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LA INVASIÓN SAJONA
LA INVASIÓN SAJONA
El sol se refleja en las armaduras de los dos grandes ejércitos formados en la vasta planicie, uno frente a otro. Los únicos sonidos que se perciben son el ligero rechinar de los paramentos metálicos de los caballos de guerra y el ocasional crujido de las articulaciones de las armaduras cuando los caballeros se agitan, aguardando impacientes la señal.
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En un otero desde el que divisa el campo de batalla, el Rey Arturo se apoya desconsolado sobre una espada enorme (pero desde luego carente de magia). A su lado se encuentran el fiel sir Lanzarote y el Rey Pellinore, el viejo guerrero. Los rostros de los tres revelan una profunda preocupación. —Hoy morirán muchos hombres buenos —observa entristecido Arturo—, sea quien fuere el que se alce con la victoria. —Mais oui —reconoce sir Lanzarote, que a veces emplea su lengua nativa cuando se siente especialmente nervioso. —Lástima que no hayamos podido hallar a ese viejo estúpido de Merlín —dice el Rey Pellinore—. Un poco de magia nos habría servido de mucho en esta situación. —Jamás aparece cuando se le necesita —comenta suspirando el Rey—. Supongo que mejor será dar la señal para que se inicie la batalla. Por mucho que me desagraden las guerras, realmente no podemos permitir que los sajones arrollen todo el país.
Se aparta de sus compañeros y alza su espada muy por encima de su cabeza. En el acto le responden los vítores de los hombres de abajo (y un rugido insultante de los guerreros que ocupan el otro lado de la planicie). Como olas enfrentadas, los dos grandes ejércitos comienzan a aproximarse. Resplandecen las armas ya prestas para la matanza.
Entre el estruendo de los cascos se detienen las unidades de caballería que forman las vanguardias de los dos ejércitos. En aquel instante un silencio de sorpresa cae sobre toda la llanura. Tras el resplandor de un gigantesco relámpago ha aparecido entre los dos ejércitos una pequeña figura que porta un bastón de mando de ébano (y que extrañamente viste una túnica de estilo griego). —¿Quién es? —pregunta Pellinore—. No puedo verle desde aquí. —Su aire me parece familiar —declara sir Lanzarote, frunciendo el ceño. —¡Por San Jorge! —exclama el Rey—. ¡Creo que es Pip!
Los hombres del ejército del Rey Arturo parecen haber llegado a la misma conclusión, porque hasta los cielos se alza como un súbito trueno el rugido de sus aplausos.
La pequeña figura avanza tres pasos hacia los sorprendidos sajones y luego golpea una sola vez el suelo con la contera del bastón de mando de ébano.
Golpeas el suelo con la contera de tu bastón de mando.
Durante un instante nada sucede. Después surge, tenue al principio, un sordo rumor que procede de las profundidades, bajo los pies de los dos ejércitos enfrentados. ¡El rumor se torna en estruendo, en vibración que agita la misma tierra hasta que ésta comienza a moverse!
Del bastón de mando de ébano brota un surtidor de brillante luz violeta que después se curva hacia abajo y se extiende velozmente hasta abarcar a todo el ejército sajón. Los terribles guerreros se ven enmarcados en una centelleante aura violeta que desaparece abruptamente. Por un momento todo permanece quieto.
Tenue al principio y luego creciendo, el sordo rumor se inicia de nuevo, como si se señalara la proximidad de una mastodóntica catástrofe. Y para entonces la tierra se alza como en el océano la marea. —¡Un terremoto! —grita alguien entre las filas de guerreros que se extienden a los pies del Rey. Pero el suelo que pisa el ejército de Arturo permanece tan firme como una roca.
La ola comienza a moverse, adelantándose a un gesto de la pequeña figura que enarbola el bastón de mando de ébano. El ejército sajón es presa de un ruidoso pánico.
Aullando de placer, los hombres del Rey Arturo avanzan y los sajones se vuelven y huyen... perseguidos por la gran ola, que si bien ha cobrado ya monstruosas proporciones, cruza sobre Avalon sin causar el más mínimo daño. —¡Derrotados! —exclama el Rey Pellinore—. ¡La invasión ha sido frustrada sin derramarse una sola gota de sangre! —¡Ha sido de nuevo obra de Pip! —ruge el Rey, y salta a su caballo para descender a la planicie y saludar al más grande de los héroes que haya visto nunca su reino.