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Joaquín Doldán Lema
NEOVAMPIRO
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Joaquín Doldán Lema
Neovampiro © Joaquín Doldán Lema http://doldan.net © ediciones abrelabios http://abrelabios.com
Imagen de portada: con base en El imperio de las luces de René Magritte (tomado de Grandes Museos del Mundo, Bruselas, Bellas Artes II)
Diseño de portada y diagramación: Wilson Javier Cardozo wilsoncardozo@gmail.com
Producción gráfica: Carlos Tomasso
Impresión: Imprenta Pamaro Pontevedra 3417bis Telefax (0598-2) 512 1041 Montevideo – Uruguay
Diseño de web: abrelabios
ISBN Nº 9974-649-15-3 Hecho el depósito que marca la ley.
abrelabios ed.abrelabios@gmail.com
Prof. C. Bacigalupi 2091/15 11800 Montevideo – Uruguay (0598-2) 924 6723 – 099 469 399
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¿Encontraría a la maga? Julio Cortázar en Rayuela
La mató a medianoche y lo buscamos para matarlo pero ya se había escondido. Lo vamos a encontrar doctor, le juro. Juan Carlos Onetti en La muerte y la niña
El desorden procrea en tus lugares ocultos de la noche. En esta cama. En su espléndido desastre. Elder Silva en Una -y dos- canciones horizontales
Con verdadera humildad, sin afectación y hasta con un sentimiento de temor, escribo la primera frase de esta obra, pues de todos los temas imaginables acerco al lector al más solemne, al más amplio, al más difícil, al más augusto. Edgar Allan Poe en Eureka
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Esta historia nunca se la he contado a nadie, ni tenía previsto hacerlo y no exactamente por miedo a no ser creído, sino por vergüenza… y porque era mía. Stephen King en Montado en la Bala
No hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía o traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad… José Saramago en Ensayo sobre la ceguera
-Todas las letras de la palabra AMOR son peligrosas -comprueba Romy. Eduardo Galeano en Mujeres
Sus ojos brillaban, no podía pensar ni preguntarse nada; con su lengua probó la sangre de su labio. Volvió a mirar al espejo y vio en lo que se había convertido. Un ser que vivía en las tinieblas de su propia alma, que no dejaba entrar ni una luz en su mente, que no era capaz de soportar la calidez del sol, una solitaria criatura nocturna. Emanuel Rey en Criatura Nocturna
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1 Esa parte del mundo se oscureció. Aún encerrado, él sintió que era un buen momento para despertar. Un extraño olor llegó de todas partes. Eran paredes cercanas a su cuerpo que podía percibir aún con los ojos cerrados. Sabía que adentro estaba tan oscuro como afuera. Esa percepción la había logrado luego de años, muchos años, de vivir en las sombras. Nazareno no quería moverse, más de una vez lo había seducido la idea de quedarse quieto, apenas respirando, hasta que volviera el sol, se ocultara, y así, eternamente. Sin embargo recordaba que muchas veces, siendo bastante más joven, había intentado quedarse en ese letargo y algo lo había empujado afuera. Esa misma sensación incontenible creía haberla sentido de muy niño. Una noche de verano, estando en su cama, empezó a sentir una angustiosa sed. Su boca parecía de papel, la garganta le ardía, pero sólo pensar en tener que dejar su cama lo aterrorizaba. Creía en el peligro de la oscuridad, tenía mucho miedo. Pero la sed, la maldita sed, estaba ahí, dispuesta a no dejarlo dormir. También sabía que ahora, en la oscuridad, estaba el peligro. Tenía claro que la orden no era atraparlo. Lo buscaban directamente para destruir su corazón. Para impedir que causara más daño. Sin embargo debía salir. Muchas veces había querido atrapar el momento clave. Ese preciso lapso de tiempo que lo había transformado en un monstruo escondido en la oscuridad. Pero era una historia vieja. Abrió los ojos lentamente. Su sorprendente color rojizo estaba
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a punto de lograr su máximo brillo. Sabía que sus pupilas accionarían el mecanismo de luz ambiental diseñado para que no fuera molesto al despertar, pero no funcionaba en su caso. Quizás su inconsciente tenía tan claro el peligro de estar expuesto a la luz, que hacía que la rechazara aunque fuera tenue y ultramoderna. La claridad le permitió ver su fantástico escondite. Se había dormido entre pilas y pilas de libros. Quizás los últimos que quedaban en el mundo. Era como una tumba de mármol, subterránea, hermética. Un zumbido delataba un acondicionador de aire. Se respiraba en falso. Igual que afuera, pero aquí se recreaban las condiciones para conservar por siempre esos objetos que quién sabe cómo alguien no había tenido el valor de destruir. Sin embargo, cumplían a la perfección con el mandato de silencio. Cada página cerrada era, en definitiva, una historia que no servía para nada. Esos libros, ayunos de lectores, eran muy parecidos a él. De continuar encerrados, daba lo mismo que existieran o no. La habitación apenas tenía huecos. El suelo estaba en alguna parte. Se había acostado sobre unas columnas de libros que casi llegaban al techo del lugar y ese era el único sitio desde donde se veía algo que no fueran tapas de colores con diseños diferentes. La sensación podía haber sido agobiante para cualquiera; él, en cambio, sentía ese refugio de títulos y capítulos como el más seguro. Incluso había encontrado historias que sentía cercanas, cómplices con la suya. Cuentos de criaturas nocturnas que se alimentaban de la vitalidad de otros. En cierta forma, él tenía esa sensación, necesitaba con crueldad cada gota de la energía más vital y poderosa en la que los hombres invierten su vida. En cada narración que había leído, se perdía demasiado tiempo en describir el momento del horror, el preciso acto del ataque y la succión. Sólo algunos invertían palabras en describir a la víctima, cada sentimiento, cada paso voluntario hacia ese destino. Casi ninguno mostraba la seducción sin sorpresas; por el contrario, totalmente previsible así como inevitable. Salvo uno. Encontró un solo libro que hacía justicia a la historia, a cómo un hombre, uno cualquiera, había llegado a transformarse en un ser tan dependiente. Ese es el pensamiento que lo acompañaría hasta el final de esta vida, uno se convierte en el monstruo que resulta de cada experiencia, de cada sentimiento, incluso de los buenos.
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Bajó por una escalera de enciclopedias hasta una pequeña rejilla de la que salía el aire artificial. Con habilidad la desprendió y se deslizó por su interior. Nadie podría suponer que su cuerpo cupiera por allí. Tampoco nadie podría suponer su edad, su piel tenía un brillo muy juvenil. Para encontrar su verdadera cantidad de años de vida habría que sumergirse en sus recuerdos. No bastaba con mirarlo. Un tubo lo deslizó suavemente hasta un lugar metálico, totalmente liso, a no ser por unas pequeñas barras que Nazareno Dalla usó de escalera. Muchos metros más arriba otra rejilla se abría apenas al contacto de sus dedos. Afuera estaba la luna. La noche. Y en algún sitio estaba ella. Alguna ella. Ya no importaba cómo era, quién era, qué hacía. Sólo tenía que servir para saciar su sed. Para apagar la sensación del paso del tiempo. Para amarlo. Era lo único que necesitaba: amar y ser amado. Tener el vértigo de una relación que recién florecía. Esa era su enfermedad. Su adicción. En este mundo que ahora era sano, aséptico, él era un virus, un adicto que iba contagiando su peste. Ese era Nazareno Dalla, un falso vampiro, perseguido, atormentado y eternamente enamorado. En el silencio se abrió el sonido de una tormenta. El rugido de unos truenos. Mansos y llenos de furia. Con la rabia salvaje de quien conoce su capacidad destructiva. El sonido no venía del cielo, ni del tiempo ya domesticado por la ciencia; el grave murmullo provenía de Nazareno. Estaba tanto tiempo solo, que se había tomado el hábito de murmurar, los truenos surgían de su interior, llenos de nubes oscuras y vientos contenidos: -Voy a encontrarla. No voy a permitir que me destruyan. Lo único que quiero es sentirme vivo. Me dejaron sin vida, me encerraron, me persiguieron... ahora sé que existe... y la voy a encontrar... y voy a saldar algunas cuentas pendientes...
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2 En la capital, plagada de torres, era inevitable ver las enormes pantallas de publicidad. En ellas, hermosos hombres y mujeres disfrutaban de diferentes productos. Esa noche, por ejemplo, una bella pelirroja tomaba una píldora gracias a la cual su vida se llenaba de un seductor aroma permanente para su piel, a la vez que el iris de sus ojos se aclaraba hasta quedar de un tono azul intenso. Antes de veinticuatro horas se agotaría el stock de estas pastillas; miles de jóvenes convencidos de poder cambiar sus vidas las comprarían sin pensarlo dos veces. Juana, la perfecta víctima, tenía uno de los empleos más buscados por las jóvenes de esa sociedad. La delgada torre se erguía en un minúsculo terreno. Allá en el piso 80 funcionaba la entidad bancaria. En el interior de la oficina nunca estaba nublado. Jamás hacía frío ni calor. El lugar era luminoso, aromatizado, un sonido suave llenaba los oídos. Al llegar a su puesto, lo primero que hacía era bajarlo a un nivel inaudible. Ya no existían las canciones, la música consistía en mezclas de lo que antes se conocía como ruidos de la naturaleza (que ahora era considerada zona impura). No podía concentrarse con ellos. Su trabajo era sencillo, formaba la agenda de sus jefes y atendía los llamados. Nunca había estado personalmente con sus compañeros ni con sus superiores. Estaba sola en su cabina. La enorme pantalla digital le permitía recibir mensajes, órdenes y, además, tenía sectores de entretenimiento, con los que alimentaba el enorme ocio que generaba la velocidad de respuesta a la escasa demanda que
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sufría a diario. La única particularidad que le entusiasmaba de su trabajo era que su sucursal, por un descuido burocrático -o informático, quién sabe- era la única que aún tenía atención al público personalizada. Si bien en cinco años nunca jamás nadie había pedido una entrevista en forma personal, la sola posibilidad hacía que su corazón latiera más deprisa, lo que en esa sociedad sólo lograban los videos en tercera dimensión de los televisores o los servicios de higiene sexual. Pero, desde que llegó a su sitio esa mañana, respiró un aire diferente. Si alguna vez hubiera escuchado hablar de la intuición femenina, sin duda habría asociado esa sensación con el instante en que levantó la vista un segundo antes que sonara el llamador de la puerta. En la pantalla no aparecía nadie, no había siquiera un reflejo de ser humano, pero el aviso ahora sonaba en el ascensor. Demoró un segundo en llegar el aviso a la puerta: "Visita autorizada". Su pecho parecía querer sacudirse en aquellos momentos todo lo que no lo había hecho en los últimos años. Nazareno se dibujó tras la puerta corrediza. La habitación vacía de muebles era propicia al eco de pasos; pero, desde su cabina la figura del hombre se deslizó en todo el trayecto sin un solo sonido. Sólo dos ojos (¿rojos?), el pelo negro largo, lo cual era sumamente extraño, y una media sonrisa que le costaría la vida. –Hola. Buenos días. ¿Me dice su nombre?-dijo automáticamente. –Te he visto entrar y desde entonces quise verte una vez más... por lo menos una vez más. -contestó él en voz bien baja, al mismo tiempo que se daba media vuelta para deshacer el recorrido. Si de todas formas hubiera tenido tiempo de hacerlo, no se le hubiera ocurrido qué decir, sólo un reflejo, un destello ahogado, le ayudó a casi gritar antes que el hombre se marchara: –Disculpe, ¿me puede contar cómo está afuera? El aumentó su sonrisa antes de contestar. –Está templado como siempre. Hay una luna como nunca. Juana jamás había estado enferma. Pequeñas jaquecas, raras contracturas, breves fiebres cuando niña, una inflamación de encías en la adolescencia. Nada que hubiera durado más de doce horas. Pero, a partir de aquel día, sintió esa sensación de no controlar el
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organismo. Su impecable inmunología no estaba preparada para un deterioro similar. Trabajar en la noche era tan común como hacerlo en la mañana; los métodos de estudio de la mente controlaban el sueño, el cansancio y, luego de un largo camino, se suponía que también la tristeza. Por eso nadie en la Policía Médica pudo detectar las razones de su insomnio, ni de su depresión; tampoco era tristeza lo que sentía. La definición más apropiada era una sensación infame y devastadora de que su vida no tenía sentido, que su rol en la Tierra era un inútil camino desgastado y "desgastante", plagado de techos artificiales y seguridades inútiles. Antes de morir vio a Nazareno dos veces más. Una, luego de su primer encuentro. Esa misma noche al salir de su trabajo, una hora antes del amanecer, estaba esperándola abajo. Hubiera jurado que oculto en las sombras. Le desconcertaba su actitud, no podía estar escondido alguien que se veía de todos lados, y ocupaba el espacio de esa forma. La acompañó hasta su torre, por la calle espejada. El suelo azul brillaba aún más con la luna. No contestó ni una sola de sus preguntas. Logró que hablaran de su pasado, mientras él evadía sus referencias personales con historias novelescas que decía haber encontrado en "libros". No se dio cuenta de que estaba mostrando su lado más sensible, que no se había molestado en ocultar que en ese breve encuentro de menos de una hora se había enamorado. Una necesidad imperiosa (para una mujer en ese estado) la llevó a contar todo su pasado a su amado, le contó que sus padres habían sido asesinados, que el clon de su padre (un conocido Pastor de Universallia) estaba apresado en el hospital, al parecer en su locura mató a su familia y a un joven matrimonio. Nazareno Dalla ya conocía esa historia. Juana hubiera notado algo si no se hubiese obsesionado con preguntar, con querer saber. Lanzó mil preguntas, pero una sola eclipsó a las demás. –¿Te volveré a ver? –Sí... una vez. Entre la ansiedad y el miedo, sus últimos días fueron un infierno. Deseaba verlo, pero si esa vez era la última no quería que llegara nunca. Ni un solo especialista logró entender lo que le sucedía. Fue a trabajar un par de días más. Ese era el lugar en que lo ha-
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bía encontrado, o viceversa. Algo le decía que repitiendo la escenografía podría repetirse la escena. Pero no. Al tercer día, la falta de sueño la tenía sin energías, ya no podía levantarse, pero aunque lo hiciese no resistiría mirar a la puerta corrediza minuto tras minuto, esperando verlo aparecer. El equipo del doctor Zingman conocía la biología de Juana desde antes de su gestación. Ellos habían diseñado su mapa genético. También su fenotipo había sido inducido, la herencia de sus padres había comprado ese medio ambiente a la semana siguiente de cruzar sus gametos. Juana debía "morir" a los 110 años en una de las islas de retiro mirando viejas películas sin sonido, las últimas de la desaparecida industria. Detectaron el problema de inmediato. Era la primera vez que ella faltaba a su lugar de empleo, y no precisamente por necesitarlo ni por lo indispensable de su tarea. Su labor era más ficticia que real, no percibía por su trabajo salario alguno; nadie en el banco necesitaba realmente sus servicios. Su subsistencia estaba resuelta por completo desde su nacimiento. El doctor Zigman había hecho un estudio en algunos casos en que, para evitar el agobio, habían tenido que generarles picos de stress; según sus conjeturas eran necesarios como vestigios de zonas primitivas aún desconocidas en el cerebro, jamás había detectado esas necesidades en los estudios periódicos de la chica. Casi a la salida de la muralla estaba la torre blanca. Un edificio bastante antiguo y que estaba subutilizado. A no ser por algún extraño accidente, las internaciones eran inusuales, aunque había algún caso como el de Gerard. Pero ése era un enfermo en el que no quería ni pensar. Era un desprestigio para el equipo que sucediera, pero el desastre económico de una muerte prematura era impensable; así que, ante el inexplicable coma de Juana, sólo quedaba meterla todos los años necesarios en una cámara de vida. Aún los movimientos más cercanos eran vividos por ella como sonidos ajenos. Las últimas gotas de energía vital las empleaba en mantener los ojos abiertos. Vio a los médicos, el traslado, las máquinas y, por último, la "música natural", esa que tanto le molestaba, llenó la cámara transparente que le mantendría con vida por el tiempo
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biológicamente necesario. Poco estuvo así, sin distinguir sueño de vigilia. Sintió por momentos un odio inmenso hacia el hombre que la había matado; pero, en otros momentos el amor hacia él le hacía sentir algo parecido a lo que recordaba como felicidad. El hermetismo del lugar aislaba todo ruido exterior, aunque en ese sitio lo único que rompía el silencio eran los gritos diarios de Gerard. Nazareno cumplió su promesa. Volvió una vez más, aunque todavía falta para eso. De todas formas, ese futuro encuentro sería un verdadero final para Juana que pudo morir mirando a su amado, disfrutando su media sonrisa a través del cristal. Por un momento recordó una leyenda que escuchó en la academia de estudios superiores sobre una princesa de un país exótico que fue envenenada por su madrastra y rescatada por un príncipe. Usó un poco de energía vital en sonreír aunque para ello se vio obligada a cerrar los ojos. Así murió, ochenta y cinco años antes de lo previsto.
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3 Luego de alejarse de la perfecta víctima, tuvo que apurarse para que la claridad no lo sorprendiera lejos de su escondite. Estaba complacido: ella no había dejado de preguntar si lo volvería a ver. Lo necesitaba, estaba seguro. Sin embargo, ya no podía generar las relaciones tormentosas, dependientes, imprevisibles, esas que tanto le gustaban, y mantenerlas en el tiempo. Tendría que conformarse con la voz entrecortada de la chica pidiéndole que no la abandonase. Fue casi al llegar al escondite que estuvo a punto de ser atrapado, muy próximo de volver a perder la libertad. Generalmente entraba al museo por la puerta principal, sin vigilancia y con un indetectable defecto en la zona de identificación de visitantes. La empresa encargada de su mantenimiento tenía su filial en alguna parte de lo que quedaba utilizable en el planeta, pero que hacía años había quebrado. La calle roja empezó a lucir su esplendor con los primeros rayos de sol, pero aún no necesitaba correr, y eso era un alivio ante la ceguera que iba en aumento por la claridad, no sabe lo que hubiera pasado si no tuviera el este a sus espaldas. La patrulla de higiene venía derecho hacia él. Por la calle amarilla que cruzaba su camino en la plaza naranja. Los sanitarios sabían de sobra su trabajo. Corrían en bloque pero con el sigilo de un hombre descalzo. Su pérdida de visión, cada vez mayor, tampoco le había permitido notar que tras las columnas de la plaza, unos metros antes de su entrada, un hombre con cara de desquiciado lo esperaba con un enorme y afilado trozo de made-
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ra. El silencio del lugar se fue mezclando con ese particular cóctel. Las pisadas de Nazareno, el zumbido de la patrulla y los jadeos del maniático. Este clavó sus ojos en la sombra que venía avanzando. Cuando la patrulla vio a los dos hombres, sin titubear preparó sus armas. El gritó de Nazareno rasgó la madrugada. El hombre saltó frente a él con el palo en alto. Se preparó para un golpe que nunca llegó ya que el hombre se puso a bailotear usando el palo de bastón. La locura de su cara no disminuyó con la babeante sonrisa, pero aunque el corazón de Nazareno no paraba de latir con ensordecedora velocidad, el llevarse las manos a la cara le había generado la suficiente oscuridad en la vista como para distinguir las intenciones del personaje. –Ahora le cantaré El sonido del río -balbuceó, abriendo con desmesura los ojos. Luego del susto, logró sonreír con el delirante espectáculo. Ahora el palo era uno de esos micrófonos que se usaron en una época cuando la gente cantaba sin los chips de amplificación laríngeos, que fueron el paso previo a no cantar más. El disfrute duró poco. El estallido fue mayor que su grito, aunque lo que verdaderamente lo aterró fue el abrupto silencio, el instante de quietud del artista y el torrente de sangre que este escupió de su boca. El loco cayó con la espalda quemada. El olor de su carne invadió el ambiente. Cuando se desplomó dejó ver a la patrulla sanitaria totalmente alineada con sus armas dirigidas hacia donde antes estaba el blanco y ahora estaba él. Parece que su corazón estaba destinado a ir, ese día, de sobresalto en sobresalto, y cuando se vio apuntado volvió a prepararse para el fin. La patrulla se disgregó en todas direcciones, sólo uno de ellos caminó sin apartar su mira. No quiso ni moverse. Cuando llegó a su lado, el sanitario bajó su arma. Y hubiera jurado que le sonrió: –Estábamos buscando a este clon desde ayer. Con él me he ganado una jubilación anticipada. –Lo felicito -dijo, casi sin pensar. Estaba concentrado en mirar hacia abajo para que el sanitario no viera el color de sus ojos. –Estos dementes son un peligro, no debería andar por esta zona
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con la alarma de epidemia. -dijo, mientras sacaba un pequeño aparato de comunicación. Nazareno aprovechó ese gesto para hacer una de sus mejores desapariciones. Rápida e imperceptiblemente se coló por el costado, atravesó la puerta y, ya dentro, usó uno de los pasajes para llegar a su escondite. Supo que sus posibilidades se agotaban, que debía salir a buscar aquello que lo había movido a la búsqueda. En cuanto la doctora Ullia Herzek escuchó que la patrulla había cazado a un clon cuando estaba atacando a un hombre que caminaba solo en la madrugada, salió de su oficina corriendo. A pesar de la distancia, le tomó apenas unos minutos llegar al lugar. Se tuvo que controlar al extremo para no gritarle a los sanitarios: –¿Dónde está? –Por suerte ya se lo llevaron, no soporto el olor de la carne quemada -contestó el hombre, pensando en el lugar adonde iría a pasar su retiro. –El clon no -dijo, ya sin paciencia- El otro hombre. –Se lo tragó la tierra, desapareció -contestó sin preocupación. –Lo felicito, doctor. Acaba de dejar escapar a la mayor causa de muerte de la ciudad. -gritó indignada. Mientras veía irse a la furiosa mujer, el sanitario trató de entender lo que había escuchado. –Debería dispararle, tiene la locura de un clon. Sólo espero que esto no me estropee el retiro. -comentó finalmente.
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4 La rabia se transformó en frustración. La doctora volvió a su oficina, se sentó en su cabina y trató de mirar en las pantallas buscando algo de paz. Se dejó seducir por la publicidad donde una pelirroja invitaba a disfrutar de los paisajes terapéuticos y de las nubes que adornaban el cielo. Las calles formaban un cuadriculado de colores que delimitaba cada torre, mientras suaves formas se paseaban entre ellas. Fue excelente la idea de los psíquicos de crear nubes para combatir los síndromes delirantes. La vieja fábrica poseía un equipo con los mejores artistas plásticos de la capital, que disponían de informes diarios de los sueños programados, e inclusive se había logrado detectar los no-autorizados. Luego comenzaba la tarea a contrarreloj de crear las diferentes formas usando los blancos, los grises y, a veces, se podían dar el lujo de rojos, naranjas, rosas y hasta habían filtrado algún verde sin que lo notara nadie más que el que había soñado con las lejanas praderas. Ullia combatió su frustración buscando nubes en un cielo cada vez más azul. Una pequeña brisa las hacía rotar lentamente. Pasó unos minutos así, con los ojos también azules fijos en la pantalla, sintiendo una creciente calma. Por fin unas formas familiares se insinuaron en lo alto. Una punta era, seguramente, la casa en que había crecido en su país natal. En una pequeña nube adivinó a su mascota ya desaparecida. Y atrás, en el tono de los grises, apareció la imagen de un hombre. Objetivamente no tenía ni un rasgo antropomórfico, seguramente los artistas habían interpretado sus sueños y le habían dado matices tan personales que sólo ella podía sospechar lo que
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esa nube gris significaba. Un destello la hizo recordar al clon loco que murió gritando que era el último de esos artistas y que la máquina computarizada que hacía las nubes se había comido (esa expresión usó) a los demás. Por suerte la patrulla actuó rápido; pero, claro, ese instante en que el clon gritó sirvió para que los pocos testigos del hecho dejaran de disfrutar a pleno de las nubes. De todas formas, las imágenes del pasado se sirven del menor estímulo para aparecer y desarrollarse. Ullia sentía que su vida, con los recuerdos que valen la pena, comenzó luego de su traslado, cuando terminó su formación de especialista. Esperó cinco años en los campus de formación antes de empezar a ejercer; pero, políticamente era muy problemático instalar especialistas de veinte años en los grupos sociales, así que se tomó esa época como las únicas vacaciones de su vida. Se realizaban paseos virtuales por antiguas ciudades del mundo, por las últimas capitales de referencia, pero lo que más le gustaba eran los ratos de creación. Aunque al terminar todo se borraba automáticamente, escribir poemas con los viejos lápices de madera era inexplicablemente gratificante. La imaginación era como un dique que, una vez que llegaba al tope, comenzaba a desbordarse y mil formas sonaban unas con las otras formando insólitos paisajes. De hecho por esa época fue que presentó su protocolo para resurgir los grupos de ayuda. Hacer volar la creatividad es estimulante en todo sentido y, si bien los genetistas nuclearon una ciudad biológicamente fuerte y estable, no llevó mucho tiempo determinar lo complejo que resultaba combatir las adicciones. Sucesivas prohibiciones sólo habían logrado que las personas rotaran sus compulsivas costumbres. Era muy difícil evitar que algunos, aún previéndolo en sus combinaciones proteicas, cayeran en hábitos que controlaban su conducta. Las costumbres eran algo tan propio de los hombres que existían esos pobres seres que por una razón u otra veían desviada su normalidad para caer en esos enfermizos círculos concéntricos. Mirar paisajes, bañarse en seco; parecían infinitos los recursos para tener una adicción. Jugar, mirar pantallas, mandar mensajes. En viejos tratados de medicina había encontrado lo útil de juntar a los adictos con algo en común para hablar, confesarse o incluso avergonzarse. Aprovechó su período de espera para diseñar un pro-
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grama que iba a tener una gran aceptación en la Academia. Por esa época también sucedieron en su vida cosas que debería considerar importantes. Otro de los residentes, por ejemplo se enamoró de ella. Momentos antes de salir por primera vez con él, había decidido colocarse el gel de protección sexual. Universallia, la religión que la mayoría de las personas de aquel lugar profesaba, aún no se había pronunciado con respecto al uso de ese fármaco. Claro que ese debate podía llevar tiempo; por un lado, porque implicaba aceptar la sexualidad activa; pero, sobre todo, porque requería una implícita y voluntaria renuncia a la virginidad. Eso había logrado la religión global, una sociedad avanzada científicamente y retrógrada en lo moral. Las ventajas del gel eran muy buenas, no sólo lograba una anticoncepción infalible sino que creaba una barrera impenetrable para los fluidos y gérmenes externos; incluso tenía propiedades autolimpiantes y, además, era reversible en caso de querer embarazarse, aunque ya casi nadie quería los medios naturales de gestación, aún luego del armado genético. Lo más incómodo era su colocación que, por ser único, era un proceso sensiblemente delicado. Consistía en preparar un baño en gel con el único requisito de nunca haber tenido relaciones anteriormente y recibir una profunda penetración una hora después de la inmersión. Casi nadie se atrevía a comentar lo que Ullia estaba ahora por descubrir: el medicamento tenía efectos alucinatorios. Se hundió en el líquido. El nerviosismo de la primera vez chocó con su carácter frío y calculador. La ciencia que practicaba había consolidado esta característica en vez de combatirla. Su cuerpo desnudo brillaba en la espuma azul. Los productos inundaron sus poros. Cuando metió su cara, quedó por completo dentro del enorme recipiente transparente. Causaba una impresión extraña poder respirar otra cosa que no fuera aire, generaba una rara asociación con un lejano recuerdo, quizás con uno de los primeros recuerdos. El líquido entró por sus orejas, por su nariz, acarició su ano, su vagina, le incitó a abrir la boca, y así la recorrió, por fuera y por dentro. Mientras complejos mecanismos farmacológicos ocurrían, Ullia no paró de soñar.
