CUENTOS DE NAVIDAD
CUENTOS DE NAVIDAD
Direcci贸n Desconcentrada de Cultura Arequipa - Ministerio de Cultura Municipalidad Provincial de Arequipa
Primera edici贸n, diciembre de 2014 CUENTOS DE NAVIDAD
Dise帽o de portada e interiores: Paul Colque Q. Direcci贸n Desconcentrada de Cultura Arequipa - Ministerio de Cultura Municipalidad Provincial de Arequipa Impreso en Per煤 - Printed in Peru
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LOS ELFOS Y EL ZAPATERO Hermanos Grimm
Alemania, 1815
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ace mucho, mucho tiempo, vivía en un país mágico un humilde zapatero, tan pobre, que llegó un día en que sólo pudo reunir el dinero suficiente para comprar la piel necesaria para hacer un par de zapatos. - No sé qué va a ser de nosotros - decía a su mujer-, si no encuentro un buen comprador o cambia nuestra suerte. Ni siquiera podremos conseguir comida un día más. Cortó y preparó el cuero que había comprado con la intención de terminar su trabajo al día siguiente, pues estaba ya muy cansado. Después de una noche tranquila llegó el día, y el zapatero se dispuso a comenzar su jornada laboral cuando descubrió sobre la mesa de trabajo dos preciosos zapatos terminados. Estaban cosidos con tanto esmero, con puntadas tan perfectas, que el pobre hombre no podía dar crédito a sus ojos. Tan bonitos eran, que apenas los vio un caminante a través del escaparate, pagó más de su precio real por comprarlos. El zapatero no cabía en sí de gozo, y fue a contárselo a su mujer: - Con este dinero, podré comprar cuero suficiente para hacer dos pares. Como el día anterior, cortó los patrones y los dejó preparados para terminar el trabajo al día siguiente. 9
De nuevo se repitió el prodigio, y por la mañana había cuatro zapatos, cosidos y terminados, sobre su banco de trabajo. También esta vez hubo clientes dispuestos a pagar grandes sumas por un trabajo tan excelente y unos zapatos tan exquisitos. Otra noche y otra más, siempre ocurría lo mismo: todo el cuero cortado que el zapatero dejaba en su taller, aparecía convertido en precioso calzado al día siguiente. Pasó el tiempo, la calidad de los zapatos del zapatero se hizo famosa, y nunca le faltaban clientes en su tienda, ni monedas en su caja, ni comida en su mesa. Ya se acercaba la Navidad, cuando comentó a su mujer: - ¿Qué te parece si nos escondemos esta noche para averiguar quién nos está ayudando de esta manera? A ella le pareció buena la idea y esperaron agazapados detrás de un mueble a que llegara alguien. Daban doce campanadas en el reloj cuando dos pequeños duendes desnudos aparecieron de la nada y, trepando por las patas de la mesa, alcanzaron su superficie y se pusieron a coser. La aguja corría y el hilo volaba y en un santiamén terminaron todo el trabajo que el hombre había dejado preparado. De un salto desaparecieron y dejaron al zapatero y a su mujer estupefactos. - ¿Te has fijado en que estos pequeños hombrecillos que vinieron estaban desnudos? Podríamos confeccionarles pequeñas ropitas para que no tengan frío. - Indicó al zapatero a su mujer. Él coincidió con su mujer, dejaron colocadas las prendas sobre la mesa en lugar de los patrones de cuero, y por la noche se apostaron tras el mueble para ver cómo reaccionarían los duendes. 10
Dieron las doce campanadas y aparecieron los duendecillos. Al saltar sobre la mesa parecieron asombrados al ver los trajes, mas, cuando comprobaron que eran de su talla, se vistieron y cantaron: - ¿No somos ya dos mozos guapos y elegantes? ¿Por qué seguir de zapateros como antes? Y tal como habían venido, se fueron. Saltando y dando brincos, desaparecieron. El zapatero y su mujer se sintieron complacidos al ver a los duendes felices. Y a pesar de que como habían anunciado, no volvieron más, nunca les olvidaron, puesto que jamás faltaron trabajo, comida, ni cosa alguna en la casa del zapatero remendón.
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FANTASMAS DE NAVIDAD Charles Dickens
Inglaterra, 1843
M
e gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo. Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el internado en el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar. Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal, por campos cubiertos por una niebla baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos, con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos, brillarían ahora como las gotas heladas del rocío sobre las hojas; pero están inmóviles, y todo está callado. Y así, las 12
luces se van haciendo más grandes, y los árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa. Probablemente huele todo el tiempo a castañas asadas y otras cosas buenas y reconfortantes, pues estamos contando historias de Navidad, historias de fantasmas, o más vergonzosas para nosotros, alrededor del fuego de Navidad, y no nos hemos movido salvo para acercarnos un poco más a él. Pero dejemos eso. Llegamos a la casa y es una casa antigua, repleta de grandes chimeneas en las que la leña arde en el hogar sobre viejas tenazas, y retratos horrendos (algunos de ellos con leyendas también horrendas) miran con saña y desconfianza desde el entablado de roble de las paredes. Somos un noble de edad mediana y damos una generosa cena con nuestro anfitrión y anfitriona y sus invitados, es Navidad y la vieja casa está llena de invitados, y después nos vamos a la cama. Nuestra habitación es muy antigua. Está recubierta de tapices. No nos gusta el retrato de un caballero vestido de verde colocado sobre la repisa de la chimenea. En el techo hay grandes vigas negras y para nuestro acomodo particular contamos con una enorme cama negra a la que en los pies le sirven de apoyo dos figuras negras también grandes que parecen salidas de dos tumbas de la antigua iglesia que tenía el barón en el parque. Pero no somos un noble supersticioso, y no nos importa. ¡Todo va bien! Despedimos a nuestro criado, cerramos la puerta y nos sentamos delante del fuego vestido con el camisón, meditando en muchas cosas. Finalmente, nos metemos en la cama. ¡Muy bien! No podemos 13
dormir. Damos vueltas y más vueltas, pero no podemos dormir. Las ascuas de la chimenea arden bien y dan a la habitación un aspecto fantasmal. No podemos evitar escudriñar, por encima del cobertor, las dos figuras negras y el caballero... ese caballero vestido de verde y de apariencia perversa. Con la luz parpadeante dan la impresión de avanzar y retroceder, lo cual, a pesar de que no seamos en absoluto un noble supersticioso, no resulta agradable. ¡Muy bien! Nos ponemos nerviosos... más y más nerviosos. Decimos: «esto es una verdadera estupidez, pero no podemos soportarlo; simularemos estar enfermos y llamaremos a alguien». ¡Muy bien! Precisamente vamos a hacerlo cuando la puerta cerrada se abre y entra una mujer joven, de palidez mortal y de cabellos rubios y largos que se desliza hasta la chimenea, y se sienta en la silla que hemos dejado allí, frotándose las manos. Nos damos cuenta entonces de que su ropa está húmeda. La lengua se nos pega al velo del paladar y no somos capaces de hablar, pero la observamos con precisión. Su ropa está húmeda, su largo cabello está salpicado de barro húmedo, va vestida según la moda de hace doscientos años, y lleva en su ceñidor un manojo de llaves oxidadas. ¡Muy bien! Se sienta allí y ni siquiera podemos desmayarnos del estado en el que no encontramos. Entonces ella se levanta y prueba todas las cerraduras de la habitación con las llaves oxidadas, sin que encuentre ninguna que vaya bien; después fija la mirada en el retrato del caballero vestido de verde y con una voz baja y terrible exclama: «¡El hombre lo sabe!» Después se vuelve a frotar las manos, pasa junto al borde de la cama y sale por la puerta. Nos apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas (siempre viajamos con ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos la 14
vuelta a la llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando de encontrar a nuestro criado. No es posible. Recorremos el pasillo hasta que despunta el día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos despierta nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol brillante. ¡Muy bien! Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un aspecto extraño. Después del desayuno paseamos por la casa con nuestro anfitrión, y le conducimos hasta el retrato del caballero vestido de verde, y entonces se aclara todo. Se comportó con falsedad con una joven ama de llaves unida en otro tiempo a esta familia, y famosa por su belleza, que se ahogó en un lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo porque los ciervos se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros que ella atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que hemos visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que guardemos silencio; y así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de morir (ahora estamos muertos) a muchas personas responsables. Es infinito el número de casas antiguas con galerías resonantes, dormitorios lúgubres y alas encantadas cerradas durante muchos años, por las cuales podemos pasear, con un agradable hormigueo subiéndonos por la espalda y encontrarnos algunos fantasmas, pero quizá sea digno de mención afirmar que se reducen a muy pocos tipos y clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y «caminan» por caminos trillados. Sucede, por ejemplo, que en 15
una determinada habitación de un cierto salón antiguo en donde se suicidó un malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas tablas de las que no se puede borrar la sangre. Raspas y raspas, como el actual dueño ha hecho, o cepillas y cepillas, como hizo su padre, o friegas y friegas, como hizo su abuelo, o quemas y quemas con ácidos fuertes, como hizo el bisabuelo, pero la sangre seguirá estando allí, ni más roja ni más pálida, ni en mayor ni en menor cantidad; siempre igual. En otra de esas casas hay una puerta encantada que nunca se abrirá; u otra que nunca se cerrará; o un sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un grito, o un suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj que a medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o un carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien que aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede, como en el caso de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los Highlands escoceses, y como estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto a la cama y a la mañana siguiente dijo con toda inocencia en la mesa del desayuno: -¡Me resultó muy extraño que celebraran una fiesta a una hora tan tardía anoche en este remoto lugar y no me hablaran de ella antes de que me acostara! Entonces todos preguntaron a Lady Mary lo que quería decir. Y ésta contestó: -Bueno, anoche todo el tiempo oí carruajes que daban vueltas y más vueltas alrededor de la terraza, bajo mi ventana. Entonces el dueño de la casa se puso pálido, lo mismo que su señora, y Charles Macdoodle de Macdoodle hizo señas a Lady Mary de que no dijera más, y todos guardaron silencio. Tras el desayuno, Charles Macdoodle le contó a Lady Mary que según una tradición de la familia era un presagio de muerte que los carruajes dieran 16
vueltas por la terraza. Y así fue, pues dos meses más tarde moría la señora de la casa. Y Lady Mary, que era doncella de honor en la Corte, contó a menudo esta historia a la Reina Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre: «¿Cómo, cómo? ¿Qué, qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y no dejaba de decir esa frase hasta que se iba a la cama. Y ahora bien, un amigo de alguien al que casi todos conocemos, cuando era un joven que estaba cursando estudios tenía un amigo especial con el que había hecho el pacto de que, si era posible que el espíritu retornara a esta tierra después de separarse del cuerpo, aquel de los dos que muriera primero se le aparecería al otro. Nuestro amigo se olvidó de ese pacto con el curso del tiempo; los dos jóvenes habían progresado en la vida, habían tomado caminos divergentes y se habían separado. Pero una noche muchos años después, estando nuestro amigo en el norte de Inglaterra, y quedándose a pasar la noche en una posada de Yorkshire Moors, miró desde la cama hacia fuera; y allí, bajo la luz de la luna, apoyado en un buró cercano a la ventana, y mirándole fijamente, vio a su antiguo compañero de estudios. Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la aparición, ésta respondió en una especie de susurro pero bien audible: -No te acerques a mí. Estoy muerto. He venido aquí para cumplir mi promesa. ¡Vengo del otro mundo, pero no puedo revelar sus secretos! En ese momento empezó a volverse más pálido y se fundió, por así decirlo, con la luz de la luna, desapareciendo en ella. O está el caso de la hija del primer ocupante de lo pintoresca casa isabelina, tan famosa en nuestra vecindad. ¿Ha oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió una noche de verano en el momento del crepúsculo; era una joven muy hermosa, de diecisiete años de 17
edad, y se disponía a coger flores del jardín, pero de pronto llegó corriendo, aterrada, hasta el salón donde estaba su padre, a quien le dijo: -¡Ay, querido padre, me he encontrado conmigo misma! Él la cogió en sus brazos y le dijo que todo era una fantasía, pero ella replicó: -¡Oh, no! Me encontré conmigo en el camino ancho, y yo estaba pálida, y recogía flores marchitas, y giraba la cabeza y las levantaba! Y aquella noche murió la joven; y se empezó a hacer un cuadro con su historia, pero no se terminó nunca, y dicen que ha estado hasta hoy en algún lugar de la casa, con el rostro vuelto hacia la pared. O la historia del tío de la esposa de mi hermano, que volvía a casa cabalgando al atardecer de un hermoso día y en una calle arbolada cercana a su casa vio a un hombre de pie ante él en el centro mismo de la estrecha calzada. «¿Qué hace ese hombre del manto ahí parado?», pensó. «¿Quiere que pase con el caballo por encima de él?» Pero la figura no se movió. Al verlo tan quieto tuvo una sensación extraña, pero siguió avanzando, aunque aflojando el trote. Cuando estuvo tan cerca que llegó a tocarlo casi con el estribo el caballo se asustó y la figura se deslizó hacia arriba, hasta la acera, de una manera curiosa y nada natural: hacia atrás, sin que pareciera utilizar los pies, hasta que desapareció. El tío de la esposa de mi hermano exclamó: -¡Por el Dios de los cielos! ¡Si es mi primo Harry, el de Bombay! Espoleó al caballo, que de pronto se había puesto a sudar profusamente, y extrañándose de tan rara conducta dio la vuelta para dirigirse hacia la fachada de su casa. Cuando llegó allí vio la misma figura, que pasaba en ese momento junto a la alargada ventana francesa de la sala de estar, en la planta baja. Le pasó las 18
bridas a un criado y se dirigió presurosamente hacia la figura. Allí estaba sentada su hermana, a solas. - Alice, ¿dónde está mi primo Harry? -¿Tu primo Harry, John? -Sí, el de Bombay. Acabo de encontrarme con él ahora en la avenida, y le vi entrar aquí hace un instante. Pero nadie había visto a nadie y tal como después se supo, en ese mismo instante moría en India aquel primo. O está la historia de esa sensible y anciana dama soltera que murió a los noventa y nueve años de edad manteniendo sus facultades hasta el último momento y vio realmente al chico huérfano. Es una historia que a menudo se ha contado incorrectamente, pero de la que la verdad auténtica es ésta, lo sé porque en realidad es una historia de nuestra familia, y ella era amiga de la casa. Cuando tenía unos cuarenta años de edad, y seguía poseyendo una hermosura poco común (su amado murió joven, razón por la cual ella nunca se casó, a pesar de tener numerosas ofertas), fijó su residencia en un lugar de Kent, que su hermano, un comerciante con India, había comprado recientemente. Se contaba la historia de que en otro tiempo aquel lugar estuvo a cargo del tutor de un joven, que ese tutor sería el segundo heredero y que mató al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella nada sabía de tales cosas. Se ha dicho que en el dormitorio de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al muchacho. Es falso. Sólo había un gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna durante la noche, pero por la mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando ésta entró: -¿Quién es ese guapo mocito de aspecto abandonado que estuvo mirando hacia fuera desde el gabinete toda la noche? La doncella contestó lanzando un fuerte grito y echando a correr al instante. La dama se sorprendió de aquello, pero era una mujer 19
de notable fuerza mental, por lo que se vistió ella sola, bajó las escaleras y acudió a reunirse con su hermano: -Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto abandonado que constantemente miraba hacia fuera desde el gabinete que hay en mi habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco. -Me temo que no, Charlotte -contestó el hermano-, pues es la leyenda de la casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo? -Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos pasos en la habitación. Entonces yo le llamaba, para animarle, y él se encogía, se estremecía y volvía a meterse de nuevo, cerrando la puerta. -Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa, y está cerrado con clavos. Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó convencida de que había visto al huérfano. Pero lo terrible de la historia es que fue visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron jóvenes. En cada ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa experiencia fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y que el destino del niño al que había elegido como compañero de juegos estaba seguramente fijado.
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LA VENDEDORA DE FÓSFOROS Hans Christian Andersen
Dinamarca, 1845
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Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos. Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas. La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña. 21
Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien! Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría. Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca 22
de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo. -Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios". Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante. -¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento! Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios. Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos 23
casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo. -¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.
