PASCUA 2018 ¡Maravillosa y Santa Semana que hace presente, por la Palabra, la Bondad de Dios y su amor al ser humano!
Introducción La Semana Santa es inaugurada por el DOMINGO DE RAMOS, en el que se celebran las dos caras centrales del misterio pascual: la vida o el triunfo, mediante la procesión de ramos en honor de Cristo Rey, y la muerte o el fracaso, con la lectura de la Pasión correspondiente a los evangelios sinópticos (en este año leemos el relato de la Pasión según San Marcos. El de San Juan se lee el Viernes Santo). La segunda parte de la Semana Santa está constituida por el TRIDUO PASCUAL, que conmemora, paso a paso, los últimos acontecimientos de la vida de Jesús, desarrollados en tres días .
1. DOMINGO DE RAMOS o DE PASION 1.1. Significado de este día Desde el siglo V se celebraba en Jerusalén con una procesión la entrada de Jesús en la ciudad santa, poco antes de ser crucificado. Debido a las dos caras que tiene este día, se denomina «Domingo de Ramos» (cara victoriosa) o «Domingo de Pasión» (cara dolorosa). Por esta razón, el Domingo de Ramos -pregón del misterio pascual- comprende dos celebraciones: la procesión de ramos y la eucaristía.
1.1.1. Bendición y procesión Lo que importa en la primera parte no es el ramo bendito, sino la celebración del triunfo de Jesús. A ser posible, debe comenzar el acto en una iglesia secundaria, para dar lugar al simbolismo de la entrada en Jerusalén, representada por el templo principal. Si no hay iglesia secundaria, se hace una entrada solemne desde el fondo del templo. El rito comienza con la bendición de los ramos, que deben ser lo bastante grandes como para que el acto resulte vistoso y el pueblo pueda percibirlo sin dificultad. Después de la aspersión de los ramos se proclama el evangelio, es decir, se lee lo que a continuación se va a realizar. Por ser creyentes, por estar convertidos y por haber sido iniciados sacramentalmente a la vida cristiana, pertenecemos de tal modo al Señor que, al celebrar litúrgicamente su entrada en Jerusalén, nos asociamos a su seguimiento. La Semana Santa empieza y acaba con la entrada triunfal de los redimidos en la Jerusalén celestial, recinto iluminado por la antorcha del Cordero.
1.1.2. Eucaristía A la procesión sigue inmediatamente la eucaristía. Del aspecto glorioso de los ramos pasamos al doloroso de la Pasión. Esta transición no se deduce sólo del modo histórico en que transcurrieron los hechos, sino porque el triunfo de Jesús en el Domingo de Ramos es signo de su triunfo definitivo. Los ramos nos muestran que Jesús va a sufrir, pero como vencedor; va a morir, mas para resucitar. En resumen, el domingo de Ramos es inauguración de la Pascua, o paso de las tinieblas a la luz, de la humillación a la gloria, del pecado a la gracia y de la muerte a la vida. El contenido de la celebración. Hoy celebramos una Eucaristía marcada por dos peculiaridades: por una parte, la aclamación a Jesucristo, que empieza su misterio pascual y al que nosotros reconocemos ya como Señor; por otra, la contemplación del camino de este Señor que aclamamos, un camino que es de dolor y de abandono, el camino de la cruz. De hecho, pues, podríamos decir que hoy contemplamos la Pasión del Señor con la fe de los que creemos en su Resurrección.
1.2. La Palabra de este día 1.2.1. Evangelio de la procesión de los ramos: Mc. 11, 1-10 (cfr. Jn. 12, 1216) «Bendito el que viene en nombre del Señor» La entrada de Jesús en Jerusalén aclamado por el gentío es un acontecimiento expresamente relevante. Jesús, que siempre ha evitado ser llamado Mesías, por miedo a la confusión con el mesianismo guerrero que muchos israelitas esperaban, podríamos decir que aquí «prepara» él mismo una manifestación mesiánica para mostrar qué clase de Mesías es. Y, desde este momento hasta su detención, se irán encadenando actos de manifestación de este mesianismo. Jesús es un personaje conocido en Jerusalén. Allí hay gente dispuesta a recibirle y aclamarle: pueden ser galileos venidos para la Pascua, o gente de la misma Judea con los que él ha tenido contactos anteriores (Juan lo enlaza con la resurrección de Lázaro). Para esa gente, Jesús se deja aclamar con los gritos mesiánicos: a) el «Hosanna», que literalmente es un grito de quiere decir «sálvanos», se había convertido en una aclamación al Mesías que había de liberar al pueblo; b) el «Bendito el que viene...» es un grito propio de una entronización del rey davídico, que en la tradición más antigua (la de Marcos) no se personaliza en Jesús sino en el «Reino que viene», el reino del que Jesús es mensajero, mientras que después la tradición habló directamente del «rey de Israel», personalizado en Jesús (es la perspectiva de Juan). Aceptando ser aclamado como Mesías, Jesús muestra simbólicamente cuál será su mesianismo: entrará montado en un borrico, significando normalidad, abajamiento y deseos de paz, contra lo que el caballo significaba de supremacía y poder guerrero. Es un signo similar al del lavatorio de los pies del Jueves Santo. Marcos explica largamente la preparación del borrico, pero no menciona la profecía de Zacarías 9,9 que lo anuncia; Juan no resalta la preparación pero sí menciona, en cambio, la profecía. Y Juan termina diciendo que el sentido del mesianismo de Jesús se descubrirá en la Resurrección.
1.2.2. Liturgia de la Palabra Textos: Is. 50, 4-7; Sal. 22(21); Flp. 2, 6-11; Mc. 14,1 - 15,47 Iniciamos la Semana Santa con la lectura del tercer canto del Siervo. Aparece más como sabio que como profeta. Asegura que el Señor lo está introduciendo en su Sabiduría, para poder llevar al abatido una palabra de aliento. Mañana tras mañana le espabila y le abre el oído; y la consecuencia de tener el oído abierto a la Palabra, es que no se rebela ni se echa atrás; más bien afrontará todos los sinsabores de su historia, sin histerismos ni timideces, con audacia, sabiendo que el Señor le ayuda, y por tanto no quedará avergonzado. ¡Maravillosa sabiduría, escondida a inteligentes y poderosos, y manifestada a gente sencilla! (cfr. Mt. 11, 15-27) ¿Cabía que el Verbo Encarnado pasara por la tierra en plan triunfador? ¡Apabullaría a los hermanos que son cada día testigos de su limitación! Por eso, a Cristo, a pesar de ser Dios, no le vimos adornado con oropel, con nimbos luminosos. Al contrario: se desnudó de su rango y pasó por uno más en la fila de los humanos. Como uno cualquiera, tuvo que afrontar el frío y el calor, el cansancio y el fracaso, la espantada de los amigos y la ausencia de Dios, el dolor y la muerte. ¡Y qué muerte! -«Ustedes, los que pasan por el camino de la vida: miren y vean si hay un dolor parecido a mi dolor» (Lm. 1, 12), reza y canta reiteradamente la Iglesia en estos días. Esta es la auténtica gloria del Hijo: haber entrado sin remilgos en la historia. Nosotros ¡necios! lo hubiéramos sacado de ella; lo hubiésemos instado a que cambiase las piedras en panes, y a que volara por los aires acunado por alas de ángeles. Hubiéramos corregido, como cursis sabihondos, los caminos de Dios. Pero justamente porque se sometió, lo exaltó Dios de tal modo, que toda lengua pueda proclamar ante el Crucificado: «¡Jesús es el Señor!». En el salmo 22(21) quien recita ininterrumpidamente este salmo es un hombre que está en las últimas y ha gritado la profundidad de su angustia. Millones de hombres están en las últimas, a punto de desesperarse y de su boca salen las mismas expresiones del salmista. El salmo es siempre actual. Como es actual el sufrimiento de los hombres. Como es actual el grito de quien está roto de cuerpo y espíritu. Por eso el salmo 22 es
recitado continuamente en la tierra. No hay que esforzarse mucho para encontrar personas que recitan este salmo con un timbre de dolorosa autenticidad. Basta pensar en un torturado, en un enfermo después de una operación, en una familia donde todo se ha derrumbado, en quien se tortura con la soledad más fría. No podemos leer el texto de la Carta de San Pablo a los Filipenses sin sentir una gran emoción, una fuerte sacudida, una iluminación sobre el misterio de Cristo. Este himno cristológico es una joya por lo antiguo, por lo bello, por lo conciso, por lo inspirado. Himno cristológico primitivo, muy hermoso y enteramente inspirado, una buena síntesis de toda la cristología. No pretende solamente dar una lección moral -«tener los mismos sentimientos de Cristo»-, sino una exposición profunda y poética del misterio de Cristo en su encarnación, su pasión y su exaltación. Hay toda una dramática realidad de anonadamiento que da vértigo, que parece no terminar nunca. El Hijo de Dios, despojándose de su gloria, se lanza a tumba abierta a las simas más obscuras de la existencia humana. Es la antítesis liberadora de lo que pretendía el primer hombre, quien, siendo una pequeñez, quería subir hasta lo más alto del cielo de una manera directa. Pero enseguida viene la verdad de la exaltación gloriosa. Porque se humilló tanto, hasta la muerte de cruz, «Dios lo levantó sobre todo». El que se hizo siervo, será «Señor» y Salvador de todos. A ver si aprende Adán. La gloria no es conquista, sino regalo y fruto del amor que se entrega; el camino hacia la gloria no es tan directo, sino que pasa por la cruz. El Cristo no es como Adán, como el hombre que quiere ser Dios, que quiere exaltarse por encima de todo. Cristo, al revés, siendo Dios, se despoja de su divinidad con todas las consecuencias, y quiere ser un hombre más, desciende por debajo de todos, y llega a ser un don nadie. Comparte nuestro dolor y nuestra condición miserable. Llega al dolor y la humillación más grande: la muerte de cruz. El Señor no nos salva desde el cielo, sino desde dentro, llevando la medicina donde estaba la enfermedad, hasta las raíces más profundas del mal. Pero por la nada al todo, la cruz será el principio de su exaltación, el Siervo será el Señor, el don nadie recibirá el «Nombre-sobre-todo-nombre», será el bendito y el que dará la salvación a todo el que invoque su nombre. Finalmente, la pasión según Marcos es la pasión del abandonado. Todos lo abandonan: la gente alegre del día de ramos, los discípulos, Pedro... ¡y hasta el Padre! Nunca se sintió Jesús tan incomprendido y tan solo, entregado a la soldadesca (¡el Hijo de Dios cubierto de esputos y abofeteado!) y tratado como culpable por los jefes religiosos. Desciende hasta lo más profundo de la soledad humana. El, que hablaba, que había venido para hablarnos, se calla. Son impresionantes dos observaciones de Marcos: «¿No contestas nada?», dice el sumo sacerdote; «¿No respondes?», le dice Pilato. Silencio de Jesús. Hay momentos en los que Jesús no tiene nada que decir, nada que decirnos. Indicó lo que era, señaló el camino por donde le podemos seguir. Si no lo seguimos, ¿qué puede decirnos ya? - ¿No me respondes? - No. Estás demasiado lejos. Es como si quisiera decirnos: «Sólo se está cerca de mí por medio de actos de amor y de coraje». Si no seguimos a Jesús más que escuchando religiosamente sus palabras o predicándolas con elocuencia, sin ponerlas en práctica, somos de los que lo abandonan. Es una verdad muy dura que nos negamos a aceptar. La meditación de esta pasión tiene que ponernos ante la exigencia fundamental del evangelio: sólo se «sigue» a Jesús haciendo lo que él pide. Jesús grita en la cruz su confianza: «¡Dios mío, Dios mío!»... Y lo hace luchando contra el sentimiento más terrible de abandono: «¿Por qué me has abandonado?». Palabra preciosa que ofrece a los que bajan a esos abismos. Si no hubiera llegado hasta allá, ¿sería el Enmanuel prometido, el Dios con nosotros? Jesús, contigo puedo gritar en medio del abandono, pero contigo quiero decir también: «¡Dios mío!» donde creía que ya no podía decirlo. Otro grito de esta pasión es aquél al que nos conduce Marcos desde el comienzo de su evangelio. Decir: «¡Tú eres Dios!» no a aquel que electrizaba a la gente, al que fue transfigurado, sino al condenado en la cruz. Una muerte tal que el centurión gritó: «Realmente este hombre era Hijo de Dios». Es el lector del evangelio el que dice esto al final de esta Pasión. Pero una vez más: ¡es inútil decirlo, si esto no nos cambia!
2. LUNES SANTO Textos: Is. 42, 1-7; Sal. ; Jn. 12, 1-11 En esta Semana Santa como primera lectura leemos los cuatro cantos del Siervo de Yahvé, del profeta Isaías. Los tres primeros, del lunes al miércoles. El cuarto, en la impresionante celebración del Viernes Santo.
Son cantos que nos van anunciando la figura de ese Siervo, que podría referirse al mismo pueblo de Israel, pero que, poco a poco, se va interpretando como el Mesías enviado por Dios con una misión muy concreta en medio de las naciones. El primer canto, que escuchamos hoy, presenta al Siervo como el elegido de Dios, lleno de su Espíritu, enviado a llevar el derecho a las naciones y abrir los ojos de los ciegos y liberar a los cautivos. Se describe el estilo con el que actuará: «la caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará». Como la misión de ese Siervo no se prevé que sea fácil -y así aparecerá en los cantos siguientes- el salmo ya anticipa la clave para entender su éxito: «el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?... Cuando me asaltan los malvados, me siento tranquilo: espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor». La entrañable escena de Betania sucedió «seis días antes de la Pascua», y por eso se lee precisamente hoy. La queja de Judas sirve para señalar la intención del gesto simbólico: Jesús es consciente de que su fin se precipita, e interpreta el gesto de María como una unción anticipada que presagia su muerte y sepultura. La muerte de Jesús ya se ve cercana. Además, sus enemigos deciden matar también a Lázaro. Jesús es el Siervo verdadero. El enviado de Dios para anunciar su salvación a todos los pueblos. El Mesías que demuestra ser el Siervo entregando su propia vida por los demás. El pasaje que hemos leído en Isaías resuena casi al pie de la letra en los relatos que los evangelistas nos hacen del bautismo de Jesús en el Jordán: también allí se oye la voz de Dios diciendo que es su siervo o su hijo querido, y aparece el Espíritu sobre él, y empieza una misión de justicia y Buena Noticia. También de él se puede decir que no quebró la caña que estaba a punto de romperse, sino que se mostró siempre lleno de paciencia y tolerancia (no como Santiago y Juan, que quieren hacer llover fuego del cielo sobre el pueblo que no les recibe, o como Pedro, que saca su espada y hiere a los que detienen al Maestro). Más tarde Pedro, con un conocimiento mucho más profundo de Jesús, podrá decir que «pasó haciendo el bien» (Hch 10). También de él se podrá decir que devolvió la vista a los ciegos y se preocupó de liberar de sus males a toda persona que encontraba sufriendo. Y de esto somos más conscientes precisamente en vísperas de celebrar el Triduo de su muerte en la Cruz y su resurrección a la nueva existencia. Ayer celebrábamos con él su entrada en Jerusalén, con un gesto decidido de asumir sobre sus hombros el destino que nos hubiera correspondido a nosotros. El Siervo camina hacia su muerte. Con unción previa incluida. Nuestros ojos estarán fijos en él estos próximos días, llenos de admiración. Dispuestos a imitar también nosotros, en su seguimiento, sus mismas actitudes de fidelidad a Dios y de tolerante cercanía para con los demás. Dispuestos a vivir como él «entregados por».
3. MARTES SANTO Is. 49, 1-6; Sal. ; Jn 13, 21-33. 36-38 Hoy leemos el segundo «canto del Siervo» en Isaías. El Siervo es llamado por Dios ya desde el seno de su madre, con una elección gratuita, para que cumpla sus proyectos de salvación: «me llamó desde las entrañas maternas y pronunció mi nombre». Dos comparaciones describen al Siervo: será como una espada, porque tendrá una palabra eficaz («mi boca, una espada afilada»), y será como una flecha que el arquero guarda en su aljaba para lanzarla en el momento oportuno. La misión que Dios le encomienda es «traerle a Jacob, reunir a Israel... más aún: ser luz de las naciones, para que la salvación de Dios alcance hasta el confín de la tierra». En este segundo canto aparece ya el contrapunto de la oposición, que en el primero de ayer no aparecía. El Siervo no tendrá éxitos fáciles y más bien sufrirá momentos de desánimo: «yo pensaba: en vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas». Le salvará la confianza en Dios: «mi salario lo tenía mi Dios». Confianza que subraya muy bien el salmo: «a ti, Señor, me acojo, no quede yo derrotado para siempre... sé tú mi roca de refugio... porque tú fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud». Jesús es el verdadero Siervo, luz para las naciones, el que con su muerte va a reunir a los dispersos, el que va a restaurar y salvar a todos. También en él podemos constatar la «crisis» que se notaba en el canto de Isaías. Jesús no tuvo aparentemente muchos éxitos. Algunos creyeron en él, es verdad, pero las clases dirigentes, no. Hoy
escuchamos que uno le va a traicionar: lo anuncia él mismo, «profundamente conmovido». También sabemos qué van a hacer sus seguidores más cercanos: uno le negará cobardemente, a pesar de que en ese momento asegura con presunción: «daré mi vida por ti». Los otros huirán al verle detenido y clavado en la cruz. La queja del Siervo («en vano me he cansado») se repite en sus labios: «¿no habéis podido velar una hora conmigo?... Padre, ¿por qué me has abandonado?». En verdad «era de noche». A pesar de que él es la Luz. Nuestra atención se centra estos días en este Jesús traicionado, pero fiel. Abandonado por todos, pero que no pierde su confianza en el Padre: «ahora es glorificado el Hijo del Hombre... pronto lo glorificará Dios». A la vez que admiramos su camino fiel hacia la cruz, podemos reflexionar sobre el nuestro: ¿no tendríamos que ser cada uno de nosotros, seguidores del Siervo con mayúsculas, unos siervos con minúsculas que colaboran con él en la evangelización e iluminación de nuestra sociedad? ¿somos fieles como él? Tal vez tenemos momentos de crisis, en que sentimos la fatiga del camino y podemos llegar a dudar de si vale o no la pena seguir con la misión y el testimonio que estamos llamados a dar en este mundo. Muchas veces estas crisis se deben a que queremos éxitos a corto plazo, y hemos aceptado la misión sin asumir del todo lo de «cargar con la cruz y seguir al maestro». Cuando esto sucede, ¿resolvemos nuestros momentos malos con la oración y la confianza en Dios? ¿podemos decir con el salmo: «mi boca contará tu auxilio... porque tú, Dios mío, fuiste mi esperanza»? Estos días últimos de la Cuaresma y, sobre todo, en el Triduo de la Pascua tenemos la oportunidad de aprender la gran lección del Siervo que cumple con radicalidad su misión y por eso es ensalzado sobre todos. Es difícil llegar a comprender la profundidad de los sentimientos de Jesús en vísperas de su muerte. Y es también muy difícil llegar a saber qué pudo sentir su corazón cuando al hecho inexorable de su muerte se añadía la humillación de la traición de los propios compañeros. Es fácil que el corazón naufrague, cuando se le añade amargura sobre amargura. El grupo de Jesús -su pequeña iglesia- iba a quedar golpeada por la definitiva ausencia del Maestro. Y a esto se iba a añadir la permanente posibilidad de la traición de los discípulos. Jesús no excluye a nadie. La traición no es solamente patrimonio de Judas; lo es también de los llamados discípulos fieles. Más aún, la traición puede anidar en el alma de los llamados a ser dirigentes. Jesús no pierde el ánimo, a pesar de que presiente lo que significa para el grupo su ausencia y la traición. Y entre contradicciones, nos da la lección de que cuando una obra está marcada con la justicia del Padre, éste se encargará, junto con su Espíritu, de no dejarla morir, pese a las amenazas. Es la fe en su Padre la que lleva a Jesús más allá de la derrota. Y es la justicia de su causa la que mantiene viva su esperanza. Una causa no deja de ser justa porque sea traicionada. El gran peligro de una causa es que pierda en su interior el contenido de justicia y quede así igualada a una causa más de lucha por el poder. En la iglesia de Jesús hay que acostumbrarse a vivir con la posibilidad de la traición a Jesús y al evangelio. Pero sobre todo, hay que estar convencidos de que la traición puede generarse en cada uno de nosotros mismos. Cuando lleguemos a olvidar los contenidos de justicia, de misericordia, de perdón, de asunción de la causa de los oprimidos y marginados... no nos extrañemos de que la traición esté rondando nuestra propia casa.
