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Héctor Chilibroste Eden Hotel y otros cuentos © Héctor Chilibroste © ediciones abrelabios Colección Hacedores de Libros
Imagen de portada: con base en la Reina de la Fiesta de las Sierras, El Paje; tomada de la revista El Hogar, Bs.As., Argentina, febrero de 1939 Diseño de portada: Diego Tomasso Diagramación interior: Wilson Javier Cardozo wyz@montevideo.com.uy Producción gráfica: Carlos Tomasso Impresión:
soluciones gráficas Pontevedra 3417bis - 512 1041 imprentapamaro@adinet.com.uy
ISBN 9974-649-14-5 Hecho el depósito que marca la ley.
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abrelabios Prof. Bacigalupi 2091/15 11800 Montevideo - Uruguay mail: ed.abrelabios@gmail.com (0598-2) 924 6723 ó 575 3955
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AGRADECIMIENTOS A Cocó, mi compañera de toda la vida, por muchos motivos que ella conoce muy bien, entre ellos la resignación con que soportó mis largas horas frente a la PC. A los Profesores Helena Corbellini y Daniel Quijano, porque gracias a ellos he podido concretar este sueño. A mis compañeras y compañeros de “Del Huerto al Praga” y del Taller de la Biblioteca Nacional, sin cuyo aliento no me habría animado a dar este paso. Al querido maestro Emilio Matei, antiguo vecino de 18 de Julio y Gaboto y hoy Director del Taller Literario Virtual del Centro Cultural Recoleta, de Buenos Aires.
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---índice prólogo Helena Corbellini . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Ficha médica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Puntos de vista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Beatriz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 Las confesiones de Sancho Panza . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 Sobre cálculos y azares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 Se sienta frente a mí todas las mañanas . . . . . . . . . . . 33 El viaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 El bacán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39 El pirata y la niña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43 El sueño de Morales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 La vida y el tango . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 La partida de ajedrez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57 Una historia policial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 Las torres de Benikastán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69 Un sucedido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73 Vida y obra de Remigio Cruzdeleje . . . . . . . . . . . . . . 83 El hombre del frac . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 El remedio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 La extraña vida de Mario Ferreyra . . . . . . . . . . . . . . . 93 Las cartas de Sebastián . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97 Eden Hotel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
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Héctor Chilibroste en el Eden Hotel Héctor Chilibroste (Taite) es medio argentino y medio uruguayo, pero enteramente del interior. Vivió en Buenos Aires, en Córdoba, en Entre Ríos y en Santa Fe, y treinta y cinco años en Mercedes. Comenzó a escribir cuentos como para disfrutar del ejercicio, en el taller de Daniel Quijano. En el año 2005 se radicó en Montevideo y se integró al taller de la Biblioteca Nacional. Sus compañeras lo apodaron “el mejor”, un poco en broma y bastante en serio, por lo que gustaban de sus relatos breves. Si el inicio fue un juego de imaginación, realidad y lenguaje, terminó con dominio por escribir un libro: Eden Hotel y otros cuentos. Relatos breves y precisos. En cada uno enfrenta al lector a la peripecia de un personaje distinto. Estos son situados en espacios corrientes de la existencia. Huelen a vida cotidiana y el autor prefiere el territorio de la pobreza para que cuenten sus penurias o felicidades fugaces. Una serie de cuentos de amor demuestra que el autor se deleita en las construcciones femeninas. Las mujeres despiertan los sentidos del hombre, son excelentes las descripciones por su sensualidad. En estas historias el autor teje una suerte de ensayo sobre la rutina matrimonial, la pasión fugaz, las compensaciones que los personajes buscan a través de encuentros amorosos fortuitos y también cómo pueden hundirse en la nostalgia por el amor perdido. Evidentemente el amor es un tema crucial para este cuentista que soslaya con habilidad toda cursilería. Realismo e ironía vencen, las letras de tango son sólo eso: tangos. La vida es más compleja y se desliza sola, a veces absurda. También escribe un relato policial en clave de parodia, así como la parodia reaparece en un tango deshecho por el retorno de la percanta.
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El autor explora los matices humanos de vidas adultas, tanto honestas como delictivas. Los relatos mayoritariamente son narrados a través de las voces de sus protagonistas. Estos no cejan en su empeño por buscar cierta verdad mediante el discurso verbal. Epistemología literaria: el relato explora la conciencia verdadera o el sentimiento profundo que no puede enunciarse de otra forma. Un relato fantástico puede llenar de angustia: los pasajeros que salen disparados por la ventanilla uno por uno, prisioneros de una fatalidad inexplicable. Otro puramente intertextual que apuesta a revelarnos la verdad de Sancho Panza. Hay desenlaces sorpresivos como en la extraña vida del Turco Miguel. Hay turbias y disculpables infidelidades femeninas como la de Mabel, o la de la abuela en carnaval o la de la exprostituta Betedavis. Surgen ribetes escatológicos tras la simple imagen del frasco para el análisis, que carga tímido y culpable Pedro en sus inicios sexuales. Hay un relato alegórico en las torres de Benikastán, hay crueldades legendarias de piratas, malicia, rivalidades fraternas. No falta la conciencia social mostrada con humor en aquel hombre humilde que ya jubilado se propone ser un “bacán” levantándose al mediodía y su hábito madrugador se lo impide, hecho que lo obliga a hacer un repaso por otras existencias “bacanas” y conformarse con la felicidad que le ha deparado la suya, de honesto hombre de trabajo. El lector tiene un libro para entretenerse y una galería de personajes que lo harán pensar. Helena Corbellini (julio de 2006)
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Ficha médica —¿Pedro? A través del teléfono reconoció de inmediato la voz de Margarita. Miró alrededor para asegurarse de que no había nadie más en la sala. Tranquilizado, y casi en un susurro, contestó: —¿Cómo andás, negrita? —Con muchas ganas de verte. —Esta noche no puedo, Negra. Mañana a las seis tengo que estar en el hospital para sacar la ficha médica. —¿Y? —Y, que me tengo que acostar temprano. —Pedro, no seas zonzo. —No, Negra, no seas mala. Vos sabés lo que me cuesta levantarme, y si me llego a quedar dormido pierdo el turno y en el club me matan. El Flaco es un tipo macanudo pero como técnico es bravísimo. Además, si no saco la ficha no puedo jugar el campeonato del Litoral. —¿Y si yo te despierto? —¿Estás loca? -se alarmó Pedro- ¿Qué vas a hacer? ¿Venir a las cinco de la mañana a tocar el timbre, o llamar por teléfono? ¿Querés que me echen de casa a patadas? —No, pavo -La voz de Margarita, como siempre, lo enloquecía- Quiero que vengas a dormir conmigo. —¡Qué! -temió que el grito se hubiera oído en toda la casa. —Sí, bobo. Los viejos se fueron a Montevideo hasta el sábado, y estoy solita, y te extraño mucho y me muero por verte. -El tono de Margarita era cada vez más sensual. —Pará, Negra, pará. -Pedro sintió que transpiraba como si hubiera jugado un partido entero, con alargue y todo. Se sentó en el brazo de un sillón. —Pará un poquito -dijo de nuevo- pará un poquito.
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En un instante se imaginó lo que se le ofrecía. Toda la noche en la casa de Margarita, a solas con ella. La cama con sábanas limpias y un buen par de frazadas. En un segundo recordó los encuentros furtivos, el temor permanente, el frío y oyó otra vez la voz del Flaco, el entrenador: “Vos tenés condiciones, pibe, pero te falta garra para arriesgar un poco más.” —Escuchame -pudo decir por fin, la decisión ya tomadavos dejá la puerta sin llave, que yo en cuanto pueda voy, ¿tá? —¿Seguro? -preguntó ella. —Seguro, Negra. Seguro, de alguna manera me voy a arreglar. Durante la cena se mantuvo en silencio y no comió casi nada. Temía que alguien notara cómo le temblaba el pulso cada vez que tomaba un trago de agua o se llevaba un cubierto a la boca. Cuando se estaban por levantar de la mesa mencionó como al pasar la ida al hospital al día siguiente y preguntó a su madre si se había acordado de lavarle algún frasquito. —Ya está en tu pieza, nene -le respondió doña Rosario. Con la excusa del madrugón se encerró en el dormitorio mientras el resto de la familia se acomodaba alrededor del televisor. No se había acordado de la tele. Seguro que la vieja y la Gladys se iban a quedar hasta que terminara la transmisión, pasaban la vida de Marylin y ésa no se la iban a perder por nada del mundo. Estoy clavado hasta las doce y media por lo menos, pensó. Se sacó las zapatillas y se acostó vestido, preocupándose de destender la cama. Ni pensar en dormir con los nervios que tenía. Los minutos se le hacían eternos. Trató de leer, al rato tiró la revista, se levantó, se acostó de nuevo. Diez y media. Se sentó frente a la mesa que le servía de escritorio. El frasco vacío brillaba impecable bajo la luz de la lámpara. Su madre le había pegado una cinta adhesiva con el nombre y le había dejado un pedazo de papel para envolverlo. Es un fenómeno la vieja. Menos mal que la cosa es de madrugada. Siempre sentía un poco de vergüenza cuando tenía que andar por la calle con el
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frasco en la mano, derechito para que no se derramara y seguro de que todo el mundo sabía lo que contenía. Once y cuarto. Caminó un par de veces entre el escritorio y la puerta; temiendo que se sintiera el ruido volvió a meterse en la cama. Se despertó de golpe y se sentó para mirar el reloj. Una y diez. La pucha, pensó, me quedé dormido. Fue hasta la puerta y la abrió lo más despacio que pudo. Estuvo casi cinco minutos escuchando. El silencio era total. Volvió a cerrar, se puso el calzado y la campera, comprobó que tenía la cédula en el bolsillo de la camisa, envolvió con cuidado el frasco y, juntando coraje, salió a la oscuridad del resto de la casa. A tientas, pero sin hacer el más mínimo ruido, encontró el camino hasta la cancel. Cada dos o tres pasos se paraba a escuchar. El repiqueteo del corazón se le antojaba suficiente para despertar a todo el barrio. Cuando estuvo afuera se apoyó aliviado contra la pared. El frío le pegaba en la cara. El viento hacía bailar los focos de luz que colgaban en el centro de la calle. Menos mal, pensó, con esta noche no andan ni los perros. Recorrió casi corriendo las diez cuadras que separaban su casa de la de Margarita. Estaba sofocado cuando llegó a la esquina y se detuvo un rato para recuperar el aliento y asegurarse de que no había nadie a la vista. Luego, casi doblado en dos, caminó los últimos metros, bien pegado a la pared. Al ir a abrir la puerta le asaltó un nuevo temor. ¿Y si está cerrada? ¿Y si los viejos no se fueron, o volvieron antes de tiempo? Con los ojos cerrados probó el picaporte y la puerta se abrió, obediente. En un segundo estaba adentro. II Aquella noche fue para Pedro, durante muchos años, la mejor de su vida De madrugada se despertó sobresaltado y miró el reloj. Eran casi las cinco y media. El despertador no sonó, o yo no le di pelota. En un instante había salido del dormitorio y cruzado
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el pasillo hasta el baño. El agua fría en la cara terminó de despertarlo. Mientras acababa de vestirse observó a Margarita que, estirada en la cama, no lo había sentido y dormía con una sonrisa en los labios. Enternecido, la besó en la frente tratando de no despertarla. Al darse vuelta para salir vio un paquete que, solitario, resaltaba sobre la cómoda. Se había olvidado de usar el frasco. —¡Negra, Negra! -había desesperación en la voz mientras sacudía a Margarita por un hombro- me olvidé de mear en el frasco. —¿Eh? -Margarita no estaba despierta del todo- ¿Qué te pasa? —Que me olvidé de mear, Negra, que no tengo orina para el análisis, que no me van a dar la ficha, que el Flaco me mata, Negra. —¿Y por eso hacés tanto lío? Trae ese frasco para acá, que yo te lo arreglo enseguida. Pedro, con prudencia, se volvió hacia la pared. Llegó al hospital unos minutos pasadas las seis pero todavía no habían empezado a atender. En un gélido corredor, sentadas en bancos adosados a la pared, ocho o diez personas más ya estaban esperando. Se sentó junto a ellas sosteniendo el frasco con ambas manos y sintiendo, a través del papel, la tibieza del contenido. Cuando le tocó el turno contestó las preguntas de rutina: Pedro Walter Giménez Barrientos, 18 años, cédula 4132335-8, calle Artigas 560. Después lo midieron, lo pesaron, le tomaron la presión, lo auscultaron, lo pasaron por rayos, le sacaron sangre, le controlaron la dentadura y la visión y, por fin, le dijeron que volviera el lunes a retirar la ficha. Camino de vuelta, ya tranquilo, rememoró la noche anterior. Lástima que nunca voy a poder contarle a los muchachos nada de lo que pasó anoche. Mi Dios, qué noche. Cuando llegó por fin a la puerta de su casa, junto con los
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primeros rayos del sol naciente, una profunda sonrisa le iluminaba el rostro. III —Vengo a buscar mi ficha médica. —¿A nombre de quién? —Pedro Walter Giménez Barrientos El hombre buscó un par de veces en un fichero que tenía junto a la ventanilla. Después se fue para el interior de la oficina y al rato volvió con una carpeta. —Esta ficha no sale -le informó. —¿No sale? ¿Cómo que no sale? —No sale, no se te puede extender. —Pero, y ¿por qué? —¿Por qué? Porque acá dice que estás embarazado, pibe.
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Puntos de vista Todo estaba igual cuando Mario llegó esa tarde a su casa: era la misma la tristeza de los muebles, con sus maderas deslucidas y sus tapizados raídos; la misma la penumbra en que se encontraban sumidas las habitaciones de esa planta baja al fondo donde nunca llegaba la luz del sol; idéntica la fetidez reinante, en la que se entremezclaban las frituras del mediodía con el olor a humedad, el rancio aroma de cigarrillos apagados y otros tufos cuyo origen era imposible identificar. Se quitó el abrigo y lo arrojó sobre una silla. El silencio le confirmó que estaba solo. Era difícil que Sonia estuviera en casa a esa hora. El la comprendía, pensando en lo espantoso que sería pasar el día entero encerrada en la lobreguez de esa vivienda. Aunque ella jamás pronunciaba una palabra de queja, él sufría por no haber sido capaz de ofrecerle algo mejor, algo como lo que ella merecía. Esa mujer extraordinaria había iluminado su vida durante muchos años. Le había brindado todo su cariño, toda su comprensión, y había aceptado sin un solo reproche los sucesivos fracasos que jalonaron su existencia. Sintió pena por los dos, pensando en todo lo que podrían haber compartido si las cosas hubieran rodado de otra manera. Por suerte ella siempre encontraba algo que hacer cuando él estaba ausente, aunque fuera charlar con las vecinas de la cuadra, o con el almacenero o, en fin, con cualquiera que estuviera dispuesto a escucharla y darle, de paso, alguna jugosa información sobre la loca del cuarto “B” o el viudo del quinto “A”. Encendió el televisor y comenzó a mirar las noticias del día. Siempre lo mismo: robos, protestas, paros, funcionarios tratando de explicar lo inexplicable y, por supuesto, la estrella del momento contando cómo había hecho para cabecear el gol que había dado el triunfo a su equipo. Se sentía enormemente
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deprimido. Aprontó el mate, más por costumbre que por ganas. Buscó en el aparador la botella de licor, con la idea de servirse una copita. Desistió cuando vio que quedaba poco menos de la mitad. Luego, se sentó frente a la mesa, a esperar pacientemente el regreso de Sonia. Eran casi las nueve cuando ella llegó. Encontró a Mario sentado aún frente a la mesa, con las luces apagadas, vacío ya el termo, mirando la tele con cara de colosal aburrimiento. El aspecto de él, su lúgubre expresión y lo parco y desganado de su saludo estuvieron a punto de contagiarle la depresión. Pero se sobrepuso de inmediato. Apagó el televisor, encendió todas las luces de la habitación y puso en el combinado su LP de cumbias favorito. Mientras tarareaba alegremente, acomodó con mano hábil los almohadones de los sillones, enderezó algún cuadro, vació los ceniceros y, luego, siempre cantando, se sirvió un poco de licor de la botella medio llena y se sentó en su sillón favorito a recordar hasta en sus más mínimos detalles la estupenda tarde que había pasado en la cama con Esteban, el viudo del quinto “A”.
