XVI PREMIO INTERNACIONAL DE NARRATIVA Y POESÍA MIGUEL FERNÁNDEZ
IES MIGUEL FERNÁNDEZ
Coordinan: Cristina Hernández González Rafael Imbroda Puerto
Primera edición: abril 2011 Edita: IES «MIGUEL FERNÁNDEZ» c/ General Astilleros, s/n 52006 Melilla Colaboran: • MINISTERIO DE EDUCACIÓN, POLÍTICA SOCIAL Y DEPORTES Dirección Provincial de Melilla • MINISTERIO DE CULTURA Dirección General del Libro Archivo y Bibliotecas Subdirección Provincial del Libro, la Lectura y las Letras Españolas • CIUDAD AUTÓNOMA DE MELILLA Consejería de Educación y Colectivos Sociales Consejería de Cultura • UNICAJA Diseño y maquetación: AA Fotografía: Miguel Fernández Depósito Legal: 18-2011 Impreso en España Printed in Spain
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Un año más, el IES Miguel Fernández se vuelca en la difusión y el conocimiento de la figura del poeta melillense a través de su Semana Literaria. Si en ediciones anteriores se exploraron líneas temáticas y nervios simbólicos de su poética, como “El amor en la poesía de Miguel Fernández”, “Música y poesía en la obra fernandiana”, “Miguel Fernández: arte y mito”, en esta ocasión, el profesorado del Departamento de Lengua Castellana y Literatura, en colaboración con los Departamentos de Música y Educación Plástica, decidió indagar las múltiples imágenes femeninas que recorren la poesía del escritor melillense con una serie de actividades organizadas bajo el título “Mujeres fernandianas” para toda la semana. Las inclemencias del tiempo impidieron la presencia del conferenciante, J. Muñoz Quirós, así como la de tres de los jóvenes ganadores de los premios de Narrativa y Poesía. No obstante, el acto se llevó a cabo en el hall del instituto y la lectura de poemas y la 5
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exposición de “Mujeres fernandianas”, la representación musical de nuestro alumnado y la ofrenda floral ante la magnífica escultura que el profesor Jesús García-Ligero realizó el año anterior, se convirtieron en toda una jornada de convivencia entre los diversos miembros de la comunidad educativa que disfrutaron de buena poesía, arte y música. Nuestro más sincero agradecimiento al profesorado y al alumnado que cada mes de mayo respalda nuestro compromiso con la obra y la vida de Miguel Fernández. Asimismo agradecemos la colaboración y el apoyo de los diferentes organismos que hacen posible esta publicación: a las Consejería de Educación y Colectivos Sociales y Consejería de Cultura de la Ciudad Autónoma de Melilla; a la Dirección Provincial del ME; a la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas y a Unicaja.
José Manuel Calzado Puertas Director del IES Miguel Fernández
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Si “la poesía es lo que no se descubre”, ¿era posible recuperar la presencia de mujeres, mitológicas, simbólicas o reales, en la poesía de Miguel Fernández? Este interrogante nos planteábamos hace unos meses, cuando comenzó a dar sus primeros pasos el Plan de Igualdad del centro. El propósito no era otro sino averiguar si la poesía de Miguel podía contribuir –como de hecho contribuye– al fomento de la igualdad y el respeto a la diversidad. Esta humilde antología o selección de textos pretende, pues, dar respuesta a nuestro enigma inicial. Resulta evidente que los poemas aquí recogidos suponen una breve muestra del universo fernandiano, un escueto modelo que, no obstante, revela una serie de constantes líricas entorno a la figura femenina desde la perspectiva única del poeta. Bajo el lema de Mujeres Fernandianas, pretendemos poner de relieve las mujeres reales, mitológicas y simbólicas que caminan y cobran voz a través de los versos de Miguel. En este sentido, cobra especial relevancia la faceta creadora y fecundadora de la mujer, bien en consonancia con la magia fertilizante de la Naturaleza (“Nacimiento”, 7
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“La madre”), bien en identificación sincera con la actividad poética (“Poema a Safo”). Sería redundante recordar que la escritura de Miguel se inscribe en lo sagrado, y su óptica de lo femenino responde a esta misma concepción. Así pues, la unión con la mujer amada se erige en revelación órfica y en celebración panteísta (“Esposa”), de tal modo que el ámbito femenino permanece inevitablemente entretejido con la temática amorosa. Sólo así se comprende la recuperación de tópicos de la Antigüedad como el de la dulce herida y la miel fusionados con el código del amor cortés y la atmósfera pastoril (“Regalo de amante”, “Tapices”), atravesados incluso por el bucolismo cortesano del Roman de la Rose y toda la fenomenología erótica alrededor del símbolo de la rosa. Otras mujeres son, en cambio, mitológicas, especialmente de la tradición grecolatina, aunque también hay espacio y voz para la mujer bíblica por excelencia: Eva. A veces, las referencias son directas, aunque lo más frecuente es la aplicación metonímica del mito: la manzana como emblema de la sensualidad de Venus y de la labor agricultora de Ceres (“Manzano”); la polisemia de la Ártemis Efesia o polimasta como Potnia Theron (“Artemisa”); la fertilidad mágica del pie de Afrodita –reseña al lienzo de Botticelli– convertida en bacante de la vendimia como imagen de la unión erótico-amorosa (“Descalza por la hierba y caminante”); el éxtasis rítmico-musical de la unión entre el hermoso cisne y Leda (“Sobre el ombligo un cisne se humedece”); y una imagen clave en la poesía fernandiana, Ariadna, la abandonada en Naxos en “Náufrago fui, por río en tus orillas”, pero siempre como icono primordial de otra serie de imágenes relacionadas con lo femenino: ovillo, tejer, guirnalda, hilar, araña, bordar, urdimbre, trenzar, etc. Por supuesto, “Las hilanderas” de Solitudine (1994) son las tres Moiras o Parcas, las tejedoras-brujas del destino o de la vida, quienes, al igual que “La hilandera en Arruit”, manifiestan lo sagrado femenino ancestral, las mujeres poseedoras de saberes arcanos, telúricos y ctónicos, por la presencia constante de esos hilos-sierpes. 8