4. MIÉRCOLES SANTO Is. 50, 4-9; Sal. 69(68) ; Mt. 26, 14-25 Hoy leemos el tercer canto del Siervo (el cuarto y último, más largo y dramático, lo escucharemos el Viernes Santo). Sigue la descripción poética de la misión del Siervo, pero con una carga cada vez más fuerte de oposición y contradicciones. La misión que le encomienda Dios es «saber decir una palabra de aliento al abatido». Pero antes de hablar, antes de usar esa «lengua de iniciado», Dios le «espabila el oído para que escuche». Esta vez las dificultades son más dramáticas: «ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba, no oculté el rostro a insultos y salivazos». También en este tercer canto triunfa la confianza en la ayuda de Dios: «mi Señor me ayudaba y sé que no quedaré avergonzado». Y con un diálogo muy vivo muestra su decisión: «tengo cerca a mi abogado, ¿quién pleiteará conmigo?». El salmo insiste tanto en el dolor como en la confianza: «por ti he aguantado afrentas... en mi comida me echaron hiel. Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu favor... miradlo, los humildes, y alegraos, que el Señor escucha a sus pobres».
La comunidad cristiana vio a Jesús descrito en esos cantos del Siervo. Su entrega hasta la muerte no es inútil: así cumple la misión que Dios le ha encomendado, al solidarizarse con toda la humanidad y su pecado. En el evangelio leemos de nuevo la traición de Judas, esta vez según Mateo, ya que ayer habíamos escuchado el relato de Juan. Precisamente cuando Jesús quiere celebrar la Pascua de despedida de los suyos, como signo entrañable de amistad y comunión, uno de ellos ya ha concertado la traición y las treinta monedas (el precio de un esclavo, según Ex. 21,32). Terminando ya la Cuaresma -concluirá mañana, Jueves Santo, por la tarde, antes de la Misa vespertina- y en puertas de celebrar el misterio de la Pascua del Señor, junto a la admiración contemplativa de su entrega podemos aprender su lección: mirarrnos en el Siervo de Isaías y sobre todo en Jesús, que cumple en plenitud el anuncio. ¿Somos buenos oyentes de la palabra, tenemos ya de buena mañana «espabilado el oído» para escuchar la voz de Dios? ¿somos discípulos antes de creernos y actuar como maestros? Y luego, cuando hablamos a los demás, ¿es para «decir una palabra de aliento a los abatidos»? Es lo que hizo Cristo: escuchaba y cumplía la voluntad de su Padre y, a la vez, comunicaba una palabra de cercanía y esperanza a todos los que encontraba por el camino. ¿Sabemos ayudar a los que se hallan cansados y animar a los desesperanzados? ¿Estamos dispuestos a ofrecer nuestra espalda a los golpes cuando así lo requiere nuestro testimonio de discípulos de Cristo? ¿a recibir los insultos que nos pueden venir de este mundo ajeno al evangelio? ¿o sólo buscamos consuelo y premio en nuestro seguimiento de Cristo? También nosotros, amaestrados por la Pascua de Jesús, debemos confiar plenamente en Dios. Estamos empeñados en una tarea cristiana que supone lucha y que es signo de contradicción. Pero, de la mano de Dios, no debemos darnos nunca por vencidos: ¿quién podrá contra mí? Si alguna vez nos toca «aguantar afrentas» o «recibir insultos», basta que miremos a Cristo en la cruz para aprender generosidad y fidelidad. Incluso cuando alguien nos traicione, como a él.
5. TRIDUO PASCUAL 5.1. Introducción Cada año celebramos el «Triduo Pascual», que es el corazón de la Semana Santa, el punto culminante al que nos lleva la Cuaresma. Es una experiencia de gracia, de liberación y de perdón, pero, al mismo tiempo, es un tiempo de compromiso con la Vida Nueva. El Triduo Pascual es un momento de gracia que invita a la Iglesia a «conmocionarse», es decir, a asombrarse y admirar esa forma de presencia que el Señor Jesús inventó para 1 «quedarse», no solamente «con» nosotros, sino, más extraordinariamente aún, «en» nosotros . Queremos celebrar «con nuevo ardor» el Triduo Pascual. Nos sentimos invitados a asimilar y vivir, 2 personal y comunitariamente, la gracia de una nueva presencia del Resucitado . Somos creyentes, que orientamos toda nuestra vida en el sentido de Jesucristo, nuestro Salvador, que nos revela a Dios Padre, que nos concede el don del Espíritu Santo, para convertirnos en el Pueblo de la Nueva Alianza, la Iglesia, Comunidad de fe, esperanza y amor, llamada a ser «casa y escuela de comunión». Y somos cristianos, que llevamos el nombre mismo de Cristo, desde el Bautismo, sacramento por el cual «morimos y resucitamos con Cristo» (Ro. 6, 1-11). Nuestra Iglesia, por el don del Espíritu, busca estar atenta a los requerimientos de su Señor y estar al día en las motivaciones y exigencias de su fe. La Comunidad Cristiana, bajo la conducción de sus pastores, se está comprometiendo muy decididamente en un proceso vital de renovación para la evangelización. Este proceso nos va conduciendo gradualmente en un espíritu de mayor conciencia de nuestra pertenencia eclesial, hacia 1
cfr. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Mane nobiscum, Domine (MND) (2004), 1.19
2
cfr. Juan Pablo II, MND, 16), para un nuevo compromiso con El en la obra de evangelizar el mundo (cfr. MND, 24-28)
una comunión orgánica y una participación dinámica. Celebrar de nuevo el Triduo Pascual nos va a servir, como ha de suceder todos los años, para renacer en la fe pascual, para sentir de nuevo muy viva en nosotros, en la Iglesia, la memoria de Jesús, para valorarnos como hijos de un mismo Padre y, por tanto, hermanos, constructores de un mismo Reino, para que seamos testigos suyos aquí y ahora. Nuestra fe cristiana nos permite la celebración de un TRIDUO SACRO (tres días sagrados) cada año en la Iglesia, como tiempo privilegiado para volver a activar, en los cristianos y en toda la comunidad, la memoria del Señor. Este triduo comprende el Jueves, el Viernes y el Sábado santos. Si en realidad se cuenta el tiempo, según las costumbres judías, a partir del atardecer («la aparición del primer lucero»), tendríamos entonces que decir que el «Triduo Sacro» comienza el Jueves al atardecer y termina el Domingo: de Jueves a Viernes, de Viernes a Sábado, de Sábado a Domingo. En cuanto a las celebraciones del primer día del triduo, ellas tienen un marcado sentido sacramental (simbólico), en el que aparece todo el Misterio celebrado: la Cena del Señor; pero también la Reconciliación y el 3 Misterio Eclesial de comunión y participación En cuanto a las celebraciones del segundo y del tercer día, ellas constituyen una unidad litúrgica, repartida en el tiempo. La liturgia del Viernes Santo pertenece propiamente al misterio de la Palabra (liturgia de la Palabra) del Sábado Santo. La liturgia del Sábado Santo es algo así como la culminación sacramental de las celebraciones del Viernes. Y las celebraciones del Domingo no son propiamente algo distinto de lo celebrado en la Vigilia del Sábado. Necesitamos lograr que la celebración, llena de ritos y de símbolos, no esté vacía de significado y que no se disperse el mensaje y su contenido. Las reflexiones que siguen quieren ser una ayuda para motivar en nosotros el espíritu con que hemos de acercarnos a la celebración del Misterio Cristiano de la Pascua. Esperamos que lleguen a servir a los creyentes y a la Comunidad para que por la Celebración de la Pascua lleguemos a asombrarnos», a «conmocionarnos» verdaderamente con este Acontecimiento Salvador y nos decidamos a participar de verdad en la Vida y en la 4 Misión de la Iglesia y hagamos de ella «casa y escuela de comunión» .
5.2. JUEVES SANTO 5.2.1. Escuchemos la Palabra El recuerdo de la Pascua: Ex. 12, 1-8.11-14 Celebrar la Eucaristía, actualización de la Cena del Señor, es vivir la experiencia de que la Pascua, acontecimiento liberadorsalvador por excelencia para el Pueblo el Israel, ha llegado a su cúlmen de realización y cumplimiento en el Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo. La Palabra nos recuerda las prescripciones para celebrarla. En los relatos del Exodo se concede una especial importancia a la sangre (vv.12-13): su empleo entre los nómadas aseguraba la fecundidad de sus rebaños y untada en los palos de las tiendas 3
la «Misa Crismal» en la cual el Obispo bendice el Crisma y los Oleos con los que se administrarán los sacramentos en la Iglesia. Esta Misa en general se ha anticipado una semana antes del Jueves Santo, por motivos pastorales, para que puedan estar presentes, ojalá, todos los Sacerdotes del Presbiterio diocesano.
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JUAN PABLO II, Carta Apostólica “Novo Millennio ineunte” (NMI), 2001, 43a.
ahuyentaba los espíritus malignos. En este contexto, se quiere destacar que la sangre es signo de vida. Por eso, también entre nosotros, una transfusión de sangre es oportunidad para salvar una vida. El libro sagrado afirma: «La vida de toda carne es su sangre» (Lv. 17, 11). De esta manera se subraya que la Alianza que Dios quiere establecer con su Pueblo es comunión de vida, y no un simple contrato. Se trata de entrar en comunión, de llegar al encuentro con el Señor vivo y con los hermanos. La actualización de la Pascua, en la celebración de la Eucaristía, es renovación de la Alianza y, por lo mismo, actualización del compromiso de fidelidad a Dios y a los hermanos, contra la idolatría y la injusticia La cena de Pascua, que hasta el día de hoy representa el momento más entrañable de la vida del pueblo judío, es figura de la Eucaristía, tanto por el cordero inmolado, como por la función salvadora de la sangre, como por el sentido de comunidad íntima que implica. La comunidad es la familia, más que la ciudad o la nación entera que se reúne en el Templo (mejor dicho: el pueblo de Israel es el conjunto de familias que celebran la misma Pascua). El "paso del Señor" afecta tan intensamente la vida de cada israelita, que debe celebrarse en un ambiente en el que cada uno de ellos -incluso el más pequeño de la casa- se pueda sentir protagonista. Sin embargo, no es tampoco una cena como las demás, ni un acto de familia en sentido exclusivo. Es una acto que debe reunir unas veinte personas (a veces, reuniendo más de una familia) y que se rodea de una multitud de detalles, que lo convierten en un auténtico acto cultual. El cordero para la Pascua debe ser macho, sin tara y de un año; es decir, el cordero ideal, porque hay que ofrecerlo a Dios. No es importante sólo el momento en que se come el cordero, sino también el momento en que se inmola, al atardecer de aquel día. La sangre es la vida, y la vida es de Dios. Por ello la sangre es recogida religiosamente. Con aquella sangre se marcan las casas, como signo de que Dios está con nosotros, ante la amenaza de exterminio.
Tradición sobre la Eucaristía: 1Co. 11, 23-26 Este texto es el documento más antiguo sobre la celebración de la Eucaristía en la Iglesia. En él se fustiga la incoherencia de todos aquellos que celebran lo que no viven. Proceden ante la comunidad con mentira, porque quieren participar de un cuerpo «entregado» y de una sangre «derramada», sin estar ellos mismos entregados a sus hermanos. La Iglesia proclama, en la celebración de la Cena del Señor el Jueves Santo, la Palabra que San Pablo nos entrega en la Primer Carta a los Corintios. Este pasaje paulino es el primer texto (el más antiguo) sobre la Eucaristía. Recoge una Tradición que se remonta a Jesús y expresa la forma en que las Comunidades Cristianas Primitivas celebraban la «Fracción del Pan» (cfr. Hch. 2, 42ss). La Pascua Judía rememora y actualiza cada año la liberación de Egipto: «Este día lo recordarán siempre y lo celebrarán como fiesta del Señor, institución perpetua para todas las generaciones» (Ex. 12, 14; cfr. 12, 2627a). La Nueva Pascua, la Cristiana, «proclama la Muerte del Señor hasta que vuelva» (1Co. 11, 26). Una comida es un medio que tenemos las personas para compartir fraternalmente nuestra vida, para propiciar el acercamiento, para fortalecer las relaciones de familia, de amistad. En la mayor parte de las Religiones se tiene la experiencia de la comida con carácter sagrado. En Israel la comida sagrada tiene una significación particular: es el signo de los bienes mesiánicos, del favor divino, de la abundancia del don de Dios que se derrama sin límites para favorecer a su Pueblo: Is. 25, 6.9. San Pablo recuerda a los Corintios, y a nosotros, el sentido del banquete fraterno del Señor, con todas las implicaciones religiosas, éticas y sociales que contiene. Al celebrar la Cena del Señor nos sentimos hermanos, hijos de Dios, la familia grande que es la Iglesia. El Apóstol introduce, en el texto, solemnemente, las palabras «recibir» y «transmitir»: son las expresiones rabínicas para señalar una entrega autorizada de la Tradición 5 religiosa . Los Corintios, olvidando el aspecto misterioso de la Cena, disputaban entre sí y de ese modo negaban el aspecto esencial del banquete eucarístico: el Sacrificio de Cristo, en estado de servicio y abajamiento. A fin de hacer presente en la conciencia el sentido profundo de la cena del Señor, Pablo toma de nuevo las palabras que ya los corintios conocían y con las que Jesús había confiado el misterio eucarístico a su Iglesia. «Del señor las ha recibido él». Con esto no se refiere a una palabra inmediata del Señor, es decir,
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cfr. FOULKES Irene, Primera Carta a los Corintios, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, (2003), pp. 847-848
recibida sin intermediarios, sino a la tradición cultual que se remonta hasta el Señor mismo y que Pablo ha recibido de la primera comunidad para seguir trasmitiéndola. Y estas palabras las repite e inserta Pablo en el marco de unas exhortaciones que dirige a una comunidad dividida en bandos y cuyas reuniones debían ser continuamente fuente de fricciones por problemas de muy distinto orden e importancia, pero, en cualquier caso, indignas de unos cristianos que, como tales, habían recibido el encargo del Señor de celebrar su eucaristía. Los abusos que cometen con la celebración de la misma (unos separados de otros, o unos comiendo y otros no, quedando humillados) chocaban frontalmente contra el mandato de un Jesús que en esa cena se puso a lavar los pies a sus discípulos. El cuerpo «entregado» y la sangre «derramada», por ustedes, para formar un solo cuerpo con una misma vida... haciendo memorial para que, cuantas veces se recuerde, se vuelva a realizar tal cual: la entrega del Señor por todos, actualizando el pacto o alianza con Dios que libera, que salva. Los corintios celebran la Eucaristía en la parte central de un ágape, pero este último origina, con mucha frecuencia, divisiones entre la comunidad, ya que los provistos de buena comida se reúnen todos en las mismas mesas y no comparten con los pobres sus buenas comilonas (vv. 18-22). Para poner fin a estos abusos, Pablo cree conveniente llamar la atención sobre la institución de la Eucaristía por Cristo (vv. 23-26) y revelar los lazos estrechos existentes entre Eucaristía e Iglesia, entre el cuerpo sacramental y el cuerpo místico (vv. 27-29; cf. 1 Cor. 10, 16-17).
El servicio del Amor: Jn. 13,1-15. «Los amó hasta el extremo...» Los capítulos 13-17 del evangelio de Juan constituyen la despedida de Jesús. Son una catequesis sobre la actitud ante la aparente ausencia del Maestro. De aquí la insistencia en el amor, en la fe, en la fidelidad a la enseñanza anterior de Jesús, en la unidad entre los creyentes y la confianza ante la oposición del mundo. Al principio de la despedida de Jesús, Juan coloca un gesto simbólico del Señor: el lavatorio de los pies de los discípulos (Jn. 13,1-35). Esta unidad literaria va encabezada por un versículo introductorio que expresa la actitud fundamental de Cristo: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Sigue el relato propiamente dicho del lavatorio (vv 2-20), la predicción de la traición de Judas (vv. 2130) que contrasta con la actitud de Jesús, y un comentario interpretativo dirigido a los discípulos exhortándoles a imitar al Maestro (vv. 31-35). En el evangelio de Juan el relato de la última cena es el momento culminante de la vida de Cristo: nos transcribe el gesto, propio de los criados, de lavar los pies; con valor paradigmático para los discípulos de todos los tiempos. Cristo se presenta como siervo, y la actitud del creyente consiste en aceptar a Cristo-siervo, sin ser reacio como Pedro o traidor como Judas. Aceptar a Cristo supone asumir sus propias actitudes y reproducirlas en la vida cotidiana (v 15). «Lo comprenderás más tarde». El sentido del gesto es cristológico y pretende anticipar simbólicamente la humillación de la cruz. El significado salvífico de este acto quedará escondido hasta la muerte-resurrección y el consiguiente don del Espíritu. «No tienes nada que ver conmigo» (literariamente en el original: «no tendrás parte de mí») es una fórmula semítica: «Parte» en el Antiguo Testamento significa «heredad» que Dios otorga a su Pueblo y al justo; más adelante pasó a tener un significado escatológico. Si no acepta el escándalo de la cruz, Pedro no podrá participar del reino escatológico que Jesús ha venido a inaugurar.
5.2.2. La hora del Amor Jesús se acerca a la hora trascendental para El y para el mundo de pasar al Padre. Está con los suyos y redobla con ellos su amor profundo: Jn. 13, 1
5.2.2.1. El servicio del Amor: Jn. 13, 1-15 La actitud de servicio y abajamiento resalta en la escena del «Lavatorio de los pies», exclusiva del evangelio según San Juan, y uno de los momentos principales de su relato de la Cena (Jn. 13, 1-15). El relato del Lavatorio de los pies se mueve sobre el contraste «Señor - servidor» (cfr. Flp. 2, 7). Este signo del amor de Jesús hacia los hombres va acompañado del mandato de imitar su ejemplo (Jn. 13, 15). La doble alusión a Judas parece importante para la comprensión del texto: no hay excepciones para el mandamiento del amor. En efecto, Jesús lava también los pies a aquél que lo va a traicionar.
