pastillas para vivir © Enrique Nicoletti http://abrelabios.com http://lsdrevista.todouy.com Arte de portada e ilustraciones de interiores: equipo de abrelabios
Esta versión se realizó (gracias a la gentileza del autor) exclusivamente para divulgación y acceso gratuitos mediante los sitios y espacios web administrados por el grupo de gestión cultural abrelabios y revista LSD.
índice 7 Agradecimiento
103
Formulario
9 Ajedrez
105
Juan Ignacio desciende al cielo
11 Anaximandro
117
Jueves y otros días
13 Camilo, el de las rosas
125
La espera
15 De padres a hijos
127
La memoria sutil
17 Demócrito de Alejandría
129
La moneda
19 Diario de la resistencia
131
La naturaleza de los ojos
27 Don Álvarez
133
La naturaleza del recuerdo
31 Dos locos
135
La otra espada
33 Dos minutos
137
La persistencia del olvido
35 Dos monedas sobre los párpados
147
La persistencia del otro
37 El arquero
151
Los oficios del Tedio
41 El ciudadano
159
Lotería
51 El hombre al que me parezco
165
Manuscrito apócrifo
53 El hombre menos pensado
167
Momentos
63 El hombre que fue todos
169
Mujer de ojos vendados
65 El negro y La Muerte
181
No speak
69 El otro libro
187
Pablo Benítez (1786-
73 El sirviente
195
Pastillas para vivir
75 El tiempo del sueño
197
Profecía
77 El tiempo que antecede
205
Recuerdos
207
Sequía
79 El tiempo que antecede al dolor
209
Soledad
81 El Ubicuo
211
Sueños perros
91 Enemigos
215
Tarde gris
93 Ensayo sobre Luis de Clarvaux
217
Volver a casa
97 Ernesto Sánchez
219
Zeón
a un nacimiento
)
Agradecimiento Sabe que hoy es el último día para ambos. Durante años anheló el momento que está viviendo. Ha perdido todo lo que a un hombre como él le es concedido tener: una guerra, el poder y un gran imperio. Pero cuando amarrado de pies y manos, busca resignado su muerte, sabe también que las vicisitudes de la vida le dejaron algo intacto: la pareja. Tomar el anillo y colocárselo en su dedo, no es una simpleza. Quiere demostrarle su agradecimiento aunque sea en el postrer día. Fue denostado por muchos, pero aún así ella permaneció junto a él. Lo que los demás crean, son vanas conjeturas. Solo ella sabe cómo es realmente y eso le resulta suficiente. La besa en los labios, como de memoria. Entiende que ha malgastado todo su tiempo en digresiones inútiles. El tiempo feliz que pudo pasar con ella lo derrochó. Lamenta no haber tenido hijos. Hubieran sido buenos padres. Los últimos informes recibidos advierten que el ejército ruso está muy cerca. Stalin no ha podido dormir en las últimas semanas. Ha sido su pesadilla durante años. Llegan a la cancillería y se encierran en el búnker. Un hogar, pero al mismo tiempo una tumba. Antes de cerrar la puerta él ordena a los soldados que solo entren cuando sientan el disparo. No otorgará el placer a sus enemigos de verlo cara a cara, ni será presa de la chusma para ser descuartizado y denigrado (piensa en Benito y Clara). Desea una muerte digna para ambos, la misma dignidad con la que han vivido todos estos años. No pudo conquistar el destino de muchos hombres y pueblos a través de una guerra, pero por lo menos quiere conquistar el suyo por medio de esta pequeña batalla que hoy libra junto a ella. Dio instrucciones precisas para que luego los incineren. Pretende permanecer en la historia (puede ver la multitud de páginas escritas sobre él). Quizás sea una forma de vanidad llevada más allá de la muerte, pero las cenizas que será contribuirán a perpetuarlo en el pensamiento de mucha gente. Apunta el arma hacia él. Después que la bala se haya disparado y que el veneno pase por la garganta, espera seguir agradeciéndole. Perdido todo (o casi todo), el 30 de abril de 1945 dos personas deciden casarse y suicidarse el mismo día. Se trataba de Adolf Hitler y Eva Braun.
Ajedrez En sesenta y cuatro cuadrados perfectos, mitad blancos, mitad negros, existen todas las posibilidades del azar y la razón. Observemos la partida. UN ALFIL inmoviliza a una reina. Así, permanece quieta por varias jugadas, como pensativa. Entonces ciertas cosas nos dejan meditando: las caderas de una mujer o los ojos de un hombre. La verdad de algunos o la estupidez de varios. UNA TORRE implacable atraviesa siete casillas y queda junto a un caballo altivo. Entonces algunas personas cruzan tanta vida y tanto azar para quedarse a nuestro lado por una noche, o para siempre. EL MÍSERO PEÓN pone en jaque a un rey. Entonces pequeñas cosas nos duelen tanto o nos hacen tan felices: un bebé dando su primer paso o alguien que, confabulado, nos miente. DOS PEONES Y UN ALFIL ponen sitio a un caballo que, dos jugadas después quedará fuera del juego. Entonces un hombre morirá a orillas del Nilo y veinte en medio del mar. UNA TORRE avanza y derriba sin clemencia a un peón. Y entonces el noticiero habla de cuatro accidentes de auto. EL REY Y SU TORRE hacen un enroque. Por ello, diez libros son tirados a la hoguera en China. Al mismo tiempo, se escriben diez novelas en Colombia. Y diecinueve niños recién nacidos en una favela de Río son sentenciados a nunca leerlas. UN PEÓN es canjeado por un alfil eliminado del tablero cuatro jugadas atrás. Entonces, diez ejemplares de El Quijote se venden en una librería de Nueva York. Y un cuadro del siglo XVI se vende en 40 millones. Una niña hindú, por unas pocas monedas. DOS TORRES contrarias se cruzan sin trabar sus espadas. Entonces de improviso nos cruzamos en la calle con alguien que, irresistible, nos atrae. Dos meses más tarde nos abandonará. LA REINA cae en una emboscada urdida por dos torres y un caballo. El rey queda solo con su menguado ejército. Entonces, tres parejas se separan en Dinamarca. Varias horas después la partida termina en tablas. Entonces, tres parejas se besan por primera vez en la rambla. Vedado tenemos barajar sus múltiples combinaciones, siquiera anticipar la próxima jugada. Humildemente solo registramos su devenir, incrédulos. Piezas de carne viva y roja sangre enumerando días y noches.
Anaximandro Los conocí en el invierno de 1941, en plena guerra. Más de medio siglo después son la justificación de este relato. Pedro y Martín. Ambos ocupaban una mesa bajo la luz macilenta de mi café. Pero bien podrían haber sido griegos en el ágora perdiéndose en alambicadas discusiones. Los considero oscuros sabios a los que la fama y el dinero jamás favorecieron. Sus temas de conversación aparecían publicados en una revista cultural de escasa circulación y de tan pesada lectura que hasta el más experimentado hombre de letras no pasaba de la segunda página. Imagino que sus únicos compradores serían los que escribían en ella solo para satisfacer sus egos. Como faros humanos los dos hombres atravesaron inviernos crueles y veranos transpirados, metidos en aquel lugar. Su elixir para las largas charlas consistía en café, azúcar abundante y cigarros. De vez en cuando alguien se acercaba para hacerles compañía y escucharlos, pero por regla general estaban solos. No les importaba. Allí mismo elaboraban los bosquejos de sesudos editoriales. Aparecían a las ocho de la noche todos los jueves y viernes. Sin grandes galas, con pantalones un tanto gastados y sacos planchados con descuido, como para cumplir simplemente con su vestimenta de profesores de facultad. A la madrugada, cuando los pocillos abandonados atravesaban un sueño de borra de café yo comenzaba a limpiar mesas, levantar sillas y barrer el piso. Pensaba que eso los incomodaría y los haría levantarse. Pero no. Continuaban hasta que sus temas se agotaban. En esos momentos me obligaba a escucharlos mientras revoloteaba cerca de ellos con impaciencia. A veces discutían cosas interesantes. Una vez, Pedro lanzó la idea de la supuesta simetría que reinaba en las cosas. Tema ya intuido según él por el lejano Anaximandro. La idea rebotó en el gacho gris de Gardel de la pared, saltó los bancos parados junto al estaño y corrió a mis oídos. Dijo que el número de hombres sabios equivalía al de hombres ignorantes. La naturaleza dispensaba a cada persona dicha dote de forma despareja. Pero la suma equilibraba los extremos. Eso lo llevaba a una conclusión si se quiere lógica: para mantener la ecuación, un ignorante y un sabio deberían morir o nacer al mismo tiempo. O en idéntico instante, debería morir un sabio y ser sustituído por otro sabio. O morir un ignorante y ser sustituído por un ignorante. –¡Tenemos que probarlo! -desafió Martín. Ya el griego lo había intentado siglos antes. Hizo un censo de las defunciones y nacimientos ocurridos durante varios años en su ciudad y luego investigó las historias personales de cada uno. Empresa irrealizable por vasta y compleja, sin dudas. Por lo que sé, Pedro y Martín nunca hicieron el experimento. Solamente escribieron en varias servilletas un artículo acerca del tema. Si alguien busca en los microfilms de la Biblioteca Nacional puede encontrarlo en el número correspondiente de la revista del mes de abril de 1942. El bar, las mesas y sillas transitando la madrugada a la espera de un nuevo día, no existen más. Hace tiempo me jubilé. Pero me ganó la curiosidad acerca del destino de aquellos hombres. Con paciencia, investigué en los registros y me encontré con una grata sorpresa que hubiese llenado de orgullo a ambos pensadores:
Pedro falleció el 30 de abril de 1945 en el hospital Maciel. Al mismo tiempo, en Berlín fallecía Adolf Hitler. En 1971, en una cama del barrio La Figurita, murió Martín. A la misma hora, en Estados Unidos durante el exilio de uno de sus hijos, nació un nieto suyo, que parece seguirá sus pasos de profesor de facultad. Difícil de creer, pero me quedo con la intuición del griego.
Camilo, el de las rosas Por la ventanilla del auto, le compró un ramo de rosas rojas a aquel vendedor, cuando se detuvo en el semáforo. Hacia la casa, fue pensando cómo recibiría ella las flores, ¿le gustarían? Antes, cuando eran novios y se las regalaba seguido, se enloquecía de alegría. Los ojos le brillaban de felicidad. Entonces lo abrazaba y lo besaba, como si fuera la última vez. Pero claro, doce años eran doce años. El deseo hacia ella continuaba intacto, su amor también, pero el corazón ya no se le sobresaltaba cuando hundía sus manos en sus senos o le deslizaba los dedos suavemente por la línea de la ingle. ¿Faltaba pasión? Él pensaba que era hora de renovar aquellos tiempos. Las flores, suponía, serían un buen comienzo. Apenas llegó, aprovechando un descuido, la abrazó por detrás y le enseñó el regalo. –Esto es para vos -le dijo. –¡Están divinas!... -alcanzó a exclamar. Se dio media vuelta y le estampó un largo beso. Hicieron el amor. Al otro día fueron a trabajar sin dormir. Se revolcaron en la cama con ímpetu de adolescentes por cinco noches seguidas, hasta que las rosas, bastante marchitas fueron a parar a la basura. Entonces, ya no ocurrió nada. Más tranquilos, hablaron de esos momentos. No existían adjetivos suficientes para explicar qué les había pasado. Gracias a aquel episodio pudieron conversar en medio de la mayor sinceridad e intimidad sobre cosas jamás tratadas en doce años de convivencia. Por cábala quizás, dos semanas después él volvió a comprarle rosas. Como la vez anterior, al vendedor parado en los semáforos. –¿Cómo anda? -le preguntó el vendedor. –Bien. ¿Me darías un ramo de rosas? –Se ve que le gustaron las del otro día. Curiosamente, el vendedor se acordaba de él. Pero pronto se olvidó del hecho. A ese olvido contribuyeron las siguientes cinco noches de sexo irrefrenable que le volaron hasta el último gramo de memoria. Su relación como pareja no podía estar mejor. ¿A qué otra cosa podían aspirar? Sexo, pasión, amor, comunicación servidos en bandeja. Todo se mezclaba por las noches. Mientras, en silencio, las rosas, extrañamente bellas, presidían sus encuentros de alcoba con sus pétalos bien abiertos como brazos y piernas de mujer, rojos como la sangre caliente que los sacudía a ambos en la cama. Por tercera vez, volvió a comprar rosas. Allí se enteró que el vendedor se llamaba Camilo. Morocho, de rulos apretados y renegridos, tenía una mirada de malicia agravada por unos ojos verdes y magnéticos. Cuando el semáforo tornó en verde, Camilo lo despidió con una palmadita en el hombro, mientras le decía: –Que te vaya bien. Disfruten. Pero entre el bochinche de la calle él no lo escuchó. El auto partió internándose en la avenida. Camilo se quedó estático en medio del cantero central, con su canastita repleta de rosas. –¡Son tan hermosas!.... ¿Dónde las comprás? -le preguntó ella mirando el obsequio. Rojas, imponentes, desde su florero de cerámica negro inundaban la habitación con su belleza. –En la calle -le contestó, sin prestarle atención, más ocupado en levantarle la pollera mientras la besaba detrás de la oreja.
Pasarían, como las veces anteriores, cinco días más de sexo y pasión hasta que las rosas se marchitasen. En las charlas con sus amigos, él se ufanaba de sus proezas. Todo un amante latino. Las alabanzas y la envidia de los demás lo llenaban de orgullo. La compra de rosas se transformó en la antesala de fines de semana repletos de sexo. Ella se enteró por él que los vendía un tal Camilo en los semáforos de Bulevar Artigas y Bulevar España. –¿Y cómo es él? -le preguntó ella una de esas noches de cama. Su vista se perdía entre el amasijo sensual de pétalos, rojos como el calor de las sábanas de la habitación. –Bah, un pichi cualquiera. Entonces, él no dijo más y volvió a acariciarle los senos desnudos. Un segundo después se metió debajo de las sábanas. En ese preciso momento las rosas estaban encendidas, como ascuas. Queriendo renovar una vez más el regalo, un viernes ya no encontró a Camilo. Volvió a la casa sin las rosas. Esa noche, se durmieron temprano. Desesperado, el sábado fue a propósito para ver si lo hallaba. Pero no estaba. –Bueno, capaz que está en otro lado, andá a saber... -lo consolaba ella. Camilo no apareció más. Sus amigos le preguntaban con insistencia cómo le iba con el asunto de las flores. –Bárbaro, no sabés qué bien la estoy pasando. Y se perdía en detalles que, si bien ciertos, ya no ocurrían. No pudo seguir mintiendo más cuando, tres semanas después, aquel viernes para el olvido, llegó a la casa y ella no estaba. En el dormitorio, al lado del florero huérfano de rosas, encontró una nota: “No me esperes. No volveré más. Fui a buscar a Camilo”.
De padres a hijos Repetimos una costumbre antigua: el rito que el mundo emplea para perpetuarse. No por ello deja de ser un acto único; de la misma forma que nuestras ropas caen al piso, pero siempre de un modo diferente, y que nuestras caricias se repiten, pero siempre por primera vez. Pienso que no somos solo nosotros dos los que te engendramos. Es aquel hombre que se quitaba el frío frente a la hoguera en una cueva (lo siento en cada uno de nuestros mutuos escalofríos). Son todos los que no llegamos a conocer y han muerto. Están presentes aquí en un número y forma que no alcanzamos a razonar, pero sí percibir. En cada gesto de mutuo placer que nos damos, tendidos y abrazados sobre la cama, contenemos los de innumerables generaciones. Sabemos que estamos legándote el filo del acero, pero también un fiel y dos platillos. La sumisión a leyes curiosas que llamamos moral, pero también la rebeldía de ir contra el orden establecido. La lucha con el jefe por la supremacía de la manada, pero también ofrecer el cuello en señal de rendición. El respeto a la imagen de una cruz y también la herética a su símbolo. Un puñado de axiomas. Miles de preguntas. No lo podemos evitar, somos el reflejo del incongruente universo que ahora te entregamos para siempre. Una herencia que no podrás renegar. La llevarás escrita en la sangre con lenguaje inexplicable. Te percibo en el contacto de mi piel con la de tu madre, porque sé que el álgebra de ambas será la tuya. Te descubro en los relámpagos eléctricos que nos recorren, en las formas veloces en las que me disuelvo dentro de ella. Y cuando llegado el momento repitas esta costumbre antigua, legando tu herencia ambigua (nuestra herencia), tus padres (la infinita cantidad de padres que ahora yacemos tendidos y exhaustos en la cama) estaremos presentes. Vendremos desde el fondo de tus entrañas, con ecos presurosos. Lo sabrás.
Demócrito de Alejandría Conocí a Miguel Ángel un día de marzo de 1980. Contaba con apenas cinco años. Vivía en una casa de la calle Vilardebó donde su padre poseía un negocio de compra-venta y canje de revistas y libros. Fuimos compañeros de banco durante toda la primaria. Leía fluidamente, mientras la mayoría se trancaba cada dos oraciones. Pasábamos las tardes del recreo conversando sobre cualquier cosa; su imaginación y conocimiento no tenían límites. Poseía una memoria prodigiosa, y estudiar no le resultaba difícil. Al comenzar el liceo nos separamos y no nos vimos más, aunque creo haberlo reconocido en un par de ocasiones en la calle. En todo caso, en esos encuentros no teníamos tiempo de pararnos para hablar. Hace poco supe de él. Me enteré, por gente conocida en común, que vivía en una pensión de la calle Piedra Alta y fui hasta allí. Miguel Ángel conservaba los mismos rasgos del niño que conocí: los ojos diáfanos y celestes profundos, el pelo lacio y negro que le llovía sobre la frente, el cuerpo escuálido; pero sin embargo no era el mismo. Le había ocurrido algo increíble. Todo comenzó cuando cursaba su tercer año de abogacía. –Cierto día, después de una noche de estudio preparando unos parciales, me desperté y en mi cabeza todavía recordaba letra por letra lo estudiado. No lo podía creer, todo, todo, hasta el número de página en el que se encontraba tal y cual capítulo. Eso me sirvió para mi carrera por un tiempo, porque era capaz de retener un montón de información sin dificultad alguna, vos sabés que siempre tuve buena memoria -me decía con voz apagada, mientras me revolvía en el sillón frente a él, en esa extraña habitación en penumbras, con olor a humedad, sin cuadros en las paredes, sin televisión, sin radio. –Pero, con el tiempo, cada cosa que recordaba ya no la pude borrar de mi cabeza, y día a día nuevos datos se sumaban a los que ya poseía. Como si mi cerebro fuera una esponja que no parara de absorber. En mi mente guardo todos los artículos que compré en el supermercado en los últimos dos años, y hasta su precio, el nombre de cada cajera, el código de barras de las cosas que tengo en la heladera, cada palabra que se dijo en el informativo, cada pronóstico del tiempo… Y ahora también estoy empezando a recordar imágenes. Por ejemplo, vos Enrique, ya estás quedando registrado en mi memoria, y no te vas a borrar más. Tu pantalón negro, tu camisa a cuadros, son fotografías, no meros datos estadísticos. Y tengo miedo. ¿Te das cuenta qué terrible? Ultimamente, he optado por aislarme. No miro televisión, no escucho radio, para no retener más información. Salgo a la calle solo en caso de extrema necesidad. Clausuré puertas y ventanas y, como podrás observar, tapé los vidrios que dan al exterior con papel, para que nada se me meta en la memoria… ya no sé qué hacer. Salí de allí como se sale del cine luego de una película de dos horas que remueve hasta los huesos. No sabía qué pensar ni cómo ayudarlo. No podía creer lo que me había contado. De pronto recordé algo parecido que había leído sobre Demócrito de Alejandría. Había sido responsable de la mítica biblioteca, en tiempos de la influencia griega en Egipto, que estaba siendo amenazada por lo que culminaría en la recordada invasión turca. Llegó a saber lo que decían los incontables papiros que guardaba. Se volvió loco, dicen que incendió la biblioteca. Perseguido por su crimen (después de todo, griegos y turcos amaban la sabiduría plasmada en los papiros), se refugió en algún lugar de Asia donde vivió encerrado casi como un ermitaño el resto de su vida y sobrevivió gracias a que alguna gente piadosa le daba de comer. Pero paulatinamente su memoria fue captando más cosas. Terminó memorizando letras, palabras, imágenes, sonidos, aromas, sensaciones, personas, lugares. Completamente fuera de sí, dicen que un día se arrancó los ojos en un intento 1
desesperado para que no se le colaran más los recuerdos por la mirada. Murió a una edad avanzada. Junto con él se fueron todos los papiros incendiados de Alejandría, cada atardecer, cada amanecer, cada frase, cada imagen, cada persona, cada aroma, cada acto, cada cosa que la vida le había ofrecido. A una escala menor, y sin tanto dramatismo, es lo que nos ocurre el día de nuestra muerte.
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Diario de la resistencia prólogo: Víctor H., conocido entre nosotros como “el bibliotecario”, es el autor del famoso “Diario de la resistencia”. En el cuadernillo, como una premonición, quizás sabiendo que su escrito sería fundamental, registró los momentos iniciales del movimiento revolucionario. De él conocemos frases y sucesos aislados que citamos sin saber su contexto. Para despejar dudas, he aquí la versión completa. PD: Gracias a los compañeros que cedieron la fotocopiadora para realizar la impresión. Carlos
1. Lunes 12 de marzo de... Hoy la dirección de la biblioteca, a través del Ministerio de Cultura, ofreció retiros incentivados para todos sus funcionarios. La cantidad de usuarios, en declive permanente, no justifica el mantenimiento de la institución. En la salita, lejos de la vista del público, donde habitualmente nos reunimos en las horas muertas, veinte funcionarios trazamos avaros cálculos sobre el papel sulfito de los bizcochos. Llegamos a la conclusión unánime de que la oferta nos permitiría vivir a cada uno sin problemas hasta la hora de jubilarnos. María preguntó pensativa, cebando un mate: –¿Qué pasará con todos estos libros? Varios soñaban con vacaciones inolvidables en el Caribe, otros ya se veían conduciendo su propia camionetita de reparto, o como dueños de algún salón de fotocopias, por lo que nadie se dignó en contestar. 2. Jueves 17 de mayo de... Durante mis años de ostracismo en la biblioteca construí cierto mito acerca de la libertad. Para mí significaba tener la capacidad de decidir la hora de levantarme por las mañanas y de prescindir de un sueldo fijo a fin de mes. Pero quizás, porque soy el hombre con más costumbres y rutinas sobre el planeta, cuando al fin la obtuve, se me tornó insoportable. Para disolver aquel bochornoso tiempo libre, me conseguí un trabajo de guardia de seguridad privado, único empleo al que podía aspirar por mi edad. Me asignaron como servicio tercerizado a una exclusiva policlínica sobre Bulevar Artigas en el horario de catorce a veintidós. 3. Viernes 21 de diciembre de... Los médicos y enfermeras del lugar, como me consideraban uno más, me invitaron a participar del amigo invisible. Por deformación profesional regalé un libro comprado en la librería de Elisa. Culturas Antiguas de R. Benito Vidal, compendio de relatos tradicionales de diferentes pueblos. Lindo presente para una enfermera recién egresada. Mis compañeros, quienes habían recibido botellas de whisky, souvenirs y demás (ningún libro en la lista) y hasta la bonita enfermera, al ver el obsequio me preguntaron sorprendidos si yo era “lector”, como si hablaran de alguna enfermedad infecto-contagiosa de moda. –Sí -les dije sonriente y con toda naturalidad. Me sentía un niño que acababa de hacer una travesura, pero de la que no tenía la menor conciencia. Creo que jamás volverán a invitarme para el amigo invisible.
4. Jueves 27 de diciembre de... Como mínimo una vez por semana paso por la librería de Elisa en Dieciocho y Convención. Con una mezcla de inquietud natural por la lectura y con cierta esperanza de volverle a tocar los muslos como en nuestros viejos tiempos de estudiantes universitarios, hoy la escuché quejarse: pese a su bajo precio, nadie compra libros. El problema, agravado porque escasean los escritores noveles y los famosos poco publican, ocasiona que las editoriales cierren en masa y las que aún permanecen se dediquen a los textos técnicos, en pleno auge. –Nadie escribe por el placer de hacer novelas o cuentos o versos -cabizbaja, buscó en las baldosas color terracota del local alguna explicación.- Me ofrecen para vender manuales de informática, textos de ingeniería, de los que no entiendo nada. No sirvo para eso. Yo menos. 5. Viernes 11 de enero de... Elisa me llamó a casa a las ocho de la mañana. Con pesar, me dijo: –No va más. Se acabó. Cierro la librería. Mientras masticaba aún el sueño interrumpido tan bruscamente, quedamos en encontrarnos esa tarde. Soltera, casi entrando en etapa “solterona”, se ha ido quedando poco a poco sin conocidos. Eso sí: siempre acompañada de libros. Puede ser su destino: las letras; al igual que cualquier otra pasión exigen un amor incondicional y nadie soporta estar al lado de una persona que lee y lee en cantidades industriales y solo encuentra tema y regocijo en los argumentos y personajes que algún autor desarrolla a lo largo de doscientas veinte páginas. Golpeé a la cortina metálica. Elisa me hizo pasar. Plena mudanza, con ropa de faena, jeans gastados, camisa sucia. Al fondo, cajas repletas de libros. Por todos lados, estantes desnudos. Apenas nos saludamos, me contó que había conseguido en los clasificados del diario un puesto de correctora de estilo en una editorial que se dedicaba a los textos técnicos de derecho. –Un bodrio, te imaginarás; pero pagan bien. La noté abandonada a la suerte, como si hubiese razonado que ya nada cambiaría el curso de los hechos. Pensativa, se mordía los labios que -a pesar de su edad- no habían perdido el don de despertar mis deseos. –Las editoriales están saturadas de devoluciones como las mías -continuó.- Alguien intentó comprármelos al kilo para reciclar en una fábrica de papel higiénico y me negué. Como una madre a punto de dejar en la orfandad a sus hijos, aventuró: –¿Tenés lugar en tu casa para llevarte algunas cajas? A mí no me da el espacio. Podés elegir los autores o los títulos que quieras. Demoré mi respuesta para no parecer tan codicioso. Siempre anhelé poseer cientos de libros a mi entera disposición, sin bibliotecas ni librerías de por medio y al alcance de las manos para leer hasta el hartazgo. Muy tentador... como la curva de sus caderas. –Bueno, no hay problema. Supongo que precisaré un flete para llevármelos... –Gracias. Y me dio un beso. Por el beso, o porque confiaba en mí como depositario de aquellos objetos, lo cierto es que en ese momento ella no había retaceado ni un gramo de su afecto hacia mí. Resuelto el problema, hablamos sobre la extraña tendencia de la mayoría de la gente a despreciar la lectura y escritura “lúdica”, como se la empezaba a llamar, en beneficio de
la literatura rigurosa y groseramente técnica. Inevitablemente descendimos a la intimidad de la confesión de nuestros miedos de no saber qué va a pasar... Una y media salí del local. Corrí para alcanzar al ómnibus que me llevó a la policlínica de Bulevar Artigas. Colgado del pasamanos del ciento ochenta, disfruté de la agradable sensación de haberme trasladado por unos minutos al pasado, gracias a ese jeans apretado, fácil de sacar, y a unos ojos insinuantes que excitaban hasta a un ciego. 6. Martes 11 de junio de... Para andar con seguridad por la calle, con libros, hay que ocultarlos cuidadosamente. Por ejemplo, “Dr. Jekyll y Mr. Hyde” y “El Pozo” fueron seleccionados y camuflados en papel. Adicionalmente, como llovía, los resguardé con una bolsa plástica. Las precauciones tienen su razón de ser: todavía recuerdo cuando durante la espera para renovar la cédula me llevé “Tajos” de Courtoisie. Mi vecino de asiento me miró con dureza animal y una señora parada a unos metros, túnica blanca en sus manos, maestra muy probablemente, echaba repetidos vistazos oblicuos al libro. Nunca sabré si la movía la extrañeza o me quería avisar de algo. En ese tiempo aún yo no medía las consecuencias. –¡Sos idiota! -me rezongó Méndez cuando se enteró de mi inconsciencia. El apartamento de Méndez, San José y Río Branco, quinto piso, guarda en su interior una auténtica tatucera, una vizcachera, una biblioteca, un salón de música, un bulín, un hogar. Lo había comprado con el dinero de la indemnización y lentamente construyó su fortaleza. Le llama “tallercito”, pero todo depende de las circunstancias, las horas del día y las visitas recibidas. Persona afable, ácido crítico literario, se quedó sin trabajo cuando los diarios decidieron prescindir de sus separatas culturales. “Recorte de gastos”, adujeron. Con pocos años para la jubilación lo pasaron a retiro obligado entre presiones y amables palabras del estilo “vos sabés que es tu única salida”. Por el apartamento de Méndez suelen aparecer religiosamente escritores de renombre, aunque cada vez en menor cantidad. Uno a uno han ido a parar a la cárcel purgando largas condenas por “leer textos lúdicos en público” o por “tráfico de libros lúdicos”, nuevos delitos agregados al código penal. No tiene pelos en la lengua y no importa el calibre de los escritores con los que trabaja, dice lo que siente porque odia hallar en sus protegidos el tufo de los lugares comunes o la sensiblería barata. Se jacta de sus cincuenta y ocho años y de no tener el cerebro lavado como el resto de sus contemporáneos por esta nueva era mecanicista que reniega del arte por su total improductividad. El ascensor me depositó frente al apartamento. Méndez sonrió al verme y lanzó el chiste negro de siempre: –¿Sobreviviste? –dijo, franqueándome la entrada. –Ni me hables... ¿Y Carlos? –No sé si vendrá. Anda muy ocupado detrás de unos datos... Me acomodé a la mesa al tiempo que él sirvió café. La atmósfera del lugar con olor a papel impreso añejado por la humedad siempre me recompone de mis días insípidos. Pilas de hojas sueltas apretadas bajo libros y recortes de artículos que otrora había publicado en diarios -su orgullo- pegados en las paredes, forman un vistoso caos en un rincón apartado del apartamento. –Te traje lo prometido -le dije. Quité la bolsa de plástico mojada por la lluvia. El papel de embalaje crujió y dejó entrever los tesoros.
Velo los libros como Quijote las armas. Cuando con Méndez cada martes intercambiamos la mercancía, yo recibo sus devoluciones con alegría, como a hijos que retornan de un viaje largo. Por costumbre, inspecciono sus aristas, los interrogo por si precisan un parche de pegamento y solo después le pregunto a Méndez qué le han parecido los libros. No soy egoísta, pero amo los textos, y desconfío hasta de mi sombra cuando los presto. Aunque no es el caso de Méndez, quien se los lleva puede ser un oportunista que jamás los regresará o algún delator deseoso de cobrar alguna recompensa por capturar a un traficante como yo. Un descuido puede costar la cárcel o una tristeza. Todo depende. –Me gustan. Sobre todo “Dr. Jekill y Mr. Hyde”. No leía a Stevenson desde los veinte años -opinó Méndez pasando la mano por el lomo del volumen. A su vez, él me entregó los prometidos “Yo robot” y “Bóvedas de acero”. Sabe que Asimov es mi favorito. Y acotó: –Son buenas traducciones, te lo aseguro. Méndez no puede ocultar su debilidad por los libros cargados de texto e ideas, despojados de ilustraciones ostentosas. Él sostiene (y yo le doy la razón) que el proceso lento y decadente sufrido por el arte en los últimos tiempos se refleja claramente en el diseño de los libros. Considera que el primer indicio lo encontramos en la aparición, quince años atrás, de volúmenes injustificadamente extensos, letras muy grandes, papel grueso, márgenes cada vez más amplios y proliferación innecesaria de ilustraciones, como para disimular la sequía creativa. Lo mismo vale para la música, en la que -y siempre siguiendo su punto de vistase da un proceso parecido: nadie crea, todos los artistas reflotan piezas viejas, haciendo sus propias versiones o plagiándolas sin permiso... Un timbrazo en la puerta cortó como filo de cuchillo la sesión de trueque. Méndez fue a atender. Antes de abrir, volvieron a insistir con el llamado. A propósito, para que lo oyeran desde afuera, habló en voz alta: –Por lo maleducado, es Carlos. –Lo de maleducado te lo podés tragar -dijo una voz del otro lado de la puerta. Al abrir, Méndez le hizo un guiño cómplice. –Dale, entrá. Nos saludamos y luego todos repostamos café. Carlos parecía un pájaro nervioso posado sobre una rama: medio cuerpo afuera de la silla, presto a salir huyendo como si de un momento a otro estuviera por ocurrir una catástrofe. Sin perder tiempo, Méndez sacó de una carpeta un manuscrito. –Yo le daría un siete, qué querés que te diga -arranca la crítica al texto entregado por Carlos la semana pasada.- Original el personaje; me gustó el detalle de la gabardina negra. Pero el final muy entreverado, repite muchas veces el verbo ser y estar. ¡Parecés un diletante! Tomá. Círculos en torno a palabras, cruces, signos de interrogación y comentarios al pie de página. Sabe corregir. Se había recibido de la licenciatura en letras en un tiempo récord de cuatro años, y trabajó en el consejo editorial de Planeta, antes que la firma se dedicara exclusivamente a los manuales de jardinería. Ello le otorga un poder especial sobre los textos de sus alumnos que, confundidos, mareados y cargando con la censura a cuestas, llegan a él para que sane las típicas enfermedades de escritor. Carlos produce una prosa urbana dura como el cemento que circunda a todos sus personajes. Un “outsider” típico. Vívía cómodamente siendo administrativo del Banco República hasta que, según sus propias palabras, algo hizo “clic” y se dedicó a la literatura. Estuvo dos años escribiendo cuentos en horas de trabajo. Por algún batidor de turno se
enteraron que le sobraba tiempo. Le dieron más tareas y, con elegancia burocrática, las rechazó alegando estar ocupado. Se amañó durante otros dos años para seguir con las faenas literarias armando sus historias en una ventana minimizada del procesador de texto. Nuevamente lo descubrieron, según él merced a algún pichón de jefe de sector. “Falta de productividad” argumentaron sus superiores. Gracias a ese neologismo incorporado recientemente a la legislación laboral hallaron la excusa perfecta para sacárselo de encima. Ese último día de trabajo se guardó “su obrita”, en realidad un pelotón desordenado de escritos, en diskettes y en hojas impresas. Y sabiendo que jamás volvería a pisar aquel lugar, con un lápiz de labios robado de encima del escritorio de la Otero de contaduría, escribió en una pared frente al gerente boquiabierto: “¿Qué hace un hombre escribiendo cuentos en su trabajo? Solo resiste”. No lo llevaron detenido porque aún existía cierta tolerancia. Carlos, tan monotemático, tan anarquista congénito, tan prófugo, trasciende y se cuela en sus relatos. Aunque a veces pienso si no ocurrió al revés: si aquellas caóticas historias inventadas no le habrían conquistado y modificado con el tiempo su primitivo carácter de bancario. Méndez nos despidió en el hall del edificio sin aspavientos por razones de seguridad. Deseó suerte y muchos cuidados, y desapareció en el primer ascensor abierto. La lluvia había cesado, pero el frío de la medianoche mentía un invierno para el que aún faltan diez días. Caminamos hacia la terminal de ómnibus. Salvo con Méndez, en quien encontró la tabla que lo salvó de un seguro suicidio, jamás permitió que alguien supiera detalles de su intimidad. Pero esta noche, durante diez cuadras me confesó: –La función de oficinista me había transformado en una pose, en una máscara: de doce a dieciocho nos deslizábamos con seguridad y sin tropiezos a través de procedimientos de calidad ISO 9000 y reglamentos internos. Transcurrían para la mayoría horas continuas, felices y amnésicas. Cuando repaso aquello, pienso que había desarrollado una capacidad de adaptación comparable a la de un sherpa del Himalaya o a la de un dromedario del Sahara. Horas sin quejas, reuniones áridas cargadas de tecnicismos sin ir al baño... escupía humo marca Marlboro constantemente y varias veces, por mi eficiencia y automatismo, imaginaba que si hubiese carecido de sangre y huesos sería una máquina. Pero paralelamente, al tiempo que colgaban mi retrato como el empleado del mes, mi resistencia a aquello se fortalecía y adquiría la forma del silencio. Mi parquedad era antológica, como la de uno de esos personajes psicológicos de Dostoievsky. Solo ejecutaba órdenes a la perfección. Nada allí dentro estimulaba mis inquietudes. A veces acompañaba algún comentario con inútiles sonrisas cómplices, o un “ajá, mirá qué bueno” para no parecer un mero adorno. Sin motivos para comunicarme con mi alrededor, sin posibilidades de leer ni siquiera en el descanso (“la mente debe estar ocupada en cosas más provechosas”, sic reglamento interno) me consolaba con pensar que al salir del banco correría como un perro asustado a lo de Méndez con uno de mis cuentos bajo el brazo... La última palabra se diluyó en el vapor de su aliento condensado en el aire. –Hace frío -terminó con brusquedad, apartándose del tema. Entonces entendí: se había sentido molesto por la revelación. El arte, encerrado como furia en el cuerpo de Carlos o de cualquier hombre, sin poder expresarse como desea, adquiere formas violentas: probablemente los recuerdos revueltos lo llevaron a sacar un aerosol y a enchastrar de negro las fachadas de las casas por las que pasamos. Cuando lo hubo vaciado, se dedicó a rayar con la punta de una llave las pinturas millonarias de los autos. Tuve que trabajar mucho para calmarlo.
7. Martes 26 de julio de... Un mes y algo después pienso que, sin dudas, esa noche significó otro punto de inflexión para Carlos. Comenzó a espaciar sus visitas a Méndez y ya solo hablaba de “fuentes confiables”, sitios donde se depositaban los libros lúdicos a la espera del reciclaje, de armas... Si bien no congeniaba con sus ideas anarco-anacrónicas, Méndez lo escuchaba. Sabía que abandonarlo sería imperdonable. La discusión final que sostuvieron ese martes, si no fuera por Sofía que justo llegaba de la calle, seguramente hubiese terminado en tragedia: Carlos, que a esa altura estaba armado, decía que el destino que corrían los libros lúdicos, reciclados con el fin de hacer manuales de computación, economía o catálogos de venta era peor, más degradante que un destino a lo Juana de Arco. -¡Que los quemen de una vez y chau, como en Farenheit 451! –explotó en un grito. La conversación inevitablemente se hizo absurda cuando Carlos nos dijo que se imponía la necesidad de una especie de guerrilla que la emprendiese contra lugares estratégicos del poder. Méndez le replicó, abandonando su corrección, que era un idiota, que con recursos tan obsoletos no se podía batallar contra algo tan abstracto que sin usar la fuerza, simplemente dejando al condenado sin trabajo y bloqueando las tarjetas de crédito transforma a cualquiera en un muerto vivo. No estamos en una sociedad rural en la que uno se puede esconder en una covacha. 8. Jueves 29 de agosto de... Por las noches, alrededor de las once, luego de las clases en el liceo nocturno, Sofía llega y deja su máscara de profesora de Biología en el perchero. Si Méndez en ese momento no tiene alumnos, se sientan a contar las circunstancias del día entre vasos de vino y algún plato de pasta, hasta que el sueño o el alcohol los hace cabecear. En su compañía, a veces, Méndez se vuelve peligrosamente melancólico sobretodo cuando la oye hablar acerca del cierre de alguna librería, o se entera que por escribir en un muro “Cometí el peor de los pecados que se puede cometer, no he sido feliz”, encierran a un conocido suyo por diez años. Entonces aparece Sofía, enorme en fortaleza, y con aquellos hilos invisibles que unen en la intimidad a cualquier pareja, lo sostiene tan delicadamente, desde sus palabras, desde sus razonamientos calculadamente sencillos, que él no se da cuenta. En ciertas ocasiones, si no tiene clases y se queda sola en el apartamento, Sofía ve imágenes grabadas de algún concierto de la Filarmónica, de cuando daba funciones a precios populares, antes que declararan al cuerpo de músicos fuera del presupuesto... De espaldas al timbal, delante de los vientos... Sofía abrazada al violín... Sofía puliendo con el arco algún aria... Sofía aplaudida por el público... Transcurre el video sin que ella se despegue de la pantalla, hasta que las lágrimas reverberan en el fondo de los ojos. Una sola vez, Méndez la sorprendió en esa actitud un día que llegó de la calle antes de la hora acostumbrada. Ella sufre. El violín oculto, envuelto en sucesivas capas de embalaje como un arma clandestina en un estante del ropero, no veía la luz hacía cinco años. Lo de siempre: si la oyen, la denuncian. En lo sucesivo, no la ha vuelto a encontrar en esos trances, pero él supone, presentimientos le sobran, que el ritual se repite a escondidas. Entonces, cuando intuye que ella ha estado viendo las imágenes, y para no herir su orgullo, él se muestra tranquilo, se traga sus problemas sin contárselos y, con hilos invisibles de abrazos y besos lentos, la rescata de la segura caída.
