Lo que aprendí leyendo

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66 especial lecturas

Lo que aprendí leyendo... AUTOAYUDA SEXUAL por ana maría shua, escritora

Hay libros que dejan huellas. En estos días de Feria del Libro, les pedimos a los autores de las siguientes columnas que nos cuenten qué enseñanzas les dejaron sus lecturas. producción: mauro fulco y daniela rossi ilustración: estikma

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Los chicos argentinos de los años cincuenta nos lanzábamos como pajaritos hambrientos sobre cualquier migaja de información sobre el sexo, un tema que seguía siendo, en familia, algo peor que prohibido: ignorado, como si no existiera. La literatura nos ayudaba de muchas maneras. Una de mis compañeras de la primaria había descubierto en la biblioteca de sus padres un libro del que muchos adultos hablaban con escándalo. Se llamaba Setenta veces siete y su autor era un tal Dalmiro Sáenz. Nuestra amiga leía todos los días alguna “parte”, dejaba otra vez el libro en su lugar en el estante más alto, para que sus padres no se enteraran de lo que estaba haciendo, y se reservaba para el recreo largo. Entonces, durante diez intensos minutos, nos reuníamos en el baño de mujeres y Liliana nos contaba las “partes” que había leído. Buscábamos malas palabras en el diccionario y nos producía

gozo y asombro descubrir que un documento tan solemne pudiera albergar términos como “culo”, “puta” o “vagina”. En el año ’60 mi madre había empezado a estudiar Psicología en la Universidad de Bs. As. y en casa había un libro de biología (el Vilée) con ilustraciones que me permitían jactarme ante mis compañeras. También nuestra biblioteca tenía estantes altos. Muy arriba de las memorias de Churchill, a varios estantes de distancia de El cerco se cierra, encontré dos libros prodigiosos: Miserias y grandezas de la vida sexual y La sexualidad femenina. El primero era un libro en el que un médico recopilaba (o inventaba) cartas de sus pacientes consultando dudas sexuales: me otorgó muchos momentos de horror y fascinación. Hoy las llamarían las faq (frequently answered questions) del sexo. Recuerdo apenas una información chocante: al parecer los hombres no tenían una reacción tan automá-

tica, impecable y misteriosa a la desnudez femenina como en los chistes que me contaban mi compañeras. Podían surgir problemas que el lenguaje alusivo del texto apenas me dejaba atisbar. En La sexualidad femenina aprendí que las mujeres no tienen por qué ser frígidas si realmente se proponen no serlo. Eso sí: evitar la frigidez exigía una compleja serie de ejercicios físicos para fortalecer los músculos del perineo que nunca tuve fuerzas para comenzar. Para no quedar embarazadas, enseñaba el libro, no existe nada tan práctico, sencillo y efectivo como un pesario. Nunca hasta ahora conseguí saber qué es exactamente un pesario, y hoy prefiero no resolver ese misterio de infancia. Pocos años después, casi todas las chicas de mi generación y de mi medio social leían con sus novios, deseosas y angustiadas, un libro que definió como pocos a los años ’60: eran las Técnicas sexuales modernas, de Robert Street. Lo tengo aquí, al lado mío mientras escribo esta nota y hoy me resulta absolutamente desopilante. Escrito en 1959 para lectores norteamericanos, el libro es una muestra cabal de las contradicciones de la época, la intención de ruptura y la carga de represión actuando en simultáneo. La idea general del libro es convencer a sus lectores de que el sexo no es algo antihigiénico y repulsivo sino una actividad perfectamente decente e incluso normal dentro del matrimonio. Para persuadirlos de que es posible y aceptable el sexo oral, incluye una descripción del beso en la boca como un intercambio de restos alimenticios, fluidos y bacterias tan desagradable que está a punto de conseguir el efecto contrario y que la gente deje de besarse de una vez por todas. “La mujer es recatada por naturaleza”, cree el pobre Street. “Esta pauta de conducta es más instintiva que otra cosa. Normalmente es escrupulosa respecto a todo lo que choque con su innata

