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datos de catalogación bibliográfica Saúl Ibargoyen
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13.2 IBARGOYEN, Saúl L4671 Llorar pa’ delante / Saúl Ibargoyen ; arte de portada de Andrés Benítez – 1ª ed. – Montevideo (Uruguay) : ediciones abrelabios, 2013. – 168 p. ; 13,5 x 21 cm
ISBN 978-9974-649-31-6 1. Novela. I. Título
C onform e a l as regl as de l a IS B D; s ignat ura l ibrí st i ca obt eni da m edi ante generador de la F ac. de B i bl iotecologí a y C iencias de l a Informaci ón de la UNM, Argenti na.
Arte de portada: Andrés Benítez pachoabc@gmail.com
Diagramación, corrección y cuidado de la edición: equipo abrelabios
Edición electrónica: noviembre de 2016 (primera)
abrelabios ed.abrelabios@gmail.com Montevideo–Uruguay http://abrelabios.com (+598) 9946 9399
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Si modo clamantis revocaverit aura puellae concessum nulla lege redibit iter. Propercio
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Traducción de la cita inicial de Propercio («Si modo clamantis revocaverit aura puellae concessum nulla lege redibit iter»): «Si tan solo el murmullo de la amada implorante lo llama,deshará el viaje, sin que ley alguna lo impida.»
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«No todo rumbo es un camino, ¿o sí? Recién salí de la cana, metido en la gayola, en el tambo anduve, poco tiempo en verdá me tuvieron, pero igualsiño pur iso no puedo soltarme de esta manía de pensar de solito… Un par de meses a rigor, estuvo béin pesado ese troso» se parlaba para sí aquel hombre flacuchiento, de huesos de complicada ensambladura, de piel afinada por ausencia de sol: al menos así parecía. Sus parlamentos interiores lo habían conducido a pensar que casi lo pescaron los polis por algo que no tenía hecho. El lío fue por aquel tipo, mire que reencontrarse al final de años diversos para cada uno, era un alguien obsesionado por la justicia revolucionaria, «un día nomás que nos vicharon juntos, en una charla en el café ‘Caramurú’, solo por eso, me capturan los jodidos uniformados… y a la máquina. Pero, ¿qué podían probar los cabronzuelos?, uno se aguanta, sí, o no tenemos calles recorridas, sábanas gastadas, fuimos una leyenda en este país… Y aquí ando hoy… Pero para él la cosa se jodió…» (Agreguemos que todo relato siempre es pasado, nada de analepsis o prolepsis. El maestro Cervantes se dio cuenta de ese tiempo único en sus narrativas, y fue en la segunda parte del Quijote –en la primera, que eran cuatro de inicio, apenas si sospechó algo, arrastrado por las hazañosas tareas de Quijana el Bueno en su disfraz de caballero andante.) Volvamos al personaje recién salido de prisión, mirémoslo como se contempla un simple rostro ajeno en el es-
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pejo de un elevador en tránsito de altura o de bajura. Nuevos detalles brotan, por decir así, de un agua de vidrio: pensemos en un charco vertical e inmóvil pero capaz de atraer o producir colores, masas aparentes, figuraciones espontáneas, analogías de efluvios y aromas, moléculas esparciéndose. El rostro confirmará un asomo de angustia soterrada, unos ojos de miopía en acumulación, una nariz de tabique imperfecto (¿falla congénita, golpes, caídas?), unas orejas machacadas por ventosos inviernos, una boca de reseca irrelevancia, una frente libre de mechones o pelos sueltos en prevista desbandada, ¿qué más? Ah, los lentes de aguzada cristalería y la cicatriz en la mejilla derecha (¿cirugía, pedrada, mordiscón?), y la mancha granate en la mejilla del otro lado (¿nudillos de fierro, tropezón?), y las marcas en la base del pescuezo, feas y casi indisimulables (estrangulamiento parcial: ¿dedos o cables finos?), etcétera. Pero no busquemos debajo de la camisa de tela popular, no hagamos descender calzón ni pantalones, que no haya despojo de calcetines ni de caminados zapatos. Porque con lo visto y reflejado alcanza para empezar esta narración, cuyo atractivo trataremos de acrecer al procurar en uno de los bolsillos de la mencionada camisa (resultó ser de un color azul desanimado por el mero uso), el documento de identificación imprescindible y obligatorio. Obtenido el rectángulo de cartón brillante, con foto a colores y plastificado, gracias a la indiferencia o el ensimismamiento del hombre enflaquecido, podemos leer sin asombro alguno: «Propercio Pérez Peres, natural de la ciudad de Ríomar. Edad: 53 años. Sexo: masculino. Nombre del padre: Iván Pérez. Nombre de la madre: Maira Peres. Ocupación: personaje en la novela Llorar pa’ delante. Nota: este documento legal debe estar siempre en poder del usuario. De no ser así, la presencia actoral activa o pasiva del mismo puede quedar sin efecto. Renovación Autorizada el 20/IX/2012 por…»
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(Fotografía: representa la descripción anterior. Firma y huella dactiloscópica, ilegibles). La tarjeta identificatoria fue regresada a su sitio de reposo. Es probable que fuera recibida por un par de latidos cordiales, pues la existencia misma de Propercio (o PPP) dependía –como vimos– de aquel objeto bidimensional («Vivimos la era del plástico tardío y la disolvente cultura tarjeteril neoinformática», según Russell McDonald en sus Prolegómenos de la destrucción infinita). El asunto es que PPP se hizo pendejo, o tonteó un poco o andaba entretenido con sus misturados pensamientos carcelarios. Agreguemos que estaba sentado en una de las bancas del Parque Popular, a pocas cuadras de la Mamá Grande, hospitalaria prisión que el ex gobierno oligárquico/ militar ampliara, aunque las celdas individuales eran solo de dos por dos y cuarto y los servicios sanitarios bien colectivos, repulsivos y vomitivos. Pero solo de pensar no se vive. Por eso Propercio Pérez Peres (regresemos a su vero nonme) resolvió pararse y buscar un autobús que lo llevara a la terminal del Puente Viejo; de ahí salían los servicios a provincia. En puridad de verdades, ya estaba nostalgiando demasiado los olores de la colorada tierra fronteriza, de las entreveradas ciudades denominadas Rivamento, de los calorones sin término, de los friajes descomunales, de la pobreza desproporcionada, de las modernas y enajenadas tiendas free shop, del casino renovado y repleto de oportunistas diversos, ricachones foráneos, putas aniñadas, usureros locales e ainda mais. Las memorizaciones se mezclaron con la posibilidad de elaborar futuros recuerdos, y eso produjo en las neuronas propercianas una especie de doloroso relámpago, un chijetazo cortante, un retorcido temblor. Y Propercio vio o creyó ver en lo adentro de su ánima una cama sin amplitud que perdía sus patas, que volaba y chocaba con las paredes de tabla de una recámara asfixiada por el olor a lo más íntimo humano, y
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sobre aquel lecho en aérea derrota vio a un gurí desnudo, bien pelado de pañales y mantos, que tan pequeño y todo se agarraba a las arrugas del delgado colchón, «la alfombra voladora de los cuentos», violando las leyes más elementales de la gravedad o conjuntando las cuatro fuerzas cósmicas que ni Einstein ni Hawking ni Rosen ni… aún no develaron, para no desaparecer de la visión que a nuestro personaje agobió durante un nanominuto. «No solo de delirios semi conscientes se vive» cogitó Propercio, que era bien distraído pero no comía vidrio. Y, al percibir el paso de un coche taxímetro o «carro de praza», lanzó una mano (¿cuál?) en gesto de llamamiento. El automóvil, un Mercedes Benz de castigado color negro con toques de amarillo, se acercó hasta paralizarse o paralelizarse con el límite pétreo de la acera o vereda o banqueta. «¿Está libre, don…?» «Clariño, en de no, no me hubiera parado, ¿nao es?» «El señor me disculpa, ¿de qué lugar de la frontera usté es?» «De la mera cidade de Aragón Chico, ¿e o señor?» «De un pouco mais embasho, de Rivamento…» «¿Y pa’ onde vai agora?» «Pra la terminal del Puente Viejo… Es que eu teño saudade da miña fronteira…» «Ah, enton téin pensado pegá um bondi até lá…» «Certo, iso es…» «Mais, ¿nao leva malas, equipayem?» «Nao, eu vo comprar tudo cuando chegar lá.» «Ta béin, pode trepar no carro.» En el trayecto hubo silencio, como si lo platicado hubiera sido ya bastante. Finalmente, ¿qué importan dos aparentes destinos que se rozan para luego caer hacia la ineludible entropía? Ah, Propercio dijo que era de Rivamento, ¿ya vieron o leyeron o escucharon? No que era de Ríomar. Sin
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embargo, que se sepa, no figura en ningún registro parroquial ni público de esa entreverada región administrativa y humánida. Pero, digamos que cada quien hace patria o matria adonde puede y se la lleva consigo. Y lo que vale a efectos de este relato, es la tarjeta indentitaria que anteriormente exhibimos, aunque Propercio tendrá cierta libertad de reconocerse en un presunto pasado. Ni modo, porque tampoco se vive de pura teoría literaria… El taxi ya se marchaba cuando Propercio, al buscar a punto de ojo miope las taquillas o ventanillas de venta de boletos, pisó o golpeó con zapato diestro un objeto similar a una cartera o monedero de piel plastificada. Levantó sin prisa aquella cosa que entraba en su vida como una brizna de polvo entre los párpados y, cuando examinaba su posible contenido, surgió una fotografía en blanco, gris y negro que representaba un rostro de muchacha ligeramente amulatado. Al voltear el cartón rectangular, leyó con una poca de dificultad un nombre que, de manera instantánea, generó en sus neuronas una excitación inédita, como venida de muy lejos, «de outras luas» diría doña Beti, la mágica doctora rivamentina: el nombre era Cynthia. El pudor no le permitió ahondar la revisión pero también logró leer un número de teléfono. Hizo tanteos en el bolsillo azulenco de su camisa y encontró sin sorpresa una tarjeta telefónica que, por supuesto, el o los cronistas de este relato también habían depositado allí. Si no, ¿quién o quiénes? «¿La llamaré en lo enseguida? ¿Cuánto hará que esta cartera cayó al suelo?» pensamiento algo emotivo en español riomarense. De súbito comprendió que ya no iría a la frontera, que en aquella fotografía se insinuaba un destino o algo azaroso no previsto ni siquiera por la necesidad de la estructuración de esta historia. Propercio se ubicó laxamente en una banca metálica de tonos verdes, cerca del sitio de la caída de aquel objeto inesperado.
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«Quieras que no, siempre volvemos… o puede ser que nunca salimos hacia lugar ninguno…», la muy transitada estimación de que quietud y movimiento son lo mismo, pues todo depende del observador, ¿será?
Traducciones de los textos latinos de Propercio que aparecen en el siguiente capítulo: («Solus amant novit, quando periturus, et a qua morte…») «Solo el amante sabe de qué morirá, y de qué muerte»; («¿Miremur… turba puellarum si mea verba colit?») «¿He de admirarme… de que a la turba de las niñas guste mis cantos?».
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Propercio leía con demora de semanas un manoseado ejemplar del diario Noticias frescas, mientras los astros cumplían su recorrido por las tres distintas e intactables regiones del cielo. Había comprado, casi de regalo, aquella mal impresa papelería en formato tabloide, se supone que en un quiosco especializado en publicaciones vencidas o atrasadas por allí instalado, para que su acto de esperar no le recordara las instancias soledosas en la celda adonde había sostenido un silente soliloquio de sed, hambre y sometimiento. Un gesto defensivo, sí, para no rememorar las paredes pintadas con caca ni el pipí bebido en mano propia. Nada de vasos de cartón ni platos de plástico ni cubiertos de material ninguno. «Abrían un poco la puerta y tiraban la comida, la pitanza fría, al piso los cabrones… Huesos descarnados, fideos pegosteados, arroces apelotonados, camotes rajados… Para beber… o chupar, un trapo mojado que chorreaba agua mugrienta… ¡Filios da putaparió! ¡Dos meses ansí mesmo!» surgió un golpeante y organizado recuerdo. La memoria es frívola a veces, pensaría Propercio, «uno se acuerda de lo más pior pero la caraja no sufre ni un pito… Ah, y aquel milico baboso que dijo cuando me soltaron: ‘Mirá que estamos en democracia… si no, la quedabas, viejo ojete. Además, a tu edá ¿para qué andás metido en cosas de regolusión?’ Y yo, de idiota no más, respondiéndole que la izquierda era legal otra vez, que la dictadura de los fachos tenía varios años de desaparecida… Y así me respondió el ca-
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bronzuelo, de mientras me regresaban el reló, los zapatos, los lentes, los dos libros de Gramsci, las tres llaves, un triste pañuelo que no era mío y dos camisetas de abrigo que tampoco entraban en mi ajuar: ‘Conversás muy bonito, Proper, pero a mí no me jodas. Nosotros cuidamos que haiga democracia y chau. Vos y los que son como vos no quieren que el país progrese. Entonces, tenemos que proceder. Fijate que cuando salgas por áhi a ventilar que te acosamos con el preguntadero, nadie te creerá ni un carajo, ¿sabés? Ahora te damos una buena lavada, una ducha caliente con jaboncito perfumado, te afeitamos, y te irás con ropa limpia a contar que sos un héroe, que te aguantaste a lo mero macho, ¡puto! ¡Y mucho cuidado de con quién te juntás! Que terroristas subversivos todavía hay algunos… No hables más con ninguno de ellos, aunque estén medio jubilados… ni te les acerques: ya ves lo que le pasó al del atentado… ¿no?’ Pero como toda cosa es toro que pasa, agua que corre, estoy aquí a lo pendejo, hojeando un diario de no sé qué fecha y esperando que aparezca del aire vacío una figura de mulata clara que alguien bautizó como Cynthia…» Y añadió para sí, pues sus otros yoes, en general atentos, estaban como adormecidos: «Tambéin le expliqué a aquel retardado, un fósil viviente fruto de los restos de la dictadura, sin duda… le expliqué un chingo de veces que nunca fui de la guerrilla, que soy de izquierda sin partido, que soy del frente obrero y popular, de la coalición…» y entonces, sin que alguien sepa el porqué, las fibras del tiempo se retorcieron, hilos de luz invisible se menearon delante del rostro de Propercio, y la miopía pareció retroceder, llevando y devolviendo y generando imágenes en un multiplicado movimiento sonoro similar a una historia en la que caben infinitos universos que se disuelven en sí mismos para recrearse, pues la Nada es imposible y por eso mesmo no debería ser nombrada, y menos con mayúscula… En fin, digamos más sencillamente que una muchacha amulata-
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da de clara oscuridad se paró delante de Propercio y habló de este yeito o de esta modalidad: «Estoy viendo que el señor encontró mi carterita, ¿es? Ahí se ve que la puso, al lado suyo, arriba del asiento…» Propercio entremiró una figura fuera de toda descripción cierta, o acabada de nacer o de ser hecha, y como no pudo adaptar su sensibilidad a la percepción inmediata de aquella imagen de seguro iniciada y elaborada al cabo de multiplicadas y revolvidas generaciones, abandonó en el piso de polvo los papeles con sus noticias vencidas y trató de reconstruir la verticalidad propia de la especie. Varias articulaciones cedieron costosamente, las rodillas adelantaron insinuaciones reumáticas, los pulmones descubrieron los dolores del oxígeno, el ombligo exudó un suero helado, la lengua tocó la atmósfera de la boca en busca de la raíz de una posible palabra, los pies cumplieron finalmente su misión rutinaria. «Pues sí… aquí tengo su cartera, bien cuidada… Caída estaba, no más. La levanté, le di una limpiadita y me puse a esperar en este sitio de sentarse, hace como un rato medio largo…» dijo Propercio mientras aparecían en sus fulminadas neuronas unos no aprendidos versos, que podrían ser estos: «Solus amant novit, quando periturus, et a qua morte…» y bien intraducibles por cierto, aunque sonaran con presentidos ritmos. «¡Ay señor! ¿Sabe usté lo que esta cartera significa para mi alma?» expresó cursilonamente Cynthia. «Ni yeito de saber iso, señora…» un regreso necesario a lo real inmediato. «¿Yeito? El señor es de la frontera, acredito…» «Un poquito de lá, outro de acá, outro de mais lá o mais acá, o de un lado cualquier… La gente de la frontera dice que a vida é dor, saudade e sofrimento, solo.» Nuestro personaje comprendió, a saber nosotros cómo, que estaba en el comienzo de un diálogo, de una co-
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nexión sin precedentes. Y a la rápida, fuera de todo ademán volitivo, imaginó o vio una enorme puerta clavada en un desierto de arenas y rocas quemadas por el viento. Su sombra aplastaba toda presencia animal o humano-animal, todo pasto o árbol, todo océano o charco. Y él, desnudo de ropas y lentes, se acercaba a la puerta, golpeaba con ligereza las hojas de acero y oro hasta que éstas le ofrecían un ínfimo espacio, y él entraba por aquella grieta dejando restos de piel y sangre sembrados en las arenas hirvientes. Al entrar, las hojas se juntaron de nuevo, y al mirar hacia arriba y adelante solo se entreveía un vértigo sin fin de trillones de átomos rojos encendiéndose y apagándose… «Señor, ¿es que algo le sucede? Le cambió la color de la cara, y hay burbujas de sudor apareciendo…» Seducidas las orejas internas por tal emisión verbal, que ni los narradores esperaban (por aquello de la liberación y la autarquía de los protagonistas, según la teoría de la muerte del hablante y la reaparición del autor como testigo de conciencia), Propercio sintió un discurrir de adrenalina por venas y arterias, y entonces pudo recoger la deseada cartera y alcanzarla a las manos de la muchacha, pero emitiendo una impensada oración difícil de aceptar, casi seguro, por ese ente abstracto que llamamos «lector»: «Señora Cynthia, ¿podríamos tomar un café… un cafesiño?» «De acuerdo, señor… ¿Cuál es su nombre de usted?» «Propercio… solo ese nombre. Y de apellido, Valle Alto… en dos palabras, pur erro de inscripción. Tendría que ser Valle en lo Alto.» (Da la impresión de que nuestro protagonista se excedió en su crédito libertario con tal autobautizo, obviando los datos de la tarjeta de identificación para afirmarse quizá, no conscientemente o por mero olvido, en una personalidad acorde con la presencia de la mujer.) «¿Y usted no ha sentido esa diferencia? Porque uno
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trata siempre de ser algo más o menos completo, ¿me explico?» «¿Cómo é iso?» «Clarito, creo yo. Si a usted lo nombran de un modo, ¿es lo mismo que si lo nombran de otro? Hablo de sus apellidos…» «Es que siempre me llaman de Propercio, así que no siento nada de lo que usté me comenta…» ripostó el hombre meneando las manos vacías, como quien apela a un distractor para esconder una mentira contaminada por una verdad sin desnudar totalmente. «Me permití decir eso porque cada letra de cada nombre o apellido o apelativo o apodo o sobrenombre o… tiene un valor, una especie de historia nacida siglos antes que la persona que lo lleva puesto, y que seguirá un rato más durante la vida y tal vez luego de la muerte de esa misma persona… Por eso, creo que cuando uno se cambia de nombre… piense, señor, en ciertos poetas o futbolistas… cambia muchas historias al mismo tiempo. Es como si un arbolito, solo en medio de un campo, empieza a echar ramas para todos lados, hojas de diverso formato y color, floraciones contradictorias, aunque sin llegar a conocer nunca ese desarrollo…» y la mulata, mujer y muchacha «habló como una musa, sin duda», según el alucinado Propercio, siempre obsesivo con el juego de las aliteraciones. Ya a mitad del primer café y a medio mordisquear dos galletitas de avena sin azúcar, y en unos momentos en que el hombre ubicaba los ojos en recónditos sitios del mantel a cuadritos blancos y verdes, Cynthia examinó en lo directo aquel rostro de huesos punzantes, las cejas menos entrecanosas que el pelo en retirada, la tensa columna del pescuezo, los lentes de reflejos oscurecidos, la nariz sutilmente desviada hacia la diestra de quien mira, la boca más joven que las mejillas. Y rodeando aquella su lumínica aprehensión de un retrato relativo y a fuerza inacabado, la muchacha adivinó
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una especie de neblina, un vapor incorpóreo, una estremecida emanación, algo similar a «un vil incienso quemado en empobrecidos altares», o sea, lo nunca esperado en hombre ninguno. Propercio emergió pausadamente de una dimensión abstracta, desechó los trazos verdes y blancos que protegían la tapa de la mesa, pareció entender que se encontraba sentado frente a un espacio que conducía a un plus ultra de la mediada taza de café y del plato adonde agonizaban las galletitas de avena, como si el azar violara sus propias leyes y aceptara la decisión de un personaje que ha resuelto introducir una persona femenina no prevista ni considerada por el o los inventores de este relato. En fin, resultaría exageradamente posmoderno que el personaje Propercio, a más de cargar con su propia historia, que ni él mismo conoce en completud, se atreviera a abrir desde lo real un nuevo espacio o campo narrativo. Esta aclaración sonará demasiado explícita para la generalidad de los receptores, quienes podrían criticar que el exceso de autonomía de un protagonista cercena de algún modo la libertad expresiva del presunto autor. Ah, ¿y si pensáramos en la posiblidad de que los hablantes o voces poéticas de un autor se mezclaran caóticamente, siguiendo los principios inexorables de la entropía? Dejemos el tema aquí. Y continuemos: Afortunadamente, Propercio nunca habrá de leer estas páginas, pues no hay mente lo bastante poderosa como para resistir tan brutal proceso de esquizofrenia estética. Entonces, es más fluido y positivo pasar al tercer capítulo, transición que da chance a nuestro protagonista para seguir delineando la personalidad de Cynthia, es decir, «¿Miremur… turba puellarum si mea verba colit?»
Traducción del texto latino de Propercio que aparece en el siguiente capítulo: («Surge, anima, ex humili jam, carmine…») «Surge, alma mía, de los versos humildes…».
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Propercio presintió que no debía apurar el curso de aquel raro encuentro, «raro es término pobre, insuficiente, ¿quién escribió eso? ¿Y la imaginación?» Asimismo, mientras estaba sedentemente arrimado a la mesa, comenzó en él un atisbo de conciencia liberadora, como quien descubre por mera indicación fisiológica que los jugos esenciales transitan por las vías correctas y que las representaciones de la realidad externa, infraexterna y supraexterna admiten ser traducidas a lengua cotidiana más que literaria. «En verdá… creo que te esperaba no solo para regresarte la cartera… Es que vi la foto… y fue como si viera un montón de imágenes que se reunían allí», arriesgó Propercio desde o gracias a un esfuerzo que por un momento debilitó su genética timidez. «No lo entiendo del todo al señor… cuando las pláticas se dan a medias palabras o a media idea, no es traducción fácil escuchar lo que se oye, ¿sabe usted?» «Bueno, cada uno tiene su modo, sus uñas íntimas para la rascadera personal…», sugirió el hombre. Y la muchacha enseguida: «Eso nada explica para ninguéin, ¿no cree?» «Es probable pero veo que tú tambéin usas algo de la lengua fronteriza. ¿Sos de allá?», intención de que la mulata clara fabricase su nacimiento, que Propercio no se atrevía a delinear en términos estrictos.
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«No, mi madre nada más… A mi padre, ni lo conocí. Pasó por la frontera, dicen que montando un viento bravo. Otras dos mujeres, tambéin dicen, quedaron de barriga hinchada. Hermanos probables que pur áhi fueron sembrados…» «¿Tu madre vive aquí en Ríomar?» «Sí, conmigo… ¿o yo con ella?» «¿Y qué hace, en qué trabaja?» «En la policía, es milica y a veces cumple servicio en la mera calle… En carro, con un compañero, como en las películas gringas. En verdá, ya está para jubilarse.» «Mira, pues… Y a mí que los uniformes nada me gustan.» «Ella entró en el servicio por necesidad, y es alta, supera el metro con sesentaisiete… más o menos como yo pero muy fortachona y dura de carácter.» «Hiciste un buen retrato, sin completar. Ansí uno imagina o adivina lo suyo.» «Una pregunta: ¿por qué me invitó a un café?» «Otra pregunta: ¿por qué aceptaste?» «Ni sé, dije sí no más…» «Yo tambéin no sé, invité no más…» «¿Y qué estaba haciendo en la terminal? ¿Se iba o llegaba?» «Asigún se mire de qué lado están las cosas, acredito que viene a ser lo mesmo… ¿No crees?» «Sí, en una de esas resulta así…» «En verdá de verdá, hace mucho tiempo que no hablaba de este yeito con naides.» «Ah sí… ¿Y por qué?» «Estuve en cana… en el tambo… preso, quiero decir… Dos o tres meses. Me acusaron de ser terrorista, revolucionario, subversivo, anarcocristiano, guerrillero, comunista, ¡y todo eso junto! Soy de izquierda independiente, nunca me gustó el capitalismo. Se equivocaron de época, ya no hay dictadura pero aparece a cada rato la basura de aquellos
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tiempos… El país todavía no está limpio del todo, hay suciera en muchas partes… Pero dejemos esto, ¿no? No quiero que las tripas me duelan… Tampoco molestarte con el tema.» «Ta bien, si usted lo prefiere…» En las nervaduras internas de Propercio hubo una temblorina casi imperceptible, un breve discurrir palabrero: «Surge, anima, ex humili jam, carmine…», sin versión tentativa a su idioma diario. Ella algo pescó, por decir así, y creyó escuchar de oreja para adentro lo siguiente: «…sumite vires, magni nunc erit oris opus». Entonces, examinó a mirada directa los labios afinados del hombre, nada encontró en ellos de saliva o sonido, solo un postrer fragmento de normal silencio. «Bueno, señor Propercio, ha sido un gusto platicar así, pero tengo que ir a mis trabajos… Voy a agradecer su ayuda y el café y las galletitas…»; lo dijo como apurada, porque –pensamos– aquella lengua desconocida había colocado una espina en su ánima, y cuando no se ubica el origen de lo nuevo uno puede reaccionar a puro gesto de desazón o molestia, ¿o no? «Mais, ¿pur qué ansí… se nos va de golpe?» «Tengo trabajo que hacer, le dije…» y se paró en procura de la salida de la cafetería sin abandonar sus meneos de ágil elegancia. El hombre no intentó pararse ni gestualizar su dramática desazón. Sedente quedó, concentrado como un núcleo de natural angustia. «¡Putaparió! ¿Pa qué le conté lo de la cárcel? Se asustó la casi mulatita… Pero entuavía tengo memoria fiel: bien que me aprendí el número de teléfono… Al buen recordar llaman Sancho…» así se dijo, silente. Llamó al mesero alzando una mano cualquiera y dijo, con voz lenta: «Otro tinto en taza grande, por favor…»
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Los ojos de Propercio, liberados por un momento de su fatigada cristalería, dieron unos volidos por el neblinoso mantel de cuadrados blancos y verdes, tal vez buscando un soporte para ordenar decenas, cientos, miles de palabras generadas por el choque reiterado de la luz ya atardecida y la materia general de la cafetería en tránsito de disolución. «Como el postrero trago de café» podría haber agregado aquel parroquiano circunstancial. Comentario: ¿suena a tango, verdad? Pero así funciona la cultura: un dato trae otro, y así van seguidos como pedrada de loco.
Traducción del texto latino de Propercio que aparece en el siguiente capítulo: («Uni si quat placet, culta puella sat est») «Bastante amada es la joven que atrae a uno solamente».
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Iba revisando Propercio, en discreta caminata por una calle cualquiera de Ríomar, los rasgos de la plática con la mulata clara (mientras adjetivos, sustantivos, adverbios, preposiciones, etcétera, entretejidos sobre el mantel se hundían en las zonas muertas de sus neuronas), pues sentía simplemente que en aquel intercambio habían aparecido vacilaciones barrocas, datos recortados, confesiones solo sugeridas, simples anuncios, balbuceos sonoros, alusiones interrumpidas. «¡Cóñole! ¿Por qué le di ese apellido? ¿Para negar la notoria vulgaridad de los que llevo puestos? ¿Porque nunca habrá un Friederich Wolgang Otto Heinrich Banderbruck von Pérez Peres?» «¿Por qué soy mais nada que un cualquierún que ni existe del todo?», aunque es mejor el doble nomenclator popular que llamarse Nadie, probablemente haya culminado así Propercio su apagado esfuerzo introspectivo. Por lo leído hasta estas líneas, no aparece con nitidez el hecho físico del nacimiento del personaje ni su historia o leyenda personal. De ahí, pensamos, sus dificultades de comunicación, de ajuste con lo que se denomina cómodamente «la realidad», de sospechar lo mínimo de un probable sentido de su existencia en este relato al que, como visible consecuencia, le cuesta un montón adaptarse. En fin, si estas líneas continúan tal tendencia, podríamos agregarnos a la extensa nómina de protagonistas agónicos, enajenados, existenciales y
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coquetos que saturan las salas de consulta psiquiátrica y los manicomios de la literatura. Por lo tanto, que se deje de joder Propercio y que asuma con coraje y sensibilidad su condición, aun bajo amenaza de dolidas y agudas problemáticas... la vida es difícil, ¿o qué? Entonces, como si atendiera un llamamiento desde lo alto, el hombre cincuentón respiró para poblar de oxígeno fresco la totalidad de su osamenta y en lo inmediato se arrimó al edificio de departamentos adonde residía. Llegado hasta la puerta marcada con dos dígitos, 22, recordó o supo que la llave estaba en su bolsillo de la derecha. Abrió con una poca de dificultad y mucho de torpeza, pues las llaves eran traumáticas para Propercio, menos la llamada «ramh», llave egipcia de la vida que mucho admiraba y que de seguro jamás llegaría a usar. La contestadora del teléfono estaba más que repleta de mensajes, había ligeras expresiones de mugre por todo sitio adonde puso su miopía: cama en desconcertado alboroto, libros y papeles derrumbados en la alfombra no persa y, al pie de la biblioteca, plantas sin hojas sobrevivientes, platos y cacerolas y sartén sin lavar que exhibían cadáveres sólidamente pegoteados de moscas, pichones de cucaracha, abejas, moscones y hasta mosquitos. O sea, lo que se ve en algunas películas sobre cómo viven negros y latinos en Yanquilandia; aunque aquí no tan pior. Tres días después (antes no hubiera sido, obviamente, posible) el habitante de aquel sitio ya vuelto bastante ordenado y respirable marcó los ocho dígitos que la buena memoria indicara, solo asentados en estas líneas por mera obsesión narrativa: 1234-5678. Junto a ellos el nombre de Cynthia, de siete cabalísticas letras, aposentado en su remembranza, «y el ocho cual símbolo de infinito mayor…» «Hoy ando demasiado holístico… comparando, juntando, conectando… ¿Por qué naides contesta? ¿No moran dos mujeres en esa casa?»
