Entrevista a un Reloj

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ENTREVISTA A UN RELOJ. Armando Trasviña Taylor Ese adminículo sordo, casi inaudible, cuadrado, redondo, rectangular,

en

triángulo

u

oval,

o

de

forma

irregular,

amarillo, plateado o de doble o triple color, no sólo cuenta las

horas,

los

minutos

y

segundos,

cuenta

historias

y

anécdotas también. Tal es el caso de este Omega que se pasó de escritor y de ascendencia

juglar,

y

como

tal,

no

sólo

narra

ficciones,

leyendas o cuentos, sino también realidades y acciones que, la más de las veces, flanquean siempre a la duda y a la suspicacia dolosa.

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Señor reloj: ¿podrías concederme una entrevista sobre el

tic tac de su vida? Le expresé mi propósito de concertar el encuentro en un diálogo breve y se dio cuerda como previendo los tiempos ahora, los sucesos, las contingencias y todo riesgo, era uno de esos relojes de antes, los los vetustos, los que ahora ni se

exponen

mecanismo

y

y

automáticos entrcos,

se

dale e

ni

averguenzan que

dale.

insonoros

los

que

que

de

ellos,

Esos,

pues.

sustituyeran

funcionan

con

pilas

que No

accionan llegaban

el los

a

los

flacos

y

o

los

digitales

modernos con el pulsar maquinado y, eso sí, con recomendación de británico, galés preocupado o escocés diligente, siempre a la

hora.

Era

un

reloj

muy

puntual

y

preciso

y

de

ello

presumía. •

¿Podrías darme una entrevista? –repetí-, será breve, por

favor. • Me precedieron algunos relojes de la familia del mundo y fama mundial, cáscaras ahora. Yo vengo de los viejos abuelos de la clepsidra y el astrario, de los relojes de sol y del gnomon

helénico,

siglos

XVII

al

de XIX

los y

XX

desarrollos pasado

y

tecnológicos

de

la

de

relojería

los

suiza

infaltable en todo ese campo de búsquedas. Soy de las piezas que

ayer

inauguraron

lOS

talle

de

avispa,

figurines

y

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esbeltos como monedas modelo que surgieron apenas a mediados del siglo decimonónico y fui, como Omega, el primero de ellos con cintura ligera Y cajas garbosas, entecas y bellas, pero no automáticos, de cordaje aún, de los de espiral que con harta

frecuencia

tenían

que

tensar

el

rotor

del

abdomen

mecánico. • Estamos empezando la entrevista, pregunta, pues. •

Gracias, reloj, ¿cuándo naciste a la vida del áncora, de

las ruedas y todo el entresijo ese? •

Nací por el año de 1950, hace ya mucho tiempo, y aliso

ya canas de sesenta años o más. Mal está que lo diga, pero soy un reloj de abolengo, es mi nieto el Gran Tourbillon, un reloj

de

pulsera

con

la

más

avanzada

tecnología

en

la

aplicación del hacer innovador y moderno. Es mi sobrino el Omega Moonwatch que llevaba puesto Buzz Aldrin cuando tocó tierra en la luna en 1969. Son familiares también y nos vemos como primos los famosos parientes Proplof, el Seamaster, el ferroviario Railmaster y los Constellation de oro, grandes líderes

mundiales

guardatiempo pipirisnáis

de

cronometría.

cualquiera, de

la

hora.

soy Tengo

de mi

No

soy,

como

renombre faz

de

ven,

y

quilates

un

linaje, y

mis

glúteos en círculo, muy averiados, y con letras que dicen en

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el sujetador, al reverso: “gold filled”, o sea, relleno de oro, creo. •

¿Cuándo ingresaste a la vida?