9. Miércoles 18 de setiembre de... ¿Qué límite íntimo, inalcanzable para Méndez, cruzó ella para que hoy de mañana sacara el instrumento del ropero mientras él dormía plácidamente y, en Andes y Dieciocho, se pusiera a interpretar el Bolero de Ravel? Yo venía de entregar “Crimen y Castigo” y “Las Flores del Mal” a un contacto y la casualidad me hizo lejano espectador del suceso. La gente, que había perdido la memoria sonora, apretujada, comenzó a insultarla. Los más jóvenes, que jamás habían escuchado algo semejante y lo consideraron de mal gusto, la emprendieron a pedradas. Dos policías la salvaron de un seguro linchamiento, empujándola con violencia dentro del camión celular. En breves minutos, Montevideo tan pulcra, tan lógicamente planificada, volvió a su movimiento de siempre. Diez años de cárcel. Nunca volveré a escuchar un violín. 10. Martes 15 de octubre de... Viviré un mediodía de martes en el centro de la ciudad. Mediodía sin la visita acostumbrada a la librería de Elisa. Ahora ella trabaja sin problemas en la editorial técnica, y no responde a mis llamadas. Será asimismo otro martes sin encontrarme con Méndez, ausente en aquel universo que se ha construido en torno a Sofía y sus visitas a la cárcel. Olvidó a sus alumnos y a sus libros. Nunca me he sentido más solo. Mi existencia transformada en un lienzo repujado de tiempos huecos. Tengo, en suma, la esperanza desocupada y el fervor improductivo. Hoy volveré al trabajo y me detendré en mi caminata diaria, aunque pueden arrestarme si permanezco mucho tiempo sin circular, como si en ese estúpido acto de rebeldía tratase de frenar la marcha del mundo. Pero la gente continúa el trajín y hasta es capaz de atropellarme si me interpongo en su sendero de hormigas trabajadoras. En la calle, siempre me cruzo con escolares. Solo con pensar que jamás leerán a Saint Exupéry y de grandes no experimentarán las perplejidades de Sábato ante el destino de los hombres, me desespero. Serán físicos, ingenieros o químicos, técnicos en electrónica, nunca escritores, músicos o lectores por placer. Entonces el desasosiego me gobierna y solo me calmo leyendo en la tranquilidad de mi habitación a Octavio Paz. ¿Qué me ocurre? En este tiempo de nuevas felicidades, mi vida no se colma con un apartamento céntrico y un “fast food” cercano. Ese es el problema. Pero, en la negación de la belleza por la belleza misma que hace esta sociedad tecnológicamente perfecta, ¿no radica el significado de la felicidad para ellos? ¿En qué me baso para considerarlos idiotas, incapaces de disfrutar de las cosas que yo considero hermosas?, o ¿qué razón justiciera autoriza a Carlos a colocar bombas solitarias en los shoppings, donde decenas de heridos pagan pecados en que los que solo él cree, como un paranoico empeñado en la caza de fantasmas?...
epílogo: Hasta aquí llega el manuscrito de “el bibliotecario”. El martes 15 de octubre registró la última frase en su diario.
Camino al trabajo, hacia el mediodía, fue apresado. Nuestros queridos poetas proscritos HB y AP, conocedores de los hechos de primera mano, relatan así su arresto: “Parado en medio de la cuadra, absorto en sus cavilaciones, tenía la mirada de los hombres de pocas palabras, de aquellos que conversan consigo mismos dueños y señores de sus silencios. Esa característica lo debió haber delatado, sin dudas. Porque dos muchachos, posiblemente de la brigada juvenil antilúdicos, lo empujaron y tiraron al piso. Puntapiés, risotadas e insultos. Nada se pudo hacer. La policía apareció, sin darnos tiempo de intervenir. Los muchachos no fueron arrestados, pero al bibliotecario, retorcido de dolor, se lo llevaron detenido en un camión celular. Por fortuna, allanamos su casa casi inmediatamente, rescatamos el diario y cuanto libro pudimos (cuyo número fue escaso teniendo en cuenta lo extenso de su biblioteca). Jamás volvimos a tener noticias sobre “el bibliotecario”. Sabemos por fuentes confiables que sus libros fueron reciclados.”
Don Álvarez El inglés conoció a Don Álvarez en la primavera de 1811. Había venido con las invasiones como tipógrafo y periodista del “Estrella del Sur”. Retornaba a Montevideo luego de cumplir unas diligencias. Montado en su caballo, una mañana neblinosa hizo un alto en aquel establecimiento a orillas del Queguay. Avisado de su llegada, Don Álvarez salió del caserón principal para dar la bienvenida al visitante. El inglés lo esperaba a metros de allí, junto a Genaro, uno de los peones. Ampulosamente se acercó y le tendió la mano. Se saludaron. Tendría setenta años. Voluminosamente enorme y vital, de caderas anchas, hombros cargados y vientre abultado, vestía ropa de ciudad, no como la peonada. El pelo blanco, largo y lacio, atado en la base de la nuca formaba una cola de caballo. –¿Por cuánto tiempo se quedará? –Unos días -contestó el gringo en perfecto castellano. –Quédese el tiempo que quiera -le dijo en tono cortés.- ¡Genaro! –Diga, señor. –Prepare uno de los dormitorios. En el almuerzo Don Álvarez se mostró como una persona educada y correcta, un poco soberbia para el gusto del inglés, pero nada más. Luego salió a recorrer el campo. Sin fronteras. No solo por la falta de alambrado, sino porque su propiedad era inmensa. Daba vértigo el paisaje tan extenso, donde aquí y allá las manadas pastaban libremente abandonadas a la buena de Dios, esperando ser sacrificadas en el matadero. Campo y vaca, vaca y campo dedicados por entero al tasajo y al cuero. Sobre las últimas horas de la tarde, el inglés fue adonde la peonada. Llegó a la barraca, una construcción amplia donde se acumulaba el cuero y la carne seca. En la entrada, los peones comían un asado con cuero, sentados sobre bancos improvisados con troncos, alrededor de un fogón que duraría hasta las ocho o nueve de la noche. A pesar de su poca capacidad de asombro, al gringo seguía sorprendiéndole la ociosidad de aquella gente, solo sacudida por Don Álvarez que los hacía trabajar desde el amanecer hasta las tres o cuatro de la tarde en el matadero. Parcos en palabras, cada tanto alguien abría la boca para hacer un comentario que otro, inevitablemente, en forma también escueta, respondería. Casi de noche, con las últimas luces, un hombre apareció a caballo. –Ahí viene Don Álvarez -le dijo Genaro, codeando al gringo que, como uno más, compartía el calor del fuego. Descendió del caballo, lo ató a un palenque cercano y se aproximó. Delgado en extremo, la cara flaca, pegado el hueso al cuero, patillas prominentes, el pelo rebelde, suelto, largo y renegrido, Don álvarez no tenía nada que ver con el que en la mañana había conocido. Todos lo saludaron como si fuera uno más. Un trato cordial, sin los respetos reservados al otro. Se hizo un lugar frente al fuego y, sin más, se unió a la conversación monótona. Don Genaro le comentó al gringo que “Don Álvarez” eran ambos. Uno, dueño; el otro, capataz. Se rumoreaba entre la peonada que -si bien mellizos- ambos compartían la misma alma. Al oír semejante historia, tuvo que emplear toda su flema inglesa para no
reírse a carcajadas. Ello contrariaba todo lo aprendido en sus años de estudiante: según Descartes el alma era indivisible. Al amanecer del segundo día, después de la revelación de Genaro, el gringo fue despertado por los mugidos del ganado entrando al matadero cercano. Se asomó por la ventana y vio como Don Álvarez, el capataz, arreaba de uno en uno a los animales, llevándolos desde el corralón al matadero. Muy sensible a esas cosas, para que no se le revolviese el desayuno en el estómago, se quedó en la habitación escribiendo en su diario de viaje. Entre mugidos y estertores ahogados, el inglés se concentró en su trabajo. Una hora más tarde, unos gritos lo sacaron de su labor. La escena nunca se borraría de su mente: de bruces sobre el cerco de madera del corral de los animales, el capataz -con la espalda descubierta- era azotado por el dueño. El silbido del látigo y el consiguiente quejido de la víctima llegaban claros a sus oídos. La peonada observaba a prudente distancia, temerosa. Según le comentaría Genaro, dichos castigos eran frecuentes cuando el capataz no cumplía satisfactoriamente con alguna labor que el dueño le encomendaba. Diez azotes, ni uno más ni uno menos. Consideraba a su hermano como ejecutor de sus órdenes y debía pagar por los errores cometidos, aunque fueran de otro peón. El gringo comprobó que los años de castigo infringidos no habían hecho mella en él. Seguía siendo el mismo capataz, humilde y taciturno. Como esa gente que acepta de buena gana su destino, porque considera que es la porción del pastel que se le ha otorgado en el reparto. “La mitad del alma que le tocó en suerte”, razonó. No guardaba rencor hacia su hermano y, a su vez, el otro lo castigaba como un hecho natural y cotidiano, sin remordimientos. Uno extremadamente soberbio y el otro extremadamente humilde, diferentes, ¿qué cosa podían compartir? Pensó que quizás allí radicara el asunto. Decir que compartían un alma partida en dos era el modo en que la peonada ignorante, en un rapto de ingenio poético, explicaba el fenómeno de dos personas conviviendo en una situación así. El inglés se llevó la absurda anécdota del alma dividida en dos a Inglaterra. En los pubs londinenses la contó. Como uno de los delegados a la Convención Preliminar de Paz de 1828, el inglés volvió a estas tierras. No había olvidado la historia a pesar del tiempo transcurrido. Aquí se enteró por boca de otros del desenlace. Don José arribó a orillas del Queguay, con su “redota”, escasos días después de que el gringo se marchara de la hacienda. Don Álvarez, el dueño, se negó a prestarles ayuda. Consideraba al General como un bárbaro simplemente un poco más inteligente que el resto, que sacrificaba a muchos por utopías sin pies ni cabeza. No sabía que, por las noches y a escondidas, encabezados por su hermano -el capataz- los peones acercaban ganado al campamento artiguista. Trataban de paliar en algo las necesidades de la gente que permanecía en los límites del establecimiento. Inevitablemente, pronto todo se descubrió. Los peones escapando de la ira del dueño, huyeron adonde el General para no volver. En el viaje de regreso a Inglaterra, tras conocer el fin trágico de los dos hermanos, pensó seriamente en la probable falacia del postulado cartesiano. Razonó por qué no, si a veces la naturaleza hacía nacer criaturas con dos cabezas o tres ojos, por qué no podrían existir dos personas con la misma alma.
Don Álvarez, el capataz, ¿habría razonado lo mismo pues, teniendo la posibilidad de huir con los demás, se quedó? ¿Habría intuido algo similar Don Álvarez, el dueño, cuando -lleno de ira- lo azotó hasta morir y luego, viendo lo que había hecho, se descerrajó un tiro en la cabeza? El inglés retornó a su país con más incertidumbres que certezas.
Dos locos “Otro día más”, pensó Hugo. Desde aquel diagnóstico, los días no tenían gusto a pastel de manzanas, sino a un yunque de hierro. Encendió el televisor y el noticiero matutino le escupió las novedades del día. Se incorporó y el yunque masivo lo golpeó en la cara. Cruzó frente a la mesa del living donde reposaba una botella de whisky vacía, abandonada a su destino de basura. Restos de una noche solitaria. Caminó al baño. De un frasco tomó dos grageas y se las tragó. En el espejo del lavatorio, miró unos momentos. La barba crecida, las ojeras de insomnio, la cara flaca, el pelo descuidado. Como si esa imagen reflejada le pudiera responder mejor que los médicos por qué ese hombre era él, por qué le dolía la cabeza, por qué estaba obligado a tomar pastillas antes de dormir para poder dormir y pastillas al despertarse para poder despertarse. El informativista dio el pronóstico del tiempo. Soleado y sin nubes. Con el auto en el mecánico, esa mañana se obligó a caminar las doce cuadras. Odiaba la ciudad. Un gran circo. Por ello siempre iba en auto al trabajo, no gustaba de los ómnibus ni de las caminatas. Salía a la calle solo para trabajar. El resto del tiempo se atrincheraba en su “pent house”, en el edificio más elevado de la ciudad. Como si la altura lo separara con seguridad de los demás. En vacaciones, cuando las tenía, se iba lejos. Algún hotel remoto. Otro universo. Dobló la esquina y divisó el hospital psiquiátrico. Un murallón alto de ladrillos rojos coronado por hileras de alambres de púas. La corona de un Cristo que en su interior intenta redimir ovejas descarriadas. En el consultorio atendió hasta las tres. Lo de siempre. Los problemas de siempre. Cuando despachó al último paciente con el cotidiano: “nos vemos en la próxima consulta”, cerró la puerta y volvió a la soledad. Estuvo un tiempo mirando los diplomas colgados de la pared. “Hugo Álvarez, psiquiatra”; “IV Congreso Panamericano de Psiquiatría”; “IX Jornada de Psiquiatría. Caracas, Venezuela”, etcétera, etcétera. Tan lejano. Ni la imagen en el espejo de su “pent house” ni los diplomas lo reflejaban, desde aquel diagnóstico. Allí no estaba su salvación ni la de sus pacientes. Tonto. A los caídos en la locura no se los puede devolver al mundo de los cuerdos. Solo se puede amortiguar su dolor de existir. Sueños rotos, pedazos de una realidad, es necesario barrerlos y meterlos debajo de la alfombra. Apenas entró al apartamento encendió el televisor. Lo escuchó llorando una novela mejicana. Se duchó. Dejó que el agua casi helada le resbalara por la cabeza y la espalda. Vació en su garganta el alcohol de siempre. Antes de meterse en la cama tomó las dos pastillas. Cierto lunes apareció un nuevo paciente.
Desde su sillón, Hugo lo examinó con la mirada mecánica acostumbrada: la cabeza rapada a cero, los ojos grandes, bien oscuros, duros, hechos de la misma sustancia de aquel lunes de hierro que se deslizaba por las paredes del consultorio, infundiéndole a todas las cosas la magia de la rutina y la tristeza. Como siempre, ni se molestó en revisar el expediente. Al otro día, en medio del recreo vespertino, Hugo salió al patio. Entre todos los internos, aquel loco recién llegado le llamó la atención. Lo observó con las manos apoyadas contra el alto muro de ladrillos que miraba al oeste. Como quien empuja algo muy pesado. “Trata de escapar”, dictaminó. Los dientes apretados. La cara roja e hinchada por el esfuerzo. –¿Qué estás haciendo? -le preguntó, acercándose. No le hizo caso. Transpiraba a mares. Los ojos cerrados. Hugo se cruzó de brazos y esperó. Pasó media hora. Pero Hugo no pudo hablarle. El loco apretaba los dientes, transpiraba. Cada uno de los músculos en tensión máxima. Transcurrió media hora más, hasta que la campana del fin del recreo lo hizo volver a la realidad. –¿Qué hacés? –pudo, al fin, interrogar. –Intento que la Tierra gire en otro sentido. Volver atrás el tiempo. Desandar mi vida y la de todos. Ese mismo día Hugo investigó el expediente del loco. De manicomio en manicomio. Habitualmente repetía el mismo ritual. No importaba si llovía, si hacía frío, o calor. Aparte era portador del HIV. “Un héroe anónimo”, pensó. “A pesar de todo, a su manera trata de hacer algo por arreglar las cosas”. Hugo volvió a su casa bien entrada la noche. En el baño, agarró los frascos de pastillas. Se llevó a la boca unas cuantas. No prendió la televisión. Fue hasta el living. Abrió una botella de vermouth. La consumió con sorbos largos. Luego, apoyó sus manos en la pared oeste del apartamento y empujó a la Tierra con ganas. Unas ganas de hacer cosas que no había experimentado en mucho tiempo desde el diagnóstico de los médicos. Se sentía como un Atlas singular que, en vez de sostener al mundo, lo empujaba. Gastó todas sus fuerzas. Agotó cada uno de sus músculos en esa titánica tarea, hasta caer al piso a un paso del desvanecimiento. Agonizando, con ojos incrédulos flotando en un mar de pastillas y alcohol, percibió que la Tierra giraba en sentido contrario. Entonces sonrió satisfecho.
Dos minutos El Fiat 147 azul venía del este el domingo por la tarde. Luis manejaba. El motor trabajaba parejito, sin ruidos raros tal como le había dicho el mecánico. Comprado en 36 cuotas, faltaban todavía 25. Pero no se arrepentía de su decisión. Al fin y al cabo todo lo habían conseguido en cuotas con paciencia y sacrificio. Nada se comparaba con irse para afuera los fines de semana. A su lado, Marta miraba la carretera. Se perdía observando los carteles indicadores. Cada tanto salía de su abstracción. Entonces le comentaba a Luis que cuando llegaran a casa tenían que hacer los mandados porque habían olvidado comprar algunas cosas para la cena de la noche. En el asiento de atrás, Jimena y Miguel gritaban y jugaban de manos, despreocupados por la conversación de sus padres. Mañana volverían a la escuela como cada lunes. Dos minutos más tarde el Fiat 147 se estrelló contra un pilar del puente.
Dos monedas sobre los párpados Los lienzos y vendas que me cubren se desarman y caen. Para abrir los ojos me tuve que sacar una moneda de encima de cada párpado (ese es el método para sepultar a los muertos). Poco a poco vuelvo en mí. Me siento en el lecho de piedra. Mi cuerpo está entumecido. En la boca guardo el sabor de un sueño largo, parecido a la eternidad. Tiene gusto a vino agridulce. Respiro. El aire entra a raudales en mi pecho y me sorprendo, como un recién nacido cuando inhala por primera vez. El dolor en la espalda me recuerda a un látigo y el de la cabeza a una corona. El tacto familiar de la piedra. La tela del sudario empapada en sangre y agua roza la herida de mi costado. Mis pupilas se dilatan y tratan de percibir la débil luz metiéndose no sé por cuál resquicio de la entrada. Las muñecas y pies tiemblan por el fantasma terrible de unos clavos oxidados. Aún siento el hierro cruel perforando mi carne al ritmo de los golpes secos y expertos de un verdugo, que perdoné porque no sabía lo que hacía. Las imágenes se desencadenan, van y vienen al azar. Curiosamente no sé quién era la mujer que lloraba desconsoladamente por mí en medio del suplicio aquel mediodía mientras el cielo se desgarraba en nubarrones. Ni tampoco sé de quién era la mirada temerosa ocultándose entre la multitud (me parece que lo llamaban Pedro pero todo está enredado en mi mente). ¿Fui yo que curé a un ciego, a un leproso y a un paralítico? ¿Era a mí al que le decían “El rey de los judíos”? (Eso rezaba el cartel que colgaron en mi cruz). Estoy confundido y me parece que todo es un error. A través de infinitas generaciones, todo lo que aparentemente aconteció será rememorado. Tratarán infructuosamente de descifrar lo que supuestamente dije desde mi cruz en lenguaje llano y simple. Escribirán lo que creyeron ver y oír, pero no lo que realmente sucedió. Beberán y saborearán innumerables veces un cáliz y una hostia (es que los hombres tienen esa forma extraña de perpetuar la memoria). Multitud de gente que jamás conocí ni conoceré, matará y morirá defendiendo ideas que no son mías, sino del que estuvo al lado en la otra cruz, callado y sufriente como un simple mortal. Creo que no eligió morir junto a mí, pero siempre intuyó que algo más poderoso lo movía. Siendo carpintero, su padre (no el de carne y hueso) lo hizo profeta. De nada sirvieron los cuarenta días en el desierto ni que se arrodillara en el huerto de Getsemaní. Su vida estaba decidida de antemano. Afuera un arcángel vestido de blanco mueve la piedra que tapa el sepulcro y me franquea la salida. La promesa de sentarme a la diestra del Padre será cumplida.
Antes que yo muriese, muchos anunciaban que al tercer día el Hijo del Hombre iba a resucitar. Espero por su bien que así sea. Era un buen hombre. Me hubiese gustado ser aquel profeta que compartió el Gólgota conmigo y no un simple ladrón.
El arquero Al historiador Rodolfo Laguna sus colegas extranjeros lo comparan con Fernand Braudel, aunque para los coterráneos jamás ha pasado de “el vecino de la otra cuadra”. Ahora reside en una casa de dos plantas, tejas y ladrillo a la vista. Me enviaron del periódico para hacerle un reportaje. Cuando llamo a la aldaba me atiende una mujer mayor, probablemente su empleada. Varios diplomas y menciones nos observan desde las paredes blancas. Testigos de una gloria vestida de color sepia. Enciendo el grabador y comienzo la entrevista: –¿Cuándo volvió de París? –Hace seis meses. Desde entonces estoy aquí en la casa que me vio nacer. –En Europa se consagró como un gran historiador. Cobró fama mundial al realizar investigaciones reveladoras. ¿Qué oportunidades encontró para desarrollarse? –Digamos que conocí gente nueva... La puerta del estudio se abre y entra la señora con una bandeja. Una taza de té con dos terrones de azúcar. Me pregunta si quiero algo. Le pido un vaso de agua. Continúo: –Hace un tiempo escuché una conferencia suya en el Ateneo sobre la aventura del África Corps. Brillante. ¿Cómo puede retener tanta información? Rodolfo entrecierra los ojos y frunce el ceño. Hace un breve ademán, que entiendo enseguida. Obedezco apagando el grabador. –Tengo calor -se queja y desabrocha los primeros botones de su camisa. No entiendo lo que ocurre. Salto en mi silla al ver un mar de arena sobre su pecho, que florece y aumenta de tamaño. Tose asfixiado y se lleva la mano a la boca. Desde sus labios surge un puñado de arena que llueve sobre la mesa. La cabeza de Rodolfo se inclina pesada hacia adelante. Dice: –Tres de octubre de 1942. Libia y el desierto. No hay agua, ni combustible. El vehículo enterrado en las dunas. La cara en llagas y la muerte cercana. Rendido, cae de cara al suelo. Solo queda aguardar a que el sol haga su trabajo... Se produce un silencio eterno y no se me ocurre nada para cortarlo. El ruido de la puerta rompe el hechizo: la señora me trae el agua. –Perdón -se excusa Rodolfo, recobrando la compostura, como si hubiera cometido una travesura.- me hiciste recordar la muerte de un soldado alemán del África Corps. Sacude su camisa. Pasa la mano sobre el escritorio y arma un montoncito con la arena desparramada. Va al baño y lo siento hacer unos buches. Antes de retirarse la mujer echa una discreta ojeada al piso: parece un desierto en miniatura. –En uno de mis viajes a París, conocí a una amiga que más tarde me ayudaría a entrar en La Sorbona -continúa mientras toma asiento nuevamente-. Ella tenía la virtud de rememorar todo el pasado de la humanidad. Desde los hechos más triviales hasta los más conocidos. Toma de un sorbo la taza de té. Olvida echarle azúcar. Cuando se da cuenta, ríe nerviosamente. Me acomodo en el sillón. No sé cómo seguir la conversación. –Y... y... me comentaba de aquella mujer en París... –¡Ah!, sí, fueron dos meses intensos. Luego me dijo que había sido contratada por una universidad norteamericana. La querían en su staff. En realidad una excusa suya. Días antes ella había notado que no podía controlarse y a veces en cualquier lado le daban
“ataques de pasado” como solía llamarlos. No volví a verla más. Me quedé solo en París con mi cátedra y con la extraña virtud que había heredado sin saberlo. No hace falta decírtelo: acceder a detalles históricos desconocidos me hizo famoso. Escribí libros y ensayos que merecieron premios y más premios. Inventé fuentes y bibliografías para que no sospecharan de mis investigaciones. Por ejemplo, para que te hagas una idea, me encerraba por las noches en mi apartamento a rememorar la larga marcha de los españoles hacia Tenochtitlán y, al otro día, amanecía el piso plagado de marcas de cascos, restos de plantas pisoteadas y barro. Despertaba agotado y con hambre, con los brazos y caderas entumecidas y la impresión de haber cabalgado por varias horas. Tal como les había ocurrido a los soldados de Cortés. Pero valía la pena porque volvía cargado de datos históricos listos para escribir... Con el tiempo esa vida me cansó y decidí retirarme. Entonces regresé a Montevideo. –¡Ah!, grita Rodolfo. De la cabeza brotan débiles hilos rojos que serpentean su piel. Más y más hasta que son cauces furiosos entre cordilleras heladas. –No te asustes. Es normal. Ya pasará. Puta madre... Pero, ¡cómo duele! Saca un pañuelo, con naturalidad se limpia la cara y se frota el cuero cabelludo. Sobre la mesa, desparramadas, unas piedras de respetable tamaño. –¿Qué pasa? –Me vino a la memoria el momento en el que Cortés resistía en una plaza de Tenochtitlán el avance de los aztecas. ¿Sabías que recibió una pedrea que casi le cuesta la vida? Junta las pequeñas rocas y las tira en la basura. Toma un sorbo de té y continúa hablándome, como si no percibiera mi cara de asombro. –Pero se ha convertido en una enfermedad. Lo que en algún momento obedecía a mi voluntad, ahora me ocurre de improviso y a toda hora -sonríe irónicamente-. Y yo me reía cuando esta amiga decía que cada ataque semejaba a una saeta lanzada por un arquero parapetado en el pasado. Pero es cierto. –En todo caso solo recuerda hechos trágicos... –El dolor jalona la historia de manera permanente. Pero no creas que todo es así. A veces puedo llegar al orgasmo cuando por ejemplo recuerdo a un señor feudal haciendo uso de su derecho de pernada. Los pantalones que he mojado... –¿Por qué le pasan esas cosas? –No sé. Solo quiero sacármelas de encima y vivir el resto de mis días en paz. Terminamos la entrevista sin poder grabar una palabra. Presiento que Rodolfo no ha dejado detalle por contar. Cubrimos con lentitud el camino de grava del jardín. De súbito se lleva la mano al estómago. –¿Le duele algo? Jadea y tiembla. Su rostro se perla de sudor. Se hinca en el suelo y apoya las manos. Aspira con desesperación. Una mancha de transpiración devora su espalda hasta cubrir toda la camisa. El ataque cesa en diez segundos. Se incorpora como puede. Su tórax inhala y resopla como fuelle frenético intentando atizar un fuego a punto de extinguirse. –Atravesar cuarenta kilómetros para comunicar a toda Atenas que Milcíades había triunfado sobre Darío en Marathón no fue fácil. El soldado que lo hizo, falleció de agota-
miento... Pero lo que nadie sabe es que corrió contra su voluntad. Tuvo que optar entre aquella travesía histórica o la ejecución sumaria... Eso se llama un fin paradójico. Tras calmarse un poco agrega: –Menos mal que duró poco. Perdóname. En realidad no sé qué perdonarle. Nos despedimos a unos pasos del portón de calle. Él luce bastante desmejorado. –Le prometo no hablar de esto. –Te agradecería. –Es un secreto que tenemos que guardar bien guardado. –Adiós. –Adiós. Preciso de todas mis fuerzas para levantarme al otro día. Como si aprendiera a caminar por primera vez, no me puedo sostener en pie y necesito la ayuda de los muebles. Algo no funciona bien. Tiemblo como una vara verde. Tengo los ojos bien abiertos, lo sé. Pero a mi alrededor, cientos, sino miles, de personas. Piso una tierra que intuyo lejana. Siento felicidad y, por momentos, euforia. Me restrego los ojos. Fugazmente consigo observar el espejo del dormitorio antes de volver a contemplar la muchedumbre. Comienzan a dar vítores. El corazón me patea en las costillas. Reconozco al hombre que el cristal devuelve: lo he visto en varias fotografías. Cráneo rasurado y lentes. Una túnica trata de cubrir inútilmente su alma grande. Una voz débil se hunde en mi cabeza formando ecos: “Ghandi, la marcha de la sal”.
El ciudadano Seguramente el primer habitante no demandó ni consintió ser parido por esta tierra. Sabemos más o menos dónde y cuándo tomó vida: probablemente debajo de los cueros de una carreta o dentro de una chabola de terrón y paja, según sostienen las universidades y escuelas. Pero nadie aventura ni escribe sobre qué nombre le darán las futuras generaciones al último poblador de este país. Con tales consideraciones te entretenías, pero el murmullo de tus parientes dentro del auto te aterrizó sobre el asfalto del camino y obligó a dejar al ciudadano hipotético colgado de alguna neurona. –Dale, no podés ser así... Venite con nosotros. La voz chillona de tu hermana subrayaba las palabras de tu madre: –Sabés que en El Norte tenés muchas posibilidades. Con la maña que te das para todo, allá vivís como rey. Ellas conocían tu negativa, pero no dormirían tranquilas hasta verte ensamblando autopartes o instalando membranas al otro lado del mundo. Como respuesta, apretaste tus labios y paralizaste la lengua, disminuiste la velocidad e ingresaste al aeropuerto. Te despediste. Lloraron. Se fueron. Te mudaste a la excasa de tus padres para no pagar el alquiler del apartamento. Les prometiste que venderías el inmueble pero no cumpliste. Sabías que, de intentarlo, solo gastarías dinero en avisos. Todos vendían; nadie compraba. Además se rumoreaba que la morosidad aumentaría tanto que en breve habría planes enormes de refinanciación. La conclusión se caía de madura: te sumarías a la causa y no pagarías una gota de los impuestos y cuotas que gravaban la casa. Luego de diez días de licencia solo interrumpida por la partida de tus padres y hermana, los sentidos se habían acostumbrado a la lasitud y se dedicaban a percibir otros detalles que los madrugones y la preocupación por marcar tarjeta te impedían notar. Levantaste la cabeza de la almohada: las nueve de un miércoles laborable y tu recién reconquistada agudeza auditiva no registraba los ruidos típicos de la calle, por más que la casa estaba sobre una avenida importante. Encendiste la radio. Moviste de punta a punta el dial y conseguiste sintonizar una emisora rumoreando sobre la estática. Transmitía desde el interior del país un programa de entretenimientos y recordaste cuando, cinco años atrás, se apretujaban en la frecuencia para maltratar a los oyentes con sus promociones comerciales. Desayunaste escanciando el tiempo de tu licencia en la taza de café con leche bebida a sorbos lentos. En el almanaque mental que llevaba tu instinto jornalero, faltaban cuatro días para la vuelta al trabajo. Hacia el mediodía lanzaste una carcajada al aire: la radio anunciaba que el gobierno (o, mejor dicho, sus despojos) al tiempo que decretaba la amnistía tributaria, promulgaba un nuevo impuesto: impuesto al tiempo libre. Aquellos ciudadanos que no justificaran su presencia en la calle con fines laborales deberían exhibir un certificado extendido por la oficina recaudadora que avalara el pago del tributo. Claro, había que saber leer entre líneas; como le dijiste a la dueña del autoservice de al lado de casa: aquello era un toque de queda solapado para evitar los disturbios callejeros, además de un intento para rellenar los agujeros fiscales que la emigración masiva donaba generosamente a los que íbamos quedando. Aunque no creías que la novedad impositiva te afectara: siempre hiciste la vida del caballo: comías, dormías y trabajabas. No tenías más pretensiones.
–De todas formas, están locos -resumiste para la almacenera.- Yo, que me había mudado del apartamento porque el municipio quería cobrarme el impuesto a los ascensores. Reiteré la pregunta: ¿Alguien sabía cómo se llamaría el último ser humano en levantar su pie de este suelo para no volver? He aquí la musa para una cátedra de sociología o algún libro sagrado nuevo al estilo de las profecías famosas. Te montaste en tales reflexiones en momentos en que decolaba otro avión. En él se iban tres amigos más. Quedaste apoyado en el pretil hasta que la nave se redujo a un punto matemático y una línea gris en el cielo, línea igual a las líneas y rayones de tu agenda tachada casi por completo en la que antes figuraban nombres, direcciones y celulares de tantos conocidos. Allí solo permanecían algunos teléfonos que unos pocos te dieron a regañadientes para no parecer descorteses. Como si la posibilidad de escuchar tu voz proveniente de El Sur los pudiera infectar de pobreza. Solo les deseabas el mejor de los éxitos, tal como dijiste cuando los despediste en el aeropuerto bajo el cartel de “Departures”, de la misma manera que lo habías hecho con tus padres y hermana la semana pasada. Cargué sobre ti de vuelta del aeropuerto. Hablé: ¿Por qué no te ibas tú también? Te trabaste en lucha cuerpo a cuerpo con el problema pero sin soltar las manos del volante. Doblegar la cerviz, hincarse y rendir pleitesía a las dificultades había sido desde siempre tu destino casi profesional, tu única soberanía, y no admitías discusiones. Al fin, a metros de casa, hiciste de mi cuestionamiento un bollo y lo tiraste a un tacho de basura. Pero la pelotilla no entró en el recipiente: estaba repleto. Olvidaste que se cumpliría una semana sin servicio de recolección de residuos. La dueña del almacén comentó que escaseaban los funcionarios municipales y, a pesar de todo, la gente continuaba sacando los desperdicios a la calle. Regocijo para los perros y las ratas. Alzaste la comisura de tus labios para reír y dijiste: –Por lo menos lograron el objetivo de bajar el número de empleados públicos. La observación no fue feliz. No sabías que su marido trabajaba en la Intendencia y, un mes atrás, en una demostración de patriotismo inaudita, con el cuento de que iba a pagar la contribución inmobiliaria, el agua, la luz y el gas, no volvió más llevándose todo el dinero ahorrado. Parece que también había pedido un préstamo a una financiera y que El Norte lo recibió con los brazos abiertos. Ilegal por donde se le mirara. La casa contigua, como tantas en la cuadra, llevaba ocho meses sin venderse. Ahora tenía dueños nuevos. Los viste trajinar desde la puerta de la vivienda hasta un camión de mudanzas con aparatos y papeles. Hablando de ventas, te negaste a deshacerte del auto aún a sabiendas de un nuevo decreto que en breve subiría un cincuenta por ciento el valor de la nafta pese a la baja internacional del petróleo. Confiabas y apretabas puños y dientes esperando tiempos mejores, en los cuales tendrías que ir a buscar a parientes y conocidos bajo el cartel de “Arrivals” de regreso de sus exilios económicos. Razones más que suficientes para archivarlo en el garage y poner tus piernas al servicio de la bicicleta para ir a trabajar. Siete de la mañana, pleno centro. Sin mirar atravesaste los semáforos que parpadeaban al frío liviano del otoño. Primera jornada después de la licencia. Hacia el trabajo te cruzaste con pocos autos en la calle, quizás por el alza del combustible o más probablemente por la estampida de compatriotas que vaciaba la ciudad y atoraba las frecuencias aéreas hacia El Norte. La escasa densidad del tráfico tornaba más raro un choque que la colisión de dos galaxias. Invendibles, con sus dueños lavando copas o pintando paredes en
El Norte, los autos se concentraban en las aceras en silenciosos rebaños probando que esas maravillas mecánicas suelen parecerse a las ovejas. Desprendiste de la bicicleta una bolsa de basura descuartizada accidentalmente por la rueda trasera y llamaste al timbre de la empresa de TV cable donde trabajabas. El portero no salió a dar los buenos días. En su lugar Raquel asomó la nariz y luego su humanidad de cien kilos. –¡Lo sabía! ¡Te conozco, no te vas así nomás! Tu pregunta articulada ante el espectáculo de computadoras criando paciencia bajo sus fundas tuvo respuesta inmediata: –De los veinte que trabajábamos cuando te fuiste de licencia, quedamos tres. El rosario de nombres, circunstancias de vida, esperanzas y justificaciones para los exilios de cada uno de tus ex compañeros, te rodeó y terminó aplastándote cuando contemplaste la avalancha enojosa de papeles sobre tu escritorio. –¿Qué es esto? –Ya ves, -dijo Raquel- hay que repartirse el trabajo de los que se fueron. Antes del cese, ni levantaron el lápiz, ¡pero bien que tuvieron fuerza para caminar diez cuadras y comprar bizcochos! Nadie oyó tus insultos hacia los compañeros emigrados. Ni siquiera Raquel que aprovechó tu llegada para ir a buscar los bizcochos matinales. A propósito: aquellos panificados adquiridos en la única panadería abierta en la ciudad parecían un síntoma del adiós, porque al otro día ella vino con la noticia de que se iba del país. Estuviste una quincena entera confeccionando intimaciones de corte de servicio, calculando multas y recargos astronómicos. Los ensobraste y los despachaste a Ricardo el cadete que demoró un mes en fugarse y en dejarte definitivamente solo, cara a cara con el dueño. Con él se repartieron el trabajo y soportaste sus discursos chauvinistas y su decisión de morir con las botas puestas y el pasaporte intacto. Pero él lentamente fue espaciando sus idas al trabajo y llegó el momento en que te entregó la responsabilidad del local. –Abra la oficina usted -te sorprendió al colocar las llaves frente a tus narices.- El salario se lo seguiré girando al cajero automático. Debo irme por negocios al exterior. Así que ya sabe -y escupió una mueca irónica- si no vengo, empiece sin mí. Primero del siguiente mes. Momento de cobrar. Acostumbrado a las colas largas frente a uno de los pocos cajeros que aún funcionaba, pedaleaste con ganas hasta él luego de las ocho horas de reglamento. Sin embargo, nadie. Entraste e intentaste cobrar. Nada. El mecanismo babeó una frase en la pantalla: “Sin saldo disponible”. Faltaba una hora para el cierre de los bancos; mejor dicho del único banco vivo. No creo que durante todo el trayecto hayas transpirado por el esfuerzo de la bicicleta, sino por la idea que por primera vez se paraba delante de ti como policía tenaz: la falta de dinero. Habías aceptado los adioses sin llanto, el cierre de locales comerciales en masa, transitar una avenida sin estruendos de ómnibus, enfrentar a jaurías de perros rabiosos de hambre, hasta el rumor conjugado en tus vísceras con verbos de ausencia, pero nunca entró en tus planes la falta de dinero. La sucursal bancaria era un infructuoso remedo de construcción neoclásica con sus costillas de ladrillos al aire. Su desaseo acentuaba el aura de infelicidad del único funcionario que hallaste en su interior. Tres personas esperando turno delante de ti. Desgarbadas, se
deslizaban por una suave y plácida pendiente hacia la renuncia paulatina a la dignidad. Y por las dudas no quisiste mirarte en el espejo que ocupaba toda la pared a tu derecha. El funcionario atendió con el silabeo burocrático de siempre y solucionó tu problema. Sobre su camisa blanca y corbata azul levemente teñida de suciedad, una sobaquera incubaba un 38 largo. Él mojaba sus dedos, contaba el dinero, lo entregaba, decía “gracias”. No podías creer que todo el trabajo recayera sobre ti: desde la partida del mandadero también distribuías las facturas y documentos. Una tarea por demás ingrata porque odiabas el sonido hueco de tus golpes contra las puertas de las viviendas que, como cáscaras inútiles, resguardaban interiores vacíos. Ni hablar de los perros atados olvidados por sus dueños. Caritativo, los liberabas de sus correas por lo menos para que revolvieran la basura. Dispuesto a no sufrir tanto faltaste a trabajar durante dos días seguidos. Vagaste sobre la cama y tuviste pesadillas con tu jefe: él venía y revisaba tu tarjeta y descubría que no concurrías a trabajar y, como castigo, te traía más intimaciones de pago para repartir y más registros que realizar en el libro de deudores. Incluso, como reminiscencia de las conversaciones telefónicas que en la realidad sostenías con él para ponerlo al tanto de la marcha del negocio, soñaste que te quejabas sin rodeos de la inutilidad de tu trabajo. Entonces él argüía que si en algún momento el país salía a flote, la gran mayoría de los emigrados volvería y deberían pagar intereses y moras suficientes para que ambos se comprasen una isla del Caribe con veinte nativas fogosas para cada uno. Al abrir la ventana de tu casa chocaste tus ojos contra una cola de gente de dos cuadras que terminaba en lo de tus nuevos vecinos. Discreto, aparte de tímido, en vez de preguntarle a alguno de los que esperaban tirados en el suelo, tejiendo o jugando a las barajas, consultaste con la dueña del autoservice. No quisiste ser directo y optaste por preguntarle por su hijo que una semana atrás se había ido a El Norte. Obviamente no tenías talento para la chismografía: ella te contestó que las llamadas internacionales o las conexiones por internet vía satélite o por línea común, incluso las televisivas, se habían cortado hacía dos días y que no tenía esperanzas de saber nunca más de él. Hiciste una pausa y, para espantar tu torpeza, pediste dos litros de leche que pagaste a precio de oro. Luego, repreguntaste: –¿Qué es esa cola? –¡Ah! Para el pasaporte. –¿Se mudaron las oficinas del Ministerio para aquí, al lado de casa? La dueña se rió con solemnidad, gesto acaballado entre la desazón y la fatiga: –No, el Ministerio ya ni funciona. Pero parece que estos tienen todos los aparatos para fabricar pasaportes originales. Con ella, sin querer, te empapaste de las novedades políticas que encontraban en el autoservice el punto de difusión ideal desde que la radio del interior había dejado de trasmitir. Te dijo que El Presidente se había fugado del país y, como la lista jerárquica de sucesores estaba vacante, el título lo detentaba el suplente de un taquígrafo del Senado. Él, en un rapto de lucidez, para evitar la fabricación clandestina de documentos, sabiendo que si El Norte se enteraba nos vedaría la posibilidad de emigrar, quería llegar a un acuerdo con los Principales Gobiernos para que no exigieran pasaporte ni visa a los ciudadanos de esta bendita tierra “... tan generosa y tan honesta que no precisa de papeles para justificarse...”, según sus palabras publicadas en algún que otro poste de la ciudad a la manera de los bandos coloniales, a falta de otra difusión más eficaz. Vuelto de tus averiguaciones, llamaron a la puerta dos jóvenes de pieles neblinosas pidiendo comida. La dueña del autoservice te había advertido de gente como esa. Aplicaste
tu talento histriónico y, antes de abrirles, arrasaste con los gestos de confort de tu cara, invocaste un aura de pobreza extrema. –No. Vendí todo. Me voy mañana. Te sostuvieron la mirada, buscaron la grieta por donde goteara la posible mentira. Desistieron. Al fin, cerraste y aflojaste la crispación del puño. Y el fierro oculto, que colgaba como péndulo de tu mano detrás de la puerta, respiró aliviado. La almacenera, así como los ocasionales compañeros ciclistas con los que compartías el camino al trabajo y conversabas para disimular la distancia y la inseguridad callejera, no desprendían sus lenguas de la palabra “crisis económica”. Nadie mencionaba “extrañar”, ni enarbolaba nombres exiliados, como si el material más precioso fuera la intangibilidad de los precios remarcados superpuestos unos sobre otros como sandwiches de papel. Nadie se inclinaba hacia ciertas extrañezas y costumbres perdidas. Eso me llevaba a repetirte lo mismo cada noche que pasabas en vela: éramos tan egoístas y esquilmadores como el país en que sobrevivíamos, ¿qué esperabas para unirte a los afortunados de El Norte? La luz de cierto lunes por la mañana te indicó que los ruidos de la reciente madrugada no habían sido parte de alguna pesadilla sobre tu jefe inspector de tarjetas, sino del saqueo del autoservice. Pasaste junto a la puerta desencajada, a la persiana a punto de caer de su alféizar. Los curiosos rastrillando el local buscando los jirones de alimentos remanentes. No te detuviste porque llegabas tarde al trabajo. Posteriormente te enteraste, por algunos vecinos, que los autores de la tropelía habían sido los mismos muchachos mendicantes y que la dueña, una vez restañadas sus heridas, se iría a El Norte. Hundido en la noche sin alumbrado público y auxiliado por una linterna te introdujiste en el local asaltado. Revolviste las vitrinas, te ensuciaste de líquidos derramados en las heladeras, hollaste cadáveres reventados de frutas y vegetales. Hallaste de suerte una caja de sopas instantáneas. Mil doscientas raciones, la mitad sabor pollo la otra mitad sabor espinaca, a razón de una por día convenientemente estirada con agua alcanzarían para atravesar la crisis por casi cuatro años, durante los cuales en algún punto esperabas que las cosas mejoraran. Aquel descubrimiento fue providencial, porque en breve la escasez te obligaría a decirle adiós a los alimentos acostumbrados. Según los rumores, ya no quedaban almacenes, supermercados o kioscos ni distribuidores ni mayoristas que no hubieran cerrado sus puertas al experimentar el vandalismo en sus propias góndolas. Incluso tu esperanzado futuro sostenido a base de sopa se tambaleó gracias a que el suministro de agua potable dejó de funcionar unas horas antes que el corte total de energía eléctrica. Nadie manejaba bombas ni usinas. Te salvaste porque te sugerí colocar un tanque en el techo de la casa para recoger agua de lluvia. Por suerte las precipitaciones abundaban gracias al efecto climático de El Niño en su apogeo. Ese mismo tanque de agua, junto con tus pertenencias, las mudaste semanas después a la oficina donde trabajabas, así podrías atender tu puesto laboral y tus bienes al mismo tiempo. Bienes que por cierto corrían un seguro destino de trapos o leña, porque la humedad y las alimañas brotaban del aire y del suelo como nunca habías visto. La leve intuición erizó tus vellos: ya no necesitarías ahincarte para conseguir un futuro mejor; un porvenir de ruina se acercaba a tu encuentro a cada instante. Incluso pensaste, en el colmo de tu temor, que dentro de poco caminarías desnudo por las calles pisando la basura fosilizada, con tus oídos vacíos de sonido porque hasta los rumores de la naturaleza y la ciudad habían sacado pasaje en algún avión.