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La niña caminaba por un pasillo metálico. –¡Ullia! -gritó su padre. Giró y vio en la luz a un hombre rubio, alto, risueño. Salieron al salón. La luz se hizo muy, muy brillante. Cuando empezó a normalizarse dejó ver un paisaje de lo más hermoso. La enorme pradera llegaba hasta el horizonte. Un pequeño arroyo de agua transparente, y seguramente cálida, corría por la mitad de la imagen. El cielo era extremadamente azul. El hombre rubio la tomó de la mano y pasearon en círculos durante largo rato. En otra escena estaba sentada junto a su padre y su madre. Ellos se reían cómplices. Su madre se levantó y le trajo una bandeja cubierta, la destapó y halló un recipiente con un material humeante. Según su padre eso también se comía, les costó convencerla pero cuando se llevó eso a la boca sintió un indescriptible placer que la invitó a paladear el alimento cerrando los ojos. Cuando los abrió estaba en un pasillo de la Academia. Vio una puerta que iba a la sala de concentración. Caminó entre las cabinas herméticas. Descubrió que por error una de las puertas estaba mal cerrada, y algo la hizo entrar; sintió una terrible rigidez en todo el cuerpo cuando vio las paredes llenas de sangre. La imagen le hizo abrir los ojos. Todo estaba azul, pero al instante unos brazos de sangre aparecieron ante ella moviéndose en forma serpenteante pintando todo de rojo. Quiso gritar pero sólo logró unas burbujas. Se levantó dando tumbos. En cuanto estuvo fuera del recipiente vomitó el líquido azul que estaba en su interior. Se desvaneció unos instantes. Estuvo en el suelo un rato, en el charco violeta. Se despertó tosiendo. Se sentía pegajosa. Miró entre sus piernas y vio un río de sangre que salía de su interior y se dibujaba hasta sus pies. Le tomó otro instante controlarse, pero logró no gritar, no alarmarse, simplemente razonar sobre los efectos del gel. Mientras se frotaba los ojos, se levantaba y trataba de vestirse, repasó algo que había leído en algún sitio sobre algunos casos clínicos de ruptura de himen o pequeños derrames en vasos sanguíneos a causa de la tensión durante aquel proceso. Sí, algo así creía recordar. Ya totalmente repuesta pensó en lo importante que era testimoniar sobre esa experiencia a las jóvenes, sobre todo teniendo en cuenta
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que casi nadie poseía conocimientos médicos y podía ser un momento muy traumatizante. Pero ya conocía lo suficiente las reglas no escritas de la Academia como para saber que jamás se haría público un artículo que insinuara un efecto adverso en un gel amparado por el laboratorio oficial. Así que optó por olvidar lo que pudiera de aquella noche inolvidable.
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5 Se encontró con su enamorado en el salón de relaciones. Su reciente experiencia hizo de toda la cita un hecho confuso, una especie de eco de algo que quizás pasó. John no sonrió en toda la noche, y aunque lo intentara recordar, no sabía de qué hablaron, si es que hablaron. Fueron a un rincón hermético y se besaron. Ella se desnudó y supuso que él notaría por el brillo de su piel que había usado el gel. No le quedaba demasiado tiempo, si quería que el anticonceptivo sirviera, tenía que ser penetrada ya. Por lo tanto, apenas ayudó a su amante a bajarse los pantalones ya se trepó a él abrazándolo con sus piernas. Probablemente para John también fuera la primera vez, nunca lo sabría. Otro excelente efecto del gel era un cierto poder afrodisíaco y lubricante que lograba una distensión maravillosa y hacía que la relación fuera, como decía la pelirroja de la propaganda, "exitosa". Todo ese recuerdo, sin embargo, le generaba una tristeza extrema. Hubiera dado su título por haber estado lúcida aquella noche. Más de una vez repasó los hechos para intentar descifrar el orden de los acontecimientos, desmenuzar la exacta secuencia de lo que pasó o no pasó. Lo cierto es que al otro día estaba en su cama, desnuda, apenas mareada, muy relajada. De su cuerpo salía un olor muy agradable. Se vistió y tomó unas vitaminas. Salió al pasillo y llamó su atención el inusual ruido que venía de la sala de encuentros. Un tumulto le impedía ver; pero, algo en su cabeza le advirtió que saliera corriendo del lugar, que no quería saber lo que pasaba en una de las cabinas
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herméticas. Aún así se abrió paso y llegó para ver a John tirado en el piso con los brazos llenos de sangre. –Es increíble -dijo uno de los directores del campus- se mató a sí mismo. Esa ridícula forma de evitar pronunciar la palabra suicidio le causó tal repugnancia que, por un instante único y que jamás volvería, odió ser parte de aquella élite. Por supuesto no era la primera vez que veía un muerto. Pero éste, sólo un rato antes, había sido su amante. Trató de repasar los hechos y sólo encontró unas imágenes tras una nube. El instante de concentración le sirvió para repasar lo que sabía de John. Había nacido en una ciudad de la otra punta del planeta, de niño se había trasladado a una capital cercana. De su etapa pre-Académica sabía poco. John y su pelo rubio. John y su sonrisa constante. John y su silencioso debut sexual. Algo estaba mal, muy mal. Las lágrimas se insinuaron en sus ojos, pero como casi siempre logró contenerlas. John se llevó consigo un secreto. El conocía íntimamente a Nazareno Dalla, la futura obsesión de su única y última amante. Y quién sabe, pero quizás se podría insinuar una estrecha relación tanto en la vida como en el fin de ambos. John tenía un gran problema. Se le había desencadenado en la adolescencia. Sufría una envidia casi infinita. Le parecía que todo lo que no tenía que ver con él era más lindo, más suave, más dulce, más útil, más contundente, más fácil; en resumen, indudablemente mejor. Cuando se cambiaron de capital tuvo su época dorada gracias a cierto exotismo que le proporcionó ser extranjero en un momento en que esto no era nada común. No pertenecer al lugar le dio una ventaja increíble contra sus rivales en la vida, y contra sus amigos también. Tardaría años en descubrir que el mundo tenía una gran complejidad y que los mecanismos más extraños pueden hacer que siempre exista otro ser con quien compararse, y si no se está apto para aceptar la diversidad es cuestión de tiempo antes de verse tan insoportablemente diferente, o tan radicalmente igual a otros que, al mirarse al espejo, uno no pueda distinguirse del reflejo. Arrastrar tanta frustración le resultó insoportable en aquellos meses. Y aunque conquistó a la chica más hermosa e inaccesible del campus de formación tuvo en un día dos noticias tremendas.
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La primera tenía que ver con aquella cercana adolescencia de la que creía haberse elevado victorioso. Andy, la chica que él más amó jamás, estaba viviendo con Nazareno Dalla. Cuando Juliette se lo dijo, sintió un golpe en la mitad del estómago. Desde que llegó su antigua amiga le habló sin parar de lo hermoso que estaba, de la admiración que le producía su éxito, de lo inolvidable de los momentos juntos y, casi al final de la hora de visita, como un puñal en la espalda: –Bueno, sé que ya no te importa, pero Andy se fue a vivir con Nazareno. Yo sabía que había algo entre ellos... -dijo y siguió diciendo Juliette. John ya no escuchó nada más. Le quedaba demasiado tiempo en el campus como para salir y hacer algo. Sólo le quedaba imaginar la eterna paciencia con que su amigo-enemigo había esperado agazapado en la oscuridad, y cómo, en su ausencia, había sido fácil afectar la sensación de soledad con que había quedado Andy luego de su partida. Eran tiempos muy difíciles para sostener una promesa a tan largo plazo. –Espérame. Vamos a vivir juntos -le había dicho. Ella no había contestado, es cierto; pero por eso él lo había tomado como un sí. Supuestamente su orgullo hubiera soportado el desengaño, pero en unos minutos se aferró a que tenía un medicamento a punto de ser funcional. En el mundo de los fármacos, lograr esto era obtener un estatus tal dentro del campus que le permitiría entrar y salir del mismo, sin importar si había acabado o no la carrera, entraba en un grupo selecto. Eso le convertiría no sólo en un Médico sino en una especie de semidiós. Y, como todos saben, nada se resiste a los semidioses. Había vuelto dando tumbos al laboratorio. Y mientras hacía las últimas pruebas se había imaginado su vuelta a la ciudad, cubierto de gloria, con todo el poder. La insignificancia de Nazareno iba a ser evidente. Pero casi al mismo tiempo, mientras recordaba que a Andy le importaba poco o nada el poder y la gloria, su experimento fracasó. El líquido verde le recordó que Andy era una de las dirigentes de los Natura, sus principales enemigos, un grupejo de locos militantes sociales a punto de ser exterminados.
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Nadie podrá saber en qué pensó cuando lo tomaba, qué efecto supuso que tendría dentro de su organismo. Si hubiera creído en ellos, se podría suponer que esperaba un milagro, pero es más lógico pensar que sólo buscaba una casualidad, una de esas que tantas veces se habían cruzado en el camino de los hombres de ciencia. En cambio sólo logró morirse lenta y silenciosamente, sin poder siquiera gritar cuando explotaron los vasos sanguíneos de sus extremidades.
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6 Se estaba quedando sin ganas de recordar. Por mucho tiempo se había ocultado dejando de lado el motivo fundamental que lo había devuelto a la capital. Ese pequeño instante antes de dormir en que los músculos se relajan, los ojos se entrecierran y la respiración comienza a empujarnos al mundo de los sueños, era una gloria para Nazareno. Lograba dormir de forma natural, voluntaria, sin encontrar oposición alguna, fuera la hora que fuera y sin importar el lugar. Bastaba con quererlo. Esto era excepcional en la dictadura de los fármacos. Una vez superadas todas las enfermedades, estos habían invadido las necesidades básicas, y existían fluidos para dormir, para sentirse bien, para recordar, para olvidar, para compensar ausencias, para saciar apetitos específicos y los más insólitos etcéteras. Algunas veces Nazareno pensaba que incluso elegía qué soñar, así que su sobresalto con el clon y los exterminadores sólo podía ser compensado con recuerdos lejanos, quizás de la niñez. Claro que ni aún él podía asegurar su efectividad a la hora de soñar con el pasado, al igual que sucede a la hora de recordarlo. Por eso, un momento clave en la vida de un hombre que depende del amor, fue el sueño con tonos de pesadilla que vino a su escondite. Y poco a poco se recordó yendo al encuentro de quien sería su primera novia. La perfecta primera novia. Todo su círculo de amigos estaba complacido con lo que iba a ocurrir. Eran las dos personalidades más afines, y tener al lado a alguien tan fuerte como Juliette seguramente haría que Nazareno, a
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quien sus problemas familiares habían convertido en alguien distante, volviera a insertarse en el medio y decidiera su función futura. Su condición social podría llegar a permitirle elegir ser cargador de datos con un horario reducido y luego dedicarse a entretenerse, incluso quedaban cupos para sólo entretenerse, pero todos creían que era muy inestable como para dejarlo sin función, auque fuera ficticia la función. En cambio, Juliette sabía desde niña su futuro; iba a trabajar en una gran oficina, con los lujos y la tecnología de las míticas reinas, no sabía precisamente cuál iba a ser su labor, pero eso era secundario a lo que en verdad importaba, mirar a la capital desde lo alto. Nazareno era una buena pieza de su máquina hacia el futuro, alguien de su misma ciudad, o sea, de su misma clase, tan joven y puro como ella. Siendo un tipo retraído poseía encantos poderosos, ideas ingeniosas, miradas adictivas, y parecía lo suficientemente maleable como para no poner trabas en su camino al éxito social. En ese momento, Nazareno tenía una sola razón para entablar una relación con esa chica: le gustaban sus piernas. Y no puede considerarse un argumento barato ya que esto le generó el resto de los sentimientos que luego emergerían, y fue una relación con más amargura que placer. De hecho pasaron un par de años antes de poder acariciar por entero las piernas de su novia. El tiempo suficiente para que ya no le parecieran deslumbrantes; ahora toda ella le parecía la única mujer sobre la Tierra. Una especie de obra de arte con la cual compartía un sentido de la pertenencia que resultaba enfermante. Desde aquel torpe primer beso, digno de una de las peores declaraciones de amor que alguna vez se hayan pronunciado, y hasta la aparición de John, parecía que estos dos seres estaban dispuestos a que la ciencia un día mezclara sus átomos e hiciera uno. Eso era la que se veía desde afuera. Si viajáramos al interior de la relación veríamos un enorme amor, incondicional, inmanejable, el de Nazareno. Se podría argumentar que, si era amor, de eso se supone que está hecho. Y en parte es cierto. El estaba dispuesto a perdonar los desprecios necesarios, los caprichos más infames, los abandonos más dolorosos. Estos fueron contenidos comunes de esos días. Nazareno afrontó cada prueba con la fortaleza de un caballero de la primera Edad Media. –Si quieres estar sola, te entiendo. Llámame cuando estés mejor.
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Te voy a estar esperando. –Si ya no me amas, te dejaré en paz. Yo te seguiré amando hasta el fin. –Como no encontré el color que te gusta, te traje todos los otros trajes, uno de cada color... Bien... los devolveré... Una mezcla de rabia, vergüenza y risa le causaría, con el tiempo, haber pronunciado esas frases, tan patéticas como las respuestas que recibían. Esas sensaciones no caían en forma de rencor hacia Juliette; al contrario, la recordaba con cariño a pesar de haber sido la época en que más había llorado en su vida. Su comprensión venía de que responsabilizaba a Universallia, la religión, como la que influenciaba de esa forma a su novia. En toda la capital era imposible que alguien se declarase fuera de los dictados de Universallia, aunque algunos la despreciaban en forma silenciosa. Después de la última crisis, cuando se derrumbó el imperio económico, los científicos establecieron lo importante que era fomentar creencias en energías superiores y en establecer mundos alternativos al real, aunque era cierto que los logros científicos perfilaban, según ellos, el paraíso en la Tierra. Entre los múltiples postulados que ya venían predeterminados en los genes, estaba la vuelta a una moralidad extrema, a un recato absoluto, a un conservadurismo a prueba de reformas. Esta norma de tan difícil aplicación fue consecuencia de la fusión de absolutamente todas las religiones que existían entre los hombres. Por si eso no hubiera sido de por sí suficiente, las normas de bioseguridad reflotaron los conceptos de pureza sexual. El resto sólo era miedo e ignorancia. Tanto se habían impregnado esas normas en las mentes que ni el sexo virtual tuvo el éxito que se le auguró en sus comienzos. Hubo una definitiva vuelta a la carne; vuelta triste, pero vuelta al fin. Nazareno poseía una temprana habilidad para encontrar rincones. Era, también esta pequeña virtud, muy meritoria en la suave y apenas ondulada geografía de la ciudad, la que le salvaría la vida en numerosas ocasiones. La ciudad-capital, proyectada desde el pasado para ser un sitio donde no había lugar para la enfermedad, la muerte sorpresiva o las vidas sin destino, siempre tenía un rincón. Desde ellos
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se vivía más intensamente la contradicción de quienes la habían construido; el progreso de unos aspectos de la vida humana se había hecho en base al estancamiento de otros. La evolución había hecho una selección artificial, cada logro de la ciencia para mejorar la calidad de vida tenía un costo en sus mentes, y seguramente en sus espíritus. En ese sitio vivían; el más moderno, por lo tanto el más conservador. En aquellos días sacó a relucir su habilidad luego de cada beso apasionado de su novia. Cuando ella se dejaba llevar ni se lo cuestionaba, pero sus normas morales le prendieron una alarma constante luego de percatarse de que, a la mínima mirada, de estar en un luminoso pasillo pasaba instantáneamente a estar metida en algún pequeño cubículo con mil manos recorriendo todo su cuerpo en forma incontrolable. Nunca pudo descifrar ni cómo aparecía en aquellos lugares ni cómo una persona con sólo dos manos podía tocar tantas cosas al mismo tiempo. Debía reconocer que cantidad de veces se sintió embriagada por la nueva sensación y que apenas recordaba haber detenido a tiempo el calor que incendiaba su entrepierna. Por lo tanto, practicó una suerte de censura previa que desembocó en su decisión definitiva de terminar con la relación. Claro que se sintió tan conmovida por el amor demostrado por Nazareno, por la altura y calidad de su postura ante el cataclismo, por la entereza con que tomó el inminente final que, al verlo partir, lo llamó y se arrojó en sus brazos pidiendo perdón. Casi le cuesta la virginidad esa reconciliación. A los pocos meses sintió el aburrimiento de vivir la relación en las mismas trampas que ella había impuesto. Todos los días, al salir del Instituto, estaba su novio en la puerta, siempre con un obsequio nuevo, siempre sonriente, e inclusive siempre dispuesto a domar su permanente deseo. Proyectó el resto de su vida bajo esa constante y le aterró la idea. La actitud de Nazareno era en verdad indefendible. Había logrado unos meses de calma en su relación, al punto de pensar que si dejaba de ejecutar uno solo de sus rituales su novia podía volver a la antigua inestabilidad. Por el contrario, si mantenía sus horarios, domesticaba sus instintos y ni siquiera cambiaba el perfume que ella una vez había dicho que prefería, la lograría tener a su lado hasta el fin de sus días.
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Fue precisamente hasta ahí que aseguró amarla ante la declaración firme e indeclinable de ya no ser correspondido. La costumbre, la confusión del verdadero amor con el fraternal cariño, y el mediocre argumento de la pérdida de la pasión de los primeros meses, fueron el marco de este nuevo final del noviazgo. Se sintió tentado de cambiar los hábitos que habían generado el apocalipsis (eran todos impuestos en forma voluntaria), de hacer lo imposible para recuperar su amor. No tuvo la misma entereza que otras veces; es que no es fácil escuchar decir que uno ya no es amado con el latente peligro de que nunca más nadie tenga por nosotros sentimiento alguno. Era lo más parecido a la muerte que había sentido nunca. Algo en su interior, un algo muy inteligente, por cierto, detectó que esta estrategia era el peor error para conservar si no la relación cuando menos la esperanza. Juliette miró de reojo las lágrimas de su novio. Su espalda se irguió y lo abrazó con soberbia, con un gesto que, si exageramos, podríamos catalogar de asco. Nazareno inmediatamente se compuso, y ofreció la paz de la derrota y la promesa de la espera eterna. Esta vez fueron veinticuatro las horas que tuvo que sufrir antes de tener de nuevo a su novia con la ropa esparcida por uno de sus rincones secretos. Si bien luego de esa vez los motivos de los siguientes cortes fueron triviales y poco duraderos, cabe decir que Juliette nunca volvió a plantear una definitiva separación de modo tan duro. Por lo menos, hasta que apareció John. El corto período de estabilidad que tuvo la pareja fue, aunque parezca absurdo, muy destructivo para Nazareno. Quizás las almas que sufren se acostumbren a hacerlo, lo cierto es que empezó a llegar tarde a las citas, olvidaba fechas y todo tipo de detalles, y dejó de lado su promesa de respetar los dictados de Universallia, intentando en cada encuentro llegar hasta donde la moral de su novia encendiera la alarma. El mayor cambio se descubriría años después. Andy, la mejor amiga de Juliette, desde que conoció a Nazareno se sintió atraída por él. Un enorme respeto le había impedido todo acercamiento. Además, el incondicional amor que parecía tener el joven ahuyentaba toda posibilidad de una respuesta favorable ante cualquier cosa
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parecida a una insinuación. Las continuas conversaciones con su amiga no hacían otra cosa que profundizar sus sentimientos hacia él. Juliette no escatimaba en detalles, y entonces Andy podía soñar con ser amada de esa forma, de ser acompañada tan sinceramente y, por supuesto, de ser deseada tan desesperadamente. Al principio trataba de discutirle a su amiga la tontería de atarse a esa religión y no disfrutar lo que tenía, lo decía con sinceridad y como forma de ayudar a ese joven que le caía tan bien, a cumplir su mayor deseo. Los celos lograron que, con el tiempo, cambiara de actitud y buscara la forma de fomentar las decisiones que su amiga tomaba. –Si estás aburrida, tienes que decírselo. –Si no lo quieres, no tienes que estar con él -aconsejaba. Por perverso que parezca, eran frases motivadas por el amor. Un amor que, en forma más que meritoria, mantuvo en silencio por años. Y hasta se podría alegar que por momentos, y aunque no le gustaba el sufrimiento que le generaba a Nazareno, pensaba que era lo mejor para todos. Su amiga parecía no querer en absoluto ese noviazgo; él vivía sufriendo, cuando no estaba con ella deseaba estarlo y cuando estaba, deseaba algo que sabría no tendría. Finalmente ella podría tener la posibilidad de sentirlo cerca y, con el tiempo, se empezó a conformar con ser su mejor amiga, la mujer que más cerca estaba aunque no fuera su novia. Eso sería Andy, la perfecta compañera. Los mensajes de amor, que se le escapaban en forma de miradas furtivas y frases pronunciadas en nombre de otras personas, empezaron a ser percibidas por Nazareno. Ella no transformó ni un gramo su actitud de amiga de la novia, pero un gran cambio se produjo luego de sostener tanto tiempo ese amor aparentemente unilateral. A Nazareno no se le empezó a escapar uno solo de los tonos de voz de Andy. Cuando estrechaba su mano, como saludo o despedida, podía percibir la dilatación de los vasos sanguíneos. Sentía en la palma de la mano la sangre de la chica corriendo en forma cada vez más veloz y, poco a poco, correspondió ese sentimiento que en principio llegó en forma de deseo. Los azules ojos de Andy estaban tan ocupados en mirarlo que no logró observar ese cambio, y sólo tuvo indicios del mismo cuando apareció John.
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Juliette lo conocía desde antes de que apareciera Nazareno. Había sido su primer amor a pesar de que nunca le dirigió la palabra. Ella apenas había dejado atrás la niñez cuando los padres de John hicieron un primer viaje a la capital y se cruzaron en la entrada de la torre. No era común ver a personas de afuera, se les notaba (a pesar de que vestían, hablaban y comían lo mismo) algo que los hacía extranjeros, atractivamente exóticos. Descubrir que vivían tan cerca fue muy emocionante. De noche, Juliette se acostaba en el piso de su cuarto y lo acariciaba, imaginando que unos metros más abajo dormía ese chico distante y cercano. Un día se desvaneció. Años después entraba con su novio en la torre cuando un joven de aspecto exótico se les cruzó en la entrada. –Lo conozco -dijo, girando sin recato. –No creo, parece que no es de acá -contestó Nazareno. –No es de acá, pero lo conozco. -agregó finalmente, antes de seguir caminado hacia su casa. Poco tiempo antes, mil alarmas se hubiesen encendido en la mente de Nazareno. Era tan evidente la atracción que su novia sentía, que no se necesitaba la sensibilidad extrema que tenía él para esos asuntos para percibir que el extranjero le resultaba irresistible. Más de mil alarmas se hubiesen encendido cuando, a los pocos días, entrando a la torre a visitarla, los vio conversando amablemente en la entrada. Pero sin alerta alguna se acercó a su novia y a su interlocutor con una sonrisa digna de un líder político. –John, mira, te presento a Nazareno -dijo ella, sin ocultar la excitación. –Hola -dijo, extendiendo la mano. –Mucho gusto -contestó Nazareno, conteniéndose en agregar soy su novio. En cuanto tocó la mano supo que no era necesario. Porque John no sentía y posiblemente no sentiría nunca atracción por Juliette. Aprovechó la oportunidad para hacer alarde de su capacidad de control, para decir ante la sorpresa, sobre todo, de su novia: –Ya que estás conversando tan entretenida, aprovecho para ir a mi casa, estoy muy cansado y había venido para ir a mirar pantallas de publicidad, pero quizás sea mejor que le muestres la ciudad.