Este gesto de Jesús sirve de pórtico a todo el Triduo Pascual. A veces se confunde esta acción del Maestro con la costumbre de lavarse antes o después de las comidas, propia de aquellos tiempos. Pero aquí Jesús no sigue costumbre alguna. Hay que anotar que el lavatorio tuvo lugar «durante la cena», ni antes ni 6 después (vv. 2.3). «El evangelista sitúa esta acción en el tiempo y en espacio interior de Jesús» . La intención del Señor está bien clara en los versículos 10 y 14. Quiere purificar a Judas y quiere darles a todos un ejemplo de humildad. Ambas cosas, la pureza y el amor fraterno capaz de servir a los demás son las condiciones necesarias para que se constituya la Iglesia de Jesús. La caridad está en la esencia de la Iglesia, o sea, el amor al Maestro, que lleva a una adhesión total a El y el amor a los hermanos, capaz de servirles en todo. Así se pertenece a la Iglesia de Jesús. Queremos destacar, en el contexto del Lavatorio de los pies, un gesto muy significativo, una «acción simbólica» (es decir, cargada de significado) de Jesús: antes de lavar los pies a los discípulos, «se quita el manto» (v. 4: «tithesin ta imatía», dice el texto griego); y después de lavarles los pies, «tomó de nuevo el manto» (v. 12: «elaben ta imatía», dice el texto griego). Entre estos dos gestos (quitarse el manto y tomarlo de nuevo), sucede el lavatorio. Ahora bien, los dos verbos que encontramos en el texto original (en griego) son «tithemi» (quitar, despojar, dejar) y «lambano» (tomar, recoger, recuperar). Son los dos mismos verbos utilizados por Juan en una fórmula muy suya, cuando habla de la misión del Buen Pastor: «desprenderse de la vida y volver a tomarla» (Jn. 10, 17.18). El capítulo 10 de San Juan habla de la misión del Buen Pastor: «Doy mi vida» (Jn. 10,17: «ego tithemi ten psyjen mou», dice el texto griego)… «para recuperarla de nuevo» (Jn. 10, 18: «ina palin labo autén», dice el texto griego). En el versículo siguiente dice el texto de Juan: «Tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo» (Jn. 10, 18. Es indudable que con estas expresiones se está hablando de la Muerte y la Resurrección de Jesús. Por otra parte, si reparamos en el interés de Juan por «los vestidos» («ta imatía») de Jesús en la Pasión (Jn. 19, 23ss: «los soldados se apropiaron de sus vestidos dejando aparte la túnica»), podemos reflexionar este gesto («quitarse» y «ponerse de nuevo» la túnica) que estamos destacando y pensar que acentúa el valor parabólico, es decir, significativo, del relato del lavatorio de los pies. Jesús, entonces, al imitar (si así puede decirse) su Muerte y su Resurrección, muestra que ése es el «servicio» por excelencia, fuente de toda «purificación» y condición necesaria para entrar en el Reino («…no tendrías parte conmigo»: Jn.13, 8).
5.2.2.2. Mandamiento nuevo: Jn. 13, 34-35 En el ambiente de esa Cena de amigos, después de expresarles su amor en su servicio, Jesús entregó el 7 «Mandamiento nuevo» (vv. 3.4) . Jesús ha hablado del mandamiento que recibió de su Padre de dar voluntariamente su vida para que las ovejas «tengan vida en abundancia» (Jn. 10, 18); más tarde repitió que su mandato «es vida eterna» (Jn. 12, 50). Luego, existe una relación entre el Padre y el Hijo que puede calificarse de «Amor», de obediencia voluntaria y de unión. Esta relación la expresa Jesús cumpliendo su misión salvadora; es un amor de obras y eficaz para todo el mundo. Este es el «mandamiento» recibido del Padre: salvarnos con su Muerte. No se trata de una «ley», ni de una orden, sino del sentido y la esencia de una misión y hasta, en cierto modo, de una persona. 8 Según Jn. 13, 34-35; 15, 12 y otros pasajes del mismo evangelio este mandamiento de Jesús ha de entenderse como un caso más en el que la relación entre el Padre y el Hijo se prolonga en identidad de 6
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MUÑOZ LEON Domingo, Evangelio según san Juan, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, p. 653; cfr. pp. 652-654.
Lo llama así para adaptarse al horizonte de comprensión y de experiencia de los discípulos; pero, si hemos entendido bien el permanente gesto de Dios, su manera de actuar en la historia, reconocemos que el Amor, ni es «mandamiento» (puesto que no hay nada más libre y más gratuito), ni es «nuevo» (pues el amor ha sido siempre el motivo y la razón de la Creación de Dios y de su acción en la Historia a favor del ser humano. Cfr. Sal. 136: «… porque es eterno su amor»).
cfr. TOUS Lorenzo, «Experiencia humana de Dios», pp- 47-52
naturaleza hasta el discípulo de Jesús. Se prolonga o se repite paralelamente. Aquí es el caso del Amor; otras veces será la Vida (Jn. 6, 57), o bien el conocimiento mutuo (Jn. 10, 14-15), o bien la Misión en el mundo (Jn. 20, 21). De modo que la fuente de este amor se encuentra en el seno del Padre, en el Misterio de la Trinidad. Se trata de amar como Jesús amaba, como Dios nos ama, o sea, por la fuerza del Espíritu Santo (Jn. 15, 9). Esto no significa que el amor cristiano sea diferente del amor humano, puesto que la persona humana sólo tiene un corazón para amar, sino que en el fondo del ser «ha sido derramado el amor de Dios por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Ro. 5, 5).
5.2.3. Hora Santa: oremos escuchando la palabra A. Canto de entrada: Junto a Ti, al caer de la tarde Junto a Ti, al caer de la tarde, y cansados de nuestra labor, te ofrecemos con todos los hombres el trabajo, el descanso y el amor. Con la noche las sombras nos cercan, y regresa la alondra a su hogar; nuestro hogar son tus manos, Oh Padre, y tu amor nuestro nido será.
B. Oración todos juntos: Señor Jesús, queremos velar contigo, queremos estar junto a tí. Quizá no se nos ocurran muchas cosas, pero queremos estar, queremos sentir tu amor, como cuando nos acercamos a una hoguera, queremos amarte, queremos aprender a amar. Lo importante es estar abiertos a tu presencia. Y agradecer, alabar, suplicar. Y callar, escuchar, no decir nada, simplemente estar. Acógenos como discípulos que quieren escuchar tus palabras, aprender de ti, seguirte siempre. Acógenos como amigos. Y haz de nosotros también tus testigos, testigos del amor. Señor Jesús, toca esta noche nuestro corazón, danos tu gracia, sálvanos, llénanos de la vida que sólo tú puedes dar.
C. El mandamiento del amor Amar como Jesús nos ama «Éste es mi mandamiento: ámense unos a otros como yo los he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que les mando. Ya no los llamo siervos, pues el siervo no sabe qué hace su señor; yo los he llamado amigos porque les he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre. No me eligieron ustedes a mí, sino yo a ustedes; y los designé para que vayan y den fruto y su fruto permanezca, a fin de que todo lo que pidan al Padre en mi nombre se lo conceda. Esto les mando: ámense unos a otros» (Jn. 15, 10-16
Con un amor que sirve Estando de nuevo a la mesa les dijo: «¿Entienden lo que les he hecho? Ustedes me llaman el maestro y el señor; y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el señor y el maestro, leos he lavado los pies, también ustedes se los deben lavar unos a otros. Yo les he dado ejemplo, para que hagan ustedes lo mismo que he hecho yo (Jn. 13,13-17).
D. Jesús invierte el orden: Jn. 13, 12b-15
El lavatorio era una costumbre muy oriental. En tiempos de Jesús la gente iba descalza o con sandalias. Cuando iban a casa del anfitrión que los había invitado, los pies se llenaban de polvo; por eso, a la entrada de la casa había un recipiente con agua para que los huéspedes se laven o un esclavo lo hacía. Este trabajo no lo hacía un judío libre, ni siquiera un esclavo judío, sino un esclavo pagano. Como señal de agradecimiento o de respeto, los discípulos podían lavarle los pies al maestro con el que habían vivido en común durante años y cuya vida y enseñanza habían tomado (ésa era la costumbre en las escuelas de los Rabinos). Lo que hace Jesús: ¡invierte el orden! Por hacer algo bueno a sus amigos, Jesús trastoca la costumbre: se pone de rodillas ante ellos para realizar un trabajo de un esclavo pagano. Cuando las palabras son insuficientes se acude a los signos y a lo gestos, que se graban mejor en la memoria. Jesús, con este gesto, da una lección perenne de Amor y de Humildad. Alguien ha dicho que el lavatorio de los pies muestra «el amor divino en traje de faena!». Jesús quiere que esa conducta sea característica de sus discípulos. Por eso, con la conciencia de toda su 9 autoridad, realiza este servicio de esclavos: «Si Yo, Maestro y Señor…» (Jn. 13, 14) . Y repetimos que también a Judas le prestó este servicio. No se puede negar un servicio fraterno a un prójimo, sea quien sea. El lavatorio de los pies sigue siendo todavía un gesto muy significativo en la celebración anual del Jueves Santo; el Papa realiza todos los años este gesto con los presos de una cárcel romana.
E. Oración en silencio F. Canto Un mandamiento nuevo nos dio el Señor, que nos amáramos todos como El nos amó. (bis) Lo que hagamos al hermano, a Dios mismo se lo hacemos. Quien no ama a sus hermanos miente si a Dios dice que ama. La señal de los cristianos es amarse como hermanos.
G. «Haced esto en memoria mía» Luego tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía». Y de la misma manera el cáliz, después de la cena, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros (Lc. 22,14-20). (Música de fondo: La estación de primavera de Vivaldi)
H. Meditación: Un día, el Amor llegó tan lejos que se entregó a sí mismo hasta morir derramando su sangre en un madero. Cada día, el Amor llega tan lejos que se entrega a sí mismo para saciar nuestra hambre de amor en el pan compartido en una Cena. Sacramento de un Dios encarnado que no ha venido más que a amar y a servir; memorial de un Dios que se dejó despojar para abrir en el fondo de nuestro atolladero una brecha nueva, pero tan estrecha que sólo el pobre puede pasar por ella, y sólo el amor descentrado de sí puede atravesar. Sacramento de una muerte única que recapitula todo don de sí liberador; memorial de un sacrificio único en el que muere la muerte de un mundo pecador. Sacramento del triunfo definitivo del amor, en el que el hombre se salva entregándose; memorial del triunfo definitivo de la vida, en el que el hombre se hace inmortal amando.
I. Canto Cristo te necesita para amar, para amar. Cristo te necesita para amar. (bis) No te importen las razas ni el color de la piel, 9
cfr. MUÑOZ LEON Domingo, oc. p. 654.
ama a todos como hermanos y haz el bien. (bis) Al que sufre y al triste, dale amor, dale amor; al humilde y al pobre, dale amor. Al que vive a tu lado, dale amor, dale amor, al que viene de lejos dale amor.
J. Oracion y meditación: Lo más importante no es... Que yo te busque, sino que tú me buscas en todos los caminos; Que yo te llame por tu nombre, sino que tú tienes el mío tatuado en la palma de tus manos; Que yo te grite cuando no tengo ni palabra, sino que tú gimes en mí con tu grito; Que yo tenga proyectos para ti, sino que tú me invitas a caminar contigo hacia el futuro; Que yo te comprenda, sino que tú me comprendes en mi último secreto. Que yo hable de ti con sabiduría, sino que tú vives en mí y te expresas a tu manera; Que yo te guarde en mi caja de seguridad, sino que yo soy una esponja en el fondo de tu océano; Que yo te ame con todo mi corazón y todas mis fuerzas, sino que tú me amas con todo tu corazón y todas tus fuerzas; Que yo trate de animarme, de planificar, sino que tu fuego arda dentro de mis huesos; Porque ¿cómo podría yo buscarte, llamarte, amarte... Si tú no me buscas, llamas y amas primero? El silencio agradecido es mi última palabra y mi mejor manera de encontrarte
K. Acción de gracias Gracias Señor, por tu muerte y resurrección que nos salva Gracias Señor, por haber instituido la Eucaristía que nos alimenta Gracias Señor, por este tiempo que nos has concedido para adorarte y venerarte. Gracias Señor, por todos los beneficios que nos concedes. Gracias Señor, por esta hora de comunión contigo Gracias Señor, por tus palabras que reconfortan y sanan Gracias Señor, por tu cruz que tanto enseña Gracias Señor, por tu sangre que a tantos salva Gracias Señor, por tu amor sin tregua y sin fronteras Gracias Señor, por la Madre que al pie del madero nos dejas Gracias Señor, por olvidar nuestras traiciones e incoherencias
Gracias Señor, por perdonar el sueño que nos aleja del estar en vela Gracias Señor, por ese pan partido en la mesa de la última cena Gracias Señor, porque aún siendo Dios, te arrodillas y a servir nos enseñas Gracias Señor, por tu sacerdocio que es generosidad, ofrenda y entrega Gracias Señor, por tu amor sin límites y en la cruz hecho locura Gracias Señor
L. Padrenuestro M. Despedida y bendición final 5.3. VIERNES SANTO 5.3.1. Escuchemos la Palabra Is. 52,13 - 53,12: Profundidad del anonadamiento Esta lectura nos presenta al Siervo de Yahvé desfigurado por los pecados de los hombres. En el ambiente de Viernes Santo, ante el misterio de la Cruz, adquiere un valor especial. El inocente puesto en lugar del culpable. El pecado es la causa de su humillación, pero el siervo acepta la misión y da a su vida un valor de expiación y se convierte en salvador. Ya en el desierto Moisés y Aarón expiaron las faltas del pueblo e intercedieron por él. El drama personal de Jeremías abrió el camino que conduce a la figura del siervo y Cristo, con su vida, pasión y muerte, ha realizado lo que el siervo figuraba. La finalidad directa de este texto no es ni la gloria ni la desgracia del siervo, sino el cambio de situación. Se subraya con fuerza el éxito del siervo. Las naciones tienen un doble motivo de asombro. La profundidad del anonadamiento y la gloria inaudita que la sigue. Al rostro desfigurado sigue la unción real que ilumina el rostro del Siervo. El libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch.8, 26-40) nos presenta a un funcionario etíope leyendo el volumen de Isaías. Y a partir de un fragmento del «cuarto cántico del Siervo» Felipe le anuncia la Buena Nueva de Jesús, lo que conducirá al etíope a pedir el Bautismo. El hecho quiere decir que muy pronto los cristianos encontraron en este último «cántico del Siervo» suficientes elementos como para poder aplicarlo a lo que había sucedido con Jesús de Nazareth. El «cántico» está muy bien construido. Con una simplicidad aparente, consigue implicar al lector-oyente en la contemplación del Siervo. Con una descripción penetrante, pero alejada del sentimentalismo barato, nos lleva a sentirnos formando parte del «nosotros» que ocupa la sección central del «cántico». En efecto, al inicio y al final es Dios quien habla de su Siervo, que «tendrá éxito, y subirá y crecerá mucho» porque «cargó sobre él todos nuestros crímenes», y así, «intercedió por los pecadores». La imagen del cordero que, sin abrir la boca, es conducido al matadero, llevará a Juan a hablar, en su evangelio, de Jesús como el Cordero de Dios que quita (toma sobre sí y destruye) el pecado del mundo. El libro del Apocalipsis se referirá a menudo a Jesús victorioso de la muerte mediante la figura del Cordero que ha sido degollado pero que vive por siempre. Hay que destacar también la pregunta: «¿quién puede creer lo que hemos oído?» Realmente la biografía del «Siervo» es increíble. Llega a la glorificación máxima a través de la humillación más total, a través de aquel sufrimiento que desfigura al hombre, que desdibuja la imagen de Dios hasta el punto de convertirse en repugnante y menospreciable. En un momento en que fácilmente los cristianos tenemos la tentación de dejarnos arrastrar por el culto a la "imagen", es bueno recordar que este "cuarto cántico del Siervo" lo aplicamos a Jesús y, de rebote, estamos diciendo que es modelo para nosotros.
Sal. 31(30)
Este salmo se canta el Viernes Santo, ya que Jesús en la cruz, tomó de él, su «última palabra» antes de morir: «En tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu» (Lc. 23, 46). Pero todo el salmo se aplica perfectamente a Jesús crucificado. Para hacer esta aplicación personal, Jesús no tuvo necesidad de forzar el sentido. Efectivamente, el salmo, antes de que Jesús se lo apropiara en su oración personal, era ya una doble oración: -El comienzo es la súplica de un acusado inocente, de un enfermo, de un moribundo, expuesto a la persecución: es un maldito, excluido de la comunidad, y «que produce miedo en sus amigos» porque se lo considera como embrujado por malos espíritus... Se huye de él como de un apestado.. . ¿Será su mal contagioso? -Pero la parte final del salmo es la dulce oración de intimidad de un huésped de Yahvé: a pesar de las acusaciones injustas de que es objeto este moribundo, continúa cantando la felicidad de su vida de intimidad con Dios: «Me confío en Ti, Señor... Mis días están en tus manos... Tu amor ha hecho para mí maravillas... ¡Tú colmas a aquéllos que confían en Ti!».
Jn. 18,1 - 19,42: Exaltación de Jesús en lo alto Para Juan, la Cruz no es ningún escándalo sino el momento de la glorificación. Jesús, a pesar de todas las apariencias, abre un nuevo horizonte para el hombre al superar la prueba a la que va a ser sometido. Si leemos despacio el relato de la pasión y muerte de Jesús, descubriremos que el que está juzgando es el reo, Jesús, y no los distintos jueces y partícipes de la pasión. Pilato es sometido a prueba y resulta que le fallan las cualidades indispensables. La muerte de Jesús constituyó también un juicio contra los escribas, los fariseos y otras gentes que lo rechazaron a sabiendas. Los propios discípulos tampoco se libraron de ser puestos a prueba. Judas le entregó, Pedro le negó y los demás huyeron. También el propio Jesús fue sometido a prueba... y la prueba fue difícil. Sólo Jesús fue capaz de aceptar el desafío de aquella hora. Un desafío que le situó por encima de cualquier otro hombre, como la verdad silenciosa que juzga a todo hombre. Jesús murió en soledad como el único hombre que había sido capaz de superar la prueba. Así fue realmente; no se trataba sólo de un juicio a Jesús, fue un juicio a todos los hombres; o mejor, era un juicio a las distintas posibilidades del hombre, a las distintas formas de entender y vivir la vida. Y sólo hubo un triunfador: Jesús. Todas las demás posibilidades a las que tan frecuentemente nos aferramos los hombres, han quedado desacreditadas, no son válidas, no le aportan al hombre la vida que necesita ni ninguna otra cosa que necesita la vida para ser digna. El hecho que celebramos es para nosotros tan importante que difícilmente hallaremos una actitud más propia que la de una contemplación humilde, sencilla, como quien contempla algo que le supera, le admira, le conmociona. La celebración de esta tarde no es un acto de resignación. Es un acto de fe. Fe en la fecundidad de este camino de cruz. No predicamos el sufrimiento como si fuera un valor en sí mismo. Lo que hacemos es proclamar nuestra fe: que el camino de vida y de amor -del hombre perfecto- pasa por la cruz. Por esto veneramos la cruz y la alabamos como fuente de vida. Es una cruz gloriosa. La cruz de Jesús, en primer lugar, pero también la cruz que hay siempre en todo camino auténticamente cristiano. Hoy celebramos ya la Pascua, en su primer momento, el de la Muerte. La Pascua abarca un doble movimiento, descendente y ascendente, y es un único acontecimiento: muerte y resurrección del Señor. Los tres días se celebran como un único día, y tienen una única Eucaristía, la de la Vigilia, punto culminante del Triduo, donde no se recordará sólo el aspecto glorioso, sino toda la "inmolación del Cordero pascual". El relato de la pasión en el evangelio de Juan es un relato que se ha ido preparando a lo largo de todo el evangelio. Es la culminación de un proceso judicial que caracteriza todo el escrito: un proceso contra Jesús que, de hecho, es un proceso de Jesús contra el «mundo», entendido como el conjunto de fuerzas que van contra la luz y la verdad. La Pasión y la muerte en cruz son aquella «hora» de la que nos ha hablado todo el evangelio: ahora sabemos que la «hora» de Jesús es su «paso» de este mundo al Padre. El camino hasta la cruz es el camino triunfal del rey hacia su trono. La ironía del evangelio llega a su cúlmen en este punto: es coronado y presentado al pueblo como rey para escarnecerle, el pueblo le aclama con el grito "crucifícalo" y es entronizado en una cruz. Creen haberse sacado de encima aquel que no aceptó ser rey después del asunto de los panes, y, en realidad, le han llevado a ejercer plenamente su realeza: dar la propia vida. Parece que sean los enemigos quienes conducen a Jesús a la cruz, cuando, de hecho, es él quien va a ella libremente y con toda autoridad. La acción la conduce Jesús, desde el momento del prendimiento hasta que "entrega el espíritu".