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Beatriz Ya anochecía y la playa estaba desierta cuando plegué la sombrilla y la silla y me dispuse a caminar las pocas cuadras que me separaban del hotel. Había anhelado esas vacaciones por mucho tiempo y ahora que estaban por terminar me resistía a desaprovechar un solo instante. Caminé despacio, disfrutando de la placidez del anochecer y de la agradable sensación de que nada me obligaba a apresurarme. Sobre la costanera y junto a modernos edificios de apartamentos, sobrevivían algunos viejos chalets de estilo indefinible que recordaban los tiempos en que el balneario había estado de moda y acentuaban el aura de nostalgia que lo identificaba. Una única confitería daba la nota distinta al paseo y al pasar frente a ella miré hacia dentro, más por costumbre que por curiosidad. Y allí, sentada a una mesa, estaba Beatriz. Dios, qué hermosa estaba. Con los años, la muchacha casi salvaje que yo había conocido se había transformado en una mujer espléndida, y su ansiedad de entonces había sido reemplazada por una expresión de profunda e inesperada serenidad. Por un instante pensé en entrar al lugar y acercarme a ella. La tentación de ver otra vez el insólito color violeta de sus ojos, de escuchar su voz, de sentir tal vez el calor de sus manos entre las mías fue de una fuerza tremenda, pero desistí casi de inmediato. En cambio, y aprovechando la oscuridad de la calle, me quedé un largo rato mirándola. Los recuerdos se amontonaban, y sentí que la emoción me apretaba la garganta. “Eramos tan jóvenes”, pensé, consciente de que estaba cayendo en una cursilería de la cual Beatriz, en otros tiempos, se habría burlado sin piedad. La había conocido hacía más de veinte años, en la
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Facultad. Recordé las clases interminables, los cafés en el bar de estudiantes donde no podíamos dejar de encontrarnos, la amistad que iba creciendo a medida que descubríamos nuevas afinidades, visiones comunes de la realidad, ansias también comunes de contribuir a cambiar el mundo y eliminar sus injusticias; la amistad que a los pocos días se transformó en amor. Vino después el verano en que la ausencia de nuestras familias y la excusa de tener que preparar un examen para febrero nos permitieron una convivencia con la que no nos habíamos atrevido ni siquiera a soñar. El apartamento de la familia de Beatriz estaba en un quinto piso sobre la rambla y en los largos atardeceres de verano, luego de mucho Vinicius, Elton John, Beatles o Carpenters, mate, libros y cigarrillos, nos sentábamos a contemplar el “río ancho como el mar”, con una copa de vino en la mano, demorando con morosidad el momento del encuentro físico que repetíamos noche a noche, como si cada una fuera la primera, o la última. Había durado un mes. A fines de enero regresaron nuestros padres y no tuvimos más remedio que volver a la antigua rutina de encuentros furtivos. Hasta que, en los primeros días de abril, Beatriz desapareció. De un día para otro dejó de asistir a Facultad. Sus padres me informaron con ambigüedad acerca de un repentino quebranto de salud y la recomendación médica de una temporada en el campo, lo que intuí que no era cierto. Me desconcertaba aquel irse repentino, sin una sola palabra de despedida, para el que no encontraba explicación. Pero al poco tiempo tuve que admitir mi impotencia para averiguar qué había ocurrido en realidad. Después de dos meses de una angustia casi insoportable, y a través de un amigo común que había viajado a Europa, recibí una carta de ella en la que, además de pedirme disculpas por la manera en que había desaparecido (“por tu seguridad era mejor que nadie te viera conmigo”) me explicaba que -junto con algunos otros compañeros de “la organización”- habían resuelto
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irse del país de inmediato porque alguien había hablado y temían ser detenidos en cualquier momento. De modo que me estaba escribiendo desde Suecia, adonde había llegado luego de un largo periplo y donde le habían dado un status similar al de asilado político. Estaba alojada, contaba, en casa de una familia que la trataba con afecto pero no me enviaba su dirección “por razones de prudencia”. Junto a la alegría de saber que estaba bien, me asombró no haber advertido hasta qué grado estaba Beatriz involucrada en esos movimientos a los que nos sentíamos afines pero en los cuales nunca hubiera imaginado que ella tenía un compromiso tan serio como para obligarla a irse del país. Pensé que era muy probable que nunca la volviera a ver. Los meses siguientes fueron de una tremenda angustia; luego, comencé a tratar de olvidar aquello que, sin embargo, yo sabía que era inolvidable. Los recuerdos me acompañaron el resto del camino hasta el hotel, adonde llegué agitada y conmovida aún por el encuentro. Juan Carlos, mi marido, estaba en el hall mirando televisión. Al verme, señaló con pretendida ironía la esfera de su reloj pulsera, como hacía cada vez que deseaba destacar mis tardanzas. Le sonreí desde la puerta y comencé a subir las escaleras que llevaban a las habitaciones.
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Las confesiones de Sancho Panza Me dice usted, señor cura, que el matrimonio es cosa de Dios, quien ha querido que hombre y mujer vivan en tan santa unión, y traigan al mundo cuantos hijos puedan para mayor gloria del Creador. Pues bien se ve, señor cura, que ni usted ni Dios están casados con la Juana Gutiérrez, ni tienen que soportar a tres chiquillos que si para algo sirven es para ensuciarlo todo, y comer cuanta cosa encuentran. Porque ha de saber usted que mi Juana gusta de mandar como un capitán, y todo el día me está indicando qué cosas debo hacer, y regañándome porque dice que las hago mal, y llamándome holgazán cuando no cosas peores, y repitiéndome su “oíslo, marido, oíslo” que me tiene a mí hasta las orejas. Por eso cuando el vecino de la villa que todos conocen como Alonso Quijano, o Quijada, y que a sí mismo se hace llamar Don Quijote, vino a requerirme para que fuera su escudero, y me explicó cuáles eran los deberes y beneficios de esta condición, y me prometió que en poco tiempo podría hacerme gobernador de una ínsula o reino que juntos conquistaríamos, poco dudé en aceptar su ofrecimiento. Y fue así como una madrugada, bien llenas mis alforjas de comida para varios días, y mi bota del vino necesario para acompañarla, y sin que la Juana se enterase, porque bien seguro que me lo habría impedido, partimos con el dicho caballero, montado él en un jamelgo que daba lástima por viejo y flaco, y yo en mi fiel burro que me acompaña y traslada desde hace años. No pareció muy conforme el señor Quijote cuando me vio montando un asno, por más que yo le explicara que era la única cabalgadura de que disponía, y me prometió que sería mía la montura del primer caballero que derrotase en el camino de aventuras que estábamos emprendiendo. A mí ya me parecía, en parte por su aspecto, pero
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especialmente por las cosas que decía y el modo en que lo hacía, que mi amo tenía un poco revuelta la sesera. Pero pensé que no era la suya locura peligrosa, sino daño causado por la mucha lectura, algo que como usted sabe a nadie conviene. Por eso me alarmé cuando, llegado que hubimos a primera hora de la mañana a un prado donde se levantan varios molinos de viento, de esos que sirven para moler el trigo y fabricar la harina, comenzó Don Quijote a decirme que se trataba de desaforados gigantes a los que se aprestaba a derrotar en desigual batalla. Traté yo de convencerlo de que los gigantes que él mentaba no eran tales, sino como he dicho simples molinos de viento, pero no quiso el caballero escuchar razones. Y fue así como de golpe espoleó a su pobre caballo y, con la lanza en ristre, acometió contra el que tenía más cerca. Quiso la mala fortuna que en ese momento comenzara a soplar una fuerte brisa y moviera el molino sus enormes aspas, de modo que cuando mi amo ensartó con fiereza a una de ellas, de ella quedó prendido y comenzaron, él y su rocín, a elevarse junto con la movediza pala hasta que, rota en mil pedazos la antigua pica, cayó él al suelo con gran estruendo de las latas de su armadura. Corrí hasta él con ánimo de socorrerlo, ya que el pobre hombre no podía moverse. Y cuando le repetí mi advertencia de que no se trataba de desaforados gigantes sino de molinos de viento, me respondió que un tal mago Festón o algo así, a quien yo nunca había oído nombrar, era quien -para perjudicarle- había transformado a los gigantes en molinos. Nada dije, porque nada sé de magos ni de encantamientos y. cumpliendo con mis deberes de escudero, ayudé a mi amo a montar nuevamente en su destartalado caballo, y juntos reanudamos el camino hacia un lugar llamado Puerto Lápice, que era adonde él deseaba llegar. Así que ya ve, señor cura, que no fue muy venturoso el comienzo de mi vida de escudero, a la que como me ha dicho usted con sabiduría me arrastró el demonio por mi loca ambición de verme coronado rey o príncipe, sin olvidar mis ansias de ale-
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jarme de la Juana y los críos; pero ya le contaré más adelante otros lances que viví junto a mi amo, que nada envidian al que acabo de relatarle.
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Sobre cálculos y azares La siguiente carta fue encontrada junto al cuerpo de Facundo Pizarro, quien se quitó la vida mediante un disparo en la cabeza el 28 de octubre último: “El cálculo vence al azar”. La frase, que él atribuía a Napoleón, era la favorita de mi tío Ernesto. Porque creía firmemente en ella estaba convencido de que algún día provocaría la bancarrota de las más famosas ruletas del mundo. Para ello dedicaba largas horas a llenar, con sus apretados números, innumerables hojas de papel cuadriculado, que luego cotejaba con estadísticas del casino de Montecarlo que vendían por ese entonces en algunas agencias de lotería. El pobre murió de un infarto antes de poder probar en el terreno de la práctica su invencible martingala, aunque feliz con el sueño de su segura fortuna. Pero esa es otra historia. El hecho es que, de tanto oírsela repetir, la máxima napoleónica caló muy hondo en mí. Por eso, cuando me dispuse a cometer mi primer delito serio, algo que fuera más allá de la simple rapiña o del sorpresivo arrebato, decidí no dejar nada librado al azar. El primer paso era definir cuál sería ese delito. Debía ser algo notable, algo que saliera de lo común y que por ello mereciera el comentario general y provocara el general desconcierto. Me atraía la fama, aún cuando fuera anónima. Me excitaba la perspectiva de acaparar por un tiempo los titulares de los diarios, los comentarios de la radio y la tele y, sobre todo, el admirado asombro de los investigadores. Fue por eso que, después de desechar múltiples alternativas, me decidí por el secuestro del Presidente del Banco Nacional. Aunque no era la codicia lo que me impulsaba, no dejé de pensar en la posibilidad de algún importante rescate o
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recompensa. Pero mi objetivo primordial era hacer desaparecer por un par de días a uno de los personajes más notables del país, para demostrar así que una bien calculada estrategia puede burlar los controles más estrictos. En segundo término, debía resolver si acometería solo la empresa o si me convenía incorporar algún cómplice. Pronto descarté esta segunda posibilidad. Uno puede controlar su propia torpeza; es imposible hacerlo con la de los demás. Un error, por pequeño que fuera, podía hacer fracasar todo el intento, y ese era un riesgo que yo no estaba dispuesto a correr. “El cálculo vence al azar”. La frase me seguía repicando en la cabeza. Me dediqué pues a lo que ahora se ha dado en llamar “trabajo de inteligencia”. Tras quince días de estricta vigilancia, llegué a conocer al dedillo las costumbres de mi futura víctima. De lunes a viernes, sus horarios eran invariables. Salía de su casa a las ocho y cinco minutos y abordaba el automóvil oficial que le estaba aguardando. Tenía una custodia policial permanente, que no sólo vigilaba los accesos a su mansión sino que, cuando salía, le seguía en un patrullero. Pasaba el día en el Banco, donde almorzaba, y llegaba de regreso a las veinte en punto, acompañado siempre por el coche policial. En pocos días, pues, había confirmado la regularidad de estos movimientos. Los que complicaron las cosas, y prolongaron mis investigaciones por más de tres meses, fueron los fines de semana. Durante ellos, el comportamiento de mi futura víctima era totalmente errático. Tan pronto salía un viernes de tarde con toda su familia hacia una quinta que tenía en las cercanías de la ciudad como permanecía encerrado en la casa sin recibir a nadie, o dedicaba las tardes a concurrir al hipódromo o a algún espectáculo deportivo. La custodia lo acompañaba invariablemente en estas ocasiones. Por fin, luego de probar mi paciencia a lo largo de más de doce semanas, tuve mi recompensa. Dentro de esa desconcertante imprevisibilidad, había algo que se repetía regularmente.
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En la tarde del tercer sábado de cada mes, mi hombre visitaba un apartamento ubicado en uno de los barrios más coquetos de la ciudad, y se quedaba allí hasta cerca de la medianoche. Y se desplazaba solo, sin custodia que lo acompañara ni patrullero que lo siguiera. No me costó mucho averiguar que en ese apartamento vivía su secretaria, y que la relación entre ellos iba más allá de lo meramente profesional. Era “vox populi” en todo el Banco Nacional que eran amantes. “El cálculo vence al azar”, me dije. Había descubierto por fin el punto débil. Esas visitas eran, sin duda, la oportunidad que venía buscando. Ya tenía perfectamente diseñado y calculado todo el aspecto operativo. Podía agregar ahora, por fin, el lugar y la hora. Fijé la fecha para el tercer sábado de octubre. Ese día, a las once en punto, me aposté a pocos metros de la puerta del edificio de marras con un automóvil que había “levantado” quince minutos antes, y esperé pacientemente la salida de mi hombre. Ella se produjo a las once y diecisiete. Se le veía distendido, con una sonrisa en los labios, algo despeinado y completamente ajeno a lo que pasaba a su alrededor. Bajé rápidamente, cubierto mi rostro con un viejo pasamontañas, tomé al personaje por un brazo y, haciéndole sentir el cañón de mi revólver contra el cuerpo, lo obligué a subir al auto. Ninguno de los dos pronunció una sola palabra, ni hizo él intento alguno de oponer resistencia. Consulté mi cronómetro. Toda la operación no había demorado más de noventa segundos, el tiempo exacto que había calculado. Puse el coche en marcha, siempre encañonando a mi víctima con mi revólver. El pobre hombre se había acurrucado contra la ventanilla, lo más lejos posible de mí, y parecía un muñeco abandonado, una marioneta a la que se le han cortado los piolines, como si de pronto sus huesos se hubieran licuado y no sostuvieran más ese cuerpo que con tanta soberbia lucía normalmente. Inicié la marcha hacia el aguantadero donde pensaba retenerlo durante los próximos días, una casilla aban-
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donada de un asentamiento de las afueras que me había sido cedida, sin hacer muchas preguntas, por un antiguo compañero de rapiñas. No había recorrido más de tres cuadras cuando el motor se detuvo. Traté en vano de hacerlo arrancar nuevamente. Luego, con terror, comprobé que el marcador del combustible indicaba que el tanque estaba vacío. Renegué de mi propia imbecilidad. Era lo único que no había calculado ni previsto. Permanecí más de quince minutos buscando soluciones que no encontraba. No podía ir hasta una estación de servicio dejando solo a mi acompañante, ni podía llevarlo conmigo corriendo el riesgo de que alguien lo reconociera. El cerebro me funcionaba a cien por hora. Después de un largo rato, bajé resignado el arma e inclinándome para abrirle la portezuela, invité a mi sorprendido rehén a bajar del coche. Me miró atónito, pareció dudar por un instante, y aceptó luego mi invitación. Una vez en la vereda, comenzó a correr hacia donde había quedado su propio vehículo, sin mirar ni una sola vez hacia donde yo me encontraba. Desapareció por la primera esquina que encontró. “El cálculo vence al azar”. Maldije a Napoleón, a mi tío Ernesto, y a mi propia estupidez. Y decidí, calculando todos los detalles, sin dejar nada librado al azar, terminar con una vida capaz de propinarme tan infamantes frustraciones. Facundo Pizarro 21/08/05
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Se sienta frente a mí todas las mañanas Se sienta frente a mí todas las mañanas, en el otro extremo de la larga mesa donde desayunamos. Antes, se acerca a darme un beso en la frente, un beso indiferente y formal. Murmura un ritual “Buenos días, querida” en el que la falta de todo tipo de entonación denuncia su total indiferencia. Siempre llega recién bañado, afeitado, oliendo a lavanda, e impecable en uno de sus trajes hechos a medida por uno de los mejores sastres de la ciudad. Cuando la mucama le acerca la bandeja, se sirve el café, siempre la misma cantidad exacta, le agrega algunas gotas de leche tibia, y edulcorante, por supuesto. Come un par de tostadas sin manteca ni mermelada. Después de esta pequeña ceremonia, se escuda detrás del diario de la mañana, al que dedica una buena media hora. Por fin, se levanta, se acomoda la ropa con toda prolijidad y se despide con otro ritual “Hasta luego, querida. No creo volver a mediodía”. Compartimos pocos momentos. Yo ya estoy acostumbrada a ello. O resignada, tal vez. Antes era distinto. ¿Antes de qué?, me dirás. No lo sé. No hubo ningún acontecimiento extraordinario en nuestra vida, ninguna bisagra que marcara un “antes” y un “después”. Sólo una serie de cambios casi imperceptibles, un gesto hoy, una palabra otro día, en fin, un deterioro lento pero inexorable de todas esas pequeñas cosas sobre las que se construye una convivencia. ¿Falta de amor? Tampoco lo sé. Creo que no. Desde luego, no hay ya más pasión entre nosotros. Tú sabes que la pasión dura unos pocos meses o, en el mejor de los casos, unos pocos años. Pero, por suerte, el amor no está hecho solamente de pasión. Cuando ella muere, suele quedar una suerte de complicidad hecha de recuerdos compartidos, de proyectos que te permiten
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soñar durante un tiempo, de miradas que dicen más que mil palabras, de códigos que sólo nosotros comprendemos. “Debe tener alguna amante”, me dices. Con seguridad que sí. Siempre fue un hombre orgulloso de su sexualidad; la ejercía con sabiduría, sin duda, pero también con una gran delicadeza. A mí me enseñó mucho, me ayudó a destruir tabúes y temores, a disfrutar plenamente. Pero esto también era “antes”. Hace años que no hacemos el amor. Poco a poco nuestras relaciones se fueron espaciando hasta desaparecer por completo. Poca distancia hubo entonces hasta las camas individuales y, por fin, los dormitorios separados. Lo más curioso de todo es que en ningún momento nos sentamos a conversar acerca de lo que nos estaba ocurriendo. A mí me faltó el coraje para hacerlo; a él, pienso, no le interesaba debatir el tema. Así, mientras todo se derrumbaba, seguíamos representando frente a los demás nuestra comedia del matrimonio feliz. Hacíamos una vida social muy intensa, con salidas y reuniones casi permanentes con nuestros amigos. ¿Si he sufrido mucho? Tal vez. Sobre todo por la sensación de fracaso, pensando en lo que podría haber sido mi vida y en lo que era en la realidad. Frustración, si quieres llamarlo así. Pensé que al conocerte todo cambiaría. Es cierto, mucho ha cambiado. Contigo me reencontré con la pasión, por algún tiempo creí que también con el amor. Pero ahora veo que no. Tal vez soy incapaz de amar. Pero no quiero analizar más. Ni quiero perder más tiempo. Vení, acostate aquí a mi lado, dentro de una hora me tengo que ir.