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¿No les parece? Le respondieron: –Puede ser. –Si te parece. No podría asegurar la impresión que causó. Hubo una confusión en la mente de Juliette, un deseo cumplido, su Nazareno fomentando una cita con quien ella -de forma imposible de disimular- sentía gran atracción. Incluso mientras lo veía alejarse le pareció que se distanciaba también de su vida.
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7 Un golpe lo sobresaltó. Aún era de día. Alguien caminaba cerca de su escondite. Prefirió no moverse. Mantuvo los ojos cerrados. En la oscuridad se escucha mejor. Definitivamente, alguien estaba cerca. La doctora Ullia no dejaba de perseguirlo, si el ruido lo producía ella debía prepararse para una pequeña batalla; la orden era matarlo. Una vez había sido el aislamiento, pero no había funcionado. Más ruidos. Esto iba mal, muy mal. Los sonidos eran confusos, pero sabía que, como en anteriores ocasiones, traían consigo el fin de los pocos momentos de paz que tenía en los últimos tiempos, aunque fuera una paz que ni siquiera a él le resultaba atractiva. Aún en esos instantes de tensión tenía presente cada vez más cada paso de su historia, cada eslabón de la cadena que lo había arrastrado a la oscuridad. Al rato de dejar a Juliette y a su nuevo amigo caminó por la calle gris. Se sintió muy emocionado. Su constante deseo de sentimientos en conflicto estaba pleno. Aún no lo sabía con certeza, pero la esencia de su enfermedad era esa, los sentimientos; cuanto más tormentosos, mejor. Pensó con todas sus fuerzas en encontrar a una chica a quien seducir, lograr que lo amara. Nada llenaba tanto de vida. Era el sentido de existir, era la verdadera forma de permanecer, llenar el mundo de recuerdos, prolongar nuestra vida en otras. Meterse en mil almas. Su éxtasis se interrumpió sólo por un segundo con la aparición, en una repentina esquina, de Andy. Ella no intentó disimular la alegría del encuentro y, luego de frases triviales pero que apuntaban
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a que eran los únicos seres en el mundo, preguntó: –¿Y Juliette?... Hoy hablamos y dijo que iban a verse. –Justamente a eso iba -dijo, sonriendo. No podía dejar escapar la oportunidad de fomentar un cruce que luego sería aún más interesante en esta breve novelilla empalagosa. –¿Me acompañas? -y, sin más, la tomó de la mano y deshizo el camino hasta donde estaban Juliette y su amigo. Efectivamente, el instante en que los cuatro quedaron cara a cara fue muy intenso. Las miradas se cruzaron con las presentaciones y los saludos. John no pudo disimular que Andy lo había cautivado. Nazareno sintió cómo se accionaba en su interior un mecanismo perverso pero vital. Aún sabiendo, o justamente porque estaba seguro del interés de Juliette por el extranjero, se encargó sutilmente de observar qué ocurría si colocaba otra ficha entre ellos. John se la hizo muy fácil. Andy es la persona más linda del mundo; pero es inaccesible para cualquiera fue la frase mágica que le dijo al exótico joven. A partir de ahí, no le quedó ninguna duda: John moriría por estar a su lado. Los cuatro empezaron a verse cotidianamente. Verdaderamente, al ser John la única persona que conocían de fuera de la capital, era muy interesante hablar con él. Claro que el lugar de donde venía era absolutamente igual a su ciudad, pero el viaje, un natural encanto y, sobre todo, estar destinado a pertenecer al grupo de los mejores médicos, hacía que fueran muy entretenidas sus noches. A Nazareno nada lo divertía más que ver cómo cada día su novia se enamoraba más y más del joven, y cómo éste se enamoraba cada día más y más de Andy. –Tengo que hablar a solas con los dos -les dijo John un día a él y a su primera novia. Y a continuación soltó una confesión nada sorpresiva: –Estoy enamorado de Andy, necesito que me ayuden a acercarme a ella. –¿De Andy? -contestó torpemente Juliette. –A mí me parecen una linda pareja -se apresuró en agregar su novio.
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–Bien... -ella no podía ocultar el desconcierto. –Tengo una idea, ¿y si le escribieras una carta? -se entusiasmó Nazareno. –Puede ser... ¿no debería hablar con ella? –La carta es buena idea -fue la frase decisiva de la mejor amiga de Andy. Nazareno, sin ningún recato, tomó una pequeña pantalla y digitó sobre ella una carta de amor en primera persona, donde contaba de la forma más directa todas las sensaciones que cada día más Andy le despertaba. Propuso su obra para ser usada como declaración. Lo hizo tan rápido que nadie puso objeción alguna y, en un momento, el mensaje estuvo ante los hermosos ojos de Andrea Cippolian. Ella era una chica bastante sincera, a pesar de lo que estaba ocurriendo con su amiga, así que al terminar la carta se dirigió hacia donde seguramente encontraría a John. Grande fue la sorpresa de ellos cuando, antes de una media hora, vieron aparecer a Andy en su lugar de reunión. –¿Podemos hablar a solas, John? -dijo, luego de saludar amablemente. El se levantó con ojos de sorpresa y sonrisa de esperanza. Se fueron caminando uno junto al otro. Nazareno no pudo evitar comentar: –Linda pareja, ¿no? Cuando dos personas están en silencio, el tiempo pasa muy lento; sin embargo, era entretenido ver las miradas furtivas, las medias sonrisas y las manos temblorosas que había generado la espera. Nazareno recordaba haber pensado, en ese lapso difícil de medir, que en el futuro los hombres podrían viajar por el tiempo -la ciencia lo conseguiría, sin duda- pero estaba convencido, cada día más, que lo que el hombre sentía, sus proyectos, sus recuerdos, sus sensaciones más profundas, no eran muy distintas a las del pasado, ni serían muy diferentes después, más allá del momento y del lugar. Vaya uno a saber cuanto rato después regresó John. Contó, en forma entrecortada, las palabras justas con las que Andy lo había rechazado. Terminada la historia, no pudo evitar ponerse a llorar en forma desconsolada. Tras un breve instante de
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duda, Juliette lo abrazó. Nazareno se quedó observándolos, la mujer que más había amado hasta ahora estaba frente a él abrazada de un hombre, conmovida hasta las lágrimas de una forma que su único novio hasta ahora jamás había logrado. Más tarde, Juliette le preguntó si le había molestado que consolara a su amigo, y él dijo sinceramente que no; pero estaba fastidiado, ya que -para que no confundiese una cosa con otra- ahora se vería obligado a esperar unos días antes de separarse definitivamente de ella.
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8 ¿Cuánto faltaría para que el sol se fuera? Quienes recorrían el lugar no tardarían en entrar a su escondite. Se estaban guiando por algo que evidentemente lo localizaba, sólo eso le daba sentido. Como un chispazo del pasado recordó la cicatriz de su brazo. Esa posibilidad le hizo tomar la desesperada medida de salir del refugio. Todo ese tiempo había reservado esa salida de emergencia, y era el momento de usarla. Salir a la luz era el fin. Pero por abajo tenía una vía de acceso que ya había usado una vez. La antigua alcantarilla tenía más años que la mayoría de los protagonistas de esta historia. Los que remodelaron la capital para hacerla ultramoderna tuvieron la delicadeza de llenar todo el antiguo saneamiento de un cemento muy especial que era la nueva base de la civilización. Pero hasta los caños de mierda saben evitar las decisiones de quienes controlan los destinos de los hombres, así que, como un laberinto -de los sencillos, por cierto- una red de canales, ahora limpios, eran una entrada y salida perfecta de ese lugar a otra capital, más periférica. Mientras serpenteaba por el túnel, el eco de sus pasos le dio ritmo a las últimas escenas del fin de su adolescencia. Dos días después que hablara con Juliette para separarse, John ocupó, inexplicablemente, su lugar y, más inexplicablemente, lo hizo como algo digno de contar con orgullo. De la separación de la primera mujer que amó, no hay mucho para decir, por lo menos que él supiera. Ella aceptó su planteo sin ningún problema. Era tal el nerviosismo que le produjo decir por primera vez que no quería estar con
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alguien, que en cuanto ella aceptó la propuesta se fue casi corriendo y sin mirar atrás. Nunca volvió a verla. Y quizás la hubiese buscado si supiera que pocos días después (una vez que la relación con John era realidad, y cuando descubrió que éste seguía enamorado de Andy) tuvo una terrible crisis donde decía que pensó en todo momento que su amor era tan fuerte que a la larga iban a volver a estar juntos. Cuando John le planteó que prefería separarse porque no dejaba de pensar en Andy, la pobre tuvo que ser tratada por una crisis nerviosa que le significó a un Médico recién recibido, el Dr. Zigman, un artículo científico muy reconocido. Ojalá hubiera algo para decir del laberinto que entonces atravesaba, pero las paredes eran tan lisas y con tan poca luz que lo más interesante sucedía en su cabeza. Cuando le diagnosticaron su enfermedad, la Policía Médica lo trató como a un apestoso. Lo recluyeron en una clínica para rehabilitarlo en grupos de ayuda, y en ese lugar la hermosa Dra. Ullia casi lo mata. El insólito detonante de su definitiva transformación fue su relación apasionada con Marina del Mar, una prostituta gorda que amó profundamente. De no ser por ella o, mejor dicho, por las consecuencias de su relación con esa mujer, lo que sus genes tenían establecido era una apacible vida como vigía de la gran muralla. Había costado muchísimo hacer ese estudio genético. Nazareno Dalla fue uno de los últimos huérfanos que dejó la inmigración clandestina. En medio de una de esas masacres encontraron al niño en medio de un charco de sangre -vaya a saber uno de quien- y, por pura política, fue reinsertado en una de las mejores capitales. Para sorpresa de todos era genéticamente puro, apropiado y sin posibles enfermedades. Toda su crianza en los mejores centros sirvió para que obtuviera una temprana independencia, y una adolescencia adecuada logró que cesara la vigilancia periódica sobre él. Conoció a Marina del Mar cuando decidió hacerse una higiene sexual. Universallia tenía el monopolio de este servicio, y aunque odiaba tratar con la religión, el continuo recuerdo de sus encuentros furtivos con Juliette no lo dejaba dormir. Seguramente como parte de su estrategia para aplacar los deseos, las prostitutas que financiaban eran, en la medida de lo posible, lo menos sensuales que se po-
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día imaginar. Sin embargo, Marina del Mar era un caso distinto. Los religiosos tienen un sentido de la sexualidad muy estereotipado; ya que, por ser obesa, dieron por supuesto que Marina no resultaría atractiva. Cuando abrió la puerta de su apartamento y la vio, Nazareno pensó que era una de las mujeres que uno no podía dejar de mirar, no porque fuera mucha la superficie que abarcaba sino por el brillo de sus ojos y su piel; algo le resultó fantástico en su piel. Y cuando la tuvo entre sus brazos, totalmente desnuda, no pudo dejar de besarla. Llegó a sentir calambres en su mandíbula y a estar tan mojado por la transpiración generada en el encuentro que quien lo viera podría asegurar que había atravesado un océano a nado. Ella casi no habló. Efectuó todo su trabajo en forma automática y distante. A cada minuto, Nazareno se sintió más y más enamorado. Logró, apenas, que le dijera su nombre, y que emitiera un par de gemidos un tanto artificiales en el momento cumbre del acto sexual. Nazareno firmó el formulario con su dígito y ella se dispuso a seguir trabajando. No pudo resistirse a decirle, antes de perderla de vista: –¡Voy a conquistar tu corazón! Ella se detuvo un instante, lanzó una breve carcajada y se marchó. Esa risa terminó de convencer a Nazareno de que no podía dejarla escapar.
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9 Gerard cumplió su horario de gritos. Si no descansaba su garganta, no podría lanzarlos mañana. Eso podía ser atroz. Tenía un mensaje para dar. El iba a venir a buscarlo. Por lo tanto, no podía estar así, sucio, encerrado. El sabía donde estaba el lugar al que pertenecía. Pero además sabía dónde encontrarlo. En el museo, estaba en el museo... encerrado entre los libros, los únicos del mundo, tan peligrosos como su mirada. Había destruido a su compañera, pero él había escapado. Iba a venir a buscarlo, un día, en poco tiempo, de noche. Y fue en ese preciso instante en que Nazareno decidió buscarlo. Tenía recuerdos parciales de su pasado pero sabía que no quería dejar impune a ese hombre. –Ya sé dónde buscar. Pero además conozco la forma de atentar contra todo lo que él representa. -murmuró. Lo sabía, pero el riesgo era demasiado; sin embargo, era el camino del riesgo el que lo podía acercar al amor definitivo. Lo que había pasado estaba allí, en algún sitio de su laberinto.
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10 Ullia salió del museo con el aparato que rastreaba el calor. Había llamado a la patrulla en medio de la noche. En cuanto logró descansar, se relajó y un grupo de recuerdos se editó en su mente. El tonto que había dejado escapar a ese monstruo, la calle roja, el museo cercano... los gritos de Gerard. Sin embargo, si era él, había desaparecido. Cuanto más tiempo pasaba, las cosas que sucedían alrededor de Nazareno se fueron haciendo más y más extrañas. Ya nada lograba sorprenderla. Como siempre.
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11 La búsqueda de Marina del Mar fue ardua. Le llevó tanto encontrarla como tratar de olvidarla. Intentó, a pesar de sus ganas, razonar lo difícil que era una relación con ella. Así que una tarde salió a buscar alguien a quien amar. Trató de evitar agencias de contacto y otros viejos métodos. Quería usar una forma nueva, original, ocurrente, entonces comenzó a caminar. Pensaba recorrer la calle rosa hasta la plaza y dar vueltas en círculos hasta cruzarse con una mujer hermosa con la que hablar. Se limitó a contar las primeras diez vueltas. Llegó un momento en que, luego de completar otro círculo, decía en voz baja: –Una más y a casa. Al rato, ya sin esperanza, dijo convencido: –Bueno, ahora sí, ésta es la última. Ya podía dar las vueltas con los ojos cerrados, creía haberse memorizado cada parte del paisaje. Siguió con pasos rítmicos. Imaginó una historia donde un personaje se quedaba atrapado en una rutina así. Le causó gracia la idea, aunque un poco absurda, por eso le simpatizó tanto; las cosas absurdas hace tiempo que habían sido desplazadas por las crueles. Entonces, para liberarlo de su maldición, apareció Alejandra, la perfecta cómplice. Se escuchó un suspiro. No de Nazareno. Era como si todo hubiese sido conmovido por una belleza insolente. El cuerpo escultural estaba coronado por un pelo de fuego, una verdadera hoguera roja, una cara que hubiera cautivado a todos los poetas, si es que alguno
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la hubiese conocido. Estaba hecha para la seducción publicitaria. Y, por supuesto, de eso trabajaba. Qué otra cosa se podía esperar de una profesional semejante, Nazareno estaba dispuesto a comprar todo lo que le vendiera con tal de que se mantuviera cerca de él. Los motivos para que ella aceptara caminar a su lado son tan inaccesibles como los que tuvo para invitarlo a su casa. Las primeras horas, cuando logró conectar en la conversación y controlar un poco la idea de tirársele encima, Nazareno se cautivó con todo lo que ella le contó sobre el mundo de la publicidad. Era, junto con la medicina, lo que dominaba el mundo desde hacía incontables años. Mostró cómo, día a día, le llegaban los productos excedentes para ser fruto del consumo masivo. Le mostró la pequeña cámara de cristal que se conectaba con todas las pantallas de la capital y que, cuando ella digitaba el nombre de un producto, aparecía su imagen grabada consumiéndolo con mil placeres como consecuencia. Esa cámara era un gran poder; en cuanto la accionaba, las imágenes con sonidos naturales llenaban cada rincón de la capital, desde casas hasta oficinas, cada persona inevitablemente vería y escucharía varias veces al día lo que ella tenía para ofrecer. Luego de la interesante lección de invasión mental, se dispuso a quemarse en esa cabellera. Sin embargo, Alejandra tenía una incontrolable predilección por hablar de ella. Su vida, sus gustos. Era como un interminable aviso comercial. Una eterna vidriera. Una insoportable edición de propaganda subliminal. Trató de aferrarse a la hermosura, pero en cada momento la necesidad de huir de allí se hacía más evidente. Ella le propuso llamar y pedir una exótica comida a domicilio. Nazareno dijo conocer un lugar, el más exótico de todos, tanto que no tenían ese servicio sólo para rememorar la emoción de salir de casa para buscar la cena, y salió hacia allí; volvió muchos años después. Ya lejos, fue decidido a no detenerse hasta encontrar a Marina del Mar. Llamar y pedir otro servicio era una mala maniobra, ya que (para evitar amores) nunca mandaban una misma prostituta dos veces.
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Era el momento para demostrar hasta dónde era capaz de llegar por amor. La estrategia era simple. El interés que el sistema tenía en que un integrante de su estructura hiciera una u otra actividad era inversamente proporcional a la posibilidad de lograrlo. Así que, si alguien quería cambiar de ciudad, era un trámite casi imposible, con mil funcionarios de indefinibles edades atendiendo ventanillas ocultas en torres inhóspitas, llenando horas y horas de formularios en todo tipo de pantallas, y esperando respuestas que nunca llegaban. Por el contrario, ofrecerse como voluntario para estas tareas en que la cantidad y diversidad de funcionarios es clave para su rentabilidad, era una sencilla declaración de voluntad y esperar las tres pruebas. El requisito más importante era resultar lo menos atractivo posible. De la prueba teórica, la psicofísica y la práctica, Nazareno no hubiese llegado a pasar ninguna, pero al ser la primera prueba práctica con Gerard, logró su cometido, aunque jamás se hubiera alegrado de haber sabido las consecuencias posteriores de conocer a ese demonio.
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12 En cuanto llamó, fue citado para la prueba práctica. Y nadie podrá nunca saber si la casualidad, o algún titiritero malintencionado, llevó a Nazareno a la puerta misma de Gerard, el Pastor. El lo había llamado por su esposa. Ser dirigente de uno de los anexos más importantes de Universallia le había servido para obtener permisos especiales que a otro ciudadano le resultaban impensables. Gerard viajaba por todas las capitales civilizadas, escuchaba música compuesta por hombres en otros tiempos, y satisfacía a su esposa con jóvenes con diversa experiencia en el terreno de lo sexual. El eterno enamorado atravesó el lugar con un nudo en la garganta. El hombre que lo había atendido apenas le había sonreído, casi no le había hablado, y su esquiva mirada lo hizo temer un encuentro con su mismo sexo, lo cual era una opción que no estaba en sus planes, por lo menos en principio. Tras una puerta, una mujer mayor pero que había logrado atrapar la belleza del pasado en forma bastante natural para la época estaba semidesnuda y con la cara de alegría que antes sólo se veía en los niños ante cosas nuevas. –El servicio es para la señora -dijo el hombre. Por puro instinto prefirió ni hablar, suponía que se valoraba la acción, la discreción y la calidad. Puso en el acto el empeño de un principiante, pero se le mezcló con la ternura de las primeras veces. Así fue su segundo encuentro con el placer. Jamás hubiera supuesto que aquella anciana tuviera tanta pasión contenida. Tanta que se dejó arrastrar a terrenos nuevos, haciendo la salvedad que casi todo
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era nuevo en su caso. Gerard se enfureció de forma descontrolada por la demora del servicio; por supuesto, pasaría un informe negativo sobre el principiante, pero todos sus planes para terminar con la carrera recién comenzada por Nazareno fueron en vano. Eloísa salió tan llena de felicidad que decidió posponer su veredicto. El suspenso haría del joven una especie de esclavo al servicio de lo que la empresa decidiera. Esto a Nazareno lo tenía sin cuidado, ya que mientras tanto tenía a disposición las instalaciones para higienistas sexuales, donde se podría dedicar todo el día a buscar a Marina del Mar. Sin embargo, no podía dejar de pensar que un extraño razonamiento inducía a aquel hombre a hacer eso para su esposa. Increíblemente, la explicación tenía que ver con un gran amor. El corazón de una mujer todavía le ofrecía demasiados secretos como para conocer el mecanismo que se había encendido en Eloísa. Por lo menos una vez al día, por casi un mes (que fue el tiempo que demoró en encontrar a su amada prostituta) fue citado a la casa del sacerdote. La anciana le estaba dando auténticas lecciones de sexo. Pero ya en los primeros encuentros aprendió que el acercamiento entre dos personas trasciende lo físico. La conexión de miradas, los tiempos, los silencios, los espacios. Pasó un tiempo muy grande antes que Nazareno asociara la intimidad con la vieja y la casi extinta música. La música de los hombres era, en realidad, secretas lecciones para hacer el amor. El cansado corazón de Eloísa estaba viviendo sus últimas etapas, de acuerdo con los pronósticos de su equipo médico; esto tenía que ver con la incondicionalidad de su marido a sus pedidos. Gerard logró acostumbrarse a que la pareja se tomara su tiempo; pero, la furia volvió cuando veía en las cámaras del cuarto que muchas veces ellos se sentaban a hablar. Inexplicablemente, con cara alegre y llena de placer. Nazareno Dalla nunca le dio la importancia debida a aquellas conversaciones; sin embargo, la anciana le dio un mapa, una brújula y mil pasadizos al sentir de las mil mujeres que ella había sido en su extensa vida. –Cuando niña amaba a un hombre invisible que se paraba al
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borde de mi cama -le dijo un día. –Durante un tiempo me enamoré de un señor que cruzaba en la puerta del edificio; me gustaba cómo me miraba con ganas de desnudarme. -le confesó. –Hace poco me enamoré de alguien, no sé de quién. Hablaba muy suave del otro lado de la habitación -explicó. Otra noche, Eloísa le preguntó: –¿Cómo eras cuando niño? –No me acuerdo. –Eso es muy malo. Nos convertimos en algo cada vez peor cuanto menos niño somos. Que alguien pensara que era malo despertaba un extraño mecanismo que era capaz incluso de afinarle la memoria. –Bueno, tengo escenas muy grabadas... en especial, de las noches, de cuando me iba a dormir. –Estoy segura que algo había en esas noches. O quizás algo en las mañanas. –Creo que me daba un poco de miedo. Cuando dormía elegía un rincón de la habitación, un rincón que no podía dejar de mirar. A veces era una marca en una pared, o una apenas visible mancha. Me dormía mirándola. Nunca estaba allí a la mañana siguiente. –Algo pasaba en la noche -dijo Eloísa, como si hubiera estado junto a él. –Exacto. Nada estaba igual cuando despertaba. No sé. Quizás esto pasó una vez o mil veces. Pero es un recuerdo muy marcado, completo, con olor. Un recuerdo de verdad, de esos que te hacen sentir lo mismo en el pecho cuando lo traes a la memoria. –Eso es muy bueno, la memoria hace la vida más larga. –Hay vidas que no vale la pena hacer durar. -sentenció Nazareno, pensando en una vida sin amor. –Ahora vamos a amarnos -dijo Eloísa. Pero, claro, la extraña capacidad de entrega de Nazareno tenía poco que ver con el amor. Una gran capacidad de colocar imágenes en donde no había nada hacía que viera a su amada prostituta desnuda a su lado y con ella podía estar toda la noche derrochando placer. Nazareno se dedicaba el resto del día a buscar. Por cada habitación, piso por piso. Por los rincones, que para él no tenían secretos.
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Sin dudar en ningún momento que iba a pasar lo que en efecto sucedió. Un día lo llamaron extremadamente temprano para acudir a su cita con Gerard cuando se encontró con Marina del Mar. Por supuesto, no acudió a la cita. Logró que Marina aceptara salir a pasear con él. Mientras hablaban, él tuvo un repentino recuerdo de Eloísa, pero su amada prostituta le propuso una aventura exquisita, inimaginable. Irse de la capital. Nadie les iba a impedir la trasgresión, comenzaron a caminar y llegaron a una frontera metálica de la que era muy fácil salir. –¿Estás seguro? -le dijo la prostituta. –Claro. –Es casi imposible que puedas volver, ya no dan visas para esta capital. -amenazó sonriente.- Esos son privilegios de profesionales. –Vamos a tu casa rápido. Salieron. Caminaron por un pasillo con un techo metálico de un kilómetro de extensión y llegaron a otra ciudad, casi igual a la anterior. Sólo alguien muy observador podría notar que el cielo era bastante más opaco, con muchas nubes, la mayoría grises. Cuando lo vio, recordó el pelo de Eloísa. Tuvo unos segundos de duelo por la relación perdida. Algo en ella era muy fácil de querer. Y la música. Eloísa tenía la música.
