UNOS CUANTOS CUENTOS CORTOS Armando Trasviña Taylor
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I DE PIES
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ENTREVISTA A UN RELOJ.
Ese
adminículo
sordo,
casi
inaudible,
cuadrado
o
redondo, rectangular y amarillo, en triángulo u oval, o de forma irregular, plateado o doble-color, no sólo cuenta las horas, los minutos y segundos, sino tamnién las anécdotas narra y de gran colorido. Tal es el caso de este gualdo cronómetro que se pasó de escritor y de oficio juglar, y como tal, no sólo narra ficciones, leyendas o cuentos, sino también realidades que, la más de las veces, flanquean a la duda y a la suspicacia trastornan. •
Señor reloj: ¿podría concederme una entrevista sobre
el tic tac de su vida?, le dijo un reportero. Le
expresé
mi
propósito
-dijo
el
periodista-
de
concertar el encuentro en un diálogo breve y se dio cuerda a
si
mismo
como
previendo
los
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tiempos,
los
sucesos
y
hechos, las contingencias y riesgos, porque era uno de esos de tiempo pretérito y que hoy escasean, de los vetustos, los que ahora se ven y se averguenzan de ser, no por ser lo que son, sino por lo que fueron e hicieron donde se acciona el cordaje y dale que dale a los tiempos. Esos, pues. No llegaban aún los relojes sin cuerda e insonoras carátulas que sustituyeron a los áureos y entecos cronógrafos, ni los que funcionan con pilas o los digitales llamados con el pulsar maquinado y, eso sí, con recomendación de británico o de suizo creativo, siempre a la hora y en punto. Era un reloj muy preciso y de ello se presunía. •
¿Podría
darme
la
entrevista?
–repitió
en
redactor-
será breve, por favor. • Me precedieron –comenzó a decir- algunos relojes de la casta sincrónica y de fama terrena, cáscaras hoy y nada usables ahora. Yo vengo de los viejos y caros abuelos de la clepsidra y astrario, de los relojes de sol y del gnomon helénico, de los desarrollos novísimos de los siglos XVII al XX, y de la estética helvética en todo ese campo de búsquedas. Soy de las piezas de ayer que inauguraron los talles de avispas raquíticas, figurines y esbeltos como aquellas monedas que surgieron apenas a mediados del siglo XIX, porque soy un Omega, el primero de ellos con cintura escasísima. Y cajas garbosas, entecas y bellas, pero no
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automático, sino de espiral del ayer que tenían que tensar el rotor de su abdomen. • Estamos empezando la entrevista, pregunte, pues. •
Gracias, reloj, ¿cuándo naciste a la vida del áncora y
toda esa entraña? •
Nací por el año de 1950, hace ya tiempo, y aliso ya
canas de sesenta u ochenta, y mal está que lo diga, pero soy reloj de abolengo, es mi nieto el Gran Tourbillon, un reloj de pulsera de la más alta factura en la aplicación del
quehacer
cronométrico.
Es
mi
sobrino
el
cronómetro
Moonwatch que llevaba puesto Buzz Aldrin cuando tocó tierra en la luna en 1969. Son familiares también, y nos vemos como tales, los famosos parientes Proplof, el Seamaster, el ferroviario Railmaster y los Constellation de oro, grandes líderes mundiales de relojería en general. No soy, como verán, un toma-tiempo cualquiera, soy de renombre y linaje, pipirisnáis de la hora. Tengo faz de quilates y mis glúteos de círculo, muy averiados ya, y con letras que dicen en la tapa de atrás: “gold filled”, o sea, relleno de oro, creo que así es. •
¿Cuándo ingresaste a la vida de los tiempos?
• Yo ingresé a los minutos, segundos y horas de 1954, tres años antes que mi hermano, el de pilas, y siglos después de los de cono de arena, en una tienda que expendía toda clase de chácharas desde libros y joyas, relojes y
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radios, hasta prendas y útiles y una gama ingastable de baratijas y bártulos y fui el primero en lucirme por mi enjuta
figura
de
mi
rostro
amarillo
y
aspecto
menudo,
embrujaba y atraía como imán sin prejuicios. , • ¿Y cómo fue tu acogida? • Verás, contemplar
voy mi
a
decirte.
figura
en
Llegó
el
un
vitral
tipo
en
de
donde
pronto
estaba,
a un
flacucho él, un admirador que tenía la adicción de maníaco de veinte años y pico, bien simulados, y se inclinó a mi figura
con
los
ojos
de
uva
como
atrapando
mi
tórax
y
aprisionando mi entorno. Ese objeto era yo, de marca Omega, circular y dorado con caja y asiento sin mácula alguna. Doblaba
las
piernas
y
flexionaba
rodillas
y
al
estar
encogido con los ojos curiosos en el estante translúcido donde estaba mi rostro con el cuerpo esmirriado como Apolo esquelético, moda de entonces en los años cincuenta del siglo pasado, se quedaba atónito en mí con el ojo cuadrado, desconcertadísimo. adivinar
su
¡Es
embarazo
y
una
maravilla!,
aliento
suspenso
decía
y
y
aire
sin
podía en
pulmones. Dos días después, regresaba, y se arqueaba de nuevo, avergonzaba mi vida, toda enclenque y escuálida como un doncel dieciochesco. Y un día más, y ahí lo tenía, ahí estaba,
se
desnutrido
combaba y
de
hasta
perfil
verme
de
delgaducho.
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lado Y
a
y la
de
frente,
tercera,
lo
mismo,
siempre
igual,
y
a
la
cuarta,
ídem,
arrobado
y
puntual, aparecía. -¿Y cómo te obtuvieron, al fin? • El propietario del sitio observando al obseso que se doababla
y
miraba
con
encanto
y
deleite
ese
pequeño
adminículo, estupefacto y absorto, lo sorprendió de repente y ensegida ofreció lo que nunca esperaba ni oir ni sentir: ¿Te gusta?, dijo. ¡Sí!, respondió, es una obra de arte, preciosa.
¡Llévalo,
pues,
es
tuyo!,
le
disparó
el
ofrecimiento. ¡No!, dijo el adepto, confuso y perplejo, vale
más
que
mi
sueldo
de
un
mes
que
percibo.
¡Anda,
llévalo, y págalo como quieras, es tuyo ahora. Y así salí de la tienda un óptimo día de mil novecientos cincuenta y tantos,
enamorado
de
mi
joya,
era
imán
y
atraía
y
encandilaba mi forma elegante, hace 60 años de esto, en 1954.
Y
me
sonsacaron
así.
Lo
pagué
antes
del
tèrmino
porque era un fan de palabra, incontrovertible y seguro, en tres meses de plazo se dio y lo cubrió antes de eso, ajustando el fajín al cuadril descarnado y empecé luego a forjar otra clase de vida sencilla y modesta, hasta cierto punto, metódica y cauta, sistemática y táctica con apremio y juntura, liquidó en el plazo ofrecido que yo calculaba. Pasé
con
él,
¿qué
sería?,
medio
fáciles.
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ciento
de
meses,
nada
Tomó aliento el Omega –vio el periodista- y pasaron tiempos difíciles, -aseguró- arduos y tensos en su mente temprana,
inflexibles
y
recios,
desafectos
y
hostiles,
todos ellos en fila y estaturados por tallas. Reinicié vida
una
asimétrica –continuó- fuera de estantes y vidrios y
de oropel publicista, de ofertas excelsas y artificiosas tareas
que
dejaba
atrás
fatuidades,
engreimientos
y
tirrias, vanidad muy de él de portar esa marca en la muñeca ligera y la horma ostensible con muchos ceros seguidos. La petulancia vistió de fasto y ornato y otros rasgos afines que ni de chiste se bañan y ¿para qué?, me decían, son del margen opuesto que ni desaparecen ni huyen ni se largan ni ocultan, así son ellos. Así
pasó
el
poseedor
–concluyó
el
del
Omega-
¿qué
serían?, 30 años, de ostentación y aparato, de vanagloria y boato, porque tener un reloj así de clase y relieve, y de oro,
además,
y
de
esa
familia,
y
con
la
esbeltez
que
ostentaba, y de Suiza, por cierto, es tener de compadre al orgullo y la pompa y a la satisfacción de comadre. Todo ese espacio bigardo escoltó mi vida cronómetra en sus altos momentos
y
mastodóntico
aprecio
hasta
que
escondió
su
existencia poco usual y corriente con mil penas lastradas y arrepentimientos oblícuos. Quizá en la sombra en que iba o en la nube que estaba de un lugar impensado, al final
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conmovió y cerró pesadumbres. Tanta desproporción se notaba que desbalanceó los asientos en donde sentaba sus lustros. • -¿Y se puso cara su vida? • -Sí, llegaron los tiempos y no del todo mejores, más graves que tristes, y aunque luchara y pugnara, se hundía mi sino, el gigante golpeaba con más furia que fuerza y las fuertes manazas zurraban con brío, con un fragor desmandado jamás ocurrido hasta que el tiempo flaqueó y se hizo trizas y garras provocando el divorcio entre el juicio y la calma que descentró el equilibrio. -Ahora,
dejemos
que
hable
mi
alma
de
sus
cosas
y
hechos –pidió el Omega. • Me volví luego un arpón o una especie de garfio que degradó mis hechizos, como una opción esta vez que fue de cruel evasiva y así salí a correr el planeta. Fue vendida mi marca y el motor de mi vientre a un concuño apreciado que, con conmiseración y ternura que mi trance causaba, se acomidió a despejarla porque se dilataba y caía hasta el fondo del caos que me volvió algo así como indócil. Cambié de dueño y señor, y al mismo tiempo de amo, cuando empezó a cargar con mi vida que no era igual a la otra, donde el amor y el aprecio eran ya indistinguiblea y más bien parecían de color del apuro. Lloré en silencio y sufrí la operación que se hacía con el alma en un hilo por
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la mudanza imprevista que no aceptaba mi imagen y lo hacía –como siempre- por apremio y asfixia. Corrigió entonces la senda el original propietario aunque llenóse de pena y de agobio
tendido
al
solventar
contratiempos
de
urgencia
inmediata como predica el refrán y bien lo dice: Los bienes son –como siempre- remedio de males. Lamenté el arrebato y cerré
la
arrastre.
ventana Sin
ese
a
la
congoja
remedio
que
que
hervía
estimé
y
tiraba
su
conveniente,
la
desolación me volvía y la aflicción revolaba con sus alas afónicas todo el santo día. • ¿Y luego? –curioseó el redactor. • Permite que hable mi angustia –prefirió el reloj. Pasó el tiempo y como siempre, echó canas y arrugas que no eran surcos nomás, eran recios afluentes. Mi pulso que tanto extrañaba mi marcha inaudible, se llevó la sorpresa que nadie esperada, sólo por algo aceptó que se llamara consideración.
Después
de
años
con
él
como
original
adquiriente lo devolvió el comprador que lo tenía sin usar diciendo: Toma, cuñado, no es mío tu reloj, es tuyo, sé que lo quieres y te lo devuelvo cual es. Y retornó el que fue propietario segundo y no último que lo sacó del estante donde creció su atractivo y la extrañeza del ojo que era su objeto deseado, pero menos que el mío. Volvió de nuevo al tejado de tanta vida insegura y versátil destino a pesar
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del afecto que había por la joya de tan precaria. Volvió de nuevo al sentir del amor primitivo. Quiso rifarlo, después, entre los muchos amigos y caros aliados y no logró su propósito porque sortear esa prenda era un riesgo inmanente de una vaga aventura que ponía en entredicho la picota que había a una acción que ofendía, pero era obligado ese trueque afrentoso. Más tarde, y de nueva cuenta, mi pobre cuerpo sin lustre pretendió comerciar sus quilates altamente dorados como una gema cualquiera y no encontró pretendiente ni interesado en la
compra.
Mi
alma
veía
en
su
débil
destino
que
se
encontraba al borde de un blandengue camino. Luego, por un fatal desarreglo o un golpe contuso que recibí en mi estructura –concluyó el reloj- no lograron reparar en los talleres de aquí y me enviaron a Suiza a la agencia de Omega con un costo crecido de valor más que arriba
y
al
poco
tiempo
volví
con
el
caso
resuelto,
arreglado y risueño, y reanudé nueva vida con la máquina en orden,
funcionando
bien,
con
el
tic
tac
de
primera
y
resarcido por otros en el taller de mi origen en dos meses que
estuve
en
la
cuna
nativa
paladeando
y
catando
tecnologías de avanzada, ¡qué feliz tramo pasé mientras cursé mis exámenes en mis patios oriundos. -¿Y después? –quiso saber, casi a lo último.
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Pasé otro tiempo largo, totalmente torcido, largo como Anaconda en que no logré estructurar ni mis sentidos ni rumbos
de
mis
largas
vivencias
ni
los
hechos
habidos
durante 15 años oculto, pero, en ese lapso, ocurrió algo impensado, la más grave y honda tragedia porque perdí la conciencia en el lugar donde estaba, no supe de mi, ni de otros por la catalepsia en que estuve sin saber nada de mi, en completa inconsciencia. Cuando despertó mi carátula y no estaba en mi pulso extrañando mi piel, investigaron con Carlos, el hermano segundo, el paradero o la pista de ese reloj extraviado y no supo nadie de mi. Me perdí en el boscaje y me escondí de miradas. Quizás –dijo el periodista- se averió y se alojó en parte alguna, pueda ser, pero ¿dónde? Cuando de nuevo indagaron con Carlos por mi sitio o ventura, respondió, no sé nada, nada de él, tal vez sepa la incógnita
que
está
detrás
del
enigma.
Había
decidido,
tiempo después, merodear entre cajas que estaban ocultas en todo
ese
cóctel
y
embrollo, por
los
¿pero
hechos
cuál?, habidos,
era
verdaderamente
cerró
el
recuerdo
un su
búsqueda por no saber donde estaba con precisión y realismo ese recóndito Omega sin acordarme siquiera de la caja o paquete, color y tamaño.
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-¿Y
al
final,
qué
pasó?,
continuó
preguntando
el
tundemáquinas. -Después
supe,
pnemotécnica
y
al
arqueo
pasar
de
los
matemático,
meses
donde
con
podía
acción
estar
su
silueta que pasó con el tiempo la huella obligada y un calor asociado a su etapa remota, me escocía. Mi máquina era,
dicho
en
presente,
un
pequeño
cronógrafo
de
gran
catadura, pero anterior a otros, a los de pilas y cuarzo de 1957 y 1972 uno y otro. Mi estampa leonada constituyó por la época un recuerdo florido en el diván de los tiempos y se fugó del archivo con
rapidez
insultante
por
las
alas
que
ondearon
los
vientos cruzados y recias tormentas de omisión y descuido. Todo evento pasado fue mejor, dijo alguien que pasó por aquí,
y
juzgó
y
opinó,
y
podría
ser,
si
pudiéramos
arrebatar al misterio, tal vez. -Muchas
gracias,
señor
periodista,
la
entrevista
ha
concluido. Adiós. -Hasta luego, mejor, y muchas gracias. -Lo demás se lo narro como a mí lo contaron porque yo estaba
tic-tac-teando
y
quedé
pruebas de nada. Oigamos, pues.
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como
pánfilo
sin
tener
Cuando Lola, la tía, escombró la casona que habitó con sus padres en Huixtla 40, en semi-ruinas, por cierto, por el
tranco
seguido
de
los
años
que
arrollan
y
todo
lo
mueven, nos deparó una sorpresa y un gran descalabro cuando ella,
la
tía,
cercana,
y
pidió
ayuda
entonces,
a
acudió
los
bíceps
Ana,
la
de
la
sobrina
familia primera,
solidaria y dispuesta a desembarazar antiguallas y prendas añosas
que
se
gajaban
y
ajaban
en
ese
grande
tumulto.
Fueron muchos los años en que los padres vivieron en ese hogar derruido y ahora enmendado, primero ellos y luego Martha, y un amigo después, cuando se mudaron de piso a otra ciudad o trabajo sin asear el refugio donde quedó sepultado el arcón de pertrechos tras la lluvia y el polvo y
los
bichos
atrocidades
que
sin
hicieron
cuento,
no
sólo
erosiones
sus
diversas
antros y
sino
deterioros
cuantiosos. Cuando
al
esculque
fue
Carlos,
el
hermano
de
Ana,
despejaron las áreas poco servibles, ya viejas y astrosas, las dejaron por ser no sólo sin uso, sino que era un granero de objetos derruidos y sólo algunos usables, restos servibles que compartieron con otros que los solicitaban por viejos. Algunos con poco y otros con mucho tiempo de muerte que constituyeron el óbolo que ni siquiera pensaron. En otra ocasión continuaron y desecharon de nuevo los saldos
inanes,
como
camas,
colchones,
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mesas,
manteles,
tablas y muebles, planchas y platos, cubiertos y tazas, y un gran atcétera de cacharros y cosas decrépitas. Por tercera vez continuaron, y era tal el depósito de cosas y aperos que se apiñaba y olía a moho y a herrumbre, y se encontraron de nuevo con todo tipo de ropa que, además de excluible, era ya desmodada: abrigos y blusas, vestidos y faldas, sacos y suéteres, que, además de longevas, no eran
de
empleo,
pero,
para
el
tráfago
diario
servían.
