Cuentos de san ignacio

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Cuentos de San Ignacio. Armando Trasviña Taylor

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LOS OJOS Uno de tantos turistas que llegan al pueblo de San Ignacio, hacia al norte , va a la plaza del centro a contemplar y admirar la iglesia católica que Kadakaamán la llamaron, voz cochimí, que en el siglo XVIII fue fundada por el padre misionero... ¿español?... Juan Bautista Luyando. Ve, entonces, a un tipo muy poco dinámico, tumbado, ladeado, en su banca ubicada en ese céntrico sitio y tiene necesidad de indagar por lugares diversos a comprar lo que fuere, necesitaba pan, medicinas, gasolina, aceite, y va hacia el aldeano y se atraca junto a él y en su medio español chapurrado y sufrido le dice: -Perrrdón, señor, donde quedarrr farrrmacia. El pueblerino levanta las cejas ya dobles, sin pronunciar ni palabra y con los ojos señala el lugar procurado, hacia al frente, a tres cuadras. Y con los dedos, marcó, el número tres. -¡Three bloks, ok! Señorrrr, mochos tenquius, ¿y la panaderrría? Mueve las cejas de nuevo señalando discreto al lado derecho del lugar mencionado. -Grrrracias, señorrrr… ¿y la gasolinerrría? Otra vez agita las cejas, enfocando los ojos hacia el lado derecho. ¡Oh, mucho amable y le extiende un billete agradeciendo su ayuda. El lugareño, de nuevo, baja la vista a la izquierda, parpadeando seguido, encañonado los ojos a la bolsa de enfrente, indicando con ello depositar ahí el billete.

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OFRECIMIENTOS Un candidato a diputado federal por algún partido político recorre el distrito del norte buscando el voto del pueblo, cuando llegó a San Ignacio y convocó a los

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aldeanos a la plaza central para un mitin ruidoso acompañado con sonido estridente y subido. Después de invitar a las gentes por la bocina empotrada a los hombros del auto, citaba a los mismos al sitio indicado, a partir de las ocho, ese jueves. Ya en el acto en la noche, con la presencia de 30 ó 40 asistentes, entre hombres y niños, empezó a sonar el discurso como letra de cambio, entre otras ofertas, las siguientes: La instalación de un puente elevado en la carretera vecina que en los tiempos de lluvia se cierra e impide el paso de autos, de gente y ganado. La mudez se cernió como tápalo negro entre el pueblo reunido que no gritó ni aplaudió, ni hizo nada, inmovilizó ambas manos, calló la boca y quedóse quieto, inmutable. El candidato, extrañado, insistió nuevamente, y añadió contundente, una más que tenía: gestionaremos primero la pavimentación de las calles. Otra vez, como sobre lacrado, el silencio se hizo en el pueblo reunido sin que nadie asintiera, palmeara o voceara. Volvió el candidato, con más bríos ahora, redundante, obstinado, señalando a su vez: industrializaremos el dátil para transformarlo en dinero, fuente de vida y trabajo . Y la gente afónica, nadie hablaba y ni muecas hacía, todo el grupo callaba, era una misa silente o un velorio de pobres.

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El candidato, irritado, ante la abulia observada por el grupo asistente, repuntó nuevamente y reafirmó casi explotando: nadie, escúchenlo bien, nadie de ustedes, permanecerá en el lugar sin trabajo, será firme y contante, es un formal compromiso. Uno o dos compañeros del candidato en la gira, se barajeó entre el gentío y preguntó a los vecinos la impasibilidad existente, la frialdad, la apatía, la barra de hielo que observaba en la masa de imperturbable presencia: -¿Y por qué no aplauden, amigo? -¿Cómo?... pues... nomás de trabajo habla –dijo.

