Aguafuertes de Bogotá
Fotos: Giovanny Terranova
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Crónica con
taxímetro Por: Daniella Mendoza daniella.mendoza88@gmail.com
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La cronista caraqueña recorre con el escritor caleño residente en Bogotá, Antonio García Ángel, las rutas y lugares que aparecen en sus novelas Su casa es mi casa y Recursos humanos, ambientadas en la capital. Una variación del popular género de carretera aquí trasladado a la calle, con el taxímetro andando.
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Los versos de una canción pachangosa y romántica se confunden con las direcciones que escupe a todo volumen el radioteléfono del taxi: “9-82 carrera 12 número 82-90, la señora Jenny Maldonado/ Una aventura, es más bonita si no miramos el tiempo en el reloj/ Carrera 47 Américas 113-30/ Cuando escapamos solos tú y yo/ Carrera 12 con 82, Jenny Maldonado”. Por la ventana pasan postes de luz, semáforos, cruces repletos de transeúntes. Las ruedas del carro hacen salpicar los charcos que dejó la lluvia de la noche anterior o quizá de hace varias noches, pues en Bogotá rara vez el sol calienta las calles y la lluvia se acumula en las esquinas, junto al polvo y la basura, durante días. Antonio, entre el ruido y la velocidad, me habla entusiasmado. Siento que desde que nos conocimos hemos estado pocas veces de pie, uno frente al otro. Nuestras reuniones se dan, en su mayoría, dentro de taxis. A pesar de los famosos trancones de Bogotá, nuestros encuentros han sido como veloces viajes que, a vuelo de taxi y con un par de paradas de por medio, me han llevado a los sitios que imaginé mientras leía Recursos humanos. Por el barrio Nicolás de Federman pasamos así, mirando las esquinas, los edificios y las calles solitarias, desde la ventana de un taxi. Antonio visitó la zona cuando escribió la novela, en un intento por ubicar a su personaje en el barrio que más se le pareciera. Y sí que acertó con Nicolás de Federman y sus edificios de ladrillo para familias de clase media. Un sitio mediocre, como Ricardo Osorio, protagonista de la novela. Es un lugar que parece congelado en el tiempo, no porque sea antiguo, sino porque de entrada da la sensación de que allí nada cambia, nada evoluciona. Uno se imagina perfectamente a los vecinos sentados en sus salas, viendo llover. “A las cuatro y doce salió a fumarse un cigarrillo a la terraza. El tipo que había tirado los condones a la antena de televisión tenía buen sentido del humor, buena puntería y seguramente una vida sexual hogareña más agitada que la suya. Le cayó bien. […]. Una brisa rasposa le llegó hasta los huesos. Qué mierda de frío. Le iba a decir a Ángela que buscaran un sitio más caliente; una playa, por ejemplo. Echó una ojeada a la avenida moribunda y al multifamiliar de mediocre arquitectura que quedaba del otro lado, con ropa colgando en las terrazas y remates ennegrecidos por el smog” (Recursos humanos, p. 162). Durante todo el libro, Ricardo Osorio planifica una huida, una fiesta, una venganza, una mudanza, un descubrimiento. Lo planea todo y, al final, termina parado exactamente donde empezó: en su apartamento, aburrido de la vida. Por eso el barrio le va como anillo al dedo.