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13 Al pasar la primera hora, Eloísa supo que Nazareno no vendría, ni ese día ni nunca más. Su esposo jamás podría comprender lo que significaba el joven para ella. Era tanta la falta de comunicación que, a sus espaldas, había pedido al doctor Zigman que armaran una hija para tratar de alimentar el matrimonio; Juana, se llamaría; tendría un trabajo seguro y discreto, una vida plácida y sin sobresaltos, segura y larga. Apenas conocería a sus padres. Era una perfecta víctima. Hay vidas que no vale la pena hacer durar. Era lo suficientemente sabia como para saber que su amado chico la echaría de menos únicamente por la música. Universallia conocía esa dependencia y por eso sólo sus sacerdotes tenían acceso a ella. Puso uno de esos sonidos en el aparato y cerró los ojos. Nazareno le había dado mucho. Tanto que ahora se sentía hueca. Lo cual era terrible, más a su edad. Sentía sus venas vacías sin vida, sin sangre. En ese momento entró su esposo, y ella pensó que quizás la única solución sería buscar la vida en él. Vivir a través de su sangre. Tratar de buscar en Gerard lo que Nazareno le había sacado. Y sólo conocía una forma de hacerlo. Tenía que recuperar el amor de su esposo. Pero no ese sentimiento servil de entrega; quería la dependencia. Ella había estado tan distraída en su mundo que no tenía clara magnitud del sentimiento del reverendo. Podía haber pasado los últimos años al lado de alguien que la quería y que era capaz de hacer todo por ella, pero algo, un razonamiento muy enfermo, le
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decía que eso no era suficiente, que el amor se medía por el sentimiento de ausencia que generaba. Así, por primera vez en su vida, estaba dispuesta a devolver algo de lo que había recibido de parte de su esposo, aunque fuera por un motivo que nada tiene que ver con el amor.
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14 Se convenció de que Marina del Mar lo había comenzado a amar. La forma como lo insertó en su antiguo mundo era una pista. Ella dudaba que alguien de la otra ciudad sobreviviera en la suya, pero Nazareno le resultaba muy atractivo, quizás por ser el primer hombre que le había hablado de amor. Al comienzo no supo el significado de salir de la capital, aunque resultó particularmente extraño ver a los cuerpos de la policía médica sellando cuadras enteras. Una de las diferencias más notorias era que Marina lo llevó a vivir a la casa de su familia. El padre era un anciano como los que ya no era común ver por la Tierra, un viejo con aspecto cansado, arrugado, representando aún más edad de la que seguro tenía. Lleno, sin embargo, de fantasías delirantes sobre historias pasadas, criticaba la vida de la capital, y se llamaba a sí mismo sabio. El fue quien una mañana le mostró el camino subterráneo que le permitiría entrar y salir de la ciudad. Marina estaba en una terrible situación límite. Por momentos, le parecía que no podía vivir sin él; al instante, lo miraba con desprecio. Nazareno pasaba de la felicidad más absoluta al sufrimiento más infame. Cuando veía desnudarse ese cuerpo gordo, de extraña estética, sentía un incendio de placer, quería lograr a toda costa que Marina lo amara, que sólo fuera suya. Fue este deseo de posesión lo que terminó de arruinar esta parte de su historia. Progresivamente entró en un túnel. El laberinto de los celos fue tan bien descrito en el pasado que daría pudor analizarlo. Simplemente llegó el momento en
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que la noche lo despertaba con terribles pesadillas de Marina en otros brazos, de su cara de placer ante otros hombres, de su amor cuestionado y en constante escape. Ella, por su lado, creía controlar de tal forma sus sentimientos y sensaciones que una tarde decidió conseguir dinero de la forma en la que estaba acostumbrada. Por otra parte, extrañaba sus aventuras en la capital. Nazareno estaba tan acostumbrado a vivir con los créditos de vida que ni sabía que cierta forma de moneda para trueques era necesaria en aquella ciudad. Estaba tan preocupado por cada mirada, movimiento y comentario de Marina del Mar que casi no podía dedicarse a otra cosa. Una noche ella desapareció. La buscó por toda la casa pero sólo vio a su viejo padre en el jardín de cemento. –Fortuna te ha girado la rueda hacia abajo, muchacho -dijo el viejo. –¿Ha visto a Marina del Mar? –Esa mujerzuela no puede evitar homenajear el vientre del cual salió -eructó el padre. Sinceramente, no entendía la mitad de lo que decía aquella figura vieja y enorme que se plantaba mirando al horizonte con sus ojos que algún día podrían haber sido azules. –Yo te puedo ayudar, pobre víctima del sistema perverso. Sería una venganza fantástica contra esos asesinos de Universallia, que parecen haber invadido hasta la primera estación espacial, única esperanza del mundo agonizante. –¿Me llevará con ella? -Nazareno no sabía hablar de otra cosa. –Por otro lado, debo confesar que el sistema medieval que este clero ha instaurado podría haber gozado de mi simpatía si mis años me lo hubiesen permitido, claro. El enorme viejo hablaba sin parar y comenzó a caminar hacia una oscura zona de la ciudad. Nunca había visto a alguien tan obeso. Incluso el sobrepeso de Marina del Mar era una armoniosa curvatura que en nada se comparaba a la amorfa masa que se meneaba delante de él. –Te mostraré un camino único que ellos mismos han creado. Un laberinto a sus entrañas que descubrí hace muchísimos años. Antes que me echaran, no sin antes conseguir una longevidad agobiante
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para cuidar a la promiscua de mi hijastra. Desde que había llegado a esa casa comprendió el camino que ella había tomado para alejarse de aquel sitio, en especial de su padre. Pero ellos habían pasado momentos muy felices juntos. El estaba a punto de conseguir su amor eterno. Algo en su interior le atraía, sin embargo, de aquella constante sensación de fuga que ella le brindaba, esa tremenda inseguridad, esa presencia tan ausente. –Estos son los túneles, por acá invadirán las tropas que algún día juntaré. -bramó el viejo. Dejó atrás al extraño personaje. Quizás lo había conquistado cuando decidió, a los pocos días de llegar, aprender a mezclar alimentos; esas comidas artificiales le encantaban a Marina, y las sobras de ella a su padre. Nazareno se levantaba una hora antes del desayuno sólo para prepararle alguna sorpresa culinaria que, por su estómago, le conmoviera el corazón. Avanzó recordando cada momento; los de ternura lo llevaban irremediablemente a la sensación cada vez más presente: ella estaba con otros hombres. Lo sabía y sentía un dolor que poco a poco latía en su pecho. Destapó la alcantarilla y corrió hasta las instalaciones de los higienistas sexuales. Efectivamente, comprobó que Marina del Mar estaba con un cliente. Cuando lo leyó en la pantalla, el dolor del pecho estalló y se desparramó por su cuerpo. No necesitaba ver lo que tanto se había imaginado; las manos, los ojos de placer de otro hombre disfrutando lo que tanto amaba, lo que tanto le pertenecía. Fue a su antiguo apartamento. Entró y se acostó en el piso. Así se quedó en posición fetal. Respirando despacio, a esperar que pasara el dolor.
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15 Los celos le impidieron a Nazareno saber que Marina, al salir de la instalación de higiene sexual, no había acudido a la cita. Iba decidida. Comenzó a recordar cada gesto del que se llamaba su novio, tanta entrega la había desconcertado, llegó a pensar que era su actitud distante la que lograba que él siempre estuviera sonriente hacia ella. Tuvo la imperiosa necesidad de estar a su lado. No concurrir a la cita era perder su trabajo pero éste ya no tenía sentido. Ya en su casa los sonoros ronquidos de su padre retumbaban en las paredes. Nazareno no estaba allí. Ella recorrió las habitaciones más de una vez. Su novio había hecho cosas increíbles para estar con ella, debía estar esperándola en algún sitio. –¡Has vuelto, ramera! -gritó su padre, aún con los ojos cerradosPor suerte el joven recapacitó, nadie merece despreciar su vida al lado de una prostituta gorda. Hace años que no le hablaba, ocupaba inofensivamente un gran espacio, comía sin cesar y el resto del tiempo dormía. A los insultos se había acostumbrado; en verdad, la mayoría ni los comprendía. Esta vez cada palabra le ofendía tremendamente. –¡Necesito comer en forma urgente! -dijo el viejo, mientras se levantaba pesadamente- Vete y déjame solo como quiero estar cuando pienso en una nueva forma de derrocar a este sistema perverso y corrupto. Si aún hubiera abogados, los demandaría por condenarme a vivir tanto. Ni los gritos ni el cuerpazo podían ocupar el vacío que dejó la ausencia de Nazareno.
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16 El primer caso que atendió Ullia en su formación como médico fue muy extraño. Era una joven delgada, esquelética, que había sido ingresada a la residencia para su estudio minucioso. Aparentemente tenía una enfermedad muy vieja. Era de una ciudad en que la genética aún estaba impuesta de forma irregular, la policía médica estaba demasiado ocupada en hacer barreras y, sin ningún familiar que denunciara su situación, había estado sin comer durante días. Ullia se había puesto como desafío curarla, pero le resultó imposible. Había logrado, a través de una compleja medicación, que se alimentara, pero su estado no mejoraba. Durante uno de sus prolongados desmayos detectó que sus dientes estaban extrañamente descalcificados. Entonces se dio cuenta que ella había estado provocándose vómitos luego de comer. Este caso le despertó la idea. En realidad era reactivar una vieja terapia que la tecnología había desplazado. Realizó un test entre los pacientes con trastornos alimenticios y los reunió una tarde. Era tan extraño ver a muchas personas en círculo, dispuestos a comunicarse verbalmente, dejando de lado por un par de horas las pantallas de publicidad, que estaban todos entusiasmados. Tanto que era imposible controlar la conversación. Cada uno hablaba de su vida, de sus familias, sus trabajos, y alguno -como al descuidode su problema de salud. Ullia había optado por no intervenir, dejaba que la conversación fluyera y, si cuadraba, tomaba algún apunte que le parecía interesante.
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Le costó muchísimo anotar algo sobre la delgada joven. Pero, en el momento menos pensado, comenzó a saber cosas de ella. Lo que averiguó le sedujo para acercarse en forma más personal al caso. Cuando Marina del Mar estaba a punto de dormirse, Ullia iba a su habitación a conversar. Así supo que ella estaba enamorada de un joven llamado Nazareno Dalla, y que algo en su cabeza le había dicho que si se volvía flaca, él regresaría. Así de terrible. Ullia pensó que el joven había sido muy cruel, pero las historias que le contaba Marina sobre las pruebas de amor que él le daba le intrigaban al punto de querer a toda costa conocer a fondo el corazón de aquel hombre. La virginidad de la futura doctora se vio atraída por las historias de sexualidad compleja que le contaba la ex-prostituta. Llegó a sentir una profunda amistad que sólo hizo más dolorosa la situación de no poder curarla. Cuando parecía que Marina se mejoraba y comenzaba a alimentarse normalmente, empezaban los desmayos. Colocaron cámaras aéreas que perseguían a la joven por todos los sitios, pero -aunque llegaban rapidísimo al lugar donde ella se provocaba vómitos- Ullia comprendió que su caso se le estaba yendo de las manos. Finalmente optaron por medicarla tanto que casi no tenía fuerzas para moverse en independientemente, su vista estaba perdida en algún lugar del espacio y su pobre juventud terminó desperdiciada, la mitad en prostituirse y la otra mitad en enamorarse.
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17 Quizás Nazareno hubiese muerto acostado en aquel piso, era el primer recuerdo que no podía medir en días u horas. Pero la aparición de Andy lo rescató de un extraño abismo que de alguna manera le resultaba atractivo. Ese dolor, de cierta forma, lo hacía sentirse vivo. Ella había estado pensando en él constantemente. El distanciamiento de John y Juliette resultó, con el tiempo, un proceso natural e irreversible. Su antigua amiga había logrado lo que parecía el objetivo de su vida: destruir las absurdas barreras que, según ella, Universallia le había inculcado. Y lo hizo desnuda, junto a John. Su viejo pretendiente, en cambio, había resultado demasiado perseverante; algo en su cerebro lo tenía programado para obtener todo lo que quisiese, sin excepciones. Entonces, el mismo día que se fue a encerrar para salir convertido en una autoridad Médica, en uno de los dueños del mundo, apareció con la intención de llevarse la promesa de una espera que ella no estaba dispuesta a hacer, simplemente por el hecho de que no había nada que esperar. Toda la sabiduría doctoral, que tanto detestaba, no parecía advertir que uno de sus futuros legionarios tenía un problema tan grande en la cabeza que vivía un romance unilateral desde hacía años. Primero se lo insinuó, luego se lo explicó, al final casi le exige que la dejara en paz. Por suerte la distancia podría, de hecho, lograr lo que su alma no estaba dispuesta a aceptar. La vida de Andy había tenido una evolución mucho menos egoísta. Pertenecía por lo menos a tres grupos semiclandestinos junto
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con otras minorías condenadas a ser olvidadas por la historia. Desde grupos más inocentes que intentaban rescatar cuentos de ficción (orales, escritos o grabados) hasta prácticamente guerrilleros como los "Liberadores de la biología", muchas personas la identificaban como lo más parecido a una oposición que tenía el sistema. Numerosos estudios oficiales habían descrito, en cambio, que lejos de ser nocivos estos grupos eran sanos, necesarios, canalizadores de todos quienes tenían tendencias genéticas destructivas, violentas, o de enfrentamiento a las normas. Habían logrado vencer a las enfermedades pero sabían que era mucho más complejo vencer a los enfermos, por lo tanto tenían muy vigilados los grupos y, por sobre todo, lleno de infiltrados. Algunas autoridades tenían especial antipatía por los que se empeñaban en buscar historias de ficción. Eran, quizás, los más pacíficos; nunca efectuaban declaraciones públicas, estaban poco difundidos, casi nadie los conocía; sin embargo, se les tenía por potencialmente peligrosos al punto que las autoridades habían decidido infiltrar numerosos miembros. Llamaba la atención la cantidad de agentes que se postularon a esos puestos de espías, un raro entusiasmo les impulsó a enfrentarse con tal de entrar a un grupo del que jamás se supo su verdadero grado de efectividad; nunca un infiltrado informó que se hubiera logrado almacenar material alguno. Con el tiempo, serían una rama de un peligroso grupo que organizaba rumores destructivos sobre la civilización. "Liberadores de la biología" tenía una fama más agresiva. La gente lo identificaba en la antigüedad con los "grupos verdes" que quisieron rescatar los espacios con plantas naturales, pero la genética había logrado una vegetación mucho más frondosa, bastante colorida y que no necesitaba tierra. Luego habían entrado en otras órbitas menos populares. La denuncia de excesos de la Policía Médica, el secuestro de medicación básica para los niños y, el punto más crítico, la denuncia del uso de clones para trabajos duros, tanto físicos como psíquicos, supuestamente en otras capitales. Andy recordaba cuando se autorizó la clonación para órganos de transplante; había pasado poco tiempo. Quizás hace años hubieran esperado un período más prudencial para que los mecanismos de la memoria, entrenados para no ser muy efectivos, hubieran tirado
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al olvido los argumentos manejados en los informativos. Pero el convencimiento de que la gente confiaba o estaba resignada (daba igual) al sistema había llevado a que las autoridades ni siquiera apostaran al olvido. Ella no quería demostrar su enojo; hubieran dicho que -por error administrativo- tenía un gen que la hacía violentarse, así que optó por la vía más pacífica que su conciencia soportaba. En esos días había incluso soñado con Nazareno. Así que, simplemente, lo fue a buscar, segura de encontrarlo allí, en su departamento. Sin saber que había sido de él desde la última vez que lo vio. –Nazareno -llamó ante la cámara. Recordó que él había registrado algunas identidades para entrar a su piso, así que mostró su retina azul y la puerta se abrió. Sus ojos abiertos hicieron volver la luz al lugar, y allí estaba, quebrado en el piso, partido, dormido hace quién sabe cuanto tiempo. Más que despertar fue una especie de resurrección. Del otro lado estaba Andy y una vida diferente, la única vida de la que tendría memoria cuando todo terminase y volviese a comenzar.
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18 Vivieron juntos en gran armonía. A pesar de su constante posición de conflicto con el sistema, se dedicaron sobre todo a amarse. La terrible noticia del suicido de John la vivieron de una forma lejana, como un suceso de esos que uno duda que hayan sucedido realmente. Esos romances hacen, en general, que todo lo de fuera sea una especie de mundo paralelo al real, que es el que sucede entre los dos. Con el tiempo, la relación se transformó en un lugar hermoso, pacífico, luminoso. Esos lagos que uno supone profundos y, aunque nadie sabe por qué, suelen ser verdaderamente peligrosos; quizás porque su imagen tranquila genera exceso de confianza. Nazareno empezó a tener la certeza que terminaría sus días al lado de Andy. Esa idea, por un lado lo serenaba y, por otro, se le hacía insoportable. En eso seguramente consistía su tan mentada enfermedad. Algo dentro suyo necesitaba el conflicto y su pareja con Andy era de todo, menos conflictiva. Así se desencadenó un mecanismo infame que empezó por generarle pesadillas y luego, poco a poco, invadió la realidad. Un día salió a caminar dispuesto a convertir su lago en un mar tormentoso. –Eloísa, soy yo -dijo a la cámara. Del otro lado, la anciana pareció no sorprenderse del todo. Había pedido a Gerard uno de sus caprichos que, por suerte, lo mantendría alejado. –¿Cómo te atreviste a venir?
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–Necesito hablar contigo. Cuando tuvo a su vieja amante sentada frente a él todos sus impulsos se desvanecieron. Los incomprensibles motivos que lo llevaron a su lado se mezclaron con el hermoso rostro de Andy que aparecía en los rincones. –¿Te haces invisible y ahora te quedas mudo? -rió Eloísa. –Estoy viviendo con alguien y... -estaba dispuesto a mentir. Le parecía sencillo. Le diría que no la había podido olvidar, que extrañaba su compañía, que ninguna mujer le hacía sentir lo que ella. Pero si algo había aprendido junto a Eloísa era que sus viejos ojos podían detectar lo indetectable. ¿Qué le iba a decir? Soy demasiado feliz. Tengo la pareja que quiero y necesito complicar mi vida. –Me alegro que volvieras -dijo Eloísa, acercándose a él- y lo único que te pido es que no vuelvas a desaparecer. Durante un par de meses, Nazareno mantuvo una doble vida. Era el compañero ideal de Andy y el amante clandestino de Eloísa. Logró volver a sentirse vivo, aunque habitando una tierra de nadie llena de medias verdades y excusas ridículas. El cansancio físico y mental era compensado por una sensación de vivir al límite y percibir que tenía tanto amor para dar que no alcanzaba el alma de una sola mujer. Mientras tanto, Eloísa se dejó llevar por el amor del joven. Sabiendo las condiciones de inestabilidad, simplemente perdió el control al punto que dejó de lado a Gerard que sufrió ese alejamiento con un dolor enloquecedor. Su esposa había logrado llevarlo a un punto de entrega total que había tirado a un segundo plano todo el resto de su vida y un día, al volver de conseguir una horrible piedra lunar para adornar la sala, se encontró al mismo ser distante al que hacía vivir contratándole amantes a domicilio Las grabaciones de la casa no mostraban nada extraño, pero sabía que existían mil formas de adulterarlas; su torre era demasiado segura para resignarse a que algo extraño sucediera a sus espaldas. –Me voy a ir toda la semana -le dijo a su esposa una mañana.Van a inaugurar otra estación espacial. –¿Y quieren otra vez la bendición de Universallia? –La estación es de Universallia. –Debe ser la primera iglesia que existe sin fieles -ironizó Eloísa.
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Por otro lado, se sentía feliz de la impunidad de la inminente ausencia. Alegría que no se molestó en disimular. –Ya no me preocupa que me extrañes, pero preferiría no sentir que te alegra que mi ausencia. -dijo Gerard al marcharse. Eloísa no se molestó en contestar. En realidad, su ausencia no era una trampa; debía irse. Sólo que tenía intenciones de adelantar su regreso para descubrir el misterio del alejamiento de la mujer que amaba. La anciana llamó a Nazareno en cuanto su esposo cruzó la puerta. La voz del joven, a través del comunicador, le hizo dar un brinco a su corazón gastado. –Tenemos toda una semana para nosotros. -le susurró. Se sentía como un ladrón que estaba por llevarse el botín y la impunidad del robo del siglo. Antes de salir de su hogar, notó una chispa de tristeza en los ojos de Andy. Luego de tanto mirarlos, los conocía como si fueran un mapa de su alma, así que el amor que sentía por ella sonó como una alarma sólo por la posibilidad de que no fuera feliz por algún motivo. –Vuelvo de noche -dijo, al descuido, pero se frenó- ¿Qué pasa, amor? –No sé. Tengo como una presión en el pecho. Angustia, creo... como cuando te dan una noticia terrible... no me hagas caso. Ve a hacer lo que tengas que hacer. Como un reflejo, Nazareno respondió: –Lo único que tengo que hacer es estar a tu lado hasta que te sientas bien.
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19 Gerard volvió al otro día. Se escurrió por el edificio luego de desactivar las pantallas internas. Tenía la sospecha... -no, la certezade que esa noche iba a descubrir lo que sucedía. Veía su mano abriendo la puerta al mismo tiempo que destapaba el misterio. La parte más fría de su alma estaba preparada para ver casi cualquier cosa. De las mil opciones, un amante oculto era la más posible y su posición de sacerdote le obligaba, por una parte, a reaccionar con altura y, por otra, a destruir la vida de ese infeliz. Como bien sabemos, la realidad es más poderosa que la imaginación o, por lo menos, que la imaginación de algunos. Jamás esperó encontrarse con Antonia acostada sobre una de las pantallas de la mesa. De las cientos de ventanas de vidrio de la casa, una, la que se recortaba en el centro del salón, brillaba lanzando imágenes intermitentes sobre el rostro de la anciana que se encontraba acostada sobre ella. Corrió a su lado y, al solo tacto, sintió el cuerpo blando, frío y apagado. Al intentar incorporarla, su esposa se derritió en sus manos y terminó tirada en el piso, inmóvil para siempre. Sus ojos recorrieron desesperados el lugar buscando explicaciones y, en la confusión, se chocaron con un frasco de pastillas y con las imágenes grabadas de un joven que él había odiado hace unos años. No era un hombre de fe. No creía en nada, hasta ese día en que se convenció que ese ser era el mal, la personificación de la desgracia. Se dejó invadir por la locura, deseó que toda idea destructiva em-
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pujara hacia afuera de su cabeza al dolor. Tenía el suficiente poder como para hacer que la vida del muchacho terminara en ese instante, pero el mal no es tan fácil de combatir. Primero apagaría para siempre su vida normal. Eso era tan sencillo como borrarlo del banco de datos. Luego lo denunciaría a la Policía Médica por enfermedad latente. Pero lo más importante era impedir que el mal se multiplicara.
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20 A Nazareno Dalla le llevó mucho tiempo saber lo que había ocurrido. Estaba durmiendo junto a ella cuando todo empezó. Abrió los ojos pero la luz no se activó. Era la primera vez que el sistema fallaba, y nada le hacía suponer que debía haber sentido miedo, era un simple guiño imperceptible de que sus vidas dependían de unos dispositivos que ya nadie recordaba quien había inventado. Comenzó a caminar a tientas por todo el piso. Se vistió torpemente y decidió salir. –Nazareno -Andy se despertó. –Tranquila, voy a ver qué pasó con la luz. Saldría, pero sin rumbo cierto, no había mucho para averiguar más que la zona de influencia del apagón. Los que construían las capitales se encargaban de que todos los menesteres caseros, desde un simple electrodoméstico hasta una gotera, fueran un laberinto intransitable para un ciudadano. Cuando soñara con esa noche recordaría con rabia haber sentido algo. Breve. Un destello. Un inexplicable aviso. Había alguien en algún rincón, seguramente uno de esos rincones que él conocía bien. Fue al salir; incluso recuerda haberse detenido un instante, sabe que paró, se alejó despacio, dudó en volver, recorrió el piso obligándose a caminar lentamente, se reprochaba haber actuado así por el temor de encontrarse con algo, pero lo había hecho para no ceder a su percepción. Sólo al volver ésta lo dejó y se le instaló la certeza de que había sucedido algo en la oscuridad. Gerard cruzó el umbral y dejó atrás toda posibilidad de volver a
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sentir paz, cordura o serenidad. En sus manos aferraba una cruz de plata. Su más valioso tesoro. Un objeto de otro siglo, ya no importaba de cual. Con un significado muy religioso, tanto que tampoco importaba. Sabía que la salvación alguna vez había tenido que ver con aquella forma, por eso la tenía apretada entre sus dedos, como la llave que le permitiría entrar en el paraíso. Ya estaba en el dormitorio. Descubrió la antigua cama ocupada por la mujer, flotando en la oscuridad. El aire también dormía. Andy subía y bajaba en un mar de sensaciones, desde el reposo en la cama con el olor de Nazareno hasta un lugar silencioso, oscuro, como en suspenso. Una sombra apareció en la oscuridad y, por suerte, la confundió con su amor, gracias a eso no se sobresaltó, volvió lentamente al mundo de los vivos, respiró profundo, giró hacia la puerta y sonrió. Algo le golpeó el pecho, no sintió nada más. Así terminó su vida, como volviendo a quedarse dormida, esperándolo. Luego de clavar la cruz con fuerza en el pecho de ella, Gerard sintió un gran alivio. Su cara aún mantenía esa mueca perversa fruto de la rabia, pero ya había ingresado en un terreno de tal irrealidad que hubiera jurado que su víctima había sonreído ante su ataque. Mirando lo que había hecho se había olvidado del peligro principal. Nazareno apareció como una tromba. Parecía saber lo que había pasado aún antes de mirar el terrible panorama. Sobre la cama, con los brazos a los lados y gesto de tranquilidad, Andy flotaba en un mar de sangre. La cruz de plata robaba luz de donde podía para brillar. El joven saltó sobre el asesino. Le comenzó a pegar en el suelo con desesperación. Pero, de algún sitio, llegó un disparo que frenó su ataque, sintió que perdía fuerzas y se desmayó.