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EL DATILAR Cuando el presidente triunfante de Mulegé, municipio, el más grande de todos donde está San Ignacio, al recorrer el villorrio, observó que en la zona de palmeras de dátil cuya siembra iniciaron las padres jesuitas en el siglo XVII, se encontraba llena de todo: hojas, palmas, tallos, basura, y podía originar con peligro un incendio ruinoso que hasta el pueblo dañaría. Convocó a los hombres del pueblo a una junta de urgencia, e invitó a los aldeanos a colaborar fusionados para evitar el siniestro por su propio bien y provecho, ¡a recoger basura, vamos!, y en cierto horario asequible y cómodo para ellos, citó a los labriegos y entregó las escobas, las bolsas gigantes, las carretillas y arañas, ¡y a trabajar, todo el mundo! El presidente municipal dio fecha y hora en que debían congregarse y empezar la colecta del basural enmontado. Llegado el momento, y media hora después, nadie llegaba, los habitantes del pueblo se esfumaron y huyeron, no se presentó ninguno. Preguntados al cabo ante la pasividad que existía, conoció la razón el funcionario: ¡No!, ¡qué vamos a ir!, ¿a limpiar?, ¡no!, ¡que venga el ejército! –señalaron.

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EL ALACRÁN El ignaciano se hallaba todo ahíto de hacer lo que mejor le salía, nada de nada, ni poco ni mucho, absolutamente nada, nada de brega o tarea penosa, multa o martirio. Estaba tirado bajo la sombra campera de la palma de dátil que se empeñaba en agregar paz al follaje y en donde había vainas con hojas, flores marchitas, dátiles verdes, brotes desechos, peciolos simples, además de frutos pasados, enmielados o secos. En toda esta zona de ramas y hojas , se encontraba un paleto bien extendido en la sombra del dátil, muy, muy escasa. En ese lecho ramoso, ante el riesgo inminente de dormirse sin ganas, o echarse la siesta, vio venir al alacrán entre ramas y piedras, maderas y escombros, y ante el miedo latente al aguijón del arácnido y su cola de gancho, dice luego a la esposa que estaba a su lado viendo aquella emergencia: ¡Vieja, tráerme el antídoto para alacranes, porque ahí viene ese cabrón y me va a zarandear!

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CONTROVERSIA Entre los moradores del espacio, léase Santa Rosalía, la cabecera municipal de Mulegé, y los habitantes de San Ignacio, hacia al norte, a una hora de asfalto y a paso mediano, existió, en algún momento, cierta rivalidad entre ellos que reunió muchas anécdotas y frases como esta que pinta de cuerpo entero a uno de ellos: Si San Ignacio posee la fama de ser más que uno perezosos y con magna abertura, Santa Rosalía tiene lo suyo, aunque en ambas aldeas no sólo es falacia de corte folklórico que se ha subrayado desde hace años y que hasta hoy permanece . Un día de tantos, mineros del pueblo, de Santa Rosalía, cabecera del entorno, dijeron a uno de San Ignacio del dátil: -¡No te pena, huevón, de ser del pueblo más laxo y bolsón? -¡No, no me da pena, seré lacio y poltrón, holgazán y gandul, pero, no puto!

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BURROS Hace tiempo, cuando los burros o asnos por la calle menudeaban de la paz ignaciana como bestias de carga para transporte de leña, de agua o de sacos, de pasaje o de víveres, la comunidad se dolía del tránsito diario de esos rucios cargueros de ayuda incanjeable. Las calles mostraban a esos férreos equinos como pencos empleados que, cruzados con yeguas, producen las mulas, y el caballo macho cuando se trenza a la burra, genera el burdégano. Los burros son équidos por lo general más pequeños que los oreja largas de los corceles. Eran tantos los burros que en San Ignacio se empleaban para eso y más que originaban molestias al trotar por las calles con los cascos sonantes, harto estruendosos, en un ambiente pasivo donde la soledad indigesta y el silencio, embaraza, y es distintivo de vida. Hubo un día en que, la mayoría del pueblo, propuso al gobierno para disminuir ese ruido de los asnos paseantes por las calles villanas, utilizaran, por uso, para reducir el estrépito: ¡Alpargatas! Unas sordas y cómodas alpargatas.

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LA COBIJA

No llegaron, al fin, a un acuerdo entre todos los grupos locales sobre la bandera que debían de emplear y de izar como símbolo, de su actuar y pensar y de su forma de ser, distintiva y creativa. No estuvieron conscientes en que el verde iniciara su paño emblemático como el chile bravío; ni el blanco tampoco como pureza o cebolla; mucho menos el rojo, el tercero en discordia, que es de sangre o tomate o jitomate de katsup. No, nada de eso integraba lo suyo y propicio, ni su imagen y rostro, ni su sigla o divisa. Después de arduos análisis, comparaciones y exámenes, discusiones y acuerdos, quedaron en que, gracias al cielo, por bando solemne de la grey ignaciana, decidieron optar, acoger y amparar como gráfico emblema, la que todos amaban, veneraban y honraban con pasión y locura y querencia absoluta. ¿Cuál era el símbolo? ¡La cobija!