Jesús es el Cordero de Dios. Muere el día de la preparación de la Fiesta, a la hora en que sacrifican en el templo los corderos para celebrar la Pascua. No le quiebran ningún hueso, porque el Cordero no debe tener tara alguna. Jesús es el cordero pascual que nos lleva, pasando primero él, de la muerte a la vida, de este mundo al Padre. Destaquemos también la concentración cristológica. Desaparece todo lo que podría restar protagonismo a Jesús. El es el actor principal, en el sentido de protagonista y "director" de la acción. El misterio pascual también se presenta concentrado: la muerte en cruz es la exaltación, dando la vida alcanza la plenitud de la vida, muriendo da el Espíritu.
5.3.2. La hora del dolor Jesús se había definido a sí mismo como «el Buen Pastor que da la vida por las ovejas» (Jn. 10, 11). Y cuando llega el último definitivo momento, en el que una persona se juega y decide toda su vida, Jesús es capaz de llevar sus palabras hasta la Cruz.
5.3.2.1. El Sacrificio Redentor: Jn. 15, 13 Las palabras y gestos de amor y entrega de Jesús en la Cena son confirmados al día siguiente en la Cruz: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el extremo… Nadie tiene más amor que el da la vida por los amigos» (Jn. 13, 1b; 15, 13). Jesús ha sido fiel hasta la muerte y Dios lo resucitó de entre los muertos. El Viernes Santo se reúne la Comunidad Cristiana para escuchar la Palabra de Dios que nos relata la Muerte de Jesús, para adorar la Cruz Redentora y para compartir el Pan que nos une a todos en el Cuerpo entregado de Cristo (cfr. 1Co. 10, 16-17). Jesús condenado y crucificado es el Siervo de Dios, que carga con el pecado de los hombres. En el centro de la celebración aparece en este día la Cruz de Cristo. Ella atrae todas nuestras miradas, a ella se dirigen, sobre todo, nuestros corazones. Queremos dejar que se cumplan en nosotros las palabras de Jesús: «Cuando Yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia Mí» (Jn. 12, 32). Pocas horas antes de morir, Jesús ha declarado el amor que siente por sus discípulos: «Nadie tiene más amor que el que da la vida por los amigos» (Jn. 15, 13). Y es un amor fiel hasta el final, «hasta el extremo» (Jn. 13, 1b). Toda la vida de Jesús es vida de amor, expresión del amor con que El mismo se sabe y siente amado por el Padre. Es un amor universal, que se expresa de una forma especialmente delicada en su predilección por los pobres, los pecadores, los pequeños (Mt. 11, 25-30; 18, 2-6.10.12-14; Lc. 14, 7-14; Lc. 16, 19-31; 19, 1-10; 21, 1-4). Jesús se había definido a sí mismo como «el Buen Pastor que da la vida por las ovejas» (Jn. 10, 11). Y cuando llega el último definitivo momento, en el que una persona se juega y decide toda su vida, Jesús es capaz de llevar sus palabras hasta la Cruz. En el momento supremo, Jesús no abandona a los suyos, sino que 10 encara la realidad en fidelidad a su proyecto, a la trayectoria que ha guiado toda su vida (Jn. 12, 27) . Su Cuerpo será realmente entregado y su Sangre será realmente derramada «por ustedes y por todos los hombres» (Mc. 14, 22-25; Mt. 26, 26-29; Lc. 22, 15-20; 1Co. 11, 23-25). Sus palabras de la tarde anterior quedarán afirmadas por su aceptación de la Cruz. En su Muerte no excluirá a nadie. Su amor acogerá también a los enemigos, como El exigía a los que aceptaban seguirlo: «Padre, perdónales…» (Lc. 23, 34).
5.3.2.2. Resumen y plenitud de la vida de Jesús: Jn. 19, 30 En realidad, Jesús muere el día en que empieza a vivir, el día en que decide compartir la condición humana. Jesús se atrevió a presentar, a revelar a un Dios de rostro muy humano, sensible y cercano a los sencillos y al sufrimiento humano. Es una imagen de Dios muy distinta a la del dios de los poderosos; es un Dios que se revela «a los sencillos» (Mt. 11, 25). Es el Dios Amor, el Padre misericordioso (Lc. 15, 11-32). En Jesús se cumple plena y espléndidamente la figura del «Siervo de Yahvé» que presenta Isaías (Is. 52, 10
cfr. MUÑOZ LEON Domingo, o.c., pp. 660-661.
13 - 53,12). Una figura desfigurada, que no parecía hombre, despreciada, llevado a la muerte en un juicio vil, sin defensa, sin justicia. Se lo acusa de blasfemo (cfr. Mt. 9, 3; Mc. 14, 64), herido de Dios y humillado; su mensaje religioso parece haber fracasado. Pero, su Muerte es salvación para todos, su Sangre será eficaz y su aparente fracaso será asumido por el Padre que lo glorificará: «…se oyó esta voz venida del cielo: Yo lo he glorificado y volveré a glorificarlo» (Jn. 12, 28b.; cfr. 17, 1.24).
5.3.2.3. ¿Cómo se puede festejar el dolor? Se hace importante abrir nuestro corazón al mensaje que nos viene de las Sagradas Escrituras. Ellas nos invitan, no a festejar el dolor, sino a festejar al amor. ¿Por qué murió Jesús? Una primera respuesta es ésta: Jesús murió porque no fue comprendido ni acogido, porque se encontró con corazones hostiles y pecadores. Pero hay una segunda respuesta más profunda y decisiva: Jesús murió porque no dejó de amar a los hombres, incluso cuando le preparaban la cruz y la muerte. Los textos bíblicos subrayan con fuerza la conciencia y la libertad con las que Jesús fue al encuentro de la muerte. El conoce y acepta la muerte y, de esta manera, hace suya la misteriosa figura del Siervo de Yahvé trazada por Isaías: «El cargó con nuestros sufrimientos, se echó encima nuestros dolores… Por sus llagas fuimos curados… Se entregó El mismo a la muerte y fue contado entre los impíos, mientras cargaba sobre sí el pecado de muchos e intercedía por los pecadores» (Is. 53,4-6). Debemos detenernos con atención y conmoción ante esta voluntaria aceptación del sufrimiento por parte de Jesús. Jesús no quiere el dolor, no inventa la cruz. Como todo hombre, El quiere la vida, quiere la alegría. Pero encuentra el mal, el sufrimiento, la muerte en el camino que El recorre junto con los hombres. El quiere eliminar el mal, pero nos sorprende el modo de eliminarlo. Dios elimina el mal no ignorándolo, dándole rodeos, suplantándolo, sino agrediéndolo y transformándolo desde dentro con la fuerza del amor. Estando junto con los hombres, aceptándolos y perdonándolos, aun cuando le preparen la cruz y la muerte, Jesús revela hasta qué punto impulsa el amor del Padre, al que El adhiere con obediencia filial: ni la cruz ni la muerte logran que Dios se canse de amar a los hombres, o se retire de ellos, o los abandone al propio destino. El dolor de la Cruz se convierte así en un modo clamoroso de gritar el amor: libera insospechadas y prodigiosas potencialidades humanas; se convierte en signo y ocasión de libertad, de valentía, de amorosa obediencia al Padre, de dedicación incondicional al hombre. La Resurrección no hará sino revelar la misteriosa y desbordante vitalidad que está oculta en la Cruz de Cristo. Pero todo esto es posible, porque se trata de la Cruz de Cristo y no de una cruz cualquiera. El cristiano, el discípulo de Cristo, recibe de su Maestro y Señor la misma misión: transformar la cruz del hombre en Cruz de Cristo. La cruz del hombre es ambigua, no tiene esperanza. La Cruz de Cristo es luminosa, tiene el nombre del amor, prepara en la esperanza la victoria de la vida y de la Resurrección. No celebramos el dolor, sino la alegría de esta donación de Cristo que hace la unidad de los hermanos. No es hoy un día de duelo y de tristeza. Es un día de profundidad, de recogimiento, de reflexión, de participación muy honda en el Cuerpo y en la Sangre de Jesús, pero no es un día de duelo. Esta es la hora para la cual Jesús había venido al mundo (Jn. 12, 27-28). Es la hora que El desea ardientemente; es un día de fiesta, de gloria y de alegría; pero de una alegría muy honda y muy austera, como tiene que ser siempre la alegría del cristiano: no la alegría de la superficialidad y del ruido, del bullicio o la dispersión, sino la alegría del perdón, la alegría del amor, la alegría de la reconciliación.
5.3.2.4. El Misterio de la Cruz: 1Co. 1, 18-31 Cuando acudimos a la Liturgia del Viernes Santo, vamos a pensar en Jesucristo, a adorarlo como el Señor y Redentor, a reconocerlo como el único Salvador misericordioso y universal. A encontrarnos con El en el Misterio salvador de su Cruz, «locura para los que se pierden, pero, para los que está en vías de salvación, 11. para nosotros, poder de Dios» (1Co. 1, 18) La cruz es pareja para todos: todos la llevamos (limitación humana, problemas, preocupaciones), todos la sufrimos (enfermedades, sufrimientos, angustias), todos la cargamos (pobreza, situaciones tensas, injusticias). La Cruz es señal del cristiano (Mt. 16, 24-25). Es un gesto de Dios, un gesto comprometedor. Es camino de 11
cfr. Irene FOULKEZ, o.c., p. 830.
madurez (Lc. 24, 25): pide disciplina, exige renuncia, fomenta la rectitud. Es el camino elegido para salvar, el camino seguro para vencer e iluminado para transformar. En Cristo, la Cruz es signo de fidelidad: se funda en el amor, se vive en el interior y se expresa en el obrar. Cristo la aceptó y por eso su adhesión fue perfecta, su respuesta plena y su entrega total. El convirtió la Cruz en expresión de amor, porque la Cruz de Cristo unifica, cohesiona y anima. Esta Cruz de Cristo comunica confianza, contagia serenidad y contiene felicidad: «Alégrense y regocíjense, porque será grande su recompensa en los cielos, pues así persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes» (Mt. 5, 12). En el Calvario tres cruces permanecen en pie, pero sólo una es redentora. Tres cruces que nos enseñan a vivir, tres cruces que nos abren tres caminos. La cruz del mal ladrón nos habla de dureza, tensión, desesperación, resentimiento. La cruz del buen ladrón nos habla de una merecida aceptación, humilde y sincera, de la propia realidad y de la propia responsabilidad («lo nuestro es justo..»: Lc.23, 41). La Cruz de Cristo nos enseña, con un lenguaje muy nuestro, ¡qué es el Amor! En la Cruz Cristo sella su nobleza, se muestra sereno, dominando la situación, y promete vida: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc. 23, 43). En la Cruz Cristo resalta el triunfo del Amor. Hemos mirado tres cruces, hemos descubierto las tres actitudes, hemos llegado al momento de decidir. La Cruz de Cristo ha irradiado una luz penetrante, ha enseñado el único modo de vencer, ha abierto el camino seguro de la verdadera liberación, salvación integral de la persona humana y del mundo: «A El deben ustedes su existencia cristiana, ya que Cristo fue hecho para nosotros sabiduría que procede de Dios, salvación, santificación y redención» (1Co. 1, 30). La muerte en la Cruz es la máxima expresión del amor de Dios al hombre y del desamor del hombre a Dios. Es en la Muerte de Cristo donde se revela la tragedia del misterio del pecado y la grandeza del misterio de la piedad. Por eso, para el creyente, ha comenzado una realidad nueva y eterna, que él mismo tiene que asumir y amar constantemente. Jesús vive su Muerte como entrega de su ser, no reteniendo nada para sí y haciéndose todo para los demás. Esta actitud, que aparentemente muestra un fracaso, en realidad representa la verdadera realización del ser: la Resurrección nos hace plenamente humanos, explicitando todo lo que Dios colocó de divino en nuestra realidad. No entendemos humanamente el misterio de la Cruz. El Señor pudo elegir un camino más fácil para nosotros, los hombres, que tenemos que seguir después su ruta; pudo haber elegido un camino más de acuerdo con nuestra debilidad. Sin embargo, ha querido el camino extremo de la Cruz. Y en la Cruz se nos da, se nos entrega. Esta Cruz es la glorificación del Padre (Jn. 13, 31-32; 17, 1.4.5). En ella Cristo muere para hacernos hermanos.
5.3.2.4. Valentía de mirar con fe al Crucificado: 1Co. 1, 16ss. La muerte de cruz tiene un lenguaje preciso y tenía un lenguaje muy claro para los judíos y para los paganos de aquel tiempo, y, por tanto, también para los primeros creyentes provenientes de ese ambiente. Para los judíos, ese modo de morir sobre la cruz era la demostración clarísima de una muerte maldecida por Dios, de un hombre abandonado de Dios y de los hombres. Por lo demás, el modo dramático con el que el Evangelio de Mateo presenta la muerte del Crucificado parece no querer quitar nada a esa soledad y a ese abandono. Más aún parece que añade algo más. En efecto, la sola palabra de Jesús que se transmite es la del comienzo del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt. 27, 46). Es el grito de un salmo de oración confiada, es palabra de lamentación sin rebelión, pero, sin embargo, palabra que da el sentido de la tremenda experiencia de distancia del Padre, que supone para Jesús su estar entre los pecadores y su morir en cruz. Este es el eco que una muerte semejante tenía en el corazón de los judíos. Para los paganos y los judíos, la cruz era la medida de la necedad, de incomprender la pretensión de Cristo de ser el Mesías, de ser hombre de Dios. Las cualidades del Crucificado no pueden, a los ojos de los paganos y de los judíos, ser de ningún modo las cualidades de Dios. El Crucificado no tiene nada de la fuerza, poder y superioridad que parecen características de la divinidad: demuestra, más bien, inferioridad, debilidad. No se ve en el Crucificado ni a un Dios ni a un héroe, y su estilo de muerte ni siquiera se puede comparar con el de un sabio, como Sócrates, que muere en la calma y en la nobleza de su decisión. Aquí hay sobresaltos dramáticos, sangre, oscuridad, crueldad. La muerte de cristo en la Cruz aparece mucho menos divina, en cuanto se tiene una idea sublime de lo divino: Dios como alguien incapaz de participar en el mundo, incapaz de tener misericordia con los que están por debajo de El. En la cruz, pues, entran en crisis los valores según los cuales se concibe tanto lo divino como lo humano. Crisis que desaparece solamente cuando, a la luz de la Resurrección de Cristo, tenemos la valentía de mirar
con la fe al Crucificado Jesús de Nazaret y de ver que, precisamente allí, en esa cruz, El es para nosotros poder y sabiduría de Dios, «justicia, santificación y redención» (1Co. 1, 30). En la cruz y desde la cruz Jesús revela al Padre. En una mirada de contemplación y de adoración, podemos comprender que la entrega de Cristo a la cruz, la entrega al Padre y a los hombres y el ser entregado al Padre por nosotros, hacen resplandecer en Jesús una perfecta actitud de obediencia, de oferta y de amor. La obediencia de Jesús, Hijo del Padre hasta la muerte, es la revelación coherente de su modo filial de referirse al Padre. El, que desde siempre es la Palabra, no puede vivir sino en el estilo de la Palabra acogida en obediencia.
5.3.2.5. La Cruz, escuela de humanismo El acontecimiento doloroso de Jesús espera mucho más que nuestra sola compasión, nuestra participación humana. La Cruz se convierte en escuela de vida: nosotros también debemos recorrer el «Via Crucis» con El, si queremos ser plenamente hombres, si queremos la vida y la salvación. Sin embargo, ante este tremendo misterio de la cruz nos preguntamos: ¿Pero es realmente así? ¿El «Via Crucis» nos hace ser verdaderamente seres humanos? A simple vista nos parece imposible que la cruz sea escuela de humanismo, pues en ella el hombre aparece humillado y aplastado; sin embargo, el auténtico humanismo, es decir, el verdadero amor por el hombre, se prueba precisamente en la cruz, pues «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn. 15, 13). Por lo tanto, oremos así: «Señor, enséñanos desde tu Cruz, en tu Cruz, a conocer quién es Dios. Enséñanos a conocer quién es el hombre, enséñanos a conocer quiénes somos nosotros». Y meditando en silencio, reflexionando sobre el misterio de la Cruz, nos damos cuenta de que, en la Pasión y en la Muerte, Jesús ama al hombre tal como es, ama al hombre con su pecado, con su separación de Dios, con su tragedia; Jesús ama al hombre con su realismo más áspero, más duro de aceptar. Y de este hombre, tan realísticamente amado, Jesús no se separa, no huye, sino que por medio de un amor sin límites trata de despertar en él, en nosotros, las más hermosa energías de arrepentimiento, de conversión, de fe renovada. El humanismo de la cruz, entendido con este realismo y con esta fidelidad, desenmascara ciertos humanismos que, infortunadamente, más de una vez son sólo ideología y hasta fuga ante la realidad del hombre. ¡Cuán a menudo no tenemos la valentía de mirar al hombre real! Tratamos siempre de inventarnos uno que no existe, sino en nuestra fantasía, en nuestro deseo y hasta en nuestra repugnancia para comprometernos hasta el fondo. Cuando una situación humana nos pide una total renuncia a nosotros mismos, nosotros, todos nosotros, instintivamente tratamos de esquivar, o simplemente emprendemos el camino de la fuga; nos vamos en compañía de los apóstoles, que también huyeron ante el realismo de la Pasión de Jesús. La muerte de Jesús sobre la cruz, mientras nos proclama que Dios nos ama hasta el fondo, mientras nos asegura que esta capacidad de amar se nos da a cada uno de nosotros, nos invita a revisar con valentía y con lealtad los criterios que inspiran nuestras relaciones con los demás, nuestra dedicación al hombre y nuestro servicio a los hermanos. A muchos niveles y sobre muchos planos es como debemos tratar de desenmascarar las formas de fuga que caracterizan nuestro pretendido humanismo. ¡Cuántas veces a nivel de la familia nos dejamos llevar por la búsqueda de la gratificación, del provecho de nosotros mismos, y no aceptamos a las personas que nos están cerca, así como son, en su realidad; las quisiéramos siempre distintas y nos encolerizamos! ¡Cuántas veces aún en la amistad, no vamos más allá de una cierta camaradería! ¡Cuántas veces en el ámbito profesional nos dejamos arrastrar solamente por el interés y no tratamos de prestar un servicio hasta el fondo, servicio que nos exige salir de nosotros mismos, tomar parte de algún modo en la cruz y participar de su fuerza reveladora! ¡Y cuántas veces ante problemas de sufrimiento y de enfermedad de otros y nuestra, tratamos de cerrar los ojos en vez de mirar de frente la realidad, de mirarla manteniéndonos unidos a la cruz del Señor! ¡Cuántas veces ante los problemas de los marginados, nos lavamos las manos como Pilato, nos alejamos, porque nos parece que no nos atañen! ¡Cuántas veces ante peticiones que nos hacen nuestros hermanos, manifestamos molestia, irritación, rechazo! Estas son tantas realidades sencillas de nuestra vida cotidiana en las que Jesús desde la cruz nos pide llevar a cabo una profunda conversión, ponernos realmente de rodillas ante la cruz para captar el realismo y la fidelidad que cambian la vida.
5.3.3. Las siete palabras
Introducción: Las Sagradas Escrituras nos traen muy pocos datos sobre Jesús en la cruz pero los datos que tenemos son bastante claros y fuertes para nuestra vida cristiana. Frente al Cristo crucificado no podemos quedarnos indiferentes... desde la cruz, el Dios hecho Hombre y sacrificado sigue llamándonos al encuentro con el Padre... y este encuentro es en el amor. Sin importar si nosotros también estamos crucificados, somos los soldados, las mujeres o simples espectadores del drama de la cruz, él nos abre los brazos para mostrarnos cuán grande es el amor de Dios y el odio de los hombres. En este marco de dolor y marginación, Jesús pronuncia desde la cruz sus siete palabras, palabras que nacen del corazón mismo de Dios y del corazón mismo del hombre, corazón que herido pero compasivo, no quiere irse sin dejar su último testamento hasta que vuelva. Son siete palabras para siempre. Las palabras de Jesús son nuevas porque las pronuncia a cada corazón y a cada hombre en el hoy de la historia. Las Palabras sobre las que vamos a reflexionar son nuevas, muy nuevas podríamos decir, porque Jesús las pronuncia a cada instante. Y no envejecen, porque las pronuncia a cada corazón y a cada hombre en el hoy de la historia. Son palabras para siempre. Sí, estas palabras históricas pronunciadas desde la cruz son palabras eternamente nuevas, y hacen a quienes las acogen y las viven hombres y mujeres también nuevos.