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El viaje El tren había salido a la hora exacta, lo que no dejaba de ser asombroso. Era una formación de seis vagones relucientes, con cómodos asientos tapizados en cuero y amplio espacio para estirar las piernas. Lo arrastraba, sin embargo, una de esas viejas locomotoras a vapor que no circulaban desde varios años atrás. Andrés la observó con curiosidad. En verdad nunca había visto algo semejante más que en fotografías. Tenía unos diez metros de largo y se sustentaba sobre tres pares de enormes ruedas conectadas entre sí por una intrincada maraña de planchas de hierro. Coronaban su parte delantera una chimenea de regular altura y una brillante cúpula cuya función no pudo imaginar. Detrás de la cabina donde se encontraba el conductor, había una suerte de cajón de hierro lleno de carbón de coke. Dispuesta a emprender la marcha, los sonidos que emitía y el vapor que escapaba por sus costados evocaban algún monstruo legendario a punto de acometer contra una víctima indefensa. Ahora hacía un par de horas que habían partido. La noche serena y sin luna, el monótono traqueteo del tren, la penumbra del vagón y el silencio de los demás pasajeros, invitaban a dormir. Andrés iba en uno de los últimos asientos. No tenía sueño. Pensó en el tedio que le aguardaba, sin un libro, un diario o una revista que le ayudaran a matar el tiempo. La primera ventanilla se abrió en el momento en que cruzaban sobre un puente y el ruido del tren era mayor. Fue la tercera contando desde el frente del vagón. Junto a ella iba sentada una muchacha joven, de no más de veinte años, rubia, bonita, de aspecto inocente, a la que Andrés había observado sin mayor interés al pasar junto a ella por el pasillo. En ese momento la chica estaba, con seguridad, dormida y no llegó a comprender qué le estaba ocurriendo cuando una suerte de mano invisible pareció arrancarla de su asiento y lanzarla con fuerza a través de la ventanilla abierta. Andrés se puso de pie de un salto y corrió hacia
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donde había estado la muchacha. Otros pasajeros hicieron lo mismo y en un minuto el pasillo estaba lleno de gente que observaba, en incrédulo silencio, cómo la ventanilla volvía a cerrarse con toda suavidad junto al asiento ahora vacío. A la sorpresa del primer momento siguió una sensación de temor que hizo enmudecer a todos y que los paralizó de tal manera que nadie atinaba a hacer nada. Un hombre mayor, que viajaba en el primer asiento, corrió hacia la puerta que comunicaba con el vagón contiguo. Su esfuerzo por abrirla resultó inútil. Andrés vio cerca de él una manija con un letrero de letras rojas que indicaba “En caso de emergencia accione esta palanca”. Se aferró a ella con todas sus fuerzas pero no logró moverla ni un milímetro. “Nadie se ocupa de comprobar que estas cosas funcionen”, pensó. De pronto todos comenzaron a hablar al mismo tiempo. Cada uno manejaba una teoría diferente acerca de lo que había ocurrido, y se habló sin lógica alguna de suicidio, de crimen, de diferencias de presión, de la altura, de imprudencia, del destino, de lo inexplicable. El anciano insistía en su afán de abrir la puerta, y Andrés seguía procurando accionar la palanca de la alarma; ambos sin éxito. Cuando treinta minutos más tarde se abrió la segunda ventanilla y desapareció por ella un hombre corpulento, macizo, sólido, con aspecto de reciente prosperidad, que viajaba solo mordisqueando una pipa apagada y explotando cada tanto en fuertes accesos de tos, el espanto comenzó a apoderarse del resto del pasaje. Una vez más la ventanilla se cerró con toda suavidad, sin ruido. Los pasajeros volvieron en silencio a sus asientos, y en sus rostros se reflejaba el desconcierto que nace del temor a lo misterioso. Todos evitaron la proximidad de las ventanillas y, sentados junto al pasillo, se aferraban con todas sus fuerzas a los posabrazos de madera. Nadie hablaba. Simplemente se miraban unos a otros, esperando el momento (que intuían inevitable) en que otra ventanilla se abriera y otro de ellos desapareciera en la noche. Andrés no recordaba haber sentido
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nada parecido en toda su vida. El corazón le latía con tal fuerza que podía sentir en su cabeza su alocado ritmo. Tenía una piedra en el estómago, le resultaba difícil tragar, le temblaban manos y piernas, los ojos parecían prontos a salirse de sus órbitas, el frío lo atenazaba. El hombre de la puerta había desistido y estaba sentado con la cabeza entre las manos, todo el cuerpo sacudido como la hoja de un árbol en plena tormenta. Cada tanto hería la noche el silbido de la locomotora, agudo, estridente, destemplado, áspero, penetrante. El tren parecía haber alcanzado una velocidad extraordinaria, y vieron con asombro cómo pasaba sin detenerse por las pequeñas estaciones de campaña que encontraba en su camino. En la siguiente media hora, la ventanilla se abrió tres veces más y volvió a cerrarse otras tantas, después de haberse tragado a la señora de verde del tercer asiento, al anciano que había luchado con la puerta y a un joven con aspecto de deportista cuyos esfuerzos por ocultar el temor que lo dominaba habían resultado inútiles. A pesar de la penumbra que reinaba en el vagón, Andrés atinó a hacer un rápido recuento de los sobrevivientes. Eran cuatro, sin contarse a sí mismo. Había una pareja de edad madura que se tomaba las manos a través del pasillo. La mujer tenía los ojos cerrados y sus labios se movían ligeramente, como rezando. El hombre la miraba sin pestañear, pálido con una palidez que Andrés sólo creía posible en la muerte, curvados los labios en una expresión de infinita tristeza. Ellos fueron los próximos. Salieron por la ventanilla así, tomados de la mano, sin proferir un solo grito, y la noche se los tragó de golpe como si nunca hubieran existido. Le tocó después el turno a la madre que, aferrada a un niño de pecho, lloraba en silencio en el asiento contiguo al de Andrés. Cuando comprendió que había quedado solo, cruzó fuertemente sus brazos, cerró los ojos y, mientras sentía que un líquido cálido le bajaba a lo largo de una de sus piernas, comenzó a pedir, a rogar, a suplicar, a implorar, a clamar por que la ventanilla se abriera por fin por última vez.
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El bacán Siempre envidié a los tipos que se levantan tarde. Para mí poder salir de la cama a las once o doce de la mañana era un símbolo de bacanismo, algo que sólo podían permitirse los muy ricos o los muy afortunados. Sería tal vez porque desde que empecé a ir a la escuela hasta el año pasado, en que casi a los setenta logré por fin jubilarme, toda mi vida me levanté a las siete en punto. De manera que, sin tener muchos otros atributos para sentirme un bacán, porque la guita me alcanza apenas, empilcho con bastante modestia y de minas ni hablar, decidí que por lo menos podría levantarme cerca del mediodía, lo que sin duda mejoraría notablemente mi status, como quien dice, al abandonar por fin mis horarios de proletario y comenzar una nueva vida de bacán. Así que archivé el despertador en el último cajón de la cómoda y, para estar más seguro, me quedé como hasta la una de la mañana mirando la tele, aunque podría haber aprovechado mejor mi tiempo haciendo cualquier otra cosa. Pero a la mañana siguiente, justito a las siete, estaba con los ojos como el dos de oro, como si el tacho hubiera sonado con la puntualidad de siempre. Me di vuelta en la cama, me volví a acomodar las frazadas, y cerré los ojos decidido a retomar el sueño interrumpido. Me faltaban como cuatro horas para levantarme a una hora que resultara decente en mi nueva condición de bacán. Ensayé todos los métodos de los que había oído hablar, desde contar ovejas -lo que viene a ser una tremenda pelotudez- hasta respirar hondo, llenando la barriga de aire, que es un sistema que oí que usan los hindúes, pero que hará dormir en la India porque a mí no me dio ningún resultado. Estuve como una hora o más dándome vueltas para un lado y para el otro, y por fin me levanté cuando no eran todavía las ocho y media y, resignado, me apronté el mate y me puse a escuchar la radio.
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Y entre mate y mate me puse a pensar que no es tan fácil ser un bacán. Cuando uno nace grasa, y ha vivido como grasa toda la vida, es muy difícil venirse de repente bacán, aunque más no sea por levantarse a las once de la mañana. Como se dice de muchas otras condiciones, bacán se nace, no se hace. Y entonces, abandonada mi pretensión de bacanismo, me empecé a preguntar para qué carajo sirve ser un bacán. Ya sé que me van a decir que hice las de la zorra, que como no podía alcanzar las uvas dijo que estaban verdes. Capaz que sí. Pero la cosa es que fui recordando de a uno a los bacanes, bacanes que había conocido, desde el dueño de la fábrica hasta el veterano que pasa todos los días frente a casa en una máquina que parece de esas de fórmula uno. Me acordé así de un compañero de colegio que la familia tenía mucha guita y vivía en uno de los barrios más cajetillas de la ciudad, y venía al cole manejando su propio auto, o sea que tenía todas las condiciones como para convertirse en un verdadero bacán. Después me enteré que se había escrachado con el auto camino a Mar del Plata, una madrugada en que había salido de Buenos Aires con dos o tres amigos y unas minas, después de tomar unas cuantas copas en un cabaroto. Y del doctor Jiménez, un abogado que tenía una pinta que mama mía y empilchaba todo a medida, me imagino que hasta las corbatas y las medias, y era famoso en los tribunales porque siempre defendía a ricachos que se habían metido en líos y les cobraba una fortuna por cada año de cárcel que les sacaba de encima. Ese sí que tenía a su disposición todas las minas que quisiera, y sin garparles ni un solo mango, porque lo seguían como las moscas. Y sin embargo se vino a enamorar de una turra que hacía con él lo que quería, y que al final le metió los cuernos con uno que laburaba de actor de teatro, y el doctor se agarró tal depresión que terminó pegándose un tiro. Y después estaba el Mario, que yo lo conocí de casualidad una noche que me invitaron a un boliche de lujo. El Mario era otro niño bien, pero era un gran tipo, sencillo y amigo de todo el mundo. Nunca había estudiado piano, pero lo tocaba como los dioses, y hasta se comen-
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taba que había compuesto la melodía de dos o tres tangos que después se los regaló a Fresedo, que era muy amigo suyo, para que los terminara de acomodar y los tocara como propios. El caso es que el Mario se gastó toda la guita que había heredado porque, eso sí, odiaba el laburo, y terminó internado en un geriátrico, más loco que una gallina atada de la cola, diciendo que él era el autor de La Cumparsita, y sin otra compañía que la de otros chiflados como él. Así que después de todo, pensé, el ser un bacán tiene también sus inconvenientes, porque si a todos estos que habían sido bacanes desde chiquititos les habían pasado las cosas que les pasaron, capaz que para mí era peligroso venirme bacán a mi edad, sin ningún entrenamiento previo. Por eso, me sigo levantando todos los días a las siete, me preparo el mate, escucho la radio, y trato de conformarme pensando que el que nace para desgraciado es al ñudo que trate de levantarse tarde.
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El pirata y la niña —¿Qué haces en mi casa? La pregunta, inesperada, me alarmó. Estaba visitando, cerca de Santa Cruz de Tenerife, una vieja construcción de gruesos muros de piedra que la tradición señalaba como la casa natal -y refugio final- de quien fuera conocido como el último pirata, Ángel García, el temible “Cabeza de Perro”. Me volví hacia quien había hablado. Era un anciano grueso y rechoncho, de nariz chata, ojos pequeños y hundidos, boca larga con separados dientes, cabello trigueño y monstruosa cabeza deformada por enormes protuberancias. Estaba sentado en una de las pocas sillas que adornaban el salón. Contesté con otra pregunta: —¿Quién sos vos? Por un momento pareció no comprender mi rioplatense básico. —Sería muy largo explicarlo -respondió.- Pero te diré algo: he sido el dueño de esta casa, en ella nací, en ella sufrí como niño el maltrato de mis padres, y en ella me refugié toda vez que, perseguido por la justicia, me pareció prudente ocultarme por un tiempo. —¿Querés hacerme creer que vos sos Ángel García, el Cabeza de Perro? Mirá que no soy tan idiota. Yo sé que hace muchos años que está muerto. -respondí. No pude evitar cierto aire de suficiencia. —Sí, es cierto que mi cuerpo fue ajusticiado un lunes a las cinco de la madrugada en los Molinos de los Anacletos. Pero los hombres no somos sólo cuerpo. Y lo que en mí no murió aquel lunes a las cinco de la madrugada, habita desde entonces en esta casa, y lo hará hasta que pueda olvidar. —¿Qué querés olvidar? -pregunté, ya en un tono más amable. —Una noche de luna llena en alta mar, un barco que se
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hunde y una niña que llora entre las olas. —No te entiendo, dije. Suspiró, como haciendo acopio de paciencia. —Si has llegado hasta aquí -dijo luego- es porque sabes algo acerca de Cabeza de Perro. Y sabrás sin duda que, desde los tiempos de Barba Negra, no ha habido en los mares de las Antillas capitán más audaz ni pirata más cruel que yo. Guardó silencio por un instante, distraído quizá por sus recuerdos. Luego prosiguió, con una tenue sonrisa dibujada en los labios: —Los buques mercantes sólo arriesgaban encontrarse conmigo cuando no podían evitarlo. Sabían que un ataque de mi parte significaba la muerte segura, de la que no escapaban ni mujeres, ni ancianos ni niños. —Parecés orgulloso de esas atrocidades -le dije. —Lo estoy. Eran épocas maravillosas. Yo era el dueño de los mares. Y cuando tocábamos tierra, bebíamos hasta saciarnos, y hasta saciarnos disfrutábamos de las mujeres más hermosas de las islas. Tú no sabes lo que significa saberse poderoso y temido, odiado por muchos y adorado por una tripulación de hombres excepcionales, como no se ven en estos días. —¿Nunca tuviste miedo? —No. Esa palabra jamás significó nada para mí. Al contrario, cada encuentro parecía darme más coraje y mayor audacia. Llegó un momento en que no soportaba más de dos o tres días sin ver brillar la sangre de mis víctimas bajo el sol del Caribe. —No me explico entonces por qué decidiste de pronto vender tu embarcación y venir a refugiarte en esta casa, de la que guardás tan tristes recuerdos. —Porque hubo una noche de luna llena en alta mar, y en ella un barco que se hundía y una niña que lloraba. —Sigo sin entender. —A ver si comprendes. Era un tiempo en que mejicanos y cubanos huían de sus países, acosados por disturbios políticos. Y los ricos llevaban consigo cuanto podían de sus riquezas. Yo
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los perseguía con El Invencible, el bergantín más veloz que navegara entonces por esas aguas. No había barco que se me escapara. Después de un rápido abordaje, sometíamos a la tripulación y a los pasajeros y trasbordábamos a nuestro esquife todo lo de valor que hubiera en la nave asaltada. Por fin, pasábamos a degüello a cuanta persona había a bordo y hundíamos a nuestra presa. —¿Nunca sentiste piedad? —No, la piedad no tenía lugar en nuestros corazones. —¿Y qué ocurrió que te hiciera abandonar esa vida aparentemente tan divertida para vos? —Una tarde asaltamos a El Audaz, que viajaba de La Habana a Nueva York. Repetimos la misma rutina de siempre. Pero cuando estábamos por abandonar el barco, descubrimos a una madre y su pequeña hija que, escondidas en lo más recóndito de una de las bodegas, habían escapado de nuestros cuchillos. Furioso, las hice arrojar al agua desde uno de los botes que nos llevaba de regreso a El Invencible. —Qué hijo de puta. -El insulto salió de lo más profundo de mi corazón. No hizo caso de mi intervención, y continuó con sus recuerdos. —Ya a bordo de mi bergantín comenzamos a alejarnos del barco asaltado. Desde la toldilla de popa, a la luz de una luna llena que cubría con un manto de plata las serenas aguas del mar, yo veía cómo El Audaz se hundía lentamente. Entonces observé, a mitad de camino entre ambas naves, una espuma más blanca que la espuma, un revuelo, un temblor, y oí la voz de la niña llamando a su madre. “Mamá, mamá...” Probablemente los faldones de su vestido y su poco peso habían hecho que se mantuviera a flote. “Mamá, mamá…” El llamado se hizo cada vez más débil y lejano, hasta que se perdió en la noche. Por primera vez me pareció adivinar en su voz algo parecido a la emoción. Después de un momento de silencio, prosiguió: —Desde entonces odio al mar, odio a las naves, y odio a los niños.