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La decisión, pequeña y pálida en verdad, de esperar unos minutos para insistir con vascuense necedad o tozudez, produciría un cambio sustancial, digamos, en este relato. Es decir, al asociar por contra-analogía la imagen visual de Cynthia con el ejemplar del periódico Noticias frescas –según cierto principio del budismo chan de que todo se relaciona inevitablemente con todo– que había ojeado en el capítulo II, rememoró, aunque usted no lo crea, la estructura de una noticia en primera plana, a cuatro columnas y un par de coloridas y bien resueltas fotografías: Eleusino Hernandarias Medobro, nuevo Ministro de la Defensa «El ex integrante de la ex guerrilla Tuvichá dejó su banca en el senado de la República para asumir el cargo de Ministro de la Defensa. La resolución del Poder Ejecutivo no sorprendió a nadie, según varios observadores, en los círculos más altos de la política nacional. Era de cajón que Hernandarias Medobro ingresara a tan relevante responsabilidad, en razón de su conocimiento de los asuntos castrenses desde las épocas predictatoriales en que compartiera la dirección del movimiento Tuvichá y tomara las armas para enfrentar la corrupción bancaria, la ineficacia de la clase política y la problemática social del país. Detenido por las fuerzas del orden casi al final de la lucha armada, se comenta que fue sometido a duros interrogatorios, que fueron innecesarios ante la derrota total de la acción guerrillera que, para algunos, resultó heroica y, para muchos, anacrónica, ilusoria y destinada a un sangriento fracaso. Cuando años más tarde, ya superado el ‘gobierno de facto’, los ex guerrilleros solicitaron entrar en el Frente Popular, Hernandarias Medobro resultó electo diputado y, más tarde, senador. Destacó también como cronista y periodista; varios de sus libros alcanzaron exitosa venta. Recordemos sus títulos: Héroes o nada, El túnel o la fuga del siglo, El sagrado fusil, La Historia la hacemos nosotros,
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Soldados sin uniforme, Carne gorda pa’casi todos, El fin del marxismo, y su reciente Análisis del Imperalismo humanista». «El nombramiento de Eleusino Hernandarias Medobro –de acuerdo con declaraciones del General de división (R) Máximo De Sanctis–, ‘ha producido gran satisfacción en el generoso seno de las Fuerzas Armadas. Mi convicción está en que habrá de lograrse un sólido entendimiento entre quienes arriesgaron y arriesgan la vida por el desarrollo democrático y una patria para todos… los bien nacidos, porque el enemigo marxista no está derrotado. Moviéndose en las sombras teje sus siniestros planes, mientras que, al aprovecharse de la recuperación de la libertades, muestra un discurso falaz, como si existiera la lucha de clases y la explotación de los trabajadores… La patria será defendida adentro y afuera. Don Eleusino Hernandarias sabe de ideales y de cómo lograr entendimiento asimismo con el gigante del Norte, para la seguridad de la región y el combate al narcoterrorismo…’» «¡Uf! ¿Cómo puede uno recordar tanto? Al principio solo aparecían letras sueltas y luego luego se formaron las palabras… El resto lo dejamos por áhi, en algún rincón neuronal… Ah, ¿y eso de clase política? Si no existe… es un invento ideológico de la derecha…» Propercio hasta olvidó marcar de nuevo el 1234-5678. Pasó al cuarto de aseo. El acto de orinar fue como una gestión o un ritual purificatorio. «¡Cuánto y qué expulsamos además del pipí!» hubiera pensado, pero no. Estaba desorientado a medias y ni sorprendido totalmente. La designación de aquel fulano como Ministro de la Defensa era algo lógico, mas no había en él disposición de razonar sobre el tema. Ocho dígitos florecieron en su conciencia, y lo prioritario es lo primero. Alguien contestó entre barullos de música de salsa o rock nacional; era una voz como la de Cynthia, mejor dicho, como sería con el correr de los quinquenios la voz de la mulata clara. La voz de la madre, pues.
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«Sí, bueno… ¿Que quiere hablar con quién?» «Se oye entreverado, señora… ¿Está su hija, por favor?» «¿Y usté qué fantasma es?» «Mi nombre es Propercio. Supongo que su hija le habrá comentado que yo mismo encontré la cartera…» «Ahá, pues, ¿es usté? ¿Y ahorita qué quiere?» «Platicar con Cynthia, si fuera posible…» «Ta güeno, se la paso.» Y gritó por adentro y por arriba de una seudo melodía apoyada en una brutal percusión: «¡Negrita…! te llaman… es el tipo ese… ¡Negrita!» La conversación entre la Negrita y el Propercio fue veloz como rumoroso brinco de langosta. Simplemente, acordaron encontrarse junto a la fuente central del Parque Popular, que el ayuntamiento de Ríomar se había ocupado de reconstruir según la modalidad neoclásica con un toque de asimetrismo tardío. La cita sería para el sábado siguiente, un par de días nada más de espera, aunque el ahora febril Propercio igualmente escuchó en lo íntimo de sí: «Uni si quat placet, culta puella sat est» como una oración secreta frente a un dios escondido. Sin embargo, tanto las personas ficticias y los personajes reales como los cronistas y escribas de cualquier narrativa son esclavos o sumisos seres que las leyes del Azar y su impermanencia consustancial articulan a su antojo, aunque contradictoriamente porque sí no más… y en función de esas mismas leyes… Por tal motivo, digamos que, para evitar incursiones metacientíficas y a riesgo de terminar mencionando «la partícula de Dios» o «la gotícula de su oscuro anti-semen cuántico», suspendamos la posibilidad de la entrevista entre Cynthia y Propercio. No por capricho o intención de fundar una artificiosa expectativa sino porque es de necesidad que el adolescente que vivió con el nombre del personaje, aparezca como fue en esa edad, unos dieciocho(?) o veinte(?), en una reunión de varios jóvenes, estudiantes o no, dirigida
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por un hombre de barba deshilachada; junta política por supuesto, que pasaremos a describir:
Traducción del texto latino de Propercio que aparece en el siguiente capítulo: («Sic nos nunc, inopes laudis conscendere carmen, pauperibus sacris vilia tura damus») «Así nosotros, incapaces de alzar un canto de gloria, viles inciensos quemamos en pobres altares».
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«Bueno, muchachos. Espero que ya saben en qué lío estamos metidos… Pero entramos a pura voluntá propia, nadie nos obliga a estar en esta reunión. Lo principal es que solo tenemos nombres de pila, digamos que son como apodos, en verdá el nombre clandestino… Es bueno cambiarlo de vez en vez pero es nada más que un secreto personal. Digamos que cada uno se bautiza a sí mismo las veces que quiera… ¿Por qué? Miren, hablando con la neta, perdimos varios compañeros por la ligereza en manejar el nombre clandestino. Es como un seudónimo, lo habrán visto en las películas o leído en novelas de acción, ¿ta claro?» discurseó el tipo de barba despareja, como cortada a cuchillo. «Perdón, ¿iso querer decir… que no hay confianza entre nosotros?» soltó su voz un muchacho tirando a flaco, con lentes de puro miope, exagerados para su rostro. «No es desconfianza, es un tema de seguridá, ¿entendiste?» «Sí, clarito como un cielo limpio…» «¡Puta! Tenemos un poeta por aquí…» dijo alguien, tal vez un mozo grandulón, macizón, algo desdentado, pelambre endurecida y gestos poderosos. «Pero ¿quéin más sabrá de los seudónimos? ¿Solo cada uno el suyo propio…?» agregó el que había hablado primeramente. «Ese dato me lo pasan a mí, como responsable de operaciones de este destacamento. Y nada de anotar nada, de pura boca, no más… ¿Ta?»
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El aire caliente, ya teñido de volátiles sudores, crecía entre las paredes de tabla y bloque y el techo de zinc. Alguien preguntó si había chance de un refresco o un simple vaso con agua. «Mejor no, hay que aprender a aguantar la sed y lo que sea. Pero necesito el juramento de todos ustedes, esto es en serio, compas. Este destacamento será de seis integrantes. Se trata de vencer o quedar por el camino, o sea, si bien el aparato del Estado ahora es vulnerable, desorganizado, corrompido, puede ser que de pronto nos sorprendan y nos jodan. Dije que perdimos a cuatro compañeros, por eso de los nombres falsos pero también porque a uno de ellos lo pescaron con unos fierros encima, él se resistió y lo quemaron a pura metralleta. En plena calle, por la zona de atrás del nuevo estadio Independencia, y de tardecita, había luz y pasaba alguna gente. Fueron soldados, no policías… Sospecho que los cabrones se están organizando mejor, con asesoría de los milicos del Norte… y de los vecinos también... Bueno, si alguno quiere rajarse de esto, se pela ahora mismo pero, si se le ocurre parlar de este tema con quien sea: la novia, el cura, la mamá, un amigo… nos vamos a enterar y tendremos que castigarlo… La organización, la orga, está por encima de cualquiera de nosotros, ¿ta?» acabó de modo irrefutable, y enseguida: «Tonce, vamos a cantar el juramento. Ustedes repitan bien clarito mis palabras: ‘Juramos por nuestra bandera Tuvichá luchar hasta el fin de los tiempos porque haya un paisito para todos o para nadie. Juramos por nuestra sangre aplicar la lucha armada como único método posible para establecer un proceso revolucionario. Juramos cumplir con los estatutos y el programa militar de la Organización para derrotar al Estado burgués, abolir sus leyes y extender nuestras acciones por todo el continente. Juramos extirpar a la rosca dominante y rechazar toda propuesta verbalista o de acción de masas que no sea dirigida por nuestra Organización. Juramos traba-
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jar de consuno con aquellos que, con o sin uniforme, se levanten contra la corrupción financiera. Juramos ser implacables con nuestros enemigos y también con todos aquellos que, de adentro o de afuera, nos delaten o nos traicionen. Juramos ejercer sin límite la sagrada violencia que nos lleve a la liberación nacional. Juramos que, si algún día debemos participar en un acto electoral, ¡lo haremos metiendo nuestras metralletas en las urnas!’» El responsable del pequeño destacamento escuchó y vio con exquisita atención el tono de la voz y la contenida gestualidad de cada uno de los reclutas, como el dios aquel poseedor de muchos ojos y muchas orejas. Tenía experiencia suficiente como para descifrar el ánimo verdadero y la hondura de una decisión tan extrema, más allá del simple ritual. Había percibido una cierta debilidad en la emisión oral del muchacho flaco, mejor dicho, un parpadeo casi silente, como si hubiera mezclado las oraciones del juramento con una verba extraña, algo así creyó entender su experta pantalla auditiva: «Sic nos nunc, inopes laudis conscendere carmen, pauperibus sacris vilia tura damus» aunque jamás podremos enterarnos qué traducción intentó aquel poco flexible mílite, si es que pretendió esclarecer sus neuronas ideológicas; sin embargo, es fácil sospechar que hubo un inicio de desconfianza hacia el flaco y sudoroso adherente, cuyos efectos veremos después. «Y además tiene un cantito fronterizo medio escondido… Debe ser poeta nomás el cabrón…» se pensó el jefe de aquel grupo, en una especie de reelaboración de principios antintelectualistas. «¿Hay alguna cosa que tengamos que hacer ahorita?», la pregunta sin duda ansiosa de un mocetón de lomos, pescuezo y bíceps inquietantes; había en él una fuerza hostil, quizá permanente, que necesitaba soltarse. «Sí, con este grupo ya estamos pasando a los hechos.
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En aquel rincón hay unos carteles, tarros de pegamento casero, brochas semigruesas, tres garrotes que les quitamos a los policías… Miren, la policía… son un montón de pendejos, muchos están pa’ cuidar esquinas de los barrios bajos, donde abundan los burdeles, o a la salida del fútbol, o haciendo guardia en el Parque Popular… A veces reprimen alguna huelga o se van sobre los estudiantes…» «Pero dicen que… en la jefatura de policía es donde más se tortura…», participó un hombrecito de edad difícil de saber hasta para su propia mamá: gordezuelo, pelo seccionado al rape, un bigote de pelos salteados que era de chiste. «Se torturaba, che. Cuando nos echamos a los dos polis que estaban de civil tomándose unos vinos en el bar ‘La Redota’, entonces se calmaron. La gente nuestra en cana la va pasando mejorcito…» «¿Y si ahora empiezan los soldados con eso de los famosos ‘interrogatorios de exigencia’… se dice así, no?» inquirió otro juramentado, altor mediano, pelos rubios y revueltos, mirada tal vez azul que unos lentes Gucci o Armani apenas encubrían. «¿De dónde mierditas recogiste esa información, nene?» «Un senador de los rosados lo declaró a una revista de Santa María del Buen Ayre… Fue hace uno o dos días, creo…» «Ajá, veo que estás bien documentado de noticias… ¿Y qué más nos dijo ese señor senador? Debe ser un jodido corrupto como todos los políticos» expresó algo impaciente el encargado del grupo. De pronto recordó que debía decirles su alias, su nombre de guerra. «Ah, muchachos, desde este momento soy Ernesto, ¿tamo? Así que agarren los materiales y a pegar carteles por el barrio a partir de que caiga el sol… ¿Quién de ustedes sabe manejar un fierro de nueve milímetros, cargador de doce balas…?»
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«Yo, Ernesto. Además, si querés, la armo y la desarmo…», una firme intervención del más veterano del destacamento, unos diez mil novecientos cincuenta días, según cálculo del narrador dizque explícito. «Ta’ bien, tomá, sos el responsable de la seguridá. Si el asunto empieza a joderse, porque los pescan o algún chusma le bate a los milicos, estás autorizado a disparar… de la cintura pa’ arriba. En esta guerra no hay heridos ni prisioneros…» la entonación se hizo de metal negro, la pistola apareció desde algún sitio de la sucia chaqueta de Ernesto. El otro se paró muy de rápido, acercándose a su jefe y, en un gesto de intimidad insólita, le ubicó dos solas palabras en el oído diestro: «Soy Pedrito», en la noche siguiente le diría «anduve en la larga tierra de Araucaria, con los huasos en las poblaciones, estuve en Paraguayti un rato, me salí porque hubo mucho desmadre, unos combatientes que empezaban mal y otros que ya no tenían apoyo, ni armas, ni qué comer, más bien se los comieron… Comunistas o no, por allá quedaban flotando los cuerpos en el río Guazú, sin ojos, sin carne en la cara… dicen que las pirañas… Hay que andar en esto con la pura precaución, no hay que ser triunfalistas, te lo digo yo, Ernesto…» En fin, de este modo se inició Propercio, testigo de lo anterior, en los asuntos de la revolución que, encendida en el mar de las Antillas, «que mar Caribe llaman», había contagiado espíritus en estado de fatiga, en estómagos desolados, en conciencias en semi vigilia, en ánimas predispuestas y en ciudadanos socialmente organizados en unos cuantos países del continente mestizo. Como podemos imaginar sin dificultades, estamos ante un pre-personaje de nombre fingido o falso, pues en otra ocasión recibirá su tarjeta de identidad literaria… ah, pero si eso ya lo vimos... Perdón, pero esto sucede cuando se intersectan las movibles dimensiones temporales y se entrecruzan diálogos y
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soliloquios y pensares y emociones que a su vez generan y trasladan su tiempo propio. Pasemos, pues, al capítulo VI, pese a que el relator, o hablante épico-narrativo en este caso, aún no decidió siquiera un esbozo estructural de su posible contenido.
Traducción del texto latino de Propercio que aparece en el siguiente capítulo: («Illa deum extremo clamasset pulvere nomen…») «Ella gritaría mi nombre a mi ceniza postrera».
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El joven Propercio anduvo varias jornadas en eso de las pegatinas de propaganda. Labor costosa, de vacilantes resultados, pues lo que ellos hacían por la noche era deshecho o borrado por la policía en cada mañana. Hubo algunas excepciones, ya que unos cuantos uniformados policíacos, de guardia en los barrios de capas medias, fueron trabajados (por convicción ideológica, por amenazas, por dinero) para que demoraran en quitar los carteles y sus mensajes instigatorios: «¡Abajo la clase política!», «¡No a los negociados con divisas!», «¡Ricachones a la cárcel!», «¡Este paisito es pa’ todos o pa’ naides!», «¡Viva la patria lumpen!», «¡Cada uno con su metra!», «¡Abajo el miedo!», «¡La violencia directa es la mamá de la historia!», «¡Fierro en mano y pa’ delante!», etcétera. El recién iniciado militante no aceptaba los contenidos de ideas de tales mensajes, se comentaba para sí «la clase política no existe, solo las clases sociales… ¿por qué todos lumpen? ¿y los trabajadores, y yo mesmo? ¿un «paisito» con un pueblo luchón como este?... el pueblo arriba, ¿de qué miedo se trata? ¿violencia revolucionaria, o sea marxista, o pataleo armado? ¿violencia a lo tonto, sin estimar el equilibrio de fuerzas?» De todos modos, cumplía su tarea de acuerdo con las duras ordenanzas de Ernesto. Pero un día, en una junta de evaluación de resultados políticos, preguntó:
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«Ernesto, ¿hasta dónde llega… el efecto de estos carteles? Eu quero dizer… si es productivo arriesgar tanto para tan poco…» «¿Qué estás balbuceando, cabrón? ¿O no confiás en nuestras verdades?» «Sí… no… bueno… Me parece que as ideias no están béin clariñas… son muy generales, digamos… O sea, mucha decisión, mucha pasión… pero para la mayoría de la gente solo puede dar, creo, un entusiasmo cuya motivación no es fuerte… Como una llama de fósforo, nada más…», externó el joven Propercio. «No me jodás, ¡todo está claro como pipí de monja! ¿O no podés entender que el populacho y buena parte de la clase media están hasta la coronilla de aguantar a los cerdos capitalistas… y ya quieren acción concreta contra ellos? Entre los milicos también se siente lo mismo. Les pagan una porquería, mala comida en el cuartel y con instructores de afuera dándoles línea…», enojado el instructor jefe, sin duda, así replicó, y le temblaba la barba. «No te calientes, es una discusión entre compañeros… Es bueno saber la opinión de cada uno, ¿no acreditas iso?», el muchacho acabó con un toque fronterizo. «Mirá, nenito: estamos en alerta roja. Las pegatinas son más que nada para desviar la atención de los putos polis. Las hacemos en Ríomar, no en el interior, en provincia. Allá tenemos otros planes…» y se volvió autosusurrante: «Solo deben saber lo poco, no el todo ni el casi todo», de seguró pensó Ernesto. «¿En provincia también? ¿Y en la frontera? Porque en las líneas del norte están los milicos vecinos, y esos sí que bien cuñesen o seu travalho, meu filio…» culminó el joven de lentes con el modo portuñolesco siempre pegado al paladar. «Veamos, las tareas se cumplen o se dejan. Si no te gusta, tomate los vientos, pibe. Pero si te rajás, ojito con la cantarola, con comentarios a quien sea… Estarás cuidado,
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nosotros andamos por cualquier parte, llegamos hasta donde sea… Ah, no te olvidés que el pueblo necesita héroes, y los héroes somos nosotros, ¿ta? Pa’ terminarla: ¿seguís o no seguís?» un final que no sorprendió a Propercio, probablemente habituado a la prepotencia, el desprecio y la brusquedad de entornos familiares, escolares, deportivos, prostibularios. «Seguimos, pues» afirmó muy directamente, tal vez porque su cerebro descifraba los tonos y acentos sonoros encerrados en todo palabrerío, como quien escucha un disparo mucho antes de que la bala choque con el hueso o la carne; por eso cruzó por sus rumbos neuronales un verso así: «Illa deum extremo clamasset pulvere nomen…», es decir, una ligera rama verbal de manera extraña vinculada con su conciencia. Ocho jornadas después del áspero y esclarecedor diálogo, el joven militante fue verticalmente destinado, sin consulta o aviso previo, a integrar otro grupo de aspirantes a guerrilleros. Esto lo veremos en el capítulo VII, pues primeramente Propercio debía leer o releer a fuerza El Estado y la revolución y el famoso Qué hacer, a más de El arte de la guerra. De más está anotar que estas actividades, vaya uno a saber si resultado de sus decisiones propias y subjetivas, generaban en Propercio retorcimientos de ánima y ánimo que a veces podrían ser calificados de insoportables. Como diría Ibn Al-Mahad: «¡Qué impensados sacrificios no debemos realizar para que la sangrante libertad nazca en nosotros!»
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La golpiza iniciática ostentaba variados ritmos e intensidades: nada de reventaciones de hígado ni rostros en posibilidad de desfiguro ni tampoco huesos húmeros rompidos a fuerza de palo y soga. No. Propercio recibía el golpeteo de los duros y elásticos garrotes de hule, el bofeteo de los guantes de sólida goma, a más de escupidas de bastante espesor y alguna orinada general. Finalmente, hubo cambios forzados desde una postura corporal dolorosa. Un descanso apenitas y llegaron las voces: «Aguantate, che, a ver si sos hombre macho de en deveras» fue la emisión de tonos monótonos, casi lentos, de aquella figura contenida en un descuidado uniforme verde con manchas como hojas de árbol, unas firmes y otras de color adelgazado, otoñal. Hubo un agregado de advertencia: «Ni te muevas; hay que dejar que la araña pollito o la tarántula o lo que putas sea, te camine entre los ojos, se dé una paseata por la nariz, la boca, el pescuezo y hasta se meta por abajo de la camisa, buscando calorcito…» Propercio, ahora tirado en el piso de mugres metafísicas, estaba más quieto que momia en sarcófago, si es que imaginó esa desatinada comparación. Miraba sin ver –a causa de la apretada venda de trapo– el techo teñido de humos grasosos, las paredes de variopinta suciedad mezclada con frases redactadas con trozos de carbón, con lápices agotados, con mierda fresca en el momento de la escritura.
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«¿De dónde sacaron esos bichos? ¿Y la víbora que querían encajarme en el mismo culo?» gritaba para sí mientras el asco de sentir la rozadura de pelos, palpos y patas generaba en su panza vómitos secos y arrítmicas arcadas. Ya iban como dos días de estar en aquel sitio, una especie de tatucera o nido de armadillo, ubicado lejos del centro de Ríomar, tal vez para el lado de los puentes sobre el arroyo Pantanal. Sintió que mucho demoraron en llevarlo hasta ahí, luego de recogerlo en una cafetería de la Ciudad Vieja. Además, el olor a aguas y cosas putrefactas indicaba de seguro la cercanía de aquella corriente que los desechos de las curtiembres y las empresas metaleras habían enfermado. «Sí, seguro que es el Pantanal…» fue la conclusión de aquel mozo sometido a pruebas especiales, como en una escuela más avanzada de guerrilla urbana o selvática. El tiempo era inmedible. Solo contando los latidos del corazón para sacar un promedio diario podría ser el método más adecuado, pero se sonrió con rigidez ante la imaginación de una tarea imposible. Y entonces recordó, o simplemente llegó a sus neuronas desde algún secreto centro de información, el recurso inventado por un escritor de izquierda, acusado de guerrillero, para bloquear el dolor en momentos de tortura y después también. «Empecé a recitar para mí, susurradamente, porque tenía siempre la capucha puesta y los milicos no podían enterarse, los versos de todos los poetas que había aprendido como estudiante y como docente de letras clásicas e iberoamericanas…» Y Propercio pareció extraer de aquellas memorizaciones ajenas dos líneas percibidas así: «… jam veniet tenebris Mors adoperta caput/ jam subrepet iners aetas neo amare decebit…», lo que sin duda retorció sus nervios en busca de una raíz o un origen o un significado. El escritor aquel hizo otros agregados en declaraciones públicas, luego de que lo soltaran para expulsarlo del
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país. Para cuidar en algo su presunto prestigio, el gobierno autoritario del presidente Ángel María de Jesús Bordaburro había decidido no establecer una mala imagen sobre la nación y, más que nada y más que todo, en el ámbito internacional. El futuro dictador solo dijo: «Dios ha decidido que este tinterillo subversivo abandone nuestra tierra de paradisíaca democracia…» mientras un avión de línea comercial superaba la baja estatura de unos nubarrones oscurecidos por su propia densidad. Al revivir aquel asunto, se desató en Propercio una súbita verbalización incontenible aplicada a versos sueltos, a poemas completos, a fragmentos de prosa narrativa, a citas de Lenin, San Agustín, Faulkner, Lautréamont, José Hernández, Khayyam, Darío, Vallejo, Neruda, Graves, Manrique, Drummond, Al-Mahad, Girondo… y trozos balbuceantemente entonados de los tangos gardelianos y los boleros de los años 40. «Che, ¿estás perturbado o qué? ¿O te nos taraste de golpe?» palabras gritadas casi ferozmente. «¡O te callás o te metemos la capucha!» una voz menos fuerte, complementaria. «Bueno… habría que darle de comer, capaz que recita y canta de purita hambre…» «Sí, ta bien… ya van dos días» un asentimiento que fue alivio para Propercio, quien estaba sorprendido por el tono de los cuidadores que lo atendían, «parecen milicos de verdad…», habrá cogitado en tactable silencio. Al cabo de un descanso de casi un día, hasta alimentado con holgura y con su dolido cuerpo oliendo a áspero jabón de lavar ropa, todavía dormido y soñando con arácnidos dientudos y víboras de fuego, fueron sobre él tres o cuatro sombras bien fornidas. Lo agarraron de brazos y piernas, colocándole una capucha de tela vomitada y gargajeada a saber por quién o quiénes, y le naufragaron la cabeza en una
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ancha cubeta de aguas servidas, o sea, transportadoras de orines y excrementos de diversa antigüedad. Luego de varios naufragios lo depositaron con violencia sobre un piso de crueles baldosas mojado por líquidos innobles, resbalosos, de variada espesura, que se enriquecieron con los suyos arrítmicamente expulsados de cintura para abajo y de cintura para arriba. Propercio demoró en regresar al sitio en el cual creía estar. Muchos lugares se cruzaron por sus neuronas desgonzadas. La capucha, como un gorro medieval, estaba cerca de su rostro, tal una máscara inmunda que un horroroso carnaval desechara. Las baldosas congeladas le indicaron un instante inubicado en el tiempo de aquel amanecer adonde se cumplía la hora del lobo. Un reflejo astral tocó un punto, tal vez dos, en el centro de los huesos frontales. Y aquella revelación apenas luminosa fue recorriendo líneas no marcadas, digamos ciertos rumbos que se reunirían con el ruido de pulmones y tripas reacomodándose. Y Propercio se sentó sobre charcos en trance de endurecimiento, logró apoyar las manos en baldosas disparejas, encogió la tiesura de las piernas, respiró a través de mucosidades y restos orgánicos, obtuvo un impulso alimentado con sus propias limitaciones, y así recuperó al fin la costosa y elaborada verticalidad de la especie. Recordó un verso extraviado: «seré débil con toda mi fuerza». En medio de borrosas escenografías y de móviles sombras como representaciones humanas, el presunto guerrillero fue ayudado otra vez a recuperarse: baño, ropas casi limpias, alimentos ligeros, bebidas químicamente frutales. «Mirá, con esto que aprendiste podrás entender en lo que andamos. Los milicos y nosotros tenemos algunos objetivos comunes y, por lo tanto, procedimientos parecidos, ¿ta?», la explicación de un subversivo autoritario.
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«Clarito, nene. Ahora te borrás por unos días, después te buscamos… Pero que no se te olvide que estás bajo vigilancia revolucionaria», el complemento informativo mezclado con un aliento a ácido vino. «Así que ya me voy yendo… Obligado, quién no se rasca…» Alguien abrió la puerta que daba a un apretado pasillo, otra sombra cualquiera dio entrada a unos aires de frialdad, aires atardecidos. «No importa que te des cuenta dónde estamos, en qué barrio… Hoy mismo, a mitad de la noche, dejamos el local… Parece que alguien nos cantó… Tomate los vientos de una vez.» Propercio buscó equilibrar sus pasos, darles un sentido. «Toda calle es larga cuando ponemos a caminar un cuerpo hecho de dolor y tiempo» se le ocurrió recordar o inventar lo que algún hombre dijera en alguna ocasión, «¿quién? ¿cuándo?» Y anduvo, anduvo, anduvo… como el cacique Caupolicán del maestro Rubén Darío. El capítulo VIII lo esperaba con sus páginas indecisas, plenas de gestos salidos de manos invisibles, de teclas expectantes, de coyunturas marcadas por la analogía, de plumas o lápices y papeletas con anotaciones fuera de cualquier destino posible. Anduvo, pues, y llegó.
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Propercio pisó un sobre desprolijamente cerrado, que navegó unos instantes debajo del zapato diestro. Como mínimos datos de destinatario, unas letras borroneadas de azul tenue. Reacomodó la puerta de ingreso único a su departamento habitacional, como quien descubre de súbito que la realidad es solo un entretejido de entradas y salidas compactas, de huecos que el aire rechaza, de puertas y portones y porteras en un permamente vaivén, «nada se cierra del todo, nada se abre totalmente, son nada más que ilusiones, efectos, lo que las cosas y los seres respirantes proyectan… como una voluntad de la vil materia por asentar una presencia trascendente, y tal vez opresora, sobre la única especie que parece alcanzar la conciencia de que no es inmortal…» Pero había que dar apertura al sobre de un ligero color amarillo envejecido, rasgó una puerta de deslucido papel que señalaba un bosquejo de mapa citadino, con indicación de tres lugares, cuatro calles en un barrio de solvente burguesía media, un número de entrada correspondiente a una amplia cochera, a su vez casi pegada a una estrecha puerta de servicio, de chapa negra y un discreto timbre sobre la derecha de quien mira de frente aquella severa y pesada residencia. Claro que Propercio imaginaría eso unos ratos después, en la atardecida del día siguiente de su liberación. Las instrucciones estaban redactadas con tinta diluible al toque del aire, así que apenas pudo leer las breves frases que resumían una orden sin amparo y sin apelación.