5.3.3.1. Primera Palabra: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc. 23,34). Constituye esta palabra la postura cúlmen de la doctrina evangélica sobre el amor; y pronto fue practicada por los cristianos, como en el caso de Esteban (Act 7,60). Es coherente con la doctrina de Cristo sobre el amor a los enemigos (Mt 5,44), con la oración del Padrenuestro (Mt 6,9-13) y con su propia conducta durante la pasión (Mt 22,48.51). Por esta suplica de Dios a Dios, nuestros pecados fueron perdonados. ¡Qué diferente, qué nuevas se nos hacen, por contraste, las palabras de Jesús en el momento supremo de la cruz! Jesús nada sabe de venganza, no siente que ha perdido su dignidad filial, no pide ni promete castigos ni maldiciones. "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Padre, perdona a todos: a los ladrones, a las autoridades judías, al gentío, a los transeúntes, a los soldados, a mis discípulos; perdona a todos: a los corruptos, a las prostitutas, a los hipócritas, a los violentos, a los que construyen las armas y a los que hacen las guerras, a los genocidas y a los abortistas, a los que pecan de oculto y a los que lo hacen en público, a los criminales de profesión y a los que lo son sin que lo aparenten... En la Biblia, con mucha frecuencia escuchamos al pueblo de Dios, Israel, pidiendo venganza contra sus enemigos (Sal. 35; 59,11ss; 109,6-20; etc.) Los israelitas pensaban que Dios manifestaba su justicia destruyendo a los adversarios del pueblo. Jesús, el hijo del carpintero, enseña otro camino: La justicia de Dios se manifiesta en su misericordia. La Salvación se ofrece a través del perdón. Jesús perdona al pecador (Jn 8,lss), al explotador (Lc 19,1ss), al enemigo (Mt 5,43ss). y en la cruz, experimentando el sufrimiento y la humillación de una muerte injusta, intercede ante Dios por sus verdugos. Realiza en su muerte lo que enseñó en su vida. Esta es la actitud que debe caracterizar a los cristianos en Colombia: reconocer que los violentos aunque estén asesinando, secuestrando, torturando, explotando y masacrando al pueblo, son nuestros hermanos y debemos amarlos. Nuestra lucha es la de Jesús, que "no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (Ez. 18,23). y las armas de nuestro combate no son el fusil y la violencia, sino la verdad, la justicia, la Palabra de Dios, la defensa de los débiles, el trabajo por la Paz. (Ef.6,14ss; Mt 5,3ss). El primer mundo fue transformado por Adán en un mundo de dolor, violencia y tristeza. Abel-Caín es el modelo del antiguo mundo de rivalidades, envidias y discordias, de agresividad y de violencia, porque no hay fraternidad. Es la experiencia de perdón la que caracteriza y refleja la autenticidad de un nuevo mundo creado por Dios en el Misterio Redentor de Jesucristo. Es la experiencia de saberse aceptado, entendido y acogido lo que distingue al discípulo de Jesús que se deja salvar por El, como contrapunto a la experiencia de Adán que, fracasado por no estar a la altura de la exigencia moral encomendada para preservar la vida en el Edén, fue expulsado, rechazado y condenado.
El perdón es la primera experiencia y la primera tarea que debe disfrutar y extender a los demás quien acepta ser discípulo de Jesús. Porque es el perdón, como expresión máxima de amor, la más fuerte necesidad humana cuando uno, como ser humano, descubre su inconsistencia y debilidad radical y se ve expuesto a la intemperie de una vida dura y de un mundo hostil. Oremos: Señor, hazme un instrumento de tu paz: Donde haya odio, ponga yo amor; Donde haya ofensa, ponga yo perdón; Donde haya discordia, ponga yo armonía; Donde haya error, ponga yo verdad; Donde haya duda, ponga yo la fe; Donde haya desesperación, ponga yo esperanza; Donde haya tinieblas, ponga yo alegría; Que no me empeñe tanto En ser consolado, como en consolar; En ser comprendido, como comprender, En ser amado, como en amar; Porque dando se recibe; Olvidando se encuentra; Perdonando, se es perdonado; y muriendo se resucita a la vida. (San Francisco de Asís)
5.3.3.2. Segunda Palabra: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 42-43). Es la respuesta de Cristo a la súplica del ladrón arrepentido. Jesús le promete la bienaventuranza eterna. No es cualquiera quien pronuncia como «segunda palabra» esta promesa; es el mismo «Camino» hacia el paraíso y la «Puerta» a la vida nueva. Con autoridad puede darnos este mensaje de esperanza. Hasta el último momento Jesús se preocupa por aquellos excluidos y marginados de la sociedad. Jesús ofrece su perdón, pero espera que el hombre reconozca su pecado y se convierta. El fue crucificado, en el Calvario, en medio de dos malhechores (Is. 53,12). Si Jesús fue condenado injustamente, aquellos compañeros suyos, de acuerdo con la Ley, sí eran merecedores del castigo. El primer malhechor, contemplando a Jesús crucificado y compartiendo con El su misma suerte, no transformó su. corazón. No le importaba ni su propia culpa ni la inocencia de Jesús. Dominado por un profundo egoísmo, tan solo estaba interesado en liberarse del castigo. Invocó a Jesús como Mesías, compartiendo la burla de verdugos y transeúntes (Lc. 23,35.36.39). Pero su egoísmo no recibió de Jesús respuesta alguna. Su sufrimiento quedó sin esperanza. El otro malhechor tuvo una actitud bien diferente. Comprendió la inocencia de Jesús y reconoció su propio pecado. Siendo culpable se hizo solidario con su compañero inocente. La súplica de este malhechor arrepentido sí obtuvo respuesta de Jesús (cf. Ez. 18,21-32). Sus sufrimientos se vieron revestidos de esperanza. María, testigo de este gesto de nobleza de su Hijo, tuvo que experimentar en medio del dolor un dulce gozo al ver que aquel condenado encontraba en su Hijo las llaves de la Vida. Ojalá seamos nosotros y nuestras comunidades los destinatarios de este mensaje esperanzador del Maestro, porque para la conversión, para volver la vista hacia Dios... nunca es tarde. Oremos: Oh Padre Santo y fiel que nos miras con bondad nos perdonas con misericordia y nos ayudas con amor: Abre tu corazón paternal a nuestra oración. Tu que acoges con alegría al pecador que a ti regresa, reanima nuestra confianza en tu misericordia infinita y refuerza nuestra esperanza,
en tu bondad y generosidad, para que podamos testimoniar con la vida, La grandeza de tu amor para con nosotros. Amén.
5.3.3. Tercera Palabra: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», y al discípulo: «ahí tienes a tu madre» (Jn. 19, 26-27). Una primera interpretación ve este pasaje en sentido ético o social: Cristo entregó el cuidado de su madre al discípulo amado, cumpliendo un elemental deber filial. Pero san Juan está aquí como el representante de todos los que por la gracia habrían de ser hermanos de Cristo. El sentir cristiano ve expresada en la frase la maternidad espiritual de María. El magisterio de la Iglesia, sobre todo desde León XIII, es constante en este sentido. El verdadero «discípulo amado» es el que «recibe a María en su casa», es decir, el que reconoce que Ella tiene un papel y un significado en el plan salvador de Dios. No se trata de una escena familiar propiamente. El evangelista describe el nacimiento de una nueva relación de y con María, cuyo origen está en la relación de todo discípulo con Jesús. No se trata de una responsabilidad humana, la de cuidar a María en su ancianidad, sino de una riqueza o de un don que el discípulo amado recibe entre sus tesoros espirituales: el acoger a María entre sus propios bienes, como un valor espiritual y real, que le cambia su fisonomía. María es aquí constituída Madre de la Iglesia por Jesús y ella como tal es recibida por los cristianos en la persona del discípulo amado El discípulo amado ya soportó la cruz, vio a su maestro y amigo sufriendo y muriendo, por eso Jesús lo recompensó tan pronto... le encomienda a María; pero ¿que significa esto? Jesús no quiere dentro de su familia ningún excluido, y María, sin ningún varón cerca que daría fuera de la sociedad... ¿volvemos al mismo tema que antes? ¿los excluidos? Y es que la misión de Jesús se dirigía a ellos con especial predilección (Cf. Lc. 4, 16-19) El "hermano de todos" no quiere que nadie quede fuera del Reino y de la liberación definitiva. El discípulo amado, representa a la Iglesia que día tras día vamos engendrando mediante la palabra y el sacramento. De modo que la Iglesia es madre como María e hijo como el discípulo amado. Cristo en la cruz regala a la Iglesia, simbolizada en María, un atributo de Dios: el ser padre, el ser madre de los creyentes, de la humanidad. Hoy la Iglesia, desde su cruz y desde nuestra cruz, nos da a María, como madre y maestra de vida, como compañera de camino, como modelo de generosidad y de entrega, como símbolo de la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad de la Iglesia. María simboliza y promueve la unidad porque todos los cristianos somos sus hijos; simboliza y promueve la santidad, con su amor y su ternura hacia su Hijo y hacia la voluntad del Padre; simboliza y promueve la catolicidad, porque es la nueva Eva, la madre de la nueva humanidad, a la que todos los hombres y mujeres estamos llamados; simboliza y promueve la apostolicidad, con su presencia y su solicitud por los apóstoles como en el cenáculo en los días de Pentecostés. María es Iglesia. María hace Iglesia, engendra la Iglesia. María es el modelo del israelita fiel, de los pobres de Yahvé que esperan la salvación de Dios, se ofrecen a sí mismos como siervos de Dios, que meditan en su corazón, día y noche, la Palabra del Señor (Lc. 2,19.51; cf. Salmo 1,2); viven al servicio de Dios (Lc. 1,38) y de su pueblo (Jn. 2,1-5), y que, confiando en la misericordia divina (Lc. 1,50), esperan de Dios la salvación (Lc. 1,54-55). Juan, el discípulo amado, es el modelo de todo cristiano que comparte su vida con Jesús (Juan 13,23) y entra en intimidad Con El (13,25); lo sigue (18,15) y acompaña hasta el final; constante hasta la misma cruz (19,2555). Se preocupa por sus hermanos (Jn 18,16) y les cede el primer puesto (20,3ss). Testigo de su presencia viva (20,8), lo reconoce y lo anuncia a sus hermanos, proclamándolo como Señor (21,7). Jesús, crucificado, le hace ver a su Madre que un discípulo así, como Juan, es fruto de sus entrañas. María, la humilde sierva del Señor (Prov. 31,10ss) puede seguir engendrando en la Iglesia muchos hermanos de Jesús que sean como el discípulo amado. Jesús, crucificado, hace ver también a sus discípulos que deben acoger a María, la fiel servidora, la llena de Gracia, como Madre de la comunidad, pues solo con Ella en casa podrá convertirse la comunidad en verdadera familia de Dios (Mc. 3 33s: «los que hacen la Voluntad de mi Padre, ésos son mi hermano, mi hermana y mi Madre») . Oremos: Virgen de la fe profunda y de la reconciliación, muéstranos al Padre cada día y a Cristo que vive en los hermanos. Ayúdanos a vivir sencillamente la fecundidad de las Bienaventuranzas: que seamos pobres y misericordiosos, limpios de corazón y serenos en la Cruz;
hambrientos de justicia y hacedores de la paz. Madre de la esperanza, reafirma nuestro corazón para gritar al mundo: .. , ¡Dios es Nuestro Padre y todos somos hermanos! María, reina de la Paz, capacítanos en tu amor, para enseñar a los hombres descreídos y amargados, que solo confían en la tentación de la armas y de Ia violencia, Haz que nos convezamos que la paz es posible todavía, porque es posible el amor. Amén.
5.3.3.4. Cuarta Palabra: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt. 27, 46; Mc, 15, 34). Es una oración tomada del salmo 22, que probablemente recitó completo y en arameo (Eli Eli lama sabachthani), lo cual explica la confusión de los presentes que creyeron ver en esta súplica una llamada de auxilio a Elías. Esta «cuarta palabra» pronunciada por el Dios crucificado es, más que un reproche hacia Dios, la oración del justo que sufre y espera en Dios; Jesús, en lugar de desesperar y olvidarse de Dios, clama al Padre pues confía en que él lo escucha, pero Dios no responde, porque ha identificado a su hijo con el pecado por amor a nosotros, y éste debe morir, Jesús, colgado en la cruz, es rechazado ahora por el cielo y por la tierra, porque el pecado no tiene lugar. Cuantas veces en nuestras vidas hemos sentido el abandono de Dios. ¿Por qué a mi? ¿Por qué ahora? ¿Qué hice Señor? Preguntas y preguntas como la de Cristo que encuentran como respuesta el silencio de Dios. Por lo general, es la mejor respuesta que nos puede dar, pero no lo entenderemos hasta que sepamos que del silencio brota la resurrección. Muchas veces, nosotros alzamos nuestra voz al cielo para preguntare a Dios: ¿Por qué hay tanto sufrimiento en el mundo?, ¿porqué tanta maldad entre los hombres? Otras veces, cuando experimentamos un sufrimiento prolongado preguntamos: ¿Hasta cuándo tendré que soportar estos dolores?, ¿será que la situación de mi familia no tiene arreglo?, ¿seguirá reinando por siempre la violencia en mi pueblo? Suplicamos a Dios que mejore nuestra situación, y a veces nos parece que El no nos escucha. Nos sentimos abandonados por El. Esta misma experiencia de abandono la ha sentido el pueblo de Dios desde hace muchos siglos. En la Biblia encontramos continuamente gritos y lamentos pidiéndole a Dios que despierte; que vea el sufrimiento de su pueblo y escuche su clamor (Salmo 10,1; 43,245; 73,10; 12,13; Job 13,24; 21,7; Lam. 2,20; 3,34; 5,20; Hab.1,2; 1,13; Jer.12,1.4; etc.). Jesús, aunque es el Hijo Eterno de Dios, al compartir su vida con nosotros también experimentó este abandono. Se sintió condenado por los hombres y desprotegido de Dios (cf. Salmo 22). Con su grito angustioso al Padre nos invita a que nosotros también, sin temor, pongamos nuestras quejas, preguntas y temores delante de Dios. Necesitamos tener la Valentía de mirar con fe al Crucificado (cfr.1Co. 1, 16ss). La muerte de cruz tiene un lenguaje preciso y tenía un lenguaje muy claro para los judíos y para los paganos de aquel tiempo, y, por tanto, también para los primeros creyentes provenientes de ese ambiente. Para los judíos, ese modo de morir sobre la cruz era la demostración clarísima de una muerte maldecida por Dios, de un hombre abandonado de Dios y de los hombres. La obediencia de Jesús, Hijo del Padre hasta la muerte, es la revelación coherente de su modo filial de referirse al Padre. El, que desde siempre es la Palabra, no puede vivir sino en el estilo de la Palabra acogida en obediencia. Nosotros sabemos que, aunque Jesús se sintiera abandonado por el Padre, este estaba con El, muy cerca, llenando de sentido su dolor. Y no solo estaba el Padre, también la madre, María estaba allí, presente, solidaria, contemplando y compartiendo con amor materno la debilidad de su Hijo, su soledad, y su dolor. Oremos: Como E! niño que no sabe dormirse sin acogerse a la mano de su madre, así mi corazón viene a Tí, Padre, a ponerse en tus manos, al caer la tarde. Como el niño que sabe que alguien vela su sueño de inocencia y esperanza, así descansará mi alma segura, Sabiendo que eres Tú quien nos aguarda, Tú, endulzarás mí última amargura, Tú. aliviarás el último cansancio, Tú, cuidarás los sueños de la noche.
Tú, borrarás las huellas de mi llanto, Tú, nos darás mañana nuevamente la antorcha de la luz y la alegría; Y, por las obras que te traigo muertas, Tú me darás una mañana viva. Amén.
5.3.3.5. Quinta Palabra: «Tengo sed» (Jn. 19, 28). Es la expresión de un ansia de Cristo en la cruz. Se trata, en primer término, de la sed fisiológica, uno de los mayores tormentos de los crucificados. La palabra está tomada de los salmos 68, 22 y 21,16. Se interpreta en sentido alegórico: la sed espiritual de Cristo de consumar la redención para la salvación de todos. Cuadra con la estructura del cuarto evangelio, y nos evoca la sed espiritual que Cristo experimentó junto al pozo en el encuentro con la Samaritana (Jn. 4, 7). Esta «quinta palabra» es lo más corto, breve, que Jesús gritó desde la cruz, pero una de las cosas más humanas y más profundas. La sed es algo profundamente humano y natural, tan necesario para conservar la vida tanto casi como la misma existencia de Dios que nos conserva; pero la sed de Cristo es mucho más profunda: no puede ser calmada sólo con agua; es la sed de que todos sus hermanos puedan tener agua y comida suficiente... es la sed de los pobres de ayer, de hoy y de siempre. «Dichosos los que tienen hambre y sed de hacer la Voluntad de Dios» (Mt. 5, 6). La Cruz nos invita a tener sed, pero la sed de Jesucristo (Jn. 19, 28b). Es decir, la búsqueda apasionada de la reconciliación y la paz. Hay que «buscar primero el Reino de Dios, porque todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt. 6, 33). Es buscar primero lo que hace vivir a todos los hombres y mujeres del mundo en justicia e igualdad, buscar primero el compartir para que lo que necesitamos adquiera un gusto nuevo: «Dios los saciará» (Mt. 5, 6) En nuestra sociedad opulenta, cada día tenemos más abundancia de cosas, pero, sin embargo, va creciendo la sensación del anonimato, el aislamiento, la soledad, el vacío de ternura y de cariño. Esto hace que experimentemos un malestar generalizado, pues, en el fondo, es el amor el que nos hace falta. Jesús hizo suyo el anhelo profundo de la existencia humana y por eso tuvo sed (Jn. 19, 28b). En un país donde vive una grandísima parte de seres humanos para quienes el sobrevivir es la máxima dificultad y la muerte su destino más seguro, necesitamos justicia. Pero no es suficiente; se necesita también esa forma más profunda que es el amor. Es decir, ¡necesitamos justicia con amor! Por eso, aun cuando el hombre tenga una seguridad social que cubra todas las necesidades, seguirá necesitando siempre ser atendido con amor. Ahora bien, se trata de un amor liberador, como el amor que surge de la Cruz de Jesucristo. La sed de Cristo en la Cruz es anhelo ardiente de esperanza, de mejores días, de recuperación del sentido de la vida. En Colombia -y en el mundo- vivimos la sensación de que las razones para vivir se han agotado. Esta situación pesimista de nuestra sociedad desesperada la podemos expresar a tres niveles: muerte de Dios (crisis de la apertura al Trascendente), muerte del hombre (crisis de los humanismos, desprecio casi absoluto de la vida), muerte del mundo (crisis ecológica). Jesús es la Fuente de la Vida; de El brotan corrientes de Agua Viva; ha invitado a todo aquel que tenga sed a que se acerque a El y beba (Jn 7,37s) para que nunca más sienta sed (4,135). Pero ahora, exhausto en la cruz, expresa su ansiedad: Tiene sed de apurar la copa que le ha dado a beber Su Padre (Jn 18,11); tiene sed de volver donde Aquel que lo envió al mundo (16,28); sed de volver a ver el rostro del Dios Vivo (Salmo 42,3; 43,2) ; sed de ver culminada su obra: El ha venido para que tengamos Vida, y la tengamos en abundancia (Jn,10,10). Pero, para calmar su sed, ha tenido que beber un trago amargo: hiel y vinagre. Sufrimiento y humillación, desprecio y abandono, agonía y muerte. Jesús sabe que su sed será calmada, que después de su retorno al Padre, se enjugarán las lágrimas de los ojos de los hombres, y entre ellos habrá un cielo nuevo y una nueva tierra donde habite la justicia (ls.65,17). María también sabe por experiencia que la sed será calmada y que al final de los tiempos todos podremos beber del mejor vino. Oremos: El Señor ES mi Pastor, nada me falta: En verdes praderas me hace recostar, me conduce hada fuentes tranquilas Y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan, preparas una mesa ante mí enfrente de mis enemigos.