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EL ÁRBOL DE NAVIDAD Fiódor Dostoyevski Rusia, 1876
E
n una gran ciudad, en nochebuena, bajo un frío intenso, vi un niñito, muy niño aun, de seis años, quizás de menos aún, todavía no lo bastante crecido para que se le hiciera mendigar, pero ya lo suficiente para que uno o dos años más tarde se le enviara a hacerlo, como se liaría sin duda. Aquel niño despertó tiritando una mañana, en un sótano húmedo y frío, abrigado con una especie de batita, vieja y raída. El aliento le salía en forma de vapor blanco: sentado en un rincón, sobre un baúl, distraíase activando de propósito su respiración, divirtiéndose con verla salir. Pero tenía mucha hambre. Desde la madrugada se había acercado ya varias veces a la cama de tablas, cubierta con un delgado jergón, en que estaba acostada la madre enferma, con la cabeza apoyada en un montón de harapos a guisa de almohada. ¿Cómo ha llegado hasta allí aquella pobre, mujer? Habrá salido sin duda con su hijo de alguna ciudad lejana en que la acometió la enfermedad. La dueña de aquel tugurio ha sido encarcelada dos días antes; hoy es fiesta y los demás inquilinos han salido. Sin embargo, uno de aquellos andrajosos está acostado desde hace veinticuatro horas, borracho perdido sin aguardar la fiesta. De otro rincón brotan los lamentos de una vieja de ochenta años, 25
tullida por el reumatismo. Aquella vieja fue niñera, en su tiempo, quien sabe dónde; ahora se está muriendo, solitaria, gimiendo, quejándose, refunfuñando contra el chico que comienza a tener miedo de acercarse al rincón en que agoniza. Ha encontrado agua en el pasadizo, pero ni siquiera un mendrugo de pan, y vuelve por décima vez a despertar a la madre. Comienza a asustarse en aquel obscuro rincón; la tarde avanza, y sin embargo no hacen fuego. Halla a tientas el rostro de la madre, y se sorprende, de que no se mueva, y esté tan fría como la pared. -¿Tanto frío hace? -piensa el chico. Permanece inmóvil un rato, con la mano sobre el hombro de la muerta; después se sopla los dedos para calentarlos, y al ver su gorrita sobre la cama, busca despacio la puerta y sale del subsuelo. Hubiera salido antes si no le hubiera atemorizado el perro grande que, allá, arriba, en el pasadizo, ante la puerta del vecino, ladra todo el santo día. Pero el perro ya no está, y hete aquí el chico en la calle. -¡Dios mío, qué ciudad! Hasta entonces, jamás viera nada semejante. Allá, de donde ha venido, la noche es más obscura; sólo hay un farol para toda la calle; casitas bajas de madera, cerradas con postigos desde que obscurece, ni un alma; todo el mundo se encierra en su casa; sólo una multitud de perros que aúllan, centenares, millares de perros que aúllan y ladran la noche entera. Pero en cambio, allá hacía bastante calor y le daban de comer. Aquí, ¡Dios mío, qué bueno sería comer! ¡qué alboroto hacen aquí! ¡qué tronar! ¡qué luz y qué mundo de gente! ¡cuántos caballos y coches! ¡Y el frío, el frío! El cuerpo de los caballos humea frío, y sus ardientes hocicos soplan vapor blanco; sus herraduras suenan sobre la calzada a través de la blanca nieve. ¡Y cómo se atropella toda esta gente! ¡Dios mío, que ganas tengo de comer un pedacito de cualquier cosa!.. Y ahora que 26
me duelen los dedos. Un guardián del orden acaba de pasar y se ha vuelto para no ver al niño. «Otra calle más... ¡oh, qué ancha es! ¡Seguro que me van a aplastar aquí! ¡Cómo gritan todos, cómo corren, cómo ruedan... y luces y más luces! ¿Y esto qué será? ¡Oh, qué vidrio grande! Y detrás de este vidrio un cuarto, en ese cuarto un árbol que sube hasta el techo; es el árbol de nochebuena... ¡Y cuántas luces hay debajo del árbol! ¡Cuánto papel de oro y manzanas, rodeados de muñecos, de caballitos! Hay muchos niños en el cuarto, bien vestidos, muy limpiecitos; ríen, juegan, comen, beben cosas. Aquí una Micuela que baila con otro chico: ¡qué linda es la chiquita! Allá, la música que se oye a través del vidrio. El niño contempla admirado y ríe; ya no siente el dolor de los dedos ni de los pies, los dedos de su manita se han puesto cárdenos, no los puede doblar y le hacen mal al intentarlo. De pronto siente que le duelen los dedos: llora y se aleja. Divisa, a través de otro cristal, otra habitación y más árboles y pasteles de toda clase sobre la mesa; almendras rojas, amarillas. Cuatro hermosas damas se hallan sentadas y alguien llega, entran muchos señores. El chico se ha deslizado, ha abierto de pronto la puerta y se ha colado. ¡Oh, cuánto ruido hacen al verle, qué agitación! Al punto una dama se levanta, le pone un kopeck en la mano y le abre ella misma la puerta. ¡Qué miedo tuvo! El kopeck se le ha caído de las manos y ha repiqueteado en el peldaño de la escalera: ya no podía apretar lo bastante sus deditos rojos, para llevar la moneda. El niño salió corriendo y caminó ligero, ligero. ¿Dónde iba? lo ignoraba. Querría llorar, pero tiene mucho miedo. Y corre, corre, soplándose las manitas. Y el pesar se apodera de él ¡se siente tan abandonado, tan azorado! Y de repente, 27
¡Dios mío! ¿qué otra cosa ocurre? Una multitud permanece allí y mira: En una ventana, detrás del cristal, tres muñecas bonitas, vestidas con ricos vestidos rojos y amarillos, y todo, todo como si fueran vivas! Y aquel viejecito sentado que parece tocar el violín. Hay también dos más, parados, que tocan pequeños, pequeñísimos violincitos y mueven la cabeza a compás. Se miran uno a otro, y sus labios se mueven: ¡hablan de verdad! Sólo que no se les oye a través del vidrio» Y el niño piensa primero que están vivos y cuando comprendo que son muñecos, se echa a reír. ¡Jamás ha visto muñecos semejantes, y no sabía que los hubiera así! ¡Y quisiera llorar, pero es tan gracioso, son tan graciosas esas muñecas! De repente se siente asido de la ropa; a su lado se halla un muchacho grande y malo que lo da un puñetazo en la cabeza, lo arranca los calzones y le hace una zancadilla. El niño cae. Al mismo tiempo la gente grita; él se queda un momento rígido de pavor, luego se levanta de un brinco y echa a correr; corre, enfila una puerta cochera, no sabe donde, y se oculta en un patio, detrás de una pila de leña. -Aquí no me hallarán, hay mucha obscuridad. -Se acurruca y se encoge; tal es su espanto que apenas se atreve a respirar. Y de pronto siente un bienestar, sus manitas y sus piececitos no le duelen ya, tiene calor, tanto calor como al lado de una estufa, y todo su cuerpo se estremece. ¡Ah, va a dormirse! ¡qué agradable es dormir! -Me quedaré aquí un momento y luego volveré a ver las muñecas -pensaba el pequeñuelo, que sonrió al recordar las muñecas. -¡Todo como si estuvieran vivas! Ahora, hete aquí que oye la canción de su madrecita. Mamá, estoy durmiendo... ¡Ah, qué bien se está aquí para dormir!» 28
-Ven a mi casa, niñito, a ver el árbol de Navidad, -pronunció una voz suavísima. Pensó primero que era su madrecita; pero no, no era ella. ¿Quién le llama? No sé. Pero alguien se inclina sobre él y le envuelve en la obscuridad, y él tiende la mano y de pronto... ¡Oh, qué luz! ¡Oh, qué árbol de Navidad! No, eso no es un árbol de Navidad, nunca lo ha visto ni parecido. ¿Dónde se encuentra? Todo brilla, todo irradia, y hay muñecos en derredor; pero no, muñecos no, varoncitos y mujercitas, sólo que resplandecen mucho. Todos giran a su alrededor, revolotean, le besan, le toman, le llevan, y él mismo tiende el vuelo. Y ve a su madrecita que le mira y le sonríe con alegría. –¡Mamita, mamita! ¡ah! qué lindo es aquí, -le grita el pequeñuelo. Y de nuevo abraza a los niños y quisiera contarles también la historia de las muñecas que vio detrás del vidrio. ¿Quiénes sois, chiquillas? -pregunta riéndose y amándolas. Es el árbol de nochebuena del Niño Jesús. En casa de Jesús, para aquel día, hay siempre un árbol de Navidad para los niñitos que no tienen árbol propio. Y supo que todos aquellos varoncitos y mujercitas eran niños como él, unos muertos de frío en las canastas en que los habían abandonado a la puerta de las casas de los funcionarios de San Petersburgo, los otros muertos en casa del ama de cría, en las isbas sin aire de los Tehaukhnas, algunos muertos de hambre en el seno agotado de sus madres, durante la calamitosa carestía, otros envenenados por la infección de los vagones de tercera clase. Todos están allí, todos son angelitos, todos se encuentran en casa de Jesús, y El mismo entre todos, extendiendo las manos sobre ellos, bendiciéndoles, a ellos y a sus pecadoras madres. 29
Y también las madres de los niños están allí, apretadas, y lloran; cada cual reconoce su hijo o su hija, y los niños revolotean hacia ellas, las besan, enjugan sus lágrimas con sus manecitas, y les suplican que no lloren, pues se hallan también allí. Y abajo, por la mañana, el conserje encontró el cadáver del niño refugiado en el patio, helado, detrás de la pila de leña. También se encontró a la madre en el sótano. Había muerto antes que él; ambos se han visto en el cielo, en la casa del Señor...
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NOCHEBUENA Guy de Maupassant Francia, 1882
¡
La Nochebuena! ¡Ah, la Nochebuena! Jamás celebraré yo la Nochebuena… Y Enrique Templier decía esto con una voz tan furiosa como si le propusieran una infamia. Los otros, riendo, exclamaban: —¿Por qué te encolerizas así? —Porque la Nochebuena me ha jugado la más abominable de las burlas. Porque guardo un invencible horror a esta noche de alegría imbécil. —¿Qué fue? —¿Qué? ¿Vosotros queréis saberlo? Pues escuchad. Aquel invierno era muy frío, tan frío que hacía morir a los pobres en las calles. Tenía yo entonces entre manos una obra urgente y rehusé todas las invitaciones que me fueron hechas para celebrar la Nochebuena, prefiriendo pasar la noche delante de mi mesa de trabajo. Comí solo y volví a mi tarea. Pero hacia las diez, el ruido de las calles, que a pesar de mis preocupaciones percibía, y los preparativos de cena que se advertían en la vecindad, me agitaron. No sabía lo que hacía. Escribía cien disparates y comprendí que no haría cosa de provecho en aquella noche. Daba grandes paseos por mi cuarto; me sentaba, me levantaba; indudablemente sufría la 31
misteriosa influencia de la alegría de fuera, y me resigné. Llamé a mi muchacha y le dije: —Ángela, vaya usted a buscar cena para dos; ostras, una perdiz y cangrejos, jamón y pasteles. Traiga usted también dos botellas de champaña; ponga dos cubiertos y acuéstese usted. Obedeció un poco sorprendida. Cuando todo estuvo preparado me puse el abrigo y salí. Quedaba una gran cuestión que resolver. ¿Con quién celebraría mi Nochebuena? Mis amigos estarían todos invitados. Para contar con uno hubiera sido necesario comprometerle anticipadamente. Entonces pensé en realizar una buena acción al mismo tiempo que me procuraba compañía. Y me dije: “París está lleno de hermosas y pobres jóvenes que no tienen cena esta noche y que andan errantes en busca de un muchacho generoso. Yo seré la Providencia de Navidad para una de esas desheredadas. Voy a corretear un poco por las calles, entraré en los lugares del placer, preguntaré, ojearé y escogeré a mi gusto”. Y empecé a recorrer la ciudad. Desde luego, encontré gran número de muchachas infelices que buscaban aventura, pero unas eran feas hasta proporcionar una indigestión, y otras tan delgadas que podían quebrarse por los pies si se tropezaban. Yo soy débil, ya lo sabéis. Adoro a las mujeres llenitas. Cuanto más metidas en carnes, más me gustan. De pronto, cerca del teatro de Variedades, descubro un perfil que me agrada. Una cabeza hermosa y dos curvas atractivas: la del pecho, muy bella; la de más abajo, sorprendente. Una barriga de pato gordo. Me quedaba un punto que esclarecer: el rostro. El rostro es el postre; y el resto, el asado. Apreté el paso. Era encantadora, muy joven, morena y con grandes ojos negros. Le hice mi proposición, que aceptó sin vacilar. Un cuarto de hora 32
después estábamos sentados a la mesa en el comedor de mi casa. Al entrar exclamó: —¡Ah, qué bien se está aquí! Y miraba alrededor con la satisfacción visible de haber encontrado habitación y mesa en aquella noche glacial. Era una mujer arrogante y gruesa. Se quitó el abrigo y el sombrero. Se sentó y se puso a comer; pero no parecía del todo bien dispuesta. De cuando en cuando, su cara, un poco pálida, se alteraba como si sufriese un dolor oculto. Le pregunté: —¿Tienes algún disgusto?, ¿te pasa algo? Me contestó: —¡Bah! Olvidémonos de todo. Empezó a beber. Vaciaba de un sorbo su vaso de champaña y lo llenaba sin cesar. Bien pronto empezó a ponerse encarnada y a reír locamente. Yo la adoraba ya. La besaba apasionadamente y descubrí que no era vulgar ni grosera. En fin: llegó el momento de acostarse, y mientras yo levantaba la mesa colocada delante de la chimenea, ella se desnudó vivamente y se deslizó entre las sábanas. Mis vecinos hacían un ruido infernal, riendo y cantando como locos, y yo pensaba: “He hecho bien en ir a buscar a esta hermosa muchacha. No habría sido posible trabajar de ningún modo”. Un quejido profundo me hizo volver la cabeza. —¿Qué tienes, querida? No respondió, pero siguió suspirando dolorosamente, como si sufriera de una manera horrible. —¿Estás indispuesta? —le pregunté. Entonces lanzó un grito, un grito espantoso. Me precipité hacia ella con una bujía en la mano. 33
Su fisonomía estaba descompuesta por el dolor. Se retorcía las manos y salían de su garganta gemidos sordos como el estertor de un agonizante. Aturdido, yo le preguntaba: —¿Qué tienes? No respondía y comenzó a dar alaridos. De pronto, las vecinas callaron y se pusieron a escuchar lo que pasaba en mi habitación. —¿Qué tienes? Dímelo —repetía yo—. ¿Qué te duele? Entonces balbuceó: —¡Oh, mi vientre, mi vientre! Levanté sus ropas y vi… Aquella mujer, amigos míos ¡estaba dando a luz! Entonces, con la cabeza perdida, fui hacia la pared de mi cuarto y empecé a dar puñetazos gritando con todas mis fuerzas: —¡Socorro, socorro! La puerta se abrió y se precipitó en mi cuarto una multitud de hombres vestidos de frac, mujeres escotadas, pierrots, turcos, mosqueteros. Esta invasión me enloquecía de tal modo que no acertaba a encontrar una explicación. Temían un accidente grave, un crimen, quizá, y no me comprendían. Yo pude decir al fin: —Es… es que está dando a luz. Entonces todos la examinaron, dando cada uno su opinión. Un capuchino, sobre todo, pretendía ser inteligente en el asunto y quería ayudar a la Naturaleza. Todos estaban más o menos borrachos y creo que la hubieran matado. Yo me precipité sin sombrero por la escalera para buscar un médico viejo que vivía cerca. Cuando volví con el médico, los vecinos de todos los pisos ocupaban mi habitación. Cuatro desahogados, sentados a la mesa, concluían con mis cangrejos y mi champaña. A mi llegada, oí un grito formidable y una lechera me presentó sobre una tabla un pedazo de carne, arrugada y doblada, que gemía 34
y maullaba como un gato. —Es una niña —me dijo. El médico examinó a la recién parida, declarando que su estado era grave por haber sucedido el parto después de una cena, y se fue, anunciándome que mandaría a una enfermera y una nodriza. Las dos mujeres llegaron una hora después, trayendo un paquete de medicamentos. Yo pasé la noche en una butaca, demasiado aturdido para poder reflexionar sobre las consecuencias del lance. Volvió el médico por la mañana y halló bastante mal a la enferma. —Su mujer de usted —me dijo. —No es mi mujer —le interrumpí. —O su querida, poco me importa —y siguió enumerando los cuidados, los medicamentos y el régimen que necesitaba. ¿Qué hacer? Enviar a esa desgraciada al hospital hubiera significado aparecer a los ojos de toda la vecindad, del barrio entero, como un desalmado. La retuve en mi casa y estuvo seis semanas enferma en mi misma cama. ¿El niño? Lo di a criar en un pueblo cercano. Me cuesta cincuenta pesetas al mes y, habiendo pagado hasta hoy, me veo obligado a pagar hasta que me muera. Cuando tenga criterio para comprender, supondrá que soy su padre. Y para colmo de desdichas, cuando estuvo curada…, me quería, me quería con delirio la muy… Pero se puso delgada como un gato hambriento. Y me paso el día huyendo de la maldita, que parece un esqueleto, y me aguarda en las calles, se esconde para verme pasar, me detiene de noche cuando salgo, para besarme la mano, me aburre y me vuelve loco. Ya sabéis por qué no celebraré nunca la Nochebuena.» 35
LOS MUCHACHOS Antón Chéjov
Rusia, 1885
-Volodia ha llegado! -gritó alguien en el patio. -¡El niño Volodia ha llegado! -repitió la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el comedor- ¡Ya está ahí! Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, se veían unos amplios trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor. Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el vestíbulo, y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos rojas, con los dedos casi helados, no lo obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve. Su madre y su tía lo estrecharon, hasta casi ahogarlo, entre sus brazos. -¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal? La criada Natalia había caído a sus pies y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. El padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo; pero éste se hallaba tan rodeado de gente, que no era empresa fácil. -¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, déjenme abrazarlo! ¡Creo que también tengo derecho! 36
Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes y ladraba con su voz potente de bajo: ¡Guau! ¡Guau! Durante algunos minutos aquello fue un griterío indescriptible. Luego, cuando se hubieron fatigado de gritar y de abrazarse, los Korolev se dieron cuenta de que además de Volodia se encontraba allí otro hombrecito, envuelto en bufandas y tapabocas e igualmente blanco de nieve. Permanecía inmóvil en un rincón, oculto en la sombra de una gran pelliza colgada en la percha. -Volodia, ¿quién es ése? - preguntó muy quedo la madre. -¡Ah, sí!- recordó Volodia. Tengo el honor de presentarles a mi camarada Chechevitzin, alumno de segundo año. Lo he invitado a pasar con nosotros las Navidades. -¡Muy bien, muy bien! ¡Sea usted bienvenido! -dijo con tono alegre el padre-. Perdóneme; estoy en mangas de camisa. Natalia, ayuda al señor Chechevitzin a desnudarse. ¡Largo, Milord! ¡Me aburres con tus ladridos! Un cuarto de hora más tarde Volodia y Chechevitzin, aturdidos por la acogida ruidosa y rojos aún de frío, estaban sentados en el comedor y tomaban té. El sol de invierno, atravesando los cristales medio helados, brillaba sobre el samovar y sobre la vajilla. Hacía calor en el comedor, y los dos muchachos parecían por completo felices. -¡Bueno, ya llegan las Navidades! -dijo el señor Korolev, encendiendo un grueso cigarrillo-. ¡Cómo pasa el tiempo! No hace mucho que tu madre lloraba al irte tú al colegio, y ahora hete ya de vuelta. Señor Chechevitzin, ¿un poco más de té? Tome usted pasteles. No esté usted cohibido, se lo ruego. Está usted en su casa. Las tres hermanas de Volodia -Katia, Sonia y Macha-, de las que la mayor no tenía más que once años, se hallaban asimismo sentadas a la mesa, y no quitaban ojo del amigo de su hermano. 37
Chechevitzin era de la misma estatura y la misma edad que Volodia, pero más moreno y más delgado. Tenía la cara cubierta de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeños, los labios gruesos. Era, en fin, muy feo, y sin el uniforme de colegial se le hubiera podido confundir por un pillete. Su actitud era triste; guardaba un constante silencio y no había sonreído ni una sola vez. Las niñas, mirándolo, comprendieron al punto que debía de ser un hombre en extremo inteligente y sabio. Hallábase siempre tan sumido en sus reflexiones, que si le preguntaban algo sufría un ligero sobresalto y rogaba que le repitiesen la pregunta. Las niñas habían observado también que el mismo Volodia, siempre tan alegre y parlanchín, casi no hablaba y se mantenía muy grave. Hasta se diría que no experimentaba contento alguno al encontrarse entre los suyos. En la mesa, sólo una vez se dirigió a sus hermanas, y lo hizo con palabras por demás extrañas; señaló al samovar y dijo: -En California se bebe ginebra en vez de té. También él se hallaba absorto en no sabían qué pensamientos. A juzgar por las miradas que cambiaba de vez en cuando con su amigo, los de uno y otro eran los mismos. Luego del té se dirigieron todos al cuarto de los niños. El padre y las muchachas se sentaron en torno de la mesa y reanudaron el trabajo que había interrumpido la llegada de los dos jóvenes. Hacían, con papel de diferentes colores, flores artificiales para el árbol de Navidad. Era un trabajo divertido y muy interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de entusiasmo, y aun a veces con gritos de horror, como si la flor cayese del cielo. El padre parecía también entusiasmado. A menudo, cuando las tijeras no cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con cólera. De vez en cuando entraba la madre, grave y atareada, y preguntaba 38
-¿Quién ha agarrado mis tijeras? ¿Has sido tú, Iván Nicolayevich? -¡Dios mío! -se indignaba Iván Nicolayevich con voz llorosa. ¡Hasta de tijeras me privan! Su actitud era la de un hombre atrozmente ultrajado pero, un instante después, volvía de nuevo a entusiasmarse. El año anterior, cuando Volodia había venido del colegio a pasar en casa las vacaciones de invierno, había manifestado mucho interés por estos preparativos; había fabricado también flores; se había entusiasmado ante el árbol de Navidad; se había preocupado de su ornamentación. A la sazón no ocurría lo mismo. Los dos muchachos manifestaban una indiferencia absoluta hacía las flores artificiales. Ni siquiera mostraban el menor interés por los dos caballos que había en la cuadra. Se sentaron junto a la ventana, separados de los demás, y se pusieron a hablar por lo bajo. Luego abrieron un atlas geográfico, y empezaron a examinar una de las cartas. -Por de pronto, a Perm -decía muy quedo Chechevitzin- de allí, a Tumen.... Después, a Tomsk... -Espera... Eso es de Tomsk a Kamchatka... -En Kamchatka nos meteremos en una canoa y atravesaremos el estrecho de Bering, henos ya en América. Allí hay muchas fieras... -¿Y California? -preguntó Volodia. -California está más al sur. Una vez en América, está muy cerca... Para vivir es necesario cazar y robar. Durante todo el día Chechevitzin se mantuvo a distancia de las muchachas y las miró con desconfianza. Por la tarde, después de merendar, se encontró durante algunos minutos completamente solo con ellas. La cortesía más elemental exigía que les dijese algo. Se frotó con aire solemne las manos, tosió, miró severamente a Katia y preguntó: -¿Ha leído usted a Mine-Rid? -No... Dígame: ¿sabe usted patinar? 39
Chechevitzin no contestó nada. Infló los carrillos y resopló como un hombre que tiene mucho calor. Luego, tras una corta pausa, dijo: -Cuando una manada de antílopes corre por las pampas, la tierra tiembla bajo sus pies. Las bestezuelas lanzan gritos de espanto. Tras un nuevo silencio, añadió: -Los indios atacan con frecuencia los trenes. Pero lo peor son los termítidos y los mosquitos. -¿Y qué es eso? -Una especie de hormigas, pero con alas. Muerden de firme... ¿Sabe usted quién soy yo? -Volodia nos dijo que usted es el señor Chechevitzin. -No; me llamo Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles. Las niñas, que no habían comprendido nada, lo miraron con respeto y un poco de miedo. Chechevitzin pronunciaba palabras extrañas. Él y Volodia conspiraban siempre y hablaban en voz baja; no tomaban parte en los juegos y se mantenían muy graves; todo esto era misterioso, enigmático. Las dos niñas mayores, Katia y Sonia, comenzaron a espiar a ambos muchachos. Por la noche, cuando los muchachos se fueron a acostar, se acercaron de puntillas a la puerta de su cuarto y se pusieron a escuchar. ¡Santo Dios lo que supieron! Supieron que ambos muchachos se aprestaban a huir a algún punto de América para amontonar oro. Todo estaba ya preparado para su viaje: tenían un revólver, dos cuchillos, galletas, una lente para encender fuego, una brújula y una suma de cuatro rublos. Supieron asimismo que los muchachos debían andar muchos millares de kilómetros, luchar contra los tigres y los salvajes, luego buscar oro y marfil, matar enemigos, hacerse piratas, beber ginebra, y, como remate, casarse con lindas muchachas y explotar ricas plantaciones. 40
Mientras las dos niñas espiaban a la puerta los muchachos hablaban con gran animación y se interrumpían. Chechevitzin llamaba a Volodia "mi hermano rostro pálido" en tanto que Volodia llamaba a su amigo "Montigomo, Garra de Buitre". -No hay que decirle nada a mamá -dijo Katia al oído de Sonia mientras se acostaban. Volodia nos traerá de América mucho oro y marfil; pero si se lo dices a mamá no le dejará ir a América. Todo el día de Nochebuena estuvo Chechevitzin examinando el mapa de Asia y tomando notas. Volodia, por su parte, andaba cabizbajo y, con sus gruesos mofletes, parecía un hombre picado por una abeja. Iba y venía sin cesar por las habitaciones, y no quería comer. En el cuarto de los niños, se detuvo una vez delante del icono, se persignó y dijo: -¡Perdóname! Dios mío, soy un gran pecador. ¡Ten piedad de mí, pobre y desgraciada mamá! Por la tarde se echó a llorar. Al ir a acostarse abrazó largamente y con efusión a su madre, a su padre y a sus hermanas. Katia y Sonia comprendían el motivo de su emoción; pero la pequeñita, Macha, no comprendía nada, absolutamente nada, y lo miraba con sus grandes ojos asombrados. A la mañana siguiente, temprano, Katia y Sonia se levantaron, y una vez abandonado el lecho se dirigieron quedamente a la habitación de los muchachos, para ver cómo huían a América. Se detuvieron junto a la puerta y oyeron lo siguiente: -Vamos, ¿ quieres ir? -preguntó con cólera Chechevitzin- Di, ¿no quieres? -¡Dios mío! -respondió llorando Volodia-. No puedo, no quiero separarme de mamá. -¡Hermano rostro pálido, partamos! Te lo ruego. Me habías prometido partir conmigo, y ahora te da miedo. ¡Eso está muy mal, hermano rostro pálido! 41
-No me da miedo; pero... ¿qué va a ser de mi pobre mamá? -Dímelo de una vez: ¿quieres seguirme o no? -Yo me iría, pero... esperemos un poco; quiero quedarme aún algunos días con mamá. -Bueno; en ese caso me voy solo -declaró resueltamente Chechevitzin-. Me pasaré sin ti. ¡Y pensar que has querido cazar tigres y luchar contra los salvajes! ¡Qué le vamos a hacer! Me voy solo. Dame el revólver, los cuchillos y todo lo demás. Volodia se echó a llorar con tanta desesperación, que Katia y Sonia, compadecidas, empezaron a llorar también. Hubo algunos instantes de silencio. -Vamos, ¿no me acompañas? -preguntó una vez más Chechevitzin. -Sí, me voy... contigo. -Bueno; vístete. Y para dar ánimos a Volodia, Chechevitzin empezó a contar maravillas de América, a rugir como un tigre, a imitar el ruido de un buque, y prometió en fin a Volodia darle todo el marfil y también todas las pieles de los leones y los tigres que matase. Aquel muchachito delgado, de cabellos crespos y feo semblante, les parecía a Katia y a Sonia un hombre extraordinario, admirable. Héroe valerosísimo arrostraba todo el peligro y rugía como un león o como un tigre auténticos. Cuando las dos niñas volvieron a su cuarto, Katia con los ojos arrasados en lágrimas dijo: -¡Qué miedo tengo! Hasta las dos, hora en que se sentaron a la mesa para almorzar, todo estuvo tranquilo. Pero entonces se advirtió la desaparición de los muchachos. Los buscaron en la cuadra, en el jardín; se los hizo buscar después en la aldea vecina; todo fue en vano. A las cinco se merendó, sin los muchachos. Cuando la familia se sentó a la mesa 42
para comer, mamá manifestaba una gran inquietud y lloraba. Buscaron a Volodia y a su amigo durante toda la noche. Se escudriñaron, con linternas, las orillas del río. En toda la casa, lo mismo que en la aldea, reinaba gran agitación. A la mañana siguiente llegó un oficial de policía. Mamá no cesaba de llorar. Pero hacia el mediodía unos trineos, arrastrados por tres caballos blancos, jadeantes, se detuvieron junto a la puerta. -¡Es Volodia! -exclamó alguien en el patio. -¡Volodia está ahí! -gritó la criada Natalia, irrumpiendo como una tromba en el comedor. El enorme perro Mirara, igualmente agitado, hizo resonar sus ladridos en toda la casa: ¡Guau! ¡Guau! Los dos muchachos habían sido detenidos en la ciudad próxima cuando preguntaban dónde podrían comprar pólvora. Volodia se lanzó al cuello de su madre. Las niñas esperaban, aterrorizadas, lo que iba a suceder. El señor Korolev se encerró con ambos muchachos en el gabinete. -¿Es posible? -decía con tono enojado-. Si se sabe esto en el colegio los pondrán de patitas en la calle. Y a usted, señor Chechevitzin, ¿no le da vergüenza? Está muy mal lo que ha hecho. Espero que será usted castigado por sus padres... ¿Dónde han pasado la noche? -¡En la estación! -respondió altivamente Chechevitzin. Volodia se acostó, y hubo que ponerle compresas en la cabeza. A la mañana siguiente llegó la madre de Chechevitzin, avisada por telégrafo. Aquella misma tarde partió con su hijo. Chechevitzin, hasta su partida, se mantuvo en una actitud severa y orgullosa. Al despedirse de las niñas no les dijo palabra; pero tomó el cuaderno de Katia y dejó en él, a modo de recuerdo, su autógrafo: “Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles”. 43
EL GIGANTE EGOSISTA Oscar Wilde
Irlanda, 1888
T
odas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos. -¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros. Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín. -¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo. -Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie más que yo juegue en él. Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel: Prohibida la entrada. 44
Los transgresores serán procesados judicialmente. Era un gigante muy egoísta. Los pobres niños no tenían ahora donde jugar. Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó. Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado. -¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros. Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno. Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir. Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo. -La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó. Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de las chimeneas. -Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos. 45
Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo. -No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegardecía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará! Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno. -Es demasiado egoísta- se dijo. Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles. Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta. -Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio? Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían 46
tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños. Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él. -¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo. -¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre. Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho. Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín. Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó. 47
Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos. -Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto. Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante. -Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó. El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado. -No sabemos contestaron los niños- se ha marchado. -Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante. Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste. Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él. -¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir. Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín. -Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las 48
flores más bellas. Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores. De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso. El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó: - ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos. -¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle. -No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor. -¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño. Y el niño sonrió al gigante y le dijo: -Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso. Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.
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EL REGALO DE LOS REYES MAGOS O. Henry (William Sydney Porter) Estados Unidos, 1906
U
n dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad. Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos. Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos amueblados de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal. Abajo, en el vestíbulo de la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al apartamento una 50
tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young". La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien. Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió el 51
color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era. Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el apartamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia. La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja. Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle. Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta. -¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia. 52
-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo. La áurea cascada cayó libremente. -Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas. -Démelos inmediatamente -dijo Delia. Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los comercios en busca del regalo para Jim. Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún comercio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena. Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca. 53
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente. "Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?." A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne. Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita". La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes. Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña. 54
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él. -Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo! -¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental. -Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así? Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad. -¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota. -No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó. Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran 55
valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante. Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa. -No te e quivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento. Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del apartamento. Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido. Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo: -¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim! Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó: -¡Oh, oh! Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco 56
metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia. -¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta. En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió. -Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego. Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un apartamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.