aversión a la desnudez”. Mirando hacia atrás, compadezco a esas parejitas de adolescentes tan preocupadas por el paso trascendental que estaban a punto de dar. Angustiosa responsabilidad la del muchacho, que iba a quitarle a su novia un don irremplazable, la preciosa virginidad... Aunque nunca se lo hubieran confesado entre ellos, las Técnicas sexuales modernas eran lo más parecido a la pornografía que un joven de buena familia podía haber aceptado compartir con su novia. Llegar al punto en el que una mujer podía estar lista para tener relaciones sexuales parecía algo dificilísimo, que exigía conocimientos de anatomía y una precisión absoluta. Algunas instrucciones eran agobiantes en su detallismo. La estimulación en las zonas erógenas de la mujer, por ejemplo, debía completar una serie de pasos que incluían pausas programadas: “La primera pausa debe ser de aproximadamente cinco segundos, la segunda de ocho segundos, la tercera de diez segundos, la cuarta, de doce segundos”. ¿Bastaba contar lentamente o habría que conseguir un cronómetro? Las instrucciones estaban montadas sobre una base teórica que voy a citar, porque no necesita comentarios: “Físicamente, el hombre es fuerte y la mujer es débil. Intelectualmente, el hombre es lógico; la mujer, emotiva. Espíritualmente, el hombre es duro; la mujer, suave. (...) El hombre proporciona el ingreso, la mujer gobierna el hogar. Este es el modelo, un perfecto sistema de contrapesos. Las excepciones no cuentan”. Dicen que a Henry James le bastó espiar la habitación de cierta señora por el ojo de una cerradura apenas unos minutos para escribir Retrato de una dama. No voy a revelar si fueron los libros de autoayuda sexual los que me dieron la información necesaria para escribir Los amores de Laurita. Los lectores no tienen por qué saberlo todo · Edición 12 | mayo 2011


68 especial lecturas

Lo que aprendí leyendo... A FRANCIS MALLMANN

Lo que aprendí leyendo... A SIGMUND FREUD

por josé maría brindisi, escritor

por bernardo stamateas, psicólogo, sexólogo, pastor y best seller de autoayuda

Así como el Gato Dumas retornó en sus últimas épocas, en compañía de su compinche Ramiro Rodríguez Pardo, a la sencillez y al clasicismo demoledor de los platos que en sus raíces contienen la esencia de media Europa (después de todas sus genialidades y exabruptos; y también de algunos papelones, y si no, recuerden las montañas de hamburguesas que preparaba en las divertidísimas noches de América), el inefable Francis Mallmann decidió abandonar hace ya un tiempo el despotismo de la alta cocina francesa, toda su sofisticación y sobreactuación y refinamiento a veces ridículo para ir detrás de los orígenes: los propios, ya que su infancia transcurrió en la Patagonia, pero también los de ciertas corrientes gastronómicas cuya identidad parte de los frutos de la tierra americana, y más allá, al origen de todo, es decir, el hombre, el mundo, la existencia misma. Ese largo recorrido inverso hacia la sencillez se tradujo en un diálogo cara a cara con uno de los cuatro elementos esenciales: el fuego. “El fuego tiene su propio idioma, que se habla en el reino del calor, el hambre y el deseo. Habla de alquimia, de SH 68

misterio y, por sobre todo, de posibilidades. Es una voz somnolienta dentro de mí. La bestia omnipresente en mi alma. Va más allá de las palabras y de la memoria, viene de un tiempo muy anterior a mis recuerdos”. Semejante declaración de amor y de principios antecede a las páginas de Siete fuegos, el libro que escribió en colaboración con su amigo Peter Kaminsky, cuya edición local se distribuyó en los últimos meses. Aunque contiene un número importante de recetas, lo fundamental es que Mallmann logró plasmar allí una filosofía personal, que no puede ser reducida pero sí descripta significativamente en función de las tres imágenes que pueblan la tapa: unas endibias caramelizadas, un jugoso lomo con unas hierbitas, y en el centro el cocinero-escritorfilósofo, en su physique du rôle incomparable, espátula en mano dando vuelta —sobre su adorada chapa— lo que aparentan ser unas verduras y unos bifecitos, quizá de cordero. El libro es la continuidad, en otro formato, del programa que Mallmann realizó durante un tiempo para la señal elgourmet.com y que para muchos de nosotros fue una sorpresa, muy brevemente, y luego una revelación. Para todos los que de vez en cuando, o bastante seguido, nos habíamos roto la espalda y descerebrado sobre una sartén tratando de mostrarnos con desprejuiciada naturalidad como herederos de una tradición insobornable, los pocos minutos durante los cuales alguna vez Mallmann hacía por televisión su propia versión del Revuelto Gramajo se parecieron a un nuevo nacimiento. Existen muchas versiones del mismo, decía el Maestro, pero