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21 Los años que Nazareno estuvo entre la vida y la muerte (así como Andy en sus últimos minutos había bailado entre el sueño y la vigilia) pasaron cosas muy graves en la capital. Estaba sumergido en una cámara, con mil cables, flotando en un líquido. Los efectos secundarios, que nadie estudiaba, serían responsables de que sus ojos nunca más resistieran la luz solar luego de estar tanto tiempo bañado por esa medicación. Además del original estigma que tiñó sus pupilas, su antiguo color marrón oscuro se mezcló con unas fuertes líneas rojas que convirtieron su mirada en algo indefinido, extraño, pero a la vez sutil, un cambio que él mismo demoraría en notar, aún luego de salir de aquel sitio. En los momentos de lucidez, le daban directamente al cerebro noticias de la vida real para evitar el shock que pudiera sobrevenirle si algún día lo despertaban. Le permitieron saber que su pareja había muerto. Y luego nada más. Mucho tiempo de nada. Era lo más parecido a las antiguas cárceles. Podían privar de libertad, prescindiendo de juicios. Era el segundo recuerdo sin tiempo. El sentía, de vez en cuando. Nunca en su vida había ido a una playa, pero la mejor comparación de lo que le sucedía era cuando -en esos días de calor agobiante, que sólo permiten estar apagado, dejando que la energía se vaya- uno se sumerge en un océano limpio y salado. Su mente veía venir una ola de recuerdos que lo despabilaba, se despertaba, dejaba que la pureza del mar de imágenes re-
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frescara su agonía. Se veía amando mujeres en un rincón oscuro del mundo. Mil rostros, largas melenas, cientos de colores, ojos y formas de mirar. El contorno de un cuerpo dormido, una sábana tapando de forma insuficiente, cómplice. Una mujer caminando unos pasos más adelante. Su respiración dándole ritmo a los pasos. Las manos enguantadas desnudándose, recorriendo la piel. Sus piernas y el abismo que lo llama, el olor que queda, luego. Hasta mucho después. Sólo en un instante todo tenía sentido. Una sola sonrisa bastaba, un rostro. Las manos mezcladas. La paz. El amor. La necesidad de entregar. Andy. En esa prisión lo conoció Ullia.
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22 Mientras Gerard mataba a Andy, Carmen y Ezequiel se casaban a pocos metros de allí. El trámite de boda era sencillo, rápido y desprovisto de rituales, eso presentó una gran dificultad para ella, le tomó mucho tiempo darse cuenta que su vida no iba a ser igual. Muchos eventos marcan un antes y un después; la ausencia de símbolos en su nueva opción de vida resultó más grave de lo que ella hubiese supuesto. Ellos eran de esas parejas mágicas. Sus familias eran las dueñas de media ciudad. Muchas veces, cuando niños, habían jugado juntos mientras sus poderosos padres se reunían a tomar decisiones trascendentes para la vida de todos. Más de una vez habían presenciado cómo -luego de tomar alguna medida- llamaban para pedir autorización a alguien y luego le daban la orden a los gobernantes. Uno era una autoridad en los Sanitaristas, otro un alto cargo de los Pastores de Universallia. Cuando creció un poco, Ezequiel tenía curiosidad por saber a quién pedirían permiso... ¿a Dios?... Cuando los niños fueron jóvenes, estaban tan solos que se unieron mucho. Esa unión, llena de cariño y amistad, era lo más parecido al amor que ambos habían conocido; así que resultó poco sorprendente la decisión de formar una familia. Sus genes estaban diseñados para recibir esa herencia llena de poder. Incluso tenían previsto variar los rubros: ella se dedicaría a la medicina y él a la religión, como sus respectivos suegros. Luego de la ceremonia, Ezequiel tuvo su primer misión en el poder. Iba a ser un simple observador, pero asistiría a una reunión que
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insinuaba hasta dónde la realidad podía ser manipulada. Así es que vivió, en primera fila, uno de los peores trances que sufrió Universallia. Una de sus autoridades había matado a una chica. Era lo poco que se sabía. Aparentemente, él mismo llamó a la Policía Médica denunciando un caso de psicosis, y esta apresó a la pareja de la chica que había sido asesinada de una forma horrible. El pastor dijo haber sido él quien mató a la joven e hizo un cuadro de violencia para repetir el terrible acto con su compañero inconsciente por el disparo de shock que había recibido. La policía Médica logró detenerlo, y decidieron encarcelarlo en un hospital. Al parecer, al encerrarlo en la celda, el hombre se había calmado. Y allí lo tenían, desde hacía meses, vaporizándolo con conservantes, nutrientes y los más poderosos tranquilizantes. Allí podrían man-tenerlo por muchos años; pero la religión de todos no podía cargar con la responsabilidad de la locura de un hombre. Entonces alguien, en un rincón de la habitación tuvo una de esas ideas frente a las que Ezequiel se deslumbraba admirado. Desde hacía cincuenta años se producían clones en cantidades limitadas. Al principio, en partes, para reponer órganos accidentados (sectores enteros del cuerpo humano habían sido injertados gracias a estas técnicas), pero fue cuestión de tiempo y dinero antes que se fabricaran clones con diversas funciones. Universallia había dado su bendición cuando la ciencia demostró que, sin explicación alguna, los clones resultaban ser muy religiosos. Ni el pastor con más poder se atrevió a debatir si es posible clonar el alma humana, así que se evitaba incluso hablar del tema. Lo cierto es que en todo caso los cerebros de los clones parecían sufrir cambios. En otros tiempos hubieran sido considerados mejoras. En esencia, los clones eran más alegres. Poseían un extraño tipo de felicidad crónica que para cualquiera resultaba bastante fastidiosa. Eran sonrientes, bromistas, y trataban de juntarse con otros individuos; sufrían mucho la soledad. Estas características molestas podían ser manipuladas genéticamente y lograr que sus niveles de comunicación con el exterior disminuyeran mucho. A medida que pasaban las generaciones, el tema de los clones estaba haciéndose más complicado, llegando a ser casi inmanipulable.
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Cada generación, por pequeña que fuera, aparejaba más problemas que la anterior. La restricción de las artes hacía que fuera muy difícil canalizar a tantas personas con inquietudes musicales, actorales o pictóricas. La gota que desbordó el vaso fue cuando quisieron organizarse. Se habían descubierto grupos clandestinos en varias capitales. Y detectado personas de Natura mezclados entre ellos. Habían atentado contra las pantallas de publicidad. Y se suponía que también habían logrado secuestrar antiguas obras de expresión de los extintos artistas. Popularmente se rumoreaba que se acercaban a las personas y les decían frases en verso al oído, incluso que les daban una pantalla con un escrito de ficción en clave de humor. Hace mucho que Universallia tenía ese problema y ahora, en el peor momento, se les presentaba esa fisura en su ética armadura. Por eso Ezequiel se admiró ante la propuesta; dos soluciones en una.
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23 El plan de Gerard había salido bastante mal. Había logrado acabar con la mujer de su enemigo, pero la Policía había llegado antes de lo previsto. Si hubiese logrado que Nazareno lo matara todo habría sido perfecto. Nadie encontraría ningún dato del maldito. Estarían los dos cuerpos y su confusa versión. No sólo sería inexplicable la muerte de un Pastor en su casa sino que su plan tenía un golpe de gracia que acabaría con su miserable vida. Tenía proyecciones de su esposa con ese amante. No iba a permitir que Eloísa tuviese ese final así que antes de concretar su crimen, acomodó la escena de su triste suicidio para simular que alguien había entrado. Rompió los circuitos de la puerta, desnudó a la anciana y ató sus manos y sus piernas. Le introdujo más medicamentos que los que habían causado su muerte y, por último, tomó un objeto metálico con dos grandes puntas que adornaba el salón principal y se lo clavó en el cuello. Así dejó a Eloísa. Luego de mirarla por unos momentos se convenció: así la había encontrado. Preparó los papeles a los que tenía acceso, haciendo desaparecer al hombre llamado Nazareno Dalla. Luego solicitó la conservación del cuerpo, evitaría así cualquier investigación. Su futura hija sería capaz de superar esta triste historia gracias a una vida hermosa, estable y tranquila. Sería una prolongación de su casta, vivirían juntos en su cuerpo. Realizó todos esos pasos con una eficacia y eficiencia que sólo
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podría lograrse valiéndose de un plan elaborado y sereno. Daba la sensación de haber preparado cada paso en forma meticulosa. Nada más falso. Estaba realizando todo a ciegas, apurado y con el único objetivo de terminar pronto para pasar a la etapa que más le interesaba: hacer sufrir una vida miserable a quien le robó el amor de su esposa. Su propia cobardía le obligó a buscar una forma muy indirecta de eliminarse y de hacer lo imposible por mantener la dignidad y el honor de su nombre. Sucedió exactamente lo contrario. La venganza que tramó de alguna forma fue hecha realidad. Ya que todo lo que a continuación le sucedió a Nazareno Dalla no podría llamarse vida. Encerrado en el hospital, muchas veces había soñado con que Eloísa lo venía a buscar. En ocasiones hecha un ángel, pero la gran mayoría convertida en un fantasma desfigurado por una muerte horrible, llena de dolor y sangre. Aparecía en las noches, cuando el sueño le daba un poco de paz, llamándolo a gritos, pidiéndole que la libere del maldito que le robó el alma.
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24 En ningún momento Ezequiel pensó que lo que iban a hacer era cruel. Sufría de un nuevo tipo de racismo, una nueva faceta de la discriminación entre los hombres: no podía concebir la existencia de los clones. El todavía no había nacido cuando muchas ciudades estaban repletas de ellos. Era imposible distinguirlos físicamente. Así como en un momento había nacido el desprecio en el corazón de los normales hacia los que se salían de su norma, de la misma manera como se diferenciaba a quienes venían de otro sitio, con otras costumbres, vestían diferente o hablaban diferente, dejándose llevar por el mismo sentimiento de quienes siendo minoría estaban en el poder y querían marginar a quienes elegían, de esa forma intensa y fuerte, sus razones le parecían irrevocables. La Policía Médica decía tener un detector de clones, un aparato que marcaba en un monitor si el sujeto en la mira era o no un clon. Este aparato fue censurado por clasista. Jamás nadie demostró cómo funcionaba y ,a pesar del poco sustento científico para explicarlo, se construyeron millones. Uno de los Pastores de Universallia que siempre optaba por sentarse en rincones oscuros tenía una de las inactivas fábricas de esas máquinas. Pero eso es otra historia. Lo concreto era que, a simple vista y sin conocer su modo de concepción, gestación y crecimiento, no había forma de distinguir un clon de otro ser llamémosle natural (suponiendo que sea natural ser armado por la ingeniería
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genética). El único argumento que diferenciaba a unos de otros era su comportamiento; frente a la alegría de los clones estaba la poca gracia de los otros. Existía el rumor de que, entre los grupos de clones, había "naturales". Incluso alguien se atrevió a decir que la mayoría eran estos últimos haciendo cuadros psicóticos, algunos simulados, sólo para pasarla bien. Hasta por esto último la idea era brillante. -Se divulgará la existencia de una epidemia -dijo el del rincónuna enfermedad degenerativa en la mente de los clones. La primera epidemia en mucho tiempo aterrará a las personas. Evidentemente, el pastor Gerard fue asesinado hace meses y sustituido por un clon -afirmaba esto con tal convencimiento que se transformó en verdad en cuanto lo dijo. –Ese clon enfermo fue el que cometió esos horribles crímenes -agregó otro. –Debemos tomar medidas para detener la epidemia. –Sí, puede ser causa de alarma social. Así, uno a uno de los presentes dio por cierto que ese era el camino. Ezequiel era hasta ese momento el único que no había hablado, sentía cierta presión de decir algo inteligente, o por lo menos firme: –Hay que ser radicales. Ir a la raíz. Si el problema son los clones, luego de lo sucedido no basta con la cuarentena. Hay que dejar de hacerlos y destruir a los que existen. -pronunció su discurso sin respirar. Casi se ahogó sobre el final. Su frase debía haber sido buena porque un silencio general invadió la sala. El del rincón se acomodó en su asiento. De esa forma empezó el exterminio de los clones; para algunos como una coartada para no ver peligrar su lugar de poder, para otros como un negocio, para los menos como una oportunidad de demostrar su valor. Empezó con lo peor de los hombres. Como todas las guerras. Incluso las que se hacen en nombre de la justicia, o en nombre de Dios.
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25 La opinión pública estaba muy canalizada. Mucho estudioso del cerebro había explicado lo importante que era no acumular sentimientos en contra de algo en el transcurso de la vida. Existían infinidad de vías a seguir por medio de las cuales las expresiones individuales eran publicadas y difundidas. Tantas formas existían que, poco a poco, la gente había empezado a desecharlas. Cualquier noticia que era difundida, de inmediato entraba en un debate y las personas definían el trato que el hecho merecía. A veces era la mayoría, a veces la minoría, pero siempre había un grupo que debía acatar la decisión de los otros. Algo tan multitudinario era en realidad incontrolable. Los que decidían habían entendido hacía demasiado tiempo que las voces de los opositores eran muy fáciles de ocultar. Existían incluso foros públicos donde algunos, vaya uno a saber si muchos o pocos, hablaban sobre temas sociales y culturales. Luego de esta guerra, cualquiera iba a pensar dos veces antes de aventurar una opinión poco racional, demasiado poética, sospechosamente utópica o excesivamente lírica. Si alguien con orden de destruirte aparece de la nada y dice que eres un clon, ¿cómo demostrar lo contrario? ¿cómo un señor o señora común aseguraba que lo habían concebido en un laboratorio, como a la mayoría, pero a partir de dos personas diferentes y no de una sola? Cuando dieron la noticia, la opinión pública quedó pendiente de una amenaza que por fin les decía que el mundo era un lugar un poco más complejo de manejar de lo que les había prometido su pediatra. Día a día aumentaba la gravedad de los actos homicidas de los
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clones. Universallia justificó el enorme gasto de la remodelación de sus edificios por un atentado que, en venganza por apresar a Gerard, habían cometido una serie de clones enfermos que pintaron frases pornográficas en el interior de los mismos. Un viejo sentimiento de inseguridad invadió las calles. El exterminio empezó inmediatamente. Las patrullas se cansaron de atacar, emboscar y apresar a clones o similares, o sea, personas. Incluso un día destruyeron un grupo de "Liberadores de la biología", con infiltrados y todo. Los días de horror duraron muy poco. Llegó un momento en que era tan frecuente el asesinato de alguien en la vía pública por una patrulla, que la gente llegó a reaccionar con indiferencia. Al principio, un poco de miedo, luego un poco de asco, en otra etapa aplaudían al exterminador, que pasó a ser una figura salvadora de los peligros que sólo ellos veían; pero, al final, llegó la indiferencia. El exterminio continuó. En algún momento la gente opinó que evidentemente habían fabricado demasiados clones, pero luego les pareció que bien podía ser, nunca nadie había dicho cuántos, así que podía ser. Daba igual, desde hacía mucho que cuando algo, bueno o malo, duraba demasiado, terminaba siendo víctima de la indiferencia. Hombres de otras capitales más periféricas habían encontrado en el papel de exterminador el estatus suficiente para insertar a su familia en las capitales más altas, las más asépticas, las más solventes y seguras. Entrar en ellas ya no era posible, sólo como Higienista Sexual, para penetrar -en forma transitoria-, hacer tu labor y salir. Por la urgencia de sus servicios debían vivir en ese lugar antiguamente inaccesible. Se les daba vivienda y sustento. Sus niños eran rehabilitados en laboratorios de mejora genética y pasaron a formar un grupo un tanto discriminado dentro de la ciudad, pero dentro; por fin, dentro. Casi al final de la guerra, cazar un clon era premiado con una jubilación anticipada, premio que llevó a un par de crímenes (que jamás salieron a la opinión pública sólo por las dudas), aunque probablemente hubiera dado igual.
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26 Las clínicas de rehabilitación tenían forma de laberinto. Eran un montón de salones comunicados por una o dos puertas y así infinitamente. Quienes los transitaban encontraban de todo, menos una salida. Claro que, como todo buen laberinto, tenía una salida, pero nadie sabía cuál era. El sentimiento de claustrofobia quería ser combatido con la ausencia de techo o, mejor dicho, con un techo de material transparente que dejaba ver el cielo, algunas originales nubes, un poco de lluvia programada y la oscuridad de la noche. El brillo exterior tapaba al de las estrellas, lo cual daba una terrible sensación de encierro. Ullia Herzeg ya era doctora. Habían aprobado su investigación de los grupos de ayuda. No quedaban referencias claras de esos grupos en el pasado, pero se desconocía tanto de la conducta humana que se había transformado en el gran miedo de los poderosos. Pero no por lo que pudiera pasar socialmente. El miedo nacía en su propio cerebro y en el de su familia. Ellos podían conducir, silenciar, disimular, pero siempre en algún punto algo imprevisible sucedía en su mente o en la mente de sus seres cercanos. Sabían que algo estaba fuera de su alcance y nunca subestimaban a quienes venían con una idea para conocer ese territorio inexplorado. La doctora Ullia estuvo a punto de abandonar el proyecto por las dificultades en conseguir perfiles para los grupos de ayuda. Adictos a algo. A lo que fuera, bueno o malo. Le tomó mucho tiempo; así que, mientras lo llevaba a cabo, continuó trabajando en el sector de los pacientes en suspensión.
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Una mañana apareció una de sus viejas amigas. Una mujer delgadísima, con cara de tristeza, con ojos apagados. Un día había sido prostituta. También había sido obesa. Aún estaba enamorada de un hombre que jamás había vuelto a ver, hasta el día de hoy. La doctora se sorprendió al verla y se alegró mucho de la casualidad de su oportuna visita. Ella era el tipo de paciente que necesitaba, hacía ya mucho tiempo que había realizado sus primeros bosquejos de las terapias de autoayuda o con grupos donde ella había sido protagonista. Ahora estaba desahuciada, no había más para hacer que tomar estrictamente la medicación. La doctora Ullia recordaba, en especial, una charla con ella donde había descrito al hombre de sus sueños o, debiéramos decir, de sus pesadillas. –El necesita ser amado como necesita que corra la sangre por su cuerpo. -había dicho, con la voz quebrada. Recorrieron las instalaciones del sector donde la doctora trabajaba. Caminaban lentamente, al ritmo que marcaban los tranquilizantes que estaban en su cuerpo. Mientras Ullia controlaba los monitores, Marina del Mar se sintió atraída por las incubadoras o como fuera que se llamaran las peceras donde estaban aquellos cuerpos. Incomprensiblemente había muchas personas de avanzada edad. Muchos eran casos de arrepentimiento de la fecha en que se había programado su fallecimiento. O sea, no les bastaba vivir con todas sus facultades intactas más de cien años, tampoco les servía elegir la fecha de su muerte; no les consolaba que morir fuera como dormirse -sin dolor ni agonía-, ya de viejos les aterraba morir y, como esa era una batalla perdida, elegían estar así, como si fuera muy distinto a estar muerto. La principal consecuencia, además de evitar una herencia, era la superpoblación de cámaras de este tipo. Había sótanos enteros, con cuerpos en su interior, por toda la ciudad. Marina miraba las caras a través de los cristales; veía tanto egoísmo en ellas, tanta individualidad en unas, tanto miedo en otras. Si uno hubiese sido lo suficientemente sensible, quizás notara que en más de un rostro había un gran arrepentimiento por la decisión tomada. Incluso más de una boca parecía temblar. Marina apoyó sus manos sobre un cristal. En el interior, una señora flotaba en posición fetal. No pudo evitar cerrar los ojos y escuchó directamente en su cerebro un grito: ¡Mátenme!
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Marina sacó su mano aturdida y aterrada. Continuó su recorrido y llamó su atención una cámara que tenía un líquido de color diferente. Se acercó despacio y, cuando miró a su interior, fue ella quien gritó. La doctora Ullia apareció corriendo, alarmada y, cuando llegó a su lado, Marina estaba abrazada a la pecera. –¡Es él! -decía llorando.
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27 Marina no estaba en forma para recibir esos sobresaltos en su vida. De no haber sido extraordinariamente fuerte, no hubiera podido salir a caminar con esa medicación hecha para convertir en zombi a quien la tomase. Pero el encuentro con Nazareno era demasiado, le produjo tal descontrol emocional que le llevó mucho tiempo de internación. Tanto que, cuando pudo volver a caminar, Nazareno Dalla ya estaba siendo perseguido por la ciudad. Ese pasado romance de Nazareno estaba signado a hacerle variar el rumbo ya que el encuentro con Marina fue la inspiración de la doctora Ullia. La adicción a las relaciones amorosas de Nazareno Dalla iba a ser la estrella de su tesis. No era la primera vez en la historia de la humanidad que la medicina debía nutrirse de las mismas fuentes. El fantasma de la enfermedad, ya vencido, podía encontrarse arrinconado, expulsado, marginado, barrido bajo la alfombra. Ullia había viajado lo suficiente como para saber que, en cuanto uno salía de la perfección de esta ciudad, existían otras capitales donde era posible encontrar alguna pequeña infección, con un poco de suerte un anciano con alguna enfermedad crónica, en sitios lejanos alguna secuela de accidentes de algún tipo y, aunque era muy improbable, podía haber algún dependiente de algo. O sea, alguien que diera su vida por tener una dosis diaria de lo que fuera. Sin embargo, optó por el camino más fácil, contrató cinco estudiantes de Ciencias Médicas como auxiliares de su tesis. Ellos serían el grupo de ayuda para Nazareno. Hicieron algunas reuniones antes de despertarlo. En un primer
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momento, la intención del grupo era reinsertar en la sociedad al primer paciente que -luego de estar en suspensión- necesitara una revisión de su conducta, con el ingrediente de haber sufrido un gran shock emocional. El resultado era imprevisible. Su única meta era establecer qué había pasado con su mente luego de toda esa carga no prevista. Por varios puntos se puede apreciar el desconocimiento que se había logrado de cómo funciona el pensamiento. Descubrir la adicción de Nazareno fue la conclusión de su trabajo, pero un diagnóstico tan tardío suele ser en sí una enfermedad.
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28 –Nazareno es un hombre muy sensible. Ha tenido una vida sentimental muy cargada y sufrió una pérdida violenta y atroz. -explicó Ullia- Finalmente fue suspendido y creemos que los grupos de ayuda podrán reinsertarlo en la sociedad. ¿Alguien tiene preguntas? –¿Cuándo despertarían al sujeto? -preguntó otro. –Primero van a medicarlo unos días, van a medir efectos; luego de unos test comenzará nuestra tarea. En el preciso instante en que ocurría la primera entrevista con los estudiantes, el cuerpo de Nazareno era sacado del líquido a una cámara de aire. Comenzarían a medicarlo por vía oral luego de despertarlo lentamente. El primer destello de luz, luego de su nacimiento, casi lo deja ciego. Intentó gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. Su piel estaba muy pálida, no podía moverse. Poco a poco empezó a sentir dolor. Primero en el pecho, luego se extendió en forma de red atrapando hasta el último rincón de su cuerpo. Finalmente se instaló en la zona más profunda de su cerebro y no se fue de allí hasta muchos días después. Sólo tuvo un instante de paz cuando estaba en esa cámara. Se encontraba llorando, abrazándose a sí mismo, cuando sintió que una mujer lo miraba a través del cristal. Los ojos de lástima se sobresaltaron un poco cuando él la intentó mirar. Entre la bruma y las lágrimas descubrió un hermoso rostro que se acercaba. Ella apoyó sus dedos en el vidrio y su cara se i-
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nundó de llanto. El trató de combatir su pena y se aferró a la hermosura de la mujer para dejar atrás el dolor, atrapar la vida y estar con ella. Todo el esfuerzo se concentró en mover su mano, estirar los dedos y tocar los de ella, aunque fuera con la barrera de esa nueva jaula. Cuando su mano temblorosa llegó al destino, hubiera jurado que llegaba calor por el cristal, le pareció ver pequeños rayos azules y verdes que salían de la punta de aquellos dedos para meterse en los suyos. Algo la arrancó de su lado, rompiendo el primer instante de paz en mucho tiempo, por mucho tiempo.