En las horas de ocio que te concedías deshonestamente en medio de tu trabajo, auscultabas las publicaciones financieras que el jefe había recibido días antes de irse: Un acápite de tinta grisácea declaraba: “Ministro de Economía viajó al exterior a negociar un nuevo préstamo y no volvió. Renunció y se quedó trabajando en un estudio contable en El Norte.” Quisiste cobrar un nuevo mes de sueldo en el banco en momentos en que el cajero cerraba la puerta. Un oxígeno definitivo lo vestía de pies a cabeza y hacía juego con el color amarillo tanto de su cara como del pliegue de la tela de las axilas. No cargaba con el arma, probablemente porque debía haberla trocado para comer o porque ya el dinero que defendía no valía nada. Una valija se balanceaba de su mano izquierda. –Me voy antes de que clausuren el aeropuerto -te dijo, en el único diálogo que te permitiste con él fuera de tu relación financiera.- Y usted, ¿qué espera? El funcionario bancario no aguardó tu respuesta perdiéndose en la primera esquina. Parado en la escalinata miraste la cotización del dólar: ceros numerosos como insectos circulares, escritos y aplastados en la pizarra por la hiperinflación. Te herí en un rincón de tu cerebro con una observación superflua: no había quién manoseara aquellos valores como en los buenos tiempos. Entonces ironicé: “¡Inflación cero! ¡Logramos el milagro!” te dije. Y reíste sonoramente, para nadie, para nada, antes de que tus ojos se aguaran. Las crisis no transcurren parejas, a veces hay momentos de bonanza. El primero fue hallar una salamandra en una de las casas que te dedicabas a recorrer como parte de tus paseos matinales por el vecindario. De esa forma conseguiste el calor suficiente para mantener a raya el frío, prescindiendo de la quema de archivos bajo la campana de la cocina. Trozaste metódicamente el mobiliario inútil de la oficina sin pensar que algún día tu jefe podría regresar de El Norte, quizás porque tu optimismo de volver a ver un país reconstruido comenzaba a ser más realista que tú y amenazaba con fugarse. La segunda de tus alegrías: un perro foster amanecido en tu puerta. Simpático, limpio, como recién abandonado por alguien. No conseguiste desprenderte de él. Su inocencia te hizo redoblar los esfuerzos para no mandarlo a la olla como solía hacer un vecino tuyo ahora emigrado que vivía a tres cuadras de ti. Por lo que continuaste con tu adicción a la sopa de pollo y verduras, ahora acompañado por el recién llegado de hocico frío y atento. No le guardaste rencor ni lástima al foster. Aunque a veces su ingratitud te duele al recordar que se te escapó en una de sus salidas y no volvió. Probablemente no haya soportado la ración diaria de sopa. Y eso que era de pollo. No resulta descabellado pensar que esos turistas arribados de El Norte se lo hubieran llevado. Ellos, autorizados vaya a saber por qué remoto funcionario nacional para usar la ciudad como coto de caza de perros y gatos, disfrutaban a sus anchas el yermo de cemento, rico en recovecos, sin gente y denso de alimañas de todo calibre. Tal vez esté disecado encima de alguna chimenea. Tras el breve período de alegría recaíste en la soledad, tan sobreviviente, tan palpable como tus huesos, bosquejos sobre tu piel. Encerrado a cal y canto por semanas, suplicando con paciencia infinita que los turistas cazadores desaparecieran o por lo menos se alejaran de la zona, no fuera que te confundieran con un animal, criaste fantasías, pensamientos dispersos, flotantes. El resto corría por cuenta de tus alucinaciones con las que yo ensayaba su maravillosa capacidad de asociación sobre ti. Tus pupilas dilatadas al máximo, obligadas por la noche a nutrirse solamente del fuego de la salamandra que amenazaba con la brasa, vieron cómo yo te incubaba una inquietud obstinada en el cerebro: ¿Por qué no buscabas a otras personas? Dos pueden apañarse mejor que uno, te sugería con susurros.
Logré que me hicieras caso: así que enumeraste tus enseres para el viaje y esperaste despierto la primera señal del sol para la partida. Alguna vez leíste el testimonio de un preso político que, de tan acostumbrado a la estrechez de su celda y a la falta de comodidades, ya liberado se sentía extraño, tonto, inútil en espacios amplios o frente a la abundancia de una alacena repleta de manjares. Algo parecido ocurrió contigo cuando, a pocas cuadras, te topaste con la muchacha. La experiencia enlenteció tus movimientos. Luego de meses asistías a un prodigio cuyo atributo no era la grisura de los objetos cotidianos en torno a los cuales te movías y que permeaba hasta el aire que respirabas. Volviste, en suma, a encontrar la belleza a la que habías considerado también emigrada a El Norte, la misma que (cuando los tiempos de bonanza) despreciabas por prosaica porque residía en alguna escultura o cuadro o en ciertas mujeres con las que te cruzabas en el centro comercial. Tus sentidos despertaron como tras la lluvia lo hacen las flores del desierto: te agitaste discretamente, el vacío se abrió en tu garganta, tu glande cosquilleó reclamando su parte en la fiesta sensual. Definitivamente la belleza se le trasuntaba debajo del vestido raído pero armonioso, debajo de los pechos rematados en pezones jóvenes probables testigos de algún alumbramiento, más allá del pelo arreglado a manotones, o en la llanura fértil donde nacían sus piernas. Ella aprovechó el tiempo de tu inmovilidad y maravilla para acercarse y saludarte como un viejo conocido. No demoró en invitarte a ir de compras. Te arrastró hasta un almacén ya de mala muerte en su tiempo de esplendor, a juzgar por los hilos carentes de los productos porcinos que habían sostenido y que colgaban solitarios del techo compartiendo lugar con las cintas matamoscas. –Tomá la bolsa -ordenó a tus manos alucinadas. Aparición incoherente, navegaba por las estanterías mancilladas. Tomaba puñados de aire y los depositaba en la bolsa, apretaba el ceño, cerraba los ojos y cada tanto exclamaba: –¡Me olvidaba! Y volvía sobre sus pasos, agitado el ruedo de su vestido por el mar inquieto y conquistable de sus caderas. Terminó las compras y saliste junto con ella. Te pidió por favor que recompusieras la puerta maltrecha del almacén porque un día de estos podían entrar y llevarse todos los productos que resguardaba. –Estás muy callado -dijo enfrentándote con la bolsa plástica llena de nada en su mano.- Te invitaría a tomar algo caliente a casa, pero hace tiempo que no tengo ni un gramo de té. Debe ser algún problema con el importador. Bueno, te veo más tarde -y mostró sus dientes, un collar de sonrisas que la cesación de pagos del gobierno no había logrado ahuyentar. De pronto giró sobre sus espaldas y gritó: –Si no te veo te mando un e-mail un día de estos. Desperdiciaste la oportunidad. Lamentaste no haberla agarrado por el talle, o no haber comprimido sus pechos bajo el cuenco de tus palmas al tiempo que regabas su boca con el calor de tus labios, todas técnicas amatorias que no ejercitabas hacía tiempo. National Geographic los descubrió dos meses antes que tú. Los fotografió, los hizo posar para las cámaras y pidió que no ocultaran las cadenas que los amarraba a las rejas del Banco Central. Era un grupo de importantes ahorristas especuladores que desde el comienzo de la crisis decidió plantarse frente al banco esperando que alguien se dignara a abrir. Cinco hombres de trajes de elegancia volatilizada por la intemperie y tres mujeres desgreñadas, sonrieron para las cámaras mostrando el tercermundismo de sus bocas al
tiempo que argumentaban sus indignaciones a la televisión de El Norte, que hizo millones de dólares con aquel memorable programa sobre el curioso estilo de vida de las gentes de cierto país de El Sur. Al llegar tú, National Geographic era un recuerdo y los ahorristas ya alucinaban colectivamente: uno de ellos había teorizado que los billetes, si se mantenían encerrados mucho tiempo, criaban polillas a causa de las tintas con que estaban impresos. Los viste discutir ferozmente, golpearse, lamentarse porque los insectos consumían sus ahorros dentro de la bóveda. No había justicia. El más tranquilo de todos, llegó a calcular la cantidad de celulosa que podrían haberse almorzado en todo este tiempo los pequeños voraces y lloraba sin consuelo. Sin querer tu presencia los calmó y pareció devolverlos a los caminos de la razón. Lograste, de buenas maneras, que se liberaran definitivamente de sus cadenas. Transcurriste los días conviviendo con los ahorristas, aceptando (con asco pero hambriento) las presas de perro asado que te ofrecían. Uno, probablemente el inventor de la idea de las polillas, dijo de acudir al aeropuerto y viajar de polizones en algún avión que los sacase de allí. Cualquier destino sería mejor que perder los años sobre este suelo. Además ya no se necesitaba documentación para emigrar. –Acá no se puede ni mendigar -enunció finalmente para reunir voluntades. Y más de uno se vio agitando la lata, tirado en algún subterráneo de El Norte como el sumum de su existencia. El breve plan los entusiasmó del mismo modo que las polillas en su momento los desesperó. Varios no dudaron y comenzaron a empacar sus pertenencias para ir al aeropuerto distante dos días de viaje a pie. Entonces comprobaste que más que el hambre del estómago, mal que bien aplacado, el hambre de deseos era mayor y no encontraba contento ni salida. Leones enjaulados, los anhelos saltaban sobre los cuerpos de los ahorristas sin mucho esfuerzo y los hubiera llevado a acciones desmesuradas de no haber sido por ti que dijiste: –Hace meses que el aeropuerto no funciona. Ciertamente te congratulaste de no haber perdido la razón junto con tu dignidad. Sin dudas, eras el último de los cuerdos en el país; si es que quedaban cuerdos; si aún quedaba país. La costumbre convirtió el amplio pórtico techado del Banco Central en tu hogar. Los ahorristas especuladores te resultaban repulsivos, no porque vivieran entre la mugre, sino porque no podías dejar de pensar que si consiguieran apropiarse del dinero de la bóveda volverían a las actitudes egoístas y agoreras de siempre y no dudarían en reconstruir sus estructuras de poder y abusar unos de otros según la cantidad de dinero que poseyeran. Para evitar más revuelo no les dijiste que ya la moneda local se había devaluado tanto que encender el fuego con ella resultaba la operación económicamente más rentable. –¿Por qué no cruzamos el río? -propusieron. Todos rumiaron la idea y tú no la consideraste descabellada. Nuestro país vecino, a juzgar por las últimas noticias llegadas antes del corte de las comunicaciones, estaba en su cenit económico y financiero. Sin embargo, era el único Estado que no aceptaba inmigrantes y ponía controles draconianos en la frontera. Nada los detuvo: asaron varios perros para el viaje y una semana después llegaron a orillas del río ancho, límite natural entre los dos países. Buscaron y encontraron unos lancheros desocupados que, en un gesto solidario, aceptaron cruzarlos a cambio de algunos favores sexuales de las mujeres. Tú sabes el final de la historia: como una confirmación de tus presagios, cuatro años después de la crisis técnicos de El Norte llegaron en una misión de prospección. No tuvieron que pedir ni permiso porque tu país había sido declarado “tierra de ningún
provecho” por los organismos internacionales de crédito. Encontraron petróleo en tal cantidad que alcanzaría para satisfacer las necesidades de la humanidad por cien años más. Todos los emigrados volvieron, incluso los ahorristas especuladores que habían atravesado el río arrastrando sus espíritus devaluados. A veces te preguntas si tu jefe no se acordó de tu santa madre al encontrar la oficina en pésimas condiciones y los muebles en cenizas dentro de la salamandra. También juegas a adivinar en qué almacén hace sus compras aquella muchacha que ya debe ser abuela. Esporádicamente recuerdas a tus padres y a tu hermana y conjeturas qué palabras de cariño dicen cuando se acuerdan de ti. De más está decir que el país se convirtió en potencia petrolera y los bancos y dirigentes y comerciantes y funcionarios y entenados también retornaron. Declararon que siempre creyeron en el país y que su fuga había obedecido a “razones coyunturales, técnicas y al nerviosismo de la plaza.” De más está decir que jamás volviste.
El hombre al que me parezco El hombre al que me parezco es curioso: navega sobre aguas siempre vírgenes de descubrimiento (Elcano, feliz de haber fatigado la circularidad del cosmos). Pero temeroso de lo que pueda encontrar en su camino (Magallanes, que terminó sus días en Filipinas). El hombre al que me parezco eligió no escribir, para darme a mí dicha oportunidad. Aquel que prefirió callar y solo sugerir con sus silencios de obrero analfabeto (un pobre inglés en una fábrica de 1750). Aquel que se arquea sobre un trigal para que yo me lleve el pan a la boca (un campesino sin nombre hace cincuenta años). El hombre al que me parezco, hace un alto en medio del día, con un bibliorato o un animal muerto en la mano y piensa que todavía falta para volver a casa, y luego la agitación de la tarea lo arrastra sin remedio hasta el fin de la tarde en que volverá con la paga del día, o con una colección de presas para asar sobre el fuego recién inventado. El hombre al que me parezco sale en la noche, puede ser fuera de una caverna o de la casa, levanta la vista y observa: las estrellas que marean, la infinitud que llueve pródiga en misterio. Se estremece. Entonces, vuelve a su casa o a su caverna, y se arropa, abrigándose de la oscuridad. Busca el tacto de la piel de otro y se duerme, pensando: “qué poca cosa somos.” El hombre al que me parezco ha nacido y ha muerto al ritmo del amor y el desamor; se deshace en desdichas y felicidades; es golpeado por sorpresas y rutinas. Su número fuerza a mi mente a cerrar mis ojos para contarlo. El hombre al que me parezco se ha disuelto sobre una cama mullida o en el suelo rústico de una caverna al ritmo del placer, quizás buscando en el cuerpo de una mujer (o de un hombre) el significado del propio. El hombre al que me parezco lleva en la sangre tres clavos y una herida al costado; lleva una luna cuarto creciente reflejada en un charco de sangre cavado por cimitarras árabes; lleva un silogismo griego y el antiguo lenguaje de Babilonia que no comprende. El hombre al que me parezco podría haberme pensado mucho antes, como yo lo pienso ahora. Y quizá podría haber escrito algo parecido sobre tablas de arcilla a orillas de un puerto antiguo, o sentado a una mesa con un lápiz y un papel. De él son estas palabras. De él tus ojos que leen.
El hombre menos pensado 1. Converso con el chico de la sección frutería. Con ácido en la lengua se queja del sueldo negrero que gana. Como ocurre generalmente me harto de él en pocos minutos porque cae en el lugar común de los problemas económicos. –Una reverenda porquería -protesta
alguien a veinte metros de mí. Abandono la sección frutería y corro hacia el autor de aquellas palabras, abriéndome paso con ruido de sirena de ambulancia entre las señoronas que revisan criteriosamente las manzanas Granny Smit. Sorteo la góndola de los oleaginosos, rozo en mi apuro la espalda de un nene pelo cobrizo que toquetea las botellas de aceite aprovechando el descuido de su madre ocasionando la caída de una de ellas al suelo y la consiguiente catástrofe rápidamente controlada por el servicio de limpieza. Llego cuando el hombre objeto de mi curiosidad escupe la última sarta de insultos hacia la industria editorial. Tuerce los labios finos, minúsculo detrás de unos anteojos y una barba hirsuta que intenta sin éxito darle un aire intelectual y lo asemeja más a una cruel parodia. A su lado una mujer, rubio teñido, blusa lila y pantalón negro de lycra, lo toma por la cintura, acercándole la mejilla, suavizando sus modos, arqueando la boca en una sonrisa candorosa: –Pero fijate qué lindo queda tu libro al lado del de John Smit _le dice ella culminando su maniobra de apaciguamiento. –No deja de ser una porquería -replica sin conceder tregua a la autocrítica, dando la espalda y enfrentando bruscamente la góndola de los dulces. Con cautela, habiendo esquivado a un calvo que pasó con una flauta y un litro de leche en la mano hacia la caja, le murmuro: –“Tienes razón, no le hagas caso, eres demasiado pequeño para compartir un lugar al lado de John Smit. Yo te apoyo. Doy fe.” –Cierto. –¿Qué dijiste? -pregunta la mujer cuando lo oye balbucear. –No... nada... –Mirá que te conozco. Sé lo que te pasa cuando te ponés así. A ella le resulta fácil adivinar sus actitudes. Transparente, el hombre insignificante carece de un rostro mineral, los pensamientos e intenciones se le escurren por los poros inadvertidamente. Sería un pésimo jugador de truco. –¿Cuándo vas a empezar a valorar tus cosas? ¿No te das cuenta que gracias a eso podés vivir sin problemas? Él vuelve a empujar el carrito. Más adelante ella elige un tubo de pasta de dientes y dos jabones de tocador. Los sigo de cerca. El tema me interesa. Estoy aburrido de los problemas conyugales, de las crisis de adolescencia, de los conflictos entre amigos. Ahueco mi mano a modo de altavoz y le grito a centímetros de su cabeza: –“Sí, tienes el dinero suficiente, pero no escribes lo que te gusta.” –Sí, tendré el dinero suficiente pero no escribo lo que me gusta. –Bueno, ya hablamos de eso, dejemos el asunto. No me hagas enojar por una pavada. Dos adolescentes pasan por detrás de mí, evaluando la conveniencia de comprar la nueva promoción de protectores diarios. Casi me hacen perder el hilo de la conversación.
–¿Tenés ganas de comer –No. –¿En serio? -insiste ella
algo especial esta noche? ¿Un postre, un snack?
girando ante sus ojos el cuerpo de una botella de vino rosado bastante caro. –Nada. Me coloco a su espalda, agitándole los cabellos de la nuca con la brisa de mis palabras: –“Con solo mirarte saco tu tipo. ¿Qué se siente ser un descastado del mundo y no encontrar la horma que justifique la medida de tus ambiciones? Quieres ser un buen escritor, a lo sumo rozar los pies de Onetti cada tanto con algún texto brillante. Varias veces en los mínimos concursos ganados te alabaron como un autor preciosista y meticuloso. Por ello no te cae en gracia ser un mercenario de dos libros por año, gastando tu ingenio en argumentos vacíos. Recordando los títulos haces arcadas: “Vientos de terror “, “El tiro de gracia” y últimamente “La venganza”, obras idiotas por las que te pagan el diez por ciento de las ventas; menos mal que usas seudónimo y en las contratapas no aparece tu fotografía” –No me digas. Otra de tus crisis. Parecés un niño encaprichado. Dale, comprate algo. Una mujer viene conduciendo un carrito con claras intenciones de estacionarlo donde estoy parado. Debo hacer un rodeo para continuar hablando con mi casual interlocutor. –“Convéncete, no te perteneces, eres los demás, los gustos, las modas, los apetitos de terceros enquistados en ti: te hacen desear autos, fortunas fáciles en los juegos de azar, trabajos de seis horas, de preferencia bancario, casita cerca de la playa, sueños de la mayoría menos los tuyos; nunca tú mismo, nunca aquel que encuentra en el lápiz y en el don de letra fácil que le fue concedida la piedra angular de su existencia que lo reconcilie con las cosas.” –Está bien -se decide al pasar frente a una pirámide de paquetes de papas fritas. –“¿Ves?, allí está la prueba de lo que te dije: todo conspira en contra de tu resistencia. ¿Cómo hacen para seducirte con papeles plateados, bolsas crujientes y colores brillantes? Eres lo suficientemente inteligente para negarte, pero ¿por qué entonces te doblas sobre la pila y extiendes la mano y te apropias de un paquete de papas fritas si no tienes ganas, si en realidad quisieras ovillarte como gusano de seda en tu silencio y transitar el resto del día parco o mejor aún, mudo, como un Robinson rebelde negándose a abandonar su isla? Por qué no se irán todos al carajo y te dejan en paz” –Por qué no se irán todos al carajo y me dejan en paz. –¿Cómo? -arruga el entrecejo la mujer. –Nada, que quiero elegir un paquete de papas fritas que tenga premio. –“Y te enderezas triunfal, con tu presa en las manos.” 2. Espero a mi nuevo amigo afuera, en las escaleras de la casa donde vive con esa mujer. Bueno, vivía hasta hace una semana: cuando la escena del supermercado ella no lo soportó más y se fue a un hotel hasta que la locura se le pasara, como es de costumbre cuando él entra en sus períodos depresivos. Desmenuzo los minutos de espera en un anciano de bastón absorto en el recuerdo de cuando trabajaba en el London París. Lo ayudo con la candidez de un boy scout para que anhele con más fuerza aquel tiempo definitivo. Me levanto en el justo momento para que una señora alta no se tropiece conmigo. Sube repicando sus tacones en el granito de las escaleras. Quiere llegar a casa y comer algo, rabiosa de hambre por la dieta que le había copiado a una amiga. Al fin sale él abrazado por una trinchera, una carpeta en la mano.
Tuerce la esquina y lo sigo por varias cuadras hasta un edificio de oficinas. Me cuelo en el ascensor. Por fortuna hay pocas personas y puedo quedarme a su lado. En el trayecto hasta el piso quince abre rápidamente la carpeta, como llevado por el presentimiento de un descuido. Comprueba que no le falta ningún texto. Un olvido sería imperdonable y Juan Romero se enojaría mucho, como la vez que lo insultó de arriba abajo porque había perdido la página cincuenta y cinco cuando estaban por publicar “El tiro de gracia”. –“Sí, son trabajos que te han costado un blister de analgésicos contra el dolor de cabeza y un antiácido para frenar el agujero en el estómago causado por esos mismos analgésicos” -articulo con lentitud, refregándole cada sílaba en la cara, aprovechando los diez pisos faltantes. Entonces él se lleva dos dedos a la sien para masajearla, y luego desciende y con toda la palma se frota el estómago acompañándose de una mueca de displacer. “Juan Romero advertising” dice la chapa dorada y bruñida con fondo verdoso logrado por los años de excesivo abrillantador aplicado por generaciones de limpiadoras. Demora en llamar. –“¿De qué dudas? Dale de una vez.” Al fin, aprieta el timbre. Un hombre calvo de ojos celestes y saltones como sapo sonríe por la rendija de la puerta. Es de esos que fueron paridos con los labios y dientes prontos para la sonrisa de cálculo matemático, del mismo modo que otros nacen con dos brazos y dos piernas. Lo hace pasar. Se saludan. Aceptando la invitación de Juan Romero para ponerse cómodo, él toma asiento. Apoya y abre la carpeta sobre las rodillas. –¿Café o mate? –No, nada. Gracias; tengo gastritis. –Bueno, yo sí me voy a servir un café. No puedo vivir sin él. Él suspira esperando a que Juan Romero termine de hacerse el brebaje. –“Suspiras quizás porque mil veces durante tus reuniones con él ya te ha mencionado su adicción al café y al mate, como si a cada encuentro tú fueras una persona nueva para él, o peor, como si no le importara recordar las cosas que te ha dicho; ¿nunca lo pensaste de esa forma?” -opino de atrevido, acuclillado a su lado, meciendo con mi aliento sin querer las hojas mecanografiadas que baraja en las manos. –¿Cómo anda tu nueva obra? Juan Romero apoya el vaso de café en la mesa. –Ahí anda... -contesta él como pidiendo permiso.- Hice cincuenta páginas más desde la última vez. Me queda poco para el final. –¿Cuántas llevás en total? –“¿Ves?, ni siquiera está enterado de la marcha del proyecto” –Doscientas. –Estiralo un poco más al asunto. Acordate de mi lema: los libros gordos venden. –“Si fueras tortuga te esconderías en tu caparazón huyendo de ese tigre, pero sabes que no hay forma de evadirlo. Así que enfréntalo. Pon tu mejor cara. Especula, miente, maneja, mueve las piezas como hace él” -grito en su cara ruborizada por la incomodidad de expresarse ante aquel hombre dueño de las preguntas y las respuestas, es más, hasta parece haberlas inventado, mientras mi amigo de barba hirsuta y anteojos debe pensar cada una de sus contestaciones con paciencia china. –Sí, está bien, dejáme ver.
–“¿Cedes de buenas a primeras? Niégate una vez en tu vida. Hazte dueño de tus decisiones. Toca el tema dinero.” –¿Y la plata que me prometiste la semana pasada por los derechos de la novela que ya está en la calle? Juan Romero congela el movimiento de la taza de café hacia sus labios por un instante; el suficiente como para que yo me dé cuenta de la inconveniencia de la pregunta. –“Muy bien, sigue así. Insiste otra vez” –Bueno. Tuve un pequeño atraso con el giro del banco... ¿Nunca te dije que esto es un pasamanos? -retoma Juan Romero el hilo de la conversación. –Sí, ya lo sé. –¿Entonces? En cuanto tenga el dinero te lo doy -asevera, exponiendo un razonamiento inapelable. –“Dale, no te quedes” -lo acicateo parado a su derecha, con mi mano izquierda sobre uno de sus trapecios en lento movimiento circular, preparando a un boxeador en su decimotercer asalto. –Lo mismo te oí hace un tiempo y demoré un año en cobrar los derechos. Ahora resulta que estoy casi por terminar una nueva novela y todavía no vi un peso de la anterior. –“Creo que tu error estuvo en no haber firmado ningún contrato. Lo manejaste todo de palabra, como si la gente de la ciudad fuera igual al almacenero del pueblo donde naciste, o igual a ti” -opino sin remordimientos a su oído. Es tiempo que se avive. –Bueno, viste como es esto... la situación general del país... la burocracia bancaria... no hay caso... Pero en fin, dejemos ese tema ingrato y mostrame lo que trajiste -torna su voz de excusa del principio de la frase en una exigencia dura al final. –“No se lo entregues. Jamás verás un peso por ese trabajo” -y alargo mi mano para frenarlo pero apenas consigo tirar al piso algunas hojas, antes que el texto cambie de persona. Mi amigo las junta, ordena y entrega, acompañando todo con una disculpa. –“¿Qué haces? Eso que escribiste vale una fortuna, acá o en Gabón. Lo leí el otro día mientras lo tecleabas en tu casa. Ni los mejores escritores por encargo logran esa calidad ¿No te das cuenta que lucra con tu sudor y solo te da las migas? Deja de pensar que se va a enojar si le exiges que te pague. Es tu trabajo; defiéndelo.” Juan Romero, que no se ha sentado en ningún momento y alterna los sorbos de café con sus palabras, ahora descansa sobre la mesa los brazos largos sobre las palmas abiertas formando un arco monumental. Baja la cabeza y lee el borrador. Mi amigo, quieto, piensa que mejor hubiera sido permanecer en la empresa de cosméticos. Sí, ese, su primer trabajo al venir a la capital, el mismo que le privó de estudiar y le hizo experimentar el ladilleo oficinesco, la chatura de los horarios, el yugo de hormiga que soportó con extrema pulcritud durante seis años y le regaló una escoliosis severa. En un bar para solteros conoció a Laura, la mujer que leyó sus escritos y no vaciló en emplear toda su astucia para recopilarle los escritos a pesar de sus negativas y publicarle su primer libro desoyendo sus berrinches de niño pusilánime. Tiempo después, apenas ella entró en contacto con Juan Romero (en circunstancias que mi amigo jamás sabrá) lo convenció de abandonar el trabajo en la empresa de cosméticos y dedicarse a escribir. Si algo le debe, si algo lo ata a ella, es aquel gesto de haber creído en él y haber apechugado para publicarle su primer libro que recopilaba sus únicos cuentos verdaderos, aquellos que él realmente amaba y no las novelas gordas, vomitadas sobre el escritorio de Juan Romero, sin amor, sin celo alguno. –Este... -carraspea Juan Romero dirigiendo los grandes ojos celestes hacia su interlocutor.- Por lo poco que leí, veo que te venís superando a pasos agigantados. Te felicito. –“¡Qué sabrá él de novelas y libros!” Un timbrazo inunda la oficina.
Juan Romero atiende. –¡Hola, Laura! Llegás un poco tarde. –Perdón, pero valió la pena. Tengo novedades frescas. El hombre pequeño gira la cabeza y ve a la mujer dibujada en el dintel de la puerta, rodeada del perfume de toques cítricos, fresca, como la vez en la que él, un recién llegado a la ciudad, se la cruzó en el bar para solteros hace dos años. Él se levanta de la silla, haciendo a un lado la carpeta. –“Pensar que el único vínculo real que siente ella contigo es tu potencia sexual. Por algo no te dejó al principio, y solo después entró a tallar tu calidad de escritor” Ella avanza y se besan en tono de saludo cotidiano. –Tengo los contratos con Inglaterra aprobados por fax -anuncia mirando alternativamente a los dos y golpeando suavemente el maletín que trae en la izquierda. –Bárbaro. Así que “La Venganza” será traducida al inglés por la editorial... -sonríe nuevamente Juan Romero, inocente, hecho un niño. El hombre pequeño se pierde en el fárrago de palabras que ellos dos nombran: firmas comerciales, intermediarios y comisiones. Jamás sirvió para eso. Siempre lo consideró patrimonio de poderosos negociantes. –“No te fíes de sus actitudes” -opino al oído de mi amigo- “en él nada es casual ni gratis.” –¿No te alegrás de que tus novelas empiecen a conocerse en otros lugares? El hombre hirsuto, de barba pequeña apenas acierta a bajar la cabeza. –“Todo corre demasiado veloz para tu gusto. Date cuenta: por los números que vi el otro día en tu apartamento en ese documento que usas como mantel para apoyar el frutero, te deben carradas de dinero por la novela anterior y ya hablan de traducciones. No tienen vergüenza.” –Lástima que publiques con seudónimo, nunca lo entendí. –“Déjalos, ellos jamás te entenderán, Robinson querido.” –No me entienden. –Bah, pavadas. Modestia de genio se llama eso -celebra Juan Romero girando la tapa de una botella de whisky. –“Apuesto, pequeño escritor de labios finos, que siempre en ocasiones como esta, él celebra con whisky la excelente salud de su cuenta bancaria.” 3. Mi amigo toma un trago y enseguida se excusa ante Laura y Juan Romero. Aduce un compromiso olvidado e importante y se va rápidamente. –“Haces bien. Tienes todo el derecho a irte si sientes que el ambiente es una porquería” -le digo precediéndolo camino al ascensor. Ni Laura ni Juan Romero te detendrán, saben que su excusa para marcharse es mentira. Él no tiene adonde ir, ni amigos ni familiares conocidos, ni otra ocupación más que escribir, ni más horarios que sus devotas costumbres de desayuno-almuerzo-cena. Nadie sabe, salvo yo, que su abuela centenaria todos los días se sienta en el porche de la casa en tu pueblo natal a ver cómo los ómnibus interdepartamentales pasan por la calle principal, esperando que detrás de una nube de polvo aparezca él, recién arribado, con el diploma bajo del brazo. –“Espérame un momento. Vuelvo enseguida” -le palmeo el hombro y corro a desandar el camino que hicimos juntos momentos antes. Tengo un presentimiento. Conozco el paño. Efectivamente, apunto la mirada por el ojo de la cerradura de la oficina de Juan Romero.
Él conversa en tono persuasivo con Laura, la toma de los antebrazos, parte con dureza comercial, parte con blanda lujuria, sin desistir un segundo de su sonrisa congénita y compradora. –Ni una palabra, esperamos que termine la novela el lunes que viene y la entregue, le decimos que el contrato este no salió y lo publicamos sin que sepa en Inglaterra, traducido y todo, aprovechando que tenemos esa puerta abierta en el exterior. Andá preparando el contrato. Cuando se besan en los labios me retiro. No hay más que ver ni oír. Mi amigo me espera en la misma ubicación donde lo dejé; autómata aguardando órdenes, colgado en un recodo de sus pensamientos inofensivos. No puedo evitar sentir lástima por él: sin pecados pero tampoco sin virtudes, un hombre que flota en el mar de la existencia. Robinson escapado de la isla, sin saber adónde ir. Ataco nuevamente: –“Dime la verdad: no aguantabas más aquel falluterismo. Tú no entiendes de negocios, ni de altibajos en la Bolsa como Laura o Juan Romero, tú solo reinas sobre tus subas y bajas y no precisamente me refiero a las de la Bolsa.” –Sí -me contesta. La señora a su lado que espera la llegada del ascensor lo mira sin discreciones. –“Lo peor de todo es que cuanta más alegría sienten ellos, más arruinado te encuentras, porque te están jodiendo bien jodido, y te lo digo con todas las letras, para que recapacites de una vez y hagas algo para solucionarlo. Así no vas a ninguna parte.” –Tenés razón; pero, ¿qué puedo hacer? Varias personas a su alrededor lo evalúan con extrañeza. Ellos tuercen las bocas disimuladamente y ríen y comentan entre sí sobre el loquito de lentes hirsutos. –“No levantes la voz que te oyen”. El puñado de gente se apretuja en torno al único ascensor que sube y baja sin pausa. –“Vamos, dale, mete el cuerpo –lo incito, pegado a él por el reducido espacio que tengo para moverme sin que me atropellen. Pero mi amigo no se mueve, y las personas llegadas después de él le ganan el lugar y bajan por el ascensor, dejándolo varado en el piso quince por unos minutos más. Comienza a dolerle el estómago, a marearse. Busca un asiento. –Me siento mal -me confirma. –“No debiste tomar aquel vaso de whisky. No pensaste en tu gastritis.” 4. –Terminé -avisa. Su voz me desvela. Sábado, dos de la madrugada. Me levanto del sillón donde caí remachado. Tengo un retrogusto amargo en la boca por las horas de sueño inútil y aburrido esperando a que él terminara. No quería molestarlo. Sé que cuando lo interrumpen o no puede escribir se pone histérico, cuando no violento, y en esas circunstancias hasta la opinión del informativista de la radio acerca del último clásico lo saca de las casillas. A la prueba está: ha roto dos equipos de audio a patadas. Recuerdo tres días atrás: en medio de un ataque depresivo como este, me dijo que él se sentía como parte de una obra terminada luego de mil intentos. Y se preguntaba en qué parte de la concepción se había perdido el gen que lo hubiera hecho uno más, un trabajador de ocho horas, un buen ciudadano, un buen hincha de cuadro chico o grande, no importa, un fervoroso admirador de Papá Noel o del último show mediático, nunca un escritor.
–“Sos un genio, en cuatro días liquidaste cincuenta páginas, sin que les falte ni les sobre nada” -le digo leyendo velozmente algunos pasajes, buscando levantarle el ánimo. Él se estira perezoso en la silla. Mira en derredor, la penumbra del apartamento congelado por el silencio. Los párpados que han soportado la velada estoicamente, ceden al aflojamiento de las tensiones y comienzan su caída libre sin importarles que el hombre pequeño está incómodamente sentado y que en la mañana siguiente la escoliosis lo atormentará por varias horas. Al rato interrumpo su sueño pesado y lo hago juntar los papeles, llevar el jarro con restos de café con leche a la pileta y apagar la computadora. Por la mañana no recordará nada de la noche anterior, ni se preguntará si fue él realmente quién dejó las cosas en orden. Su psicoanalista lo llama sonambulismo.
5. Vuelvo de la calle luego de ausentarme toda la mañana del sábado por algunos “trámites”: en la oficina de Juan Romero mientras me fumaba uno de sus cigarrillos rubios con tranquilidad, confiado en que el hombre ojos de sapo estaría todavía en el hotel con Laura, quizás recuperándose del viernes por la noche, me dediqué a leer atentamente el contrato con Inglaterra del cual saqué unas ideas interesantes: bendito sea el inventor de los incumplimientos de contrato. Hallo al hombre hirsuto tirado en la cama panza arriba, el cinturón desprendido, mirando el techo con ojos inundados de cerveza. –“¡Qué poco gusto! Te emborrachas con cerveza. Prefiero vodka.” –La espalda me está matando -justifica su penoso estado y el frasco vacío de calmantes sobre la mesa de luz. –“No es sólo tu espalda.” Y le sacudo las sábanas, pero no obtengo de él más respuesta que un quejido somnoliento. Sin su compañía, paso el resto del día pensando en su felicidad futura. Tengo algunas ideas que pueden ser útiles. Pero debo esperar al lunes cuando él tenga que llevar la novela terminada. El domingo por la mañana lo arrastro hasta el patio del fondo para que por lo menos respire aire libre. Transcurre aletargado en la silla del patio interior de la casa, sin atender al jilguero en la rama, al sol de marzo azotándole la cara, al ladrido del perro en celo del vecino parapetado en la cornisa de la azotea, ni a mis palabras. Solo tiene los sentidos apuntando al vaivén de los calmantes ingeridos en exceso de los que espera grandes milagros, siempre confiado en la opinión de su psiquiatra. A veces, cuando lo veo en esas circunstancias, me parece que añora el pueblo triste del interior donde nació y que abandonó luego de terminado el liceo para estudiar una carrera que nunca empezó. ¿Pensará en la abuela, su único pariente, sentada en el porche de la casa aguardando el ómnibus interdepartamental? ¿No estará repasando mentalmente la próxima carta que debe enviar, la próxima mentira que tiene que escribirle a la abuela para convencerla de que tenga paciencia que ya volverá con el título bajo del brazo? –“Hoy es un domingo negro para la Bolsa de Valores de este pobre escritor bromeo aprovechando uno de sus escasos momentos de lucidez desde mi cómoda posición recostado en la horqueta del enorme gomero del fondo, con esperanzas de que me escuche.Las acciones bajan precipitadamente... ¡pánico!, todos retiran sus inversiones, nadie confía en él. ¡Pero!, hete aquí que al otro día un multimillonario desconocido compra todas las acciones y crea un viento de optimismo que sacude la demacrada bolsa, y esta termina con ganancias récord.”