Revisaron las cestas, las urnas y cajas, cajones, cajitas, gavetas y cofres, maletas y estuches, baúles y cajas de zapatos
y
tenis,
y
lo
que
servía
y
beneficiaba,
lo
guardaban o bien lo vendían. En una urna pequeña encontró Ana con cintas y papel adhesivo una breve cajita como de fotos menudas que al estrujar resonaba, volvía a agitar y lo mismo, traqueteaba audible o parecía tintinear, pero solo al moverla y para oídos sensibles. Por la infección de los años el material resistía con la opresión que rodeaba al pequeño enredijo y utilizó un par de uñas para romper el atado y liberar de la goma que la sellaba. Y ahora sí, al insistir en tirones, se abrió de repente y mostró, ¡oh!, ¿cómo?, ¡no puede ser!, un reloj de pulsera maltrecho y polveado por los años que empolvan, ¿cómo llegó aquí?, con las manecillas tronchadas de su punto concéntrico, estaba ahí, esperando, aguardando que alguien lo viera y aseara con algún limpia algo. Una
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sonrisa se vio –o parecía- en su carátula opaca, indigesta de polvo. ¡Era el Omega! Menuda sorpresa. ¡Oh, ahí estaba! Ana, la acompañante, que desalojaba el recinto del heces mayúsculas y desmugramiento total en aquella mansión que había sido el hogar de dos descendencias, descorrió de inmediato su propósito viable y expresó: -¡Aquí está!, voy a regalar a mi padre para que vuelva con él en esta navidad que ya viene, pero antes llevaré a un buen relojero para que lo arrope y aliñe y lo deje otra vez como nuevo, como estaba ayer, pues tiene años aquí agazapado y hundido. Hasta aquí lo ocurrido y comentado después con detalles precisos. Muchas gracias, Ana, te lo agradezco mucho –respondió el padre al recibir el de pulso de oro pajizo- me alegra mucho verlo
y
perturba
volver el
a
encontrar
asombro
y
un
a
este
no-sé-qué
reloj me
decenario,
aniquila
y
me una
lágrima en vilo me acerca y no sale. ¿Dónde lo hallaste?, ¿dónde?, no sabía de él hasta ahora. Y se dio cuenta al tocarlo. -Pero, ¡Ana, este reloj...! este reloj anda mal, está enfermo y se para, el tiempo que tiene lo ha descompuesto y
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se ha envejecido, está defectuoso y no tiene ganas de dar las horas y más, debo encordar cada día porque no tiene vigor y está débil, el pobre, ¡da lastima ya! -¿Qué... qué?, dijo Ana. -Tengo
que
enrollar
el
cordaje
para
que
se
mueva
y
camine y si no lo hago se para, ya está viejo el Omega, ¡pobrecito!, debe estar desahuciado. Y Ana corroboró y asentó: Los relojes no mueren, papá, dan mal la hora nomás.
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UNA ISLA SIN MAPA Segundo lugar en el concurso literario de SEMAR en 2015. A Luis Von Borstel —¡Guanchooo! Estaba hecha la noche con muy poco cuidado y partimos los dos muy temprano como a las 4 ó las 5 con un reloj que temblaba y con un frío laminado cada vez más metálico con el alma de témpano, y a medida que araba la barca el erial de las olas traviesas, la montaña parecía que se iba de costado, se inclinaba y temía. Al rozar la ventisca la lancha
de
víveres
al
compás
de
las
ráfagas,
subía
los
grados impíos al brisar de la rada y se antojaba el colchón que hace poco hacia atrás de la cala. Al timbrar de las siete apaleaba y mordía, retozaban las bielas y la ausencia de aceite de un motor aviejado con tendencias de asilo que roía y gastaba. Habíamos llegado a la isla menuda y bajita que apenas notábamos después de tres horas de viaje y tenía tan tenue estatura que parecía enana de llana y el rodar del oleaje cubría sus cantos montunos: era una noche de invierno de un otoño friolento y una vieja hielera que la barca llevaba igualaba los grados que tiritaban y herían. El cielo de astros minúsculos incursionaba en la alcoba... ¡ja, ja, ja!... ¿alcoba?... era un remedo o parodia de un venial
camarote
en
donde
ambos 18
cabíamos
y
cabeceábamos
juntos
como
cualquier
ser
muriente
llamaría
sueño
o
modorra, sopor o letargo. Despertamos al grito de Licho, el marino, al anclar en las aguas y por el roce del cabo del escobén de la proa, su relinchar nos movía y el borbotear de las aguas de por si nos cuajaba. La barca apagaba el motor a distancia, a diez metros o menos, y el abitón de la proa
rasgaba
y
gruñía
como
león
en
su
jaula.
Traíamos
especies diversas que pasaban la línea de flotación de la lancha medio borrada y punteada que amenazaba el arcén con espumas de hielo que enfriaba. Cuando la carga colmó la cubierta, la distribución empezó interrumpida, de noche y de día, gradual, sin reposo. Dormíamos a trechos, y eso es decir, entre un poblado y el otro, y Licho, el capitán, en compañía del hijo, se turnaban la rueda que timonel le llamaban, gobierno también y gobernalle lo mismo. ¡Cómo se aprenden palabras del diccionario marino en un viaje como este! Llevábamos vastos avíos a sitios costeros de la parte norteña
que
fustigó
el
huracán
con
aguadas
y
vientos
violentos y rudos, así pasamos dos días entre tablas y latas,
galones
teníamos
Aníbal
y
sacos, y
yo,
cajas los
y
bultos
representantes
que del
por
lecho
gobierno
Territorial esa vez. —¡Guanchooo!...-sonó otra vez el llamado tendido y sonoro.
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El grito espeso, potente, cortó el silencio del alba y Aníbal,
con
el
carcaj
entumido
y
el
dolor
en
subida,
intentaba dormir en la cueva de la fiel “Secretaría” que nos llevaba hasta ahí con un dormir envarado de los brazos molidos. Pretendía rondar en cubierta, caminar con sigilo, a riesgo de ir a las aguas con todo y altruismo y nobleza. A pesar del desvelo, desde mi cama de popa –entiéndase sleeping- pensé en seguir el meneo intentando equilibrio y llegar hasta proa. La barca, de pocos metros de eslora, seis o siete, presumía de agallas y fuerzas, y el pasaje, nosotros
dos,
dormíamos
como
oso
en
invierno
y
por
el
ajetreo constante, nos sentíamos mártires. Al pasar por el trecho que San Lorenzo le llaman entre las costas contiguas de la isla y la tierra, se habían helado los glúteos con el soplar más que gélido del rumbo de siempre. —¿Ya despertaron?, tronó alguien en roda. -¡Quién, no!, contesté. Advertí que era él y adiviné que en la isla que estaba entre luces, penumbras había y escaseaban las lámparas, y de ahí salió otro alarido en respuesta al primero. El olor a talega y a objetos de peltre, destronó la pereza y, como dardo a la diana, nos pusimos en fila a oler algo deseable. La “Secretaria” mentada, de seis toneladas y media, acostumbrada a llevar hasta ocho, inclusive, y realizaba el
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periplo, de por si apurado, entre los pueblos costeños que vapuleó el huracán en ese mes no aguardado: Agua Verde, Tembabichi, Los Dolores, San Evaristo, Santa Martha, El Pardito y otros más, a 100 millas del muelle que, bien andados y con noroeste de frente, se hacían dos o tres días con visitas auténticas de un deber y costumbre. Licho, el capitán, dedicado por siempre a esos pueblos norteños, era su
vida
y
tarea,
con
muy
poco
Creador
que
tenían.
El
trayecto lo hacía y era la usanza, como ostias en misa, dos o tres veces cada semana, y si no lo hacía él, nadie intentaba. Jesucristo del mar lo nombraban y era un apóstol que estaba muy lejos de ser un mercader de la costa. -¡Licho,
nos
traes
Pepines
y
otras
revistas!
–una
edición de los cómic- pedían. Comenzaba a arrimarse a la singa una panga pequeña a ritmo de remo hasta flanquearse a la nuestra con pericia infrecuente. —¡Buenos días, señores! -se dirigió al capitán y a las sombras adjuntas que llegábamos. —¡Buenos días! –coreamos. —¿Qué tal, Licho? -¿Qué tal, Cuevas? El diálogo se daba en la noche que se iba, no acababa de irse, en la madrugada, y en el claror que ascendía entre los dos voceadores que lanzaron alaridos, el que llamó y el que vino. Aníbal y yo de chamarra, bebíamos café sorbo a sorbo de una jarra de peltre que estaba ideal para el frío y como gong para el sueño. Observábamos al ser que llegaba como Cristo en las olas y al que Licho le dijo: “Te traemos
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esto, Guancho”. Y bajaron agua y petróleo, sacos de harina, café y leche, azúcar y latas y, al aplastarse la panga con el
agua
hasta
el
límite
por
el
peso
excesivo,
se
despidieron corteses. -Hasta luego, Licho. -Hasta pronto, Cuevas. No dijeron más. Volvió el tronar el motor con las bielas gastadas que chirriaban temidas, sonaba a desgaste y a uso, y navegamos a otro pueblo a unas cuantas millas de lejos en tanto la brizna volvía y mojó la ropa y la duda. -¿Y ahora, adónde, Licho? -A Los Dolores, ahí enfrente, no salí de la misma. -Otro lugar litoral, supuse. La isla quedaba como espectro y las olas se alzaban y formaban el biombo de la isla minúscula, a tres millas o cuatro por donde ahora viajábamos. —Licho, ¿cómo se llama ahí?, y señalamos la isla de atrás. —El Pardito. —¿Es un pueblo o paraje? —Vive Guancho y familia desde hace tiempo ya. Llegamos
después
al
poblado
que
Licho
nombró:
Los
Dolores. Un rancho pequeño y adentro, como toda aldehuela de veinte o treinta habitantes con el tesón en los puños y 22
la entereza en la mano. Dos o tres aguardaban en su rauda canoa. Nueva entrega de víveres, maderas y fármacos, envíos a parientes y saludos de amigos de esa despensa del mar con más de 600 especies. El tabaco era el sanctus del día y la noche tardía. Una hora después de la entrega reanudamos el viaje otra vez con premura. Con el rosicler que llegaba, el flujo y las olas, no permitieron varar a la lancha que enfrentaba a la brusca mareta y entregamos a dos millas de ella. -Dile a Petra que ya parió Josefina, su hija, que fue varón y está bien de salud, pasaba recados. Siguieron otros destinos de diez a quince inquilinos pero con idéntica suerte: San Evaristo, Tembabiche, Santa Martha y así, hasta llegar a Agua Verde, el sitio final del periplo del malhadado huracán. En cada sitio dejaba Licho el auxilio de acuerdo al daño sufrido y que nadie como él conocía como un hermano mayor de ese bordo marino y los costeros a ella. Al llegar a Agua Verde, un café nos paró nuevamente. Otra vez. Almorzamos como nunca: tortillas de harina,
machaca
y
frijoles,
quesos
y
frutas,
más
que
golosos. Fue visita de médico y, después del almuerzo que colmó de sorpresas, nos dejó como nuevos, de nuevo. Esa gente nos dio lo que no poseían, dijo Licho, así son. Regresamos después, nuevamente a El Pardito.
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Salimos
los
dos
convencidos
de
que
ese
lugar
inimitable que Agua Verde llamaban, si había un lugar en el mundo con candor como ese, era él. Y al El Pardito, de nuevo, sin escalas ni entregas ni nada de eso, frente a otra isla mayor que San Francisco nombraban, cenobita igual, son dos conventos de mar de clausura
cerrada.
Aquel
pomposo
archipiélago
de
islas
contiguas rodeadas de sol y de cielo, deberían llamarse “Nadinas”, porque no solamente no hay nada, sino hay a montones.
No hay población que respire, excepto la gente
de Guancho que empleaba el lugar de depósito de escualos y peces, salazón y filete que vendía Licho en su barca, la “Secretaria” afamada en los puestos paceños. No lo compraba él, nomás expendía. Con Licho, hombre de crédito, había fe y evidencia, confianzas a garrafas, apagaba la sed y echaba a
andar
sus
motores,
los
hálitos
y
hélices.
Guancho,
oteando el mar hacia el golfo y como en silla de prócer, veía crecer por semanas a la hija mayor que preciaba: la esperanza. (Cuando
Licho
adquirió
esa
barquilla
propiedad
del
gobierno, pertenecía a la Secretaría de Marina y sólo tuvo que
raspar
dos
palabras
para
dejar
con
el
nombre
que
actualmente detenta: “Secretaria”, auxiliar de por vida).
24
Serían las diez o las once cuando fondeamos de vuelta en el mar de El Pardito, ahora bien se veía, con el sol en las nubes como adepto de barrio: las caritas de niños, los hombros de hombres y los brazos de hembras, no solamente flameaban, sollamaban de fritos, de ardidos. Vimos, ahora, la colina sinuosa, lo abarquillado de la tierra y tres llanadas vecinas donde se encuentran las casas con pórtico y sillas en donde mecen la vida rural y marina. -¿Quieren bajar?, preguntó Licho, sereno y pasivo, a quien la brega impedía denunciar sus recónditas y útiles décadas: 60. —¿Será necesario?, inquirimos. —Esta
gente,
Licho
repuso,
considera
un
honor
su
presencia, tienen ganas de verlos, oír y charlar con gente diversa y rostros extraños porque, fuera de mí, no conocen a nadie, son gentes de mar y canoa, de pescado y de fisga, nadie llega hasta ellos. Tres
falúas
isleñas,
a
la
signa,
de
nuevo,
se
aparcaron al lado de la “Secre” famosa, una era de Guancho y las otras de chicos, sus nietos, transportes de mar con remo o dos. —¿Con qué éste es Guancho?, pensé. —Bajen a echarse un café, buenos días, dijo Guancho, manteniendo la mano en la soga prendida al casco del bote. Nos presentaron ahora como un par de personas del gobierno que
hacían
trabajos
de
auxilio
25
para
estos
pueblos
de
exilio, y Guancho, que irradiaba en sus ojos el placer y el orgullo,
manifestó
la
fortuna
de
poder
atendernos
y
agradecer el apoyo en aportes y vida. Fue el primero en llegar y agradecer la visita no calculada; era un hombre maduro, fuerte y jocundo, de músculos gruesos y costra de momia; sus ojos chispeaban como dos ascuas vivas de brasas y júbilo y hablaba con prisa, nervioso. —¿Qué es lo que pescan aquí?, pregunté por azar en la charla de inicio. —Tiburones, oficio.
También
no
más
traemos
tiburones, caguamas
somos
cuando
tiburoneros flotan
de
dormidas
como plato de casa. Un conjunto de niños al entrar al tejado descarnaban dentudos de diversos tamaños. —Buenos días, saludaron. —Buenos días, repetimos. Visitamos la casa que era en si la mayor del restrinjo villorrio donde Guancho y esposa nos brindaron café en su sala nutrida de sillas y bancas, de poltronas y poyos. —¡Vieja, ven a saludar!, son señores que manda el gobierno
-gritó
Guancho-
tráenos
café,
no
seas
tímida,
ranchera. Llegó la esposa y los hijos con nueras y nietos, sobrinos y otros dorados mozuelos, de pelo amarillo y ojos de miel por el sol y la sal impregnados, con vista ávida 26
todos, que al vernos, reían, saludaban. La curiosidad mató al micifuz: indagamos lo que ya vislumbrábamos y de cierto sabíamos: ¿Cómo saben las noticias? Y Guancho, con el dedo hacia arriba y la vista de aliada, señaló el cable elevado que se estiraba en el techo: la radio suena y resuena, cual pregón todo el día. —Aquí vivimos y bien, dijo Guancho, los hijos llegan y chillan, la madre los pule, los cría y educa, creen en Dios y en los hombres, induce a leer y a escribir, a pensar en el bien y en el prójimo, saben del arduo trabajo como adicto del hombre, recompensa, endereza, porque sabiendo chambear, luce todo y prospera. Juan, el mayor, fue a bogar hasta Seattle, hacia el norte, se fue en un barco de un gringo viajando al ras de la costa. —Sí,
dijo
Juan,
un
hombrón
de
30
años
y
aspecto
juicioso, llevamos un yate a Long Beach y de ahí hasta Seattle.
Regresaron
en
avión
y
después
conocí
Perú
y
Panamá, embarcado también, en barcos nuevos de atún. Ahora estamos aquí con los viejos mayores enseñando a hacer y a crecer a los hijos menores. —Inculcamos, tronó Guancho, que si han de ser hombres, que lo sean, y si han de ser viejas, que lo prueben. No saben de engaño y embustes, los saben por ese trasto de radio. Juan, presumiendo de informes, dio noticias de todo:
27
de la luna y los astros, de beisbol y los juegos, de discordia entre rusos y de gringos bronceados, de política nuestra y hasta de puntos y comas de la capital del estado, a tres horas de aquí, de soledad en la isla y peligros del mar, de todo eso. Nos llevaron a ver el tasajo de los seláceos dentudos y peces afines en el techo contiguo en donde
niños
y
jóvenes,
fileteaban
cornudas
y
salaban
contornos, hacían pacas con ellos y don Licho vendía en La Paz y perímetros, su agente y amigo. Guancho, al caminar por la playa, comentó con cautela haciendo hueco las manos la siguiente apostilla: Cuando llegamos aquí, hace ya muchos años, decidimos tener a los hijos que Dios nos mandara y que, por cierto, nos mandó con largueza, 7 vástagos. Se rió. Los llevamos al pueblo para hacer compañía y después de casarse aquí retornaron. Pero, señaló con el dedo hacia la ínsula grande, ahí en San Francisco tengo un detalle. Volvió a reír. En tal dirección se
avistaba
una
panga
y
dos
cabezas
con
gorra
que
acompasaban las olas. —Le dije a mi vieja: Ya no queremos varones, porque sólo hay hijos aquí, quiero una niña. Son las que están al parejo del padre o la madre, son como almohadas. Mi mujer entendió, y ahí están, en la isla, una pareja de ellas con Rosa, mi otra. Ya estaba entrevista y me ha dado dos hijas preciosas. Volví la vista a la isla en donde el hombre 28
indicaba el otro hogar con familia, apellido y patente. Observé que la panga seguía en dirección a la nuestra, al pie de la aldea. Licho, el misionero del golfo y la rada, se despidió de
la
estirpe
y
estrechó
las
manos
calludas
mientras
nosotros hacíamos lo mismo. -¡Hasta pronto!, dijimos. Nunca más regresamos. En ese instante bajaron, con habilidad asombrosa, dos criaturas de oro de diez y once años cada una que subieron la
panga
con
agilidad
a
la
orilla
y
se
dirigieron
a
Guancho, el hombre jocundo que se encaminó hacia ellas y la mayor, sosteniendo en sus manos una olla de barro, saludó: -Buenos días, papá. —¡Buenos días, amores, ¿a qué la visita? Alzó las manos y ofreció el jarro cubierto por un lienzo de cuadros, y con sonrojo, anunció: -Papá, aquí les manda convidar mi mamá: son tamales.