El estadio El Campín jugó su rol dentro de la selección del barrio. Antonio quería que su personaje lo pudiera ver desde su casa o desde la ventana de su carro, cada día. Como imitando un movimiento perdido de Ricardo Osorio, pasamos frente al estadio y yo lo miro un buen rato. Es una estructura enorme, parece una nave espacial que cayó en la mitad de la ciudad y nadie nunca la pudo mover. El estadio de fútbol de Caracas está dentro de la Universidad Central, tiene un hábitat al que pertenece, del que hace parte indiscutible. Pero El Campín es como una mole tomando aire en un barrio estático. Dejamos atrás el estadio, y la intuición de Antonio, junto con un poco de suerte (pues no recuerda la dirección), nos lleva hasta el edificio Rozález. Hemos hablado varias veces de ese sitio que, aunque no aparece más que en un párrafo de Recursos humanos, nos divierte mucho. El edificio Rozález es prueba de que muchas veces la realidad sobrepasa a la ficción, solo hay que saber escoger, entre todo lo que nos regala la ciudad, los detalles representativos: “También estuve en un edificio aquí cerca, sobre la cincuenta y tres abajito de Galerías, se llama Rozález, pero ambas con zeta; yo me reía de pensar que nos preguntaran dónde vamos a comprar y nosotros respondiendo ‘en Rozález’, ¡y claro!, todo el mundo convencido de que nos ganamos la lotería o algo, pensando que es Rosales y no el Edificio Rozález. Menos mal que no somos españoles. Ja” (Recursos humanos, p. 109). El chofer estaba feliz de frenar, por fin. Recoger a la gente en un sitio y dejarla en otro es parte del código genético del taxista común, y este recorrido sin paradas ni finales ya parecía estar confundiendo a nuestro conductor. Pero ni siquiera nos bajamos del carro. El pobre hombre se enredó otra vez. La pausa fue lo suficientemente larga para que yo sacara medio cuerpo por la ventana y tomara una foto de la fachada del edificio Rozález. Entre risas, le dicté a Antonio un número celular anotado en un cartel que decía, en una ventana del edificio, “SE ARRIENDA”. Ya íbamos varias cuadras más adelante cuando la voz de Antonio se puso muy seria, para preguntar los detalles del apartamento que se arrendaba, como lo hizo María Teresa en la novela: —¿Cuántos metros tiene? Aaaaah, listo. Y ¿cuántos cuartos son?. Ajá. ¿Buena vista? Hmmmm. Y ¿a qué precio está?” Yo trataba de no reírme demasiado duro y el taxista estaba a punto de declararnos dementes. Antonio siguió, tan tranquilo, averiguando cada detalle: —No, esta misma tarde no me funciona, pero quedemos para el martes a las cuatro. Bueno, muchas gracias.
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Apenas colgó solté la carcajada. “Me moría por saber cuánto vale un apartamento en Rozález”, me dijo, entre divertido y decepcionado porque el corredor no quiso darle el dato. En todo caso, fue una linda coincidencia que hubiera un apartamento para arrendar, como se inventó Antonio en Recursos humanos ***** Solo he visto a Antonio un par de veces y tengo miedo de no reconocerlo entre el mar de gente que sale de Transmilenio y camina por la Caracas. Me llama y juega conmigo el clásico “te estoy viendo”. Lo busco entre el gentío y me siento ridícula. Se supone que vamos a un templo HareKrishna, pero tampoco lo ubico. En eso, por fin, veo su sonrisa enorme y su pelo alborotado. Nos reímos y cruzo la calle hacia él.
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En toda la esquina de la calle 32 hay una casa naranja chillón. Las ventanas son pavos reales y está decorada con estanterías en forma de elefante que venden libros sobre espiritualidad: “Problemas materiales, soluciones espirituales” y cosas por el estilo. En el segundo piso una pancarta enorme, entre más pavos reales, anuncia un restaurante vegetariano. Antonio pregunta muy seriamente por algunos libros y me mira con expresión burlona mientras el monje, con su bata naranja y su cabeza pelada, le muestra sus mejores títulos. Nos quitamos los zapatos sin ningún tipo de sentido de ritual o de espiritualidad y entramos al “templo”. El techo es aún más bajo que en la antesala, pero el olor a tierra mojada disminuye. Dos figuras forman el altar principal y, debajo, como postales enmarcadas, hay ocho cuadros pequeñísimos de señores que meditan en posición de loto y miran al infinito. Como si fuéramos niños haciendo travesuras, Antonio cuida la puerta del templo mientras yo tomo fotos del altar. Estamos aquí porque Antonio quiere mostrarme el lugar que inspiró el templo Brahma Shinto Ixca de Recursos humanos. “Al principio de 1983, de un día para otro y sin previo aviso, la casa esquinera noroccidental amaneció rodeada por un cerco de láminas de zinc, tablones de madera prensada y alambre de púas. No se podía ver hacia el interior pero el arribo de mezcladoras, volquetas cargadas de arena y camiones con ladrillos presagiaba una inmensa remodelación; más grande aún que cualquiera de las que La Empresa había realizado. Un pelotón de obreros uniformados de blanco, que no jugaba fútbol a medio día ni tomaba cerveza en las tiendas del barrio, trabajaba silenciosamente en el lugar […]. Tras todo tipo de fallidas investigaciones y meses de construcción, los directivos montaron un telescopio encima
Templo Harekhrisna de la avenida Caracas con 32.