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Y ya que tratamos de serpientes, la Eva de “Asuntos del Edén” recoge muchos de los símbolos expuestos en los textos anteriores: la manzana, la víbora, la danza y la ebriedad del bacanal, la Naturaleza idealizada, la magia simpática del cuerpo fecundo… Y todo ello para que el poeta termine construyendo su particular Paraíso Perdido, sólo recuperado en el proceso de la escritura-lectura. La pérdida de la inocencia y el paso del tiempo se concentran en el universo femenino. Sin embargo, uno de los logros poéticos de Miguel, a mi entender, es la capacidad de exportar tópicos y motivos de nuestra tradición allende Occidente. En una suerte milagrosa de sincretismo lírico, la tríada tempus fugit, carpe diem y collige, virgo, rosas se congregan en “Joven india, ataviada con sari, baila un son de Occidente”: ya no hay oros, sino perlas, ni nieve, sino carbón (tempus fugit), como tampoco se cogen las rosas o se aprovecha la primavera, sino que se ha de quemar el sándalo. Hemos dejado para el final a la mujer simbólica. En este caso, “Ofelia”, primer poema publicado en la revista Manantial (1949). No se discute que la Ofelia de Shakespeare es hoy todo un mito, pero en dedos de Miguel se convierte en el símbolo que teje temas universales como el Tiempo, la Tierra, la Muerte, la Mano y el Amor. Más que seguir la conclusión de Bécquer (“símbolo del dolor y la ternura”), la perfecciona, haciendo así exclusivamente suyo el mito. Mujeres reales, mitológicas, literarias y simbólicas. Mujeres de carne, de hueso, de tierra, de verso, de magia o de misterio. Mujeres, al fin y al cabo. Mujeres fernandianas. Cristina Hernández González Coordinadora del Premio Internacional de Narrativa y Poesía Miguel Fernández
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NACIMIENTO
Mujer, que a un sol dorado le sostienes los rayos con tus ojos fijamente, mientras te nimba de sudor la frente un oro, un aguacero por las sienes. Mujer herida por la tierra tienes un tallo núbil que morder doliente, mientras crece la yerba lentamente a un relámpago vas, de un viento vienes. Mujer, cuerpo temblando por la orilla que un mar de sangre eternamente embate, vientre nutricio para la semilla. Mujer que desde el grito a la dulzura, vencedora te hallas del combate del hijo mío y de tu cintura.
Tiempo de milagro (1960-1965)
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LA MADRE
Tú estás en todo mi egoísmo como un lazo sagrado que une mi corazón con tu clara vehemencia. Espera, yo te amo porque así me has nacido, alumbradora dulce de mi cuerpo en tu vientre. Igual que la semilla pareces con el tiempo, materia tan pequeña que fermenta la vida. Oye el viento en las cañas, todo no se deshace si tú quieres, si aprietas los ojos en la niebla. Te estoy diciendo, madre, con la voz más amarga la que nunca ha creado más que estas palabras que son como ese viento de tu pelo colgando. Yo miraba la mano sembradora, los dedos que apuntaban mi nombre sobre tu corazón, allá desde la sombra de mi origen perdido hasta que fui lanzado por amor a tus ojos donde unos peces cruzan con ternura su agua. Y ésta es la heredad que te pesa, los días que hemos comido juntos sin hablar de las cosas, no sirviendo jamás como cansado péndulo que no crea la vida, que va otorgando muerte cada vez que descansa su mirada en los hombres. Espera, yo te amo porque eres sagrada, porque existes igual que una piedra o un río y me vas otorgando en cada anunciamiento la verdad de estas cosas sencillas como el agua. Credo de libertad (1958) 14
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ESPOSA A Lola
Tú cogías mi mano y me guiabas hacia no sé dónde, que era siempre aquel sitio donde no quise ir. Una vez asentados en la fronda de aquellos valles, me decías si era el lugar. Yo asentía sonriendo que era la justeza de la flora que tanto deseaba pero nunca sabía si tal vez de los prados era una playa honda o ese patio enclaustrado con arcos y una poza con mujer cocinando los calderos. No supe nunca en qué lugar del mundo me encontré, pues todo lo existente era poder oírte recibiendo el resbalo de tu mano en mi hombro, y ponerme en la boca el salazón para que más la sed sintiera de inmediato y que yo te pedía con los labios enjutos. No me importó la geografía de aquellos los viajes, sino estar viajándote por tu cuerpo de alpaca descubriendo tus valles y tantos arrecifes de la carne del éxtasis y de tus ventisqueros. Decía que era bello el paisaje, y jamás vi esas cordilleras que tú me señalabas porque sólo mi tierra estaba por tu carne y yo te respondía que la montaña era lo más alto del mundo y que nunca escalé.
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Creí que te engañaba por algo en la concordia, pero tú bien sabías que quién no se inventa los juegos de la magia. Y así, en el gámbito, tú dama siempre me rompías la torre y escalabas la vista para que siempre viera que si era playa honda, que si era bosquecillo o tanta cordillera que te sobrecogía, yo viera por tus ojos lo que nunca aprendí: quedarse para siempre junto a tu carne fértil, la tierra de sazón donde duermo mi gozo. Salvación de la ceguera (1992)
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ASUNTOS DEL EDÉN
Dientes donde tú muerdes el frutal. Una pulpa te anega de dulzura el paladar del goce. Bailas con la manzana dentellada, me la ofrendas tan ebria. Aspersiones el busto; vas bacante hacia el talud donde la pira incendia. Dejas el ramo manzanero, ardes hasta la madurez de los frutales. Recojo luego el poso de ceniza y lo apago en mi sed. Fueran aquellos los jardines míos donde nos expulsaron por la víbora. Bóvedas (1992)
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MANZANO
En el manzano dulce, cómo errar, si es la savia. Paracelso las muerde y dona su sabor. Ungido seas, pues no acritud del árbol derrama el polen adverso. Es Venus quien tal fruto en pubis muestra. Y Ceres ya sin tregua, hiende su poma en los injertos de los pechos mozos. Las flores de Paracelso (1979)
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ARTEMISA
La artemisa colgada volverá al árbol fértil. Si en medio de tal páramo se alza corteza hermosa un día, mas hoy vejada por el rayo, prendedle la artemisa entre sus brotes. Un ramo de cerezas que la sombra custodie, pócima ponga y néctar a los pájaros. En esa algarabía del silencio, donde la araña cuelga sus telares, la artemisa fecunda. Vientre tuyo, doncella de preñez, alumbre seas. Si así, ya paseante de mi mano, un pectoral te viste de artemisas. Las flores de Paracelso (1979)
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“Descalza por la yerba y caminante…”
Descalza por la yerba y caminante a nunca sé qué fuentes donde apuras, copiado el rostro si en brocal procuras linfas bebiendo de menguar menguante. Descalza por mi pecho; va el diamante que uñas en nácar trizan de tan duras, danzantes dedos e ingles aventuras labrando surcos con la sangre errante. Descalza penitencia de extramuros, rasgadas plantas de arañazo espino, sandalias de abandono descuidado. Descalza entre avellanos y conjuros, calza al fin uva prieta para el vino, la danza ebria del lagar bailando. Eros y Anteros (1976)