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El sueño de Morales La primera vez en muchos años que Morales supo que por la noche había soñado fue una mañana de enero, al despertarse en una triste habitación de fonda en un pueblo del norte de Cerro Largo. Había llegado la tarde anterior en un ómnibus tardío, envuelto en una nube de tierra que hacía que el aire fuera casi irrespirable, y había buscado alojamiento de inmediato, sin comer más que un magro refuerzo y deseando desesperadamente un lugar donde descansar. Su sueño había sido muy claro y preciso, y recordaba o creía recordar todos sus detalles con total nitidez. Caminaba con su valija a cuestas por una típica calle pueblerina, protegido del calor por la sombra de las dos hileras de plátanos que crecían en las veredas. Al golpear a la puerta más cercana, le abrió una mujer de una belleza deslumbrante. Morales permaneció un momento en silencio, admirando a esa criatura maravillosa que nada tenía que ver con el medio que la rodeaba. Cuando iba a comenzar con su discurso habitual y antes de que pudiera pronunciar el ritual “Buenos días, señora”, despertó. Morales había perdido su puesto en el Banco durante una de esas feroces huelgas de principios de los ‘70, y desde entonces ensayó las más variadas maneras de ganarse la vida. Era imposible a su edad, rozando ya los 50, conseguir un empleo decente. Así que hizo de todo un poco, desde barrer oficinas para una empresa de limpieza hasta cuidar autos en la Plaza Independencia. Su cuñado, a través de algunas relaciones, le consiguió por fin ese corretaje de libros que mal que mal le había permitido sobrevivir durante los dos últimos meses. Claro que era un laburo jodido. Tenía que recorrer todo el interior, desde las capitales hasta los pueblitos más insignificantes, llevando a cuestas una valija que pesaba como una tonelada, visitando casa por casa y repitiendo siempre la misma cantinela:
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“Buenos días, señora” -o “señor”, según fuera el caso-. “Permítame unos minutos de su precioso tiempo. Vengo a ofrecerle una única oportunidad para obsequiar a sus hijos la última y más completa enciclopedia mundial, con las más recientes novedades del arte y la ciencia, con la historia y la geografía del mundo antiguo y moderno...” y bla, bla, bla. Se consideraba afortunado si no le cerraban la puerta en las narices. Cuando lograba vender aunque fuera una de esas mamotréticas colecciones, festejaba agregando una pequeña botella de cerveza a su austera cena. Llegar por fin a una cama al culminar cada jornada era para él como una bendición. Caía rendido, y se sumía en un sueño profundo que sólo interrumpía el sonido del despertador que lo condenaba a un nuevo día de esa agotadora rutina. Siempre se despertaba un poco desconcertado. El deambular casi diario de hotelucho en hotelucho hacía que le costara reconocer la habitación y recordar dónde estaba. Se levantaba de mal humor, dolorido todavía por el esfuerzo del día anterior que la incomodidad de esas precarias camas deformadas por el tiempo y el mucho uso no lograba borrar. Mientras desayunaba, recordó, entre asombrado y divertido, su sueño de la noche anterior. Luego salió a enfrentar la tarea de todos los días. No conocía el pueblito, apenas unas veinte manzanas, y comenzó a recorrerlo al azar. Al llegar a la primera esquina se quedó estupefacto. Tenía ante sí la calle con la que había soñado. Eran las mismas las veredas desparejas, los mismos los adoquines que cubrían la calzada, las mismas las casas orgullosamente modestas, los mismos los plátanos que atenuaban con su sombra el calor, ya intenso a esa hora de la mañana. Por unos minutos no pudo moverse. Aquello no podía ser, no tenía explicación. Nunca le había pasado algo así. Nunca había creído en los cuentos de quinielas ganadas por haber soñado con el vino, los tomates o la cárcel, ni en advertencias
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del más allá ni, en fin, en ninguna de esas tontas supercherías de viejas ignorantes que tantas veces había escuchado en su vida. Se puso por fin en movimiento. Al golpear a la puerta más cercana, le abrió una mujer de una belleza deslumbrante. Morales permaneció un momento en silencio, admirando a esa criatura maravillosa que nada tenía que ver con el medio que la rodeaba. Cuando iba a comenzar con su discurso habitual y antes de que pudiera pronunciar el ritual “Buenos días, señora”, despertó.
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La vida y el tango Domingo 20 de noviembre Un día que parecía no terminar nunca. Un domingo distinto a todos los anteriores. Me levanté tarde y tomé, en la novedosa soledad de mi apartamento, unos mates que me parecieron más amargos que nunca; almorcé en la pizzería de la esquina y, como perdido, volví a casa a tratar de inventar una manera de pasar la tarde. Prendo la radio, escucho un partido de fútbol que no me interesa, paso de largo por el SODRE -no soporto el barroco- y termino escuchando viejos tangos en Clarín. Trato de no quedarme a solas con mis pensamientos y mis recuerdos. Pero la radio no me ayuda mucho. Oigo sin escuchar, como quien dice. Lo que he vivido en las últimas horas se resiste a ser olvidado, a abandonar el centro de mi conciencia. No puedo dejar de pensar en Esther. Una mujer extraña pero a la que creo haber amado entrañablemente. Vivimos hasta ayer una relación casi perfecta. Pero anoche todo se derrumbó. Una de esas discusiones tontas sobre algo que a ninguno de los dos interesaba demasiado. Tal vez, sin que lo hubiéramos notado, la crisis estaba latente y estalló de golpe cuando menos la esperábamos. Una vez que logramos recuperar algo de sensatez, acordamos separarnos por un tiempo. Ella abandonó el apartamento sin despedirse, llevando consigo la misma valijita de cartón con que había llegado casi dos años atrás. Cuando cerró la puerta tras de sí, imaginé que había salido definitivamente de mi vida. Pero sigo pensando en ella. Lunes 21 de noviembre Noche inquieta. No sé cuántas veces me desperté, no sé cuántas veces estiré el brazo para encontrar, decepcionado, que “en mi cama sobra la mitad”, como creo que decían unos versos que nos enseñaban en la secundaria. La rutina del trabajo me
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ayudó a olvidar por un rato mis angustias, que no son pocas. Pero es difícil afrontar un cambio de vida tan repentino. El temor a la soledad me hizo demorar el regreso a casa. Cuando por fin llegué al apartamento, encontré la cosas peor de lo que esperaba. Un desorden abrumador: Cama deshecha, tazas sucias, ropa tirada desordenadamente. Me pregunto cuánto tiempo podré soportar esta situación. Espero poder dormir mejor que anoche. Tal vez el cansancio me ayude a ello. Martes 22 de noviembre Comienzo igual al de ayer. Prisa por dejar el apartamento, prisa por enredarme en las exigencias del trabajo. Y el recuerdo de Esther que está siempre ahí. Trato de analizar mis sentimientos con objetividad. Pero no puedo ser objetivo acerca de algo que me afecta tanto. Trato de hacer un inventario de sus defectos, y me encuentro con una larga enumeración de sus virtudes. Quiero pensar que ella es la responsable de lo que nos ocurre, y sólo consigo convencerme de mi propia estupidez. Salí de la oficina pasadas las siete de la tarde. Encontré el acostumbrado amontonamiento de gente que abandona a esa hora la zona comercial. En 18 y Ejido me crucé con ella. Si me vio, lo disimuló muy bien. Me detuve apenas un segundo, y luego apuré el paso en dirección contraria a la que ella llevaba. No sé qué le habría dicho si nos hubiéramos topado frente a frente. No me asombró verla en ese lugar y a esa hora. Creo que trabaja muy cerca. Sin embargo, no pude dejar de ver una señal en esta coincidencia. ¿Señal de qué? “That is the question”, dijera Willy. Tal vez el tiempo me lo aclare. Quiero definir qué me pasó al verla. Qué pensé, y lo que es más importante, qué sentí en ese momento. No lo sé. Remordimiento, nostalgia, temor, ternura, amor. Yo qué sé. Se me hizo muy difícil volver a la soledad de mi apartamento.
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Viernes 25 de noviembre Dos días sin escribir nada. Dos días en blanco. Así transcurrieron para mí. Dos días durante los cuales, y lo anoto sin vergüenza, sentí una aguda pena por mí mismo, en un detestable ejercicio de autocompasión. Dos tardes en que pasé, diciéndome que por pura casualidad, por 18 y Ejido. No me encontré con Esther. Alivio y pena a la vez. Creo que me estoy acostumbrando a vivir solo. Por lo menos las cosas están un poco más ordenadas. Pero espero el fin de semana con terror. Estos días por lo menos no soy dueño absoluto de mi tiempo. Tengo un trabajo, tengo un jefe, tengo compañeros, tengo clientes, que me ayudan a gastarlo. Pero sábado y domingo soy yo solo conmigo mismo. Y sé que todos los sentimientos y todos los pensamientos y todos los recuerdos que trato de silenciar durante la semana, podrán jugar conmigo a voluntad. Veré qué hago. No soy tipo de boliches, no tengo barra de amigos, no me gustan las copas, carezco, en fin, de los usos y costumbres que tanto ayudan a los desgraciados protagonistas de las letras de tango. Ni siquiera fumo, como para sentarme a esperar “a la mujer que quiero”. Sonrío pensando que las llamadas “malas costumbres” pueden sernos muy útiles en algunas circunstancias. Sábado 26 de noviembre A las nueve de la mañana me despertó el teléfono. Atendí medio dormido; la voz de Esther terminó de despertarme. No supe qué decir más allá de un estúpido “hola, cómo te va”. Estuvimos ambos en silencio por un momento que me pareció eterno. —¿Sabés por qué te llamo? -dijo ella por fin. —No tengo la menor idea, respondí. —Yo tampoco -dijo ella.- Pero tenía ganas de oírte. A esta hora de un sábado tu voz es siempre un poco patética, como la de un niño asustado. —La verdad es que estoy un poco asustado.
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El diálogo siguió en este tono durante varios minutos. Por fin logramos algo de racionalidad, y quedamos en encontrarnos a las seis de la tarde en La Pasiva de Plaza Independencia. Casi no la reconozco. Se ha teñido el pelo de un rubio platinado, y tiene la cara grotescamente maquillada. Lleva un vestido verde que yo nunca le había visto, con un generoso escote que muestra más de lo que oculta. Me resultó tan insólito su aspecto que, sin importarme si me había visto o no, me alejé del bar tan rápido como pude. “Eso” no era Esther. Era una especie de prostituta en decadencia, una suerte de madama en su día libre. Un cascajo, en términos tangueros. No era de “eso” de lo que yo había estado enamorado. ¿O sí lo era y yo no me había dado cuenta? Todo es posible. Dicen que el amor es ciego. Pero me resisto a creerlo. Tan bobo no soy, después de todo. No sabía para dónde rumbear. Y me acordé otra vez del tango. Así que entré a un bar de la Ciudad Vieja y me mamé bien mamado, para olvidar. Ni siquiera recuerdo cómo llegué al apartamento. Domingo 27 de noviembre Ahora sé lo que es una resaca. Me desperté con la boca seca, una revolución en el estómago y un dolor de cabeza insoportable. No encontré en casa ni una simple aspirina. Me tomé un café bien cargado, lo que empeoró las cosas. Después me acordé que hoy es domingo. Miro el reloj y compruebo con espanto que tengo que convivir las próximas diez horas conmigo mismo, y con la tremenda confusión que me domina. No pienso en Mabel. Pienso en mí. Temo a la locura, a la desesperación, a la soledad, a la compañía, temo en resumen al mundo que me rodea y a lo que yo soy en este momento, un ser que ha vivido equivocado los dos últimos años de su vida, creyendo que la felicidad es posible y, sobre todo, que podemos encontrarla en los demás. Mierda. Nacemos infelices para vivir infelices toda la vida. No creo que siga escribiendo esta especie de diario. Cuan-
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do lo comencé pensaba que podría ser una suerte de terapia casera, un medio para liberarme de las tensiones del día y, si se daba, para registrar los momentos que no querría olvidar, los momentos de felicidad, de paz, de amor compartido. Pero qué voy a escribir ahora. Quizá sólo una imperfecta descripción de mi camino a la locura, quizá una serie de pavadas que a nadie interesan, y menos que a nadie a mí mismo. Me parece que voy a adoptar la terapia de la Espinillar, que aunque provoque un horrible despertar, permite por lo menos irse a la cama feliz y contento. Si vale la pena, dentro de unos días la sigo. Lunes 28 de noviembre Fin de semana abrumador, vivido en una especie de bruma alcohólica que me ha dejado deshecho. No hay duda de que este tipo de soluciones no está hecho para mí. Aparte de que me he gastado una fortuna. Ya se sabe cómo es la cosa en los boliches: que esta vuelta es mía, que tomate otra, que ahora invito yo, la cuestión que al final uno que no es muy experimentado en estas cortesías termina pagándole la caña o la grappa a un montón de vivos. Así que he decidido abandonar el mostrador y volver a este diario. Me preocupa que ni aun en el medio de mi prolongada borrachera he podido apartar de mí el recuerdo de Mabel. Y no el recuerdo de la Esther con la que conviví por casi dos años, sino el del esperpento que me estaba esperando en La Pasiva. Hasta sentí, en algún momento, una especie de remordimiento, como si el hecho de haberse separado de mí la hubiera obligado a prostituírse, como si la responsabilidad por su nueva personalidad fuera exclusivamente mía. Lo peor es que no sé cómo dar con ella, no tengo la menor idea acerca de dónde estará viviendo, con quién o cómo. Martes 29 de noviembre Esta mañana me llamó Esther a la oficina. Otra vez me quedé sin saber qué decirle. —Cómo disparaste el otro día, eh -fue lo primero que me
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dijo. Quise hacerme el que no entendía. —¿Cuándo? —No te hagas el gil, cuando me viste en La Pasiva y saliste como espantando. No supe qué contestar. —Es que casi no te reconocí -dije por fin.- Estabas un poco rara, qué se yo... —Sí, ya sé, estaba con pinta de puta. Me había vestido así a propósito, para ver cómo reaccionabas. Y reaccionaste de la peor manera, disparando como un cobarde. Hay muchas maneras de aprender a conocer a la gente, sabés. Yo no encontraba excusas ni explicaciones. Me rendí, con un “y sí, tenés razón”. Y luego: —No sé si podrás perdonarme. Y me perdonó. Desde esta tarde está de vuelta en casa.
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La partida de ajedrez El amplio salón estaba casi en penumbras, iluminado sólo por el resplandor del fuego que ardía en la inmensa estufa y por la lámpara que volcaba su luz sobre el tablero. Sobre la pequeña mesa de caoba, éste se destacaba con sus cuadros y piezas de marfil y ébano que parecían brillar con luz propia. En sus cómodos sillones, ubicados frente a frente, los dos ancianos se aprestaban a iniciar la partida. Habían sorteado, y le había correspondido al mayor de ellos el conducir las piezas blancas. Inició el partido con una movida clásica de peón tres rey. El menor le replicó con la misma jugada. Y a partir de ese momento comenzó el verdadero duelo. No habían establecido límite de tiempo, de modo que cada jugada era pensada, meditada, calculados sus posibles riesgos y consecuencias. Trataba cada uno de develar la probable estrategia del otro, anticipándose y buscando afanosamente la forma de neutralizarla. Se conocían demasiado bien, lo que les facilitaba las cosas. Eran hermanos, y aunque la vida en algún momento los había llevado por diferentes caminos, esa misma vida los había vuelto a juntar, ya en el ocaso, cuando, viudos y solitarios ambos, se decidieron a compartir la señorial casa paterna. Tenían entre sí una extraña relación. Ninguno de los dos podía afirmar que amaba al otro, aunque tampoco podía definir cuál era el verdadero sentimiento que los ligaba. Discutían con frecuencia, a veces por pequeñas cosas, a veces por cuestiones trascendentes. Pero también compartían muchos momentos de verdadera camaradería, como cuando comentaban algún libro que ambos habían leído, o recordaban episodios de su niñez compartida, riéndose francamente de alguna picardía que había parecido atroz en su momento y resultaba ahora, vista con la perspectiva de los años, totalmente inocente. El mayor era quien regenteaba la casa. Era él quien tomaba
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las pequeñas decisiones de la vida diaria, conduciendo con suave autoridad al numeroso personal doméstico que los servía, quien decidía las comidas y sus horarios, quien tomaba la iniciativa a la hora de invitar a algún pariente o amigo a compartir la mesa, quien establecía adónde pasarían ambos los tórridos días de enero en los que huían de la ciudad. El menor acataba sumisamente todas las providencias de su hermano, en parte por temperamento, pero especialmente porque le eximían de algo a lo que siempre había rehuido, que era tomar decisiones, aunque fuera en las cuestiones más nimias. Mientras el otro pensaba la próxima jugada, el más joven se levantó de su sillón para estirar sus viejas piernas. Arrimó un par de astillas al fuego que languidecía en la estufa, y caminó en silencio por la habitación. Parado tras el asiento de su hermano, observó por un instante el tablero desde la perspectiva de éste, y luego a él mismo. Apoyaba un codo sobre la mesa, y su cabeza descansaba sobre la mano abierta. El abundante pelo, absolutamente blanco, le cubría la nuca y llegaba hasta el borde mismo del cuello de su saco de seda. Volvió a sentarse, y cambió así el ángulo de su observación. Estudió una vez más ese rostro que tan bien conocía, y vio nuevamente en la amplia frente, en los ojos claros, en la fina nariz que la edad no había deformado, en el bien delineado bigote, en la firmeza de los labios que esbozaban una débil sonrisa, las claras señales de la nobleza de su estirpe. Siempre había envidiado la apariencia de su hermano; siempre había comentado, medio en broma medio en serio, que su hermano mayor había agotado la capacidad de sus padres para producir belleza, y que a él le había tocado la peor parte. Menor en porte y elegancia, su piel mate, sus ojos castaños y su cabello negro a pesar de la edad en nada lo distinguían de varios de los “cabecitas negras” que habían tenido a su servicio como mucamos o choferes. Este hecho, desde luego, había sido permanente motivo de resentimiento y estaba, con seguridad, en la raíz de esa sensación que le impedía considerar al otro como a un verdadero hermano, sensación que era también alimentada
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por la envidia. Porque el mayor había sido siempre considerado por toda la familia como el más inteligente, el más elegante, el más ingenioso, mientras que él era tenido en un segundo plano que, a veces, le hacía pensar que sus padres se avergonzaban de él. Le había llegado el turno de jugar. Abstraído como había estado por sus pensamientos, le tomó un tiempo volver a calibrar la situación en que se encontraban a esa altura de la partida. De pronto, vio la jugada. Miró alternativamente al tablero y a su hermano, quien se había recostado sobre el respaldar del sillón con cierto aire de suficiencia. Estudió otra vez el tablero. No podía creer lo que estaba viendo. Calculó pacientemente posibles réplicas, y no las encontró. Así que finalmente movió la torre y, sin poder ocultar su satisfacción, pronunció las palabras mágicas: “Jaque Mate”. El otro se inclinó sobre la mesa, sonriendo. Tomó alternativamente su dama, un alfil y la única torre que le quedaba, y las volvió a dejar sobre el tablero. Su sonrisa se borraba a medida que comprobaba su impotencia para salir de la situación en que se encontraba. Y después de varios minutos, inclinó su rey en señal de rendición. Se levantó del sillón sin pronunciar una sola palabra, y dejó la habitación rápidamente. El menor permaneció largo rato reconstruyendo frente al tablero los últimos movimientos. Luego guardó cuidadosamente las piezas en su caja de teca, se sirvió una generosa copa de coñac, y se sentó frente al fuego a paladear no tanto el fino licor como su inesperada victoria.