29
UN ACTA DE UN ACTO
En la ciudad de La Paz, Baja California Sur, siendo las doce horas con treinta minutos del día veinticuatro de abril de mil novecientos sesenta y tantos, se reunieron en la sala de juntas del CÍRCULO FRATERNO, Asociación Civil, (un verdadero auditorio) sito en Madera, número quince, los miembros que integran el grupo directivo, más socios, más ex, más futuros, para estudiar el programa de trabajo que deberá
de
ejercerse
durante
el
próximo
período
que
en
septiembre empezó. El presidente del Círculo, Estanislao de la
Barca,
licenciado
ya
abuelo,
hombre
de
prendas,
de
reconocidos quilates, de atildado porte y de ochenta años, declaró abierta la sesión después de hacer un recuento entre los socios presentes con demora de más de una hora que resultó, al fin de cuentas, (¡puro cuento!) según el conteo, lo que su dedo da cuenta. Instalada la asamblea con el
quórum
debido,
se
procedió
a
dar
cuenta
(¡cuánta
cuenta!) de la Orden del Día, mejor dicho, de la Tarde. Un acceso
de
minúsculas)
tos y
acompañó la
al
mantuvo
Presidente un
momento
(no y
es
afecto
a
siguió
con
la
búsqueda de sus lentes perdidos, palmoteando los glúteos y aplaudían en su pecho y, ¿qué creen?, ni sus luces, los halló de repente en el repecho de su mesa-tablero que ni de oferta
vendía,
siempre
lo
mismo.
30
Se
disculpó
y
acto
seguido, muchos nervios sonrieron y algunas toses brotaron. Entregó el temario a la ala izquierda donde estaba el señor Secretario, o sea yo. (Y a mucha honra) El Señor Secretario (otra vez yo) también con mayúsculas, tomó el papel en sus manos, revisó el texto que había y se dio cuenta que era el recibo de la luz. Culpó, otra vez, a los nietos por el lábil tropiezo y dijo al de al lado, el Secretario, o sea yo, que elaborara una nueva Orden con los temas de siempre y
de
cajón:
Reorganización
Lectura del
de
Equipo,
Socios, Plan
Lectura
de
del
Trabajo
y
Acta, Asuntos
Generales. El señor de la Barca dispuso de nuevo la lectura del Acta (¡otra veeez!) de la sesión (¿para qué?) anterior, (¿va
punto
después
del
paréntesis?)
El
señor
Gume
(yo
abreviaba), no gustó el contenido, hubo varias enmiendas y muchas
reformas.
Al
señor
Gume,
otra
vez,
(¡hizo
mala
cara!) no le agradó por florida y nada acorde con lo que era una junta común, (¡pinche viejo!) El co-Secretario que estaba a la izquierda del señor Presidente, dirigió un panegírico muy encomioso: que la redacción era rara, que era atractiva, de buenos quilates, (¡sabe don Pepe!) pero -recalcó- debía ser mas precisa (¡no sabe nada!), a pesar del estilo por demás decorado y pesadamente barroco (¡qué poca ma...!). El señor Trejo, rima con... desde el asiento de atrás en donde suele sentarse -hace mucho no vienesonrió al Secretario con gracia y salero, con guiños que åvalían a expresar: ¡Macanudo!, enseñó los puños en alto, y 31
era más que probanza siendo un mar de retórica. Al resto del grupo les pareció conveniente suprimir los gracejos por exquisitos e inútiles y que servían de adorno y no había para qué enderezarlos, que no eran nada puntuales y que eran,
más
bien,
personales,
(otra
vez
esas
–eles,
me
persiguen de facto). Al decir de los otros, les pareció literaria, aristócrata y viva, creativa. No faltó quien, como Sara (Luna), expresó que siguiera con idéntica ruta, amén
del
estilo
y
similar
tesitura
porque,
además
de
poética, le divertía el devaneo. (¿Me enaltece?) Levantó don Perfecto su mano huesuda ¿para opinar lo mismo? y fue interrumpido
por
el
señor
Presidente
para
aquietar
el
ambiente, (¿qué iría a decir don Perfecto?) Mientras la duda corroía y descarnaba sospechas, su ácido asaba, (linda figura) se procedió a la Lectura de Socios y Socias y faltaron los mismos, respuestas no hubo ni había para qué. El
líder
fraterno
subrayó
que,
si
por
causas
ajenas
o
justificadas, (me cae gordo el ajenas) se ausentaban o no algunos socios ligeros, para evitar contratiempos, que se llamara a suplentes que para eso se nombran, para subir a los rieles y detener el tranvía: hoy, por ejemplo, tres carteras se hallaban sin neuronas ni plasma, sin nadie, y son
de
suma
importancia:
la
Femenil,
la
Juvenil
y
de
Deportes. Se aprobó la moción de cambiarlas y pidieron propuestas. Para el primero, la señora de Luna fue sugerida y se rehusó por no poder a causa de un reumatismo severo 32
que
ella
dice
tener
desde
sus
pocos
septiembres.
Hizo
temblar a la audiencia con eso de la gota “precoz”. El justificante fue pésimo y sacó risas tronantes y roces de poca, carcajadas de a kilo e ironías de a metros. Dejaron eso para luego. Doña Pánfila Estrada fue propuesta para el quehacer
de
las
féminas
que
tanto
espacio
tenía
en
el
faenar cotidiano, productivo y creador, en especial para chavos, sin descartar a las madres, a las rucas y solas: era una especie de océano en una balsa de corcho la mentada cartera de Acción Femenil. Pescando una excusa en ese mar proceloso,
argumentó
su
salida
de
luna
de
miel
con
su
viejo, ¿otra vez?, (todos pensaron, ¡ni a la primera!) Propusieron otra después: la señora Cota estaba perfecta, más
que
madura
y
un
racimo
de
manos
identificó
la
incidencia en la sala de juntas, abrumadora mayoría sin ninguna apostilla, y el señor Presidente, entre alegre y confiado, pidió indicar de inmediato la decisión de la junta a la persona elegida en el mejor tono posible del construir
democrático.
Estaba
ausente.
Dudó
alguien
que
aprobara y un coro de voces acalló la sospecha ante la crítica hipótesis, ignorándola mejor. Se procedió a cien por hora a mencionar a otra socio para el buzón de los jóvenes, una reja insenil con tablas por cientos para ese patio espacioso con vida lunar de quince a los veinte, edad preferible,
un
horizonte
que
se
abre
en
la
puerta
sin
tranca. Pidieron nombres y nada. El señor Presidente, ante 33
la ausencia de nadie, con un panteón de propuestas, volvió a la carga con brío indicando dotes y prendas de la persona para ello. Silencio de nuevo. El señor Gume inquirió la edad tope para ello, además del tipo y la tapa, profesión y prestigio, destacando virtudes para ese puesto conspicuo, un máximo ejemplo virtuoso. Después de un rápido análisis se optó por el límite de treinta y no más. (No había tantos con esos, excepto yo). Como producto de ello, se encomendó la
tarea
para
el
crescendo
de
socios
especialmente
de
jóvenes y se pidió al Secretario, (“señor”, por favor) auscultara a familias que posean y quisieran, hay que hacer promociones para hallar a los prójimos y también a las prójimas.
Se
hicieron
varias
menciones
sobre
rasgos
de
mozos y no ninguno daba la talla, no salían bien librados, ni
la
excepción
reserva,
sugirió
permitían. al
hijo
La
señora
de
Elba,
Sola, la
con
señora
cierta Cota,
distinguidísima dama. Fue silenciado por todos dado que la probidad se tomaba como agua de uso. La señora Estrada expresó, a medio tono, que era un chico informal, obtuso, por
demás
descocado.
Un
aumento
de
voces
confirmó
la
condena a todas luces ¿injusta?, ¿será?, la discusión se libraba entre leales a Elba y jueces del hijo que, al parecer, se excedían. El Presidente intervino para parar la discordia.
No
juzguen
a
priori
–les
dijo-
ni
en
forma
satánica, suplicando que, si en ocasiones estuvo hasta el cuello de vino, no era eso tan grave ni para llamarlo 34
achispado, término que se emplea para personas que suelen libar como alcohólicos. Además, hizo ver que, si llegaba a saber la persona propuesta para el puesto anterior, se corría el peligro de quedar cojo otra vez, sin pierna ni palo. Ante tal circunstancia e integrados a los hechos, quedóse que, salvo el SEÑOR SECRETARIO (ahora yo), que frisaba
ya
los
treinta,
se
acordó
dejar
para
luego
la
vacante de ellos, tanto para una como para la otra. Cada socio aceptó el compromiso de insuflar ese globo, su área de trabajo y el promedio de sueldo que saldría. Pasamos al punto siguiente y tanto Programa como Plan tendrían tiempo de estudio para optar por el óptimo. Decía el jefe del grupo: si ese nuevo es mejor, no hay mejor que ese nuevo –lógico- no muy seguro aún. El señor de la Barca hizo un breve resumen (¡ni tan breve!) de los trabajos habidos en los años pasados y mostró la sospecha de que el Círculo de ellos estaba en franca barrena. Nunca lo hubiera dicho: amenazaba el ambiente un tórrida furia, cuando habló Pablo Patiño, el de abdomen nalgudo, que no blandía razones ni argucias
serenas,
alzó
la
mano
violento,
(perdonen
la
hipérbole, pero el señor tiene reumas) y exigía el turno debido que ya tenía media hora exigiendo, brazo en alto, bueno, ni tan alto, y secuestró la palabra. Gracias de nuevo a la tos de de la Barca con un breve paréntesis, cedió la palabra al inquieto tozudo, quien, con certera medida, (¡qué raro!) propuso un caldo de ideas, (que no he 35
probado)
todas
cernidas
que
en
su
momento
podrían
ser
aprovechadas. Aceptado. El señor Barriguete, sentado atrás del
Presidente,
recordó
las
reuniones
que
hacían
los
domingos tardíos (y acababan en pleitos). El señor Gume propuso
las
sesiones
en
plazas
y
parques
públicos
con
presencia de damas y varones ilustres. Aceptado. La señora de
Luna
insistió
sesiones
de
campo
en
que
que
bien
tan
buen
podrían
retornar
a
sabor
produjeron
las
entre
quienes actuaron y fueron partícipes ávidos (ex-matrimonios también). Aceptado. La señora de Peña recreó un diseño plausible:
realizar
colectas
periódicas
para
reunir
patrimonio y enviar a algunos de viaje a sitios de playa o recreo como fórmula mágica de estimular la asistencia al Círculo ausente. Aplausos. Aceptado. El señor Rosas pidió que
en
esas
reuniones
se
diera
como
estímulo
práctico
helado con frutas, pastel y refrescos para aumentar la asistencia y la membrecía a su vez. Aceptado. La señora Estrada propuso la idea nada nueva de cerrar cada junta con una
ronda
Silencio.
de Se
juegos
como
incomodaron
dominó,
algunos.
baraja El
Señor
o
malilla. Presidente
volvió a su tos hercúleamente. La dama en cuestión afirmó ciegamente los halagüeños (¿o halagadores?) resultados de ocasiones
anteriores.
El
señor
Gume
cuestiona.
Recuerda
casos de ellos y con vergüenza señala, poco usuales los muchos,
(¿dice
cuáles?).
Doña
Virgo,
(que
ese
era
su
nombre) subió los hombros con gracia y expresó: ¡Qué no 36
importaban dos viejas para un pobre marido!, ¡no perjudican a nadie si nada se sabe! El señor Sola agregó, con clara malicia,
que
a
esos
actos
profanos
sólo
iba
la
gente
aburrida y tediosa con el insano propósito de esquilmar a personas con el traje de altruistas. La señora Peña apoyó lo
que
él
llamarse
declaraba
y
para
“tés” solamente.
borrar
esa
estampa,
debían
Se cuchichea y se calumnia
-dijo otra voz- de la esposa y marido, del hogar y su apreio y de quienes se mueven en torno (se me cansó el dedo)
que
levantan
protestas
con
razones
ligeras
y
contrapuestas afines; que eran pistas de modas, que eran sólo bazares, que eran vicios corruptos, que eran días de estreno para damas u otras, que la copa, que el cigarro, que... ¿qué queeeeé?... ¿que las faldas?, ¿qué las llevan arriba...?,
¿que
eran
malas
costumbres
y
ocasión
de
lucirlas, y provocar a su vez?, (ya no siento el pulgar), que nada más se comentan intimidades y roces, que en esas reuniones se ven fulano y zutana, que la relación entre cónyuges...
que,
¿qué?...¡ah!,
se
alteran...
no
digan
nombres, por favor. ¡Dios mío, don Gume se enoja y monta en su potro!... parece que ella, a la que todos inculpan, es madre
del
nieto
y
dice
que
mienten...
la
sirvienta
es
testigo y parece que goza el favor de Patiño, ¡en la... ¡, este lo niega y se arma el bochinche a toda mecha y mecate, ¡qué
pena,
qué
relajo!.
El
ex-presidente
y
joyero,
descompuesto de ira, llama intrigante a la fámula y la 37
doméstica
en
turno
resultó
ser
protegida
de
Patroclo
Rodríguez y se apresta a encarar su prestigio que anda sin cola...
el
abogado
interviene...
prostituta a la criada y... y...
don
Gume
le
grita
(con otra palabra) y se
arma la bola, la llama taimada y Rodríguez, adúltera, Peña, fisgona; Gume levanta los puños y asesta en la cara un santo
toetazo con fatal sangrerío, la cosa se nubla y al
rojo vivo se pone, toman partido unos y otros y otros toman tequila para calmar sus temores o para avivar energías, ¡Gume la mienta y se ponen en guardia!, ¡les toman los brazos y es tal el ajetreo que no tiene cuando, no hay juicio!, ¿llamaré al comandante?, el ex-presidente amenaza con decirle a su hijo del agravio que hacen a su cándida esposa. Rodríguez lo llama poco hombre y marica y de todo parejo , ¡qué
barbaridad, cuánta intriga! Las mujeres
otean desde el quicio del pórtico sin salir y largarse, los hombres no cesan, lanzan madres a todos y son por todos oídas, las gentes se apiñan en el hueco expedito de cuatro ventanas y están apretadas o -ísimas, son más de catorce las
gentes
empujones, habladurías
que
están
porrazos retornan
con y y
boleto
golpes, se
de
necias,
puntapiés
blanden
desean y
injurias
ver
mordidas; y
dramas
malignos. El señor Barriguete está con... ese...ese... no sé... intenta calmar a don Gume y Patiño lo saca... ya cede,
poco
amortigua
a el
poco,
ya
ambiente
cede, y
la 38
se paz
calman
bravatas;
sobreviene,
se
¡ufff!,
revoltijo ese, no sin antes mirarse como bárbaras fieras los socios en pugna. -Señor
Presidente,
falta
un
asunto...
Asuntos
Generales... el Secretario dice a don Gume y lo manda al demonio y se yergue poseso, hiératico. Vuelve a toser. Y otra vez reapertura. La campana repica, pica y repica. En cuanto nace el silencio, se clausura la junta. Los demás con las caras de cera, agitan las testas y no dan crédito a ello. Salen rumbo a la calle sin saber la calle ni el rumbo.
Afuera,
don
Gume
y
Camejo
se
explican...
¿qué
explican?, razones y juicios. Bueno, la sesión se termina a las... (¡mi reloj!, ¡en la madre!)... dos de la tarde con treinta
minutos
(creo).
La
sesión
se
concluye.
Secretario que da fe, José A. Cota. (Rúbrica). ¡Ahhh...!
39
El
EL MAESTRO QUE NO SABÍA ESCRIBIR
La
pieza
tenía,
vista
de
frente,
tres
hileras
de
bancos y una pizarra en el centro que decía sobre ella, mero arriba, Paralelepípedo es el aula: el salón de clases. Cada hilera tenía siete alumnos diversos y el color de la enseña en tres colores cada una: verde, blanco y rojo, como símbolo de amor y respeto, admiración y homenaje a nuestro máximo lábaro. Los veinte y tantos alumnos debían fervor a la
insignia
en
forma
diaria
y
constante.
Eran
tres
formaciones de viejos pupitres con una garra de gato y el profesor
de
la
clase
que,
sin
control
ni
gobierno,
observaba y decía: Vayamos
a
las
cuentas
ahora:
la
hilera
de
verde
escribe; la de blanco, resuelve y la de rojo, corrige. Luego lo hacen a la inversa con multiplicaciones y restas, divisiones y sumas. Al término de ellas, inquiría: -Comisión del Horario, ¿qué sigue? -Lenguaje, profesor –respondían los niños. Lectura de rapidez, vamos todos: los de verde la leen, los de blanco las cuentan y los de rojo, los premian. Deben seguir la lectura: los que lean más de cien en un sólo minuto, sin error, ganan. Un lápiz va de trofeo. Otra clase: ¿qué
es
lo
deben
del libro? –cuestiona el maestro. -Los verbos, profesor –señalaban. 40
buscar
en
el cuerpo
-Bien, a leer, pues, y subrayen. Y así pasaba las horas de clases y pausas. El grupo era, de por si, heterogéneo, un tercer grado de escuela con método activo. Los niños realizan los temas del curso y el maestro coordina, regula. Comisión de Horario: ¿que sigue? -Historia, profesor, -respondían. Bueno, hablemos de historia.
Era una vez un indigena
del estado de Oaxaca en el sur de México que nació en Guelatao
y
apacentaba
¿quë?...
laguna...
rebaños
¡eso
es!
en
torno
y
cuando
a
una...
fue
a
mayor,
una ya
estudiante, se instruyó en las escuelas -es bueno estudiar, ¿no?- y llegó a ser... ¿qué?... gobernador... ¡muy bien!... y después... presidente... ¡así es! ¿Cómo se llamaba ese indio?...
bien...
pastaba?...
¿y
bien...
la ¿de
laguna?... dónde
fue
bien...
