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de Simón Mago y corruptor de la fe y los sentimientos del cónsul británico en Alejandría. Su hija fue buena hasta que una tarde Sir Jhon Freinchbach la sorprendió desnuda echando la siesta. Su hija era inocente hasta que el cónsul quiso avisarla de que se aproximaba la hora de la recepción oficial y de que debía empezar a vestirse el traje de tul, que hoy era un día distinto y quizá debiera estrenar los nuevos pendientes de su cumpleaños y aquellos guantes celestes que contrastaban con los tapices. Traicionando el protocolo y las normas elementales de educación, como quería tanto a su hija adolescente, a su niña pequeña y sin mancha, a esta huerfanita de muslos de nácar tan ajena a su madre, abrió sin llamar la puerta del dormitorio y sin saber que allí estaba el ámbito agazapado, esperándolo para que presenciara el espectáculo. Sólo el suicidio puede librarnos de su memoria. Para olvidar las acrobacias que el ámbito ejecutó sobre su hija, la violencia de las embestidas y la alegría con la que Marie Christine las recibía, Sir Jhon Freinchbach utilizó contra sí mismo un abrecartas mellado.

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EL ÁMBITO SEGÚN MICHÈLE, LUCIANA Y OTRAS DE SUS VECINAS

¿Quién os defenderá de la acción implacable del ámbito? ¿Quién evitará su infección contagiosa? El ámbito, como el unicornio, tiene un cuerno helicoidal y los buenos modales de los aristócratas toscanos. Los domingos al amanecer, después de las abluciones, espía con el telescopio a las vecinas que vuelven borrachas de la noche de fiesta y que se desnudan incautas tras las ventanas abiertas. Entonces se pone la capa y sale al balcón, se humedece la punta del dedo y averigua la dirección de los vientos antes de dejarse caer al vacío de la calle e iniciar el vuelo aeronáutico que por el aire lo lleve a la cama de la rubia soltera del bloque de enfrente, a la excesiva cama de matrimonio de Michèle Gendreau, que es de origen francés y profesora de matemáticas diferenciales en el instituto, que tiene treinta y tres años espléndidos y una melancolía de Rouen que siempre le impide divertirse en las fiestas domésticas de sus compañeros. El ámbito es invisible hasta

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que levanta las sábanas y se acuesta hecho un ovillo junto a Michèle o junto a Luciana, hasta que una de ellas, Silvia o la viuda Mercedes de Castro, se gira y lo descubre y juega con él a los juegos prohibidos creyendo que está dentro de un sueño inconfesable. El ámbito las deja preñadas de inquietudes suicidas, llenas de un huevo de angustia que un día inesperado revienta. El ámbito es el causante del acoso al que Luciana somete al muchacho de los recados y de los desvaríos de Silvia en las iglesias, de la ruina de Mercedes de Castro por la psiquiatría, pues no consigue hacerle creer al doctor que algunas mañanas desova en su bidé un huevo redondo y verde como una sandía pequeña y que al tocarlo desaparece.

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LIBRO III

ACERCA DE LOS MÉTODOS



EL HÍBRIDO

[APORÍA DE MINOTAURO]

Ya Teseo habrá vuelto a atar su hilo a la argolla de mi puerta: ya se inicia otra vez un nuevo intento de extinguir el laberinto. Teseo me ha encontrado. Parece que no se va a cansar nunca de perseguirme por cualquier extensión del tiempo y del espacio, indiferente a mi propio hastío de este juego al que sólo yo puedo poner final. Quizá él, después de tantos y tan lentos siglos para pensar y para deducir, después de tantos indicios y señales que he ido dejándole, aún no sabe que sólo de mi voluntad depende que un día, tal vez hoy, consiga atraparme y entonces me deje matar. Sospecho que su estrategia no es otra que aquella fundada en el cansancio del adversario, que por alguna de mis leves faltas antiguas haya llegado al convencimiento de que la única posibilidad que tiene de darle caza a su pieza, de lograr el ejemplar en cuya derrota ha empeñado su existencia, es mediante la técnica venatoria de agotar al que huye. Su error consiste en creer que yo, como si fuera sólo un

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animal, escapo de él para salvar mi vida, cuando lo cierto es que no es a él a quien evito, sino a aquél que lo usa como intermediario; y cierto es también que no huyo para salvar mi vida, sino para preservar la memoria de quien a ambos nos pensó para pelear. Mi perdición, y la destrucción de todos los implicados en esta batalla de nombres, será causada por esta abulia espesa en cuyos brazos quizá llegue pronto a dormirme. Ahora, mientras oigo el rumor de Teseo acercándose, mientras él prepara sus armas antes de subir la angosta escalera que conduce a este refugio en el que he fijado mi última residencia, a la habitación oscura en la que recuerdo, mientras una vez anudado el hilo desenreda el ovillo y lo extiende incauto en la solería del zaguán, pienso que quizá me equivoqué al elegirlo. Los navegantes que arribaban a la isla contaban de él gestas heroicas que sólo podían haber sido llevadas a cabo por una criatura de una sabiduría y de una fortaleza que antes nadie había tenido, con una prudencia y una constancia cuya fama había cruzado todos los mares y atravesado, por altas y agrestes que fueran, cuantas montañas se interponían entre los hombres y sus ciudades; también su paciencia, que yo consideraba como una virtud imprescindible para aquél que habría de ser mi enemigo, era alabada por aquellos que lo temían. Si ahora pienso que me equivoqué eligiéndolo es porque, incitado por la urgencia y confundido por el deseo de que todo concluyera, no supe entender la verdad que se escondía bajo tantos halagos falaces que disimulaban a un Teseo movido no por la razón sino por el ímpetu de la venganza, aconsejado no por el análisis que te hace optar por las armas más apropiadas para cada enfrentamiento, de acuerdo a las circunstancias y a las características del oponente, sino por el empeño brutal de satisfacer a cualquier precio su codicia y el capricho de la gloria. Y si

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admito esta posibilidad de error en la elección también tengo que admitir la hipótesis terrible de no haber sido yo quien lo eligió; si admito que pudo haber otro contrincante mejor, la lógica me fuerza a admitir que tal vez fuera alguien ajeno a mí quien me condujo exclusivamente a Teseo. Siete asesinatos brutales, propios de un matarife sin escrúpulos, eran el aval de su prestigio. Cinco fueron homicidios sin razón: mató a Perifete, el hijo de Hefestos y de Anticlea, para robarle la maza, y a Sinis y a Escirón, y a Cercirón y a Damostes, al que luego llamaron Procustes; dos fueron cacerías: mató a una cerda salvaje e inocente y al toro de Maratón, aquel que en vez de aire era fuego lo que eructaba. Dijo Plutarco que Teseo, después de conocerme, quizá por rencor y por su afán de restituir el orden a la naturaleza, exterminó a los centauros para empobrecer a la teratología. No fueron ellos sus únicas víctimas: todo aquello cuya apariencia le resultara extravagante era objeto de su violencia, toda invención la combatía. Aniquilar el ingenio, restar de la faz de la tierra cualquier forma nueva era el cometido de este príncipe rudo y vulgar, de este ridículo adversario del arte. Pero si grande era la fama de las hazañas de Teseo, mayor era mi nombre y en más lenguas se hablaba de mí. No había ciudad en la que no se especulara sobre mi existencia, en la que no se me atribuyeran obras que yo jamás había ejecutado, en la que no se me dotara de poderes y de facultades impropias de humanos; en cada lugar, según luego supe, se me imaginaba de una forma dispar y monstruosa, aunque siempre con unos pocos rasgos comunes a los que se les podía añadir cuantas variantes, en sus lucubraciones, quisiera cada cual. No me extraña que desde el principio, más que como en hombre, o como en cosa, o como en material sufriente y sujeto al deterioro, se pensara en mí como en una palabra

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capaz de soportar múltiples significados, o como en una idea útil para asustar a un niño, para inspirar a un dramaturgo o para servir a un filósofo griego de argumento para su teoría. Aun a riesgo de que, falto de sustancia, nadie pudiera comprender mi dolor, jamás combatí esta fantasía de los otros: primero, porque aprecié sus beneficios más inmediatos, y luego, tal vez por apatía, por una cierta desgana antigua que acabó por atrofiar mis miembros y mi iniciativa. En la época en la que acepté vivir enclaustrado, Dédalo, cuando ya se le avecinaba la muerte, me contó lo que por entonces se decía de mí en Micenas o en Calidón, cómo me soñaban los jonios y los aqueos; con su sangre dibujó en el suelo la figura que me habían asignado en los zócalos de las casas de Sardes o en los mosaicos de Argos. Después, movido más por la necesidad de tomar conciencia de mí mismo a través de como otros me habían construido que por la curiosidad o por el orgullo, me ocupé de rastrear las huellas de mi figura en el arte. Echo de menos que Giacometti no me dibujara con una de sus líneas dudosas, con uno de sus negros arañazos, o tal vez que me emborronara con una mancha de blanco: él podría haber manifestado algo de mí que por ahora, no por mucho más tiempo, permanece oculto; o haber tapado algo de lo incierto que se me atribuye y que no me corresponde. Quien sí sospechó mi ternura fue Pablo Picasso, aunque sólo en su Minotauro acariciando a una mujer dormida del dieciocho de junio de mil novecientos treinta y tres; se pasó diez años grabándome, adjudicándome atributos que yo nunca tuve, enfrentándome a los caballos, castigándome con la ceguera, sometiéndome a sus propias angustias, identificándose, dicen los expertos, conmigo. Tanto me busqué en los ojos y en las manos de los otros, tanto me entretuvieron sus dislocadas versiones y sus interpretaciones sin límite que hubo días confusos en los que no supe distinguir entre qué

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era lo que en mí había de mí mismo y qué era lo que, sin ser del todo consciente, había adoptado de aquellos que se divirtieron inventándome. Hoy todo es más diáfano: acaso todo acabe por mostrarse. El día amanece sin errores y sin angustia. Soy de los que en el último momento se resistieron a dejarse matar; no pertenezco a la multitud de los engañados por los profetas que postulaban que sólo por intermediación de la sangre propia habría salvación, de los convencidos de que estaban predestinados a trascenderse por la liturgia del sacrificio que, sin serlo, parece voluntario; soy de los pocos que se negaron a la muerte cuando el puñal ya les rozaba el cuello o cuando ya estaban armadas sus cruces y dispuestos los clavos de su martirio. Pero esta resistencia, bien parece saberlo Teseo, no quiere ser eterna: algún día debe triunfar la muerte.

[PASIFAE]

El proceso que, aunque también la retarda, inexorablemente conducirá a mi hijo a la muerte, comenzó con un interrogante. Él quiso saber qué fue lo que sentí mientras esperaba la embestida del toro en el interior de una ternera hueca, qué postura tenía, por qué elegí esa venganza. Hacía ya mucho tiempo que, alejada de mis hermanos, de Perseo, de Eetes y de Circe, con la que aprendí la química de la magia, me habían casado con Minos, el hijo que Zeus tuvo de Europa en Creta después de raptarla bajo la apariencia de un toro apacible. Con Minos tuve siete hijos legales y desventurados, y a todos, uno a uno, tuve que verlos morir: a Catreo, que sucumbió por equivocación ensartado en la lanza de su hijo pequeño; a Glauco, que conoció por dos veces la muerte, pues que primero se ahogó en una tinaja de miel y luego lo hicieron resucitar para que volviera a

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perecer; a Androgeo, desvencijado en las proximidades de Atenas por el toro de Maratón tras vencer en los juegos de las Panateneas; a Ácale, inmolado para apaciguar una tormenta; a Jenócide, envenenado por unas bayas silvestres; a Ariadna, que colaboró en mi adulterio tal vez buscando su salvación imposible, y a Fedra, que tras traicionar a su hermana mayor se ayuntó con Teseo para ahorcarse después, pues no pudo yacer con Hipólito, el hijastro para quien los hados tenían prevista la muerte bajo los cascos de sus propios caballos. En la soledad sin pausa de los días vacíos instruí a mi hijo ilegítimo con las leyendas que conocía y con todas las fábulas que para ahuyentar la desesperación me inventaba: trazaba árboles genealógicos en los que él tenía difícil cabida y, para convencerlo de que no procedía de la nada, le presentaba sin añoranza a sus antepasados, a mis padres, el dios Helios y ninfa Perseis, con los que jamás llegué a compartir un mismo techo. Una noche, como si así pudiera ver más lejos, miró al cielo a través de la vagina que formaban sus manos entrelazadas y vio, me dijo, un óvalo negro, un punto oscuro y denso. Después, sentados en la estera, ocupando el centro circular de la casa maniática en la que estaba recluido, apenas visibles por la opacidad de la atmósfera, se atrevió a abrazarme, a intentar que la sangre del hijo y de la madre se reconocieran por el tacto, y me preguntó qué estrellas fue las que vi a través del orificio de la vaca que Dédalo me había construido para que castigara a Minos. Entonces comprendí que ya había llegado el momento y le dije que mi desgracia y su naufragio iniciaron su lenta andadura en el instante funesto en el que vi a un toro blanco poseer a una de las novillas reales, aquel atardecer en el que huía enloquecida de Cnosos dispuesta a arrojarme por el acantilado; corrí hacia ellos, le conté, cuando descubrí que a lo lejos un toro emergía del agua, un toro

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que avanzaba gigantesco por la playa, que holló el prado en el que pacía la vacada que Minos destina a los sacrificios, que eligió a la que era más hermosa y que sin bramar, sin un aspaviento, sin una duda, sin violencia se izó y entró poderoso en ella. Levantó el toro albino sus patas recias y en silencio, igual que el sol se hunde en el horizonte, él se desplomó sobre ella; soberano, igual que el huracán desquicia las puertas, él se introdujo dentro de ella; urgente, igual que tras la tormenta se desborda el caudal de los ríos, él se derramó en ella. Detuve mi fuga y reconocí que el espectáculo que estaba presenciando no tenía otro propósito que el de desvelarme la misión que el cielo me tenía encomendada. Envidiando a la ternera volví al palacio a preparar mi estrategia, al tálamo donde Minos hacía mucho tiempo que no entraba a cumplir con sus obligaciones de hombre casado porque prefería divertirse con otras que no eran mejores que yo, ni tenían la piel más tersa ni el ombligo más exacto, ni eran más altas sus cunas ni le ofrecían mayores placeres, o más juiciosas sus frentes o sus manos más hábiles, pero que eran forasteras y distintas a mí, y unas u otras, niñas de Samos o de Egina, vírgenes de Quíos o de Halicarnaso, se llamaran Paria o Dexítea, siempre estaban dispuestas a satisfacer cualquiera de los deseos rijosos del tirano de Creta, del dueño de todos los mares que por entonces podían navegarse, aun a riesgo de que el líquido infecto que él depositaba a raudales en sus vientres contuviera, por mi designio de maga, serpientes voraces. Tendida en el lecho de mi soledad y decidida a hacerle probar a mi marido el veneno de la misma amargura que en esos momentos me provocaba la asfixia, determiné con mi voluntad de mujer vejada que traicionaría a mi esposo, no con cualquiera de los muchos hombres que estaban dispuestos a empeñar su vida de héroe al acostarse conmigo,

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sino con el toro divino que surgió de la espuma para revelarme el camino y entregarme las armas sagradas del adulterio maldito. Desde niña me habían dormido con algunas de las historias de aquellos dioses fogosos que, para lograr violar a las vírgenes y a las casadas, adoptaron formas zoológicas, que se disfrazaron de buey o de cisne para engañar con su aspecto de criatura pacífica a las mujeres prudentes que así no los rehuían, que así los dejaban aproximarse y que, una vez confiadas, no podían zafarse cuando descubrían que bajo esa apariencia sumisa se escondía la violencia sin límite del miembro de un dios fraudulento que en esos momentos ya estaba profanando su cuerpo de hembra sin escapatoria. También conocía las leyendas de todos aquellos humanos a los que los dioses les concedieron convertirse en otra cosa para lograr sus propósitos, en laurel o en fuente para evitar el falo de Apolo, en ciervo para que lo devoraran sus perros, en osa para ocupar un sitio en el firmamento. Pero yo no estaba dispuesta a rogarles el don de la metamorfosis caritativa, a inmolar ni siquiera a una paloma en el templo para que un dios caprichoso, que luego de una u otra manera habría de cobrarse el favor, me permitiera copular sin impedimentos con un toro blanco si me transformaba en la vaca más luminosa del prado. Otros serían los procedimientos para conseguir la transfiguración que me redimiera.

[ARIADNA]

¿Quién si no yo, que también era vejada por Minos, podría comprender a mi madre? ¿Quién mejor que su hija ultrajada para encubrirla? Hacía tiempo que en Creta se tenían noticias del hijo de Eupálamo, de aquel ateniense del que decían que había ideado un artilugio capaz de trazar sin

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error apreciable circunferencias precisas y paralelas, así como un utensilio dentado para cortar la madera sin que se desprendieran astillas; se contaba de él que había levantado en los territorios sometidos a Egeo edificios indestructibles: un templo redondo en Epidauro bajo el cual se oía la respiración tenebrosa del Hades; un palacio de innumerables columnas que podían desplazarse sólo empujándolas, por lo que siempre que se quisiera cambiaban de sitio los sitios, y un puente que no servía para que la gente cruzara los ríos sino para que el agua sorteara la tierra. Dédalo, un herrero al que luego los sacerdotes advocaron como una manifestación de Hefestos, el único que los había hecho imaginar a un hombre mecánico que, además de moverse a las órdenes de su creador, era capaz de pronunciar ciertas palabras, podía servirme para ayudar a mi madre. Ordené a uno de mis siervos que navegara hasta el Ática con un mensaje para Dédalo en el que, en nombre de Pasifae, le ofrecía cuantas riquezas pudiera soñar si viajaba a la isla de Creta para poner su razón y su habilidad al servicio de la reina y le resolvía un problema que no podía esperar. Dédalo vino en secreto y conoció por Pasifae su deseo inaplazable de ser fecundada por el toro de sus desvelos. Dédalo no preguntó los motivos, no le dijo a mi madre que era imposible: sólo pidió que lo llevara hasta el prado a conocer el tamaño de quien tendría que ser engañado. Cuando lo vio resplandeciente y gigante tendido en la hierba, le dijo que esperara tres días, que para entonces, si lo había en el universo, tendría el dibujo de la solución. No fueron necesarios tres días. En la jornada siguiente a la primera entrevista Dédalo me hizo llegar un recado con la buena noticia de que nos esperaba al anochecer en el embarcadero de Amnisos para darnos una repuesta viable; también decía que lleváramos oro suficiente

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para comprar madera para hacer un navío pequeño y las herramientas con las que fuera posible labrarla; también para adquirir cuatro pieles curadas de vaca y un almacén en el que poder vivir y trabajar a escondidas. Llevamos en monedas y joyas oro bastante para comprar un bosque completo y los pellejos de una hecatombe, para adquirir todo el trigo que hubiera acumulado en la isla y los correspondientes graneros en los que guardarlo. Dédalo le dijo a mi madre que el único modo de conseguir que el toro le diera su semen era mediante una mentira: fabricando una ternera ficticia en cuyo interior ella habría de meterse y esperar a que el animal verdadero la divisara y quisiera cubrirla antes de descubrir el engaño. Sin alternativas, sin evaluar los riesgos, dispuesta a asumir cualquier peligro con tal de lograr su propósito, mi madre estuvo de acuerdo. Para Dédalo no fue difícil construir una máquina hueca en la que cupiera una mujer recostada, un aposento con forma de vaca fabricado con fragmentos de vaca: un armazón de costillas y tablas de madera que forraría por fuera con pellejos de vacas recién desolladas; una estructura a la que habría que añadir una cabeza de vaca y que habría que embadurnar con excremento de vaca para disimular el olor de lo artificial con el objetivo de que por el olfato el toro no la extrañara. La vaca fingida tenía que ser la casa de un feto, un domicilio transitorio en el que poder soportar sin desesperarse la espera; Pasifae tendría que estar siempre encogida, con muy poco espacio para moverse y a oscuras; el interior, le dijo Dédalo, deberá tener algo que ver con los nidos y con las madrigueras. La única luz de la que dispondría es la que pudiera filtrarse por la abertura de la vagina: la vagina sería una ventana y un instrumento que había que hacer funcionar a la perfección para que el toro creyera que iba a sembrar en una ternera de tantas y no en la única huera y humana. Una vez armada la

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ternera, Dédalo modeló una vulva con dos trozos de carne cosidos que luego se ocuparía de clavar en el interior del orificio previsto para la cópula. Renunció a su propósito al día siguiente, cuando descubrió que la carne estaba comida de moscas y horadada por miríadas de hormigas hambrientas. Pensó que más eficaces serían las artes de la talabartería y que con un poco de cuero podía forrar un tubo por dentro, y luego engrasarlo con sebo de modo que el toro, salvo por la temperatura, no notara la diferencia entre el artificio y la naturaleza. Por muy lubricada que estuviera la vulva, por muy acogedora y ajustada que fuera, Dédalo sospechaba que no sería suficiente para hacer que el toro expulsara su semilla en las entrañas de la ternera, que mi madre tendría que acariciarlo, que nada más ver el falo empotrado en la abertura debía de mojarse las manos en manteca caliente y, sin perder un instante, comenzar frotarlo de fuera a hacia dentro, con acometidas suaves y húmedas. Ella, para estar preparada, practicaba en la impaciencia de sus noches de insomnio con un cilindro de olivo que regaba con aceite templado, moviendo las manos al ritmo que le dijeron que lo hacían algunos boyeros para incitar a los bueyes más distraídos a cubrir a sus hembras. Todo estuvo dispuesto al amanecer del séptimo día. La noche anterior Dédalo había transportado a su criatura leñosa con el auxilio de un carro hasta el fondo del valle, al centro geográfico de los dominios del toro, y allí había hecho guardia esperando a que Pasifae se presentara. Cuando llegamos, ella se desprendió de sus joyas y de sus vestiduras y me las entregó; luego, sonriente, entró por la trampilla que Dédalo había dejado en el vientre de su escultura y la cerró; antes él le dio más instrucciones: dentro encontraría como habitación un tonel revestido de pieles curtidas, que eso amortiguaría los golpes y los sonidos

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imprevisibles; en la parte del cuello vería una hendidura conteniendo tortas de trigo y una vasija con agua para que no desfalleciera si la embestida se demoraba más de lo soportable sin ingerir alimentos; en la barriga notaría un hundimiento metálico, una depresión cóncava de oro bruñido en la que tendría que sentarse con las piernas abiertas para que el semen del toro, una vez derramado y conducido por el canal que venía de la vagina, inundara esa cubeta y, por filtración, se introdujera en su cuerpo para hacerla feliz. El toro entró al atardecer del día siguiente. Por la noche, ovillada en su alcoba, ya concibiendo a mi hermanastro, mi madre me dijo que había soportado la espera incómoda espantando a los tábanos que se colaban por el orificio vedado, conteniendo los sobresaltos y el estremecimiento que cada bramido distante le provocaba; que dejó que transcurriera la noche entre maldiciones a Minos por no haberle dejado a su honor otra alternativa que la de usar un útero ajeno, que la de engendrar un hijo destinado a la destrucción, un ser único en la tierra que fuera capaz de vengar su humillación. Dijeron Apolodoro y Ovidio que Minotauro fue el fruto de esa unión ilegítima; dijeron que Minos, una vez enterado de su nacimiento, culpó a Dédalo de complicidad con Pasifae y que lo obligó a construir un edificio en el que ocultar la criatura, para encarcelarla hasta su muerte, un establo del que jamás pudiera salir; dijeron que mi hermanastro se alimentaba devorando a siete muchachos y a siete muchachas enviadas como impuesto cada nueve años desde Ática. También escribieron que en el tercer pago, disfrazado de hembra, vino entre ellos Teseo para matarlo y que yo, Ariadna, asesorada por Dédalo, le di al ateniense un hilo para que le sirviera de guía y así, una vez que lo hubiera matado, pudiera encontrar la salida; afirmaron que Teseo lo encontró y lo venció, y que lo mató, según unos, utilizando la maza o la espada

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que le robó a Perifete y, según otros, empleando sus puños como arma del crimen. Dante se atrevió a decir que desde entonces habita en el Infierno, acompañando a Minos y a sus hermanos, que allí ejercen de jueces inapelables. Hace poco André Gidé, con otros tan preciso y tan injusto con él, lo llamó estúpido en su calumnioso Teseo, y osa decir que, como si fuera un perro, el ateniense consiguió amaestrar a Minotauro. Imaginó Borges, que unas veces, porque lo vinculaba al Sol, lo llamó Asterio y otras Asterión, que tal vez mi hermanastro se dejó matar para que con él pereciera su tedio. Otros contaron que después Minos encerró en la construcción a Dédalo y a Ícaro, el hijo que tuvo con Náucrate, y que de allí se escaparon volando con unas alas fabricadas con plumas y cera; que a Ícaro lo perdió la soberbia y que Dédalo descendió de los aires en Sicilia, en la cumbre del monte Cumas, donde fundó un templo en honor de Apolo. Dijo Virgilio en la Eneida que en las puertas del templo Dédalo cinceló su historia para que los consultores de la Sibila la difundieran. Todavía se dice que yo acompañé por amor a Teseo cuando tuvo que huir de Creta y que me abandonó en una isla y que se olvidó de cambiar la vela negra de su navío y que su padre se arrojó por el acantilado al entender que había muerto. Todo es mentira. Todo lo que los poetas ilusos después han escrito, todo lo que los dibujantes en sus desvaríos imaginaron y siguen atribuyéndonos, no es más que la versión fantástica de una historia que quizá nunca llegue a saberse completa.