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Una historia policial Aunque él no se enteró hasta mucho más tarde, la desgracia entró en la vida de Orosmán Benítez de la mano de Lucinda Morales, alias “Betedavis”, una noche del invierno del sesenta, cuando el Comisario Gómez ordenó una redada en “El Ancla Oxidada”, un bar de la zona del puerto cuya propietaria, la polaca Karkejowska, se había atrasado en el pago de ciertos aportes que le aseguraban tranquilidad. El operativo fue todo un éxito. Los marinos chinos que constituían la mayor parte de la clientela desaparecieron con rapidez en una huída que según instrucciones del Comisario les fue facilitada por los policías. No tuvieron igual suerte la patrona y las diecisiete muchachas que formaban su elenco estable, las que entre gritos y empujones fueron subidas a un celular y llevadas a la Comisaría. Allí le tocó a Orosmán y a uno de sus compañeros fichar a las detenidas, mientras Madame Karkejowska conferenciaba con Gómez en el despacho de éste. Una a una fueron desfilando mientras los dos milicos les tomaban los datos con total indiferencia, como si no advirtieran que los nombres que declaraban eran una invención total: Libertad Lamarque, Sabina Olmos, Rita Geiguor, y así por el estilo. Hasta que le llegó el turno a la Lucinda. —¿Nombre? -dijo, una vez más, Orosmán. —Betedavis -respondió ella. Hubo algo en la voz de la muchacha que hizo que Orosmán levantara la vista y la observara. Le asombró el parecido con la actriz que sin duda justificaba el apodo, y lo emocionó la tristeza de ese par de ojos inmensos que lo miraban desde el otro lado del escritorio. Siguió con la rutina habitual: —¿Domicilio? —Plaza Hotel. —¿Edad?
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—Ochenta y uno. La respuesta le hizo sonreír. Volvió a mirarla y notó que debajo del exagerado maquillaje se escondían una rebelde belleza y una expresión de ternura que lo conmovieron. —Esperá en ese banco -le dijo, señalando uno que se encontraba contra una pared cercana. No supo muy bien por qué no la hacía pasar al calabozo como a las demás. —Muy bien, mi general -respondió ella y se sentó obediente. Después que hubo fichado a la última de la fila, él se acercó a la muchacha y le preguntó si necesitaba algo. Ella frunció los labios y miró para otro lado ignorándolo por completo. El insistió con su pregunta; ella lo miró con descaro y le dijo: “Sí, tráigame un vaso de agua, mi general”. A las cinco de la mañana, Gómez y la Karkejowska llegaron por fin a un acuerdo de refinanciación y vino la orden de soltar a las chicas, las que salieron a la calle en medio de gran escándalo en el que los gritos de “milicos putos” se mezclaban con otros de igual calibre. La primera noche que Orosmán estuvo franco se presentó luciendo sus mejores galas en “El Ancla Oxidada”. Era temprano y en el bar sólo había unos noruegos más interesados en la cerveza que en las chiquilinas, las que se aburrían en la barra esperando la hora de verdadera actividad. Orosmán descubrió a la Betedavis en una de las puntas del mostrador. Se le acercó con cierta timidez. En cuanto lo reconoció, la chica le dio la espalda en un gesto por demás elocuente. El, sin embargo, se acomodó a su lado y, mientras pedía una cerveza, trató de iniciar conversación. —Hace calor aquí adentro -comentó. Ella se dio vuelta para mirarlo. —Mirá -dijo- si hay algo que odio más que a los garroneros es a los milicos garroneros. Así que si te pensás que voy a salir con vos sin cobrarte, ya te podés ir yendo, m’hijito. —Pero no -contestó él, bastante turbado- estás equivocada. Lo que pasa es que la otra noche me caíste simpática y me quedé con ganas de volverte a ver. No quiero salir con vos, lo
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único que quiero es que tomemos una copa y charlemos un rato, a lo mejor nos hacemos amigos. Así comenzaron dos meses en los que Orosmán dejó casi todo su sueldo en “El Ancla Oxidada”. Las noches que no estaba de guardia iba al bar en cuanto abría y se quedaba hasta que empezaban a llegar los primeros clientes. Su tarea fue constante y paciente, primero para vencer la resistencia de la Lucinda y luego, ya conseguida esa victoria, para hacerle comprender que no podía vivir sin ella. Tanta insistencia dio por fin sus frutos. En los primeros días de setiembre la Lucinda aceptó dejar la mísera pensión en que vivía y mudarse a casa de Orosmán. Para éste fue un día de fiesta. Mientras los vecinos miraban con curiosidad y recelo a esa muchacha que acarreando un enorme bolso bajaba del ómnibus junto al policía, Orosmán se deshacía en atenciones como un recién casado que recibe a su inmaculada novia en el nuevo hogar. Durante todo el cortejo, nunca le pidió Orosmán a la Lucinda que se acostara con él. De modo que esa noche fue una de las más felices de su vida, cuando pudo por fin concretar sus anhelos en una tormentosa sesión amorosa de la que ambos salieron agotados y satisfechos. Teniendo en cuenta los magros ingresos de él, convinieron en que la Lucinda continuaría ejerciendo su oficio hasta que él obtuviera el ascenso a sargento, que veía cercano. A Orosmán le dolía el alma cuando la veía salir rumbo a “El Ancla Oxidada” con sus ropas provocativas y su cara pintarrajeada. Esas salidas, por otra parte, no pasaron desapercibidas para las comadres del barrio que trataban a la chica con el mayor de los desprecios haciendo como que no la veían cuando coincidían en la feria o el almacén. Pasaron otros dos meses en los que a pesar de todo Orosmán y la Lucinda conocieron algo muy parecido a la felicidad. Hasta que el diez de noviembre el Comisario Gómez llamó a Orosmán a su despacho y con la mayor severidad le dijo: —Benítez, vas a tener que pedir la baja.
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—¿La baja? ¿Yo? -no salía de su asombro.- Y ¿por qué, señor Comisario? —Por varios motivos. Uno, que ya van tres veces que te encuentro dormido en tu guardia; dos, por razones de mejor servicio; tres, porque sabemos que estás viviendo con una loca del bajo y no se puede ser al mismo tiempo policía y cafishio; y cuatro, porque a mí se me da la gana. Orosmán sintió que el mundo se le venía abajo. Había entrado en la policía porque pensaba que esa era su vocación y no concebía que su carrera se cortara de manera tan brusca. Quiso esbozar alguna defensa, pero su boca se negó a articular palabra. Se puso de pie, saludó a su superior, y se encaminó resignado a la puerta del despacho. Llegó a su casa una media hora antes de la salida de la Lucinda. Durante todo el viaje pensó cómo haría para darle la noticia, sin atreverse siquiera a imaginar cuál sería el futuro de ambos en esta nueva situación. La mujer tomó las novedades con bastante tranquilidad. Trataría, dijo, de trabajar un poco más y si era necesario haría alguna changa extra. Orosmán sintió que su admiración por la chica crecía con cada palabra que ella decía, y emocionado le dio un fuerte abrazo mientras murmuraba “tenés razón, todo se va a arreglar, ya voy a conseguir alguna otra cosa”. Esa “otra cosa” la consiguió por intermedio de la propia Lucinda. La chica era una adicta a las películas policiales y de allí sacó la idea de que Orosmán se transformara en investigador privado. Consiguió que un abogado que la visitaba con frecuencia le cediera una habitación en sus añejas oficinas de la city y allí se instaló el ex policía con un modesto cartel en la puerta que decía, a sugerencia de la Lucinda: “O.B. Investigaciones” y, más abajo, el que sería el lema de la empresa: “En el lugar adecuado en el momento justo”. El mismo abogado aportó a Orosmán su primer caso: encontrar un fox terrier que se había perdido en el Paseo de los Álamos, uno de los más grandes de la ciudad. El detective consiguió en su barrio una perra en celo y con ella recorrió durante
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dos días el extenso parque, hasta que a la decena de apasionados pretendientes que ya lo seguían se sumó una mañana el extraviado fox terrier. El éxito le valió el elogio y el reconocimiento del letrado, quien unos días después le presentó un caso más complicado. Una empresa fabricante de colchones de la cual él era asesor había hecho una fuerte inversión en una nueva tecnología que le permitiría arrasar con la competencia, pero sospechaban que alguien estaba vendiendo esa tecnología a una firma rival. Orosmán pidió que le dieran un puesto en la vigilancia de la fábrica y, en una semana, descubrió lo que los propios dueños habrían descubierto si hubieran interrogado a un par de empleados: que, con la excusa de estudiarlos en su casa, el ingeniero Bermúdez salía todos los días con un grueso legajo de planos y documentos que, luego de ser copiados, iban a dar a las oficinas de “El Sommier Dorado”, el temido competidor. Los honorarios fijados por el abogado fueron sustanciosos y aunque Orosmán tuvo que participar a aquél con un veinte por ciento, señalaron un cambio radical en la vida de la pareja. Cambio que se consolidó cuando, pocas semanas después, Orosmán identificó a un empleado infiel con el simple expediente de seguir a cada uno de los sospechosos e identificar al que todas las noches hacía prolongadas visitas al Casino. Ante estos ingresos extraordinarios, Orosmán y la Lucinda acordaron que ella abandonara “El Ancla Oxidada” y todo lo que el boliche implicaba, y comenzara una nueva vida como sencilla y honesta ama de casa. A ella le costó acostumbrarse a esa nueva rutina que encontraba por demás aburrida, pero a esa altura sentía verdadero afecto por Orosmán y por ello aceptó el sacrificio. El, por el contrario, bendijo el momento en que ella pudo abandonar su triste profesión y sintió el orgullo de haberlo hecho posible con su esfuerzo y, por qué no, con su astucia. El abogado seguía proporcionando nuevos casos a Orosmán cuyo prestigio crecía en el ambiente judicial y empresario, al mismo tiempo que crecía su cuenta bancaria. Pudo así mudarse a un barrio más elegante, comprar un pequeño Morris de se-
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gunda mano, ampliar sus oficinas y hasta contratar a un par de asistentes part time para que realizaran las tareas más tediosas. Una mañana recibió la visita de una mujer de gran belleza, elegante y enigmática. Con un mechón de pelo rubio que le cubría uno de los ojos y un sombrero de hechura casi masculina, parecía un personaje salido de las películas que tanto gustaban a la Lucinda. Su problema era bastante común: sospechaba que su marido la engañaba y quería que “OB Investigaciones” verificara esa sospecha. El aspecto de la mujer hechizó por completo a Orosmán, de modo que decidió encargarse del asunto en forma personal en vez de derivarlo a uno de sus ayudantes. Tomó todos los datos y recibió de ella una foto del sospechoso que mostraba a un hombre joven, bastante buen mozo y con aspecto de prosperidad. Orosmán inició la rutina acostumbrada. Todas las tardes se apostaba con su Morris cerca de la oficina del hombre y cuando éste salía lo seguía con discreción. Durante los primeros días no pasó nada, hasta que una tarde el hombre se detuvo en una confitería ubicada en una calle muy poco transitada. Con temor a ser descubierto, Orosmán estacionó a más de una cuadra de distancia. El escaso movimiento de la calle le permitía mantener la vigilancia a pesar de la lluvia que caía con intensidad y dificultaba la visión. El hombre salió una media hora más tarde acompañado por una mujer y ambos subieron con rapidez al auto. Orosmán los siguió hasta un hotel cercano, y esperó casi dos horas. Cuando el auto con la pareja reapareció, Orosmán inició su seguimiento manteniendo siempre una prudente distancia. Nunca supo en qué momento exacto comenzó a alarmarse, a medida que las calles le iban resultando más familiares. Hasta que el auto al que seguía se detuvo frente a su casa y la Lucinda bajó de él corriendo para protegerse de la lluvia. Orosmán se resistía a creer lo que estaba viendo. Esto no puede pasarme a mí, pensó, es una pesadilla, estoy confundido, esa mujer no es la Lucinda. Los ojos se le llenaron de lágrimas,
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y apoyado en el volante lloró con desconsuelo. Luego buscó a tientas el revólver que guardaba en la guantera y colocándose el caño en la boca, disparó. El estampido sonó como un trueno más en la noche tormentosa.
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Las Torres de Benikastán —Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. Don Quijote de la Mancha
El Presidente de la que era considerada la nación más poderosa de la Tierra estaba reunido con sus asesores de mayor confianza, sus colaboradores más inmediatos y los comandantes de las tres Fuerzas Armadas. La enorme mesa de la Sala de Reuniones Estratégicas, a la que muy pocos tenían acceso, estaba cubierta por mapas, fotografías y documentos de todo tipo, los que a su vez eran reproducidos por los monitores que cubrían dos de las paredes del enorme salón. El Presidente, de pie en uno de los extremos de la mesa, lucía una mirada extraña, con un brillo especial en sus ojos, y su expresión era de enorme preocupación. —Como ustedes saben, señores -comenzó diciendo el Presidente- Dios me ha puesto en este mundo para que colabore con Él en la tarea de eliminar de la faz de la tierra a los infieles, a los terroristas y a todos aquellos que amenacen su Reino eterno. Algunos de los presentes se miraron sorprendidos. Conocían las actitudes mesiánicas que adoptaba con frecuencia el Presidente, pero la forma en que acababa de expresarse alarmó a todos. —Sobre esta mesa -continuó- están las pruebas concluyentes e irrefutables de que el Rey de Benikastán, el malvado Masdam Seinhur, posee el mayor arsenal de armas atómicas y químicas de que se tenga noticia. En estas fotografías podrán ver todas y cada una de las fábricas y depósitos de esos elementos, cuya ubicación se señala en los mapas que hemos diseñado de acuerdo con nuestro servicio de Inteligencia. El ingeniero Smith tomó una de las fotos. Mostraba un vetusto edificio fabril, semidestruido por los años y la desidia.
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—Ese que usted está mirando, ingeniero -dijo el Presidente- es el lugar donde se fabrican toneladas diarias de ántrax, capaces de producir la muerte de cientos de miles de personas. —Perdone usted, señor Presidente -dijo el ingeniero Smith- pero, o mucho me equivoco, o esta es una fábrica de tractores que yo mismo diseñé y ayudé a construir hace más de quince años, cuando el Rey Masdam era nuestro aliado. —Eso sería entonces, ingeniero. Hoy es un lugar maldito, de los muchos que existen en ese país destinados a terminar con nuestra civilización occidental y cristiana. Los presentes siguieron estudiando en silencio los elementos desparramados sobre la mesa. De tanto en tanto hacían entre sí algún comentario en voz baja, asegurándose de que no fueran oídos por el Presidente, quien seguía disertando con pasión acerca de la misión sagrada que el Altísimo había impuesto a él y su nación. El General Jones tomó otra fotografía. Representaba un extenso campo petrolífero, con cientos de torres diseminadas a lo largo y ancho de varios kilómetros cuadrados. Había sido tomada desde un satélite, y los detalles se podían apreciar con toda claridad. —Señor Presidente -dijo el General Jones- este es uno de los mayores campos petrolíferos que debe existir en el mundo. Es increíble. —¿Campo petrolífero? -respondió el Presidente.- Está usted loco. Esas torres son las más mortíferas bases lanza-misiles que se conocen, capaces de enviar un proyectil nuclear a miles de kilómetros de distancia con una precisión diabólica. Ellas son la prueba más contundente que poseemos de que el Rey Masdam se propone destruir al mundo civilizado. —Perdone usted, señor Presidente -se atrevió a insistir el General Jones- pero no creo que pueda existir ninguna duda acerca de que se trata de torres de petróleo, a menos que el Rey Masdam posea alguna muy sofisticada tecnología, aun no sospechada por nosotros.
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—¡Son bases lanza-misiles, y basta! -exclamó levantando la voz el Presidente. Y luego continuó- Teniendo en cuenta todas las evidencias que hemos reunido, y los detallados informes de nuestros servicios de Inteligencia, y considerando, reitero, que es nuestra misión ineludible preservar al mundo civilizado de la crueldad de terroristas e infieles, he decidido que nuestras tropas invadan Benikastán en un plazo no mayor de treinta días. Los señores jefes de las tres Fuerzas Armadas serán los responsables de ajustar los detalles tácticos y estratégicos. La reunión ha finalizado. Buenas tardes. Treinta días más tarde, la que era considerada la nación más poderosa de la Tierra comenzó su invasión a Benikastán. Costó miles de vidas de inocentes, y aunque no se descubrió fábrica o depósito de armas alguno, se pudo sí comprobar, para regocijo de muchos, que las que el Presidente consideraba bases lanza-misiles eran, como lo había dicho el General Jones, torres petrolíferas ubicadas sobre uno de los mayores yacimientos del mundo.