¿qué
rebaño
gobernante?...
muy
bien... ¿qué estudios hizo de joven? Busquen en el libro y mañana lo vemos. Al finalizar las preguntas, prometía: -Mañana hablaré de los Panchos: uno malo y el otro rico: Pancho Villa y Pancho Madero. Y seguía. Aurelio, que así se llamaba el maestro, estuvo quince años en el D. F. junto a la breña, el zarzal y los cactos por al río de Los Remedios, al norte de México, en un andurrial que arañaba el matorral y la tuna en el límite 41
urbano. De ahí salió para Hidalgo, su estado natal, donde laboró otro tiempo y, si no fuera por su piel ignorante y remisa y la política puerca... ya saben... se hubiera, como todos, jubilado. Treinta y tantos años tenía y era mozo de escuela: barría las aulas, el plantel, el patio, las aceras, cegaba la hierba y limpiaba inodoros, el huerto y la pista, y para quedar
bien
con
los
jefes,
director
y
maestros,
hasta
mandados hacía. Tres lustros tenía de escuchar las lecciones, de oír narraciones y hacer cuentas diversas, ejercicios y clases, contemplaba el entorno, hasta en deportes y juegos sabía como hacer, todo el trabajo escolar desde las ocho a las tres
en
que
los
maestros
salían
y
con
frecuencia
lo
hallaban ensimismado en las aulas, lo atraía el saber e imantaba el temario, un día y el otro Cuando necesitaron construir otra aula en la escuela con la ayuda de maestros, de padres y alumnos, trajeron cal y cemento, arena y tabiques, varillas y piedras y, como albañil
de
cuchara,
le
pidieron
que
hiciera
el
anexo
faltante y como premio darían un aumento juicioso en el monto del sueldo. En albañilería de viviendas y toda clase de inmuebles era “maistro” completo. Empezó a levantar el adjunto con entusiasmo y premura y al cabo de varios meses, tres o cuatro, concluyó la tarea y el maestro que estaba en el grupo escolar con 30 años de brega y 25 alumnos en 42
clase, se retiró sin aviso, jubilado y alegre. El grupo quedó como barco al garete y sin promesa de plaza siquiera o designación de maestro. El nombramiento tardaba y quedó como
plazo
entre
la
promesa
y
el
hecho.
Se
encontraba
entonces de mozo y conserje en la verja y al escuchar el bochinche que armaban los niños en el aula sin guía, sin maestro, el director le pidió: -Vaya al aula y entreténgalos. Tenía el don de la charla y era fácil de cuentos como si tal fuera hacer mezcla y cemento, de colocar techos o marcos. Así pasaron las horas, libró días y jornadas, luego meses y así, hasta que dio las boletas, diplomas y todo. Ni el profesor ni la plaza se juntaron jamás en el aula proclive a ofrecimientos y pactos, no existió nunca el propósito de cubrir la vacante, remediaban a medias el aula. Los niños ya no decían “maistro” al maestro y lo llamaban así porque no sólo colmaba el ser y el hacer, sino de ser y cumplir, y lo que no imaginaban siquiera, lo querían. El encargo lo hacía, no por orden expresa, sino porque a él agradaba. No levantó la protesta, ni la voz del reclamo, ni demanda o querella. Los niños salían a visitas locales a industrias y teatros, a excursiones diversas y asistían a eventos y organizaban reuniones. En las horas de pausa, coordinaba juegos y conformaba los equipos. Llegó el grupo
a
destacarse
por
su
acción
académica.
Por
fin
asignaron la plaza después de años de aguante y el director 43
se
la
dio
al
autor
del
relevo
que
resultó
meramente
legítimo. Llegó a ser ejemplo de exámenes, porque, además de escritos, hacía los orales y participaban atentos con jocunda
alegría.
Los
certificados
salían
con
virtuosa
escritura y el recuerdo quedaba del “maistro”, maestro. Además, con letra Palmer lo hacían los documentos del grupo que mandaba hacer a calígrafa con sorprendente factura. Despertó
reacción
y
recelo
la
responsabilidad
del
maestro que ya no decían el “maistro” y apareció luego la envidia
y
la
intimidación
de
los
jefes
por
su
puesto
interino y al sugerir la renuncia pidió luego la baja y el llanto de niños y el clamor de los padres, no se hizo esperar. Se retiró para siempre de su pasión y su entrega. Aurelio sabía que sin leer y escribir no la hacía. Dos años después de su egreso, un maestro cobraba su salario docente.
44
TITLAN
Titlan es el nombre de la mención de este cuento que en lengua náhuatl significa “el tunal en la piedra”. Tenía una venda en los ojos cuando era niña y sufría y en
su
tez
proyectaba
la
sombra
señera
de
los
viejos
volcanes que la acogían y escudaban, en tanto un rictus ceñía
el
balcón
de
su
rostro
y
comenzó
a
marcar
sus
facciones para entonces nada comunes. Su silueta atractiva siendo
púber
rememoraba
y
desde
entonces
plañía.
La
intrepidez la seguía y el pundonor la flanqueaba y por ello el nopal y la tuna en que hallaba, el ofidio y la espina, la esculturaron e hicieron. Titlan, después de buscar el paraje de su sitio mexica, muchos días después, llegó por fin a su asiento y a su banco nopálico por tanto tiempo buscado. -Aquí debe ser –calculó. El sacerdote dijo: -En efecto, aquí es, y tomó de la mano para velar sus campiñas y acompañar sus desiertos: -Asiéntate y siéntate -recomendó el guía. En donde sangra la púa con los émulos en pugna, ahí, ahí es, es el lago tu falda.
45
Los pasos se dieron entre luces y sombras, se abrieron las flores y los frutos brotaron con el astro que alumbra la
acequia
y
la
mies,
surgieron
surcos
y
milpas
y
en
cementeras pusieron extensiones de viandas, de tal manera que las áreas se hicieron metros extensos y luego acres y hectáreas que alargaron su suelo y produjeron los campos con símil pujanza que sus aguas formaron montes y llanos con el vigor de aquel verso que adiciona su canto que actualmente coreamos: Guadalajara en un llano, México en una laguna. Fue cleptómana digna de llanos fecundos y de pródigos valles en los cuales volcó sus aguas fructuosas con las jarras del cielo por el tamiz de las nubes que humedecieron su suelo, sus vastedades baldías y territorios porosos en donde logramos ahora la cornucopia abundante. Guardó para sí la despensa del suelo y el bodegón del subsuelo con los cuales formó las escuelas y tratros, los mercados y calles, los cuarteles y templos, hasta llegar a formar la estructura orgullosa de una creación atractiva, inmensamente
donosa
tripleta
casanovas
de
que
por
esas
mediocres,
razones
desfiló
tenorios
cretinos
la y
donjuanes logreros, melenas rubias y brunas que por turno llegaron a deshacer sus origenes y deformar su templanza cuando apenas frisaba la edad de los sueños y una gran fortaleza la izaba testa arriba. Fue pasión descarada que deshojó
sus
encantos,
su
candor
y
donaire
y
halagó
su
presencia con nochebuenas y maxóchitl que en sus tiestos de 46
invierno pusieron nombre a su gloria que mantuvo y mantiene integérrima y pura. De ahí el color de su raza que entintó su bravura y aceró su firmeza pero, ese pérfido pero que la arruinó totalmente, tres manos ajaron su cutis lozano y su piel tempranera: la ambición que el oro sedujo y robó sus entrañas con esa azada monstruosa que al venero zajó en forma afrentosa, y al final, el sillón de la Patria fue arrellanado y pulido con grave codicia y afán colonial que dieron tiros de gracia a un corazón que latía y no sabía si debía de morir ante intrusos mortales. De remate, aceptó ser pareja del menor de los pésimos que, al fin del exceso, todos tenían lo suyo en la sinrazón y el despojo. Comenzaba a
roer
el
dilema
del
siempre
y
que
ahora
seguía:
me
quiere... no me quiere... ¿quién me quiere?, de interesada pasó a interesante criatura teniendo en su pecho pedruscos que sobre ella cayeron. En el valor del pincel de los lienzos que enteran, en la música y danza, en la escultura y arquitectura y en la geometría del presente y en la escritura de ahora, concibió el arte mayor y embarazó la cultura
que
fue
de
efecto
imprevisto,
sorprendente
y
gozosa, retributiva y solaz. Sobrevino entonces la cruel y fatal cacería, el acoso y anzuelo y al concluir todo ello celebró el matrimonio y quedó prisionera en el penal del pasado
cuando
algún
forastero
intervino
desparramó sus colores diferentes e impares.
47
en
su
vida
y
Titlan sollozaba con la cara lavada y su cutis moreno que semejaba otra fémina, ya no era la misma, ni podía ser, fue posesa, violada, e invitó a pasar su quebranto y acercó la poltrona y se quedó así para siempre, abandonada y sin par, lo prefirió y pugnó así, se volvía madre soltera y procreadora de hijos, sufrió tanto, la pobre, que surgió temeraria y audaz como nunca.
Así fue su enlace al fin.
Y al entrar el siglo vigésimo, escuchó cajas de guerra que
conmovieron
inscripción
del
su
vida
mensaje
y
la
volvieron
resuelta,
fue
de
conciencia
en
su
la
ardor
insurrecto; despertó alma y espíritu hasta ahora postrados, maniataron sus pies y corrió más que aprisa sin cadenas ni grillos en que almenó sus espacios y escuchó los tronidos de su barro quebrado con voces pretéritas que quedaron grabadas
en
su
cinta
de
historia:
primero
dijo,
¡gachupines, fuera; después gritó, anglo-gringos, fuera; y más tarde, austrogalos, fuera! Era un hato de nervios. En ese siglo ocurrieron siete impactos tronantes que estremecieron sus hábitos y la vertical de su línea: ¡Viva la independencia, mexicanos! –clamaron quienes se alzaron y fueron pie de avanzada; después vinieron otras voces y amagos que clamaron y crearon estacionamiento perenne en esa alma revuelta: la Patria es primero; si hubiera parque no estuvieran aquí; el respeto al derecho ajeno, es la paz;
48
sufragio efectivo, no reelección; revolución y justicia; la ciudad
transparente...
frases
y
hechos
que
maduraron
períodos y colorearon presente y fueron puente de entrada a gente de lanza, fortaleza y vigía. Cuando la no reelección se accionó, el sufragio renqueó, pero empedró el diecinueve que
fue
puerta
de
acceso
de
tipos
inviables
que,
por
supuesto, no se quedaron, fue una buena experiencia que nos manchó de pureza, de virginidad y sentido. Hubiera sido violencia, violencia en extremo y profanación callejera de un anónimo intruso que analizaba y quería: primero fue un colindante que gastó su fortuna en intentar lo inlograble; un colonial de ojos fríos, después, y, más tarde, otro galo y monárquico. Ni pensar, no hubo química, ¿cómo, pues?... polígamo
uno
y
sátrapa
el
otro,
no
puedo
olvidar
mi
despecho, mi acta natal se hizo trizas y tambaleó mi cunero que era el nicho en que estaba, ¿quieres que ceda mi vida porque ayudaste a anular las pretensiones del otro?, no, no lo olvido, no puedo pasar tus colores a mi arco iris de fibras. Titlan centenario
era con
agua,
era
arrogancia
líquida, dignísima
celebró y
así
regresaron
el los
nombres que izaron y amaron esta casta bandera: un barón la nombró ciudad palaciega, y el otro, Ciudad Trasparente, y debiera haber uno más cuando el árbol creciera y su fruto arrojara. La revolución despertó una hileras de –ismos que conmovieron su ayer o convulsionan su hoy: el caudillismo, 49
el
socialismo,
el
sinarquismo,
el
centralismo,
el
valemadrismo -la caterva de –ismos, que no es lo mismo doctrina que realidad en la mano, sacudió sus modales e inauguró sus reformas, ¿modas de siglo? Le dijeron madre, reformista,
creadora,
progresista,
innovadora,
plural,
adjetivos múltiples. No sabían mover el trasero para eso del gobernalle y lo practicaban a diario como embrión de probeta:
tentalearon
los
cambios,
acuerdos
y
asensos,
consensos y pactos, anduvieron palpando, y finalmente, sin rumbo, tropezando y medio errando. Entendieron cambiar por mudar y chamar, y construyeron vestidor, y después, los vestidos. Se modificaron ideales y proyectos prestados y en eso quedaron, era Sodoma revuelta y otro tanto Gomorra, la historia en vez de recrearse, comenzó a deformarse y a regresar el futuro:
Yo me nutro con hechos, no de dichos
–se escuchaba decir- soy actor de la historia. El sacerdote pensaba, oía y discurría, sentado a la diestra del Padre y Creador, se apenaba y roía, hojeaba el libro de la historia que en su página ochenta decía sin constancia: “Titlan. Biog. Ciudad de la Espera, al norte del Sueño y al sur del Agravio, desapareció a consecuencia de grandes acciones que la hundieron y ahogaron como casa del
crimen,
del
miedo
y
el
abandono”.
50
hurto,
de
la
soledad
y
La dispersó el incremento del vicio y la droga, el crimen y el caos, la perdición y la ruina de todos y todas, el bandolerismo sin llave, los casinos sin puertas, la destrucción de los dioses y la clausura de los templos; la corrupción hasta en misa, es escuelas y estados, el deporte y el arte; los secuestradores eran más que los propios secuestrados;
las
guerrillas
urbanas
se
medían
por
manzanas, por aceras y calles; las explosión de artefactos fue diaria y constante; los siniestros sobraban y los robachicos crecían; el latrocinio en ascenso y la prostitución a su altura, en tanto el sexo se daba como dar donativos. Po otra parte, los abortos se daban a plazos holgados y con red a domicilio; la impunidad se obtenía a precios de dólar y en euros la daban; la perversión era unánime; la mentira y maldad, eran actos de esquina; se suprimieron cajeros y acorralaron
los
bancos,
la
corrupción
fue
pareja
y
se
violaban las leyes al igual que las damas; la seguridad se tasaba en libras esterlinas y la impiedad y el abuso eran graves y esdrújulas, en tanto la mafia, el crimen y el yerro eran todas agudas, y ganó la carrera al gobierno qua estaba más que podrido. La sierva política que para nada servía, se dispersó por la rosa de todos los vientos, Secretarías se fueron a sitios
lejanos:
Mazatlán,
la
de
en
Chiapas
Pesca;
en
estaba,
la
de
Defensa;
en
Cancún,
la
de
Turismo;
en
Monterrey, la de Industria; en Veracruz, la de Marina, y 51
así. En Titlan se quedaron sólo los cuatro poderes: el Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial y la Prensa. El ministerio de Ambiente no encontraba su cuna, tenían tanto trabajo que ni la oreja se hallaban y el peligro se daba en cualquier rinconada. La autoridad de Titlan estaba desecha, a punto del éxodo, y además, chapucera. Los primeros en irse fueron los padres y madres con la prole incluida, los perros y gatos como fieles mascotas, y luego
siguieron
los
bancos,
comercios
e
industrias,
accionistas y firmas, y al final, los ladrones y sáficos, y a
punto
de
hundirse
el
navío,
los
políticos
últimos.
Ofrecieron volver cuanto el gallo empollara. Tenoch,
desde
arriba,
su
consorte
primero,
sentía
llegar su renuncia y dejar su escritorio, lloraba y gemía, quería hacer algo útil y no lo lograba, volvió a llorar y se hizo agua y regresó a sus orígenes: Titlan
era
otra,
distinta,
zahúrda ruinosa. Sola ya.
52
una
auténtica
cloaca
y
TRATO,
NO TRATADO
San... es un pueblo limítrofe de la línea que forman Estados Unidos y México. Pero, acá, de este lado. Debe tener... veinte mil habitantes, y la mayoría de ellos se dedican al campo, al surco y al riego, pero no todos viven del agro, los distintos servicios multiplican quehaceres y hay quienes trabajan en tareas dispares como correos y telégrafos, gobierno y hacienda, municipios y escuelas, policía y tránsito, pero lo básico en ellos es el trabajo en la milpa en ese próspero ejido convertido en mínimo pueblo limítrofe y hábil. Ejidatarios son, cuando menos, siete mil habitantes entregados al campo de por vida y
costumbre,
tecnificados
ahora,
pero
ardua
y
vasalla.
Pero, lo que a ellos ayuda, es el apoyo extranjero que los cubre y entolda, es básica y toral: los farmers ayudan a adquirir fertilizantes
maquinaria: y
rastras
sembradoras, diversas
y
cosechadoras,
útiles,
tractores
e
insumos, y otorgan, sin rédito, créditos blandos a todos y cuando
quieren
vender
sus
productos,
ellos
mismos
los
compran y a precios mayores. El Comisariado ejidal es gente de tacto, de trato y de trote y cuando hay elecciones tiene 53
gran puntería al acertar en la diana con el aspirante que elijan, candidato que asignan, candidato que triunfa, y si hay
que
votar
para
alguno:
Presidente,
gobernador,
diputado, senador o munícipe, donde pone la mira, pone la bala, nunca falla, así es esta escuela y el es director y maestro. El pequeño poblado, ausente de Dios y carente del Banco que Agrícola llaman, tiene, entre otras virtudes y prendas conspicuas, que es el más productivo y ocupa un lugar en el podio eminente de la zona prolífica. Dicen: -El ejido de San... es muy rico.
II
Saint... es el pueblo vecino del otro lado del linde de México y USA de agricultural dones y hacen vida común como socio del otro que Saint denominan. Tras la línea del dólar se producen los onions, los persils y oranges, los tomatoes y chillis, los vegetables y cattles y lo que tienen a bien las farmyard. Sin contienda ni lucha, rivalizan y emulan con óptimo trato. En el espacio que tiene la amplitud de la hacienda
se
observan
los
cuerpos
que
destaca
la
zona:
trucks and buses, vans and stables, cheese y juice, hasta swimming pool en el ranch de futuro avenido. Cuando se trata de
arar, cardar o abonar, surcar o sembrar, irrigar
o rotar los cultivos diversos -o cosechar, entonces...
54
Durante las fiestas del pueblo y en la fecha del santo que nombra al ejido de los mexicans farmers en un fin de semana, los rubios aportan la res y las mezclas y los ejidatarios ofrecen la sombra y cerveza, preparan la mesa, colocan cubiertos y montan los platos, sin faltar, por supuesto, la botana picantes en donde, como ahora, unos traen y conviven y otros van y conbeben, ¡agarran una... ¡ III
-¡How are you, Mr. Parker, qué jáis! -Hello, Mr. Presi, ¡cómo estarr!, busco a Pedrro... Era hora de recoger la production de las siembras de al site
y
convenio
Parker que
busca desde
al
jefe
hace
del
tiempo
grupo
para
mantienen
y
tratar
el
celosamente
vigilan, era un trato directo con más derechos que muchos, no tratado, no, pues la particularidad de las partes entre ambos sectores, estaba pactada ya y hace tiempo. A bordo de la
Suburban
buscó
al
jefe
del
gremio
y
lo
encontró
disponible y concertaron la pizca como dos caballeros de lo cual presumían: -Necesito la ayuda de doscientos labriegos para to rise la harvest... -¿De a lo mismo, Parker? -De a lo mismo, Pedrrro.