[DÉDALO]

Quien me llamó a su isla fue Minos: sólo por la solicitud de un soberano hubiera dejado Atenas. Navegué hasta Creta no huyendo de un crimen sino demandado por Minos para cumplir el encargo de proyectar y dirigir la construcción

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de un templo que quería dedicar a su advocación. Minos sabía que de todos los hombres sólo yo podía imaginar y hacer levantar un templo a él consagrado, y establecer los ritos de la religión que pretendía instaurar. Además del mayor y más rico templo de toda la ecúmene, del edificio más inexpugnable que jamás se hubiera ordenado, Minos quería que el edificio, para perpetuar su memoria, sirviera como lugar en el que adorarle y como altar en el que sacrificarle las víctimas propiciatorias. Plinio, equivocándose, quizá confundido por la información de Herodoto, aventuró que para hacerlo me inspiré en el monumento funerario que antes habían promovido en Egipto los doce reyes que se repartieron la cuenca del Nilo. Fui yo quien trazó el edificio más inaccesible que los hombres, en el horror de sus pesadillas, podrían soñar, la forma sin nombre que luego otros, tal vez enredados por el hacha de doble filo, llamarían laberinto; fui yo quien construyó el primer y único laberinto que jamás ha existido en el mundo, no para satisfacer la voluntad megalómana del tirano de Creta sino como posibilidad de materializar una idea, de trasladar al mármol pentélico la forma de la casa que consideraba perfecta. El templo del que Minos, una vez concluida la obra y satisfecha de símbolos, me ordenó sumo sacerdote, fue para mí la trampa y la fortaleza con la que me defendería de todas las agresiones, el lugar de la danza y el útero de la creación, mi residencia santa, secreta y definitiva. A mis órdenes los armadores comenzaron a ensamblar los navíos con los que transportar a los operarios que habría que traer de Etolia, a los leñadores de Beocia para que talaran los árboles de la montaña elegida, a los zapadores de Licia que habrían de excavarla, a los herreros de Ciconia para que forjaran las herramientas, a los canteros de Nubia que labrarían los sillares, a los boyeros macedonios que los cargarían en sus carros de doce bueyes

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gigantes, a los carpinteros bitinios que armarían los andamios, a los albañiles hititas encargados de izar cuarenta y nueve codos exactos las paredes de siete codos de ancho, a los mercaderes asirios para que abastecieran a la obra con todo lo necesario, de las maderas de los bosques del monte Pelion y de los mármoles de la isla de Paros, del bronce de los atreos y de las telas magníficas que para sus palacios tejían los babilonios. Cien mil obreros tardaron diez años en desmochar la montaña y en horadar su interior con túneles que iban a dar a otros túneles y con minas que concluían sin aviso, en levantar en la explanada en la que habían transformado la cumbre muros idénticos y circulares cuyo número nadie pudo contar, una frontera continua y obsesiva en la que los capataces perdían la razón, un límite ensimismado que yo iba trazando en la superficie del suelo conforme se adentraba hacia el centro, un pasadizo infinito que anulaba las leyes de la perspectiva. El laberinto no era más que un artificio arquitectónico que protegía un lugar intimo de los intrusos, una habitación hermética y unánime en la que poder estar solo: tal vez, como luego descubrí, la consecuencia inconsciente de hermanar la teología y la mecánica. El laberinto, en cualquier caso, fue una máquina para engendrar a un nuevo dios; una máquina autosuficiente capaz de convertir en tiempo el espacio y en espacio el tiempo, sin más engranaje que el de la espiral y el de la continuidad sin tropiezos, sin más estrategia que la de combatir todos los principios de la percepción. Tejí una tela de araña horizontal en un lugar que no era posible ver desde arriba, un capullo alrededor de la crisálida que era yo, un sistema de trampas mortales que nadie podría evitar. Yo fui el último de los artífices: con mis propias manos acabé la obra cuando desde el interior, en el que voluntariamente me quedé encerrado, abrí la única puerta de comunicación con el exterior, una

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discontinuidad en el muro de cerramiento por la que el templo se abastecería de ofrendas según un ritual que, como sacerdote supremo, me iría cada día inventando. Sólo yo conocía el camino y sus entresijos: sólo yo sabía las sendas que había que tomar para evitar una muerte segura. Fui el habitante exclusivo del laberinto hasta que Pasifae, con la intención de tentarme, vino en mi búsqueda, hasta que una noche se atrevió a traspasar el umbral de la puerta y se extravió en las galerías enmarañadas que me protegían de los intrusos. Pasifae avanzaba desnuda y sin precauciones, como sabiendo que el sacerdote la descubriría en éste o en aquél corredor, que encendería una antorcha para conducirla al vientre profundo de lo subterráneo, que bajo la cúpula del hipogeo también se desprendería de su clámide y que, sin mediar una palabra, sin el error de una pregunta, sin reclamar una justificación, yo le iba a entregar lo que ella había venido a reclamar. Yo, considerándola una ofrenda de tantas, entonces seguro de que las consecuencias serían inocuas, le di con vehemencia el germen de un hijo innecesario, un cuchillo de obsidiana con empuñadura de plata y un motivo para que se perdiera. Aunque la historia desmiente mi opinión, creo que Pasifae no supo encontrar la salida, que después de mi entrega equivocó el camino y se extravió para siempre en el laberinto, que la vida que le quedaba la dedicó no a buscar la entrada del mundo abandonado sino a buscar por los pasadizos mi rastro. Lo incuestionable es que jamás volvió a cruzarse conmigo: nada hice yo por evitarla. Las posibilidades del laberinto son innumerables y en su infinidad no dieron lugar a que se produjera el encuentro. Parió a Minotauro en cualquier curva una noche de cuarto menguante. En cuanto aprendió a caminar ató la mano de su hijo a su mano para que uno al otro no se perdieran y así, al amparo de su sombra y en un paisaje de muros paralelos

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siete veces más altos que él, sobre una línea que no tenía principio ni fin, con la ilusión de que cambiaban de sitio al desplazarse, sin nunca volver a encontrar las huellas que en cada recodo dejaban, sobreviviendo con los cadáveres de los imprudentes que con frecuencia hallaban desparramados por los corredores, creció el primogénito del arquitecto y de la mística, la criatura en la que por primera vez se aunaron la violencia de la naturaleza y la ternura de la palabra. Mi hijo sí me encontró. Pasifae le había hablado de mí: me había descrito para que si algún día me hallaba pudiera reconocerme; con tizones, para educarlo, le dibuja el perfil de las cosas para que aprendiera sus nombres; le contó la fábula de la construcción de una vaca mediante la que fue concebido y le dijo que Minos, al enterarse de su nacimiento, al saber que un toro fue su sustituto en el tálamo, los encarceló para la eternidad en el sepulcro del laberinto. Nunca le dijo que yo era su padre. No fue necesario: al verme lo comprendió. Yo estaba esperándolo: lo reconocí por el cuchillo de piedra que sin esfuerzo empezó a clavarme en el pecho. No hice nada para defenderme. En mi agonía le respondí a las preguntas urgentes que necesitaban respuesta: le dije que yo era su padre y le desvelé como herencia la clave para entender la lógica de mi obra suprema y última. Le conté los motivos del laberinto, su proceso de construcción y sus secretos para que a partir de mi muerte fingida él ocupara mi lugar, no ya como sacerdote circunstancial sino como dios absoluto del reino de la confusión. Le revelé que mi religión y su liturgia se fundamentaban en el error y en la dulzura de la violencia inclemente, y lo instruí sobre cómo llevarlas a cabo, cómo inmolar las ofrendas de hombres y de mujeres que Minos periódicamente me entregaba con el propósito de atemorizar y dominar a su pueblo. Cuando se hizo el silencio absoluto, recuperó su cuchillo de parricida y me abandonó

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a mi destino. Diodoro Sículo postuló que ascendí a los cielos con unas alas postizas, y que él, con el nombre de Ícaro, me acompañó hasta que la imprudencia lo destruyó derritiéndolo. Nadie sospechó que aparenté que moría, que una vez cumplida mi misión sobre la tierra, la de inventarlo a él y al laberinto, desde el pozo del centro bajé de nuevo al Hades a seguir gobernándolo. Mi hijo continuó mi labor de dios sin misericordia y, en honor de Pasifae, fabricó una máscara con el cráneo de un toro propiciatorio y se la puso para que el mundo creyera a su madre. Así comenzó su fama de bestia devoradora de hombres, de monstruo biforme que exigía adolescentes impúberes; así colaboró sin saberlo a forjar la idea de su vida como espectáculo. Fue Minos quien, como pago por la muerte de Androgeo a manos de los cecrópidas, obligó por las armas a Atenas a que alimentara su templo con los cuerpos más tiernos de sus ciudadanos; fue por ellos por los que mi hijo se enteró de la existencia y del prestigio de Teseo, del príncipe que algún día, confiaban ellos, vendría a vengarlos. Una vez que habían traspasado el umbral del laberinto, que huían por su interior con la esperanza sin fundamento de que corriendo se salvarían, que se dispersaban por los corredores luminosos de arriba y por las tortuosas galerías inferiores creyendo que así lo evitarían, que desorientados se iban quedando solos con su terror, comenzaba el entretenimiento sin normas de la cacería: sin prisa, dilatando la diversión de la sangre, a todos los encontraba husmeando el olor de su miedo y atendiendo al rumor de su desesperación. Luego fue el aburrimiento, la repetición de las técnicas, la brevedad del repertorio de las formas del sacrificio y el descubrimiento doloroso de que la inmortalidad estaba a su alcance, de que lograrla dependía sólo de su voluntad. Fue entonces, antes de que el laberinto se convirtiera en un pudridero, cuando

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sospechó que tal vez habría para él otra vida posible: una muerte elegida. Fue entonces, antes de descubrir que su muerte formaba parte de un proyecto ajeno en el que él participaba sólo como instrumento, con la única capacidad de retrasar el momento de su cumplimiento, cuando quiso que Teseo viniera a liberarlo. Y vino Teseo para matarlo, y le prometió a Ariadna hacerla su reina si le ayudaba a destruir al habitante nefasto del laberinto, y ella le dio una madeja de cuerda tejida con cáñamo e hilo de seda y entreverada con sus propios cabellos, y el Maestro dei Cassoni Campana pintó en Florencia un cuadro en el que Teseo, protegido con su armadura medieval, encontraba a mi hijo con apariencia de centauro en el centro del laberinto, y allí, sin compasión, a espaldas de Fedra y de Ariadna, lo machacaba.

[MONSERGA DEL MONSTRUO]

Teseo no me encontró. El único trofeo que pudo mostrar fue mi máscara sucia por la sangre encostrada de otros. Yo estaba dispuesto a la rendición, a que concluyera mi tiempo; ya había asumido que mi muerte se recordaría después como el justo castigo por los delitos que cualquiera quisiera atribuirme, por ser hijo de la lujuria y de la depravación desmedida, por ser el producto de un atentado contra las leyes de la naturaleza o por haber ejercido una violencia sin argumentos. Cuando sentí a mi verdugo acercarse ya me daba igual cuál iba a ser, en un futuro que ya no me pertenecería, la acusación. Estaba cansado, pero quería simular que estaba dispuesto a luchar; que Teseo creyera que vencía por la fuerza de su brazo y no porque yo renunciaba a la vida. Le dejé señales inequívocas de cuál era el camino que cada momento debía tomar, dónde estaban las trampas, por dónde huía la alimaña; en el suelo, apoyados en los muros del pasillo

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que inevitablemente conducía al recinto donde ya tenía preparado el altar de mi consagración, deposité mis dos signos: la máscara cornuda y el cuchillo de piedra que había heredado de mi padre. Teseo se retrasaba. Yo estaba impaciente y desnudo. Fue en esa espera cuando comenzó a flaquear la certidumbre de que era yo quien poseía el privilegio de la elección, cuando se fortaleció la sospecha de que era yo el elegido para actuar en una tragedia dirigida por otro. Teseo se había detenido, y su duda me concedió el tiempo suficiente para indultarme, para comprender que no habría en la historia fugaz del universo un suceso más importante que mi muerte inmerecida. Los dos sabíamos que estábamos solos en el laberinto, separados a penas por un muro que podía flanquearse, conscientes de que a mí me correspondía la agonía de la espera y a él la angustia de la iniciativa. Pero, en vez de coger el cuchillo de doble filo que fue tallado para que su mano me degollara sin esfuerzo, Teseo cometió la imprudencia de detenerse ante mi antifaz vacío y comprender, y tal vez temer, que aún no estaba preparado para su enfrentamiento conmigo. Teseo no siguió el camino trazado. Se paró dando lugar a que la abeja de la insurrección se posara en mi frente y me clavara una astilla que aún no he podido extraer. Fue aguardándolo cuando tuve la certeza de que el laberinto no era una consecuencia de mí, sino que yo soy una secuela de él. Muchos de los que creyeron en la fábula que Pasifae contó para justificarse han postulado que la existencia del laberinto se debe a la necesidad de proteger a la realidad de mi presencia: evitar mediante una ficción que lo irracional descompusiera lo real; Dédalo desapareció para demostrar que mi realidad y la del laberinto eran la misma: una única obra con dos manifestaciones distintas; yo defiendo que el laberinto fue quien me inventó y quien me

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dotó de apariencia: mi vida es la prueba evidente de esta teoría. Teseo cogió mi máscara y se dio media vuelta. También, según luego supe leyendo los testimonios de aquellos que lo conocieron, de aquellos que aún confían en la victoria del afeminado e impío cecrópida, él esperaba encontrarse con una nueva especie biológica, con uno de los engendros de la perversión. Su gloria consistiría en ser el primero en darle caza a una criatura deforme y violenta, en extinguir una estirpe ilegítima y recién inaugurada, en conseguir una figura taurina con la que condecorar su égida de guerrero ateniense aspirante al trono de Egeo. Cuando sospechó que había sido engañado, que yo lo había atraído hacia mí por medio de una imagen y de una palabra inventada, de un nombre fatídico, titubeó y decidió aplazar la batalla. Yo, el Minotauro que Teseo aborrecía, pude ir a su encuentro y cumplir con un final que minuciosamente creía haber trazado; pude haberme asomado al pasillo por el que Teseo se retiraba humillado y llamarlo, y sin oponer resistencia entregarme, y con mi sangre borrar de la memoria de la tierra el laberinto. Yo pude destruir el laberinto con mi derrota si Teseo hubiese sido valiente, pero su cobardía disfrazada de precaución, su osadía fingida, su animadversión a la posibilidad del fracaso, me concedieron el instante de luz necesario para averiguar que mi vida tenía otro precio distinto al del hastío. Teseo comenzó a enrollar el hilo en su brazo y salió del laberinto con mi máscara inerme como trofeo. Cuentan que él tuvo que huir de Creta y que abandonó a Ariadna en una isla deshabitada para luego casarse con Fedra; sospecho que mi hermanastra traicionó sus promesas cuando descubrió que no hubo hazaña. Tal vez Ariadna intuía mi secreto y para desvelarlo ayudó con su hilo y con su magia a Teseo: quizá confiaba en que él podría desatar la envoltura, desentrañar al laberinto y devolverme a la luz del día. Creo que Ariadna sólo

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quería conocerme. Teseo no lo hizo posible: aún no lo ha conseguido. Hoy Teseo ha vuelto a encontrar el laberinto que habito y viene de nuevo dispuesto a reclamar su patrimonio. Ha venido ya tantas veces desde aquella primera derrota en la que aún no había ni siquiera palabras oportunas para describirla, tantos y tan tercos han sido sus intentos de remediar a escondidas su fallido asalto inicial, tan numerosos sus asedios y sus fracasos, tantas sus emboscadas y tantas mis fugas, tanta mi resistencia a que un hombre vulgar, cada vez con una apariencia distinta, disfrazado de faraón o de general de los ejércitos del Führer, vistiendo el hábito de arzobispo de Trento o de cirujano cardiovascular, que ya siento en demasía el cansancio del sometimiento a la vida clandestina que durante tanto tiempo he llevado para que Teseo no anule lo que significo. Tanto tiempo dedicado a lo abstracto y a la sutileza de lo inmaterial, a fertilizar la imaginación y sus sueños evanescentes, me llevan a desear con cierta dulzura lo concreto: la concreción definitiva de una aniquilación a la que siento que ya no puedo negarme más. Siento aproximarse la locura absoluta, una locura que ya sólo puedo vencer dejándome atrapar por el Teseo que hoy ha venido a buscarme para destruir de un tajo en mi cuello, con el golpe seco de una piedra inquebrantable o con el disparo de un arma oxidada, el símbolo en el que el mito y la persistencia de mi memoria me han convertido. Ya no hay secretos. Ya he descubierto la simultaneidad del laberinto: que él no es más que una intensa condensación de lo efímero, un tiempo y un lugar en el que todo está todavía sucediendo, en el que Teseo aún está atando por primera vez su hilo. En él no hay antigüedad ni progreso: no hay sucesión ni suceso; aún no me ha creado y, sin embargo, ya me hace descender desde aquel pasado

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remoto hasta el presente en el que Teseo ata su hilo a la argolla de la puerta de este nuevo laberinto en el que provisionalmente me cobijo para recibir y entregarme silencioso a mi homicida. Al fin Teseo. Otro intento de extinguir el laberinto. Y sin embargo otra duda cuando ya todo está dispuesto a cumplirse. La inauguración de otro por qué para el que hace momento tenía una respuesta. Otra vez la tentación de abandonar esta guarida inútil y el proyecto incipiente de una nueva construcción. Quizá el próximo laberinto lo disfrace de manicomio, de catedral o de ciudad; quizá, en vez de con piedras y huesos, debiera construirlo con luz o con verbos: tal vez, como hasta ahora, sólo puedo seguir refugiándome en la sombra de las palabras. Tal vez Minos, Pasifae, Dédalo, Ariadna, Teseo, sean yo mismo.

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LA PÉRDIDA

Hay escaleras que son polifémicas: tienen un único y metafórico ojo; un pozo central que las penetra, un vacío ensartado en el que se sustentan. Son escaleras históricas de grandes peldaños por las que alguien podía asomarse a ver quién subía, para dar un último aviso al que se iba. En un mes de abril, antes de cumplir setenta años y recién liberado de su próstata, después de confesarse con el gran rabino de Roma y mientras su madre yacía en la cama esperando a una muerte piadosa que la rescatara del cáncer, Primo Levi, circuncidado, se tiró por el hueco de la escalera de la casa en la que había nacido, en la ciudad de Turín, en mil novecientos diecinueve, y se quebró como una granada. Levantó tres losas de la solería que luego volvieron a quedar afianzadas al coagularse la sangre en los intersticios. Confinado en Auschwitz, llamándolo 174.517, reptando con torpeza por la barandilla, trabajando en una mina de níquel, doctorándose en química, soltando el pasamanos,

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escribiendo El sistema periódico, mientras veía al suelo venir a su encuentro, invirtiendo la ley gravitatoria, la realidad levitante, olvidando la herida y la ausencia quirúrgica, Primo Levi echaba de menos el antiguo trozo de carne con el que al octavo día mermaron su cuerpo. Cuando Primo Levi definió la violencia inútil no tuvo en cuenta que fue Maimónides quien ocho siglos antes dijo que la carne de un infante de apenas siete días sigue siendo tan tierna como en el vientre de su madre, pero que al octavo día se hace más fuerte y consistente, y que entonces puede cortarse la funda inútil del glande. Ocho días son suficientes para poder ser despellejado, para ser sometido al rito brutal del desuello y que comience la erosión a causar sus estragos. Hay escaleras despiertas para suicidarse y escaleras ciegas que, no menos temibles, son evitables; hay quien puede vivir unas semanas sin próstata, aunque por entonces se esté despidiendo de la que fuera su madre, pero que le cuesta seguir respirando sabiendo que sin su consentimiento lo privaron de su prepucio para que algún dios o su ministro se hiciera con él un cubilete para jugar a los dados, o para forrar un libro de leyes, o para construirse una cometa, o para conservarlo en formol dentro de uno de los botes de su infinita vitrina de pútridos trofeos.