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“Sobre el ombligo un cisne se humedece…”
(Party borracha)
Sobre el ombligo un cisne se humedece. Es de coral el pico, más de rubí la talla. En el centro del mundo, carne que así se ondula. Y apriétala una mano o un beso la despierta. Cae la túnica ajada y ya es emblema el pórtico que se anuncia tan pronto Venus sube a su monte. Mejor baño no hubiera que aquél que del rocío hiela el recinto cálido que reclama sus goces, si esponjado ese cuerpo, tumba su laxitud. Erguida queda. Tarde ya. Sola en prisión. Pues sí percibe que violada fuera sobre la yerba húmeda. Del jazz y otros asedios (1980)
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POEMA A SAFO I ¿Era un río de música, o eras tú con silencio de las arpas de Grecia y de los lagos, con las trenzas de sueño columpiando estrellas ya dormidas en los montes? ¿Eras así, muchacha, suelta, ave, un velero de sándalo en las islas que te cierran el mar de peces rojos y la playa dorada de palomas? El pie descalzo por la blanca nube, el encendido bosque de campanas que llenaban tu paso, ¿eras tú como un río de música, pasando? II Las ruinas se llenan de nostalgia. ¿Has soñado esa flauta de la tarde, el sol caído o tu mirada nueva? Niña de agua, río acuñado de fuego, mimbre dulce, ¿ha sonado tu voz o tu silencio? III Aquí dejas, sagrada, la majestad del tiempo, como un vino de Naxos, espeso de su púrpura trascendido hasta el suelo donde el amante queda hecho tallo vibrante. Aquí el mar, las colinas,
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y la vestal que ofrece miel y leche, desnuda. La majestad del tiempo insinuando en danza se te queda en la boca, en el claro donaire de un dios adolescente, y así, tiempo de almendras, tiempo de vírgenes, pasas, río de música, muchacha lánguida en el mar seguida por un pájaro de tiempo, por un coro de niños desde el horizonte, [que dicen]: Tu nombre se llama Amor… Tu nombre quema los labios… Ajenos de cuidados (1985)
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“Náufrago fui, por río en tus orillas…”
Náufrago fui, por río en tus orillas. Tú, quieta al borde; linfas van en vilo como quien teje espumas por un hilo que madeja no sabe cuando ovillas. Teje impasible si al amor humillas a ser ahogado y cercenado al filo donde ojos bajos, sin mirar, a estilo van del pez ciego: ciega maravilla. Rescate fuera asirse a la madeja que de tu pelo Ariadna blondo bañas o trepar por tus piernas rompeolas. Cobijo halle quien te cerca y deja su cuerpo nauta que tatuando arañas placer en rabia y el deseo a solas. Eros y Anteros (1976)
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LAS HILANDERAS
Ese bordado que las manos hilan para tu cabezal, han puesto la inicial de tu nombre hacia abajo para que así al dormirte sueñes en los infiernos. Luego, bajo el embozo colocan lengua bífida las brujas hilanderas. Te salvó el cañamazo porque yo vigilaba, y puse las agujas bajo el agua bendita. Solidutine (1994)
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LA HILANDERA EN ARRUIT
La hilandera-ariadna fuera más bien perdida en sus aprecios. Tejía con la urdimbre sus vestidos de espesa lana aventa por sus patios. Los hilos la circundan como sierpes en cuerpos, y reptan bajo el palizal. Tiene extraño sentido de la grey y la distancia, pues lo hilado la abarca envolviendo los campos; y allá, más del recinto, sale y piérdese en tierras bajo el mastín, las cluecas que se empollan. Y escápase el cordel, por lindes del ejido donde se pierde el hilo de su hilar; ojal y borbotones de lana encubierta bajo las haldas; que de tal manera, parece una preñez de vientre negro, amén de las distancias, que es saber que el alcor por donde cazadores abaten, va prendiéndose al hilo de esos menesteres que unos llaman traición; otros, el tiro limpio del hilar y el hilar sobre aquellos que pasan. Fuegos de la memoria (1991)
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JOVEN INDIA, ATAVIADA CON SARI, BAILA UN SON DE OCCIDENTE
La perla por la frente ya es carbón, nunca joya. Has de quemar el sándalo, pues varón se te acerca. Vuelve a tus latitudes y medita en la alfombra; hermoso paraíso fue la tierra que portas; ofrece tus despojos y sé carne en la selva, nunca palafrenera de este reino de obsesos que jamás vio de cerca tus misterios hermosos. Atentado celeste (1975)
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REGALO DE AMANTE
Hoy, mi dueña, he venido con un pocillo rubio de miel entre las manos donde gotea la púrpura de su alado alimento. Quedo en hinojos cual mastín de tu hacienda, que guarda las ovejas y la puerta aposenta por donde va durmiendo tu doncella hermosura. Y pasas y te oreas en las jardinerías cuando extramuros yazgo por si queda reparas que tanta sed me asedia y sólo necesito mis labios comulgantes con una sola gota de esa miel abejada que ha sido mi regalo. Solitudine (1994)
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TAPICES
IV Bajo el tapiz mirábame el lebrel, y le sostuve su altanería. Quedose en el rosal por no saber si es fuente lo que aflora, o la flor es el agua que lava tus sandalias. Silbé al halcón. Y me llegó a la alcándara y en la siniestra lo posé. Tanto jardín en éxtasis: pájaros, búhos, gacelados mármoles. Y pétalos. Y pétalos. Y pétalos. Secreto secretísimo (1990)
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OFELIA El aire fue latiendo entre tus pasos, rociado fruto por tu mismo desnudo, hasta ceñir tu risa entre los hombres heridos por el sol en las estepas. No conoces el Tiempo ni un rumor de vertientes, ni la luz olvidada en los derribos gimiendo en la semilla de ese quieto paisaje que destruyó tu sueño detenido en los astros. La Mano quieta, oculta, de sangre congelada en la frente deshace las venas del silencio, y esa oferta entregada: tu razón en la arena, olvidas en la noche donde tiemblan las aguas No conoces el Tiempo, aunque ese tronco o Tierra por tu voz de ceniza ruede hasta las raíces y esa luna del Norte sea un páramo amargo donde la Muerte hechiza a un Hamlet en los huecos. Ya queda solamente Amor sobre tus parques, y en barandas de niebla de mi gozo, aquel dolor oculto de las horas fue cumpliendo tu nombre en mi camino. Tu destino o demencia, mujer entre las brumas, ese antiguo deseo de un cielo generoso, es tu Amor recordado, que levemente llega como símbolo nuestro de dolor y ternura. Primer texto poético publicado en la revista Manantial, nº 2, 1949, p. 14.