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LA GIRA

Le dije, vas a tener que efectuar una gira inmediata por los pueblos del norte para coordinar el proyecto que es de suma importancia, está entre tus manos, debes salir con apuro para Mulegé y los contiguos: Santa Rosalía, San Ignacio, Díaz Ordaz y Guerrero Negro. Me interesa, sólo uno, San Ignacio. Ves a José, el delegado, para que trates aquello de la cuestión del empleo, no debe pasar más tiempo y debes dar seguimiento, sal mañana, temprano, urge. Y así fue. El primer día de juntas fue en Mulegé y Rosalía hasta agotar el programa que llevaba previsto. Al siguiente día, a las nueve, y después del almuerzo, tomó camino hacia el norte para ver, en principio, a San Ignacio. Después de ese sitio, las dos villas siguientes en un sólo día. Al regresar de la gira, con casi todo cumplido, al pie de la letra, las preguntas siguieron por ser de importancia: -¿Qué te dijo José?, ¿cómo te fue en San Ignacio? -No lo vi. -¿Cómo?, ¿por qué?, ¿por qué no lo viste? -No pude verlo. Cuando pasé de mañana, a las once, no despertaba, y en la tarde, al regresar, como a las cinco, se había dormido. ¡Órale!

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EL BILLETE El hombre penaba, acostado y dormido, y respiraba apenas, echado en lo justo del catre delgado cuán largo era su cuerpo entre hojas y ramas, troncos y varas, con un viento meneado que ráfagas eran, bajo el toldo del árbol que sacudía el follaje. En eso, una súbita racha trajo, de pronto, entre hojas y piedras, un billete cuantioso, que no vio su color, pero sí el atractivo, sí, era algo imponente, enseñaba la efigie hacia el centro del mismo del indio-poeta Netzahualcóyotl, de Texcoco. Se quedó atónito e inmóvil: 100 pesos, ¡órale!, ¡cien pesotes!, ¡no quería ni creerlo! ¡Con suerte -dijo- si sopla el viento para acá, me rayo. Y esperó.

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EL COCOTERO Estaba ese aldeano a la siesta pegado, dormitando en la esbelta y grácil palmera de cocos robustos, con poca sombra y peligro de darse un frutazo porque su carga mostraba un físico endeble de cinco metros arriba y echado en el suelo acolchonaba sus gramos. Bajo un racimo de cocos, maduros y obesos, su sueño inquietaba, y ante el pronto impacto de alguno de ellos que estaba en el grano de mira, despertaba temores. Ante tal acechanza y observando que estaba bajo el alto follaje como centro de diana para un grave cocazo, de pronóstico símil, se dijo: ¡Pa´su mecha, si se suelta uno de esos , ¡qué madrazo me pone!

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EL GENIO De San Ignacio, la célebre, por sus míticos cuentos, va por la senda pateando una piedra y la otra y en una de ellas se halló una lámpara vieja como de aquel Aladino y que frota y asoma un genio quimérico, moreno, robusto, que le dice de pronto: -Gracias, patrón, por rescatarme de ahí, soy tuyo ahora, tienes derecho a pedirme tres deseos completos. -¿Sí?, quiero un caballo -le dice- grande, coloso, rollizo, de trofeo. -Serás obedecido, amo, responde el genio. Y aparece un caballo gigante, jamás visto. -¿Y el segundo deseo, señor? -Quiero, ahora, contesta, un atlético negro, fenómeno, a la medida del otro y que hagan pareja. Y lo muestra. -¿Y el último, jefe? Ahora tráeme una ardilla, pequeña y sumisa, liliputense de origen. -Tus deseos son órdenes. Y presenta. -Así mero. -¿Y para qué los quieres?, se atrevió el genio. -Pues, mira, dice el ignaciano, el caballo para que me lleve, el negrazo para que me suba y la ardilla para que lo excite:

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¡Tsh, Tsh, Tsh!