del tercer piso que se había añadido en el 73, sobre la antigua oficina de Presidencia, y pusieron a vigilar a uno de los mensajeros, con tan mala suerte que veinte minutos después el pobre pisó mal y fue a dar al primer piso. Las descripciones que el espía malherido hizo desde la clínica indicaban una contusión cerebral: cúpulas, vitrales, gárgolas, arcos y torres. […]. En agosto, cuando se abrió el Templo de los Siervos de Brahma Shinto Ixca, confirmaron que el mensajero tenía toda la razón” (Recursos humanos, p. 147). El protagonista de la novela trabaja en La Empresa, un sencillo negocio familiar que se va expandiendo por su cuadra gracias al éxito de sus productos. Pero antes de apoderarse de toda la cuadra, los Siervos de Brahma Shinto Ixca compran una esquina. Parados frente al más modesto templo HareKrishna de la Caracas, Antonio recuerda su novela y porqué decidió incluir en ella ese lugar tan particular: —En el templo encuentro esa sensación de una Bogotá de fachadas de la que hemos hablado antes. Como si la ciudad se hubiera reconstruido sobre sí misma. Antonio se refiere a la improvisación, al crecimiento de negocios, familias, calles e instituciones públicas que en Bogotá han brotado casi espontáneamente, con un mínimo de planificación urbana. Esa característica hace que edificios simples y hasta aburridos se encuentren pared con pared con las cúpulas y los arcos de un templo HareKrishna. Seguimos mirando la casa esquinera, en todo su esplendor naranja, desde el andén de Transmilenio. Antonio me dice que “así como esta casa, que seguramente era blanca y cuadrada como las que tiene alrededor, la
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transformaron en un templo de inspiración hindú, La Empresa también fue comprando las casas de la cuadra y convirtiéndolas en parte de ese laberinto enorme que termina siendo”. Por eso, lo que en la novela parecen decisiones de negocios un poco absurdas, para Antonio son simplemente una exageración de la manera en que el bogotano común crece dentro de su ciudad. ***** Ahora es profesor, pero en ese entonces Antonio estudiaba Comunicación Social y Literatura en la Javeriana. Durante dos meses vivió en el edificio El Rocío en una especie de juego del escondite perpetuo. “Vivía allí desde hacía un mes y todavía tenía que llegar, de vez en cuando, preguntando por mis dos amigos, como si les fuera a hacer la visita”, recuerda Antonio, mirando la entrada del edificio como si fuera el castillo de la Bruja Mala del Este. “Y no solo eso, teníamos que cuadrar los turnos de los celadores y, para meter mis maletas cuando me mudé, hubo que entrar por el parqueadero. Todo escondido”. El juego comenzó cuando tres estudiantes decidieron ahorrarse un poco de dinero. La dueña del apartamento, que tenía tres habitaciones, alquilaba cada cuarto por $300.000. Si arrendaba los tres cuartos ganaba más dinero, pero si le quedaba uno vacío, perdía. Los amigos de Antonio tenían dos de las habitaciones y le ofrecieron la tercera, pero, tan astutos ellos, decidieron aprovechar, también, para pagar menos. Si la Bruja Mala del Este no se enteraba de que tenía un tercer inquilino, podían dividirse el costo de las dos habitaciones entre los tres. Todos ganaban, menos la Bruja. Y menos Antonio, quien se pasó dos meses siendo un fantasma en su propia casa. Esa sensación de paranoia y de no existencia inspiró, en parte, su primera novela. En Su casa es mi casa, Martín Garrido, el joven estudiante que protagoniza el relato, se obsesiona con encontrar al anterior inquilino de su apartamento. Esa búsqueda lo lleva por caminos enrevesados que guían al lector por una trama divertida y paranoica que atraviesa Bogotá. Tras las rutas que Martín Garrido recorrió buscando a Alejandro Villabona nos fuimos Antonio y yo. La cosa era complicada: yo tenía clases todo el día, todos los días, y él, solo un espacio de dos horas, los viernes. Cada semana, entonces, nos encontrábamos en la portería de su casa (con el motor del taxi encendido para no perder tiempo) o en la Universidad Javeriana, y salíamos a rehacer en volandera los recorridos de Martín. Hablábamos todo el rato de personajes e historias ficticias como si fueran tan reales como él y yo. Pienso que los taxistas que tuvieron la suerte de llevarnos por la ciudad queda-
Calle 16, pasaje a lo desconocido.