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NAVIDAD Juan Ramón Jiménez España, 1917
¡
La candela en el campo!... Es tarde de Nochebuena, y un sol opaco y débil clarea apenas en el cielo crudo, sin nubes, todo gris en vez de todo azul, con un indefinible amarillo en el horizonte de Poniente... De pronto, salta un estridente crujido de ramas verdes que empiezan a arder; luego, el humo apretado, blanco como armiño, y la llama, al fin, que limpia el humo y puebla el aire de puras lenguas momentáneas, que parecen lamerlo. ¡Oh la llama en el viento! Espíritus rosados, amarillos, malvas, azules, se pierden no sé dónde, taladrando un secreto cielo bajo; ¡y dejan un olor de ascua en el frío! ¡Campo, tibio ahora, de diciembre! ¡Invierno con cariño! ¡Nochebuena de los felices! Las jaras vecinas se derriten. El paisaje, a través del aire caliente, tiembla y se purifica como si fuese de cristal errante. Y los niños del casero, que no tienen Nacimiento, se vienen alrededor de la candela, pobres y tristes, a calentarse las manos arrecidas, y echan en las brasas bellotas y castañas, que revientan, en un tiro. Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego que ya la noche va enrojeciendo, y cantan: ...Camina, María, camina José... Yo les traigo a Platero, y se lo doy, para que jueguen con él. 58
EL ANGEL CAÍDO Amado Nervo
México, 1921
É
Cuento de Navidad dedicado a mi sobrina María de los Ángeles
rase un ángel que, por retozar más de la cuenta sobre una nube crepuscular teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente a la tierra. Su mala suerte quiso que, en vez de dar sobre el fresco césped, diese contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el ala derecha, por más señas. Allí quedó despatarrado, sangrando, y aunque daba voces de socorro, como no es usual que en la tierra se comprenda el idioma de los ángeles, nadie acudía en su auxilio. En esto acertó a pasar no lejos un niño que volvía de la escuela, y aquí empezó la buena suerte del caído, porque como los niños sí suelen comprender la lengua angélica (en el siglo XX mucho menos, pero en fin), el chico allegóse al mísero, y sorprendido primero y compadecido después, tendióle la mano y le ayudó a levantarse. Los ángeles no pesan, y la leve fuerza del niño bastó y sobró para que aquél se pusiese en pie. Su salvador ofrecióle el brazo y vióse entonces el más raro espectáculo: un niño conduciendo a un ángel por los senderos de este mundo. Cojeaba el ángel lastimosamente, ¡es claro! Acontecíale lo que acontece a los que nunca andan descalzos: el menor guijarro le 59
pinchaba de un modo atroz. Su aspecto era lamentable. Con el ala rota, dolorosamente plegada, mancha do de sangre y lodo el plumaje resplandeciente, el ángel estaba para dar compasión. Cada paso le arrancaba un grito; los maravillosos pies de nieve empezaban a sangrar también. —No puedo más —dijo al niño. Y éste, que tenía su miaja de sentido práctico, respondióle: —A ti (porque desde un principio se tutearon), a ti lo que te falta es un par de zapatos. Vamos a casa, diré a mamá que te los compre. —¿Y qué es eso de zapatos? —preguntó el ángel. —Pues mira —contestó el niño mostrándole los suyos—: algo que yo rompo mucho y que me cuesta buenos regaños. —¿Y yo he de ponerme eso tan feo?... —Claro... ¡o no andas! Vamos a casa. Allí mamá te frotará con árnica y te dará calzado. —Pero si ya no me es posible andar..., ¡cárgame! —¿Podré contigo? —¡Ya lo creo! Y el niño alzó en vilo a su compañero, sentándolo en su hombro, como lo hubiera hecho un diminuto San Cristóbal. —¡Gracias! —suspiró el herido—; qué bien estoy así... ¿Verdad que no peso? —¡Es que yo tengo fuerzas! —respondió el niño con cierto orgullo y no queriendo confesar que su celeste fardo era más ligero que uno de plumas. En esto se acercaban al lugar, y os aseguro que no era menos peregrino ahora que antes el espectáculo de un niño que llevaba en brazos a un ángel, al revés de lo que nos muestran las estampas. Cuando llegaron a la casa, sólo unos cuantos chicuelos curiosos les seguían. Los hombres, muy ocupados en sus negocios, las mujeres 60
que comadreaban en las plazuelas y al borde de las fuentes, no se habían percatado de que pasaban un niño y un ángel. Sólo un poeta que divagaba por aquellos contornos, asombrado, clavó en ellos los ojos y sonriendo beatamente los siguió durante buen espacio de tiempo con la mirada... Después se alejó pensativo... Grande fue la piedad de la madre del niño, cuando éste le mostró a su alirroto compañero. —¡Pobrecillo! —exclamó la buena señora—; le dolerá mucho el ala, ¿eh? El ángel, al sentir que le hurgaban la herida, dejó oír un lamento armonioso. Como nunca había conocido el dolor, era más sensible a él que los mortales, forjados para la pena. Pronto la caritativa dama le vendó el ala, a decir verdad, con trabajo, porque era tan grande que no bastaban los trapos; y más aliviado y lejos ya de las piedras del camino, el ángel pudo ponerse en pie y enderezar su esbelta estatura. Era maravilloso de belleza. Su piel translúcida parecía iluminada por suave luz interior y sus ojos, de un hondo azul de incomparable diafanidad, miraban de manera que cada mirada producía un éxtasis. *** —Los zapatos, mamá, eso es lo que le hace falta. Mientras no tenga zapatos, ni María ni yo (María era su hermana) podremos jugar con él —dijo el niño. Y esto era lo que le interesaba sobre todo: jugar con el ángel. A María, que acababa de llegar también de la escuela, y que no se hartaba de contemplar al visitante, lo que le interesaba más eran las plumas; aquellas plumas gigantescas, nunca vistas, de ave del Paraíso, de quetzal heráldico..., de quimera, que cubrían las alas del ángel. Tanto, que no pudo contenerse, y acercándose al celeste herido, sinuosa y zalamera, cuchicheóle estas palabras: —Di, ¿te dolería que te arrancase yo una pluma? La deseo para 61
mi sombrero... —Niña —exclamó la madre, indignada, aunque no comprendía del todo aquel lenguaje. Pero el ángel, con la más bella de sus sonrisas, le respondió extendiendo el ala sana: —¿Cuál te gusta? —Esta tornasolada... —¡Pues tómala! Y se la arrancó resuelto, con movimiento lleno de gracia, extendiéndola a su nueva amiga, quien se puso a contemplarla embelesada. No hubo manera de que ningún calzado le viniese al ángel. Tenía el pie muy chico, y alargado en una forma deliciosamente aristocrática, incapaz de adaptarse a las botas americanas (únicas que había en el pueblo), las cuales le hacían un daño tremendo, de suerte que claudicaba peor que descalzo. La niña fue quien sugirió, al fin, la buena idea: —Que le traigan —dijo— unas sandalias. Yo he visto a San Rafael con ellas, en las estampas en que lo pintan de viaje, con el joven Tobías, y no parecen molestarle en lo más mínimo. El ángel dijo que, en efecto, algunos de sus compañeros las usaban para viajar por la tierra; pero que eran de un material finísimo, más rico que el oro, y estaban cuajadas de piedras preciosas. San Crispín, el bueno de San Crispín, fabricábalas. —Pues aquí —observó la niña— tendrás que contentarte con unas menos lujosas, y déjate de santos si las encuentras. Por fin, el ángel, calzado con sus sandalias y bastante restablecido de su mal, pudo ir y venir por toda la casa. Era adorable escena verle jugar con los niños. Parecía un gran pájaro azul, con algo de mujer y mucho de paloma, y hasta en lo zurdo de su andar había 62
gracia y señorío. Podía ya mover el ala enferma, y abría y cerraba las dos con movimientos suaves y con un gran rumor de seda, abanicando a sus amigos. Cantaba de un modo admirable, y refería a sus dos oyentes historias más bellas que todas las inventadas por los hijos de los hombres. No se enfadaba jamás. Sonreía casi siempre, y de cuando en cuando se ponía triste. Y su faz, que era muy bella cuando sonreía, era incomparablemente más bella cuando se ponía pensativa y melancólica, porque adquiría una expresión nueva que jamás tuvieron los rostros de los ángeles y que tuvo siempre la faz del Nazareno, a quien, según la tradición, “nunca se le vio reír y sí se le vio muchas veces llorar”. Esta expresión de tristeza augusta fue, quizá, lo único que se llevó el ángel de su paso por la tierra... *** ¿Cuántos días transcurrieron así? Los niños no hubieran podido contarlos; la sociedad con los ángeles, la familiaridad con el Ensueño, tienen el don de elevarnos a planos superiores, donde nos sustraemos a las leyes del tiempo. El ángel, enteramente bueno ya, podía volar, y en sus juegos maravillaba a los niños, lanzándose al espacio con una majestad suprema; cortaba para ellos la fruta de los más altos árboles, y, a veces, los cogía a los dos en sus brazos y volaba de esta suerte. Tales vuelos, que constituían el deleite mayor para los chicos, alarmaban profundamente a la madre. —No vayáis a dejarlos caer por inadvertencia, señor Ángel — gritábale la buena mujer—. Os confieso que no me gustan juegos tan peligrosos... Pero el ángel reía y reían los niños, y la madre acababa por reír también, al ver la agilidad y la fuerza con que aquél los cogía en 63
sus brazos, y la dulzura infinita con que los depositaba sobre el césped del jardín... ¡Se hubiera dicho que hacía su aprendizaje de Ángel Custodio! —Sois muy fuerte, señor Ángel —decía la madre, llena de pasmo. Y el ángel, con cierta inocente suficiencia infantil, respondía: —Tan fuerte, que podría zafar de su órbita a una estrella. *** Una tarde, los niños encontraron al ángel sentado en un poyo de piedra, cerca del muro del huerto, en actitud de tristeza más honda que cuando estaba enfermo. —¿Qué tienes? —le preguntaron al unísono. —Tengo —respondió— que ya estoy bueno; que no hay ya pretexto para que permanezca con vosotros...; ¡que me llaman de allá arriba, y que es fuerza que me vaya! —¿Que te vayas? ¡Eso, nunca! —replicó la niña. —¿Y qué he de hacer si me llaman?... —Pues no ir... —¡Imposible! Hubo una larga pausa llena de angustia. Los niños y el ángel lloraban. De pronto, la chica, más fértil en expedientes, como mujer, dijo: —Hay un medio de que no nos separemos... —¿Cuál? —preguntó el ángel, ansioso. —Que nos lleves contigo. —¡Muy bien! —afirmó el niño palmeteando. Y con divino aturdimiento, los tres pusiéronse a bailar como unos locos. Pasados, empero, estos transportes, la niña quedóse pensativa, y murmuró: —Pero ¿y nuestra madre? —¡Eso es! —corroboró el ángel—; ¿y vuestra madre? 64
—Nuestra madre —sugirió el niño— no sabrá nada... Nos iremos sin decírselo... y cuando esté triste, vendremos a consolarla. —Mejor sería llevarla con nosotros —dijo la niña. —¡Me parece bien! —afirmó el ángel—. Yo volveré por ella. —¡Magnífico! —¿Estáis, pues, resueltos? —Resueltos estamos. Caía la tarde fantásticamente, entre niágaras de oro.
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FUE EN EL PERÚ Ventura García Calderón
Perú, 1924
“
Aquí nació, niñito”, murmuraba la anciana masticando un cigarro apagado. Ella me hizo jurar discreción eterna; mas ¿cómo ocultar al mundo la alta y sublime verdad que todos los historiadores falsifican? “Se aconchabaron para que no lo supiera náides, porque es tierra pobre”, me explicaba la vieja. Extendió la mano resquebrajada como el nogal, para indicarme de qué manera se llevaron al niño lejos, y nadie supo si nació en tierra peruana. Pero día ha de venir en que todo se cuente. Su tatarabuela, que Dios haya en su santa gloria, vio y palpó los piececitos helados por el frío de la puna; y fue una llama de lindo porte la primera que se arrodilló, como ellas saben hacerlo, con elegancia lenta, frotando la cabeza inteligente en los pies manchados de la primera sangre. Después vinieron las autoridades. La explicación comenzaba a ser confusa; pedí nuevos informes, y minuciosamente lo supe todo: la huida, la llegada nocturna, el brusco nacimiento, la escandalosa denegación de justicia, en fin, que es el más torpe crimen de la Historia. “Le contaré -decía la vieja, chupando el pucho como un biberón-. Perdóneme, niñito; pero fue cosa de los blancos.” No podía sorprenderme esta nueva culpa de mi raza. Los blancos 66
somos en el Perú, para la gente de color, responsables de tres siglos injustos. Vinimos de la tierra española hace mucho tiempo, y el indio cayó aterrado bajo el relámpago de nuestras espingardas. Después trajimos en naos de tres puentes, del Senegal o de allende, con cadena en los pies y mordaza en la boca, las “piezas de ébano”, como se dijo entonces, que bajo el látigo del mayoral, gimieron y murieron por los caminos. También debía de ser aquella atrocidad cosa de los blancos, pues la pobre india doncella aseguraba la vieja- tuvo que fugarse a lomo de mula muy lejos, del lado de Bolivia, con su esposo que era carpintero. “¡Si supiera, niñito, las lindas maderas que trujo de por allí mi compadre Feliciano!”. El relato de la negra Simona comienza a ser tan confuso que es menester resumirlo con sus propias palabras: “Gobernaba entonces el departamento un canalla judío, como los hay aquí tantos hoy día, niñito; uno de aquellos que hacen trabajar a los hijos del país pagando coca y aguardiente no más. Si se niegan, se les recluta para el Ejército. Es la leva, que llaman. Fue así como obtuvieron a aquellos indios que le horadaron el pecho al Santo Cristo; pero esto fue más tarde y todavía no había nacido aquí. Agarró y mandó el prefecto que los indios no salieran de cada departamento, mientras que en la tierra vecina otro que tal, hereje y perdido como él, no quería que tuvieran hijos, porque se estaba acabando el maíz en la comarca. Entonces se huyeron, a lomo de mula, la Virgen que era indiecita, y San José, que era mulato. Fue en este tambo, mi amito, en que pasaron la divina noche. Las gentes que no saben no tienen más que ver cómo esta vestida la virgen, con el mismo manto de las serranas clavado en el pecho con el topo de oro, y las sandalias ojotas que llaman, en los pies polvorientos, sangrados en las piedras 67
de los Andes. San José vino hasta el tambo al pie de la mula, y en quechua pidió al tambero que les permitiera dormir en el pesebre. Todita la noche las quenas de los ángeles estuvieron tocando para calmar los dolores de Nuestra Señora, que no quería llamar a náidenes. Cuando salió el sol sobre la puna, ya estaba llorando de gozo porque en la paja sonreía su preciosura, su corazoncito, su palomita. Era una guagua linda ¡caray!, que la Virgen, como todas las indias, quería colgar ya del poncho en la espalda. Entonces lo que pasó nadie podría creerlo, niñito. Le juro por estas santas cruces que las llamas del camino se pusieron de rodillas, y bajó la nieve de las cimas como si se hubieran derretido con el calor los hielos del mundo. Hasta el prefecto comprendió lo que pasaba y vino volando. Cuando ¡quién te dice que a la hora de la hora se viene derechito, seguido por un indio cacique y el rey de los mandingas, que era esclavo del mismo amo que mi tatarabuela! Esos son los Reyes Magos que llaman. El blanco, el indio y el negro venían por el camino, entre las llamas arrodilladas, que bajaban de las minas con su barrote de oro en el lomo. Hasta los cóndores de las altas peñas no atacaban ya a los corderos. Entonces, como iba diciendo, llegaron los tres hombres al tambo, y nunca más se ha visto que un prefecto blanco se ponga de rodillas junto a la cuna de un hijo del país. Nunca en jamás, los indios han vuelto a estar tan alegres como lo estuvieron en la puerta del tambo, bailando el cacharpari y mascando jora para la chicha que había de beber el santo niño. Ya los mozos de los alrededores llegaban trayendo los pañales de lana roja y los ponchitos de colores y esos cascabeles con que adornan a las llamas en las ferias. Y cuando llegó el prefecto con el cacique y el rey de los mandingas, todos callaron, temerosos. Y cuando el blanco dejó en brazos del niño santo la barra de oro puro, nuestro amito sonrió con desprecio. Y cuando los otros avanzaron gimoteando que no tenían para su amito y señor sino collares de 68
guayruros y esos mates de colores en que sirven la chicha de jora y las mazorcas de maíz más doradas que el oro, Su Majestad, como le estaba diciendo, abrió los bracitos y jabló...La mala gente dirán que no podía hablar entuavía; pero el Niño-Dios lo puede todo, y el rey de los mandingas le oyó clarito estas razones: “El color no te ofende, hermano.” Entonces un grito de contento resonó hasta en los Andes, y todos comprendieron que ya no habría amos ni esclavos, ni tuyo ni mío, sino que todos iban a ser hijos parejos del Amo divino, como habían prometido los curas en los sermones. La vara de San José estaba abierta lo mismito que los floripondios, y los arrieros que llegaban dijeron que los blancos gritaban en la casa del cura, con el látigo en la mano. Sin que nadie supiera cómo ni de qué manera, en menos tiempo que dura una salve, se llevaron al Niño en unos serones, poniendo al otro lado chirimoyas para que hicieran contrapeso. La Virgen y su santo Esposo iban detrás, cojeando, con el cepo en los pies. “Y desde aquel tiempo, niñito, nadie puede hablar del estropicio en la provincia sin que lo anden mudar a la chirona. Pero todos sabemos que su Majestad murió y resucitó después y se vendrá un día por acá para que la mala gente vean que es de color capulí, como los hijos del país. Y entonces mandarán a fusilar a los blancos, y los negros serán los amos, y no habrá tuyo ni mío, ni levas, ni prefetos, ni tendrá que trabajar el pobre para que engorde el rico...” La negra Simona tiró el pucho, se limpió una lágrima con el dorso de la mano, cruzó los dedos índice y pulgar para decirme: “Un Padrenuestro por las almas del Purgatorio, y júreme, niño, por estas cruces, que no le dirá a náides cómo nació en este tambo el Divino Hijo de Su Majestad que está en el Cielo, Amén.” 69
ENSUEÑO DE AÑO NUEVO Sidonie Gabrielle, Colette Francia, 1948
L
as tres volvemos a casa empolvadas, yo, la pequeña doga y la perra de pastor flamenca. Ha nevado en los pliegues de nuestras ropas. Yo llevo charreteras blancas; en la cara chata de Poucette se funde un azúcar impalpable, y la perra de pastor centellea toda, desde su puntiagudo hocico a su cola semejante a una cachiporra. Salimos para contemplar la nieve, la verdadera nieve y el verdadero frío, rarezas parisienses, ocasiones, casi imposibles de encontrar, de final de año. En mi barrio desierto, corrimos como tres locas, y las fortificaciones hospitalarias, las calumniadas fortificaciones presenciaron, desde la avenida de Ternes al bulevar Malesherbes, nuestra jadeante alegría de perros en libertad. Nos inclinamos, de lo alto del talud, sobre el foso que colmaba un crepúsculo violáceo agitado por torbellinos blancos; contemplamos Levallois negro salpicado de luces rosadas, detrás de un velo tejido con miles y miles de moscas blancas, vivas, frías como flores deshojadas, que se derruían en los labios, en los ojos, suspendidas por un momento las pestañas, del vello de las mejillas. Arañamos con nuestras diez patas una nieve intacta, fiable, que huía bajo nuestros pies con un acariciador crujir de tafetán. Lejos de todos los ojos, galopamos, ladramos, comimos la nieve al vuelo, saboreamos su dulzura de sorbete avainillado y polvoriento. 70