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Melilla, 2010
SALIVA, SANGRE Y CUERO María Hermida Carro Puerto Real (Cádiz)
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SALIVA, SANGRE Y FUEGO María Hermida Carro
Victoria Klein fue una niña curiosa, de las que preguntan todo de lo que se dan cuenta, que no saben y usan palabras de significados desconocidos sólo porque se las oyeron decir al abuelo. Tenía los ojos violetas de su madre, el carácter honesto de su padre y una luz interior semejante a la que se colaba por las ventanas de su gran casa, situada en la misma calle que la de sus tías y su primo Marco. Con Marco pasaba cada tarde del verano, paseando hasta el parque de siempre, correteando las palomas de siempre y luchando contra las mismas bromas pesadas de su otro primo, el pesado de Ricardito. Pero un día, al comenzar su noveno verano, se topó con un hombre especial. De unos 70 años de edad, comidilla de las mentes aburridas del barrio y viejo amigo de su abuelo, aunque ella jamás les hubiera visto intercambiar más de una mirada. A partir de su encuentro con Eduardo, que así se llamaba, ambos tomaron cierto gusto a pasar juntos las tardes en la casa del viejo, compartiendo recuerdos y enseñanzas, curiosidades e intrigas. Aún hoy pienso que aquel anciano antaño incansable viajero, vio en ella el espíritu alegre, jovial y sencillo que qui-
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so para él, mientras que Victoria encontró en Eduardo fuente inagotable de historias y explicaciones a sus impertinentes cuestiones. Digamos que, ocurriese lo que ocurriese, cada tarde Victoria corría hasta la casa de Eduardo, que en nada se diferenciaba de las del resto de jubilados del mundo salvo por su inmensa pared de fotografías enmarcadas, su viejo tocadiscos colocado junto al balcón y los cientos de cuadernos manuscritos que compartían estantes con los libros que le habían acompañado a lo largo del viaje de su vida. Cada tarde la pequeña entraba, se subía a una silla mientras Eduardo se sentaba en la butaca cerca del tocadiscos que encendía junto a la puerta abierta del balcón, consiguiendo que la música reverberara en cada piedra de la calle y haciendo malabarismos para mantener el equilibrio en la silla de madera, escogía una foto de las casi 150 que adornaban la pared del salón. Saltaba desde la precaria estabilidad de la silla, ponía la foto en la falda del caballero jubilado (quien se colocaba sus gafas de cerca) y se sentaba en el taburete que, con el paso del tiempo, firmaría como suyo. Un día de esos, no más especial que cualquier otro de los que componían el verano, no menos remarcable que cualquier comienzo de relato, Victoria corrió como cada tarde hasta su casa. Llamó a la puerta de madera desgastada y Eduardo le abrió con la sonrisa de siempre. Ambos subieron las escaleras hasta el salón, donde, sin mediar palabra, iniciaban su ceremonia. Tercera fila, cuarta por la izquierda. La foto que tocaba aquel día. En ella se podía ver a un Eduardo joven y sonriente, y a su lado una chica que rondaría la misma edad que él, de cabello rojizo, facciones afiladas y ojos brillantes. Brillantes, pero con un deje oscuro. Victoria descolgó la foto con cuidado, saltó de la silla y se la puso en la falda, como la costumbre requería. Cuando se sentó en su taburete, esperó impaciente a que Eduardo levantara la vista de la fotografía. Al ver que éste tardaba más de lo acostumbrado, la curiosidad que la caracterizaba violó la tranquilidad casi religiosa del salón. –¿Quién es, Eduardo? –esbozó su sonrisa de despreocupación, 36
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como quien no quiere realmente saber a quién perteneció el rostro fotografiado. –Hum… Buena elección ésta, muchacha –se llevó la mano huesuda a las sienes y comenzó a hablar. –Hoy me toca hablarte de Amaeda… ¿La ves? La dama escarlata, como yo la llamaba. La libélula pelirroja, la última gran amazona que yo conocí. Era inmensa, tan grande que no encajaba en ningún sitio. Y cuando seas mayor entenderás lo que puede llegar a doler no encajar en ningún sitio –miró a los ojitos inocentes de Victoria, grandes como platos. Intrigada, claro. Eduardo rió por lo bajo ante la imagen. –De acuerdo –sonrió– Veamos, por dónde empiezo… Amaeda olía a noche, a lluvia y a gritos. Su piel pálida y sus ojos verdes contrastaban con el pelirrojo de su pelo y el oscuro de su entraña. Era presa del dolor, dolor que la consumía por dentro. Oscuridad que se tragaba toda luz, todas las esperanzas que nunca llegó a albergar por la vida. Aunque eso no lo supo hasta que la conocí muy cerca. El verano que subí a la ciudad donde ella vivía, buscaba frío y un escondite para las malas sensaciones que me perseguían por estas tierras. Así que partí con poco en los bolsillos, poco en la maleta, pero muchas ganas en el corazón y dispuesto a descubrir otras formas de sentir y de creer. Tomé un tren y en dos días me encontré allí, en la fría y soleada Vitores, a pocos días de celebrar las fiestas patronales. Sin conocer a nadie, me senté en un café a reposar del viaje y a observar cómo las gentes del pueblo hacían vida diaria en una de sus avenidas más transitadas. Y divagando y repasando los detalles de aquella ciudad noble y aristócrata, la vi sentada en una de las mesas del café, algo alejada de donde yo estaba. Quedé extasiado por su cabellera color sangre, sus vestiduras oscuras y, quizás por encima de todo, por el tremendo sosiego que otorgaba a ese su tramo particular de la calle. Parecía como si el tiempo se parase en torno a ella, y sus ojos atravesaran piel y entrañas de cada uno de los que, despistados, no les prohibíamos el paso a nuestras más míseras intimidades. 37