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29 El aburrimiento de Carmen era crónico. Podía entender que su esposo tuviera una vida llena de grandes responsabilidades, pero la calidad de los tiempos juntos cada día era más silenciosa. Ese fue el síntoma que detectó Ezequiel. El silencio. Llegaron a estar juntos sin hablar varios días. Sumergidos en un código de señales para despedirse, para reencontrarse, para comer, para hacer el amor. Ella conocía cada gesto, tanto, con tal detalle, que su matrimonio perdió sorpresa y ganó rutina. Ese ritmo diario invariable es muy cómodo y muy perverso, uno mismo lo crea y lo critica. Todos los días se despertaba en la misma posición, mirando el mismo rincón, todo estaba en su sitio. Era incapaz de pensar que deseaba que un día todo cambiara. Sus tareas para Universallia eran de pura diplomacia. Bendecir zonas de guerra, dar clases a niños desde antes de que supieran hablar, rezar en silencio, visitar clínicas de rehabilitación. Una tarde, recorriendo una de ellas, se perdió en el laberinto. Daba igual. Era la emoción del año, lo más interesante que le ocurría en mucho tiempo. Mientras caminaba pensaba que ir a esas clínicas era lo más exótico que hacía periódicamente. Los niños ya no sorprendían, las zonas de guerra eran tantas que bastaba con mirar por la ventana, la mayoría de las veces se dormía mientras rezaba, sólo le quedaba conocer gente nueva en ese lugar. Tuvo verdadera dimensión de lo lejos que estaba de la salida cuando entró a un sitio con enormes cámaras de cristal. Todas esta-
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ban vacías. No. No todas. La última, la más alejada, tenía un hombre en su interior. No pudo evitar acercarse y su corazón, como si hubiera estado apagado, se puso a latir. El hombre se movía, le parecía poder tocar su dolor. El quería mirarlo a través del cristal. Quería ayudarlo. Si supiera cómo sanarlo lo hubiera hecho sin pensar. Había apoyado sus dedos contra el cristal. Con sorpresa vio cómo él movía la mano buscando la suya. Le hubiera dado toda su energía si eso lo calmaba. Trató de trasmitirle algo de paz. Fue un instante tan breve e intenso que no escuchó al vigilante que se acercaba a sus espaldas. –Señora -le dijo tocándole un hombro. Ella dio un saltó y sintió que su corazón se paraba de golpe. –Disculpe si la asusté, ¿busca algo? –Sí, la salida -susurró, tratando de volver a sentir sus latidos. –La acompaño -contestó el vigilante, sin mover una pestaña. Volvió a su casa y a su silencio. Silencio que ahora era más intenso. Ya no se escuchaba ni un latido.
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30 Todos sentados en ronda, mirándose las caras, daban una imagen verdaderamente inusual. De acá va a salir algo, pensó Ullia al notar lo extraño de la imagen. No debía ser así, pero inevitablemente todos miraban a Nazareno que parecía recién nacido. Por su sensibilidad a la luz le consiguieron unas gafas que resultaba un toque muy exótico. No tanto como su color de ojos, pensó Ullia. Una pequeña pantalla le formulaba un cuestionario. Quién sabe, acaso el tiempo en suspensión lo había hecho cambiar o una calma de las que preceden a las tormentas se había instalado en su mente. No se sentía cansado sino tranquilo. Lento. –¿Ha reiterado alguna conducta en forma periódica? –Sí, me enamoré demasiado -digitó y leyó su frase, fue la única que contestó. Mientras cada uno narraba su vida que, en algunos casos, había sido cuidadosamente guionada por Ullia, él los observaba en silencio. Descartó todos los rostros, menos uno. Un joven muy seguro, que impostaba la voz al hablar, perfectamente peinado, seguramente extranjero ya que en la capital no había personas con opción sexual fuera de su genoma. Dijo algo de un viaje lejano, la posterior decisión de su padre de entrar en suspensión y su estado actual de soledad y desconcierto. El desconcierto era quizás la enfermedad que sobrevivía, en aquellos años. Cuando le permitieron volver a su habitación se acostó y se dejó
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arrastrar por los sueños. Andy era su guía en aquel lugar, la veía con una cruz clavada en el pecho pero incapaz de dejar de sonreír. Un destello lo dejó en la cárcel, una mirada a través del cristal lo llamaba. El sueño se transformaría en el pensamiento que lo iba a obsesionar en el laberinto. Debía salir de allí.
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31 Planificó su escape a medida que lo efectuaba. Su plan estaba basado fundamentalmente en la confianza que el personal tenía en que los que allí vivían estaban de acuerdo en su fragilidad. Ninguno de ellos se planteaba que alguno de los pacientes tuviera la necesidad de liberarse. Simplemente comenzó a caminar por los pasillos. Cada tanto le esperaba una decisión, algunas lo llevaron a salas vacías, otras a nuevas puertas para elegir. La única motivación para no detenerse era saber que, en algún sitio, había un camino que daba a alguna parte. Fue en una de esas salas que encontró un elevador de servicio. Su don para los rincones permanecía intacto. Se transportó a la recepción del local. Una vez allí, sin mirar a otro sitio que no fuera la salida, comenzó a caminar tranquilamente. El plan era tan simple que hubiera funcionado. Ningún vigilante lo detuvo. Cuando estaba en el umbral, se frenó. Miró la capital que se recortaba en el cielo de la mañana. Con sus majestuosas torres. Llena de vida y salud. Calmada. Con un ritmo programado. Con un destino preestablecido. Con vidas en equilibrio. Sin sorpresas. Sin aventuras. Sin protestas. Sin cambios. Sin Andy. Si iba a volver allí debía buscar una vida, un motivo, cuando menos un amor. Lo más parecido a eso que sintió cercano, fue la mirada que lo acarició en la cámara. Y, sea quien fuere, la dueña de esos o-
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jos sólo podría hallarla si se quedaba en esa prisión. Por lo menos, hasta que averiguara quién era. Pero su otro escape no sería tan sencillo. Las cámaras habían detectado su intento y, aunque nadie supo por qué, no se concretó la fuga; como consecuencia de su paseo, un guardia iba a monitorizarlo con un rastreador intracutáneo. El próximo intento sería un poco más complejo. Lo más pesado de esos días era soportar las sesiones de grupo donde, invariablemente, uno debía presentarse y contar su desgracia particular; todas, incluida la suya, parecían de novela. Quizás la más realista era la de Sheilo, el joven de aspecto intelectual, extremadamente amable. Sus padres habían solicitado un armado muy minucioso. Estaba construido para ser un líder. Un padre de familia inteligente y sensible que tomaría en sus manos el destino de un grupo en algún momento de su vida. El destino grabado en sus genes sufriría un condicionamiento bastante importante del medio en que vivieron en su adolescencia. Nazareno no escuchó la parte de la historia que lo llevó a vivir con su familia en una zona límite. Aparentemente, su padre era un jerarca militar desde los tiempos en que las fuerzas armadas tuvieron la función de mantener bien separadas unas ciudades de otras y, en una de esas misiones de largo aliento, crearon un sitio para los altos cargos y sus familias. Por lo que Sheilo contó era un mundo ideal. Una especie de isla paradisíaca donde los jóvenes privilegiados tenían mucha contención, formación y diversión. Sus padres veían cómo sus hijos e hijas se transformaban en hombres y mujeres felices. Iban a institutos colectivos mixtos donde Universallia había organizado las únicas actividades grupales de las que se tenía memoria. Se fomentaba la competencia al extremo y Sheilo podía mostrar que lo que su ADN decía no era en vano. Su sector era un conglomerado de muchachos prolijos y obedientes. En ninguna materia eran superados por sus iguales, y era por las directivas de Sheilo que aparecían firmes y seductores. El escándalo jamás tomó dominio público, fue solucionado con relativa rapidez y efectividad. Todo comenzó cuando otro grupo de chicos decidió hacerles una broma a sus amigos. Era como tomar un barco y robarse el ti-
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món. Comenzó de forma tan inocente que nadie, ni siquiera los que opinaron en contra de hacerlo, llegaron a pensar en la magnitud de lo que sucedería. La idea era secuestrar a Sheilo. Esconderlo unas horas, enloquecer a su grupo, en definitiva ganar las competencias. Si alguno de sus padres lo pensara, ellos no estaban haciendo otra cosa que obedecerles. La noche antes de los desafíos digitales, los tres más fuertes atraparon al líder contrario en un sanitario. Un fármaco hipnótico en aerosol lo dejó inconsciente de inmediato. Sheilo se enteró de lo que sucedía casi cuando estaba por terminar. Luego de esconderlo, lo dejaron al cuidado de un joven muy discreto mientras ellos actuaban como si nada hubiera pasado. Al otro día comenzaron las competencias. Faltaban dos jóvenes y al oído de sus padres llegó la noticia. Sheilo se habían fugado del paraíso con su novio. –Imposible -murmuró su padre, pensando en demandar a la compañía que aseguró el mapa genético de su primogénito. Universallia permitía tomar esa opción; a cambio, se le daba a la persona un traslado obligatorio a un sitio especial para personas especiales. Por supuesto que ningún líder podía declarar haber tomado esa opción de forma permanente. En todo caso, se les proponía un retiro que incluso podía ser reversible, ya que se entendía que esa opción también lo era. Un líder se enamoraba tanto de su causa que difícilmente encontraría el amor tan pronto; pero suponiendo que eso fuera posible, nunca le sucedería de tal forma que abandonara a su grupo en pleno combate. Eso era antinatural. Mientras, se generaba un gran desconcierto sobre la conducta a tomar. Aún luego de que se decidiera continuar los juegos, pocos momentos después de que el grupo de Sheilo sufriera una aplastante derrota. El se despertó con un gran dolor en la cabeza. Su pelirrojo guardián lo esperaba en el mundo de los vivos con una gran sonrisa. Esa aparición fantasmagórica era la primera de una serie que lo acompañaría en su vida, pero fue suficiente para que sintiera lo más cercano al amor en su vida. Michelle, su secuestrador, resultó ser una persona maravillosa, su madre lo había fabricado con un donante
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de élite, casi no había requerido manipulación y había tenido la suerte de ser huérfano desde antes de nacer, ya que ella había programado morir coincidiendo con su quinto mes de embarazo y cambiar esos trámites requería de una burocracia que nunca llegaba a tiempo. Así que, por herencia, se había visto asignado a aquel sitio de privilegio y ahora se convertía en un delincuente por gastar una pequeña broma. Sheilo apenas podía moverse, no lograba coordinar palabras y veía todo borroso pero recordaba claramente que, en un momento, se sintió acunado por su guardián. No pasaron más de dos o tres días para que Michelle apareciera con una preocupación significativa. –No podemos volver. Nadie cree lo de la broma. No podemos volver. -decía en voz alta. Nunca lo supo con certeza pero, supuestamente por herencia, Michelle tenía acceso desde joven a todos los derechos que algunos adquieren con la adultez, como (por ejemplo) los tubos de transporte. En algunos sitios muy exclusivos se encontraban pequeños sótanos que contenían especies de sarcófagos cilíndricos donde cabía una sola persona acostada en su interior, luego de reconocerla con una pequeña muestra de células sanguíneas, esta cápsula se cerraba en forma hermética y se disparaba por una telaraña de tubos subterráneos que tardaban segundos en recorrer distancias de miles de kilómetros. Sheilo estaba a años de poder usar este medio, pero Michelle lo hacía en forma habitual. El último día que lo vio no logró decirle los mil sentimientos que le había despertado; a pesar de haber recuperado casi toda la conciencia, no pudo asimilar todo lo que sucedió en un momento. Lo vio entrar con cara de desesperación, intentó decirle que en pocos minutos estaría lo suficientemente despierto como para que juntos buscaran una salida al problema que lo atormentaba, pero Michelle lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta uno de esos sótanos, lo acostó en una cápsula, dejó que ésta le tomara una muestra de su sangre y, como un relámpago, mientras se aprobaba el viaje, su secuestrador le dio un fugaz beso. Antes que pudiese decir nada, el tubo disparó la "bala hermética" muy lejos de allí. En los segundos que demoró su viaje, Sheilo no pudo ver el destello fulminante que dispararon en la espalda de su salvador, que caería muerto, mucho
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antes de lo que sus genes decían. Los retazos de la historia llegaban a Nazareno con una pasión inusual, un brillo de realismo que hacía diferenciar esa de las demás. Poco demoró en notar que el joven también sentía por él una extraña fascinación.
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32 Ullia no podía parar de trabajar, quería encontrar la clave de la mente de Nazareno. El grupo parecía agobiarlo, no se reflejaba en ninguna de las historias. Ayudarse a uno mismo; quizás no quiere... no, pensaba en forma confusa. Si el grupo no lo ayudaba, nada lo haría. Había recorrido mil veces su mapa genético, él debía salir de ese estado. El único logro era haber reconocido una adicción, increíblemente inusual, como todas las adicciones; no podía estar sin amar, peor aún, sin tener una relación tormentosa. Al parecer no aceptaba la idea de la estabilidad emocional, lo cual no explicaba la cantidad de meses que llevaba encerrado, parecía no importarle. Su casi fuga había sido resuelta con un dispositivo intracutáneo que lo paralizaría si dejaba el recinto, pero luego de aquel intento se había resignado a estar en silencio. Mientras la doctora analizaba paso a paso su tesis, Nazareno se encontraba junto a su compañero de terapia caminando por el laberinto. Sheilo tenía un plan, había percibido sólo parte de lo que Nazareno sentía, así que -con la mejor intención del mundo- había decidido liberarlo. Sería muy fácil, ya que usaría el recuerdo del pasado que más lo marcó, el momento donde todo el amor y la renuncia se habían fundido en un solo gesto. Repetirlo sería para él exorcizar ese momento, buscar las piezas del puzzle que le faltaban; por lo menos eso creía. Cuando llegó al sótano, la puerta secreta se abrió de forma tan repentina que Nazareno se sobresaltó; apenas logró mirarlo y, antes
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de que pudiera reaccionar, Sheilo lo besó. Intentó apartarlo, pero él lo empujó y lo hizo caer al interior de la cápsula; el golpe en el interior lo aturdió un instante, apenas notó que su salvador metía la mano en una ranura y, mientras sacaba la punta de los dedos ensangrentados, no dejaba de mirarlo y sonreír orgulloso de su obra. Los instantes siguientes fueron lo más parecido a una pesadilla que puede ser descrito. En segundos, Nazareno se encontró lejos e inmóvil. Libre y preso. Vivo, pero sin poder vivir. El recuerdo lo estremeció.
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33 Todas esas imágenes se ordenaron en su mente y, de lo que podía recordar al detalle, aquel viaje era el mejor ejemplo. La brevedad, hermana de cualquier sensación intensa, era como una señal de inicio de un período en que la felicidad, aparentemente un sitio sólo para elegidos, se hizo alcanzable. Llegó de una forma perversa e incluso dolorosa. Cuando estaba inmóvil en la cápsula de metal recuperó todos los sentidos, pero no podía moverse. Toda intención de pedir ayuda era inútil. Un grito desgarrador se sintió en su interior. Los ojos entreabiertos disfrutaban de la oscuridad, el eco del zumbido producto del viaje no terminaba de apagarse, el único olor era producido por su piel que chocaba contra el metal. La desesperación inicial se fue calmando, nunca llegó en forma de resignación, apenas era una certeza de que su prisión duraría poco. Luego sobrevino un placentero recuerdo, su estancia dentro de un cuerpo lleno de amor. Finalmente cayó en la tormenta de imágenes de una persecución. Miles de personas forzando una frontera, aplastando a los guardias hasta que una lluvia de rayos fulminantes llenaba todo de sangre. Todo lleno de sangre. Un doloroso latido le produjo un temblor en el brazo. Su músculo, justo debajo de su hombro, su piel, en esa zona parecía estallar. Un dispositivo se encontraba funcionando con total eficacia en ese sitio. En el establecimiento sanitario todo era alarma. Ullia creyó enloquecer. Detuvieron a Sheilo que sólo bajo una potente droga confesó el lugar de destino de la cápsula. La doctora jamás se perdonó el e-
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rror en la selección de los compañeros de terapia de Nazareno Dalla. Sabía que, a menos que ocurriera un milagro, el pobre tenía las horas contadas. Inmóvil, en un lugar lejano, solo y encerrado. No había forma de traerlo de nuevo, y la autorización para mandar un equipo de rescate podía tardar días. La solución que le recomendaron las autoridades era hacer un parte acusando al individuo de una fuga y a Sheilo de cómplice. Mientras ella manejaba la posibilidad, lejos de allí se producía un milagro.
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34 Ya a esa altura tenía instinto para no caminar a la deriva, habían pasado demasiadas cosas, había amado lo suficiente y sufrido lo necesario, había conocido más personas de lo permitido y viajado más que todos los seres de aquel lugar, había leído, había vivido bastante, si que esto es posible. El milagro tardó horas y, en cada una que transcurrió, un pensamiento diferente, contradictorio o complementario, llenaba su hermética prisión. Pero una pequeña explosión lo trajo a la realidad, a aquella realidad. Las criaturas nocturnas eran hombres y mujeres muy peligrosos, precisamente porque eran seres humanos. Era el grupo más primitivo que había logrado subsistir. Lleno de extrañas costumbres e indescriptibles rituales que sólo eran posibles gracias al exilio que Universallia les había impuesto. Su entrada a las capitales era imposible. Se contaban anécdotas sobre grupos que habían intentado penetrar en las capitales a la fuerza dejando la vida en sus coloridas calles. Estaban llenos de supersticiones y miedos, pero una extraña sensibilidad les permitía protagonizar fenómenos que la ciencia negaba y la religión prohibía. Las tribus tenían un máximo de trecientos integrantes, pasado ese extraño tope se formaba otro grupo. Dormían en intervalos de treinta minutos, por turnos, rotaban la vigilia con el sueño. Esto era sólo parte de sus costumbres, llevaba años asimilar cada una de e-
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llas, ya que tenían miles. Uno de sus oráculos había profetizado la llegada de un ser especial del que había que alimentarse para que no destruyera su raza. Otro había dicho, en cambio, que había que alimentarse del ser y esperar el milagro que derrumbara las fronteras. Cada uno de la tribu dijo su profecía, ser oráculo era un mal común en aquel grupo. No se puede negar que un sexto sentido los condujo al inmóvil Nazareno. Uno de ellos rompió la tumba metálica y rescataron el cuerpo. Nazareno no sabía si asustarse o alegrarse, aunque no pudiera expresar ni una cosa ni la otra. Sintió cómo lo transportaban, vio cómo lo dejaban a un lado y se ponían a hablar en una extraña lengua que no le resultaba del todo desconocida. El olor de los seres era pestilente, nunca pensó que las personas pudiesen oler así, su aspecto no era tan malo, un poco exótico a causa de las largas melenas de los hombres y el pelo rapado de las mujeres. Luego el horror volvió en forma desesperada. Comenzó un ritual ante su cuerpo que suponían vacío de espíritu, uno de ellos sacó de entre sus telas un enorme instrumento cortante. En esos instantes el miedo se quebraba en su interior, ese oscuro manto negro que apareció de la nada se rasgaba para permitir que, del otro lado, estuvieran aquellos ojos, en aquel rostro que lo amó a través de un cristal. A los amantes de las explicaciones y del racionalismo les cuesta admitir que, por momentos, algo similar al azar prime frente a otros factores. De todo el cuerpo de Nazareno, de cada sector, algo atrajo al caníbal para elegir ese lugar. Rasgó la camisa del supuesto cadáver portador de males y, mientras éste se aferraba a aquella dulce mirada, le rebanó la piel bajo el hombro. El dolor tardó en llegar, no así la sangre que, inmediatamente, bañó todo su miembro superior y -mientras todos gritaban en una especie de histeria- el primitivo cirujano se metía el trozo de piel en la boca, sin notar el pequeño circuito que había desgarrado en su intervención. Masticaba en éxtasis, con los brazos en alto. A sus espaldas, los festejos eran cada vez más intensos. Entonces un grito se escuchó por encima de todos. Tanto dolor
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logró apagar los cánticos y el miedo cambió de dueño cuando, ante los ojos de las criaturas nocturnas, Nazareno regresó de la muerte. Se aterraron de forma que comenzaron a retroceder. El que lo había cortado escupió el pedazo de piel, con circuito y todo. Nazareno se levantó furioso y los miró con todo el desprecio que sus ojos rojizos podían expresar. Sintió la sangre caliente en su cuerpo y sólo pudo lanzar un tremendo grito hacia la tribu que no pudo hacer otra cosa que correr en forma descontrolada en diferentes direcciones, chocando unos contra otros para perderse en la noche.
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35 Antes de seguir, Nazareno Dalla se tomó un segundo para sonreír mientras se tocaba la profunda cicatriz de su brazo. Llegó volando a otro de sus refugios favoritos y entró en él a descansar. Recordar agota. El piso donde había vivido con Andy era ahora un lugar abandonado, toda la torre era un gigantesco depósito de computadores apagados, cámaras rotas y pantallas inútiles. La máquinas eran tantas que habían logrado su propio cementerio en el centro de la ciudad, un lugar del que habían desplazado a la muerte de los hombres que ahora se suponía controlada, transformada en un mero trámite aunque su esencia era todavía inmanejable. El tema no era la forma o el momento, sino el después. Vivir escapando tenía una sensación de intensidad suficiente como para que Nazareno Dalla no se planteara esos asuntos con preocupación. Le daba igual. Ya había estado muerto algunas veces y sabía que no había mucha diferencia entre una cosa y la otra. De hecho había sentido los peores dolores cuando vivo, y el profundo cráter en su brazo era testigo de lo que pensaba. Aquella noche, luego de resucitar ante las criaturas nocturnas, se arrastró por todo aquel extraño lugar. El paisaje se estaba mostrando más confuso cuanto más avanzaba. Estaba en una especie de pueblo de pequeñas casas. Le parecieron torres que sólo dejaban ver el piso superior, pero los diseños eran inauditos. Los techos estaban inclinados hacia los lados y, antes de que se preguntara qué función tendría el diseño, experimentó un fenómeno que nunca había visto.
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La lluvia. Se escuchó un sonido similar a una explosión, pero ocurrida en otro planeta. Era de esperar algo terrible y, sin embargo, la siguiente sensación fue maravillosa, purificadora, llena de calma. Pequeñas gotas chocaron con su piel. La sensación de frías caricias aumentó gradualmente hasta que la lluvia se hizo intensa. Descubrió cómo caían cataratas de los techos haciendo música de fondo para el murmullo que invadió el lugar. El agua lavó su herida, él se dejó limpiar, quedándose de pie, mirando al cielo. Observando las gotas volando de la nada hacia su cara, iluminadas por oportunos relámpagos que embellecían el paisaje. Sació su sed. Lavó sus desagradables últimos momentos y comenzó a sentirse mejor. Tocó por vez primera el barro que se había formado a sus pies e, instintivamente, colocó un puñado sobre su herida. Siguió caminando con calma, bajo el agua que nuevamente se hizo suave, apenas visible, finalmente imperceptible. Antes del amanecer se encontró frente a su próximo hogar. Apareció frente a sus ojos de la nada, emergió del paisaje y lo llamó a su interior. Lejos había una colina y, sobre ella, estaba esa inmensa vivienda; era como la fusión de varias casas, rodeada por una pequeña muralla. Al subir a la colina se descubría que, más lejos, había pequeños conjuntos iluminados de hogares; muchos, por todos lados. Esos pueblos recién estaban despertando pero, aún entre sueños, él supo que había más vida en aquel lejano lugar que en todas las capitales que él conocía. Entró a la gran casa y poco le costó descubrir que era un antiguo hospital y, a la vez, una central de Universallia ya descartada; símbolos rotos, puertas destruidas. Seguramente toda la maquinaria que en aquellos tiempos se relacionaba con la salud y la enfermedad; había la suficiente cantidad de alimentos envasados como para haber sido un lugar estratégico en el avance de la civilización. Un lugar abandonado, dado de baja, tirado a un lado. En sus paredes todavía se escuchaban historias de dolor, de bacterias colonizando hombres, de manipulación genética dando resultados inesperados.
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La población de los alrededores había sido barrida bajo la alfombra de las capitales, muchos habían querido salvarse de la marginación pero casi todos dejaron su vida en aquellos intentos. Nazareno recorrió el sitio con calma, la luz del sol comenzó a enceguecerlo. Y, antes de acostarse en un amplio sofá a descansar, descubrió una pared totalmente cubierta de espejos. A medida que había luz su imagen se hacía más y más difusa. Así descubrió, con el paso de los días, que sus heridas se borraban y que -con el tiempoya no se reconocería en los reflejos.
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36 El tiempo cura heridas, es cierto, pero hay algunas que escapan de esa ecuación más acertada para las ciencias formales que para la vida. La que se produjo en Ullia con el escape de Nazareno parecía crecer con los años. Así como un innecesario exceso de responsabilidad, ya que su carrera no fue afectada en lo más mínimo por el suceso. Los grupos terapéuticos siguieron aplicándose. Ella se transformó en una autoridad de la Policía Médica. Controlaba casi todo, desde enfermedades potenciales hasta conductas sospechosas. La política era, ante cualquier síntoma anormal, exiliar en el mejor caso y eliminar en los más agudos. Era muy difícil esa tarea. Los Natura eran todavía fuente latente de peligro a pesar que, desde que había comenzado el exterminio, el miedo los tenía controlados. Por momentos se sentía agobiada de trabajo y veía epidemias donde había un cumpleaños, y luego parecía ver todo tan libre de problemas que pensaba en retirarse. Desde hacía años insistía ante las autoridades de Universallia para localizar el paradero de la tumba de Nazareno Dalla. Muchas veces recordaba su expresión distante durante las sesiones. Otras, simplemente leía y releía las notas, los cuestionarios. Lo que Nazareno padecía era una adicción, una costumbre inevitable que le había llevado una y otra vez a buscar relaciones amorosas, eso le hacía sensible en extremo y por eso su tratamiento con él había fracasado. Le había tomado mucho tiempo, usando sus ratos libres, reconstruir
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la historia de aquel pobre hombre. Pero encontró la clave con sucesivas visitas a Gerard, el clon loco que había asesinado a su pareja. Entre gritos e incoherencias llegó a juntar los trazos de una historia de traiciones y amores como jamás escuchó. Sólo armar el puzzle le generaba tal intriga que en cierta forma comprendía que sus protagonistas directos hubiesen tenido aquellos trágicos finales: nadie podía tener una vida sana con esos aconteci-mientos a sus espaldas. Sorpresivamente para ella, un día encontró en su consultorio el aviso de citación para ver a uno de los principales Pastores. Había esperado demasiado, así que buscó la forma de hacer factible la reunión rápidamente y, para su sorpresa, sólo unas horas después estaba en una de las principales torres hablando con un sacerdote que debía ser uno de los más jóvenes que Universallia poseía. –Hace tiempo que hacemos un seguimiento del caso de Nazareno Dalla y nos ha alarmado su excesivo interés. Incluso las visitas a un clon que permanece hospitalizado han sido registradas como de riesgo. -dijo Ezequiel. Directo al punto para mostrar poder, pensó Ullia. El pastor que tenía delante era uno de los líderes del exterminio en la guerra contra los clones y era lógico que no anduviese con vueltas para hablar con una doctora, por mucha autoridad que ella tuviera. Ella podía haber hecho preguntas de difícil respuesta como, por ejemplo, por qué no se había tenido con Gerard, uno de los clones más peligrosos que existían, la misma política radical que con sus iguales. –Yo estoy muy agradecida ya que Universallia apoyó, en todo momento, mi candidatura y, sin ella, los grupos de ayuda no existirían -contestó Ullia.- Sólo trataba de cerrar aquel triste hecho que dejó un caso sin resolver, aunque ya casi no tiene sentido. –Hemos pensado que rescatar el cuerpo de aquel hombre podía ser bueno. Incluso clonarlo y mostrar a la opinión pública su rehabilitación. No dejar ningún cabo suelto, le había dicho una vez su suegro. –Sin embargo, vamos a esperar un poco más. Así que le pedimos, doctora Herzeg, que no insista por un tiempo. Nosotros le comunicaremos lo mejor para todos cuando decidamos qué hacer. No hay problemas, así que no salgamos a buscarlos. -dijo, finalmente, Ezequiel.