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Si es cierto que los testículos humanos pueden congelarse en un nanosegundo, eso le sucedió al presunto guerrillero. La pequeña hoja quedó desnuda de palabras, limpia como un no descifrado palimpsesto. Los dedos asumieron la debilidad que su ánimo había incubado durante las horas y noches de sufridos rituales iniciáticos. El frío, los calores sin control, la adrenalina despavorida, los dolores acaecidos, las inmundicias absorbidas, etcétera, se misturaron como el Viejo Vizcacha en medio de su maloliente perrada. Solo recordó una mínima literatura: «La operación es entre 19 y 19 y 2 m. ¡Patria o morir!» Al tocar a la puerta de servicio, rememoró un título de filme gringo, At noon, que rebotó por sus neuronas en caída libre, mientras silenciosas pistolas expelían humos de tramposa muerte, «pues hay héroes que no se vuelven cadáveres para que puedan ir a trabajar en otras películas… Eso era antes, hoy sobra gente, sobra basura…» y la puerta produjo un estirado rectángulo de luz indecisa. Propercio preguntó lo que había que preguntar: «¿Vos sos María Francisca del Ángel, la amiga de Ernesto?» «¿Y vos sos el Mesías?» «Sí, tomá» y el visitante del atardecer, sin quitar la mano del bolsillo de su chaqueta, envió dos balas calibre 38 corto, Smith Wesson, fabricación brasileña, que partieron tráquea y esternón de una mujer (sirvienta o mucama) cuyo rostro de discreta belleza aparecería en los partes policíacos de fin de semana, televisión, prensa escrita y radial, con esta nota al pie o en el aire: «Ángela Franco Diosdado (a) Marita, asesinada por la guerrilla. Ex miembro del aparato subversivo de los Tuvichá. Se supone que pasó información a los servicios de inteligencia del Ejército. Se ordena a toda la ciudadanía sin excepción que se apreste una vez más a la colaboración que corresponde, mientras continúan las investigaciones».
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El posible lector (o escucha, en caso de que le cuenten esta ya encarrerada narrativa) habrá de sospechar, casi de seguro, que algo no se ajusta a la contextura del personaje central. ¿Cómo decirlo? Debe recordarse que en determinado capítulo, el primero, fue mostrada la tarjeta de identidad de un distraído o adormecido Propercio Pérez Peres, que dos dedos –uno índice y otro medio, ahora lo sabemos– extrajeron por un ligero lapso (no de tiempo, sino lapso no más) del bolsillo de su camisa, creemos que azul. Aún más: si la dicha tarjeta implicara nacimiento, aunque dudoso, ¿por qué el joven Propercio, el aspirante a guerrillero urbano, no parece disponer de documento alguno que lo sitúe en el trágico capítulo VIII? ¿Y por qué en su adultez negaría haber pertenecido a la organización Tuvichá? ¿Qué pasa con esa tarjeta identitaria? ¿Quién, en verdad, la utiliza con o sin conocimiento del joven y/o maduro protagonista? Porque nada es eterno en las expresiones de la burocracia, en este caso literaria, y un rectángulo de cartón que contiene datos personales, pese a la cubierta protectora de mica o plástico, puede desgastarse o perder parte de su materia solo por los meros usos planteados en un cotidiano y metafórico existir. Mas, para no suspender indebidamente esta enredada crónica, sería de sabia y justa prudencia borrar todo prejuicio, renunciar a la acosadora incredulidad, soslayar toda intención crítica, entregarse a las oscuridades de la posherme-
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néutica tardía y aceptar los términos que la misma noveleta plantea: «To believe or not believe, that is the question!» Cuando el recién reclutado y aceptado mozo guerrillero fue a regresar el arma que usara bajo el apelativo de Mesías, un nuevo jefe de grupo lo felicitó por aquellos dos disparos inapelables. «¡Positivo, Mesías! ¡Nos jodimos a la Marita! Y todo por puta, no más. Se calentó con el chofer militarizado del coronel Geoncio Cristianes y se pasó p’al lado de los milicos. Anduvo chivateando, la cabrona…», y el hablante se entrepeinó la recia pelambrera con gesto aéreo y triunfal. «Yo soy Dieguito, lo de Mesías fue por esa acción, solo… Y vos, ¿quién sos, otro encargado de escuadra o batallón… o… qué…?» demandó, en lo firme, el muchacho de lentes pero la voz decayó al final, como apartándose del aliento primero. «Pero ché, por dos putos tiros a quemarropa que le diste a esa vieja, ¿te creés que aquí se puede preguntar cualquier cosa?» El hombre se aposentó con fuerza en un sillón de cuero descascarado y sacó los avíos de fumar, tabaco barato tipo virginia, hojas de tenue papel, cerillos de testa colorada. Con un solo movimiento armó un cigarrillo, de un lengüetazo confirmó la frágil entereza de un enteco cilindro para muy de rápido producir huellas de humo como gasas que colgaron lentamente sobre los pelos y las cabezas de las cuatro figuras reunidas –decimos esa cifra porque nos íbamos olvidando de otras dos. En la alta lejanía, un pequeño foco expulsaba rayos de amarillenta palidez. «Esto es de película…» se susurró el Dieguito al contemplar como de lejos aquel cuadro escénico. «¿Trajiste el fierro? Dejame ver si lo dejaste limpio y aceitado.» «Ahí te va, no me dijiste tu apodo…» «Mirá, nene, por ahora soy el Negrón. Te vas a quedar en esta tatucera por dos o tres días. Parece que el coro-
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nel Cristianes está loquito de furia, el putazo. Si eso pasó en su casa, los de arriba pensarán que el nombramiento de general y encargado de la seguridad nacional y la lucha contra nosotros, como que no lo merece, ¿entendiste? Fue por eso también que había que joderse a la Marita», dicho esto mientras era examinada la pistola asesina. «¿Y dónde voy a dormir? No se ven camas ni nada, solo tu sillón y esta banca para tres…» «Ché, Domingo, enseñale donde están el baño y la cocina. ¿Trajiste papel higénico, como te ordenamos?» dijo el jefazo, mientras el revólver, cual vulgar mercancía, era colocado entre cinturón y espalda. «Traje una docena de rollos…» «Sí, vamos, Dieguito…» la voz salía de un cuerpo esmirriado, ropas de mezclilla, tenis negros. En la cabeza, un casco de lana multicolor. Altura media, un caminar como quien balbucea un pedido de algo. «Vamos, pues…» y, al salir del cuarto de paredes descuidadas, Dieguito percibió unas palabras soltándose desde un bostezo lento, largo, de hálitos espesos, mas no pudo darles completud ni orden. «Sí, fijate Asdrúbal, que anduvo bien el hijueputa… no sé… demasiado para empezar… hay que probarlo otra vez…» «De acuerdo, que no sea como el Facundo, al principio pólvora seca, se echó a un par de jodidos polis… y después el afloje, cuando le pegaron el tiro en una pata. Se le acalambró el culo...» «Ah, ¿sabés qué pasó luego con él?», corto monólogo que salía de una persona medio gorda, macizona digamos, camisa y pantalones tipo militar, botas de media caña, cabeza al rape, un bigote por todo pelo a la vista, ojos globosos apenas retenidos por unos lentes de sólida oscuridad. «¿No sabías en qué acabó ese asunto? A vos te lo digo: lo metimos en un hospital público, aunque no se crea, co-
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mo herido en un accidente no aclarado. Teníamos un socio ahí, un médico clínico, lo operaron al Facundo, le dieron cama y todo, pero como cada tanto y, de pronto, se aparecían los milicos, olfateando, rastreando, buscando, al tercer día de internación el tarado se escapó casi sin ropa. Lo pescaron cerca del hospital y, después del primer interrogatorio, marchó pa los fusileros de la Marina…» «Esos sí que con ellos no hay joda, ¿no? Y asesorados por los gringos…» «Ni te cuento, ¡pa qué! Lo pasaron por la máquina y, al final, lo colgaron de las patas; la herida se le abrió horrible, no aguantó, se le iba la sangre por los oídos… Yo creo que el doctorcito aquel…» «¿Qué? ¿Pensás que lo cantó? Y si así fue, ¿pa qué iba a esperar tres días?» «Esperar por si llegaba alguno de nosotros a contactarlo al Facundo, digo. Algún enlace… Pienso que podíamos haberlo sacado… Pero él se escapó de puro miedo, te aseguro.» «¿Y el doctorcito? ¿Qué ocurrió con el mierda ese?» «Yo me lo eché unas noches después, cuando se metía en el coche frente al hospital… Llovía en pila, hasta granizo, con truenos y relámpagos… Fue rápido, fácil, lo malo es que no sufrió nada… Pero le pinté de rojo una efe grande en la pinche frente…» Fuera de tal diálogo, Dieguito examinó el lugar de aseo, el sitio de cocinar y comer, la ventana cegada con tablas disparejas, a puro clavo. Hubo un no previsto temblor en los arabescos de su escueta panza, aunque vacía en los espacios estomacales. Pidió permiso a su guía y maniobró hasta ubicarse adecuadamente en el retrete. Así habremos de encontrarlo en el capítulo que sigue, pues a veces era de tripas demoradas, sobre todo en un baño tan cerrado, mugroso y ajeno. Un cierto aristocratismo era, sin duda, la causa de aquel pudor de nalgas.
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Dieguito inauguró uno de los rollos de claro papel semifino o semigrueso, vació el tanque de aguas confusas al tirar de una cadena de fabricación antigua, miró el discurrir de espumas y sustancias abandonadas, ajustó las vestiduras a un cuerpo adonde hervían las disimuladas fatigas y el ominoso desánimo, salió del recinto de aseo, respiró atmósferas menos apretadas. «¡Qué olores tenemos encerrados en la carne! ¡Meu deus, qué fedorientos somos!», pensó parlándose en tono de filosofante materialista, presocrático y fronterizo. «¿Comiste algo, Dieguito?» «No, hoy ni tiempo hubo para procurar comida… Bueno, solo me alcanzó para el papel de baño…» «Vení, entonces. ¿Ves?, en la mesita hay dos sángüiches de queso y mortadela, los tapé por las moscas. Este es un sitio encerrado, se meten no sé por dónde y nos cagan los alimentos… También hay refrescos, más tarde hago café… Ahora hay que salir por unos fierros, caño largo, como seis instrumentos no muy modernos» culminó el enflaquecido Domingo. «Ta bueno, dejame, eu vou fazer o cafesiño. Solo saber dónde está lo que hace falta…», un Dieguito que no pudo evitar la unión momentánea del próximo aroma de café popular con su habla otra, que aparecía sin advertencia alguna. Domingo señaló los lugares del grano molido a mano, del azúcar vulgar, de la cochambrosa cafetera, del colador
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de tela en deterioro; en verdad, estaban allí desde hace rato, desde antes que iniciara esta sección narrativa. «Ya tenés todo a la vista, que te salga espeso y sabroso, a gusto del Negrón», culminó otra vez Domingo, persona cuya postura sugería varias edades biológicas simultáneamente, o diversas maneras de ser y estar flaco a un tiempo. Cuando el café estuvo en punto de aromoso negror, Dieguito le colocó un agregado de canela suelta, recogido de un platillo que habían (¿quiénes?) colocado al lado de la estufa a gas, mejor expresado, en una repisa de seca madera sin pintar a la derecha del hornillo de la derecha... ¡Puta, parecemos realistas a lo Émile Zola! Pero el franchute sabía cómo armar un universo pieza por pieza, y nosotros… «¿Cómo es que aquí, en este escondite de mierda, surja de la mera nada… una pizca de canela? ¡Si es como eu gostei sempre do cafesiño!» y, luego de dar limpieza a las cuatro tazas posadas sobre la misma y única mesita, eligió la de raza más distinguida: en su culo la inscripción de Made in England así lo confirmaba; en el asiento de las otras, la marca se repetía: Made in China. Dieguito había escuchado la partida del trío de tuvichás. Sirvió el café hasta que tocara los bordes del recipiente de añeja porcelana, un objeto extranjero en todo sentido y más que otra cosa en aquella especie de casa de gente obrera o clase baja venida a menos. A la mesita estuvo durante un rato, removiendo a punta de cucharita la borra oscura en el suelo de la taza. «Como si dibujara un destino que no fuera el propio… porque no podemos ser dioses de nosotros mismos, eu digo, ¿nao?» Después se echó un rato sin tiempo en el sillón desmadrado, lo hizo con soterrada intención de soñar lo vivido, y soñó en un acto de voluntad, como en una acción desatada por el deseo de revisar lo ocurrido con Marita, la subversiva acusada de traicionar a su organización. Dieguito no hablaría
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de ese soñar con nadie, hasta borraría sus monólogos interiores para dar libertad y energía a una conciencia revolucionaria que amenazaba entibiarse (¿por jodida resonancia judeocristiana?) Digamos con la voz interna de Dieguito que la pesadilla fue desatada así, al desanudarse las neuronas y sus impensadas combinaciones: «Veo de golpe un cuadrado de sombra, alguien grita ‘¡soy yo, nada más que yo!’, parece que estoy muerto, sí, porque los gritos son el puro silencio y lo oscuro desaparece en medio de una luz que no puede ser percibida por el soñante, y el soñante tiene ahora un rostro que no se dibuja en el cuadrado del comienzo, estoy soñando y hundiéndome en un móvil tejido de huesos y nervios y músculos y pelos y agujeros y jugos y unas lágrimas de fierro, son dos goterones duros, opacos, veloces, envueltos en una tremenda humosidad, empujados por una llamarada que también grita, y chocan con un cuerpo que nadie tampoco ve y una tráquea se parte y un pecho se incendia, y no hay testigos, nadie escucha, y alguien corre por calles invisibles, transita avenidas de niebla intactable por ausencia, atraviesa malecones de viento visitados por ninguno, y el soñante supone que en ese posible sueño una posible mano sostiene un colgante revólver que de súbito cae en otras manos, extremidades que podrían ser imaginadas en sí, plenas de suciedad y poderes siempre ilusorios, como costosa prolongación de un bulto amplio y grotesco que respira y habla, y la figura que regresa aquella herramienta de fuego solo podría ser percibida, o imaginada asimismo, en cuanto una especie de débil mamífero vestido a lo humano, con lentes imprecisos, cabellos distorsionados y pantalones ofendidos por una mierda insólita, y siento que ya casi soy yo, que despierto, que resucito de nuevo, aunque los zapatos pesan buscando el espacio material de lo seguro, y sentado estoy, sin morir, con un ojo y una oreja del otro lado de esta realidad ahora visible, y de ese otro lado seguirán
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llegando la cara y el pelo de una mujer que me hablara a través de una puerta de hierro negro, la que me dio el nombre esperado, porque yo fui el Mesías de una muerte más en esta presuntuosa guerra entre buenos y malos… ¡Jodida soñada me mandé, meu deus de ninguéin!» Los tres tuvichás regresaron con las luces iniciales de un día sin fecha. Cansados, pues claro que sí, se fueron acomodando en las delgadas colchonetas –recién ahora nombradas–, y en el dormir y el roncar se les fueron las horas hasta la media tarde. Dieguito llenó las tazas chinas con un café renovado, con discreta compañía de galletas de nuez y avena y unos ripios de queso endurecido. Ya comidos, bebidos y eructados, dijo el Negrón: «Domingo, ayudalo al Dieguito pa que acomode bien los fierros, nosotros nos vamos a otro laburo, al rato, con la anochecida… No sé si volvemos por aquí…» «¿Y yo qué haré aquí, de solito, héin?» «Aguantate un par de días completos, ya vendrán a buscar la ferretería, ¿ta?» Y sucedieron las cosas según el jefe dispusiera: ordeno y mando fue la consigna. El adelgazado Domingo le dijo calladamente a Dieguito, ya con intención de salirse y bolso en hombro derecho, mientras los otros, cargando pocas cosas, se adelantaban medio impacientes, atravesando un jardín de pocas flores y mezclándose con la penumbra de la atardecida: «Cuidate cantidá, este refugio no es seguro, confieso que yo que vos… me rajaba también…» «¿Y por qué entonces trajeron los fierros? ¿No había otro escondite?» dijo velozmente Dieguito. Y Domingo, pisando el indeciso umbral y sin voltear la cara, agregó: «Sospecho que es un arreglo con los milicos… Chau, meu amigo…» Dieguito quedó como estatua pasajera y sin base fija,
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de esas que nadie sabe qué líder histórico representan ni en qué lugar le interesa a nadie que sean ubicadas. Por disciplina personal, lavó la vajilla –por llamarla así– para enseguida bañarse a la antigua, de caneco, o sea con agua escasa y fría y con ayuda de la misma taza inglesa, a más de jabón de grosera sustancia. El secado fue imperfecto, gracias a una mini toalla y una anémica jerga, y el peinado a puro dedo. Sintió que el hambre trotaba por su panza. Se asombró por haberse olvidado de las armas escondidas por Domingo, quien apelara al muy gastado recurso de meterlas en un hueco cavado en el piso de imperfecto cemento. «Béin envolvidas en plástico grueso, por arriba les echó unas porciones de tierra, ladrillo picado, pedazos de baldosas, lo alisó a patadas y lo cubrió con un recorte de alfombra de medio pelo. Y encima, el jodido sillón… ¿Cómo quiere que no las encuentren? Están regaladas como perejil en feria…» Dieguito pudo cenar restos de restos, el café se había extinguido, y el foco del cuarto, con sus luces de ceniza amarilla, lo saturó de soledad, mientras una molestia, o una picazón in crescendo y de raíz inubicable le retorcía las telas del ánima. La noche estaba en todas partes, «todo es lo mismo, como en el sueño… Uno lo ve pero no sabe si ese todo existe… Es mejor entrar en la noche de afuera de la casa… buscando más lejanía, apartándome de la sangre que no alcancé a ver…» Ya caminadas dos cuadras de extraño largor, en dirección distinta de la usada para llegar a la vivienda-escondrijo, escuchó a través de lo oscuro el latido discreto de un motor, y vio sin mirar en lo directo unos reflejos que parecían rebotar de alguna de las casas de aquel barrio adonde nadie parecía estar respirando. Había árboles irregulares sobre la acera, de hoja espesa, tronco firme y poco altor. Dieguito se abrazó al más
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cercano, ascendió para entrar en otros aires, a cien metros más o menos (según otros decires que aquí no cuentan, fueron ciento diez exactos) entrevió un meneo de sombras humanas que traspasaba el descuidado jardín y se ensañaba con la entrada de la casa-tatucera. Pocos golpes, tablas desprendidas, luminosidad de linternas, debilitadas órdenes y exclamaciones, acarreo de bultos, ruidaje de portezuelas y recios motores, y un silencio de piedra aplastando casas y calles. Dieguito durmió entre las cortas ramas y las hojas protectoras hasta el primer amanecer, es decir, «ára pytu ko’e» (que amanece oscuro), y que solo ciertos animales perciben. Horas y horas de un lento después, mientras asperjaba pasos y arrastres y detenciones y más pasos de dura fatiga por los cuatro rumbos de Ríomar, acordó consigo mismo y fuera de cualquier mandato, fabricar una especie de certeza que lo condujera hasta un nombre verdadero. De eso trataremos desde el siguiente capítulo hasta un posible final… pero cada palabra vendrá con alguna ayuda, ya sea de Propercio o Dieguito, ya del presunto lector, ya de quién putas resulte ser o se decida a meterse en las anfractuosidades de esta historia.
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En esas paseatas muy libres estaba Dieguito (llamado todavía así pues no había ningún jefe a quién entregarle ese apelativo). Finalmente, fue bueno pensar que sospechó algo que solo el discurrir de relojes y calendarios habría de iluminar: «¡Chingaos de mí, oh carajus! ¡La mitad de esta organización es la pura verba! ¡Un millón o más de frases, mandamientos, propuestas, consignas, declaraciones, programas… por cada disparo que meten o que reciben! ¡Un millón de errores, contradicciones, balbuceos ideológicos, conciliaciones… por cada asalto a un banco o cada robo de armas o de algunos lingotes de rico oro!» Es dable suponer que luego añadió: «¡Hay que darle otra orientación al movimiento armado! No se puede ir pa delante sin apoyo de masas, aunque sean masas burguesas, como si no hubiera sindicatos ni federación estudiantil ni otras expresiones sociales… El Che Guevara se jodió por haberse quedado de solito… o lo dejaron, eso aún se discute… ¡y como él ningún paradigma similar en las historias de ahora y del futuro!» En verdad, estamos algo sorprendidos a causa y razón de las libertades asumidas por Dieguito en el ejercicio de la crítica política y de la lucha armada. Es decir, por lo joven y arriesgado en sus reflexiones, pero no teníamos claridad en cuanto a su anterior formación como militante ni al alcance de sus lecturas. Debemos ser mucho más respetuosos con res-
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pecto a las opciones que un personaje va adoptando, aun ocultamente, en el fluir de los sucesos –y de la sombra de esos sucesos– que se constituyen como un relato cuyo origen –como el de los infinitos universos– jamás podrá determinarse. Lo que cada lector lee es solo la cáscara de un complicado acontecer siempre impermanente, tan subjetivo como colectivo. Es de toda obviedad que Dieguito sentía los temblores de una culpa inédita y los estremecimientos de alguien que tanto podría nacer como morir, renacer como diluirse. «Yo no vi la sangre de Marita, ¿cómo hacer un pinche duelo? ¿Por qué putísimas me mandaron a mí a ese operativo?» y el cuerpo respondió con un golpe de sudor en la cara, por lo que el muchacho buscó el pañuelo habitual en un bolsillo trasero de su pantalón cotidiano. Entre los pliegues de la tela color café pálido, made in Brazil, un rectángulo de cartón protegido por una cubierta de plástico. «Y esto, ¿qué carajitos es? ¿Quién lo puso ahí? Parece una cédula de identidad… Eu nunca la tiña visto…» En ese documento casi rudimentario, con indicaciones impresas y datos fijados a máquina, a más de una fecha desteñida y de una firma oficial más dibujada que escrita, el muchacho todavía llamado Dieguito pudo leer, casi signo por signo, nombres y apellidos, lugares de nacencia, sellos de oficina… «¿Y esa foto? ¿Por qué está ahí mi cara? ¿Y los lentes? ¿Qué edad me calculo… unos diecisiete, dieciocho, veinte? Hasta donde sé, siempre fui un tipo algo comeaños…» Confirmó que los nombres de su madre y su padre estuvieran correctos –según el secreteo de una memoria muy anterior o muy naciente, o sea, antes o después de Dieguito, el tuvichá– pero si bien en la foto estaba su rostro, «¿por qué dicen que me llamo Propercio Pérez Peres? Aunque esa nomenclatura me suena conocida… El Peres es béin de frontera… ¿O ahora yo no soy el Dieguito?»
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En verdad, todo un desmadre en el cual relatores y personajes se entremezclaron de manera altamente azarosa, cuando el posible esclarecimiento de tan mínimos sucesos tendría que estar en quien o quienes había/an expedido el bizarro comprobante de identidad. Pero ¿dónde buscarlo/os? ¿En qué dimensiones metafísicas de la burocracia o la literatura? En fin, resulta explícito –como si fuera una debilidad narrativa– que habrá varios documentos identitarios para sostener la existencia de PropercioDieguito… Por mero gesto conservador o por puro instinto de animalejo amenazado, Dieguito regresó la tarjeta a su bolsillo y, hasta por motivos de práctica ciudadana, pues a cada momento la policía y/o el ejército podían exigir presentación de documentos a cualquier persona y en cualquier lugar: mercado callejero, estadio de fútbol, fiesta familiar, restoranes clasemedieros, burdeles populachescos. En fin, fue una aceptable solución, dentro de lo imperfecto de esta crónica, para que el joven guerrillero decidiera de pragmático modo encontrarse con su destino (lugar común, ¿verdad?) y así conducir a la organización a etapas de mayor y mejor desarrollo revulsivo y eficacia revolucionaria. «Hay que borrarles del coco el pedo ideológico que cultivan estos tuvichás: guerra prolongada, guevarismo a ultranza, acuerdos con los milicos, marxismo superficial, nacionalismo estrecho, repudio a la lucha de masas, sacralización del método guerrillero, distinción errónea del enemigo principal, socialismo difuso, heroísmo for export… ¡Jodida mistura téin na cabeza ista gente! Ainda no tienen posición frente a la tortura, ¡pur iso me hicieron lo que me hicieron! Pur iso perden homes e mulieres y regalan armas a la milicada… ¡para que no los torturen! ¡Pur iso me deixaron en la casa de mierda, con todo y fusiles! Pero gracias al esquelético Domingo me rajé de ahí, cualquier lector sabrá que no fue por cobardía… Martín Fierro lo cantó clarito… ¡Vaya si tendremos que cambiar para que esto funcione!»
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Las dudas mayores de Dieguito residían en cómo contactar a alguno de los dirigentes más lúcidos y de más marcada influencia en el desarrollo y las acciones de la organización. «Sea lo que sea, ellos tendrán que buscarme… Seguro que ya saben de mi ausencia… el asunto es quiénes serán los contactos, porque con este sucio asunto, la verdá, algunos hijueputas ya me deben considerar como preso, torturado e ainda mais…» Dieguito terminó su café, que fue bebiendo en medio de las anteriores reflexiones. Tal vez estaba sentado a una vulgar mesa, ubicada contra una ventana de un local sobre la costanera, a unas cuadras del futuro gran agujero adonde había nacido el magnífico cerro de Ríomar, emblema de la ciudad. Pero él no vería, es lo que suponemos, el proceso industrial que ocasionaría la increíble desaparición de tal figura emblemática, al descubrirse que sus entrañas contenían magnetita con alta concentración de hierro. Resolvió buscar una peluquería en las calles de la Ciudad Vieja. Cerca de la plaza principal dio con un establecimiento poco ostentoso, cuya clientela estaba constituida en buena medida por funcionarios policiales, y hasta por militares, casi todos de traje oscuro, camisa gris, corbata oscura, lentes oscuros, pelos oscuros y breves, ademanes contenidos, rostros matizados por un silencio de apretadas oscuridades. Fue atendido muy al tiro, nerviosamente, por un barbero de edad intraducible, insólitamente mudo, quien cepilló de un modo discreto y sin mucha prisa el cuello y los hombros de su cliente fugaz. Éste entregó enseguida el importe señalado en un exótico cartel poblado de tetudas damas en pelotas y, con los lentes ya asentados en su montura natural de piel y hueso, saludó al peluquero «gracias, señor», para recibir unos sonidos silábicos que no viajaron más de treinta centímeros «de… rajate… na… ya… da» entre una boca
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embigotada y una oreja alerta y sutil, en una brevísima mezcla de dos discursos. Dieguito obedeció por reflejo condicionado pero apurándose solo al salir a la banqueta de la calle República, para tomar esa vía hasta la Avenida de la Espada. Sintió que sería impensable un regreso a su departamento, «hay que aguantarse como mendigo, sin lugar fijo, seguro que el quitapelos ya dio aviso a la orga…» Luego de cuatro o cinco cuadras, decidió transitar por una calle paralela a la avenida, como quien va hacia la zona del arroyo Pantanal, así que seguiría –al cabo de exhibirse impunemente– para bordear la curva de las raíces norteñas del cerro de Ríomar. «Ah, qué bueno… Una banca se cruza en mi destino…» y allí se acomodó, cuerpo en trance de fatiga y zapatos que suspiraron como animales de labor interminable. Durmió tal vez una hora, o dos, o tres. El aire de la atardecida le echó unos lengüetazos de frialdad en el cráneo desnudado a tijera. Dieguito entremiró, venciendo antiguas inercias, cómo el coche (¿un Maverick cuatro puertas?) se pegó a la acera. Una mano enguantada saltó de la ventanilla izquierda trasera, la señal fue una orden de acercamiento, en Dieguito fulguró una señal mágica, resonancia de alguna creencia fronteriza. Simplemente, se paró con calculada energía, dio lisura a ropas enredadas, caminó con apenas alterada lentitud. Al llegar hasta el coche, la puerta se abrió, o sea, la abrieron para que el muchacho ingresara a otro tiempo de su cuestionada existencia.
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El coche llevaba ya una buena distancia transitada por la Avenida Universidad cuando el hombre de las enguantadas manos susurró la orden de doblar a la derecha, calle Número 7 (así decían las escasas chapas ubicadas en lo alto de los postes indicadores), procurando tal vez la franja norte de los barrios residenciales del Este. El chofer y su copiloto dijeron juntamente: «Pero… ¿para qué nos metemos en esta zona de gente platuda? Que se sepa, no tenemos ningún escondite por acá, ninguna cueva de armadillo.» «A ver, muchachos, el mandato no se discute. Hay que seguir por esta calle, cruzar la avenida de abajo, tres cuadras más y parar después de un restorán grandote, el Alambra. Allí nos dejan, pero no esperen por nosotros, tendremos para un par de horas o más. Vuelvan a las tres horas justas, ¿ta?» se expresó con estudiada calma y ejercitado tono el hombre de los guantes. Bajaron a los mínimos minutos de tales ordenanzas. Dieguito iba detrás del jefe, que eso era sin duda. Un tipo no muy alto, medio macizo, pelo a lo milico, cero bigote, rostro firme casi cuadrado, ojos achinados con una espesa cobertura matizada de líneas grises. El restorán tenía dos entradas, la de los clientes, con su amplia y colorida cristalería, y la de los proveedores, alejada de aquella, de más anchura y de doble hoja utilitaria. Por esta, ligeramente abierta, ingresaron los dos hombres mientras el coche se retiraba con cuidadosa lentitud.