Sentadas ahora frente a la ardiente rejilla las tres callamos. El recuerdo de la noche, de la nieve, del viento desencadenado detrás de la puerta, se funde lentamente en nuestras venas y vamos a deslizarnos en ese sueño repentino, recompensa de las largas caminatas. La perra de pastor, que humea como un baño de pies, ha recobrado su dignidad de loba amaestrada, su seriedad falsa y cortés. Escucha, con una oreja, el susurro de la nieve a lo largo de las persianas cerradas, con la otra acecha el tintineo de las cucharas de la antecocina. Su nariz afilada palpita, y sus ojos color cobre, abiertos, fijos en el fuego, se mueven incesantemente, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como si estuviera leyendo. Yo estudio, un poquito recelosa, a esa recién llegada, esa perra femenina y complicada que guarda bien, ríe raramente, se conduce como persona sensata, con una impenetrable mirada. Sabe mentir, robar; pero grita, sorprendida, como una jovencita asustada, y casi enferma de emoción. ¿Dónde adquirió, esa lobita de bajas caderas, esta hija de las tierras valonas, su odio hacia la gente mal vestida y su reserva aristocrática? Le ofrezco un puesto en mi hogar y en mi vida, y quizás, ella que ya sabe defenderme, me amará. Mi pequeña doga de corazón infantil duerme, reventada de sueño, con fiebre en el hocico y las patas. La gata gris no ignora que nieva, y desde la hora del almuerzo no he vuelto a verle la punta de la nariz, hundida en el pelo de su vientre. Heme aquí una vez más, como al principio del otro año, sentada frente a mi hogar, a mi soledad, frente a mí misma. 71
Un año más... ¿Para qué contarlos? Este primero de año parisiense no me recuerda nada de los días de Año Nuevo de mi juventud. ¿Quién podría devolverme la pueril solemnidad de los días de Año Nuevo de antaño? Mientras yo cambiaba, cambió para mí la forma de los años. El año ya no es ese sendero serpenteante, esa cinta desenrollada que de enero ascendía a la primavera, subía, subía al verano para florecer en llanura serena, en prado ardiente recortado de sombras azules, salpicado de deslumbrantes geranios, luego descendía a un otoño oloroso, brumoso, que exhala aroma a marjal, o fruta madura y caza, luego se internaba en un invierno seco, sonoro, espejeante de lagunas heladas, de nieve rosada bajo el sol... Después la cinta ondulada se precipitaba, vertiginosa, hasta romperse en seco, frente a una fecha maravillosa, aislada, suspendida entre los dos años como flor de escarcha: el día de Año Nuevo. Una niña muy amada, entre unos padres que no eran ricos, y que vivía en el campo entre árboles y libros y que no conoció ni deseó costosos juguetes; he aquí lo que veo al inclinarme esta noche sobre mi pasado. Una niña supersticiosamente encariñada con las fiestas de las estaciones, con las fechas señaladas por un regalo, una flor, un pastel tradicional. Una niña que por instinto ennoblecía paganamente las fiestas cristianas, enamorada solamente del ramo de boj, del huevo rojo de Pascua, de las rosas deshojadas de Corpus y de los altares -siringas, acónitos, manzanillas-, del vástago de avellano coronado por una crucecita, bendecido en la misa de la Ascensión y plantado en los linderos del campo, al que protege del granizo. Una niñita prendada del pastel de cinco cuernos, cocido y comido el día de Ramos; de la «crepé» en Carnaval; del asfixiante olor de la iglesia, durante el mes de María. 72
Anciano sacerdote sin malicia que me distes la comunión, ¿pensabas que esa niña silenciosa, fijos los ojos en el altar, esperaba el milagro, el inaprensible movimiento del chal azul que ceñía a la Virgen? ¿Verdad? ¡Yo me comportaba de forma tan juiciosa! Es cierto que pensaba en milagros, pero... no los mismos que tú. Adormilada por el incienso de las cálidas flores, hechizada por el perfume mortuorio, la podredumbre almizclada de las rosas, yo vivía, bondadoso hombre, sin malicia, en un paraíso que no podías imaginar, poblado de mis dioses, de mis animales habladores, de mis ninfas y de mis sátiros. Y yo te escuchaba hablar de tu infierno, pensando en el orgullo del hombre que, por sus crímenes de un instante, inventó el infierno eterno. ¡Ah, cuánto tiempo hace! Mi soledad, esta nieve de diciembre, este umbral de otro año, no me devolverán el escalofrío de antaño, cuando acechaba, durante la larga noche, el lejano estremecimiento, entreverado con los latidos de mi corazón, del tambor municipal, despertando con el día nuevo a la aldea dormida. Temía, llamaba, desde la profundidad de mi lecho de niña, a ese tambor en la noche helada, a eso de las seis, con una angustia nerviosa próxima al llanto, apretadas las mandíbulas, el vientre contraído. Sólo este tambor, y no las doce campanadas de la medianoche, daba para mí la brillante apertura del nuevo año, el advenimiento misterioso tras el cual el mundo entero jadeaba, suspendido al primer rran del viejo tapín de mi aldea. Pasaba, invisible en la oscura mañana, lanzando a las paredes su viva y fúnebre alboradilla, y detrás de él se reanudaba una vida, nueva y saltando hacia doce meses nuevos. Liberada, yo saltaba de mi cama con la vela, corría a las felicitaciones, los besos, los bombones, los libros con cantos dorados. Abría la puerta a los panaderos portadores de las cien libras de pan y hasta mediodía, 73
grave, penetrada de una importancia comercial, daba a todos los pobres, los verdaderos y los falsos, el cantero de pan y la moneda que recibían sin humildad y sin gratitud. Mañanas de invierno, lámpara roja en la oscuridad, aire inmóvil y áspero de antes de nacer el día, jardín adivinado en la oscura alba, disminuido, cubierto de nieve, abetos abrumados que dejabais resbalar, de hora en hora, el fardo de tus brazos negros, abanicazos de los pajarillos asustados, y sus juegos inquietos en medio de un polvo de cristal, más tenue, más lleno de lentejuelas que la irisada bruma de un surtidor. ¡Oh, inviernos todos de mi infancia, un día de invierno acaba de devolveros a mi recuerdo! Es mi rostro de antaño el que busco en este espejo ovalado, cogido con mano distraída, y no mi rostro de mujer, de mujer joven a la que pronto abandonará su juventud. Hechizada aún por mi sueño, me sorprendo de haber cambiado, de haber envejecido, mientras soñaba. Con trémulo pincel, podría pintar, encima de este rostro, el de una lozana niña enmorenecida por el sol, sonrosada por el frío, unas mejillas elásticas que acababan en una esbelta barbilla, unas cejas móviles prestas a fruncirse, una boca cuyas astutas comisuras desmentía el breve labio ingenuo. ¡Ay, sólo es un instante! El adorable terciopelo del pastel resucitado se deshace y echa a volar. El agua oscura del espejito sólo retiene mi imagen que es igual, completamente igual a mí, señalada de ligeros arañazos, finalmente grabada en los párpados, en las comisuras de los labios, entre las obstinadas cejas. Una imagen que ni sonríe ni se entristece, y que murmura para sí solita: «Hay que envejecer. No llores, no juntes unos dedos suplicantes, no te rebeles: hay que envejecer. Repítete estas palabras, no como grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida necesaria. Mírame, mira tus parpados, tus labios, levanta los rizos 74
de tus cabellos sobre las sienes: ya empiezas a alejarte de tu vida; no lo olvides: ¡hay que envejecer! Aléjate lentamente, lentamente, sin lágrimas, no olvides nada. Llévate tu salud, tu alegría, tu atildamiento, el poco de bondad y justicia que te hizo la vida menos amarga; ¡no olvides! Vete engalanada, vete dulce, y no te detengas a lo largo del irresistible camino; en vano lo intentarías. ¡Hay que envejecer! Sigue el camino, tiéndete sólo para morir. Y cuando te tiendas a través de la vertiginosa cinta ondulada, si detrás de ti no dejaste, uno a uno, tus rizados cabellos ni tus dientes uno a uno, ni tus miembros usados uno a uno, si el eterno polvo no sació tus ojos de la luz maravillosa antes de tu última hora, si hasta el final has conservado en tu mano la mano amiga que te guía, tiéndete sonriendo, duerme dichosa, duerme privilegiada...
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NAVIDAD EN LOS ANDES Ciro Alegría
Perú, 1968
M
arcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales. Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas 76
y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque una súbita crecida llevóse un puente y por poco nos arrastra el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar: - ¿Cómo dices que bien? - Si hemos llegao bien, todo ha estao bien-, fue su apreciación. El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias. Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza. Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos 77
silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a bosque recién cortado. Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era cubierta con un mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá. En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso: - José, pero si tú eres ateo... - Déjame, déjame, Herminia, replicaba mi padre con buen humor-, no me recuerdes eso ahora y...a los chicos les gusta la Navidad... Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente. Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando 78
obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar...Cierta vez, un indio regalóme un venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones. Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas "pastoras", banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego. El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta. Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de 79
las flores que cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos. Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo. De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las "pastoras" entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos: En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna; a Virgen y San José y el niño que está en la cuna. Niñito, por qué has nacido en este pobre portal, teniendo palacios ricos donde poderte abrigar... Súbitamente las "pastoras" irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples. Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como las sirvientas indias y cholas, estaban allí 80
confundidas. Todas vestían trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los "viejos". Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los "viejos" lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa noche. La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada "pastora" iba hasta la puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción. - Señora Santa Ana, ¿por qué llora el Niño? -Por una manzana que se le ha perdido. -No llore por una, yo le daré dos: una para el Niño y otra para vos La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía 81
efectivamente dos manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las "pastoras" cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota puramente emocional era dada por la "pastora" más pequeña de la banda. Cantaba: A mi niño Manuelito todas le trae un don Yo soy chica y nada tengo, le traigo mi corazón. La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo. Las "pastoras" íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general. Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de suponer, las "pastoras" también consumían sus ofrendas. Conversábase entre tanto. Frecuentemente, pedíase a las "pastoras" de mejor voz, que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a modo de alta y plácida plegaria. 82
La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años. Tomado del libro Panki y el Guerrero Lima, Colección infantil "Ciro Alegría", 1968
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NAVIDAD Truman Capote
Estados Unidos, 1983
I
maginen una mañana de últimos de noviembre. Un amanecer de invierno, hace más de veinte años. La cocina de una vieja casa espaciosa en una aldea. Constituye su rasgo principal una gran estufa negra; pero hay también una gran mesa redonda y una chimenea con dos mecedoras colocadas ante ella. Aquel día comenzaba en la chimenea el rugido invernal. Una mujer de pelo corto y canoso está de pie ante la ventana de la cocina. Lleva zapatos de tenis y un informe suéter gris sobre un vestido de algodón veraniego. Es pequeña y vivaracha como una gallinita de bantam; pero, debido a una larga enfermedad de la infancia, sus hombros son lastimosamente gibosos. Su rostro es singular..., parecido al de Lincoln, así de áspero, curtido por el sol y el viento; pero también es delicado, de fino trazo, y sus ojos son tímidos, color de cereza. -¡Oh, madre mía! -exclama, empañando el vidrio de las ventanas con su aliento-. ¡Llegó el tiempo de los pasteles de fruta! La persona a quien habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y pico. Somos primos, muy distantes, y hemos vivido juntos..., bueno, desde que yo puedo recordar. Viven en la casa otras personas, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y con 84
frecuencia nos hacen llorar, en general no advertimos mucho su existencia. Somos el mejor amigo uno de otro. Me llama Buddy, en recuerdo de un muchacho que fue antes su mejor amigo. El otro Buddy murió en 1880 y tantos, cuando ella era todavía una niña. Ahora es todavía una niña. -Lo supe antes de levantarme -dice, alejándose de la ventana con una excitada decisión en los ojos-. ¡La campana de la Audiencia sonaba tan fría y clara! Y no había pájaros que cantasen; se habían marchado a tierras más cálidas, sí. ¡Oh, Buddy deja de tragar bizcochos y trae nuestro carrito! Ayúdame a buscar mi sombrero. Tenemos que hacer treinta pasteles. Siempre lo mismo: llega una mañana de noviembre y mi amiga, como inaugurando oficialmente la época navideña que alboroza su imaginación y aviva las llamas de su corazón, anuncia: «¡Llegó el tiempo de los pasteles de frutas! trae nuestro carrito. Ayúdame a buscar mi sombrero». Se encuentra el sombrero, una rueda de paja adornada con rosas de terciopelo que la intemperie ha marchitado: en otro tiempo perteneció a una parienta muy elegante. Los dos juntos empujamos nuestro carrito, un destrozado coche de niño, hacia el jardín y hacia un bosquecillo de pacanas. El carrito es mío, es decir, fue comprado para mí cuando nací. Está hecho de mimbre, bastante desbaratado, y las ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un servidor leal; en primavera, lo llevamos a los bosques y lo llenamos de flores, hierbas, helechos para las macetas de nuestra galería; un verano, lo cargamos con provisiones para el picnic y con cañas de azúcar para pescar, y lo empujamos hasta la orilla del arroyo; también tiene sus usos invernales: transportar leña 85
del patio a la cocina, servir de cama tibia para Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, vigorosa, que ha sobrevivido a enfermedades y a dos mordeduras de serpientes de cascabel. Ahora Queenie va trotando junto al carrito. Tres horas más tarde estamos de regreso en la cocina con una carretada de pacanas caídas de los árboles. Nos dolía la espalda por el esfuerzo de recogerlas: era difícil encontrarlas (puesto que la cosecha principal había sido recogida sacudiendo los árboles y vendida por los propietarios de la huerta, que no éramos nosotros) entre las hojas que las ocultaban y la hierba escarchada y engañadora. ¡Craaac! Un alegre crujido y estallidos de un trueno en miniatura se oyen cuando se rompen las cáscaras y el dorado montón de dulces almendras aceitosas y marfileñas aumenta en la vasija de criolita. Queenie pide que lo dejemos probar, y de cuando en cuando mi amiga le da furtivamente un trocito, aunque insistiendo en que con ello nos privamos. -No debemos, Buddy. Si empezamos, no pararemos. Y apenas si alcanza con esto. Para treinta pasteles. La cocina está oscureciéndose. El crepúsculo convierte la ventana en un espejo: nuestro reflejo se mezcla con la luna naciente mientras trabajamos junto a la chimenea al resplandor del fuego. Por último, cuando la luna ya está alta, arrojamos la última cáscara al fuego y, suspirando al unísono, la vemos encenderse. El carrito está vacío, la vasija llena hasta el borde. Cenamos (bizcochos fríos, tocino, dulce de zarzamora) y discutimos sobre lo que haremos mañana. Mañana empieza la clase de trabajo que me gusta más: comprar. Cerezas y sidra, jengibre y vainilla, pasas y nueces y whisky, y, ¡oh, tanta harina, mantequilla, tantos 86
huevos, especias, esencias! ¡Caramba, necesitaremos un pony para tirar del carrito hasta la casa! Pero antes de que se puedan efectuar esas compras, está la cuestión del dinero. Ninguno de los dos lo tiene. Excepto las miserables sumas que alguna vez obtenemos de las personas de la casa (diez centavos se considera una gran cantidad), o lo que ganamos con ciertas actividades: ventas diversas, de cubos llenas de moras cosechadas por nosotros, tarros de mermelada y jalea de manzana y conservas de melocotón hechas en casa, flores para los entierros y las bodas. Una vez ganamos un concurso sobre el fútbol nacional. No es que entendiéramos nada de fútbol. Es, simplemente, que participamos en cualquier concurso de que tuviéramos noticias: en aquel momento nuestras esperanzas se cifraban en el gran premio de cincuenta mil dólares ofrecidos para dar nombre a una nueva marca de café (propusimos «A.M.»; y después de alguna vacilación, pues mi amiga pensaba que acaso sería sacrílego el slogan «A.M. Amén»). Para decir la verdad, nuestra única empresa «realmente» provechosa fue el Museo de Rarezas y Diversiones que organizamos en el cobertizo de un patio, dos veranos antes. Las Diversiones consistían en una linterna mágica con vistas de Washington y de Nueva York que nos prestó una parienta que había estado en aquellos lugares (y se puso furiosa cuando descubrió para qué se la habíamos pedido); las Rarezas, un polluelo de tres patas empollado por una de nuestras gallinas. Todo el mundo quería ver aquel polluelo; hacíamos pagar un níquel a los mayores y dos centavos a los niños. Y habíamos colectado lo menos veinte dólares cuando se cerró el museo por la muerte de la principal atracción. Pero de una manera o de otra, cada año reuníamos unos ahorros para Navidad, el Fondo de los Pasteles de Frutas. Guardábamos 87