ron completamente confundidos, si es que distinguían nuestra conversación del reguetón y el vallenato que explotaba en sus radios. ***** “La calle Dieciséis es, dentro de Bogotá, la materialización más desafiante del caos en un tramo de cien metros. En su género está a la cabeza del mundo, es el Carlos Gardel de los tangos, el Maracaná de los estadios: en la Séptima tiene dos iglesias separadas entre sí, puerta a puerta, por cuatro metros. La Veracruz y la Tercera Franciscana se han mirado las caras desde hace siglos, peleándose los fieles en una zona que es más bien impía. Frente a las iglesias alternan los saltimbanquis, los vendedores de frutas y los músicos callejeros, produciendo entre todos una costra de ruido que se queda pegada en los tímpanos” (Su casa es mi casa, p. 101, 102). Nos bajamos del taxi y lo primero que vemos son las dos iglesias. Las miramos en silencio un momento, recordando la novela y asintiendo: es absurdo que estén ahí, hombro con hombro, en medio de una marabunta que no se detiene nunca a persignarse. Ya no son las iglesias las que se pelean los fieles, sino los mendigos, sentados en sus escaleras, los que se disputan la piedad de los transeúntes. Antonio ríe mostrándome el lugar, en el que nunca he estado, como si él también estuviera yendo por primera vez; o como un guía turístico que todavía se emociona con la misma ruta de siempre. Los vendedores me fascinan. Son una decena, pero parecen al menos cien, todos hablando al tiempo y ofreciendo cualquier cantidad de objetos tan extraños como inútiles. Dos cosas de Bogotá me gustan particu-
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larmente, porque no las veo en Caracas: los vendedores ambulantes que se suben a los buses (que nosotros, los caraqueños, llamamos “autobuses”) y los músicos callejeros. Sí, el señor que carga la guitarra y canta boleros es clásico en muchos lugares, pero se me hace que en Bogotá mucho más. “Más al occidente, los vendedores, aprovechando que es una calle peatonal (aunque no debe extrañarnos ver desfilar algunos carros) ofrecen desde estampitas religiosas hasta medias veladas que no se rompen, antenas para el televisor y porcelanas chinas. Allí quedan la Secretaría de Salud y la de Cultura, y también el café más antiguo de la ciudad, el San Moritz, donde se dan cita cientos de pensionados a jugar billar y a tomar una versión criolla del capuchino. Allí quedaba el prestigioso Gun Club, que hace una década, huyendo del desprestigio de la Dieciséis, se mudó a lugares más dignos” (Su casa es mi casa, p. 102).
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Bajamos por la calle empedrada y húmeda hasta la Secretaría de Salud. Es una construcción fea, con rejas grises, frente a la que varios guardias miran al cielo como deseando estar en otra parte. Nos acercamos a uno de ellos y Antonio le pregunta qué función cumple el edificio que custodia. El guardia, aburrido, nos explica que ahora la mole gris es sede de alguna otra institución estatal. No presté suficiente atención para recordar cuál, estaba experimentando una especie de déjà vu literario: camino a casa de Antonio, pocos minutos antes, había releído ese fragmento de la novela al que ahora estábamos dando vida. Se sentía extraño estar ahí, como si la realidad estuviera detrás de un velo que el relato había puesto sobre mis ojos. Pocos pasos más abajo, Antonio me hace mirar a la izquierda. Hay unos escalones y un portal marrón abierto de par en par, al fondo mesas de metal y sillas El paraíso de los lectores sin plata.