en este caso él prefería la más simple. ¿Es decir? Unos huevos batidos, en medio unas papas fritas, sal, ¿pimienta? Listo. Eso sí: mientras freía las papas (lleva tiempo) conversaba con el viento, la tierra, el agua, y por supuesto, el fuego. Antes de eso, se había arremangado los pantalones para ir a pelar papas sumergido en el lago, haciéndonos comprender que la relación con la comida va mucho más allá de lo pragmático. Tomates quemados, papas aplastadas, naranjas chamuscadas: el fuego todo lo puede. Las emisiones de sus programas se sucedían mientras presenciábamos lo que Mallmann hacía con ganas de estar ahí, de compartir cosas con él, de echarle limón al pescadito, pero sobre todo admirábamos la capacidad para venderle a alguien un formato televisivo que resultaba casi inasible. La lectura de Siete fuegos nos ayuda, ahora, no a desnudar sus misterios —nadie querría hacerlo, por otra parte— pero sí acompañarlos con otra intensidad. En lo personal, leer su libro —y desde antes admirarlo de manera incondicional— me llevó a terminar de comprender, o quizá debería decir empezar a, que en la escritura y en la vida es imposible y hasta ridículo tratar de llegar a la simpleza sin haber atravesado los siete mares. La precisión, para un escritor, la economía que no renuncia a la belleza, se obtiene después de haber incendiado cuanto adjetivo se nos puso

delante. También aprendí de Mallmann la convicción, en las sobremesas y las reuniones aburridas, para decir lo que sea, en tanto se lo diga ciegamente convencido. Es usual en mí decir algo y, a los cinco minutos, darme cuenta de que acabo —sin intención— de decir exactamente lo contrario, y es usual también que nadie lo advierta. Lo importante es decir algo, ¿no? Debí haber comprendido, hace diez o doce años, cuando estaba acodado en la barra de un bar y de pronto advertí que a mi lado, en posición simétrica, estaba Francis Mallmann, que no había retorno. Quiero decir que debí comprender dos cosas: iba a pasarme el resto de la vida imitándolo secretamente; y que en comparación con él no hay modo de no sentirse un mediocre. En la lectura de Siete fuegos, por estos días, aprendí además otra cosa fundamental, aunque quizá deba decir que encontré mi destino. Así como Borges se preciaba de ser un buen lector antes que un correcto escritor, quizá mis logros personales tengan más que ver con el modo en que aprendí a disfrutar de oler un melón maduro, observar cómo el viento acaricia unas lechugas, o finalmente saber elegir el restaurante adecuado y, luego, el plato que nos impida pegar un ojo de tanta incontenible felicidad. Quizá deba juzgárseme por eso, digo, y no por otra cosa. Mis libros, casi seguro, pasarán. La memoria del fuego queda ·

Leyendo a Freud aprendí que el ser humano es mucho más complejo de lo que vemos a simple vista. Aprendí que tenemos un área inconsciente que nos hace actuar de maneras que no entendemos. Aprendí que el síntoma es un lenguaje, que está explicando algo que nos sucede. Por ejemplo, en quienes se comen el pelo, o aquella persona que tiene fobias, esos síntomas están hablando de un conflicto; de algo interno no resuelto. Aprendí la importancia de escuchar a la gente con lo que se denomina atención flotante, que se trata de escuchar todo lo que te cuentan en general prestando atención a todo por igual, más allá del énfasis que le ponga el interlocutor. Estoy seguro de que eso me sirvió para escuchar a la gente empáticamente; interesándonos sinceramente en el otro; de allí surgen los temas de las charlas y de los libros… Muchas veces es necesario hacer silencio y brindarle al otro el lugar para que exprese sus ideas. Esto es clave ya que necesitamos dejar de creer que lo sabemos todo y continuar aprendiendo. Peter Druker dijo: “Mi mayor fortale-

za como asesor es ser ignorante y hacer algunas preguntas”. En este sentido, en las consultas a un terapeuta, es clave que este pueda transmitir respeto; la gente puede o no escuchar tus palabras, pero siempre percibirán tu actitud. Así lo entendió Sam Walton e implementó en la Fundación Walmart la regla de los tres metros, por medio de la cual, los empleados se comprometían de la siguiente manera: “Durante este día prometo, que cada vez que un cliente esté a menos de tres metros de mí, le sonreiré, lo miraré a los ojos y lo saludare”. En esto de conectarnos con el otro, el hecho de ser el primero en ayudar a alguien nos hará ser recordados; pensemos en las veces que necesitamos ayuda, ¿quién fue el primero que nos la brindó? Seguramente lo recordaremos con agradecimiento. Le agradezco a Freud todo lo que aprendí de él ·