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Para cuando mis ojos dieron con los suyos, me topé con que ella ya me había estado mirando sin yo saberlo. Intimidado por su presencia, agaché la vista esbozando una tímida sonrisa que, para mi sorpresa, ella me devolvió. Acto seguido se levantó, con la sutileza que más adelante yo siempre evocaría nada más recordarla. Se sentó a mi lado como si me hubiera estado esperando, y hablamos. Hablamos hasta la extenuación de mi pueblo, de su ciudad, de nuestras manías, de nuestras preferencias, nuestra vida y nuestra historia. Hablamos hasta el atardecer, cuando me propuso que dejara mi maleta en su casa y me dejara guiar por ella. Que me enseñaría la ciudad, una Vitores que sólo ella conocía iluminada por las gentes de la noche. Superado por la asombrosa capacidad que ella tenía para mantener el control sobre todo, acepté sin recapacitar demasiado. Dejamos mis cosas en el recibidor de su piso y salimos con el énfasis de quienes estaban dispuestos a devorar las calles de esa ciudad fría y quieta. Arropados por el calor de los que pasaban como nosotros la noche tirados por las aceras, el alcohol y la alegría de la víspera de las fiestas patronales regaron nuestros corazones y, mano a mano, viví con Amaeda un sueño con los ojos abiertos. Hoy mismo, sigo sin poder recordar el número exacto de veces que arriesgamos nuestro joven pellejo. Cuando un borracho se burló de mala manera de su vestido y ella le escupió en la cara, cuando la riña de un bar estalló casi sin darnos tiempo a salir, cuando la música nos cegó y el ritmo se adueñó de nuestros músculos y huesos, dejando atrás dolor y cansancio. Atrás, o al menos hasta que se acabaron los bailes. La semana que estuve allí la pasamos de fiesta en fiesta, envueltos en risas y euforia popular, el pueblo en celebración y los buenos momentos acompañados de relatos, poemas, el sonido de la vieja máquina de escribir de Amaeda despertándome cada mañana. Escribía como los dioses aquella mujer. Y la locura pasajera y el desenfreno veían su fin cada noche entre las sábanas de Amaeda… –de repente, Eduardo levantó la vista del marco arañado que antaño soportó alguna que otra capa de barniz y recordó que hablaba con una niña de nueve años, y no se sentía con el 38
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derecho de desvelarle las maravillas que un par de sábanas y una noche memorable podrían albergar. –Victoria… –¿Qué? –¿Sabes quiénes eran las amazonas? –No. ¿Quiénes eran? –Era una tribu de mujeres que vivían en la antigua Grecia, que montaban a caballo, luchaban y gritaban muy fuerte para intimidar a sus enemigos. Eran guerreras y en sus poblados no vivía ningún hombre. ¿Sabes por qué te he dicho que Amaeda era una gran amazona? –No. ¿Por qué? –Pues verás… Ella era así. Fuerte, valiente, segura… Y a la vez tenía muchísimo miedo. Y las personas con más miedo, cuando consiguen enfrentarse a la vida cara a cara, queda demostrado que son las más valientes. –¿Y de qué tenía miedo, Eduardo? –Pues… –hacía tiempo que nadie le hacía esa pregunta. El mismo tiempo que no hablaba de ella, pensó. –Tenía miedo de enamorarse y de que le doliese demasiado. Miedo porque ya le habían hecho daño mucho antes y no quería volver a pasar por lo mismo de nuevo. Por eso, Victoria, si ella estuviese aquí, te diría que nunca te dejes llevar por el miedo. Que fueras más grande que todos tus temores, y lucharas por lo que quisieras. –Entiendo… ¿Crees que yo puedo ser fuerte? –Lo eres, pequeña. Lo eres casi tanto como ella. Aunque aún no lo sepas. –los cansados y azules ojos de Eduardo se humedecieron, y rápidamente sacó un pañuelo de su bolsillo para sonarse la nariz. El silencio se hizo en la habitación, aunque la música volviese a entrar de la calle para besar cada mueble y cada trozo de papel. Victoria miraba a Eduardo, al joven de la foto y al viejo de la butaca. Y mirando a la joven Amaeda, se le ocurrió una nueva pregunta. –¿Eduardo?... –¿Sí? 39
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–¿Qué pasó con ella? –Oh, cierto… Después de aquella semana tuve que volver aquí con mi familia. Las cosas no iban demasiado bien. Aun así le escribía mucho, y ella me devolvía las cartas con mayor o menor regularidad. No era muy buena para aquello en lo que la constancia era requerida. Pero en los meses siguientes a mi vuelta volví a visitarla y ella vino aquí más de una vez, hasta que un día todo terminó. Pasé años sin oír, sin saber absolutamente nada de su existencia. Claro que no me preocupé, sabía que estuviera donde estuviese, se cuidaría muy bien sola. Puede que ese mismo pensamiento lo tuviéramos todos los que callamos y nos apartamos de su lado. Y fuimos nosotros los que la condenamos. Un día recibí una carta de su hermana. Decía que Amaeda había preguntado por mí y si podría ir a visitarla. En un primer momento no comprendí del todo bien las razones que me dio para ella, pero acudí nervioso el día y la hora que se me indicó. Se me citó en una casa que yo no conocía, supongo que pertenecía a su hermana. Estaba en el centro histórico de Vitores, y poseía el aire gastado y oscuro de las viejas mansiones. Mientras subía por la estrecha escalera de piedra, hacía por memorizar cada roce por el pasamanos, cada palmo de pared blanquecina. Los nervios me indujeron hacia un suave y placentero trance. Entré precedido por su hermana de gesto solemne, y pasé directamente al salón. En décimas de segundos identifiqué su olor, mezclado con otro a roble y violetas. La luz de la chimenea no bastaba para, a simple vista, distinguirla entre la oscuridad del salón. Oscuridad que se filtraba por cada ventana desde la calle. Al final, mis pupilas se adaptaron y la encontré. Agazapada bajo una manta, encima de una gran butaca, con el pelo largo y más granate que nunca. Oí a su hermana susurrarme. “Está leyendo de nuevo a Nothomb. Seguro que lo sabías, su libro favorito… Quizás lo único bueno de todo esto es que puede disfrutarlo una y otra vez…” Se dio media vuelta y me dejó solo. Con ella. Entonces pareció darse cuenta de que yo estaba allí, y me clavó su enérgica mirada aceitunada. Las lágrimas me ahogaron inesperadamente, como si estuvieran 40