–Ojalá así sea -me contesta a punto de quedar dormido por cuadragésima vez. 6. –“Quiero que hoy tengas un día de gracia” -le digo acariciándole la superficie de su mejilla recién pulida por la afeitadora.- “Te ves mucho mejor sin la barba asquerosa de una semana”. Le ayudo a ponerse la loción aftershave, a cumplir con las maniobras acostumbradas de cada lunes antes de la visita a Juan Romero. La pasada noche me saturó con sus delirios: tendido en la cama me hablaba sobre experimentos malévolos con espermatozoides y óvulos, de individuos clonados en laboratorios clandestinos solo para escribir novelas para el gran público consumidor. Fue cuando no soporté más la espera y antes de la hora habitual lo levanté de un tirón y le hice aprontar todo: respaldó la novela en un solo diskette que guardó en el bolsillo interior del saco junto con un encendedor. Lustró los zapatos porque los precisa en condiciones para el viaje. Lo ayudé a elegir el pantalón y la camisa adecuadas. Armamos la valija con cuanto trasto le pueda servir allá en el pueblo. –“Vístete. Nos vamos -le ordené conduciéndolo al dormitorio. Se mueve con lentitud, ojos enrojecidos sin espíritu, pero donde una chispa puede hacerlo explotar. Me convenzo que más que nunca precisa de mi ayuda. Nunca lo había visto en tan mal estado. Casi a empujones lo saco de la casa y le ordeno caminar rápidamente para que el olor a quemado no lo alcance. Momentos antes lo ayudé a destruir en el tacho de la basura en medio del patio todas las copias que andaban boyando por ahí del original de la novela, ya fueran en diskette o en papel, de suerte que el único ejemplar quedó en el bolsillo de su saco. Luego la emprendió a patadas enfurecido contra el gabinete de la computadora, y no se detuvo hasta que el disco duro quedó despedazado. Para que se tranquilizara, tuve que resignarme a que otro viaje de pastillas atravesara su garganta. –“A ver..., déjame ver... “ -lo detengo por un momento, ya en la vereda y lejos de la casa, para observar su aspecto general- “Esos lentes de aumento, los mismos que cuando niño eran el motivo para las burlas crueles de tus compañeros de clase, ahora te ayudan más que nunca a disimular un poco las ojeras profundas. Lástima que no seas mujer, sino te maquillaría.” Llega a la terminal de ómnibus y se acerca a la ventanilla de venta de pasajes. Deja la valija en el suelo entre sus piernas. –“Pide un pasaje para dentro de dos horas”. –Uno para las dos de la tarde -habla, mejor dicho gesticula, casi sin voz, ahogado por un abotagamiento general en el que ha caído luego de las pastillas. La funcionaria simpática del otro lado de la ventanilla, con primoroso pañuelito turquesa al tono, tiene a su lado “La venganza”, el mismo libro que forra las vidrieras de la librería de la terminal. –“¿No te causa náuseas?” –Sí, me da asco. –¿Cómo me dijo, señor? –Nada, pensaba. –Bueno, son ciento treinta pesos -le extiende el boleto por el agujero en el vidrio de la ventana. Mi amigo paga con un billete de diez mil. Desliza el dinero por la rendija hacia el otro lado del mostrador, allí donde los deseos de nadie son admitidos.
–“Le entregas el dinero, papeles recargados de símbolos patrios y caras de próceres. Todo es tan abstracto... ¿en qué parte de ese billete obtenido como parte de pago por alguna de tus bazofias por encargo, están tus horas de sudor frente a la computadora, las horas gastadas que ya nunca más repetirás? Qué símbolo más patético para representar una vida arruinada.” –Perdón, señor, ¿no tiene más chico?, recién abrimos y no tenemos cambio. –“Ni se te ocurra buscar en los bolsillos, no tienes más que ese billete.” –No, lamento. –¿Seguro?, porque va a tener que esperar a que consiga cambio. Por favor hágase a un lado para que pueda seguir atendiendo. –“Eres el cliente, el cliente es El Rey, exige tus derechos.” –No espero nada, quiero el cambio ¡ya! Y el rictus duro de su cara lo dice todo y los puños golpeando el mostrador sacudiendo el vidrio de la ventanilla lo aseveran por si alguien se quedó con las dudas. Miro hacia atrás: una fila larga de personas esperando para sacar pasaje comienza a inquietarse, a murmurar. –Cálmese o llamo a la guardia. –“Poco pueden hacer, porque tú eres el Rey. Claro, siempre y cuando tengas dinero” -recalco firme a su lado, defendiéndolo de cada ataque disuasivo de la funcionaria color turquesa. –¿Y qué me importa? –“Jamás has reclamado por tus derechos. Miles de dedos te han tocado y dirigido hacia donde han querido y tú te dejaste llevar porque jamás quisiste tener problemas con nadie. Viene siendo hora de que cambies. No mastiques más la rabia; escúpela.” –No me muevo hasta que me dé el cambio -insiste mi amigo. –“Bien dicho.”
7. Te alejas de la ventanilla satisfecho porque tus deseos de rey del consumo han sido colmados. Guardas el cambio en el bolsillo donde hay otros veinte mil pesos en billetes chicos de cien. –“¿Qué macana, no? El dolor de cabeza que le hubieses ahorrado a miss turquesa. Pero coincidirás conmigo que nada se compara con el placer de haber ejercido tus derechos.” Dentro de un locker de la terminal depositas la valija. –“Si vas con ella a lo de Juan Romero sospecharán” 8. –Y bueno. ¿tenés lo nuestro? –“Lo nuestro, dice. Fijate si será crápula.” –... –“Reacciona, escápate de la selva profunda y vuelve a esta oficina. No te escondas ni te paralices.” –Sí, pero antes pagame lo que me debés. –Me hubieras avisado. Ahora no tengo cómo conseguir la plata -contesta ojos de sapo abriendo las manos en cruz, palmas arriba, llorando pobreza. –...
Mi amigo demora en contestar. No puede replicar sin pensar cada palabra, como si el terror lo estaqueara en su sitio, como presenciando a metros de él un atentado con explosivos, y luego las casas en llamas, los coches de hojalata quemada, los miembros desperdigados. Sí, para él estos encuentros son una tragedia. –No me jodas, tuviste seis meses para conseguirla. –“Bien metida.” Juan Romero salta de la silla intempestivamente. Mi amigo se sobresalta nuevamente, perforando la muralla que las pastillas le han construido ladrillo tras ladrillo. –¿Te das cuenta del negocio que perdemos por un capricho tuyo? -habla, casi grita, apoyado en la esquina del escritorio, señalando a mi amigo con el dedo índice bautizado mil veces por la nicotina. –Quiero mi plata. –“Y un contrato escrito” -recalco sentado en el borde opuesto del escritorio, con un pie balanceándolo en el aire. –Y quiero un contrato escrito. –¿De qué me hablás? –Entonces no hay trato. –“El encendedor.” Mi amigo, frente a los ojos incrédulos de Juan Romero y de Laura prende fuego el diskette que comienza a gotear plástico fundido armando un lago grisáceo en el piso. –¡Pará, estás loco del todo! –“No hay más que decir. Despedite.” –Buenas tardes, señores. 9. Juntos transportamos la valija desde el locker hasta la plataforma de salida del ómnibus. Le deseo suerte. Me desea suerte. El coche arranca con pereza. Desde lo alto del vehículo el pequeño hombre me saluda con la mano. Yo hago otro tanto; es más: comienzo a caminar junto al bus, sin prestar atención al asombro de un joven cercano que trata de explicarse a quién cuernos en la plataforma saluda mi amigo hirsuto y repentinamente alegre. Mis preocupaciones han llegado hasta aquí. Ahora hay que esperar a que la editorial inglesa demande o multe por incumplimiento de contrato a Juan Romero y a Laura. Me los imagino a ambos empeñando hasta sus árboles genealógicos sin tener ni la obra ni los papeles que demuestren la conexión con mi amigo felizmente en camino a su pueblo natal. Para algo al fin y al cabo le han servido los acuerdos de palabra que tanto le perjudicaron. Solo una cosa hace hervir mi curiosidad: qué le dirá a su abuela cuando atraviese la nube de polvo apenas apeado del ómnibus y ella le pregunte por el diploma que había ido a buscar a la ciudad.
El hombre que fue todos Llegó una mañana montado en un asno. Vestía una túnica sencilla (decía que no era de él) y unas sandalias muy gastadas. Buscaba trabajo. Su oficio: la carpintería. Gracias a Pedro, que era pescador y conocía a un sobrino carpintero, lo consiguió. Al principio se pareció a uno más de los tantos que pasaban por aquí y se quedaban un tiempo. Generalmente peregrinos que iban a Jerusalem o trotamundos o simples delincuentes que se venían a refugiar en este pueblito a orillas del mar de Galilea. En realidad nunca supimos bien de dónde provenía. Decían que de Nazaret, otros romano, otros que venía del oriente. Aunque tenía unas facciones definidas (para mí judías) también le encontraban rasgos de romano. Así se producían discusiones increíbles como aquella que se extendió durante toda una noche sobre la raza a la que pertenecían sus ojos, para unos expresivos y negros como los árabes, para otros pardos como los judíos o más claros como los de los romanos. Tal problema se debía a que sus rasgos, según quién los observara, se asemejaban siempre a alguna raza. Tampoco llegamos a saber quién era su padre. “Creo que carpintero… pero no sé”, contestaba cuando se le preguntaba al respecto, y se quedaba callado durante un rato. Varias veces lo vi en esa situación. ¿Quizá revolviendo frenéticamente en sus recuerdos para averiguar quiénes eran sus progenitores, o sabía bien y se esforzaba por olvidar su origen? Se quedó cerca de un año. Entabló amistad con Pedro, y de él aprendió el oficio de pescar. Así de a poco lo fuimos aceptando entre nosotros. Por su parte, hacía todo lo posible por integrarse. Asistía a todas nuestras fiestas, bodas y entierros que acontecían en el pueblo. Pero algo definitivamente lo diferenciaba del resto: su personalidad fuera de lo común. A veces no abría la boca durante horas. Otras, hablaba frenéticamente (sabía de todo). Por momentos su conversación era superflua, sin importancia, de pronto se convertía en profunda y metafísica, y al minuto se tornaba violenta o alegre o seria o simplemente sin sentido. Por momentos aparentaba ser un sabio o un filósofo (siempre decía que el cielo y la tierra fueron hechos para todos igual) otras veces parecía una persona de escasas luces (nunca supo qué hacer con su vida, “que el día de mañana se preocupe por sí mismo”, nos decía), o un hereje (“mi Dios está en todas partes”, repetía en voz alta y sin temor). Repartía su tiempo entre la carpintería y la pesca con Pedro, pero frecuentemente se abandonaba al ocio más absoluto, contemplando el cielo tirado boca arriba sobre la hierba con gestos de placer genuino. En varias ocasiones se entregó a los placeres de las borracheras en las fiestas; y entonces, fuese la hora que fuese, se dirigía a la casa de alguna mujer pública del pueblo. Se marchó como llegó: con la túnica de otro, las mismas sandalias gastadas, el mismo asno. Junto con él se fue Pedro. Durante el tiempo que estuvo aquí forjó con él una amistad de hierro, en virtud de no sé qué extraña afinidad. “Nos vamos a pescar” les dijo Pedro días antes de irse a su mujer y a sus hijos. Nunca más volvieron. Ahora, unos años después de la partida, han llegado noticias: había muerto crucificado por los romanos, porque vivía como judío, tenía rasgos romanos y decía cosas revolucionarias como que el cielo y la tierra habían sido hechos para todos igual. Los judíos, a su vez, habían conspirado junto a los romanos porque vivía libertinamente como romano, parecía judío y no tenía dios definido. Se llamaba Jesús y en todo caso se parecía a todos nosotros.
El negro y La muerte Cuando su espalda se colmó de cicatrices y no hubo lugar para más, en la noche del 12 de marzo de 1811, un esclavo abandonó el establo donde dormían los demás, se escurrió en el caserón y, golpe a golpe, le devolvió a su patrón veinte años de castigos. Uno tras otro cada azote, cada insulto, cada patada en los testículos los propinó con toda la rabia del mundo. Y como su patrón no tuvo remordimientos, él tampoco. Lo llenó de agujeros con el cuchillo sin darle tiempo a defenderse del mismo modo que él nunca pudo hacerlo. Mientras todos en la casa descansaban, lo dejó tendido en su cama, lleno de sangre. “Somos libres”, les dijo a los otros volviendo al establo. Esa noche, protegidos por la luna nueva diez esclavos corrieron sin rumbo. No importaba adónde. Uno de los liberados era el negro que peleó valientemente en la revolución de 1811. El negro anduvo casi hasta el alba cuando, ya sin fuerzas, cayó rendido dentro de un monte cercano al arroyo Asencio. Entre sueños, con las tripas dobladas por el hambre, la sed y el cansancio, vio acercarse a un sujeto delgado hasta los huesos. Dejó la guadaña a un lado, se arrodilló frente a él y le dio de beber. Nunca más olvidaría sus falanges desprovistas de carne agarrando la bota y colocándosela entre los labios para que el negro bebiese un poco de agua. Al terminar, sin decir una palabra, tomó la guadaña y se marchó. Un grupo de hombres encontró al negro al lado de un árbol. Había que observarlo muy bien para darse cuenta que estaba vivo. Lo ataron fuertemente sobre el lomo de uno de los caballos de reserva, y marcharon rumbo al campamento junto al arroyo. Los tres días siguientes fueron de agitación y la gente nueva que desde todos los puntos arribaba, lo relegó. Quedó como uno más entre los demás. Cambió sus ropas miserables por otras un poco menos miserables que habían sido de un difunto casualmente de su misma talla. Sin saber cómo ni por qué, fue arrastrado por la revolución en dirección a Montevideo. Tampoco supo cómo fueron a parar a sus manos una caña tacuara y un cuchillo. Se encontró cabalgando siguiendo a un tal Don José de quien nunca conoció más, salvo su nombre. Cualquier rumbo le servía. Le habían otorgado la libertad sin pedirla, y ahora se daba cuenta que su vida no tenía motivo. No concebía otra vida que la esclavitud. No existían otros horizontes. Nunca nadie le había dado la oportunidad de conocer otras cosas. En medio de la revolución, durante el tiempo que estuvo peleando por ella sin darse cuenta, nunca entendió lo que los demás querían decir con conceptos como “libertad” y cosas similares. En las noches de exhaustivas cabalgatas llegó a la conclusión de que el único motivo que tenía para seguir vivo era morir. Peleó siempre para morir. Por ello en Las Piedras fue el primero en ir al frente. Arremetió contra los soldados españoles con una valentía que maravilló a varios, incluso a Don José. Un sablazo que no supo de dónde vino le abrió un tajo en el muslo, pero él siguió. Volteó a unos cuantos, antes que su caballo fuera herido de muerte. El negro rodó por el suelo junto con el animal, que quedó boqueando con todo el lomo sobre sus piernas. Al fin de la batalla persistían disparos y gritos lejanos internándose en los montes en busca de los que huían. Revolviéndose en el dolor de sus piernas aplastadas por el animal, el negro lo
vio a lo lejos caminar delante de Nicanor, que empezaba a recorrer el campo de batalla en auxilio de los caídos. El huesudo se paraba frente a cada herido. Los observaba unos segundos. A veces descargaba la guadaña sobre el infortunado, otras continuaba su camino. Detrás de él, el pobre Nicanor, se persignaba frente al que había muerto segundos antes y ayudaba como podía a los que quedaban con vida, acomodándolos en alguna posición mejor, o practicando vendajes improvisados con pedazos de su propio poncho a esa altura hecho jirones. Finalmente, el huesudo llegó donde el negro. Sin aviso descargó la guadaña sobre el cuello del animal, que murió entre gemidos de dolor y sacudones. El negro se estremeció todo al sentir cada vibración del caballo moribundo recorriéndole el cuerpo. Luego se acercó al negro, se arrodilló junto a él y lo miró. Movió lentamente la cabeza en señal de negación. No vio por donde se marchó, porque al instante apareció Nicanor y otro más a auxiliarlo. –Es un milagro que no se quebrara las piernas abajo del bicho -le dijo Nicanor vendándole el muslo sangrante. El negro no contestó. La visión de haberse encontrado por segunda vez con aquel personaje le absorbía todo el pensamiento. Cuando más tarde alguien le hizo notar la valentía que había demostrado en la batalla, tampoco contestó. Porque el negro no era valiente, no entendía de valentías. Simplemente no sabía su significado. Una noche, mientras sitiaban Montevideo, el negro se levantó. Sacó de entre sus ropas un trozo de soga que durante días estuvo guardando celosamente esperando el momento. Silenciosamente se alejó hacia la espesura. Subió a un árbol, ató la soga a una rama que juzgó lo suficientemente fuerte y el otro extremo lo anudó a su cuello. Luego saltó. Experimentó la sofocación, los pulmones golpeando el pecho en busca de aire, el calor en la cabeza y sus piernas pataleando desesperadas en el aire. Se dio cuenta que la vida hacía lo imposible para hacerlo reaccionar. Pero él no le quería hacer caso. Se dejó llevar, pedía que su cuerpo cesara de sofocarse, para al fin morir. De pronto, sintió que alguien lo abrazaba por la cintura, lo alzaba levemente para aliviar la presión y entonces los pulmones pudieron respirar. Con la mano libre, el huesudo cortó la soga tirante con la guadaña, lo soltó, y el negro cayó al piso hecho un ovillo, tomándose la garganta y tosiendo como un tuberculoso. Frente a él, el huesudo apoyado en el mango de la guadaña. El negro creyó vislumbrar un gesto de compasión en ese rostro más parecido a un cráneo que a la cara de un cristiano. Su gesto lo encontró similar al de aquella hija del patrón asesinado, que cuando este lo azotaba lo miraba con ojos tristes, pareciendo sufrir por él a cada latigazo. Enseguida, el huesudo se alejó como las veces anteriores. El negro desde el suelo lo siguió con la vista hasta donde pudo. De pocas palabras, siempre anduvo entre sus compañeros limitándose a cumplir órdenes. Cumpliéndolas se sentía a gusto. “Sí, señor; no, señor”, era todo su vocabulario. Cuando nadie le ordenaba, se quedaba quieto, cabizbajo, con gestos neutros. Cierta vez, el presbítero Larrañaga llegó a entrevistarse con Don José en Purificación. Su espíritu observador reparó en el negro. Acostumbrado a ver más allá de la simple carne, intuyó a un ser sufrido, no por la desgracia de la esclavitud, sino por el dolor que le causaba la vida, que se le aferraba a cada músculo, a cada pedazo de sus entrañas, y en la que el negro no tenía esperanzas. Lo llamó aparte. Conversó con él durante largo rato. Logró lo que nadie: que le contara su increíble historia. Conmovido, el presbítero, luego de dar unas explicaciones a Don José, se lo llevó a Montevideo.
Apenas hubieron partido, el negro echó un vistazo atrás. Recostado al lado de un palenque, con la guadaña en una mano, el huesudo lo observaba. Don José, sin saberlo estaba junto a él presenciando la partida. Quizás confundido por la distancia, creyó adivinar en el General un gesto de compasión.
El otro libro Sus hijos y su esposa no entendieron por qué, pero igual dentro del féretro, sobre su pecho, depositaron aquel libro de catecismo, cumpliendo su última voluntad expresa en aquella carta. Las tapas quebradas, los bordes y esquinas levantadas, dobladas por el uso, abriéndose como flores de papel. Las incalculables y exactas páginas con olor a humedad, blancas en el centro, amarillentas en los extremos, cuya memoria celulosa había perdido la cuenta de la cantidad de veces que ojos y dedos ávidos las habían recorrido. Las letras y palabras borroneadas escritas con nervios a flor de piel; los trazos temblorosos de los días de ansiedad; las mayúsculas precisas de las horas de reposo; los garabatos sin sentido de sus momentos de duda; los pronombres incoherentes y verbos mal conjugados en los tiempos de frenesí, donde más que la forma era la idea; las letras de experto calígrafo en sus momentos de claridad. Todo eso fue enterrado con él. Don Atanasio vino al mundo en febrero de 1785. Una estancia hoy inexistente, cerca de la Villa del Soriano lo vio nacer. Educado en un buen colegio de Montevideo, y completada su instrucción, a los quince retornó a la estancia a administrarla junto con el único hermano que le quedaba vivo. Hasta los veintiséis todo indicaba que iba a tener la vida y el destino común a la gran mayoría. En un tiempo marcado por el pensamiento revuelto de independencia, sus días podían ser tan largos y serenos como los de un paisano dedicado a la tierra, o tan cortos como los de un gaucho peleador de entreveros mortales. María Ángeles, viuda y madre de Don Atanasio, había visto morir a cuatro de sus seis hijos varones. La mayoría de ellos no naturalmente. Porque perder la vida para un hombre en aquel tiempo era tarea fácil: una cornada, una puñalada por líos de polleras, un lanzazo, una bala perdida, la viruela, un desamor. Pero él vivió hasta los noventa, terrateniente y extremadamente rico, agobiado de años y de luchas. Había sido una excepción a la regla. El día de su cumpleaños número veintiséis, María Angeles le regaló un flamante libro. De los que se empleaban en el catecismo, conteniendo oraciones para cada día significativo del santoral. Atanasio ni siquiera lo abrió. Le agradeció a su madre y nada más. El libro pasó meses arriba de la cómoda del cuarto de la estancia. Nunca se consideró tan creyente como para tomar un librito religioso entre las manos. Santiguarse antes de carnear a un borrego constituía suficiente rito para él. Una influenza lo obligó a guardar cama durante una semana. Entonces descubrió el secreto. Aburrido, como todo enfermo, lo tomó de arriba de la cómoda. Estaba manuscrito, no impreso. Las primeras páginas en blanco. Poco a poco, a medida que avanzaba, se iban llenando de letras. Primero garabatos ilegibles, caras, soles dibujados en espiral, gaviotas en forma de “v”. Luego, más adelante, letras escritas con la misma caligrafía que tenía cuando niño; letras grandes y redondas. En la página 40 leyó: “Cumplí mi tercera noche en Montevideo y extraño a mamá.”
Eso había pensado cuando a los ocho marchó a Montevideo a la casa sus tíos, para empezar el colegio. Lleno de curiosidad, pasó las hojas. Se detuvo en la página 103: “Tomé la mano de María y entramos a la habitación. Pasamos la noche juntos.” Sí, fue cuando se acostó por primera vez a los dieciséis, recién casado con su mujer. La letra trémula. Las palabras avanzaban con temor sobre el papel, con la ansiedad de aquel momento. Lo cerró de un golpe. Trató de razonar. Ese diario no había sido escrito por él. Volvió a hojearlo. Pequeño, pero con infinitas páginas que surgían en cascada una atrás de la otra. El tiempo de su convalescencia le permitió observarlo con mayor detalle. Pasó aquellos días leyéndolo con avidez. Página 240: “Llevo seis días de cama y tengo una fiebre insoportable. Cuando cesa, puedo tomar el libro y leerlo”. No mencionó a nadie que poseía un objeto tan extraño. Ni siquiera a su pobre madre, que creía haber hecho un simple regalo. Ante sus ojos, durante esos días desfiló toda su vida, plasmada en palabras. Pronto atravesaría por una serie de tribulaciones, pero luego de los cuarenta y cinco, todo se le presentaba venturoso, tal cual se relataba en la página 1100: “Salgo afuera e intento mirar a lo lejos. Mis años no me dejan ver. Me calzo las lentillas y ahora sí contemplo en toda su magnitud mi campo, vasto, verde, próspero cuyo límite es el horizonte.” Las letras eran perezosas, pausadas. Como si la mano se detuviera cada tanto fatigada de escribir y sus ojos se cansaran de leer. Volvió atrás. Página 250: “Ese lunes tenía planeado irme a la Villa del Soriano con Nicanor, como lo hacemos una vez por mes para encontrarnos con nuestros compadres. Pero debido a que decidí el domingo por la noche arreglar algunos asuntos de último momento con el capataz de la estancia, recién el martes por la mañana partimos.” Despachó varios asuntos con la mayor discreción: delegó en su hermano y en el capataz sus tareas cotidianas. Le dijo a su mujer que se iba a la Villa por un par de días como de costumbre. En la Villa los sorprendió el levantamiento revolucionario. Si bien se podían percibir ciertos rumores desde tiempo atrás, todo fue sorpresivo. Llevaban tres días acampados a orillas del arroyo Asencio, con Venancio, Nicanor y algunos más, esperando a otros orientales que venían desde lugares cercanos. El plan: juntarse y marchar a Montevideo para sitiarla. Se respiraba la batalla cercana. Para muchos sería la primera y la última. Los nervios crispados, insomnes. Sabían que en nada se parecían los líos de pulperías a un entrevero, ni ensartar a un cristiano con hundirle el cuchillo a un chancho en la garganta. Estaba escrito. El libro declaraba con claridad meridiana que un tal José, en dos días más estaría junto a ellos. Atanasio lo sabía. Las siguientes jornadas fueron de largas cabalgatas y reuniones apuradas. Pronto ocurrió la batalla de las Piedras. Luego marcharon a Montevideo. Para ese entonces Atanasio había cambiado. El gesto de resignación más absoluta, el alma pelada de adornos, extraviada en medio del caos. Aquel hombre educado, administrador de estancia, ya no existía.
Entretanto el ejército hacía una pausa luego de la batalla para curar a sus heridos, pudo leer: “Perdí la cuenta de los que maté. Esto es cosa seria. Me tomo un tiempo y leo. No puedo sacarme de la cabeza el rostro sereno de Pablo Benítez esperando la muerte, al que tuve que degollar atrás de unos árboles para que no sufriera, mientras a cien metros Don José pedía clemencia para los vencidos”. Durante el sitio, durante el Éxodo, durante el segundo sitio, el libro lo acompañó. La escritura de sus páginas siguió férrea. La primera vez que vio cercana su muerte fue en las Misiones. Pero él confiaba ciegamente en su compañero de viaje. Hacia 1819, cumpliendo órdenes de Don José, partió con un destacamento a unirse a las fuerzas del jefe indio Andresito que luchaba en el norte tratando de contener al invasor portugués. Pelearon duro. Pero de nada sirvió y cayeron prisioneros. El comandante del ejército vencedor ordenó tomar la mayor cantidad de prisioneros. Separaron a los soldados rasos de la oficialidad. Mientras los soldados serían mantenidos cautivos, a la oficialidad la mandó quintar, es decir a matar de a uno cada cinco. “En esa mañana gélida, nos formaron a todos en fila uno al lado del otro. Un soldado se paró frente a Nicanor, apoyó el trabuco en su cabeza y disparó. Nicanor cayó seco en el suelo a mi lado. Pasó frente a mí e hizo lo mismo con Pedro alineado más adelante.” A los cuarenta y cinco, apenas firmada la nueva Constitución, vuelve a la hacienda. Retorna al viejo hábito de la tierra y los animales. A la calma de la vida del campo. A su mujer. A sus hijos. Se hace rico. Compra varias suertes de estancia alrededor de la suya, abandonadas por los años de violencia. Pronto los límites de sus propiedades se confunden con el horizonte. Sus cabezas de ganado se multiplican exponencialmente. Todo se lo debía a aquel insignificante objeto. Los cambios aparentes de dirección, los futuros azarosos, las decisiones sin sentido de las que todos caían presa, degollar por compasión, matar sin escrúpulos, ser derrotado, experimentar el miedo, la cercanía de la muerte, luchar junto a Don José por la independencia. Todos los acontecimientos tenían su lógica oculta. Atanasio envejeció, de la misma forma que su libro. El mismo día de su muerte se levantó temprano. Se sentía tranquilo, confiado. “Salgo afuera e intento mirar a lo lejos. Mis años no me dejan ver. Me calzo las lentillas y ahora sí contemplo en toda su magnitud mi campo, vasto, verde, próspero, extendiéndose hasta perderse en el horizonte”. Por la tarde, en su lecho de muerte, lanzó esa mirada última y lúcida que a los moribundos les es concedida. Pero prefirió cerrar los ojos. Sabía de antemano el final, desde el mismo día en que hojeó por primera vez ese otro libro. “Tomé el arma, me senté en la cama, respiré hondo, miré la carta que había escrito hace unos momentos, apoyé el arma contra mi sien… cerré los ojos”.
El sirviente • ¿Dónde estabas? -preguntó el escritor tirado en la cama, fumando un cigarrillo. • ¿No ves? Recién vengo del trabajo y de paso hice los mandados. • Pero, ¿por qué llegaste tan tarde? -insistió autoritario. • Vengo en ómnibus, ya sabés cómo demoran -contestó el sirviente, acomodando las cosas en la heladera. • Te parece bonito. Yo aquí solo, sin hacer otra cosa más que esperarte. • Bueno, qué le vas a hacer. Dejame comer algo y enseguida te atiendo. • Rápido, por favor. Ya no aguanto más. Creo que te haré trabajar hasta tarde. El sirviente lo miró sin decir nada. Lo conocía de memoria. Inútil dialogar con él. Después de tanto tiempo adivinaba las preguntas y sus respectivas respuestas. También sabía que el escritor era muy fuerte. No convenía que se enojara. Comió a las apuradas y luego se dispuso a atenderlo. Se dirigió a la mesa al lado de la cama. Entonces el escritor apagó el cigarro e hizo saltar las sábanas por el aire. Con ojos ansiosos y dedos inquietos lo esperó agazapado. Cuando el sirviente se sentó frente al escritorio y tomó el lápiz, el escritor, de un brinco se metió dentro de él. Lo hizo escribir sin parar hasta las tres de la madrugada, hasta que el pobre se durmió sentado.
El tiempo del sueño El tiempo del sueño es el tiempo de la vigilia cargado de horas fatigadas buscando insistente un lugar donde reposar. Se encarama en los párpados y autoritario, los cierra. Se desliza líquido y sinuoso más allá del cristalino y el conocimiento. El tiempo del sueño es un tiempo con olor a pereza. Lento tenaz invencible su peso ahueca la almohada, anula la suma de conceptos que el mundo plantea. Puede ser considerado como un tiempo marcial. En él se libra una batalla cada vez que posee un cuerpo. Territorio de fantasmas de los demás, de nuestros ancestros. Allí dos ejércitos nocturnos intercambian prisioneros. Sueños irreales por problemas concretos. Pesadillas voraces por el frenesí de la vida implacable. El tiempo del sueño, arquitecto amante de enigmas. Egoísta, oculta sus realizaciones al entendimiento. Allí todo es material de construcción donde ocurren grotescos que el pobre día interpreta lo mejor que puede. Espejo deforme, trueca la razón de metal pulido y preclaro en líneas sinuosas y oscuras, la piedra matemática impenetrable en agua viscosa maleable. Tiene la fuerza de unos ojos cerrados a cal y canto resistiendo a intrusos que pugnan por colarse golpeando las pestañas, puertas de un castillo imbatible. También, el tiempo del sueño es un carcelero. A veces maltrata con un sobresalto insomne de pastillas y medianoche o premia con un cómodo amanecer y un desayuno caliente en la cama. Puede adquirir en ocasiones la forma de paraíso o infierno. Por ello, su símbolo es una hoz inocente que a veces asemeja a una guadaña afilada. Cuando el tiempo del sueño mira el reloj y ve que es hora de transformarse nuevamente en vigilia, corre pupilas afuera, se escurre insustancial por cada poro de la piel. Luego de él, permanecen sólo ecos inasibles escapándose entre los dedos, pues el tiempo del sueño tiene poca memoria, olvida las herramientas de su obra en la punta de la lengua, deja un sabor de amnesia en la boca. Entonces, únicamente queda la dureza metálica y pétrea. La realidad de la que no podemos despertar.
El tiempo que antecede a un nacimiento El tiempo que antecede a un nacimiento es el remanso que sucede al estremecimiento de dos cuerpos. Tiene olor a pelo, piel y sexo. Sucede a la fatiga y al vientre satisfecho. Es un tiempo quieto, uterino, ignorante de la velocidad del péndulo y las agujas. Lo mismo vale un segundo que un día. Pero en el momento del nacimiento, ese tiempo quieto estallará en pedazos, se precipitará desbocado y entonces correrá a la velocidad de las horas y segundos. El tiempo que antecede a un nacimiento es el ensamble final, como quien afina al detalle una teoría en el papel señalando con fórmulas inextricables un color de ojos, un tipo de pelo y un puñado de fechas exactas y predeterminadas. Se mide al milímetro la hoja de la navaja que cierta noche oscura en una esquina nos matará. Se calibra la duración de la agonía final en la cama de un hospital. Es el tiempo donde se marcan a hierro y fuego las fechas y lugares para el encuentro con futuros seres queridos. La cantidad exacta de orgasmos y placeres. El número preciso de sonrisas y besos. En el tiempo que antecede a un nacimiento se cava el lecho por el que fluirá un río, donde en algún momento futuro otros se ahogarán o verán su reflejo, beberán de su agua o la repudiarán. Pero por ahora, es un estanque de agua mansa. Allí habita y late un llanto fresco, el primer llanto. Juntan fuerzas los pulmones a la espera del primer aliento. Las pupilas sueñan que sueñan luz. Pronto percibirán el brillo del mundo y luego, a veces, preferirán cerrarse para no ver. También crecen dos manos, que más adelante tocarán otras pieles con dulzura, o golpearán otros rostros con saña, o empuñarán una pala para levantar una casa o un hacha para talar todo un bosque. Pero por ahora, todo es un estanque de agua mansa. Curiosamente también, el tiempo que antecede a un nacimiento puede ser la multiplicación exponencial de acontecimientos fortuitos. Visto de esta forma es un permanente recálculo de probabilidades. Una tela aún no tejida, hilo virgen de acontecimientos, ignorante de la prenda en que será usado. Destino no comenzado, en cuyos pliegues esperan sigilosas futuras angustias y alegrías, como ladrones en esquina oscura, como billete de lotería ganador que aguarda a su dueño. Atravesado por la incertidumbre es un punto esperando el momento para transformarse en línea frenética. Una línea que desconoce el papel y la mano que la trazará. En el tiempo que antecede a un nacimiento ya se están incubando otros nacimientos y otras muertes. Su símbolo es un círculo perfecto.
El tiempo que antecede al dolor El tiempo que antecede al dolor tiene sabor de agua de río fluyendo entre paisajes de ensueño, ignorante de la violenta cascada dos millas mas adelante. Ocupa un espacio vacío en el estómago de quien espera un diagnóstico. Posee el rostro de los niños buenos que de grandes tiranizarán a todo un pueblo. Irónico, es capaz de jugar a las barajas en las entrañas de un tahúr sin que este lo sepa. Exento de toda culpa, ayuda a un peatón ciego a cruzar una calle transitada. El tiempo que antecede al dolor vive en los cruces fortuitos de hechos: una enfermedad muda y la sangre que la alimenta, dos pasos y el fin de una cornisa, una mujer y un parto complicado, una operación delicada y la morfina inútil, el alcohol y la marihuana corriendo a abrazarse en las venas. El tiempo que antecede al dolor, estratega matemático ejerciendo su oficio en secreto. No suma ni resta, multiplica silencioso hipotéticos llantos. No ata ni sujeta, sólo selecciona posibles angustias. El tiempo que antecede al dolor es un tiempo abstracto. Ni preguntas ni razones lo pueden materializar. Pero al fin hecho carne, es un huracán que deja a su paso rastros de recuerdos rotos. Únicas cosas que sobreviven al dolor de los hombres.
El Ubicuo “... Convertidos en policías y jueces del prójimo...” (Libro de cuentos, ediciones El Ubicuo)
1. Néstor Da Silva disfruta revolviendo en las mesas de descuento de las librerías céntricas. Así conjura el ruido de la avenida y también el tedio de la espera en la estación. El tren a Lugano saldrá dentro de una hora. Mucho tiempo para permanecer apoltronado en las sillas del hall mirando El Ojo. Prefiere el perfume silencioso de los libros olvidados por el marketing y el consumo. Pasa revista a las hileras clasificadas por precio y tema. Tiene un instinto casi animal para detectar los textos que más le gustan; parte de su deformación de profesor de literatura y una rareza, si se piensa que nadie lee en estos días con avidez. El Ojo es el rey de los pasatiempos. Halla, entre tantos, un pequeño volumen. Ediciones “El Ubicuo”, dice. Lo hojea brevemente bajo la atenta vigilancia del empleado que, a prudente distancia, regentea con celo libros que jamás llegará a leer. El prólogo adelanta el contenido: una colección de cuentos que tratan de los comienzos. Mientras abona el importe, observa un cartel colgado del techo del negocio. Sus letras fluorescentes anuncian: Dime la verdad, nos escuchan. El tren parte puntual. Néstor maldice el momento en que se mudó a Lugano: dos horas de viaje aciago todos los días solo para cumplir con su tarea docente en un liceo público. Acomoda el maletín en su falda, como si se tratara de un gatito en busca de arrumacos. La estación se desliza suavemente en sentido contrario a través de los vidrios sucios de polvo ciudadano. Néstor abre el libro, moja en la lengua la yema del índice y busca la primera página: “¿Sabes en quién confiar? Desde el auto Eduardo leyó el cartel. Una nueva promoción, algún nuevo producto, quién sabe. La ruta apresurada lo devolvía a su casa y los aullidos del tráfico no le dejaron trazar más suposiciones sobre aquella propaganda. El hogar de Eduardo estaba a diez kilómetros del trabajo y a tres embotellamientos del centro. Apenas llegó, caminó al baño. Necesitaba una ducha para lavar los rastros de Miriam. Lo inquietaba un leve magullón en el trapecio derecho producido por unas uñas largas y rojas. Aunque, como andaban las cosas, probablemente Josefina no lo advertiría.
Con el pelo húmedo, el torso desnudo y una toalla rodeando su cintura, destapó una cerveza. Una forma de exorcizar los demonios del día. Saboreó la espuma, bebió el líquido ambarino. Verificó que las persianas estuviesen cerradas. Hacía años que el municipio no dejaba abrir las ventanas hasta las siete de la tarde. De lo contrario, se diagnosticaban problemas pulmonares en poco tiempo. Se vistió. Encendió el equipo de audio y surgió una música machacona y tenaz. Dos o tres semanas de promoción harían de esa canción la número uno del planeta. La estuvo escuchando toda la mañana en el trabajo, en el auto y, por la tarde, en lo de Miriam. Pero eso lo distrajo de su preocupación por el magullón en la espalda. El reloj en la pared le indicaba que era hora de preparar la cena. Josefina subió las escaleras y giró la llave en la cerradura. Taconeó por el pasillo hacia la cocina, donde él se dedicaba a descongelar la comida. –Hola -le dijo Eduardo con el salero en la mano. –Basura -escupió ella con palabras y saliva. Toda su corrección de ingeniera civil ha quedado en la valija de trabajo arrojada violentamente contra su esposo. –¡Andás con otra! Eduardo y su sorpresa se reclinaron contra el fogón de la cocina, manteniendo la distancia. Pero los insultos y los puños de Josefina lo alcanzaron y golpearon. Sus pupilas furiosas lo quemaron, entretanto él ensayaba varias excusas. Era una mujer racional y no pasaba por su cabeza agarrar uno de los cuchillos que, ansiosos, latían en el cajón a centímetros de su mano. En cambio, le dio plazo hasta el jueves para que abandonara la casa y se preparara para el divorcio. Josefina, llena de lágrimas, fue hacia el dormitorio murmurando insultos inconexos. Justo a ella le venía a pasar esto... Tiró la chaqueta sobre la cama. Se puso un abrigo grueso. Habían pronosticado frío para la noche y el viaje a la casa de mamá era largo. Juntó tres mudas de ropa interior en la valija. Rímel, cepillo de dientes, polvera, demaquillante, anticonceptivos, lápiz de labios fueron a parar a su neceser. En tres minutos ganó la calle. La media docena de excusas que Eduardo balbuceó no valieron de nada. Ella estaba convencida hasta los huesos de lo que había dicho. La cólera de Josefina dejó el dormitorio saqueado. Las ropas antes ordenadas se retorcían nerviosas en los cajones y objetos superfluos estaban desparramados en el piso. Eduardo se sentó en la cama, sin darse cuenta, sobre la chaqueta de ella. La tomó en sus manos. Se olvidó, pensó. En el bolsillo derecho encontró un papel apelotonado, primoroso capullo a punto de mostrar su interior. Lo desplegó: una fotografía, fechada ese mismo día. “El Ubicuo”, decía en su parte superior, mientras una colección de números ocupaba todo el pie.