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Y antes de que Ullia se retirara comentó: –Se preguntará por qué no hemos exterminado al clon del pastor Gerard. Ullia lo miró en silencio, aceptando el duelo de nervios de acero. –Fue la voluntad del pastor en uno de sus últimos mensajes. Universallia decidió respetarla en honor a su energía. Sí, cómo no, pensó ella con ironía, mientras regresaba a su consultorio. Ezequiel cumplió el trámite en forma tardía, lo mismo habían demorado en buscar la cápsula en la que Nazareno viajó. La patrulla tardó en llegar al lugar, primero por la burocracia que decidió rescatar al joven, luego porque esos territorios ya no eran comunes para que los cruzaran hombres civilizados. El pastor sintió un nudo en el estómago desde el momento que llegó el informe que describía la cápsula destruida y vacía. Nazareno Dalla había logrado salir de forma inexplicable. La única forma de desatar su angustia era resolverlo. Para eso planeó cuidadosamente sus movimientos. Iba a llevarle mucho tiempo, pero lograría reinsertar a aquel hombre en la capital. O mejor, matarlo. Lo que sea, menos dejar el cabo suelto.
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37 En esos años aquella multitud de pobladores marginales llenó un gran vacío. Sus vidas tuvieron por fin una leyenda, una superstición, algo que escapaba del sentido común, un tema del que hablar cuando el sol se iba. La vida de aquella gente era bastante calma, el peligro más intenso se producía cuando cada tanto las criaturas nocturnas recorrían las calles para saciar su canibalismo con algún poblador descuidado, de esos que ya no quedaban. Así que, para mantener el equilibrio con aquellos seres, dejaban a disposición parte del ganado que criaban. Eso y la agricultura eran las fuentes de supervivencia, su principal ocupación, la única -se podría afirmar- ya que no tenían política ni elegían autoridades. Cada cierto tiempo un representante del poder bajaba a hacer un recorrido, dejaba materiales, daba un par de instrucciones, hablaba de una religión o algo así, y amenazaba con un lugar horrible para los malos pobladores y la promesa de que los descendientes de los buenos podrían algún día vivir en un lugar paradisíaco, sin enfermedades ni muerte, sin hambre ni frío, aunque igual de aburrido. Era más que necesario tener supersticiones y la de hombre de la noche se hizo la favorita. Muchos decían haberlo visto caminar con tranquilidad. Imposible, decían los que preferían la pose de escépticos, cuando unos agricultores contaban cómo habían visto que las criaturas nocturnas habían salido corriendo en forma desesperada cuando el hombre apareció de la nada. Le tenían miedo, afirmaron.
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Decían que se había acercado con curiosidad al ganado, como si nunca hubiese visto un animal en su vida. Afirmaban que era imposible adivinar su edad, y otros dijeron que había intentado comer unas verduras del cultivo y casi muere ahogado. Así, una tras otra, fueron llegando las historias que se repetían una y otra vez, se exageraban a cada paso y transformaban a Nazareno en la principal leyenda del lugar sin que él siquiera lo sospechara. Poco después de su llegada, cuando ya no se reconocía en los espejos, decidió recorrer el pueblo. Su sueño cambió definitivamente y, para comodidad de sus castigados ojos, dormía durante el día y ocupaba la seguridad de la noche en recorrer el lugar. El único momento de riesgo fue el primer cruce con las criaturas nocturnas, pero el terror que causó su aparición no sólo lo calmó sino que le resultó divertido. Cuando descubrió los animales, tardó mucho en pensar que la noticia de la extinción de los gatos y perros, que escuchó cuando niño, fue una de las tantas mentiras que Universallia había logrado arraigar con total eficacia a pesar de Natura. Nazareno Dalla pudo en aquellos años llorar a gusto la pérdida de Andy. Por primera vez la vida le dio el tiempo y la calma necesarios. Su enfermedad, sin embargo, latió como nunca; amaba ese recuerdo, no lo abandonaba en ningún momento. Se dejaba llevar por la devastación de esa batalla perdida, por ese amor imposible. Luego sació su sed con otro recuerdo, aquellos ojos llenos de amor, los que conoció en el umbral mismo de la muerte. Hasta tal punto los buscó en su memoria que logró completar el rostro, esa fue una noche muy feliz, volvió a sentirse en compañía y, por bastante tiempo, disfrutó de su hallazgo. Trasladó sus sentimientos hacia ella, como hacen todos los hombres, amando apenas una visión de quien se asoma a través del cristal. Saber que en algún sitio lejano esa mujer existía le daba fuerzas para vivir cada noche con el sueño de encontrársela en el rincón más inesperado; ella estaba allí, en el mundo, en algún mundo que no tardaría en cruzarse con el suyo.
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38 Ezequiel llegó al pueblo marginal sintiendo una mezcla de ansiedad y asco. Por fin conocería a Nazareno Dalla, pero le parecía ver gérmenes volando por todo el lugar. Por supuesto que no saldría de su cabina, pero tener que interactuar con esos ex-hombres lo enfermaba. Al llegar notó que había sido un error esperar tanto. Esos pobres seres murmuraban sin cesar sobre una presencia que tenía gran influencia sobre ellos, les producía el miedo que tanto le había costado instalar a Universallia. Estas mezclas eran imprevisibles; si había algo que durante décadas postuló la religión fue la importancia de separar. Aislar lo diferente había permitido unir las partes sanas. Unir era sinónimo de purificar; antiguamente se había usado un término muy frágil: globalizar. Ahora la civilización había logrado ir más allá: universalizar. Nada de globos llenos de aire. No sólo intenciones. Había costado demasiado tener una sola religión como para que un pobre ser fugado de una terapia se transformara en objeto de culto. Sólo la posibilidad de que algo que no fuera la subsistencia unificara aquel pueblo olvidado, era un peligro para la civilización. Debía hacer que Nazareno Dalla volviera al instituto, esta vez para siempre; por lo tanto, se aseguraría ese regreso gracias a los dos exterminadores que lo acompañaban. Ellos atraparon a un par de pueblerinos y los trajeron hasta la estación donde la nave había aterrizado y, desde una jaula de cristal, Ezequiel escuchó la historia del ser que caminaba en las noches. –Una vez se llevó unos cachorros de nuestro ganado. -balbuceó
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en un idioma apenas comprensible uno de ellos. Sin duda era un hombre poderoso, había movilizado a gente de más allá de los muros, dominaba a las criaturas nocturnas, no dormía. Algunos decían que había robado a sus jóvenes hijas en mitad de la noche, para devolverlas embarazadas en la mañana. Ezequiel no tardó en pedir a sus escoltas, los sanitaristas exterminadores, que lo condujeran hasta el antiguo hospital. Iba a llevar a varios de los pobladores para que fueran testigos de que se trataba de un simple hombre y de que vieran cómo se moría, para destruir todo posible mito que se hubiera creado a su alrededor. Los exterminadores estaban vestidos con trajes similares a los que hace tiempo habían usado los viajeros espaciales, con un cañón saliendo de uno de sus brazos y un pequeño tanque en la espalda. Iban vestidos de negro para ser temidos y diferenciados, aunque sus trajes sólo encubrieran hombres perfectamente comunes que lo único que deseaban era cumplir una misión redonda para luego no hacer nada. Ezequiel condujo un vehículo transparente hasta la puerta misma del hospital, a sus costados caminaban los exterminadores y los hombres del pueblo, que comenzaron a temblar cuando notaron que el sol se perdía en el horizonte. A cada paso, el lugar se llenaba de oscuridad y la temperatura descendía; era extraño notar el descenso en un lugar tan plano. Al sacerdote no le hizo mucha gracia percatarse que debía bajar de su vehículo, a menos que forzara a sus soldados a entrar y matar a Nazareno en silencio. Pero no; si quería impactar a aquellos pobres marginales, tenía que hacerle salir. Mientras pensó la forma menos valiente posible se colocó un traje y, por primera vez en su vida, pisó un lugar con suelo natural. La calle había sido invadida por pequeñas plantas que hace años alfombraban todo alrededor de aquel sitio por lo que sus pies, aún a través de las enormes botas, notaron que bajo ellos no estaba el sustento de una colorida calle. Se sobresaltó cuando vio que, a pocos metros suyos, la figura de un hombre impedía el acceso al edificio. Nazareno Dalla estaba de pie en la puerta del sitio que le sirvió de hogar, mirando impasible a los invasores. Un Nazareno Dalla
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que, por primera vez en su vida, notó un gran cambio dentro de sí que le permitía leer el alma humana. Sentía que miraba las ideas de los demás, que podía escucharles sus pensamientos. Por eso estaba tranquilo, sabía que la intención de aquellos hombres era destruirlo, pero prefería saber lo malo que ignorarlo. En cuanto lo vieron los pobladores retrocedieron hasta un lugar donde serían testigos de una matanza. Luego del susto, Ezequiel usó todo lo aprendido para ser un buen pastor: –Nazareno Dalla, por fin pudimos rescatarte. Toda la capital se conmovió por tu secuestro. Te llevaremos de nuevo a la clínica y podrás insertarte en una nueva vida luego de tanto sufrimiento. –Insertarme de nuevo en la vida. -dijo Nazareno. En esos instantes pensó si de verdad esas personas creían estar vivas, si tenían idea del mundo que habían creado, y se tomó un instante para pensar cuándo, en qué momento, la humanidad había decidido tomar aquellos rumbos. –Acompáñanos, por favor. Universallia te servirá de apoyo y guía. -sonrió Ezequiel. Nazareno escuchó un sonido, una especie de zumbido que provenía de los trajes de los exterminadores y que iba en aumento. Hacía un par de años que vivían con él dos enormes perros negros. Los había rescatado de los corrales de ganado de la gente del pueblo, lo acompañaban en sus paseos nocturnos, cazaban algún que otro animal, eran feroces pero fieles a su amo. Nazareno no era una fuente incesante de cariño hacía ellos, luego de salvarlos y criarlos los trataba casi con indiferencia, no valoraba demasiado su incondicional amor ya que pensaba que lo daban porque estaba en su naturaleza, no tenían más remedio que serle fieles, no tenían más opción y eso le restaba entusiasmo, por no decir que se lo anulaba. Ellos, en cambio, se desvivían en muestras de dependencia, saqueaban los galpones de gatos para traer ejemplares destrozados a los pies de su amo que, en muestra de grandiosa generosidad, les dejaba comer todo el banquete. Sus presencias rondando por allí, mientras la sombra de Nazareno recorría el lugar, era un toque de sangrienta ferocidad en el mito del hombre de la noche que circulaba por el pueblo. Se decía que demo-
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nios, asesinos e infernales, le suministraban la sangre con la que se bañaba para mantenerse joven. El zumbido alertó a los perros.
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39 Mario Carlos Carámbula era uno de los primeros exterminadores que había reclutado la Policía Médica. Había sido miembro destacado en una de las más terribles y determinantes misiones que tuvieron que afrontar para la salud de la capital, la famosa limpieza de ilegales, hacía ya varias décadas. Un grupo de inteligencia había decidido abandonar los hospitales alejados cuando se cerraron las fronteras, alertando la existencia de grupos que, organizados por la guerrilla de Natura, habían decidido entrar en masa -y por la fuerza- en las principales ciudades, en la última acción simultánea en la que participaron cientos de miles de personas. Se trataba de individuos mayores de cuarenta años que habían sido apartados por presentar deficiencias graves, desde retardos hasta incapacidades reproductivas severas. Mario Carlos Carámbula no recordaba bien los detalles, para él eran adultos deformes. Toda imagen mental anticipada hubiese quedado ingenua ante los momentos que se vivieron en aquella ocasión. Verdaderamente, como decían los pastores, la civilización dependía de aquellas maniobras. Todos los logros estaban a punto de caer, el fin de las enfermedades y aún la inminente instalación de la muerte programada, todo se tambaleaba con la contaminación que significaban todos esos seres con diversidad genética que venían de sitios diferentes, incontrolados; eran entes sin tierra. Cuando apareció la horda, quedó rodeada de exterminadores; eran miles, pero los exterminadores estaban de pie, en unas naves
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altas e individuales que les permitían disparar cómodamente y en todas direcciones. Los rayos generaban una pequeña explosión en los cuerpos, por eso la visión era menos agradable de lo que hubieran deseado. Finalmente quedó una verdadera alfombra de sangre. Estuvo entre los elegidos para la limpieza. Recorrió el paisaje con asco, pero tuvo un golpe de suerte que le aseguró el futuro, además de regalarle cierta popularidad. Cuando vio la figura moviéndose, se acercó dispuesto a dispararle, pero instintivamente se agachó y lo tomó en brazos. Era un pequeño bebé que milagrosamente había sobrevivido a la matanza. Salió del lugar mientras unas cámaras registraban el heroico rescate. Después los medios lo venderían como un secuestro de los anormales para destruir la civilización, sembrando el miedo. Iba a comercializarse como la imagen de la esperanza, demostrando hasta dónde la civilización valía la pena frente a la barbarie. Hoy el destino lo ponía frente a ese hombre de origen incierto. Muchas veces había hablado con sus compañeros de la posibilidad de que el pequeño perteneciera a gente de la capital que, tenían la certeza, había quedado atrapada en la línea de fuego, pero luego dijeron que era genéticamente puro por lo que muchas teorías se tejerían sobre su origen. Lo más importante era que aquella imagen llena de muerte pasaría a la historia con un exterminador rescatando a un bebé de un mar sangriento. Se ganó el retiro anticipado pero tuvo que esperar muchos años para lograr su objetivo, acciones posteriores le habían supuesto el futuro de sus hijos pero después de esta misión podría obtener tres generaciones de privilegio. Sus nietos y los hijos de ellos nacerían en una cuna de oro, serían armados con los mejores mapas de ADN, vivirían en la capital con vidas programadas; todo gracias a él.
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40 Carmen se despertó sobresaltada. El sueño inducido, tranquilo y oscuro, había sido invadido de incoloras imágenes que la habían aterrado. Nunca había soñado en su vida. Dormir era una acción relajante, apagada de sentimientos, pero esa vez, esa noche, entre las tinieblas, apareció una forma y luego otra. Estaba en algún sitio, en un laberinto que recorrió hace tiempo. El camino le hacía recordar en cierta forma a su vida, se insinuaban muchas opciones pero sólo había un camino a seguir. No conocía el mecanismo de una pesadilla, por eso la llenó de desconcierto ver a su esposo dando un sermón a una multitud y después a una de las personas que rezaba en primera fila explotar, luego otra, y otra, y así en una aterradora cadena que llenó el sueño del único color que recordaría haber visto en aquella dimensión, el rojo de la sangre. Caminó dando tumbos y, en el suelo, llorando a pocos metros de ella, vio a un bebé. Sin pensarlo, lo tomó en brazos y comenzó a correr. Buscó un lugar seguro y encontró una de las fuentes de vidrio llena de líquido donde sumergió a la criatura que se calmó de inmediato. Buscó sus pequeños ojos a través del cristal y le sonrió con la mirada. El niño acercó su pequeña manito a la imagen del rostro salvador y allí se despertó. Muerta de miedo. Le tomó varios minutos darse cuenta que todo eso no había pasado, hubiera enloquecido a no ser por un extraño don que la había acompañado desde pequeña y que la tenía acostumbrada a ver i-
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mágenes con la mente en vez de con los ojos. Mientras trataba de respirar con más calma, recordó cuando era una niña y estaba frente a una pantalla de entretenimiento, las formas empezaron a cambiar y observó que sus padres estaban hablando. Le impactó ver cómo ellos, que siempre habían guardado una distancia impactante para una pareja, comenzaron a acercarse e incluso se besaron. Luego se fundieron en un abrazo. Fue la última vez que vio a su madre, nunca supo por qué, jamás preguntó, ya que temía que supieran que había visto, de forma inexplicable, hechos que ocurrían lejos de allí, en otra capital. La referencia la llevó inevitablemente a una cadena de imágenes que la obligó a repasar su vida, su aburrida y previsible vida. Justo en ese instante se percató que cada vez que existía un giro, aunque fuera imperceptible, fuera de los planes, había sentido esa misma sensación que ahora la agobiaba. Pensó en Ezequiel y su misión. Una más entre un millar que había tenido desde que se casaron. Las misiones repentinas, que eran las menos, eran la sorpresa mayor (extraordinaria, si incluían un viaje), por eso sintió en su mente que algo sucedía lejos de allí. Le tentó la idea de volver a dormir, retornar a ese mundo oscuro y previsible como su vida, pero no soportó la idea de otro sueño, prefirió usar otro de sus privilegios, un holograma de relación. Las comunicaciones interpersonales estaban muy limitadas, pero esos viejos aparatos eran muy útiles. Su esposo vería una pequeña imagen tridimensional de ella, directamente en la bandeja de entrada de su vehículo y podrían hablar y, aunque no lo viera, la calmaría un poco. Por lo menos serviría para que notara su mundo inalterado, fuera de todas las sorpresas que su intuición, esa sensación absurda que muchas veces la invadía, le gritaba que podía tener.
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41 La noche era exageradamente oscura, por ello Nazareno Dalla y los tres hombres frente a él daban toda la sensación de haber sido forzados a entrar en el paisaje. Se hizo una larga pausa, un silencio roto sólo por el zumbido cada vez más intenso de un arma a punto de ser disparada. En ese momento, de la parte más oscura del cielo, de dentro mismo de las sombras, aparecieron los perros llenos de furia. Sus colmillos eran lo único blanco que podía distinguirse y, junto con el ruido del arma, la noche se llenó de gruñidos. Uno saltó prensando el brazo armado del exterminador; dentro del traje aislante se escuchó un grito de dolor y la sangre no se hizo esperar. Esas vestimentas no servían de protección contra ataques tan primitivos, así que la salvaje embestida hizo que el hombre cayera sobre sus espaldas y, antes de que cualquiera de los presentes reaccionara, apareció otra bestia buscando el cuello del frustrado verdugo. Mario Carlos Carámbula vio a su compañero en apuros, pero tardó en ayudarlo; es que lo sorpresivo de la embestida no permitió una reacción mayor, así que -cuando su arma empezó a zumbar- el segundo perro soltó el cuello de su presa y saltó sobre lo que tenía más cercano, la pierna de Ezequiel que trataba de retroceder espantado. Toda la experiencia de Mario Carlos Carámbula se enfocó en disparar con un tiro en extremo eficaz al asesino de su colega. Y, en efecto, un rayo de luz salió de su brazo para fulminar a la bestia. Nazareno seguía inmóvil, quizás fue el primero en notar que aquel
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hombre ya no se movía. El olor a sangre invadió el aire de forma tan implacable que seguramente iba a quedar en ese lugar por varios días. Se mezcló con la tierra y construyó una alfombra de barro blanda y rojiza. Ahora la noche también tenía gritos, Ezequiel era escuchado por su altavoz y su dolor era evidente, pateaba con desesperación con su pierna libre, pero el animal estaba prensado a su carne. El sanitarista que por ahora sobrevivía al ataque apuntó su arma para salvar al Pastor; el zumbido volvió a hacerse intenso cuando, sobre sus espaldas, cayeron decenas de hombres. Las criaturas nocturnas habían olido la sangre y un influjo incontrolable se apoderó de ellas. Nazareno sabía que lo seguían noche tras noche, un grupo siempre lo esperaba a una distancia prudencial, moviéndose con cuidado, quizás con respeto, pero evidentemente aquella tribu no había podido resistir el llamado del fluido vital, su alimento favorito. Como tiburones terrestres, aquel olor agrio y seco les había quitado toda distancia, precaución o cordura. Cada vez más manos y dientes desgarraron los trajes, el espectáculo era horroroso. Ezequiel se liberó de su atacante cuando este se fue a pelear con uno de aquellos seres por la otra presa; vio, entonces, la oportunidad de arrastrarse a la nave; sin embargo, sintió un relámpago en la pierna herida cuando dos criaturas nocturnas lo aferraron para llevarlo a rastras a su hogar. Trató de clavar sus dedos en el suelo, pero de la nada más seres lo golpearon, hasta llevarlo a un sitio donde ya no era necesario sentir dolor. Un minuto antes de perder el conocimiento pudo ver dos imágenes que lo aterraron: la de los salvajes que salieron de la noche destrozando a los sanitaristas, repartiéndose los trozos envueltos en telas desgarradas, un par de ellos enfrentados en una batalla atroz con el perro que quedaba, haciendo dudar hasta el infinito que en algún sitio podían haber sido algo parecido a un grupo de hombres; y la otra, mucho más desesperante, la de Nazareno Dalla, caminando en medio de aquel horror, como si estuviera en otro plano, ausente al caos, a los gritos y al miedo, entrando con toda calma en su nave. Antes de ascender, sus miradas se cruzaron; Ezequiel quiso gritarle, pero sólo pudo emitir un último quejido.
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42 Trató de recordar si alguna vez había sido testigo de un horror semejante y algo le decía que había vivido una matanza en algún momento, en algún sitio, pero no recordaba ni dónde ni cuándo. No pudo reaccionar de ninguna manera, sólo fue un mudo testigo de cómo las criaturas nocturnas destrozaban a aquellos hombres llevándoselos de a pedazos a sus casas. De todas maneras, guiado por un impulso (de los que había aprendido a respetar) miró la nave abierta, esperando al pastor con la misión que no pudo cumplir e, inmediatamente, supo lo que debía hacer. Caminó entre la matanza que se estaba realizando a la puerta de su casa, pensando en volver a la ciudad y elegir. Desafiando a quienes querían destruirlo, vengando a quienes lo habían matado. Era demasiada pesada su historia como para dejarse conmover por lo que les estaba pasando a sus potenciales asesinos. Sólo un momento, antes de entrar en la nave, buscó en la oscuridad al pastor que vino a salvarlo; unos hombres de la noche lo llevaban a rastras, pudo ver sus ojos a punto de cerrarse, llenos de dolor y... ¿preocupación? No podía asegurarlo, sólo veía una vida prefabricada, desperdiciada, a la que la realidad había dado un final inesperado. Al entrar en la nave, ésta le murmuró un "bienvenido", se cerró y comenzó a flotar de vuelta a la capital a una velocidad agradable y con una altitud que permitía ver lo que quedaba de los paisajes verdes. Por supuesto que no había murallas, visas ni fronteras para los vehículos oficiales, así que en minutos Nazareno estaba en camino
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hacia la casa del pastor. Fue entonces cuando ocurrió algo en verdad milagroso: apareció, sobre el tablero, una pequeña imagen tridimensional. –Quería saber si estabas bien. Nazareno Dalla sintió un nudo en el estómago; a pesar de lo luminoso de la figura, podía distinguir a la perfección su rostro y sus ojos, la mirada, aquella que lo vino a buscar, la que lo definió a favor de la vida, por la que renunció una vez a la libertad. Allí estaba diciéndole hacia dónde debía ir. Sí, digitó en el tablero. –¿Cuándo estarás de nuevo en casa? -la voz sonaba lejana. Pronto, contestó con emoción. Entonces pensó que un milagro a medias era bastante parecido a una maldición. Así supo que ella no lo esperaba, que podía ser un error insalvable aparecer en lugar del esposo perdido, por lo tanto una vez más tenía que escapar. Logró que la nave hiciera una pausa cercana a su destino y descendió de ella para siempre. Mientras se marchaba a buscar un seguro rincón que lo salvara del día, no pudo evitar sentir pena por hacerla esperar tanto, por no estar ahí para consolarla como ella había hecho con él, por dejarla sola, sin explicaciones. Le tomó el resto de la noche, pero encontró un lugar, lleno de libros extintos, un antiguo museo cerca de una calle roja como la que aún alfombraba su casa, lejos de allí.