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apresando con una garra de acero el corazón, e hice todo lo posible por disimularlas. Su gesto cambió y parecía preocupada, se levantó tan esbelta como yo la solía recordar y me tomó en sus brazos maternalmente. “¿Qué te pasa, eh? No estés triste, seguro que no es nada. Ven, siéntate y me lo cuentas. ¿Cómo te llamas?” De repente, su cercanía me abrasaba la piel. Algo se me rompió dentro del pecho y me alejé de ella. No podía ser. Allí estaba, de pie frente a mí, tal y como la dejé. Nada había actuado sobre ella, el tiempo no había pasado más que para mí. Y no sabía quién era yo. Lo sentí en su mirada. Eduardo paró para tomar aire y enjugarse torpemente las lágrimas con el pañuelo. Victoria no acababa de entender lo que le había pasado a Amaeda, así que preguntó sin pensárselo dos veces. –¿Qué le pasaba? ¿Por qué no te conocía?– Silencio. –¿Cómo explicarte?... –Eduardo dudaba– Amaeda tenía… Es igual –el viejo sabía que la pequeña aún no necesitaba saberlo –El problema era que lo olvidaba todo poco a poco. Todos sus recuerdos desaparecían sin más, sin que se diera cuenta. De repente un día, no reconocía ni su propio reflejo. –Entonces… ¿Por eso te preguntó tu nombre? –Exacto, Victoria. Cuando me aparté de su indiferente abrazo, su hermana regresó a aquel oscuro salón. “¡Por la Virgen santísima, Mariela! ¿Qué demonios está pasando?” Ella, agitada, me sacó de la habitación a rastras. En mitad del pasillo esperó a que yo me calmara, aunque aún seguía sin entender qué demonios le pasaba a Amaeda. “A ver, ¿tú qué crees? Por eso era importante que vinieras. Le queda poco tiempo, cada día va a peor. Y una tarde, como si tal cosa, pasa de no saber quién soy yo a preguntar por ti. Si de verdad te importó en algún momento, entra ahí. Aprende a conocerla de nuevo, por mucho que te duela que no te recuerde. Sé que te necesita, aunque sólo ella supiera en su momento por qué.” Sus palabras eran duras, pero leía en sus facciones la preocupación que la llevaba a comportarse así. Callé, la aparté suavemente de mi camino 41
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y entré de nuevo en el salón. El resto de la tarde transcurrió sin alteraciones, cualquiera diría que fue una tarde alegre y cálida. Volvíamos a conocernos, como la primera vez. Cuando me levanté para marcharme, antes de traspasar el quicio de la puerta, ella me llamó por última vez. “¡Eduardo!” Giré la cabeza. “¿Sí?” “Me alegro de haberte conocido. Algo me dice que seremos muy buenos amigos.” Y sin más, volvió a escabullirse debajo de aquella manta. Nada había cambiado, seguía presa. Huidiza, aparentemente estable. Ni el olvido puede cambiar un carácter forjado durante años. Salí a la calle con la terrible convicción arraigada en cada latido y en cada lágrima de que no volvería a verla así, serena y completa. Simplemente, sabía que no volvería a verla. Poco después llegó la carta. Su hermana volvió a escribirme para darme la peor noticia. O la mejor, quién sabe. Y sólo entonces vi verdaderamente clara la tremenda ironía que el destino habría de tener guardada para nosotros. Amaeda era casi atemporal. Nació pura e inmensa y el mundo se la tragó. Sabía cultivar las palabras, elegirlas y hacerlas afiladas como dagas o pomposas como flores. Sabía hacerte sentir único e inimitable, y sabía convertirse en tu único pensamiento cada mañana y cada noche. Quiso ser inmortal, quiso ser un recuerdo imborrable, y el olvido la absorbió desde dentro, como una supernova de oscuridad. Su caballo de Troya, su propio talón de Aquiles. Portadora de su más temida maldición, se consumió en recuerdos para no ser olvidada… Eduardo paró y Victoria supo que no podría continuar. Así que la pequeña saltó desde la cima de su taburete, asió con cuidado la foto enmarcada y la devolvió a su alcayata en la pared. Tercera fila, cuarta por la izquierda. Se acercó de nuevo a Eduardo y le besó las húmedas y arrugadas mejillas, con esos labios melosos e inocentes que sólo los más pequeños utilizan con total sinceridad. –Nos veremos mañana, Eduardo. Duerme bien y ten cuidado con los duendes de las pesadillas. Mi mamá dice que no hay que dejarles acercarse. –pasó sus cortos brazos por el cuello de Eduardo, apretó y se alejó hacia la puerta. Pero justo antes de salir, como hubiera hecha él mismo en la historia que le 42
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acababa de contar, la pequeña se dio la vuelta hizo la última pregunta de la tarde. –¿La querías mucho, verdad? Eduardo abrió los ojos ante la pregunta que nadie había tenido el detalle de formular jamás. –Yo… Yo la amaba –tragó saliva–. Pero ella estaba comprometida antes con el dolor. Y Victoria… Hay veces que, por evitar un daño mayor, es mejor dejar las cosas como están. Aunque sepas que todo acabará mal.