+++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ rojas, como de cafetería gringa de los años setenta. +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ Veo unos cuantos clientes, todos sentados, todos ca+++++++++++++++++++++++ llados, casi todos solos. Letras rojas y azules, que por +++++++++++++++++++++++ la noche se encienden en colores de neón, anuncian: +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ Café San Moritz Billares. +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ Saco mi iPod automáticamente y Antonio me advierte +++++++++++++++++++++++ que a los dueños no les gustan las fotos. Hacemos un +++++++++++++++++++++++ plan: yo entro escondiendo el iPod y él merodea en +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ la entrada tratando de distraer a los que atienden la +++++++++++++++++++++++ barra. El San Moritz es grande, hay un segundo salón +++++++++++++++++++++++ a mano izquierda casi del tamaño del principal, pero +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ está completamente vacío. Todo lo que cuelga en sus +++++++++++++++++++++++ paredes (discos de vinilo, diplomas añejados y letreros +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ con letra cursiva y escudos) parece estar tratando de +++++++++++++++++++++++ afirmar que este es, en efecto, el café más antiguo de +++++++++++++++++++++++ Bogotá. Tímidamente tomo una foto y vuelvo adonde +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ Antonio, que me espera divertido. +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ “Más abajo, el Centro Cultural del Libro, paraíso de los +++++++++++++++++++++++ lectores sin plata y de los libros de segunda mano. Casi +++++++++++++++++++++++ enfrente está el Hotel Luna, una casa ruinosa y pol+++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ vorienta que gozó de cierta fama en el círculo cinéfilo +++++++++++++++++++++++ local, merced a un cortometraje que cayó en el olvido +++++++++++++++++++++++ tan rápido como el hotel” (Su casa es mi casa, p. 102). +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ Pasamos primero por el Hotel Luna, que ahora se llama +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ Alojamientos El Paisa. La puerta está sucia, como la +++++++++++++++++++++++ calle, y un poco destartalada. Hay un cartel igual de +++++++++++++++++++++++ viejo que anuncia hospedaje y comidas. Unas escale+++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ ras estrechas, que no se ven seguras, suben hacia la +++++++++++++++++++++++ oscuridad. Antonio ni lo piensa y entra. Yo lo sigo con +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ un poco más de recelo. Hay tres puertas, pero están +++++++++++++++++++++++ todas cerradas. Estamos parados en la penumbra de +++++++++++++++++++++++ un pasillo tan pequeño como el resto del hotel. Las +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ puertas comienzan a abrirse: una revela lo que parece +++++++++++++++++++++++ un comedor, aunque hay escasez de sillas y mesas. +++++++++++++++++++++++ A la derecha se entrevé un ventilador, cortinas que +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ Café San Moritz, el más antiguo de la ciudad. El Hotel Luna de la novela. +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++
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parecen del Palacio de Versalles (después de que lo invadió la turba de gente enfurecida buscando a María Antonieta y a Luis XVI) y un sofá mohoso. Un hombre flaco cierra la puerta de la derecha: —Buenas. ¿Necesitan dónde quedarse? Yo miro a Antonio casi nerviosa y él responde, relajado: —Solo estamos mirando, gracias. El flaco decide ignorarnos. Está a punto de desaparecer por la puerta de la izquierda cuando Antonio le pregunta si por ahí son las habitaciones. Asiente con la cabeza y de un portazo nos corta la visión de un pasillo largo y oscuro. Otra vez bajo la luz del día caminamos hacia el Centro Cultural del Libro. Otro descubrimiento para mí, compradora compulsiva de libros que sufre por su precario presupuesto de estudiante. Entramos, subimos unas escaleras y llegamos a un stand a punto de estallar de páginas polvorientas. Se llama Librería Popol Vuh y lo atiende una señora que combina perfectamente con sus libros viejos y un poco arrugados. Antonio se interna en el laberinto y habla con la dueña. Yo me fijo que hay libros en francés, inglés y alemán. Leo títulos clásicos, nuevos, extraños y hasta pornográficos. No compramos nada, no hay tiempo. La clase de Antonio empieza pronto y todavía queda un sitio por ver. Me pregunta si he escuchado de Merlín, y yo pienso en el mago.