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EN EL CINE Dos ínclitos tipos de San Ignacio, la bella, la de los cuentos jocundos, van al cine en La Paz acompañado por otro que los invita y sufraga los boletos de ingreso y ven, al llegar, la taquilla atestada con una espléndida fila de 30 metros de largo, marsupial y apiñada como déficit de pobre. -No, dijo, yo no hago esa cola, está muy larga y me voy a cansar –dice el norteño- y el paceño se forma, se resigna y alinea, y después de un buen rato, se encuentra con ellos un buen conocido y están derramados en el sofá del vestíbulo. Van enseguida a la puerta y al llegar a ese punto, ven un cartel que señala, en la hoja de vidrio, lo que sigue. Dice: Jale. -No, ni madres, está trabada la puerta y quieren que jale, que tire de ella, ¡no, vámonos, están locos estos!, ¡y gratis, menos!

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DESPATARRADO Estaba en México, city, un ignaceño postrado en el césped que orlaba el monumento del Ángel, en Reforma, la calle, que construyó Maximiliano, cuando, de pronto, que empieza un seísmo que trepida el entorno y se mueve todo, como si el pasto del lecho se enojara y trinara y fuera a sumirse. Abre tamaños ojotes, mirando hacia arriba, cuando, de pronto, se fija que el ángel de encima se cae hacia él y se viene abajo con centro indudable, sin aviso ninguno. Al ver el villano el ángel que viene, le pega un grito de miedo que hasta la base retumba, sacude al pilar que se cimbra y la voz aconseja: •

¡Aletella, pendejo, aletella!

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EL TREPADO +++++ Un viejito cascado con los años de sobra, estaba en lo alto del meollo del dátil, lleno de hojas y frutos en el mástil de término que se mecía como fémina, balanceaba su cuerpo. En eso, llega un turista, metiche cual todos, impertinente y locuaz, y se queda perplejo, meditando en aquella visión poco vista que desdice la imagen e iba en contrario a lo supuesto o creído. -Oye -dice el joven que observa- ¿no que no trabajan?, ¿y ese hombre de arriba? No -responde el mozuelo- se encaramó desde niño y le dio hueva bajarse.

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EL VISITANTE Un agente viajero que vendía botines, zapatos y botas y otros afines de piel de borrego, arruinó a San Ignacio por no vender en abonos ni medio par de escarpines, y estaba a punto de entrar en la ruina completa, se sentía inútil, de a tiro, había perdido la práctica y su vocación de fenicio ante la gran apatía se veía truncada y comprobaba interés alguno. Sentía abollado su oficio y era un reto mayúsculo el hacer, estaba a punto de darse un disparo de salva en la boca o la nuca. -¿Por qué no compran zapatos? –le preguntó al que pasaba, a paso tibio un tipejo. -¿Cómo? –dijo el vecino- ¿cómo van a comprar?, tienen cordones, ¡qué flojera amarrarse!

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ROBO Dos ignacianos sin san, confabulaban un hurto debajo de un árbol en su natal pueblecito porque eso de trabajar, y ocho horas, y al día, y de lunes a viernes, no estaba en su Biblia y no pensaban cambiarla, dejarían de ser lo que son y esto es herejía. Pero, había que comer, vestir y pagar la renta y demás y echarse las chelas los sábados para pasar la semana, porque el recreo, como quiera que sea, extenúa y enferma y, aunque el cáncer lo evita, un desarreglo lo vale. Había que buscar efectivo, pero ya, ya era hora, sin exponerse a fatigas que concluyen matando a cristianos meneados y no estaban dispuestos a correr tales riesgos casi siempre mortales que desfiguran y gastan. -Oye –le dijo uno al otro- ¿y si vamos a La Paz y asaltamos un Banco?, ahí hay dinero. -Órale, buena idea –le dijo uno al otro- y nos atiborramos de feria. ¿Cuándo nos vamos? -¿Qué te parece a las 7 del autobús de mañana? -No, repuso, es muy temprano, mejor a las diez. -Sale, pues, así quedamos. Nos vemos en la terminal. Al día siguiente, con la piel de rateros, salieron a entrarle al dinero y no mucho, sin correr para nada martirio que desbarrancan sus vidas. Ya en La Paz, eligieron el Banco, hicieron sus planes y manejaron pistolas que parecieran de guasa y tres pañuelos o paliacates moqueados.