Me unges la cabeza con perfume, y mí copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, Y habitare en la casa del Señor, por años sin término. Amén.
5.3.3.6. Sexta Palabra: «Todo está cumplido» (Jn. 19,30). Esta palabra es la proclamación en boca de Cristo del cumplimiento perfecto de la Sagrada Escritura en su persona. Esta palabra pone de manifiesto que Jesús era consciente de que había cumplido hasta el último detalle su misión redentora. Es el broche de oro que corona el programa de su vida: cumplir la Escritura haciendo siempre la voluntad del Padre (Mt. 5,17 ss.; 7, 24 ss.; Lc. 22, 42; Jn. 4, 34). Jesús finaliza su misión entre nosotros... nos ha dado su mensaje, y algunos, aunque sin entenderlo mucho, han hecho caso al llamado y se han empapado del mensaje del Reino y de la misericordia del Padre... ahora nos toca a nosotros, somos los portadores de un mensaje que no es nuestro, el mensaje de que «todo se ha cumplido» y la redención fue consumada por Cristo desde la Cruz y la resurrección. Jesús es el Mesías que Israel esperaba; es el Pastor que vino a cuidar de su rebaño (Zac.34,11ss); el Hijo de David que vino a instaurar la justicia, y el reinado de la paz (15.11,1-9; Sal.72). Es el Consolador de Israel que enjugará las lágrimas de todos los rostros (15.25,8; 51,12); el Siervo Sufriente que hará llegar la salvación a todas las naciones (15 49,6; Sal.22,30). El Redentor que libra a Israel de todos sus delitos (Sal.130,8). Desde la cruz, y próxima su muerte, puede expresar confiado que la Obra que le encomendó su Padre (Jn 4,34; 17,4) ya la ha culminado: Ya reveló el Rostro de Dios ante los hombres y mujeres del mundo; ya anunció el Evangelio a los pobres; ya dió testimonio de la Verdad. Dió vista a los ciegos, libertad a los cautivos; curó a los enfermos, perdonó a los pecadores convertidos; dió la Nueva Ley para su pueblo; comunicó la misericordia divina a nacionales y extranjeros; exaltó a los humildes y desautorizó a los soberbios. Instituyó la comunidad de sus discípulos, les entregó su Palabra, y su Cuerpo y Sangre como alimento. Ahora está entregando su Vida como muestra de su Amor extremo. La actitud más destacada por Juan en la muerte de Jesús es la obediencia al Plan del Padre. Quiere cumplirlo en su totalidad. Una totalidad plena que recuerda la plenitud del amor que abre el pórtico de la Pasión: “amar hasta el extremo” y “dar la vida por los amigos” (Jn. 13, 1; 15, 13). Jesús se rinde plenamente a esta voluntad del Padre e inclina la cabeza. Entonces abre el último grado de su gloria salvadora, entonces es glorificado y nos merece el Espíritu Santo. Con la muerte de Jesús culmina El su obra y comienza la obra de sus discípulos: ellos han de evangelizar a todos los pueblos (Mt 28,19); promoverán la unidad, se harán servidores de los más pequeños, expulsarán el mal, se harán testigos de la Verdad y ofrecerán, con padecimientos, sus vidas por el Reino. Pescadores de hombres, tomarán sobre sus hombros la cruz que el mundo les imponga, hasta que al final de los tiempos se haya instaurado de una forma definitiva el Reino. Jesús no estuvo solo; desde su concepción hasta la cruz María permaneció a su lado. Ella dio su “si” al ángel, y su entrega fue definitiva e irrevocable. Ahora puede también con su Hijo exclamar “todo está consumado”. Y es ella misma la que se queda con la Iglesia acompañando para que la comunidad de los creyentes pueda consumar igualmente su misión. Oremos: Jesucristo, rostro del Padre Misericordioso, Tú que cumpliste con fidelidad la Misión Redentora, fortalécenos para cumplir la Misión que Tú mismo nos has encomendado. Que tengamos siempre la firmeza de la fe en las dificultades, el respeto en las palabras, la rectitud en las acciones, la misericordia en las obras, la moderación en las costumbres, el no hacer agravio a los demás, la tolerancia en las ofensas, la paz en la turbación, eI perdón ante la injuria. Amén.
5.3.3.7. Séptima Palabra: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc. 23, 46). Esta última palabra expresa la oblación de la propia vida, que Jesús pone a disposición del Padre. Evoca el salmo 30,6, en que el justo atormentado confía su vida al Dios bondadoso y fiel. En Cristo toda se había cumplido, sólo quedaba morir, lo que acepta con agrado y libremente (Jn. 10,18). Esteban, protomártir cristiano,
que imitó a Cristo en la primera palabra, lo hizo también en esta última, encomendando su espíritu en el Señor Jesús (Hch. 7,59). Esta «séptima palabra» del Emmanuel parece unir la encarnación con la pasión, parece repetir el «Sí» de María: «Hágase en mi según tu Palabra» (Cf. Lc. 1, 38) ¿Será porque en la Madre y en el Hijo hay un mismo sentimiento de entrega y confianza en Dios? Nosotros debemos intentar que cada día de nuestras vidas esté en las manos del Padre. Lamentablemente en nuestro tiempo esto parece volverse imposible, nuestra cultura no entiende que los tiempos de Dios no son los nuestros y a cada momento confía más en sus fuerzas que en las de Dios. Hoy parece que vivimos como si Dios no existiera, o por lo menos como si no tuviera influencia en nuestras vidas, hemos tomado solos las riendas de nuestras vidas y nos ha ido bastante mal pues no hemos puesto nuestro espíritu en las manos del Padre. Los enemigos de Jesús pensaron que con su muerte acabaría todo (cf. Sab. 2,12-20). Pero la vida de los justos está en manos de Dios (Sab. 3,1). Jesús sabe que tiene a Dios por Padre (Sb. 2,16), y que El creó a los seres humanos para la inmortalidad (Sb. 2,23). Encomienda su espíritu a Dios, porque sabe que El o rescatará de la muerte (Sal.31,6). Aunque en su inquietud decía «¿Por qué me has abandonado?», «estoy dejado de tus ojos» (S.31,23), sabe que Dios oía la voz de su plegaria cuando clamaba a El (31,23). María, la madre, se había hecho servidora incondicional del Padre y fue cubierta con el don del Espíritu. De allí nació Jesús. Ella lo ofreció al Padre el día que lo presentó en el Templo, y allí mismo, doce años después, escuchó de su Hijo la verdad sobre su vida: debía ocuparse de las cosas de su Padre. Ahora, débil e impotente, Jesús encomienda su Espíritu al Padre, y María, la madre, ofrece también al Padre el fruto bendito de su vientre. La confianza de Jesús en el Padre da firmeza a nuestra esperanza: Vale la pena entregar la vida entera por el Reino, aunque esto nos atraiga sufrimientos. Nuestra vida, y la vida de nuestro pueblo, está segura en las manos de Dios, que es nuestro Padre. Y para mantenernos firmes en esta esperanza contamos con el apoyo permanente de la madre. Oremos: Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras. Lo acepto todo con tal que tu voluntad se cumpla en mi y en todas tus criaturas. A ti acudo, oh Padre Misericordioso, pues tu solo enciendes de vida el corazón de los seres. Separarse de Ti es caer, volver a Ti es levantarse, Permanecer en Ti, tener vida eterna. Darle la espalda es morir, convertirse a Ti ES volver a vivir: Habitar en Ti ES vivir. Nadie te pierde sino engañado. Nadie te busca sino avisado. Nadie te halla sino purificado. Dejarte es morir. Seguirte es vivir. Verte es poseerte. La fe nos despierta para Ti. La esperanza nos levanta hacia Ti. La candadnos une contigo y tu Misericordia nos asegura la vida eterna. Conclusión: Siete palabras del Corazón de Cristo, siete palabras que nosotros estamos llamados a pronunciar desde nuestra aflicción y nuestra cruz, porque son el camino hacia la Vida Nueva... porque son el camino hacia la Pascua. Así sea.
5.4. SÁBADO SANTO 5.4.1. Escuchemos la Palabra Gn. 1, 31 - 2,1-2: «Y vió Dios que era muy bueno» La primera lectura nos recuerda que toda realidad humana, todo el mundo como habitación humana, es una buena obra de Dios. El cristianismo no condena aquello que es humano, ni mira con suspicacia la realidad del mundo. Porque es obra de Dios y El vio que «todo era muy bueno». Especialmente el ser humano, hecho por Dios «a imagen suya». La Pascua no es condenación de la realidad humana, no es un esperar otro mundo despreciando éste. Sino un redescubrir la voluntad de Dios -a menudo estropeada por el hombre- que quiere
vida para el hombre. El paso a la mayor vida que ofrece la Resurrección de Jesucristo no es negación de lo que llamamos lo «natural», sino valoración para ir más allá. «Vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno». Este relato elaborado en la época del exilio o más tarde (alrededor del año 500 a.C.), presenta a Dios actuando desde el «principio» a través de su Palabra. La creación es vista como una superación del caos: Dios pone orden, separa, distingue. Así hace posible la vida del ser humano (hombre y mujer) en un mundo destinado a él. En efecto, el ser humano es colocado como «dominador» del mundo. Notemos, no obstante, que este dominio debe consistir en hacer lo mismo que ha hecho Dios: separar, organizar, ordenar, y no destrozar la obra que Dios ha visto que era «muy buena». Ninguna realidad puede ser divinizada: todo es criatura de Dios. Astros y monstruos marinos, que algunos pueblos vecinos tenían como dioses, son presentados como criaturas. El único ser presentado como «imagen de Dios» es el ser humano, ¡hombre y mujer! A veces parece como si no hubiéramos leído ni la primera página de la Biblia.
Ex 14. 15 -15. 1: «Los israelitas en medio del mar a pie enjuto» El pueblo de Israel ha visto en la liberación de su esclavitud en Egipto una intervención de Dios a favor suyo. Los rasgos épicos de esta narración quieren subrayar este hecho. Más aún, para los israelitas, la liberación ha sido una nueva creación de Dios, que separa las aguas, ilumina las tinieblas, domina todo poder que se opone a sus designios. Todo se convierte en instrumento de Dios: Moisés, los elementos naturales, el ángel. Y todo actúa según la voluntad de Dios: es él quien obstina a los egipcios a perseguir a los israelitas; él hace que las dos formaciones no se acerquen; encalla los carros de los egipcios, siembra la confusión entre ellos y los precipita en el mar. La acción del Señor provoca la fe de los israelitas, que la expresan con el cántico que leemos en el Salmo, una de las piezas literarias más antiguas de la Biblia, que presenta a Dios como un guerrero poderoso que lucha a favor de su pueblo. Seguramente no captaríamos el mensaje de este relato si lo leyéramos como si se tratara de la narración del «video de los hechos». Más bien tendríamos que darnos cuenta que se trata de la lectura creyente de unos hechos que ayudaron muchísimo a Israel a tomar conciencia de ser un pueblo, un pueblo liberado por el Señor.
Is. 55, 1-13: Misterio del agua, Misterio de la Palabra El anuncio de un nuevo éxodo y la eficacia de la Palabra divina constituyen los temas más destacados de estos versículos. Leemos en ellos una invitación dirigida a los desterrados a fin de que reciban el alimento sólido de la enseñanza divina, en el que se contiene y les proporciona la vida plena (vv. 1-3). Por tal hecho serán objeto de la magnificencia salvadora de la casa de David (vv. 3b-5). De modo semejante, hay una llamada a la confianza, puesto que la palabra del Señor siempre es eficaz (vv. 6-11). Toda la naturaleza será testimonio de esta liberación (vv. 12-13). Se pone aquí muy de relieve el tema de la vida, y de dos maneras muy precisas: en primer lugar, la vida que se sustenta por medio de una alimentación substancial: se les ofrece a todos un agua substancial gratuitamente: «vengan todos los que tienen sed, aquí tienen agua.» Después, la vida que tiene su manantial en la alianza perpetua, ofrecida por el Señor. De esta forma es alimentado por Dios el bautizado en su vida de nueva criatura, e incluido para siempre en la Alianza. Esto conlleva una docilidad a la Palabra de Dios, docilidad que la mayoría de las veces es fe absoluta; porque los planes del Señor no son los nuestros. Por otra parte, la Palabra del Señor es poderosa y obra lo que quiere: «así será mi Palabra que sale de mi boca: no volverá a mi vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo». Sin duda alguna, un estricto comentario exegético no puede ver aquí una alusión a los sacramentos. Sin embargo, la tradición cristiana y la selección de la celebración litúrgica imponen este significado. El agua y la Palabra son sacramentos eficaces, y transforman al pecador en criatura nueva. Y se nos invita a encontrar al Señor mientras él se deja encontrar, a invocarle mientras está cerca, a abandonar nuestros caminos y volver al Señor. La Palabra convierte y el agua alimenta al que ha decidido seguir la Palabra. Entramos, pues, en relación vital con Dios y nos hacemos conscientes de que nuestra vida depende del agua que nos ofrece y de la Palabra eficaz que nos dirige. Los sedientos son, pues, los exiliados a quienes se les racionó no sólo la bebida, sino también la libertad, principalmente la religiosa. Las aguas son el símbolo de la vida que el Señor donará ya en el desierto y, aún más, en Jerusalén, donde la fuente que mana del templo se convertirá en río caudaloso. El grano nos da el pan
necesario y sugiere el pan indispensable de la Palabra de Dios (Am 8,11: «Vienen días, dice Yahvé, en que mandaré yo hambre sobre la tierra, no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Yahvé»). El vino y la leche son dos productos escogidos de la tierra prometida, citados figuradamente para designar la enseñanza divina. Todos estos bienes vivificantes son ofrecidos gratuitamente. Es el anuncio del banquete del Reino. Todo el ser del hombre, conscientemente o no, tiene hambre y sed de Dios. La respuesta de la fe es libre, pero no es indiferente. Significativamente, los verbos «escuchar» y «obedecer», en hebreo, se expresan mediante un idéntico término. Encerrarse ante la Palabra de Dios repliega al hombre sobre sí mismo. En el prólogo del Evangelio de Juan se enseña que la Palabra está en la esencia de Dios. Andando el tiempo, el Verbo pasa a ser el intermediario de la creación. Es una fuerza vivificante. En él el hombre se entiende a sí mismo y contempla su camino. «En él estaba la vida, y esa vida era la luz del hombre» (Jn 1,4).
Ez.36, 16-34: «Les daré un corazón nuevo» Uno de los textos más importantes de Ezequiel y con mayores resonancias en el NT es, sin duda, la sección del capítulo 36 que leemos hoy. El sentido es claro: el pueblo de Dios (la casa de Israel) ha estado desde siempre inclinada al mal, un mal que se sintetiza en los dos grandes crímenes (constantes en Ezequiel): adorar a dioses falsos y cometer injusticias, incluso derramando sangre. Dios los castiga con el exilio para purificarlos; pero incluso en el exilio han continuado haciendo el mal, «profanando» así el nombre de Dios (v. 20), es decir, dando ocasión a las demás naciones vecinas a que hablen mal de Dios, como si no hubiese podido o no hubiese querido librar a su pueblo del castigo. Por eso, para que los paganos no puedan blasfemar de su nombre, él mismo reunirá a su pueblo de todos los países, y realizará en él una gran purificación no externa ni ritual, sino interna y efectiva, y lo llenará de toda clase de bienes como fruto del cumplimiento de la alianza. Pero ha de quedar muy claro que todo es iniciativa de Dios. Para que los desterrados no puedan engañarse pensando que es por sus propios méritos, el oráculo les repite varias veces que no es por sus obras, sino, más bien, a pesar de sus pecados. Siendo perverso su camino, para purificarse tiene que haber una conversión y un arrepentimiento de los pecados pasados «malas acciones» (v. 31), «abominaciones» (v. 32). Pero Dios quiere hacer la transformación en profundidad: por eso, pese a la apariencia de una acción externa (por ejemplo, en el v. 25), en realidad Dios obrará una transformación interior total: haciendo incluso la operación de arrancar el corazón viejo (el corazón es la sede de los pensamientos y afectos) y ponerles uno nuevo, para infundirles su espíritu. De otra forma es imposible seguir los mandamientos y observar sus leyes: las leyes, los mandamientos -incluidas las enseñanzas del Sermón de la Montaña-, mientras queden externos a nosotros, mientras no sean interiorizados mediante el Espíritu, serán imposibles de cumplir: por eso, la acción del Espíritu Santo que transforma el corazón y los pensamientos, que orienta todo el hombre hacia Dios, es totalmente necesaria. Mientras observemos los mandamientos y las leyes «sólo» porque están mandados y no sean una exigencia de nuestro espíritu, movido por el Espíritu de Dios, no llegaremos a su verdadero cumplimiento. Y eso vale también para el gran mandamiento del amor. Ahora sí que es posible cumplirlo en toda su plenitud, ya que «el amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado» (Ro. 5,5). De este modo, la exigencia del amor nacerá de nuestro mismo interior, donde habita el Espíritu.
Ro. 6, 1-11: La Fiesta de la Vida Nueva: La Vigilia Pascual es la fiesta de la vida Nueva. Nosotros tenemos demasiadas fiestas... y, a veces, carecen de sentido, nos dejan vacíos, si es que no terminan en tragedia. Al final del Triduo Pascual, estamos ya ante ¡la Fiesta! Y la invitación es a entrar en ella, vivirla, no tanto pensarla. El Cristianismo tiene una esencia festiva: es primero «Vida» y después «reflexión». La Fe cristiana nos llama a la Vida, a una Vida en propiedad, personalizada y responsable. Sin embargo, ¡vivimos como muertos! Nos cae bien el llamado de atención del Apocalipsis: «Conozco tus obras y, aunque tienes nombre de vivo, estás muerto» (Ap. 3, 1b). Hoy se anuncia y se proclama la Vida y la Resurrección ante la muerte. Es ¡volver a vivir! Pero vivir de verdad, haciéndonos cargo de nuestra vida, haciéndonos dueños de ella, para que la tomemos en serio y respondamos por ella. En esta Noche Santa la Vida vence a la muerte, la Luz vence a la oscuridad, el Amor es más fuerte que el egoísmo. En la Vigilia Pascual los Cristianos de todo el mundo nos reunimos en torno a Cristo Resucitado, nuestra Luz, Verdad y Paz.
Esta Noche Santa está cargada de signos, que suscitan emociones en todos nosotros. La Luz va disipando las tinieblas, como la Vida va surgiendo desde el abismo de la muerte. Hoy se cumplen todas las esperanz, se hacen realidad todos los sueños. Jesús Resucitado es el signo de que nosotros podemos hacer en nuestro mundo una historia de resurrección La vida del cristiano debe ser, según Pablo, una vida a semejanza del Cristo resucitado: la inmersión en el agua bautismal es, efectivamente, el signo de la inmersión, de la participación en la muerte de Cristo para resucitar con El a una vida nueva, diferente de la anterior y que nazca como fruto de la incorporación a Cristo. Esta nueva vida supone un dominio creciente sobre «nuestra vieja condición» hasta llegar a la plenitud de vida el día en que definitivamente «viviremos con El», cuando en nosotros llegue a plenitud el «vivir para Dios» y «la muerte al pecado». La incorporación a Cristo, que realiza el bautismo, conecta al cristiano con la muerte de Cristo, o sea: ya no está destinado a una muerte «eterna», una muerte trágica, sin solución, sino a una muerte -como la de Cristo- que algún día se resolverá en vida. Sin embargo, la situación actual del cristiano es de pura tensión: entre el pecado y Dios. La muerte, que sigue aconteciendo al cristiano, es el cordón umbilical que aún le une al mundo de Adán; pero la garantía de la futura resurrección lo enfoca eficazmente hacia Dios y hacia la Vida. Al llegar aquí, Pablo emplea probablemente una comparación militar: el pecado y Dios se presentan como dos generales en guerra, a cuyo ejército respectivo se alistan los hombres. Cada hombre puede optar entre uno y otro frente, pero tiene que atenerse a las consecuencias totales de la opción.