ese dinero en una vieja bolsa de cuentas, bajo una tabla suelta del piso, bajo el orinal, bajo la cama de mi amiga. Rara vez sacamos la bolsa de su seguro escondrijo, excepto para depositar dinero o, como sucede cada sábado, para retirarlo; pues los sábados se me conceden diez centavos para ir al cine. Mi amiga no ha ido nunca al cine ni piensa ir. Dice: -Prefiero que me lo cuentes, Buddy. De esta manera puedo imaginar más. Por otra parte, una persona de mi edad no debe gastarse la vista. Cuando el Señor venga, que pueda verlo claramente. Además de no haber visto nunca una película, nunca tampoco había: comido en un restaurante, viajado hasta más de cinco millas de la casa, recibido o enviado un telegrama, leído nada excepto tebeos y la Biblia, usado maquillaje, maldecido, deseado mal a nadie, mentido a sabiendas, dejado que un perro hambriento siguiera hambriento. He aquí algunas cosas que ha hecho y que hace: mató con un azadón la mayor serpiente de cascabel que se ha visto en este condado (de dieciséis anillos), toma rapé (secretamente), domestica colibríes (hagan la prueba) hasta que se posen sobre su dedo, cuenta historias de fantasmas (ambos creemos en fantasmas) tan escalofriantes que le hielan a uno en Julio, habla sola, pasea bajo la lluvia, cultiva las más hermosas camelias japonesas de la población y sabe la receta de toda clase de viejas curaciones indias, incluyendo un remedio mágico para extirpar verrugas. Ahora, terminada la cena, nos retiramos a nuestra habitación, situada en una parte remota de la casa, donde mi amiga duerme en una cama de hierro cubierta con una vieja colcha y pintada de rosa, su color favorito. Silenciosamente, entregados a los placeres de 88
la conspiración, sacamos la bolsa de su escondrijo y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de a dólar apretadamente enrollados y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de a cincuenta centavos, lo bastante pesadas para mantener cerrados los ojos de un muerto. Hermosas piezas de a diez, la moneda más viva, la que realmente tintinea. Níqueles y cuartos de dólar, pulidos por el uso como guijarros de arroyo. Pero, más que nada, un odioso montón de centavitos de color acre. El verano pasado los otros de la casa convinieron en pagarnos un centavo por cada veinticinco moscas que matáramos. ¡Oh, la carnicería de agosto, las moscas que volaron al cielo! Sin embargo, ése no era un trabajo que nos enorgulleciera. Y mientras estábamos sentados contando centavos, era como si volviéramos a hacer el recuento de moscas muertas. Ninguno de los dos tenía cabeza para los números; contábamos lentamente, nos equivocábamos, volvíamos a empezar. De acuerdo con los cálculos de mi amiga, tenía $ 12.73. Según los míos, exactamente $13. -Espero que te hayas equivocado, Buddy. No podemos hacer nada con trece. Los pasteles saldrían mal. O alguien iría al cementerio. ¡Ni pensar en levantarme de la cama el día trece! Eso es verdad: mi amiga siempre pasa los días trece en la cama. Por lo tanto, para asegurarnos, separamos un centavo y lo arrojamos por la ventana. De todos los ingredientes que componen nuestros pasteles de frutas, el whisky es el más caro, así como el más difícil de obtener: las leyes del estado prohíben su venta. Pero todo el mundo sabe que se puede comprar una botella al señor Jajá Jones. Al día siguiente, terminada nuestras compras más prosaicas, nos dirigimos al establecimiento del señor Jajá, un «pecaminoso» (según la opinión pública) café, 89
donde hay baile y frituras de pescado, a la orilla del río. Habíamos estado allí antes y con el mismo objeto; pero los años anteriores tratamos con la esposa de Jajá, una india oscura como el yodo, pelo oxigenado color latón y un aire de extrema fatiga. Nunca, en verdad, habíamos visto a su marido, aunque habíamos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navaja en las mejillas. Lo llaman Jajá porque es muy ceñudo, un hombre que nunca ríe. A medida que nos acercábamos al café (larga cabaña de troncos, festoneada dentro y fuera con filas alegres y deslumbradoras bombillas eléctricas, que se levantaban junto a la orilla fangosa del río, bajo la sombra de árboles ribereños donde el musgo sube entre las ramas como niebla gris), nuestros pasos se hacían más lentos. Hasta Queenie deja de corretear y anda muy pegada a nosotros. Ha habido asesinatos en el café de Jajá. Personas despedazadas. Descalabradas. Hay un caso que irá al tribunal el mes próximo. Naturalmente, tales sucesos ocurren por la noche, cuando las luces de colores proyectan dibujos fantásticos y el fonógrafo aúlla. De día, el establecimiento de Jajá se ve mísero y desierto. Llamo a la puerta, Queenie ladra, mi amiga grita: -¿Señora Jajá? ¿Señora? ¿Hay alguien en la casa? Pasos. La puerta se abre. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es el propio señor Jajá Jones! Y «es» un gigante; y «sí» tiene cicatrices; y «no» sonríe. Ceñudo, nos mira con ojos oblicuos de Satán y pregunta: -¿Qué quieren de Jajá? 90
Por un momento estamos demasiado paralizados para contestar. Al fin mi amiga encuentra a medias su voz, un susurro de voz a lo sumo: -Si nos hace el favor, señor Jajá, quisiéramos un litro de su mejor whisky. Sus ojos se inclinan más. ¿Quién lo creería? ¡Jajá está sonriendo! Es más, ríe. -¿Quién de ustedes es el bebedor? -Es para hacer pasteles de fruta, señor Jajá. Para cocinar. Eso lo calma. Frunce el ceño. -¡Qué manera de malgastar el buen whisky! No obstante, se retira dentro del sombrío café y unos segundos más tarde aparece con una botella sin etiqueta llena de licor de un amarillo de margarita. Muestra su reflejo a la luz del sol y dice: -Dos dólares. Le pagamos con monedas de a diez, cinco y un centavo. De pronto, mientras agita las monedas en su mano como si fuesen dados, su cara se suaviza. -¿Saben qué les digo? -propone, volviendo a meter el dinero en nuestra bolsa de cuentas-. En vez de pagar, mándenme uno de esos pasteles de frutas. -Bueno -observa mi amiga por el camino de regreso a casa-, es un hombre encantador. Pondremos una taza más de pasas en «su» pastel. La estufa negra, cargada de carbón y leña, resplandece como una calabaza iluminada por dentro. Las batidoras de huevo giran, las 91
cucharas revuelven las vasijas de mantequilla y azúcar, la vainilla endulza el aire, el jengibre lo hace picante; una mezcla de olores que producen hormigueo a las narices, satura la cocina, se difunde por la casa, se esparce por el mundo en bocanadas de humo de la chimenea. En cuatro días nuestra obra ha terminado. Treinta y un pasteles, empapados de whisky, en los antepechos de las ventanas y los anaqueles. ¿Para quién son? Amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: realmente, la mayor parte están destinados a personas a quienes hemos visto quizá una vez, quizá nunca. Personas que han impresionado nuestra imaginación. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y su esposa, misioneros baptistas en Borneo que dieron conferencias aquí el invierno anterior. O el pequeño afilador que viene a recorrer la aldea dos veces al año. O Abne Packer, el conductor del autocar de Mobile de las seis, con quien cambiamos ademanes de saludo cada día cuando pasa en una nube veloz de polvo. O los jóvenes Wiston, una pareja de California, cuyo coche una tarde se averió frente a la casa y pasaron una hora agradable charlando con nosotros en la galería (el joven señor Wiston nos sacó una instantánea, la única fotografía que nos han hecho en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga es tímida con todo el mundo «excepto» con los extraños, que esos extraños, y las relaciones más fugaces, nos parecen ser nuestros verdaderos amigos? Creo que sí. También los álbumes donde guardábamos las palabras de agradecimiento en papel de carta de la Casa Blanca, alguna que otra comunicación de California y Borneo, las postales de a centavo del afilador, nos hacían sentirnos unidos a unos mundos extraordinarios más allá de la cocina con sus vistas a un 92
cielo limitado. Ahora la rama desnuda de una higuera, en diciembre, roza la ventana. La cocina está vacía, los pasteles han desaparecido ayer llevamos el último de ellos a la oficina de correos, donde el importe de los sellos dejó vacía nuestra bolsa. Estábamos sin un centavo. Esto me deprime, pero mi amiga insiste en celebrarlo..., con dos dedos de whisky que queda en la botella de Jajá. Damos a Queenie una cucharada en una taza de café (le gusta el café con sabor de achicoria y fuerte). El resto lo dividimos entre dos copas. Ambos amedrentados ante la perspectiva de tomar whisky puro; su sabor provoca gestos contraídos y estremecimientos. Pero poco a poco nos ponemos a cantar, cada uno diferentes canciones, simultáneamente. No sé la letra de la mía, sólo: «Ven, ven a la ciudad oscura, al baile de los faroleros». Pero sé bailar: quiero ser un bailarín de cine. Mi sombra danzante retoza sobre las paredes; nuestras voces sacuden la vajilla; reímos como si manos invisibles nos hicieran cosquillas. Queenie rueda sobre su espalda, sus patas se agitan en el aire, algo como una sonrisa estira sus labios negros. Por dentro me siento arder y chispear como esos leños que se desmoronan, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga da vueltas de vals en torno a la estufa, sosteniendo entre sus dedos el borde de su pobre falda de algodón como si fuera un vestido de baile. «Enséñame el camino para ir a casa», canta, mientras sus zapatos de tenis chirrían sobre el piso. «Enséñame el camino para ir a casa...» Entran dos parientas. Muy enojadas. Potentes, con ojos que escarban, lenguas que escaldan. Escuchad lo que tienen que decir, palabras que caen con tono iracundo: 93
-¡Un niño de siete años! ¡Whisky en su aliento! ¿Has perdido el juicio? ¡Licor a un niño de siete años! ¡Si serás necia! ¡Camino a la perdición! ¿Recuerdas a la prima Kate? ¿Al tío Charlie? ¿Al cuñado del tío Charlie? ¡Vergüenza! ¡Escándalo! ¡Humillación! ¡Arrodíllate, reza, ruega al señor! Queenie se esconde bajo la estufa. Mi amiga mira sus zapatos, su barbilla tiembla, levanta su falda y se limpia la nariz y corre a su habitación. Cuando ya hace mucho que la ciudad duerme y la casa está silenciosa, excepto por los relojes al dar las horas y el chisporroteo de los fuegos que van apagándose, está llorando sobre una almohada ya tan mojada como el pañuelo de una viuda. -No llores -le digo, sentado a los pies de su cama y temblando a pesar de mi camisa de noche de franela que huele a jarabe para la tos del invierno pasado-. No llores -le ruego tironeándole los dedos de los pies y haciéndole cosquillas-, eres demasiado vieja para eso. -Es porque -dice en un hipo- soy demasiado vieja. Vieja y ridícula. -No ridícula. Divertida. Más divertida que nadie. Oye: si no dejas de llorar, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar un árbol. Se incorpora. Queenie salta sobre la cama (cosa que le está prohibida) y le lame las mejillas. -Sé dónde encontraremos árboles verdaderamente hermosos, Buddy. Y acebo también. Con bayas grandes como tus ojos. Es muy adentro de los bosques. No hemos ido nunca tan lejos. Papá nos traía árboles de Navidad de allí; los cargaba sobre su hombro. De eso hace cincuenta años. Bueno, ¡no puedo esperar la mañana! Mañana. La hierba resplandece con la escarcha; el sol, redondo 94
como una naranja y anaranjado como las lunas del tiempo cálido, se alza en equilibrio sobre el horizonte, pule los bosques plateados de invierno. Un pavo silvestre canta. Un cerdo vagabundo gruñe entre la maleza. Pronto, a la orilla del agua de rápida corriente, profunda hasta llegar a la rodilla, tenemos que abandonar el carrito. Queenie es la primera en vadear el arroyo, chapotea ladrando plañideramente a la rapidez de la corriente y a su frialdad capaz de producir neumonía. Nosotros la seguimos, sosteniendo nuestros zapatos y equipo (un hacha y un saco de arpillera) sobre nuestras cabezas. Kilómetro y medio más: de espinas, zarzas y cardos atormentadores que se agarran a nuestros vestidos; de rojizas agujas de pino, brillantes, mezcladas con hongos de alegres colores y plumas de pájaros. Aquí y allá, un vuelo fugaz, un alboroto, una explosión de chillidos nos recuerdan que no todas las aves han volado hacia el sur. Siempre el sendero serpentea entre charcos de sol almidonado y oscuras bóvedas de ramas. Hay que cruzar otro arroyo: una alborotada flota de abigarradas truchas agita el agua a nuestro alrededor, y ranas del tamaño de platos practican las zambullidas de panza: obreros castores están construyendo un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. Mi amiga también se estremece, no de frío sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero suelta un pétalo cuando ella levanta la cabeza y aspira el aire cargado de aroma de pinos. -Ya casi llegamos. ¿Los hueles, Buddy? -dice, como si nos acercáramos al océano. Y, en efecto, es una especie de océano. Grandes extensiones perfumadas de árboles navideños, acebos de punzantes hojas. Bayas rojas como brillantes campanillas chinas: los negros cuervos se precipitan chillando sobre ellas. Ya llenos nuestros sacos de suficiente verde y escarlata para rodear de guirnaldas una docena 95
de ventanas, vamos a elegir un árbol, por fin. -Debe ser -murmura mi amiga- dos veces más alto que un muchacho. De esta manera ningún muchacho podrá robar la estrella. El que elegimos es dos veces más alto que yo. Hermoso y valiente bruto que sobrevive a treinta hachazos antes de ceder con un crujiente grito de rendición. Tomándolo como un animal muerto, empezamos el largo arrastre. A los pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos y jadeamos. Pero tenemos la fuerza de los cazadores victoriosos; esto y el perfume frío y viril del árbol nos reanima, nos aguijonea. Muchos elogios acompañan nuestro regreso, a puesta de sol, por la carretera de arcilla roja que lleva a la aldea; pero mi amiga es taimada y evasiva cuando los viandantes alaban el tesoro cargado en nuestro carrito. -¡Qué hermoso árbol! ¿De dónde lo traen? -De por allá murmura ella, vagamente. Una vez se detiene un coche y la holgazana esposa del rico propietario del molino se asoma y relincha: -Les doy veinte centavos por ese viejo árbol. Ordinariamente mi amiga tiene miedo de decir que no; pero en esta ocasión sacude prontamente la cabeza: -No lo daríamos ni por un dólar. -¡Un dólar! ¡Madre! Cincuenta centavos. Es lo más que doy. ¡Por Dios, mujer!, pueden ir a buscar otro. En respuesta, mi amiga observa suavemente: -Lo dudo. Nunca hay dos de nada. En casa, Queenie se deja caer junto al fuego y duerme hasta la mañana, roncando fuerte como un ser humano. 96
Un baúl en el desván contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de una capa de teatro de una curiosa dama que una vez alquiló una habitación en la casa), rollos de colgajos de relumbrón dorados por los años, una estrella de plata, una corta serie de bombillas acarameladas, viejas, indudablemente peligrosas. Excelente decoración hasta donde alcanza, que no es lo suficiente: mi amiga quiere que nuestro árbol resplandezca «como una ventana de los baptistas», que se doble bajo el peso de las nieves de adorno. Pero no podemos costear los esplendores de fabricación japonesa que venden en el «cinco y diez». Por lo tanto, hacemos lo que hemos hecho siempre: pasar días sentados ante la mesa de la cocina con tijeras y lápices y montones de papel de colores. Yo hago los dibujos y mi amiga los recorta: gran cantidad de gatos, peces también (porque son fáciles de dibujar), algunas manzanas, algunas sandías, unos pocos de ángeles alados hechos de envoltorios de papel de estaño que tenemos guardado. Empleamos imperdibles para sujetar al árbol esas creaciones: como toque final, salpicamos las ramas con algodón desmenuzado (recogido en agosto con ese propósito). Mi amiga, contemplando el efecto, junta sus manos. -Ahora, francamente, Buddy, ¿no te parece bueno para comer? Queenie trata de comerse un ángel. Después de tejer y adornar con cintas las coronas de acebo para todas las ventanas de la fachada, nuestro proyecto inmediato es la preparación de los regalos para la familia. Pañoletas para las damas, para los hombres un jarabe, preparado en casa, de limón, regaliz y aspirina, para tomarlo «a los primeros síntomas de un resfriado y después de cazar». Pero cuando llega la hora de preparar nuestros mutuos regalos, mi amiga y yo nos separamos para trabajar secretamente. Me gustaría comprarle un cuchillo con mango de nácar, una radio, una libra de cerezas cubiertas 97
de chocolate (una vez probamos algunas y ella siempre jura: «viviría siempre de cerezas, Buddy. ¡Señor, si, podría...!, y esto no es tomar Su nombre en vano»). En vez de todo eso, le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría regalarme una bicicleta (lo ha dicho un millón de veces: «si yo pudiera, al menos, Buddy. Ya es bastante malo pasar la vida sin lo que "uno" desea; pero, que Dios lo confunda, lo que me fastidia es no poder dar a "alguien" lo que deseo que tenga. Pero cualquier día lo haré, Buddy. Te encontraré una bicicleta. No preguntes cómo. La robaré quizá»). En vez de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo una cometa..., igual que el año pasado, y que el anterior: el anterior a ese nos regalamos hondas, todo lo cual me parece muy bien, pues somos campeones de vuelo de cometa, sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, más experta que yo, puede elevar una cometa cuando ni siquiera sopla brisa suficiente para arrastrar a las nubes. La víspera de Navidad, por la tarde, reunimos un níquel y vamos a la carnicería a comprar el regalo tradicional para Queenie, un buen hueso de ternera para roer. El hueso, envuelto en papel fantasía, se cuelga alto en el árbol, cerca de la estrella de plata. Queenie sabe que está allá. Se agazapa al pie del árbol mirando hacia arriba en un arrobo codicioso. Cuando llega la hora de ir a dormir se niega a moverse. Su excitación es igualada por la mía. Levanto a patadas las mantas y doy vueltas a la almohada como si fuese una abrasadora noche de verano. En algún lugar canta un gallo, falsamente, pues el sol está todavía al otro lado del mundo. -¿Buddy, estás despierto? Es mi amiga que me llama desde su habitación, contigua a la mía; 98