La mariposa de la revelación le estalló en los ojos. Una imagen deformada por una lente gran angular mostraba en primerísimo plano una cama de hotel con sábanas agitadas y a Eduardo desnudo de bruces sobre ella, mientras una mujer de senos y muslos blanquísimos, que no demoró un segundo en identificar como Miriam, le paseaba las uñas largas y rojas por la espalda.”
2. Una propaganda estática aparece muy adelante como un punto minúsculo. Rápidamente muestra su contenido antes que la velocidad del tren la deje atrás: Donde estés. Lo que hagas. Lo que digas. Néstor se mece la barbilla. No puede evitar reflexionar lo duro que deberían haber sido los comienzos cuando todo esto era una gran novedad. Continúa: “En su bolso de mano Adriana llevaba el papel lacrado con los análisis. El documento la quemaba de curiosidad. Recién en una semana (el sistema de salud trabajaba a ritmo de dinosaurio) un ojo clínico develaría la incógnita. La ciudad se sacudía. Autos y peatones discurrían por las calles al influjo de las horas y de la eficiencia. Bocinas dispares, gritos nerviosos, frenadas a tiempo se trenzaban en una sola nota, música de las urbes modernas. Dos cuadras más y llegaría a un oráculo. La inquietud la asaltaba cuando se cruzaba con niños sentados en los bancos de las paradas con chucherías en las manos para vender. No; ella haría lo imposible para que su hijo no terminara así. Lo quería universitario y exitoso. Pero primero había una pregunta más urgente. A cambio de semejante verdad debía pagar una tarifa muy alta. Si esperaba un mes más sería tarde para interrumpir el embarazo o para someterse a una costosa terapia. En el oráculo deslizó la tarjeta de crédito por la ranura y, al instante, estaba navegando a través de múltiples opciones. Debía aportar la mayor cantidad de datos posibles. Fechas, horas, direcciones, lugares, nombres. Un error y perdería el dinero en una consulta hueca. Al fin solo quedaba esperar a que el oráculo imprimiera la respuesta. Adriana dobló el ticket medrosamente y lo depositó en su cartera. Al abandonar el oráculo, sacó un pañuelo para enjugarse el agua de los ojos. Con la cara aún húmeda, tomó aire antes de internarse de nuevo en el tráfico humano de la vereda. Una sonrisa le descorrió la cremallera de sus labios. Y el resoplido enorme de la urbe la recibió con los brazos abiertos.
3. El tren se ha inundado de personas. Paradas o sentadas, la mayoría consume extasiada El Ojo. Néstor interrumpe la lectura y les presta atención por un momento antes de pasar la página y hundirse en el libro nuevamente. Un rápido flash anuncia que hoy, a la noche, se transmitirán los mejores veinte accidentes automovilísticos. Las exclamaciones corren entre el pasaje. “Una lámpara brotaba recta de la superficie de cármica, tallo de una flor geométrica, y cuatro carpetas de diferentes colores se amontonaban como cachorros brindándose calor. Un delicado lapicero convivía al lado de un vaso de té con leche a medio tomar, vestigio de un día agitado. También había un sobre, desgarrado, vacío ya de la novedad que contenía por la mañana. Reclinado en el sillón de la oficina, Slocowicz ensayó distraerse con los ruidos del corredor, realizando una pequeña tregua en el problema que roía sus sienes. No sabía si confiar en la singular fotografía ni en el papel que sus dedos retorcían. Habían venido por correo en un sobre a modo de promoción de un nuevo producto. El folleto adjunto anunciaba: “Usted, sin derrochar recursos puede ágilmente solucionar sus incertidumbres. El Ubicuo On Line, servicio exclusivo para empresas. He aquí una muestra gratis.” Nuevamente Slocowicz hurgó en las variables que la empresa reflejaba en la planilla electrónica. Quizás se le estaba escurriendo un detalle... pero los números arracimados, circulares y perfectos, no presentaban fisuras ni signos de fraude. Retiró los ojos de la pantalla y los dirigió incrédulos hacia la fotografía. En ella se mostraba a su hermano, socio en la empresa, hablando por teléfono. Agarró el papel ajado por el manoseo y la impaciencia: allí palpitaba un diálogo sórdido entre su hermano y un desconocido. Las palabras “coima y arreglo” poblaban el texto. Decidió no demorar lo inevitable, y llamó por línea interna a su hermano que trabajaba tres oficinas más allá. –Quiero hablar contigo -fueron sus únicas palabras. –Yo también -respondió a secas el otro. El hermano apareció en la oficina esgrimiendo un sobre abierto llegado esa misma mañana. Slocowicz cayó en la cuenta que era idéntico al recibido por él. –Explicame esto -exigió su hermano enérgico, tirando el sobre con violencia encima de la mesa. Estaba furioso. Asfixiado por la sorpresa, Slocowicz lo tomó y sacó un papel y una fotografía. Y leyó un diálogo oscuro, donde reconocía desde la primera letra sus propias palabras, al tiempo que observaba alternativamente la imagen que lo mostraba a él mismo, con inusual detalle, firmando a escondidas un cheque de la empresa que no aparecía registrado en los balances.”
4. La sombra veloz de un tren en el carril contiguo distrae a Néstor del libro. El Ojo sigue mostrando: ahora, un grupo de hombres y mujeres de rasgos orientales retozan en una playa nudista. Luego, comienzan a mantener relaciones sexuales sobre la arena mientras pequeños rectángulos negros censuran sus genitales. Van a los comerciales: una mujer vestida con ropas y gestos neutros sostiene, en la mano, un aparato similar a una laptop. Promociona la salida al mercado de la nueva generación de oráculos. La versión portátil de variados colores y diseños promete que los actuales, similares en tamaño a cabinas telefónicas, serán piezas de museo al lado de estos modelos más amigables y prácticos. “Ahora no precisará dirigirse a un oráculo para averiguar qué hacen sus hijos, su marido, sus parientes o vecinos o un sueco. Olvídese de las colas frente al oráculo, de las fotografías ubicuas y de tickets kilométricos. En directo, con la nitidez de una película 3D y sonido envolvente, desde la comodidad de su sillón favorito podrá acceder a este privilegio de los tiempos modernos. Para que la realidad no se le escape entre los dedos.” Néstor piensa en cuánto han cambiado las cosas. Él era un niño cuando en la escuela comenzaban a enseñar que El Ubicuo impondría el orden en un mundo mentiroso... “La verdad y la privacidad como objeto de comercio. Con algunos datos certeros y muchos billetes logramos enterarnos de cualquier suceso con extrema precisión. En tanto, los oráculos se dedican a reproducirse en nuestras ciudades macrocéfalas; hongos después de copiosas lluvias. Si alguien nos vigila constantemente y si cada uno de nosotros sabe que la intimidad se ofrece por determinada suma de dinero no importa a quién, ya no podremos mentir o realizar actos que transgredan las normas, o por lo menos lo pensaremos dos veces antes de mover un dedo o abrir la boca. Y no hablemos del derecho a la privacidad que me temo se abolió para siempre en el instante mismo en que esta maquinaria echó a rodar. Doblegados frente a un sutil ente, nuestra libertad ya no existirá, si es que aún nos permiten pensar en ella en el futuro.” Milton recorrió los tres párrafos y los consideró de buena factura. Mañana continuaría desarrollando el artículo. El viernes lo tendría pronto para la edición dominical. –Está difícil... -reflexionó en voz alta. El perro, desde la cucha, levantó las orejas para atrapar las palabras de su amo. Curiosamente el animal se ha convertido en el único compañero de un bizarro soldado. Milton no sabía aún que peleaba una batalla perdida. Todavía esperaba con ilusión algún eco, que alguien abriese los ojos y reconociese la realidad que tenía a todos adormecidos. Milton se arrellanó en la silla y encendió un cigarro. Las volutas de humo lo abrazaron y transportaron a memorias más gratas... Condujo hasta un edificio de apartamentos en el centro. No importaba cuántas veces se había reiterado aquel encuentro. Siempre la misma sensación, como la primera vez. Milton llamó al portero eléctrico y una voz gastada por la ansiedad le contestó: –Subí.
Alguien lo esperó detrás de la puerta entornada que, apenas Milton estuvo dentro, se cerró. Se besaron y abrazaron sin más testigos que la soledad. Él le acarició el rostro. Luego sus dedos naufragaron en su figura, como puliendo un diamante digno de todos los cuidados del mundo. Entre besos húmedos por la desesperación, al oído le susurró unas palabras que solo ellos entendían. Compartieron un chocolate caliente. Al igual que en otras oportunidades, pasarían la noche inmunes a la banalidad y a las tonterías que el mundo solía erigir como fetiches de trapo. Por la mañana, Milton pisó el umbral y oyó el ladrido del perro dándole la bienvenida. Tiempo de mimetizarse bajo la costra de su profesión de columnista en el periódico local. Entonces él no era ni espíritu ni carne; solamente un recibo de sueldo a liquidar a fin de mes a cambio de una tarea intelectual. Un comercio de abstracciones baratas. Pero su existencia incolora y sin amigos, respetuosa de relojes, órdenes y jefes homofóbicos, sustentaba al verdadero Milton clandestino y amante. Los escasos momentos en el apartamento lo reencarnaban en su esencia de hombre. Entonces retornaba con el tacto del amor aún caliente entre los labios y el sexo. Le prodigó al perro algunas palmaditas en la cabeza, mientras con la otra mano revisó el buzón. Encontró un sobre en cuyo exterior lucía su nombre. El remitente disparó sus latidos: “El Ubicuo”. Apartó al perro con un gesto y rasgó el papel. Una nota decía: “si no se calla, esto se sabrá. Si permanece en silencio, nada ocurrirá.” Demoró unos segundos en reaccionar ante la fotografía. Pero cuando lo hizo, sus pupilas se dilataron. La imagen estaba realizada con una enorme lente gran angular desde una ubicación imposible. Al pie, amasijos de datos, coordenadas espaciales, horas y fechas. Se le cortó la respiración al reconocer a las dos personas: Milton abrazaba a un hombre de cabellos rojizos en medio del living de un apartamento conocido. La fotografía mostraba el corredor de acceso, la cocina, el baño y el dormitorio al unísono. Transmitía al espectador la sensación de encontrarse en todas partes, de dirigirse adonde quisiera con solo mover los ojos. Todo tan nítido que si prestaba atención podría escuchar el sonido de los besos y las palabras murmuradas al oído: “Te amo”. –¡Hijos de puta! Por el resto de sus días Milton trabajó como columnista en el periódico. Asimismo continuó siendo el amante fiel en el apartamento del centro. Jamás volvió a mencionar a El Ubicuo.”
5. La creciente urbanización en el paisaje y los movimientos de la gente dentro del tren indican la cercanía de Lugano. Néstor piensa que resultaría buena idea hacer copias de algunos pasajes del libro para repartir y analizar con sus alumnos. Por lo menos recibirían noticias de un tiempo anterior que él sí había vivido. Ellos no conocen lo que es una mentira, ni siquiera un insulto mascullado por la espalda. Dobla las páginas más interesantes por sus esquinas, al tiempo que el tren arriba a la estación central. Guarda el libro en el traqueteado maletín y espera pacientemente hasta que logra salir sin ser atropellado por la horda de viajeros. Precisa realizar algunas compras. El supermercado queda enfrente. Cruza la calle junto con un rebaño de personas. Pasa al lado de un pordiosero recostado al poste del semáforo. Agita una lata donde bailan unas escasas monedas. El infeliz no sabe que la gente no usa efectivo sino tarjetas de crédito que permiten acumular puntos canjeables por premios y que además no suele prestarle atención a los mendigos. Néstor recuerda entonces lo visto en El Ojo donde hace un tiempo habían mostrado la vida de varios indigentes: niñas prostituidas por migajas, hombres que defecaban en los callejones sobre hojas de periódico. Fue el comentario de todo el planeta y el rating del programa obligó a realizar una segunda parte. Y en ese momento no pudo dejar de asociarlo con los ya obsoletos documentales de National Geographic que enseñaban la vida salvaje en las sabanas africanas. Se intuye la presencia del supermercado: por doquier personas llevan bolsas atiborradas de productos. En la góndola de lácteos busca lo acostumbrado. Es una persona de gustos inamovibles, casi inmemoriales, en un planeta atorado por novedades redundantes. Elige dos botellas de Leche El Ubicuo Extra Calcio. Por las dudas verifica el vencimiento. Para ello debe quitar dos adhesivos promocionales “raspa y gana miles de premios con El Ubicuo”. Los arranca para averiguar la fecha y los transforma con sus dedos en pequeñas pelotitas. Con fastidio las echa en un tarro de basura próximo. Una mujer de capelina verde que empuja un carrito observa sorprendida. En la góndola de carnes elige dos piezas de pollo de Granja El Ubicuo. Luego toma un paquete de ciruelas El Ubicuo y cien gramos de jamón y queso El Ubicuo. Paga en la caja. El plástico de su tarjeta de crédito es azul eléctrico, al igual que la totalidad de los objetos dispuestos en las góndolas. –¡Hola! ¿Qué trajiste? -le dice su hija abrazándolo por el cuello. –Algunas cosas para preparar un pollo arrollado -contesta dándole un beso dulce en la mejilla. Ella casi no lo escuchó. El abrazo en el cuello forma parte de su automatismo. El presentador de El Ojo, que absorbe a su hija quinceañera, habla a los gritos: “prepárense, que en segundos tendrán los mejores veinte accidentes automovilísticos del año.” Sin aviso, la pantalla comienza a mostrar el interior de un auto que gira sobre sí mismo cruzando a la senda contraria.
Su hija exclama una y otra vez: –¡Mirá papá, qué bueno! A un tiempo, y desde diversos ángulos, desde el techo, desde las cabezas de los accidentados, desde la posición de los demás automovilistas, El Ojo enseña al detalle el caos y el dolor y la sangre de la tragedia. Néstor necesita sentarse. Las imágenes le producen una flojera inevitable en las piernas. La escena se esfuma lentamente y, en medio de la pantalla, se materializa la leyenda: “Derechos reservados El Ubicuo”. Sin cortes, comienzan a mostrar otro accidente similar. Néstor prepara el pollo arrollado con la puerta de la cocina cerrada. No cesa de rumiar protestas. “Sos un viejo” le diría su hija, si lo sintiera. –¿Cuándo creés que vamos a aparecer en El Ojo? –Espero que nunca -responde con dureza Néstor e intenta inútilmente desviar la conversación para que su hija le cuente cómo le va en el liceo con las materias de examen. Pero ella come sin masticar y le comenta que un compañero de clase se había convertido en un personaje famoso cuando apareció en El Ojo durante un ciclo llamado “la vida de nuestros adolescentes”. Monologa, sin prestar atención a la cara de hartazgo de su padre. El Ojo, el liceo y los amigos le han enseñado a su hija un único vocabulario de cien palabras con el que se puede explicar “La ética a Nicómaco” de Aristóteles o el partido de fútbol del día anterior. Le cuenta a Néstor que la madre se había comprado hace poco un oráculo de los nuevos y que a través de él podía presenciar la vida en vivo y en directo de cada persona en el planeta desde la comodidad de un sillón. Y la próxima semana, cuando le tocara pasar todo el mes con ella, lo podría usar a sus anchas. Néstor se siente como un misántropo. Jamás ha usado un oráculo ni gastado su tiempo viendo El Ojo. Quizás por eso su matrimonio había durado tan poco. Comprueba que su hija está levemente maquillada y declama al hablar, como sobreactuando una mala película. Le pregunta por qué. –Imaginate si nos eligen para salir mañana en El Ojo. No quiero aparecer desarreglada. Deberías afeitarte, por lo menos. Néstor acusa el cansancio de un día febril que lo ha zamarreado de pies a cabeza, como un pobre peatón molido a puntapiés por un rapiñero. Va a dormir temprano. Desde la almohada, escucha a El Ojo aún encendido. No culpa a su hija. Resulta imposible enseñar otras realidades que no sean las que dicta El Ojo. Y entonces, ¿qué retorno obtendría de sus alumnos si les hablara del mundo anterior a El Ubicuo? Cero, razona, y la posibilidad de una sanción por apartarse del programa de estudios.
6. “Un ángel vela por ti, el mundo.” Proclama un aviso gigante pegado en las paredes de la estación. Néstor se acomoda del lado de la ventanilla. Un estruendo de motores empuja el tren. El murmullo del pasaje habla de un solo tema: la excelencia del programa de accidentes que El Ojo mostró anoche. Néstor abre el libro buscando el siguiente cuento. El Ojo sigue vomitando imágenes. –La curiosidad del día -grita el presentador- observemos la vida de este pobre hombre. ¡Jamás ha tenido un best seller en sus manos, imagínense! ¡Compra libros viejos y los lee como si fuera la última novedad! Suena el celular de Néstor. Es su hija llorando de emoción. –¡Estás en El Ojo! Él levanta la cabeza del libro. La perplejidad lo embarga. El Ojo lo delata en el instante en que había comprado el libro e, inmediatamente después, cuando desechó los adhesivos promocionales de las botellas de leche. Su ocasional compañero de asiento mira alternativamente a las imágenes y a Néstor, buscando corroborar la autenticidad del protagonista. Varias personas que viajan cerca de él, advertidas de que lo tienen frente a sus narices, le increpan, algunos con gestos de conmiseración y otros con rudeza: ¿cómo puede ser que haya desperdiciado la oportunidad de ganar maravillosos premios? En tanto el compañero de asiento, preocupado por su salud, cándidamente le pregunta si se encuentra bien, porque alguien en sus cabales no puede hacer esas cosas.
Enemigos Blas fue el fundador de la “escuela estructuralista”, corriente del pensamiento que impregnó todos los ámbitos académicos y formas del arte en el país durante dos décadas ininterrumpidas. Desde joven, alrededor de 1840, con el estructuralismo en plena vigencia, un joven escritor llamado Milton, se sintió atraído hacia su figura. No por admiración, sino por desprecio liso y llano. Poco demoraron en declararse enemigos acérrimos. Leían mutuamente cada una de sus publicaciones con avidez, para luego criticarlas sin piedad desde las columnas de los periódicos de la época. Milton sostenía que todo su arte literario e ideas eran armazones despojadas de esencia. Blas, entretanto, encontraba en Milton a un advenedizo deseoso de obtener fama a costa de su figura. La rivalidad creció al punto que, gravemente contrariado por uno de sus artículos, Blas lo retó a duelo. En el lance, Blas falleció de un certero disparo en el pecho el 2 de mayo de 1860. Los que presenciaron el hecho dicen que murió desangrado en lenta agonía en los propios brazos de Milton. Desaparecido su fundador, el estructuralismo cayó bajo el influjo de una nueva corriente triunfante: “la escuela del contenido”, encabezada por Milton. Dicho movimiento tuvo gran repercusión, tanto como el de su enemigo en su momento. A los ochenta años, en 1895, Milton decidió publicar una obra que resumiera su pensamiento. No lo movía un propósito lucrativo, ni siquiera la fama, ni satisfacer el deseo de sus discípulos. El verdadero motivo consistía (y lo cito textual del prólogo de su libro póstumo): “(…) demostrarle a ese Blas lo equivocado que está (…)”. A tanto llegaba su rivalidad que lo trataba como si estuviese aún vivo. Para lograr tal fin, buscó en los archivos de diarios y revistas donde había publicado. En el último año, tras cuatro de paciente investigación, se ocupó de ordenar y pulir todo lo recopilado. Se recluyó en su casa. Durante ese tiempo, pocas personas lo vieron. Trabajaba reconcentrado detrás de un imponente escritorio. Sobre él, los manuscritos y papeles impresos. A sus espaldas, la biblioteca: los libros ordenados, listos en todo momento para consulta, de los cuales el cincuenta por ciento eran de la autoría de Blas. En la mesa de trabajo, presidiendo las arduas jornadas de escritura, su enemigo lo miraba con ojos intemporales, abarcando toda la habitación con la presencia omnisciente de los retratos. Lo había colocado a propósito allí, para no perder de vista la causa de sus desvelos. Pocos días después de terminado su trabajo, Milton falleció. A los dos meses el editor tomó a su cargo ordenar los escritos para su publicación como obra póstuma. El libro se editó y, con los años, se transformó en objeto de estudio para los eruditos. Revolviendo en librerías viejas, conseguí un ejemplar. Vale la pena transcribir el final: “(…) Al término de mis días, tengo frente a mí a ese hombre que durante toda mi vida me ha acompañado fielmente. Tarde me he dado cuenta que mi existencia la dediqué a
él. Como una sombra que yo mismo proyecto, vano es deshacerme de él, sin deshacerme de mí. Como el otro en 1860, intuyo que estoy muriéndome poco a poco en sus brazos.” NOTA: Milton se suicidó de un certero disparo en el pecho el 2 de mayo de 1900. Actualmente dos calles de la ciudad llevan sus respectivos nombres. Curiosamente, también son paralelas.
Ensayo sobre Luis de Clarvaux Nació en 1101. Hijo de un pequeño noble franco, Luis de Clarvaux podía tener dos destinos: calzar el yelmo de caballero, o aceptar la tonsura de monje. De naturaleza débil, incapaz de sostener el peso de una espada, afecto a las artes delicadas y no a las disciplinas marciales. Introvertido, callado, con tendencias a la melancolía y a los pensamientos metafísicos, en 1125 Luis de Clarvaux optó naturalmente por la vida monacal. Desapegado de las realidades materiales, observador hasta la última coma de las reglas eclesiásticas, ocupó en el monasterio de Cluny el puesto de copista. La exitosa cruzada a Tierra Santa en 1099 permanecía fresca en la mente de todos los latinos. Aún seguían llegando a Europa alhajas, monedas, reliquias y valiosos ornamentos arrancados de los dominios islámicos. Mezclado con los cuantiosos botines viajaron mapas, documentos y numerosos manuscritos redactados en árabe. Analfabetos en su mayoría, los caballeros guerreros francos y normandos intuían que un puñado de letras intercaladas no proporcionaban el mismo prestigio que las joyas. Luis, como copista, se familiarizó con la lengua árabe cuando, desestimados, los manuscritos fueron enviados a los monasterios, únicos lugares donde resultarían provechosos. Llevó su ascetismo a límites insospechados. Sus hermanos, lo consideraban “(...) justo, santo y erudito, obsesionado más que ninguno con la idea de la salvación y vida eterna. Frecuentemente desde su claustro se sentía el azote del flagellum sobre su espalda luego de maitines. Los placeres de la carne y del mundo eran obstáculos a vencer en su camino al paraíso prometido (...).” Debido a su pobre alimentación y a una infección generalizada causada por sus heridas, cayó gravemente enfermo. Internado en un hospicio, su curación demandó un mes y muchos cuidados. Recuperado por completo, comenzó a interesarse por los asuntos mundanos. Sus creencias dieron un giro inesperado. En su tiempo, solía aceptarse a la desgracia o a la fortuna como castigos o recompensas que la divinidad dispensaba según el proceder de sus fieles. Luis no tardó en convencerse de que tan penosa enfermedad había sido un castigo supremo. En esa época escribió: “(...) Dios me señalaba que, sometiéndome al sufrimiento de la carne, no iba por buen camino. He creído erróneamente que la salvación se hallaba en la oración, el sacrificio y la renuncia a las cosas del mundo (...) pues solemos pensar que en este universo oscuro y brutal resulta imposible encontrarla. Pero Él, infinitamente bondadoso, debió haber dejado un vislumbre, un indicio mediante el cual acceder a la salvación y vida eterna. (...). La salvación está allí afuera esperando ser descubierta en algún lugar y no aquí adentro, entre libros y especulaciones. Desconozco dónde se encuentra, ni qué color o forma tiene, por eso le llamo indicio. El riesgo de dicha búsqueda es la mayor de las empresas a la que un hombre puede aspirar.”
El abad de Cluny, por accidente, leyó su escrito. Sorprendido por la herejía cometida por tan respetado sacerdote, lo reprendió con severidad. Tras el escándalo, elevó una petición para su excomunión. Pero Luis huyó del monasterio en la madrugada del 14 de octubre de 1140. Transcurrieron seis años durante los cuales se desconoce su destino. La leyenda que generó su desaparición lo ubicó como peregrino por toda Europa, viviendo de la limosna y del favor de los hospicios, postrándose en los altares más ricos o conviviendo con los eremitas más pobres. Como vemos, nunca renunció a la búsqueda de la salvación del alma. El 31 de marzo de 1146, el rey Luis VII juró como cruzado. Una multitud siguió su ejemplo. Entre ella, estaba Luis de Clarvaux. Habían pasado seis años y la barba y el cabello crecido lo ayudaron a pasar desapercibido frente a sus perseguidores. Los cristianos abrazaron la causa de las cruzadas por diferentes motivos: la promesa de vida eterna a través de la guerra santa, o la codicia de tesoros incalculables, o simplemente siguiendo el ejemplo de sus padres y abuelos que habían participado en la primera cruzada. Para él, sin embargo, fue un pretexto. Decepcionado por sus años de peregrinaje sin resultados, las historias venidas de oriente y los mapas estudiados cuando copista, que narraban lugares llenos de misterio, fomentaron su creencia ciega que en esas tierras desconocidas, lejos del vulgo, Dios había situado el indicio para la salvación. Camino a Tierra Santa, atravesó los territorios de Anatolia asolados por las hordas sarracenas. Allí conoció al viajero y cronista Guillaume de Sajonia. Entablaron una amistad que duraría toda la vida. Guillermo, impactado por la personalidad de Luis, lo describió como “barbado y pelilargo, de ojos claros e inquietos. Dominaba mejor que muchos el idioma de los sarracenos. Erudito a toda prueba, era uno de los pocos cruzados que sabía leer y escribir. Vestía sencillo, como todos. Pero cuando me explicaba con detalle la extravagante empresa que había echado sobre sus espaldas, lo hacía con la vehemencia de pocos.” En los estrechos pasos de las montañas de Cadmo, en una emboscada, la unidad de la que formaba parte fue diezmada. Unos pocos se salvaron del furioso ataque de la caballería ligera turca. Entre los sobrevivientes estaba Luis de Clarvaux. En adelante, aquel individuo debilucho, poco diestro para las armas, con mucho esfuerzo se erigió en aguerrido soldado, al punto que fue citado en varias ocasiones como ejemplo de valentía. En el difícil camino a Siria, los ejércitos germanos y francos volvieron a sufrir duros reveses. Una y otra vez Luis de Clarvaux salió indemne. El 24 de julio de 1148 sitiaron Damasco. Significó la catástrofe para la segunda cruzada. En medio de luchas internas, sin agua, pronto las tropas musulmanas los pusieron en fuga. Se batieron en retirada en dirección a Galilea. Allí fueron alcanzados y masacrados por un contingente al mando del gobernador de Alepo, Nur-Ed-Din. Trecientos veinte soldados resultaron muertos y solo veinte fueron tomados como prisioneros. Luis y su amigo pasaron varios meses de cautiverio en una prisión de Alepo. Entonces le confesó a su amigo Guillaume que el hecho de haber sobrevivido a tantas batallas sin un rasguño no se debía a la mera suerte o a su valentía. “(...) Obviamente la divinidad estaba de su lado o por lo menos eso creía. Protegiéndolo del peligro, le indicaba a Luis que procedía correctamente.” Cuando Nur-Ed-Din supo que los 200000 besants reclamados como rescate por sus veinte prisioneros no llegarían nunca, ordenó ejecutarlos. Solo Luis y Guillaume se salvaron. ¿Por qué? El diplomático y cronista Usamah Ibn-Munqidh, de paso por Alepo, escribió: “Nur-Ed-Din no veía en Luis de Clarvaux a un genuino caballero latino. Ni
siquiera era miembro de alguna orden militar como los templarios u hospitalarios. No tenía orgullo ni codicia. Tampoco un santo, en el concepto estricto de la palabra, pues no respondía exactamente a la fe de Cristo. A pesar de su edad, conservaba la fuerza de un joven y la brillantez de razonamiento de un sabio.” Cierta fascinación había llevado al musulmán a tratarlo desde el primer momento con indulgencia. Como una muestra de su respeto, Nur-Ed-Din, ordenó que le quitaran a Luis los grilletes de hierro y se los sustituyeran por unos de plata. Asimismo, durante su cautiverio, Luis de Clarvaux descubrió maravillado el afectado estilo de vida oriental, tan diferente al de los latinos. Saboreó por primera vez en su vida los melocotones, las granadas y limones y aprendió a disfrutar del aroma incomparable de las especias de la región. Seguro de que su vida era protegida por un Dios guardián, el 4 de octubre de 1150 renunció a su fe cristiana y abrazó el islamismo. Cuando la noticia llegó a oídos de los latinos en Outremer, no dudaron en llamarlo apóstata. Sus antiguos camaradas, que se habían negado a aportar para su rescate, juraron que, si lo llegaban a capturar, pagaría por su pecado. Libre de los grilletes, hábil, diplomático, retórico irreprochable, en 1153 ya era uno de los consejeros más destacados en la corte de Nur-Ed-Din. Desde su posición de relativo poder, tramitó la liberación de Guillaume, pero este se negó a renunciar a su fe cristiana y continuó en cautiverio. Luis tomó una esposa y vivió en un palacete de construcción siria, donde abundaban los mosaicos y fuentes. “En las fiestas brindadas por el gobernador gustaba de ver a las bailarinas y de oír atentamente a los jóvenes trovadores. (...) -anotó Guillaume. Y más adelante añadió- usaba jabón en sus frecuentes baños y se hizo adicto al azúcar (...) Los sabios de la corte, con los cuales debatía con asiduidad, le enseñaron los secretos herméticos de su religión y los misterios de la astrología.” Varias sectas extremistas presionaron a Nur-Ed-Din para que se deshiciera de Luis. Poderoso, pero no inmune a las opiniones, la leyenda cuenta que le otorgó un salvoconducto para salir de la ciudad. Lo despidió encomendándole encarecidamente que no retornara ni cayera prisionero nuevamente, si no se vería obligado a matarlo. Para asegurarse, Nur-Ed-Din le asignó una escolta de treinta hombres de su confianza. Junto con él partió Guillaume, a quien por fin había logrado liberar. Estos treinta guerreros mamelucos lo escoltaron durante tres días y tres noches. Llevaban rumbo nordeste cuando se perdió todo contacto con ellos. La leyenda dice que en tres decisivos días persuadió a su escolta para que lo ayudaran en la búsqueda de la salvación. Así prosiguieron camino internándose en el Asia profunda. “En noches gélidas de desierto y soles candentes de mediodías, -anotó Guillaumeal abrigo de míseros árboles, rodeando un fogón rústico donde se asaba la carne de algún animal, treinta hombres iletrados le prestaban atención. Su poder de convencimiento era tal que las mentes de tan fieros guerreros se convertían en maleable cobre.” Impuso a sus seguidores una disciplina cuasi monástica. Tenían vedadas las conversaciones superfluas y, dos veces al día, recibían un extraño catecismo creado por el propio Luis. A esa altura había pulido muy bien su doctrina. Enriquecido por el Islam que había aprendido a respetar, por el cristianismo aún latente en él y por sus propias especulaciones filosóficas, predicó que “(...) la verdad no estaba en los libros, que el ejercicio de la escritura y de la lectura eran trabajos reñidos con los propósitos de Dios. En cambio, la ignorancia más absoluta, el silencio y el goce ingenuo de los placeres de la vida eran el camino a la salvación. Pues así habían vivido el primer hombre y la primera mujer: libres de toda culpa compartiendo con Dios la vida eterna luego de su muerte (...)”
Diez años después llegaron a las ciudades a orillas del mediterráneo oriental noticias sobre una banda de aguerridos saqueadores. Luis de Clarvaux, había llevado al paroxismo sus creencias. “Aquel líder de tan singular y bravo ejército tenía por costumbre pisar la ciudad y clavar en la tierra su espada de hechura germánica. Con la impostura de un conquistador, en sus gestos se adivinaba la violencia meditada, pero también la serenidad propia de los hombres sabios. Apoyado en la espada daba breves instrucciones a su lugarteniente. Luego invadían. Eran solo un puñado, pero su valentía multiplicaba sus acciones como imágenes de espejos. Más fuertes, sin proferir gritos de guerra, sin razones, eliminaban a golpe de espada a quien se les interpusiera, aunque ese no era su propósito. Tampoco buscaban el oro de los templos. Permanecían en las ciudades y poblados lo suficiente como para reducir a cenizas hasta el último papiro o pergamino. Ocupaban las ricas residencias. Disfrutaban de opíparas comidas y del sexo de las más bellas mujeres. Antes de partir, volvía su vista hacia el poblado saqueado, como un pintor al admirar su obra culminada. Entonces anunciaba con solemnidad: “Ahora están en el camino de la salvación.” Después partían llevándose muchas mujeres cautivas encadenadas de pies y manos y sus acémilas y alforjas cargadas de exquisitas comidas. Disfrutarían de ellas en sus largas marchas por las planicies.” Hacia 1170 funda, con sus guerreros y algunas cautivas, un pequeño poblado sobre un fértil valle, en las proximidades de los dominios tártaros. ¿Qué le hizo asentarse definitivamente? La pista la da una vez más su amigo Guillaume: “Entre las cautivas, halló a una campesina de singular belleza. Ojos y cabellos negros como el fondo mismo del firmamento, de piel color aceituna y busto y figura exquisitas. Podría haber sido perfectamente la envidia de las más famosas cortesanas latinas. Cuando reía mostraba un abanico de perlas asomando entre labios sensuales y rojos como el fuego. Tenía según sus palabras, 19 años.” Hasta aquí llega el relato de Guillaume de Sajonia, de cuyas memorias, escritas poco antes de su muerte en 1171, extraje algunos párrafos significativos. Supongo que el pequeño reino de Luis fue invadido poco tiempo después por los tártaros en su expansión al oeste. Pero resulta un dato irrelevante para el presente ensayo. Los que han conocido esta historia, exaltan diferentes aspectos de su vida. Algunos se maravillan de cómo un monje flagelante pudo haberse convertido en sarraceno, o cómo un hombre de tanta erudición llegó a quemar libros y a renegar de la sabiduría de los textos. Podemos resaltar su imaginación portentosa al crear una doctrina propia. No nos explicamos cómo un hombre de físico endeble se convirtió en temido guerrero y saqueador. Intuimos en él una mente brillante capaz de amoldarse a cuanto obstáculo se le interpusiera, así como a un inescrupuloso que solo buscaba satisfacer sus perversiones más oscuras. Unos pocos ven en Luis y Guillaume el paradigma de una amistad masculina a prueba de todo. Mucho de lo antes citado pudo haber sido cierto. Personalmente rescataría la anécdota de aquel hombre corriendo tras su utopía del indicio de la salvación. Sucesivamente santo, erudito, apóstata, guerrero, conquistador y profeta, solo detuvo su infatigable carrera ante una bella cautiva. Supongo que, al fin de cuentas, en unos “ojos negros como el fondo mismo del firmamento” creyó haber encontrado su salvación anhelada.
Ernesto Sánchez –Precisa un buen lustre -dictamina el lustrabotas luego de palpar brevemente la superficie de los mocasines ásperos y opacos. Desliza el trapo embetunado con la delicadeza de un orfebre. Nunca ha manchado las medias de sus clientes ni sus dedos hábiles. Demora cinco minutos con cada zapato. Tiempo que aprovecho para distraerme con la enorme geometría de la escultura de la plaza. –¿Cómo te va en el trabajo? -pregunta oculto detrás de sus lentes negros. –Más o menos, muy tranquilo todo -respondo-. Las ideas de siempre en boca de los escritores de siempre. Trabajo frente a la plaza y cada lunes por la mañana, antes de empezar, suelo aparecerme por allí. Lo conocí tres meses atrás cuando se instaló para hacer la diaria lustrando zapatos. Mi encuentro con el lustrabotas, un pequeño bálsamo antes de enfrentar una semana llena de españoles apresurados. Con él converso en uruguayo, lloro al paisito y al dulce de leche lejano. Puedo incluso mantener una charla muy interesante si rasco un poco su costra de trabajador embrutecido por los rigores de la pobreza en una ciudad hecha para máquinas y ricos. –Tengo un argumento que te puede servir -dice sin levantar la cabeza y sin detener el cepillado. –Si es breve... -miro el reloj y le advierto-. En diez minutos entro a trabajar en la editorial. –Bueno. ¿Conocés a Ernesto Sánchez? –El escritor ciego, ¿no? –Sí, el mismo. –Hace meses que no hay noticias suyas... –Yo escribí un relato sobre su vida. –Tantos han especulado sobre él que nada me extraña. ¿Sabés la cantidad de versiones que circulan en el ambiente? Dicen tanto disparate... –Solo te pido que lo leas. Demoro en decidirme pero acepto. A decir verdad, él sabe que soy asesor de literatura latinoamericana en una de las mayores editoriales de España, e intenta hacerse famoso vendiendo alguna historia original. Actualmente las ideas son el material más raro y codiciado y un buen argumento puede llenar de oro a cualquier pelagatos. Inmediatamente el lustrabotas saca unos papeles del bolsillo y sonríe. –Los voy a leer hoy mismo -le contesto, guardándolos dentro de mi agenda. Es lo menos que puedo hacer ante su perseverancia. –Está bien. Muchísimas gracias. Su respuesta suena pequeña, diminuta, humilde. Me produce pena, no espera más favor que ser escuchado. A cambio, no me cobra la lustrada. Por la tarde cumplo con mi palabra. El texto consiste en unas escasas hojas escritas en computadora. A primera vista detecto muchos errores de máquina, como el que escribe apresurado y sin corrector. Aunque el lustrabotas sea un compatriota no pienso en hacerle concesiones. Usaré el espíritu crítico que mis años de editor me han proporcionado: si la primera página no me convence, lo desecho. Entonces leo:
“Uruguayos y amigos desde siempre, Miguel y José concurrieron juntos a la misma primaria y secundaria. Vivían casa por medio en el barrio del Cordón en Montevideo hasta que ingresaron a diferentes Facultades y dejaron de verse. Paralelamente, y sin saber el uno del otro, empujados por una situación económica que empeoró dramáticamente, a los veinticinco años, faltándoles pocas materias para recibirse y sin un peso en el bolsillo, emigraron ilegalmente a España. Diez años después de aquella aventura se encontraron en una esquina de Madrid ahora anónima a la memoria. Uno caminaba hacia el restaurante donde trabajaba de lavaplatos, el otro iba en sentido opuesto rumbo al taller mecánico para cumplir sus ocho horas. Se reconocieron inmediatamente y ese día lo terminaron en el apartamento de Miguel, un cuchitril de cuatro por cuatro alquilado a un vasco inescrupuloso que le cobraba una renta de oro bajo la amenaza de denunciarlo a Migraciones. Ambos no habían abandonado un viejo pasatiempo compartido en Uruguay cuando adolescentes: la literatura. En sus ratos libres luego de las jornadas en el restaurante o en el taller mecánico, escribían relatos y prosas poéticas. Justo es decirlo, nunca habían obtenido un premio en el paisito por más concursos a los que se presentaron. Decidieron reunirse una vez por semana para discutir sus textos, atizar nostalgias y, como buenos solteros, compartir alguna fiestita con ocasionales amiguitas. –La fortuna es una mujer difícil que elige con exquisitez a sus amantes de turno -reflexionaban a menudo. Habían venido a buscarla aquí al ombligo del mundo y luego de diez años seguía esquivándolos. Cuando desalojaron a José del sucucho donde vivía porque no podía pagar el aumento del alquiler, Miguel lo recibió en su apartamento con los brazos abiertos como prueba de su larga amistad. Continuaron escribiendo y compartiendo su literatura. Influenciados el uno por el otro se presentaron a varios concursos como lo habían hecho en Uruguay años atrás. Para su sorpresa, un texto realizado en conjunto por pura diversión desencadenó la enorme bola de nieve que ya no podrían parar. Por esas tres páginas ganadoras y su posterior publicación en una revista cultural obtuvieron treinta mil pesetas. La idea surgió espontáneamente: que ambos escribieran bajo un nombre en común. Así nació Ernesto Sánchez. Nombre que Miguel tomó de un mendigo argentino nacionalizado español, sin amigos ni familiares, que siempre iba al restaurante y pedía las sobras del día. En el apartamento, Miguel y José armaron una estricta rutina de trabajo. Se instalaban bajo la luz de una lámpara desde las diez de la noche hasta las tres de la mañana. Enriquecieron tanto su estilo y originalidad que no tardaron en recibir excelentes críticas y premios a cuyas entregas al principio no acudieron. De ese tiempo son los famosos relatos “La piel del tigre” y “Jueves y otros días”. Cuando los premios crecieron en importancia y la prensa cultural se volvió insistente queriendo entrevistar al virtuoso, Miguel -el más audaz de los dos- prestó su rostro al escritor inventado. Sabiendo que necesariamente precisaba legalizarlo, le consiguió documentos falsos tras matar a puñaladas y robar en una calle oscura al mendigo del restaurante. Le mutiló las manos y el rostro para que no lo reconocieran. Con unos falsificadores de pasaportes hizo colocar su foto y huella dactilar en lugar de las de la víctima.”