Edición 12 | mayo 2011


70 especial lecturas

Lo que aprendí leyendo... LA BIBLIA

Lo que aprendí leyendo... LOCURAS DE ISIDORO

por víctor maytland, productor y director porno

por jacobo winograd

Fui muy lector desde siempre. Toda la primera etapa de mi vida me la pasé leyendo, hasta más o menos los 40 años. Un autor que me impactó mucho fue Gabriel García Márquez, y creo estar en condiciones de afirmar que la Biblia me dejó más enseñanzas profesionales que Memorias de una princesa rusa, que puede ser una lectura obvia para mi género. Demasiado obvia, pero la inspiración puede encontrarse en los lugares más recónditos. Tengo que admitir que tomé elementos de la Biblia para mis películas. Aunque parezca mentira, en ese libro hay de todo, hasta escenas de sexo grupal. En Sodoma, por ejemplo, hay escenas grandiosas de sexo grupal y también sexo con mujeres vírgenes. Es una fuente de inspiración no solo para mis realizaciones, sino para la vida en general. Me refiero a valores profundos que no están relacionados con el sexo, claro. La Biblia me inculcó por ejemplo el respeto por la familia y por los valores básicos de la vida humana. Pese a estar en el rubro de las películas pornográficas, para mí la familia es intocable y sagrada, y esos —sin dudas— son valores bíSH 70

blicos. Y me gusta aclarar que no soy religioso. Lo que voy a decir puede ser polémico: La Biblia está plagada de las más variadas escenas porno. Incestos como el de Lot con sus hijas, traiciones como la de Sansón y Dalila, seducción, el mismo Onán. Lo más frecuente es el incesto. Padres con hijas, hermanos con hermanas, familiares que miran cómo sus parientes tienen sexo. La variedad de alternativas sexuales es grande. Si uno es buen lector, el libro tira el guiño del incesto en algunas oportunidades y en otras es bastante explícita, aunque esa conducta se intentó tapar en los siglos posteriores. Es un reflejo de aquellas sociedades en las que todo era más laxo y sin tantas represiones. Como realizador, si hubiera tenido la plata y los medios, me habría encantado hacer mi versión de Sodoma y Gomorra, con todas las escenas posibles de las diferentes alternativas, pero ¿cómo hacés para financiar semejante trabajo? Mi idea hubiera sido filmar una superproducción al estilo Calígula, la película que Tinto Brass hizo en 1979 con Malcom Mac Dowell y Helen Mirren. Algo bien visible, de buena factura, con buena calidad. Quiero remarcar que a lo largo de mi carrera nunca me metí con la Iglesia, pero ellos tampoco se metieron conmigo. Es un código que no rompimos nunca. Ninguna de las dos partes. Los italianos tienen infinidad de películas de temática porno con curas y monjas; les gusta hacer porno con temas religiosos, y además tienen un público que les demanda eso. Hay una película que se llama Sacro e profano, del director Mario Salieri, que es un clásico del

género. Yo nunca hice una de esas características, pero eso sí, si bien no soy especialista en religión hice una escena parodiando El exorcista. Fue en mi película Scary sexmovie; en ella los dos curas exorcistas tenían sexo duro con la poseída ·

Isidoro siempre fue mi ídolo. De chiquito quería parecerme a él, y creo que con el correr de los años lo logré. Me considero un Isidoro contemporáneo. Cuando leía esa historieta creada por Dante Quinterno tenía 12, 13, 14 años; no muchos más. Después me dediqué a mirar minas en bolas. Playboy, más que nada. Y decí que Venus no existía, si no también lo hubiera mirado. Mujeres desnudas por todos lados. A Isidoro Cañones le gustaba el casino, el juego y las mujeres como a mí. A él lo retaba su tío, el Coronel Urbano Cañones; en mi caso era mi viejo el que intentaba controlarme y el que después me terminaba cagando a pedos. ¡Le hice cada quilombo a mi viejo, pobre! Con el personaje de Isidoro teníamos muchas cosas en común: los dos comíamos lomitos en el mejor lugar de Buenos Aires, La Rambla, en Posadas y Ayacucho; iba a bailar a los mismos boliches que yo, como Bwana Live, que quedaba en Recoleta y donde se pasaban muy buenas noches, mucha diversión. En definitiva, nos movíamos en los mismos lugares. Y además siempre tenía un vaso de whisky a mano. Era

un fanático del scotch. Como yo. Es una vida paralela la que tengo con Isidoro Cañones. Lamentablemente, no hay más playboys, es una figura que se terminó cuando cerró Mau Mau, donde me dieron dos veces el premio al hombre de la noche, en el año 1986 y en 1990. Hoy no existen los playboys, son todos biri biri, todo grupo. ¿Estamos locos? ¿De qué playboy me hablan? Hoy aparecen como figura tipos que le regalan un collar de tres millones de dólares a una mina o que le compran un auto. Les hacen creer a los periodistas y a la gente que son millonarios. No me hagan hablar de más, por favor, que todavía no puedo comprometer a determinada gente.