55
El granjero pagaba, además de salarios, un dólar por hora, más que cualquier alquería e insistió en la fecha nuevamente: el lunes próximo. Luego el líder le dijo a su Secre y el Secre a su otro, matemáticamente: -¡Ey, Secre, busca a doscientos cabrones para pizcar al vecino para el lunes que viene, a las 12 aquí!, y que no se escabullen, ¿eh? Los ejidatarios laboraban desde las seis a las doce en su propia parcela y desde las doce a las seis en el campo vecino. El owner decía a los agents de la borde del lado lindero: -Yo
me
encargo
de
ellos,
¿okey?,
don’t
worry,
I´m
responsible. Tenían anuencia federal, se hacían pato las partes o de la vista rolliza, y bien empleaban criterio, ¡qué sé yo!, el caso es que iban, cruzaban contentos, relación en mano, y sin pasaporte siquiera. Los
camiones
que
enviaban
para
trasportar
a
los
mexicans pasaban la línea en horario pactado de las doce a la una y regresaban después entre las seis y las siete con el good afternoon nomás, y una sonrisa, si acaso. Tenían diez años de hacerlo con idéntico trato y sin tratado ninguno, bajo el contrato no habido entre el uno y el otro, era trato común, y en el tiempo que llevaban, no
56
había nadie escapado, vigilaban entre si el cometido y nadie se iba. Liquidaban a diario. Los niños y jóvenes, mujeres y viejos, se quedaban al frente del ejido y la siembra que cuidaban en el tiempo auroral, con la fresca. Había una fórmula mágica para ese tácito acuerdo de inescapable concierto. Les decían: -¡Si quieres emigrarte, te va a llevar la...! El farmer, como todos los owners, viendo a la Patria vecina que estaba en el pacto común, sentenció sonriendo: -If we do this everywhere, there would be no problems, ¡viva Mexicou! (Si en todas partes funcionan así las cosas, no hubiera problemas, ¡viva México! burocráticas
como
correos
y
telégrafos,
gobierno
y
hacienda, municipios y escuelas, policía y tránsito, pero lo básico en él es el quehacer en la milpa en ese próspero ejido
convertido
ahora
en
minúsculo
pueblo
limítrofe
y
rico. Ejidatarios son, cuando menos, siete mil habitantes entregados a siembras de por vida, tecnificada, eso sí, pero ardua y terca. Pero, lo que al cultivo favorece, es el apoyo de gringos que los protege y entolda, es básica, simplemente toral: los farmers ayudan a adquirir toda clase de
maquinaria:
sembradoras,
tractores,
cosechadoras,
fertilizantes y rastras y mucho más, y otorgan, sin ningún interés,
créditos
blandos
y
cuando
quieren
vender
sus
productos, ellos mismos los compran y a precios mejores. El Comisariado ejidal es persona de tacto, de trato y de trote 57
y cuando hay elecciones tiene la gran puntería de acertar con la diana con el candidato que elijan, candidato que triunfa, tiene el tino acabado y si hay que votar para algo, Presidente, gobernador, diputado, senador o dirigente municipal, donde pone la mira, pone la bala, nunca falla, es, en la escuela democrática, el director y maestro. El pequeño poblado, ausente de Dios y del Banco sin crédito alguno, tiene, entre otras virtudes y prendas del ejido, que es el más productiva y ocupa un alto lugar en el podio de la zona prolífica. Dicen: -El ejido de San... es muy rico.
II
Saint... es el pueblo vecino del otro lado del límite, de agricultural dones también y hacen vida vecina como pareja del San de este lado, no Sam. Tras la línea del dólar se cultivan los onions, los persils, las oranges, los tomatoes
y
los
chillis,
vegetables
y
cattles
y
lo
que
tienen a bien en la farmyard es que, sin contienda ni lucha,
rivalizan
y
emulan.
En
el
espacio
que
tiene
la
vastedad de la hacienda se observan cuerpos que ocupan el territorio del mismo, muchos trucks, buses, vans, stables y hasta un swimming pool en el pródigo ranch. Cuando se trata
58
de
arar, cardar, abonar, surcar, sembrar, irrigar o rotar
de cultivos -y cosechar, desde luego- entonces... Durante las fiestas del pueblo en la fecha del santo patrono de los mexicans farmers en sábado y domingo, los rubios aportan la vaca y agregados y los ejidatarios de acá ofrecen la sombra y preparan la mesa, colocan cubiertos y montan los platos, sin faltar, por supuesto, la cerveza por litros en cartones helados. Unos traen y conviven y otros ponen y conbeben, ¡agarran una... ¡ Se llenan de gozo que como el abogado festeja los casos perdidos que triunfa.
III
-¡How are you, Mr. Parker, qué jáis! -Hello, Mr. Presi, ¡cómo estarr!, busco a Pedrro... Era hora de recoger la production de las siembras de al site y Parker busca al dirigente del grupo para tratar el convenio
que
desde
hace
tiempo
tenían
y
celosamente
cuidaban, era un trato directo con más derechos que otros, no tratado, pues la bilateralidad de las partes en ambos sectores, estaba pactada ya. A bordo de la Suburban procuró al jefe del gremio y lo encontró disponible y concertaron la pizca como dos caballeros: -Necesito la ayuda de doscientos labriegos para to rise la harvest... -¿De a lo mismo, Parker? 59
-De a lo mismo, Pedrrro. El granjero pagaba, además del salario, un dólar por hora, más que cualquier alquería e insistió en la fecha de nuevo: el lunes próximo. Luego el líder le dijo a su Secre y el Secre a su ídem, matemáticamente: -¡Ey, Secre, busca a doscientos cabrones para pizcar al vecino para el próximo lunes, a las 12 aquí!, y que no se huyan, ¿eh? Los ejidatarios laboraban desde las seis a las doce en su propia parcela y desde las doce a las seis en el campo contiguo. El owner decía a los agents de la borde: -Yo
me
encargo
de
ellos,
¿okey?,
don’t
worry,
I´m
responsible. Tenían anuencia federal, se hacían patos los dos o de la vista obesa, y bien empleaban su criterio, ¡qué sé yo!, el caso es que cruzaban, relación en mano, sin pasaporte ni nada. Los
camiones
que
enviaban
para
trasportar
a
los
mexicans pasaban la línea entre las doce y la una y volvían entre las seis y las siete con el good afternoon nomás,y una sonrisa, si acaso. Tenían diez años de hacer ese mismo trato, sin tratado ninguno, bajo el contrato no habido entre el uno y el otro, era trato común, y en el tiempo que llevan, no había nadie
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escapado, ninguno, vigilaban entre si el movimiento y nadie se iba. Liquidaban a diario. Los niños y jóvenes, mujeres y viejos, se quedaban al frente del ejido y la siembra la hacían en el espacio auroral, con la fresca. Había una fórmula mágica para ese tácito acuerdo de inescapable concierto. Les decían: -¡Si quieres emigrarte, te va a llevar la...! El farmer, como los demás owners, viendo a la Patria vecina, sentenciaban sonriendo: -If we do this everywhere, there would be no problems, ¡viva
Mexicou!
(Si
en
todas
partes
funcionara
cosas, no hubiera problemas, ¡viva México!)
61
así
las
EL TELÉFONO
Cada
vez
que
sonaba
el
teléfono
ese,
temblaba
escamado, comenzaba a pensar en todos los míos y tenía la impresión de que alguien estaba a punto de irse y dejaba sus bárrtulos, o ya los dejó, tenía que pasar seriamente, lo
esperaba
ya,
me
llenaba
de
angustia
el
timbrazo
a
deshoras y que era un presagio sentía y un anuncio de muerte, parecía hebra en el aire de nervios que brincan: a las once, a las doce, a la una, a las dos o las tres, cada vez que vibraba ese ¡ring! temeroso, me ponía en guardia: ¿será ella?, ¿o él?, ¿mi gata viuda?, ¿mi hermana o mi suegra? Al responder me decían: Equivocado. ¡Caracoles!, me llegaba a sentar en mi alma y hoy no es, por fortuna, ese día sin suerte. Esto sucede hace tiempo, soy un fajo de nervios y me cuecen los diablos. Por escalafón deberían ser los mayores de edad o los que han abusado la vida, no podía dormirme y me ahogaba la almohada y la duda minaba, más que morder, me galvanizaba ese timbre, me imaginaba empacando y advirtiendo mi arribo a las...tantas... que tomaba el avión y llegaba a las... ¡Cómo no estar presente en las horas de duelo de mis parientes dolidos!, faltaba nada más agregarle el nombre y apellido y el sentimiento al pésame; había tiempo
para
ello
–pensaba-
comunicarme con... con alguien.
62
llegar
al
aeropuerto
y
Esa noche, cuando ni por asomo esperaba, como a las tres de los grillos, que salta el teléfono (también yo) y despierto de pronto como alma que lleva el ígneo maligno, me
colgué
del
teléfono
y
una
voz
cavernosa
me
decía,
consternado: -Perdón, ¿es la casa de fulano? -Si, aquí es. -Perdón, hablamos del clínica El Relevo y nos da pena informarle el deceso del autor de este cuento, hoy a las once,
pueden
pasar
por
él
condolencias. -Gracias. Yo le digo. -Clic. -Menos mal.
63
cuando
gusten.
Nuestras
LA PIEDRA
Era una de esas veces en que cuando sale uno a la acera
sin
embisten
objeto los
retruenan
ni
autos,
como
si
prisa, lo
lo
sacude
quisieran
acomete el
cualquiera
gentío
crisparlo,
y
las
tanto
y
voces ruido
ensordece. -Oyes, ¡qué bueno que te veo!, ¿me haces un favor? -¡Sí, hombre, cómo no! -Ando buscando una piedra. -¿Si?, ¿de qué vuelo?, ¿así? -No, más grande. -¿Así? -No, mayor. -Bueno, ¿de este tamaño? -Mas o menos. -¿No te parece muy grande? -No. Está bien. -Oye, ¿y en qué te la envío? -En camión. -¿Crees que quepa?
64
lo
-No. -Bueno, buscaré alguna manera. Te llamo. -No tengo móvil ni fijo. -Te busco. -Bueno. -Oyes, ¿y para qué la quieres? -Luego te digo. -Quedé
patitieso.
Nuestros
amigos
nos
hacen
cada
pregunta y piden cada cosa... si me hubiera pedido cien pesos, o más, me quito el problema, no los tengo, ¿pero una piedra?, ¿del tamaño de mi casa?, ¿qué no sabrá que no es mía? En fin, nada pierdo con enviársela.
65
ASÍ ES
La
situación
del
país
no
es
la
que
ahora
observamos, despierta, entérate, lo que hoy acontece, sino lo que hacen, hacemos o dejamos de hacer, la desvían, la deforman, la corrompen, lo que a costa de uno, medio viven los otros, sin justificación ni argumento, son los que, en vez de avanzar, retroceden, y se valen del altruismo para medrar y obtener, al grado que es de uso común, con pagar los
servicios
o
aplicar
los
impuestos,
debería
ser
suficiente, la contribución es masiva y no debe repercutir en el hacer cotidiano. Cuando depositamos, por ejemplo, la basura en el bulto frente a la acera, nos pide el empleado que deje bajo el atado una moneda de 5 ó 10 pesos, de lo contrario, amenazaban
con...
¡qué
c...!...
no
acarrearla.
¿Pero,
cómo?, ¿y los impuestos qué...? Y reniega y protesta el que habita la casa ante la mano estirada de la chacha que es quien, todos los días, la coloca allá afuera y es común escuchar este... este...¿cómo diré?... justificante: -Pero, señor, si así es.
66
EL DIA EN QUE QUISIERON LLEVARSE LAS PINTURAS RUPESTRES
1967:
tras
recorrer
la
distancia
de
setecientas
kilómetros a paso de grito y el ¡oh! del asombro, se volvió aquello alarido, penetró luego en la senda e hirió grave el espíritu ya de por si sobrepuesto. ¡Están rompiendo las pinturas! Era el clamor heredero de los viejos pintores de las grutas
descritas
por
la
agresión
a
la
sierra
de
los
angiospermas indígenas de la California de antes. La queja bajó de la sierra con semblante de apremio pasando por tres poblaciones, San Ignacio, Constitución y La Paz a través de los radios de la red de Gobierno que tartamudeaban aquella carroña:
¿Bueno?,
¿si?,
¡cambio!,
¡de
acuerdo!...ok...
comunicaré... ¡Cuadriculaban pinturas! Un paleontólogo y un joven arqueólogo del equipo del INAH solicitados para ello, salieron en avión a la sierra de San Francisquito, hacia el norte, en donde la pista era una mesa de riscos y lajas de pocas casas y gentes. Aterrizó la avioneta y casi toca las puertas de donde salió el clamoreo con el carácter de agravio y perjurio. Las cuatro o cinco familias que ahí se congregan, aguardaban el ruido de la nave con
hélice
como
respuesta
al
aviso
que
enviaron
más
que
indignados. Condujeron a los cuatro llegados hasta la roca
67
sajada
después
líquido:
en
cuadrículas
de
un
efecto, breves
la
con
cincel,
desprendían
rapiña.
Alguien
y
–algún
tramo
de
pintura signos
filos se
y
en
que,
consumaban
ranchero-
verano
encontraba
números
guardaban:
un
buscando
casi
dividida
en
mediante
un
así
la
cabras
hosca
montunas
escuchó el cincel que escindía a los hombres bi-tonos con los brazos abiertos, los astados en fuga y las aves en vuelo, y corrió a informar de inmediato del malévolo y mísero atraco. Llegaban
muchos
helicópteros
turistas
ídem,
pero
no
en
aviones
hacían
esto,
privados no
a
y
ellas,
en y
a
manera de guías vigilaban cualquier movimiento. El ¡clic! de las cámaras y el musitar de videos, eran tonos comunes a sus guardias
oídos.
investigadores
Quienes de
USA
pretendían que
hurtar
intentaban
el
romper
acervo, la
eran
pared
y
reinstalarla, quizás, en algún sitio turístico para amonedar su
pillaje.
En
Santa
Rosalía
pisaron
la
cárcel
los
dos
roedores, porque un abogado mexicano -no hay peor cuña que esa- obtuvo pronto el egreso de la celda pequeña. Al despegar de la sierra desde la anémica pista con las
pruebas
rupestres,
Jáuregui,
el
capitán
del
avión,
comentó al llegar a La Paz, todo tranquilo : Ahora les puedo asegurar que se puede salir de la sierra con carga y peso completa. Explosionaron los esfínteres.
68
LA MADRE
Las grandes gotas de lluvia caían con el clásico ¡tin, tin! a las cuatro de la tarde en toneles de agua como esponja licuada, era el postre del día que atemorizaba la tarde
e
inauguraba
el
apremio.
A
medida
que
el
agua
roceaba, parecían rosas de vidrio que golpeaban el suelo y se escapaban por rampas; diminutos hilos bajaban por las grietas y surcos y se convertían en cauces que acababan en cuencas
de
flujos
enormes.
Cuando
empezó
la
llovizna,
Chela estimó que pasaba, ¡sí, sí, alcanzo a librar!. -Lo intentaré –dijo. Vivía a kilómetro y medio del rancho más próximo a su vecino Agua Verde y hallábase ahora en el centro de la rambla que aumentaba cuando arreció el aguacero, arropó al hijo al pecho entre manos y brazos y lo cubrió con su tápalo, y se dispuso, después, a vencer la distancia. Cada paso que daba parecía que los pies que se le hundían –y se le hundían- mientras el cielo caía a tibores repletos, la lluvia,
terca
y
furiosa,
arreciaba.
Está
llegando
el
chubasco –pensó- y al ingresar al arroyo empezó a alzar la corriente y el curso enterraba los pies y después de andar entre huecos prefirió quedarse en la loma que hallábase al paso, permaneció sin moverse y sintió la riada corriente que intentaba cavar y moverlos de ahí pero, el riesgo era
69
otro, no para nervios ni miedo. Sujetó el cuerpo pequeño y encorvó pecho y cintura que le sirvió de techumbre, estaba sola en el medio de un océano sin bordes y el bebé de seis meses aumentaba a gritos su frío. Así pasaron las horas hasta que el cielo paró su desague y su crecido torrente, el arroyo menguó y sólo alzó media pierna la furia del ogro en su altillo minúsculo. Al degradarse su curso y aún borboteando, desde el arcén del arroyo llegó un cabo de auxilio que un tío de ella largaba y ligó con fuerza a su talle,
y
comenzó
a
hurgar
la
avenida.
Al
sujetar
al
chiquillo, empezó a tantear el terreno y un trío en la orilla jalaba al obenque y al dueto, de paso, o al revés. Al entregar las vituallas al pueblo afectado en una reunión que tuvimos para estimar la avería del ciclón que violentó la aldehuela, la ví, la admiré, tenía 20 años, y ahora, desde ese trance riesgoso, mucho más. -¿Tuvo miedo? -pregunté. -No, -respondió ella- tenía a mi hijo.
70
DIGAMOS, DON APARICIO... I Casi enfrente del teatro, metros abajo, y calle de por medio,
por
la
Belisario
Domínguez
y
junto
al
llamado
Pasaje, estaba la tienda de... ¿cómo era el nombre?... le decían la Tienda de don Aparicio hace ya casi el siglo, pero única. Vendía tenía:
toda
latas,
clase
petróleo,
de
chácharas
café,
y
azúcar,
hasta
abarrotes
arroz,
productos
regionales y hatos de leña y, una vez por semana, por lo menos, generalmente el domingo, vendía carne de cerdo y convirtióse de esa manera en la primera carnicería del ínfimo pueblo. Para ello, colocaba en el centro y en lo alto del muro frontal, ondeando a la calle, una bandera roja para todos visible, que significaba: ¡Hay carne de puerco! y cuando no la instalaba, no había. -¡Mató cochi don Aparicio! –todo el mundo exclamaba al bajar la pendiente por donde llegaban: ¡Voy pa’ abajo!, decían. Después,
o
en
ese
entonces,
la
tradición
de
los
puercos quedó memoriosa. ¡Chicharrones!, ¡carne de cochi ¡tortillas! Cochi era la forma común para abreviar al marrano. Apocopaban el nombre: De cochino, cochi. Pero, la expresión fue más tarde de uso corriente en donde gente se hallara: la plaza, la iglesia, la mesa, la oficina o la escuela, en todas partes. Se generalizó como frase
y
se
adjudicó
a
aquellos
que
de
rojo
vistieran,
caminara y luciera. Cuando
una
mujer,
hombre
o
mozuelo,
portara
las
prendas de ese matiz, blusa, falda o camisa, al primero que
71
hallaran le espetaban la frase que se volvió vituperio tiempo después e incomodaba: -¡Mató cochi don Aparicio!