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EL PRÓLOGO

Si la arquitectura se inventó como sistema de defensa frente a los embates agresivos de la naturaleza, la medicina para combatir en el cuerpo la hostilidad de los enemigos microscópicos y la religión contra la inclemencia de lo inexplicable, la poliorcética se concibió como el arma que habría de serle útil a los homínidos para ejercitar contra sí mismos la violencia, para disputarse el alimento y el espacio. Todo conocimiento, cualquier disciplina, la agricultura y la balística, la filosofía y la pirotecnia, el agrimensor y el zahorí, no tienen otro cometido que la transfiguración de la materia: retrasar o precipitar el regreso a la tierra de lo que a la tierra pertenece. Los tres Tratados de poliorcética que el prólogo se arroga la competencia de presentar inician un diccionario heterogéneo de términos militares cuyas definiciones se encomiendan a relatos causales o a crónicas: algunos confían en la alegoría y sus equívocos; otros se instauran en la inverosímil certeza de la paradoja; no pocos

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remedan las fábulas, aunque renuncien a la moraleja positiva. Los actores que atónitos intervienen en ellos nunca son proclives a la épica: aunque siempre hay alguien que quiere salvarse, los personajes contradicen a los héroes. Tanto ellos como sus escenarios, que tal vez no varíen aunque cambien sus nombres, y los acontecimientos que se urden, acaso están construidos con sustancias triviales, como la madera y la sangre. Sumadas todas las palabras que contiene, fundidos en un solo concepto todos los párrafos, aquí apenas se revela algo de lo que la poliorcética pudiera significar, de aquello que tal vez, si se precisa, es la idea que gestiona los métodos de defensa y las tácticas de ataque de esas insólitas configuraciones que son las ciudades. Según la concibe Aurelia Mellestratti en El bígamo, la poliorcética sería la fórmula que gobierna cualquier estrategia que pretenda la aniquilación o la custodia de las obras de los hombres, cuando no de las obras que son los propios hombres; Aristóteles Picchio Montoro, que sin ser consciente de las consecuencias está de acuerdo con Aurelia, no renuncia a ejercerla como ciencia empírica; otros, según se colige de estos primeros tratados, la entienden como posibilidad –que algunos dirían única- del arte. Desde el renacimiento, aunque Herodoto y Alejandro de Macedonia ya eran proclives a este teorema, es una disciplina inspirada por la geometría y la teología, que acaso son la misma y única cosa. Trata no de la batalla sino del instante anterior que la vaticina, de la sombra inmediata que la prefigura, del silencio que la precede; en verdad, no se ocupa de la práctica de la violencia sino de suministrarle argumentos y enunciados. La estructura en libros de los Tratados de poliorcética, el criterio alfabético, la ambición enciclopédica, la apariencia de ensayo, el exceso de digresiones, se antoja una artimaña urdida por el autor con el objetivo de imposibilitar

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cualquier análisis y de desafiar, no ya a la razón, sino a los sentidos. Este manual de supervivencia quizá esté dirigido a los iniciados y a sus sociedades secretas, tanto al gremio de los bélicos como al de sus adversarios; a los menos pragmáticos de los combatientes y a los más imbuidos por lo patético. Si es el semántico quien elige los términos que han de definirse, los nombres a los que hay que hacerle la autopsia, es el narrador quien maneja el ajuar quirúrgico que ha pedido prestado, quien dirige a los misceláneos auxiliares: al progenitor de Héctor de Troya, a Piero della Francesca, al Flaubert autor de Las tentaciones de san Antonio y a tantos otros ciegos temerarios que esconden en la cintura su navaja. La intervención de Homero, o de algunos de sus evangelistas, no se disimula: si El hígado cita, quizá con impertinencia, algunos versos de «Ilíada» y El músculo toscamente se inspira en el catálogo de las naves de la rapsodia IV, La máscara, que no por azar transcurre en una caverna de Sicilia, conmemora el enfrentamiento de Ulises con el pastor Polifemo y su añoranza de Penélope, que en Ítaca entretiene bordando a los ciento doce pretendientes. No son éstas las únicas huellas de las fortificaciones helénicas. Así, mientras en el fondo de El útero puede verse la escena de alguna crátera erizada de picas y de falos, en El líquido lo que se proyecta es la pasión semítica de la Biblia por las degollaciones y las decapitaciones masculinas. Las criaturas de los Apocalipsis iluminados, de los Bestiarios medievales, de la tabla derecha del «Jardín de las delicias» que pintara Jeroen van Aken, de la teratología, del museo de la École de Vétérinaire de Maisons-Alfort, en París, de los martirologios y las que nombran Publio Ovidio Nasón y Claudio Eliano, el sofista, son algunas de las formas que han encontrado refugio ocasional en los cuarenta y cuatro relatos. En El hálito hay, disfrazadas de mujer, doce de ellas;

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en La sílaba, cubiertas con un casco de motorista o bajo una escafandra, se camuflan las no menos inquietantes; La mímica y El pálido, aunque livianos, son dos esquemas, acaso infieles, de dos apariencias. Además de Simone Martini y de Marcel Duchamp, de Rogier van der Weyden y de Gerard David, de Pablo Picaso y de Antonello da Messina, otros pintores prestan a la narración algunas de sus obras; así, Paolo Uccello presencia en El tímido la destrucción de Palermo y a Giacometti se le echa de menos en El híbrido, que es el lugar donde un monstruo melancólico desprecia a Teseo. Todos los libros, de una u otra manera, la propia o la ajena, contienen la muerte: si en El público una adolescente va a morir frente a un tríptico del Prado con la esperanza inútil de que uno de los personajes lo evite, o en La pérdida un antropólogo circunciso se arroja por el ojo de una escalera, La víscera es poco más que un breve muestrario de homicidas falaces. En La pústula la muerte, para ahuyentarla, se sueña; El vértigo presenta una de sus advocaciones, y La víspera, desde la ausencia, dice de ella todo lo que con palabras puede decirse. Mientras que es la venda que lleva en los ojos lo que La súbita le quita a la justicia, su espada es lo que El lóbulo elige de ella. La justa venganza motiva tanto El códice como La réplica. La reivindicación de la ternura justifica las cinco versiones de El ámbito que han sido propuestas, las cinco situaciones en las que ésta se manifiesta: en la crucifixión de María Antonia, en los calcetines de la señorita Ladrondeguevara, en la ignorancia de una alumna ejemplar, en el abrecartas mellado de un cónsul inglés y en el huevo redondo que, como una sandía pequeña, puso Mercedes de Castro en su bidé. El célibe trata de la formación del artista, de su ascenso desde el vacío hasta el éxtasis: si rechazó la leche de Alma Añisclo fue porque no era veneno. El sátiro, aunque también reflexiona sobre la metamorfosis, reivindica la inocencia y la

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melancolía del artesano. La búsqueda se gesta a partir de una imagen, tal vez falsa, en la que se distingue a un escritor queriendo conversar con un pez y, por el periodo que abarca, pues su desenlace se ubica en un futuro creíble, acaso pudiera vincularse al género apócrifo de la ciencia ficción. El bálsamo se refiere, trastocando los sexos, y sin atender a la pintura de Jacques-Louis David, al asesinato en 1793 de Jean-Paul Marat en su bañera a manos de Carlote de Corday. El bígamo, aunque se ocupa de la geometría y de san Sebastián, de las ligas con corazones bordados y de los hombres impíos, de las jirafas postales y de las sacristías, no es una historia de detectives. Su obsesión por el número, por informar sobre la cantidad, por precisar los días o las dimensiones, se debe, más que al rigor descriptivo, a la devoción por desvelar lo que disfraza la cifra, como ocurre en La lógica, donde un medio ambiente de objetos lesivos convierte en asesino al habitante. En El ávido, que burla la sátira, no se arguye por qué Virgilio miró hacia otro lado. Aunque ninguna de las definiciones confía en la metáfora, ni siquiera La mística, hay algunas tentadas por la autoridad de la poesía: La efímera es una de ellas. El pánico es la definición más concisa y, por tanto, la única que se aproxima a la verdad. El clítoris y El cónyuge no son las menos científicas. Salvo en El cálculo, y quizá en El mísero, aunque de otra manera, no hay apología del suicidio; salvo en El próspero, no hay anonimato; salvo en El círculo, no hay flores, pues las amapolas de La trémula no son amapolas. Si en vez de seguir el índice se atiende al sumario, además de cambiar las denominaciones, los asuntos son otros: El bígamo trata del laberinto, El célibe de los recintos sagrados y El híbrido del dormitorio, que es el lugar donde se demora y resume la casa; La lógica es una ferretería, La búsqueda un restaurante y El sátiro (que para ser verídico debiera llamarse La gónada) una zahúrda; La pérdida sucede

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en un quirófano, La réplica en un portulano y El público en un gran cementerio donde tras cada lápida, en cada estela funeraria, bajo cada túmulo yace siempre el mismo hombre; El ámbito ameniza sucesivamente una carnicería, un espejo, una academia, un palacio y un edificio de apartamentos. Quien en vez de someterse a la coerción del título se deje confundir por el subtitulo descubrirá que todo no es más que un intento de dibujar algo de la ternura, de su posesión o de su carencia, de su reclamo o de su donación. Entendido como Catálogo de esdrújulos, el libro, aunque claudica en el rigor de la cifra y del orden alfabético, se antoja aleatorio, pues acaso los acontecimientos de El célibe podrían haberse contado en El sátiro, o a la inversa, o llamar La súplica a lo que, no sin motivos evidentes, se denomina El público, o que Ariadna viviera en El bígamo y Aurelia en La víspera. En cualquier caso, el Catálogo de esdrújulos convoca no a aquellos de los eufónicos más proclives a la sangre, sino a la confederación de aquellos que

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EL SÁTIRO

Diego Antonio Mellado, licenciado en 1958 por la Universidad de Zaragoza, veterinario en Alabia, en Turre, en Níjar, en Lubrín, en Serón, en Villafranca del Campo y Ojos Negros y Singra, en la comarca del Almanzora y, al final, inspector de alimentos en Olula del Río, si no nos hubiera dejado desamparados, taciturno y con pocas palabras, podría contarlo. El proceso de emasculación de un cerdo de tamaño mediano requiere, como mínimo, dos actores, necesarios desde el principio para someterlo, para poder desplomarlo de perfil en el suelo; uno de ellos, agachado, casi en cuclillas, le hinca una de sus rodillas en el cuello para inmovilizarle la cabeza y evitar sus dentelladas feroces (hay incautos que han perdido algunos dedos) y, con la otra, de costado le aprisiona la cintura; con las manos, como puede, procurando mantener el equilibrio, le separa las patas traseras. El otro, que ya ha afilado el bisturí de empuñadura pequeña de nácar y hoja semicircular, se inclina y con la

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mano izquierda le agarra el testículo izquierdo; le coge el escroto por la parte de abajo y, tirando hacia arriba con fuerza, comprime el testículo contra el cuero arrugado, estriñe el tejido, reduce la posibilidad del movimiento, clausura la huida, y la bolsa se irrita. Una vez estrujado y evaluadas sus dimensiones le da un corte preciso, una incisión que rompe recta la piel y que hiere de un tajo poco profundo la gónada, que se abre como si fuera un higo maduro y deja ver su interior de conductos, su maraña de túneles blancos y azules, que expone a la luz la aridez de ese planeta. Luego aprieta de nuevo y empuja hacia arriba hasta que sale del todo al exterior la bola de carne, el ovoide que se queda colgando, el ojo sin órbita, inútil y aún en funcionamiento y sujeto a las entrañas oscuras por tubos endebles y repletos de semen. Después coge dos pinzas, que son como tijeras dentadas, y estrangula los tubos y, mientras sujeta la de abajo aprisionándola entre las patas, la de arriba es sometida a rotación frenética, y en su giro disloca al testículo, y los tubos retorcidos se transforman en una cuerda y, cuando están bien trenzados y tirantes, cuando se ha sellado la vía, leve los toca el bisturí y los corta. Ahora, si es que se va a aprovechar como alimento (antes hay que macerarlo durante dos días en vinagre), es el instante preciso para depositar el testículo que ha quedado sujeto a la pinza en un plato cualquiera, o de tirarlo a lo lejos para que lo devoren los perros o aniden en él los gusanos. Suele haber perros rondando este quirófano incómodo, perros hambrientos que quisieran vengarse del cerdo, perros que quieren meter su lengua en la brecha, perros domésticos que han olvidado el ritual de la caza, perros sucios de estiércol reclamados, como los tábanos y las avispas, por el hedor de las vísceras. A continuación le toca a la segunda criadilla según un procedimiento similar: agarrar, apretar, empujar, conducir (hay que sacarla por la

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misma abertura que la primera), retorcer, sajar, depositar o tirar a lo lejos. Alguien, la mujer que lleva mandil, que es la esposa o la hija o la madre del aparcero, ha traído una alcuza o un vaso corriente lleno de aceite de oliva que es derramado en el interior de la herida con un doble propósito: para que cicatrice pronto la carne y para repeler el enjambre de moscas. Mientras el ácido oleico surte efecto como coagulante, mientras comienza a sellar estos labios provisionales y a evitar las infecciones, se levanta primero quien haya interpretado el papel de cirujano y después el ayudante, que suele ser el propietario del cerdo, quien ya sueña con la matanza, con el matarife y los lebrillos repletos de sangre, con el pimentón y las otras especias, con los calderos hirviendo, con los embutidos colgando de las vigas de la solana, con la cebolla en las negras morcillas, con los jamones enterrados en sal y con los lomos hechos filetes. Antes, el cerdo también se levanta sin echar nada de menos y, si tiene la suerte de encontrarse el plato que contiene sus huevos estériles o de que aquel perro no los haya aún devorado, no pone reparos en nutrirse con los que hasta hace un instante eran sus fecundos y prometedores testículos. No siempre la castración de un cerdo es un espectáculo obsceno. Nunca, en sentido estricto, es un espectáculo. Tampoco la castración de las hembras, a las que hay que rajar en la cintura, donde la piel es mucho más gruesa, y meterles los dedos por la escasa abertura y buscarle una trompa, y sacarla hasta encontrarle el extremo, hasta donde se adhiere el ovario. Por su volumen, apenas almendra, el ovario es despreciable ante la dimensión del testículo, y los perros no compiten por él, y lo dejan rebozado de tierra, como una semilla recién desovada. Pero a la cerda hay que abrirla dos veces en el abdomen, una vez en cada costado, y luego coserla con hilo bramante, con unas agujas semicirculares de las que hay que tirar con tenazas.

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Diego Antonio Mellado, en Bayarque o en Lúcar, en Los Zoilos o en Peracense, en Armuña o en Cruz Verde, en Morox o en Torremocha, no siempre lo hizo por ganarse el jornal. Nunca lo hizo a propia iniciativa; nunca por interés, ni por su voluntad. Mientras pudo, después de lavarse las manos en un azafate esmaltado, en un cubo con agua del pozo, en una pila que había al lado de la pocilga, recogió su pipa del alfeizar de la ventana, lentamente sajó un cigarro y vació el tabaco en ella, lo apretó y la prendió. Él, el más pacífico de los hombres, que por su silencio pareció haber comprendido el mundo, tal vez no encontró otro modo de cambiarlo.

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SEGUNDO TRATADO DE POLIORCÉTICA



LIBRO I

ACERCA DE LA CÓLERA



EL BÍGAMO

Si el bígamo careciera de dientes otros hubieran sido los sucesos que acontecieron la noche infausta en que Aurelia Mellestratti Poniatowski se decidió a visitar la casa número nueve de la vía Montedoro. Se puso una chaqueta oscura de lana fría sobre la blusa celeste y una falda de ante ocultando las ligas de encaje que le sujetaban las medias, sin sospechar que después, el abogado de la parte contraria recurriría a la hipótesis de la provocación para intentar demostrarle al juez que desde el principio, quizá desde que sonriendo frente al espejo, o desde que sentada en la cama comenzó a embutirse la piernas, ella tenía la intención de incitar su asesinato. La casa número nueve de la vía Montedoro tiene un escueto jardín a la entrada, con un rosal enhebrado en la verja y un limonero frente a una de las grandes ventanas, casi balcón, de la derecha. Desde la reja hasta el muro de la fachada hay doce metros exactos y perpendiculares; dieciocho pasos de hombre tranquilo,

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veinticuatro para una mujer con falda de tubo. La puerta de la casa, de doble hoja maciza, con bisagras y pomo de bronce, intercede con el eje de simetría tras siete peldaños de mármol de Paros, y abre a un zaguán amueblado con dos sillas de espera tapizadas con terciopelo rojo; un cilindro de bronce que desde uno de los rincones hace de paragüero; una percha espiral de seis brazos curvados que asusta a los desprevenidos; una alfombra con el torpe dibujo de un rinoceronte descomunal que pace entre las ruinas de una pagoda inverosímil; un retrato en pardo y plata, de autor mediocre y sin espectativas, del primer archiduque de Austria que, ante una cortina, apoya una mano en la espada mientras con la otra sujeta un papel ilegible; una lámpara que cuelga del techo con sus cristales labrados y un recipiente cerámico lleno de arena marítima que le sirve al bígamo, al salir de su casa, de escupidera. Aurelia Mellestratti sólo pudo entrar hasta aquí. A la mañana siguiente la encontraron desparramada sobre la alfombra, coincidiéndole el ombligo con la vertical del cuerno inclinado del rinoceronte, con las piernas abiertas y los brazos irregularmente extendidos. La media de la pierna derecha, la que se sostenía doblada en la silla, había subido arrugándose hasta encima de la rodilla, dejando entrever en el muslo la herida de un tatuaje de tintas azules. Le faltaba una liga y tenía la mano izquierda casi enterrada en la escupidera. Cuando llegó el primer policía el charco de sangre ya salía por el umbral y goteaba su lacre en el primer escalón. El bolso estaba correctamente colgado en la percha, con la cremallera cerrada. Contenía un pañuelo violeta; una pluma estilográfica sin estrenar; un monedero de cuero que guardaba tres llaves; un caramelo de miel; un abrecartas cromado útil para matar y una caja de cerillas de un hotel de Cancún que aludía a un papagayo polícromo para anunciarse. El juez al que avisaron los detectives para que

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levantara el cadáver descubrió un arañazo pequeño en los pies del archiduque y una salpicadura de sangre en el marco; el juez se entretuvo en trazar en su libreta un boceto del escenario y anotó algunas las palabras junto a una flecha ondulante que apuntaba hacia la base del cráneo de la silueta. También escribió, entre signos dobles de exclamación, que en el zaguán había una jirafa de taxidermista con el cuello doblado hacia el suelo, como si quisiera comerse la alfombra, como si le estuviera susurrando obscenidades ineficaces a Aurelia: no fue necesario que la dibujara para tener la certeza de que era una réplica exacta, o quizá a la inversa, de una talla en madera que él compró como recuerdo para su hija hacía doce años en el zoológico de Tucson, Arizona. Nadie, salvó él, parecía haber reparado en que el animal tenía las cuencas vacías, que era lo mismo que hizo su hija con su regalo extranjero: sacarle con un sacacorchos doméstico los dos cristales de plástico que simulaban los ojos cuando su padre le confesó que en su último viaje había conquistado a una norteamericana muy dulce y amante que, con esa dulce jirafa, le mandaba a la que ya consideraba como su hijita un beso muy fuerte de madre desde Tucson, Arizona; entonces, desprevenido y ajeno a las consecuencias, el juez se divirtió con su travesura de huérfana y, sin que lo supiera su hija, se hizo engarzar en un llavero de plata los medios ojos de muerta. El día anterior a su asesinato, según declaró la dependienta de la lencería, la señorita Aurelia Mellestratti compró un conjunto completo de ropa interior que estaba de oferta, que en su opinión era discreto y decente, y que no le extrañó que después de haberlo pagado se arrepintiera y lo cambiara por unas ligas de lujo con dos corazones bordados. La noche de su asesinato Aurelia Mellestratti pulsó el timbre de la casa del bígamo, miró al cielo para nublarse los ojos y esperó a que la cancela se

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abriera mecánicamente. Aunque estaba lloviendo, cerró el paraguas para atravesar el jardín, para subir las escaleras de su perdición, para girar el pomo mojado y empujar la puerta que habría de enfrentarla de golpe al fracaso. Antes de comenzar la ascensión había remangado un poco la falda. Al tropezar en el tercer escalón estuvo a punto de darse la vuelta y regresar caminando hasta su casa, sin importarle la lluvia ni la derrota. Subiría en ascensor, atravesaría corriendo el pasillo, giraría a la derecha en la sala de estar, rodeando la mecedora en la que se sentaba a soñar y, ya en el dormitorio, se quitaría la ropa mojada y tiraría a la basura las medias inútiles y estas dos ligas que desde los muslos me están doblemente apretando el corazón. Al recuperar el equilibrio en el cuarto escalón decidió seguir adelante. La señora que vivía en la casa de enfrente del bígamo estaba nerviosa porque su marido en los últimos meses siempre regresaba más tarde de lo previsto y porque por las mañanas, cuando le colgaba en la percha del armario ropero del dormitorio el traje del día anterior, al registrarle en los bolsillos de la chaqueta, cuando él ya se había ido a la oficina, le encontraba cosas extrañas: conchas marinas, cáscaras de naranjas amargas, nueces partidas, agujas de reloj de pulsera, diapositivas del museo de antropología, hebras de hilo, trozos de braga, bombillas siempre fundidas. La noche del asesinato de Aurelia Mellestratti, serían al rededor de las doce, Anselmo no había llegado y ella se estaba inquietando, pues no sabía si era por culpa de la lluvia, o tal vez porque de nuevo se hubiera encontrado en la acera un huevo silvestre o el pubis de un ángel, y ante la duda, y por intentar apaciguarse, se fue a la ventana de la salita de arriba y vio bajo un paraguas a una mujer indecisa llamando al número nueve y una luz interior de la casa de enfrente que se apagó. Entonces llamaron al timbre y ella