¿Qué playboy conocen? Nómbrenme a uno. La Argentina es un país emergente. En un contexto económico como el nuestro no hay chance de que exista esa figura del bon vivant, del playboy. ¿Podríamos decir que Franco Macri es uno? ¡Pero por favor, no me hagan reír! No es sólo una cuestión de plata. Ser millonario no significa ser un playboy, pero eso a mucha gente le cuesta entenderlo. Billetera mata galán es mi libro más exitoso. El título nació de una frase que siempre dije y que creo es una verdad de la vida. Incluso, como buen Isidoro, he llegado a vivirla y a disfrutarla. De tanto repetirla en los medios se convirtió en un latiguillo, y de ahí llegó a la tapa del libro.

Para escribir mis tres libros he tomado algo del estilo de las historietas de Isidoro Cañones, cierto tono naif en el relato, pero tampoco tanto. Y no me resultó nada difícil hacerlo. Simplemente me bastó recordar vivencias mías. Soy el que hizo saltar la banca en el casino de Mar del Plata, el que manejaba Mercedes Benz de todos los colores y de los modelos más nuevos, el que entraba a Mau Mau como si fuera mi casa y el que paraba en el Hotel Sheraton, donde me conocían todas las mujeres, incluso para presentarles a mis amigos, porque además siempre fui generoso con ese tema. Si eso no es ser un playboy, explíquenme qué es. Para mí, eso es ser Isidoro ·

Edición 12 | mayo 2011


72 especial lecturas

Lo que aprendí leyendo... SEMANARIO DE LO INSÓLITO

Lo que aprendí leyendo... AVISOS FÚNEBRES

por pablo marchetti, periodista, co director de la revista barcelona

por ricardo péculo, tanatólogo

No me gusta mucho la palabra “bizarro”. Me parece un término vencido, trillado, poco feliz. Por eso prefiero no usarlo demasiado. Sin embargo, siempre hay un pero. Y esta vez me gustaría hacer una excepción con el término “bizarro” y confesar que no se me ocurre nada más certero para definir a un medio cuya lectura marcó mis inquietudes y mi desarrollo profesional posterior. Me refiero al

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bizarrísimo Semanario de lo Insólito (S.I., a partir de ahora), una publicación mexicana que no solo es muy bizarra, sino que además da la sensación de que el término le queda chico. Lo confieso: siempre me gustaron los tabloides amarillísimos, especialmente los de Paraguay y Perú. Pero nunca viví nada parecido a la idolatría con esas publicaciones. Más bien todo lo contrario. A mediados de los noventa yo tuve un par de referentes fuertes en mi armado periodístico-satírico: el suplemento El Amarillo, acaso la última gran cosa que hizo la revista Humor. Y una publicación muy subterránea que me fascinaba y cuyos números atesoro: El enemigo público. En ambos casos se trataba de parodias. De poner el foco en lo ridículo y en la sátira de una clase de periodismo totalmente bastardo. Por entonces, yo conocía la

parodia pero no el original. Disfrutaba leyendo El Amarillo porque estaba muy bien escrito, sí (allí estaban, entre otros, Juan Martini, Héctor García Blanco, Gloria Guerrero y un jovencísimo Fernando Sanchez, aunque nadie firmaba; y el fotógrafo era Eduardo Grossman, que hacía fotos producidas, nada de Photoshop, porque no existía), pero también porque sentía que hacía justicia con un periodismo feo, malo, jodido. Hasta que descubrí el objeto de la parodia. Lo primero que me llamó la atención de S.I. fueron los títulos, obviamente: “¡Una mujer de 460 kilos de peso dio a luz a 8 bebés!”, era una que recuerdo especialmente. Hasta allí, una revista sensacionalista más. Pero no: en la tapa no sólo había una foto de la mujer deforme, gordísima, sino que también había otra (chiquita, trucadísima, imposible) de la gorda en cuestión

con los ocho bebés recortados burdamente. Y a un costado, un par de textos que aportaban más datos: “En el hospital los doctores se asombraron cuando los niños empezaron a salir como ‘chorizos’” (nótese las comillas en la palabra “chorizos”, como si quisiera dar cuenta de unas palabras textuales). Y otro más: “Ella dice: ‘Ni siquiera me di cuenta de que estaba embarazada’”. Esa misma tapa traía otros títulos, más pequeños: “¡Un esquiador murió al estrellarse contra un helicóptero en pleno vuelo!” y “¡Al día siguiente de su boda se cambió de sexo!”. En la misma portada de la gorda paridora serial había lugar para otra nota con foto: “¡Meten contrabando de aparatos y drogas en el interior de los perros!”, era el título, que venía acompañado por una imagen donde se ve a una enfermera (o, más bien, una mujer con un delantal