Sal. 118(117): Himno de Cristo durante la liturgia pascual Compuesto para la liturgia hebrea, este salmo recibe un puesto destacado en la liturgia cristiana, que encuentra reflejados en él los misterios redentores de la vida de Cristo. El Señor cantó este salmo al finalizar la Ultima Cena: así consta -además de otras fuentes- en las notaciones de los salterios más antiguos. Y así, la liturgia de acción de gracias de la Nueva Alianza, inaugurada con la Eucaristía, encontró en la expresión de este salmo una admirable conclusión. Con los sentimientos que se contienen en él, nuestro Salvador se encaminó hacia la vía dolorosa que le introduciría en la gloria del día eterno.
Mc. 16, 1-8: «No se asusten. ¿Buscan a Jesús el Nazareno, el crucificado?... ¡Ha resucitado!». «Y muy temprano, el primer día de la semana, al salir el sol, fueron al sepulcro»: Las mismas mujeres que estuvieron al pie de la cruz, el primer día de la semana se dirigen al sepulcro con la intención de embalsamar el cuerpo de Jesús. Es el tercer día después de la crucifixión, y el evangelista, con la referencia a la salida del sol, parece apuntar simbólicamente a la luz de la resurrección. Ninguna descripción del momento de la resurrección, lo contrario de los apócrifos. Pero el uso del pasivo (que no se refleja en la traducción castellana: "estaba corrida") indica la acción de Dios que ha arrinconado el poder de la muerte. - «Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco. Y se asustaron»: En la derecha, el lugar de los bienaventurados, ven a un ser celestial: ante esta manifestación de lo sagrado, la actitud de las mujeres es asustarse. Sus palabras son el centro de la narración: «No se asusten. ¿Buscan a Jesús el Nazareno, el crucificado?... ¡Ha resucitado!». La búsqueda del Jesús terreno, del crucificado, es inútil. Dios ha trastocado su destino: el justo condenado ha hallado que su causa ha sido acogida por Dios. El sepulcro vacío es el signo de esta resurrección, pero no es el fundamento de la fe en el resucitado. - «Ahora vayan a decir a sus discípulos y a Pedro: El va por delante de vosotros a Galilea": Todo mensaje de revelación de Dios es para el hombre una misión y una promesa. Las mujeres deben llevar el mensaje a los discípulos y a Pedro, precisamente a aquellos que más claramente han fracasado en la exigencia de seguimiento que significaba la Pasión. Tiene la promesa de que verán a Jesús en Galilea, el marco de la actividad terrena de Jesús. Ahora se trata de ver allí al resucitado para comprenderlo totalmente: el crucificado es el resucitado. También indica la comunicación del mensaje pascual fuera de Jerusalén, hacia los gentiles.
5.4.2. La hora del gozo Hoy se anuncia y se proclama la Vida y la Resurrección ante la muerte. Es ¡volver a vivir! Pero vivir de verdad, haciéndonos cargo de nuestra vida, haciéndonos dueños de ella, para que la tomemos en serio y respondamos por ella.
5.4.2.1. Noche de la Luz: Jn. 8, 12 Es la Noche del Fuego Nuevo. Celebramos el paso de la oscuridad a la Luz, «de la servidumbre al Servicio». El fuego nuevo es signo de la Nueva Creación. En él se enciende el Cirio Pascual: es Cristo-Luz, victorioso, Salvador. Es la verdadera «Luz del mundo». En la oscuridad de nuestra vida, queremos seguir siempre esa Luz y comunicarla también a los demás. Por eso, en la celebración de la Vigilia Pascual, encendemos nuestras velas de la Luz del Cirio, se la comunicamos a los otros y juntos cantamos a Cristo que camina delante de nosotros. La alegría que irradia la Luz de este Cirio se proclama en un hermoso poema de homenaje a Cristo, la Luz que brilla en las tinieblas de la humanidad. Ese poema se llama «Pregón Pascual». En el Cirio se graban una y las letras A y W. Luego se graban las cifras del año que está transcurriendo (2009) y, finalmente, se incrustan cinco granos de incienso. Con estos signos se está afirmando, desde la convicción de fe de la Iglesia, que Cristo, Muerto y Resucitado, lleva a plenitud la historia y la vida, hoy y siempre. Se expresa felicidad porque la Pascua de Cristo re-crea a la Humanidad y a todo el universo.
5.4.2.2. La Palabra Desde la liturgia de la Luz entramos en la celebración de la Resurrección del Señor. La Palabra nos hace entrar en el sentido de esos acontecimientos que celebramos. Por la Palabra recordamos las maravillas que Dios ha realizado para salvar al primer Israel (Antiguo Testamento) y cómo, en el avance contínuo de la Historia de la Salvación, «en la plenitud de los tiempos», Dios envió a su Hijo (Hbr. 1, 1) para que su Pascua transformara verdaderamente al hombre y al mundo. Varias lecturas bíblicas, acompañadas de oraciones y salmos, nos permiten asumir la Historia de Salvación -testimoniada en la Sagrada Escritura– como nuestra propia historia (nuestro año en curso está grabado en el Cirio Pascual). A la luz de Cristo Resucitado –cuyo símbolo es el Cirio– vemos cómo la Sagrada Escritura nos da testimonio de la experiencia de Salvación vivida por el Pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, y por la Iglesia Cristiana en el Nuevo Testamento. Es ésta la experiencia de Salvación que estamos hoy celebrando y viviendo. Nuestro Dios Salvador es el mismo Dios del Exodo, el Dios de la libertad. ¡Siempre será el Dios de la libertad! Dondequiera que se haga posible la libertad verdadera, allí se podrá experimentar a Dios. Los Apóstoles se dedicaron a proclamar la gran Noticia, la Buena Nueva de Jesucristo, Muerto y Resucitado para la salvación del mundo (Hch. 10, 14a.37-43). La verdadera vida, la que no está amenazada por la muerte, es la de Dios. Jesús ha sido glorificado y nuestra mirada tiene que estar dirigida a El, a los grandes valores auténticos, a «las cosas de arriba» que nos revela Dios, según la exhortación de San Pablo (Col. 3, 1-4). La existencia pascual es una dinámica: necesitamos morir para resucitar. Esta es la historia que debemos vivir todos los días de nuestra vida los cristianos, los discípulos-seguidores de Jesús (Ro. 6, 1-11). Es que ¡Jesús vive!. El que ha muerto, que ha sido crucificado, ya no pertenece al reino de los muertos, sino al mundo de la Vida.
5.4.2.3. El Agua La celebración de la palabra en la Vigilia Pascual desemboca en la Liturgia Bautismal, en la fiesta del agua. El bautismo es algo más que la puerta de entrada en la Iglesia en un pasado que uno deja atrás, porque pertenece a la infancia, sino que es el comienzo de una vida permanentemente configurada por esta unión con Cristo significada en realidad, eficazmente, por el Bautismo. Es un injerto en su Muerte y Resurrección (Ro. 6, 8-11). El agua es símbolo de la Vida: nacemos del agua y nos mantenemos vivos por el agua. La Liturgia Pascual nos hace evocar de nuevo esa realidad profunda del nacimiento por el agua, de tal manera que, al
participar en el Bautismo de nuestros niños o adultos, y al renovar nosotros mismos las «promesas bautismales», nos sintamos como recién nacidos («neófitos») y, así, emprendamos de nuevo el camino de la fe. El compromiso bautismal es renuncia al Mal. Reconocemos ante Dios Padre que los cristianos, reunidos para celebrar la Pascua, somos esclavos de situaciones personales y comunitarias que nos impiden ser hombres y mujeres nuevos. Nuestro mundo está lejos de ser el reino de hermanos que Cristo inició y restauró. Y reconocemos que todos somos responsables de esta situación. Por eso necesitamos que el Espíritu de Dios, que ha resucitado a Jesucristo de entre los muertos, nos resucite también a nosotros a una Vida Nueva. Por eso renovamos nuestros compromisos bautismales.
5.4.2.4. El Pan Participamos del todo en la Pascua comiendo la Eucaristía, que «es fuente de la unidad eclesial y, a la vez, su máxima manifestación. La Eucaristía es epifanía de comunión… Es comunión fraterna, cultivada por una “espiritualidad de comunión” que nos mueve a sentimientos recíprocos de apertura, afecto, comprensión y 12 perdón» . Tenemos, entonces, tres signos: Luz (que nos hace testigos), Agua (que nos hace hijos) y Pan (que nos hace hermanos).
5.4.2.5. ¿A quién buscas en el sepulcro?: Jn. 20, 15-17 El relato de Juan nos presenta la pregunta de Jesús a la mujer: «¿A quién buscas?». Para San Juan es una pregunta muy significativa, porque se trata de la misma pregunta que Jesús hizo al comienzo de su ministerio público, cuando los dos discípulos del Bautista se le acercaron para saber quién era El: «Ustedes, ¿a quién buscan?» (Jn. 1, 38). Y ahora, al final de la narración evangélica según San Juan, vuelve esta misma pregunta: «¿A quién buscas?». Es decir, tú buscas a alguien. Es la pregunta que el Resucitado dirige al hombre y a la mujer de todos los tiempos, en todos los ambientes y culturas: tú buscas a alguien que te enjugue las lágrimas, que te ame con amor fiel, que te salve: tú no sabes a quién buscas, pero estás buscando a Dios. Cuando Jesús, su Palabra y su Espíritu nos hacen esta pregunta, ésta resuena poderosamente en nosotros y sentimos toda la fuerza del Resucitado: es nuestra Pascua, que cada uno de nosotros vivimos, abriendo la tumba de nuestro corazón a la fuerza del Señor Viviente. Si escuchamos esta pregunta, si nos esforzamos por contestar, entonces escucharemos también nosotros pronunciar nuestro nombre como la mujer escuchó a Jesús que decía: «¡María!» (Jn. 20, 16). María Magdalena reconoce a Jesús solamente después de que El la llamó por el nombre, que despertó su persona, regeneró su libertad, renovó en ella el poder creador con que Dios llama a todo hombre a la existencia y le confía una misión en la vida: «Ve y dí a mis hermanos…» (Jn. 20, 17). Es necesario que nos dejemos preguntar por Jesús Resucitado por qué lloramos hoy, cuáles son nuestros más profundos sufrimientos. Que El nos conceda que podamos entrar en lo más profundo de nuestro corazón para ver qué es lo que buscamos, cuál es el objeto de nuestra búsqueda sin límites. Si oramos así, Jesús nos ayudará y descubriremos que buscamos a una persona, que lo buscamos a El, muerto y Resucitado por nosotros. Nos ayudará a quitar la piedra del sepulcro de nuestra vida reconociendo que El está vivo, ahora y siempre.
5.4.2.6. Los signos del Resucitado: Jn. 20, 10-18 San Juan, en su evangelio, nos narra el llanto de María Magdalena junto al sepulcro. En pocas líneas lo recuerda cuatro veces: «María se quedó allí, junto al sepulcro, llorando. Sin dejar de llorar volvió asomarse al sepulcro… Los ángeles le preguntaron: Mujer, ¿por qué lloras?... Jesús le preguntó: ¿por qué lloras?» (Jn. 20, 11.13a.15). El evangelista da la respuesta inmediata. Llora, no sólo porque Jesús está muerto, sino porque teme 12
JUAN PABLO II, MND, 21; cfr. NMI, 43b.
también que hayan profanado su sepulcro: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto» (Jn. 20, 13b.). A más de esta respuesta inmediata, hay un significado más profundo de la mujer que sigue llorando a pesar de que comienza a ver ante ella los signos de la Resurrección: el sepulcro vacío y dos ángeles. La verdadera respuesta a la pregunta: «¿Por qué lloras?», se debería hacer así: lloro porque no puedo comprender los signos del Resucitado. Tengo los ojos tan inflamados por el llanto que no sé ver los signos de la vida y no sé aceptar las palabras de consuelo. Para María Magdalena, que ha quedado profundamente impresionada por la muerte de Jesús, no hay sino muerte a su alrededor, no puede haber sino muerte. Su mente está rígida en la contemplación del cadáver de Jesús y no admite que haya otra posibilidad de existencia, que haya modo de escapar del círculo irreparable de la muerte. El llanto inconsolable de la mujer nos hace ver otra cosa. Ante todo nosotros, cristianos, que buscamos al Señor, que creemos con los labios, que proclamamos la Resurrección del Señor y que, sin embargo, encontramos dificultad para reconocer los signos de la presencia del Resucitado en nosotros y a nuestro alrededor, estamos invitados a descubrir los signos del Resucitado. A veces nos detenemos subrayando las faltas, los signos de muerte, las desolaciones. Como esta mujer que no quería dejarse consolar e insistía en su petición del cadáver de Jesús, del mismo modo a nosotros se nos hace difícil aceptar, en profundidad, la alegría transformadora de la Resurrección. Es claro que llorar es doloroso, pero puede ser más fácil que acoger una gran alegría, que abrir el propio corazón a una esperanza desconcertante. María Magdalena es la imagen de nosotros, cristianos, y más todavía, la imagen de todo ser humano.
5.4.3. Maria junto la Cruz 5.4.3.1. Maria, la gran presencia reveladora del Dios tierno en nuestro mundo latinoamericano. Nuestro mundo latinoamericano ha sido definido como el mundo de los «pueblos crucificados». Un mundo del dolor, del sufrimiento causado por la opresión y por la injusticia. Pero en medio de estas realidades que hemos proyectado sobre la imagen misma del Cristo sufriente, María ha sido una presencia consoladora: en Pasto, en Las Lajas, en Guadalupe, en Luján, en Chiquinquirá, en el Quinche. Se ha hablado, de una manera muy hermosa, de la revelación en María de los rasgos maternales del rostro tierno de Dios. En medio del sufrimiento y de todos los problemas que podamos tener en nuestro mundo, Dios no nos deja de mostrar su rostro tierno y esperanzador. Por eso, al poner en este día, en el suspenso entre el sufrimiento y el triunfo, nuestra mirada en María, debemos reafirmar en nosotros mismos la actitud de la esperanza. De hecho, esta noche estaremos llenos de gozo celebrando el gran misterio de la vida. Con María esperamos seguros la Resurrección de Jesús. Como ella, también seremos testigos ante el mundo de la Resurrección del Señor por medio de la alegría auténticamente cristiana y reflejada en el amor a los hermanos y hermanas. Que María se digne incitarnos a cantar con frecuencia el «Magnificat», su himno de alabanza y gratitud al Padre bondadoso de los cielos, por cada maravilla que Dios realiza en nuestra vida cristiana y mediante nuestro testimonio misionero. Que ella nos convenza de imitar su permanecer de pie junto a la Cruz (Jn. 19, 25) cuando surjan dificultades e incomprensiones en el árduo camino de la fidelidad al compromiso cristiano que hemos renovado en la Vigilia Pascual. Que ella nos contagie de su entusiasmo para volver a repetir, con más convicción que antes, pero sin perder la frescura de nuestras primicias bautismales, la respuesta afirmativa, espontánea, diáfana, lúcida que definió un día nuestra vida y el sentido de ella: «Hágase en mí según tu Palabra» (Lc. 1, 38).
5.4.3.2. Celebración mariana: María, Madre del dolor y de la esperanza Preparar:
Responsables de la animación, comentarios y cantos. Los responsables de las lecturas, la oración de los fieles. La imagen de la virgen Dolorosa u otra apropiada.
Canto inicial: Dolorosa. Monición inicial: Buenas tardes o Noches. nos hemos reunido en este día sobrio y calmado para resaltar a Maria en su dolor y en la esperanza Ella que estuvo presente en los momentos mas decisivos de la vida de Jesús que desde la cuna a la cima del Calvario hace camino de desprendimiento y amor a la humanidad manteniéndose en el Si generoso y defi nitivo a la obra salvadora de Dios. Presidente: La gracia y la paz de Jesucristo nacido de la virgen Maria, este siempre con ustedes. Todos: Y con tu espíritu. Oración: Oh Dios que quisiste cargar sobre tu Hijo los dolores de los hombres y mujeres del mundo y uniste a su dolor el de su Madre, concédenos que, fortalecidos su ejemplo, sepamos también valorizar el dolor de nuestra vida. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amen. Liturgia de la palabra: Primera lectura: Heb. 5, 7-9. Lectura de la carta de los Hebreos. 5, 7-9 Cristo Jesús, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarse de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamando por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec.
Salmo: 30, 2-3.5-6.20: R/ Sálvame, Señor, por tu misericordia. Lectura del santo Evangelio según San Lucas. 2, 33-35 Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones»
Reflexión: Antes de reunirse por la noche, para celebrar la Vigilia Pascual, que es la gran experiencia de la Iglesia, la Comunidad Cristiana pone su mira en la Madre de Jesús y nuestra Madre, la Santísima Virgen María. Para todos nosotros los cristianos, en particular para los católicos y de manera muy especial para los cristianos de
América Latina, nuestra fe es incomprensible sin la devoción a la Santísima Virgen. A ella la miramos como a la Madre dolorosa, pero más que eso como a la Virgen de la esperanza. Ella es la «Estrella de la Nueva Evangelización». La «Hija de Sión», de que habla el profeta, es figura de la Virgen María que espera ahora, gozosa, la Salvación del nuevo Pueblo de Dios, es decir, de la Iglesia, por medio de la Resurrección de Jesús: «¡Exulta sin freno, Hija de Sión, grita de alegría, Jerusalén! Que viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en una cría de asna. Suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de guerra, y él proclamará la paz a las naciones. Su dominio alcanzará de mar a mar, desde el Río al confín de la tierra» (Zac. 9, 9-10). El Concilio Vaticano II nos habla de María relacionándola con Cristo y con la Iglesia: «La Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas. Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad 13 como a Madre amantísima» . En el evangelio, el ángel saluda a María como «Llena de Gracia», es decir, favorecida por el Señor Dios, llena del Espíritu Santo. En ella se cumplió el designio de Salvación del Nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia 14 (cfr. Lc. 1, 16-38) . Más que una virgen dolorosa, Maria nos es presentada por la tradición cristiana original como una virgen valiente, no derrumbada por el dolor,.sino «de pie», llena de esperanza. En realidad no podríamos comprender que quien ha manifestado, con el espíritu de los pobres («anawim»), su disponibilidad incondicional para hacer posible la realización de los designios de Dios, fuera ahora una virgen sin esperanza. Para todos nosotros, la Virgen María es un estimulo para mirar más allá de la inmediatez del dolor, para adivinar a Dios, que viene como un Dios salvador, a pesar del sufrimiento: «Ella conservaba cuidadosamente todos estos recuerdos en su corazón» (Lc. 2, 50b).
Oración de los Fieles: Unidos en la caridad y en el dolor, supliquemos al Señor que se digne escuchar nuestra plegaria puesta en manos de Maria. Todos: R/. Que tu Santa Madre, Señor, Interceda por nosotros. - Por la iglesia de Dios, para que, perseguida e incomprendida sepa soportar los dolores de sus hijos, roguemos al Señor. - Por los que gobiernan las naciones, par que trabajen en pro del bienestar y la paz de los ciudadanos, Roguemos al Señor. 13
14
VATICANO II: Constitución sobre la Iglesia, LG. 53.
cfr. MORA PAZ César y LEVORATTI Armando J., Evangelio según san Lucas, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, p. 478. cfr. 51-55; MORA PAZ C. y LEVORATTI A. J. , o.c. p. 479.
- Por todos los que sufren, para que sepan unir sus dolores a las amarguras y espinas de Jesús y María, Roguemos al Señor. - Por los que sufren enfermedades, para que nuestra caridad y entrega sea consuelo y alivio de sus dolores, roguemos al Señor. - Por los padres de familia para que sepan hacer de sus hogares escuela de perfección cristiana, roguemos al Señor. - Por todos nosotros que a ejemplo de María seamos sensibles a los problemas que sufren los hermanos, roguemos al Señor.