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bajó corriendo las escaleras y espió por la mirilla y, cuando la interrogaron, le dijo a la policía judicial que se sintió muy aliviada al reconocer la silueta de Anselmo y que al abrirle la puerta, mientras él le decía que su tardanza era la consecuencia de haber extraviado las llaves en el planetario, tuvo un sobresalto, pues la señora de antes tropezó con el tercer escalón de la escalera que en la casa de su vecino conducía desde el jardín hasta la puerta de la fachada, y que si los señores lo deseaban, podían comprobar que eran una puerta y una fachada muy tenebrosas y que ella evitaba mirarlas; que incluso el día en que se sintió tan indispuesta de estómago, cuando tuvo que venir la ambulancia para llevársela al hospital, no se atrevió a pedirle auxilio a su vecino porque temía que de esa casa saliera un demonio maligno. Ella, por si querían saberlo, siempre había sospechado que allí, en el número nueve, vivía una criatura infernal que debía de tener patas de cabra montesa y un rabo redondo cuajado de pelos, y ojos inundados de sangre y un miembro descomunal que seguro que usaba como ariete para desquiciar de un empellón las puertas de las virtuosas. Abilia de Gante les dijo también que las noches sin luna por la chimenea de su vecino brotaban, envueltas en ascuas, mujeres desnudas y silenciosas que se perdían volando en la oscuridad de los tejados, y que en una de ellas, ya cerca de la madrugada, oyó que alguien intentaba quebrar la ventana de su dormitorio golpeándola con su tallo ciclópeo, y era ciclópeo, señor policía, no sólo por su tamaño de tronco de cedro sino porque tenía un único ojo que me fascinaba. Desde el campanario barroco de la iglesia de San Felipe Neri la chimenea no se veía, pero sí desde el de la torre de la de San Nicolás, y también desde el de la parroquia de Santa Lucía. Un policía ladino y tres sacristanes infelices lo habían comprobado, aunque ninguno de ellos pudo certificar si la noche del homicidio, porque vieran el

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signo incontestable del humo, la chimenea del bígamo estuvo encendida. Su casa no es el centro de la circunferencia hipotética que pasa por la base del eje de las tres torres de aquellas parroquias; pero si un delineante trazara en un plano del callejero tres circunferencias paralelas que tuvieran su único centro en el hogar de la chimenea, haciendo que cada una de ellas pasara por el centro de los respectivos altares mayores, se comprobaría que las tres circunferencias sagradas son equidistantes, y podría demostrarse que el área que encierra el triángulo que resulta de unir los tres vértices que son los altares coincide con el área de la circunferencia pequeña. Esta revelación matemática, en apariencia superflua, no sirvió para nada en el juicio, aunque fuera aportado por el policía Aristóteles Picchio Montoro, subcomisario suplente, que como estaba aburrido y era aficionado a los problemas geométricos y a la teosofía, se empeñó en encontrar alguna relación entre el lugar del asesinato y los santos lugares más próximos. Aurelia Mellestratti no tenía ninguna devoción santoral conocida: en su cadáver no se encontró ninguna medalla, ningún escapulario escondido, ninguna señal de la cruz; ningún libro del Pentateuco ni ningún ejemplar de Las siete moradas en los bolsillos de su chaqueta. Lo extravagante, le dijo el juez al policía, hubiese sido encontrar cualquiera de ellos, sin saber que el agente estaba seguro de que el caso ya estaría resuelto si en el bolso o en alguno de sus bolsillos Aurelia Mellestratti hubiera llevado el Deuteronomio. Ella fue bautizada treinta y tres años antes en la pila bautismal de la colegiata de San Esteban del Monte, un miércoles sombrío en el que fue forzada a compartir ceremonia con los funerales de un ahogado sietemesino, su primo carnal Augusto Stega Mellestratti, al que ya no podían retrasar ni en un minuto su enterramiento por temor a que se descompusiera del todo, de tan podrido que lo sacaron de

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entre las algas del río después de cuarenta días sumergido padeciendo las mordeduras feroces de los peces carnívoros. Y todo porque al sacerdote le había prohibido su orden monástica decir más de una misa diaria y, en consecuencia, no tuvo otro remedio que obligar a las familias a ponerse de acuerdo en el procedimiento del rito, en si primero era el sepelio o se empezaba por el bautizo; convinieron los padres que ambos al tiempo, mezclando lo óleos y confundiendo los cirios, que ya en el cielo san Juan y san Judas Tadeo se repartirían las oraciones y aclararían las atribuciones. El sacristán de San Nicolás era tuerto de un ojo y amigo por correspondencia del sacristán de San Esteban del Monte; los dos se debían mutuos favores y la promesa incumplida de intercambiarse reliquias robadas. Ninguno conoció a Aurelia Mellestratti: a los dos sacristanes les hubiera gustado ver el cadáver, el muslo grabado, el escote al que tanto se referían los cronistas en la sección de sucesos de los periódicos locales, el escote sobre el que un redactor escribió, a doble columna, que su sola mención le evocaba aquel salmo en el que se comparan las brechas acogedoras con las plegarias. Anselmo, el marido de la vecina del bígamo, era feligrés infrecuente de la parroquia de Santa Lucía. La noche del asesinato de Aurelia Mellestratti venía de allí, de confesar sus pecados. Por la mañana, en vez de ir al trabajo, a la oficina del centro, se fue en autobús a una casa de putas sin fama de la periferia. Estaba muy triste y su mujer no podía ya consolarlo: al salir del portal descubría en los bolsillos del traje las cosas que ella le escondía con la ilusa intención de enloquecerlo: ratones decapitados, colillas del cenicero, alcaparras de Los Filabres, cerrojos, cartílagos y trozos grasientos de mortadela con aceitunas; esa mañana, como novedad, fue un excremento aún tierno. Entonces

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se quitó la chaqueta y la tiró a la basura y cogió el autobús número treinta y cuatro y se bajó en las afueras, y llamó con los nudillos y le abrió una rubia fingida que lo desnudó en el pasillo y lo incitó a olvidarse de su pasado, y él se olvidó sin miedo a las consecuencias. Cuando tuvo valor fue a arrodillarse bajo la imagen admonitoria de Santa Lucía, que pareció que por intercesión lo perdonaba de su pecado y lo animó a volver junto a Abilia de Gante a soportar con paciencia sus desvaríos. Se levantó del reclinatorio, se estiró la pernera de los pantalones, hizo un acto de contrición al pasar frente al sagrario, mojó sus dedos impuros en el agua de la pila del agua bendita, se persignó recordando a la prostituta y, cuando cruzaba el cancel, cayó en la cuenta de que santa Lucía tenía los ojos cerrados. Cuando llegaba a su casa, por la acera de enfrente vio acercarse a una mujer que por el movimiento de sus caderas y la estatura se parecía a la hembra dichosa del desayuno: llevaba, bajo la luz de las farolas y a la sombra de su paraguas, una chaqueta oscura y una falda como de ante. El venía empapado, cansado del peso de la penitencia y del camino de lluvia desde la iglesia hasta el domicilio de su desgracia. No vio a Aurelia Mellestratti atravesar la cancela ni cruzar el jardín; no la vio tirar el paraguas ni tropezar con el tercer escalón porque en ese momento Abilia le abría la puerta, y ella tenía una extraña mirada, como de loca capaz de presentir el futuro. Ni siquiera después del juramento sobre la Biblia acerca de decir la verdad, Anselmo se atrevió a confesar ante el juez que había conocido a la víctima en un día confuso, que ella le había enseñado el tatuaje que tenía en el muslo mientras se desvestía. A Augusto Stega Mellestratti, el primo ahogado de Aurelia, lo enterraron un siete de marzo, cuarenta días después de que su madre lo ahogara en el río, avergonzada de haber parido un escuerzo incompleto, por evitarle las

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torturas a las que lo sometería la vida. Augusto tenía un hermano tres años mayor que en la adolescencia se fue caminando desde San Esteban del Monte a la capital. Aunque no lo llevaron al bautizo de Aurelia, la fortuna hizo que la encontrara diecinueve años después, aunque entonces no supo que era ella. Él trabajaba de cerrajero en una ferretería del barrio y Aurelia había perdido sus llaves, y esa noche tenía que prepararse para un examen de análisis gramatical, y sus compañeras de piso se habían ido a la fiesta de un compañero que vivía muy lejos, y ella no sabía la dirección, y necesitaba que alguien le abriera, que el cerrajero la acompañara y derribara la puerta. Anselmo subió las escaleras persiguiendo su falda, con su caja azul de las herramientas y el mono celeste de los empleados de la «Ferretería Imperial». Con una ganzúa y el trozo dentado de una radiografía de coxis, girando y deslizando, como acariciándola, consiguió que se abriera la puerta del piso de la estudiante. Aurelia se puso tan contenta que lo despidió con un beso después de pagarle, y le dijo que gracias, que ahora lo que más le apetecía era bañarse, rodearse de espuma, dejarse inundar por el agua, pero que era imposible, que desde la infancia todos los depósitos eran para ella una señal del peligro. Anselmo no llegó a abandonar el rellano de la escalera: cuando se iba por el pasillo vio el dormitorio y determinó su estrategia. Escondió la caja de las herramientas en el armario de los contadores; esperó tranquilo y atento a que se hiciera el silencio, a que se apagara la rendija de luz bajo la puerta; sacó la ganzúa sospechando que ella habría entrado al cuarto de baño, y la giró; llegó hasta el dormitorio y descubrió un gigantesco ropero idéntico al de sus padres, y se acordó de San Esteban del Monte y de su río lleno de peces voraces. Aurelia vino a acostarse y se desnudó, y cuando estuvo desnuda le dijo al cerrajero que aún era virgen, que estaba orgullosa de su

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tatuaje y que al día siguiente no tenía más remedio que madrugar, que era el momento de resucitar del armario y que se vistiera de nuevo su mono silvestre de cerrajero, que se pusiera los calcetines y los zapatos y que le hiciera el favor de marcharse; que era más hermoso de lo que ella se había imaginado cuando lo descubrió, y más memorable y rotundo: que parecía muy dulce, pero que para su mutua desgracia, se había adelantado al instante preciso en que ella había previsto dejarse tocar. Abilia de Gante, la irascible esposa de Anselmo, heredó de su padre siete casas unifamiliares y urbanas, una fortuna en obras de arte adquiridas al azar, una migraña impenitente y la manía de santiguarse cada vez que traspasaba una puerta. Su padre fue un mariscal que se enriqueció abasteciendo a la tropa con las mujeres baratas y exóticas que compraba por poco dinero en las colonias. Ella nunca lo supo. Creció sometida a la más estricta observancia, en el rigor militar más absoluto, temiendo a la fusta y a sus violencias, y con el pánico a los castigos eternos con los que la asustaba su confesor, en el caso, hija mía, de que cuando estés sola caigas en la tentación de acariciarte tus cosas. Se quedó huérfana el día nefasto durante el que cumplió cuarenta años de edad, a la misma hora en la que de rodillas le juraba al cuerpo aún caliente de su padre, Agustín de Gante y Frist-Villasanta, que en su memoria se casaría con el primer y único hombre que por una sola vez en la vida le hiciera conocer el pecado de la posesión placentera, con el único al que ella le permitiera rozar sus ovarios. Anselmo Stega Mellestratti, quince años menor que ella, empleado de ferretería, estaba aquél día masturbándose en el parque, al pie de un abedul centenario, junto a la fuente recóndita de los amargados. Abilia lo eligió para ella: se acercó por delante sin dejar de mirarlo a los ojos, paralizándolo, sin

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dejarle que se soltara la verga; cuando estuvo a dos pasos de él inclinó la cabeza y atendió muy sorprendida al espectáculo que se asomaba por aquella bragueta; cuando reaccionó, le pidió permiso para tocarla y, una vez concedido, se quitó el guante negro de la mano derecha y la palpó. Allí mismo, era un sábado de cuaresma por la mañana, le preguntó que si al día siguiente, al amanecer, podía ir a su casa, a la vía Montedoro número doce, a acostarse con ella a cambio de un matrimonio seguro para toda la vida. Anselmo Stega Mellestratti, en la misma cama en que murió Agustín de Gante y Frist-Villasanta, le separó a Abilia las piernas y, antes de que se hiciera la luz, la desvirgó sin esfuerzo, como si hundiera la lengua en un cuenco de espuma. Abilia no se inmutó: soportó el dolor con el mismo recurso que utilizaba cuando le subían la falda para azotarla, que era apretando los dientes y encomendándose al amparo de santa Engracia y su martirio. Luego le hizo firmar un contrato que tenía preparado sobre la mesilla de noche en el que minuciosamente se establecían las condiciones de su relación y el sueldo de su trabajo como oficinista en uno de los negocios heredados del padre, y cuando Anselmo quiso de nuevo entregarse en señal de gratitud, ella le recordó que a partir de ese momento jamás dejaría a nadie, ni siquiera a su marido, hurgar de nuevo en su cuerpo. Aunque nunca llegó a saberlo, no fue posible que se cumpliera su voluntad. Tampoco la voluntad de Aristóteles Picchio Montoro pudo cumplirse. El policía, diez años antes del asesinato de Aurelia Mellestratti, antes de ser destituido por ineficacia de su cargo de director general, se encargó personalmente de la investigación sobre el cadáver de una mujer que se descubrió en la sacristía de la iglesia de Santa Lucía. Tenía puesta una sotana y atadas las manos atrás

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con un cíngulo sacramental. Estaba descalza y no llevaba ropa interior, salvo una única liga de encaje con dos corazones bordados. No había indicios de sacrilegio ni de haber profanado ninguno de los enseres litúrgicos. El párroco y el sacristán aseguraron que ni la sotana ni el cíngulo eran del ajuar de su iglesia y que no echaban nada de menos. El párroco dijo no recordar a esa mujer como una de sus feligresas; aunque tal vez lo fuese, que la miopía astigmática no me deja distinguir a partir del banco que hay bajo el púlpito, que hay misas en las que no sé si está vacía o repleta la iglesia, que tengo que sacar un dedo por la rejilla del confesionario para saber si hay alguien ahí solicitando. El sacristán se puso nervioso cuando Aristóteles le preguntó que si alguna vez antes había visto a esa mujer en el interior de la iglesia o en la calle; que si alguna vez, quizá por casualidad, se había cruzado con ella en el presbiterio o en la sala de espera de algún ginecólogo. El sacristán lo negó lacónicamente, pues sabía que esa mujer era la amante dominical del cura que le pagaba con el diez por ciento de la cuantía de las colectas y con el quince por ciento de la recaudación de los cepillos benéficos. El padre Anastasio, que moriría de leucemia dos años después, le duplicó al sacristán el porcentaje de sus ganancias por su silencio y por su fidelidad. En su lecho de muerte el padre Anastasio, que estaba en pecado mortal, se arrepintió de todas las veces que había sucumbido a la tentación y, como acto de penitencia, le firmó al sacristán una carta de recomendación para el párroco de San Nicolás, al que hacía unas semanas se le había muerto el sacristán de un cáncer de próstata. Aristóteles Picchio Montoro aún no se había aficionado a la geometría ni a jugar con los compases; a él sólo le inquietaba el misterio de la liga de lujo que no había podido encontrar, ni que hallaría jamás salvo que un juez autorizara la exhumación del cadáver podrido del

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cura y que alguien le bajara los pantalones. Si no le dieran tanto miedo los muertos, Aristóteles descubriría la liga bordada con corazones en el muslo izquierdo del cura, maltrecha después de dos años agónicos de no habérsela quitado ni un día. Se la puso escondiéndose en el confesionario, después de haberle atado las manos inermes, antes de tirar los tacones a la basura. La mató por error. Él decía en sus oraciones que la quería, sobre todo los domingos después de la misa de doce, cuando ella esperaba a que se quedara vacía la iglesia y subía los noventa escalones del campanario, y allí aguardaba a que el cura terminara de confesar y cerrara por dentro todas las puertas. Cuando oía crujir los tablones del último tramo, Águeda Picchio Montoro, la hermana del subcomisario, empezaba a bajarse las bragas y a darse la vuelta para que Anastasio de Gante Frist-Villasanta no tuviera más que subirle un poco la falda, lo suficiente para poder sujetar la costura del borde mordiéndola. Nunca fueron más de quince minutos; siempre con los ojos cerrados. El padre Anastasio, al pasar en su ascenso frente a la habitación de la maquinaria del reloj de la torre, se desabotonaba los doce botones intermedios de la sotana. Abilia exigió ver, al menos una vez en la vida, el sexo orgulloso de un hombre; sin embargo su tío le negó a Águeda el derecho a contemplar el instrumento de su pecado. Abilia se negó a que en más de una ocasión en la vida el sexo de un hombre la descerrajara; su tío, sin embargo, fue desmedido en sus entregas brutales. Águeda se sometía por placer, pero Abilia lo hizo por rabia. Abilia, con tan poco, se sintió satisfecha, pero Águeda quiso tentar a la suerte: un veintiuno de abril, que ese año era domingo, y porque empezaba la primavera, y porque ayer fue a la lencería a comprarse unas ligas para sorprenderlo, en vez de subir a la torre se fue sigilosa a la sacristía. Don Anastasio

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volvió del campanario sin haberla encontrado en su puesto de siempre, sin poder explicárselo, porque antes la vio desde el púlpito humedecerse lasciva los labios. Don Anastasio no podía sospechar que ella estaba en la sacristía esperándolo, que ya se había quitado toda la ropa y se había puesto de estreno una sotana comprada en el convento de Santa Apolonia para que él, como siempre, sólo tuviera que remangarle la ropa con los ojos cerrados y entrara de golpe, haciéndole daño, diciéndole las palabras obscenas que la encendían y la forzaban a olvidarse del mundo y sus desgracias. Pero Anastasio de Gante y FristVillasanta tenía un límite para el tamaño de sus pecados, que una cosa era profanar el campanario los domingos sin menstruación, aunque estuviera más cerca del cielo, con el aire refrescándolo por los cuatro costados y el suelo empercudido por la mierda de las palomas, y otra la sacristía, con el olor del incienso y la presidencia de una talla del Crucificado. Buscó el cirio pascual y, encomendándose a su santo patrón, hizo el sacrificio propiciatorio. El sacristán de Santa Lucía la encontró la mañana de un lunes con una navaja mal atravesada en el pecho. Según confesó el padre Anastasio en su diario, por no limpiar el pecado de ella con el sacrilegio imperdonable que sería utilizar un cirio pascual como arma homicida, pensó en el candelabro y en la navaja que siempre llevaba en el bolsillo junto al breviario. Águeda estaba de espaldas, con las manos apoyadas en la mesa de mármol, con su melena de Magdalena derramada, recortada contra la claridad de una ventana, con las piernas algo abiertas para ganar en firmeza, con los tacones de aguja para estar a la altura precisa. Abrí la navaja de mondar la piel de la fruta y de rebanar los embutidos, la que tan útil me es para defenderme de los mendigos violentos, y me fui hacia ella y en vez de atender a la sangre le hice caso a los avisos del cielo y le

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aprisioné con una mano la boca y le asesté una puñalada en el sitio que dicen que las mujeres esconden el corazón palpitando. Se desplomó sobre la mesa y resbaló hasta quedar de rodillas, como si ahora humillada estuviera implorando perdón. En esta postura me recordó las escenas pías y admonitorias con que ilustran los pintores menores sus visiones rijosas del purgatorio: era el demonio tentándome, diciéndome que la arrastrara hasta el suelo y así, por primera vez acostada, la poseyera ayudándome de algunos cojines, que aún estaba su cuerpo templado y receptivo. Vencí a Satanás recurriendo al agua bendita y, por despistar a la policía, le quité los zapatos y, con un cíngulo nuevo, le até las manos atrás, como sabía que hacían con las brujas los jueces beatíficos de la inquisición. Tuve que huir no por el pavor a que el sacristán o alguno de los monaguillos me descubrieran sino porque la hermosura de Águeda muerta aún me reclamaba y me decía que la disfrutara. Aristóteles estaba en su casa cuando le avisaron desde la comisaría de que habían matado a su hermana pequeña. Diecisiete años después, cuando ya lo habían degradado de nuevo y vivía de la caridad en el hospicio de las hermanitas del Santo Sepulcro, por entretenerse esa tarde recordando la última vez que se tuvieron noticias del bígamo, comenzó a escribir en su cuaderno cuadriculado un cuadro sinóptico y un cronograma que fijaba el origen del mundo en el día del nacimiento de Aurelia con la esperanza de poder aclarar el criterio irreal de los acontecimientos que lo conducirían al suicidio. Luego dibujó una serie de esquemas onomásticos con geometrías diversas, llenos de flechas que proponían relaciones. Al principio algunas casillas estaban vacías, algunos nombres figuraban entre paréntesis o estaban encerrados entre interrogantes. Al juez Alejandro Camaro no tuvo dudas sobre en qué lugar situarlo.