• Yo ingresé a los minutos, a los segundos y a las horas en 1954, tres años antes que mi pariente el de pilas y siglos después del de conos de arena en una tienda de toda clase de enseres desde libros y joyas, relojes y radios, hasta prendas y útiles y una gama ingastable de baratijas y chácharas y fui pie de la moda por la delgada figura de mi rostro amarillo y aspecto menudo, embrujaba y atraía como imán descarado. • ¿Y cómo fue tu acogida? • Llegó un tipo de pronto, un flacucho, un admirador que tenía

adicción

de

maníaco

de

veinte

años

y

pico,

bien

simulados, y se inclinó al escaparate con los ojos de asombro como esposando mi tórax y aprisionándome todo. Ese objeto era yo, de carátula Omega, circular y dorado la caja y asiento sin máculas. Doblaba las piernas y flexionaba rodillas y al estar agachado con los ojos directos al estante translúcido donde estaba mi marca con el cuerpo esmirriado como Apolo esquelético, moda de entonces en los años cincuenta del mil novecientos,

se

quedaba

atónito

con

el

ojo

cuadrado,

desconcertadísimo. ¡Es una maravilla!, decía y podía adivinar

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su azoro y aliento cortado. Dos días después regresaba y se encorvaba de nuevo y avergonzaba al reloj todo enclenque y escuálido como un doncel dieciochesco. Y más tarde, otra vez, ahí lo tenía, ahí estaba, se combaba hasta verlo de lado y de frente, desnutrido y perfil delgaducho. Y a la tercera vez regresaba, y a la cuarta, arrobado, incesante, reaparecía puntual. -¿Y cómo te obtuvieron? • El

propietario

del

sitio

observando

al

amigo

que

se

encorbaba y miraba, estupefacto, lo sorprendió de repente y ofreció luego: ¿Te gusta?, le dijo. ¡Sí!, respondió, es una obra de arte. ¡Llévatelo, pues!, le disparó el ofrecimiento, categórico. ¡No!, dijo el adepto confso, vale más que mi sueldo mensual que percibo ahora. ¡Anda, llévalo, y págalo como quieras, es tuyo. Y así salí de la tienda un buen día de mil novecientos cincuenta y ¡quiubole! en que enamoraba mi joya, era imán, y encandilaba mi forma elegante y untosa, hace 60 años, o casi, en 1954. Y me sonsacaron. Lo pagué después

de

ese

incontrovertible, totalmente,

trato en

ajustando

porque tres

su

era

meses

cincho

al

un de

fan

de

plazo

cuadril

lo

palabra, cubrió

descarnado,

y

empecé luego a forjar otra clase de vida sencilla y modesta, hasta cierto punto, metódica y cauta, sistemática, de apremio

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y juntura. Pasé con él medio ciento de años de brega, nada fáciles ahora. • Tomó

aliento

el

reloj

–vio

el

periodista-

y

pasaron

tiempos arduos y tensos en su mente temprana, inflexibles y gratos,

desafectos

y

óptimos,

todos

ellos

en

fila,

estaturados uno tras otro. Reinicié una vida asimétrica – continuó- fuera de estantes y vidrios y de oropel publicista, de

ofertas

excelsas

y

artificiosas

maniobras

que

dejaban

atrás fatuidades, engreimientos, vanidades, con sólo llevar en el pulso la marca y la horma ostensible y numérica de muchos

ceros

seguidos.

La

petulancia

vistió

de

fasto

y

arrogancia y otras fachas afines que ni de chiste se bañan y ¿para qué?, son de margen opuesto, y ni desaparecen merman,

son

ni

así, pero para los que ahora fabrican, yo

pienso que se esbaulleron de los mapas actuales con bochorno evidente, casi lo apuesto.