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RELOJES DE ARENA Mª del Carmen Ortuño Costela Granada
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RELOJES DE ARENA Mª del Carmen Ortuño Costela
Caminaba tan lentamente como el acuciante dolor de su rodilla le dejaba, saboreando el salitre del viento como un beso furtivo en los labios. La brisa le envolvía por completo y, cogiéndole la mano suavemente pero con firmeza, le ayudaba a dar un paso, y otro, y otro… Nunca le dejaba solo. Ni tan siquiera en aquellos momentos grises llenos de tristeza y melancolía en los que se desesperaba buscando sin remedio aquello que nunca había encontrado… Hacía tiempo que su cabello se había teñido del color del cielo en un día de lluvia, quizá porque ya no aguantaba más la oscuridad de la noche que le envolvía, o quizá porque el tiempo pesa tanto sobre los hombros que no puede esperar a envejecer todo lo que encuentra en su camino. Su cara era un mar turbio lleno de surcos que relataban en silencio historias tan antiguas que nadie tenía el tiempo suficiente para pararse a escucharlas, de modo que se marchitaban y morían entre efluvios de recuerdos que dolían de solo pensar en ellos. Caminaba despacio. Le gustaba sentir cómo el viento le desafiaba a correr más rápido que él, a elevarse lentamente hacia el atardecer sin miedo a perderse en un bosque de desesperanza o desilusión. Sus pasos, aunque antes imprimían fuerza y confianza allá por donde iban, eran 47
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ahora tan leves y ligeros que dibujaban un tenue camino en la arena. Pero ahora eso a él le gustaba. Prefería olvidar el pasado, aquellos meses de días grises encerrado en paredes que olían a oscuridad y a noche cerrada, con tintes de máquinas que le devolvían la vida a cambio de un precio demasiado alto, que él no quería pagar… Por suerte, todo eso ya había pasado, y ahora tan sólo era un recuerdo que él conservaba a buen recaudo en el olvido. El sol huía de la noche, tan rápido como su estela de luz incandescente le permitía, aunque se mostraba receloso a abandonar el mundo y su bullicio. Él odiaba la oscuridad, su silencio atenazante y amenazador, su mirada impertérrita que parecía conocer hasta aquellos rincones de su alma que incluso él ignoraba, y aquel aliento helado que le susurraba dulces canciones de cuna al oído cuando él ni tan siquiera quería dormir… El agua helada de una ola le mordió sin piedad la piel, devolviéndole a la cruda realidad. La espuma jugueteó antes de morir en la arena, absorbida por un destino rutinario que no podía esquivar por más que quisiera. Sus ojos se entornaron en una línea paralela al horizonte, mientras oteaba el ocaso que se difuminaba entre nubes de algodón deshechas en jirones de lágrimas de sal. Muchas veces se había preguntado por qué lo hacía, por qué cada crepúsculo bajaba al mar en silencio, paseaba descalzo por el oro de la playa y volvía pensativo y sin decir palabra a nadie, caminando bajo un día que se escurría sin remedio entre los dedos de su nuevo anochecer. Quizá porque sabía que la arena de su reloj se agotaba, y que los últimos granos caían sin control a un abismo en el que el tiempo no perdonaba nada… O quizá porque los cantos de sirena del mar le atraían con una fuerza imposible de vencer… Su teoría más acertada era que amaba demasiado la vida. Amaba cada segundo, quizá porque una vez estuvo a punto de perderlos todos 48
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en una de esas esquinas del camino que nunca esperas encontrar. Sabía cuánto valían, y por eso amaba cada momento con tanta intensidad. Disfrutaba de las pequeñas cosas que le regalaba la vida sin esperar nada a cambio… De ese rayo de sol que se escapa con ternura del alba y le acariciaba el rostro surcado de años cada mañana cuando regresaba del mundo de los sueños…de esa gota de lluvia que le empapaba la cara en mitad de una tormenta y le dejaba un sendero de agua furtiva en el alma… O de esas serenatas que entonaba el mar cada día a esa hora en que los amores son de color de plata y el cielo se vuelve cándido como un rubor dorado, mientras la luz iridiscente juega en un cielo olvidado y demasiado oscuro… Lo único que lamentaba era no haberse dado cuenta antes de todo eso. Había necesitado vivir a merced del tiempo con heridas en el cuerpo y en el alma, de ésas que no se pueden curar pero que están ahí, para percatarse de qué había hecho con su vida. Había necesitado vivir con las agujas que le devolvían a la realidad con un dolor lacerante para darse cuenta de que quería seguir en el mundo, de que amaba el viento que golpeaba su ventana en los días en que las hojas morían sin remedio, y que amaba tanto los días fríos de esa estación helada que no quería dejarlos atrás eternamente y para siempre… “Bueno”, se decía, “mejor tarde que nunca.” Y tenía razón. Siempre había sentido que la vida corría unos metros por delante de él, y que, cuando parecía que estaba más cerca que nunca de alcanzarla, doblaba el recodo en el camino y la perdía de vista de nuevo. En cambio, ahora sabía que caminaba junto a ella. Veía sus huellas junto a las suyas, y ambas eran desdibujadas a la vez por las corrientes efímeras del tiempo… Y ya no la dejaría escapar jamás. Sabía que terminaría su sendero con ella, a su lado, y que ambos 49
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volarían juntos y sin remedio a ese lugar que nadie conoce, lejos, muy lejos, donde nadie, ni tan siquiera la brisa de primavera ni la luz evanescente sobre el mar cerúleo pudieran alcanzarles… El sol llamó su atención. Era la hora del ocaso, aquélla en la que a él le encantaba ver cómo sus rayos buceaban en el mar hasta ahogarse en sus propios destellos dorados para, al alba, volver a resucitar de sus cenizas como un fénix de alas áureas que se elevaba demasiado alto en el firmamento. Dejó que el tiempo se fundiera en el crepúsculo, derritiéndose en el reloj de esos momentos, y guardó con premura en su memoria aquel nuevo día bajo la llave escondida del olvido, grabándolo a fuego en su piel y tatuándolo en el alma con la tinta eterna de su felicidad. Volvió sobre sus pasos, imprimiendo de nuevo con fuerza su huella en la arena. Sabía que aún vería muchos ocasos antes del anochecer… Sonrió. Y la vida sonrió junto a él, dando la vuelta a su reloj de arena y dejando caer de nuevo el tiempo con lentitud hacia un nuevo día lleno de auroras y atardeceres, de esos pequeños momentos etéreos de rubíes y esmeraldas. Él caminó despacio, alejándose, con la tranquilidad de saber que tenía toda la eternidad que da el tiempo encerrado en el cristal de un reloj de arena para sí solo, y dejando atrás un crepúsculo dorado de un sol soñoliento, esparcía sus ultimas gotas de luz por un mar infinito.
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SNOW BODIES Ana Repullo S谩nchez C贸rdoba
SNOW BODIES Ana Repullo Sánchez
La luna era roja y mi inconformidad le buscaba. En las manos sostenía sus labios de cristales de espejo, mandrágora y dardos. Una pesadilla de cruel perfección que producía el vértigo al mirarle a los ojos, como dos hojas de otoño que crujen o dos volcanes o dos ciclones. Ahora cerrados, tan cerrados, bajo el sauce, su cuerpo al abandono en profundo sueño aguardaba. Yo por no despertarle tampoco despertaba de mi catarsis infinita, fuego insano y ni arañándome las cuencas jamás podría arrancar la ilusoria imagen que me hacía girar. Él era una figura que desprendía hielo cuando la noche apestaba a podredumbre y su aliento de café tan cerca de mi rostro se volvía hai-ku. Olvidábamos nuestras gestas y las espadas, el egoísmo, las quimeras y las palabras atravesadas (el maldito duende invisible que se metía en el pecho, se atragantaba su nudo en la garganta y por los ojos pretendía brotar. Maldito siempre.) 53
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Allá van, las estaciones grises, el vacío entre los dos y los gritos para sobresalir hablando. Allá van el dolor de cabeza y las batallas por decidir con qué amigos iríamos mañana. Allá van y se pierden, junto con el duende maldito, al país perdido para no regresar. Ahora somos dos cuerpos gélidos sobre la nieve, dos labios rojos que se muerden. Desnudos y en uno para siempre, snow bodies.