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Era hijo bastardo de un comerciante de Trapani. Se vino a Siracusa a estudiar al amparo de su hermanastro, que era mayor que él, Armando Camaro, el sacristán de Santa Lucía que por dinero encubrió al amante sacerdotal de Águeda. El juez Alejandro Camaro gobernaba como emperador el juzgado número uno de lo penal, pero ahora estaba confuso. No encontraba respuesta para el caso infeliz del asesinato de Aurelia Mellestratti. No podía concentrarse. Desde hacía doce años, todos los lunes primeros de mes, le llegaban de Tucson envíos postales remitidos contra reembolso. Ya había dejado de abrirlos porque contenían sin remedio lo mismo: jirafas pequeñas en todas su combinaciones cromáticas. Las había azules con manchas granates, verdes y añiles, cárdenas y blancas; unas eran de fibras sintéticas y otras de algodón con pequeños lunares de lana; las había de poliuretano con falsas incrustaciones de nácar y de maderas pintadas a mano; algunas eran metálicas, anodizadas o con una micra de laca. Nunca se repetían y siempre venían envueltas en una carta idéntica en la que Audrey le decía que no podría vivir ni un día más sin su presencia, que si él no venía, sería ella la que vendría a su lado. Últimamente el envío de jirafas se había acelerado: llegaban todos los lunes de la semana, envueltas en cartas urgentes de amor amenazante. Estaba intranquilo: al quedarse viudo juró por su única hija que bajo ningún pretexto volvería a arriesgarse al engaño. Audrey se presentó en el juicio por el asesinato de Aurelia Mellestratti el primero de julio. Hacía un calor de horno cerámico. El abogado de la acusación estaba interrogando a Aurora Friburgo, la dependienta de la lencería donde Aurelia compró las ligas de su desgracia, cuando al fondo de la sala se abrieron de par en par las dos hojas de la puerta de roble y Audrey entró lentamente, como si el público ya estuvieran esperando a que ella apareciera en

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escena. Desde lejos clavó su mirada en la mirada de miedo del juez, sonriéndole mientras se acercaba al hueco que había visto en el tercer banco de la derecha, sabiendo que él ya había comenzado a sudar el agua salada que sudan los sicilianos en las camas de Tucson cuando les quieren dar a probar a las arizonas los sabores mediterráneos. Nunca en un tribunal de justicia se había perpetrado tal atentado contra la continencia. El abogado se equivocó en la pregunta; al fiscal se le desbarataron los documentos; la secretaria dejó de teclear en su máquina; al testigo de turno se le olvidó lo que iba a responder; el público se puso en pie excitado y con la intención de aplaudir y a Alejandro no le quedó más remedio que suspender la sesión hasta después de las vacaciones, hasta el próximo dos de septiembre a las nueve. Justo una semana después Audrey estaba ya satisfecha y había comenzado a padecer los estragos demoledores del desconsuelo. Habían desempaquetado las doscientas cuatro jirafas distintas y se las llevaron como donativo al hospicio de las hermanitas del Santo Sepulcro para la cabalgata de reyes. Habían enclaustrado al mastín holandés en la perrera municipal para que no interrumpiera con sus ladridos de indignación las noches de exceso y de gritos que se entregaban. Se habían embadurnado con cuanta sustancia cremosa y comestible podía comprarse en las tiendas del barrio. Se habían disfrutado en todas y cada una de las habitaciones de la casa y en los armarios, empotrados o no, en los que era posible meterse. Se habían lamido todos los poros y bebido todos los jugos hasta que justo a la semana, al despertar de la siesta al unísono, se miraron como aturdidos y con cara de asco, y se comprendieron. Estaban desnudos, tranquilos, sin nada que reprocharse. Alejandro, por primera vez en su vida, se sentía suficiente. En un destello de lucidez, al ver en la alfombra

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los tarros vacíos de mermelada, el desorden absoluto del dormitorio, las sábanas rotas y el joyero sin uso de Amalia sobre la cómoda, supo que el único modo de apaciguar su conciencia era contarle a Audrey los motivos sinceros que lo condujeron a inmolar sin piedad a su primera mujer. Hasta que se casó con Alejandro Camaro, Amalia Keener Friburgo fue una buena estudiante: cursó sin problemas la carrera de leyes y se doctoró con honores con una tesis sobre el delito y sus consecuencias en la Divina Comedia. Conoció a Alejandro Camaro en la biblioteca de la facultad. Al mes ya habían decidido casarse y que pasarían la luna de miel en las islas Eolias, encerrados en una cabaña de pescadores que les prestaría el tío de Amalia. Al mes de matrimonio Amalia se quedó embarazada de Anita Camaro Keener, su única hija. Fueron diez años felices y amables que terminaron de pronto el día en el que el boletín de la audiencia publicó la esperada convocatoria de oposiciones a juez. Fue un año de guerra civil, de silencios inquebrantables y de peleas desmesuradas y repentinas en las que consumieron el poco amor que les quedaba. El mismo día en que tomó posesión de su despacho en la audiencia, a las dos horas exactas de haber colocado un retrato de su esposa en la mesa, junto al lapicero de piel y al escudo de la república, le llegó un sobre certificado que no llevaba remite. Había dentro tres fotografías desenfocadas. En la primera, Amalia estaba tendida boca arriba en una cama con la cabeza de un hombre de espaldas engarzada entre las piernas; en la segunda, Amalia estaba de frente, algo curvada hacia delante, con las manos apoyadas en el respaldo de una silla y los pechos sueltos al aire, con la cadera sujeta por unas manos de hombre y con el pubis desordenado; la tercera era un primer plano de la cara de Amalia con la boca ocupada por un trozo redondo de carne. A Alejandro no le importó quién era el varón:

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con la mano extendida y pensando en el honor de la patria, le hizo al escudo esmaltado la firme promesa de matarla al día siguiente sin perder un segundo en hacerle ninguna pregunta. Para matar sin escrúpulos basta con tener altos los techos y una escalera de mano desvencijándose: no son necesarios los guantes ni el fuego. Alejandro fingió que se había lastimado un pie por accidente, o quizá la rodilla, o que esta mañana, después del insomnio, le dolía la quinta lumbar, que por favor le cogiera del último estante aquel libro encuadernado de rojo con letras doradas. Luego, cuando Amalia estuviera en lo más alto, quizá aún no se habría quitado la bata, quizá aún sin ropa interior, sólo quedaba empujar, darle un empellón a la escalera y que la asistenta la descubriera más tarde descoyuntada en la solería, quizá con el cuello atravesado por los cristales de los jarrones que se romperían, quizá sepultada por los libros que se desparramarían en la caída, que ella derribaría al intentar sujetarse de los estantes o la escalera plegable al tropezar. En vez de la criada, que ese día no pudo venir porque su cuñada se puso de parto, fue Anita quien la descubrió en la biblioteca, cubierta por su ejemplar preferido de Divina Comedia y un ramo descompuesto de margaritas. Audrey miró a Alejandro Camaro con algo intermedio entre la ternura y el miedo y, sin embargo, distinto al asco y a la compasión. Meses después, cuando ella se interesó por la imaginería, en una de sus excursiones erráticas por las iglesias, conoció al sacristán de Santa Lucía. A los pies de la talla polícroma de un san Sebastián acribillado por siete flechas desorientadas (dos en el antebrazo derecho, una en el hombro izquierdo, una en cada uno de los muslos demasiado femeninos, otra en la pantorrilla doblada y sangrante y otra, ineficaz, en el tocón del almendro al que

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estaba sujeto) le bajó a Armando Camaro los pantalones, y también sus calzoncillos de hombre viejo y soltero. Siempre fueron entregas secretas y urgentes, en los museos sin cámaras de vigilancia o en las capillas oscuras de algunas iglesias en las que podían entrar a horarios inusuales siempre que los sacristanes amigos le prestaran a Armando sus llaves de hierro para que él, en su soledad impertérrita, terminara el catálogo ilustrado de mártires que desde hacía tanto tiempo se había empeñado en completar. A Armando nunca le remordió la conciencia, ni cuando espiaba con su telescopio los amores furtivos de don Anastasio y Águeda en el campanario, ni cuando Audrey le abría la bragueta soñando que era Alejandro quien le explicaba los misterios de las gubias en los talleres barrocos de carpintería. Armando tuvo la suerte de que le tocara en una tómbola benéfica un telescopio de aficionado, y también la alegría de poseer como vivienda un ático en la terraza de un bloque de pisos desde el que se avistaba el campanario de Santa Lucía. Los domingos, después de la misa y de darle el adiós preceptivo a don Anastasio, se iba corriendo, cogía el ascensor y enfocaba el objetivo en Águeda, en su cara contenta y, algunas veces, crispada. Nunca, por culpa de los pretiles, pudo ver más abajo del pecho; nunca se dio cuenta de que ella sabía que él la acechaba. También, por entonces, tuvo la suerte de que una turista americana una tarde de invierno, cuando se disponía a cerrar, le pidiera permiso para asomarse un momento a la capilla de san Sebastián, que estaba muy interesada porque su guía de maravillas decía que era la única que había en Sicilia de la primera escuela renacentista de Nápoles. Él, a cambio de un donativo y en contra de sus principios, la dejaría pasar si también le encendía a san Sebastián una vela por la salvación de las almas del purgatorio. Hicieron el contrato verbal bajo el coro, alumbrados

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por los pábilos del tríptico de la conversión de Plácido, aquel caballero romano que por conversar en el monte Vulturello con los cuernos de un ciervo pasó a ser san Eustaquio, si bien es cierto que antes del diálogo el ciervo en su huida, acosado por el cazador, dió un impresionante salto de ciento quince palmos de altura y que desde la cumbre del peñasco en el que aterrizó, donde luego Constantino el Grande mandó erigir un santuario que conmemorara el acontecimiento, se asomó al precipicio ataviado con una cruz resplandeciente y parlante enarbolada en medio de su testuz, mostrándole así al pecador la llave de la puerta que a través del martirio a veces conduce a la santidad. Armando, para dormirla, las noches de cuarto menguante, le leía a su sobrina fragmentos de La leyenda dorada. Le leía, por ejemplo, aquello que Santiago de la Vorágine dice que dijo san Gregorio en su Diálogos a propósito de los milagros de san Sebastián: “Nada más entrar en el templo, el diablo se introdujo en su cuerpo, y en presencia de la numerosa asistencia comenzó a atormentarla con violentas convulsiones. Uno de los sacerdotes acudió en su socorro; queriendo ayudarla, tomó el mantel superior del altar y trató de cubrirla con él, pero en aquel preciso momento el propio sacerdote quedó poseído por el demonio”. Aquí Armando siempre hacía una pausa y pensaba en su párroco; después de suspirar continuaba: “A base de magias intentaron los hechiceros sosegar a la posesa, pero no sólo no consiguieron lo que pretendían, sino que, al contrario, la situación de la endemoniada se agravó porque, mientras los encantadores realizaban sus embelecos, penetraron en el cuerpo de la endemoniada otros seis mil seiscientos sesenta y seis diablos más, que la atormentaron con nuevos e intensísimos sufrimientos”. Aquí Armando siempre se detenía, porque la niña ya se había quedado dormida, y se preguntaba si san Gregorio estaría llamando

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a los espermatozoides traviesos diablos. A Anita, cuando era pequeña, le hacían reír los cuentos que su tío Armando le contaba para asustarla y su empeño en enseñarle el oficio sin futuro de monaguillo de iglesia. Algunos domingos, cuando aún era niña, por consolarla de su orfandad, Armando iba a su casa a recogerla y la llevaba a Santa Lucía para que lo ayudara en la preparación de la misa: había que elegir el alba más limpia y la casulla oportuna según la época y el santoral; había que repostar el vino y el agua, colocar la patena y el cáliz en el altar del presbiterio, marcar el misal por la lectura indicada; también la instruía en la técnica de encender sin quemarse los cirios y en la melodía del tañido de las campanas. Al final, había que ayudar a don Anastasio a vestirse. A Anita todo le parecía divertido, y sobre todo cuando el sacristán, por capricho del párroco, se iba de la sacristía a comprobar si quedaba agua bendita en la pila de los pies de la iglesia y entonces don Anastasio, aprovechando la soledad para ponerse un dedo admonitorio en la boca en señal de silencio, le indicaba a Anita que se subiera a la silla y de allí a la mesa de mármol, que apartara hacia un lado con su piececito el libro de las defunciones, que se estuviera callada mientras él jugando le levantaba la falda y le hacía cosquillas educativas entre los mulos. Don Anastasio, mientras pecaba con la hija de Amalia, se imaginaba la infancia de Águeda. Amalia Keener, tres días antes de perecer descoyuntada y erizada de vidrios, le mandó a su tío de Lípari, el pescador de peces espada, una copia de las tres fotografías que le hizo llegar por correo certificado a su marido para celebrar la toma de posesión de su plaza en la audiencia. Dentro del sobre que recibió de su sobrina había un papel sin membrete, con una fecha y un nombre escritos: «amanecer del doce de mayo con Aristóteles Picchio Montoro».

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El policía nunca supo quién era ella; ni siquiera dispuso de un nombre ficticio para recordarla en las noches de pesadumbre. La conoció una noche de mayo en el espigón del puerto pesquero. En un hotel de las cercanías alquilaron por horas una habitación con cama de matrimonio y ella, en venganza y por recompensa, se ofreció a satisfacer cualquier deseo carnal que a él le apeteciera a cambio de permitirle dejar conectado el disparador automático de una cámara que traía preparada en el bolso; además tuvo la precaución de llevar un trípode de viaje y una reserva de trece carretes comprados el día anterior, dos de ellos de diapositivas. Ella también se fue de este mundo inseguro sin imaginar que el policía Aristóteles Picchio Montoro interrogaría a su prima, Aurora Friburgo, la hija de su tío de Lípari, aquél que le prestó para su luna de miel una cabaña de tablas y cañamazo en la playa. En su juventud, Amalia y Aurora fueron un día al mercado de la Vucciria y coincidieron con Aurelia Mellestratti en el puesto de las verduras; ellas compraron fruta de temporada y Aurelia alcachofas y berenjenas. Ellas se fueron hacia la plaza de San Domenico por la vía CassariArgenteria y Aurelia entró en el adarve de Santa Eulalia de los Catalanes, donde años después un pintor mallorquín hizo dibujos al carboncillo en las paredes aprovechando los orificios y los desperfectos causados por los bombardeos. Aurora no podía sospechar que, trece años después de haber comprado manzanas reinetas al lado de una estudiante que quería hacerse una menestra para almorzar, un policía uniformado vendría a interrogarla en relación a una cliente que hacía unos días le había comprado unas medias de lujo con dos corazones bordados con hilo rojo de seda. Aristóteles Picchio Montoro llegó a las catorce treinta y cuatro al número ciento diecisiete de la vía Monreale, y la tienda estaba cerrada. Esperó sentado en un banco a la

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sombra de un árbol, resolviendo un crucigrama gigante. Ella avanzaba con un cierto aire normando; tenía los ojos azules y las cejas y los labios pequeños; vestía un jersey negro y unos pantalones vaqueros y muy apretados; no llevaba pendientes. Venía preocupada por los resultados de la mamografía que acababa de hacerse en el hospital nacional de El Salvador, el mismo al que llevaron de urgencia a Abilia de Gante y en el que el forense Arcadio Megara le hizo la autopsia al cadáver inmaculado de Aurelia. Iba por la definición de la columna decimocuarta cuando Aurora abrió la cremallera del bolso y sacó su manojo de llaves; eran las tres de la tarde en el campanario de Santa Lucía. Subió la persiana metálica, quitó el candado de abajo y cuando empujaba el cristal de la puerta oyó rechinar a su espalda unos zapatos con suela de cuero. Aristóteles se presentó enseñando su carné y su placa de policía y le explicó abreviados los motivos de su visita. Era el primero de octubre; hacía cinco días que habían descubierto el cadáver de Aurelia Mellestratti en el zaguán del número nueve de la vía Montedoro, que aún llevaba en su cartera el justificante del pago con su tarjeta de crédito de algo que aquí había comprado. Aurora recordaba que aquella antigua mañana la mujer de la fotografía había venido a comprarle un conjunto de ropa interior que estaba de oferta en el escaparate. Había de su talla y quiso probárselo, que Aurora la viera y le aconsejara sobre si ése era un modelo adecuado para que si un desconocido la desnudaba no se formara de ella una opinión equívoca. Aurelia, avergonzada, le aclaró que temía sufrir un accidente, una caída, un atropello al cruzar desprevenida una calle, y que estando inconsciente la llevaran de urgencia a un hospital, y que no quería que el cirujano al quitarle la falda para coserle la herida, al abrirle la blusa para reanimarla, se distrajera. Aurora declaró que Aurelia, vestida sólo con bragas, esta-

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ba realmente espléndida y sugestiva, que por delante y por detrás le quedaban de maravilla, que era una fruta. Corrió la cortina del probador y envidió sus pechos en el espejo, su ombligo en forma de estrella, sus caderas, sus muslos erectos. Lo único extraño fue que le pidió que le envolviera el paquete como si fuera para un regalo. No había transcurrido una hora cuando Aurelia volvió con el propósito de cambiar el conjunto violeta, que lo había pensado mejor y había caído en la cuenta de que era una estupidez la excusa del accidente, y que si no le importaba, aunque fueran más caras, prefería comprarle unas medias. Aurora estaba atendiendo a otra cliente cuando Aurelia volvió a llamarla al probador. Tenía remangada la falda y quería saber si tendría una ligas a juego. Entonces fue cuando Aurora se percató del tatuaje de Aurelia y se estremeció. En el instante en el que concluyó su conversación con Aurora, Aristóteles tuvo dos intuiciones simultáneas: que no era del todo sincera y que no tardaría más de una semana en conseguir acostarse con ella. En las dos se equivocó: necesitó un mes de asedio para conquistarla y vencerla. Aurora accedió a acostarse con él la noche de difuntos con la condición de que no se atreviera a tocarle los pechos; que nunca sus manos, ni en el delirio más absoluto ni en la ternura, cayeran en el error de acercarse a sus pechos hasta el contacto. Esa era la ley y Aristóteles Picchio Montoro la asumió sabiendo que la cumpliría aunque ahí estuviera el fundamento de su desdicha. Cuatro meses después, Aristóteles se aficionó a los tratados de reproducción animal. Leyó en una enciclopedia de zoología que cuando el macho comienza la lucha, el noventa y nueve por ciento de las veces es con el único propósito de ganar sobre sus semejantes el derecho a la posesión de la hembra. Él no tuvo que luchar contra nadie: sólo tuvo que combatir el martirio del miedo perpetuo. En el preámbulo, el

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biólogo aclaraba que ganar la batalla no significa que la hembra necesariamente acepte al vencedor; que la lucha puede haber sido inútil, pero que en caso de que la hembra esté receptiva, sólo al victorioso le permitirá el acceso. Él no tenía ninguna garantía de que, aunque aplacara sus numerosos temores, ella fuera a aceptarlo; pero sí albergaba una sospecha. Más adelante, en letra cursiva, ponía que, para algunos batracios, colocarse bien era la clave de la paternidad. Aristóteles cerró el primer tomo de su fauna universal y se puso a imaginar aquellas posturas de las que se podía suponer que, por contradicción a las estrategias del sapo, reducían al máximo la posibilidad de engendrar. Como se puso nervioso y la imagen de Aurora empezaba a corporeizarse tendida sobre el sofá, para relajarse, retomó la lectura y descubrió que el esperma fue creado para nadar, para ser depositado en un espacio pequeño y cerrado, en un remanso escondido. Como a él no le gustaban los lugares pequeños y cerrados, como prefería los paisajes, avanzó hasta el capítulo de los gorilas. La página estaba ocupada hasta los bordes por la fotografía vegetal de cientos de árboles. En el segundo párrafo se aseveraba que la vulva hinchada y roja indica que la hembra gorila está disponible para los caprichos del macho, pero que, si estando abultada el color que predomina es el blanco, es señal inequívoca de que está preñada. Aristóteles pensó que quizá así podría descubrir si Aurora, algún día, cuando empezara a engañarlo, se había quedado embarazada del macho que entonces hubiera vencido. Quien venció, contra todo pronóstico, fue Arcadio Megara, el forense de El Salvador. Cumplió cuarenta y tres años el mismo día que Anita confirmó que su padre, el juez Alejandro Camaro, había matado a su madre. Fue un cataclismo liberador. Con veintiún años tuvo la clarividencia de que se

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moriría de vieja en el ejercicio científico de la prostitución voluntaria. Fue en los funerales de su tío abuelo materno. En el cementerio, como única herencia, le entregaron un sobre lacrado que iba a su nombre conteniendo tres fotografías a todo color y ninguna explicación. No la necesitó. Recordó que cuando entró a la biblioteca, más que el charco inmenso de sangre con la Divina Comedia y las margaritas flotando, le sorprendió el descubrimiento de que su madre no llevaba puestas las bragas. En Lípari comprendió la señal. No buscó las pruebas que avalaran su hipótesis. Al volver del entierro llenó dos maletas con cosas imprescindibles, extendió las fotografías sobre la cama vacía de su padre y se convenció de que sólo podía vengarse de él metiéndose a puta para toda la vida y asegurándose de que él lo supiera. A los tres años de ejercer su propósito en solitario ya era empresaria. Había logrado comprar una casa de dos plantas cerca del puerto. Una mañana temprano llamó a su puerta un hombre desorientado y taciturno. Anselmo Stega Mellestratti se dejó desnudar impasible en el pasillo, decidido a olvidar, aunque fuera un momento, la tragedia diaria de convivir sin amor con Abilia de Gante. No volvió jamás por miedo a que el milagro no se repitiera. Cuando para regresar volvió a coger el treinta y cuatro borró de su memoria la dirección y guardó para siempre el recuerdo de un dormitorio celeste. Abilia de Gante llegó en ambulancia al hospital de El Salvador a las tres de la madrugada, sola y a punto de enloquecer. Arcadio Megara, que por entonces aún no se había especializado en hurgar en los cadáveres, estaba de guardia en el servicio de urgencia. Comprobó que Abilia no padecía ninguna dolencia de estómago, que no se había tragado una rata que ahora estuviera royéndole las entrañas, como ella afirmaba, y le administró una ración de sedantes que a los cinco minutos la dejó profundamente dormida y a

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su entera disposición. Las enfermeras se ocuparon de quitarle la ropa y de ponerle una bata de enferma provisional, y se la llevaron a la sala de observación. Como Arcadio estaba aburrido y ya llevaba diez días de abstinencia absoluta, se fue hacia la habitación acolchada en la que habían encerrado a la paciente y le dio cuatro vueltas a la manivela de la camilla, hasta dejarla a la altura de sus caderas. Como todo estaba en silencio, sin tomar precauciones, descorrió la sábana y le desabotonó los siete botones de la bata mientras se descalzaba; luego se bajó los pantalones y le entreabrió cuanto pudo las piernas; luego se puso un preservativo que antes había cogido del botiquín y se tumbó encima de Abilia. Cuando ya estaba dentro y empezó a oír la voz de la muerte sonó el timbre de la enfermería avisando de otra urgencia inoportuna y tuvo que retirarse de prisa e insatisfecho. Abilia de Gante se despertó con una sonrisa y, sin pedir explicaciones, se fue en un taxi a su casa, a buscar cucarachas aladas para metérselas a Anselmo en los bolsillos. Años después de la profanación hospitalaria de Abilia, Arcadio Megara y Aurora Friburgo se cruzaron a mitad de un pasillo: él iba hacia la sala de autopsias a analizar el cadáver de un niño y ella buscaba con inquietud la consulta de ginecología. Coincidieron en el ascensor: él había olvidado en su despacho un protocolo y a ella le habían indicado que se dirigiera a la cuarta planta, sección de radiología. Estuvieron al lado en la cafetería: él comentaba con sus auxiliares que había que afilar los bisturís y ella leía en una revista las recomendaciones inútiles para el cuidado del cutis. Pasaron seguidos uno del otro por la salida: él se encaminaba hacia el aparcamiento y ella quería coger el autobús que se acercaba. A la mañana siguiente, cuando Aurora Friburgo fue a El Salvador a por los resultados de la tercera mamografía del último mes, Arcadio Megara se levantó muy temprano. Eran las ocho en el campanario

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de Santa Lucía cuando se vieron venir: el médico con su pijama de adjunto y la dependienta pensando en las acrobacias con las que Aristóteles se jugaba la vida en la cama. A mitad del pasillo se detuvieron en seco y con una sola mirada se prometieron que se esperarían a la salida, que el primero en terminar aguardaría en la puerta hasta que el otro llegara y pudieran decirse la primera palabra del diálogo que ya deseaban que les durara toda la vida. Aristóteles notó que a su amante imprudente algo le había ocurrido, que esa expresión de felicidad no podía deberse a la levedad del informe de los análisis. Él nunca supo que esa misma mañana, cuando el campanario de Santa Lucía anunciaba que eran las doce, ella se estaba quedando preñada en un quirófano abandonado del sótano de El Salvador de un hombre con barba que, mientras le acariciaba los pechos, le decía que se llamaba Arcadio Megara. Aristóteles Picchio Montoro no llegó a suicidarse ni por este motivo ni por no haber encontrado una liga perdida con dos corazones. Lo haría muchos años después, cuando ya incluso se había olvidado del asesinato de Aurelia Mellestratti, usando el instrumento que emplean para morir los hombres que se sienten cansados: una horca hecha con alambre. Mientras buscaba en el hospicio de las hermanitas del Santo Sepulcro una viga propicia, pensó sin alterarse que se iba a ir de este mundo sin haber descubierto a quien en la sacristía de Santa Lucía mató a su hermana, Águeda Picchio Montoro. El sacristán encubridor Armando Camaro aún sigue espiando con su telescopio el campanario y, aunque no pueda verla, se imagina a Águeda Picchio Montoro soportando de espaldas las embestidas del padre Anastasio de Gante y Frist-Villasanta. También se acuerda a menudo de su sobrina, Anita Camaro Keener, cuando era pequeña y le ayudaba los domingos en la sacristía,

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mucho antes de que regentara el prostíbulo al que una mañana fue de visita Anselmo Stega Mellestratti para ser verdaderamente dichoso durante veinte minutos. De Audrey, quizá por ser extranjera, unos días confunde su cara con la cara de pena de santa Apolonia en su martirio y otros es santa Alicia la que le sustituye los ojos azules por dos cuencas de vidrio. Audrey nunca le dijo a nadie que el juez que no resolvió el asesinato de Aurelia Mellestratti había empujado la escalera desde la que Amalia Keener Friburgo cayó al infinito. El juez Alejandro Camaro rompió las tres fotografías de Amalia Keener Friburgo sin darse cuenta de que en el espejo del fondo se distinguía la cara de un hombre y que sobre una silla había perfectamente colgada una guerrera oficial de policía, la de Aristóteles Picchio Montoro, que doce años después se acostaría, sin llegar a tocarle los pechos, con la dependienta Aurora Friburgo, sin llegar nunca a saber que Aurora Friburgo tuvo una prima que una noche marítima lo hizo feliz a cambio de nada. Aurora Friburgo, que no padece ningún tipo de cáncer, es todavía dichosa con Arcadio Megara, que está convencido de que fue un sueño su intento de violación de una paciente sedada, de una tal Amanta Granate, o Amelia Pinjante, o quizás Abilia de Gante, que según los periódicos, era una rica heredera que vivía en el número doce de la vía Montedoro, enfrente de la casa del bígamo, del que dice el cronista que si careciera de dientes otros hubieran sido los sucesos que condujeron a la noche infausta en la que Aurelia Mellestratti tomó la desión errónea de visitarlo.