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Subieron por una escalera de tablas angostas y temblorosa baranda hasta un entrepiso que fungía como precaria oficina de control. Todo lo que entraba en el local –cargas de harina, papas, verduras diversas, carne blanca y carne roja, bebidas de todo sabor con y sin alcohol, pescados y otros frutos de mar o de río–, a más de vajilla y objetos varios de aburrida descripción; y todo lo que salía –comidas a domicilio, bolsas plenas de basura orgánica o no, cajas de alimentos no usados, etcétera, a más de manteles, servilletas y traperío diverso– pasaba por la doble puerta bajo vigilancia ocular de la «oficina de arriba», adonde se instalaron el hombre de encorpadura fuerte y el delgado Dieguito. Como suele haber un tercer hombre o una tercera mujer o un tercer bicho en casi toda actividad terrícola, aquél apareció salido de un rincón de una nada bien cercana… Bueno, lo hizo al traspasar una pequeña puerta lateral, medio escondida por una cortina de mugres endurecidas. ¿De qué color? No importa, ¿para qué chingaos tanta realidad? «¿Qué pasó, compañero Viriato? ¿A quién trajiste hoy?», las preguntas salían de unos labios finos, apretados, que solemos asociar con la crueldad o el cálculo implacable; de la cara, esto pensó Dieguito: «Es un dolicocéfalo, piel béin clariña porque blanca no hay, nariz estirada como olfateando siempre lo que no se ve, ojos azules y con una pizca de sombra, pelo casi rubio y orejas pegadas a los costados de una cabeza hecha de acero… y esa jodida marca en la mejilla derecha, herida que cosieron mal, sin duda…» «Este es Dieguito, fue el que se echó a la Marita. Como sabés, yo no estaba muy de acuerdo con esa sanción, pero la mayoría puso el pulgar para abajo, ¡police uerso!, y le tocó a él hacer el laburo, aunque no sabemos quién preparó todo y dio la última orden…», informó el recién nombradoViriato. «Eso no es bueno, parece que en la dirección de la orga cada uno empieza a hacer lo que le da en las pelotas. Y
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eso puede tener un precio imposible de pagar, ¿no te parece?» «Sí, estoy viendo algo así. ¿Pero cómo frenar en este momento el individualismo pequeñoburgués? Como tuvimos éxito en dos o tres operativos que hicieron temblar a los ricachones y a los milicos, hay compañeros que se creen que ya la hicimos, que faltan los toques finales y el gobierno se derrumba… Se les rayó la cabeza a los cabrones…» fue el desahogo de Viriato. «¿Y que van a hacer con los secuestrados? En especial, con ese político maricón y corrupto hasta las patas, el tal Odiseo Riviere. Y con el diplomático inglés, el míster John Manning… Ya sabés lo que pienso…» una voz equilibrada, ajena a cualquier matiz emocional. «Espera, espera. No juntemos las dos cosas, son asuntos distintos. Primero, veamos lo de Dieguito. Cuando veníamos para acá, me dejó una cuartilla con unas anotaciones, para que no se enteraran los otros, no me las leyó, supongo. Las ojié de apuro, pero ahora, Dieguito, tomá tu papelería y leelas en voz alta para que Zenón las interprete.» El muchacho tomó el papel, una hoja tamaño carta, con escritura a mano que, vista desde aquí (desde el sitio de lo narrado, claro) muestra unos trazos límpidos y seguros, como sustancia final de no breves reflexiones. Y Dieguito leyó las dos páginas (o sea, se releyó): «El único combate para liberar a nuestra Nación es la gran batalla dirigida por la violencia, la lucha armas en mano hacia un nuevo socialismo. Es imposible evitar la violencia si deseamos alcanzar la categoría de país soberano, una tercera posición al margen de las grandes potencias y del acendrado nacionalismo. Debemos enfrentar así a la oligarquía y a sus aparatos represivos, estructurados bajo influencia extranjera.» «Para ello, y en razón de la experiencia acumulada en estos años de costoso esfuerzo, debemos abandonar ciertos
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aspectos de la táctica y emprender la elaboración de una estrategia renovada, sin dejar de lado los principios expresados al comienzo de estas anotaciones.» «Uno. Abandonar la idea del foco militar, inventada por un intelectual francés e inaplicable entre nosotros. Por lo tanto, insistir en la formación política de las masas, participando los tuvichás de la vida sindical y social en su conjunto, o sea, más y mejor desarrollados focos o núcleos políticos, para conformar un gran movimiento popular –con el respaldo decisivo de nuestras armas– que supere el verbalismo neutro de la izquierda clásica y las rutinas electorales de la burguesía. Ya hay experiencia en ciertos sectores de la producción agrícola pero no con la clase obrera y trabajadores en otras ramas de la economía y de la administración.» «Dos. El crecimiento de la orga debe ser atendido con todo cuidado. No se trata solo de barrer para adentro, hay que hacer estrictos cursos de selección y aprendizaje revolucionario. Roma no se construyó en un día ni en un siglo. Ante la penuria general, se percibe mucha impaciencia en la sociedad, sobre todo en los jóvenes. Que esa inquietud no perturbe a la orga, a más de que su muy diversa composición (maoístas, ex comunistas, ex socialistas, anarquistas, socialcristianos, nacionalistas de todo pelo, centristas de zurda y de diestra, marxistas sueltos) demuestra una especie de impaciencia ideológica y anímica que debe ser atendida y estudiada por nuestra dirección.» «Tres. Debemos preparar mejor a nuestros cuadros y a la militancia. En la lucha armada no todo es usar un fusil. Hay que pensar, no somos dioses ni héroes. ¿Para qué repetir que no se debe sacralizar la metodología? Si hasta lo dijo un dirigente bolchevique. No debemos entrar en acuerdos espurios con los militares, somos agua y ellos aceite. En caso de que nos mezclemos, de ahí saldrá mucha sangre de pueblo. Eso debe evitarse a todo costo.» «Cuatro. Debemos realizar una limpieza a fondo de cuadros intermedios, instructores, colaboradores, sectores de
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apoyo, etcétera, ¡y hasta en la dirección de la orga! No hay duda de que se perciben elementos de fragilidad anímica y confusión ideológica, además de infantilismo de izquierda y oportunismo de derecha, y actitudes conciliatorias y hasta entreguistas. Algo grave: en ciertos niveles de la orga, hay miembros que se parecen más, por su inflexibilidad y su modo de actuar, a un milico represor que a un revolucionario.» «Proponemos, pues, ajustar nuestras acciones desde hoy mismo a un tiempo que nosotros definamos y a una nueva restructuración de la orga en función de una nueva táctica y una más coherente estrategia, apoyadas en un marxismoleninismo puesto al día, según sugerencia en párrafos anteriores. Que nadie nos acuse de provocar ‘daños colaterales’. La violencia armada y la lucha de masas deciden conjuntamente los procesos históricos.» En la oficina de arriba se acentuó el silencio luego de la declaración política de Dieguito. Su aliento de él anduvo girando un par de minutos, valga la tonta expresión, por encima de los erizados cabellos rubios de Zenón y la picosa corta pelambrera de Viriato. «¡Así que por haberte echado a la Marita, una putilla sin conciencia revolucionaria, vos te pensás que vas a cambiar lo que somos, pelotudo!», la voznada de Zenón. No dijimos que los tres personajes estaban de pie, ajenos a cualquier tentación de silla o banca o asiento similar. Por eso el muchacho sintió un golpe de cansancio, que funcionó también como un llamamiento de alerta. Esperó otro comentario. «Habrá que ver de nuevo tu proclama, Dieguito. Sabrás que te la jugaste. No todos los de la orga tendrían tamaños para hacer este planteamiento, y más desde la posición de un integrante nuevito, muy joven, aunque ya con un trabajo de castigo bien cumplido. Como si hubiera alguna experiencia de antes, ¿no?», comentario de Viriato, más en calma que el dolicocéfalo Zenón.
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«No hubo experiencia de esas, solo ganas de colaborar con los cambios… con una posible revolución. ¿O no la hicieron en el Caribe, o no hay lucha en otros lados de la América magna?» dijo Dieguito, apenas. «Más allá de una apreciación de los contenidos, se nota que has leído bastante, cabrón. ¿Alguien te ayudó en eso, algún maestro?», inquirió Viriato. «No, soy lector por mi cuenta, no más…» manifestó tranquilo el muchacho, mientras su mano derecha tactaba el rectángulo de papel en funda de plástico ubicado en el bolsillo diestro del usado pantalón. «¿De dónde sos, nene pelotudo?», voznada en re menor del airado Zenón. «Un poco de Ríomar, otro poco de la frontera… de Rivamento. Nací cerca del Parque Popular y tambéin por el bairro Tacumbé… É complicado mesmo…» «¿Querés joderme? ¿Quién putaparió nace dos veces y en dos lugares distintos?», estalló roncamente Zenón. «Eso no lo sé, eu solo sei que agora estou pur aquí…» «¡Explicate, tarado!», un Zenón de pocas filosofías. El muchacho, medio en impaciecia, se movió y dijo: «Mirá, aquí podés ver mi documento de identidad… pero no lo toques…» «¿Por qué, es un cartoncito sagrado, un ejemplar único?» «No, ahí está el que soy, aunque me llame Dieguito… Y la tarjeta debe estar siempre entera, ¿entendiste? Y la persona igual.» Viriato intervino, como saliendo de aquella coyuntura de doble estallido latente: «Vamos, compañeros, así no, más calma y más cabeza. Como miembro de la dirección ordeno que esta charla se acabe y que Zenón, nuestro asesor político-ideológico, estudie las propuestas de Dieguito y pase un informe urgente, tiene como dos horas y pico para esa tarea. De mientras, nos
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vamos con el muchacho a la mesa contra la pared, para que no nos vichen de abajo, pues seguro que tenemos una pila de asuntos que conversar. ¿Tamos, Zenón?» «Sí, me llevo los papeles para trabajar más tranquilo. Nos vemos al rato… Y les mando unos cafecitos y algo para tragar, sángüiches y croquetas de papa…»; y el rubio se salió por la misma puerta de su aparición en este escenario casi teatral… Ah, dejamos fuera de duda que en los diálogos ponemos letras altas solo para ayuda del posible lector, pues quién no sabe que nadie habla con mayúsculas. Si fuera de ese modo, cambiaría hasta la prosodia de la lengua… Pero volvamos por tres líneas a la interrumpida crónica, para centrarnos en Viriato y Dieguito, ajustados a roñosa mesa, y así pasar enseguida al capítulo XIII, pleno de su duro diálogo.
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«¿Por qué coñitos me dejaron de carnada en la casatatucera? Si el flaco Domingo no me avisa, ahora estaría colgado de las pelotas, ¿o no?» «No te calientes, pibe, el Negrón es un exagerado que solo piensa en la organización… la verdá de la milanesa, a él no le importa el destino de cada uno de nosotros…» «¡Pero sí que le interesa el suyo! ¿A cambio de qué le regala los fierros a los milicos? ¡Y conmigo de propina!» «No, mirá que fue una jugada muy sutil, digamos... Él sabía que vos ibas a sospechar algo medio confuso, no definido. Por eso le ordenó a ese tal Domingo, yo ni lo conozco, que te informara y así pudieras rajarte… Todo salió okey, ¿o qué?» «No me hagas camelo… Si eso es cierto, ¿fue para probarme?» «El Negrón vio en vos un buen prospecto de guerrillero, te habías cocinado a la Marita y recién entrabas en la orga. Él tenía información de otros instructores que vos cumplías con las tareas, aunque a veces te daba por cuestionar de palabra los mandatos de más arriba… Hasta hablabas de verticalismo…» «Y también del modo de tratar a los compañeros. Los de arriba, y nao muito por cima, son como milicos sin uniforme. O se les contagió de tanto andar misturados en esta guerra… El riesgo está en que realizan actos y operaciones similares, a punta de bala siempre, como asaltos nocturnos, tiro-
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teos al barrer, detenciones caprichosas, brutales interrogatorios en sitios secretos, comunicados que son la puritita mentira, condenas con pruebas inventadas… Y yo entré en esto, que de revolución tiene poco hasta el momento… Para que haiga revolusao uma clase téin que tirar a outra do poder, ¿ta?» «Estás exagerando, Dieguito. A vos te probaron en serio tres veces, y estás aquí, parloteando conmigo, uno de los trece jefes de la orga. Admito que luego de unos añitos, si bien crecimos en cifras físicas, por eso mismo se debilitó el trabajo organizativo. En las capas medias mucha gente nos admira, porque necesitan de héroes para compensar sus frustraciones, su caída en el estatus. Piensan, si es que piensan, por transferencia, ¿entendiste? Los estudiantes que nos apoyan lo hacen por mero ímpetu juvenil, ¿si no cuándo? Tenés razón en cuanto a que somos más, pero menos fuertes…» «Y estamos perdiendo demasiados combatientes, hay como un olvido de la estrategia. Hay que ver tres factores: la historia, la estrategia, la táctica. Ahora predomina la táctica, el puro y liso pragmatismo. Hasta la mayoría de la dirección está bastante desorientada…» «Es que milicos y polis trabajan juntos, más los servicios de inteligencia conosureños y de más allá, del Norte. Y están los grupos parapoliciales, y la juventud neofascista, y la prensa escrita y la radio y la tele… Con el miedo que le meten a la población, hoy cualquiera puede resultar un subversivo. Hasta el parlamento se acobardó o se vendió, y nos encajaron el estado de guerra interno.» «Eso comprueba lo mal que se ha trabajado. ¿Qué se creyeron los de la orga? ¿Que eran divinidades guerreras? ¿Que no les entraban las balas? ¿Que la tortura era una simple joda? La verdá, Viriato, es que uno no sabe si llorar, seguir pa’delante o que todo se hunda en un gran charco de mierda…» «¿Y qué onda con tu bautismo de sangre… y tus papelitos? Tanto riesgo, tanto palabraje, tanta puta teoría, para
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terminar escupiendo lágrimas de maricón fronterizo y clasemediero… ¿Y vos hablás de limpiar la orga?» Dieguito acarició el documento resguardado en el bolsillo ahora siniestro (o sea, izquierdo) del pantalón. Buscaba una fuerza que lo ayudara, pues aquella discusión empezaba a desgastarlo tanto en lo anímico como en lo ideológico. «Este Viriato es de los duros de morir, tiene cabeza política, no improvisa. Tal vez quiera ablandarme porque coincidimos en varios asuntos primordiales… A ver si aguanto hasta sacarle algo sobre el más allá de la orga…», se monologó el muchacho, para preguntar: «Fue un momento en que se me bajaron las pilas, Viriato. Una línea recta nunca es recta del todo…» «Porque sigue la curva del espacio-tiempo, ¿no?» «Eso es física antigua. Porque no todos los puntos que la forman son iguales… Hay puntos y puntos…» «¡Te pusiste profundo, Dieguito! Los intelectuales son como el diablo, siempre aparecen cuando los llaman.» «En fin, ni poco ni mucho, ¿qué hacemos aquí, qué estamos esperando?» «Dijimos que Zenón iba a estudiar tus propuestas. Seguro que a él lo sorprendió que salieran de alguien tan joven y de ninguna experiencia guerrillera o meramente política… Es un tipo difícil en lo que sea pero ha estado desde el comienzo con la orga… Te confieso que es nuestro teórico más relevante.» «No entiendo por qué hay que hacer cada cosa a las corridas… Como si en un rato fuera posible realizar una crítica científica y luego producir una nueva línea táctico-estratégica… Hay que pensar, Viriato, sobre la marcha, sobre los sucesos, sobre asuntos no previstos… como Napoleón, que leía afirmado en el lomo de su caballo blanco. El pensamiento debe ser acción, y la acción el estímulo del pensamiento…» «Hablás requetebonito, muchacho. Asegún lo que diga Zenón, podrás o no trabajar en lo directo conmigo. Confieso
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también que antes no se había dado un caso como el tuyo. En un mínimo de semanas superaste pruebas y planteaste iniciativas… Pero… ¿sabés?, en la orga está el sector burocrático, son los que cuentan las balas, los que fríamente anotan los datos de nuestros muertos o nuestros detenidos, los que quieren ajustar el discurso revolucionario a cada operativo contra la mafia oligárquica, los que suelen trancar cada cambio obligado o improvisación necesaria de último momento, como sino hubiera enemigo y anduviéramos de picnic… ¡Puta, che, que hablé de más!» «No, está bueno, Viriato… Contigo se aprende cantidá…» Según los redactores de estos escritos, la plática siguió viva pero –cuando empezaban a declinar sus pulsaciones– apareció, sin aviso, Zenón, papeles en mano y alargado rostro sutilmente enrojecido. Pero es mejor para la estructura del discurso y el tránsito de estas vidas parlantes, que pasemos a otros espacios, pues es de necesidad religar otras y sugeridas existencias cuya actualización exige memoria y especialísimo cuidado. (Ah, habíamos olvidado que, entre frases, oraciones y durezas lingüísticas, los dos cafés fueron bebidos y los cuatro sángüiches y el par de croquetas de papa transformados en bolo alimenticio. Un mesero anónimo les había dejado una charola con tales bastimentos, como si hubiera entendido que el hablar y el masticar son dimensión sustancial en el vivir de cualquier persona literaria).
Traducción del texto latino de Propercio que aparece en el siguiente capítulo: («Nondum etiam Ascraeos norunt mea carmina fontes») «Aún no conocen mis cantos las fuentes Ascreas…».
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La cita, finalmente, se produjo junto a la restaurada fuente del Parque Popular. «Hasta el agua le cambiaron, está bien limpita» reconoció el incrédulo Propercio, «es de los ríos del oeste, viene de quién sabe qué fuentes, de Argentoria o de Paraguayti. Somos tierra de muchas aguas, nunca buscamos una mayor parte de nuestro destino en ellas, ni en la pesquería, salvo un par de represas, obsesionados estamos por el binomio fatal petróleo-gas, y encima los modernos proyectos de minería a cielo abierto, y ese tenso tema del puerto profundo…» Asentado en uno de los bordes de la fuente, en esos pensares estaba Propercio cuando, desde las movidas espumas, un susurrar silábico fue dirigido hacia sus desamparadas orejas: «Nondum etiam Ascraeos norunt mea carmina fontes». Miró en procura de un origen, de una raíz sonora, de un conflicto entre cosas que pueden chocar y vibrar. Pero todo era simplemente lejanía de floreada vegetación acuática, tránsito luminoso de carpas y mojarras, insectos como libélulas volando desde círculos concéntricos, menudas burbujas emitidas por gordos renacuajos. El saludo de Chyntia fue un golpe de súbito y duro calor en las neuronas del hombre, un sencillo «hola, ¿reciencito llegaste?» Él, volteándose, la enfrentó como si un temblor primario se le hubiera trepado por la mirada de adentro. Ya sea por efecto de cristal, pupila, movimientos de agua, memoria asom-
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brada y luces en atardecida, todo revuelto en un solo mirarver, un doble pulso de afinado dolor nació en su mano diestra. «Hola, arrecéin chegué até aquí, mulieriña», un toque de libre portuñol, porque esa variante lingüística no tiene gramática. «¿Por qué mujercita? Diga lo que diga cualquier documento, ya casi paso los treinta, ¡qué tal!» El hombre apartó los lentes con meneos muy usados, porque «si se ruempen los cristales, ¿cómo cornetas voy a recordar lo mirado y lo visto… El cristal que ves no es/ cristal porque lo ves/ es cristal porque te ve», remedo de un conocido verso que la clara mulata seguramente ignoraba. «¡Está bueno eso!, ¿lo sabías o lo inventaste?» «Un poco de cada cual: se sabe lo que no se inventa, se inventa lo que no se sabe…» «Muy profundo para mi cabeza, Propercio. Acredito que hablas como un poeta. Decime, ¿los poetas hablan así, de ese yeito?» Ya limpios los cristales, el hombre enraizó los lentes en su sitio, adonde el hueso ofrecía una entrada, un ligero hondón cavado por los años de buscar colores en las formas y figuraciones en cada átomo de color, y así corrigió su mirar, como si Chyntia empezara a nacer y si con aquel nacimiento un ciclo distinto se desenroscaba en alocadas espirales a partir de un punto temporal que se ubicaba en otro espacio. «¡Coñitos, cómo duele tanto mi mano, sobre todo el índice…!» exclamó para sí y en sí el personaje aquel, tan de súbito asediado por penosas memorias. Chyntia percibió, musa militante al fin, que un pálpito de dolor navegaba debajo del rostro de Propercio, o sea, bajo la árida piel, y aun tal vez entretejiéndose con los huesos. «¿Por qué sufrís así?» ella seguía sentada –aunque no vimos cuándo se sentó– muy próxima al doliente. «Es que a veces me duele la mano, mais nada… Será la reuma, si no, ¿qué?»
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«Parece algo raro, déjame ver… No te dije que soy enfermera, en estos días tengo descanso…» y ubicó diez dedos sobre el lugar exacto adonde la picazón del dolor era más poderosa. «Deja que masajee un poco este dedo, lo tenés muy rígido, como arrugado… ¿Te quemaste, o qué pasó?» Propercio vio, por extraño e inexplicable intercambio de reflejos entre cristales y agua temblonas de la fuente, el rostro de un muchacho con sus lentes y su pelo café oscuro; y vio que el rostro se hacía más pequeño, más afinado; y vio cómo los lentes eran de vidrios casi negros; y vio una mano del joven que apretaba unos papeles; y vio la otra mano, la diestra, que oprimía una pistola de humo sangrante… «¡Dieguito!» una emisión de sonoridad inexpresable, abrupta, como velocísimo átomo suelto que choca con una molécula gigante, digamos que así golpeó aquelgemido silábico el entorno aéreo de los oídos de Chyntia. «¿Qué estás diciendo, gritando de ese yeito?», pregunta de tensa e indisimulada inquietud. Por ahí pasaba un perro mezcla de muchos ancestros disímiles, uno de esos llamados barbilla, que no serán nunca presentados en concursos de bichos de buena raza ni serán bañados, peinados y acicalados en servicios domiciliarios. El desprolijo y escuálido cánido suspendió su renquera y miró a puro olfato el posible origen de aquel insólito envío, en el que de seguro no reconoció ningún sonido del común humano. «¡No, fue Dieguito, yo no fui!», ya la voz transitando otros tonos y silabeos. «¿Quién es ese tal Dieguito, decime? ¿Qué hizo o no hizo? Y vos, ¿qué?» La muchacha abrazó a Propercio, este buscó la curva de un cuello de apaciguante tersura, así quedó unos largos segundos, párpados apretados detrás de cristales confusos, luego percibió un ligero tránsito a un costado y vio al perro popular, pata en alto, orinando cerca de sus zapatos.
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«Así que esto es como una lección de realidad…», gritó con discreción hacia sus internas orejas, mientras el can se apartaba de un encuentro humánido más al amparo de la fuente, esto podría haber pensado. Mas su olfato solo recordaría el sitio de la orinada, cuando regresara por ahí a revisar las marcas de un territorio cambiante y a veces hostil. La pareja decidió dejar aquel parque público, con gente que observaba con afán de chismorreo la infrecuente conducta de dos personas en trance de conocerse. Se alejaron de la fuente para procurar los senderos que ofrecían chance de lentos caminares, de pasos apegados al sosiego necesario, al ritmo liberador. Estirados eucaliptos, acacias frescas, sauces «como en trance de plegaria», arbustos de diversa florería, verdores casi blancos, resplandores de vivas maquinarias en jugoso crecimiento, dieron respiración límpida a la muchacha y al hombre. Esa noche, porque de este modo funcionan ciertos efectos narrativos, en la cama de un cuarto sin numerar de un hotel sin nombre, solo «Hotel» se leía en letras verticales a un lado de la puerta de descuidado color rojo, Chyntia escuchó de Propercio las andanzas de Dieguito, el tuvichá. Años después, ¿cómo saberlo en esa instancia de amorosas confesiones?, escribiría lo que aquí, por gracia de la literatura más que de la vida, podremos leer. Pues de este yeito el tiempo se menea entre seres y cosas, les inyecta el error de su nacimiento: en un principio todo fue un punto de materia/energía, o sea, el espacio, luego súbitamente surgió el tiempo. Ese desfasaje fue compensado con la aparición del Azar, hijo predilecto de la Nada y padre de las supuestas coincidencias o casualidades que engañan y perturban a la especie humana, «la especie más triste» según algunos poetas. En fin, en estas narrativas el para atrás y el para adelante son cuestión de estado de ánimo, de perspectiva flexible, de búsqueda sin acabamiento de un sentido a toda presencia, a toda ausencia, a todo suceder.
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Las memorizaciones iniciales de Chyntia podrán ser consultadas en el próximo capítulo (esto es siempre literatura, ¿o qué?), entre tanto los cuerpos descansan como merecen reposar los verdadores amadores, los que amaquieren sin consultar ni siquiera los golpes y las advertencias del propio corazón.
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«Antes de empezar estas escritas memorizaciones, en una noche que parece tocada por las distintas voces de Propercio, sentada a la misma mesa que compramos hace muchas lunas, cuando la resolución de convivir, o sea, de respirar juntos iguales aires pero cada uno a su manera; antes, pues, debo aceptar en mí la imposibilidad de lograr la exacta reproducción de lo escuchado, primeramente en el hotel sin nombre, y después durante las pequeñeces del tiempo y el silencio que se fragmentaron para que yo pudiera, pienso ahora, alzar la estructura de un pedazo de historia personal y asimismo de mucha gente, fuera de los perversos círculos mediáticos; de las decenas de libros publicados en ediciones con olor a oportunismo; de varios trabajos, bien responsables, de investigación y crítica política; de chismes de todo tipo; de intervenciones legislativas absurdas o aventuradas; de declaraciones negativas desde el centro mismo de la ex organización Tuvichá; de los efectos a mediano o largo plazo de la confusa ideología guerrillera…» «Como el portuñol, esa ideología no tiene leyes gramaticales… Por eso todo el mundo se cree que tiene capacidad para opinar sobre lo que sea. Si insisto en el tema de las ideas, como Propercio, es porque la mala mezcla de lo pensado con las acciones directas, fue una de las causas del derrumbe de la orga. Prefiero ahorita recordar nuestro encuentro con Propercio en la fuente del Parque Popular. Ahí empecé a creer –sospechas ya tenía algunas– que en el pasado de
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mi amigo había asuntos duros, difíciles de relatar. La comprobación estuvo cuando, feo negocio, prácticamente confesó el asesinato de Marita. Yo traté de apaciguar la fiebre de la culpa, Eros y Thánatos. Luego del libre encuentro de los cuerpos, luego de un descanso de tres o cuatro horas, comenzó la primera pesadilla.» «Fue de tanto horror lo que gritaba Propercio, que pude ver lo relatado como una sucesión de eventos casi tangibles expelidos por una boca colmada de sed. Recuerdo con nitidez esto: ‘¡No, a ese no! ¡Es un peón de campo, nada más! ¡Si no entiende nada de nada! Nos descubrió de mera casualidad, ¿quién le creerá lo que diga?, si parece la pura fantasía… Tres tipos metidos en una cueva al pie de la colina, ordenando fusiles, explosivos, cajas de ropa, botellones de agua mineral, latas de alimentos, calentadores a gas… ¡Déjenlo ir, ni siquiera podemos llevarlo con nosotros!’» «Propercio, es decir, Dieguito, no pudo convencer a los otros dos tuvichá, ‘¡Cállate, tarado! Por más teórico que seas, esto es una guerra… Siempre habrá daños colaterales. La única vía es la lucha armada, contra quien sea, se oponga o no, ¡y chau!’ así habló la mayoría. Dieguito pudo añadir: ‘¡Siempre les dije que en el puro campo no y no! ¡Tampoco en los pueblos chicos ni en las pocas ciudades de provincia! ¡Ahí estamos regalados! ¡Hay que dejarlo ir, muchachos!’ Uno de los tuvichá solo dijo: ‘Somos dos votos contra uno, perdiste’ y enseguida sacó la pistola, quitó el seguro y de un balazo hizo que la cabeza del anónimo peón agrícola explotara como una sandía de sangre incontable.» «Eso sucedió al año de la plática de Dieguito con Viriato y del ferocísimo discutidero con Zenón. En verdad, él había aceptado la misión de ubicar una tatucera o nido de armadillo en los campos de un muy fuerte hacendado de la zona norte, no lejos de la frontera, solamente para demostrar lo erróneo de un esquema táctivo sin estrategia definida. ‘Ese plan sería desmantelado no mucho después, con pérdidas sensibles para
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la orga’, comentó Dieguito para mí mientras bebíamos una taza de negro café fronterizo. Le pregunté por Viriato, con quien se conectaba de modo irregular. ‘Él pensaba como yo, se había vuelto menos rígido, sostenía la postura, contra la mayoría de la dirección, que no podíamos destruir el aparato represivo del Estado, aunque sí debilitarlo; y que debíamos atacar a la oligarquía con más acciones espectaculares y de mínimo riesgo; y denunciar sin pausa –como lo hizo la izquierda marxista– los acuerdos secretos con las agencias imperiales y de los países vecinos, y buscar aproximaciones con las luchas populares y sindicales que procuraban mejores salarios, más libertades y nuevas opciones fuera de la órbita del gran capital. ¿O habíamos olvidado el golpe de Estado neofascista contra la democracia burguesa brasiliana?’» «No recuerdo plenamente el orden de sus confesiones, que eso eran, a más de un documento político que tal vez en otros tiempos debería ser divulgado, quizá en los momentos actuales, de harta confusión social. Él insistía e insistía: ‘Si no se lograba lo que Viriato, algún otro tuvichá y yo pensábamos, habría derrota general y estaría pronto el ámbito nacional para un golpe de la derecha, para la implantación de una dictadura de tono fascistoide… ¿O no hubo antecedentes en este país? Quedaríamos rodeados de gobiernos implacables, el costo sería brutal y por varias generaciones… También pensaban algo parecido los dirigentes principales de los partidos de la izquierda clásica, en cuanto a la junción de todas las fuerzas sociales más allá del frente popular que ya funcionaba... pero sin lucha armada. Viriato, un vocero del Rojo, hablaba de un frente aún mayor, sostenido en definitiva por nuestra capacidad bélica, próxima tal vez a la conformación de un ejército rebelde…’» «Yo escuchaba a Propercio, a veces a Dieguito; poco a poco creí entender muchos sucesos de una historia que no había vivido.» «Hubo algunos hechos que jamás pude descifrar. Según mi amigo:
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‘Hubo abdicaciones, renuncias, traiciones, cobardías, cantarolas… en realidad, la tortura nos destrozó. Las conversaciones que hubo cuando una especie de tregua, y las que se registraron después, entre los tuvichás y los militares, fueron el error, la metida de pata más gigantesca cometida por la orga. Yo sabía de todo eso, casi desde el instante en que ingresé para iniciar mi entrenamiento.’ ‘Una parte de la dirección, conducida por su propia soberbia, creía que sería posible concientizar a los militares, enseñarles dónde estaban los problemas reales del país, mostrarles la corrupción de la gran burguesía, para que así pusieran su nacionalismo en sintonía con el de varios dirigentes tuvichás. Nacionalismo más nacionalismo: el resultado se vería luego de pasada la dictadura y de cumplidos tres o cuatro gobiernos neoliberales, cínicos, corruptos, de torpe imaginación, con presidentes egocéntricos, de enciclopédica ignorancia, a más de moral anestesiada… En fin, un nacionalismo derivado del pensamiento burgués que se confundía con un patriotismo que sí era sentido por gran parte del pueblo…’ ‘¡Qué contradicción! Por un lado, varios dirigentes tuvichás ilustraron a los milicos, coincideron con ellos como ahora mismo, desde el gobierno reformista, ve nomás al señor ministro de la defensa… y, por otro, ayudaron a la confusión ideológica de la sociedad… A eso se agrega la tentativa de dominar o destruir al Partido Obrero, de orientación marxista-leninista, pero desde adentro, o sea, un sector de su dirección –seducido por el delirio de la modernidad de izquierda y por las tentaciones del capitalismo inversor en gran escala– intentó acabar con la fuerza más lúcida, quizá, que conoce el país… aunque con errores serios con respecto a los militares nacionalistas y también por apelar a un excesivo optimismo histórico basado en la construcción pacífica del socialismo… Quisieron convertirlo en un partido cuchara, de esos que no cortan ni pinchan… Y de paso enflaquecer al movimiento de masas, trabajadores, estudiantes, intelectualidad…’
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«A veces le pedía a Dieguito algunas aclaraciones sobre ciertos términos o ciertos acontecimientos que yo desconocía. Pero en general dejaba que hablara largamente. Lo complicado era recordar todo lo posible temas complejos para mí; por eso tomé la costumbre de ir poniendo en negro sobre blanco las organizadas palabras de mi amigo. Hasta reproduje algún portuñolismo, pues pensé que eso daría más veracidad a su verdad. Es curioso, creo, cómo la distancia en el tiempo libera de pesadez ciertos recuerdos: o sea, digo, que lo que era meneo, movimiento, ardor, actividad sin término aparente, parece ahora sentido como pálido eco de uno mismo… sentido por un otro tipo que apenas está conectado con quien experimentó esos eventos… Sería la relación que hay entre Dieguito y el Propercio de hoy, porque el primer Propercio yace en una tumba aún vigente llamada Dieguito, el ex tuvichá.» «Jamás alcancé a acercarme siquiera a una idea de revolución.» «Dieguito volvía a repetir para mí: ‘Se produce cuando una clase social desplaza a otra clase del poder… Ejemplo obvio: la revolución francesa, en la que triunfa la burguesía sobre la aristocracia terrateniente, agregando todo su imaginario de libertad que no duraría demasiado… Claro, queda siempre el palabrerío navegando en los libros de historia, en los aires eléctricos de los mass media… Y se forma una tradición a propósito de algo muerto pero que, contradictoriamente, puede generar entusiasmos masivos…’ «No entiendo ni pío, le decía a Dieguito. Yle preguntaba entonces qué relación tenía eso, del siglo no sé cuántos, con la orga tuvichá. Pero él no respondía, pasando a relatar acciones directas como esta: ‘Vino la orden de la mayoría de la dirección, ya en el último año de lucha, de asaltar la cárcel principal, la Mamá Grande. Eso lo cuento después…Yo era integrante de la dirección, el más joven, y asesor ideológico en pugna con Zenón. A veces se votaba democráticamente,
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otras veces alguien daba una orden y chau. Nunca logré anular esa contradicción. Cuando me salí del país, hace como dos quinquenios, sí, pude entender el por qué de lo que parecían desavenencias o simples y riesgosos caprichos. Fijate que al tuvichá Juliomaría lo habían agarrado los milicos en un brutal operativo relámpago, seguro que fue una cantada. Varios tuvichás muertos, en verdad fusilados, pues no hubo resistencia: estaban almorzando muy confiados de que la seguridad, de la que era responsable Juliomaría, se encontraba en estado de perfección. Entraron a lo bestia, disparando primero a través de puertas y ventanas. Saltó la comida de los platos, saltó el vino de las botellas, saltaron sesos, pelos y pellejos de las cabezas por un instante indefensas. Los milicos dejaron como testimonio trecientos buracos y cartuchos de todo tamaño, a más de gases lacrimógenos que se pegaban a piso y paredes. Los cuerpos fueron retirados más tarde, para que la gente del barrio pudiera echar un vistazo, pues puerta y ventanas quedaron abiertas y, claro, destrozadas. El tuvichá Juliomaría salió al final, el único vivito y cojeando. Un alma literaria hubiera recordado al Viejo Pancho: …que el hombre no debe creer/ en lágrimas de mujer/ ni en la renguera del perro… Iba apoyado en el hombro de un milico, así dicen que lo vieron desde medio lejos dos ancianos no viejos del todo, y que de rápido lo subieron a una camioneta yipe y salieron de volada. Al oscurecer, las calles del barrio conocieron una nueva sombra… Bueno, Chyntia, ese tuvichá es hoy Eleusino Hernandarias Medobro, ministro de Defensa…’» «Yo quedé fuera de concierto, mi amigo fue cruel en su relato.» «Se endurecía de golpe, la piel de la cara se estiraba y los delgados músculos del cuello eran súbitamente como fibras de una rígida sustancia desconocida. No podía yo asociar a un ministro con un guerrillero, y menos a un presidente, aunque el de ahora sea pobre… o lo parezca. ‘Es un hombre honesto, austero, muy mañoso, rezongón, lleno de equívo-
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cos, de avances y reculadas. Creo, sí, que con eso de la pobreza hace un poco de teatro. Es solo un reformista, le cuesta un montonal ser de o correrse a la izquierda. Fue un tuvichá muy valiente, muy desapegado en la lucha o en la prisión, eso da libertad para casi todo, aunque también se tomó sus tragos con los militares…’ De este y otros discursos yo trataba de extraer más conocimiento, porque en definitiva mi deseo principal era tener acceso a lo interior de Propercio, a su médula más de él, pero Dieguito era un obstáculo casi imposible de apartar. Debía yo actuar como una sacerdotisa o una psicoanalista. En ambos casos era necesario el sacrificio: el tuvichá Dieguito debía morir».
