Lo que aprendí leyendo

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66 especial lecturas

Lo que aprendí leyendo... AUTOAYUDA SEXUAL por ana maría shua, escritora

Hay libros que dejan huellas. En estos días de Feria del Libro, les pedimos a los autores de las siguientes columnas que nos cuenten qué enseñanzas les dejaron sus lecturas. producción: mauro fulco y daniela rossi ilustración: estikma

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Los chicos argentinos de los años cincuenta nos lanzábamos como pajaritos hambrientos sobre cualquier migaja de información sobre el sexo, un tema que seguía siendo, en familia, algo peor que prohibido: ignorado, como si no existiera. La literatura nos ayudaba de muchas maneras. Una de mis compañeras de la primaria había descubierto en la biblioteca de sus padres un libro del que muchos adultos hablaban con escándalo. Se llamaba Setenta veces siete y su autor era un tal Dalmiro Sáenz. Nuestra amiga leía todos los días alguna “parte”, dejaba otra vez el libro en su lugar en el estante más alto, para que sus padres no se enteraran de lo que estaba haciendo, y se reservaba para el recreo largo. Entonces, durante diez intensos minutos, nos reuníamos en el baño de mujeres y Liliana nos contaba las “partes” que había leído. Buscábamos malas palabras en el diccionario y nos producía

gozo y asombro descubrir que un documento tan solemne pudiera albergar términos como “culo”, “puta” o “vagina”. En el año ’60 mi madre había empezado a estudiar Psicología en la Universidad de Bs. As. y en casa había un libro de biología (el Vilée) con ilustraciones que me permitían jactarme ante mis compañeras. También nuestra biblioteca tenía estantes altos. Muy arriba de las memorias de Churchill, a varios estantes de distancia de El cerco se cierra, encontré dos libros prodigiosos: Miserias y grandezas de la vida sexual y La sexualidad femenina. El primero era un libro en el que un médico recopilaba (o inventaba) cartas de sus pacientes consultando dudas sexuales: me otorgó muchos momentos de horror y fascinación. Hoy las llamarían las faq (frequently answered questions) del sexo. Recuerdo apenas una información chocante: al parecer los hombres no tenían una reacción tan automá-

tica, impecable y misteriosa a la desnudez femenina como en los chistes que me contaban mi compañeras. Podían surgir problemas que el lenguaje alusivo del texto apenas me dejaba atisbar. En La sexualidad femenina aprendí que las mujeres no tienen por qué ser frígidas si realmente se proponen no serlo. Eso sí: evitar la frigidez exigía una compleja serie de ejercicios físicos para fortalecer los músculos del perineo que nunca tuve fuerzas para comenzar. Para no quedar embarazadas, enseñaba el libro, no existe nada tan práctico, sencillo y efectivo como un pesario. Nunca hasta ahora conseguí saber qué es exactamente un pesario, y hoy prefiero no resolver ese misterio de infancia. Pocos años después, casi todas las chicas de mi generación y de mi medio social leían con sus novios, deseosas y angustiadas, un libro que definió como pocos a los años ’60: eran las Técnicas sexuales modernas, de Robert Street. Lo tengo aquí, al lado mío mientras escribo esta nota y hoy me resulta absolutamente desopilante. Escrito en 1959 para lectores norteamericanos, el libro es una muestra cabal de las contradicciones de la época, la intención de ruptura y la carga de represión actuando en simultáneo. La idea general del libro es convencer a sus lectores de que el sexo no es algo antihigiénico y repulsivo sino una actividad perfectamente decente e incluso normal dentro del matrimonio. Para persuadirlos de que es posible y aceptable el sexo oral, incluye una descripción del beso en la boca como un intercambio de restos alimenticios, fluidos y bacterias tan desagradable que está a punto de conseguir el efecto contrario y que la gente deje de besarse de una vez por todas. “La mujer es recatada por naturaleza”, cree el pobre Street. “Esta pauta de conducta es más instintiva que otra cosa. Normalmente es escrupulosa respecto a todo lo que choque con su innata

aversión a la desnudez”. Mirando hacia atrás, compadezco a esas parejitas de adolescentes tan preocupadas por el paso trascendental que estaban a punto de dar. Angustiosa responsabilidad la del muchacho, que iba a quitarle a su novia un don irremplazable, la preciosa virginidad... Aunque nunca se lo hubieran confesado entre ellos, las Técnicas sexuales modernas eran lo más parecido a la pornografía que un joven de buena familia podía haber aceptado compartir con su novia. Llegar al punto en el que una mujer podía estar lista para tener relaciones sexuales parecía algo dificilísimo, que exigía conocimientos de anatomía y una precisión absoluta. Algunas instrucciones eran agobiantes en su detallismo. La estimulación en las zonas erógenas de la mujer, por ejemplo, debía completar una serie de pasos que incluían pausas programadas: “La primera pausa debe ser de aproximadamente cinco segundos, la segunda de ocho segundos, la tercera de diez segundos, la cuarta, de doce segundos”. ¿Bastaba contar lentamente o habría que conseguir un cronómetro? Las instrucciones estaban montadas sobre una base teórica que voy a citar, porque no necesita comentarios: “Físicamente, el hombre es fuerte y la mujer es débil. Intelectualmente, el hombre es lógico; la mujer, emotiva. Espíritualmente, el hombre es duro; la mujer, suave. (...) El hombre proporciona el ingreso, la mujer gobierna el hogar. Este es el modelo, un perfecto sistema de contrapesos. Las excepciones no cuentan”. Dicen que a Henry James le bastó espiar la habitación de cierta señora por el ojo de una cerradura apenas unos minutos para escribir Retrato de una dama. No voy a revelar si fueron los libros de autoayuda sexual los que me dieron la información necesaria para escribir Los amores de Laurita. Los lectores no tienen por qué saberlo todo · Edición 12 | mayo 2011


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