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LA RÉPLICA

No se sabe con certeza si los acontecimientos (los cronistas son proclives a ocultar los datos más significativos y a simular los nombres verdaderos) sucedieron a las puertas de Sabbioneta, esa ciudad fortificada que los Gonzaga, y Vespasiano fue acaso el menos manso de ellos, pensaron entre Mantua y Ferrara y que los Este tras el foso soñaron entre Ferrara y Mantua, o bien en la sede de un dibujo de Sforzinda del Codex Magliabechianus, esa ciudad que Antonio Averlino, llamado Filarete, imaginó para que se refugiaran los duques milaneses y así pudieran sin ser vistos asesinarse entre ellos. En cualquiera de estos u otros lugares, siempre recortada en el azul y fuerte, una mujer de perfil, quizá la que prefiguró Simone Martini bajo la hermética apariencia de Guidoriccio da Fogliano en una de las altas paredes de la Sala del Mappamondo del Palazzo Pubblico de Siena, tal vez ciega, cabalga para cumplir una venganza.

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EL VÉRTIGO

No hay más remedio que hablar de Lulú en su adolescencia para explicar la historia del alumbramiento del vértigo. Él no sabía de su existencia hasta que una noche infausta Lulú le descubrió con su lengua la orografía menuda de su pezón cordial, hasta que una acequia lo circunvaló con saliva, hasta que una primera descarga premonitoria no le anunció la tormenta. Como Lulú, bajo cuyo nombre la teología esconde la encarnación del mal en la tierra, era suave y nunca entendió el significado de la palabra ternura, como en un accidente infantil perdió el sentido del gusto y la sensibilidad en los labios, como ignoraba las sutilezas del paladar y la función suavizante de la saliva, como era devota del crujir del torrezno cuando se rompe entre los dientes y prefería sobre todos los seres del catálogo de la zoología a los roedores, mordió con todas sus fuerzas la espita erizada del pecho

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del hombre indefenso y así le hizo probar el dolor y el placer confundidos en un mismo sabor. En una explosión instantánea conoció la existencia del vértigo, de ese animal incorpóreo que tiene dos caras opuestas y cuyo peligro más grave radica en lo inevitable de sus tentaciones.

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LIBRO II

ACERCA DE LAS VÍCTIMAS



EL HÁLITO

Aquel día de julio estaba el hálito tomando el sol en la terraza y se quedó sin protección despreocupadamente dormido. Era lunes y, aun a riesgo de perder su empleo como jinete de carreras, decidió no ir a cabalgar. Era admirador de Augusto Monterroso, menudo y con una joroba apenas perceptible, aficionado a los partes meteorológicos y amante dominical de la portera. Se había tendido desnudo en la hamaca sobre una toalla teñida con pájaros tropicales y, allí acurrucado, comenzó a hojear una revista cuyo contenido eran doce reportajes fotográficos de doce mujeres distintas que, por orden de aparición, en el índice se llamaban Hiria, Háulide, Hila, Histiea, Hermíone, Hiperesia, Hanfigenia, Hirminia, Holenia, Héfira, Hecalia y Hálope. Seis eran rubias y seis eran morenas: Háulide, Hila, Hiperesia, Héfira, Hanfigenia y Hálope. De las rubias tres tenían el cabello rizado: Hiria, Histiea y Hecalia. Hirminia era cretense, de una aldea próxima a Gortina, y

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estudiante de ingeniería hidráulica; Háulide lucía el pubis lampiño. Las doce, por uno u otro motivo, por sus dimensiones o por la forma del pliegue inguinal, por la sombra que enfoscaba la curva del muslo o por la felicidad que auguraban, porque todas estaban desnudas y gratuitas, le gustaron, aunque si a alguna tuviera que elegir para que le frotara la espalda en la ducha, se inclinaría por Hiperesia. Si tuviera que elegir a otra para que le untara la mantequilla en la tostada, señalaría con su dedo, ya manchado de mermelada de arándano, a Hecalia; si, forzado por las circunstancias, tuviera que elegir a otra para que lo acompañara a la romería del tres de septiembre, optaría por Holenia, porque tiene poderosos tobillos y grupa de yegua; si además tuviera que elegir a una para que le diera los buenos días por las mañanas, sobre todo aquellos en los que se despierta con intención de ultimar los detalles de su suicidio, designaría, por la reverberación de su nombre en los laberintos, a Hanfigenia; sería Héfira la preferida en el caso de que, siendo todas vírgenes, tuviera que elegir sólo a una de ellas para profanarla y saborear la oscuridad de los túneles, el olor de las guaridas; Hermíone le parece la mejor para hacer excursiones al bosque, pues tiene la seguridad de que además de micología y hacer nudos corredizos, sabe subirse a los árboles y vadear, sin tan siquiera mojarse, los ríos más caudalosos; para discutir sobre los cambios del clima y sobre la correcta disposición de los muebles Hiria es la designada, pues en la entrevista dice que de sus habilidades destacaría su facilidad para resolver crucigramas; si, puestos a desear, le ofrecieran elegir a una para que le planche la ropa, sólo a Histiea le confiaría sus camisas de rayas y sus calzoncillos de hilo; si a otra para que hiciera de copiloto, sentada a su lado en su automóvil, usando su plano de carreteras, sujeta a su asiento por su cinturón de seguridad, pisando su alfombrilla recién estrenada y asomándose

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a hurtadillas por su retrovisor, sólo a Háulide le abriría su puerta; para acostarse con ella en las siestas y que lo hiciera feliz en el sopor de la digestión, Hila; para que le mordiera en la nuca y su lengua diera a probar el rocío, Hirminia, y Hálope, la dulce Hálope, para cuando estuviera aburrido frente al espejo. Si me dejaran, se dijo el hálito mientras cerraba los ojos ya dispuesto a dormirse, cambiaría a Héfira por Histiea, que parece que tiene los pechos más maleables. No pudo cambiarla. Cuando empezó a imaginarse a Histiea viniendo hacia la hamaca, con sus pechos maduros y dispuesta a entregarse sin condiciones, la luz inmisericorde y altiva, sin tan siquiera haberlo vuelto antes diáfano, lo desvaneció y se lo llevó con ella.

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EL LÍQUIDO

[BABA]

Cien cabezas gotean en los cestos de mimbre, unas sobre otras, la de la barba cana sobre la que le falta una oreja, la de la cicatriz en la frente sobre la que tiene desdentada la boca, la que vomita sus sesos sobre la que está abierta por la mitad porque el verdugo fue impreciso con su golpe de hacha. Cien cabezas desorbitadas se están secando al sol, coagulándose los cuajarones de sangre, arrugándose los bordes del cuello, desenmascarándose. De arriba bajó resbalando la gota primera: tímida salió de la nariz y avanzó por el desfiladero de los labios cerrados; no sin esfuerzo alcanzó la mejilla, giró treinta grados a la izquierda y, cada vez más veloz, comenzó a descender por la ladera; cuando la carne finalizó saltó al vacío y fue a astillarse contra la nuca de un tatuado. La segunda partió del oído de un nubio, se hundió por el lóbulo y allí se quedó balanceándose y esperando a la siguiente, que no tardó mucho en llegar;

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fundidas, doblemente grávidas, se despeñaron por un resquicio hasta que las recibió, tres cabezas por debajo, un párpado. Juntas de dos en dos, o de tres en tres si las retrasaba el rozamiento, de cuatro en cuatro si tardaban en sortear una algaida de pelos, de cinco en cinco si se atascaban en un barranco de arrugas, siguieron cayendo hasta formar un charco en la cuenca de un ojo, un lago que empezó a desbordarse, a correr cara abajo, a despeñarse como un torrente por la rambla. El manantial se convirtió en arroyo, y el arroyo en río con afluentes que procedían de otros cuellos segados, de otras venas, de los conductos linfáticos, de los canales abiertos, de las múltiples mucosidades y de todas las alfaguaras y los veneros por fin derramándose. El esputo que bajaba por la laringe, el que se quedó balanceándose en el borde, se unió a la lágrima del adolescente que murió recordando a su madre; la saliva espesa que antecede al espasmo se mezcló con el jugo cerebral que escupían las vértebras cervicales. Todas las aguas viscosas dejaron sus vasos, escaparon de sus recipientes, y vinieron a mezclarse en el fondo de los canastos, a salir por sus rendijas, a encaminarse hacia el sumidero del patio de la justicia. La crisálida, poco antes de que el sol empiece a asomarse por encima de los aleros, ya ha adquirido su forma definitiva y completa, y aguarda; aún hace frío y necesita el calor para animarse, para lograr la consistencia precisa, para adoptar la forma de hacha. A media mañana comenzará a desperezarse, a saberse viva y a adquirir conciencia de lo inevitable de la venganza. [PUS]

El collar, la arandela de cera, la salsa que hay en el fondo de la bandeja, el mar en el que flota una parte de Juan. Herodes, que sólo quería bailar con su sobrina, forzado por las circunstancias, dio la orden al carcelero. La aureola horizontal,

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la sopa espesa, el disco en el que se apoya la cabeza del bautista, la crema que alimentan los túneles abiertos de su cuello. No fue Salomé la culpable, sino la excusa. La vainilla, la nata dorada, la manteca, el aceite diez grados bajo cero, la grasa de las hecatombes, la peana sobre la que hace equilibrio la testa muda del profeta. Herodías fue quien le pidió a su cuñado el trofeo, quien sacó brillo al plato de plata, quien la cogió de las orejas y la situó en el centro, quien la peinó, quien le cosió las cejas a las pestañas para que sus ojos siempre estuvieran abiertos, para que le dijera al soberano por qué no había yacido con ella. Herodías fue la que le quitó el velo de seda que Salomé le echó por encima, la que le dijo al camarero que la transportara con mucho cuidado, sin derramar ese lecho de pus con el que san Juan sería, gracias a ella, algún día coronado. [SEMEN]

Holofernes soñaba una vez más con Judit y con sus besos de miel y fresca leche de cabra. Holofernes estaba bañándose con Judit en el Jordán, a la sombra del único árbol, quizá un manzano silvestre, que alteraba la línea de la rivera. Holofernes estaba bebiéndose un coco de los labios de Judit, saboreando por fin la ambrosía enemiga. Holofernes, repudiando los homicidios, negando cualquier forma de la violencia, acariciaba con toda la ternura del mundo los pechos que le ofrecía Judit. Holofernes, ya está amaneciendo, comienza a confundir los dátiles con el rocío, el deseo con la vigilia. Ahora es cuando Holofernes entra en Judit mientras Judit, que esa noche, después de haberlo embriagado sacó su puñal y lo hundió hasta la empuñadura en la garganta del general, huye por el desierto con la cabeza del general escondida en un saco.

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EL MÍSERO

Ella le dijo que esa noche le había sido revelado en un sueño que en la bacanal de la última siesta entre los dos habían concebido un hijo tan pérfido que, una vez que naciera, el mundo ya no tendría salvación. Él le dijo que aquello no era más que una pesadilla de tantas, una consecuencia de los desafueros y de los desordenes de sus caprichos carnales. Ella le dijo que no, que si no creía en su sueño que le pusiera la mano en el vientre a ver qué era aquello que ya palpitaba, aquello que le arañaba las entrañas queriendo salir. Él posó su mano sobre el ombligo de la mujer y la abandonó. Ella parió un ser de aspecto enfermizo que parecía no tener más fuerzas que las mínimas para poder respirar, un sépalo escuálido y transparente y con unos dientes tan grandes que su madre, por miedo a ser mutilada, se negó a amamantar. El mísero tuvo la infancia difícil y amarga de los suburbios; creció en la basura esperando que alguien por caridad quisiera enseñarle los

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rudimentos de la supervivencia. No se dejó derrotar por ninguna de las adversidades con las que la vida salvaje intentó aniquilarlo, ni siquiera cuando su novia lo abandonó sin justificar sus razones. Fue el momento más duro de su larga, y quizá estéril, existencia. Por entonces tenía una úlcera sangrante en el duodeno, que no conseguía agriarle el carácter, un peine de plástico en el bolsillo de atrás del pantalón, pues le gustaba peinarse cada cuarto de hora, y unas ansias de destruir que, no sin esfuerzo, aún podía controlar. Su novia no lo dejó por la úlcera (pues él, cuando ya no soportaba el dolor, en vez de quejarse bramando, se ovillaba bajo la cama y a los tres días se quedaba dormido), o porque manchara las sábanas (que no las ensuciaba siendo consciente sino cuando a propia iniciativa se le reventaban las llagas, se le abrían los estigmas para recordarle que otros antes que él ya habían padecido), ni porque oyera voces de otros mundos (porque él lo que oía, cuando se las acercaba por la boca a la oreja, eran las conversaciones que se habían quedado aprisionadas en las latas vacías) : lo dejó porque no le gustaba ni la forma ni el lugar en el que se hacia la raya del pelo.

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EL CÍRCULO

Kristina Pilati von Thasul zu Daxberg-Borggreve (o María del Pilar Pérez del Prado) es condesa y veranea este año, señora del horizonte, inmersa en las buganvillas, alta en el último de los parterres, en su mansión de Portofino (o en su caravana en el camping de Nerja, cercada por las linternas y deseando que llegue el invierno). En su escudo de armas hay siete escuerzos danzantes en torno a una estrella de plata. Tiene cincuenta y dos años, cumplidos hace diez días en soledad con el padecimiento de tres llagas sangrantes, y ningún hijo al que legarle su colección de natividades flamencas y renacentistas. Es amiga, si no familia, de la condesa Hanh-Hanh, aquella a la que se refiere Henrich Heine en su carta a Marx, y prefiere que la llamen por su nombre completo, tropezando en cada uno de sus accidentes, dejándose caer en los pozos de las consonantes. Ayer, a las nueve y diez, cuando comenzó a azafranarse la bahía, se enamoró sin motivo de su jardinero. Ayer fue

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noche de luna llena en los acantilados de Portofino (y en los pedregales de la playa de Nerja) y Kristina Pilati von Thasul zu Daxberg-Borggreve (como María del Pilar Pérez del Prado debido a las conversaciones estridentes de sus vecinos) no se podía dormir por miedo a que el espectro de su padre se le apareciera y la amonestara, como tantas otras veces, por permanecer todavía soltera. Salió a la terraza del dormitorio, apoyó los brazos en el pretil y, emocionada y eufórica, vio a su jardinero africano tomar impulso en el trampolín, hacer una cabriola en el aire, cruzar como un gato el redondel de la luna, hundirse y luego emerger y quedarse en el agua tibia de la piscina balanceándose encajado en el flotador, que esa noche, en vez de pato silvestre, tenía forma de cocodrilo del Orinoco. Contemplando la diligencia con la que levitaba su jardinero, creyó en la ley de la gravedad y comprendió el principio de Arquímedes. Se casaron siete días después con una ceremonia sin invitados, ante un juez de compromiso que no tuvo tiempo siquiera de ponerse corbata; ni Kristina Pilati von Thasul zu Daxberg-Borggreve se lo dijo a su cardiólogo, con el que esta temporada, sucia de heno y dispuesta a hurgar en los entresijos de la humillación, se veía a escondidas en las cuadras de los caballos (o en los servicios del camping, en la ducha del fondo con el vigilante nocturno, negro abisinio torpe con el lenguaje y académico de las embestidas), ni el jardinero avisó a su novia de que la iba a cambiar por otra que, en vez de desnuda, dormía embutida en un camisón de organdí. No se agredieron durante las dos primeras semanas. Kristina Pilati von Thasul zu Daxberg-Borggreve (o María del Pilar Pérez del Prado, porque estaba cansada y aún tenía que hacer el equipaje) se negó a ver el cadáver de su marido cuando lo descolgaron de la horca suspendida de la pala mayor del trampolín (o de la rama de un pino infectado de camaleones mediterráneos).

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Nunca, pensó Kristina Pilati von Thasul zu DaxbergBorggreve mientras cortaba en el invernadero un gladiolo (o María del Pilar Pérez del Prado, mientras pagaba el peaje de la autopista), hubiera podido imaginarlo tan inestable. Nunca sospeché, le dijo Kristina Pilati von Thasul zu Daxberg-Borggreve a una azucena mientras cortaba un gladiolo, que el universo fuera un sistema tan oscilante. Nunca sospeché, le dijo María del Pilar Pérez del Prado al retrovisor de su coche, que esto podía sucederme.

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EL PRÓSPERO

En 1717, Wernner von Braun, por exigencias de su imprevista ruina patrimonial, no tuvo más remedio que vender la colección de doce grabados que en los días dichosos de su opulencia había mandado estampar con el compromiso y el juramento del impresor de que se fundirían las planchas tras una primera y única edición. W. Wehsal, banquero de Amsterdam, fue quien se las compró y quien luego las hizo enmarcar para que fueran colgadas en las paredes de su dormitorio de matrimonio. Cuarenta y dos años después, en 1759, Annete y Friotta Wehsal, sus hijas, dividieron la herencia paterna por la mitad: a cada una de ellas le correspondieron seis de aquellas estampas sin título y firmadas en la esquina inferior izquierda con un monograma; nunca manifestaron estima ninguna por los grabados, pues eran del todo incapaces de apreciar nada que no sirviera para satisfacer el hambre perenne con la que la naturaleza las había castigado. De las seis que pertenecieron a

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Annete se perdió el rastro en los catálogos, aunque según T. Hérbert, hay argumentos estilísticos y temáticos suficientes para sospechar que una de ellas bien pudiera ser la hoja g.3028 del inventario de la Biblioteca Municipal de Kaissel. De los tres hijos legítimos que Friotta Wehsal tuvo con Sven Kolliker sólo uno de ellos, el último y más enfermizo, se dejó emocionar por el arte. Borj Kolliker en 1809, ya tísico, aún poseía los seis grabados; cuando comenzó la guerra, al equivocarse de ejército, fue sin honor fusilado. En 1839 cuatro de los seis grabados, los que Borj Kolliker numeró con los códigos Bk.01, Bk.03, Bk.04 y Bk.06, podían contemplarse expuestos en el gabinete de lectura del general Johan Küsser. Dos de ellos, Bk.01 y Bk.06, el general vencedor se los regaló a su única hija el día de su boda con el comerciante de especias Gaspar Winckler. Sesenta años después, en 1902, el coleccionista Hugo Orloswki localizó el paradero de los seis aguafuertes, que en vez de Wernner von Braun ya se llamaban Borj Kolliker y, pagando cantidades desorbitadas, consiguió hacerse con cuatro de ellos: los dos que le faltaban al general Küsser, que habían ido a parar a manos de un hijo bastardo de lady Roschard, la que fuera amante ocasional del mariscal Simon Crubeiller, y los dos de la hija de Johan Küsser y de su marido Gaspar Winckler, que por entonces ya eran propiedad particular del cardenal Carlo Grifalconni. En su demencia, el viejo Orloswki, desenmarcó las cuatro estampas, las embadurnó con betún de Judea y alimentó su estufa en el invierno británico de 1929. En el verano de 1957 Louis Plassert, aficionado a la porcelana china, fue al número 32 de la calle Gay-Lussac, donde tenía su tienda de antigüedades Philippe Echard. En vez de porcelanas, Philippe Echard logró venderle a buen precio al doctor Louis Plassert un grabado fechado en 1717 en el que aún se veía una criatura con dos rabos, uno de ellos acabado en punta

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de flecha y el otro, enroscado y plácido, similar a una serpiente incubando: el cuerpo lo tiene completamente cubierto de escamas y se apoya en dos patas hirsutas de cinco dedos articulados, aunque uno de ellos más parece la garra de un ave rapaz; casi del cuello le brotan dos alas simétricas, que no tienen plumas y que recuerdan a algo intermedio entre las membranas de los murciélagos y los élitros de los insectos; de la cabeza sobresalen dos orejas horizontales llenas de cerdas, equinas de forma; también dos cuernos bovinos, aunque girados, con las puntas oscuras amenazando al espectador; en el rostro, dos ojos humanos que miran de frente clavándose, abiertos, negros y extraños; una boca titánica, de oreja a oreja, y erizada por dos filas de dientes agudos. Por atrás, hasta el suelo, arrastrándole, le cuelga una melena dibujada con pequeños trazos paralelos y ondulados. No hay paisaje, ni fondo alguno, ni sombra para fingir un ambiente. La figura inerme y ausente flota estática en el vacío. Hoy, un nieto de Louis Plassert, estudiante de tercer curso de ingeniería genética, tiene el grabado que su abuelo le compró al anticuario Philippe Echard clavado con cuatro chinchetas en la cara interior de la puerta de su cuarto de universitario infeliz, en la quinta planta de un colegio mayor. Cuando se aburre, normalmente todos los días del año, juega a acertarle en los ojos con su juego de dardos. La bestia está horadada por seiscientos cincuenta y tres orificios. Cuando el adolescente incauto lance los trece que faltan para alcanzar las seiscientas sesenta y seis heridas que son necesarias, ella despertará para perdición de Humberto Plassert.