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«Cuando Viriato fue detenido en un operativo como resultado, sin duda, de una delación de adentro de la orga, Dieguito debió ocultarse en las capas más profundas de la estructura guerrillera. Si bien había logrado, con base en múltiples pláticas de riesgoso trámite –aunque a ciertos dirigentes tuvichás se les permitía salir de su celda, bajo obvia vigilancia cuerpo a cuerpo, para hacer contacto directo con sus compañeros en libertad–, había logrado, decía, dar una determinada coherencia al conjunto de la dirección. Esta tenía como tres niveles, que no debían mezclarse; pero hubo varias y graves filtraciones con respecto a lo acordado entre los tuvichás y entre ellos y los milicos, por lo que se deshizo la estructura montada por mi amigo. Esos tres niveles aseguraban tanto acciones en conjunto como de tono autónomo, con una mínima y esencial información previa a cualquier evento. Comentó Dieguito una vez: ‘Se me había ocurrido esa forma de cebolla, poco original, con sus tres capas ligadas e independientes a un tiempo. Los responsables no se conocían en lo personal, eran solo apodos que se cambiaban de continuo. Para eso había una clave o código tan especial que cada apodo permitía saber cuál sería el siguiente. En verdad, lo único que no podíamos cambiar era ese código… y por ahí nos jodieron, porque tres o cuatro cantaron. Uno de ellos, Juliomaría, también mentado como Washington. Otra fue Tamara, que venía de la clase media alta. Otro fue Carlosquinto, químico industrial. Y hubo otro, miembro hoy de la alta burocracia, que es
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preferible no mencionar para no ofender su presunta santidad revolucionaria…’» «Me permití preguntar: ¿Quién había inventado ese código tan especial? Dijo Dieguito: ‘Fue un asistente de Viriato, a mitad de la guerra contra el Estado burgués, un tal Prudencio, tremendo matemático y físico. No sé qué pasó luego con él, aunque parece que se aguantó hasta cerca del final. No era tipo de manejar armas, sus armas eran científicas…’ Insistí por otro lado: ¿Y ese de la burocracia privilegiada? ¿Qué onda? Se sorprendió algo Dieguito: ‘Ah, es caso aparte… Sucede que sabía muy poco, lo que cantó no sirvió de mucho. Pero si está donde está, es por su labor de doble infiltrado, ¿entendiste? Buena formación profesional, educado, dos o tres idiomas, lo captamos con dificultad, se hacía de rogar, digamos. En verdad, ya trabajaba para la seguridad del Estado en el ámbito diplomático. Le entró a los dos laburos sin problemas de conciencia; él quería un país limpio y veía en la guerra interna la posibilidad de eliminar todo lo que pareciera sucio, viniera de donde viniera. Trabajó tan bien, sirvió tan acertadamente a ambas partes, que ninguna pudo matarlo, lo que hubiera sido justo…’» «Lo que Dieguito no soportaba, al final de la presunta guerra propuesta por la orga, era aquella serie de acciones con la que se pretendía demostrar al público nacional e internacional que los tuvichás estaban luchando fieramente por la libertad y la justicia.» «Siempre se necesitan héroes, heroínas y mártires, decía más o menos Dieguito, aunque ahí se parecía a Propercio. Aquellos actos fueron indicio del descaecimiento de la orga, desbordada por el aparato represivo de un gobierno que se anunciaba y procedía como autoritario; por el rechazo o indiferencia de muchos ciudadanos; por sus debilidades internas ante la inevitable derrota; por la traición de los oportunistas que medraban en sus filas; o por agentes infiltrados desde el inicio mismo de la orga tuvichá, así como los hubo en los partidos de izquierda y en el movimiento obrero.»
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«Dieguito recordaba algunos eventos que cuesta mucho asentar en estos papeles. ‘Fijate, amiga mía, miña mulieriña, que varios policías que hacían guardia en esquinas de barrio o en un estadio de fútbol, fueron baleados a metralleta. En dos de los últimos asaltos a casas de cambio, financieras y bancos privados, mataron no solo a agentes de la seguridad, unos siete, sino a cuatro clientes en el mostrador, a más de un par de empleados que apenas se resistieron en un primer momento. Hasta salieron a la calle en dos fugaces motocicletas para meter miedo a una procesión religiosa, ahí dispararon al aire nomás, pero a Dios no le acierta naides. Sé que a dos tuvichás considerados traidores los asesinaron cerca del aeropuerto y al rato tiraron los cuerpos al arroyo Pantanal, al otro lado de la ciudad: más podredumbre sobre lo podrido. ¡Qué tristeza, Cynthia! ¿Y la prometida revolución, por dónde andaba?’ Le pregunté por el asalto a la Mamá Grande. ‘Ah, sí, sí… El mayor disparate imaginable. Me recuerda el asalto de Fidel y su gente al cuartel Moncada, pero todavía con más fallas de origen organizativo… La derrota de los barbudos fue como un campanazo que anunciaba liberación… En fin, a nuestras tontas imprecisiones horarias, agregale el vehículo que se abrió de la acción, marchando hacia el oeste, con ocho hombres armados a guerra, con armas largas y granadas de mano. ¡Se rajaron así como te digo! ¿Quién dio la orden de esa retirada antes de nuestro ataque? Porque esa orden solo pudo venir de adentro de la dirección, incluyendo a los tuvichás que estaban detenidos en distintos lugares… He pensado desde hace años que solamente pudo enviar ese mandato, pero sin consultar a nadie, el tuvichá Juliomaría (a) Washington. Pa’ pior, me pregunto hasta hoy ¿quién le pasó los detalles del asalto? ¿Y los datos de nuestros coches y nuestra gente con armas pesadas? Me atrevo a una respuesta: según declaraciones que recogí poco después de la acción fracasada, o sea, entre algunos compañeros que escaparon de la trampa que fue la Mamá Grande, fue la Reina,
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guerrillera con experiencia en otros lados, quien pasó la información y desconectó a los once integrantes de la dirección que restaban. La idea era (¡absurdo!) provocar una tormenta de sangre tal que hiciera brotar una especie de oleaje espontáneo de las masas hastiadas de autoritarismo, de represión y de conflictos bélicos. En fin, unos cuantos tuvichás murieron a las puertas de la prisión, a los heridos les metían su plomo en la nuca; solo hubo tres prisioneros, para mostrarlos a los mass media nacionales y extranjeros. Al poco tiempo de ser condenados sin juicio, muy torturados, fallecieron por falta de comida y atención médica en una celda colectiva de la misma Mamá Grande...’ Entonces pregunté por la Reina. Dieguito calló unos buenos minutos, luego, casi de boca cerrada y haciendo breves gestos de vómito, dijo: ‘Esa loca terminó siendo amante de un coronel, el que dirigiera el operativo contra el asalto… Ella y su macho viven en algún país del Norte…’» «Eso último me perturbó tanto que no pude continuar el diálogo. A la mañana siguiente, repasando mis anotaciones, no podía creer en esas realidades. Al rato dijo Dieguito: ‘Hubo otros casos, incluso el de algunas militantes comunistas, no sé si socialistas, que intimaron con el enemigo. Hay una película inglesa, creo que El portero, en la que una mujer y su torturador, un oficial nazi, se enamoran y hasta viven juntos. Pero cierto día, algo después de la guerra, se descubre quién es realmente el portero del edificio en que la misma pareja vivía y ambos terminan asesinados. Ya ves, amiga mía, que la Reina y su milico actuaban en otra película…’» «¿Y cómo te explicas esto, Propercio? Dieguito contestó: ‘Para eso están los psicoanalistas… Quizá se trata de no aceptar que otro sea más fuerte y, al identificarse con él, puede compartirse el poder de alguna manera. O por necesidad de sometimiento, una relación de mutua dependencia, sadomasoquista, aunque no me agrada ese término. Aquí parece que la ideología y la ética se van al carajo. Asimismo, el placer juega su parte…’»
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«Propercio, contame de algún operativo tuvichá en el que participaste, de alguna misión particular… Creo que has hablado bastante sobre cuestiones teóricas, me gusta cantidá escucharte y tomar notas, contigo se aprende en pila. Dijo Dieguito: ‘Acción, ¿eso te interesa más que los resúmenes que uno puede hacer al cabo de veinte o más años? Bueno, áhi te va una. Reunidos en un departamento cercano al Hospital Militar, cuatro de la dirección y yo, discutíamos qué evento de resonancia, en cuanto hecho político, podríamos proponer al pleno de la dirección, porque la represión crecía más organizada en esos días (cuántas rimas, ¿eh?) y debíamos mostrar, ante la población de Ríomar al menos, que estábamos vivos y activos. Se decidió tomar por copamiento, sin exhibición de armas largas, un tramo de la gran feria vecinal de la zona del aeropuerto y, de modo simultáneo, copar el aeropuerto mismo, que estaba sometido a severas remodelaciones (pistas, hangares, oficinas, etcétera) pero que seguía funcionando regularmente. O sea, dos grupos se necesitaban, y un tercero para ocupar la iglesia ubicada en la plaza de don José Aragón, nuestro héroe histórico.’ Pregunté: ¿Cómo funcionó todo ese operativo?» «Dieguito, voz sin relieve: ‘Al comienzo bien, en la feria hasta nos miraron con simpatía; desarmados pero enmascarados platicamos con la gente y hasta compramos alguna fruta. Dejamos volantes de propaganda, basados en otra escritura más limpia, más de razonar que de agitar, y marchamos hacia el aeropuerto. En el camino, la sirena de las patrullas nos golpeaba las orejas; alguien avisó, claro, y los polis venían con todo. El otro grupo de tuvichás había entrado en las instalaciones del puerto aéreo, cerrando las tres puertas principales y produciendo un impacto de pánico entre los cientos de pasajeros, sobre todo, y los elementos de seguridad, funcionarios, maleteros, empleados de restoranes y fauna diversa.
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Un agente vestido con ropas de ciudadano común le disparó sopresivamente a un compañero, balazo en medio del esternón. La respuesta fue absurdamente desproporcionada: armas cortas y largas made in Usa, made in Germany and so on estallaron de consuno, en acuerdo tal vez ensayado. El agente quedó en el suelo, debajo de una mesa, como jerga usada, sangre y tripas en vez de mugres cotidianas. Hubo pasajeros que alcanzaron la histeria plena, damas diarreicas, niños en abandono, meseras paralizadas soltando charolas repletas de cubiertos y vajilla, cuerpos en vil arrastre, chillidos de raíz ancestral, grupos de turistas entrechocándose, gente caída inertemente o en brusco tránsito hacia el piso, rezos súbitos de desorientados suplicantes, maletas y bolsos y bufandas y paraguas y zapatos sin dueño a la vista, periódicos volanderos, extraviadas chorreras de espuma roja, bombas de humo abriéndose como flores siniestras...’» «Dieguito se ubicó del lado del silencio. Su discurso era nítido, yo solo debía transcribir casi sílaba por sílaba, hasta pude ir recordando de a pocas el sistema taquigráfico que había estudiado de adolescente. Él agregó: ‘Mi grupo llegó unos cuantos minutos después de aquel desaforo. Tudo era uma merda, mesmo. Hubo que salir de rajada, hasta dejamos nuestro muerto. Milicos de la fuerza aérea estaban llegando de su asentamiento, muy cerca de ahí. Hasta nos corretearon durante nuestra huida por caminos vecinales, lejos de la carretera que lleva a las playas del Este…’» «‘La libramos de puro culo, no más. Nos seguían en un solo jeep, y disparaban con sus metras livianas pero, en una curva de aquellos caminos de tierra espesa y piedras sueltas, tropezaron con un tronco medio podrido y saltaron en gran desparramo los cabrones.’» «‘Al rato, ya habiendo encontrado rumbos mejores, tuvimos que dejar nuestros dos coches enredados en unas arboledas tupidas y con maleza baja, cerca de donde desagua el arroyo Independencia. Nunca regresamos por ellos….’»
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«¿Y que pasó con tanta gente en el aeropuerto? ¿Hubo heridos? Mi amigo no me miró, solo mandó los ojos hacia algún sitio en lo lejos: ‘Bueno…, hubo tres muertos y varios tipos con heridas de bala o lastimaduras por caídas… Y un niño con un agujero en la espalda… Eso fue lo más pior, eso fue lo que ocurrió; algún apoyo teníamos en la oficina de una empresa aérea, al rato nos informaron la neta, mientras que los medios lanzaron un vendaval de mentiras y retorcidas exageraciones. O sea, dijeron de doce muertos y treinta heridos, a más de cuatro tuvichás neutralizados por las fuerzas de seguridad…’» «¿Cómo neutralizados? pregunté ante ese calificativo. Dijo Dieguito, molesto: ‘Asesinados, fusilados. Pero era solo una mentira más. Por supuesto que, al inflar demasiado el globo con esa información, durante las semanas siguientes el aeropuerto dejó prácticamente de funcionar. Ah, junto a nuestros coches debimos enterrar a un tuvichá que los milicos de la aviación habían matado durante la persecución, dos tiros en la espalda, fusil pesado, tal vez con mira telescópica. Ya ves, otra tumba sin nombre, para recordar a Onetti…’» Pero ahora debemos otorgar descanso a la tenaz Cynthia, que dé vacaciones a sus manos; ella igual continuará con sus escritos, ya verán: palabras en tinta y lápiz que se enganchan con palabras en flemas y salivas.
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Traducción del texto latino de Propercio que aparece en el siguiente capítulo: («Quum Mavors dubias miscet utrimque manus / Praeterea domibus flammam domibusque ruinas…»): «… cuando Marte mezcla dudosas fuerzas contrarias, que lleguen el incendio y el derrumbe a las casas…».
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La reunión que decidió el temprano ingreso de Dieguito a un nivel intermedio de la orga fue una especie de batalla con lanzas afiladas. Viriato, dando un golpe de fe, quiso que entrara más arriba, en donde se confirmaban la táctica y la estrategia para que luegoluego se trazaran las acciones a cumplir, buscándose en lo posible no reiterar modalidades aunque hubieran dado frutos positivos. Ir más arriba significaba compartir en vivo y en directo las resoluciones de la orga, aun las más exóticas: recordemos la ocasión, por ejemplo, en que el elefante macho del zoológico municipal apareció con varias estrellas rojas pintadas en el lomo, y la inscripción en letras desmesuradas: FNL-Tuvichá. Y ahora añadimos por nuestra cuenta que el público aplaudía cada cada vez que el paquidermo salía de su recámara para pasearse por la no muy ancha celda, y que el animal no permitía que lo lavaran, no porque simpatizara con la orga (como dijeron unos pocos fanáticos de izquierda), sino porque él prefería bañarse de inmersión en el estanque compartido con dos ancianos hipopótamos, ayudado por una trompa inteligente y flexible. «¡La regolusión da pa’ todo, coño!» se dice que exclamaron varios entusiastas seguidores de los tuvichás a la salida del zoológico, pero como estaban prohibidas las reuniones sociales de más de dos personas, fueron apresados de inmediato y llevados a algún centro de tortura. La detención
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no fue comentada en los medios, los testigos fingieron demencia, aumentó la seguridad en el local de la diversa bichería, al elefante lo durmieron con una inyección especial para quitarle de su piel las coloridas inscripciones guerrilleras. «¡No podemos permitirnos más que se inventen estas cosas estúpidas!» señaló con indignada energía Viriato, «¡son acciones for sport, la prensa extranjera queda encantada con nuestra imaginación tropical pero el proceso liberador no avanza, damos vueltas como burro de noria, siempre clavados en el mismo sitio! Nuestros movimientos son solo aparentes, ¡así vamos derecho a la fosa!» «Las propuestas del compañero Dieguito deben ser discutidas ahora», intervino de pronto Zenón, ascendido a niveles de mayor responsabilidad. «¿Y por qué putas, digo yo?» saltó alguien tan parecido al Negrón que no podía ser otro que el Negrón, «si este pebete no tiene tiempo aquí ni experiencia acumulada… ¿solo porque se echó a la Marita?» Entonces habló el Rojo, que recién surge en este relato: «Muchachos, nada de calentarse. La situación está jodida para nosotros, nadie lo esconde. Ya estudié los planteamientos de Dieguito. Considero que están incompletos y a veces no son claros, pero pegan donde más nos duele, porque alertan sobre las anemias ideológicas de la orga, el protagonismo de muchos tuvichás, su desfibramiento organizativo, su falta de fe ante las pérdidas que crecen, el soslayamiento de la participación popular… Como ustedes saben, yo nunca estuve de acuerdo con esa especie de sociedad que otros miembros de la dirección querían, y aún quieren, arreglar con los milicos. A corto plazo puede servir para bajar la tortura a cambio de información sobre las finanzas del país; a mediano plazo empieza el riesgo, porque ellos están más fuertes y necesitan menos de esos informes y, a largo plazo… pues… pueden darse acuerdos más allá de los pro-
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cesos actuales y de los que se den en los próximos años… Serían como traiciones, ¿o no hay ya traidores entre nosotros?» el discurso del principal dirigente y fundador esencial de la orga tuvichá martirizó tímpanos y conciencias. «Mirá, Rojo, está bien todo eso. Pero vayamos a lo concreto: para que la mayoría acepte tomar en cuenta el proyecto del Dieguito, a este tipo le faltan méritos revolucionarios. Entonces, proponemos que el Negrón le organice una actividad en la que pueda demostrar que es un tuvichá de a de veras» fue lo que propuso Zenón, que de seguro tenía buenos apoyos de otros dirigentes. Dieguito percibió con más fuerza, por natural instinto político, que había diferencias no menores en el ámbito de la dirección. Él era solo un motivo para que aquellas contradicciones de tal modo se mostraran. «El Rojo es hombre duro, ese no afloja ni abajo ’el agua. Creo que es la columna que aguanta toda la estructura» fue la mera impresión de aquel muchacho tan alejado del Propercio original. A la derecha del Rojo, vio tres rostros para no olvidar, dos tuvichás machos y una tuvichá hembra. Aparecerían en quinquenios posteriores en las páginas del diario Noticias frescas, vocero oficioso del reformismo centrista pero también con algunos matices democráticos de nacionalismo flexible y, a veces, como yendo hacia la izquierda. (Pensamos que la política suele resultar como un espejo caprichoso: ¿qué lado es qué lado? Asegún…) Dieguito tomó apuntes neuronales de aquella tríada: narices, pestañas, cejas, mejillas, gestos, usos del habla, sistema de vestimenta, respiraciones nerviosas, diferenciados olores a jabón, ideas balbuceantes, exigencias de acciones inmediatas, etcétera. Dijo uno de los hombres que, sentado al margen de la espaciosa mesa, mostraba una estatura mediana y unas ropas de cualquier manera; o sea, pantalones de pana azul, ca-
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misa blanca de manchas terrosas, chamarra abierta color verde militar. Ah, uñas en desaseo, entrevero de pelos oscuros, bigote curiosamente parejo, cara algo ancha en estado de sólida voluntad. «Si hasta pinta de vasco tiene, y esos zapatos que vienen del barro…», suponemos que se comentó el muchacho. «Mirá, Rojo, el pedo está en que lo mostrado no nos basta. Ni yo, ni la Pocha ni el Washington concordamos… nos parecen muy poquita cosa, como en el tango, los antecedentes de este pelotudo. Un nene de papá, de la jodida clase media, nos viene a dar lecciones de teoría guerrillera, ¡no me jodan, che!» lanzó el Vizcaíno (tal su apodo) a la discusión. «Sí, Rojo, y vos, Zenón, ¿qué carajo sabemos de su figura?» «Cualquiera tira dos balazos y chau» planteó el sin bigote a la diestra del jefe, «propongo que se haga cargo de la misión Odiseo. A ver si le dan las bolas…» Dieguito observó la faz gordita de aquel tuvichá, pelo apretado preparando las canas, narices hechas a martillo o aplastadas como raviol de fiesta, dedos gruesos de sudor, boca de cemento ajena a toda oración, botín de guerra eran (se decía) la chaqueta en verdad bastante limpia, las botas cortas, el pantalón de combate, la pistola en cintura, la metralleta a sus pies, la gorra negra de algún batallón especial. La Pocha se alzó un poco de su estrecha silla, era más bien rubia, el cutiz cuidado, las manos exhibían la costumbre de un rutinario acicalamiento, ojos verdeazulados como piedras inflexibles, «¡blusa marca Pucci en este sitio!», zapatos de medio tacón y hebilla de chispas doradas, pantalones de mezclilla made in USA, saco sencillo de igual tela colgando del respaldo de su asiento. «Muy en pose, la señora. ¿Será de la clase acomodada de los barrios del Este?», una observación interior de Dieguito. Semanas después, ya como miembro pleno de la
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dirección, se enteraría de sus funciones (de ella) en la orga, y de su acercamiento amoroso con el apelativado Vizcaíno. Esto último lo llevaría súbitamente a recordar versos nunca aprendidos, leídos ni escuchados: «Quum Mavors dubias miscet utrimque manus / Praeterea domibus flammam domibusque ruinas…» como si en un mismo gesto intelectual/espiritual se asentara en él la convicción de que todo amor conlleva en sí su propio acabamiento, aunque al cabo de más de veinte ciclos terrestres podría leer en el diario Noticias frescas, página de sociales, la noticia del casamiento de la Pocha con el Vizcaíno. La nota diría: «Y es así como esta inusual y ahora encumbrada pareja, une sus vidas al amparo de la ley, bendecida por la Iglesia y con el beneplácito de amplias zonas populares, a más del reconocimiento político de distintos sectores dado el alto sitio que los felices cónyuges ocupan en el acontecer nacional. ‘Su pasado guerrillero es eso, pasado, pero será ejemplo de lucha honesta y desinteresada por el bien del país’ declaró el General (r) Leoncio Cristanes, un militar que enfrentó duramente a los tuvichás.» La nota no estaría acompañada de fotografía alguna, quizá para evitar que los memoriosos hicieran una comparación con las publicadas en ese y otros diarios, difundidas también en la televisón, cuando la Pocha y el Vizcaíno fueron apresados. En aquellas caras se percibían rastros de maltrato, ausencia de descanso, deshidratación, escasez de comida, y una extraña mezcla de perturbación y firmeza. Ella, además, con el cutis arruinado y los cabellos recortados con cuchillo; él, sin bigote, mostraba alguna viva cicatriz en la boca, etcétera. Pese a los párpados desparejos, casi vencidos, las miradas todavía estaban encendidas, y era algo que ninguna foto podía eludir. «Entonces, Rojo, ¿qué onda?» insistió el Washington, «¿lo mandamos a esa misión o qué?»
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El Rojo parecía bastante cansadón, en las manos tenía cobijado (y recién lo vemos) el mate, o sea, la calabaza así llamada, adonde se enfriaban agua y yerba, con la bombilla, o popote metálico, clavada en la masa verde, de espumas decaídas. Los miró a todos, contempló el termo a sus pies, dijo: «Está bien, que el Dieguito atienda esa misión llamada Odiseo. Estoy en la seguridad de que la cumplirá adecuadamente. Que el Negrón se ocupe de los detalles, no será asunto facilongo; se trata de hacer algo a pura conciencia revolucionaria. Pero no demoremos con eso. Ayudará a levantar la imagen de la orga, a darnos la fuerza que vamos perdiendo…. Y ahora pasemos al tema de los nuevos criterios de organización: es trágico que perdamos en la bajada lo que ganamos en la subida…» Salgamos ahora de la habitación en que los tuvichás estaban reunidos, para ir con Dieguito y el pesado del Negrón en busca de las armas necesarias. El muchacho solo sabía que lo esperaba una prueba absoluta, «la» prueba, y que aunque actuara en contra de su conciencia, era ese el camino elegido libremente entre muchos rumbos posibles: «el único camino, para recordar la novela de un escritor uruguaytiano del realismo socialista, Alfredo Gravina...» El Negrón y Dieguito usaron autobuses del servicio público, algún otro tuvichá se ocuparía de transportar las armas, un fusil de caño recortado y una pistola con cargador de doce tiros. Descendieron a dos o tres cuadras de la estación del ferrocarril y luego, con la torre del estadio del primer mundial de fútbol ya a la vista, buscaron unas callejuelas que al expirar tocaban una calzada ancha, o sea, el borde de un conjunto de edificios populares en construcción. Pero suspendamos este relato para dar chance a Dieguito de comprender la hondura del compromiso ético y político en que estaba a punto de ingresar. Lo anterior ya no contaba, «se nace cada vez que uno respira, y cada día se nace, ¿para
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qué?» sería la pregunta final del muchacho, que Propercio retomaría fuera de los momentos que aquí, indecisamente, se relatan.
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Traducción del texto latino de Propercio que aparece en el siguiente capítulo: («Fortunata, meo si qua est celebrata libello!») «¡Afortunada la mujer a quien mi librillo celebra!»