y un momento más tarde está sentada en mi cama, sosteniendo una vela. -Bueno, no puedo dormir ni tanto así -declara-. Mi pensamiento salta como una liebre. Buddy, ¿crees que la señora Roosevelt servirá nuestro pastel en la cena? Nos arrebujamos en la cama y ella me oprime la mano con ternura. -Diría que tu mano era mucho más pequeña. Creo que me disgusta verte crecer. Cuando seas mayor, ¿seremos amigos todavía? Yo digo que lo seremos siempre. -¡Me siento muy triste, Buddy! ¡Deseaba tanto regalarte una bicicleta! Traté de vender el camafeo que me regaló papá. Buddy... -vacila, como turbada-, te he hecho otra cometa. Entonces, yo confieso que hice una para ella también; y reímos. La vela está demasiado agotada para seguir ardiendo. Se apaga, y deja ver la luz de las estrellas, esas estrellas que giran en la ventana como un visible villancico al que, lentamente, lentamente, el alba acalla. Posiblemente estamos adormilados; pero los primeros resplandores de la aurora nos rocían como agua fría; ya estamos levantados, con los ojos muy abiertos y dando vueltas mientras esperamos que los demás despierten. Adrede, mi amiga deja caer un caldero sobre el suelo de la cocina. Yo bailo, repiqueteando con los pies, frente a las puertas cerradas. Uno a uno salen los de casa, con caras de querer matarnos a los dos; pero es Navidad y, por lo tanto, no pueden hacerlo. Primero, un espléndido desayuno: absolutamente todo lo que uno puede imaginar..., desde las tortas de sartén y la ardilla frita, hasta el pinole y la miel en panal, lo cual pone a todos de buen humor, menos a mi amiga y a mí. Francamente, tenemos tanta impaciencia por ver los regalos, que no podemos tragar un bocado. 99
Bueno, quedo decepcionado. ¿Quién no lo estaría? Calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, algunos pañuelos, un suéter usado y un año de suscripción a una revista religiosa para niños, El Pequeño Pastor. Me indigna. Realmente me indigna. Mi amiga saca mejor tajada. Un saco de ciruelas, que es su mejor regalo. Sin embargo, está más orgullosa de un chal de lana blanca tejido por su hermana casada. Pero «dice» que su regalo favorito es la cometa que yo le hice. Y «es» muy hermosa; aunque no tan hermosa como la que ella hizo para mí, que es azul y tachonada de estrellas de Buena Conducta doradas y verdes; además, en ella está pintado mi nombre, «Buddy». -Buddy, está soplando el viento. Sopla el viento, y nada haremos sino correr hasta unos prados que hay más abajo de la casa, adonde Queenie había volado para enterrar su hueso (y donde el otro invierno, Queenie será enterrada también). Una vez allí, sumergidos en la lozana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, las sentimos que tiran del cordel como peces del cielo que nadan en el viento. Satisfechos, calientes del sol, nos tendemos en la hierba y pelamos ciruelas y contemplamos el cabriolar de nuestras cometas. Pronto olvido los calcetines y el suéter usado. Soy tan feliz como si ya hubiéramos ganado el Gran premio de cincuenta mil dólares en aquel concurso de dar nombre a un café. -¡Madre, que tonta soy! -exclama mi amiga, súbitamente alerta, como una mujer que recuerda demasiado tarde que tiene bizcochos en el horno-. ¿Sabes lo que he creído siempre? -pregunta en un tono de descubrimiento y no sonriéndome a mí, sino a un punto situado más allá-. Siempre he creído que un cuerpo tiene que estar 100
enfermo y morir antes de ver al señor. Y me imaginaba que cuando Él viniese sería como mirar a través de la ventana de los baptistas: hermoso como un cristal de color atravesado por el sol, un brillo tal que no te enteras de que oscurece. Y ha sido un consuelo pensar en aquel resplandor que hace desaparecer todo el miedo al coco. Pero estoy segura de que eso no sucede nunca. Estoy segura de que en el último momento el cuerpo comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que ver las cosas tal como son -su mano hace un ademán circular que abarca nubes y cometas y hierba y a Queenie echando tierra con las patas sobre su hueso-, simplemente como siempre las ha visto, era verlo a Él. En cuanto a mí, podría dejar el mundo con el día de hoy en los ojos. Esta es nuestra última navidad juntos. La vida nos separa. Aquellos que Saben Más deciden que debo ir a una escuela militar. Y de este modo sigue una miserable sucesión de prisiones donde suena la corneta, severos campamentos de verano con toque de diana. Tengo también un nuevo hogar. Pero no cuenta. El hogar es donde está mi amiga, y allí nunca voy. Y allí permanece ella, entreteniéndose en la cocina. Sola con Queenie. Sola, pues. («Buddy querido -escribe con su letra salvaje, difícil de leer-, ayer el caballo de Jim Macy dio a Queenie una coz mortal. Gracias a Dios, no sufrió mucho. La envolví en una fina sábana de lino y la llevé en el carrito hasta el paso de Simpson, donde puede descansar con todos sus huesos...»). Durante algunos noviembres continúa haciendo sola sus pasteles de frutas; no tantos, pero algunos; y, naturalmente, siempre me manda «el mejor de la hornada». Además, en cada carta incluye diez centavos envueltos en papel higiénico: «ve al cine y cuéntame la 101
película». Pero, gradualmente, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en 1880 y tantos; cada vez más son no sólo los días trece en que se queda en la cama: llega un mañana de noviembre, un amanecer de invierno sin hojas y sin pájaros, en que no puede levantarse y exclama: «¡Oh, madre mía! ¡Llegó el tiempo de los pasteles de fruta!» Y cuando eso sucede, lo sé. El mensaje que me lo anuncia no hace más que confirmar una noticia que ha recibido ya cierta secreta fibra, amputando una parte insustituible de mí mismo, dejándola suelta como una cometa con el cordel roto. Es por eso que, al atravesar un patio de la escuela en esa particular mañana de diciembre, voy escudriñando el firmamento. Como si esperase ver, semejantes a corazones, un par de cometas sueltas que corren al cielo.
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CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN Paul Auster
Estados Unidos, 1990
L
e oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó. Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más. Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido 103
en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle. Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una. Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras 104
me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo: —Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio. Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie. Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, 105
empezó a recitar un verso de Shakespeare. —Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos. Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo. Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla. A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo? Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas. No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando 106
en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él. —¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad. Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia. —Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era. “Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo 107
que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo? Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente. La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin. 108
“—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta. “Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega. “—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad. “Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme. “Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca. “—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad. “No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella. “No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente. “Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos. 109
“—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien. “Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello. “Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar. “No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No 110
parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia. —¿Volviste alguna vez? —le pregunté. —Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella. —Probablemente había muerto. —Sí, probablemente. —Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo. —Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo. —Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella. —Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra. —La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario. —Todo por el arte, ¿eh, Paul? —Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara. —Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no? —Sí —dije—. Supongo que sí. Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan 111
misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad. —Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme. —Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres? —Supongo que estoy en deuda contigo. —No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada. —Excepto el almuerzo. —Eso es. Excepto el almuerzo. Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
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ESTAS NAVIDADES SINIESTRAS Gabriel García Márquez
Colombia, 1993
Y
a nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social.Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más grandes que la virgen, y nadie 113
se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande que Un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau. La mistificación empezó con la costumbre de que losjuguetes no los trajeran los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel día como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria- perdía la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos en la píldora. Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es 114
el mismo Papa Noél de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad denieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina. Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germanicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de losjuguetes. y hace poco más de cien anos pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducídos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad. Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y 115
de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos.
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CUENTO DE NAVIDAD Ray Bradbury
Estados Unidos, 1997
E
l día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios. -¿Qué haremos? -Nada, ¿qué podemos hacer? -¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol! La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso. -Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre. -¿Qué...? -preguntó el niño. El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el 117
resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo: -Quiero mirar por el ojo de buey. -Todavía no -dijo el padre-. Más tarde. -Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos. -Espera un poco -dijo el padre. El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso. -Hijo mío -dijo-, dentro de media hora será Navidad. La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios. -Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron. -Sí, sí, todo eso y mucho más -dijo el padre. -Pero... -empezó a decir la madre. -Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto. Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía. -Ya es casi la hora. -¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño. Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible. -¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo? -Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano. Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía. -No entiendo. 118
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado. Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces. -Entra, hijo. -Está oscuro. -No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá. Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar. -Feliz Navidad, hijo -dijo el padre. Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.
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PAPÁ NOEL ESTÁ BORRACHO EN EL SALÓN Santiago Roncagliolo
Perú, 2011
P
apá era un idiota, lo admito. Era incapaz de durar más de cinco meses en un trabajo. Nunca se acordaba de mi cumpleaños. Y mantenía en pie su viejo Chevrolet del 73 gracias a una mezcla milagrosa de repuestos robados, cinta adhesiva y buena voluntad. Inexplicablemente, todo eso me gustaba de él. A la que no le gustaba era a Mamá. Hasta donde llegan mis recuerdos, su matrimonio fue una interminable serie de gritos y reproches, con algunas pausas para mandarme a lavar los dientes. Supongo que deben haber tenido algunos buenos momentos, pero yo no fui testigo de ninguno. A lo mejor, esos momentos ocurrían mientras yo me lavaba los dientes. Así que no hace falta explicar cómo fue su divorcio, ni detallar la larga serie de partidas y regresos, las lágrimas de ella y los desplantes de él. No es necesario describir la caja de leche Gloria en la que Papá se llevó sus cosas de casa, ni decir que se apareció en el siguiente almuerzo familiar a devolver la caja de leche, que por cierto, con gran puntería, embocó de un tiro sobre la cabeza de mi abuelo. Lo que voy a contar ocurrió muchos meses después, cuando Mamá 120
empezaba a “reconstruir su vida”. O al menos ésa fue la frase que le escuché decir una vez en el teléfono, a alguna de sus amigas, mientras se pintaba las uñas de los pies. Al parecer, las uñas de los pies tenían un papel en todo aquello de “reconstruir su vida”, porque yo nunca la había visto pintárselas, y de hecho, antes de esa tarde, no habría podido asegurar que sus pies tuviesen uñas. No tardaría en comprender que el rojo de su esmalte era una señal de alerta. Pocos días después, apareció en casa un hombre llamado Alejandro. Y volvió a aparecer. Y siguió apareciendo. Llegado cierto punto, ni siquiera necesitaba llegar de visita, porque no se iba. Pasaba los fines de semana con nosotros. Usaba los mismos cubiertos y el mismo wáter. Y me entregaba periódicamente regalos educativos, libros y juegos de preguntas y respuestas, que me volvieron definitivamente reacio a cualquier forma de cultura. El nuevo novio me trataba bien, y hacía reír a Mamá. En cambio, Papá… bueno, seguía siendo Papá. Vivía prometiéndome que algún día volvería con mi madre, y de vez en cuando tenía detalles tiernos, como llevarle flores o regalarle un gatito. Aunque irremediablemente, esos detalles se frustraban: Mamá descubría que le había robado las flores al jardín del vecino. O le recordaba —a gritos, como siempre— que yo era alérgico al pelo de gato. Pronto comprendí que si quería recuperar a mi padre tendría que ayudarlo a deshacerse de su competidor: Papá no tenía la capacidad de hacerlo por sí mismo. En mi retorcida mente infantil, concebí el plan perfecto. Exigí que pasáramos la Navidad juntos, como habíamos hecho siempre hasta entonces. Mamá no podría negarse a mis deseos. Alejandro ni siquiera se atrevería a aparecer, avergonzado por haber destruido 121
esta familia. Papá y Mamá cenarían juntos y recordarían cuánto se querían. Yo me portaría muy bien y me comería lo que me diesen. Y al día siguiente, en vez de encontrar al patán de Alejandro en el baño, encontraría a Papá leyendo el periódico en el wáter: el paraíso. Pero las cosas, me temo, ocurrieron exactamente al revés: Alejandro sí que apareció en la cena, y departió agradablemente con mi madre, mis abuelos y mis tíos. En cambio, Papá no se presentó. Tampoco llamó. Simplemente, nos olvidó, como siempre. Esa noche, al acostarme, odié a Papá, y al mundo, y deseé, con todo el dramatismo de mis ocho años, no despertar. A las cinco de la mañana, me despertó un estrépito de cristales rotos, muebles arrastrados y maldiciones en voz alta. Un asaltante —o a juzgar por el ruido, una banda de asaltantes, o quizás una manada de búfalos— había entrado en casa, y estaba a punto de acabar con ella. Mamá y Alejandro ya estaban en el salón cuando yo llegué, y contemplaban el espectáculo paralizados en un rincón. Resultó que no era un ladrón, ni una avioneta estrellándose contra las ventanas de la casa: era Papá Noel, ebrio como una cuba, arrastrándose de un lado al otro del salón y balbuceando incoherencias. Cuando se dio de bruces con el árbol de Navidad se le descolgó la barba, y solo entonces descubrí que detrás de aquella barriga y ese uniforme rojo se escondía Papá. —¡Feliz Navidad, hijo! —Hola, Papá. 122
—Quería darte una sorpresa —logró articular—, pero Papá Noel se resistía a dejarme su uniforme. —¿Te costó mucho quitárselo? —sonreí, aliviado de verlo, no importaba cómo. —Dos botellas —respondió él. Y luego se quedó dormido en el sofá. Eso fue todo. Ni siquiera me trajo un regalo. Al contrario, babeó sobre el jersey que me había regalado Mamá, y se cargó definitivamente la nave espacial que me había traído Alejandro. Puede parecer una tontería, pero aún recuerdo esa Navidad como la mejor de mi vida. Los grandes momentos son aquellos en que comprendes grandes cosas. Y yo comprendí esa madrugada, entre los ronquidos etílicos de aquel Papá Noel allanador, que querer a Papá era como ser hincha de un mal equipo de futbol, uno de esos que jamás llega a la primera división, pero que sus fans persiguen, llorando más que riendo, de estadio en estadio: puede que no gane nunca, es verdad, pero por eso mismo, cada vez que consigue un triunfo, te hace tan feliz que jamás puedes olvidarlo. *Cuento tomado del libro último árbol. Cuentos de Navidad 123
UNA BICICLETA, UN APACHE Elard Serruto Dancuart
Perú, 2013
Golden slumbers fill your eyes (sueños dorados llenan tus ojos)
The Beatles
Para Orham Emilio, al fin a salvo de sus diez años y del Jardín de los Cerezos.