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LIBRO III

ACERCA DE LOS CÓMPLICES



EL CÓDICE

Beato de Liébana, el capellán discreto Osinda, la reina esposa de Silo, el que fuera soberano de Oviedo, fue uno de aquellos santos guerreros que en el medievo combatieron la herejía de los que afirmaban que el tiempo de la verdad comenzó el día de la Encarnación en vez del día negro y funesto en el que se izó la Cruz del martirio en la tierra. Él combatió a la bestia roja de siete cabezas y diez cuernos mal repartidos. Osinda, que a mediados del siglo octavo ansiaba quedarse preñada, sentir ocupado su vientre por un varón que la redimiera, tenía graves dudas sobre si Silo, que no sabía leer y le gustaban las criadillas de cerdo, podría ser un buen padre para sus hijos, que para sus siervos ya tenía bien demostradas sus deficiencias. Como el rey siempre estaba de caza y entretenido en perseguir por los bosques a las doncellas que se extraviaban, aquellas que estaban lavando la ropa en el río y que de pronto, era domingo, reconocían la suciedad de su cuerpo y querían

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bañarse antes del baile, y entonces oían los cuernos y las jaurías de perros y, sabiendo que era Silo quien se acercaba, salían en pelota del agua y huían entre los árboles con la esperanza de que él las encontrara y las derribara mientras Osinda, escuálida y sola en el castillo, temiendo que el confesor sigiloso la descubriera, se quitaba el vestido delante de una ventana y asomaba sus pechos hirsutos para que el viento jugara con ellos y, al tiempo que se estremecía, pensaba que quizá el milenio prefirió para su nacimiento un día dichoso en vez de una tarde de tinieblas aciagas. Osinda estaba en permanente pecado y Beato, que era astuto como un cardenal, discreto como un apóstata, por mucho que ella pretendiera disimularlo, en la cara se lo notaba. Enjuto y proclive a la sevicia, Beato también era un hombre piadoso y con pesadillas en las que había cuatro jinetes agresivos y estrellas que se despeñaban, mujeres flotando en el éter y alimañas que parecían serpientes, fuegos violentos y sellos abriéndose, y unos escuerzos gigantes anunciando la noche definitiva. Como Beato estaba enamorado de Osinda, a cualquier hora quería confesarla, a poder ser en los lugares oscuros, pues entonces podía cogerle la mano y amonestarla, o rozarle el pecho con los labios para decirle que tenía que cumplir con devoción la penitencia. Aunque Osinda, por temor, y por una razón de abolengo, no estaba enamorada de Beato, sí le hubiera gustado que en vez de meterle la mano bajo las faldas para tocarle el pubis caliente y advertirle que por ahí era por donde al demonio le gustaba apropiarse de las mujeres, fuera él quien se metiera y, antes de la absolución, la dilatara dejándole la simiente fecunda de un hijo. Mientras Beato y Osinda luchaban, uno queriendo que la esposa del rey se hiciera amanuense y la otra pretendiendo que el exégeta la interpretara, uno invocando el amor y la otra la carne, el códice se hizo mayor. El códice, que era prudente y sabía

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leer los pensamientos inconfesables, cuando tuvo la edad suficiente, aprovechaba las cacerías de Silo y, con las manos aún manchadas de tinta, mientras Beato dormía y soñaba con una criatura feroz emergiendo de los abismos, iba a la celda del monje y le quitaba su hábito y disfrazado se iba a confesar a la reina como ella quería, desnuda en la cama y con el infierno atravesándola.

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LA MÁSCARA

Los primeros dibujos de la máscara aparecieron al sur de Sicilia, en las paredes de una caverna deshabitada en las cercanías de Agrigento. Persiguiendo a una pastora silvestre y fugaz los descubrió Tomasso di Régola, un campesino viudo que cultivaba sus vides acompañado de un asno rucio, lampiño y muy manso. Cuando Tomasso, que enterró a su mujer en una fosa sin ataúd, envuelta en un manta de cuadros negros y blancos, vestida con su vestido de novia, iba llegando al cementerio de Racalmuto, en el cual después, no lejos de su señora, aunque en un panteón, sepultarían a Leonardo Sciascia, se encontró con un amigo del vecindario y le contó, porque fue uno de los pocos que estuvo en el funeral de su esposa, casi llorando, su hallazgo; pero éste, que en el velatorio no se atrevió a mirarle la cara a la muerta por temor a que lo delatara, fingió no creerlo y lo acusó, con buenas palabras, notando en la cintura el mango de su navaja, de excederse en el consumo

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del vino. Tomasso no lo entendió. Cuando Tomasso, que en ese momento recordó aquella noche de perros en la que entró borracho a su dormitorio y vio una sombra escabullirse por la ventana mientras su mujer se cubría con la manta, se despidió y siguió cabalgando; el caminante corrió hacia la cueva prehistórica y allí se encontró a la zagala escondida, temblando y con la mano derecha bajo la falda mientras las cabras sin vigilancia se desparramaban felices por la ladera. Como ya oscurecía y desde pequeño le daba miedo la luna, el vecino del aparcero Tomasso di Régola, a quien no le faltaban redaños para asaltar las ventanas, el que conociera los secretos del templo de la Concordia que fundaran los griegos, el que en una jornada iba y venía de Selinunte, el mismo que complacía a la señora del juez de Ragusa, decidió encender en el interior una hoguera y esperar al valor que confiere la luz que despunta al amanecer. Al día siguiente Tomasso di Régola, que nunca estuvo seguro de a cuál de sus paisanos se ajustaba la sombra, volvió a sus labores agrícolas y, en la sobriedad de la siesta, subió las primeras pendientes, trepó como pudo los riscos, se agazapó para entrar por la grieta y, junto a las ascuas, se tropezó con el cuerpo decapitado de su vecino, que no tuvo tiempo siquiera de abrir la navaja. Se la quitó y con ella afiló una vara; en la vara, por los oídos, ensartó la cabeza y añadió leña a la lumbre; con unas piedras armó una trébede y sobre ella, inhiesta, empalada, como un espetón, depositó la cabeza. Después, al comprobar que la silueta de la máscara había desaparecido de la pared de la caverna, se persignó y, encomendándose a Dios, se hincó de rodillas, momento que aprovechó para coger del suelo un morral de colores muy vivos por si tenía ocasión de devolvérselo a su sobrina.

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EL PÚBLICO

Clavada delante de El descendimiento de la Cruz que Rogier van der Weyden pintó hacia 1435, del óleo sobre tabla que la gobernadora María de Hungría, hermana de Carlos V, le compró al gremio de ballesteros de Lovaina, del que siendo tríptico era venerado y loado en el templo de Nuestra Señora Extramuros, del cuadro de doscientos sesenta y dos centímetros de ancho y de doscientos veinte de alto que hay en la planta baja del Museo del Prado, del que antes estuvo en el Monasterio de El Escorial amonestando a Felipe II, de las cuatro mujeres, tal vez tres de ellas marías, sólo una vestida de azul, de los seis hombres, si uno de ellos en verdad lo es, éste coronado de espinas al que alguien con brocados de oro sujeta por las piernas, de la calavera insepulta e irredenta de Adán, de la cruz que emerge del marco, está ella, a quien también llaman María, dejando que el cáncer se apropie de las pocas horas que, según el diagnóstico médico de esta mañana, le quedan.

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LA SÚBITA

Una cultísima madre todas las noches, para dormir a su hija, sentada a los pies de su cama, le leía fragmentos elegidos al azar de un libro que en la página ciento cincuenta y siete decía: “que el tiempo de impureza de la madre que haya parido criatura del sexo femenino sea doble y que tenga por tanto que aguardar para entrar en el templo, no cuarenta días sino ochenta, se explica por el hecho de que, si lo engendrado es niña, su cuerpo tardará en organizarse y perfeccionarse y en recibir el alma, no cuarenta, sino ochenta días, como generalmente se admite. A varias causas naturales, pero singularmente a las tres razones siguientes, se debe que el cuerpo femenino tarde el doble de tiempo que el masculino en organizarse, perfeccionarse y recibir el alma”. Y la madre le iba lentamente leyendo las razones a la niña alucinada: la primera porque “así lo dispuso Dios, habida cuenta de que el Verbo, cuando se encarnara, se encarnaría como varón”; la segunda porque “en el pecado

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del Paraíso la culpa de Eva fue mayor que la de Adán”, y la tercera y definitiva porque “con ocasión del primer pecado, la mujer, por lo mismo que fue más culpable, causó a Dios mayor desazón que le causó el hombre, cuya culpa fue menor”. No sería justo dudar de la intención de la madre ni de las palabras que a un extranjero le dijo en el tanatorio: si todas las noches, aunque a esa hora ya apenas me quedaran fuerzas para completar la longitud de la vida, le leía a mi hija algún párrafo ilustre de La leyenda dorada, no era por devoción a Santiago de la Vorágine sino porque la madre del hombre que yo le había elegido como marido también le leía a su hijo, para que conociera los misterios y los recursos femeninos, siempre fundados en la tela de araña, las vidas de los santos y de los mártires que escribiera el dominico italiano, que no en vano llegó a ser arzobispo de Génova. No sabía la madre que estas lecturas eran un sortilegio cifrado que las brujas utilizaban para transformar a las núbiles en parricidas. Para su desconsuelo, la madre nunca logró una justificación que explicara por qué su hija a la mañana siguiente de conocer las razones de su impureza congénita, nada más levantarse, mató con saña a su padre.

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LA VÍSCERA

Así como otros recurrieron a los tigres asiáticos o a la hipótesis de la reencarnación, Thomas de Quincey aludió a la víscera para resolver algunas paradojas históricas y ciertas dificultades de la vida doméstica. En Prolegómenos a todos los sistemas futuros de economía política, por ejemplo, preocupado por el precio excesivo del trigo en los mercados de los inicios decimonónicos de Londres, sugiere como remedio a su carestía la adicción sistemática de vísceras a la harina. Dice haber comprobado en sus experimentos caseros que si a la masa de pan candeal, mientras por la noches reposa en la artesa, mientras cubierta con los manteles se dilata por efecto de la levadura, se le introduce en el centro de gravedad una víscera, la masa se esponja y duplica el volumen, reduciendo con ello a la mitad la cantidad necesaria de harina. Después, en el borrador de la primera parte del ensayo que tituló El asesinato considerado como una de las bellas artes, escrito hacia 1827 y nunca del todo aceptado,

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cuestiona los planteamientos de Françoise de Salignac de la Mothe, arzobispo de Cambrai, quien en Las aventuras de Telémaco, según Thomas de Quincey, viene a afirmar que si un espectador ve escaparse por una determinada dirección a un inocente que fuera a ser objeto inmediato de un crimen y el homicida le preguntara por qué camino había huido la víctima, el espectador tendría la obligación de decírselo aún sabiendo que ello causaría la muerte del involuntario cliente a manos de su verdugo. El escritor, estando de acuerdo con el arzobispo en el valor supremo de la verdad, propone, recurriendo de nuevo a la víscera, una solución para este dilema de la conciencia. Postula que el espectador, para quedar libre de todo pecado y mitigar su condena en el juicio final, en vez de dejar huir al que previsiblemente va a ser inmolado, debe darle caza inmediata y matarlo, y esperar a que venga el criminal a agradecerle el haberle evitado el trabajo y, cuando lo tenga a su alcance, también asestarle una puñalada profunda en el pecho, y luego esconder ambos cadáveres en el fondo del callejón y, al pasar por el puente, tirar al río el puñal y volver tranquilo a su casa. Cuando se le pregunte por las manchas de sangre de la camisa, por los arañazos recientes del cuello y de la cara, dirá que una víscera lo ha trastornado, que iba paseando bajo la niebla y que no recuerda más que un vacío muy blanco. Thomas de Quincey murió el mismo año en el que Darwin publicó El origen de las especies, en el que extrañamente no se menciona la víscera, aunque por su mayordomo se sabe que él criaba una en su casa. Lustros después, el cántabro Pelayo Heredia Setkaki (de padre gitano y madre nacida en Osaka) en su Epítome sobre los vicios periódicos de los filósofos propone una variante al dilema de Françoise de Salignac: si alguien ve cometer un asesinato, que un criminal después de aniquilar a su víctima huye en una dirección concreta

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y viene un familiar del difunto y le pregunta al espectador por la dirección por la que ha huido el asesino, y sospecha que lo interroga con la intención de perseguirlo y vengarse de él, el espectador tiene la obligación de decir la verdad y revelarle al vengativo la dirección, aún sabiendo que con su proceder está incitando a la comisión de otro homicidio. Heredia Setkaki dice que si el espectador, en vez de dejar huir al asesino lo atrapa y lo mata y luego esconde el cadáver, y espera agazapado a que llegue el familiar a vengarse y al preguntarle lo mata también, siempre podrá defenderse que el espectador no es más que una víscera disfrazada de hombre. Cuando a Thomas de Quincey le hicieron la autopsia el forense dejó escrito en su informe, aunque sin comentarios aclaratorios, que «al abrirle la caja torácica saltó del interior una cosa inexplicable que huyó por el sumidero de la sala de disecciones».

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TERCER TRATADO DE POLIORCÉTICA



LIBRO I

ACERCA DE LOS ÓRGANOS



EL CLÍTORIS

Con la abubilla y con el dátil lo compara el enciclopedista Al Qalqashandi en Amanecer para los ciegos nocturnos. Ciego y nocturno, el clítoris o «mentula muliebris», también denominado tentigo, o virga, es una criatura autónoma hasta el amanecer. Su deseo de agradar sólo es comparable a su devoción por las vírgenes que habitan en las ermitas recónditas. Sus virtudes, como han demostrado los ensayos de laboratorio, son independientes de su tamaño. Sus dimensiones se rigen por los principios de la termodinámica y las emociones. El clítoris tiene algo de radar, de neurona, de palpo: es el ojo de lo subterráneo. Aunque sus nombres son múltiples, y múltiples sus manifestaciones cambiantes, en todas las lenguas sus diferentes sinónimos siempre hacen referencia al misterio y a las encarnaciones. Pero tiene el clítoris una fea costumbre y un vicio inconfesable. Por las mañanas, al levantarse, lo primero que hace después de asomarse a la ventana a ver el día que hace, a comprobar si

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la lluvia amenaza o si el viento es de poniente, si vienen bajas las nubes o tiene pájaros el aire, lo primero que hace después de asearse según las previsiones de la climatología, después de afeitarse oyendo la radio y de un desayuno ligero en la cocina, un café con buñuelos, rosquillas, tortas de aceite, un zumo natural de ciruela como laxante, una magdalena rellena de chocolate, un vaso de leche, un bocadillo caliente de pan integral y chorizo, o de jamón con tomate y un poco de aceite los días de fiesta; lo primero que hace después de lavarse los dientes y ajustarse la falda y la corbata, y en eso radica el delito, el pecado imperdonable por el que será condenado en el juicio final, por el que será castigado a quemarse en el fuego del infierno de los viciosos, es entrar al dormitorio del mayordomo a decirle que se levante, que ya han comenzado a retumbar los timbales.

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EL HÍGADO

El mar los abortaba: centenares de hígados agresivos en oleadas continuas y desbocadas, masas negras de un kilo o de una tonelada agigantándose. Salvajes emergían los hígados del agua, amenazadoras sus astas, los ojos insomnes. Calientes, humeantes, manchando la espuma, pateando la arena, asolando la vegetación de sombrillas, aventando toallas, derramando los tarros abiertos de leche y los botes policromos con bronceadores, espantando a las niñas incrédulas y a sus padres despavoridos, que abandonaban sus periódicos y sus transistores sin atender a las noticias: “Como las olas impelidas por el Céfiro se suceden en la ribera sonora, y primero se levantan en alta mar, braman después al romperse en la playa y en los promontorios, suben combándose a lo alto y escupen la espuma” así las hordas de hígados se aprestan al combate. (“Como muchas ovejas balan sin cesar en el establo de un hombre opulento, cuando, al serles extraída la blanca leche, oyen la voz

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de los corderos, de la misma manera elevábase un confuso vocerío en el vasto ejército de aquellos. No era igual el sonido ni el modo de hablar de todos y las lenguas se mezclaban, porque los guerreros procedían de diferentes países. A los unos los excitaba Ares; a los otros Atenea, la de ojos de lechuza, y a entrambos pueblos, el Terror, la Fuga y la Discordia, insaciable en sus furores y hermana y compañera del homicida Ares, la cual al principio aparece pequeña y luego toca con la cabeza el cielo mientras anda sobre la tierra. Entonces la Discordia, penetrando por la muchedumbre, arrojó en medio de ella el combate funesto para todos y aumentó el furor de los guerreros” añade la rapsodia IV, versos 422-445, de Ilíada). Aborta el mar en un mediodía fecundo su cosecha de hígados impares y asimétricos, constituidos por un sinnúmero de hepatones, divididos por surcos en lóbulos (el derecho, el izquierdo, el cuadrado y el caudado o de Spiegel), soportando sus dos tubérculos (uno papilar y otro caudado, pero éste no de Spiegel, que la ciencia no quiso ponerle su nombre para evitar equívocos entre los estudiantes de anatomía, tan aficionados a confundir las palabras esdrújulas), con sus cinco clases de vasos (arteriales, venosos hepáticos y venosos portales, conductos linfáticos y conductos biliares), secretando bilis, formando glucógeno, fijando la grasa, convirtiendo las sustancias nitrogenadas en urea, contribuyendo a la formación y a la destrucción de hematíes y, también, pues ese día estaban activos, neutralizando venenos, toxinas y cuantas bacterias podían. Los desova de todos los tipos: abramantados (los gruesos con pliegues y cicatrices propias de la sífilis), adiposos (los que han sufrido la degeneración o infiltración adiposa), bronceados (los así colorados por caquexia palúdica), claveteados (los que en ciertas variedades de cirrosis atrófica las esclerosis presentan aspecto de clavo), espumosos (los ya muertos

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que contienen espacios llenos de gas producido por bacterias anaerobias, especialmente la clostridium welchii), flotantes (o errantes, dislocados y móviles), garapiñados (los que padecen la enfermedad de Pick o pericarditis crónica constrictiva), helados (los orgullosos del engrosamiento de su cápsula de Glisson, que fue quien en un invierno ártico la descubrió escondida y tímida en su interior), moscados (los que intercalan manchas blancas de tejido conjuntivo hipertrófico con zonas oscuras de estasis venosa) y tropicales (los agudamente congestionados por no haberse aclimatado al calor o por exceso de alimentación y falta de ejercicio). Huyen de la invasión hepática los adolescentes valientes y las vírgenes enamoradas, las bellas impúberes de bikinis azules y los socorristas, las madres solteras y sus amigas de bañadores escuetos, los culturistas resbaladizos y el vendedor de refrescos, que deja tirada en la playa la nevera casi repleta y trepa por el acantilado sin temor a romperse las uñas; y mueren de miedo las embarazadas inquietas, y perecen por aplastamiento los minusválidos, y tiemblan heridos los indecisos mientras se asfixian los viejos.

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EL LÓBULO

Según el códice «G» de la Biblioteca Pierpont Morgan (397) de Nueva York “de imagen desagradable, inútil para el trabajo, tripudo, cabezón, chato, tartaja, negro, canijo, zancajoso, bracicorto, bizco, bigotudo, una ruina manifiesta. El mayor defecto que tenía, aparte de su fealdad, era su imposibilidad de hablar; además era desdentado y no podía articular”. Torpe, contrahecho, enemigo del aseo, rijoso, violento, maloliente y alcahuete, podría añadirse sin contravenir a la verdad. También giboso, perdulario, asiduo de los vicios del pastor, nictálope, infecto, amigo del excremento, baboso y bebedor de pócimas sacrílegas. También mentiroso, traidor, murcio, leporino, escrupuloso y pendenciero. De aspecto bovino, infeliz mezcla de rata y de buitre, hijo del cieno, patrón de las letrinas, metamorfosis corrupta de macho cabrío, aberración de la forma y delito imperdonable contra la geometría. Del catálogo de lóbulos del códice «G» de la Biblioteca Pierpont Morgan de

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Nueva York, por sus conversaciones destacan: el Lóbulo de Home, el Lóbulo de Huschke, el Lóbulo de Riedel y el Lóbulo de Wrisberg. El Lóbulo de Home, susceptible de hipertrofia en la vejez, mediante gestos le confesó al Lóbulo de Huschke, siempre soñando con espirales, que si algún día la fortuna le diera a elegir entre acariciar a una cisura calcarina o a una amígdala semilunar del cerebelo, no dudaría en preferir a la primera, pues, según afirmó mientras se rascaba con una pata el ombligo, su nombre posee cierto aire marítimo. El Lóbulo de Riedel, con su lámina cribosa del etmoides hinchada, le dijo a su pareja, que por aquella época era el Lóbulo de Wrisberg, entonces algo trastornado por la muerte reciente de un familiar, que si la vida le ofreciera la posibilidad de elegir entre reproducirse cien veces o resucitar cuantas veces quisiera, no sabría, por carecer de argumentos, por cuál decidirse.