Deposito el manuscrito sobre la mesa y marco el lugar en que me detuve. Me dirijo hasta el ventanal de la oficina desde donde puedo dominar de un vistazo toda la plaza. Quince pisos más abajo en medio del gran espacio verde que algún arquitecto decidió robarle al cemento madrileño, hallo al lustrabotas. Allí trabaja todos los días hábiles desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde. El reloj de la plaza indica las tres menos diez. Le queda poco para marcharse. Usa mitones, lo que me recuerda que hace mucho frío. Sin embargo está ensimismado en su tarea, mientras un ocasional cliente de traje y corbata hojea un diario. Sigo leyendo: “Al año, apareció publicado el primer libro de Ernesto Sánchez “Dos granos de arena.” De él se imprimieron cuatro ediciones rápidamente agotadas. Ernesto Sánchez rehuyó al principio a los encuentros sociales a los que comenzaron a invitarlo. Alegaba sufrir una timidez incurable. Había que cuidarse, cualquier traspié o contradicción echaría por tierra la farsa. Así los dos amigos tejieron con esmero la historia de un pobre emigrado argentino llamado Ernesto Sánchez que en base a esfuerzo y talento había logrado destacarse, al mejor estilo del famoso Premio Nóbel Albert Camus. En esa época Miguel renunció al restaurante. Cada vez se sentía más a gusto con su papel y el contacto con el público lo sedujo y alejó de la tarea creativa. Terminó leyendo y opinando superficialmente sobre los nuevos textos que José paría como un insecto frenético para alimentar las columnas de las revistas. “Toda una manifestación de lo que la inteligencia humana puede hacer con un papel y una pluma”, dijo la crítica de El País de Madrid ante el segundo libro titulado “Engranajes” que, al poco tiempo, desembarcaría en Sudamérica con gran revuelo. “Argentina se siente orgullosa de contar con un hijo suyo entre los grandes de la literatura”, declaró en aquella oportunidad un titular del suplemento cultural de Clarín. El éxito hizo que José cavara un pozo sin fondo de silencios y lejanías. Su existencia fluía entre cuatro paredes, atado a una computadora. Mientras Miguel disertaba en conferencias y presentaciones, derrochando el dinero en caprichos. Al regreso de uno de esos eventos José lo esperó despierto. Se dijeron todos los reproches que habían apretado entre dientes por respeto a su amistad. José le increpó que lo había dejado solo en la tarea de escribir. El otro le contestó que no era fácil dar la cara e inventar un personaje cada vez que se encontraba ante multitudinarios auditorios. –¿Adónde iremos si somos ilegales? ¿Qué vamos a hacer? Hay que sacarle todo el jugo a las oportunidades -razonaba fríamente Miguel, que no estaba dispuesto a ceder un ápice en tan singular negocio. La poco meditada firma de un contrato editorial había comprometido al escritor a realizar dos libros más en el lapso de dos años tras lo cual cobraría cien mil dólares. Ernesto Sánchez pagó su inexperiencia amarrándose de pies y manos a un documento que le impedía publicar y solo le permitía percibir ingresos a través de los pequeños porcentajes de derechos de autor de sus ya publicadas obras. Así que aquella discusión entre amigos agregaba más incertidumbre al futuro. Un accidente daría una vuelta de tuerca inesperada. Ácido de batería salpicó los ojos de José mientras trabajaba en el taller mecánico. Nueve meses duró su viaje hacia la ceguera total.
Miguel lo acompañó con la dedicación que solo un amigo puede dar más allá de la adversidad. Le leyó en voz alta cuando ya no pudo distinguir las letras, le compró audiocassetes y libros escritos en braille que José aprendió en tiempo récord e instaló artefactos y software para ciegos en la computadora. Los esfuerzos dieron sus frutos y Ernesto Sánchez prosiguió maquinando maravillas. A fines de ese año obtuvo el Rulfo. Mucho tiempo después de haber quedado ciego, José comenzó a variar los temas sobre los que escribía. Miguel no sospechó de dicho cambio. Distraído en las relaciones públicas, se limitaba a enviar los originales a su representante confiado en la calidad de la literatura producida por José, que digitaba mecánicamente al tacto sobre un procesador de texto. Escupía narraciones sin ton ni son que rezumaban pesadumbre, oscuridad y alusiones laterales a la ceguera. Los mensajes a la casilla de correo electrónico e inquietos artículos periodísticos no se hicieron esperar y arreciaron sobre Ernesto Sánchez. Preguntaban si sufría de alguna enfermedad grave y si, a pesar de ello, seguiría escribiendo. Miguel no tuvo más remedio que reconocer la enfermedad. Por precaución retornó a la lectura de los textos y, en público, fingió tener problemas de visión. Pero tanto se había distanciado José desde el rincón de su más profunda ceguera que Miguel ya no comprendía a su amigo de todas las horas. Cansado de los inútiles lentes oscuros, del bastón de ciego que se obligó a usar, y desesperado por seguir con la farsa que prometía enormes ganancias, Miguel decidió quitarse la visión. Por fin asumiría al verdadero Ernesto Sánchez en toda su dimensión: un escritor ciego capaz de realizar la literatura más brillante, comparable incluso a la de Borges. Ingirió durante meses un líquido oscuro mezclado con el desayuno. Cuando se le anunciaron los primeros síntomas cayó en una profunda depresión. A pesar de los esfuerzos de José, quien le enseñó a leer en braille y a manejarse en el nuevo mundo que habitarían para siempre, la depresión de Miguel lentamente se deslizó hacia la paranoia. Sin embargo, el éxito prosiguió y ese verano Ernesto Sánchez publicó “De luces y sombras.” Rara vez José pisaba la calle. La tarea de alimentar al insaciable escritor y su propia incapacidad le habían limitado las salidas y su cuidado personal, al punto de lucir barbudo y rotoso. Pero un día espléndido, fines de estío, quiso ir a una plaza cercana a tomar sol. Se tendió sobre un banco y se durmió. –Eh, oiga, señor -le dijo una voz. José lo escuchó entre sueños. –¿No sabe que no se puede dormir en espacios públicos? En dos minutos, vistiendo un saco deshilachado y un vaquero agujereado, José marchó junto al gendarme hacía la comisaría. El hecho fue presenciado fortuitamente por el vasco dueño del edificio. Miguel se enteró por boca de él rato después y ya nada pudo hacer. En escasas veinticuatro horas José fue deportado como indocumentado. Nadie en Migraciones imaginó que él era el cerebro, la parte anónima, del famoso escritor, sino un sudaca más. Ernesto Sánchez se sumió en un silencio profundo.
“Tiene un bloqueo literario”, “su creatividad se ha secado”, aventuraban los comentaristas que infructuosamente trataban de ubicarlo. Afortunadamente Miguel y José habían tomado la precaución de jamás dar a conocer su paradero, ni siquiera a su representante a quien le remitían los escritos y todos sus asuntos por correo. Gotearon, lentos, los meses, en tanto un muro de hierro se alzaba entre Ernesto Sánchez y el mundo. Durante ese tiempo de ausencia inexplicable Miguel se recluyó en el apartamento e inventó una changa en el centro de Madrid para paliar su pobreza incipiente. Buscando despistar se había dejado crecer la barba y en la calle lucía a todas horas un sobretodo descosido y sucio. Mientras el vasco comenzaba a reclamarle los alquileres impagos que se le iban acumulando. Por primera vez tomó conciencia de su fama, de la importancia que para otros tenía aquel escritor. Cientos de mensajes de admiradores atoraban su casilla de correo electrónica. Pero uno lo preocupó y no lo dejó dormir por varias noches: la editorial con la que Ernesto Sánchez había firmado contrato, tras la publicación de “De luces y sombras”, empezaba a exigir el segundo trabajo pactado. Pensó en los cien mil dólares. Concluyó entonces que mejor sería cumplir con el contrato, embolsar el dinero y despedirse de la fama de buena manera sin que nadie sospechase. De lo contrario, ¿adónde iría un prófugo como él, tan ciego y tan famoso? Solo, acorralado y con rabia, en los pocos meses que restaban de plazo, intentó escribir la segunda obra de Ernesto Sánchez. Retomó el texto iniciado por su amigo pero su pluma no podía emular la calidad de aquel. Indudablemente jamás alcanzaría la altura literaria de un José que ahora imaginaba lejano, perdido en algún hospicio o tirado en un rincón de la Ciudad Vieja, tragándose la verdadera historia de Ernesto Sánchez antes que divulgarla. Pero... ¿estaba realmente seguro de que José no iría a los medios con aquel cuento alucinante y sin más destaparía todo el asunto tirando el dinero por el caño? Pura conjetura, nada sabía sobre el destino de su amigo. El peligro de tamaña revelación, hoy o mañana, pendería sobre él por el resto de su existencia. Miguel gastó varias noches meditando, revolviéndose en el lodo de una paranoia constante. Hasta que al fin se decidió. Ese último domingo redactó la confesión. Dudó de cómo iniciarla y qué tono emplear hasta que cayó en la cuenta que solo bastaba narrar la vida de Ernesto Sánchez. Entonces comenzó a escribir apresuradamente al ritmo de sus recuerdos: “Uruguayos y amigos desde siempre...” El lunes por la mañana temprano Miguel armó en la cocina una enorme pira con todos los objetos de Ernesto Sánchez: fragmentos de próximas obras, diplomas, el vestuario elegante que usaba en las presentaciones e incluso la computadora. Agregó las míseras propiedades que José había dejado y, no conforme con ello, vació sobre el enorme montículo su propio guardarropa y todos sus efectos personales adquiridos en su tiempo de gloria y en los cuales había despilfarrado miles de pesetas. Miguel se alejó caminado. Vestía andrajos. Llevaba el bastón en la diestra, el cajoncito en la izquierda y la confesión en el bolsillo. El viento le traía en ráfagas los gritos furiosos del vasco mientras, en el apartamento, los papeles encendidos volaban y caían al suelo como libélulas carbonizadas. Los bomberos llegaron a tiempo antes de que el fuego tomara el resto del edificio.
Iría a trabajar como cada mañana de lunes, entregaría la confesión y luego marcharía hacia el subte cercano para tirarse debajo de las ruedas salvadoras de algún tren y así terminar, de una vez por todas, con Ernesto Sánchez. Había puesto sus esperanzas en un uruguayo al que atendía en la plaza todos los lunes. Se llevaba bien con él. Suponía que lo entendería y le daría buen uso a su confesión. ¿No sería aquel texto póstumo la obra fundamental de Ernesto Sánchez? ¿Cuántos libros vendería? Hasta experimentaba una leve satisfacción al pensar que la había realizado solo, prescindiendo de José. Y sonrió mientras le entregaba el escrito y se negaba a cobrarle la lustrada. Pero el día transcurría y la angustia ante la proximidad del final galopaba sobre sus sienes. Demoró el desenlace, atendiendo a una persona tras otra. Entretanto el sol madrileño rodaba por el cielo y él apenas lo sentía en la nuca; tan nervioso estaba. –¿Me podría decir qué hora es? –Son las tres -le contestó un cliente que justo se retiraba. Entonces, guardó todas sus cosas en el cajoncito de madera, sacó del bolsillo su bastón de ciego y lo extendió. Se acomodó los lentes negros y se diluyó en el hormiguero de la avenida en dirección a la puerta del subte.” Suelto los papeles que vuelan por el aire. Corro hacia la ventana de la oficina. Y mi sorpresa quiere romper los cristales y cruzar la calle de la plaza para detener al lustrabotas. Son las tres en punto en el gran reloj de la calle. Veo cómo se levanta de su banquito y guarda con prolijidad sus cosas. Extrae del bolsillo un objeto que rápidamente transforma en bastón. Luego, tras acomodarse sus eternos lentes, se diluye en el hormiguero de la avenida dando golpecitos de ciego en el suelo rumbo a la puerta del subte.
Formulario Desempleado, Alejandro Pérez empujó la puerta verde e ingresó en la recepción de aquella empresa. –Buen día -dijo a la chica rubiecita de ojos color indefinidos. –Hola. Buen día. Dígame. -contestó cortésmente. –Busco trabajo y venía a pedir un formulario. –Cómo no... Sacó del cajón una hoja impresa, plagada de recuadros, textos explicativos y espacios en blanco. –Llénela con datos completos, no omita ninguno. Si quiere llévelo, y cuando lo tenga pronto tráigalo, de lunes a viernes, en el horario de 8 a 20. –Bueno, gracias. ¿Lo puedo completar acá? –Sí, no hay problema. Tome asiento por allí -dijo, cordialmente, señalándole cuatro cómodos sillones vacíos. Alejandro sacó una lapicera del bolsillo, tan hastiada de llenar formularios como él. Nombre completo: Alejandro Guzmán Pérez Bonilla. Alejandro por mi abuelo y Guzmán por mi padre, empecinado en que llevara su nombre. Edad: 28 años. Pero a veces aparentaba 60. No se debía a las arrugas, sino a otras cosas más urgentes. Fecha de nacimiento: 16 enero de 1972. Mamá decía que a las cinco de la madrugada. Domicilio: Lindoro Forteza 3310, pero hemos sido desalojados de muchos sitios. Propietario. Inquilino. Promitente comprador. Otros (señale la correcta): Inquilino. Es decir, si no pagás a la calle y morite. No interesa si te gastaste la guita en el boliche o en el pan y la leche para el gurí. Estado civil: Casado. Cuatro años y pico. Con la misma cantidad de caídas que de levantadas. Aún queriéndonos. Nombre del cónyuge: María Estela Durán Barboza. “La Mary”, como te decían en el barrio. Nombre que no te gustaba y odiabas. Edad del cónyuge: 24 años. Hijos: 1. Martín. Martín que lo hicimos sin querer en la cama de tus padres y ahora es nuestra locura de todas las horas. Cuando me dijiste asustada que estabas embarazada y nos abrazamos y te dije: “Bueno, está bien...” Y nunca me sentí tan pelotudo como en ese momento sin saber qué decir o hacer para parar nuestro susto de nenes. “Arréglense. El que las hace las paga”, nos dijeron nuestros padres cuando se enteraron. Si no fuera por el tío que hasta que nació Martín nos dejó quedarnos en su ranchito en el cantegril de Paso de la Arena... Estudios: Escuela Casavalle. Liceo (primero y segundo). Y pará de contar. “Vaya a hacer algo útil”, me decía papá y me mandó a laburar. Trabajos anteriores: Feriante (4 años); Panadería (ayudante, reparto 2 años); Limpiavidrios (2 años). Motivos por los que desea cambiar de empleo. Despido y cierre. Sí, cerró y le quedó debiendo a medio pueblo. Todavía no cobré ni la mitad del despido. Me lo da de a puchos, a veces voy a hablar con él para ver si me adelanta aunque sea cincuenta pesos de la liquidación, sobre todo cuando la patrona donde trabajas de limpiadora en aquella casona de Pocitos te saltea los vales “porque la cosa está difícil”. La mierda que los parió a todos. Y en la panadería... después de laburar todo el día desde la madrugada hasta las cinco de la tarde, iba a hablar con el dueño porque no tenía para el boleto y no me gustaba andar mangueando en la calle. Entonces me daba cien pesos, el gallego en el fondo era bueno. Qué le vamos a hacer. ¿Y te acordás cuando llegábamos del trabajo casi al mismo tiempo y la heladera estaba pelada...? Aspiraciones laborales: trabajar en el puesto que sea. Nivel de
remuneración: el que ofrezcan. ¿Está dispuesto a realizar horarios rotativos?: Sí, después vemos cómo nos arreglamos con Martín para que no se quede solo, cuando tu horario y el mío coincidan. Alejandro terminó de llenar el formulario y volvió al principio. Un recuadro decía: “Pegue aquí una foto carnet”. Adosó la foto con un clip y lo entregó. La recepcionista observó el formulario: un muchacho de ojos marrones, cabellos castaños, con sombra de barba y camisa a cuadros aparecía en el ángulo superior izquierdo agarrado con un clip. Examinó el resto de los datos: pulcros, sin manchas. Respondía a todos los datos requeridos sin descuidar ninguno. Como debía ser. Alejandro Pérez se quedó dócilmente en manos de la muchacha rubiecita de ojos color indefinido, mientras él se fue por la puerta verde, dando un portazo.
Juan Ignacio desciende al cielo Por la mañana desvinculé a un empleado llamado Darío. Sin embargo ese hecho no alteró el devenir natural de las cosas porque aquel infeliz no merecía mucha compasión. El resto del día lo dediqué a naderías burocráticas propias de mi cargo gerencial. Ya olvidado del despido y más ocupado en cómo festejaría hoy de noche mi cumpleaños, fui al baño. Abrí el grifo y mojé mi cara, tan distraído en la operación que solo momentos después caí en la cuenta de que Margarita, la limpiadora, a mis espaldas, me miraba atentamente. Lampazo en mano, el paño jabonoso extendido sobre el suelo. –¡Ah!, perdón, Margarita. No sabía que estaba acá. –Pierde cuidado, Juan Ignacio. Tres datos no encajaron en sus escasas cuatro palabras. Primero me había tratado por el nombre de pila, desacostumbrado en la diplomacia de la empresa. Segundo, no agachaba la cabeza como la Margarita que conocía, no sacaba las pupilas de mi rostro y finalmente, pero no menos extraordinario, la voz ronca, hombruna. –¿Está afónica? –le pregunté, secándome la cara con una toalla de papel. –No, Juan Ignacio. –¿La molesto? Ya me voy. –No, no me molestas Juan Ignacio -retrucó más gravemente. –¿Se siente bien? Hundí mi atención en la mujer: aquellos no eran los ojos de Margarita, blandos, inocentes, simples... Mi juicio caminaba sobre hielo delgado. No sabía si reír, si insultarla, si... –Soy Dios. –¿Qué dijo? –Que soy Dios, hijo mío. ¿O estás sordo? Mi estupor me detuvo de cometer una barbaridad con la pobre mujer. En eso, alguien desde afuera apoyó la mano en el picaporte del baño. –En breve tendrás noticias mías. Luego de la sentencia dura, pétrea, Margarita se dobló y comenzó a fregar el piso. Entró un funcionario y nos saludó. Terminé de secarme las manos. Margarita continuaba abocada a la limpieza. Razoné: hoy, especialmente hoy, no debía preocuparme por nimiedades. No faltarían oportunidades de interpelarla a solas sobre su inconducta en el baño. Ya en casa, el televisor hablaba de fútbol. En tanto yo seguía con la mirada la caída del vermouth desde el pico de la botella al vaso con hielo. “...el jugador Líber Pérez, recién ascendido a la primera A, será transferido al exterior por la suma de 50 millones de dólares”. En mi despacho de la fábrica había recibido varias llamadas de amigos saludándome por mi cumpleaños, prometiendo ir por casa en la noche. –Preparamos algunas cositas para vos -adelantaron con malicia. Por mi parte, los esperaba con papas fritas, vermouth y etiqueta negra, aceitunas y picadito de queso y fiambre ordenados en el living. –En el panorama local... Juan Ignacio ¡escúchame! -exhortó el informativista que, palabra a palabra, ganaba en grandilocuencia.
En la pantalla, el periodista de saco y corbata, al verme sorprendido por la orden, esperó a que tragara el sorbo de vermouth que me había quedado en el buche –¿Eh? –Juan Ignacio, llegó la hora de que recibas la Buena Nueva. –Es una joda -murmuré, aunque a priori descarté la suposición. La broma intelectualmente más elaborada que mis amigos podían realizar en mi cumpleaños consistiría en atarme desnudo al techo de un auto y pasearme por medio Montevideo. –No, no es broma. Créeme, hijo mío. ¡Perdón! olvidé presentarme: soy Dios. Ojeé a los costados. Nada de qué sospechar. –¿Me habla a mí? –¿Acaso existe otra persona con tu nombre en esta casa? -ironizó el informativista. –Je, je... ¿Qué está pasando? –¡Uf! -resopló-. Sencillo, te elegí como mi profeta. –No, no; acá hay algo raro. ¡Salgan! como broma se pasaron -grité. Corrí los cortinados; en el dormitorio abrí los placares, busqué debajo de la cama. –¿Qué fenómeno debe acontecer para que me creas, hombre de poca fe? Retorné delante del aparato. –Se escucha desde la otra punta de la casa como si estuviera al lado. –Ubicuidad, una de mis virtudes, ¿sabes? El televisor cumple muy bien su función de zarza ardiente. Siéntate, hijo mío. Hablemos. Sin otra opción, obedecí, aunque seguía negando con la cabeza entre desconcertado y maravillado, sin dejar de pensar alguien me está haciendo entrar como un caballo y yo hablando como idiota con el televisor. –No hay nadie más, salvo tú y yo. Así que sácate esos pensamientos. –¿Eh? -di un respingo en el sofá- ¿Cómo sabe lo que pienso? –¿Otra vez lo tengo que repetir? Soy Dios. El aire se cargó con una pausa larga, tan larga como el vermouth que, fruto de mi ansiedad, tomé impetuosamente. –Bueno, está bien. Escucho -arremetí, los ojos abiertos a más no poder y con el esbozo de una mueca a punto de estallar en carcajada violenta cuando descubriese al responsable de la chanza. –Bien. Necesito que trabajes para mí... El informativista o Dios, o ambos -a esa altura no lo sabía- dijo: –Mejor explico desde el principio. La semana pasada gané una licitación en el Cielo. Si vieras, la lista de aspirantes es tan larga que no alcanzarían los habitantes de la Tierra si cada uno fuera profeta de un Dios distinto. Imagina cinco mil millones de religiones, cinco mil millones de locos con su librito. Ya con algunos hoy en día no se gana ni para sustos. Lamentablemente otros tuvieron tanto éxito que, luego de mucho tiempo, siguen vivos y coleando, arrastrando voluntades como bueyes laboriosos. Por eso las licitaciones lentas y burocráticas. La Administración abre nuevos cupos solo si alguno cae en el olvido por falta de adoradores. Pero al fin lo conseguí y aquí estoy. La bocina de unos autos en el frente de la casa cortó la conversación. –Llegaron los muchachos. Después seguimos. Golpearon la puerta, tocaron el timbre repetidas e impertinentes veces. –¡Voy!, ¡voy! ¡Paren un poco! Antes de abrir eché un vistazo al televisor por las dudas: la cotización de la onza Troy en Nueva York.
Saludé a mis amigos, bastante alegres por cierto. Uno de ellos, quizás el menos eufórico de todos, me preguntó por mi cara desencajada y pálida. Pero la algarabía general impidió cualquier intento de explicación, si la había. Dos me flanquearon y me tiraron de las orejas tantas veces como años cumplía. Mis lóbulos ardían como brasas cuando se detuvieron en el tirón número treinta y tres. –¿Y Alberto? -reparé apoyado en el respaldo del sofá. –Viene más tarde. Está tratando de convencer a una amiguita... je, je Saltaron las carcajadas. Bocas abiertas llenas de papas fritas. Hubiese entendido el motivo de la broma si mi atención no estuviera atada a un comercial de crema para manos. Tentado de preguntar quién era el genio detrás de la supuesta broma, preferí tragarme la incógnita junto con dos aceitunas y un nuevo viaje de vermouth. Más risotadas. Decidido a poner fin a la tontería que no me dejaba disfrutar como correspondía, apagué el televisor. Llamaron a la puerta. Alberto. –Hola, ella es Giselle. Silbidos, interjecciones y ojos lúbricos se estrellaron contra el recargado maquillaje de la chica. Me reencontré con Dios durante el sueño de esa misma noche. Esta vez ambos sentados en el banco de una plaza; Él vistiendo ropas anticuadas, canoso, viejísimo. –Como te contaba antes que tus amigos y la chica nos interrumpieran -aprovechó y esparció al voleo algunas migas al suelo. Las palomas se apretujaron alrededor.- necesito conseguir clientes que se postren ante mis símbolos y sigan mis preceptos. El sueño me anestesiaba, manos invisibles me aplastaban contra el banco de plaza. –¿Qué preceptos, qué ideas? –No sé. Aún no he tenido tiempo de pensar en ello, ocupado en encontrar el argumento que te convenza de mi identidad. -continuó a paso de declamación, con ecos profundos- ¿Por qué costará tanto convenceros, hombres modernos, de estas verdades? Siglos antes, con una simple aparición en una gruta solitaria, como la ocurrida a Santa Bernardita, era suficiente para convertir a mil paganos en devotos vitalicios. ¡Ay!, hijo mío, ¡poco falta para que te deba presentar un certificado que acredite mi condición! –Lo que me plantea carece de fundamento -corté tajante. El asunto me inspiraba risa. –Siempre lo mismo con ustedes: creer o reventar. –Bueno, dígame, ¿por qué a mí? -resolví, intuyendo que, si no seguía el juego, no podría despertar del sueño- mejor un sencillo peón rural, una maestra de escuela pública, un jornalero de los cafetales de Colombia, ¡pero no yo! –Vayamos por partes: primero el tema de tu edad. Cumples treinta y tres años, símbolo que puede atraer a varios clientes por un mero paralelismo; asunto de marketing creado por Otro y que no se puede desperdiciar. También he observado que los estudios prestigian frente a la muchedumbre ignorante igual que antes los doctores de la Torah gozaban de enorme respeto; tu formación te iguala a ellos. Por último, si de un pobre se tratase, su poder de convencimiento no sería el mismo que el de un arquitecto-profeta o un economista-profeta o como en tu caso, un gerente-profeta. Demoraría mucho más en lograr adeptos y, en mi caso, el tiempo resulta escaso. La licitación vencerá en breve y debo llenar un cupo mínimo de clientes para prorrogarla. ¿Satisfecho?
Mis párpados se abrieron como batientes de una puerta azotada por un huracán, de modo que la escena desapareció tan rápido como sobrevino. Lo primero en golpear mis ojos al despertar fue una botella de vermouth sobre la mesa de noche. Giré dándole la espalda y vi a Giselle vistiéndose. –Hola -alcancé a pronunciar en el filo de mi somnolencia. La muchacha deslizaba su pantalón piernas arriba. –¿Dormiste bien? –Espero haberme desvelado en otras cosas... -contesté libidinosamente, apartando de un manotón el recuerdo sobre Dios. Me dolía la cabeza. –Por supuesto. Te portaste muy bien. Y no te preocupes, ya me pagaron. –¿El resto de la gente? –¿No te acordás? Nos dejaron solos. Eras el festejado y yo el regalo, ¿no? –Te quería pedir disculpas, hijo mío -dijo peinándose lentamente frente al espejo. Me despabilé del todo. –¿Cómo?, ¿qué? –Lamento pinchar tus sueños -pronunció la súbita aparición encarnada en un cuerpo de mujer- me resulta el método más directo para dar directivas; revelaciones que le dicen, hijo mío. En circunstancias así el hombre se vuelve maleable. Estos fenómenos, lejos de asustarme, me divertían. Ella, Él, la confusión aumentaba. Sacó el lápiz de labios del neceser. Me levanté. No encontraba la punta de la madeja de una conclusión segura. Tampoco podía echarla a empujones. Me acerqué. Ella olía a mujer, con figura y movimientos de mujer, sin dudas, pero el vozarrón... –¿Quién es en realidad? Chasqueó la lengua con fastidio. –¿Buscas pruebas fehacientes? Las tendrás a través del fuego. Ni exclamé, ni grité ni insulté. Quieto a su lado, observé cómo se retocaba el rimel. Se acomodó el busto ceñido dentro del top. Tomó la carterita, me dio un beso en la mejilla. –Chau, precioso –se despidió muy femeninamente. Ese día no concurrí a trabajar. Alberto me llamó por teléfono apenas se enteró de mi ausencia laboral. –Te dejó de cama, ¿no? Me debatí un segundo eligiendo la coartada. Mentí sin ganas: –Sí, ¡ni te imaginás! Pasaron tres meses y medio sin que Dios se apareciera. Continué con mi vida de gerente todopoderoso en la fábrica de conservas. Aquellos episodios extrañísimos sedimentaron y, gracias a las propiedades corrosivas del tiempo, llegué a aceptarlos como parte de mi anecdotario personal (aunque obviamente jamás lo contaría). Por abril de ese mismo año, al fin comprendí la sentencia con la que Dios se había despedido: durante una noche la planta industrial se quemó hasta los cimientos, como mostró sin ambages la televisión. Fui hasta el lugar. Nadie se había lastimado porque una llamada anónima lo evitó. Hablé con los gerentes generales. Éstos, azorados, me comunicaron que la multinacional se iría del país. El resultado: me quedé sin empleo.
Hacia la medianoche, arropado por pensamientos negros, lavándome los dientes, en el espejo del baño noté que mi imagen proyectada en el cristal comenzaba a no responder a mis movimientos. –¿Cómo te encuentras, hijo mío? -saludó mi reflejo, cobrando vida independiente. Retrocedí, golpeé mis talones contra el inodoro y caí sentado en él. –No te asustes. Soy Yo. ¡Me parece que los baños se han convertido en nuestro lugar de reunión! Imagínate a Moisés o Mahoma recibiendo las tablas de la ley o descubriendo arcanos divinos en el baño del Sorocabana. Bueno, al grano, hijo mío: vendrán tiempos difíciles para ti, pero si todo sale bien, tendrás tu recompensa. Luego, la imagen en el espejo volvió a imitar mis gestos como lo ha hecho cualquier espejo desde que el mundo es mundo. En la calle, echado a los leones, no encontré un mugroso trabajo por más buenas credenciales presentadas. Los acontecimientos nefastos se sucedieron. Lloré en silencio, temblé como una vara verde, supliqué por los hijos que no tengo a mis amistades (sí, las mismas que alegremente me habían festejado el cumpleaños) para que me consiguieran trabajo. Incluso busqué refugio en casa de parientes y fui rechazado. Como consecuencia me quedé sin conocidos. Las facturas y los alquileres impagos acrecieron sobre mi conciencia y bolsillo. Al año me desalojaron. Del viejo Juan Ignacio quedó solo su nombre. ¿Dónde estaba el gerente de recursos humanos de aquella fábrica reducida a cenizas, la prolija barba tipo candado, la vida rápida y las ambiciones largas, ahora escondido bajo ropas que causaban lástima, viviendo de los mendrugos de los bares? Varias veces llegué a pensar en una voluntad invisible sistemáticamente enojada conmigo, pero me resistía a creerlo. Un albergue transitorio para gente sin techo me admitió por las noches. Por primera vez en un año probé un colchón. Ovillado en la cama, oliendo a suciedad y a desamparo, sin querer, porque todos estos portentos siempre ocurren sin mediación del intelecto, dije, más bien oré: –¿Por qué me has dejado? Bastó esa simple súplica para que Dios se apareciera con el ímpetu de un centinela a la espera de una señal. Nuevamente ocurrió durante el sueño, en la plaza, entre las palomas. –¿Cómo te resultó el desierto, hijo mío? –Así que fue Usted... –Hallé en ti la cualidad fundamental de todo profeta: la ambición, hijo mío. No hay cosa más útil que un ambicioso arruinado. Son capaces de todo. De lo contrario decenas de iluminados jamás hubieran salido de sus aldeas ni resistido tanto oprobio. Muchos de ellos perseguían promesas de vida eterna, tema que dos mil años atrás resultaba la panacea para cualquiera. Pero ahora, la mayoría escéptica como tú la desprecia. No me refiero a que seas más caro que Pablo de Tarso, sino que tu precio cotiza en otra moneda. Para adivinarlo solo había un camino: que perdieras todo y anhelaras recuperarlo. –¿Y ahora qué pasará? –¿Aceptas trabajar para mí a cambio del goce de una fortuna enorme en esta vida? Di un respingo en la cama sin que mediara ni un segundo entre el sueño y la vigilia. Decenas de marginados dormían cerca de mí. Sabiendo que Él insistiría hasta el cansancio, ciertamente tentado por la oferta, sin nada que perder, con voz potente que retumbó en todo el ámbito, articulé: –Sí, acepto. –¡Shhhhh! ¡Dejá dormir! -obtuve como respuesta.
Por la mañana, en el desayuno permanecía como ido. Revolvía el plato de avena donde flotaba un gorgojo moribundo seguramente ajeno a mis maquinaciones acerca de Dios (está comprobado que los gorgojos no se hacen cuestionamientos filosóficos y menos los ahogados en avena). Traído por una de las trabajadoras del albergue, apareció un ciego. Lo colocaron a mi lado. –Hola. –Hola. –¿Cómo te llamás? –Juan Ignacio. –Ernesto Sánchez, mucho gusto. –¿Igual que el escritor famoso? –Digamos que sí. Súbitamente mi mano se posó sobre su mollera. –Estás curado –sentencié augustamente. Retiré mi brazo. Pero antes del consabido “discúlpeme”, sobrevino el portento: –¡Puedo ver, puedo ver! -gritó el ciego, del mismo modo que han gritado todos los arrancados de las tinieblas a lo largo de la historia. El rumor corrió por las mesas al tiempo que tullidos, sarnosos, locos de atar, mancos, bizcos, sufrientes de muelas cariadas y hasta sanos deseosos de más salud, se abalanzaron con tanto ímpetu que volcaron la avena sobre mi regazo y me tiraron al suelo como en un partido de rugby sin reglas ni juez. Y no quedó uno que, por el simple roce con mis ropas, no se curara de sus males. Apenas desembarazado del pobrerío excitado corrí a refugiarme en el altillo. Permanecí largo rato apoyado en la portezuela, soportando primero los empujones de los que querían entrar, y después las amenazas de los funcionarios quienes no lograron desalojarme ni tampoco ahuyentar a la horda de curiosos. Autoconfinado por tres días no comí ni bebí. –No precisas de esas cosas para fortalecer tu espíritu, hijo mío –alentaba Dios en sus esporádicas apariciones, esta vez resonando en mi cabeza, sin emplear intermediarios, ya que -según Él- mi consentimiento le autorizaba a adueñarse de cada rincón de mi cuerpo, aunque yo estaba obligado a hablarle con la lengua como cualquier plebeyo. Asimismo, Él sabía que no convenía dejarme solo en tribulaciones semejantes. Corría riesgo de enloquecer. A las pruebas me remito: todos esos anacoretas que, abandonados a su suerte de santos, vivieron encaramados a columnas, en lugares inaccesibles, como animales, o martirizándose con el cilicio. Afuera, el batiburrillo de funcionarios, mendigos, policías manteniendo el orden y el reciente agregado de la prensa, contribuían a la confusión general. Los días atemperaron los ánimos y me rendí obligado por el hambre. En ese momento debí darme cuenta de la naturaleza egoísta de Dios, incapaz de materializar un pedazo de pan durante mi claustro. Me recluyeron en una habitación apartada y vigilada. El director del hospicio fijó horarios especiales en los cuales curaría a quien así lo deseara. A cambio, me proporcionarían todas las comodidades. Colchón y sábanas limpias, cuatro comidas al día. Ignoraba que, debido a la excelente publicidad que representaba un
taumaturgo como yo, la dirección honoraria del establecimiento obtenía un buen retorno en donativos monetarios que iban a parar a sus cuentas bancarias personales. Volvamos al tema central: se armaron increíbles colas. Un equipo multidisciplinario del Ministerio de Salud con gran aparataje electrónico tomó mediciones mientras imponía las manos a mis pacientes; pero, en presencia de ellos, los milagros no ocurrían. “La gente apenas averigua el por qué de las cosas se vuelve más escéptica. Necesita del hermetismo para creer”, opinaba Él. A solas con Dios, agotado al fin de las jornadas usualmente de quince y dieciséis horas, lo interpelé seriamente: –No sabía que iba a obrar milagros. Y, como si fuera poco, trabajo más que en mi viejo despacho solo por la comida y el techo. –Nadie dijo que fuera fácil, hijo mío -justificó Dios desde lo hondo de mi cabeza. No te olvides que aceptaste trabajar para mí. Con respecto a los milagros: un simple truco publicitario tan viejo como el mundo, muy útil para criar fama y echarse a dormir. –Pero no estaré tranquilo ni a sol ni sombra. –Ya lo estarás, no te preocupes. Por ahora no digas a nadie que hay un Dios detrás de ti. –Pierda cuidado. Todavía la cordura no se me ha volado. Lo único que falta en mi currículum es que me consideren loco. –Otra cosa: de ahora en adelante, debes llamarme “Baal”. El nombre “Dios” es muy genérico y está patentado por ya sabes quién... –¿“Baal”? –Sí, una antigua divinidad cananea. Se retiró a cuarteles de invierno hace tiempo y los derechos de uso del nombre caducaron. Nadie se debe acordar de él. –Como quiera –concedí. –Mejor así. Ahora, déjate de hablarme que tras la puerta cerrada la gente se amontona y comenta que hablas solo. Inevitablemente, la chusma no tardó en desconfiar: –¿Usted habla con Dios?, ¿usted es Jesús, el Mesías?, ¿el hijo de la Menina Santa?, ¿qué relación lo une con el agua de Querétaro o las Vírgenes que lloran sangre? –No sé de qué me hablan. Yo solo curo -repetía a los ávidos de información adicional, no contentos con que les aliviara de los hongos rebeldes de los pies, o de la nariz torcida, de un ojo desviado o de las pústulas en los genitales. Mi laconismo no sirvió de mucho porque alguien por su cuenta tuvo la mala idea de declararme el Salvador-de-la-Humanidad. Pronto, la longitud de la cola en la puerta del hospicio se cuadruplicó gracias a la gente que comenzó a traer los más diversos objetos: crucifijos para santiguar, bebés para bautizar, agua de la canilla embotellada para bendecir, estampitas desleídas de San Cono... Incluso terceros lucraban con el circo montado: vendían a precio de oro objetos hechos en Taiwán y falsos talismanes, tales como supuestos pedazos de mis ropas o cabellos garantizando la cura de los males a la distancia. El giro en los acontecimientos preocupó a Baal. –¿No le gusta que cobren por guardar lugar en la fila o que los tullidos sobornen a los policías de la puerta para entrar primeros? –No. Aquel inválido de hace dos mil años también pagó para que lo metieran por el techo de la casa y nadie se escandalizó. Sí me disgusta cómo empiezan a ver en ti un símbolo de otra religión. No deben asociarte a religiones conocidas. Si no estarías trabajando para Otro y no para mí. ¡Me estoy cavando mi propia fosa! –¿Pero no son milagros lo que todos tus colegas hacen?
–El secreto consiste en ganar fieles, no importa el método. -rió Baal. –Incluso recurriendo al mal -arriesgué. –Díselo al bendito Satán, uno de los más poderosos en La Administración allá arriba. –¿Allá arriba? –¡Bah! Olvida el asunto -cortó Baal-. Ya tengo la solución para esto. Él había truncado la conversación porque se metía en terreno escabroso. Lástima: recién ahora lo sé. Darío entró al consultorio. Casi lo abrazo de no haberse interpuesto la distancia que un despido provoca inevitablemente entre jerarca y empleado. ¡Por fin una cara conocida!, ya que mis familiares y amigos ni querían darse por enterados de mi nueva “profesión”. “Loco de atar”, me endilgaban. Darío lucía desgarbado. Me confesó que, completamente alienado luego del despido se había dedicado a la búsqueda de la justicia. Me contó la teoría de la mujer de ojos vendados y de su intento de colgarse sin éxito. Sin dudas un completo fracasado; no servía ni para suicidarse. Baal me reprendió en el acto por mi pensamiento con un dolor intenso de cabeza. –No lo desprecies. Creo que puede ayudarnos. En suma: Darío venía a ofrecerse para trabajar por el bien de los demás. Esperaba redimirse mediante su servidumbre. Más tarde, a solas, le planteé a Baal el profundo desagrado que me inspiraba aquel sujeto. –No tenemos opción. Necesitamos a alguien que haga el trabajo pesado. –¿Un secretario? –Se le llama discípulo, hijo mío. Te digo más: ni siquiera debes congeniar con él. Basta que cumpla con los pedidos. No importa si se odian mutuamente. ¿O crees que entre aquellos doce judíos siempre florecían las rosas? Nadie pudo explicar mi desaparición. Cientos de personas a la espera de una solución para uñas encarnadas o resfríos crónicos destrozaron y saquearon el hospicio, indignados porque el objeto de su peregrinaje había desaparecido. –Lo ocultaron muy bien. Como siempre, somos los pobres los que perdemos argumentó una abuela frente a las cámaras de televisión mientras con un hierro destrozaba el mármol de la cocina. Por lo pronto, en un plano más real, gracias a aquella violencia, se habían quedado sin hospicio. Esotéricos hablaron de avistamientos de platos voladores en el cielo. Conclusión obvia: “Se lo llevaron los extraterrestres. Demasiado bueno para este mundo”. En realidad salí caminando. Nadie lo impidió. Gané la puerta de calle abierta y seguí las directivas de Él, tan baqueano en desapariciones misteriosas. Sea como haya sido el método empleado, terminé en un viejo cine sobre 18 de Julio. Días antes, Darío poseído por Baal había arrendado el local con un dinero hallado providencialmente detrás de un árbol. El plan consistía en abrir un templo: “Templo Baal”, le pondría. Obviamente se aproximaba el tiempo de revelar la identidad del artífice de tantos prodigios. –Seguramente solicitarán una entrevista, cuando no una conferencia de prensa. –¿Y qué les digo? ¿Que soy un profeta, el hijo de Baal o qué? –Tú vienes a anunciar la llegada de Baal, la verdadera y única divinidad.