II
En
la
vida
diaria
de
don
Aparicio
Contreras,
el
tendero, ¡cuántas cosas pasaron sin saberse siquiera ni imaginarse!, el de la tienda casi frente al teatro al final de calle por la pendiente en el primer tercio del siglo pasado y que expendía de todo y para todo marchante, telas incluso, organdí y popelina, tafetán y percales, panas y driles, casimir y mezclilla, y en especial, de cottón, como llamaba la gente a esta clase de género con el vocablo vecino que significaba “algodón”. Ahí ocurrió todo esto que ahora comento y que está mal puesto al olvido. Un niño de seis o siete de edad, tímido y mustio, cruzó la vista borrosa de don Aparicio, el tendero, con esta frase del pronto y que evidenciaba su naufragio a sus años que apenas salían del mostrador alcahuete que servía para mucho o para nada servía como se vea, según: -Don Aparicio, -gritó el mozalbete- dice mi ´amá que le mande dos metros de tela de mierdi y que lo cargue a su cuenta. Cargar en la cuenta significaba anotar en la libreta la cantidad solicitada, la clase de artículo y la fecha del crédito: -¡Ay, criatura!, ¿en qué estarás pensando, caramba?, le dijo don Aparicio, parapetando la risa: -¡Serán de caqui!
72
EL BOSQUE ACEITUNA
El bosque era jade, subido, de pino alpino, compacto, (bueno, no tanto, exagero), es una injuria de verde, y cuando el tono se integra al montuno follaje, es verde esperanza, es césped brillante y los troncos y varas de ónix verdoso, manchados de glauco. Al pan pan y alpino pino. Las hojas nuevas se acercan al auto que pasa como enfermo hacia al médico, de volada, en plena carrera por los vericuetos de la cinta africana que viola al boscaje que no deja de ser aceituna -y más que eso- hierbabuena o de plágano. Repito: el color del follaje es verde oliváceo y más allá de eucalipto, un sueño ligero que se mece a modo de mito, de leyenda o apólogo y entran sonrientes los Grimm y
los
Andersen,
los
Perrault
y
Collodi,
entre
otros
pinceles del bosque con vida y enigmática fronda. ¡No puede ser!, ¡es verde adversario, remeda mi esfuerzo y es un epígono alto, larguirucho! Ese bosque lo quiero, es sólo mío, quiero el ramaje con todo lo verde que imanta mi vida y mi cielo y mi vida esmeralda, quiero que sea mi rival o mi contra, mi antagonista, porque a nadie consiento que tenga esperanzas más que las mías y que he venido reuniendo al paso de décadas, quiero verlo aquí, a mi lado, para llenarme de jade, de ramas y otoños, como contrario lo
73
quiero para alternar con su corte de hadas y dríades, de duendes y algún desbalagado unicornio, tal vez, espíritus buenos de mi par semejante, porque, por muy bosque que sea, en perspectivas lo excedo, no es contrincante ni émulo aunque pretenda insistente, lo rebaso con creces. Debo de ir en su busca de ella ya, me apremia, me acucia, he de encontrarla ahora, olvidé lo que a mi alma le falta y le urge. Bajé faldas abajo del denso follaje y a bordo de saltos por ríos y ramales y llegué hasta los llanos de esos vastos pinares, arces y robles, abedules y abetos, estaba listo a indagar mi extravío, lograr mi deseo que penetró en la espesura de mi alma arrugada y que, mientras
más
se
introduce,
más
sombría
se
vuelve.
La
carretera se embolsa por un túnel frondoso en cuanto el asfalto se pierde, se yergue lo insólito y, volviendo los ojos al cielo que apenas lo veo cual domo de iglesia, cubierto y nuboso, se cierra el tejado y deja llegar, ya no al sol, sino al biombo gigante por la gruta verdusca que aplasta y deslumbra. Es un hueco prensado ese glauco pasaje que
es
cañón
subterráneo...no...subterráneo,
no,
subarbóreo. A la primera dríade que vi en el claro del bosque con perfume discreto a clorofila de pino, le inquirí lo que ahora buscaba y estaba empeñado en hallar y a punto de perder mis cabales: -¿Conoces a...? 74
-No, disculpa, no salgo nunca yo, no sé nada de nadie, yo no vivo aquí y estoy de pasada, conozco a pocos y como no sea a betuláceas, fagáceas, aceráceas o coníferas, no sé nada de otros. Yo cuido a mi árbol, nada más, es mi esposo, la floresta es mi casa –se perturbó- soy la ninfa del árbol y me dedico a mimarlo, soy su dríade favorita y electa. Después hallé a Potamides y volví a preguntarle lo mismo, se mostraba fisgona nomás con mirarla: -¿Dónde está...? –Perdón,
no
soy
de
este
paraje,
voy
de
paso,
soy
huésped de Dríade, la ninfa que habita en esta montaña. Soy ninfa de río y paso aquí vacaciones, días gratos con todas mis primas hermanas, las ninfas del bosque. Topé ahora con Limnades, con su traje de linfa, sus pliegues herbáceos y holán de turbera, y de nuevo, le dije: -¿Perdón, has visto a...? -He visto a tantos, a tantos... -prorrumpe- soy la esposa del agua y mi hogar es el Lago, soy nueva en el área y de cuna lacustre y genes pasivos en donde el fluido del río se revuelca entre lirios y cárices blancas. -¿A quién buscas? –indagó Oréades al oír inquirir a las otras, tozudo, inmensamente porfiado, era ninfa de cimas y sierras crestas
nevadas,
de
enhiestas
cumbres y
agudas
grandes
y
amiga
glaciares
de
picos
inmóviles
y y
severamente macizos. Y le estiré la pregunta, por fin, alguien habrá de ayudarme, ¡por fin, por fin!... 75
-ÂżHas visto a Caperucita Roja?
76
Era domingo. El hogar respiraba una pereza de fábrica con medalla y trofeo que demandaba escapar y se arrellanaba en
la
alcoba
y,
como
punto
y
seguido,
un
silencio
campestre y una gran somnolencia se avenían cabezotas. Nada rompía la paz de las 9 y 60 minutos de un molondro domingo que
se
negaba
a
cerrar
después
de
un
sábado
negro,
totalmente vidrioso, y de una resaca graduada y un sueño co-adjunto ante la invitación de la almohada mullida e hipnótica. A esa hora, a las diez de la madrugada o después, que suena
el
teléfono,
¡ring,
ring,
ring!,
pertinaz
e
imprudente, y con la voz no nacida, respondí, muy a penas, entre dientes, desvelado, y un pingajo de velas. .¡Bu...eno! -¡Hola, buenos días!, ¿ya despertaron?, les hablo para decirles de un terrible accidente que
me ha acontecido,
¿te acuerdas de mi mascota pequeña de 40 centímetros?, ¿así?, la tortuga, acaba de ocurrir algo funesto al salir con mi auto sin percatarme siquiera y que la despachurro, aplané el carapacho, todo, todo, y por fortuna, por milagro de Dios, no ha fallecido aún, sigue viva. Les hablo para preguntarles a quien debo acudir para que restablezcan y reparen
o
hagan
algo
por
des...es...pe...ra...da!
77
ella,
algo,
algo,
¡estoy
Y se frotaba las manos, empalmando los dedos como rogándole al cielo por un milagro infrecuente, inmedido, inhabido, inhabitual, inaudito, inconmensurable, incomún, pero inminente ya, cualquiera con in. -Lo imploro... ¿va con in? Con la turbulencia y el caos, alcancé a percibir que hoy había mal herido al quelonio de su alma e indagaba el lugar donde rehabilitar y rehacer sus pasos calmosos como coche enfrenado y de embrague inservible. Y lloraba. -Tú,
como
oceanólogo,
dime,
aconséjame,
por
favor,
¿con quién debo ir? -¡Eeh!... pues... pues... llévala... a... a... este... a... a... a este... ¿a quién?... ¡búscate un mago!
78
TACOS AL PASTOR
Pueden ser que sean árabes, griegos o turcos y dicen que llegaron aquí en los años 60, pero como mexicanos no tienen autora ni otro igual que compita que como antojito enrollado, y con piña, es el mejor manjar del planeta y del menú del taquero. Pero, un grupo de distinguidos anónimos con jerarquía de postgrado en el quehacer gastronómico, revelaron este supuesto que hoy doy de alta como axioma. Los aseveran
siete que
un
genios ignoto
incógnitos pastor
con
mundialmente diploma
de
famosos, viandas,
caminaba por el camino del hambre sin manduca o pitanza pastoreando a sus cabras con el latido in extremis, cuando de pronto, aparece un cochino corriendo y lo hace picadillo con pulpas y cuartos y la sobrante manteca para freír y dorar. Inventó un pangüingui de tortillas y ensabanó cuatro o cinco con trocitos de piña que se encontró en la llanura y al agregar su intestino y quedar satisfecha su apetencia canina, convidó un par de ellos a un pastor que cruzaba con escasez manifiesta y no sólo comió siete, sino lo que su gula anhelaba y, al concluir, exclamó, complacido: -Le salieron buenos los tacos al pastor. De ahí su nombre.
79
EL CÍCLOPE Posted by plasticidades on octubre 13, 2012 Minificciones del “Cuento”, revista de imaginación.
Las mujeres, con sendos abanicos cortando graciosamente el aire, acostumbraban ver pasar la tranquilidad de la tarde sobre la acera, meciendo la poltrona o arrellanadas en sus sillones, mientras el sol se perdía sobre el horizonte marino, salpimentando la espera con la trivialidad tonificante de la conversación en las horas pesadas del bochorno que aligera el mesiánico vientecillo “Coromuel”. Los hombres, con el periódico entre las manos, alternando apenas en la charla, buscan —con pañuelo en ristre— las corrientes del viento o el amable frescor de la sombra de los árboles. Sentarse en la banqueta —al decir de los vecinos— era todo un rito. Las sillas para tal rigor llenaban las especificaciones de comodidad y buen gusto para disfrutar, a la vista de la gente, el descanso vespertino que, después de terminar la diaria tarea, al filo de las seis de la tarde del verano, daba alegría y paisaje a las polvorientas calles pueblerinas, surcadas a intervalos por automovilistas ociosos que rompían la serenidad del atardecer. Motivada por esta necesidad, ahijada del clima de julio y agosto, de septiembre y octubre, las casas tenían, en su mayoría, pórticos concebidos para el exclaustramiento —“porches”— ¡okey! —que permitían salir de puertas afuera en búsqueda de aire. Los chiquillos, ante la mirada severa de los padres, daban paseos en 80
bicicleta o jugaban al “cani-cani”, “al gato”, a las canicas o a elevar papalotes. Más noche, en el farol de la esquina, encendían su imaginación inventando cuentos de espantos y aparecidos, con la deliberada intención de ponerse los pelos de punta. Las niñas, apuntando con su adolescencia el aire tibio, daban la vuela a la esquina en busca del piropo primerizo, la mirada tentadora del extraño o el silbido enamorado de galanes imberbes que hacían hondas las rodadas de las calles en demanda de la comunicación tierna y amorosa del lenguaje de los ojos. La romántica pareja impar con las manos novias enlazadas, desaparecieron de la palabra dulce pública, broche de familia y de esperanza, elemento del pórtico doméstico y se fueron al encierro de la sala muda, frente al ojo del cíclope que va cerrando, día con día, el campo de concentración. La cena se servía en la mesa. Los niños solían hacer su tarea antes de dormir. Afuera, el viento ha llegado y da de gritos en la soledad de la calle. (¡Qué vergüenza! Mañana mandaré sacudir esos libros. ¿Cómo habrán reunido tanto polvo?) —Cállense, dejen oír! —¡Hazte a un lado, niño, no dejas ver! —“Nuestro siguiente programa…” Armando Trasviña Taylor No. 38, Septiembre-Octubre 1969 Tomo VI – Año V Pág. 684
81
II DE PEZUÑAS
82
EL BERNÉS DE LA MONTAÑA
Federico II, el Grande, rey de Prusia, llamado también “El
Filósofo”,
representante
del
despotismo
ilustrado,
inició el prorrateo inicial de Polonia y dentro de muchas magnas virtudes que lo honran, que no es ésta una de ellas precisamente, seleccionó en el siglo XVIII a las especies y razas animales hasta entonces conocidas y pontificaba: Cuando más conozco a la gente, más adoro a mi perro. El Bernés de la Montaña, no sólo es un cánido grande, sino, en verdad, un perrote, de los mayores del mundo en cuanto a cuerpo y alzada, parece ternera pasiva. Si ustedes estiman que por su nombre es originario de Berna, aciertan. Es un perro de talla asombrable y lo que tiene de enano lo tiene de fiera. Con la precaución necesaria, eso sí, que no se le arrime, porque por su altura y su peso, lo tira. Si el perro más grande del mundo es un Gran Danés de Inglaterra que mide 1.05 metros de altura, este, sin ser tanto así, ahí la lleva. El Bernés de la Montaña, o boyero, es utilizado en los Alpes y en lugares del bajío, como perro de guardia, de tracción y pastoreo, es conocido y querido por el color de su pelo y por su amor al humano, insospechado canino. Laura, veterinaria de oficio, divorciada y protectora de ellos -y con méritos propios para ganar el premio Nobel perruno por su pasión y cariño-, no sólo tenía uno nada 83
más, tenía dos; pero, por mala suerte, no eran fémina y macho
como
ella
quería,
sino
dos
guapos
gandules
que
evocaban pasados abriles, bestias gastadas, ya sin uso, que atendía ella sola como esposa abnegada, como pocas existen. Desde
el
amanecer
los
cuidaba,
les
daba
leche
y
croquetas en el comedor que tenían y, por las tardes, los bañaba, les rociaba talco y peinaba, despertaba sus tonos dormidos como mago de feria: café, negro y rojizo; eran lentos,
robustos,
y
por
el
lado
que
se
les
viere,
armónicos; desde la edad de los tres años eran bravos, temidos, imponían, hoy que calientan los doce son mansos, medidos,
pausados.
Laura
velaba
sus
vidas,
vigilaba,
hurgaba sus panzas, entendían mejor que a los niños, y por las noches, cuando iba al parque a los juegos, practicaba rutinas. El sueño enviaba al cobertor de Morfeo y dormían juntos, Laura en medio. Ella estaba de acuerdo con el monarca de Prusia que trocó
su
dominio
en
fortaleza
robusta
e
invertía
los
términos y generalizaba: -Mientras más conozco a los perros, menos quiero a los hombres.
84
FRIDA
No existía, de hecho, atracción entre Juan y la perra que no fuera la diaria y habitual cobertura, tampoco un choque
o
rechazo
u
hostilidad
añadida.
No.
Era
común
escuchar entre el amo y la perra ¡hola!, ¿cómo estás?, ¡estás linda!, no le hacía mimos, en cierto, sin embargo, era
familiar
y
corriente
el
trato
helado
entre
ambos.
Cuando Juan ingresaba a su cuarto, lo seguía de junto; si trabajaba en él, se echaba; si se postraba en el lecho, dormía; si se bajaba, ella igual; pero, cuando subía y bajaba la escaladora, se irritaba. Frida era una Beagle de cuatro meses de vida que aterrizó como obsequio después de la otra que se largó como vino. Era también una Beagle de igual color y uniforme, de manchas blancas y negras, con café, una mezcla de miel, caviar y lactosa, son matices que corren por el carril de su lomo. Algún secreto designio sacaba a Frida de quicio al practicar el sube y sube en la escala metálica: ladraba, aullaba y gruñía y en el siguiente ejercicio, volvía a lo mismo. Al advertir que el pedal generaba su enojo, prefería salir hasta el patio e ignorar el pedaleo y, en cuanto cesaba, retornaba. Otra vez,
al
subir
escaleras,
mano, lamer es besar, según dicen.
85
le lengüeteaba
la
-¡No me lamas, Frida, no me gusta –amonestaba- no seas melosa. Sólo una vez se lo dije y no volvió a repetirlo. En el perfil de la raza hay, como en todas las castas, de todo. Las hay frías, pasionales, disolutas, díscolas; las menores de edad son dulces, amables, sensitivas, seres de trato: tal es el caso de Frida. Si estoy de pie, está a mi lado; como pareja es perfecta y podría llamarse Frida de Cota. Pero, hasta ahí llega la amistad entre el amo y la perra, no creen que llegue a mayores, ni mañana ni nunca, conociéndola a ella, a la integra y cándida Frida: por algo le llaman Frígida.
86
GINEBRA
Había una vez... No, no es un cuento ni nadie, ni de Perrault ni de Grimm, ni de Andersen. ¿Qué cómo llegó aquí?, ¡quién sabe!, ¿fue un regalo de alguien?, ¿pagamos por ella?, ¡no sé! Llegó de meses y días y a partir de ese entonces, menudearon los mimos que tanto seducen
a
perro
cualquiera,
a
pericos
y
gatos
y,
en
general, a mascotas. Lo acunaba en los brazos como si fuera bebito y palmoteaba su tórax, acariciaba su frente, sus patas
y
lomo.
Las
carantoñas
estaban,
como
sesión
ordinaria, a la orden del día; acostumbraba a dormir cuando estaba en la tienda, en la escuela, en la parroquia, en todas partes. Su pelambre era ralo, parejo, menudo, como de chucho nonato que discretamente lucía, meneaba y atraía. Era una cría de meses. La madre, la de los niños, le puso Ginebra que llevaría a lomo de por vida; no se trataba de exaltar la bebida de bayas, ni la ciudad de los Tratados helvéticos, ni por los cuernos que usaba como agua de uso Arturo, el cruzado. Por Ginebra, nada más, la esposa del líder y amante de Láncelot. Los Caballeros de la Tabla Redonda lo veían a través de los yelmos con sus astas fornidas, pero no, no por eso, le pusieron el nombre de Ginebra porque, como novia, nació, creció y vivió célibe
87
siempre,
aunque
no
tenga
que
ver
nada
de
pedigree
con
la
fama
de
adúltera. Era
Cocker
Spaniel
prestigioso,
no
necesitaba constancia para acreditar el amor que otorgaba su apego, confianza y armonía que la premió con cetro y corona, y la facultad de la vida la otorgó el doctorado honoris causa como a pocas. Desde pequeña se crió como niña de casa mimada y su prosapia emergió de arrugado linaje, el pedegree lo lucía ostentosamente sin tenerlo a la vista. A medida que crecía, fue cromando su pelo entre melaza y retinto, divisa de lujo, era diva de teatro con figura proscénica, con seguidor y burbuja, prima dona que brillaba en grandes proscenios con méritos propios. Como hembra, si no
era
mujer
de
virtudes,
parecía.