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a navidad es esa bicicleta roja que vengo pedaleandoimaginando desde noviembre, y que es (por supuesto que más moderna) como la Rizatto de llantas blancas que tuvimos en la casa cerca del Puerto. Pedaleando-imaginando (una estela roja rasgada como una pincelada en el aire) llevo la nuevo Rizatto al colegio por las veredas delgadas que encierran la nueva urbanización: un triángulo perfecto de casas idénticas y enfiladas, con techos de calamina a dos aguas y pintadas de rojo. A toda velocidad, pedaleando-imaginando en la nueva Rizatto (el timón son los puños aferrados al aire) voy abriendo los primeros y mojados días de diciembre con los últimos exámenes, y cortando la mañana fría con chispas de lluvia como la mejor señal de la proximidad de las vacaciones. Pedaleando-imaginando a fondo, y dejando que pase ese otro ciclista contrario que es un pedazo de la ciudad en la ruta: el grifo de los Martínez, el largo muro bizarro de la estación de trenes, la villa de los militares, el mercado como un barco varado, y la callecita adoquinada que sube al parque de los pinos redondos. Pedaleando, imaginando, pe-da-lean-do, mientras la respiración 124
se agolpa y se va haciendo pedacitos, y uno tiene que pedalear con mayor impulso. Apenas tres cuadras más: la pequeña iglesia gótica, la calle de las tiendas, y ese súbito salto nervioso en el pecho: el examen de matemáticas al doblar una esquina, el Apolo 11 y su gruesa cola de fuego rumbo a la Luna, y los lentos mamíferos del África del norte que casi puedo verlos volteando la última calle al colegio. El saludo de Marcelo y Elka (dorada aparición que me muestra la lengua) bajando del invencible Volkswagen verde de su padre, exactamente en el momento en que un barco de arboladuras quebradas se sacude contra una costa de una isla a medio mundo: ¿Magallanes? Bajar de la Rizatto, apoyarla contra el muro de la señora que vende pastelitos y gelatinas en bolsa, abandonar mi entrañable Rizatto hasta la hora bostezante de las dos de la tarde, mi invisible y roja Rizatto que solo conocen Marcelo y Elka, y que tan seguros como yo, imaginan que mi padre la va armando a escondidas en el cuarto de los víveres de la casa. Mi padre es una gruesa corbata torcida, y mi madre un perfume agudo y flotante. Hace tiempo que los desayunos (¿desde marzo? ¿desde abril?) ya no tienen ese ritmo de cucharitas delicadas y sonoras girando armónicamente, y hace tiempo también que mis padres evitan mirarse en la mesa como si estuvieran a orillas de una mesa que se alarga y alarga, hasta convertirlos en dos diminutos colores equidistantes que desaparecen. Apenas dejan sobre la mesa, junto a regadas migas de pan y un frasco de mermelada y una lata de café, los largos y brillantes cuchillos de sus palabras nocturnas. A doble filo y en un reposo aparentemente inofensivo (ahora la mañana nublada intenta en vano reflejarse allí), están esas palabras que anoche se han estrellado contra las lámparas de su cuarto, han abierto salvajemente las puertas de los roperos y los cajones del velador, y se han detenido para girar sorpresivamente y clavarse, 125
con furia, en la puerta de su cuarto muy cerca del cerrojo a doble llave. Veo esas palabras, como veo las mías, y veo esos cuchillos que poco a poco se contraen y se transforman en los dibujos del mantel: una inmensa naturaleza muerta de manzanas y peras que no terminan de caer en el precipicio de la mesa. Veo esas palabras que vuelan por la sala y el comedor, y buscan la caja de cubiertos en la cocina. Sobre todo en la cocina donde mis padres se cruzan como dos pasajeros en el intermedio de un vagón estrecho (él con una taza de café que rodea con toda la mano, ella con un tenedor en ristre) y dicen tan lejanamente, y como si cada uno hablara al refrigerador o a la licuadora: "Hay que pagar la luz" o "Llegó el recibo del teléfono". Palabras como globos que quedan flotando en la cocina, que alcanzan el techo y vuelven a bajar, vacías, sin peso. Me imagino que así han sido mis palabras en el desayuno (una intrascendente exhalación de aire, una simple respiración) cuando les dije, muy nítidamente: "Me gustaría una bicicleta en navidad". Quisiera saber si ellos también pueden ver mis palabras, y si las guardan como yo guardo las suyas debajo de la almohada. Después de todo, cuando mi padre no es una gruesa corbata torcida, es un periódico abierto que le elimina el rostro, o cuando mi madre no es ese perfume agudo y flotante, son los pendientes que le están dando mucho trabajo colocárselos, y que siempre la muestran extraordinariamente de perfil. Lo cierto es que es muy probable que esta sea nuestra última navidad juntos, porque cualquier día la casa se viene abajo, y primero se caerá el cuarto de mis padres, y lo único que quedará de todo eso serán sus almohadas con la palabra de mi Rizatto impregnada como un bordado rojo. Pedaleando-imaginando. En las enormes revistas y diarios que trae mi padre, imagino que viene desarmada espléndidamente la nueva Rizatto. En la armonía perfecta de sus partes, en las piezas 126
que relucen con su brillo rojo, mi padre seguramente muestra una discreción desatenta como cuando se sienta a la mesa. Entra sigiloso al cuarto de los víveres y allí se esconde y se demora. Imagino cómo la nueva Rizatto se va armando detalle a detalle, meticulosa y maravillosamente en cada perno, en cada tuerca. Admiro la dedicación parsimoniosa de mi padre en esa delicada tarea, y algunas veces (para no sorprenderlo trayendo una llanta o la barra del timón) me entrego distraído a las enormes revistas de papel brillante con fotografías a doble página: un astronauta en el espacio atado a un cordón y al fondo, flotando en la nada, una inmensa Luna bombardeada; un soldado en el aire saltando de un helicóptero a una selva abigarrada; un grupo de barbudos en una isla con sus fusiles en alto sobre un tanque rodeado por una multitud que vitorea; un grupo de músicos de cabellos alborotados huyendo de un grupo de niñas adolescentes en un aeropuerto; un inmenso y ondulado desierto rojo con una fila de diminutos camellos contra el atardecer; una ciudad de edificios creciendo hacia el cielo y de ventanas espejadas donde se repiten los mismos edificios. Imagino esos destinos, esas rutas con la nueva Rizatto. Pedaleando-imaginando: Marcelo, Elka y yo en nuestras bicicletas siguiendo la ruta de las revistas (Elka va todas las tardes a la estación de trenes a ver pasar el monumental y pausado tren de carga, porque está segura que en uno de esos vagones viene su bicicleta). Pedaleando-imaginando por la serpenteante cinta de asfalto que rodea el lago: pueblos de casitas de barro bajo la sombra de los eucaliptos, senderos de hierba que conducen a viejas iglesias derrumbadas en su minuciosa belleza, antiguos poblados donde los ichus y las piedras impecables hablan con un silencio que deja un viento que nos chicotea la cara. Pedaleandoimaginando, las bicicletas derribadas en la orilla de un lago que se extravía en el cielo, los pies descalzos en esa mansa orilla helada 127
que arrastra un verde ligero de algas. Una naranja compartida y el regreso en el centro de una cortina de lluvia: abanicos de agua en las llantas traseras, la ciudad con charcos como espejos donde pasan otras nubes, otros cielos, y que yo despedazo con la nueva Rizatto pedaleando-imaginando hasta el fin del mundo: la nueva urbanización. La navidad son los desorientados rebaños de ovejas de arcilla trepando los cerros de papel de azúcar, el diminuto ciprés natural arrancado del pequeño bosque del colegio, y sus ramas marchitadas que apenas sostienen los falsos regalitos colgados en cajitas de fósforos envueltos con papel de regalo. En las lucecitas de colores que parpadean alrededor del árbol como un alambre de púas colorido, en esos breves y pausados guiños de luz, veo las siluetas de mi padre y mi madre recortadas en movimientos lánguidos por la sala: ¿dos fantasmas? Y entre las ligeras sombras que aparecen y desaparecen, una estrella de cartón con polvo dorado gira meditativamente colgada del techo, y en una diminuta casa con techo de paja y una falsa nieve, José y María miran imperturbables a un niño Jesús con los brazos abiertos y la cara cubierta de algodón, mientras un villancico camina de puntitas por la alfombra de la sala. Sin ninguna sorpresa, la medianoche es cortada por un reguero salpicado de frenéticos cohetillos que me acercan a la ventana: Marcelo y Elka en sus nuevas bicicletas, todavía envueltas con el papel de embalaje trazando el triángulo de la urbanización. La ansiedad es una multitud de luces enconadas que me apuntan en el centro de la sala, esperando que mi padre me entregue la nueva Rizatto. Bajo las renovadas luces encendidas (mi padre es de nuevo una gruesa corbata torcida, y mi madre un perfume agudo y flotante) alcanzo a rozar una mano, una tibieza remota, una piel lejana en la memoria, que me entrega una caja del tamaño de 128
las camisas de mi padre. ¿Una bicicleta en una caja de camisas? ¿La nueva Rizatto roja en una caja de camisas? El asombro, una especie de pánico contenido, el temblor. Libero la cinta atada en cruz: un mudo estallido rojo y verde, y entonces primero la pluma erguida en la vincha, luego el chaleco y los pantalones afranelados, los colores terrosos y la larga lluvia de flecos: un inconfundible traje de apache. El traje de apache que parece un pijama con flecos. Una sensación desorientada: la imaginaria flecha de apache sin rumbo, sin blanco. El silbido de Marcelo, los llamados de Elka, esperando que aparezca con mi nueva Rizatto roja, para explorar más allá de las últimas casas de la urbanización, más allá de ese perfecto triángulo donde se abren los cerros de casitas de barro desperdigadas, y donde se levanta una costra de roca blanca con un manantial de agua mineral: el Cerrito Rajado en el nuevo rumbo prometido de la nueva Rizatto, junto a las bicicletas nuevas de Marcelo y Elka. Conozco el rastro y las huellas que dejan los animales y puedo leer los signos del cielo de día y de noche. Tengo una danza que provoca lluvias sorpresivas y un canto que atrae a las abejas. Soy un Apache en los días de vacaciones en lo más alto del Cerrito Rajado: mi territorio conquistado antes de las tres de la tarde. Marcelo (un chaleco de vaquero y un sombrero negro que parece un murciélago y pistolas plateadas) y Elka (un estridente pañolón púrpura con un rifle y una fila de balas en bandolera) están abajo, cerca de los pequeños árboles enredados de kantutas, y son dueños del ojo de agua mineral. Pienso, como todas las tardes, en una celada para evitar que los dos se separen para rodear el Cerrito Rajado y atraparme. Pero como siempre (también como todas las tardes), prefiero quedarme echado tratando de mirar directamente el sol antes de que sea cubierto por densas nubes de lluvia, hasta 129
sentir que mis ojos ya no resisten y sólo me queda un resplandor naranja cuando los cierro: (uno muere y su espíritu se convierte en un pájaro que vuela lentamente hacia el sol, pero imagino que debe ser extraordinario hacer ese viaje en una bicicleta roja pedaleandoimaginando). Vuelvo a mirar hacia abajo, y es seguro que Marcelo y Elka han rodeado el Cerrito Rajado: una vez más no tengo la voluntad de escapatoria. Mientras espero que aparezcan con una resignación apacible, reviso las hendiduras puntiagudas del Cerrito Rajado y encuentro diminutos fósiles de caracoles de agua. ¿Es posible que el lago estuviera hasta aquí? Vuelvo a cerrar los ojos e imagino el número más largo de años, y pienso que esa debe ser la edad que tienen los diminutos caracoles. Guardo algunos en mi bolsillo secreto del chaleco de apache, mientras imagino que en el preciso momento en que aparezcan Marcelo y Elka, también aparecerán en el pálido horizonte la fila de apaches que vendrán a rescatarme. Levanto la cabeza para ubicarlos: la pluma apuntando al sol adormecido, y el esperado y vocal disparo de Marcelo en el costado del pecho, seguido inmediatamente del disparo de Elka por la espalda. Me dejo caer al suelo, pero imagino que estoy cayendo desde la altura enconada del Cerrito Rajado: una mancha marrón girando en el aire, la pluma solitaria, suspendida en su balanceo. Estoy cayendo muerto otra vez a las tres en punto, como todas las tardes de las vacaciones, porque los apaches (eso dice Marcelo) siempre tienen que morir. Y mientras regresamos a la urbanización (el que llega último es una rana) por los sembríos de abiertas y abigarradas flores violetas, todo parece de pronto haber envejecido: los techos rojos desteñidos de las casas, las paredes con pergaminos de pintura descascarada, y los jardines donde se desbordan el césped y las hierbas enmarañadas. Un aire pesado y frio envuelve la casa vacía en su abandono, en el desorden y el polvo por todas partes, y la sensación ausente como alguien 130
invisible que trajina por la sala y el comedor. La puerta del cuarto de víveres ligeramente entreabierta: apenas una línea donde alcanzo a ver, envuelto en la oxidada luz de la tarde, a mi padre sentado en la silla con todo el cuerpo doblado hacia adelante. ¿Está llorando? ¿Qué tiene en una de las manos? Pienso en una marioneta a quién le han cortado los hilos. Por primera vez observo desanudada la corbata gruesa y torcida, mientras de alguna parte parece surgir un lejanísimo perfume agudo y flotante. Contengo la respiración, y como si estuviera sin zapatillas, subo las escaleras infinitas hacia mi cuarto, pensando en que mañana volveremos al Cerrito Rajado con Marcelo y Elka, y que volveré a esperar reiteradamente ese disparo puntual a las tres de la tarde hasta el fin de las vacaciones, para imaginar que mi alma convertida en pájaro una vez más está volando, o pedaleando- imaginando en una bicicleta roja, directamente hacia el sol.
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ÍNDICE LOS ELFOS Y EL ZAPATERO Hermanos Grimm (Alemania, 1815)
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FANTASMAS DE NAVIDAD Charles Dickens (Inglaterra,1843)
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LA VENDEDORA DE FÓSFOROS Hans Christian Andersen (Dinamarca,1845)
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EL ÁRBOL DE NAVIDAD Fiódor Dostoyevski (Rusia, 1876)
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NOCHEBUENA Guy de Maupassant (Francia,1882)
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LOS MUCHACHOS Antón Chéjov (Rusia,1885)
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EL GIGANTE EGOÍSTA Oscar Wilde (Irlanda, 1888)
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EL REGALO DE LOS REYER MAGOS William Sydney Porter (EE.UU., 1906)
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NAVIDAD Juan Ramón Jiménez (España, 1917)
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EL ÁNGEL CAÍDO Amado Nervo (México,1921)
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FUE EN EL PERÚ Ventura García Calderón (Perú,1924)
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ENSUEÑO DE AÑO NUEVO Sidonie-Gabrielle Colette (Francia,1948)
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NAVIDAD EN LOS ANDES Ciro Alegría (Perú,1968)
76
NAVIDAD Truman Capote (EE.UU. 1983)
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CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN Paul Auster (EE.UU. 1990)
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ESTAS NAVIDADES SINIESTRAS Gabriel García Márquez (Colombia, 1993)
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CUENTO DE NAVIDAD Ray Bradbury (EE.UU. 1997)
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PAPÁ NOEL ESTÁ BORRACHO EN EL SALÓN Santiago Roncagliolo (Perú, 2011)
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UNA BICICLETA, UN APACHE Elard Serruto Dancuart (Perú,2013)
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