–Todos dicen lo mismo. –Una buena propaganda, mi sobresaliente estudiante -acotó Baal en mis neuronasdebe incluir rebajar el prestigio de la competencia. Liberalismo que le dicen. –¿Y si me piden ahondar en temas religiosos? –No hables. Si quieres, para divertirte, contéstales incoherencias, parábolas y esas cosas. Cuanto más enrevesado hables más sabio te creerán. De todas formas los medios de comunicación se encargarán de imaginar lo que quieran, cual mentirosos cronistas griegos. Un aparte merece la vestimenta: –¿Qué me pongo? ¿Una túnica?, ¿un turbante en la cabeza? –¡No y no! Aféitate; das asco. Ponte el saco y la corbata que Darío te consiguió. –Pero voy a parecer un pastor de iglesia protestante. –Serás alguien creíble -replicó-. De la misma forma que antes, con túnicas, sandalias y barbados, esos profetas resultaban creíbles porque vestían igual a sus congéneres y no como marcianos. ¿Tan difícil es? Lo percibí enojado por dar explicaciones a cada paso. Aquello, junto con la perspectiva de que su tiempo se estrechaba segundo a segundo, lo estaba agotando. Darío resultó de gran ayuda como brazo ejecutor de las operaciones fuera del Templo ya que, obviamente, no podía exponerme con medio país buscándome. Fue él quien contrató varias promotoras para repartir volantes en los que rezaba: “Templo Baal. Olvide sus problemas económicos, DINERO YA.” “Igual que una financiera”, pensé leyendo el volante oloroso a tinta fresca. No se escatimaba en recursos y Baal no era precisamente un Dios escrupuloso. De haberlo sabido antes... –Difícil imponer una nueva religión -comenté vistiéndome con el saco y la corbata minutos antes de la gran inauguración del Templo. –Hagamos historia -ilustró Baal como para llenar la espera tras las bambalinas. Darío estaba enfrascado en los preparativos, un lleva y trae constante de objetos.- Antes de Cristo, un tal Amenofis IV fundó una religión monoteísta en Egipto, desplazando al clásico y populoso panteón por todos conocido. Convirtió a Atón, quien recién había ganado una licitación, en el nuevo Dios de Egipto. Sin embargo, las divinidades relegadas enfurecieron. A la muerte de Amenofis, que se había rebautizado como Ajenatón (el ungido de Atón), aquellos desplazados, temerosos de perder adeptos, contraatacaron. El resultado: pronto Atón cayó en desgracia y desapareció. El problema de mi amigo Atón, si bien su estrategia de utilizar a un faraón como instrumento no la discuto, fue que enfrentó a divinidades antiquísimas, lo que siempre trae problemas. Abrió el Templo. En la sala hormigueaban personas atraídas como moscas. Codo con codo, la dama de sociedad y doña Juana, buscando algún milagrito. Niños mocosos correteaban por los pasillos. Salí al escenario, me presenté como el intermediario entre los hombres y Baal. Invité a que alguien entre el público diese testimonio de alguna experiencia. Para romper el hielo, subió Darío. Declaró que había perdido el trabajo y que ahora, luego de entregarse a Baal en cuerpo y alma, tenía una empresa de reparto muy próspera y planeaba comprarse una casa en Punta del Este. Lo que no era mentira: sorprendentemente, se estaba enriqueciendo y, punto importante para cualquier buen feligrés, sin mucho esfuerzo. Aplausos, vivas, aleluyas variopintos se alzaron hasta el techo.
Baal disfrutaba de aquello, seguro de conquistar las voluntades suficientes que prorrogaran automáticamente la licitación. Una señora me acercó un hemipléjico. A un toque, se levantó, caminó, me abrazó y besó agradecidísmo. El auditorio lo recibió con aleluyas. –Baal les viene a ofrecer no solo alivios para el cuerpo y el alma, sino también para el bolsillo -rugí y corrí de un lado al otro del escenario, al mejor estilo pastor norteamericano poseído. De una bolsa de arpillera colocada en una tarima comencé a sacar billetes a manos llenas. Huelga contar el alboroto desatado y los intentos de los guardaespaldas contratados para contener a la gente. Después de media hora se ordenó la sala y al fin todos recibieron una buena suma de dinero y el consiguiente sermón adjunto: –Conviértete a la religión de Baal y él te hará feliz, como ahora lo eres al recibir el dinero. Comparación odiosa, lo sé, pero la ceremonia semejaba a una misa: los feligreses recibiendo hostias sagradas convertidas en caras de próceres. Mezclados en las asambleas, observándonos, autoridades y fuerzas vivas de la comunidad, en secreto discutían y debatían: ¿una farsa admirable o un verdadero profeta fuera de fecha? Recuerdo que uno de ellos, en medio del sermón del segundo día, para probarme, se levantó y gritó: –¡El único profeta es Cristo! Muchos, porque los rumores sin autor son cobardes, murmuraron por lo bajo un “sí, tiene razón”. Con la garganta más clara que nunca contesté: –Hace dos mil años un profeta vino y prometió que algún día los cielos descenderían a la tierra y la justicia y la paz reinarían. ¿Se ha cumplido? Los indicios que ofrece el mundo actual son prueba suficiente. Fue una mentira sostenida durante dos mil años por un dios fracasado. Baal les ofrece bienestar inmediato más que el umbandismo, la quiromancia o el horóscopo. Dejen de esperar, de encender velas, de peregrinar arrodillados a santuarios apócrifos, olviden los rituales del maíz y las gallinas cada dos de febrero. Conviértanse a la religión de Baal, aquí y ahora. Muchos, quizá los mismos murmurantes, aclamaron de pie. Otros se arrodillaron. Mis pelos se pararon de punta. No esperaba tal reacción. Mi intempestivo interlocutor se disolvió entre el público. Minutos después, sin quedarse a la entrega del Dinero Sagrado, salió del local seguido de otros diez miembros de su séquito, visiblemente enojados. Una delegación del Ministerio de Economía, autoridades de diversas colectividades religiosas y magistrados, llamaron a la puerta del Templo hacia la medianoche. Me increparon el daño que estaba haciendo a la economía. Técnicamente yo emitía dinero sin autorización del Banco Central. En breve, según los cálculos intencionalmente arreglados por los doctores de la ley, la multiplicación del dinero ocasionaría una presión inflacionaria insostenible. Un enojo repentino, nunca experimentado por mí y seguramente insuflado por el mismo Baal me hizo escupirles en la cara: –Sus falsos dioses siembran infelicidad en la gente, no Él. Nunca hubo tanto agorero junto como en este tiempo. ¿No son ustedes los que anuncian una medida económica o
predicen el hundimiento de una compañía o anticipan el sube y baja de la bolsa y de paso lucran lo más posible con ello? Los quise sacar a empujones. Pero no hubo fuerza que valiese. Dos gorilas acompañantes del grupo me asieron de los brazos y, no precisamente en una demostración de levitación, me alzaron a centímetros del suelo con delicada brutalidad. –Considérese arrestado. Mis protestas, mis gritos, solo sirvieron para volverme afónico. Un mes llevo en la cárcel. Baal se ha esfumado. El conocedor de cada uno de mis procesos mentales, el dictador de mi voluntad, había fugado de mi cuerpo en el preciso momento en que los brutos me arrastraron esposado. –Si pudiste hacer tantos milagros, ¿por qué no te escapás de acá? -me desafía casi a diario el gordo carcelero, revoleando la cachiporra frente a mis narices, barrotes por medio. Ni las cámaras de televisión, que ahora corren atrás de un escándalo político menor, se preocupan de mí, noticia vieja. Reflexiono sobre mi triste suerte: ¿obtuve algo a cambio de ese trabajo ingrato? Tan embobado en aquella parafernalia religiosa, jamás había pedido favores a Baal. En cambio el resto, miles de seguidores, gozaban de flamantes saludes, ojos jóvenes, pieles nuevas, trabajos mejores y han vuelto seguramente a adorar a sus antiguos dioses, prendiendo inciensos, ofrendando maíz, comulgando en la parroquia... en fin, olvidando a Baal. Para muestra bastan dos botones: me enteré que el ex ciego Ernesto Sánchez ganó un juicio sobre la propiedad literaria de una de sus supuestas obras en España y ahora reside en Mallorca sin intenciones de volver al país ni de agradecerme lo hecho por él. Darío, otro: de funcionario de cuarta a futuro empresario del año, si sigue así. ¡Y pensar que cuando mi arresto, cobardemente se había ocultado en el fondo del local entre los bastidores del escenario, temeroso de que lo llevaran también! Lamento no haberle dicho: “antes de que cante el gallo me negarás tres veces”. Hubiese sido una buena venganza. Pocas noches atrás Baal me habló por boca de un preso de la celda contigua usando el ya viejo método de la incorporación: –Discúlpame, hijo mío. Ya no nos veremos más. Vuelvo a la cola de los licitantes. –¿Y me deja así sin más, metido en este agujero? –Ya no puedo hacer nada. -hablaba pausadamente, como si Él no fuera el culpable de mis desventuras.- Antes de irme, te revelaré una última verdad: para obtener ciertos milagros lejos de mi alcance, tuve que proceder digamos que... de forma poco decorosa... Recurrí a un personaje que tú ya conoces... Satán que le dicen. Te hipotequé. –¿Eh?, ¿qué?, ¿cómo? –Sí, a cambio de esas ayuditas, tales como la llamada anónima a la fábrica o lograr multiplicar el dinero, ofrecí el alma del primer converso que obtuviese... No escuchó ni mis protestas ni mis insultos. Baal dejó el cuerpo del preso enseguida. Vuelto en sí, el recluso no entendía por qué yo maldecía a los cuatro vientos y pateaba los barrotes. Al otro día, ni un ápice más calmado, comenté con el gordo carcelero el episodio nocturno. Ya no me importaba que me consideraran un loco. Es más: quizás esto resultara en atenuante para el juez. Aproveché y me quejé largo y tendido:
–Los eventos se repiten: cuando las papas queman, convencidos que no pueden lograr un hueco en la humanidad donde medrar, Ellos se van sin despedirse. Dejaron a inocentes como Ajenatón, a tantos profetas del Antiguo Testamento, a Jesús en brutales desamparos. Sin sorprenderse, quizás aburrido por las horas de guardia insulsa, o simplemente apiadado de mi condición, el carcelero opinó: –Yo no entiendo mucho de esos asuntos, pero ustedes los profetas deberían de inventar un sindicato o algún fondo de retiro.
Jueves y otros días ¿Cómo se conocieron Víctor y Mariano? Pregunta importante que puede ayudar a entender el final de este relato. Ocurrió cierto jueves. Víctor, enchufado en sus walkmans alzó la cabeza del teclado y lo vio. Se observaron. Se sonrieron. Mariano, el típico gesto medido de un empleado nuevo, jugaba con un vaso de plástico. Nervioso, esperaba órdenes de El Gerente que había ido por otros asuntos pero que ya volvería, como volvería durante los nueve años subsiguientes a apabullarlo de trabajo. Ojeaba en derredor, un soldado reconociendo el campo de batalla minado de biblioratos de lomos sobrescritos como palimpsestos, montañas de planillas apiladas habilidosamente en el suelo para que no se derrumbaran, ingeniosas pagodas chinas a la espera de una futura hoguera que ya tenía tres años de tardanza. Se saludaron. –Hola, soy Víctor Díaz. –Mucho gusto. Mariano. Una época sin duda especial la que vivía Víctor cuando Mariano apareció en la oficina. Primeramente, se le habían moderado las aspiraciones megalómanas comunes a todo trabajador nuevo, aristas de un enorme acantilado que la erosión termina siempre por pulir. En segundo lugar, acababa de descubrir con asombro la relación entre los ruidos de la fábrica y la limpieza de los vidrios, hecho que más adelante relataré al detalle por lo insólito. Pensándolo bien, no recuerdo si El Gerente volvió y le asignó un trabajo específico a Mariano o, por el contrario, y esto último resulta más factible, lo abandonó a su buena suerte, igual a esos cachorritos que sus dueños dejan en los baldíos, para que Víctor con su reconocida paciencia le enseñara las artes administrativas. Sea como haya sido, al poco tiempo acordaron separar las tareas: Víctor se encargó del trabajo de hormiga, ese que consiste en digitar, tachar y escribir y escribir, tachar y digitar. En tanto Mariano se arrogó para sí el resto, es decir: pelearse con el encargado porque no le traía todos los datos completos para que Víctor los ingresara de la forma adecuada, quejarse de la situación salarial insostenible y recibir los trabajos pesados de parte de El Gerente. El vértigo de sus vidas interesantes y agitadas no me deja tomar nota de las fechas. Pero de tanto pensarlos, de tanto conocerlos, bien podría ser un día entre semana, jueves nuevamente, pongamos por caso; en el noveno año de trabajo de Mariano, onceavo de Víctor. La escena es como sigue:
En la oficina, día a día, Víctor le declara la guerra a los documentos que pululan encima del escritorio. Traídos por otros funcionarios, procedentes de lugares ignotos de la fábrica, me temo que ellos llevan las de ganar: se reproducen más que conejos. Menos mal que los yanquis dicen que en un futuro la oficina sin papeles será realidad. ¿La llegaremos a ver? Sus ojos describen un círculo vicioso, yendo y viniendo de las planillas a la pantalla de la computadora. En determinado momento Víctor se dice “Basta”, rompe ese hechizo e impide que sus dedos acaricien otra tecla. Es decir, hace una pausa en la carnicería de papeles. Breve, sí, pero pausa al fin que le permite un momento de distensión. Bueno, distensión a medias. Un ronroneo constante se entrevera en sus pensamientos. Zumbidos de motores eléctricos, golpes metálicos, escapes de aire comprimido, martilleos, campanas anunciadoras de fin o comienzo de turno. Cuarenta máquinas manejadas por doscientos obreros se filtran por los poros de la pared y la transparencia de los vidrios. Once años de antigüedad en la empresa le afinaron los sentidos, según creo, porque, y no pierde oportunidad de repetirlo a quien le preste atención, sostiene que la mugre sobre los vidrios amortigua el ruido de la fábrica que se cuela al interior. Odia a los limpiadores: cada tanto quitan la siempre incipiente suciedad de las ventanas y entonces ese cubículo compartido con Mariano parece más bullicioso, más sacudido por barullos sin pentagrama ni director. Quizás sean solo trampas que le juega la percepción, pero lo cierto es que usa walkmans durante los dos días subsiguientes a la limpieza para evadirse de dichas molestias, esperando que se acumule la cantidad de suciedad suficiente para atemperar tan enfermizos sonidos. Demás está decir, como ocurre en la mayoría de estos casos, que a Víctor nadie le cree. No sé por qué. Pero aún faltan tres días para el lavado de los cristales, así que esa tregua en la guerra de los papeles puede desarrollarse rutinariamente acompañada por aquel familiar coro de ingenios mecánicos. Víctor intenta conversar con Mariano atrincherado en el cubículo. –Me tengo que poner a dieta -le dice. –¿Qué? -musita Mariano frente a él, pero con el noventa y nueve por ciento de los sentidos atrapados en la pantalla. –Eso. Que debería empezar a hacer dieta. Inmediatamente se toca la panza, embarazo a base de comidas de la cantina baratas pero aceitosas que su organismo asimila tan bien. Claro, la alimentación de Víctor ha hecho estragos a la vista y paciencia de su compañero más atlético, más ganador, más divertido, más sonrisa dientes blancos, más todo que, sin pedagogía de por medio, cada vez que oye la queja sobre su estado físico le espeta a la cara: –Decidite a ir al gimnasio donde voy yo. Víctor se transporta a la sala de aparatos: hombres-ropero levantan todos los ladrillos de hierro durante diez repeticiones y gritan como descosidos. Mientras espera turno, short y remera abultados por el sobrepeso, con solo mirarlos se agota. –Estás soñando. No es tan fácil como parece. Sabés que las diez horas me cansan una barbaridad. –No creas Víctor. Mirame a mí. Salgo de acá y voy tres veces por semana al gimnasio y como si fuera poco, estudio. Además la gordura no es obstáculo para que alguien comience una actividad física, claro, convenientemente controlada por profesionales.
La charla se trunca por instantes y Víctor y Mariano se hunden en sus escritorios superpoblados. Justo El Gerente pasa por el corredor hacia el fondo observándolos por el rabillo del ojo. Víctor continúa callado, no solo porque El Gerente vuelve y amaga con entrar a la oficina, sino porque esa clase de contestación que le da Mariano acerca del ejercicio le molesta, lo hace sentir un vago. La puerta gime y al mismo instante, montado encima de los goznes chillones, atropella el ruido de las máquinas a toda potencia. Enseguida la voz de El Gerente: –Mariano. –¿Sí? –Necesito el promedio de kilos entregados en los últimos doce meses. Armame un gráfico de esos que me hacés. Para la una de la tarde está bien. Como decía, Víctor mimetizado en las cuadrículas de las planillas, piensa en la tonta tendencia de Mariano de explicar los sucesos de la vida tal cual un manual de ISO 9000 o una nutricionista de esas que aparecen en las revistas televisivas matinales. –Cerrá la puerta, ¿o vivís en carpa?, loco. Víctor escucha a Mariano escupir hacia el Gerente insultos de todo tipo. Claro, el sujeto de su desprecio ya se ha ido y no lo puede oír. –Y encima no cierra la puerta –atiza Víctor irónicamente. –Vos reíte. El día que saque la lotería, compro la fábrica y a este lo mando a lavar los baños... ¿En qué andábamos? ¡Ah sí!, en lo del ejercicio. ¿Cuántas veces me comentaste tus intenciones de hacer algo por el bien de tu cuerpo? –... –Ring, ring, riiiing. –Hola, sí... Pasame. La llamada de la recepcionista elimina toda posibilidad de respuesta de parte de Víctor. Ambos retornan a sus respectivos mundos, como viajeros que apenas echados a andar deben volver porque olvidaron algo. Por suerte no continuaron hablando. Víctor no está para sermones ni manuales. Prefiere diluirse, dejarse llevar por ese río de horas largas del trabajo. El tableteo continuo del teclado es un truco para blanquear la mente. Víctor olvidará el discurso que le dio Mariano y el rosario de insultos a El Gerente. Probablemente las planillas sean también tan voraces que puedan comer la lengua. Buen argumento si se intenta explicar por qué, hasta las cinco de la tarde, ninguno de los dos volverá a hablar. Y hacia el fin del turno, como todos los días sin excepción, un segundo antes de poner en “off” la computadora, Víctor dirá: –Bueno. Otro día para la jubilación. –Dos margaritas con crema y dos pan con grasa –solicita Víctor al panadero, minutos después de salir del trabajo. Abre el paquete. Los bizcochos recién horneados. Sin embargo otros objetos menos placenteros lo visitan apenas traspuesto el umbral de la panadería: Mariano debe estar invirtiendo en su futura vejez cargando con vaya a saber uno cuántos kilos en el gimnasio, piensa, o bebiendo algún tónico energético “light”. Su único compañero de oficina parece nacido para tener veinte años siempre, tan entusiasta y arriesgado que consigue lo que se propone. Tipos aventureros como él viven y gozan las
cosas del mundo por aquellos condenados a verlas solo de lejos. En cambio, “en esta otra esquina del cuadrilátero, pesando varios desayunos con pan y manteca, puesto en la vida solamente para hacer número, con ustedes, Víctor”. Cada vez más convencido de su misión de relleno, él no agrega ni quita un gramo al devenir de las cosas. Son los otros de Rolex y gel en el pelo quienes mueven los engranajes de la maquinaria. Cuando Víctor cierra ese razonamiento, brillante a mi entender, engulle la última margarita con crema. Limpia sus dedos en el pañuelo arrugado y tantea la llave del apartamento. Luego de los bizcochos, ya en casa, se desparrama un rato sobre la cama. Aclaro: cama que en poquísimas instancias ha visto mujer. Creo que, del mismo modo que ocurre con la inteligencia, en el reparto de coraje que suele realizarse antes del nacimiento, Mariano se quedó con la parte de Víctor. Si no, cómo se entienden en la vida de Mariano tres mujeres diferentes por mes y una agenda llena de nombres femeninos. El sol a través del ventanal le calienta el rostro gratamente, adormeciéndolo. Víctor saborea esos rayos de luz como un caviar costoso. Sabe que el de la oficina avara no vale lo mismo que el de su casa. Aquel tiene olor a planillas húmedas, impregnado por los comentarios idiotas de Mariano. Este, en cambio, le recuerda otro tiempo más cercano al primate que fue, más lejano del “homo oficinescus” del que reniega, qué esperanza. También hay algo de cueva de hombre de Cromagnon en eso de vagar encima de una cama, como si la escasa altura que lo separa del suelo resguardase también de la insanía de todos los días. Bioy Casares dice que vivir consiste en distraerse. Tiene razón. Veamos cómo se distrae Víctor: Situémosnos. Siete de la tarde de ese jueves. Deshilachada la siesta en la cama, sentado frente al televisor, mirando sin ver, vía satélite, un partido de fútbol. Uruguay versus Colombia. Amistoso. La cerveza encima de la mesita ratona, a pedir de la mano. De un segundo a otro, dado lo aburrido del juego, queda extasiado por obra de una revelación: Mariano aplastado por dos enormes mancuernas de cincuenta kilos sobre el pecho, Rolex astillado y el cabello desgreñado por la falta de gel. Entonces Víctor ríe frente al televisor, se dice a sí mismo “te lo merecés”. Y no a causa del enorme patadón que en ese exacto momento un jugador uruguayo le da a un colombiano, sino por otra cosa que usted, amigo lector, si ya no sospecha, pronto entenderá. Bebe un trago de cerveza. Sin tregua, es vapuleado con los labios posados en el vaso: Mariano entrando en la Universidad Privada donde estudia marketing. Doy una idea general: Víctor rígido frente al partido de marras, el trago de cerveza a medio camino entre los labios y la tráquea le fermentan la imaginación. Mariano aprendiendo las leyes del mercado de boca de un profesor que enseña cómo vender un alfiler de gancho obteniendo la mejor ganancia. Todo tiene precio. Instantáneamente Víctor materializado en medio de la clase, alza la mano y pregunta desde el pupitre: –Profesor. –¿Sí, Víctor? –¿Debo de vender a mi madre cuando el Dow Jones sea favorable? La puteada del profesor, sorprendido por la irreverencia, precipita en torrente la cerveza hacia el estómago. ¡Gol de Uruguay!
El partido lo deprime. Cambia. En otro canal un documental de las Montañas Rocosas, que qué le importan si jamás las verá personalmente, si conocerlas no le da de comer ni le aumenta el sueldo. En otro, un dramón venezolano que tampoco jamás vivirá, por suerte. Víctor ya no está para líos de polleras, como certificó la última mujer que conoció, cuando antes de desaparecer del mismo modo que hicieron todas las anteriores le dijo: “No te enojes. Sos muy bueno, pero sos tan, tan aburrido...” Entendámoslo, Víctor es un James Dean, un Artigas, un Espartaco, salvando la atroz distancia, que defiende sus minúsculos derechos. Taciturno sin remedio ni enfermera, quien en este último tiempo solo encuentra refugio en su casa y ha cortado toda conexión con sus amigos. Mariano, única distracción, le ocupa todo el tiempo dentro y fuera de la oficina. Deposita el vaso de cerveza vacío en la pileta de la cocina. Montado en sus alpargatas Víctor llega hasta la computadora. Van dos días sin revisar el correo electrónico. Encuentra un mensaje nuevo y veinte correos no deseados. Alberto, ex compañero de trabajo, escribe desde Salt Lake City: “Hola, ¿qué hacés Víctor? Te mando unas fotos que siempre hablan mejor que mil palabras. Un abrazo. Alberto” En la foto número uno, un niño y un hombre adulto, ni joven ni viejo. Probablemente Alberto y su hijo, ¡uy, qué cambiados están!, ambos bufandas enroscadas al cuello, gruesos abrigos, atravesados por miles de copos blancos descendentes desde un cielo gris. Posan al lado de un muñequito de nieve típico, con bandera norteamericana en la mano y todo. Alberto se había cansado de jugarle a la quiniela y a la lotería. Sin haber sido favorecido con tan nacionalistas milagros mandó a paseo planillas y compañeros y se fue a los Estados Unidos, de ilegal nomás, con una mano atrás y la otra en la matera. Una matera, dicho sea de paso, que no lo abandona ni para sacarse esa segunda foto en la que Alberto aparece parado al lado de un parquímetro de la quinta avenida chupando de la bombilla. Click. Foto número tres: Alberto, qué cambiado está, Dios mío, no me canso de repetirlo, apoyado en el marco de la puerta abierta de un Grand Cherokee turbodiesel. Click. La cuarta: Alberto y familia, disfrutando de una típica barbacoa en el jardín de su casa. Hacia el fondo, la bandera de algún cuadro chico del paisito que no logra saber cuál es debido a la oscuridad de los segundos planos. No hace falta aclararles, amigos lectores, que Alberto se llevó a cuanto pariente tuviera pasaporte y no quedó en Uruguay ni su loro. Esto último es un agregado mío: no sé si Alberto tenía loro. Al fin, aquel excompañero tenido poco menos que por inútil ha dado señales de vida luego de tres años. Envió fotos, como diciendo “miren el idiota dónde está ahora, mejor que ustedes”, piensa. Víctor cierra el mensaje y apaga la máquina ¿Por qué esas fotos lo exasperan y no se alegra por aquel que al fin consiguió lo que se proponía? ¿No será él el equivocado, el dueño del cristal deforme con el que mira y los otros los acertados? Sin querer, harto por demás, de nuevo en el fondo del pozo. Y lo peor: sin poder enjuagarse a Mariano de sus neuronas que ahí viene de vuelta de una festichola sabatina, (conociéndolo como lo conoce debe haber ido a una boite para coreanos en la Ciudad Vieja) los ojos rojos por la trasnochada, gesto cansado pero lleno de alegría en cada poro luego de haber bailado y conversado y bebido y vaya a saberse qué más, pleno como las caricaturas de los folletos de educación por correo, “¡usted es dueño de su futuro, no lo desperdicie!”; en tanto, Víctor ator-
nillado al territorio delimitado por su apartamento, preso sin rejas, un gran bebedor de rutinas, tanto que suele emborracharse de hastío. Al día siguiente. Mariano, habiendo desistido de comentar el partido de Uruguay con Víctor, porque le conoce las opiniones de sobra, cambia de tema y pregunta: –¿Recibiste el mail de Alberto? –Sí. Víctor digita y digita. –¡Qué bien lo está pasando! -lanza Mariano, en tanto mira por la ventana hacia la calle apresurada, otorgando espacio para la intervención del otro. –Puede ser. –¿Cómo que “puede ser”? Alberto la está haciendo toda y eso que no tenía estudio ninguno, pero claro, se da maña para lo que sea. Y vos solo decís “puede ser”. Mariano vuelve al trabajo construyendo sin querer un silencio tenso como cuerda de guitarra: El Gerente pasó para el fondo, saludándolos a la carrera. Habiéndose asegurado que ya no puede advertir su diálogo, prosigue: –Imaginate. Con mi estudio de marketing terminado viviendo en Nueva Jersey con toda la colonia. Un día vas a recibir una sorpresa cuando te mande fotos desde allá arriba. El viejo tema: los osados reclaman el mundo. Víctor, desconfiado como ha conocido pocos este narrador, no cree que aquel dicho de “una imagen vale por mil palabras” sea aplicable a este caso. No le cabe duda que Mariano sea capaz de posar al lado de una Grand Cherokee, o armar muñequitos de nieve con la bandera norteamericana. Sus estudios de marketing probablemente lo hayan dotado de esas habilidades que aparentemente todos suelen demostrar una vez fuera del país apenas tienen un peso en el bolsillo. Tampoco duda que Mariano pueda llegar a ser tan inexpresivo como Alberto, cuyas fotos opacas impiden entrever lo que pensaba en el momento sublime de las instantáneas enviadas por correo electrónico, qué cruzaba por su cabeza cuando armaba el muñeco de nieve, un grandulón haciendo esas niñerías, ponele el flash que si no se ve la naricita roja que tiene; o cuando se apoyaba en el Grand Cherokee, aguantá, no la saques todavía que estoy desarreglado capaz que creen que la camioneta no es mía. Ellas parecen un sujeto sin sustantivo ni verbo ni predicado, para mencionarlo gramaticalmente; muestran pero no explican, lo que Alberto sentía o no, lo que había dejado de soñar o no, lo que extrañaba o no, lo que se sufría o no, cuánto había pagado por aquel supuesto progreso o no. –No se puede hablar contigo. Siempre el mismo pesimista. Acordate: Un día de estos, cuando hagan el inventario, te van a contar a vos también como un mueble más -susurra Mariano, intentando que sus palabras repten por el escritorio hasta Víctor sin que El Gerente los oiga, que ya volvió de las oficinas del fondo, a punto de entrar en la de ellos. –Hola. ¿Cómo anda todo? –Bárbaro. –Tengo un trabajito para vos. A continuación, ocurre lo que ustedes, lectores, esperan: Víctor figuradamente desaparece de su sitio, merced a otro rapto místico: Se ve a sí mismo, atravesados los dorsos de sus pies y manos al piso y al escritorio respectivamente por unos largos bulones, Cristo posmoderno. Y anclado por siempre a su sitio, como estatua de parque consciente, soporta el conteo de los inventarios anuales... “una silla ergonómica, una computadora (para colmo año tras año cambia de modelo), un empleado marca Víctor (curiosamente jamás es actualizado), un perchero de caño, etcétera, etcétera...”
–Víctor, Víctoooor... –¿Eh? –Prestame atención cuando te hablo. –¿Qué? Los bulones se esfumaron, no hay marcas en la piel, los zapatos enteros sin los probables agujeros que tan terribles hierros podrían dejar. –¿Sabés lo que me pidió? Una estadística de los desperdicios de fábrica separada por máquina y fecha de los últimos doce meses. El Gerente ya se retiró a su oficina y dejó otra vez a un Mariano furioso que, en este preciso momento, hace una señal obscena en homenaje a su superior. El último día que relataré bien puede ser otro jueves. Ahí está Víctor. Ocho y media de la mañana. La espalda en un perfecto arco que le agacha la cabeza con deliciosa armonía labrado por las horas de sillón. Camisa remangada hasta el codo evitando el roce de la mesa, pelos revueltos porque no usa gel, no olvidemos que es Mariano el nacido para andar con los cabellos prolijos y no él. Víctor deja la lapicera a un lado, rompiendo el cadencioso tildado de un listado. Abre el cajón y saca los walkmans. Obviamente hoy temprano han limpiado los cristales y el ruido es insoportable. Se calza los auriculares. A pesar de ello, Mariano, empecinadamente frente a él cada tanto le habla y entonces ni maravilla electrónica ni búnker en el mundo pueden impedir la comunicación entre ambos. Todo el día seguirán sosteniendo diálogos parecidos a choques de trenes. Opiniones que no dejan de tener una característica en común: ambos son dignos, vehementes, en la defensa de sus posturas. Se perderán en discusiones bizantinas sin más fin que empujar las agujas del reloj, soportándose mutuamente, lo único que las personas hacen cuando trabajan a disgusto juntas durante diez horas. ¿De qué más hablan esos falsos sordos? No lo sé a pesar de mi omnisciencia. Convengamos en que tal aparatejo colocado al oído de Víctor dificulta una correcta comunicación con el exterior. Aquello es propiedad exclusiva de dos, un feudo resguardado del resto de la planta industrial o de los otros compañeros ubicados en las oficinas adyacentes. Nadie puede adivinar cuándo hablan, se cuidan mucho de que los descubran; así que considérense dichosos de lo que les he contado. Les digo más: en estos años, tanto El Gerente como el resto de los administrativos han tenido por seguro que en ese sucucho ominoso solo hay una persona siempre atareada llamada Víctor Díaz.
La espera La espera es vacío que el tiempo reproduce y fertiliza incesante a cada momento transcurrido sin novedad. Camina ansiosa sobre el cuerpo, con ritmo de corazón agitado. Vacía de cosas y llena de consecuencias todavía no liberadas, absorbe, confunde, echa por tierra las conjeturas. Nos revuelca en fango incierto. Hija de una pregunta voraz, la espera es la crisálida de una respuesta, que lentamente cría alas. En esos momentos, su capullo es una piedra hermética que la saliva de la ansiedad no erosiona, los ojos no pueden entrever ni las teorías más osadas suponer lo que su superficie oculta. Tiempo inútil y perdido entrelazado en dedos que tamborilean una mesa, impacientes, esperando la hora que debe ser. A caballo de dos instantes, entre los ijares de la interrogante y la montura de la respuesta, la espera se hace fuerte en los nervios crispados, en el sudor frío de la espalda. La espera es atemporal. Puede estar blandiendo un hacha detrás de una puerta cerrada, o pudo haber sido la voluntad que movía el pulgar del César, o la lengua en la boca de un Jesús arrodillado en el huerto de Getsemaní. Su lenguaje es el silencio que se prolonga cuando la incógnita se devela. Sustancia llena de pensamientos, adjetivo sin sujeto, la espera nos estrella contra una pared cuando la revelación aparece.
La memoria sutil Tarde radiante de enero. Estábamos sentados en un banco de Plaza de la Bandera. –Llamá al heladero -me dijo, fijando su vista en un hombre ya mayor, capaz jubilado, delgado, canoso, de bigotes densos y cara enjuta. Se parecía a cualquier persona de su edad. Le hice una seña y vino hacia nosotros. –Sabor chocolate -dijo el heladero, antes que mi amiga o yo atináramos a abrir la boca. Ana se extrañó. Evidentemente era el sabor que quería. –No se sorprendan -agregó-. Existe una afinidad especial entre el chocolate y el deseo de las mujeres. Esto se debe al estímulo placentero que producen las sustancias presentes en el cacao. Del cercano Bulevar Artigas provino un imponente ruido a frenada. Un auto casi choca de atrás a otro. Enseguida se sintieron gritos e insultos y dos hombres se tomaron a trompadas en medio de la calle. –La adrenalina que nubla el pensamiento, la descarga de emociones reprimidas en situaciones violentas -comentó el heladero- nos ayudan a cuidar nuestro territorio, aunque más no sea un auto... Hizo una pausa. Ana y yo quedamos mudos. ¿Quién era ese tipo tan raro? Miró fijamente a un muchacho vestido con el uniforme a rayas de Mc Donald´s. Permanecía tirado al sol sobre un banco. –Observen a esa persona de enfrente -continuó. Lo miramos como alumnos ingenuos ante un maestro sabio. Trabaja horas encerrado entre cuatro paredes. Luego, probablemente estudia. No tiene tiempo para asolearse. ¿Por qué creen ustedes que dedica esta media hora a dicha actividad? Luego de largos y crudos inviernos sin ver el sol, en un clima muy riguroso, hace diez mil años, los hombres primitivos salían a festejar la llegada de los días cálidos de la primavera y el verano. Este muchacho que vive sirviendo hamburguesas está repitiendo esa costumbre milenaria, y no hace más que responder a la necesidad psicofísica de recibir rayos solares. –¿Y cómo lo sabe? -preguntó ella, siempre curiosa de averiguar los “por qué”. –Con solo presenciar una situación, ya experimento las sensaciones que esas personas viven. De forma tal que, por ejemplo, cuando hay una riña, siento la agresividad, el rencor, el odio, o el placer que proyectan, y lo puedo explicar. Un don, que le dicen... –¿No habrá estudiado estas cosas y nos estará mintiendo? -opinó Ana. El interrogado negó con la cabeza. –No. La percepción e interpretación de esos hechos me surge espontáneamente. Sobraba en la conversación. Por tanto opté por transformarme en espectador. Ana y el heladero se derivaron en teorías extravagantes. Por ejemplo que él podía captar el aura de las personas (algo similar a una cámara Kirlian viviente) y gracias a un
extraño sexto sentido interpretar los hechos antes citados. Yo rogaba para que se callaran. Así podría comprar el bendito helado. Caminando hacia la parada, cuando parecía concluido el episodio del heladero sabio, Ana retomó el tema y me expuso su enésima teoría. Me dijo si en realidad aquel hombre no tendría una especie de sentido instintivo como el de los perros, capaces de adivinar los estados de ánimo de sus amos. Me daba cuenta que una tarde de verano espléndida se perdía irremediablemente en discusiones sumamente elaboradas. No quise ser menos y entonces, mientras esperábamos parados en un semáforo, aventuré: –Se me ocurre algo. –Dime. –Lo que explicaba tan claramente eran cosas ancestrales y primitivas. Todos las traemos en los genes desde tiempos inmemoriales. Estamos constituidos por las vivencias de miles de generaciones que aún corren por nuestras venas. Así, el placer del sol en nuestra cara es el mismo que sentía el hombre del Neanderthal. El problema radica en que no las podemos explicar. Pero, ¿qué tal si el heladero tenía la cualidad de interpretar esas, digamos, vivencias comunes? ¿Y si en cada generación de humanos, un solo individuo fuese el depositario, el encargado de guardar sus significados y transmitírselos a otros? Hoy es el heladero de la Plaza de la Bandera; en la próxima generación, un campesino chino. Quizás la naturaleza, aparte de la ley de conservación de las especies, posee otra más invisible: la que mantiene nuestro instinto vivo, la que no se aprende en los libros... terminé con grandilocuencia. Ana me miró. Sonriendo me dijo: –¿Por qué se te ocurren estas cosas tan extrañas?
La moneda Andrés me había llamado al trabajo preguntándome si tendría el resto del día libre. –Y vos, ¿cómo estás? ¡Meses sin vernos! Un silencio prolongado me dijo todo lo que quería saber. Por décima vez había terminado su relación con Sandra. Cortó prometiéndome una visita por la tarde. Ese sábado de invierno, cargado de hastío y nubarrones, lo diluimos en intimidades y pocillos de café. Como tantas veces a lo largo de quince años de franca amistad. Tras el ventanal de casa, Andrés recorría la lengua de agua que formaba la bahía y los grises monstruos de setenta y cuatro apartamentos alzados en las cercanías. Nada nuevo en nuestra conversación. Como siempre, él hablaba y yo le prestaba mis oídos. Desde adolescentes mi presencia ha sido para él un bálsamo reconfortante luego de una batalla. Andrés jamás tuvo un peso. Había deambulado por los trabajos más disímiles, desde vendedor de seguros médicos hasta sereno de una obra. Y cuando parecía que una oportunidad estaba a su alcance, algo salía mal. Terminaba en el fondo de un pozo del que demoraba tiempo en salir. Había conocido a Sandra hacía seis años y, desde entonces, fue un subibaja constante. Peleas que duraban meses en olvidarse, reencuentros apasionados y sexo apurado arriba de la mesa en su apartamento. Demoré una hora en hacer un comentario porque se pasó hablando de ella. Para levantarle el ánimo le conversé sobre mi nuevo trabajo y las posibilidades de progreso que se abrían. –Me alegro por vos -dijo. Pero se dio cuenta del tono empleado porque enseguida agregó, palmeándome el hombro- en serio, me alegro. –¡Ah! Y no te dije que el fin de semana pasado fui con Ana a una estancia turística. La pasamos bárbaro. No sabés las cosas que podés hacer... El monolito de su rostro no me contestó. Comprendí la inutilidad de mis palabras. Solo atiné a servirle más café. Lo acompañé hasta la parada y me despedí de él. –Andá con cuidado, hermano. Sabés cuánto te aprecio -hablé estrechándole la mano con firmeza.- no dejés de llamarme si precisás algo. Cuando Ana llegó del trabajo, le conté sobre Andrés. –Ya te lo dije varias veces. Son como dos caras de la misma moneda. Intenta hacer cosas y no logra nada. Vos hacés lo mismo que él y te va bárbaro. Posteriormente pensé en lo dicho por ella. Cuando a Andrés lo echaron de su primer trabajo, me ascendieron en el mío. El mismo día que se peleó por primera vez con Sandra, yo fijé fecha para el casamiento con Ana. Al nacer nuestro primer hijo, mientras Andrés iba rumbo al hospital a vernos, casi lo atropella un auto; por suerte solo salió un poco magullado. Pero la frase “dos caras de la misma moneda” me resultaba un lugar común. Tantos pensadores lo habían dicho que su originalidad y sentido se había perdido. Cuatro meses después volvimos a hablar.