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Un sucedido I Del almacén de ramos generales “El Cuerno de la Abundancia” lo único que el Turco Miguel conservaba era un despacho de bebidas donde todos los mediodías nos juntábamos unos pocos parroquianos: el Profesor, Tranco ‘e loco, don Julio el relojero, el inglés Brown, el gringo Forastieri, el Negro Juárez y un servidor, al que llamaban el rengo Juan porque tenía una pierna más corta que la otra, consecuencia de una caída que había sufrido siendo mozo con veleidades de domador. Sabíamos llegar alrededor de las doce y casi nunca nos demorábamos más de una hora u hora y media. No tomábamos mucho, a lo sumo dos o tres copas, porque en realidad la ida al boliche era un motivo para juntarnos y charlar de las novedades del pueblo: alguna cuadrera, la última kermesse de la escuela, la política y los políticos, cuando venía el tiempo de elecciones, y otras cosas por el estilo. No hablábamos casi nunca de los demás salvo que sucediera algo que no podía dejar de comentarse, como cuando la mujer del boticario se le fue con un viajante, o al Jefe de Policía lo encontraron los milicos mamado y jugando al nueve por mucha plata en el Club del Progreso, que era adonde iban los estancieros y los milicos fueron equivocados porque había un sargento nuevo que no sabía, y nadie le avisó que al Club no tenía ni que acercarse. El Turco Miguel heredó el almacén y el nombre de su padre, que ni era turco ni se llamaba Miguel. Había sido uno de aquellos sirios o libaneses que llegaron al país con la ilusión de hacer la América allá por 1880 ó 1890, entreverados con los italianos, los vascos y los gallegos. Cuando desembarcó el único documento que traía era un cartoncito escrito en un idioma que los de Inmigraciones no pudieron descifrar, por lo que le dieron un permiso de residencia a nombre de Juan Miguel y lo largaron
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a enfrentar un país del cual no conocía ni la geografía ni la gente ni el idioma. Con bastante trabajo y mucha suerte, el Turco Viejo ubicó a unos paisanos que habían emigrado unos años antes y pasó con ellos los primeros días de asombro en su nueva tierra. Luego de un par de meses, con algunos ahorros y la inesperada ayuda de sus paisanos, compró un carro, un caballo y un lote de baratijas y con más coraje que esperanzas se largó a recorrer precarios caminos que no supo hasta mucho más tarde hacia dónde llevaban. El negocio marchó bien, y después de cinco años de esta vida de mercachifle pudo comprar la pulpería que un catalán contrabandista había levantado en lo que en su tiempo debió ser el medio de la nada, un paraje llamado Puntas del Cangrejo porque por allí estaba la naciente del Arroyo del Cangrejo. Con el tiempo había ido creciendo un pueblito alrededor de la pulpería que era conocido como pueblo Cangrejo. En un par de años la pulpería pasó a ser el único almacén en serio de los alrededores, al que venían a surtirse desde las estancias vecinas y que, como era común en esos tiempos, era al mismo tiempo tienda, ferretería, despensa, barraca de cereales, depósito de cueros y un montón de cosas más. Mientras tanto el poblado había ido creciendo, porque en la zona se empezó a hacer agricultura y eso atrajo a mucha gente. En esa época las cosas las hacían los hombres, los caballos y los bueyes y no las máquinas como ahora y hacía falta mucho peonaje, sobre todo en la época de trilla. Nunca se supo bien cómo fue que el Turco Viejo la enamoró a la Delia. Ella trabajaba en la estancia de los Fernández que era una de las que estaban más cerca del pueblo, pero nunca se encargaba de las compras, aunque siempre lo atendía al Turco Viejo cuando él en persona, vaya a saber si no era ya con doble intención, iba a llevar algo que había quedado pendiente de un pedido anterior. Y un buen día el Turco Viejo anunció a sus clientes que se casaba a mediados de diciembre y que después de la ceremonia iba a viajar a la capital del departamento para
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que los padres de la Delia conocieran al marido de su hija. Los días previos al casamiento andaba contento como un gurí y un sábado hasta invitó a los presentes con una vuelta de copas, algo bastante raro ya que el Turco Viejo era muy duro de codo, tal vez porque todo lo que tenía le había costado muchos sacrificios. Cuando volvieron y reabrieron el almacén, la Delia se dedicó a ordeñar, a darle de comer a las gallinas y a los chanchos y a cultivar algunas verduras en un pedazo de tierra que dedicó a huerta, con la ayuda de una negra vieja que se llamaba Salustiana. Quienes los conocieron por esos tiempos dicen que se los veía muy felices y que nunca se los oyó discutir. El Turco Viejo trataba a su mujer con respeto y cariño y ella le retribuía haciendo aquellas cosas que sabía que a él le gustaban, como lavarle los pies con agua tibia las noches en que terminaba muy cansado, o cebarle mate dulce a las once y media de la mañana que era la hora en la que a él se le antojaba que tenía que tomarlo para preparar el estómago para el puchero del mediodía. Allá por mediados de abril se hizo evidente que la Delia estaba embarazada y, en los primeros días de octubre, les nació el hijo, ahí no más en la pieza que ocupaban contigua al almacén y sin más auxilio que el de la negra Salustiana, que había traído al mundo a casi todos los habitantes del pueblo. Esa fue la segunda vez y, por lo que sé, la última, que el Turco Viejo convidó con una vuelta de copas a sus clientes. A los pocos días viajaron de nuevo a la capital, esta vez para anotar al chiquilín y mostrárselo a la familia de la Delia. Le pusieron el mismo nombre de su padre, Juan Miguel, y por eso cuando fue creciendo le decían el Turco Chico, y más tarde el Turco Miguel, para no confundirlo con su padre que siguió siendo el Turco Viejo hasta su muerte. Desde que aprendió a caminar el Turco Chico pasaba el día en el almacén y, a los ocho o nueve años, conocía todos los rincones mejor que nadie. Fue a la escuela durante cuatro años pero, en cuanto supo multiplicar por dos cifras, el Turco Viejo
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decidió que ya no precisaba más estudio y dejó de mandarlo. Esa fue una las pocas ocasiones en que se disgustaron el Viejo y la Delia, porque ella pretendía que el chiquilín terminara por lo menos la primaria, mientras que él decía que con lo que ya sabía y lo que él mismo le iba enseñando no precisaba más. II Cuando el Turco Miguel tenía apenas 18 años, al Viejo se le ocurrió morirse de una apoplejía. El entierro fue el más grande que se viera en Cangrejo, porque todo el pueblo lo quería al Turco Viejo a pesar de que es muy difícil tener un comercio y dar fiado y cobrar las cuentas y comprar las cosechas y los cueros, y hacer, en fin, todas las cosas que el Turco Viejo hacía sin que nadie quede resentido pensando que lo han jodido. La Delia quedó desconsolada y ya nunca volvió a ser la de antes. Se pasaba el día llorando y de noche no podía dormir, y los años se le vinieron encima de golpe. Por consejo del Miguel pasaba largas temporadas en la capital, en casa de una hermana, así que ya casi no se la vio más en Cangrejo hasta que, dos años más tarde, la trajeron para enterrarla junto a su marido y todo el mundo comentó que se había muerto de tristeza. De modo que el Turco Miguel quedó a cargo de todo. Al poco tiempo se vio que había aprendido bien las lecciones que le había dado el Viejo porque el almacén, en vez de fundirse como predijo más de un lengua sobada, siguió progresando de lo lindo. Al año siguiente llegó a Cangrejo la señorita Isolina, que era la nueva maestra. Era recién recibida, y tendría poco más de veinte años. Fue, como dicen en las novelas, un caso de amor a primera vista: para fin de año ya eran novios formales y se casaron en los primeros días de febrero, antes de que empezaran las clases. Esta vuelta no hubo luna de miel y la señorita Isolina no se hizo cargo del ordeñe, de los pollos, de los chanchos y de la quinta, pero sí ayudó a su marido a poner en orden las cuentas y, según calculamos nosotros, le terminó de enseñar algunas
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cosas que él no había aprendido en la escuela porque -como le dije- no había completado la primaria. Para diciembre, cuando estaban por terminar las clases, la señorita Isolina tenía una panza que ya no le prendía la túnica, y el 20 empezó con los dolores del parto. La única partera del pueblo seguía siendo la negra Salustiana, así que la llamaron de apuro, mientras los gritos de la señorita Isolina se podían oír desde la vereda. Al parecer el gurí no podía venir más atravesado y, aunque la vieja hizo todo lo que pudo y aplicó toda la experiencia de sus cincuenta años de comadrona, tardó más de tres horas en sacar del vientre de la señorita Isolina los pedazos de lo que hubiera sido un hermoso muchacho de casi cinco kilos. Pero lo peor de todo fue que, atrás de esa especie de tapichí humano, todita la sangre que tenía se le fue a la señorita Isolina por entre las piernas y para las tres de la tarde, estaba tan muerta como su hijo. No creo que haga falta contarle lo que significó esa doble desgracia para el Turco Miguel. Los amigos nos asustamos, porque el hombre no hablaba y nos miraba como sin vernos. Andaba como sonámbulo, como si no entendiera lo que estaba pasando. Aunque con seguridad los que no entendíamos un carajo éramos nosotros, que no nos dábamos cuenta de que al Turco se le había acabado el mundo y de golpe se había anoticiado de que en esta vida nada tiene sentido. III Desde ese día ya nada fue igual que antes. El almacén estuvo cerrado más de una semana y el Turco no quería ver a nadie, ni siquiera a nosotros que éramos sus mejores amigos. Después abrió sólo la parte de despacho de bebidas y otra vez empezamos a ir todos los mediodías. El Turco parecía ir mejorando, aunque intervenía poco en las conversaciones y muchas veces lo veíamos distraído, pensando tal vez en la desgracia que le había caído encima o tratando, quizá, de encontrar algún motivo para no morirse él también.
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Lo malo fue que este motivo lo encontró en la timba. Organizó unas mesas de gofo que funcionaban todas las noches y en las que se jugaba cada vez más fuerte, sobre todo cuando se corrió la voz en el pago y empezaron a arrimarse algunos elementos que eran casi profesionales. En cuanto oscurecía iban llegando estos gaviones y no se iban hasta la otra mañana, cuando el sol estaba ya bien alto. Al principio pensamos que el Turco no jugaba sino que se rebuscaba con las comisiones que cobraba y las copas que vendía. Pero enseguida nos dimos cuenta de que él era el más encarnizado de los timberos, y que tenía tan poca suerte en la carpeta como la que había tenido en la vida, porque no había mañana en que alguien no se fuera con el carro lleno de mercadería; también marcharon las estanterías, los mostradores, los escritorios y las sillas hasta que no quedó nada más. Así se fueron esfumando los muchos años de trabajo y de ahorro del Turco Viejo y del mismo Miguel, hasta que en una noche que todo Cangrejo recordaría para siempre, apostó lo último que le quedaba, que era el mismo bar. Y ganó. El que había copado la parada era un paisano muy jugador pero de palabra, que dos días más tarde se apareció en Cangrejo montado en un oscuro con apero y riendas de plata y llevando de tiro un tostado en el que venían una moza treintañera, alta y flaca, y una gurisa que no tendría más de siete u ocho años, con un pelo casi blanco de tan rubbio que le cubría la espalda, y las dejó a las dos en el boliche. Porque eso era lo que el hombre había apostado y para él una deuda de juego era una deuda de honor, aunque en otros aspectos quizá no supiera muy bien qué significaba esta palabrita. Calculo que los primeros días el Turco Miguel no sabría qué hacer con esa muchacha y con su hija. De a poco ella se fue encargando de todas las tareas de la casa, aunque no pudo hacer lo que había hecho la Delia en su tiempo, porque ya no había vacas para ordeñar, el gallinero estaba vacío, y de los chanchos no quedaba ni el olor. A nosotros nos las presentó unos diez días después de
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que llegaran. Un mediodía que estábamos en el bar ella entró a alcanzarle el mate, con la gurisa prendida de la pollera, y él, sin mirar a nadie en particular, nos dijo: —Esta es la señora Deolinda Bejarano y su hija Lucía. Nosotros dijimos “mucho gusto”, como se estila en esos casos, y cuando las dos se fueron nos quedamos esperando que el Turco hiciera algún comentario que nunca llegó, así que por delicadeza no le preguntamos nada aunque ganas no nos faltaran. La tal Deolinda Bejarano era una moza un poco alta, para mi gusto, y que habría lucido mejor con unos kilos más que los que tenía; su hija, la Lucía, era un ángel con sus ojazos bien azules y ese pelo de oro que su madre le acomodaba en dos trenzas que le llegaban hasta la cintura. La llegada de la Deolinda y su hija tuvo varios efectos sobre el Turco. El primero fue que abandonó la timba. Uno a uno fue despachando a sus compañeros de gofo, recomendándoles de paso que no se arrimaran más por su boliche y si fuera posible que no pisaran más el pueblo de Cangrejo. El segundo efecto fue que comenzó a preocuparse por su aspecto, tal vez nada más que porque la Deolinda le lavaba y planchaba la ropa con mucha prolijidad y de a poco, pareció volver a ser el de antes, charlando y bromeando con nosotros como en los viejos tiempos. Durante los varios años que la Deolinda y su hija vivieron en casa del Turco nunca supimos cuál era su verdadera relación. Nos parecía difícil que dos personas jóvenes viviendo bajo el mismo techo no tuvieran algún tipo de contacto íntimo. Pero ellos, sin embargo, siguieron tratándose de usted, y ella nunca le dijo ni Turco, ni Miguel, sino señor Miguel, y él le decía doña Deolinda, aunque ella fuera demasiado joven para merecer ese tratamiento. Lo que sí era evidente era el cariño que el Turco le había tomado a la Lucía, la que a los quince años era una verdadera hermosura que llamaba la atención de todos los que la conocían, porque ni los más viejos habían visto nunca en Cangrejo una mujer tan linda como ella.
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IV Usted conoce el final de esta historia, porque se habló mucho de ella en su momento y se dijo que, vistas las circunstancias, la cosa era inevitable. Pero yo le quiero aclarar que eso es mentira. Nosotros, que tan bobos no éramos, no nos llegamos a imaginar nunca que el final fuera a ser el que fue. Dicen que a veces uno no ve lo que tiene delante de las narices. Puede ser. Pero no creo que sea éste el caso porque nada en las actitudes de los tres cambió durante todo el tiempo en que vivieron juntos, salvo claro está los cambios que a todos nos provoca el paso de los años. Los dos mayores siguieron tratándose de usted, y el “señor” y el “doña” no se les caían de la boca, mientras que la Lucía se ponía más linda a medida que crecía. Ese día, cuando habían pasado la doce y el bar estaba aún cerrado nos empezamos a preocupar, y después de deliberar un rato decidimos entrar al caserón donde vivían el Turco y las dos mujeres para ver si estaba enfermo, que era el único motivo por el cual el Turco no abriría el boliche. Nos sorprendió cuando tanteamos la puerta que daba a la calle y nos encontramos que estaba sin llave. Cangrejo era un pueblo tranquilo donde uno podía dormir con la puerta y las ventanas abiertas sin temor a que alguien se le ganara adentro de las casas; pero el Turco era un poco desconfiado y sabíamos que era difícil que dejara las puertas sin llave. El primero en entrar fue el Profesor y nosotros lo seguimos. Pasando el zaguán dimos con un patio cerrado con una gran claraboya en el techo. A los lados estaban las puertas de los dormitorios. El Profesor se encaminó derecho hacia la habitación del Turco, abrió la puerta y se mandó para adentro. Los que le seguíamos, que todavía estábamos en el patio, sentimos clarito el grito: —¡Carajo! -y vimos como el Profesor reculaba hacia donde estábamos. Fuimos entrando de uno a la pieza y no sé cómo nadie salió corriendo, o se desmayó, o vomitó cuando vimos lo que había para ver. Sobre la cama, boca abajo, estaba el
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Turco Miguel con dos grandes heridas en la espalda por donde se le había escurrido la sangre que, ya seca, ensuciaba las sábanas y el piso. A nuestra izquierda, acuchillada en el vientre y desnuda por completo estaba la Lucía, rodeada también de sangre seca y sin embargo, como no pude dejar de pensar con cierta vergüenza, incomparable en su belleza. El resto de la habitación estaba en orden, o por lo menos en lo que para el Turco Miguel podía ser orden, salvo por la ropa de los dos finados, tirada por cualquier parte. Salimos al patio sin hablarnos y enfilamos para el dormitorio de las mujeres. Allí todo parecía estar en su lugar aunque no había ni rastros de la Deolinda, ni muerta ni viva. No le voy a dar muchos detalles sobre el alboroto que armaron los milicos ni sobre todo lo que ocurrió cuando llegó el Juez Letrado y revisaron todo y nos aburrieron a preguntas, aunque no les pudimos decir más de lo que yo le estoy contando a usted. Revolvieron el pueblo de arriba abajo, e interrogaron a cuanto cristiano se les ocurrió que podía saber algo, y al final llegaron a la conclusión de que la Deolinda había entrado a la pieza del Turco y lo había encontrado encamado con la Lucía y los había liquidado a los dos: a él, a cuchilladas en la espalda, por la posición que tendría en ese momento, y a la gurisa cuando trataba de escaparse. Y que de madrugada había disparado del pueblo “con destino desconocido”. Como usted sabe, nunca pudieron averiguar su paradero y con el tiempo, como pasa siempre con estas cosas, el asunto se fue olvidando y la policía la dejó de buscar. Yo nunca estuve de acuerdo con la solución que le dieron al caso el Juez y el Comisario. Y eso por dos razones; primero, porque la conocía bien a la Deolinda y sabía que ni en un ataque de locura habría sido capaz de cometer semejante barbaridad; y segundo, porque estaba casi seguro (aunque no tanto como para jurarlo delante del juez) de que, ya entrada la noche anterior, había visto en el pueblo a un forastero montado en un oscuro
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con apero y riendas de plata, llevando de tiro un tostado ensillado pero sin jinete.