blanco) acariciando a un perro flaquísimo, y detrás un monitor con algo así como una radiografía del interior canino donde se alcanza a ver una bolsa o un paquete o quién sabe qué cosa. No pude resistirme y compré ese número de S.I. Al poco tiempo compré otro. Y otro. Hasta que le pedí al canillita de la esquina de casa que, además de los diarios que compraba, todas las semanas me trajera S.I. Porque en esa época (años noventa), S.I. se distribuía en la Argentina. Milagros de la convertibilidad. Unos agradecerán haber viajado por el mundo. Yo agradezco haber conocido esta magnífica revista, haberme nutrido de esta fascinante escuela periodística y literaria. Sí, no tengo dudas: yo aprendí y mucho leyendo S.I. Aprendí que lo importante es llamar la atención del lector, convocarlo no importa con qué recursos. Que, en definitiva, todos los recursos son válidos si se logra el objetivo: hacer que la gente se siente a leer lo que escribís o, más bien, lo que publicás. Porque el periodismo no es solo escritura. El periodismo es, básicamente, edición. Y S.I. es una clase magistral de edición. Con sus títulos delirantes, con sus relatos imposibles, sí, pero también con su derroche de signos de exclamación para gritarle al mundo esos delirios de una manera bien amplificada y bien contundente. Alguno podrá cuestionar el pequeño detalle de la veracidad o no de los hechos que se publican en S.I. Lógico: lo

primero que uno se pregunta al leer S.I . es “pero ¿esto es verdad?”. Sin embargo, no hay un cuestionamiento a una posible y casi segura mentira. ¿Cómo hacer para ir a comprobar si es cierta o no la existencia de la señora obesa a la que le salían los niños como “chorizos”? Y, en definitiva, ¿qué sentido tiene averiguar si es cierto o no? Y si es mentira, ¿qué? No se trata de la muerte de nadie, no hay ministros ni directores técnicos involucrados, no hay una información relevante. Son noticias sobre gente cuya existencia desconocíamos y sobre hechos que no van a cambiarnos la vida. ¿O sí? Sí, a mí estos relatos me cambiaron la vida. No las historias, sino saber que se puede hacer esta clase de periodismo. Darme cuenta de que el periodismo también puede ser esto: dar cuenta de hechos que no se sabe si existieron, de personas que posiblemente sean producto de la imaginación de un editor y, lo más probable, una mezcla deforme y bizarrísima (sí, la bendita palabra) entre ficción y realidad. Porque, ¿qué pasaría si todo eso fuera cierto? Nada, lo mismo que si fuera mentira. ¿Y qué pasaría si todo el periodismo fuera mentira? Nada, absolutamente nada. Eso sí, tal vez eso serviría para que mucha gente se relajara y gozara leyendo esa maravilla periodística llamada Semanario de lo Insólito ·

Nunca fui un excelente lector de libros o revistas, pero el diario, desde hace mucho tiempo, lo compro todas las mañanas. Supongo que la mayoría de los lectores empieza por leer las noticias de tapa o los suplementos, luego van a divertirse con los chistes, y después empiezan la lectura normal del cuerpo del diario, nota por nota. Pero mi orden de cada mañana, por deformación profesional, es otro. Apenas tengo el diario en mis manos, voy directamente a leer los avisos fúnebres. En una época, muchos años atrás, era yo quien me encargaba de pedir la publicación de los servicios y condolencias desde Cocherías Paraná, la funeraria que fundamos junto a mi hermano Alfredo. Por entonces, siempre controlaba que salieran de manera correcta, tal como los había pedido. Tampoco es que miraba sólo los de nuestra cochería: los leía —y sigo leyendo— todos, para estar al corriente de cómo estaban escritos y de los involucrados en cada uno. A pesar de que para mí leer los avisos fúnebres es algo “normal”, sé que no soy el único que lo hace: hay una costumbre instaurada en muchísima