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Entraron al Banco y al llegar a la caja embozaron sus armas e intimidaron al joven que soltó el efectivo, toda aquella fortuna que hasta entonces tenía en la caja de abajo. Cuando los dos regresaron al hotel que alquilaban con las bolsas enormes de billetes de todos, le dijo uno al otro: -¿Lo contamos ahora? -No, ¡qué flojera!, respondió el otro, mejor esperamos y compramos el diario que, de seguro, dirá, quien asaltó el banco. ¡No te apures, hombre, descansa!

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AYUDA En San Ignacio, la plaza, y en uno de tantos asientos que rodean la glorieta que como centro conocen, frente al pórtico del templo, estaban cuatro habitantes de esa lánguida aldea haciendo lo que mejor se sabían: horizontalizados, con la mejor intención de sumise en el sueño y que estaba a punto de eso. No conversaba ninguno al ver que la inercia como Gulliver, el del cuento, se postraba en molicie. En esto pasa un amigo por la calle lindante a bordo de un viejo y pinto armatoste y grita con altos decibeles: -¡Ey, amigos, ahorita vengo a ayudarles.

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EL ÁRBOL

Estaban dos ignacianos bajo un macapul de película acompañados por tipos que en serio pensaban viendo pasar el silencio que la brisa rompía, toda importuna, y algún rondín de hojarasca, cuando uno de ellos, con un vigor sobrehumano, le dice al otro por docto: -Oye, ¿será árbolo o árbola este? Y viendo el follaje, le dice: -Debe ser... y se quedó pensando , ¿no será joto? En eso pasa otro amigo y para salir del enredo sobre si el árbol era macho, le pregunta de pronto: -¡Oyes, no sabes el sexo del árbol? Y el otro exclama, viendo al par horizontal, junto a él: -Ese árbol debe ser hombre- responde. -¿Y cómo supiste? -No ves al par de huevones que tiene debajo –finaliza.

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EL RELOJ Dicen -y no es cuento- lo afirman, y nadie lo niega, ni pondrán en duda el acierto, y no apostarían ni un peso en su contra, ni san Ignacio, el patrón, que la verdad siempre gana y sin apuesta alguna. Cerca de ahí, un labriego sumido, recostado en la piedra que como respaldo tenía a un asno de lado con dos pelotas de fútbol entre las patas traseras que se antojaban de foto, o de concurso de estrellas, lo que van a escuchar: En eso pasa la imagen de otro ignaciano que al mirar al otro con la abulia al cuadrado y su cuerpo aviejado, con la envidia en las sienes, pregunta: -¡Ey, amigo!, ¿qué horas son? Y el otro, con la vista en la diestra, levantó ambas criadillas y sentencia: -Son las diez y media. Pero, no había avanzado ni cinco o seis pasos, cuando de pronto se vuelve con rostro de asombro e interroga de nuevo: -Oye, amigo, ¿y como supiste?, ¿por qué alzaste sus cosas? -Es que cubren el reloj y prefiero mirar. -¡Ahhh, pos, sí!

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LAS EMPANADAS

Un pobre ignaciano estaba tumbado en su catre de par con una dolencia muy seria, casi al borde, cuando de pronto que

huele el aroma a comida casera y que le era tan grata: unas empanadas gigantes de carne y frijol muy bien hechas. Para él no había nada mejor. Y haciendo un esfuerzo más que re-humano dirigiéndose a la mesa, empieza a sentir el vapor que llega del plato doméstico y fiable. Llegó al final de la mesa donde se hallaba el total, tendidas y frescas, toma una y otra, cuando ¡zás! siente un golpazo en la testa que casi lo tira y queda oscilante. Tratando de no desplomarse, hace un giro y voltea y alcanza a ver a la esposa que exclama iracunda: -¡Ni se te ocurra, .... son pa'l velorio...!

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DECÁLOGO LOS 10 MANDAMIENTOS DE SAN IGNACIO 1.- Se nace cansado y se vive para descansar. 2.- Ama a tu cama como a ti mismo. 3.- Si ves a alguien descansar, ayúdalo. 4.- Descansa de día para que puedas dormir de noche. 5.- El trabajo es sagrado, no lo toques. 6.- Aquello que puedas hacer mañana, no lo hagas hoy. 7.- Trabaja lo menos posible, y si hay algo que hacer, que lo haga otro. 8.- ¡Calma, nadie murió por descansar! 9.- Si tienes ganas de trabajar, siéntate y espera que te pase. 10.- Si el trabajo es salud, que trabajen los enfermos.

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