Con
el
flamear
del
instinto les daba diez y las malas a los infantes de casa por su conducta y gobierno, irradiaba bondades, para el pipi o el popó, su caja de arena era wáter, un común incomún
para
ella.
Después
de
un
curso
intensivo
de
periodicazos y gritos, amenazas y golpes, juró con la mano en la Biblia atender las leyes que fueren de los padres e hijos de casa y amigos. Con ese pie comenzó a obedecer y a brillar como perla: siéntate, párate, échate, fuera, come, etc.,
con
la
holywoodesca
tarea
de
traer
a
diario
el
periódico, resguardar a los hijos y ejercer como madre piadosa.
Como
premio
le
daban
desperdicios
de
todo,
recoldos y sobras, las domésticas sobras. No aparecían para 88
nada
las
croquetas
de
grasa,
proteínas,
minerales,
vitaminas y carbohidratos. Sin embargo, no había placer gastronómico mejor que el domingo que reunía a compadres, familiares
y
amigos
que
al
manducar,
la
perra
gozaba.
Después, al concluir la primaria, presentó prueba mensual de
obediencia:
siéntate,
párate,
échate,
junto,
corre,
llama a la hija y, cuando el brazo se alzaba frente a ella, se iba. Lo más difícil de todo lo dejaba al final como epílogo: cuando la madre decía: ¡Háblale a Carlos!, corría y se inclinaba ante él y ladraba. Era valor entendido. Hacía guau, guau, y no en vano. Traer el diario de diario, no era un acto de gracia, cualquier cachorroo lo hacía, y no pensaba mezclarse con especies espurias que abarrotaban las calles. Si tocaban la puerta, ¡knoc, knoc!, y era de casa, alborozaba, y si era extraño, gruñía. Después de comer, dormitaba, ponía las patas arriba (en el cojín o la almohada) y se perdía; no evitaba la siesta porque, además de profunda, era breve. Por la tarde era un rito jugar a la pelota: si le lanzaban la bola, la traía, y si la pateaban, rodaba; si la paraba, mordía. Era un astro del fútbol. Cuando
salíamos
de
viaje,
la
llevábamos,
porque
si
la
dejábamos sola, sin nadie, presentía el abandono y decaía. Era, nos dimos cuenta ya tarde, fundamental su ladrido. Separación gustaba
imprevista,
volar
a
la
melancolía
medrosa,
89
garantizada.
porque
cuando
lo
No
le
hacía,
evacuaba; siempre viajaba con todos, volábamos con ella, los seis y la jaula. Así
pasó
mucho
tiempo,
catorce
años
o
más,
hasta
que... La
madre
advirtió
que
la
perra
gemía
y
sufría
dolorosa. -Ginebra está enferma -dijo. Echada al pie de la jaula que tenía en el piso de la anexa
cochera,
con
dificultad
respiraba.
Me
aproximé
a
revisar y me acuclillé junto a ella, le tomé entre mis brazos y con la mano en el pecho, auscultaba su pulso, sonaba lánguido y me clavó su mirada que no quitó nunca más hasta la fecha. Volcaron las lágrimas, sentí que se iba, dos o tres pulsaciones más y partió. Cuando informé la noticia que ya presentían, soltaron el llanto y aullaron, descargaron, en plural. Fue el último perro que tuve.
90
EL DÁLMATA
Se
llamaba
“Pecas”.
Con
ese
nombre
la
amaron,
la
gozaron y sufrieron y cuando la vida le hizo ceremonia de clausura, la lloraron, “Pecas” hizo decir a su ama: -Era la única que me quería. “Pecas” era leal, adorable, sumisa, era la mansedumbre cuadrúpeda y la benignidad en conjunto; encarnaba el amor materno hecho manchas y a pesar de que era Dálmata, rijosa e indómita, de mordida fácil, era grata a los niños, a los no niños y a los que ayer dejaron de ser niños. Tenía medio metro de altura y era esbelta y pelicorta, blanca, con máculas brunas, cabeza alzada y, por su porte, atractiva. Era, a pesar de todo, única. La característica que tienen estos bi-tonos originarios de Dalmacia, no son óptimas, sin embargo, la “Pecas”, con ser una de ellas, era afable, mimosa, doméstica, generaba paz y confianza y, si había que sacar las castañas del fuego por ella, hasta
dos veces lo
haría. Era cuadrúpeda fina, y de podio Un día la embarazó un casanova de esos de calle y acera y durante los meses de tránsito, no fue una etapa poco fácil, con tentativas múltiples de aborto, hasta que, por fin, pujó y relanzó a cuatro pares de críos iguales. No podía expulsar, sin embargo, aullaba, se le juntaban los ojos y padecía lo indecible, se ocluía. Los primeros siete murieron y sólo uno existió, una cesárea eficaz hubiera 91
sido la clave y salvado a los ocho, incluso a la madre. ¡Rápido,
un
doctor,
un
veterinario!
–gritó
la
dueña,
temiendo y, cuando llegó el facultativo después de más de tres horas, fue tarde ya, y con el mayor desenfado observó los cadáveres y cobró como si hubiera intervenido. Fue, en realidad, un imprevisto suceso. Los padres, los hijos, los criados, el personal de cocina y de jardines, abonaron con llanto la oquedad de su muerte. Un crucifijo velaba. A partir de ese entonces, se dedicaron a amar a la “Lucky”,
nombre
que
dieron
por
la
suerte
que
tuvo
de
sobrevivir entre ocho. Creció en un océano de brazos y en un abismo de mimos y, al cumplir los tres meses, se dieron cuenta de que “Lucky” era indómita e indócil: era falsa y bellaca, indigna e infiel, no lo podían creer. ¿Un ser producto
de
“Pecas”,
la
amada?
La
vieron
crecer
con
temores, madurar, tomar el cuerpo de adulto a mesurada distancia en el quehacer de la casa, en el trato, para prevenir el arrebato de –nos costaba creer- de esta ¿fiera? La
verdad
es
que,
con
sigilo,
la
relación
fue
remota,
cauta, vigilante. No creo que haga maldades, decía el ama, pero el carácter... y extrañaba a la madre. El dálmata no es bueno para chicos –decía el abuelo. Pocos días después, cuando la señora barría y limpiaba el tejado, extrajo de debajo del tanque de gas la carnaza de “Lucky” que admiró de repente y, con gusto, lo lanzó con la escoba hacia él, exclamado, ¡albricias!, y cuál sería su 92
sorpresa que, sin mediar causa alguna, se abalanzó sobre ella e hincó los dientes en el bíceps que antepuso de escudo
y
con
incesante.
las
fauces
Combate
trabadas,
estentóreo.
Las
comenzó
el
amenazas
y
jaloneo gritos
llamaron a Mina, la criada, quien, al observar el asalto, tomó el bat de los niños y tundió al animal a palazos hasta que, por fin, sangrante del brazo, soltó a su presa. Con el hocico
babeante
sacudía
el
antebrazo
de
su
ama
y,
finalmente, quedó contundida y refugiada en su patio en donde estaba su alcoba. Estaba loca, posesa, con rabia inaudita. El brazo quedó hecho garras y la “Lucky” atizada. La señora salió al hospital y la Dálmata a la clínica a tomar su hiper-dosis. Las
cenizas
se
alojaron
perenne.
93
en
el
cajón
del
olvido
LA JUMENTA
-¡Vete!, ¡vete!, ¡vete! –plegó, gesticuló, vociferó, escrituró amanecía
los
espacios
indecente,
en
una
sucia,
noche
llena
que
de
se
cieno
iba y
y
que
boñiga.
Descompuesta –a las cinco del alba- estaba incrédula, hecha una furia, imposible. -¿Por qué se fue papá, mamá? –preguntaron los hijos. -No lo sabrán nunca –repuso. Con
sollozos
trámite;
el
hombre
sombrero
en
la
bruscos, se
mano,
cortados,
perdía
en
encorvado,
la
daba
fin
distancia
entre
el
a
ese
con
el
sendero
de
sombras, de breñas y niebla, con la cabeza baja, hacia el cuello y el remordimiento en la espalda: no volvió a gozar jamás de su casa, ni de su vida, ni de su esposa, ni de los hijos que en ese instante dejaron de ser para siempre. Ante los gritos de la madre posesa, extraviada, se incorporaron los niños que aún dormían en su cama, y se acercaron a ella con el rostro en las manos, silvestremente rurales, propias de la mujer que se afana en el erial y la cocina y en el cuidado de todos, se apretujaba las mejillas. Había hecho el cortijo junto a Juan, su marido, que ahora dejaba de ser lo que fue en veinte años. -Qué pasó, madre?, ¿qué ha pasado? –insistieron los vástagos de diez, de doce y catorce años. -Su padre, hijos, su padre. 94
-¿Qué ha ocurrido? -Se ha ido. Y se quedaron con eso. Se advertía en el semblante la dignidad ofendida que se grabó en su mirada. Volvieron al rancho a reanudar sus arrestos que redituaron a tiempo, nuevas tareas y trotes distintos que, como en ninguna otra época, ahora agradecía. Lo sembraron con fe, con amor y con esfuerzo de trigo, maíz y garbanzo y buena parte de alfalfa para la vaca y la Bertha, la burra, de frívolos años, de la que Juan, su marido, decía que estaba de buen ver y ´tá buena, en broma. Las dos servían para todo: para la ordeña y trasporte, para el cavar de la zanja que le daba hábito al suelo ahora sin hierbas, le otorgaba fianza al futuro que estaba frente a su casa. Ahí dejaron los granos que inocularon de semen a la
vagina
del
campo
que,
al
fin,
pubis,
daba
hijos
y
muchos. Cuando los jóvenes se iban a la tortura del riego, tres
veces
hacían
en
por forma
semana, manual,
lunes, en
miércoles
cubetas,
en
y
viernes,
un
predio
lo que
llamaban pomposamente el ejido y enjugaban más agua en la frente que líquido del pozo, ¡ah, pero ese diezmo de tierra era un paradigma de ejido! Los dos árboles que había al lindar el cultivo, daban más lástima que sombra, servían de toldo para apaciguar la calina. Con tantas vueltas que daban
cual
caballos
perdidos
con
las
palas
al
hombro,
sudaban a mares y era un eterno fluir del esfuerzo. La incrustación de semillas en edad de retoño, eran ansias de 95
a kilo y una forma de armar la nueva vida y dotarla de báculos.
Durante
las
pizcas,
tentaleaban
mazorcas
y
desvestían las habas, los frijoles, los chícharos y alguna que otra gramínea, los elotes maduros desgranaban. Mal que bien, respiraban, sobre todo en los tiempos de pizcas y de cacería; previsión.
dejaban
algo
Rotaban
guardaban
residuos
presencia
de
la
para
la
cultivos en
con
camas
humedad
época
de
y
de
secas
plantíos tablas
serpollos
diversos
para
nada
como
evitar
gratos;
y la las
lluvias y larvas eran huéspedes pícaros. En el aviarium corralorum cuidaban los pollos, las gallinas, las perdices, las güilas y otras, y un rectángulo al fondo destacaba el chiquero;
no
hacían
dieta
los
cerdos
para
producir
la
manteca que mercaban en los tianguis como grasa de diario. Procuraban evitar el axioma que, cuando el rancho está pobre, se come pollo y gallina, los productores de huevos. Al pasar de los años conocieron la causa de la huída del padre, la inconexión de la madre con el que fue su marido y hoy prófugo, ¿cómo supieron? Jamás, -como dijo ella- conocerán el motivo. Entonces, ¿cómo
supieron?
Se
ignora.
La
esposa
no
dijo
jamás
el
secreto que provocó la ruptura y la egresión del esposo, lo ocultó en lo más profundo de su baúl memorioso. Como una vela encendida se apagó la cera del marido que esperaban tres hijos ignorantes de todo. La madre aún no sabía si los sueños que tenía eran de amor o avería. Lo 96
que llegó a construir en veinte años, fue el hogar y el ejido,
la
confianza
y
la
fe
de
tres
hijos,
pero
no
justificaba la herida que abrió con tamaño cuchillo. La tarde quemaba, nadie sabía por qué a esa hora lo echaba tanto
de
menos
cuando
el
calor
empinaba
la
columna
de
mercurio, deambulaban los torsos de los cuerpos desnudos y menudeaban
las
bragas
en
las
ansias
disimuladas.
La
remembranza venía, no era fácil sortearla, cuatro lustros sin pecho, esternón y costillas, sin par y sola ella, con los vástagos grandes, casados, con trabajo, con pedazos del predio
que
alumbró
aquella
lámpara,
a
pesar
de
todo,
dolían. Eran las cinco del día y las sombras se iban y no así los gemidos ni el constante jadeo, eran bajos, guturales, más que rítmicos, de resoplo. Pensó en la vaca y la burra que enfermas o hambrientas, rezongaban. Quitó la aldaba ocluida y dirigió el fanal hacia el ruido y lo que vio en el
enfoque
no
tuvo
nombre
ni
autora.
Contempló
el
desfiguro. La burra, con las rodillas en tierra y las ancas abiertas, dejaba al aire el trasero, y el marido, con el rabo en las manos... ¿Cómo supieron?
97
EL ALICANTE
Cuando don Valo salió con su rifle del año del caldo, fusil
de
reliquia,
en
banderola,
con
un
tiro
en
la
recámara, y su hijo, Gabriel, y su esposa, María, tenían el sano
propósito
de
cazar
codornices,
liebres,
venados,
cervatillos y algunas palomas, porque el cántaro de cielo se vació por la noche y bajó el telón un casi invierno. Llevaba, además, en los cuadriles el machete que utilizaba para el corte de leña o el desvare de ramas o el rastreo sesgado de las búsquedas de algo. Dejaron a la madre en el sitio
ligeramente
escampado
por
donde
debían
pasar
de
regreso y al quedar sola inició el acopio de hierbas que servirían para comidas o para remedios caseros: verdolagas para el cerdo; hierbabuena para albóndigas; hinojo para los cólicos;
nabo
como
papa;
el
perico
para
elotes,
la
reventajuda para untar en las rasquiñas y sanseacabaron los síntomas. Hasta ahí iba bien, buen comienzo –pensaba- no buscaba las flores porque al paso encontraba. El campo era jade, ofrendoso, y el aguacero de ayer y las aguas de hoy dieron frutos y armas a la campiña anegada y un perfume filtraba el olor campesino de la tierra mojada. Don Valo (Valor se llamaba), con el arma en el hombro y su hijo de ayudante, morral en cintura, se alejaron hasta el pie del barranco buscando piezas de presa y algunas frutas colgadas para llenar la despensa de su casa del 98
barrio. Por la vereda pasaban las huellas de cascos, de pezuñas y cuerpos de arrastre
y denunciaba a aquellos que
hacían de la brecha, rutina, especialmente reses, caballos, culebras, cabras y zorrillos, entre otros. Verticalizaba el talego
la
porción
xoconoxtles
y
de
camuesas,
ciruelas
y
tunas,
almendros. Don Valo –como le llamaban en
casa- ya había cobrado perdices, las galliformes del monte; hizo disparos al aire al pasar los plantígrados que iban de ruta hacia el norte y destripó varias plúmbeas para hacer puntería y entrenar el gatillo que se enmohecía sin uso. Gabriel, el chiquillo, en cuanta pieza caía del fusil de su padre, se abalanzaba a traerla, las daba de alta en el cinto como trofeos para ollas. Doña sombreado cuando,
de
María, la
rastrojera
variedad
pronto,
un
de
de
oficio,
hierbajos
movimiento
de
ponía
que
en
el
seleccionaba,
hojas
alertó
sus
sentidos y un siseo a intervalos intranquilizó su colecta; se puso tensa y atenta –y como luego dicen- paró oreja; sintió que algo se movía, iba al lado reptando, aplicó el ojo a la senda y permaneció calculando, algo siniestro escurría al escuchar en el fango la contracción emboscada, volvía a hacer movimientos para estar cierta del huésped y, de
nuevo,
serpenteaba.
Estimó
que
haciendo
maniobras
y
movimientos silentes, podría lograr la salida, creo que si, de dijo. -Es una rastrera, –temió. 99
Durante el lapso de prueba que parecióle de siglos, oraba, era, o semejaba, una táctica ofidia. Trataba de huir y al hacerlo, sentía el desliz constrictor, amenazante, muy cerca, con la fijeza del ojo y la atención del oído de quien se siente copada. Volvió la vista a la izquierda para sortear el arbusto, ganar el sendero y ponerse a cubierto. Tenía que hacerlo, pero ya, está a más de dos metros, sintió, hay que salir, y al tratar de echarse a la fuga, se lanzó el ofidio a las piernas e impidió todo paso con su bocaza babeante, enseñó fauces y lengua y esposó pies y tobillos, ¡en la torre! Detuvo su marcha, la derribó por los
suelos
y
ahogó
el
llanto,
indefensa,
desorbitó
la
mirada. Paralizada de miedo quedó más que tirante, tiesa, viendo los ojos al áspid con los suyos de pánico. Sin advertir lo siguiente al transcurrir los segundos, se le entumieron las piernas, sujetaba el empeine y el segmento flexor del maléolo. Con la enagua dispersa y los muslos al aire, trató de asirse de codos y volvió de nuevo el acoso. -Es una alicante –la miró bien. El alicante es una víbora de pocos centímetros que vive en Europa, ¿entonces, ¿aquí?, ¿y tan grande?, ¿qué hace?,
¿venenosa?,
¿y
se
llama
igual?,
¿alicante?