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Vida y obra de Remigio Cruzdeleje Remigio Cruzdeleje era un oscuro profesor del biología en un colegio secundario, que inició su camino a la fama el 23 de febrero de 1964. Ese día la revista “Plumas y Huevos” publicó la primera parte de su investigación acerca del origen de la gallina, en la que afirmaba que este animal fue inventado en 1583 por el hacendado británico Cecil Orpington. De acuerdo con la teoría de Cruzdeleje, la superpoblación reinante en los corrales de Mr. Orpington había propiciado una promiscuidad tal que eran frecuentes las relaciones entre individuos de distintas especies y, de esos amoríos entre patos, pavos, gansos, codornices y martinetas, había resultado una nueva especie que el terrateniente bautizó “hen” en una primera y espontánea reacción de asombro ante el ejemplar que, a los postres de un opíparo almuerzo, le exhibió su mayordomo. Si bien ese primer artículo no llamó la atención del mundo científico y académico, sí lo hicieron los cinco siguientes en los que Cruzdeleje expuso los fundamentos históricos y genéticos de su teoría. Se originó una verdadera revolución, tan convincentes eran las pruebas aportadas por el autor, quien explicaba cómo su fortuito invento le había valido a Mr. Orpington la designación de “Sir” por parte de la reina Isabel I, además de un breve y tormentoso romance con la soberana durante un fin de semana en que ambos coincidieron en Stratford on Avon con motivo del cumpleaños de William Shakespeare. Pero mucho más importante era su afirmación de que luego de miles de experiencias fallidas había obtenido en su laboratorio idéntico resultado. Fotos de la gallina creada por Cruzdeleje, a la que éste bautizó Turuleca, en honor a su nieto menor que cursaba por entonces el jardín de infantes, ilustraron los sucesivos artículos,
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los que desataron una polémica que adquirió dimensiones globales. En el país, el ministro de Agricultura designó un comité integrado por los más conspicuos genetistas e historiadores de que pudo disponer con el cometido de analizar con el mayor espíritu crítico las afirmaciones de Cruzdeleje. Lo mismo hicieron varios organismos públicos y privados, entre ellos el INTA, Instituto Nacional de Tecnología Avícola y varias asociaciones de criadores de pollos y productores de huevos. No menos serios y profundos fueron los análisis que de las afirmaciones de Cruzdeleje se realizaron en todo el mundo. Desde la American Scientific Association hasta la Academia Sueca, todos enviaron investigadores a verificar in situ el asombroso descubrimiento del modesto estudioso, a tal punto que éste se vio obligado a contratar un equipo de secretarios para que coordinara las fechas de visita, las que terminaron acordándose con plazos superiores a los seis meses. Las investigaciones llevaron más de diez años, durante los cuales nuevos ejemplares de ambos sexos salieron del laboratorio de Cruzdeleje para acompañar a la ya vetusta Turuleca. Fueron innumerables los artículos editados al respecto en las más prestigiosas publicaciones científicas. Hasta que el 25 de octubre de 1975 se dio a conocer en forma simultánea en todo el mundo el dictamen final de los inquisidores que aceptaba como válidas las conclusiones de Cruzdeleje, con la sola opinión contraria de un pequeño grupo de científicos soviéticos a los que nadie prestó la más mínima atención. Cruzdeleje se convirtió, a partir de ese momento, en un verdadero héroe nacional. Sus secretarios debieron ocuparse ahora de seleccionar y coordinar la lluvia de invitaciones que recibía para dictar conferencias en los rincones más alejados del planeta y los agasajos que querían brindarle tanto las autoridades de gobierno como las instituciones científicas y hasta los más modestos clubes de barrio. En 1976 la Academia Sueca le otorgó el Premio Nobel de Avicultura, creado al efecto, y la Academia Nacional de Filosofía lo designó miembro honorario
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en virtud, según rezaba la correspondiente resolución, “de su importante aporte al esclarecimiento del antiguo interrogante acerca de la precedencia del huevo y la gallina”. La fama de Cruzdeleje duró algo más de dos años, durante los cuales recibió innumerables distinciones y amasó una considerable fortuna. El ritmo de vida que le impusieron las circunstancias hizo que abandonara en forma casi total a su familia, realizando sus incontables viajes con la sola compañía de su secretaria, Afrodita Yemlelit, una agraciada joven acerca de la cual -y de su relación con Cruzdeleje- se tejieron las más variadas conjeturas. El derrumbe comenzó el 14 de julio de 1979, cuando el programa televisivo “La Cruda Realidad”, que ocupaba el horario central de uno de los canales más vistos del país difundió una entrevista realizada al ciudadano norteamericano Charles Quickpen. Quickpen, que había estado preso en tres oportunidades por traficar con dinero falso, contó cómo había fraguado la carta en la que Isabel I informaba a Sir Walter Raleigh acerca de la extraordinaria invención de Mr. Orpington, carta que era una de las piedras angulares de toda la teoría; y se completó cuando, una semana después, el mismo programa mostró una cámara oculta en la que se veía a Cruzdeleje en el momento de adquirir, en un criadero del sur de la capital, tres de los ejemplares que luego presentaría como resultado de sus experimentos genéticos. Más tarde se supo que la grabación clandestina había sido hecha por el dueño del criadero, para el caso de que Cruzdeleje dejara de cumplir con la promesa de gratificarle su silencio con una importante suma mensual, la que hacía seis meses que no percibía. Y que algo similar había sucedido con Quickpen. Contra todo lo previsible, sin embargo, estas revelaciones no tuvieron mayor repercusión en el mundo científico, y la respuesta unánime de todos quienes habían participado en el análisis de los trabajos de Cruzdeleje fue un lacónico “no comment”. En el país, las autoridades solicitaron a Interpol la detención de
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Cruzdeleje dondequiera que se encontrara, pero el cuerpo de expertos abogados contratado por el seudo científico logró postergar sine die la realización del procedimiento, mientras el acusado se desplazaba con todo lujo por las principales capitales del mundo. Remigio Cruzdeleje murió de un ataque cardíaco el 31 de diciembre de 1992, en uno de los más renombrados cabarets de la ciudad de Praga. Sus restos nunca fueron repatriados.
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El hombre del frac Le strade sonno deserte, deserte e silenziosi. . . D. Modugno en L’uomo in Frac
Nunca había caminado por esas calles desiertas, en un suburbio extraño, y menos aun a esas horas, cuando reinaba en la ciudad una obstinada inseguridad. Sin duda no lo hacía por audacia. No era valiente, y no podía evitar el temor a una sorpresiva rapiña o a encontrarse frente a frente con algunos muchachones borrachos -cuando no drogados- que lo agredieran de hecho o de palabra. Rememoró cómo había llegado hasta ahí. Salió de la recepción en la Embajada, llevado por el terrible aburrimiento de esas reuniones viciadas de protocolo, donde todo era falso y establecido de antemano, desde el rojo de las alfombras hasta los temas que era correcto abordar en la conversación y aquellos que debían evitarse a toda costa. Se esfumó con la mayor prudencia, semioculto tras una gruesa cortina de terciopelo que disimulaba la puerta de entrada, seguro de que nadie notaría su ausencia. Después comenzó a caminar sin rumbo fijo. Había tomado algún whisky de más, tal vez, y quería despejarse y alejar de su mente recuerdos que lo perseguían con obstinación. Dejó atrás el suntuoso barrio donde estaba la mayoría de las representaciones diplomáticas, cruzó varias calles casi sin tránsito a esa hora y, de pronto, se encontró recorriendo ese arrabal desconocido. Llegó a una pequeña plazoleta donde varios árboles añejos combatían su aburrimiento agitando sus cansadas ramas. Se sentó en un banco deteriorado por los años y el descuido y, durante un momento, su pensamiento se concentró en sus piernas doloridas, una advertencia de que había caminado demasiado.
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Luego, y sin poder evitarlo, volvió a él el recuerdo de Helena. Sacó de su billetera el arrugado retrato que siempre llevaba consigo, una confusa instantánea donde sólo él era capaz de reconocer el rostro casi perfecto de esa mujer a la que tanto había amado. Lo contempló casi sin verlo a la pálida luz del farol callejero. Una vez más recordó la última noche juntos: la cena casi en silencio, el viaje hasta su apartamento separados tanto como lo permitía el estrecho asiento del taxímetro, sus rostros abatidos reflejados en el espejo del ascensor, el ingreso silencioso a la habitación helada. Después, el acto de amor repetido sin que ninguno de los dos lo deseara, sin pasión y sin placer, cumpliendo un rito reproducido con la esperanza de encontrar algún mágico momento donde renaciera aquello que, sin embargo, sabían muerto para siempre Esa noche, por fin, se habían sincerado. En una conversación hecha más de gestos y de silencios que de palabras, convinieron en dejar de verse “por un tiempo”, sabiendo que ese tiempo era para siempre. Y ahora, ahí estaba él en esa plaza situada sabe dios dónde, revolviendo una vez más la herida, preguntándose dónde habían fallado y sintiendo que el consuelo y el olvido le estaban vedados. El paso de un automóvil tardío por la calle mojada casi salpica su traje de etiqueta. Se levantó lentamente, y lentamente comenzó a caminar. Y mientras podía oírse a lo lejos una música muy suave, su agobiada figura se perdió en la sombra de la noche, rumbo quizá al cercano mar.
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El remedio Ya sé que tenemos fama de aburridas. Y es lógico. Quienes pasan por el camino y nos ven de pie, casi sin movernos y dando la impresión de que nos pasamos todo el día comiendo, o bien echadas mirando hacia ninguna parte con caras inexpresivas, no pueden pensar otra cosa. Pero yo creo que están equivocados. Nuestra vida, aunque rutinaria, tiene sus altibajos, sus satisfacciones y sus tristezas. Es cierto que no somos muy divertidas, pero vivimos lo nuestro y tratamos de hacerlo lo mejor posible. Yo, por ejemplo, tuve mi primer hijo hace unos quince días. En la última primavera nos encerraron en un potrero con unos machos jóvenes y pintones, desesperados por hacer el amor. Me hice la interesante durante dos o tres días, pero al final no pude resistirme más. Fue mi primer experiencia amorosa, y debo confesar que aunque estaba un poco asustada no me desagradó. El Tarquino, como después me enteré que se llamaba mi pretendiente, me siguió durante un buen rato dando vueltas a mi alrededor, inquieto y juguetón, hasta que por fin sentí su peso encima de mis ancas y supe que el momento había llegado. Después que quedó satisfecho se fue sin dedicarme ni siquiera una sonrisa. Lo vi irse con cierta tristeza. Al fin y al cabo iba a ser el padre de mi hijo y me hubiera gustado conocerlo un poco mejor. Pero mis amigas más viejas, con mayor experiencia, me dijeron que siempre pasa lo mismo, mucha galantería antes y después si te he visto no me acuerdo. Así que como les digo, hace un poco más de dos semanas que el hijo mío y del Tarquino vino al mundo. Es un machito precioso, blanco y negro como yo, con unos ojos negrazos que me miraban con asombro en cuanto pudo levantarse, después que lo limpiara un poco a los lambetazos, como es costumbre entre nosotras. La lástima es que apenas lo pude conocer. A los dos o tres
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días nos separaron. A mí me llevaron para otro potrero, y a él lo veo de lejos, cuando entro o salgo del tambo para el ordeñe, atado con una piolita y comiendo quién sabe qué porquería de un balde que tiene a su lado. Lo del ordeñe es como el trabajo que tenemos nosotras. Todas las madrugadas, mucho antes de que salga el sol, viene un muchacho al que llaman el boyero y nos hace marchar hasta un galpón. Allí nos ponen una al lado de la otra, de cara a la pared como en penitencia, y después nos encajan unos tubitos en las tetas que nos chupan toda la leche. Lo mismo pasa de tarde. No vayan a creer que es muy agradable, pero como dice mi amiga la Juanita, una tiene que acostumbrarse a todo. Las muchachas mayores me han contado que en vez de dejarnos amamantar a nuestros hijos como sería lo natural, nos sacan la leche para mandarla a lugares donde vive mucha gente que, como no puede tener una vaca en la casa, se alimenta con nuestra leche. A mí esto me parece muy injusto, y a veces mientras me están ordeñando deseo que el que vaya a tomar mi leche se atragante o se indigeste, ya que nadie tiene en realidad derecho a robarle a mi hijo lo que a él le corresponde. Les cuento que en los últimos días las cosas han cambiado mucho. Han sido días complicados, porque parece que estamos enfermas. La primera que se cayó fue la Pocha. Le dolían las pezuñas y le salía como una baba de la boca. Casi no podía caminar, y calculo que fue por eso que dejaron de llevarla al ordeñe, que aunque es bastante desagradable, peor es no poder caminar y estar babeándose como una idiota. Pero lo grave es que en apenas una semana estamos todas igual, y ya no ordeñan a ninguna. Hoy temprano llegaron dos o tres vehículos de esos en los que se mueven los hombres, y del más grande se bajaron como veinte tipos vestidos de verde que llevaban en la mano una especie de bastón que no me imagino para qué puede servir. A lo mejor es para darnos algún remedio.
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Ahora nos han encerrado en un piquete donde apenas cabemos, y los hombres de verde están saltando el alambrado para entrar. El primero que pudo hacerlo quedó justo al lado de la Pocha. Levantó el bastón y de pronto oímos como un trueno que parecía haber explotado ahí mismo al lado nuestro. La Pocha cayó redonda, y le salía un líquido rojo por las orejas. Las demás estamos como locas y tratamos de escaparnos, pero a pesar de que hay varias que pechan con fuerza el alambrado me parece que no hay nada que hacer. Y los truenos suenan cada vez más seguido, y una a una mis amigas se van cayendo como cayó la Pocha, y una vez en el suelo agitan un poco las patas y se quedan quietas, como dormidas. Yo pienso que si es un remedio debe ser muy fuerte, porque las duerme enseguida. Justo en este momento uno de los hombres me está señalando con el bastón, así que calculo que a mí también me van a dar el remedio para dormir. Voy a ver cómo es la cosa, y después les cuento.
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La extraña vida de Mario Ferreyra mostrándole tranquilamente los pechos, que eran muy blancos. Daniel de Foe en Historia General de los Piratas
Cuando don Apolinario Ferreyra murió en las domas de Palmitas de mayo del 60 a causa de una infortunada rodada, tenía dos grandes anhelos en su corazón: ganar el premio al mejor jinete, y que el hijo que le estaba por nacer fuera varón. El cumplimiento del primero fue póstumo: los organizadores de las domas le entregaron a la viuda, doña Mercedes, una medalla y unos pesos, más por compasión que por los méritos de don Apolinario; no pasó igual con el segundo, ya que cinco días después del accidente la enlutada Mercedes parió su séptima hija mujer. Ella también sufrió una gran desilusión. Estaba convencida de que esperaba un machito. Así se lo había confirmado doña Salustiana, la comadrona del pago, luego de estudiarle la forma de la panza y de hacerle estirar los brazos, lo que hizo con las palmas de las manos para abajo, señal inequívoca según la vieja partera de que se trataba de un varón. A causa de su estado, doña Mercedes no asistió al entierro de su marido. Así que en cuanto pudo caminar se llegó, acompañada por las seis mayores y llevando a la recién nacida en brazos, hasta el cementerio del pueblo, un descampado apenas perturbado por unas pocas cruces desparejas. Allí, frente a la que marcaba el lugar donde descansaba Apolinario, hizo jurar a las chiquilinas que estaban en edad de comprender lo que hacían que nunca revelarían el verdadero sexo de su nueva hermana. Se quedó tranquila después de esto, porque ella era de la época en que las promesas se cumplían. Pocos días más tarde, con la complicidad de Salustiana, anotó a la gurisa frente al Juez de Paz con el
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nombre de Mario Ferreyra. Era poco lo que don Apolinario había dejado como herencia: un rancho con piso de tierra y quincho remendado, menos de tres cuadras de campo, dos lecheras, y un caballo que apenas podía con las patas. Los años y las dificultades fueron desintegrando la familia. Cuando llegaban a los quince, las hijas mayores marchaban para la ciudad, unas a trabajar como sirvientas, otras con destinos que Mercedes nunca quiso averiguar. Para fines del 75 la mujer y Mario eran los únicos que quedaban en el rancho. Fue entonces cuando ella comenzó con esos extraños dolores en el vientre que la llevaron primero al hospital y, pocos días después, a acompañar a Apolinario en el triste descampado de las pocas cruces. Mario salió a buscar trabajo. Lo consiguió en la estancia de los Muñoz, “Las Margaritas”, una propiedad inmensa que se extendía hasta más allá del río. Su primera tarea fue juntar las vacas para el ordeñe de la mañana, lo que tenía que hacer varias horas antes de que saliera el sol. Era duro en invierno, pero lo hacía con gusto. Por primera vez en su vida tenía un caballo que podía considerar propio, un oscuro malacara que ensillaba con cariño y prolijidad, para salir después, chiflando, a cumplir con su obligación. Su único problema era ocultar su verdadero sexo al resto de la peonada y, por supuesto, a los patrones. No quiso compartir su dormitorio con nadie, y se fabricó un colchón relleno de chalas que tendió en un galpón. Se abrigaba con unas bolsas para lana que habían sobrado de la zafra anterior, y se alumbraba con velas. Cuando sus compañeros de trabajo se habituaron a estas excentricidades, comenzó Mario a ganarse su simpatía. Se mostraba siempre dispuesta para las tareas más duras, y era quien punteaba cuando se trataba de parar rodeo o arrear una tropa. Era fuerte, a pesar de su físico esmirriado, y no le esquivaba el bulto a ningún trabajo, por arduo que fuera.