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EL MÚSCULO

Mencionadme ahora, Musas que habitáis en las moradas olímpicas, y que en cuanto a que participáis del existir divino en todo estáis presentes y todo conocéis, mientras que aquellos que sólo están atentos a la voz perecedera de la fama nada saben con certeza, cuáles son los caudillos y los príncipes de los músculos cuyas cóncavas naves se alinean en la arenosa playa, dispuestos a dar comienzo a la luctuosa guerra, al igual que se ordenaron en el canto cuarto las naves de los aqueos sitiadoras de Ilión. Mandan a los abductores, de ingentes lanzas, Ancóneo, aguijador de caballos, Braquial, Cricoaritenoideo, igual a un dios, Digástrico y Pterigoideo; también acaudillan estos a los tensores, los de ágiles corceles. De los cubitales, opulento pueblo, son caudillos Hiogloso, Tibial, Peristafilino, el de pies ligeros, Estribo y Cremáster, de tremolante mitra. A los dorsales los guían Basiogloso e Hiogloso, hijos gemelos de Esfenostafilino y Peronea, la de ojos de novilla, Esfínter,

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Submultífido y Risorio, procedentes del país abundante en cándidas ovejas. Acaudillan a los extensores Sartorio, Gémino, Ceratogloso, hábil con las corredoras yeguas, Isquiococcígeo y Sacrococcígeo, el de broncínea coraza. Los flexores son conducidos a la batalla por Faringlogoso, Deltoides, el de argéntea lanza, Aritenoideo, el que lleva coraza de lino, Coracobranquial y Borla. Se someten a Cural, Esternocleidomastoideo y a Psoas, que a todos supera con la espada, los lumbricales, poseedores de viñas abundosas, y a Bíceps y a Aritenoepiglótico los palmares, domadores de caballos. Las órdenes de Palatostafilino, y de los cuatro hijos bastardos de Hioideo -Milohioideo, Omohioideo, Tirohioideo y Genihioideo-, los fieros orbiculares obedecen. A los pronadores los gobiernan Pectíneo, de hermosas grebas, Cigomático, Amigdaloso, que a cualquiera vence con el arco, Esplenio, divino entre los músculos, y Buccinador. Los transversos tienen por caudillos a Esternocleidohioideo, Masetero, Ciliar, pastor de músculos, Estilofarínfeo y Cricotiroideo. A los auriculares, ricos en vellosos carneros, los mandan Escaleno, Canino, Psoasiliaco, de aúreo casco, Serrato y Pedio. Sóleo, Lumbrical, Poplíteo, de eximia cabellera, Tríceps y Cutáneo, reinan sobre los braquiales, habitantes de bien edificadas ciudades. Todos se inclinan ante el cetro de Bulbocavernoso, caudillo de músculos, portador de la égida, el de luenga pica, ya situado en el hemicírculo, sobre la marca de los tiros libres, botando con la mano derecha, firmemente asentados los pies sobre el parqué, esperando a que el árbitro principal lo autorice a intentar encestar en la canasta del adversario el balón que le adjudicaría la victoria a su ejército.

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EL ÚTERO

Ernesto tenía uno salvaje y, como en su juventud había estudiado alemán, lo llamaba gebärmutter. Evaristo, que por ser de provincias nunca asistió a una escuela de idiomas, logró, sin embargo, domesticar al suyo no sin esfuerzo y con mucho cariño. Se trata, atendiendo más a su comportamiento que a las particularidades de su morfología, de dos casos extremos de útero; aunque eran vecinos en la quinta planta del edificio que da forma a la esquina de la calle Imperial con la Avenida de la Congregación de María, nunca fueron amigos. Ernesto y Evaristo, desde que se conocieron un día de lluvia en el que ambos estaban llorando por la emoción de ver reflejado su rostro en el mismo charco difuso, uno encima del otro, la boca de uno en la cara del otro, coincidían en el portal al volver del trabajo, y también los domingos por las mañanas cuando salían vestidos con traje de estreno camino de misa, a la iglesia de Nuestra Señora de las Angustias, o a la iglesia de Santa

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María Magdalena, que aunque estaba más lejos, su párroco pronunciaba las homilías más hermosas y terribles que en toda la ciudad podían escucharse. Fue el domingo de Resurrección cuando Ernesto le contó a Evaristo la causa de sus desvelos y la desesperación insufrible que padecía al no poder dominar a su útero, que aunque lo atara o le pusiera trampas siniestras, él siempre encontraba el modo sutil de liberarse y hacerle la vida imposible; luego Evaristo, para equilibrar la balanza de las desgracias, le contó a Ernesto los pequeños placeres que a él, de noche y de día, aquí o en la casa de campo que compartía con su hermana viuda, le proporcionaba su útero, la tremenda alegría de verlo feliz, y le habló de su suavidad y de su ternura sin límite hasta que Ernesto ya no pudo soportar más la dicha extranjera y rompió de nuevo a llorar. Desde entonces, cada domingo que se encontraban, siempre en la meseta de la escalera, cada uno frente a la puerta de su vivienda, en el preciso momento en el que Ernesto recordaba que tenían que comenzar los sollozos como anuncio de la despedida inminente, cada uno de ellos abría su bolso de piel y sacaba su manojo de llaves, y se miraban no sin cierta esperanza, hasta que un domingo de feria que suspendieron la misa en la catedral se equivocaron de puerta y cada uno conoció del otro los placeres o los padecimientos de su útero.

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LIBRO II

ACERCA DE LOS Hテ。ITOS



EL BÁLSAMO

Sola es como la gota con la que terminó el diluvio, como la última gota que cae del caño a la ducha tres horas después de haberlo cerrado, tres horas después de que ella corra los peces azules de la cortina de plástico y saque su piececito, de nácar o de alabastro, y lo apoye en la alfombra, primero el derecho, para así poder alcanzar la toalla, y luego el izquierdo, para contemplarse entera y desnuda en la luna de espejo que ocupa completa, de suelo a techo, de lado a lado, una pared sin ventana del cuarto de baño: la luna llena en la que tantas veces se vio reflejada mientras él, después de haberse encarnado, se limpiaba con papel higiénico la última gota, el líquido ilustre y final que siempre colgaba inestable de su figura seráfica. Sola se siente una cifra, un pozo, un reclamo de la ruina; y con él, sin embargo, desde que lo oye atravesar los tabiques, antes aun de que su olor impregne el recinto, el día número veinte de la tormenta, la lluvia caliente y a toda presión con la que se

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regala los muslos por las mañanas temprano, antes de irse al trabajo. Ella lo espera, pero hace ya siete días que el júbilo no sube los ciento ocho escalones que hay desde el zaguán hasta el ático en el que ella tiene su espejo para contemplarse redonda después de ducharse. Ella está triste porque él ya no sube a hacerla feliz, incluso hasta tres veces feliz, ni a jugar con ella a las tentaciones, ni a acariciarle los hombros mientras le recita poemas. Ella está otra vez sola porque él ya no sube a atender sus invocaciones, porque hace una semana que lo han destinado al número once de la Calle de la Encarnación, al piso decimoctavo, donde reside una auxiliar de enfermería que en sus oraciones solicita ternura. Ella ya no se mira: se lava por hábito. Anoche estuvo leyendo, sin entenderlo del todo, pero intuyendo que algunas de esas palabras (anhelo, purificación, sentimiento, impureza, culpa, insatisfacción, hastío, rencor, malevolencia, mancha, lavarse, humillación, herida, seducción, encantamiento, enajenación, diablo, ángel) algo tenían que ver con ella, lo que Sánchez Ferlosio, Rafael, en el apartado tercero de la sección Campo de Marte, en la «Catarsis» de La hija de la guerra y la madre de la patria, decía: “El anhelo de purificación nace de un sentimiento de impureza mucho más amplio e indefinido que el que remite estrictamente a una culpa moral; un pueblo puede sentirse impuro por un estado de insatisfacción, de hastío o de rencor hacia sí mismo, o una difusa paranoia de malevolencia ajena; puede sentir como una culpa propia, o más bien una mancha de la que tiene que lavarse, hasta una humillación sufrida a manos de otros, como una vieja herida que se encona; entonces está indefenso y totalmente a merced de la seducción del ángel que le canta la purificación. Esta forma de encantamiento, arroba y enajenación se me antoja semejante a la del diablo, salvo una diferencia relevante: el diablo se apodera de individuos, el ángel se

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apodera de colectividades”. Al sustituto de quien antes subía desde el interior de la tierra al apartamento de Gloria, a quien ahora ha sido encomendada la misión de bajar a purificarla, Ferlosio lo llama Miguel. Mientras ella, girando los grifos, ajustando aterida el caudal del calor y del frío, regula la temperatura del agua, mientras se pregunta si acaso sin recurrir a la muerte podrían ser purgadas sus culpas, la Espada de Dios, la de la Exterminación Definitiva, chorreando la sangre premonitoria de otras víctimas, a sus espaldas izada y ya descendiendo buscando su cuerpo, se repite en el espejo.

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EL CÁLCULO

El cálculo es legendario, aunque no mitológico, y causa de controversia. De especuladores del siglo XI como Gerberto de Aurillac, Berengario de Tours y san Anselmo de Canterbury, tras un análisis minucioso de sus escritos, se tiene la certeza de que no llegaron a conocerlo; Heriger de Lobbes, Fulberto de Chantres y Othlon de Saint-Emmeran expresamente lo citan en alguna de sus obras remotas. Los autores del siglo XII enterados de su existencia, y que según un prolegómeno del Periphyseon de Juan Escoto Eriúgena, lo estiman, son: Honorio de Autun, Isaac de Stella (m.1169), Garnesio de Rochefort (m. 1216), Alano de Lille (m. 1203), Anselmo de Laón (m.1117), Adán el Cartujo, Hugo de Saint-Victor (m. 1141), Bernardo de Chartes (m.1130), Tierry de Chartes y Bernardo Silvestri. El papa Honorio III, inaugurando la postura que después adoptaría la comisión episcopal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, firmó en 1225 el decreto condenato-

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rio que pretendía borrar su nombre de la memoria del mundo, aunque no consiguió su propósito. El edicto no fue suficiente para excluirlo de los diccionarios que luego promoverían las academias de letras: “crustáceo cirrópodo, sin pedúnculo, que vive fijo sobre las rocas. Algunas de sus especies son tan abundantes que cubren la superficie de las peñas hasta el límite de las mareas”; las academias de ciencias añadieron otros significados y propusieron, entre otros sinónimos, el de bálano. Adán el Cartujo, entre halagos, dice que el cálculo fue el único que sobrevivió en la batalla de Anguis, inmenso en la cumbre de la colina, bañándose en la puesta de sol, estimando los centenares de muertos, eligiendo las armas con las que volvería victorioso a su casa. Ya que otros muchos, contemporáneos o posteriores, respecto a otras guerras defienden lo mismo, que fue el cálculo el único testigo, no hay que, por el simple argumento de ser el primero, creer a Adán el Cartujo, ni a frey Gumersindo, que fue el segundo, ni al capitán de los tercios de Flandes Arsenio de Silva, quien en el consejo de guerra en el que a sí mismo se defendía de la acusación de desacato dijo haberlo tenido entre sus más fornidos soldados. En cualquier caso, gracias a la poesía, una criatura místicamente relacionada con la bellota más nutritiva.

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EL CÓNYUGE

El cónyuge tiene una cierta e irrealizable vocación militar que le causa frecuentes disgustos y depresiones tan agudas que los psiquiatras, bien sean conductistas o proclives al psicoanálisis, nunca saben tratar. Los psiquiatras les dicen a sus secretarias y a sus enfermeras que los avisen con rapidez si ven a un cónyuge aproximándose a la consulta, que entonces, sea cual sea la altura, ellos se tiran por la ventana y se clavan el mástil de la bandera. Las secretarias y las enfermeras de los psiquiatras si ven a un cónyuge en la sala de espera de la consulta avisan por teléfono a los celadores para que vengan corriendo a sujetar al psiquiatra. Un cónyuge, cuando no puede soportar por más tiempo el horror de vivir, va a consultar a un psiquiatra y lo que más le sorprende es la alteración de la secretaria, que en seguida llama a la auxiliar de guardia y juntas esperan nerviosas a que venga urgente por el pasillo el celador, y entonces oye un revuelo allá, en el interior del despacho, los muebles en

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movimiento, el jarrón de cristal que se hace pedazos y los gritos de alguien que clama llorando que quiere salvarse por la ventana. El cónyuge, cuando entra por fin con sus andares altivos y ve al psiquiatra amordazado en el diván, lo primero que hace es bajarse los pantalones y enseñarle lo prietas que tiene las carnes; luego se gira mientras se va desnudando al completo para que él vea lo orgulloso que está de ser ambidiestro y de tener estos hombros hercúleos, apolíneos y dionisíacos al tiempo, y, si quisiera tocarlo, hacerle un dibujo en el glúteo con la yema del dedo, con voz grave le dice que no tendría inconveniente en quitarle la camisa de fuerza y liberarle las manos. Inmediatamente después, una vez desatado, el psiquiatra despavorido, de la manera que pueda, tirándose por la ventana o tragándose el termómetro con dos cajas de haloperidol, no tiene más remedio que renunciar a la vida.

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LA SÍLABA

Cuando por fin la modelo salió a la pasarela y avanzó impávida por la moqueta, calzada con unos zapatos dorados y un antifaz de medusa, nadie pudo imaginarse, ni siquiera el fotógrafo que se había olvidado la cámara en el tocador, junto a la barra de labios, quién se ocultaba bajo esa apariencia de atleta. Cuando el monje benedictino se cubrió la cabeza con la capucha del hábito y salió a la galería del claustro a meditar sobre la esencia de la virtud y sobre los métodos para combatir la tentación sin tener que mancharse el hábito, el abad, que a esa hora estaba envidiando la suerte de san Bernardo cuando María le dio a probar el alimento que le chorreaba del pecho, no pudo imaginar quién se ocultaba bajo esa apariencia de cenobita. Cuando el conductor pasó a más de cien kilómetros por hora por la autopista de circunvalación, hermético en su casco, saltándose los límites de velocidad y todas las prohibiciones, el policía de tráfico, que estaba teniendo un mal

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día porque su hija esta mañana se había fugado del parvulario con su profesor, no pudo imaginar quién se ocultaba bajo esa apariencia de centauro. Cuando el cirujano entró en el quirófano con su bata verde recién estrenada, ya puestos los guantes de látex y la mascarilla para evitar las infecciones, las tres enfermeras y el anestesista esperándolo, el paciente desprevenido y confiado no pudo imaginar quién venía a librarlo de la vesícula. Cuando Petra Vasarely huía por los arrecifes de aquel pulpo infernal temiendo quedarse sin aire, esquivando los bancos de peces payaso y las galaxias de anémonas, sin poder detenerse a admirar el espectáculo de las criaturas apareándose, no pudo imaginar quién era lo que se le aproximaba dentro del traje de buzo, quién era el que ahora extraía un largo puñal para cortarle los ocho tentáculos al enemigo, quién la subía a la superficie para luego casarse con ella en la catedral de Corfú. Tampoco la modelo sabía quién se ocultaba en el fotógrafo con el que después del desfile se fue a celebrar su victoria; ni el monje quién lo hacía en su abad, aunque no fueran pocas las noches que, en la celda de uno o de otro, a la luz de una vela, juntos lucharan bajo las sábanas contra el pecado; ni el motorista supo quién era el residente de aquel policía de tráfico que cuando logró darle caza no lo multó porque mi hija, le dijo, después de seducirlo, ha secuestrado a su profesor de ética; ni el submarinista, después de seis hijos varones y dos barcos de vela, supo a quién dejaba viuda mientras se abandonaba al fondo del precipicio. Sólo el cirujano, una vez que le hubo extirpado el corazón, reconoció que era de una sílaba el cuerpo del sacrificio.

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EL TÍMIDO

Entra por debajo de la puerta, aprovechando el gálibo que incrementa el cauce que dejan dos losas de mármol mal ayuntadas. El salón está en penumbra, con las persianas echadas y las cortinas corridas, iluminado por los cuchillos de luz que se cuelan por las rendijas de la carpintería mal encajada. Sube a la alfombra de lana evitando enredarse las patas en los flecos y avanza en diagonal, sobre la greca de motivos geométricos, hacia el centro de la batalla tejida. Pisa un escudo que hay tirado en el suelo y una pica roja y quebrada; tropieza con la pezuña gris de un caballo y ha de subirse al cuello de otro que yace tendido y moribundo, a las crines del que aplasta a uno de los soldados anónimos; se deja caer por la herrumbre de una armadura vencida y desde allí salta a la media amarilla de un ballestero; escala hasta la rodilla y en el muslo se encuentra con la pata de la yegua encabritada que soporta al caballero, éste que acaba de ser ensartado en la lanza infinita y oscura que Paolo

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Uccello dispuso horizontal para que en ella pudiera ser congregada toda violencia; sigue hacia el paisaje enhebrado avanzando por un campo en el que brincan conejos perseguidos por un perro, supera los matorrales, el espectro de los árboles y las últimas lomas hasta que, después del río, cruza la línea del horizonte y prosigue su camino por el cielo enlutado. Luego evita, como si jugara al escondite, zigzagueando por el bosque, las patas dieciochescas de las doce sillas y las ocho garras de león en las que se apoya la mesa de caoba que un día trajeron de La Habana. A seis metros de la última esquina está el sillón de cuero verde, próximo a la vitrina, vecino de los estantes cubiertos de polvo, al lado de la lámpara que iza un adonis de bronce, ante el tapiz que conmemora el acceso de Ulises a Troya. Trepa por una de las patas del respaldo hasta llegar a la cumbre y se detiene a contemplar el espectáculo soñoliento del salón deshabitado, a palpar la densidad de la atmósfera. Después se deja caer hacia atrás y, ejercitando sus habilidades de equilibrista, resbala por el tobogán del brazo hasta caer encima del cojín del asiento. Busca la costura de siempre, la rendija del cuero en la que el hábito le hizo estar más cómodo y se acurruca. Por fin está acostado en su sillón predilecto, en la grieta de su guarida, y a pesar del estruendo de los aviones y del cataclismo del bombardeo, de la demolición aliada de todos y cada uno de los palacios palermitanos, de los manieristas y los barrocos, se queda serenamente dormido.

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LIBRO III

ACERCA DE LA LÍRICA



EL ÁVIDO

El ávido ansía la carne. Dante, que no se atrevió a mirar a Beatriz, dice que Virgilio, en el séptimo círculo, bajó la cabeza en su presencia.

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LA EFÍMERA

En una tabla anónima del ala izquierda del altar presidencial de la Capilla de Santa Clara de la Catedral de Siena hay pintado algo que parecen tres yeguas que estuvieran desventrándose de risa. No son tres yeguas: son seis efímeras enfermas.

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LA MÍMICA

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LA MÍSTICA

Ahora que sin manos estás dándole forma, ordenando sus órganos, dibujando su pequeño perfil; ahora que aún no has decidido qué nombre tendrá, que eres su piel, que sueñas sus sueños; ahora que hace frío y sonríes, que hay una amenaza y la anulas, que sostienes el universo con tu frágil dedo meñique; ahora, antes del dolor y la alegría, del grito y de la cuna, del primer oso y del excremento verde que dice que todo funciona bien, de que se hunda en el mar y se suba a la silla inestable; ahora que hay alguien nuestro dentro y en ti.

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EL PÁLIDO

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EL PÁNICO

El que no haya cogido alguna vez la mano pequeña de una mujer y la haya posado sobre su sexo no sabe aún quién es el pánico. La que no haya cogido alguna vez la mano grande de un hombre y la haya depositado sobre su sexo no sabe aún quién es el pánico.

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LA PÚSTULA

Su madre estaba en bikini tomando el sol de la mañana, recostada en una tumbona de lona abierta junto a la puerta de su casa. Había una ternera pequeña degollada en medio de la escalera y sus hermanos gemelos dormían en la primera meseta. Había un hilo de sangre que bajaba por las tabicas como una cascada y una lámpara encendida apoyada en el suelo. Arriba, en el segundo piso, las puertas estaban abiertas y él quería acostarse, cansado de la procesión. Nada le sorprendió, ni la palidez de su madre ni el color excesivo de los pijamas. Al entrar a su dormitorio allí, acostada en su cama y receptiva, lo esperaba la pústula.

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LA TRÉMULA

Había amapolas, sólo amapolas. No había ni una espiga de trigo, ni una pincelada de cielo, ni marco siquiera: sólo una mancha roja temblando en el lienzo, suavemente meciendo la ilusión de la perspectiva. Tremolaba la superficie a setenta centímetros del suelo; se ondulaba suspendida del aire la sábana entreverada de verdes; palpitaba la piel con la brisa. Las trémulas acariciándose debajo de ella.

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LA VÍSPERA

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ÍNDICE

9

Sumario

PRIMER TRATADO libro I 15 19 39

ACERCA DE LAS TÁCTICAS La búsqueda El célibe La lógica

libro II 47 51 53 55 57

ACERCA DE LOS ÁMBITOS El ámbito según María Antonia Gómez de Acevedo El ámbito según Fernanda Ladrondeguevara El ámbito según Claudia, alumna ejemplar El ámbito según la hija de Sir Jhon Freinchbach El ámbito según Michèle, Luciana y otras de sus vecinas

libro III 61 85 87 93

ACERCA DE LOS MÉTODOS El híbrido La pérdida El prólogo El sátiro

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SEGUNDO TRATADO libro I 101 131 133

ACERCA DE LA CÓLERA El bígamo La réplica El vértigo

libro II 137 141 145 147 151

ACERCA DE LAS VÍCTIMAS El hálito El líquido El mísero El círculo El próspero

libro III 157 161 163 165 167

ACERCA DE LOS CÓMPLICES El códice La máscara El público La súbita La víscera


TERCER TRATADO libro I 175 177 181 183 185

ACERCA DE LOS ÓRGANOS El clítoris El hígado El lóbulo El músculo El útero

libro II 189 193 195 197 199

ACERCA DE LOS HÁBITOS El bálsamo El cálculo El cónyuge La sílaba El tímido

libro III 203 205 207 209 211 213 215 217 219

ACERCA DE LA LÍRICA El ávido La efímera La mímica La mística El pálido El pánico La pústula La trémula La víspera



Este libro se publicó en la editorial El Desembarco gracias al auspicio y al empeño de su fundador, el editor Francisco José Aranguren Urriza, quien tras leer impreso parte del primer libro del segundo de los anteriores TRATADOS DE POLIORCÉTICA, que por entonces eran un Catálogo de esdrújulos, buscó, encontró, se amistó con el escritor y editó su obra.



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