gente de aunque sea mirarlos de reojo, por curiosidad o el motivo que sea. Lo que no creo es que sea lo primero que lean de un periódico, como hago yo. No es que se aprenda mucho en esas líneas que dedican las familias y amigos de los difuntos; funciona más como aviso, uno se entera de quién murió y quién envía sus saludos y condolencias, no mucho más. Pero recuerdo que en algunas ocasiones (sobre todo al estar fuera de Buenos Aires, por trabajo con el Instituto Argentino de Tanatología Exequial, que dirijo) me enteré del fallecimiento de un amigo o un conocido a través de los avisos fúnebres. Aun estando de viaje trato de leerlos. Después de esa mirada de rigor, reviso si hay algún artículo que hable sobre ritos funerales de civilizaciones antiguas. Cuando se registra algún hallazgo arqueológico, como puede ser un yacimiento en donde se encuentran cuerpos momificados, esas notas periodísticas son fuente de información valiosa, que después intento complementar con otros medios. Aunque la existencia de Internet hace que uno se entere rápidamente de las cosas, se puede ampliar de mejor manera con algunos artículos online y las enciclopedias. De todos modos, estas notas aparecen cada tanto en los diarios, no es algo corriente, de todos los días, como los avisos. A pesar de que mi costumbre por aprender de los avisos llegó por el trabajo y me acompañó en toda mi profesión como tanatólogo, no se lo inculqué como hábito a nadie. Sé que mi hija, de hecho, no los lee. Pero ¿cómo no los voy a leer yo? · Edición 12 | mayo 2011


74 especial lecturas

Lo que aprendí leyendo... EL CÓDIGO PENAL

Lo que aprendí leyendo... EL CORÁN

por por carlos telleldín, abogado, ex preso en la causa amia

por cicco

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a lo largo de estos siete años de profesión. Eso empezó leyendo el Código Penal en la cárcel. Claro que uno en algún momento tiene que retirarse. Por suerte, dos de mis hijos estudian Derecho. Se llevan una poca diferencia de edad y están en primer año de la carrera. El más grande había largado, pero cuando vio cómo le iba al padre, decidió retomar. Siguieron mis pasos y, una vez que me retire, el estudio que manejo va a seguir funcionando. Espero que lo continúen ellos ·

Foto: Rosario Fernández Cicco

La primera vez que leí el Código Penal fue apenas caí detenido por la causa AMIA, en el año 1994. El primer lugar donde estuve hoy está clausurado para detenidos, se llamó Protección Orden Constitucional, y antes era Delitos Federales, un sitio utilizado por la represión en el que, entre otros, estaba Raúl Guglielminetti, que acaba de ser condenado a veinte años de cárcel. Allí pude hojear el Código tres veces, porque estaba sin tele ni nada para entretenerme. Después me trasladaron a la cárcel de Caseros y ahí continué preso. El objetivo primordial de leer el Código Penal fue tener la posibilidad de conocer mis derechos de primera mano. Lo hice para saber si mi defensa estaba haciendo lo correcto. No fue por una cuestión de control hacia ellos. Leyendo el Código aprendí a evaluar plazos y demás temas lega-

les. A eso hay que sumarle que desde el principio recusé a los fiscales del caso. Ni hablar de los intereses políticos alrededor de la causa AMIA. En el año 1997 empecé a cursar la carrera de Derecho. Me recibí en el 2004, pero con la salvedad de que en 2000 me agarró el juicio oral, que duró tres años y por el cual tuve audiencias todos los días. Eso me dificultó el normal desarrollo de la carrera, pero, sobre la base del sacrificio, de todos modos logré recibirme. Una vez recibido empecé a tomar casos relevantes, como por ejemplo la Masacre de La Plata (en la que mataron a tres policías), donde logré sacar en libertad a uno de los imputados, Zuccaro, que es totalmente inocente, pero que tenía antecedentes como pirata del asfalto. Eran cinco los imputados y mi cliente era uno, y salió en libertad antes de la Navidad pasada, en 2010. En esos casos, a los investigadores les cierra todo. El tipo fue pirata del asfalto: le encajan un caso de estos. Cuando es así, los defiendo sin dudarlo porque me veo reflejado cuando viene un cliente que sé que es inocente. A mí me pasó lo mismo. Es difícil negarse a un cliente, pero trato de no tomar casos de violación de menores o todo tipo de delitos sexuales que involucren a menores, los rechazo siempre y cuando yo no tenga dudas de que el acusado es culpable. Si tengo la mínima sospecha de que es inocente, no. Hace veinte años no me hubiera imaginado como abogado. Estaba en otra cosa. Hoy tengo una gran cartera de clientes que fui armando

“En el nombre de Allah, el clemente, el misericordioso”, así es como empieza el Corán y así es como debe comenzar cada cosa que uno hace como musulmán en esta vida, incluida esta columna. Desde hace meses, asisto a clases de árabe, pues quiero leer por fin el libro en su idioma original. Como todo registro divino, el Corán es un texto viviente, y repetir las suras coránicas en la misma lengua que recibió el Profeta Muhammad, la paz sea con él, de boca del Arcángel Gabriel, es poner nuevamente a girar la rueda de la revelación. Leerlo es invocarlo. El Corán es un libro de infinitas capas. La obra completa contiene 600.000 letras. Cada una, se dice, posee 12.000 conocimientos secretos. Para el desprevenido, parece una obra escrita desde el enojo, plagada de amonestaciones que recibirán aquellos que no obedecen y viven en el mundo como si fuera su último destino. Las advertencias son acordes a la época: en tiempos del Profeta convivían