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43 Y justo en ese punto de los recuerdos le fue sencillo entender lo que buscaba. No era una venganza contra ese viejo loco que había asesinado a Andy; no estaba solamente escapando de una doctora obsesionada con su caso clínico ni mucho menos era su plan convertirse en la última esperanza de los Natura. Quería conquistar a esa mujer. Esa había sido su única razón para seguir en la capital los últimos años, pero la intensidad de aquellos días lo había alejado de su sueño. Desde el momento que había dejado la nave oficial sintió que su nuevo amor imposible era la esposa del hombre que lo había querido destruir y, a cambio, fue desintegrado por las criaturas nocturnas. Su principal problema en esos días llenos de tinieblas fue haber perdido el horizonte, carecer de un plan, renunciar con apatía a la posibilidad de concretar una tarea tan difícil como sería acercarse a esa hermosa mujer. Quizás por eso se había dedicado a esparcir su enfermedad con la mayor dedicación posible. Enamorar, esa tarea que la vida le descubrió compleja, revolucionaria y supuestamente causante de tantos males, era la actividad que lo mantenía vivo. A pesar de las consecuencias o justamente por ellas. Luego de su regreso a la capital, Nazareno Dalla perdió totalmente la inocencia. Sus actos eran voluntarios, provocados por una incontrolable necesidad de generar sentimientos tormentosos en él y en sus amantes. Por eso, sin consideración alguna, y aprovechando al máximo la ingenuidad de las vidas programadas, con sólo una mirada percibía las necesidades y mentía sin piedad.
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A quien necesitaba un compañero afectuoso, la llenaba de cariño y promesas solidarias; a quien prefería la seguridad, le efectuaba propuestas estables; si alguna quería romper la rutina, la plagaba de pequeñas aventuras nocturnas. A quien la sociedad le había dado un marido decepcionante, le brindaba un amante excepcional, acompañaba sus soledades, sacudía las odiadas rutinas, se transformaba en lo que ellas necesitaran, pero sólo hasta que abrieran sus venas para que él se alimentara. Ahora era inminente que el círculo se cerraba, por lo tanto debía retomar las dos tareas que lo tenían atrapado en aquella ciudad: destruir a Gerard y conquistar a Carmen. La segunda tarea se le planteaba como imposible. ¿Qué sentimientos podía tener aquella hermosa imagen que apareció en la nave oficial por quien había matado a su esposo? Esa era la versión que imaginaba le había llegado, luego de que se descubriera la nave vacía. Como estaba de moda, dirían que en realidad él era un clon desequilibrado, y contarían las horas hasta su captura. Quizás ella pediría informes diarios deseando que se aclararan, por fin, los trágicos sucesos de esa noche. Pero ya no quería especular, sólo quería una serie de pasos que pusieran fin a esta historia.
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44 Nadie mejor que Carmen podía hacer posible que los acontecimientos tuvieran un final impredecible. Tuvo el suficiente tiempo como para analizar los hechos, desmenuzarlos, imaginarlos al detalle y, finalmente, comprenderlos. Al principio, fue muy desconcertante suponer que su esposo venía en camino y luego dejar pasar tantas horas hasta sospechar algo extraño. Pensó en otra misión sorpresa, supuso que Universallia tenía otro de sus asuntos urgentes, y no le extrañó que el Pronto de su contestación implicara más de veinticuatro horas. Cuando apareció la nave vacía, cuando se comunicó la desaparición de dos sanitaristas, cuando nadie (absolutamente nadie en la religión o en la medicina) supo explicarle qué había pasado, sintió una gran desesperación. Los primeros días fueron una desconcertante pesadilla y, para aumentar su sensación de angustia, confirmó el poco interés que había sentido hacia Ezequiel luego de vivir a su lado. Lo conocía de toda la vida y no lograba recordar si en algún momento sintió hacia él algo parecido al amor. Meses después había aparecido aquella mujer de aspecto firme, la doctora Herzeg. Ella le había explicado una extraña versión sobre una misión que había salido muy mal, un enfermo psiquiátrico que había usado la nave para venir del exterior, y unos clones disfrazados de sanitaristas (aparentemente cómplices de tiempo atrás de ese hombre) desencadenantes de tantas desgracias, que habían saboteado una vez más las acciones humanitarias de la religión. La sensación era de todas formas muy extraña, no había huellas
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de los desaparecidos, se los había tragado la tierra. Eso para ella era como prolongar una ausencia que ya Ezequiel había venido cultivando con esmero. Aquella doctora le insistió con alguna posible pista sobre el paradero del supuesto asesino y, por un instante, tuvo la tentación de guardar en secreto la comunicación que habían tenido, aunque luego prefirió contarle los detalles. Por su sinceridad se creyó con libertad y derecho para saber más datos relativos a la misión que la había dejado viuda: –¿Qué le iban a hacer a ese hombre? –El plan era reinsertarlo en una clínica donde lo estábamos tratando. –Es extraño que estando medicado se haya escapado. -dijo Carmen. La doctora Herzeg no comentó nada. –Es el primer caso que conozco que no tiene dependencia, renuncia a la civilización y que, para su traslado, es necesario valerse del apoyo de dos sanitaristas que, supongo, irían armados. -reflexionó, en voz alta, ante la mirada fría de Ullia.- Yo creo que iban a matarlo; quizás se defendió muy bien y eso es lo que pasó. En realidad eso era bastante posible, pero la doctora no- tenía necesidad alguna de rendirle cuentas a la viuda de un pastor, por mucha jerarquía que él hubiera tenido. –Mire, señora -dijo finalmente Ullia- no renunciamos a encontrar a su esposo, o saber exactamente qué sucedió; los detalles de la misión se los puede preguntar a él cuando lo vea. Si considera oportuno participarle de los mismos, lo hará; si no, en nada cambia que usted se involucre. Le recomiendo que se calme y confíe. –¿No me va a recetar nada? -ironizó Carmen. –Trate de descansar -dijo Ullia al marchar.
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45 La noche que Nazareno se encontró por última vez con Juana (la perfecta víctima) comenzó antes de lo usual y duró más de lo previsto. En cuanto el sol se ocultó, usó al máximo de su habilidad para volar entre las sombras de la noche y llegó a un edificio tan inviolable como familiar para él. En otros años había debutado como higienista sexual ante una anciana que lo llenó de amor, placeres y, por ósmosis, de sabiduría. Le dio un par de valiosos planos del corazón de las mujeres. Analizó, mientras se deslizaba al interior del abandonado lugar, que la sociedad desde siempre había jugado muy sucio con sus integrantes. Había mentido sobre su poder frente a la biología, había mentido sobre las comunicaciones, había mentido sobre la libertad; pero, quizás lo peor, la jugada más baja era haber ocultado el conocimiento científico más real, el más cierto que la humanidad merecería haber manejado desde hace tiempo. Nunca se le comunicó a ninguno de los integrantes de la raza humana el descubrimiento más central y profundo, y a la vez más sencillo: los hombres somos un solo organismo. La sociedad es un cuerpo formado por millones de células, individuales pero indivisibles. Estamos unidos unos a otros, dependemos unos de los otros, somos indescriptibles sin los demás. Solos no somos nada. Integrales en colectivo; nuestra individualidad es ficticia. Cada cosa que hace uno repercute en los demás, las presencias y las ausencias. Ocultaron la clave de nuestra supervivencia; es cierto, vivíamos más tiempo, pero ¿para qué? No era una vida feliz,
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jamás lo sería. Estar más rato en un sitio no es estar, así como ser libre no es hacer lo que se quiere. Amar no es posesión, así como tampoco la sabiduría es la felicidad. Cada certeza que Nazareno había tenido en esos años lo había puesto un poco más triste, así como cada novia lo había dejado un poco más solo. Buscó en el piso vacío y, en el único rincón posible, encontró lo que buscaba, una pequeña caja roja con un botón azul. Al tocarlo se escuchaba fuerte y claro un conjunto de instrumentos ya desaparecidos, armonizando sonidos que ya nadie mezclaba, en un tiempo desconocido, llenando el aire de una melodía que había sido dejada de lado, privando a las personas de escuchar lo que algunos hombres eran capaces de hacer con sus mentes, las más exquisitas sinfonías, la más revolucionaria música. Por unos instantes cerró los ojos, esos dos círculos inundados del color de la sangre; había extrañado mucho aquellos sonidos, pero sabía que era el momento de apagarlo y salir, faltaba poco para que el círculo se cerrara.
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46 Su próximo paso casi se ve interrumpido por una sorpresiva visión. Hacía mucho que una chica muy hermosa, con pelo de fuego, se había quedado esperándolo; había pasado demasiado tiempo y nunca se imaginó que ella estuviera allí. El tiempo no había logrado apagar el rojo intenso, pero las llamas eran ahora una alfombra de brasas y cenizas que adornaba la cabeza de una anciana con ojos esperanzados. Desde que Nazareno se fue, Alejandra (la pelirroja de la publicidad) lo esperó, segura de que volvería. Como los náufragos contaban los días rayando una roca, la vida había hecho surcos en su cara, uno por cada momento de ausencia, pero había logrado conservar intacto el deseo de que él regresara. Sintió tanto amor cuando la miró que la abrazó de inmediato, percibió cómo el cuerpo castigado por la espera se desvanecía en sus brazos. La alzó y la acostó en su cama. –La cena se enfrió -dijo él. Ella no podía hablar, acarició con sus débiles manos el rostro de su amado y respondió sonriendo. –Vengo a buscar tu cámara de publicidad. Quiero grabar contigo una cinta y mandarla a todas las capitales. Mientras describía su plan, Alejandra sintió cómo la vida se despertaba en su interior. Notó de qué manera, poco a poco, su cuerpo se encendía y recuperaba el tiempo perdido reponiéndose del daño causado por haber sido cómplice en la invasión de los hogares. Señaló a Nazareno una puerta apenas visible del cuarto y, sin dejar de
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sonreír, le indicó una clave con sus dedos flacos. Nazareno le obedeció y lo que observó le aumentó el desprecio por el reino de terror que Universallia había impuesto. Los agentes de publicidad, los que sostenían el consumo, invitando, seduciendo, generación tras generación, eran una inversión demasiado grande como para producirlos de a uno, así que los poderosos -a pesar de lo que ellos mismos advertían- los clonaban al llegar a la madurez comercial si sus índices de ventas eran fructíferos. Así que, en una habitación contigua, secreta y artificialmente paradisíaca, otra Alejandra, pero con el fuego de la juventud intacto, vivía una vida pública a la que la verdadera había renunciado por amor. No sabemos si los recuerdos se pueden clonar. Seguramente, el tiempo compartido había unido a ambas mujeres, más allá del mapa genético idéntico, en una amistad muy estrecha. No tenían secretos entre sí y la joven Alejandra reconoció en aquel hombre al desaparecido amante de su original. –Sabía que volverías. -dijo la espectacular muchacha. –Lo siento, no creía que notara mi ausencia. -comentó, con absoluta sinceridad, Nazareno, al recordar la antigua adicción de Alejandra por hablar solamente de ella. –Muchas cosas han cambiado. -dijo la joven. Luego, con muy pocas palabras, Nazareno Dalla habló a las dos mujeres de su plan para sacudir al mundo, aunque sólo fuera un poco.
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47 Carmen fue la única persona de toda la capital que casi pasa de largo por la alarma generada por Nazareno. Su percepción estaba tan a flor de piel que podía afirmar que sabía el final de toda aquella historia. Al principio, lo atribuyó al sueño; luego, supo que tenía la última oportunidad de variar para siempre el rumbo de su vida. En lo alto de su casa se subió a un vehículo oficial. La pequeña nave circular voló hasta el hospital donde estaba encerrado Gerard. Durante el viaje, lento y tranquilo, como el trueno cansado de una tormenta en retirada, sintió en un destello cada una de las imágenes que vendrían. Con los ojos cerrados, pudo ver un muro caer y, tras él, toda la historia por venir. No pudo evitar la emoción.
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48 La doctora Ullia también tuvo una percepción, aunque algo más tardía, ya que le llegó sólo un minuto antes de que todo comenzara. Tanto fue así que algunos de sus ayudantes la oyeron decir: No es posible, mientras miraba una puerta cerrada. Habían, por fin, logrado recuperar el rastro de su presa: Nazareno Dalla estaba en el edificio del hospital. Los gritos de Gerard eran cada vez más intensos. Los rastreadores habían dado el resultado esperado, descubriendo la figura del hombre desafiante ante las cámaras, ingresando por una puerta accesoria sin ocultar su imagen. Al revés, podría suponerse que quería que lo vieran. Todas las patrullas se habían movilizado y estaban esperando la orden. En cuanto Ullia llegó al lugar se dispusieron tras la puerta y, entonces, un minuto antes de que invadieran el hospital para terminar de una vez con Nazareno Dalla, la central de Universallia dio la alarma. Ella estaba lista para dar la orden de entrada de sus médicos cuando sintió que algo pasaba y sonó, en cada traje, una llamada de emergencia que los convocaba a todos de inmediato en la capital; antes de cualquier pregunta, miraron hacia una de las grandes pantallas que dominaba la avenida a sus espaldas y vieron lo que sucedía. En cada calle, en cada hogar, en las oficinas, en todos los rincones de la capital se estaba emitiendo una propaganda nueva, seductora, única, inolvidable para quien la viera aunque sólo fuera una vez y por unos segundos. Sobre una cama, un hombre y una mujer hacían
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el amor apasionadamente. Los cuerpos se mezclaban, el pelo rojo de ella se encendía ante la entrega de él. Pero, lo más invasivo, lo que más paralizó a aquellas sanas y civilizadas capitales, era la música, la envolvente melodía que salía de todos lados y llenaba cada rincón, daba vueltas y vueltas en los oídos y, como un río desbordado, inundaba haciendo flotar las mentes, haciéndolas navegar. Durante una hora, la película se repitió una y otra vez. Fue el lapso que tardaron las autoridades en decidir cortar la trasmisión de todas las cámaras de cristal que invadían todas las casas. Durante ese tiempo, la capital se llenó de música. El plan de Nazareno iba muy bien. Cada uno de los integrantes de la Policía Médica se dedicó a recorrer las casas de los encargados de la publicidad. Cuando llegaron a lo de Alejandra, vieron a la anciana acostada en paz, con una sonrisa en el rostro que la acompañaría hasta el final. También estaba una mujer pelirroja que ningún aparato detectó como un clon. De todas formas, fue detenida; le esperaba un destino bastante duro: cuando las autoridades la descubrieron como la protagonista de la película fue incluida en una cámara de suspensión que accidentalmente dejaría de funcionar a las pocas horas. Ninguno de ellos encontró en qué rincón estaba escondida la cámara de cristal que emitía las imágenes y el sonido que habían grabado los organizadores del complot. Ullia quedó sola en el hospital, los demás corrieron a responder al llamado urgente mientras ella aún no reaccionaba. Conoció al hombre de la película y, tratando de concentrarse en no escuchar la música, pudo distinguir a su paciente más buscado y decidió entrar a terminar por ella misma con Nazareno Dalla.
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49 Esperaba que hubieran visto su entrada al hospital; si fuera así, tendría una patrulla en la puerta del mismo, a la hora de la trasmisión. Además de placentero había sido muy interesante realizar aquella grabación. La anciana Alejandra acariciaba con placer la caja de música mientras él y la joven Alejandra se amaban ante la cámara de cristal. Quedaron de acuerdo en darse un tiempo para hacer la emisión, pero antes tuvo la precaución de buscar un rincón especial para la poderosa cámara de propaganda. Cada persona que viera y oyera esas imágenes quedaría sembrada con el deseo de conseguir esos placeres para su vida. Y mientras Universallia inventaba la forma de censurar y poner un manto de olvido sobre su película, se podría reencontrar con Gerard. Cuando subía, guiado por los gritos, encontró una habitación llena de cámaras de supervivencia. Sin dudarlo, se acercó a una de ellas y vio en su interior un rostro conocido, una joven hermosa, de vida infectada. Juana también lo pudo ver a través del cristal. El sonrió por haber cumplido aquella promesa y notó cómo, en forma mágica, la vida se iba del cuerpo atrapado de la secretaria. Sin alterarse, miró en los demás ataúdes de cristal y tomó una decisión difícil y cuestionable. Fue al tablero central, lo abrió, descubrió un montón de circuitos y comenzó a arrancarlos. A medida que lo hacía, la zona se llenaba de oscuridad y muerte. Las cámaras se apagaban una a una y los cuerpos que conservaban en su interior perdían tono, dejaban de flotar y descansaban, en paz, en el fondo. El sistema del hospital entró en crisis por la interferencia y, con
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todas las autoridades tratando de detener la película musical de Nazareno, nadie evitó que el edificio quedara a oscuras. La doctora Ullia Herzeg estaba en el pasillo que daba a la prisión de Gerard cuando esto ocurrió. Hacía mucho que no estaba a oscuras y el miedo, sensación poco común en su vida, la invadió. Retrocedió a tientas hasta las oficinas centrales; ya en ellas, digitó en un panel un sistema alternativo de iluminación que se basaba en el calor de los cuerpos. Para ver mejor descubrió sus brazos y, de su piel, emergió por efecto del ambiente una luz verde muy tenue pero que le permitía no andar tan a tientas. Luego, tras una cámara, ubicó lo que necesitaba: un arma de rayos para fulminar de una vez el problema. Salió nuevamente rumbo al pasillo y avanzó guiada por la luz de su cuerpo que reflejaba extrañas sombras en las paredes del laberinto. Su corazón dejó de latir un instante cuando se dio cuenta que Gerard ya no gritaba. Respiró profundamente para seguir caminando y, cuando menos lo esperaba, observó una luz verde que avanzaba en sentido opuesto. Un cuerpo desnudo venía iluminando su paso, parecía un fantasma que flotaba hacia ella. La figura se detuvo un momento cuando la vio y ella dirigió su arma hacia él. Ese tenso duelo se rompió cuando el cuerpo comenzó a correr con los brazos en alto, luego de emitir un ahogado grito de furia. Sin dudar, Ullia disparó el rayo que iluminó todo el laberinto para estallar en el pecho del fantasma verde que cayó de espaldas en el mismo instante en que su piel se apagaba.
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50 Unos minutos antes de que en el hospital se hiciera el mortal disparo, ocurrió un enfrentamiento que, de haberse dado hace muchos años (el día que Gerard mató a Andy) esta historia no sería la misma. Gerard sólo paró de gritar cuando tuvo a Nazareno frente a él. Todas las pesadillas del viejo Pastor se hacían realidad con la imagen impasible de aquel hombre. ¿Qué era lo peor que podía hacerle? ¿Cuál era el mayor castigo que podía pensar Nazareno para él? Aparentemente le llevó sólo unos instantes decidirlo ya que, sin dejar de clavar sus ojos rojos en el tembloroso demente, Nazareno comenzó a abrir la jaula. Mientras lo hacía, no pudo evitar el recuerdo de Andy, sus increíbles ojos, su constante necesidad de justicia y, por un momento, sintió que la fidelidad era en definitiva ese sentimiento de pertenencia que siempre se llegaba a implantar en nuestras vidas. En su caso, llegó tarde, pero sentía un fiel recuerdo, un fiel sentimiento, una fiel necesidad hacia aquella mujer, a pesar de que ella ya no podía darle amor. Sin hablarle, abrió de par en par la puerta y se puso a un costado dejándole el camino libre. Este es tu castigo, pensó, te condeno a salir a este mundo. Gerard, a pesar de estar aterrado, entendió perfectamente el mensaje y caminó esperando recibir un golpe mortal de un momento a otro. Al avanzar, dejó caer la bata que usaba desprendida para mostrar su cuero marchito y ya casi sin vida. Cuando pasó frente a Nazareno cerró los ojos y sólo escuchó
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una serena respiración; pudo incluso oler la compasión que aquella encarnación del mal sentía por él. Comenzó a alejarse por el pasillo, desconcertado, desconfiando de su castigo, sin entender exactamente la venganza. Sólo había una explicación. Su compañera aún vivía, por algún motivo sobrenatural había fallado su misión, aquella mujer no estaba destruida, seguía allí, en algún sitio, y juntos habían venido a mirar su decadencia, a reírse de su soledad. Sin embargo, él aún tenía fuerzas para ser la espada de Dios. Avanzó por el lugar sin luz. No los dejaría salir del edificio, esta vez sí lo iba a lograr, sacando fuerzas de cualquier rincón de su desnudo cuerpo. Buscaría a la mujer que había sobrevivido a su ataque, mil demonios la habrían escoltado en su viaje de ida y vuelta al infierno. Quizás era eso, ellos habían venido a llevarlo a las negras cuevas del planeta. Dejó de caminar cuando sintió una presencia del otro lado de la oscuridad. Su locura le ayudaba a ver en las sombras y distinguió la silueta de una mujer; lo sabía. La compañera del mal, dispuesta a engendrar mil criaturas impuras, estaba allí, escoltando a quien le había arrancado de su lado a su querida Eloísa. Su anciana compañera, llena de amor y sabiduría, que había tenido un trágico fin por haberse encontrado con esos monstruos. Su corazón comenzó a latir descontroladamente, estiró los brazos dispuesto a atrapar al mal por el cuello y arrancarle la cabeza de cuajo; esta vez no fallaría. Corrió hacia la mujer lanzando un ahogado grito de furia y cayó fulminado por un rayo.
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51 Cuando la imagen de Gerard se perdió en la oscuridad del pasillo, Nazareno fue a la azotea del edificio. Para cualquiera era un sitio inaccesible, pero él sabía encontrar los rincones apropiados. Ignorando lo que ocurría dentro del hospital, salió al exterior. Miró la ciudad a sus pies inmersa en una pasmosa quietud. Abajo, algunos supervivientes de Natura, que inventaban mil formas para comunicarse a escondidas, dejaron su discurso vencido de revoluciones muertas para hablar, al menos por unos años, de la música extinta sonando al ritmo del sexo entre dos seres humanos. Abajo, siempre lo más abajo que se pueda imaginar, había mucha gente que vivía desconforme, a pesar de que en la capital estaban los seleccionados para tener una felicidad prefabricada. Algo en su interior, quizás dándole la razón a la teoría de Nazareno sobre que la humanidad es un ser único e indivisible, estaba triste, marginado, enfermo, lleno de necesidades insatisfechas. Ojalá pudiéramos afirmar que a partir de ese día realmente muchas cosas iban a cambiar. Sin embargo, los cambios no se corresponden con las necesidades de felicidad de las personas. Cierto es también que algunos jóvenes, incluso muchos niños, tratarían de recuperar la música perdida, luego de haber observado la publicidad. Nazareno Dalla se paró en el borde de la torre, al borde de un abismo de soledad, sin motivos para continuar, sin un lugar adonde ir, sin misión que cumplir. Los ojos azules de Andy se dibujaban en la noche, una suave brisa hizo que su cuerpo vibrara en las alturas. Se imaginó volando hacia ella. Sin saberlo, una mujer a sus espaldas estaba a punto de terminar con esta historia.
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52 La doctora Ullia Herzeg sintió que su mente se partía cuando descubrió que había matado a Gerard. La luz se reestableció y vio el cuerpo del viejo con el pecho fulminado. Su respiración se agitó hasta dilatar sus pupilas. Una especie de gruñido se oía en su interior, una rabia con la que no podría seguir viviendo. Guiada por su percepción, se dirigió velozmente a la azotea donde estaba Nazareno para terminar con la plaga de una vez por todas. En el primer minuto pensó que su furia la había enceguecido y miró, para uno y otro lado, pero no había nadie. Una vez más Nazareno Dalla había desaparecido. Con las últimas notas musicales de fondo, Ullia comenzó a gritar tratando de liberar el angustioso sentimiento. Desgarró su bata blanca transformándola en tiras. Su ataque de furia la hizo romper su ropa y lastimar su piel pero no aplacar su alma. Finalmente se acostó, en lo alto de la ciudad, con los ojos inyectados en sangre por no poder bañarlos con lágrimas.
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53 La silenciosa nave de Carmen se detuvo tras él. Ella descendió mirando la figura de aquel hombre, llena de soledad, e inmediatamente se conmovió. Era una noche especial para los sentidos, incluso para las percepciones que los trascienden, así que no fue necesario dialogar. Nazareno se dio vuelta lentamente y miró aquel rostro que ya una vez lo había rescatado. Encuentros de este tipo sólo prosperan si coincide el pasado, el presente y el futuro; a veces hay tanta diferencia entre dos vidas que basta con la necesidad de cambiar. Carmen no percibió las rojas pupilas, había logrado ver tantas similitudes que no se percató de aquella diferencia. Quedaron frente a frente: el hombre al borde del abismo y la mujer que no se resignaba a su vida. Ese era quizás su punto en común: la necesidad de comenzar de nuevo, la necesidad de tener una oportunidad, merecida o no. La simpleza de un final, lo más feliz posible, que permita soñar con un mundo lo más feliz posible. La ruptura de los estados completos para los ganadores y así leer una conclusión con la única ambición de tener el equilibrio vital de una pequeña certeza que permita descubrir un mundo de matices, de alegrías mezcladas, de victorias a medias, enfermedades que permitan la vida y la muerte a partir de la cual se pueda renacer. Carmen y Nazareno viajaron juntos en el vehículo oficial, alejándose de la perfección genética que tenían las capitales, dispuestos a vivir en un viejo hospital, al borde de un pueblo lleno de leyendas, donde ellos y sus hijos pudieran transitar -en forma austera e imperfecta- por un futuro que no esté resignado a ser vivido sin protesta.
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otros títulos de Joaquín Doldán con el sello de ediciones abrelabios La cita y otros artículos para dentistas (primera edición: setiembre de 1997) La monja yanquee (primera edición: julio de 1999)
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Este libro se terminó de imprimir en la ciudad de Montevideo, Uruguay, en el mes de setiembre de 2006.