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Propercio, sensibilizado en extremo por sucesivas prácticas eróticas, aun siendo un personaje no más en estos asuntos, logró romper la estrechez de su documento identitario para trasladarse a una categoría más humana (no totalmente porque, ya dijimos, todo este conversatorio es la purita o putita literatura). Es decir, antes de que se secara el pálido sudor de los ombligos, en una cama crujidora de un hotel de nombre ‘La Realidad’, situado cerca de la terminal de autobuses del puerto, el confeso ex tuvichá dijo, con entrecortada lentitud: «Dime, vos… ¿por qué nao… podemos fazer uma probadiña e comezar… a viver juntitos?» Cynthia, la mulata clara, se apartó ligeramente, de seguro que para mejor respirar y, poniéndole los ojos en la mirada, dijo: «Mira, Propercio, nos estamos conociendo desde unas mínimas semanas, apenitas. Vos tenés una historia más neta y completa, más variada, en estas narrativas tuyas hay mucho más de lo que se dice, palabra es solo palabra, ¿no dicen eso los poetas?» Echó un par de respiradas, colocó sus diez dedos como un abanico protector en la rasurada y temblona entrepierna, gesto arcaico de tantas hembras destinado a cercenar un posible ataque, o sea, la dura dialéctica entre liberación y sometimiento. Agregó:
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«El tema tiene sus dificultades, ¿sabés? Debo apoyar a mi mamá, por más que sea una doña fuerte como el caray. Ella… en verdad verdadera, es una mujer sufrida y muy sola. El trabajo de policía la satisface porque pone a prueba su fuerza, su voluntad de fierro, pero ahí está asimismo la raíz de sus debilidades… Ella me ha contado, no mucho, sobre momentos jodidos, sí, al final de la dictadura, años después de la derrota tuvichá. Ah, ¡clarito! Si mi mamá anda por tus edades, entonces no fue su pura imaginería aquello de la detención del cabecilla del grupo guerrillero…» «¿Qué estoy escuchando? ¿Tu madre intervino en esa sonada captura? ¡Cómo la publicitó el pinchísimo gobierno! Pero nos fuimos de tema…» «Sí, ¿y qué pasa? ¿No decís que la política invade todo, la calle, los estadios, los prostíbulos, los bares, las ferias, el parlamento, la guerra, hasta la cama…? Además, un tema te lleva a otro tema, así se habla, ¿no?» «Sim, iso e a verdade… Mais, eu quero falar do presente e do futuro, o resto e como as chuvas perdidas no meio do vento…» «¡Mirá que estás bien portuñolesco!» «Eu troco de yeito de falar, entón…» «No, vos tenés que trocar de asunto, tu propuesta es imprecisa, las mujeres queremos verle las patas a la sota, aunque esté descalza… Ya estamos béin cansadas de las putas promesas tipo telenovela…» «Sospecho que hablás por mera experiencia, ¿o qué, eh?» Cynthia entró en un breve silenciamiento. Y enseguida: «Es ansí, meu caro poeta. Me pasó dos veces, a los veinte y a los veinticinco. El segundo tipo me dejó bordando sábanas como una idiota, presa en una cárcel de jodidas ilusiones y embarazada de tres meses, qué tal, ¿no?» «Y vos, ¿que hiciste?», el hombre miraba por encima del cabello de la mulata clara, como buscándola en otro lugar de su propia historia.
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Cynthia miraba el pecho de Propercio, casi lampiño, y las tetillas encogidas y arrugándose. Descansó un minuto, dijo: «Contra la opinión de mi mamá, me quité el feto gracias a una doctora de la policía, experta en el tema, que ayudaba por pocos pesos a sus colegas uniformadas. Era buena tipa, durante la dictadura les hacía abortos a las presas que habían sido violadas, para que no cargaran con más sufrimiento. Me contó que había ayudado a más de una tuvichá, pero eso fue antes del golpe de Estado… Lo hizo conmigo bien de rápido, en una sala pequeña del hospital de la policía… ¿Para qué decir esto, para qué el pasado..? Tenés tú tus razones, Propercio. Hay que mirar pa’delante, aunque sea llorando… Y ya ves que lloro, bien ni sé por qué…» Y puso la cabeza y el hombro cordial sobre el huesoso torso properciano, para lamer los humedales que aún sobrevivían, aguas salobres de los dos humanos cuerpos que recién en esas instancias empezaban a encontrarse. Descansarán hasta que casi se termine este capítulo. Antes, Propercio creyó oler o escuchar o ver o tocar una dimensión de vivas palabras, como una transparencia en la detenida y cálida neblinosidad de la habitación del hotel ‘La Realidad’, algo que más o menos podría escribirse de esta manera: «Fortunata, meo si qua est celebrata libello!» Dos figuraciones debieron alzarse, cubrirse de vivas espumas y de aguas, asentar la frescura redentora, organizar calzas, faldas y mantos, quitar cerrojos y expandir las puertas, salir a la inquietud de la calle, como perseguidos por las escrituras que cierran esta sección que enumeramos como la XVIII.
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Finalmente, Dieguito cruzó de sosiño la calzada, «este cabrón hizo un cambio sin aviso, tenía que acompañarme…», mientras el Negrón caminaba sosegado hacia un local de alcoholes y billares, que ostentaba un simple letrero: 'Bar Bebe y Olbida', a media cuadra nada más. Los datos precisos de ubicación del edificio en proceso de construcción, que más semejaba deterioro, los tenía puestos Dieguito en los puntos de la memoria asociados con el miedo. Así que cruzó de solito, decíamos, para tomar un pasaje entre dos predios parcialmente pintados de colores opuestos: uno, verde cotorra y otro amarillo chillón, «pa' distinguirlos bien… ¡qué mal gusto, ojetes!» Al costado del amarillo se veía un portón semiabierto, de chapa barata, amarilla también. El mozo entró con la desconfianza del que puede morir. Un pasillo breve, unos escalones, «debían ser ocho, y son», primera puerta a la zurda, todo el ámbito saturado de cal, trozos de ladrillo sueltos, algunas tablas partidas, fierros ennegrecidos y cemento resquebrajado. La luz venía de un ventanuco circular, sin vidrio, encima de la puerta señalada con el número 13B. Dieguito se paró, miró, escuchó, puso mano en la pistola, dejando la granada de fragmentación en el bolsillo (¿cuál?) de su chaqueta. La hoja dejaba ver un pequeño pedazo de pared lateral y, empujada con delicadeza gatuna, el visitante vio un co-
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rredor penumbroso y, al fondo, otra puerta que parecía clausurada. «Los detalles dibujados coinciden con lo que se percibe, pero no son estas meras realidades. Adentro, pues…» y de nuca erizada penetró en la sala que iniciaba el departamento. «Calcularon cinco pasos largos… pero de qué largor… ¡merda!» se pensó mientras contaba sus fulgentes zancadas. Llegó sin ruido, al menos así creía, hasta poner la oreja en la parte baja de la madera rectangular, pintada de horrible verde loro. Se agachó como quien reza a doña Muerte, y permaneció inmóvil, los movimientos vitales en mínimo latir, miró el reloj de agujas esplendentes, las cinco en punto de la tarde. Tres balas troncharon la parte superior de la puerta, rebotando en las paredes de la sala sin muebles. Entonces Dieguito disparó la mitad del cargador sobre la parte por encima de la cerradura, estimando velozmente la posible ubicación de un cuerpo, ¿solo uno? Hubo un ruido como el que producen las cosas pesadas cuando se abandonan a la inercia de lo terrestre. Enseguida del humo, el mozo vichó a través de los seis huecos en la madera así otra vez violada y se pensó, casi murmuroso: «Humo también de ese lado, claro, y dos tipos hechos caca, enredados en el piso… Ah, ¿y eso? Otro tipo más pero atado a una silla, amordazado, en calzoncillos y camiseta… ¡Pero si es nada menos que el corruptísimo Odiseo Riviere! ¿Y el acostado en ese catre? ¡Putamadre! ¡Si ahí tenemos a John Manning, el cónsul gringo, asesor de los milicos! Bien escondidos estaban…» Aquellas caras habían sido repetidas en incontables ediciones de prensa y en informativos de tevé. Dieguito recordó que la dirección había resuelto («¿o quiénes de la orga?») no ajusticiar a los secuestrados, sino buscar un acuerdo con los militares para liberación o intercambio de presos o para bajar la tortura. El muchacho penetró en la habitación,
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con su adrenalina a todo vapor y con gotículas de orina en la entrepierna. Pensó a la volada que si los tuvichás habían matado a un inocente peón agrícola o a policías de barrio, distraídos en una esquina, ¿cómo no eliminar a ese par de enemigos principales? Miró en directo a los ojos del doctor Odiseo, alto funcionario especializado en devorar el erario de la nación a pura dentellada, y en exhibirse en alocadas y drogadas fiestas veraniegas en la península esteña. El caño de la pistola oprimió la frente de aquel cabrón, un disparo nada más, casi piadoso, perforó los huesos para generar un boquete respetable con abundantes chorros de sangre y sustancias de asqueante negror, «isto parece película, mesmo...» Dieguito se volvió hacia el acostado gringo, «jau areiu mai boi?» y, como si no lo viera, repitió el castigo. La inmundicia se extendió por el colchón desnudo de sábanas. Aquel cuerpo gordo y sin pelos, semi en pelotas, era más repulsivo que el del todavía sentado y diarreico Odiseo, ajustado al respaldo de una silla a su vez sostenida por la insultada pared (adjetivo borgeano). Dieguito pasó de nuevo por sobre las figuras tiradas cerca de la puerta como si cruzara por un puente roto y, tan fue de ese modo, que al salir del apartamento escuchó para sí un derrumbe de tablas rajadas y suspirantes. El muchacho regresó por el mismo camino, no quería temblar, necesitaba un cuarto de baño, no se le había ocurrido usar el del apartamento. Recruzó la calzada, arribó al bar adonde quien bebe, olvida («¿les suena eso, adictos lectores?»), se metió a las apuradas en el retrete, recordó la situación similar pero al revés con el Negrón y Domingo, defecó líquido y luego semisólido, se higienizó lo mejor posible, buscó la mesa a la que estaría –y estaba– esperando, según lo acordado, el estratega Negrón. Se acercó y dijo: «Pos sí, ya la hicimos, podés ir a checar…» El tuvichá puso los ojos más allá de un techo exornado
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por las cagazones de imperceptibles moscas. Dijo, heladamente: «¿Hicimos qué?» «Esto, cabronazo» y Dieguito le zampó una bala en la mejilla derecha, e ipso facto otra en la mejilla izquierda, para emparejar. Salió como había ingresado al bar: rodeado de seres y cosas invisibles. Porque nadie vio un pito de nada, nadie estuvo ahí. La policía llegó media hora y minutos después, el mesero se había tomado los vientos. Solo estaba el patrón lavando unos vasos. Sin soltar trapos ni vidrios, dijo: «Yo andaba en el baño, tengo cagalera. Escuché los ruidos, parecían tiros… Dos, nomás… Pero salí y no había naides…» «¿Y tu jodido empleado, el mesero y mandadero?», preguntó un agente, sargento, cabo, a saber qué. «Salió por un encargo que le hice, trabaja pa' mí, ¿no?», y puso un vaso a secar, ya de culo, sobre una mesita vecina a las llaves de agua. «Ta bien, mañana vendrán a recoger el cuerpo del delito, primero pasarán por aquí los forenses… No toqués nada, si no te implicamos en el caso, ¿eh, che?», afirmó el poli, mirando de fijo una botella de caña del Paraguayti, mejorada con hierbas y trozos de fruta. Dijo el patrón, equilibrando el discurso: «¿Te sirvo una vuelta? ¿Y a tus muchachos? Atención de esta prestigiosa casa…» «Estamos de jodido servicio, patroncito… Pero dale igual. Che, a ver, vengan pa' cá, se toman una sola y nos piantamos…» Los dos subordinados, que ahora sí aparecen a la vista, pescaron sus respectivas piezas de vidrio, teñidas fugazmente de oro movible, y dijeron nada más «¡salú!» «Decime, jefazo, ¿cuándo vendrá la prensa? ¿Más al
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rato… mañana?» y el patrón ubicó el último vaso en el secadero. «Ah, ¿querés publicidad para este boliche de porquería? ¿Pensás que van a venir a chupar solo porque hubo un muerto?» «Tengo derecho a que se fomente la actividad comercial de este puto barrio, ¿no te parece bien?» «Bueno, mirá con cuidado: ya arreglamos con el diario de la semioposición, es oficialista a veces. Ellos son… generosos cuando se trata de noticias importantes, ¿entendistes? Lo que sea con los tuvichás, sobre todo. Les avisamos antes que a los otros… así, siempre pegan primero…» «¿Pegan y pagan, no?», una pregunta demasiado aventurada. «¿Qué querés decirme? ¿Sos boludo o tarado? Con la autoridad no se juega ni en joda, ¿ta?» «Perdoná, me parece bárbaro que la prensa reconozca el servicio sacrificado que hacen ustedes, los polis. Es como… una recompensa porque ponen los huevos en la pelea contra los subversivos…» El sargento o cabo (no vimos bien sus insignias) exclamó en corto: «Ah, ¡bien que te aprendiste las lecciones de democracia que pasamos por la tele todos los mediodías! Son mejores que los comunicados aburridos de los milicos de verde…» «Pero ustedes laburan con ellos contra la subversión… ¿no?» «¡Concha que lo parió, che! Esos milicos se creen superiores, nos joden porque tienen armas de guerra, nosotros cuidamos el orden público… Pero ahora nos van a dar armas largas, la cosa está más caliente que culo de puta… Bueno, nos pelamos de aquí, vamos a dejar a un agente de guardia hasta que lleguen los forenses, la prensa hará su trabajo también… vendrán muy temprano. Y vos, aunque nos
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conocemos de tiempo, no te me pases de vivo, ¿ta?» y salió con sus hombres, todos de azul claro y gorra de servicio activo, para borrarse en unos minutos de este relato. «Misión bien cumplida» dirían tal vez al subirse al vehículo que los esperaba, con todo y chofer. Por supuesto que marca Maverick, modelo incierto, desgastado por el sobre uso y sin placa ninguna, para confirmar la frase del general Geoncio Cristanes: «La impunidad es nuestra ley». Un lector ingenuo podría preguntarse qué pasará con la matazón del edificio amarillo, mientras Dieguito, temblando y sudando por accesos de adrenalina y por los restos de miedo que no pudo expulsar completamente, caminaba por rumbos que no había pisado y que nunca volvería pisar. Estaba como a seis despobladas calles del bar adonde todo se bebe y todo se olvida, cuando el Maverick policíaco le escupió una sonora y áspera polvareda. Vio sin mirar unos rostros que apuntaron un instante hacia su flaca figura, solo eso. Caminó todavía un par de sucios kilómetros, «¡qué zona jodida es esta!», hasta arribar a una carnicería anunciada por un letrero poco original: 'El cordero feliz'. En esa cuadra al menos había aceras definidas. En la puerta de metales blancos y vidrios gruesos protegidos por afinados barrotes, era bien visible un aviso: «Hestá serrado. Maniana havrimos tenpranito». «Es la señal, si está correctamente escrito, hay que rajarse enseguida…»; entonces Dieguito tocó tres veces, dos veces, una vez. De adentro respondieron igual pero al revés, «curioso que llamen así», mas eran días como en los cuentos del mundo dado vuelta, pero una especie de trágico carnaval. «Falta que las chuvaradas vayan pra cima, procurando nubes… o que los sapos críen pelo», se dijo al percibir en los espejeados vidrios la cara de un hombre de lentes, cutis corrugado, cabello cenizo, frente en trance de desierto apenas tocada por una gorra de lana gris-mugre.
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La puerta se entreabrió, apareció un delicado rostro de mujer que no coincidía con el atisbo de un cuerpo en uniforme blanco, tela grosera con salpicaciones de sangre acumulada: «capa tras capa, cordero tras cordero», habrá pensado Dieguito, quién sabe. «Hola, ¿cuánto sale el kilo de chuleta?», así era la pregunta acordada. «Más barato que ayer y más caro que mañana, señor», fue la respuesta montada en una emisión de salivas fatigadas. «Ta bueno, aquí le pago» y entregó la pistola, envuelta en hojas de periódico, recogidas en el retrete del bar, sin recibir nada que confirmara el término de su mandado. Marchó enseguida hacia la terminal que le habían indicado, eligió un autobús de la línea 149, entregó al conductor las monedas necesarias, se acomodó en un asiento trasero, único sitio sin nadie. Un latigazo interior hizo que su cabeza vibrara dolidamente, y unas flemas como engrudo espeso le cerraron la garganta. Quiso vomitar, quiso lanzar lágrimas como aullidos silentes, quiso gritar que «¡así no, compañeros tuvichás, todo está mal, de lo más pior, ansí nao da, y quéin vai parar tantos erros yuntos!» Una mujer vestida de monja, pues monja era, pensamos que usuaria frecuente del autobús y sentada contra la ventanilla, preguntó con inquietud: «Joven, ¿qué le está pasando? Mi Dios, usted parece muy enfermo… la palidez, el sudor, las náuseas… ¿En qué lo ayudo?» «No se moleste, señorita… Esto pasa pronto, me sucede de cuando en cuando…», entredijo el mozo guerrillero, mientras el olor a pólvora y a fluidos humanos le saturaba aún más las indefensas narinas. «¿Está seguro? Que Jesucristo vaya con usted, joven» y se inclinó sobre un ejemplar de la Biblia, creemos que para buscar algún ejemplo adaptable a esa ocasión, pues también pareció oler alguna chamusquina diabólica.
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Al descender Dieguito en una esquina de la plaza principal, en cuyo centro estaba fijado para siempremente el monumento a Don José Aragón, tropezó con unas bolsas de basura en las que alguien escarbaba velozmente. Recuperada la postura de ciudadano normal, vio cómo unas manos expertas recolectaban harinas en forma de usado pan, proteínas con aspecto de carnes tronchadas, minerales y azúcares similares a verduras y frutas. El ansia de vomitar regresó, Dieguito logró apartarse tres o cuatro pasos, una voz apenas humánida gargajeó: «¡Pero che… ya ni se puede comer… tranquilo en esta ciudad de mierda!» El joven tuvichá eludió el origen de la emisión costosamente articulada, detuvo a pura voluntad un nuevo espasmo visceral, pudo escupir tosiendo varios bloques de fluido estomacal, y estornudó para eliminar mocos y pegotes espesos de los huecos nasales. «A caminar hasta la oficina, tengo que hablar con los muchachos… Vamos», se ordenó, «as pessoas téin que se mover muito de rápido, nao gosto destos sucesos tan embarullados…»
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No fue anunciado este capítulo para evitar en lo posible ciertas rutinas literarias. Como se aprecia, debemos utilizar también una escritura directa, sin pretendidas originalidades. La palabra, o cada vocablo en sí, solo adquiere prestancia, destaque, valor estético, o sea, ideológico y aun espiritual, en la medida en que, apelando al bosón de Higgs y a las leyes entrópicas, puede combinar sonidos y trazos y ritmos y silencios con los de otras palabras, aun perdiendo energía, claro, pero… a condición de que se produzca un preinfinito de proto-intercambio de fuerzas inestables. Esa misma combinación, con sus innumerables variaciones, produce una especie de basura tanto como variadas síntesis creativas; casi toda la basura lingüística se recicla, mientras que las síntesis modélicas del habla-escritura que el Poder establece suelen congelarse en el tiempo de la Historia, frenando o dificultando entonces los nuevos procesos liberadores, etcétera. En verdad, como narradores subsidiarios de este relato, proponemos que resucite la famosa Torre de Babel, para que todas las lenguas y todos los dialectos poéticos, narrativos, dramáticos, discursivos, trágicos, descriptivos, filosóficos, religiosos, cotidianos and so on, en su particular habla-escritura desaten –en esta era de la información desmesurada y perversa– una orgía verbalera que nos conduzca a la invención de una neolengua enraizada en nuestro refrescado ser animal y en nuestra condición medular de homo libertus… Si fuéramos filósofos premodernos confirmaríamos: «el ser humano es un ser para la libertad».
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¡Vaya, vaya, que se hizo tremendo este rollazo de meros lugares comunes! Pasemos, entonces, a la oficina que los tuvichás habían montado en uno de los espacios de la planta baja del Palacio Albo, pretensioso y algo lastimado edificio que, en otras épocas, fuera el más alto del continente, eso siempre nos dijeron. Si hasta un poeta riomareño le dedicó unos versos vanguardistas que removieron en algo el medio tono clasemediero de la lírica nacional, que recién se reponía en parte de las extrañas y sutiles alucinaciones metafóricas del refinado Jules (entre íntimos, Julito) Reissig. Dieguito nunca había andado por los corredores y escaleras del laberíntico predio. No fue en planta baja, sino en el entrepiso primero que la oficina había hallado arraigo. En la puerta de vidrios biselados, unas letras en cursiva indicaban discretamente: Zabalzagaray & Candales, Importación y Exportación Autorización oficial No. 260362-69 El joven tocó una vez, dos veces, tres veces, para escuchar casi enseguida lo mismo pero al revés (¿se acuerdan?) y, mientras aguardaba el meneo de la puerta, metió la mirada en un rostro surgido de los cristales o vidrios biselados, unas facciones que se mezclaron con los signos en cursiva o itálica. «¡Miña nosa, siora do inferno! ¡La pinta de ese tipo que me mira, como el otro de la carnicería…!» pero no alcanzó a describir nada, dejando en suspenso datos de seguro relevantes para nosotros. La puerta se movió lo bastante como para abrir un hueco alargado, sin forma definida, que permitió el ingreso de Dieguito. Entró en un pasillo breve, entre paredes apretadas, empujado por una voz sin persona alguna que él percibiera, «¿quién carajitos tocó desde adentro la pinche puerta?», hasta topar con una entrada semiabierta, todo el camino en línea
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recta, o sea, teóricamente, pues, en rigor, de esa manera nadie se traslada a puro pie, ¿no? En la tercera entrada fue detenido por una orden bien marcada: «¡Quedate ahí! ¡Dame tu nombre!» «Soy Dieguito, vengo del edificio amarillo, allá en el barrio de…» «Ta bien, podés entrar» ya con un descendido volumen imperativo, «sentate aquí, frente al escritorio.» El muchacho obedeció, de eso se trataba al fin, y al sentir la tabla acolchada debajo de sus magras nalgas, un vértigo de fatiga acumulada le apretó los pulmones, la vejiga, los oídos, la frente, el estómago, los párpados, las rodillas. «¡Puta que estás pálido, nene! Ahorita te sirvo un café en taza grande, con tres de azúcar, ¿ta?» ofreció aquel hombre altote que Dieguito recién empezaba a ver; en verdad, nada había visto desde su arribo a la oficina, una especie de agnosia voluntaria. Solo la imagen del pasillo como un túnel asfixiante. Las otras dos puertas y las paredes las pusimos nosotros, ¿si no quién? Bebido con desespero el áspero café y aún con la taza entre las manos, el muchacho dijo: «Obrigado, ta bueno, mesmamente. Esto ayuda a pensar…» «Así que sos el fronterizo… la verdá, no pensé que la misión saliera de ese modo, por teléfono me informaron desde la carnicería. Vas a resultar una sorpresa para algunos de la dirección, veo que juntaste justo la teoría con la práctica… Pero quiero los detalles. Yo no estaba muy seguro de que luego de la acción deberías venir por la oficina… este punto es de estrategia para la orga. En el corazón financiero, no solo de la ciudad, sino del mismo país… En fin, te escucho, pero no tenemos muchos minutos, ¿entendiste? No conviene que te quedes a descansar aquí, esto no es una cueva de mulita… Bueno, soltá, te escucho.»
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Dieguito demoró un minuto en hacerse una descripción a ojo veloz, que ahora se transcribe para orientación del lector: «el tipo este parece educado, algo ríspido, será porque ahora todo es tensión y presión… Debe andar cada día de traje y corbata, zapatos brillosos, con pinta de burguesito intermediario, manejando documentos, cifras, facturas, permisos de esto y lo otro, chequera, teléfonos varios, personal a su mando… Tiene que saber inglés, of course, el francés queda para la cultura… Debe ser contador público o analista económico o medio abogado, resultaría un buen prospecto de ministro si la orga aplica el Programa Pacificador y Renovador, pero muy mejorado y con apoyo de masas organizadas… ¿Pero qué me pienso? ¿Y la milicada? ¿Y la rosca oligárquica? ¿O estoy cayendo también en infantilismo ideológico?» «Bueno, dale. Estoy esperando. No podés quedarte en la oficina, me contás todo y chau. Te vas a tu lugar de seguridad y esperás quietito unos días. Se van a conectar contigo. Este operativo debe permanecer separado de todas las demás acciones, salió todo como la mierda… Te escucho, dije.» Dieguito optó por realizar un seco resumen de los sucesos. Al tener la palabra, sintió que lo acompañaba un cierto poder. Fue detallista, preciso, minucioso, ordenó una narrativa de hechos que el presunto o real empresario podría ver y oler, oír y tocar. «Sos un buen relator, Dieguito. ¿Y las conclusiones?» «Te las digo en vivo y en directo, ¡qué joder! Fue una trampa, una ratonera, y el ratoncito a cazar era yo mesmo. El Negrón quería tirarse a los secuestrados, pero no había acuerdo en la dirección, el Rojo dudaba pero dijo que sí, creo que por cansancio. Me mandaron a otra cosa para que yo quedara como el asesino, y que los tuvichás que cuidaban el sitio del plagio, se ocuparan de ajusticiarme por yo haber actuado en función subjetiva, o sea, por ‘obediencia indebida’. O
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mesmo por la libre, por un jodido individualismo pequeñoburgués, por un deseo de ser héroe a como diera lugar, por ambición dentro de la orga… Pero se chingaron béin, acabei cum eles, ¡filios da puta!» dio final a su discurso el fatigado muchacho: los lentes habían crecido y el rostro ostentaba menos carne. «Sí, la verdad es que impresionas un poco bastante, tarado. El pedo es qué hacemos ahora con los muertos importantes… La derecha, lo que resta del parlamento, los milicos verdes y azules, los asesores de la embajada gringa, la ciudadanía, la prensa, la radio, la tele… se nos vendrán encima como nunca… Esto nos debilita, nos aísla, ¿entendiste?» dijo el alto empresario tuvichá, sin duda alterado tanto por el feo resultado de la acción como por la sospecha de que Dieguito podía tener razón con respecto a la dirigencia. «¿Puedo bañarme aquí? Mi ropa es un desastre de olores mugrosos, um fedor que nao te conto… Si hay chance de trocar roupas, saldré distinto de lo que entré, y eso está bueno, ¿no?» «Sos muy avivado, tomate otro café mientras te preparan todo. Pero te me vas bien al tiro, de voladita, ¿tamos?» Al rato, digamos dos horas, Dieguito llegó a su cueva personal, que no era la indicada por el empresario. Era un cuarto pequeño, con baño apenas decente, pegado a una carpintería que un par de republicanos españoles, viejos exiliados, hacía funcionar: eran los «rojillos» del barrio. El cuarto tenía acceso independiente: una puerta apretada, o sea estrecha, de tablas sin trabajar y metida en medio de la pared de tablas similares que daba a un callejón de película gringa, pleno de desperdicios, oscuridad permanente y silencio irregular. «Al sitio de seguridad no voy, nao, es béin pirigoso, eu no confío en ninguéin agora. Estou muito cansado, ya avisei a meus compadres galegos que nao estou para ninguéin… Ellos sao boa gente, que trabajen sus sillas, sus mesas, su madera,
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todo debe parecer béin legal…» decíase Dieguito al entrar en la primera dormida para así pesadillear jodidos soñares repletos de gigantescas banderas de sangre coagulada, de cuerpos en fragmentación. Y soñó también con Viriato, con el Rojo, con Zenón, con Domingo, como si en esa intactable dimensión de lo real concreto hubiera posibles respuestas, porque todo parecía desbocarse en un desorden imposible de evaluar y por lo tanto de contener. Pero estos sueños quedaron para siempre entre las neuronas del muchacho. Ni siquiera nosotros, los presuntos narradores de esta crónica novelesca, podremos saber qué elementos Dieguito recogíó de imágenes evanescentes y de diálogos insonoros para añadirlos a su poética de la revolución. Tal vez Cynthia, con paciencia de mujer amadora y leal a los propios y ajenos sentires, puede ayudarnos si consultamos las páginas que nacerán en el siguiente capítulo.
Traducciones de los textos latinos de Propercio que aparecen en el siguiente capítulo: («Nec tantum ingenio, quantum servire dolori/ cogor, et aetatis tempora dura queri.») «y soy obligado a servir más a mi dolor que a mi ingenio, y a lamentar de mi vida los tiempos crueles»; («Ardoris nostri magne poetam, yaces...») «Del fuego nuestro magno poeta, yaces».
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Sigue la paciente escritura de Cynthia: «La convivencia diaria con Propercio fue debilitando la presencia del tenaz Dieguito. Yo sospechaba que, sin duda, entre ellos había un diálogo que debía terminar, pues el primero, es decir, el hombre, dormía en mi cama, no dejaba de sufrir la muerte de Marita, la de los tuvichás, la de los secuestrados, la de los milicos de verde, la de los policías, la de personas que simplemente estuvieron en el sitio erróneo para convertirse en simple noticia; mientras el segundo, el muchacho guerrillero, tal vez aún veía cómo sus ideales revolucionarios, de justicia mundial, tan sólidos, ‘se disolvían en el aire’». «Me cansaba de sugerir a Propercio, sin presionar, en medio del ejercicio erótico sobre todo, que los muertos solo habitan ilusorios espacios espirituales, que su vibración genética se fue al carajo, a enredarse con el entretejido de las realidades cósmicas, físicas, materiales. ‘Somos sucia materia y limpia energía’, vos mismo lo has dicho, le recordaba. Y si escribo con palabras que de seguro asombrarían a mi madre es porque mucho aprendí con mi amigo ‘do peito’, el hombre más cercano que estuvo en mí. Como ahora él no está conmigo, porque el aneurisma de aorta fue sorpresivo e implacable: unos segundos de fortísimo dolor y la violencia de la sangre estallando, nada más, puedo escribir de qué manera la batalla interna con Dieguito le fue apagando las savias vitales. En verdad, que él encontrara mi monedero en la ter-
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minal, fue un signo de que la realidad opera de una manera inextricable, al margen de toda voluntad y siguiendo una clase de dialéctica que Propercio asociaba al dios Azar. Pero es mejor, sí, poner punto y aparte.» «Por ese tiempo, o sea, cuando lo conocí por primera vez, y digo primera porque hubo muchas veces, y también porque olvidar es recordar y al revés, yo llevaba más de cinco años en mi trabajo de enfermera. Desde la jornada inicial en el Hospital de Policía me entregaron un documento, eso rememoro, con la advertencia de que debía llevarlo siempre conmigo (‘hasta en el baño’, se me ordenó). La tarjeta tenía una foto de mi rostro claro y mestizo (nunca supe quién la tomó), a más de los mínimos datos necesarios: nombre de padre (¿?), nombre de madre, nombre de la portadora, profesión, una fecha, una firma borrosa. Arriba, dos sellos que parecían de alguna institución pública. Todavía retengo ese rectángulo de cartón plastificado; mucho lo cuidé, está casi como me fuera entregado. No sé bien por qué causa nunca se lo mostré a Propercio. Él sí me enseñó el suyo, eso me confundió hasta hoy, no es difícil entender el motivo… Suelo entrever que, cuando escribo estos trozos que la memoria me regresa, dos o tres manos se apoyan en la mía y un vértigo de neuronas iluminadas y dolidas se menea en mi frente.» «Nuestra relación cotidiana fue abierta, cuidadosa, en busca de un equilibrio que nos permitiera respirar en libertad, mientras la situación del país, con sus altas y bajas, dejaba en Propercio resonancias pasadas pero, como en un mismo acto, producía nuevos intentos de inserción en una realidad social tan cambiada, aunque basados en ‘la resaca de todo lo vivido’. Comenzó a estudiar otra vez, se metió en bibliotecas públicas, privadas, partidarias, amicales. Ojeaba la prensa para enraizarse en lo inmediato, regresó a la redacción de poderosos versos de épica social, pero ‘plenos de un lirismo autónomo y trascendente, en una milicia del cantar’ (según Richard Payeras, vate y crítico muy atendido y respetado).