presenta y le explica que me va a dar un tour. Ya yo estaba merodeando, leyendo los miles de títulos, cuando Antonio me dice que suba, que hay más. Estoy abrumada por la cantidad de libros y no puedo creer que sobreviví año y medio en Bogotá sin conocer esta especie de tierra de fantasía. El tour es corto porque la hora se nos va, pero logro conseguir una primera edición de Los pies de barro, la novela que hizo famoso a Salvador Garmendia. “El sol de medio día entra a empellones por entre las paredes de los edificios que delimitan la calle, antiguos y modernos, barrocos y cuadrados, relucientes y vetustos. Unas pocas horas en que se repliegan las sombras que dominan la calle fría, azul, lunar” (Su casa es mi casa, p. 102). Hacemos el recorrido de vuelta hacia las iglesias, pero primero paramos a comprar buñuelos; mi debilidad desde que llegué a Colombia. Están calientes, crujientes por fuera y suaves por dentro. Concentrados en comer, seguimos caminando y mientras esperamos que el semáforo nos dé luz verde, ni siquiera hablamos. Ya el sol está calentando, lo que me recuerda que Antonio va tarde a su clase. Tomamos un taxi rápidamente y nos sumergimos en el tráfico típico de Bogotá.Ya llegando a la Javeriana miro la foto del San Moritz: salió torcida y desenfocada, pero me hace sonreír. Las iglesias que compiten por los fieles.
—La librería—me aclara. —No, ni idea. Al frente del Centro hay un portón gris. La pared de la izquierda muestra palmeras tropicales sobre un fondo de cielo azul. A la derecha hay una pintura de un hombre de camisa blanca, pantalones cortos y sombrero. La persiana está todavía abajo y sobre ella se lee, en letras verdes, el nombre de la librería. No son aún las 11 de la mañana. Matamos el tiempo preguntando en otros puestos por un libro con un título larguísimo, que anoté en un celular que luego me robaron, y que Antonio me estaba recomendando. Pero continuó la mala suerte: el otro amigo librero de Antonio tampoco había llegado. Los libreros sí saben cómo son las cosas: antes de medio día no se trabaja. Al poco tiempo volvimos a Merlín y encontramos la puerta abierta, en señal de bienvenida. Pensaba que se me iban a salir los ojos: las torres de libros, las esquinas convertidas en cómodos nichos de lectura, el techo tan alto y al fondo, Célico, el dueño, sentado frente a un computador con cara de que prefiere leer que conversar. Con todo y eso nos habla un poco, Antonio nos
Librería de viejo Merlín.
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Antonio García Ángel,
el erizo urbano
“Un día una tía me trasquiló y quedé con el pelo parado. Y ya me quedé así: Erizo”. Antonio García se apoderó de esa ocurrencia de un amigo del colegio y cuando comenzó a publicar lo hizo con variaciones de ese apodo de la infancia. Así se identifica su columna en la revista Soho; La elegancia del Erizo es el nombre del espacio que tiene en El Librero Colombia y su cuenta de twitter es @erizodemar. Muy alto y aún más flaco, García Ángel dejó Cali a los 19 años para estudiar Comunicación Social en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Un año más tarde, en 1992, decidió comenzar también la carrera de Literatura. Recién graduado se dedicó a la docencia y de esa época surgieron cuentos como Nuestro Melrose, publicado en su tercer libro, Animales domésticos. Jorge Luis Borges ha sido su fascinación y actualmente dicta el curso “Borges y la estética digital” en la Facultad de Literatura de la Javeriana.
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