Oración final: Oh Doloroso e Inmaculado Corazón de María, morada de pureza y santidad, cúbrenos con tu protección maternal a fin de que siendo siempre fieles a la voz de Jesús, respondamos a su amor y obedezcamos su divina voluntad. Queremos, Madre nuestra, vivir íntimamente unidos a tu Corazón, que está totalmente unido al Corazón de tu Divino Hijo. Átanos a tu Corazón y al Corazón de Jesús con tus virtudes y dolores. Por Jesucristo nuestro Señor Amen. Procesión con el santo ROSARIO, cantos y citas bíblicas. Que resalten el valor de la mujer. Canto Final. Madre de los pobres
6. DOMINGO DE PASCUA: ¡El está Vivo! 6.1. Escuchemos la Palabra Hch. 10,34a.37-43. Evangelizar es testificar la resurrección de Jesús. Ciertamente, esta evangelización se refiere a Aquel que «pasó su vida haciendo el bien y luchando por la liberación de los oprimidos», pero no puede reducirse únicamente a un proyecto de mera liberación intrahistórica. La lectura es un fragmento del c.10 que narra la predicación de San Pedro ante un prosélito romano: el centurión Cornelio en Cesarea. Es la primera vez que el mensaje cristiano sale del círculo estrictamente judío en sus diferentes grupos religiosos. Pedro se centra en el anuncio kerigmático típico de los múltiples discursos del libro de los Hechos: 1 / Cristo ha muerto y ha resucitado; 2 / la Escritura, los profetas en este caso, ya lo anunciaban; 3/ nosotros somos testigos de todo lo sucedido; 4 / cambiad de vida, aceptad la fe en Cristo y bautizaos. Dios es protagonista absoluto: ha guiado a Jesús con su Espíritu, lo ha resucitado, ha dejado que lo vieran aquellos que él ha querido, y ha encargado a los discípulos la predicación de su mensaje. La resurrección de Cristo es, pues, don de Dios para el pueblo, empezando por los judíos e incluyendo a los paganos. Es la hora del testimonio. Es la hora de los testigos. Para empezar, nadie mejor que Pedro, el que siguió a Jesús paso a paso desde el principio, desde lo de Galilea y el bautismo de Juan. Lo siguió paso a paso, menos en uno. Pero este fallo también formará parte de su testimonio. Pedro conoce bien a Jesús y toda su historia, que ahora cuenta a la familia de Cornelio. Este testimonio de Pedro es un modelo de predicación kerigmática, centrada en el anuncio de la salvación que nos viene de Cristo, el que encarnó entre nosotros la presencia de Dios, el que estaba ungido por el Espíritu, el que pasó como un meteoro de luz y alegría, el que fue apagado por los hombres, pero Dios lo devolvió a la luz y se ha convertido en la estrella viva de la mañana. Mirar esta estrella, creer en este Ungido, eso es la Pascua, una fiesta de liberación. Creer en el Cristo de Dios es nuestra alegría y nuestra vida, es perdón y reconciliación, es paz y principio de vida eterna.
Sal. 118(117) El salmo responsorial nos presenta la contraposición entre la piedra desechada y la piedra escogida como angular. La muerte aparente es vida en realidad. Y por eso mismo, es obra de Dios. «Es el Señor quien lo ha hecho...». En la línea de la lectura anterior, Dios es el único protagonista.
Col. 3, 1-4 Pablo considera al creyente como un hombre que ha muerto con Cristo a los elementos del mundo y ha resucitado juntamente con él. En esta misma línea aborda lo que hoy llamaríamos el compromiso cristiano. Este, como tal, lo es para la vida. Es decir, el creyente se ha comprometido a vivir de distinta forma que vivía antes. Creer implica, pues, descubrir esta nueva manera de vivir, llamada globalmente vida cristiana, como algo posible -si lo quiere- para el que cree. La vida cristiana, sin embargo, no se desarrolla por sí misma sin más, sino que, de hecho, se encuentra continuamente acechada por fuerzas hostiles que la obstaculizan y que anidan en el propio hombre. Es decir, el creyente, pese a su buena voluntad y a la atracción que pueda sentir por su nueva manera de vivir, no se ve -por eso sólo- liberado de los obstáculos a la hora de ser consecuente en sus decisiones con aquello que ha creído y ha visto. Por eso, lo que llamamos conversión es en realidad una tarea de toda la vida. Cristiano no será, pues, el hombre convertido, sino, más exactamente, el que nunca cesa de convertirse. Así se entiende la intención de Pablo de despertar esta conciencia en los creyentes: buscad, desead lo que es de arriba, no lo que es de la tierra. Es evidente que, en la vida de un hombre que busca y desea efectivamente lo que es de arriba, las inevitables inconsecuencias no merecen sino comprensión y benevolencia. Ambas están presentes -aunque no explícitas- en el trasfondo del texto del Apóstol, el cual sabe muy bien que no se dirige a cristianos perfectos. Además es consciente de que a él no se le ha concedido juzgar a nadie. Su enseñanza no busca tampoco el perfeccionamiento de instituciones y estructuras. La doctrina de Cristo, tal como él la entiende, busca al hombre concreto y real, del que aquéllas tienden a adueñarse, para abrirle caminos de libertad. Juntamente con Cristo, a Pablo se le ha revelado el hombre. Jn. 20, 1-9 Contexto. Jesús ya ha transmitido el espíritu (cfr. Jn. 19, 30). De ahí que el que no nazca de arriba no puede ser del Reino (cfr. Jn. 3, 3). Arriba es la cruz. El espíritu es el amor capaz de dejarse matar por los demás. En el cuarto evangelio la cruz es trono y gloria: es la hora del triunfo de Jesús, pues pone de manifiesto quién es Jesús. La cruz expresa un estilo, un talante de vivir y de ser. Sentido del texto. Este estilo, este talante, son una tarea ardua y difícil, pues pasa inevitablemente por la experiencia aniquiladora del que vive ese espíritu. En el relato de Juan, María Magdalena adquiere la función de recordar y hacer viva esta experiencia: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde lo han puesto». En el relato de Juan no hay ángeles ni mensajes pascuales. Para Juan, el mensaje pascual y el triunfo de Jesús están en la cruz. La resurrección de Jesús es su amor a prueba de la propia vida. Es este amor el que ha roto la muerte, porque, al amar al máximo, Jesús se ha encontrado con la potencia viva del Padre, que es sólo amor. Esto requiere un gran esfuerzo de credibilidad (fe), porque es un desafío a las reglas elementales de lo empírico. De los dos personajes que corren al sepulcro en el relato, sólo uno rompe el reto de lo empírico. El discípulo amado «vio y creyó» (v. 9). Una vez más, Pedro no capta la situación. De él sólo se dice que vio, pero no que creyó. Pedro todavía no ha entendido que vivir es amar. Pedro todavía no posee el espíritu que Jesús transmite. No lo poseerá hasta más adelante (cap. 21) y entonces sólo gracias a este discípulo amado que le ayudará en la ardua y difícil tarea de creer (cfr. Jn. 21, 7). De ser cierto lo que fundadamente dicen algunos exegetas de que el discípulo amado simboliza en el cuarto evangelio a la comunidad cristiana, habrá que restituir hoy para la comunidad cristiana el protagonismo que el autor del cuarto evangelio quiso darle. María ha visto que el sepulcro está abierto y corre adonde están los discípulos, pero sólo puede hacer una banal constatación: «Se han llevado del sepulcro al Señor». María piensa en ladrones de cadáveres. Es verdad que aún no ha despertado del todo y no es un modelo de creyente: a pesar de lo cual, para los tiempos venideros será la iniciadora, la que presintió las secretas promesas del cuerpo sin vida que ella tanto amó. Pero aún le queda camino por recorrer. Primero necesita escuchar el testimonio oficial de la Iglesia, el que da Pedro y para el que el príncipe de los apóstoles reunió todas las pruebas: las vendas por el suelo, y en un lugar aparte, el sudario cuidadosamente doblado. Son unas pruebas silenciosas, pero ¿acaso no es el tiempo de recogimiento, en que cada objeto adquiere el valor de signo visible que remite a lo invisible? La ausencia del
cuerpo no es, ciertamente, la prueba de la resurrección; es el indicio de que el poder glorificador del Espíritu no ha olvidado el cuerpo. Juan es el último en llegar al final del camino. Ve las vendas, pero no las hace caso. En efecto, su mirada se ha vuelto ya hacia el interior; si revuelve algo, es en sus recuerdos y en su corazón. El vino de las bodas, el templo purificado, Lázaro... Otros tantos presentimientos de lo posible, de un insospechado orden de las cosas. Un sepulcro abierto y unas vendas, una mujer y dos hombres para interpretar... Todo es ordinario y cotidiano, pero todo tiene valor de signo. «Vio y creyó».
6.2. La alegría pascual: Jn. 20, 19-23 La presencia del resucitado acabó con el encerramiento y el miedo y llevó la paz a los discípulos, que «se 15 llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn. 20, 20b) . Nos preguntamos: ¿qué es nuestra alegría de Pascua? ¿Qué significa, qué dice, qué contiene? ¿No corre, tal vez, el riesgo de ser algo superficial que nos decimos, que quisiéramos que también interiormente fuera verdadera hasta el fondo, pero sin saber bien cómo? O también, si miramos con fe a la verdadera fuente de esta alegría pascual, que es Cristo Resucitado, ¿no corremos quizás otro riesgo, como es el de expresar una alegría basada en la Resurrección de Cristo, pero olvidando casi la Muerte, la Pasión y la Cruz…Algo así como si nada de esto hubiera sucedido?... La Pasión y Muerte de Cristo no fueron una pesadilla. En realidad están en medio de nosotros, en el sufrimiento de muchos, hoy. Y entonces también podemos maravillarnos de que el anuncio de alegría pascual no quite el sufrimiento del mundo, que después de una breve euforia nos encontramos, pasado mañana, mañana y tal vez hoy mismo ante los problemas de siempre: la enfermedad, la injusticia, la violencia, el hambre. ¿Cómo, pues, entender la alegría pascual para que no sea simplemente externa, para que no se base en la remoción de los sufrimientos de Cristo y los nuestros? ¿Para que no sea solamente una breve pausa, sino, como la Resurrección de Cristo, un cambio en la vida? La Palabra de Dios nos dice que Jesús Resucitado es el Jesús que sufrió y murió, incluso es el Jesús que «tenía» que morir (en el evangelio de Lucas se dirá, incluso: «Era necesario que Cristo sufriera estas cosas» Lc. 24, 26). Comprendemos entonces que la vida nueva del Señor no es simplemente la cancelación de la muerte en cruz, como si no hubiera nunca sucedido y fuera una cosa que hay que olvidar; más bien es el descubrimiento de la vitalidad prodigiosa que ella ya presenta en la vida y en la muerte de Jesús, en su muerte vivida en el abandono confiado en el Padre, en el amor, en la dedicación a los hermanos. Este era ya el secreto de su vivir, que El había depositado con cuidado para los suyos en el Sacramento de la Eucaristía, declarando que daba libremente la vida por amor, en abandono al Padre, por todos nosotros (cf. Lc. 22, 19-20).
6.3. Nosotros somos testigos de estas cosas: Hch. 5, 32 Hemos escuchado y hemos expresado con gestos, palabras, símbolos elocuentes un anuncio fundamental: ¡Cristo vive y es nuestra vida! ¿De dónde nos viene este anuncio? Nos viene de lejos, de la voz del ángel de la Resurrección; de las mujeres que descubrieron el sepulcro vacío; de los Apóstoles que vieron al Señor vivo. De ellos se propagó el mensaje inmediatamente, con extraordinaria rapidez, de persona a persona, de grupo a grupo, y a partir de ese mensaje se formaron en todas partes comunidades de creyentes. En el estudio de los textos del Nuevo Testamento podemos recorrer este camino del mensaje y descubrir las fórmulas primitivas, las que todavía tienen el sabor originario del primer anuncio: ¡El Señor ha resucitado verdaderamente! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Pedro! ¡Dios ha resucitado a ese Jesús a quien los hombres habían crucificado! Todo el cristianismo primitivo está en pie o cae con este anuncio. Nuestra fe no ha nacido de una palabra abstracta, aunque elevadísima, como el anuncio de la fraternidad o del primado del amor. Nació de un hecho testimoniado y proclamado por los que habían participado en él: ¡Cristo ha resucitado verdaderamente! Este anuncio nos viene, pues, de lejos, en el tiempo, por medio de una cadena ininterrumpida de testigos. Pero también está aquí, cerca de nosotros, en medio de nosotros, dentro de nosotros. Pero, ¿cómo? El Apóstol Pedro, cuya voz escuchamos en la lectura de los Hechos que anuncia la Resurrección, expresa esta realidad así: «Nosotros somos testigos de estas cosas -es decir, de la Resurrección y glorificación de Jesús-, como lo es
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cfr. MUÑOZ LEON Domingo, o.c. p.679.
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también el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que le obedecen» (Hch. 5, 32) . Al testimonio de los Apóstoles se une el testimonio del don del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el que obra en nuestros corazones, el Espíritu que obró en la Iglesia del Concilio, el que sigue obrando en la Iglesia de hoy y de siempre, el que nos está guiando en estos momentos de la historia de la Iglesia. Cristo Resucitado no es, pues, solamente nuestra vida, sino nuestro vivir. Son su amor, su oración, su energía de viviente que toman posesión de la Iglesia mediante el Espíritu y testimonian al mundo que Cristo resucitó y vive en los siglos, en nuestro siglo.
6.4. Hemos visto al Señor: Jn. 20, 1-31 El capítulo 20 del evangelio según San Juan es una revelación de Jesús Resucitado. Con ello el 17 evangelista completa las sucesivas revelaciones de Jesús que ha ido exponiendo a lo largo de su obra . Aquí el autor sagrado quiere desbrozar el camino para que los creyentes nos incorporemos de algún modo a la gloria del Resucitado. Así como Jesús quedaría incompleto como Salvador sin este hecho fundamental con que remató su vida y su obra, así también el cristiano quedaría manco si no participase de algún modo de la vida gloriosa de Jesús. Este capítulo, pensado en principio como el final del evangelio, responde a estas intenciones. Para ello presenta a varios personajes en su proceso hacia el descubrimiento de la vida gloriosa del Maestro y su incorporación a su dinámica. Las dos figuras más destacadas son María Magdalena y el apóstol Tomás. Entre una y otro es presentado el grupo de los otros diez apóstoles al recibir la primera visita del Resucitado. Quedan aún otros dos cuyo proceso hacia la fe forma parte del itinerario de la Magdalena. Todos ellos recorren la profunda experiencia de descubrir por la fe y por el amor la nueva vida con que se les presenta aquel mismo Jesús que habían dejado muerto y sepultado. El evangelista sabe que este proceso es inherente a la fe, que sin esta etapa no sería ni cristiana ni 18. eclesial, y por eso presenta estas manifestaciones del Resucitado con un fin más didáctico que apologético María Magdalena (Jn. 20, 1-18) creía que todo había terminado al dejar a Jesús en el sepulcro; pero al mismo tiempo intuía que era un absurdo para Jesús y un desastre para sí misma. De ahí que su amor al Maestro no consentía aceptar los hechos y luchaba contra lo imposible: ella sola quería mover la piedra del sepulcro. ¿Qué pensaba hacer después si lo conseguía? ¿Y por qué se asusta cuando otro le ofrece el trabajo hecho? No busquemos lógica en el amor. Entre la Muerte y la Resurrección de Jesús pasó un tiempo lleno de misterios. De la misma manera ha de pasar un espacio espiritual o un proceso humano y sobrenatural, hasta que María haya recibido todos los elementos que la conduzcan del Jesús terreno al Jesús glorioso y Resucitado. Mientras ella está pasando este túnel no tiene capacidad suficiente para asimilar los mensajes que le van llegando y por eso se asusta, corre, vuelve al sepulcro, llora, no entiende a los ángeles, confunde al hortelano, sufre y, sobre todo, espera con amor y lucha contra lo que ella consideraba absurdo: la muerte de su Señor. Desde otro punto de partida, lo mismo le ocurrió al apóstol Tomás (Jn. 20, 24-29). También él sufrirá por la dificultad que tiene para unir la vida mortal con la vida gloriosa de Jesús, y por eso querrá tender un puente que las una: las cinco llagas comprobadas con sus propios dedos. Cuando las haya palpado podrá creer que Jesús es el mismo y por tanto que existe la vida gloriosa. Propiamente no estamos ante un caso de «incredulidad», ni de rechazo empedernido, sino todo lo contrario, puesto que lo que Tomás quiere es poder creer, o sea, tener un fundamento para aceptar la gloria de Jesús. Tomás tiene el mismo problema que tenemos los creyentes de todos los tiempos, por eso también pasa por un túnel. En ambos, en María Magdalena y en Tomás, la luz llega de lo alto, de Jesús. Pues está bien claro que los datos que fundamentan la fe cristiana sólo la engendran de verdad cuando los informa la otra luz venida de lo alto: «Nadie puede venir a Mí si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn. 6, 44). 16
cfr. RICHARD Pablo , Hechos de los Apóstoles, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, pp. 704-705.
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cfr. LEON-DUFOUR Xavier, Lectura del Evangelio de Juan: Jn. 18-21. vol. IV, Sígueme, 2001, pp. 160-217.
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cfr. LEON DUFOUR, Xavier. Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Salamanca 1974, pp., 238-260..
La Magdalena recibe esta luz a través de una palabra, cuando Jesús la llama por su nombre: «¡María!» (Jn. 20, 16). Tomás, cuando Jesús se le presenta y se le abre para que toque y compruebe. En ambos casos este momento los incluye en el misterio de la Pascua y les comunica su dinamismo salvador. María ha oído su nombre y ya lo entiende todo. Entenderlo equivale a saber y comprobar que es verdad lo que intuía de Jesús, que no puede morir. Su amor no la engañaba. La realidad superará toda esperanza ya que no sólo ve que aquel Jesús que vió enterrar sigue vivo, sino que, aún siendo la misma persona, ahora vive otra vida superior que va a comunicar a los suyos. De momento María no puede asimilar un mensaje tan grande e insospechado; por eso Jesús tiene que obligarle a que deje de abrazarlo porque ella no sabía ni podía hacer otra cosa como expresión de su gozo. Jesús la desengaña en el sentido de que no vive como cuando estaba con ellos; ahora ya está junto al Padre y prepara allí lugar para cada uno de sus hermanos (cfr. Jn. 14, 1-3). María no debe retenerlo, sino seguirlo de algún modo, comunicando a los suyos la noticia pascual(Jn. 20, 17-18). Cuando este grupo de discípulos pase a ser el de sus hermanos entonces tendrá lugar el abrazo y la unión definitiva de todos con Jesús junto al Padre. Entre tanto hay que acelerar la misión al mundo. El mensaje de Pascua ha de llenar la tierra con su luz y su vida nueva. Esto es lo que entendió María y lo expresó con su proclamación solemne y oficial a la Iglesia: «¡He visto al Señor!» (Jn. 20, 18). Lo mismo confesó Tomás al exclamar diciendo: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn. 20, 28). Así como la Magdalena comprendió el Misterio de Jesús al oír su nombre propio, «María», así ahora también descubre su propia identidad de mensajera pascual al confesar el nombre nuevo de Jesús: ¡Señor! La fe cristiana consiste en confesar que «Jesús es Señor» (Flp. 2, 11). Por boca de Magdalena y de Tomás lo proclama la Iglesia de Juan. De este modo, Pascua es el término final que cierra en un mismo punto el misterio de Dios Padre y del hombre creyente, pues al creer en Jesús como el Señor que nos salva, descubrimos el sentido de nuestra vida que recibimos los creyentes y que hemos de comunicar al mundo.
¡Felices Pascuas!