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ADIĂ“S Pedro Javier Bueno Ruiz Melilla
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ADIÓS Pedro Javier Bueno Ruiz
Los ojos de Pandora me miraron transmitiendo así vana esperanza, noche bohemia y sin holganza, las grandes pitonisas no fallaron. Decían: sin amada, despojado, sin sentido entre los brazos de la nada, quedaría en el olvido, olvidada, lo que fue en tiempos sino y hado. Nada me queda ahora que no estás, nada tengo, nada soy, yo sin ti, pues mi alma estuvo a tu presencia atada. Atada, presa, esclavizada a mí era un leve soplo que embriagaba a todas las diosas que hay en ti.
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Como cada año, la Semana Literaria dedicada a nuestro poeta melillense se nutrió de interesantes actividades organizadas a partir de la temáticas “Mujeres fernandianas: mujeres en la literatura”. Así, el centro pudo disfrutar de la exposición “Mujeres fernandianas”, basada en la selección de textos que se encuentra en esta publicación. Asimismo, la poeta y profesora Rocío García Linares compartió con el alumnado del centro sus versos y ofreció una charla en la que se analizaban las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías (blogs, foros, páginas web) para la difusión y la creación poéticas. Además, y como viene haciéndose desde hace unos años, la comunidad educativa se complació en asistir a la interpretación de canciones del alumnado de Armando Pelayo, así como a la dramatización del profesorado de las profesoras Mª Carmen Ruiz y Mª Carmen Ferrón. Las profesoras del Departamento de Lengua Castellana y Literatura, junto con la profesora de Audición y Lenguaje, Encarnación Díez Sánchez, llevaron a cabo una serie de actividades con los alumnos de 1º y 2º de ESO. Dichas actividades, que giraron en torno al tema de la mujer, consistieron en una breve síntesis del papel de la misma desde la antigüedad hasta nuestros días y una presentación de mujeres cuya labor ha sido reconocida en diferentes campos: científico, filosófico, artístico, deportivo... Además de ello, los alumnos interpretaron una serie de poemas musicados, realizaron la coreografía de una canción y representaron un mimo abogando por la igualdad de la mujer en la sociedad actual. PROGRAMA DE ACTUACIONES • ADÁN Y EVA • Poema: NO QUIERO de Ángela Figueroa • HISTORIAS DE MUJERES • Poema: LIBRE TE QUIERO de Agustín García Calvo • Poema TE QUIERO de Mario Benedetti • GLORIA FUERTES: AUTOBIOGRAFÍA • Mimo: MUJER • Canción: MÁS MUJER de Marta Sánchez y Malú 59
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RELACIÓN DE ALUMNOS QUE PARTICIPARON EN ESTAS ACTIVIDADES: 1º A: • Kauzar Abdelkader Mohamed • Ana Isabel Esteban Martínez • Laura López Utrera • Lidia Ramírez Sánchez • Julio Salom Coveñas • Yasmina Tahar Mohamed
2º C • Dania Ahmed Mohand • Alejandro Azaustre Monfillo • Marwa Chafchaouni Mohamed • Safa Chafchaouni Mohamed • Mª Victoria González Aguilera • Carolina Martín Cano • Diana Mizzian El Makrani
1º B: • Dina Atrari Embark • Ahlam Fikri Dris Hamed • Sheila Mimon Hamed • Dina Mohamed Aakcha • Mª José Rodríguez Pérez • Mª Luisa Zamudio Merchán
2ª D • Minerva Calvo Salvador • Álvaro Cano Díaz • Mª José Castillo Herrera • Aitor Haddu Vico • Manal Ratbi
1º C • Sonia Ibáñez Armili • Cristian Martín González • Mª José Meana Cerrato • Atilano Mígueles Ruiz
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Fotografías tomadas por Miguel Fernández, alumno del IES Miguel Fernández
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Como cada año, la semana dedicada a Miguel Fernández se convierte en una jornada de convivencia entre los diversos miembros de la comunidad educativa
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El Director del IES Miguel Fernández, don José Manuel Calzado, inaugurando el acto y agradeciendo a los asistentes su presencia
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Cristina Hernández González y Juan Ángel Berbel Galera, coordinadora y presentador del XVI Premio Internacional “Miguel Fernández”
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El alumnado del centro recitó diversos poemas de Miguel Fernández seleccionados este año bajo la temática “Mujeres fernandianas”
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El alumnado de Armando Pelayo, como en años anteriores, amenizó el acto con su interpretación musical
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Dolores Bartolomé haciendo entrega del Segundo Premio de Poesía a Pedro Bueno Ruiz
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Pedro Bueno Ruiz, ganador del Segundo Premio de Poesía y alumno del IES Miguel Fernández, compartió con los asistentes su hermoso soneto titulado “Adiós”
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Marisol Galán se encargó de la interpretación por parte de su alumnado del himno del IES Miguel Fernández mientras se realizaba la ofrenda floral.
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El momento de la ofrenda floral, a cargo de dos alumnas del centro, en la escultura realizada por el artista y profesor Jesús García-Ligero
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MIGUEL FERNÁNDEZ Realizado por el profesor y escultor Jesús García-Ligero
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Índice
INTRODUCCIÓN José Manuel Calzado Puertas........................................................................... 5 MUJERES FERNANDIANAS Cristina Hernández González.......................................................................... 7 MUJERES FERNANDIANAS. POEMAS SELECCIONADOS......................... 11 XVI PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA Y NARRATIVA MIGUEL FERNÁNDEZ....................................................................................... 31 Saliva, sangre y cuero (Primer Premio de Narrativa) María Hermida Carro................................................................................ 33 Relojes de arena (Segundo Premio de Narrativa) Mª del Carmen Ortuño Costela.................................................................. 45 Snow Bodies (Primer Premio de Poesía) Ana Repullo Sánchez.................................................................................. 51 Adiós (Segundo Premio de Poesía) Pedro Bueno Ruiz....................................................................................... 55 ACTIVIDADES PROGRAMADAS PARA LA SEMANA LITERARIA DEL XVI PREMIO INTERNACIONAL.............................................................. 59 IMÁGENES PARA EL ENCUENTRO................................................................. 63
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