cientos de clanes enemistados, la gente reverenciaba ídolos de barro, de madera y de pan, y las familias enterraban en el desierto a sus hijas aún vivas para no sufrir el deshonor de un embarazo no deseado. Ser tibio era lo mismo que callar. El Corán, si uno se zambulle en él, transforma a quien lo lee. La mente lo encuentra cargado, repetitivo, sentencioso. No lo logra captar. Entiende el Corán como un libro de recetas de cocina. Comprende los ingredientes, pero no puede probar plato alguno. En verdad, lo que busca el Corán es llegar al corazón, órgano con lenguaje propio, más honorable que aquel que uno asocia al sistema circulatorio, a la Fundación Favaloro y a las letras de Ricardo Montaner. En las escuelas islámicas, se enseña a los chicos a memorizar el libro entero. Atesorarlo en el cuerpo, se dice, permite llevar esa voz del cielo a todas partes. En su esencia, el Corán es un libro de higiene espiritual: limpia el barro del mundo, devuel-

ve la inocencia. Es por eso que, antes de abrirlo, se recomienda hacer una lavado ritual de brazos, orejas, fosas nasales, cara, cabeza y pies. Se prepara la antena para recibir la señal, sin interrupciones. Al libro se le adjudican propiedades sanadoras y recoge sentencias memorables que te ponen en vereda: “Dios es el autor del bien que te llegue. El mal viene de ti”. O: “Conserven MI recuerdo que yo guardaré el vuestro”. O: “Ustedes muchas veces odian lo que es conveniente y desean lo que es perjudicial”. Los eruditos islámicos detectaron 114 referencias en la Biblia anticipando la venida de Muhammad, el mensajero que eligió Allah para transmitir su obra. Era analfabeto, huérfano, trataba a todos por igual y no se le conocía falta alguna. Cuando realizó su ingreso triunfal en Medina, escapando de Meca, lo hizo montado sobre un camello, siempre de bajo perfil. Hasta sus adversarios lo llamaban “Al amin”, que significa “el digno de confianza”, y los vecinos, amigos y enemigos, le dejaban sus bienes personales para sentirse seguros. Tras un encuentro con Muhammad, Utba ibn Abi Rabi’A, de una tribu rival, quedó impactado: “Sus palabras me han impresionado. No era una poesía”, recordó, “tampoco se parecía a las palabras de un adivino. No sabía cómo responderle”. Muhammad tardó más de una década en consolidar su mensaje. Parece poco: al principio, hasta los niños lo apedreaban. Pasaba noches enteras rezando hasta que se le hinchaban los pies. Su prédica era fragancia de otro mundo. Hablaba y sus seguidores entraban en éxtasis.

Cada dos por tres, sus enemigos lo invadían. En vida, debió enviar 80 expediciones militares y estuvo al frente de 28 de ellas. En la batalla, prohibía tocar niños, ancianos, campos fértiles y árboles frutales. Su liderazgo logró revertir combates, en apariencia, perdidos. A diferencia de Jesús, del cual la Biblia apenas refiere al final de sus 33 años de vida, se sabe prácticamente todo de Muhammad. Sus seguidores se ocuparon de memorizar cada uno de sus actos hasta el día de su muerte. Transmitidos de generación en generación, hay 46.624 registros que abarcan dichos, predicciones —hizo 300—, lecciones de buenos modales y resoluciones de conflictos. Cuanto más se lo sigue, se dice, más se progresa en el camino. Aquellos que intentaron desacreditar a Muhammad aún se preguntan cómo un analfabeto pudo hacer lo que hizo: transmitir la obra cumbre de la espiritualidad de Oriente, y la cima poética de la cultura árabe, e imponerse durante once siglos en dos tercios del mundo civilizado. Incluso el escritor Bernard Shaw termina elogiándolo: “Si un hombre como Muhammad asumiera el mando del mundo”, concluye, “traería la paz y felicidad que tanto necesitamos”. Es reconfortante que, en tiempos donde todo es parodiado y oscurecido, satirizado y maldecido, alguien aún permanezca intocable y sin manchas. En lo personal, antes de leer el Corán, decía “yo, yo”, ahora digo “Él, Él”, con mayúsculas. Antes me repetía: “Andá, andá”, ahora digo: “Volvé, volvé”. Antes buscaba la forma de salirme con la mía. Ahora, me entrego a que Él se salga con la suya. Allah siempre sabe más · Edición 12 | mayo 2011


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