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Hasta editó por su cuenta, aunque ayudado por la colecta de varios amigos, dos libros que poco se vendieron pero que golpearon a muchas banalidades políticas y mucha frivolidad de esa ‘izquierda moderna’ propuesta por el ‘teórico’ y empresario marxista-neoliberal Estéfano Codardo.» «Fueron períodos varios y veloces años en los que Propercio logró superar, lentamente y a gran costo de angustias y pesadillas, la fervorosa y vibrante personalidad del joven Dieguito. La literatura teórica, la economía y la historia nacional y continental leídas a la luz y a la sombra de nuevos protagonistas, que desataban movimientos sindicales, culturales, indigenistas, ambientalistas y de género, y que impulsaban la conformación de gobiernos progresistas y antigringos, etcétera, produjeron en Propercio un avance espiritual y creativo que aún me asombra. En una ocasión, semidormido, exclamó dos versos que en primera instancia no supe ubicar: ‘Nec tantum ingenio, quantum servire dolori/ cogor, et aetatis tempora dura queri.’» «Y enseguida gritó: ‘¡Perdón, Dieguito! ¡No quiero que te vayas, afuera está solo la noche…! ¡Una jodida oscuridad llena de humo y de sangre!’» «Aquello fue de impresionar. Sentose en la cama ‘despeinada’, como él decía, desnudo, soltando agua por cada poro, los ojos mirando hacia una dudosa nada. Despertó del todo, solo pude abrazarlo un momento, porque brincó rápidamente hacia el baño.» «Y mucho demoró en volver conmigo, escuché su llanto agresivo, sus toses entrehabladas, su cabeza violentada contra una pared, finalmente los chorros de agua cálida, rumores de toallas. Salió sin hablar, apenas respirando, semivestido, y dijo: ‘Estaría béin bom un cafesiño da frontera… Vocé nao acredita?’» «No podría yo ofrecer una comprobación absoluta de que había muerto el joven guerrillero tuvichá apodado Dieguito.»
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«Mas, de ahí en adelante Propercio acentuó sus trabajos literarios, sus estudios a fondo ‘contra la ignorancia que me habita’, así decía. Ya había dejado de narrar las acciones guerrilleras, las respuestas de las fuerzas del Estado, el malestar y el conformismo de la sociedad. Como para ese entonces se habían editado obras diversas (ya lo dijimos) sobre el tema ‘subversión-democracia’, y no pocas, yo podía buscar información sin revolver las hondas memoriaciones, de cierto aún en vivo, de mi amigo, ni tampoco perturbar su posible duelo. Encontré en aquellas obras, sí, pródiga información y claros aciertos, a más de numerosas y ácidas contradicciones y puntos de vista enfrentados, escasa objetividad y reducido análisis teórico. Es increíble, pienso todavía, que haya espacios sociales e institucionales adonde aún anidan, como en aquellas tatuceras y en aquellos cuarteles, firmes resonancias de las utopías fascistas derrotadas con la dictadura, y ecos del sueño, derrotado también, que se refugiara en la absurda consigna de ‘un país para todos o para naides’.» «Es curioso, ¿verdad?, pero nunca supe por él mismo de datos verosímiles con respecto a sus padres, a la presencia de una familia, al discurrir de una historia. De su parla obtuve señales de que, al ingresar a la orga tuvichá, era estudiante universitario de ciencias sociales y que le interesaba el conocimiento del devenir de su país y del continente mestizo. Si hasta a veces me daba por ver sueños a color en que Propercio aparecía como una mancha agrisada, de plácidos meneos, para hundirse en una especie de tinta de evidente y negrísima espesura.» «Cuando él sintió que se rompía la aorta, cuando el dolorazo lo quebró sobre sí mismo, metió sus casi enfriados dedos diestros en el bolsillo de la camisa para cosechar, tardíamente, las tarjetas de identidad que todos usamos, hasta los ex tuvichás. Se fueron de su mano los rectángulos plastificados, pude recogerlos al día siguiente: estaban en el piso de maderas claras, como flotando entre la sangre envejecida.
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Los miré y remiré, retuve en la ardida memoria todos los signos, el dibujo de las fotos congeladas, los nombres y apellidos, las fechas poco creíbles, las desmañadas firmas, el daño por roces y roturas. Solo pregunté hacia nadie: ¿por qué son dos, dónde está la persona? Esa noche, creo, soñé que mi amigo emergía extrañamente de aquella sustancia como tinta negrísima en la que se había hundido cuando el soñar que ya mencioné. Lo vi cómo sonreía hasta diluirse apaciblemente en una especie de blancor luminoso que se abría en manos y rostros innumerables…» «Recién ahorita percibo que adelanté la muerte de Propercio. ¿A qué continuar? Solo diré que, al lavar su cuerpo enflaquecido, ya libre de coágulos en boca y narinas, toqué las cicatrices recogidas en sus luchas, en su guerra personal y comunitaria contra los horrores del humano mundo y del sistema capitalista depredador. Noté que eran de distintos momentos las marcas en la piel envejecida. Unas venían de cuando recién habíamos iniciado nuestro encuentro, otras de la etapa guerrillera, las más reconocibles y recientes de estos años: las de mis pequeños caninos que florecieron en su flaca cintura… Y mientras besaba con todas mis humedades aquellos signos de sangre que también me besaban a mí, escuché o inventé que escuchaba solo este verso: ‘Ardoris nostri magne poetam, yaces…’»
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«Mi madre estaba asignada a una delegación policíaca, o vulgar comisaría, en los barrios plebeyos al norte de la Mamá Grande y del Parque Popular, a pocas calles de la vía del ferrocarril, o lo que restaba de ella. O sea, sobre los límites de la ciudad; luego vendrían vastos y verdes maizales, plantíos de frutales, modestos viñedos, limitadas poblaciones de ovejas y bovinos y cerdos, alguna presa semi llena, casas de ladrillo con su techo de zinc, galpones mediados, molinos de viento, caminos de terrería o de pedregullo y arena dulce, arroyos de discreto caudal. Nada de poderosas haciendas en esa zona de pequeños productores.» «Ella me contaba a veces los sucesos de ese punto de vigilancia: ‘Sí, más que nada delitos de los chicos, robos de casas hay muy pocos, ¿qué van robar? Pero eso de la droga ya empieza a crecer, ¿viste? Hay unas bandas de tres o cuatro tipos, jóvenes ellos, que pelean contra otros grupos iguales. Son gentuza de lo más pior, muchos vienen de provincia, dicen que corridos por el hambre… Nuestros jefes, el comisario y los dos sargentos, pues capitán no tenemos, nos dan instrucciones de cómo tratarlos. Yo me ocupo, con otra colega, de las mujeres y los pedos de familia.’» «‘Pero esas tipas son también muy ariscas, hasta te agreden de voz y de mano. Una, fijate, me dio una trompada que me jodió la nariz, ¿te acordás cómo sangraba cuando llegué a casa? Mi colega le bajó dos o tres bastonazos para que no chingara más. ¡Y luego esa perra nos hizo una denun-
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cia por maltrato y no sé qué otra infracción! Por suerte el comisario hizo un arreglo con ella y su familia de delincuentes, para marcar los límites, seguro. Y funcionó bien, porque en el acuerdo corrieron algunos pesos… Mi jefe hasta cambió de coche para mejorar el estatus culo…’» «No, mamá, status quo se dice… ¿No te enseñaron eso? Y ella siguió contando otros asuntos hasta que se le cansó la palabra. Ocho días después aconteció el apresamiento del Rojo y otros cabecillas tuvichás. Su relato es este, sin fidelidad completa, pues aun en la intimidad era de riesgo apartarse de la versión oficial: ‘Al Rojo lo pescaron porque alguien lo cantó, nadie duda de eso. El comisario me comentó en cierto momento, estando todos conmovidos por aquel hecho, que fue otro cabeza de la guerrilla… Resulta que la llamada orga tenía un refugio en una calle cerrada, a cincuenta metros de la vía del tren. En ese tramo las máquinas, cuando pasan, van despacio, así que que cualquiera puede bajar o subir sin problema, ¿ta? Cuando vino la orden de copar la zona, fue una sorpresa. El comisario reunió a todo el personal, los sargentos repartieron armas largas, a mí me encajaron un fusil de dos caños que pesaba montones, hasta granadas de mano nos entregaron. Al salir todos apurados hacia los vehículos, uno de los sargentos ordenó cerrar la comisaría: la ley se va para otro lado, a dar pelea, creo que gritó. Cuando llegamos a cien metros de la casa-refugio, un ranchito de porquería malhecho de tabla y chapa de zinc, rodeado de una alambrada baja y descuidada, vino la orden de no atacar. Todo se hablaba por guoquitoqui, oí al comisario decir, caliente el hombre estaba, ¿cómo que no ataquemos? ¿por qué mandan al ejército!, esta zona es mía, entendió, coronel… Bueno, sí, sí, orden de arriba, mandato superior… pero, nos quedamos por aquí, por si hace falta, ¿no? Si no, ¿qué van a decir en el barrio de nosotros, ¿policía nacional? Está bien, despliego los hombres en círculo…’»
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«‘¿Así que se dispara a matar no más? ¿y al jefe de los subversivos también le damos plomo? Ah, a ese no… lo quieren vivito y pataleando. ¡Sí señor, sí!’ Tal fue la telefoneada. Así que a nuestros puestos y a esperar.» «Recuerda mi mamá que los soldados llegaron en el puro silencio; se escuchó sí una locomotora que apareció como nacida de las vías para ubicarse frente a la calle cerrada, calle sin un jodido nombre, solo Oficial 111. Era una pinche trampa, una encerrona por cuatro costados. Se escuchó luegoluego el primer disparo y, en menos de un instante, explotó la balacera, dijeron los diarios, más brutal y escandalosa de toda la presunta guerra contra la subversión. Hasta los polis, nerviosos y meados de simple horror, dispararon con torpeza sus rifles y fusiles. Mi mamá estaba de quieta, esperando, y fue así que un tuvichá se les escapó a los verdes, pero ella le mandó de lejos dos tiros casi juntos, y el hombre, que resultó mujer, cayó boca abajo como si hubiera querido hundirse en aquellos terregales. Mi mamá estuvo a punto de dejar el uniforme cuando le colgaron una medalla de bronce ‘por servicio a la patria’, pero nunca se salió, hasta jubilarse. En verdad, nunca logró limpiarse de aquella muerte. Y más, al enterarse al rato que era una muchacha, de apodo Tania, según la prensa, y que estaba embarazada. Cuando la visito en el cementerio policial, lavo con cuidado su nombre en la placa, para que siga limpiándose el alma, porque fuerte y todo como era, su energía mayor y su debilidad estaban ahí, adonde otra gente cría mugre, nada más. En fin, al Rojo lo agarraron muy herido, una bala en la cabeza y otra en la cara y otra en una pata, tipo duro, correoso, para muchos una figura invencible. Asimismo, fueron ‘neutralizados’ cuatro tuvichás, aparte de la mujer, y hubo dos o tres prisioneros. Para la orga fue una catástrofe completa… Dieguito debió pasar a otro espacio en la dirección, al caer presos el Vizcaíno, la Pocha y Zenón en una redada sorpresa en horas de la madrugada, la famosa hora del lobo. El derrumbe estaba cerca, y no sirvió
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ninguna acción desesperada, como liquidar a un determinado miembro de los escuadrones parapoliciales o paramilitares en pleno centro urbano: parece que Domingo se lo echó al salir de una misa nocturna. Pero a este flaco guerrillero lo fueron siguiendo hasta capturarlo en la desembocadura del arroyo Pantanal, cacería de muchas horas, y allí mismo lo fusilaron, quedó de costado y extendido como jerga usada en la acera de la rambla, los pantalones por la rodilla y el culo lleno de plomo, y la sangre y la mierda lamiendo las baldosas…» «Esto se lo narré a Propercio, como si él no hubiera sido el joven Dieguito, porque sostenía con terquedad no conocer los verdaderos detalles de la caída del Rojo. A este lo encanaron durante años de años, en estricta vigilancia, castigado a lo bestia, hasta el límite que ponían los médicos militares. Los torturadores se turnaban, no precisaban extraer mayor información, la orga iba en bajada veloz, así que era por el gusto de atormentar a un líder de prestigio nacional e internacional, exaltado por aquellos que todavía creen en los héroes individuales de la modernidad y por los que ven en todo hecho sangriento una buena y redituable noticia. Cuando lo soltaron, al cabo de la dictadura, el Rojo no aguantó mucho las enfermedades, los sufrimientos y la derrota. Pienso que llegó a coincidir, al menos en parte, con Dieguito en una nueva propuesta de teoría y praxis revolucionarias, digamos: democracia profunda, unidad política a lo grande, unidad de los trabajadores, concordancia de artistas, intelectuales y académicos, masas conscientes y organizadas desde la base, pueblo en la calle, ejército popular de liberación nacional, y no a la oligarquía y no al Imperio. ‘Cambiar la vida’, dijo un poeta, cambiar el sistema hacia el socialismo científico y humanista ¿lo dirían ellos dos…? ¿No me paso de optimista con el jefe tuvichá? El Rojo murió en París, muy jodido, y tal vez con aguacero. Ah, olvidaba agregar que algunos sacerdotes católicos confesaban y daban consuelo… a los torturadores
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para salvar su conciencia, la de ellos y la de los milicos… Queda la pregunta de ¿quién lo delató al Rojo? ¿Y a los otros? Mientras se busca la respuesta necesaria, mientras tal vez alguien esté escribiendo conmigo la biografía tentativa de Propercio-Dieguito, añado unas líneas para cerrar mi relato y contemplo mi tarjeta de identificación cuyo contenido todavía me sorprende…»
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Una semana antes de su súbito óbito, Propercio empezó a rememorar con inusual intensidad el encuentro inicial con Cynthia, también los puntos relevantes de su recorrido como relación en sí y para sí, las pláticas insondables, las memoriosas reconstrucciones, los abrazos en busca de la imposible unicidad total de los amadores. Porque él había dicho: «…que no eran amantes ni novios ni amigovios ni amigos amorosos ni pareja: ‘se eran’ solo amadores. O sea, me soy en vos y vos te eres en mí, a libertad limpia, sin esperar más que aquello que cada uno puede dar… o tal vez esperando menos… unidos por el desapego… dueños de la propia lejanía…». Y ella había preguntado: «¿Cómo dices?», asediada por la incomprensión o por el más allá de lo no comprendido. «Digo que yo no debo esperar de nosotros más de lo que puedo ofrecer. El amador debe respirar la ausencia de lo superfluo, para enriquecerse con la sola intención de presentar sus ofertas sin lucro espiritual ni sensorial. Es el amador un ser para la libertad real, la libertad que otorga transparencia a la materia y da cuerpo a la más pura energía, como un animal alegre y responsable, sensible y sensual, mortal pero invencible... El amador no dice ‘mi cuerpo’, o ‘este cuerpo’ hablando de sí. El amador se piensa y se siente como un yo/cuerpo, uno consigo mismo sin pretender la divinidad. Porque el tú/ cuerpo se agrega al yo/cuerpo, y al revés, para conformar un
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yo/universo… Que nadie quede afuera de esa entidad que debe ser construida aunque nos lleve la entera vida de la humanidad, y en eso ha de caber todo: desde la limpieza a la podredumbre… Es la gran misión y la inventamos a pura y viva voluntad en el nosotros/cuerpo…» Cynthia demoró su tiempo en desentrañar y explicarse este enredo aparente, un piélago de impermanencias. Aprendió, seguro que sí, la imposible separación de todos los opuestos; aprendió que no hay un absoluto en nada de lo conocido; aprendió a buscar la quietud dentro de lo inestable; aprendió a procurar ese sitio de alivio que existe en cada sufrimiento; aprendió a escarbar debajo de lo visible; aprendió a descubrir que dentro de la caricia reside el desgarramiento; aprendió a respetar cada orgasmo como el anuncio de un advenimiento insospechado, es decir, de la parte de infinito que le corresponde, por ley del Azar, a cada bicho que habita el planeta Tierra. Estas reflexiones que Propercio produjo en su última edad, ante el asombro primero de Cynthia y la no fácil asimilación que la mulata realizara, escaparon a nuestro cuidado de primarios o terceros autores de la posible novela que hasta esta línea nos acompaña. Sin aceptar que él nos venció con su compleja dialéctica, reconocemos por mero y no fácil consenso que Propercio supo nacer o hacerse de sí mismo, es decir, del montón de palabras descriptivas asentado en sus tarjetas de identidad. Él apareció en este relato como esos animalitos que son adultos desde antes de nacer pero, finalmente y fieramente humano, debió inventarse o imaginarse en lo concreto un pasado para que el presente de la narración sucediera, sin importar los vaivenes temporales ni el rigor cronológico que poco o nada importaba a Cervantes. Cómo no citar aquí a Joseph Amurabab Ibn-Klatib: «El futuro es inalcanzable porque no existe; si arribáramos a él, nos quedaríamos sin el presente y nos disolveríamos en el tiempo.»
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Sin embargo, ninguna lluvia pierde todas sus gotas. Con este ejemplo de escribidera figurativa intentamos hacer un añadido que ojalá resulte de hábil costurería. ¿A qué se dedicaba Propercio en esa sucesión de ciclos lunares a partir de su vuelta a Ríomar? ¿Qué hizo o qué se hizo en esa temporada sin almanaque? ¿Qué ocurrió antes de que fuera confeccionada su documentación de existencia? ¿Andaba él por los aires, como un arquetipo platónico, o qué? Hay aquí, pensamos, una contradicción poco menos que insostenible e insalvable. Tampoco habría que investigar en un pasado de dudosa aparición. ¿O todo estaba contenido en esa tarjeta para que, en cierto punto temporal, se soltara en una especie de big-bang narrativo? ¿O será que Propercio, poeta al fin, se inventó a sí mismo de adelante para atrás, si es que existe la línea del tiempo? Más bien que no, ¿no? Solo podemos acudir a la ficción, soslayar los diversos eventos históricos que de seguro buscarán los presuntos lectores y actuar con la certeza de que, o continuamos de este modo o todas las palabras costosamente reunidas se irán por el caño. Imaginemos, pues, lo que nuestro personaje pudo haber imaginado para que alguien lo escribiera. ¿Y si él también metió la pluma en este relato? Pero dejemos tales apreciaciones de oscura hermenéutica. Propercio miraba el verde esquema de la ciudad, su ciudad ríomareña, mientras el avión de la empresa brasiliana lo acercaba a un aeropuerto amplio y desconocido. Cumplidos los rituales de inmigración y al cabo de un breve y cortante interrogatorio, fue asentando los pasos sobre el suelo de brillantes losas rosadas, «por aquí nadó la sangre, ¿cuánta gente murió?», hasta traspasar los portones automáticos con sus grandes vidrios de impoluto grosor. No recordaba el tamaño de los árboles que formaban densos círculos cuyo centro era el puerto aéreo; no recordaba el cielo hundiéndose en la luz cuando el día de su partida; no recordaba el sitio de los
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coches de alquiler: otro era el sitio, otros los coches, otros los mismos árboles. Le pareció que el edificio central del aeropuerto era un presuntuoso ejemplo de modernidad tardía, «se creen que con estas construcciones van a tapar la debilidad estructural del gobierno, por más progresista que sea…» El coche hizo el viaje hacia la Ciudad Vieja siguiendo las curvas de la costanera. Era bueno ver las playas en cadena, «como blancos eslabones» metaforizó pobremente. Nunca sabremos a qué o a quiénes recurrió Propercio para instalarse en un ajustado departamento de un predio de los años 30, y para conseguir en pocas semanas algunos trabajos de mera supervivencia: era bueno en correcciones de estilo, a veces con dudas traídas por el no relegado portuñol, y hábil para redactar artículos, ponencias y hasta libros que otros firmarían. «Soy ahora una puta de la literatura, ¡ yo que fui puta de la jodida revolución!» se exclamaba para enervar las energías que precisaba en el mero subsistir. No se trataba solo de comer, vestirse, moverse con cautela por Ríomar. Necesitaba dos pastillas por noche para dormir, para estrangular las pesadillas, para nacer cada mañana como un animal sin nombre. Cada píldora costaba más que un churrasco con papas fritas y un huevo de luminoso oro blanco. Pero, en una urbe entre pequeña y mediana, no la designada «prominente aldea» (calificativo torpemente aplicado a Ríomar), siempre estaba cerca algún rencuentro, alguna coincidencia azarosa. Y eso sucedió en un bar, el ‘Caramurú’ –diablesco título de la primera novela nacional, de tintes románticos, siglo XIX–, pegado a una de las entradas del Palacio Albo, como quien mira de frente la estatua del general José Aragón. «¿Cómo estás, Dieguito?» la voz de Viriato se juntó de golpe con el recuerdo de esa misma voz, como dos hilos que se anudan o como dos hojas que se descubren naciendo en la misma rama.
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«¿Sos vos, todo entero, Viriato? ¿Cuándo te soltaron? Me dijeron que caíste sobre el final, con los últimos operativos de los milicos y los polis juntos…», dijo una voz similar a la de Dieguito. «Y yo supe que saliste muy de apuro, como cieguito pal cuarto de baño. Te avivaste al cambiar tu sitio de seguridad, ¿no? Allí te aguantaste mucho tiempo, aquellos gallegos te cubrieron» habló, con tonos cansinos, el ex tuvichá, de porte bien diferenciado en esos días, como si todas las cosas estuvieran lejos, como si hubiera solo una agrisada parálisis de todo lo visible. La voz de la primera pregunta de Viriato había tenido un rasgo de fulgor, digámoslo de este modo, luego fue del cansancio a la ronquera y de esta a la mudez que ya no oculta nada. Después de la partícula negativa-interrogativa y la neta observación del final, los hombres se abrazaron históricamente. Un niño pasó por ahí en tal instancia, detrás de un balón azul a medio inflar, «un dios pateando esta sufrida Tierra», pensó Propercio, no lo duden, incansable cazador de metáforas. No dijimos que estaban a la puerta del citado bar ‘Caramurú’ y, al cabo de un minuto en tiempo real, entraron en un espacio con más mesas que parroquianos, «debe de ser por la hora… mejor así, aunque el ruido de pláticas, copas y botellas puede dar amparo a los diálogos necesitados de secreta discreción». «Sí, Dieguito, nos cantaron con letra y música, de adentro de la mera orga fue el pedo. Me comí nueve años bien morfados, me paseaban de un cuartel a otro, iba como moneda falsa, que ninguno se la queda… En un asentamiento de caballería nos obligaron a cavar una fosa común, fueron diez cuerpos según comentaban entre risas los soldados. Eran unas bestias pardas, sí, aquellos cabrones, los oficiales más nuevos resultaban los peores, querían hacer méritos y mostrar lo
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aprendido en contrainsurgencia en la famosa Escuela Interamericana, que funciona todavía en algún lugar de Nueva Jersey… Se ve que los cursos eran eficaces; si el Ernesto no aguantó, menos el Armonio Sánchez, que pidió transferencia pal lado de los milicos, como informante protegido.» «¿El apellido? Lo divulgaron poco después del golpe de Estado, ¡y su alias era el propio nombre! Como sabrás, el tipo se volvió fantasma, se dice hasta ahora que se lo chingaron feo, soltándolo desde un helicóptero en el medio del río Ancho. Pero de pronto hasta vuelve a aparecer como noticia en la prensa o lo reinventan no más… Triste joda, ¿no creés?» discurseó el Viriato entre carraspeos y tosidos. «Mirá, estando lejos y sin contacto firme, ¿qué información podíamos tener? Los tuvichás dejaron de ser noticia en la prensa internacional, el tema era la dictadura, pero tratado sin un análisis científico… Solo había descripciones de algunos sucesos, como si las dictaduras fachas de los vecinos fueran más relevantes. Somos un país chico, productor de carne y lana y piernas de futbolistas, así nos veían por allá… En la academia y en ciertos ámbitos culturales, se reconocían figuras literarias, un relativo legado en las artes plásticas y la música llamada popular… Yo andaba en otras danzas, sobreviviendo y ‘hambriento como un ratón en ferretería’, mi amigo cubano Gustavo Eguren dixit. En verdad de verdades, me abrí hasta de los recuerdos. He creído con fuerza que me buscaban muy especialmente los milicos, por supuesto, que manejaban datos sobre mí, muy crecidos…Ah, los verdes uniformados, arrogantes, con mejores salarios que nunca, supermachos violadores y verdugos… y también me acosaban los tuvichás de la onda de Washington o Juliomaría…» se extendió la verba béin desencantada de Propercio. «¡Eh, pará un poquito, che! ¿Dijiste el Washington y el otro, cómo, Juliomaría?» «No son dos, son uno solito. ¿Vos caíste en ese nomenclator trabucado? Te pasaste de confiado con la orga… ahí siempre hubo de todo, desde el inicio o desde antes…»
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«¡Y ahorita lo tenemos de ministro de la defensa! ¡Y hasta de escritor y periodista! ¡Pero si era medio analfa!» «Pude confirmar, aunque es vox populi, que tiene un asesor teórico y literario… Te acordarás de Estéfano Codardo, el distinguido y eficaz marxista-leninista que se volvió empresario posmoderno, luego de un fallido intento de destrucción de la izquierda clásica... Bueno, ese es su asesor en letras, en ideas y en imagen para los medios. ¿Qué tal, héin?», cerró con un toque fronterizo. Viriato parecía o era ya un ser humano envejecido. Pero la furia y la firmeza de otras épocas se abrió en su cara, borrando manchas y groseras marcas y despejando arrugas y pliegues casi colgantes. Sin impresionarse pero removida el ánima rebelde ante esa reacción facial, Propercio continuó: «Agregale la íntima vinculación con la embajada gringa y el besuqueo con los altos mandos de ejército, marina y aviación, mientras el presidente se enreda con los impuestos y el tema de la pobreza, con las inversiones y los vínculos regionales, y así tendrás la ficha completa.» «En verdá, que yo también anduve bastante perdido en estos años. Libertad, ¿para qué?, hasta eso me preguntaba. Mirá, se me ocurre que este tema hay que hablarlo más… Cuando agarraron al Vizcaíno y a la Pocha, un compañero dijo que sospechaban de Washington, y cuando me jodieron a mí, yo estaba fuera de Ríomar, en la costa, hacia Sacramento, en una chacra sobre un camino secundario, lejos de la carretera pincipal, trabajando de peón mis ocho o diez horas, muy en serio, hasta con salario mínimo, ¡y los milicos fueron a buscarme igual!», entre tosidos y escupidas fue el ardido discurso. «Seguro que el delator se sabía el código de los apodos, aquel código que tanto costó elaborar… Solo un sector de la dirección lo conocía… Nos quedamos con la bronca, nomás, Viriato…»
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«¡No, coño! ¿Cómo decís vos, quedarnos solo con la bronca acumulada? ¿No te habías echado al Negrón? ¿O no hay gente que todavía nos respeta? Hasta daría para aumentar nuestro partido… Pero, ¿y aquello de que debe uno resucitar todos los días? Pues yo resucito, sé dónde hay armas enterradas, eso está en unos versos de alguien... ¡Vamos a darles limpieza y buen aceite a los fierros, Dieguito! Cargadores no faltan, habrá que practicar un poco, ¡quién dijo que aquello fue agua pasada! ¡Vamos ahora, terminá tu trago, nene! Si me eché antes a un par de milicos verdes, les hice sus buenos buracos en el uniforme… pues sí que con este también puedo…», una confesión tardía para reconfortar sus convicciones y su ánima resurrecta. No se dijo que la plática tuvo lugar en un ángulo del salón, algo apartado de las ventanas y del mostrador y sus clientes con pinta de habituales; ni se comentó que las copas se habían colmado y vaciado ya tres veces, ron con hielo y algo de coca-cola. En cuanto al mesero que les servía, es dato superfluo y se queda afuera: aquí no tendrá voz, ni cuerpo ni sombra. Propercio asimiló el empuje del alcohol, poco bebía en verdad, hizo estimación de la directa sugerencia de Viriato, «un disparate séin tamaño, el tipo ficou maluco, se le quemó el cerebro, qué distinto del revolucionario que conocí», y ya con la copa seca y depositada en la mesa desprolija y desnuda, dijo sin emoción: «Mirá, creo que el ambiente no está para eso… Lo quieras o no, el país está un poco mejor. Si bien yo no estoy más en la jugada política, recojo impresiones y opiniones, leo bastante, examino la información, veo que los sindicatos repuntan mucho, el Frente Obrero y Popular se reorganiza, hay más trabajo, menos pobres, menos miserables, un cierto optimismo alentado por el consumo… pero el capitalismo es lo que es, y ningún gobierno patriótico y progresista debe ser solo el gerente de la rosca y del inversor extranjero…»
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«¡Qué lindo discurso! Sos el de la misma labia de antes, ¡cómo nos convenciste con tus posturas teóricas! Pero, eso sí, las juntaste con la acción directa. Acepto que perdimos… que nos hicieron puré… que llegó la dictadura y no existíamos… pero la justicia revolucionaria… no se extingue así porque sí. A ese cabronazo de mierda… hay que echárselo, lo mismo… a los milicos asesinos que andan sueltos… meterles chumbo como a lindos pajaritos…», la tos debilitó la anfractuosa emisión pero no la decisión sin regreso de su duro contenido. «Viriato, quise decirte que un atentado contra un ministro es algo muy jodido y béin difícil, ni hablar. En este caso, más allá del tipo, el lastimado sería el propio gobierno. Para la derecha de adentro y de afuera sería una ocasión de debilitar a las nuevas autoridades, por el tema de la famosa seguridad y hasta de la droga, que van pegaditas. Y más con tantos empinados y vivillos funcionarios que fueron de la orga y de la izquierda… Pensalo mejor, te recomiendo. La historia de hoy va por otros rumbos… Además, plantearlo así, de golpe, como si estas cosas se resolvieran por generación espontánea…» «Entonces, Dieguito… te rajás, me dejás solo, ¿no?» el alterado discurso promovió un movimiento de interés en el lejano mostrador, hubo simples y neblinosas figuras que parecieron ingresar por un momento a una plática insólita y riesgosa. «¿Cuándo yo dejé solo a alguien? Sucede que no comparto tu propuesta, está fuera de tiempo, ¡vos mismo estás en otro lado, no aquí, en el ahora de hoy y a la hora de hoy!» «Ah, así que estoy loco, que los años en cana me comieron las neuronas, ¿eso decís? ¿Me volvieron un viejo, un impotente y torpe político, un desubicado tuvichá? ¿Un alma bien cagada?» Viriato agregó con ácido tono: «Tampoco me has preguntado de qué mierda vivo, ¿eh? Pues un par de compadres que salvaron el cuero me ayudan
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con comida y alojamiento en una casita de tablas cerca del Puente Viejo. Tienen negocio de compra y venta y, a veces, me dan alguna changa como intermediario. También probé la sopa y la polenta del Ejército de Salvación…» «Perdoná, pensé que la charla sería muy larga… Quedan muchos temas, ¿nao acreditas iso?» «Esto se acabó, Dieguito. Yo resucito, y vos…» el Viriato partió a la rápida, tosiendo y casi tropezando en la puerta con el niño del incansable balón azul. Propercio dejaría de verlo hasta que consultara el ejemplar de Noticias frescas de meses después, mientras esperaba a Cynthia en el hotel que ya mencionamos. Verlo en amplia fotografía, por supuesto, y como recurso gráfico de atracción: «Sí, es ele mesmo, parece viejo del todo, con los pelos en retirada y con los ojos como cegados por párpados de piedra, y la cara con la piel sumida en el hueso. ¡Cabrones! No limpiaron los apretados coágulos que se ven en la boca y el pescuezo…» Propercio, casi llorando desde la médula, leyó una parte de la nota periodística: «Fracasa el atentado contra el Ministro de la Defensa» era el título a cuatro columnas, y luego: «¿Resucita la guerrilla?» Y más abajo «El ciudadano Juan Lorenzo Perrone (a) Viriato, ex miembro de la apátrida organización Tuvichá, intentó asesinar al señor Ministro de la Defensa, Eleusino Hernandarias Medobro, cuando este salía de una reunión del gabinete de gobierno. Por voluntad de Dios, de los tres disparos de pistola que el subversivo logró efectuar solo uno alcanzó al Ministro en el tabique nasal. De inmediato el atacante fue neutralizado por los agentes de seguridad ministeriales, aunque uno de ellos se encuentra en estado delicado, atendido en el Hospital Militar. El señor Ministro deberá ser sometido a una intervención de cirugía plástica, de poca importancia. El general de división Casimiro Latorre, sobrino del ge-
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neral (r) Geoncio Cristanes, sin disimular su malestar, expresó a este diario: ‘Siempre sostuve que todos los subversivos y todos los militantes de la izquierda, sin excepción, debían ser neutralizados o condenados a cadena perpetua, para beneficio de la Nación y para evitar situaciones como esta. El marxismo depredador está vivo entre nosotros. Pero estamos a tiempo todavía. Es un tema a tratar entre los mandos castrenses y el señor Presidente…’» El resto del artículo, ojeado ligeramente, describía varios datos conocidos de la vida de Viriato, aunque su actividad en la orga no estaba bien narrada. Se le adjudicaron absurdamente numerosos crímenes y acciones terroristas con explosivos y que, en prisión, había estrangulado a un militante comunista por diferencias en matices ideológicos... «¡Caca a montones este palabrerío! ¿Habrá quien lo crea todavía?, porque si existen tarados que acreditan en que el Papa es infalible y en los efectos digestivos y paradisíacos de la coca-cola, ¿qué no podrán creer? Capaz que se tragan la idea grotesca del fin de la historia, ¿por qué no?» Cuando Cynthia llamó a la puerta del cuarto: uno, dos, tres, él respondió: tres, dos, uno.