Así pasó el poseedor –concluyó-

¿qué serían?, 30 años, 30 años o más de ostentación y aparato y vanagloria engreída, tener un reloj así, y de oro y Omega, y con la esbeltez que tenía, y de Suiza, por si fuera poco, es

tener

de

compadre

al

orgullo

y

la

arrogancia

y

a

la

satisfacción de comadre. Todo ese tiempo acompañé a mi pareja en sus caros momentos y mastodónticos júbilos que le deparó la existencia como un ser no ordinario y, a su vez, en sus gráficas penas y arrepentimientos subidos con que salpicó su

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carrera. Tanta desproporción se notaba que desbalanceó la butaca en que medio sentaba sus años. • -¿Y alguna vez le puso cara la vida? •

-Sí,

llegaron

bélicos,

y

los

aunque

irremediablemente,

el

tiempos luchara

gigante

brumosos, y

más

pugnara,

golpeaba

con

más

malos se

que

hundía

furia

que

causa y las manazas zurraron con frenesí desmandado y jamás ocurrido hasta que el tacto flaqueó y se hizo trizas y garras provocando el divorcio del juicio y la calma que descentró el equilibrio. -Ahora dejemos que hable mi alma, mi alma ofendida – pidió el Omega. • Me volví entonces un gancho, una especie de garfio, fue una opción esta vez y una abrupta salida, fue vendida mi marca y el motor de mi estómago a un pariente cercano con conmiseración de mi trance que se dilataba y caía hasta el fondo del caos y me volvió indócil e inmanejable. Cambié de dueño y señor y al poco tiempo empecé a cargar con mi vida que no era igual a la otra, para nada, donde el amor y el aprecio eran altos y níveos, no de blancor únicamente, sino de

color

monetario.

Lloré

en

silencio

el

convenio

de

la

operación que se hacía con el alma reclusa de agobio y de

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arrepentimiento tendido por la mudanza que no aceptaba mi rostro

y

lo

hacía

–como

siempre-

por

aprieto

y

asfixia.

Corrigió entonces la senda el original propietario aunque llenóse

de

pena

y

remordimiento

por

ello

al

solventar

contratiempos de urgencia inmediata como aconseja el refrán sabiamente: Los bienes son para remediar siempre los males. Lamenté la salida, pero cerré la ventana al ultimátum que hervía. Sin ese patrón, la desolación aparecía y la aflicción revolaba con sus alas afónicas, todo el día. • ¿Y luego? –curioseó. • Deje que hable mi angustia –prefirió el reloj. -Pasó

el

tiempo

y

como

todo

transcurre,

echó

canas

y

arrugas. Mi semblante que tanto quería ese usuario obsecado, se llevó la sorpresa cuando quien compró el artefacto por consideración absoluta y aprecio evidente, reculó, claudicó. Después de años con él como heredero un tanto o mucho a fuerzas, lo regresó al adquiriente diciéndole: Toma, cuñado, no es mío el reloj, es tuyo más bien, sé que lo quieres y te lo devuelvo sin reúmas. Y retornó al propietario que lo sacó del estante donde nació al atractivo y la adherencia del ojo expedito como objeto imantado. ¡Algo ocurrió al concuñado que no pudo poseer al Omega!, ¿qué pasó en la conciencia saltona del solidario pariente que regresó el artilugio del origen

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helvético

y

valor

estimativo

que

pudo

ser

la

causa

del

repentino retorno?, ¿qué pasó en su actitud?, volvió a su amo primero como milagro divino. Volvió de nuevo a su techo de tanta vida insegura e inestable destino a pesar del afecto que había por la joya de tan esbelta cintura. Volvió de nuevo a las manos del amor primitivo. Quiso rifarlo, más tarde, entre los muchos amigos y caros parientes

y

no

logró

su

propósito

porque

sortear

era

un

riesgo de una errante aventura que ponía en la picota a una acción

que

realizar pobre

ofendía,

sin

cuerpo

remedio de

pero

se

aquel

brillo

sentía

azar

más

que

afrentoso.