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Los Muñoz tenían un hijo que estaba pupilo en el colegio de los Jesuitas en Tacuarembó, y venía a pasar los veranos en la estancia. Se llamaba Esteban, y era de la misma edad de Mario. Ya en el primer verano, y apenas se conocieron, trabaron una firme amistad. Esteban era un muchacho alegre, y disfrutaba compartiendo con Mario sus tareas. Se levantaba a la misma temprana hora que ella, ensillaban juntos, y juntos salían a traer las vacas para el ordeñe. Después tomaban unos mates, desayunaban, y se ponían a la orden del capataz para lo que hubiera que hacer ese día. Esos tres meses fueron inolvidables para Mario. Nunca había tenido un verdadero amigo, ni sabía qué era la amistad. De modo que al lado de Esteban descubrió todo un nuevo mundo de camaradería, de complicidad, de mutua comprensión que no había imaginado que existiera. Mario añoró durante todo el invierno, que se le antojó el más largo de su vida, esa relación con Esteban. Lo recordaba día y noche, soñaba con él, esperaba, sin esperanza, verlo aparecer de manera imprevista. Llegó a rogar que lo echaran del Colegio; se arrepintió de ello de inmediato. Esteban volvió por fin una mañana de diciembre, cerca del mediodía, y ahí fue cuando las cosas empezaron a complicarse. Había crecido y para Mario estaba más lindo que nunca. La amistad entre ambos se reanudó de inmediato. En los ratos que tenían libres, Esteban le contaba lo que había aprendido durante el año, y aunque Mario no entendía mucho de qué se trataba, lo escuchaba embobada, pendiente de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos, de cada una de esas sonrisas que le iluminaban el rostro. De modo que la atracción que Mario sentía por Esteban traspasó los límites de la simple amistad. Es probable que las hormonas hayan jugado también su papel en el asunto. La cuestión es que una siesta en que estaban charlando en el solitario galpón, sentados sobre el colchoncito de Mario, ella no pudo resistir la tentación de revelarle su sexo. Y permitió que hiciera
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el descubrimiento mostrándole tranquilamente los pechos, que eran muy blancos. Esteban la miró por un momento con ojos desorbitados. Se puso luego de pie de un salto, y salió corriendo hacia la casa principal. Encontró a su madre en la sala, leyendo una revista. —¡Mamá, mamá! -gritó. Había angustia en su voz. Y luego, en el mismo tono: —¡Al Mario le han salido tetas, mamá! Costó bastante tiempo aclarar las cosas. La reacción de los Muñoz fue variada: don Joaquín quería despedir a Mario de inmediato; su esposa, compadecida, logró que la conservaran como doméstica. Como los vigilaban muy de cerca, la relación entre los dos jóvenes adquirió cierto carácter furtivo pero no menguó por eso su intensidad. Y como no sólo en las películas hay finales felices, sino que también la vida suele a veces deparar alguno, cuando tuvieron edad suficiente se casaron ante el mismo Juez de Paz que había anotado al falso varoncito. Se comenta en el pago que viven hasta hoy felices y contentos.
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Las cartas de Sebastián A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Horacio Quiroga en El Hijo
Cuando Alcides Mansilla salió de su casa en la mañana del 22 de junio de 2006, sólo llevaba un pequeño portafolios que usaba más por costumbre que por necesidad. En él acarreaba una vieja agenda que nunca había sabido utilizar, algunos papeles sin importancia, y la última carta que había recibido desde España de su hijo Sebastián. Las noticias de Sebastián eran buenas. Como muchos otros, había ingresado a España algunos años atrás, sin credenciales ni dinero, pero su condición de nieto de españoles le había permitido obtener por fin un permiso permanente de residencia. De modo que después de haber llevado durante algunos meses una vida inquietantemente irregular, pasando de un mal empleo a otro peor y ganando apenas lo necesario para subsistir, había logrado ahora un puesto de vendedor en una de las mejores tiendas de Madrid, y entre sueldo y comisiones redondeaba una suma en euros que le permitía alquilar un pequeño piso y llevar una vida decente. Pero a pesar de todo, el muchacho estaba obstinado en no volver a su país, ni siquiera para una breve visita a sus familiares y a sus antiguos amigos. Había hecho un par de viajes a Francia y sus últimas vacaciones las disfrutó en Mallorca. Lo había pasado “de rechupete”, decía. Pero ni hablar de viajar a Uruguay. Alcides extrañaba horriblemente a ese único hijo que durante más de veinte años había sido la luz de sus ojos, en especial después de la muerte de su mujer, ocurrida cuando ella contaba apenas cuarenta años. Pero la juventud es la juventud, pensaba, y aunque uno no la comprenda, debe aceptarla tal y como es. Trataba de mitigar su soledad dedicándose de lleno a su
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comercio, una tienda de antigüedades situada en plena Ciudad Vieja. Pero no podía evitar la depresión que le causaba la desolación de lo que había sido su hogar. Se inventaba excusas para demorar el regreso. Una vez en casa, se sentía como perdido. Se entretenía preparando sus propias comidas, hurgando los diarios hasta en sus más mínimos detalles, matando el tiempo ante el televisor y, sobre todo, leyendo una y otra vez las cartas de Sebastián. Había vivido momentos de verdadera angustia después del trágico atentado en la estación Atocha que había causado más de ciento noventa muertes. Concurrió día tras día al consulado español, en busca de información que nunca obtuvo. Leía vía internet cuanto diario madrileño encontraba, temiendo toparse con el nombre de su hijo en alguna lista de víctimas fatales. Fueron días de constante pesadilla, hasta que a principios de abril del 2004 recibió una carta de Sebastián en la que, conmovido aún por lo ocurrido, comentaba que había escapado de la tragedia por “mera coincidencia”, ya que en circunstancias normales debería haberse encontrado a bordo de uno de los trenes siniestrados. Si así no había ocurrido, agregaba, se debía a que había pedido franco aquel día para realizar algunos trámites de índole personal, relacionados con su próximo casamiento con una portorriqueña que trabajaba con él y que, empleando una expresión castiza, confesaba que “le traía loco”. El alivio de Alcides fue tremendo. De inmediato escribió una larga carta a Sebastián, relatándole la angustia por la que había pasado, y la desesperación con que había procurado hacerse de alguna noticia. Luego, en un tono más frívolo, le felicitaba por su noviazgo y finalmente por haber podido comprar un “ordenador”, tal como le informaba en la última parte de la carta. “Espero que ahora que cuentas con tan valioso ayudante, tus cartas sean más frecuentes y más fáciles de comprender”, terminaba diciéndole. Y así fue en verdad. Cada ocho o diez días Alcides recibía nueva correspondencia de su hijo, con novedades cada vez más
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alentadoras. Su noviazgo marchaba “viento en popa”, y pensaban concretar el casamiento en los primeros días de julio, para pasar luego una corta luna de miel en el sur, probablemente en alguna playa de la Costa del Sol. Alcides no se cansaba de releer esas cartas de su hijo, cada vez más extensas y pobladas de mayores detalles. Casi podía imaginarse a sí mismo recorriendo junto a Sebastián las pintorescas calles de la capital española; tan vívidas y detalladas eran sus descripciones. Se imaginó viajando a Madrid para el casamiento de Sebastián. Le parecía imposible e imperdonable no asistir. Tendría así, además, una muy buena excusa a para ver a su hijo, y podría de paso conocer a esa futura nuera acerca de la cual sentía enorme curiosidad. Esa tarde del 22 de junio de 2006 regresó temprano a su apartamento. Como hacía con frecuencia, vació el contenido de su portafolios sobre la mesa del comedor, con la intención de deshacerse de algunas cosas que ya no le resultaban necesarias. Arrojó al basurero facturas viejas, una que otra anotación que carecía de vigencia y, entre ellas, un ajado pedazo de papel. Era un artículo bajado de la página web del diario El País de Madrid, y estaba fechado el 17 de marzo de 2004. El título decía: “Identifican a otra de las víctimas del 11-M”. Luego se informaba que las autoridades forenses habían reconocido entre las víctimas del atentado el cuerpo de Sebastián Mansilla, un uruguayo de veinticinco años de edad cuyos demás datos se ignoraban aún. Sonriendo, Alcides se sentó frente a su PC y empezó a escribir una carta. La fechó en Madrid, el 22 de junio de 2006, y la encabezó con un “Querido Papá”. Resultó una carta larga, llena de detalles y novedades. La firmó “Sebastián”, la puso en un sobre de vía aérea a su propio nombre, le pegó prolijamente los timbres y se apresuró a depositarla en el buzón de la farmacia más cercana. Eran casi las doce cuando se acostó a dormir.
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Eden Hotel Hasta que tu abuelo compró el campo en Tandil y empezamos a ir a Mar del Plata, todos los veranos pasábamos casi tres meses en La Falda. Creo que el último año que fuimos fue el 39 o el 40. Tu padre tendría entonces cinco o seis años. En esos tiempos, antes de que el peronismo arruinara todo, las Sierras de Córdoba eran un lugar donde veraneaba gente de lo mejor. Las revistas mas “chic” de Buenos Aires tenían periodistas permanentes y todas las semanas salían unas crónicas preciosas y fotografías de todos los conocidos. Después llegó “la indiada”, como decía tía Maruja; los sindicatos se quedaron con los principales hoteles y me han contado que es un horror ver en las terrazas a los cabecitas negras y a los tanos comiendo factura y tomando mate. El Eden era uno de los hoteles más elegantes. Lo regenteaba un noble alemán que había peleado en la guerra del catorce, un Von no sé cuánto que era de lo más distinguido. En su oficina tenía una foto que le había dedicado Hitler -de quien todavía no se sabía la clase de monstruo que era- una vez que él lo había visitado en Alemania. Ese verano mis relaciones con tu abuelo no andaban demasiado bien; ya habíamos superado el entusiasmo de los primeros años y, a medida que se hacía evidente que eran muy pocas las cosas que teníamos en común, los dos empezamos a cuestionarnos si no nos habríamos equivocado. Llegamos a pasar semanas enteras sin hablarnos. Como resultado, a los quince días de hacer siempre lo mismo -golf, tenis, cabalgatas, cenas de gala y baile hasta la madrugada- y a pesar de que había conocidas con quienes charlar, y de que todos los días recibíamos los últimos chimentos de Buenos Aires, la vida se me hizo monótona y rutinaria y me pasaba días enteros aburrida como un hongo.
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Por eso me alegró la llegada del Carnaval, que ese año cayó en los primeros días de febrero. Tu abuelo lo convenció a su hermano Ignacio, que todavía era soltero, para que viajara con dos amigos, el Bebe Villanueva y Mariano Arzubi, a pasar la semana con nosotros. Llegaron en el tren del sábado, el que salía de Retiro a la noche y llegaba a La Falda cerca del mediodía. Con tu abuelo los fuimos a esperar a la estación y estos locos se bajaron del tren disfrazados de mosqueteros, con botas, capas, espadas, pelucas y bigotes y unos sombreros empenachados que resultaban impresionantes. El Bebe y Mariano, que tiraban esgrima en el Jockey, venían con las espadas desenvainadas hacienda unas fintas como si se estuvieran batiendo. Te imaginás el revuelo que se armó en la estación, la gente los rodeaba gritando y aplaudiendo y salimos escoltados por todos los demás pasajeros, fue de lo más divertido. Les dio bastante trabajo meterse en el auto con el asunto de las espadas y los sombreros emplumados y cuando llegamos al hotel se repitió el mismo alboroto, se juntó de nuevo un montón de gente que se moría de risa de la ocurrencia de los muchachos. Los festejos empezaron ese mismo sábado. Por la tarde hubo una fiesta para los chicos. A tu padre le habíamos comprado un disfraz de paje que le quedaba divino y era un plato porque él se movía con mucha elegancia como compenetrado con el papel que representaba. En “El Hogar” le sacaron una foto que todavía guardo. A mí se me caía la baba de lo orgullosa que estaba. A la noche fue la cena y el gran baile de disfraz obligatorio. Ignacio le había traído a tu abuelo un traje de mosquetero igualito al de ellos. Yo me quería poner un vestido de campesina rusa que me quedaba monísimo pero tu abuelo no me dejó porque decía que era demasiado escotado y para conformarlo me tuve que disfrazar de mamarracho con la ropa más vieja que tenía. Hicimos una excepción y llevamos a tu padre al comedor
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porque él estaba muy excitado y nosotros queríamos mostrarlo para que todo el mundo viera lo lindo que era. Al entrar al salón nos dieron una cantidad de artículos de cotillón, cornetas, matracas, serpentinas y antifaces. Los cuatro mosqueteros se pusieron los de ellos y la verdad que parecían salidos de una película de capa y espada de esas de Errol Flynn que estaban de moda. Durante la cena tomamos bastante champagne. La música no era tan suave como otras veces y empezamos a bailar antes de que llegaran los postres. Los cuatro mosqueteros se nombraban entre ellos como los personajes de Dumas y yo bailé con todos, menos con tu abuelo, porque estaba muy enojada con él. Como a las doce, tu pobre padre se estaba durmiendo sobre la mesa, así que lo llevé a su habitación, lo ayudé a acostarse y me quedé un rato con él hasta estar segura de que se había dormido. Cuando salí al pasillo me sorprendió encontrarme con uno de los mosqueteros parado junto a la entrada de la habitación que ocupábamos con tu abuelo, que era contigua a la de tu padre. En un impulso, abrí la puerta y con una inclinación de cabeza y una sonrisa lo invité a entrar. Si me preguntás por qué lo hice, no sabría qué responderte. Quizá fue el champagne, la rabia que en ese momento sentía por tu abuelo, el “espíritu del Carnaval”, o una mezcla de todas esas cosas. El pareció dudar por un instante pero luego aceptó mi invitación. Yo sabía que ese hombre no era tu abuelo. De todas maneras, si hubiera tenido alguna duda, ésta se habría esfumado enseguida, cuando apenas se cerró la puerta y me encontré besando al disfrazado como nunca antes había besado a nadie y como nunca volví a besar en mi vida. Estuvimos varios minutos así, abrazados, sin hablar, y después nos fuimos moviendo de a poco, tratando con torpeza de quitarnos la ropa, y medio vestidos y medio desnudos caímos en la cama y continuamos por un buen rato con esa locura de besos, abrazos y caricias que, a esa altura, no podíamos ya controlar. Y luego él me tomó con una mezcla de violencia, de ternura y de ansiedad, como si hubiera esperado ese momento por mucho tiempo; y yo me entregué sin decir nada, descubriendo
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asombrada qué cosa era el placer y deseando que aquello durara para siempre. Cuando todo terminó, el mosquetero se deslizó a mi lado en la cama, se levantó despacio y se acomodó el disfraz. Supongo que por curiosidad encendí uno de los veladores y vi cómo, antes de que pudiera identificarlo, se ajustaba el antifaz y ponía en su lugar el bigote postizo. Se quedó un largo rato mirándome y, a través de la máscara que le ocultaba medio rostro, creí adivinar en su mirada una expresión en la que se entremezclaban el cariño y la sorpresa. Me asombró no sentir pudor ni vergüenza a pesar de estar casi desnuda. Al llegar a la puerta que daba al pasillo me hizo una profunda reverencia y después salió, siempre sin decir una sola palabra. Yo me sentía exhausta y no sé de dónde saqué fuerzas para arreglarme la ropa y el maquillaje, ordenar la maltrecha cama y bajar de nuevo al comedor. Cuando llegué, los cuatro estaban charlando con el vecino de mesa, el inglés Mc Cormick, quien -como su mujer le exigía que comiera algo mientras tomaba interminables whiskys- se había sacado la dentadura postiza y, entre trago y trago, trasegaba por ella sándwiches de miga. Los mosqueteros se levantaron cuando me acerqué a la mesa y uno de ellos me arrimó la silla. Pasé el resto de la noche tratando de descubrir cuál era el que me había hecho conocer, de manera tan inesperada, las reales dimensiones del amor. Observaba a uno y a otro, ensayando sonrisas y miradas de complicidad, estudiando gestos, buscando alguna señal que lo delatara, algo que develara esa incógnita que me atormentaba. No pude descubrir nada, o no quise hacerlo; no estoy muy segura. Esto que te he contado, m’hijita, no se lo había contado nunca a nadie en toda mi vida, ni siquiera al pobre Padre Rodolfo que fue mi confesor durante más de cuarenta años. Imagino que te preguntarás por qué te lo estoy contando ahora a vos. Ni yo misma lo sé. Quizá sea porque ya me siento muy vieja, sé
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que me queda poco hilo en el carretel y antes de morirme quiero que alguien sepa que, al menos una vez en mi vida, fui muy feliz.
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Este libro se termin贸 de imprimir en la ciudad de Montevideo, Uruguay, en el mes de agosto de 2006.