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«Bueno, Cynthia. No sé bien por qué te interesa tanto el tema del jodido atentado contra el ministro… Algo fuera de sitio, las autoridades ni lo esperaban ni lo soñaban. Ya pasó su tiempito y siguen las especulaciones, que si fue uno solo, que si había otros de aquellos subversivos, que si son de una nueva generación guerrillera… Un pedo grande, m’hija» comentó la mamá de la mulata clara. «Lo que pasa, te confieso ahora, que si Propercio estuvo en cana dos o tres meses, fue porque lo vincularon con ese asunto. Él me lo hizo entender a su modo, en esa lengua fronteriza que se presta muy bien para no definir las cosas… Te aseguro, aunque no preguntes, que él no estuvo involucrado. A lo sumo, había conocido a ese tal Viriato, parece nombre portugués, en los años de la guerra interna, un vínculo sin importancia. Pero desde que volvió del exilio, solo anduvo tratando de hacer la vida, ganar la diaria, laburando, pues. Lo encanaron por sospechas inventadas, nada más, ya te lo dije antes…», afirmó Cynthia. «Mirá, si bien estoy ya medio jubilada y a punto de dejar el uniforme, hay asuntos feos que tengo que contarte… La prensa ha dicho que el Viriato fue neutralizado por los agentes que cuidaban al ministro, pues… no es cierto. Te contaré lo que un sargento, medio novio mío, me contó: luego de disparar tres o cuatro tiros de pistola, porque se le trancó la metralleta y, al notar la caída del ministro pero viendo que estaba rodeado y sin chances de escape, se metió el
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caño de la bereta contra el paladar y chau, hubo un despelote de sangre y sesos que ni te cuento. Pero antes gritó: ‘¡aquí no se rinde nadie, carajo!’ Tampoco se dijo que un agente quedó despatarrado y con el pecho abierto como una sandía… Ni que hubo otro malherido. En verdá, se la jugó en serio: un tipo de güevos, Cynthia», terminó la veterana milica de azul. (Nota: Los segundos o terceros narradores no están seguros si la madre de la mulata clara ya estaba retirada y cobrando magra jubilación cuando ocurrió este diálogo no platónico, pero en verdad que esa duda no afecta el todo del relato; por el contrario, tal vez obtenga superior riqueza, neta amplitud y cuidado esclarecimiento gracias a tales imprecisiones).
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No habrá necesidad, de acuerdo con las leyes que cada crónica novelesca establece para sí, de realizar mayor descripción de los amores demorados de Propercio y renovados de Cynthia en un solo y estirado acto que llevaría al nacimiento de un amestizado niño; «será de genes bravíos, es hijo también de la historia», dijo la abuela policía con verba sorprendente para su limitada formación educativa; pero no todo es cultura libresca, las orejas aprenden (aunque existen prejuicios en «la ciudad letrada» en desmedro de los valores espirituales de la pobredad; clarito, pues, «con poco o nada de espíritu, los explotaremos mejor», ya se sabe la opinión de la rosca adinerada). Y bravío resultó el chaval: no más al nacer, agarró con gesto de fuerza las tijeras con que la autoridad médica se disponía a seccionar el cordón umbilical, «suelta, suelta, cabroncito, ni naces del todo y ya jodiendo», una exclamación de limpio asombro del obstétrico galeno. «Ah, ya aflojaste… A cortar, pues…» mientras el bebé lloraba hacia abajo, sostenido de los inquietos pies, lo que nunca, así lo adelantamos, volvería a repetirse en los años siguientes. Pero dejaremos también los detalles del desarrollo del hijo de Cynthia, quien así, con ese parto, reponía en su ánima la presencia del otro hijo, borrado antes del nacimiento, ¿lo recuerdan? De este modo, asegún Propercio, se entrelazaban la carne viviente y la sombra de la otra carne perdida.
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Ese niño vendrá a nosotros dentro de pocas páginas; no usaría documentos similares a los del padre ni repetiría como propios los gestos, las polémicas apreciaciones políticas y las utópicas ideologizaciones de este, cada día más apegado a sus libros y a su papelería literaria. Tampoco escribiría versos de entonación épica o de matices líricos. Él quería respirar en lo real, en una atmósfera plena de clamores y sudores sociales, de sufrires a quitar, de imperfecciones a corregir, de crímenes a castigar, porque sentía «que la Tierra continúa debajo de nuestros pies, políticamente incorrecta y dramáticamente humana», José Saramago dixit. Según nos recuerda un dicho popular y sabio, «hijo e’ tigre sale overo». Asimismo, «pa’ qué negar la raza». A veces pensamos que las llamadas «nuevas generaciones» en verdad han nacido mucho antes que las «viejas» o las anteriores. De acuerdo con la aseveración de un casi olvidado vate árabe medieval, creo que Muccádam, «la hoja que surge en lugar de la que cae, no es la más nueva: el Altísimo ya dispuso su forma, su sustancia y su aparición aun antes que el mismo árbol naciera; mientras que la hoja caída se renovará eternamente». Si esa bella metáfora se aplica a lo humano, el hijo de la unicidad Cynthia-Propercio ya estaba latente y aun actuando con mucha antecedencia a la fundación de la ciudad de Ríomar. Si fuera así, y ojalá que el Misericordioso lo haya previsto, ese hijo de la historia de hoy pudo haber sido uno de los bravos lanceros del caudillo José Aragón, creador de una matria imaginaria con sed de realidad muy de estos mundos, a más de nuestro héroe emblemático enraizado en lo popular-campesino más profundo. Y sin fronteras.
Traducción del texto latino de Propercio que aparece en el siguiente capítulo: («Non ego, sed tenuis vapulat umbra mea/ Quam si perdideris quis erit qui talia cantet?») «No yo, sino solo mi tenue sombra es herida, si la destruyes, ¿quién habrá que cante tales hazañas?»
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Ahora, un pequeño suspense, o sencilla escala, en el flujo de la narración. Los versos que incluimos en latín del siglo I aC son de un poeta que, por gesto del exigente dios Azar, se llamó Sexto Propercio; fueron tomados de las excelentes versiones de Rubén Bonifaz Nuño, Amparo Gaos y Tarsicio Herrera Zapién, firmes humanistas en estos tiempos de menoscabo cultural. Hacemos esta aclaración para que lo verídico-concreto del relato adquiera un estadio ficcional más certero y convicente, aunque nadie aquí pretende, aspira o desea levantar una única verdad, de acuerdo con las tardías tendencias posmodernas que arriban, con su oleaje cambalachesco, a estas playas tan vulnerables. La metáfora doble o triple no salió mal pero es insuficiente como toda metáfora. Ayudémonos con estas líneas que Cynthia recuerda, sin haberlas escuchado nunca, y leído menos que menos, en este momento, o sea, en tiempo real de lo que se narra y de lo que se lee: «Non ego, sed tenuis vapulat umbra mea/ Quam si perdideris quis erit qui talia cantet?» Mas avancemos con estas escrituras, pues hay desacuerdos muy duros, ajenos a toda reconciliación, entre los segundos, terceros y tal vez cuartos autores: que se nos excuse las aburridas reiteraciones, hijas sin duda de la búsqueda de un estulto afán de provocación ideológica y originalidad estética. De algún modo, y recogemos ahora lo que afirmó el joven Diego Propercio al solicitar la inscripción en las Juven-
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tudes del Frente Popular Marxista Revolucionario, «el ex tuvichá Propercio (a) Dieguito supo dar equilibrio al conflicto interno de construir su nacimiento, supo programar su juventud y su adultez reventando cánones sociales, modelos ideológicos y prejuicios literarios, y ya pleno de una visión admirable, esplendente y polémica de la Historia de este mundo, al juntar sus manos con miles de manos alzó las rojas banderas que hoy fecundan el aire de la matria… Y así murió…» «¿Así hablás de tu propio papi? ¿Y por qué hablás raro, eh?» inquirió el funcionario responsable de la documentación necesaria para el ingreso a las Juventudes del FPMR. «Mirá, él estuvo fuera del país unos años, así me lo contó. Se salió para que no lo mataran, pues algún hijo de puta de la famosa orga lo había cantado. Y la milicada estaba apretando… Ya de regreso a Ríomar, al tiempito nomás, la poli del gobierno democrático progresista ¡lo detuvo!, no sé si para vincularlo con aquel atentado al ministro de la defensa. Estuvo dos o tres meses en la Mamá Grande, le dieron palo como en las viejas épocas. Él decía que en la sociedad quedaban todavía unas cuantas espinas empozoñadas del fascismo criollo… y de los acuerdos de los tuvichás con los milicos… Luego se conocieron con Cynthia, mi madre mulata clara. Yo nací el día de los festejos del primer acto público del Frente Popular Marxista Revolucionario, tuve que esperar hasta hoy para afiliarme a las Juventudes… Sí, tengo dieciocho… Ah, ¿si estudio o trabajo? Este año ingreso a la universidad, claro, ciencias sociales es lo que me interesa. Pero pa’ después habrá que entrarle con todo a la economía… A pelarse los ojos, ¿no acreditás?», dio término a su declaración el muchacho. «Bueno, firmá por aquí. Ah, ¿trajiste tu documento de identidad? Sin eso, nada se puede tramitar en este país…» «Sí, ahí lo tenés, béin nuevecito…» El funcionaro leyó lo que había que leer, hizo anotaciones en su libreta de registro, regresó el documento.
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«Ta todo legal… te digo porque que a las veces nos muestran tarjetas que a uno lo confunden...» «¿Cuándo empiezo? Porque esta coyuntura viene muy rara, todavía unos tiran para un lado, otros para otro… así cuesta avanzar, y la derecha feliz. ¿Y el programa del Frente, qué onda?» «Eso es como decís pero mejor será comentarlo con tu instructor ideológico, el compañero Lenin Vegamendi… Él es del Partido Obrero, uno de los refundadores de este frente. Buscalo en la otra habitación, más al fondo, ¿ves?, en la puerta está escrito: ‘Educación’, golpeá uno, dos, tres y adentro…» «Gracias, áhi vamos…» «Pasá, muchacho. Me alegra que estés aquí… En realidad, te estábamos esperando» lo recibió un hombre de pie, alto él, ropas simples y ordenadas, de rostro limpio y frente orgullosa, lentes en una mano y un lápiz en la otra. «Sentate, Diego, hijo del compañero Propercio…» el instructor indicó una silla frente al escritorio que los separaba, se asentó en la suya y, con sutil sonrisa de simpatía, contempló al joven estudiante, percibiendo enseguida las vibraciones de energía que una transformación social necesita. «Usted dirá, compañero Vegamendi…» emitió con discreción el nuevo miembro de las Juventudes del FPMR. «Vamos a lo directo, la historia lo exige. Hemos leído un trabajo tuyo que entregaste como adelanto a uno de los profesores de nuestra escuela de cuadros. El planteamiento de los centros de producción, no estrictamente cooperativas, vinculados con la militancia, la autonomía económica frente al sistema capitalista y al Estado, para dar chance de generar riqueza y consumo en el ámbito popular, me parece original para el país y aun para la izquierda marxista. O sea, según tu punto de vista, se trata de producción agropecuaria, artesanal e industrial dada a través de una red de núcleos en todo el territorio nacional. Tarea a mediano y largo plazo, en medio de
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avances democráticos incluso más allá del programa de nuestro Frente, con pueblo en la calle, es decir, en su escenario natural, con el movimiento laboral como gestor de decisión, con amplia representación parlamentaria, con artistas e intelectuales elevando la espiritualidad de nuestra gente. Debemos llegar a la construcción de una democracia profunda y…» «Hay que agregarle un ejército de liberación nacional, la guerrilla sola ya vimos que nao presta, nao da, ¿no es?» interrumpió con audacia Diego, afirmándose en el portuñol. Vegamendi aceptó el corte de su discurso, y a los escasos segundos lo retomó: «Tal debe ser, Diego. Tu padre pensaba lo mismo, pero no pudo meter esa táctica estratégica en la dirección tuvichá. Le faltó tiempo, no sé… Pero la llamada orga tenía un destino definido en función de una metodología poco menos que sagrada, y además con gente exaltada y conservadora simultáneamente, algo así como adherentes a la escuela fisiocrática, con sus leyes naturales, con su cachito de tierra, con su libre cambio… Gente capaz de ligar bien hasta con socialdemócratas catolicones o con los genios del consenso de Washington… Digo esto sin desmedro de los que se jugaron lo más precioso, la propia vida... Decías lo del ejército de liberación nacional, tenemos ejemplos. La conjunción de esos factores no es ni será espontánea, llevará algunos años… No estamos solos, están los países hermanos que hacen la misma pelea, cada uno a su modo. Ojalá podamos ver y participar en esas enormes luchas continentales… Vos estarás en eso, otros, yo mismo, no sé… En verdad, pienso que las izquierdas nuestras tuvieron muchas debilidades, entramos demasiado en el juego perverso de la democracia burguesa, hasta nos dejamos copar por la ideología enemiga. Por ejemplo, ¿qué es eso de ‘partidos tradicionales’, si siempre fueron de la derecha, aun con inserciones populares y de relativo progresismo? ¿A qué tanto hablar de democracia a secas? ¿Y los contenidos de clase? Y aquello de ‘como el paisito no hay dos’,
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¡como si cada país pudiera clonarse! ¡Cada país es ese y no otro, y menos igual! ¿Para qué jugarse todo a las elecciones? ¿Cuándo toda la ciudadanía pudo elegir libremente?» fue el discurso, no esperado por los narradores, del instructor Lenin Vegamendi. «Perdón, compañero, cada resquicio que el sistema presente debe ser…» «Sí, claro, pero los resquicios, las grietas, los huecos, debemos provocarlos nosotros. No se trata solo de eso como una tarea inmediata, sino de crear lo que se llama un ‘horizonte de utopía’ hacia el cual dirigirnos, mientras generamos y perfeccionamos todos los factores ya mencionados… y más también…», el final del discurso sugería fatiga, pero Vegamendi añadió: «Ahora te diré lo que pocos conocen. Propercio, tu padre… trabajaba para y con nosotros… No, no era un infiltrado. Fue alguien de excepción que entró en el combate revolucionario por cuestiones azarosas… Pero eso no lo puedo decir, esa verdad la tienen otros, con los cuales no hay contacto posible…» «¿Y entonces? ¿Qué debo hacer yo sin esa verdad?» «Lo que hace todo revolucionario marxista y humanista: afirmarse en que la revolución es una ciencia en general y un arte en particular. Somos hijos y padres y madres de la revolución. A continuar con todos hacia delante, entre lágrimas y rosas, entre mierda y alegría, entre canciones y sangre…» Diego se marchó luego de las últimas indicaciones del instructor Vegamendi respecto a los cursos de economía política, historia, clásicos de la literatura, astrofísica, biología… Estaba como si el cielo le oprimiera la espalda, mirando el meneo jadeante de los zapatos, intentando ubicarse cual persona histórica en una dimensión de mayor y tensa realidad. «Tengo que hablar de esto con mi madre, ¡nao téin yeito! Nos temos que falar, vai ser muito pesado, porque
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¿quéin foi meu pai?» y apuró la caminata, porque sintió simplemente que ya no podría nunca detenerse. Lenin Vegamendi hojeaba el ¿Qué hacer?, obra esencial de su tocayo, cuando el teléfono asentado a su siniestra sonó de súbito tres veces, hubo un corte y sonó otras tres. Alzó el tubo rojo y escuchó lo que esperaba, que se escribirá enseguida. «Soy el tercer autor, ya habíamos hablado hace unas cuantas páginas, ¿recuerda?» «Sí, por supuesto, pero recién ahora se sabe, con esta llamada suya… ¿qué quiere ahorita, señor?» «Pues saber si resultó en Propercio el cambio que nos había solicitado... su conducta, aspectos de su personalidad. No olvide que lo aceptamos de usted para beneficio de los futuros lectores... No nos metemos en la política, la neutralidad ante todo…» «Creo que el asunto, aunque raro, irá bien. El hijo se lo contará a Cynthia y el relato, según ustedes, quedará equilibrado, con una mejor estructura, es decir, podrá incluso cerrar con un final impecable.» «Se trataba, sí, de eso: Dieguito-Propercio, pese a los documentos que colocamos en su camisa (usted, ¿ya leyó esa parte?) debía transformarse para que nuestra labor colectiva ascendiera a la trascendencia, y sin espantar a los tímidos o prejuiciados lectores que hay en todo rincón de la ciudad letrada.» «De acuerdo, señor. Nos habíamos sugerido discreción, ¿no es eso? Pero es difícil mantenerla si la novela se publica. Si se trata solo de la escritura… aunque dicen que leer y escribir son lo mismo…» «Ah, le digo que, para ser usted un dirigente de izquierda vinculado con la clase obrera, se expresa como persona de cultura. Solo de pensar en la dirigencia de la derecha en este país… Doctores y tal, y siempre medrando en los arrabales de la política…», se permitió el tercer autor, tal vez para confirmar su influencia en el relato.
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Hubo un saludo de ambas voces, de consuno digamos, para dar cierre a tan esclarecedor diálogo. Nos preguntamos qué otro autor pudo meter también la cuchara en esa sopa, o sea, en el acuerdo del que ahora nos enteramos. En fin, Cynthia nos espera en el capítulo XXVII; ya vamos para ahí.
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Traducción del texto latino de Propercio que aparece en el siguiente capítulo: («Quod si deficiant vires audacia corte/ Laus erit: in magnis et voluisse sat est») «Que si las fuerzas faltan, mérito la audacia, por cierto, será: en empresas magnas basta el haber querido».
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La mulata clara no dejó notar en su rostro –que las arrugas iniciales sutilmente asediaban– gestualidad alguna, ni un mínimo latido de la piel, ni un músculo en trance de endurecimiento, mientras atendía el mensaje de su hijo. Este habló usando una cuidada articulación, entretejiendo lo recibido de Vegamendi con sus opiniones más subjetivas, de tal modo que Cynthia pudo a su vez elaborar, casi instantáneamente, la puesta en escena de la mitad o más de su propia vida. Sus ojos fueron el espejo que desplegó, en ínfimos fragmentos temporales, una buena parte de lo que es este relato y aun los asuntos que la protagonista ha ocultado para nosotros. «¿Y vos que pensás finalmente, héin, Diego?» un traslado oportuno para dar alivio a la secuencia, a veces dolida, de su imaginario. «Algo te dije… no sé, es muy raro, mamá. Son como versiones distintas de lo mismo pero en una sola persona. Uno cree que su padre fue así, según lo que de él conoce y tomando nota de lo que dicen conocer los demás… para que una última información trastorne zonas de ese conocimiento… digo, el de uno, el que va desde adentro hacia el adentro del otro… Y las muchas piezas del rompecabezas de nuevo se entreveran…» «Sí, Diego, mi madre siempre dijo que nada es lo que parece, como si cada cosa fuera distinta de sí misma… sin dejar de ser esa cosa que es… ¡Qué lío! Pero tu padre está aquí, por eso nunca fuimos a visitar su tumba, ni sé bien en
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qué rincón del Cementerio Central está. Ya ni me acuerdo de cuándo lo enterramos… y no hace tanto tiempo…» «A mí me pasa igual, mamá…» «Se te ve medio cansadón, ¿no es? Mejor acostate un rato, un buen pestañazo será bueno para vos…» «¿Y vos qué tenés pensado hacer? No digo ahorita, porque no te comenté que unas señoras del Frente querían echar unas frases contigo…» «Sí, eso lo veo luego. Pero acostate, será bueno, hasta podés soñar con el Propercio que quieras.» Y Diego, con la cabeza defendida por las almohadas, vio en su sueño la tumba de Propercio (¿qué otra podría ser?) como una piedra rectangular, de oscura color, que emergía de un pasto arrasado por el fluir de la sangre, y en ella una inscripción en letras de pálido oro: «Quod si deficiant vires audacia corte/ Laus erit: in magnis et voluisse sat est». Y mientras las imágenes se hundían sin prisa en sí mismas, como buscando su propia luz, el soñante gimió y lloró ligeramente para entrar, pensamos, en la riqueza de una renovada realidad de poderosas y aun dolidas dimensiones. Cynthia, al habitar de pronto un momentáneo silencio susurrante, y luego de percibir, en el apretado aire de la recámara, la fugacidad de las volutas doradas y rojas emitidas por el durmiente Diego, decidó abrir la caja metálica, que recién ahora se menciona, en la que daba resguardo a objetos de flexible diversidad: dos o tres fotografías, dos documentos oficiales de dudosa vigencia, una pistola tipo magnum de doce tiros, un monedero o cartera de piel plastificada, una delgada libreta de calificaciones escolares, una medalla de bronce con su cinta azul. Retiró solamente las tarjetas de identidad, es decir, las que señalaban dos instancias bien diferenciadas de la vida de su amador Propercio: una, vencida por el tiempo; otra, con su toque de sangre reseca, anulada por la muerte (en esta, asegurada con un clip, había una ficha de cartón establecien-
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do transformacione, cambios a fuerza, una mayor complejidad en la profesión y vida del usuario). Cynthia se preguntó, poco menos que ingenuamente: «¿Quién metió este cartoncito aquí? ¿Qué complejidad, qué cambios en Propercio? ¿Es nada más que un personaje de lo que otros cuentan? ¿Todos somos personajes y no protagonistas?» Una irrefrenable angustia, puede que la «angoisse noire» de los existencialistas, le masticó bien adentro de la frente, «¿qué clase de presión es esta?, ¿anuncio de infarto o qué?» Entonces, en razón de una natural y elemental dialéctica, escarbó con uña decidida el fondo y el trasfondo de su bolso de todos los días, hasta capturar su bien cuidado carnet o cédula o documento o tarjeta de identidad. Leyó los términos que allí se asentaban, hija –otra más– de padre desconocido, confirmó los nombres y apellidos suyos y de su madre, fecha y plaza o pago de nacencia y una línea debajo, la profesión: enfermera. «Lo mío no ha cambiado, soy lo que soy. ¿Por qué Propercio sí se hizo distinto y hasta dónde?» y guardó su documento en el bolso, para volverse sobre la caja de metal, adonde había regresado las tarjetas de ambos Propercios, y así arrancarle los trozos de ficción acumulados en los dos sencillos rectángulos de liviana cartulina plastificada. ¡Qué mejor que el fuego, «rey de la pureza y de la energía creativa» según Tammud ibn-Karrab, para anunciar en un solo acto la extinción y el renacimiento!, esto pensamos sin intención de ir más allá de nuestras páginas… La mulata clara depositó, mejor dicho, soltó las tarjetas para que se sumieran en el tacho o cubeto destinado a la basura. No pareció asumir rechazo alguno ante los detritos y olores de la humana cotidianidad, acumulados como la materia del trasmundo que siempre ha sabido esperar nuestra caída inevitable. Asperjó enseguida chorros de alcohol azul, encendió un fósforo de roja cabeza y de seguro el dios Agni se alegró
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en algún punto del cielo de la India. El humo corrompido pareció respirar los aires del patio trasero de la casa –espacio adonde se ubica sin originalidad esta acción– para desarrollar un pesado fulgor de ceniza y podredumbre. Cynthia, recogiendo la oscuridad de su pelo, enterró por unos no breves instantes el rostro en la revuelta humareda. Toses, jadeos, sudores, mocos, gotas como lágrimas agrisadas fueron mezclándose con descarnadas fibras, con partículas intactables, con ripios orgánicos, porque «todo es basura, todo es pureza», el poeta Al-Mahad dijo. La mulata clara dejó que su rostro se apartara de aquel ritual insólito, atrapó trozos de ceniza volandera, se los puso en la boca y se dijo, mirando sin llorar hacia todos los adelantes: «Ah, Propercio, ¡recién ahorita empiezo a besarte!» Ciudad de México, 20/9/2012 al 4/1/2013; 18/2 al 11/4/2013
¿F I N?
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otros títulos de ediciones abrelabios
El frasco azul Washington Benavides ISBN 9974-649-23-1
REFLEXIONES SOBRE LA EDUCACIÓN DE NUESTRO TIEMPO Juan Manuel Sarochar ISBN 978-9974-649-21-7
El murguista muerto Joaquín Doldán Lemos ISBN 978-9974-649-18-7
de urgencias y necesidades Nicolás Duffau Soto ISBN 978-9974-649-19-4
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es una asociación civil sin fines de lucro (con personería jurídica) que tiene por finalidades gestionar actividades culturales. Por ejemplo, espectáculos poético-musicales, representaciones teatrales de textos literarios, edición y presentación de publicaciones, en soporte papel o electrónico, fundamentalmente de poesía así como también de arte plástica. Gestionar en el sentido de diseñar los productos, la estrategia de mercado y de divulgación y el seguimiento a posteriori de los resultados. Para la elaboración de esos productos culturales (libros, compactos, espectáculos, etc.) generalmente se investiga y se forma especialmente al personal de la asociación. Así, en pintura, literatura o música. Para la estrategia de mercado y de divulgación, se aprovecha la experiencia acumulada durante la última década y media de vínculos con la prensa y con empresas más o menos afines. Se dispone, para la información sobre lo ya hecho y de las actividades en curso, de una página web de acceso absolutamente libre. En ella, además de información, se encuentran textos, archivos de audio e innumerables imágenes: http://abrelabios.com. La asociación edita, además, impresa y electrónicamente y sin periodicidad específica, una revista cultural denominada LSD (http:// lsdrevista.todouy.com).
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Este libro se terminĂł de imprimir en la ciudad de Montevideo, Uruguay, en el mes de julio de 2013.