pretendió

obligado

Más

comerciar

tarde, sus

a mi

gramos

altamente dorados, áuricos, como una gema cualquiera y no encontró pretendiente ni interesado en la compra. Mi alma así padecía de imperioso destino que lo ponía al borde del puente y del arrojo suicida. Luego, por un fatal desarreglo o por un golpe contuso que sufrí

en

la

armadura

–concluyó

el

reloj-

no

lograron

repararme en los talleres locales y me enviaron a Suiza a la agencia de Omega con un costo elevado de valor estratosférico y al poco tiempo volví con el problema resuelto, endomingado y

risueño,

y

reanudé

nueva

vida

con

la

máquina

activa,

funcionando, con el tic tac reparado y desagraviado por otros

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en el taller de mi origen en dos meses que estuve en la cuna nativa paladeando y catando tecnologías de púas, ¡qué feliz tramo pasé mientras fui examinado en mis patios oriundos! -¿Y después? –quiso saber. Pasé otro tiempo sinuoso, totalmente torcido, largo como larga

Anaconda

en

que

no

logré

precisar

contingencias

ni

conflictos de Rambo ni circunstancias de rumbo durante 15 años oculto, pero en ese lapso ocurrió la más grave tragedia porque perdí la conciencia y el lugar en mi vida, no supe de mi, ni de mis hechos pasados por la catalepsia que tuve sin saber nada de nada en completa inconsciencia. Cuando

desaparecí

de

mi

pulso

en

mi

muñeca

apreciada,

investigaron con Carlos, mi hermano segundo, el paradero o la pista de ese reloj extraviado y no supo nadie de mí. Me perdí en mi guarida y me escondí de miradas. Quizás –dijo el periodista- se averió y se asiló, pueda ser, pero ¿dónde? Cuando preguntaron a Carlos, respondió, no sé nada, nada de él, tal vez sepa la incógnita que está detrás de todo esto. Se había escondido, sin duda, refugiado en el teatro de las cajas ocultas y circunstancias en torno o en el telón del

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acaso, cerró su recuerdo a la búsqueda intensa de su amoroso equipaje. -¿Y al final?, el misterio surgía. -Después

supe.

Pasaron

los

días,

los

meses

y

años

en

procesión matemática y mi redonda silueta pasó a ser con el tiempo evocación obligada y un color asociado a una etapa remota

y

pequeño

difícil. cronógrafo

funcionaba,

cuando

Mi que

máquina se

después

era,

así

enroscaba

en

hasta

emergieron

pretérito, el

los

tope de

o

un no

pulsera

automáticos, los de pilas secas y los de cuarzo digitales en 1926, 1957 y 1972 respectivamente. Mi

estampa

leonada

constituyó

la

almohadilla

de

un

recuerdo acostado en el sillón de los tiempos y desaparecí del archivo, de la costumbre ordinaria y de las alas que hallaron vientos cruzados y fuertes tormentas. Todo evento pasado fue mejor, dijo alguno que pasó por la vida, y pudo ser, tal vez, si pudiéramos arrebatar al ayer al futuro ignorado. -Lo demás se lo narro como a mí me contaron porque no estaba tic-tando y quedé como hipótesis. -Oigamos, se aprestó el periodista.

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“Cuando la tía Lola escombró la casona que moró con sus padres y hermanos en Moctezuma 40, en semi-ruinas tundidas que las garras aflojan y el tranco apalea el sendero que todo revuelve, nos deparó una sorpresa, un gran sobresalto cuando ella, la tía, pidió ayuda a los bíceps de la adherencia doméstica,

y

entonces,

acudió

Ana,

mi

hermana

paterna,

solidaria y dispuesta a desembarazar antiguallas y prendas añosas que se maltratan y arrugan. Fueron muchos los años en que los padres vivieron en esa casa estropeada, primero ellos y enseguida la hija, y un amigo después, cuando se mudaron de piso a otra ciudad y trabajo sin tocar el refugio donde quedó sepultado el montón de pertrechos que la lluvia y el polvo y los

bichos

hicieron

grandes

desgastes

y

atrocidades

sin

cuento, erosiones diversas y deterioros visibles. Cuando al esculque fue Carlos, despejaron las cosas no utilizables, ya viejas y sucias, las desaposentaron por ser inaprovechables, fue un gran tiradero de objetos cansados y algunos todos.