–me
asediaban las dudas, debe ser un remedo. Se deslizó hasta el rostro que estaba lánguido y quedó sobresaltada y le advirtieron –pensaba- que no demostrara temor y que era peor. Se aproximó otra vez y reventó un 100
agudo grito, un aullido de alarma que resonó a la distancia hasta llegar donde estaba el marido y su hijo. Se desplomó. -¡Es María! –dijeron y pegaron carrera. La víbora, de metro y medio, maligna o no, llegó hasta la piel de su rostro y siguió la ruta sinuosa por los senos desnudos entre el talud y la mama y rozó los montes caidos. Apareció de nuevo en las piernas con los muslos abiertos y al empezar a trepar por ahí... Don Valo y el hijo arribaron a la escena que les pareció infamante, tomó el machete del cincho y tasajeó al alicante, ¡zaz, zaz! En los corrillos del pueblo que se enteró del suceso con perniciosos detalles, llegó a saberse el intento y, desde entonces exclaman, a la mujer que contonea su vientre de globo, con sorna: La embarazó el alicante.
101
LA CERDA
No te imaginas lo que andan diciendo la gente vecina de los niños de arriba, los que viven en la falda del cerro, no tienen freno ni quieren. Los tres muchachos de nueve, once y trece años, tienen miedo a la escuela porque consideran que es cárcel: ocho horas de estudio y no pagan algo siquiera. Coartan su libertad y su conciencia detienen dado que, cuando se van de pinta, reprenden y castigan, orquestan magnas jugadas y era lo único que hacían bien en la feria. En el río, las huertas, las brechas y en el pueblo
entero
era
donde,
por
lo
general,
realizan
sus
lances con verdadera osadía. Entraban a la edad del arrojo y de los precios sin costo, hacían lo que otros no hacían y gustaban de hacer lo que fuere, lo que nadie debía, sus actitudes saltaban como cabras a riscos, de una a otra trastada. Al razonar, si lo hacían, tenían fe en sus diabluras y su accionar era libre -me
quedé
rivalizara,
corto-
libérrimo,
agradaba
y
no
había
empleaban
la
bribonada
que
inteligencia
no
como
técnica del diablo y hacían trampas y fraudes que daba gusto repetir. Eran pillos, ladinos, y zorros taimados, aspiraban a mucho y se resistían a poco. Esto preocupaba. La novedad en el sexo era plática diaria entre amigos y amigas;
nada,
al
parecer,
sorprendía.
La
reproducción
animal era cita común, ordinaria, desde el cohabitar hasta 102
el parto, todo ven natural por esa experiencia que el grupo tenía. Las compañeras de clase tienen charlas distintas y ellos,
al
menor
descuido,
intentan
besar
y
abrazar,
toqueteaban sus partes con el clásico ¿qué tiene?, ¡qué fijadas!, contaminaban el orden. Saben que, si nada les pasa, nada sucede. Las alusiones al sexo con zafiedades livianas,
suelen
repetir
a
las
chicas,
diciendo,
¡es
natural, de veras! Los padres trabajaban de día y dobleteaban de noche y cuando
se
hallaban
en
casa,
cada
sábado
o
domingo,
se
dedicaban al vicio con amigos y amigas, esposos y esposas, compadres y otros, y para rubricar el festejo, el sexo era práctica entre ellos y ellas e intercambiaban pareja sin precaverse de hijos: la geometría del amor y la geografía del placer, se daban la mano, y los púberes, con diploma en el curso, se graduaban cum laude. Pero, sorpréndete, me dijo Lola, la tía materna: ayer por la tarde, al levantase la sombra, hallé a los tres observando desde el árbol contiguo a la piara de cerdos que en el chiquero se encuentran. Se los van a robar –pensébajó más el ocaso y bajaron ellos también. Tratando de evitar el saqueo, me acerqué para verlos y me resguardé tras un árbol, no saben que los veo –me dije- los atraparé. Se acercó a la zahúrda el niño mayor, sacó a la puerca pequeña y cayó presa en sus manos cubriendo el hocico. Quise salir con sigilo,
pero 103
aguardé.
Van
a
pegar
la
carrera –temí- pero no, no lo hicieron, sujetaron dos a
la cerda por las extremidades posteriores, y de pompis, se bajó el mayor la cremallera y... ¡qué bestias! Luego siguieron los otros.
104
EL FRENCH POODL -¡Cómprate un perro –se burlaban de ella sus amigos y amigas por su estado patógeno de soltera a sus cuarenta noviembres sin hombre ni enredo. -¿Qué hago yo con un perro? –se decía. No le pareció mal, sin embargo, y su interés por el cánido se instaló por igual a la burla lanzada por ¿amigos? hace... ¿qué será?... ¿mes y medio?, y comenzó a rascar la cosquilla que le causaba rasquiña y más. Se dedicó a buscar un manual que comentara de perros y despejara sus dudas sobre aquello: razas, costumbres, cuidados y formas de ser y educar a un canino pequeño que, al fin de cuentas, como dama de compañía, no estaría mal, bien pensado, deseaba escoltar su tristeza y la resequedad de su vida con un pelo entrecano que alegrara con mimos. Si le rogaba a Dios que realizara el milagro con alguien de pies, ¿por qué no de patas? Paulina, de ocho lustros cumplidos, le daba vuelta y vueltas a la idea de adquirir un aliado que fuera el par de sus días y darle trato, comida, baño diario, caricias y halagos, hacer el aseo de bichos, pulgas y liendres, acaso. Sentirse al lado de alguno o alguna con sed y apetito, esmerar el cuidado, hablar con él o con ella, hacerle mimos y arrullos y todo lo que quiere y requiere un sucedáneo de
105
crío, vaciar la bolsa de afecto, de pasión y cariño, es bueno. Fue al veterinario primero, al entrenador enseguida y al centro canino después cuando supo que vendían libros específicos y mascotas también, luego a la pensión de los chuchos y, al final, a la perrera. Paulina decidió, después de muchos consejos, ser parte de ellos y despertar el instinto de madre que se quedó abanicando con el tolete en el hombro. Aún no estaba segura de agenciarse un French Poodl o un TerrieR, perro chico, sobre todo, liliputense de origen que pudiera acunar en el hueco marchito de su seno; todos la atraían y se resolvió por el óptimo, cariñoso, bueno, doméstico y, sobre todo, manuable. Le acreditaron la placa, vacunas y todo, todo aquello que evitara posibles riesgos de virus, parvovirus, sobre todo. Lo documentaron en regla. Al cabo de cuatro meses requería miel y cariño, amor y requiebros y la administración de cuidados en grado de maestría. Entendió bien esto Paulina como una lluvia de afectos sobre el bulto de su lomo, en la testa, en las piernas
y
hasta
en
la
panza
sin
pelo.
Lloriqueaba.
El
biberón ofrecía cuatro veces al día: leche, jugo o gaseosa y, más tarde, pescado, pollo o bovino. Así pasaron los días, meses y..,
¡felicidades!... un
año, un año de dicha. Cuando cumplió el aniversario, lo celebró con pastel, dulces y helados, pitos y flautas, sin 106
faltar la piñata, mexicana y florida, por supuesto, las gorras de Snoopy, de Charlie Brown y de Castors. De todas las fiestas de niños, fue superior a cualquiera, hasta espanta-suegras había. Despedía la etapa de niño y empezaba la de púber, de adolescente y de joven. Paulina solía llevar por las tardes cuando el calor arreciaba, pants o bermudas, blusa o T-shirt, y oscilaba en la poltrona frente a la ventana que daba a la calle nudosa por donde el viento acudía. Ahora iba al reposo con pan tostado y quesillo y, en frasco aparte, miel virgen. Por negligencia o torpeza, roció la melaza en el muslo teniendo al French en el pecho que se libró de su seno y se lanzó tras
el
charco,
lo
olisqueó
no
muy
cierto
y
lo
lamió
enseguida, lengüeteaba, notábase gozo. Absorbiólo todo, no dejó ni una pringa del almíbar. Sintió la piel de gallina, paulina, y concluyó definitivamente: le gustó el néctar al French. Se quedó atónita, muda, dimensionando el suceso de lo que pudo haber ocurrido, pintó de rojo su rostro y repensó el incidente. Sonrió y continuó, cavilaba. Quien no se arriesga, no pasa -se dijo- veré qué sucede: esparció otro tanto en el muslo contra esquina del pubis, y se abalanzó como
mosca
y
con
fruición
relamía.
Enseguida
vació
el
contenido, el resto del frasco (si no ocurre nada, no pasa, pensó) por donde nacen los niños y... ¿Cómo le gustaba la miel a su Poodl! 107
EL POLLINO
¿Es cierto?, ¿cómo lo sabes?, ¿y se enteró el marido?, ¿es como cuentan o exageran?, ¿sí? -Deja contarte. Vivía una mujer en su rancho a treinta millas del pueblo y era su mundo y océano, el gancho en que colgaba la felicidad de su vida, su patrimonio y herencia. El marido, propietario y motor de un tesón inaudito, hacía crecer el cortijo
con
visión
piara,
los
frutos
y
energía: y
las
el
campo,
aves,
el
ganado,
producían
a
la
pasto,
etiquetaban en cajas y vendían en el tianguis, en el súper y a particulares también. Era el cerebro del rancho y el prototipo en el pueblo. Se ausentaba por días para vender la cosecha que transportaba en cajas con el nombre en papel impreso y a color. La casa la aseguraba con pasador y candado que engargolaba a la reja por donde el camión se movía. Hoy, precisamente, salió de viaje a las siete a la aldea vecina. El galerón sostenido por horcones y palmas, tenía un techo de vigas y el entrepiso de tablas en donde guardaban
los
granos,
el
heno
y
algunos
útiles
indispensables del campo: máquinas, fertilizantes, sacos y pacas con cinchos. Además de garaje, era refugio del asno que utilizaban para carga y para semental algunas veces. Había,
además,
una
rampa
donde
subían
el
camión
para
hacerle servicios menores. Al pollino lo utilizaban para 108
trasporte de leña, de pienso, de frutas y de granos, para llevar agua en tinajas y para el agua de su baño propio. En la cruza era bueno y tenía fama de bravo. Afuera, bajo la mancha de sombra sobre la piel de la tierra, lo duchaba, una vez por semana, y desde que se iba su marido, tres veces o diario: lo mojaba y esparcía el detergente en el lomo, frotaba las patas y piernas, la panza y el dorso. Debajo de él colocaba el banco de ordeña y el balde y duchaba el abdomen. Al final, como remate de la asepsia, enjabonaba el órgano que dejaba al final. Al empezar el aseo,
lo
inauguraba
frotando,
arriba
y
abajo,
abajo
y
arriba, y después de secar, ¡oh!, se ponía estirado. La primera
vez
que
lo
hizo
fue
con
paño
y
estropajo,
lo
embadurnó con espuma y lo tensó con ternura. Fue el origen de todo: miró la rampa del cuarto, estimó la talla del miembro, puso a girar su osadía e imaginó con largueza lo que fantaseaba. Estaba sola en el rancho. Encaminó el asno a la rampa, lo jaló hacia su vientre y al abrir ambas piernas... Así tuvo marido y, de paso, suplente.
109
DE GALLINAS,
POLLAS
Y
PAVAS
Si tú crees que diez más cinco son quince, aciertas; pero, si crees que con anzuelo se pescan sardinas o que existen monjas con hijos o que se corta la leche materna, dúdalo. El malhadado
mozuelo
que
daba de
comer a las
pollas -llamémosle Juan- tenía que hacer la limpieza en el hogar
de
las
plúmbeas -gallinero, pues- donde las aves
gozaban y se daban lujo de reyes, comían, bebían y dormían con habitación incluida. El mocetón de 15 años –llamémosle guardia- tenía el deber de atender a las fénix domésticas; hacer el cambio del agua, barrer el área de las heces y utilizarla enseguida de abono: eran compromiso del guarda. Ya era usanza y costumbre que, cuando los padres se iban y los hijos con ellos tregua
–llamemos
de
compra
ausencia-
o visita, aprovechaba
para
urdir
fechorías
con
esa el
silencio de cómplice; de diabluras pasaba a atrevimientos mayores. En el corral de las aves, atrás de la casa, estaba el wáter de pozo con paredes de tablas y cortina de ixtle donde, al concluir el aseo, llevaba a las pollas y pavas, gallinas y patos a hacer pis o defecar, era un chaval muuuy comedido...
110
LA CABRA
Comencé a dudar del evento y consideré que sería un insólito absurdo como de Harry Potter o Nierna. El relato que escuchaba se pasaba de tueste y lo tomé como chunga. Bueno fuera. El entorno del rancho era rural cien por ciento y la entrada a la casa, de dos aguas, estaba situada a diez millas del poblado cercano y lo primero que mostraba, era el equipo de labranza: bieldos y azadas, palas y arreos, cubos de agua y guarniciones diversas de animales que, a muy pocos metros, apacentaban. A la diestra de la casa un árbol robusto tenía un parterre en el centro con un cercado de tablas de veinte y tantos centímetros de altura y del que
asomaban
las
flores
de
diferentes
matices:
rosas,
lilas, malvonas, azucenas y nardos, mercadelas y otras. Era atractivo el jardín. Daba la impresión de un florero con un racimo de aromas, era un prado admirable. A un lado, allá lejos, un pozo artesiano abría su boca sin dientes, sin motor y sin baldes. Al margen, varias reses reunidas y, al fondo,
la
producción
de
verano:
trigo,
frijol,
maíz
y
varios etcéteras. Olvidaba decir que, en el área descrita donde aromaban las flores en el prado vallado, vivía Petra, la chiva que, desde tiempo atrás, era buena amiga de Pedro, el
mayoral
del
cortijo.
Petra
111
era
joven,
modosa
y
muy
hembra, asequible, de ojos miel y risueños, pelambre claro, además de dócil, activa, obsequiosa, bella y sencilla. Hasta en las granjas vecinas se enteraron del hecho que todos daban por ídem, habladurías y chismes, no más. No se hablaba de otra cosa que no fuera el amor de Pedro por su
tórrida
cabra,
coincidían
Pedro.
112
en
decir:
era
Petra
para
LA PERRITA
La casa tenía, vista de frente, una valla de tablas al pie de la acera de diez centímetros de ancho y metro y medio de alto y lozas grandes y ocres hasta el umbral de la verja. Pedro ve pasar a la gente que se dirige a la plaza, a la iglesia y al centro mismo desde su tumbona de tantos años como él. Ahí, en ese otero, por donde observa pasar a la gente, es el lugar adecuado para chirriar la poltrona que es una especie de trono de esa casa arrugada, otra vez, igual. Pues bien, ese dueño de la casa que José llamaremos, se arrellanaba en el porche con los ojos sumidos, casi ido: sesenta años de vida lo examinaban de cerca, lo dejó el autobús de la vida el bate en el hombro. Contempla el sol por la tarde desde su asiento meneado y escucha el ir de los coches y el andar de los talles a cuatro metros de él que pasan todas mostrando sus pocos kilos y gramos que derraman coquetas y estériles lágrimas quieren. Está en la edad en que piensa que, como dijo el poeta: Mujeres que pasan por la Quinta Avenida, tan cerca de mis ojos y tan lejos de mi vida. Era costumbre habitual que, entre las siete y las ocho, conversaba con lo mejor de sus sueños que con lo peor de sus años, y a falta de ánimo, pensaba: si llegara a vivir los ochenta años, ¡qué bello cadáver sería!
113
Olvidaba
decir
que
en
el
porche
(horrible
palabra
sajona) con Pachis, su perra querida, la acurrucaba en la almohada de sus piernas blanduzcas escuchando el escurrir de los autos que pasaban con altos decibeles y muchos. Acariciaba, como buscando emisora, con el índice y pulgar, las cuatro pares de mamas del vientre perruno, abstraído, enfrascado, con los ojos huidos hasta el fin de la córnea, no se daba cuenta de ello mientras las sombras corrían por el riel del recuerdo. Percibía inconsciente y le sorprendía que, cuando acariciaba las ubres de Pachis, el animal se movía, se acomodaba en las ingles y ondulaba su cuerpo, se meneaba
toda.
En
ese
instante
se
iba
a
su
habitación
solitaria allá adentro. La sospecha salía como chorro de dimes y sifón de diretes.
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OTRA CHIVA
Miguel era agente de ventas y expendía toda clase de chácharas, triques, trastos y trapos, no dejaba de hacer diariamente toda clase de acciones, tranzas y trueques, en los pueblos pesqueros por las rutas del norte. Por ejemplo, cambiaba blusas y bragas por langostas gigantes y abulones de a kilo que luego vendía en sitios cercanos a voraces amantes de crustáceos marinas, se pasaba la vida vendiendo y cambalachando las prendas, haciendo amigas y amigos y cobrando deudas vencidas a pescadores e hijos, familias y clientes que luego anotaba. Al que cruzaba en su búsqueda. Era agente viajero y vendía bien lo vendible, lo que la gente pidiera o gustara. Presentaba el catálogo y exhibía muestrario, la reserva de viaje que traía en la cajuela de un Chevrolet viejo, una tartana que lo mismo iba al océano que a la sierra o al valle. Buscaba la vida a empujones y él también la empujaba, porque de vendedor poseía lo que la garra a la fiera; la población ordenaba y él sumiso traía, desde alfileres y agujas, hasta colchones y sábanas. Pasaba un mes entre ellos y se asistía en las mesas no sólo abundantes, sino excitantes y eróticas, cuando no era Pedro,
era
Lola;
cuando
no
era
Isidro,
era
Juana,
desayunaba, comía y cenaba lo que el mar fabricaba: peces, pulpos, bivalvos, moluscos, crustáceos, etc., en cantidad de certamen. Carne de res o de pollo, ni pensarlo, menos 115
legumbres y granos. Los pueblos del norte son oasis de arena con desiertos mayúsculos, productivos, eso sí, pero a millas de lejos. Hacer un viaje por ahí, es como ir a la luna o treparse a Saturno, dejar el auto averiado o no llegar y quedarse sin abulón y langosta. Era regla que quien no supiera, reprobaba. Cuando regresaba en el Chevy cargado de yodo, de sal y lujuria
por
los
caminos
de
sol,
de
talco
y
de
dunas,
requería ¡ya!, de inmediato, agua de mujer como lluvia, capital del avaro o menos años que el viejo, desfallecía sediento. Campaneando en su coche
y con su empleado de ayuda en
el asiento de junto, vio que asoma una cabra en lo alto del margen, no de malos registros, miraba el coche al pasar y los veía de soslayo y conmovido Miguel le comenta a su aliado de al lado, todo perplejo: -Te
fijaste,
Leonardo,
¡qué
chiva.
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bonita
mujer!,
parece