benéficos, Algunas

con

restos poco

útiles e

que

compartieron

insuficiente

unos

asistencia

y

que

constituyeron el óbolo ni siquiera pensado. En

otra

inanes:

ocasión

colchones,

continuaron mesas,

y

desecharon

manteles,

tablas,

los

saldos

muebles

y

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planchas, platos, cubiertos y tazas, y un serial de cacharros y objetos decrépitos. Por tercera vez continuaron, y era tal el depósito ahí acumulado

que

se

apiñaba

y

olía

a

moho

y

herrumbre,

y

encontraron de nuevo todo tipo de enseres, abrigos y blusas, vestidos y faldas, que, desmodadas y añejas, no de pasarela, pero,

para

el

tráfago

diario.

Revisaron

cestas,

cajones,

joyeros, gavetas y urnas, maletas y estuches, baúles y cajas de zapatos, y lo que servía y beneficiaba guardaban o bien lo vendían. Dentro

de

un

cofre

pequeño

encontró

Ana

encintado

con

papel adhesivo una estrecha cajita como de fotos añejas que al manejarla sonaba, volvía a hacer y lo mismo, traqueteaba modesto. Por la infección de los años el material resistía con la opresión que rodeaba y utilizó un par de uñas para abrir el paquete y liberar de la goma, y al fin, al comenzar los tirones, se abrió, se mostro y ¡oh! Un reloj de pulsera maltrecho y afeado por años y años, con las manecillas huidas de su punto concéntrico, estaba ahí, esperando, aguardando que alguien lo viera y aseara con algún limpia algo. Una sonrisa salió –o parecía- de su carátula opaca, toda pringada de cochambre. ¡Era el Omega! Menuda sorpresa.

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Ana, la acompañante y sobrina, que desalojaba el recinto del harnero mayúsculo y el desmugramiento de aquella casa estropeada

que

había

sido

el

hogar

de

dos

dinastías

prolíficas, descorrió de inmediato el propósito y dijo: Voy a regalar a mi padre para que vuelva a su dueño en esta navidad que ya viene, pero antes lo llevaré a un relojero para que lo arrope y revise y lo deje de nuevo como nuevo, como estaba ayer, pues tiene años aquí agazapado y dormido”. Hasta aquí lo ocurrido y platicado destiempo. Muchas gracias, Ana, te lo agradezco en el alma –respondió el padre al recibir el de pulso de tono ambarino- no sabes cuánto

me

decenario,

alegra me

volver

perturba

el

a

encontrarme asombro

y

la

con

este

reloj

expectación

me

derrumba, un no-sé-me aniquila y una lágrima en vilo está a punto de entrar a la mejilla rugosa, me desarregla, es el reloj que ya tiene sesenta años conmigo y me ha acompañado por lustros en eventualidades diversas y contratiempos sin tiempo. Me va a salir lo que dije, está en la puerta y ya quiere, ya quiere, ¡qué confusiones me asaltan y qué emoción se se hace agua, ¿cómo encontraste?, ¿dónde?, no sabía de él hace mucho. -Pero, Ana, este reloj anda mal, está enfermo, tullido, camina y se para, el tiempo que tiene lo ha descompuesto,

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¡qué lástima!, está defectuoso y no tiene ganas de andar por la vida, debo encordar cada día porque no tiene energía y está débil, el pobre. -¿Qué... qué?, dijo Ana. -Tengo que dar cuerda en la noche y si no lo hago se para, se detiene, ya está viejo el Omega, ¡pobrecito!, debe estar desahuciado. Hemos terminado, señor periodista, ¿quedó satisfecho? Yo no, déjeme llorar, no al fallecimiento fortuito, no, a ese no, a la imprecisión y al atoro y al silencio mortuorio que hallé con el uso. Los relojes no mueren, dan mal la hora, nomás, si acaso... Buenas tardes.

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