Estaba feliz. Comentó que había empezado una nueva vida. Laura se llamaba. Inteligente y atractiva fueron sus únicos datos porque estaba apurado, se iba de viaje a Brasil con ella. La buena nueva me alegró. Sin embargo todo se me derrumbó cuando la Interpol estuvo por casa haciendo averiguaciones. La tal Laura era traficante. Cuarenta y ocho horas atrás los habían atrapado en un casino de San Pablo. Para colmo, momentos antes Andrés había perdido hasta el último peso en el punto y banca. –Quédese tranquilo, su amigo es inocente. Luego de todos los trámites volverá a Montevideo. Las palabras del agente me calmaron. Pero al otro día surtieron el efecto contrario; precisamente cuando Ana llegó a casa saltando de alegría. Habíamos jugado al cinco de oro y, por la certeza que me invade, en el mismo momento en que detenían a Andrés en el casino de San Pablo. Traté de explicarle la razón de mi tristeza. Pero no escuchaba; me abrazaba y besaba fuera de sí. –¡Un millón! -exclamaba- ¡Embocamos todos los números! ¿Te das cuenta? -me decía, llorando de alegría. Yo también empecé a llorar.
La naturaleza de los ojos La naturaleza de los ojos reside en dos cuencas que guardan los círculos concéntricos de iris y pupilas. Tienen la forma de un estanque donde el agua quieta deja ondas concéntricas cuando una piedra la golpea. Los ojos cortan recto y limpio en dos mitades al universo. Una, el universo párpados adentro: cerrados, contienen un espacio profundo cuya materia es el alma y el sueño. La otra, el universo párpados afuera: abiertos, ven la materia del mundo entrando a raudales, sintiendo la dureza del diamante, la ternura de una piel. A través de ellos se desliza el sueño cotidiano, ojos descansados luego de una larga noche. Pero también se desliza el otro sueño, ojos cargados de años cansados esperando la muerte. La naturaleza de los ojos desafía al conocimiento. Los números secos no pueden contar las lágrimas caídas o registrar la cantidad de belleza o dolor vivido. Veloz, el deseo los enciende en brasas quemantes. Furtivo, el dolor los entorna oscuros, llorando. Son custodios de una llama incierta que entre sus límites puede vivir enloquecida de placer o permanecer quieta, temerosa, en el centro de la pupila, o hundirse y desaparecer de la superficie opacando su brillo matándolos con su ausencia. Por allí, la naturaleza de otros ojos entra en nosotros como una piedra arrojada a un estanque de agua quieta. Entonces todo se estremece.
La naturaleza del recuerdo El recuerdo es un trozo de iceberg desprendido del presente. Silencioso, glacial, se acumula sobre la piel capa tras capa. Su naturaleza corrosiva arruga la materia o piel que toca. El recuerdo necesita pertenecer a alguien. Por ello, siempre aguarda, flota indeterminado sobre el vientre de una madre a punto de parir. Cuando nazca el niño, se hará carne en él y nunca más lo abandonará. Dejará de ser una sustancia informe, tendrá sangre y venas, garfios con los que asirse a los músculos. Crecerá lento, pegado al hueso y pronto, cuando existan más años vividos que por vivir, lo dominará. El recuerdo se compara con agua inquieta, posee sed de todas las cosas, arrastra y erosiona años enteros, pedazos del universo presente, escurriéndolos entre los dedos con rapidez de cascada furiosa abandonándolos a orillas de la memoria. Y cuando tratamos de asirlo, hundiendo las manos en sus dominios para sacarlo de adentro y tirarlo lejos, el recuerdo nos patea fuerte en la cabeza con la punta de su zapato. Entonces reaccionamos y generalmente lloramos por las cosas perdidas. El recuerdo segrega una sustancia invisible pero cierta. Impregna los sentidos, a veces adormece y paraliza. Caleidoscopio de imágenes inexistentes ya vividas. Criatura de naturaleza caprichosa, indómita. Puede invertir ecuaciones ya escritas: alegrías pasadas pueden ser angustias presentes, sufrimientos anteriores que se proyectan hoy en forma de risa. El recuerdo posee ojos en la nuca y vigila celoso, esclavista. A veces confundimos sus ojos con los nuestros.
La otra espada Este, creo, es el último cuento que te escribo, y te lo dedico, con todo lo que soy. Hace dos semanas, cuando aún podía caminar, fui a la biblioteca a buscar material sobre el olvidado rey Zoer I de Tracia. La funcionaria me miró sorprendida. –En treinta años que llevo de trabajo aquí, nadie ha pedido nada sobre él. Ya no recuerdo dónde está -comentó. Al rato, me trajo un libraco viejo, editado en 1910. Reedición de una traducción de a su vez otra traducción de una edición perdida en el vértigo del pasado. Tenía el olor característico del olvido, es decir la humedad de los estantes nunca visitados de las bibliotecas. –Tome. Esto es lo único que hay. Había otro ejemplar pero se perdió. Ni me preocupé en buscarlo. ¿A quién le puede interesar? -me dijo desdeñosamente la funcionaria. Te preguntarás por qué fui a buscar información sobre un personaje que a nadie interesa. Fácil, el otro día soñé con él. Un hombre vestido con ropajes de rey, montado en un corcel blanco, brioso, blandiendo una espada cuyo filo lanzaba brillos cegadores. En ese momento no supe quién era. Probablemente fuera uno más de los tantos sueños febriles que tengo últimamente por culpa de mi enfermedad. Días después, hojeando un diccionario, encontré por azar un grabado antiguo: allí se representaba a un hombre montado en un corcel blanco, brioso, blandiendo una espada cuyo filo lanzaba brillos cegadores. El pie del grabado rezaba: “Victoria de Zoer I rey de Tracia, frente a los cemirios. Tumba funeraria del rey Zoer I.” En la mesa de la biblioteca empecé a leer su historia: Luego de una sucesión de hechos dudosos, fue coronado Zoer I como rey de Tracia, a la temprana edad de 15 años. Tuvo que luchar contra las eminencias grises de la época desde muy joven, para ganarse el respeto de todos. Al poco tiempo de estar en el poder enfrentó la primera insurrección pasando bajo la espada a doscientos hombres. Eso, según él, lo perpetuaría en la memoria de los deudos de aquellos ajusticiados. Un tiempo más tarde se casó con su propia hermana. Deseaba por todos los medios iniciar una dinastía. Lo consiguió. Su descendencia, gracias a sucesivas uniones más o menos endogámicas, perduró por más de seiscientos años en el trono. Fuera de su matrimonio, tuvo decenas de hijos con sus cortesanas. Redactó sus memorias, que un amanuense escribió sobre tablillas de arcilla, precisamente las que, en forma de libro, fui a buscar a la biblioteca. Como todo rey, en vida mandó a construir su tumba. Desmesurada para su tiempo, llevó sesenta años culminarla. Cronistas griegos dicen que fue durante siglos la construcción de piedra más alta del mundo conocido. Allí, los artistas realizaron un fresco que aparece en la enciclopedia. Cuando la mano de obra destinada al sepulcro escaseaba entre sus súbditos, no dudó en emprender guerras contra sus vecinos. Así, al tiempo que conseguía esclavos, expandía sus territorios sin cesar. En cuanto reino conquistó mandó erigir monumentos a sus victorias y obligó a que los poetas locales cantaran dichas hazañas.
Te pregunto: ¿era un rey cruel? Muchos dirán que sí. En cambio yo lo veo como un pobre hombre deseoso de no ser olvidado. Y lo entiendo porque me pasa lo mismo. Gracias a los monumentos que resisten al olvido de la carne, de la palabra de los poetas que se graba a fuego en el imaginario colectivo y de la numerosa descendencia, logró su objetivo: permaneció vivo en el recuerdo de muchos, más allá de su muerte, a través de las generaciones. Pero de aquello nada queda. Ni siquiera su tumba sobrevivió a la espada. La invasión seis siglos después de oscuros guerreros llegados del otro lado del mar, hablantes de un rústico idioma, que no entendían nada de reyes poderosos y memorias eternas, no dejó piedra sobre piedra. Sacaron su cuerpo momificado fuera del sepulcro y lo despedazaron en busca de las joyas con las que se solían ataviarse los cuerpos de los difuntos. Exterminaron a los habitantes de la antigua Tracia sin miramientos. Hicieron que los poetas locales cantaran sus hazañas y olvidaran las de Zoer. Pasé sombríos días pensando en su destino, en la inutilidad de su pretensión de perdurar después de la muerte. A sangre y espada construyó su memoria y a sangre y espada casi es destruída. Digo “casi” porque a Zoer todavía le falta morir de esa otra muerte más atroz. Y ahora, al tener tiempo para reflexionar sin otra cosa que hacer que estar tendido en mi cama, pienso en lo único que ha sobrevivido curiosamente o casualmente: el texto escrito por su amanuense. Allí está Zoer resistiendo en cada página, deseando ser recordado por algún desprevenido que lo lea. Pero temo que poco más durará. Pronto será comida de ratas y terminará despedazado en un lejano estante de la biblioteca. Del mismo modo que la bibliotecaria, nadie en breve se acordará de él. Ni siquiera yo... Querida, existe otra espada que no se forja en una fragua, no se afila en el canto de una piedra, ni la detentan los guerreros. En un sentido más extenso, obra de una forma peor que las de acero: hace que los vivos nos olviden sin remedio. Le temo a la espada del olvido. Mientras al árbol que planté hace doce años en el frente de casa (¿te acordás?) alguien lo vea y me recuerde como quien lo plantó, mientras los demás sigan viendo en los ojos de nuestro hijo mi reflejo, mientras estas palabras sigan siendo leídas o escuchadas por alguien y te pregunten quién las construyó, mientras me tengas en tu memoria de alguna cena compartida o de una noche memorable, estaré evitando el golpe de gracia de aquella otra espada. Como aquel rey, los muertos se nos aparecen en sueños. Un día volveré a ti en sueños, gritándote hasta la afonía. Te pediré, en medio de la noche, que te levantes y revuelvas en la biblioteca que fue de ambos, buscando uno de mis libros, y leas uno de mis cuentos, quizás este. O entonces sacarás del cajón alguna desteñida foto mía cada vez que vengas cansada del trabajo y la contemplarás por unos minutos en medio de nuestra casa vacía. No te entristezcas. Que tus ojos no se ablanden. No te asustes. Solo quiero que no me olvides. Sabrás muy dentro tuyo que seguiré vivo mientras me recuerdes. Extrañamente, hace dos semanas salvé a un antiguo rey de morir a manos de una espada. Mañana tú me salvarás a mí.
La persistencia del olvido 1. Sin desayunar ni lavarme los dientes, enfrento los libros y apuntes con la mente limpia recién nacida de la noche. La fecha del examen final es un monolito señalado con lapicera roja en mi agenda y debo aprovechar cada tregua que conceden los apretados horarios. Me sumerjo en el cuaderno. Por costumbre releo las dos últimas páginas en las que me quedé para tomar coraje. Pero nada recuerdo de lo estudiado el día anterior y me lleva toda la mañana recuperar lo que sabía. En la Facultad, antes de comenzar con la clase matutina de Derecho Tributario, comento con Germán lo de mi temporal olvido. –Suele pasar con los exámenes difíciles -dice. Palmea mi espalda fraternalmente.Todavía queda tiempo, vos tranquilo. Hacia el mediodía, como siempre hacemos al final de cada clase, vamos a un bar para borrar el sabor rancio de las horas de cátedra. Él revuelve en el pocillo para disolver los cuatro terrones de azúcar que acaba de hundir en el café. Cree firmemente que el dulce en exceso ayuda al trabajo intelectual; un gramo de más o de menos puede hacer la diferencia entre salvar un examen o rendir todo un semestre de nuevo. –¿Y?, ¿no me vas a felicitar? -pregunta Germán. –¿Por qué? –Dejáte de joder... ¡Hoy es mi cumpleaños! –¡Uy, perdonáme! Se me escapó por completo. Nunca olvido los cumpleaños y menos el tuyo. Me levanto y, mesa por medio, le estrecho la mano con fuerza. Germán sonríe un poco sorprendido. –Bueno, no es para que te disculpes así. El próximo viernes lo festejo en casa con un asado entre amigos. Por supuesto que estás invitado. –¿Te llamaron para saludarte de allá...? -le digo. –Sí, claro, este fin de semana me voy para afuera. Se produce un silencio largo que Germán aprovecha. –¿Qué te pasa? Entorna los ojos, como si pudiera penetrar en mi mente. –No, nada. Hago lo posible para ocultar mi desazón. No me animo a decirle a aquel amigo de años que no recuerdo el nombre de la ciudad del interior donde él había nacido. De pasada, Germán me acerca en el auto hasta mi casa. Él conduce y yo me pierdo observando los carteles de los negocios del barrio, las fachadas cada una con su particular toque de belleza o de ruina, los niños hacia la escuela, los jubilados barriendo la vereda. En cierto momento inexacto y oscuro ya no logro reconocer los lugares y personas que desfilan a través del parabrisas. Pruebo con el nombre de la calle que transitamos o con el rostro del
almacenero de la esquina y nada surge naturalmente. La concentración debe ser absoluta para reflotar esos detalles nimios, supuestamente tan anclados a la memoria cotidiana. Germán se detiene en un cruce y enciende las balizas. –¿Derecha o izquierda? Me cuesta decidir el rumbo. –Izquierda -indico con la mayor naturalidad posible, más por instinto que por conocimiento cabal. Germán reconoce el lugar y se detiene frente a unos apartamentos antiguos de propiedad horizontal con balconcitos de rejas oxidadas. –Chau, hasta mañana -se despide con prisa porque lo esperan con una torta de cumpleaños en otro lado. El auto dobla perdiéndose en la primera esquina. Me quedo estático frente al portón de acceso y a la hilera de diez nombres estampados en el portero eléctrico. Sí, vivo aquí. Pero me debo contentar con ese dato. No guardo recuerdos de las otras veces que supuestamente he estado en este lugar. Revuelvo en el bolsillo descosido del saco. Por suerte en él tengo tres llaves y con facilidad encuentro la correspondiente al portón de entrada. Automáticamente me dirijo hacia uno de los apartamentos. A falta de memoria, confío en ese impulso que se parece mucho a un instinto. Entro y me topo con una mujer mayor. Sorpresa mutua. Al verme, queda tiesa. Observa atentamente. Y entonces, con el tono de quien retoma el hilo de una conversación truncada, pregunta cómo me fue en la Facultad. –Bien, como siempre, cansado -contesto. Me conoce, pero estoy aturdido y su cara no invoca en mí imagen alguna. Sesenta años largos, de cabellos cortos y sin maquillaje. Usa un delantal con motivos frutales, que hace más voluminoso su cuerpo. Cocina en una olla, el ambiente impregnado con un fuerte olor a guiso. –¿Mañana querés llevar algo de comer? -curiosea. Advierte que más vale estudiar con la barriga llena y se ofrece a preparar una tarta de manzanas. Según ella me encantan. Unos minutos después almuerzo un plato de sopa de lentejas preparado por la mujer. –La hice bien espesa, como te gusta -y me da un beso en la mejilla. Voy a la cama dejando los utensilios vacíos y sucios en la pileta. A mis espaldas, desde la cocina, oigo protestar a la mujer diciéndome que jamás cambiaré y que nunca lavaré las cosas que uso. Apenas tiro el pantalón sobre la silla me derrumbo sobre el acolchado. No atino a abrir las cobijas, tan confundido me encuentro. ¿Quién soy? Y en ese instante descubro que no sé mi nombre. A la distancia ella me pregunta si pasa algo, por qué estoy actuando de forma rara y que es muy temprano para dormir la siesta. Pobre, no sé si oye pero le contesto cosas que mi memoria escurre, incapaz de retener los acontecimientos que suceden alrededor mientras me voy desgajando en fragmentos confusos hacia el sueño profundo.
2. Lámparas, espejos, llaveros, floreros, mantas, tenedores, han dejado de ser mojones en mi memoria, no me lanzan hacia un pasado cierto y preciso. La mujer pone el dorso de su mano en mi frente para adivinar si tengo fiebre y vuelve a machacar: si me siento bien y por qué la trato de usted y no de “abuela”. En la cédula hay un nombre que si no estuviera junto a mi fotografía podría ser el de cualquier persona. “Mario González” no dice nada, no dispara la suma de hechos más importantes que jalonan la vida de cualquier persona: el debut sexual, la alegría más grande, la mayor decepción... Busco fotografías guardadas, medallas archivadas o retratos colgados, pero las paredes rosadas, cajones y estantes, respiran pobreza. –¿No vas a trabajar? –Tengo mucho que estudiar -me justifico- el examen final es en dos semanas, claro si se levanta el paro. ¿Te dije que los funcionarios están en conflicto? De ese modo puedo extender la huelga todo el tiempo que precise hasta volver a la normalidad. No quiero que se preocupe por mi salud y, por lo que veo, seguramente no habría dinero para pagar una consulta al médico. Sostenido por un imán pegado a la heladera, debajo de un pequeño almanaque del supergás, hallo el número del trabajo. El contestador avisa que la firma no funciona por licencia médica de su personal. Lo que me ahorra el esfuerzo de recomponer ese aspecto de mi vida que el olvido se ha encargado de ocultar tan prolijamente. No guardo una sola imagen de los compañeros de trabajo, ni la cara de algún jefe... Al abrir el cuaderno de apuntes, confirmo lo que íntimamente sospechaba: el actual semestre había sido inútilmente empleado en memorizar artículos de leyes y decretos, porque a cada renglón me topo con temas nuevos supuestamente aprendidos hasta la última coma. A las once de la mañana, enredado en esquemas sobre “los ingresos del Estado”, oigo el teléfono. La mujer de Germán quiere hablar conmigo. –¿Cómo andás...? -me adelanto para evitar decir su nombre, de hecho olvidado. Me consulta si el día anterior le había ocurrido algo a Germán. Luego de dejarme, él había estado dando vueltas por media ciudad. Llegó a la casa a las tres de la madrugada, casi sin nafta y por casualidad. Ella lo estaba esperando sola desde la tarde con una torta de cumpleaños. Cuando llegó, Germán preguntó para quién era. Hoy por la mañana pretendió encender el auto para ir a trabajar y no sabía cómo hacerlo. Por estas horas apenas recuerda su nombre. Una repentina crisis de ausencia, según el dictamen del doctor. Al colgar, una tonta sensación de alivio me invade. Por lo menos no soy el único que carga con ese problema. Obviamente me encuentro en mejor situación que Germán, al que -según su mujer- el médico había sedado para detener el ataque de pánico ocasionado por haberse olvidado de todo. Yo, en cambio, acostumbro gastar pocas energías en expresar mis enojos y frustraciones, máxime cuando la solución está lejos de mi alcance.
3. Mi estómago vacío es más fuerte que “la aplicabilidad de la ley fuera del territorio nacional”. Hora de comer. Mi abuela pone el informativo del mediodía en el televisor. Como si el borbollón de novedades acelerara en algo la digestión del guiso carrero. –Vamos a ver si dicen algo de tu Facultad -habla cándidamente. Transcurre el bloque de noticias nacionales sin que el conductor mencione siquiera la palabra “Facultad” o “paro”. –En el capítulo internacional, presten atención a lo ocurrido en un hospital de Bogotá: un cirujano que efectuaba un transplante de riñón, justo en medio de la operación, comenzó a preguntar dónde estaba. Tuvo que ser suplantado por otro, quien culminó con éxito la intervención. Hasta el momento permanece en observación, no sabe nada sobre su profesión, ni siquiera lo que es un fórceps. –¡Fijate vos!, el mundo da para todo, Mario. –El nombre “Mario” se abre paso en mi cabeza y esa palabra tan ajena, tan ínfima insiste en arrancarme cosas, como lo haría un tumultuoso ejército conquistador a través de la selva hachando árboles y desmalezando senderos, ávido de encontrar tesoros ocultos. Todo inútil: mis recuerdos huyen a la misma velocidad con la que son buscados. Poseen su propia lógica: no se dejan atrapar, enjabonados, aceitosos, encerados por una increíble sustancia.
4. A diferencia de las demás reparticiones públicas que casi han colapsado, la Facultad no suspendió los cursos. Es un organismo antiguo, diseñado para resistir todo cambio y muestra una porfía similar a la de un escarabajo frente a las radiaciones. Así, la fecha del examen avanza a mi encuentro ajena a mis tormentas personales, e intento progresar en el estudio. La abuela parece valorar mucho mi concentración. Intenta hacer el menor ruido posible. Busco refugio en los libros y a veces simulo estar concentrado para evitar hablarle. Algún comentario que evoque tiempos pasados puede hacerla dudar de mi salud. Sin embargo, a la vuelta de sus mandados, interrumpo a “el estado como sujeto de obligaciones tributarias” para escucharla: –Ya no se puede andar tranquila -habla con expresión de matrona experiente-; se me acercó un tipo alto. Pensé que era un ladrón y apreté el monedero abajo del brazo. Pero el pobre estaba perdido. Me preguntó si sabía qué estaba haciendo él ahí, que por favor no lo dejara solo. Suerte que el quinielero lo conocía. Por primera vez reparo en la luz del sol que entra con prepotencia y dibuja en el suelo la forma rectangular de la claraboya que da al patio interior de los apartamentos. –La tarde está preciosa –agrega, parada en el umbral de la puerta de mi cuarto, una mano apoyada en el picaporte y la otra ocupada con un repasador.- ¿Por qué no salís a dar un paseo? Así aprovecho a limpiar un poco este relajo. –Tenés razón. Parece haber adivinado mis pensamientos. Recojo libros y apuntes de arriba de la cama y los apilo sobre la cómoda.
5. Afuera el invierno ha pactado una tregua y no hace mucho frío. Paso frente al almacén donde atiende un hombre con cara picada de viruela. Debo de haber venido un millón de veces a comprar alguna cosa, pero no poseo ni un grano de aquel supuesto pasado. El almacenero, de brazos cruzados sobre el mostrador, me ve entrar sin cambiar su expresión. –¿Sí?, ¿qué va a llevar? –¡Hola!, quiero dos barras de chocolate con almendras. Me trata de “usted”; ni siquiera me saludó. ¿Habrá olvidado que la gente por lo menos se dice “hola” o “buenas tardes” cuando se encuentra con alguien luego de un tiempo sin verse? –¿Otra cosa? –Nada más. ¿Cuánto es? Sobre un pedazo de diario en una esquina sin impresión saca cuentas. Traza palos y cuadrados, como los que se estilan en las anotaciones de truco. –Quince pesos -dice, al terminar el trabajoso cálculo- discúlpame la demora -añade con sonrisa torpe. El almacenero se fastidia al ver que le entrego cien pesos. Nuevamente se pone a garabatear. Cuando abandono el lugar con los chocolates comprados, tengo la certeza de que de la mente del almacenero habían desaparecido los mecanismos para hacer operaciones aritméticas. La calle termina en una plaza circular con árboles y juegos infantiles. Dos personas sentadas en un banco se muestran sus respectivas cédulas. La perplejidad les frunce el entrecejo. Imagino: ambos conversaban animadamente y en determinado momento, con la velocidad propia de los cataclismos, perdieron la identidad. En el arenero, una niña, con un baldecito y una pala había armado un castillito. –¡Papá...!, ¡papá...! –repite, mirando a un hombre joven. Éste permanece estático a escasos metros de ella, oteando a su alrededor, como si recién despertara de un sueño, como si buscara en el aire una respuesta sutil y profunda. La niña vuelve a insistir, ahora grita. Él gira sobre sí, en la mano tiene una bufanda y un gorro con personajes de Cartoon, la mira brevemente pero no reacciona. Ella se incorpora, el pantaloncito sembrado de arena. Rápidamente se le acerca. Él da un respingo al sentir su manita temblorosa y la observa hoscamente. La niña explota en llanto. Desde algún lugar llega una mujer que la toma en brazos, restaña sus lágrimas y la aprieta fuerte contra su pecho. Y, enojada, le reprocha al hombre su gran descuido. En tanto él, con el terror de los que se han perdido en una ciudad ajena, continúa clavado en el lugar, paralizado. Un grupo de personas los rodea. Entre todos deciden llevarlo a una policlínica cercana. Me siento en un banco, de espaldas a un plátano desnudo. Tengo miles de datos inconexos, enormes icebergs desprendidos por una súbita variación de temperatura. Se alejan unos de otros, plácidos, llenos de inercia. Cuanto más
demore lamentando el problema, más difícil se volverá unir cada fragmento por lo que decido armar una libreta con aquellos trozos que aún puedo rescatar con mi indolente paciencia de estudiante acostumbrado a recomponer esquemas de Facultad. “Nombre: Mario González. Veinticuatro años. Vivo en la calle Arenal Grande 2926, a tres cuadras caminando en línea recta por la calle de la plaza. Gente que conozco: mi abuela: gorda, pelo corto y castaño, ojos marrones. Germán, compañero de Facultad que no sé dónde vive”, anoto en esa suerte de humilde bitácora. El problema puede retornar en cualquier momento, con igual o mayor violencia. Siento que realizo un trabajo de insectos, como aquellos que suelen marcar cierto camino para que luego todo un enjambre lo surque. Pero bastaría un vendaval, una lluvia pertinaz, una catástrofe menor, un tonto extravío de la libreta para borrar el rastro. –¡Mario! Una mujer corre hacia mí con el pelo revuelto. Luce chaqueta y falda que le recortan una silueta sugerente debajo del tapado negro. No me da tiempo a guardar la libreta ni el lápiz. Me abraza y me besa en la boca. –¡Mi amor! ¡Por fin encuentro a alguien conocido! Toma mi rostro con sus manos, estruja su mejilla helada contra la mía y siento correr sus lágrimas. Camino al trabajo se había bajado del ómnibus y de pronto olvidó adónde se dirigía. Nadie podía ayudarla ni tenía consigo su agenda. Todos le decían: “Creo que es...” o “me parece que...” o “usted sabe que no sé...”. Habla a borbotones, empujada por un miedo incubado durante aquellas horas en que había permanecido perdida, alimentado por las cosas vistas en la calle. La invito con chocolate y se devora toda la barra. No había probado bocado desde el mediodía cuando se gastó el dinero para el regreso en un paquete de garrapiñada. Cuenta que, en su errar, llegó a esperar media hora un ómnibus equivocado en una parada equivocada frente a una obra en construcción. Cuatro trabajadores reñían sobre la proporción de portland que se usa para la mezcla de los revoques. La habían olvidado, pero no daban el brazo a torcer y cada uno inventaba una cifra diferente. Se alejó del lugar mientras los cuatro la emprendían a trompadas entre ellos. –Quiero serte sincero. No te conozco -le digo- pero puedo decirte dónde estás. Ella cambia su gesto de temor y lo suplanta por un mohín piadoso y dulce. –Soy Carolina. ¿Eso sí lo sabés? –No. Tres horas cuesta remontar aquella negativa, derribar aquel “no” lapidario. Me dice que yo soy su pareja, pero que entre nosotros hay un obstáculo demasiado grande y que por eso no nos veíamos hace meses. Pero distancias y tribulaciones como estas pueden más que cercanías y perdones. Y confiesa lo que nunca me había dicho en nuestros supuestos mayores momentos de intimidad: que siempre había visto en mí a un Mario tierno, sensible y responsable. Asombrosamente tiene presente cada detalle de nuestra relación. Yo, ninguno. Enumera nuestros momentos vividos, escapadas a un hotel alejado, peleas, cumpleaños celebrados en el mayor de los secretos en los que bebimos e hicimos el amor hasta el hartazgo, regalos que nos habíamos hecho (me mostró tocándose la muñeca una pulsera repujada con cuatro dijes de plata, obsequio mío por nuestro segundo aniversario). –¿Amor, te acordás? -repite a cada momento, buscando la punta de la madeja que libere al hombre que ella había conocido.
Pero la experiencia del enamoramiento me es ajena por completo. Ni su perfume, ni su belleza, ni los acontecimientos que ella ordenó minuciosamente me erizan, ni se agolpan en la garganta anudándola. Nada de aquello está arraigado en mi carne, pronto a saltar sobre la memoria apenas oír su nombre, como creo que debe ser. ¿O acaso nuestra relación es un simulacro grosero? Me siento desnudo de conceptos, virgen de nostalgias. Carolina lo entiende, me oye hablar sobre el problema y asiente medrosamente aceptando la realidad. Probamos besarnos sin prisa, lentamente, como según ella lo hacíamos en los muros baldíos antes de cada despedida. Entre promesas de amor eterno y “no me dejes” logro levantarle la falda y adivinar su piel debajo de las medias transparentes de nylon. Me gustaría desbrozar a manotones su blusa para averiguar cuán firmes son sus senos. Pero me siento desencajado, como un actor puesto sin previa consulta en escena en una obra de teatro porque su titular ha renunciado al papel a días del estreno. Carolina me aparta con un rápido movimiento de brazos. “Me apuré”, pienso. Recorre mi físico de arriba abajo con mirada tasadora. Con voz llena de gravedad, pero que aún permite entrever un guiño de ternura, dice: –Sos igual a él, salvo que no te acordás de nada y eso me parte el alma... Me gustó haberte encontrado y prometo que si todo este lío se arregla, te llamo y nos vemos de nuevo. Además está aquel problema que no quiero mencionarte ahora porque te puede confundir. Más vale que conserves tu inocencia... Se calza la carterita en el hombro y mira en todas direcciones. La noche comienza a transformar en rígidos seres nocturnos a los inocentes juegos del parque. –Me voy, chau. Toma mi cabeza entre sus manos y me da un beso en la frente. Los ojos abarrotados de lágrimas. Como puedo le indico en qué lugar de la ciudad se encuentra. Luego se va, como una visión flotando sobre las hojas del parque, llevándose todo el deseo que había traído consigo. A la distancia veo el resplandor de su cigarrillo recién encendido cortando la oscuridad. ¿Adónde iría tan perdida, tan sola? Prometió que llamaría. Espero que para ese entonces ya recuerde cómo es el paisaje que se contempla desde su pubis o cuánta ansiedad puedo acumular mientras la aguardo bajo la marquesina de un cine o qué caricias desea con más ardor. No me resigno a la espera. Pruebo encontrar en algún rincón de mi mente su número de teléfono, pero no hay caso. ¿No sería el antiguo Mario un anárquico irresponsable nada interesado en ella (algo poco probable según lo que me había dicho) o se sabía el número tan de memoria que la agenda resultaba superflua para anotarlo? Doy unos pasos con la intención de seguirla, atajarla y preguntarle el bendito número, pero me freno al darme cuenta del problema que ella mencionaba: todavía tengo presente lo que significa un anillo de oro en el anular de una mujer.
6. De regreso, la encuentro deshojando recuerdos. Dentro de una lata cuadrada, originalmente de galletitas dinamarquesas -símbolo de pasados tiempos de bonanza familiar, según me enteraría después- se alternan decenas de imágenes en blanco y negro y otras a color. Parecen pétalos de una margarita infinita que
nunca se acaba, porque la abuela saca una tras otra, variando el tiempo que emplea en contemplar a cada una en virtud de lo que parece un arcaico sistema de recuerdos enlazados que solo ella conoce. La saludo con un beso al que intento darle el mayor afecto posible. –¿Cómo andás, m’ijo? –Bien, por suerte... Un conjunto de fotos donde las personas usan zapatos de plataforma, poleras coloridas, polleras largas y camisas con cuellos en punta, la detienen un rato. –Esa es tu madre -señala al fin a una mujer que abraza a un hombre corpulento, treinta años, de patillas largas, trabajador ferroviario para más datos.- La deben haber sacado justo después del casamiento... Inexplicablemente me vuelvo nostálgico y, sin pensar, le pregunto: –Contame un poco más. –Tu madre se casó en el ’76. Casi enseguida quedó embarazada... La abuela me enseña: un adolescente vestido con pantalones vaqueros y remera posa para la foto. –Sos vos, cuarto año de liceo, si no me equivoco. El muchachito sonríe cándidamente. El abandono de mi padre primero, la muerte de mi madre después y los siguientes años de penurias económicas se encargarían de borrarme esa alegría. Ambos, abuela y nieto, aceptaríamos los sucesivos bandazos del destino con la sumisión con que se enfrentan los desastres de los huracanes tropicales. Y me describe el largo rosario de trabajos por los que deambuló buscando mantenernos a flote, hasta que tuve edad suficiente para trabajar. Pero todo eso que para ella es tan caro a mí no me despierta sentimientos. La comprendo como mujer que ha sacado adelante a un hogar con su trabajo de limpiadora, pero para mí son datos, no más que los artículos del Código Tributario que estaba obligado a aprenderme de memoria. La acompaño hasta que las fotos se agotan y aparece el fondo de la lata. Ceno el mismo guiso del mediodía y me acuesto. Sin querer los pensamientos vuelan hacia la abuela. Curiosamente aún no sé su nombre. Pero es de gran ayuda para reconstruir las zonas mutiladas de mi vida. Me sorprende su inmunidad, la solidez con la que se desenvuelve en la ciudad amnésica y feroz. Es uno de esos seres a los que cambios, índices macroeconómicos y declives institucionales le son ajenos porque no necesita de artificios para sobrevivir. Se sostiene con las fotos de la lata, con este nieto de quien no sabe qué ni la recuerda. Como los anacoretas medievales que se refugiaban en cuevas, casi sin pertenencias para encontrar la salvación.
7. Tomo por Arenal Grande y paso junto a la tienda de Samuel. Desde el comienzo de la catástrofe Samuel poco o nada ha dormido. Según la abuela, toma estimulantes porque supone que al permanecer despierto se reducen las posibilidades de que un ataque de olvido le arranque de cuajo la memoria de todo lo que posee. Un auto particular se detiene a preguntarme si no preciso transporte. -Mirá que cobro poco.
-No, gracias. Voy hasta acá nomás. Sobre el techo del coche luce un enorme anuncio. Me hace reír la frase utilizada por el samaritano motorizado para ganar clientes “¿Está perdido? Nosotros lo llevamos a su destino”. Faltan pocas cuadras para llegar y no soporto más la noticia en mi boca: la cartelera de la Facultad decía que había salvado el examen de Derecho Tributario. Apenas pueda, llamaré a Germán para darle la noticia. Le servirá de acicate para presentarse en el próximo período ahora que la enfermedad ha remitido sensiblemente en él.
8. –Hola, m’ijo. ¿Cómo andás? Me desliza un beso, que acompaña con una leve caricia de sus manos rugosas. Las siento cansadas de la lavandina y de la limpieza de pisos ajenos tres veces por semana. –Bárbaro, ¡salvé el examen! Agarro el teléfono para llamar a Germán. Pero la ausencia de respuesta de parte de la abuela me detiene. –¿Pasa algo? Su bienvenida no es la usual. Aunque viste como siempre (ahora que reparo en ello, desde que la conozco apenas ha cambiado el color del saco de lana que usa debajo del delantal) hay una sutil variación que capto en el aire. Está inquieta. –Quiero hablar contigo. –Decime... –Mario, no soy tu abuela, soy la limpiadora... Trato de dar un orden coherente a sus palabras pero algo en mi razonamiento está trabado como reloj oxidado. –¿Cómo? –Yo era nueva, no llevaba un mes. El día que empezó el problema, cuando llegaba como siempre para trabajar, me crucé con tus padres en el corredor. Saludaron y dijeron que la puerta estaba sin llave, que pasara. Ella me explica que nunca más los vio. Salieron a la calle por un momento, pero seguramente cayeron víctimas de la amnesia colectiva. No pudieron regresar y, como tantos infortunados de los que ya no se supo nada más, pasaron a la nómina de desaparecidos. La ciudad transpira violencia, con un sesenta por ciento de su población enferma de olvido, saturada cada esquina de oportunistas y delincuentes sin el menor escrúpulo; desde rateros hasta -según se cuenta- asesinos y traficantes que medran en el descontrol. En momentos en que la limpiadora se disponía a comenzar con su tarea, se le borró toda su existencia anterior, no sabía dónde vivía, ni sabía a quién recurrir, sólo conservaba la memoria de su oficio y aquel encuentro último con mis padres. Como un fenómeno de olvido selectivo -que se parece mucho al de Carolina que solo se acordaba de mísolamente tenía presente que yo era estudiante de Derecho y trabajaba en un estudio jurídico. El resto de las cosas que en algún momento pudo haber llegado a conocer sobre la familia, en el escaso mes transcurrido como limpiadora, lo había olvidado. –Más tarde llegaste vos. Me sorprendiste -continúa el relato aquella mujer sacada de una novela imposible-; pero enseguida entendí que, como todos, estabas también perdido. Buscando crearse una nueva identidad, empezó a actuar como la abuela que se había hecho cargo de mí desde chico. Esa primera noche, aprovechando que yo dormía, quemó
los retratos, cuadros, ropas y todas las cosas que podrían confundirme, llevando a paredes, cajones y aparadores de una clase media cómoda a una austera pobreza. Solo decidió quedarse con unos pocos objetos y algunas fotos elegidas al azar sobre las que armó una nueva historia familiar. Nadie conocido o allegado podía desmentir aquel asunto porque cada uno estaba enfrascado en su propio olvido. –Perdoname... pero no encontré otra solución... Tenés toda la razón si me denunciás... –dice, bajando la cabeza, como quien espera el golpe de gracia o el dictamen de un jurado implacable. Está agitada, temerosa, a punto de un ataque de nervios.
9. El tiempo suaviza miedos y cría costumbres. Con la perspectiva de los días razono: ¿Qué hacer en una circunstancia tan absurda pero a la vez tan real? Las relaciones, en general, ¿no están forzosamente tejidas por circunstancias incontrolables como, por ejemplo, nacer en cierto lugar y no en otro, de poseer en gran medida un pasado del que jamás fuimos testigos? ¿Qué diferencia hay entre esta mentira urdida por la abuela -tan necesitada de recuerdos como yo- y la verdad, cuando el olvido entra a tallar tan dramáticamente? Puede llamarse resignación, pero algo de todo lo anterior debe ser cierto así que no trato de buscarle más explicaciones a mi decisión de no echarla a patadas, a mi resistencia a llorar las cosas que he perdido. Dos meses después, mate por medio, en ciertas tardes me pongo a mirar las fotos de la lata, junto a ella. Entonces ya no puedo evitar sentir auténtica nostalgia de aquel tiempo inventado que poco a poco se ha ido afincando en los pliegues de mi memoria. Quiero conocer algo más sobre el ferroviario abnegado que aún no ha vuelto de buscar cigarrillos, o sobre aquella madre que -según la abuela- me enseñó a leer y a escribir a los tres años. Dice que mi padre poseía una voluntad de hierro, quizás a él le debo esta terquedad propia de irracionales que llevo en la sangre. Habla de la inteligencia de mi madre, de su profesión de asistente social. También cuando de chico yo había caído con varicela y ella caminó treinta cuadras ida y vuelta hasta una farmacia de turno a buscar un medicamento porque mis padres estaban trabajando. O de las veces que, en mi época escolar, para malcriarme, me regalaba una buena barra de chocolate cada vez que cobraba la pensión y, en un suceso digno de la mejor ceremonia, me daba veinte pesos para que guardara en mi alcancía. Una abuela maravillosa.
La persistencia del otro –Alina, traeme un Martini. Ella lo escucha desde la cocina y enseguida se lo prepara. Solo, sin hielo, como le gusta. Un capricho de El Otro que Felipe ha adoptado como propio. Alina recorre los escasos metros que separan la casa del atelier. Entra sin llamar. Con el vaso en la mano observa a Felipe. La creación del hombre fluye, traza sobre la tela las singladuras de un pensamiento ajeno. Alina deja el vaso entre los tarros de pintura y los restos de pinceles gastados que, por cábala, El Otro no permite tirar a la basura. El sonido del cristal contra la mesa aparta a Felipe de su frenesí. –Ah, eras vos... –¿Qué pintás? -curiosea ella. –No sé todavía. -le contesta con la paleta en la mano abarrotada de colores.- Ya conocés cómo es El Otro... –Bueno, si precisás algo llamame. –Está bien, creo que tengo para rato. Ella se desvela a las tres de la madrugada. La luz del atelier continúa encendida. Sabe que su esposo es capaz de permanecer despierto y sin comer por largo tiempo. Una vez, El Otro se había obsesionado con un trabajo e hizo que Felipe pasara más de veinticuatro horas delante de una tela. De esa ardua jornada surgió el cuadro “Dama mirando el mar entre barcos encallados”, una de las obras más representativas del célebre maestro Felipe Domenech. Cuando estos desbordes creativos ocurren, ella lo obliga a detenerse y a probar algún bocado. La torta de coco es su favorita y lo mejor para arrancarlo del trance. Pues a El Otro también gusta de dichas exquisiteces. En camisón ella entra al atelier. El frío de julio lame paredes y objetos, satura el aire. Felipe no se ha apartado de la obra ni siquiera para encender la estufa. Agita nervioso el pincel. Por momentos se detiene y contempla. Luego estalla en bruscos movimientos. No ha reparado en la presencia de Alina. –Felipe... –¿Eh? ¿Qué hacés a esta hora? –Traje unos pedacitos de torta de coco... –¡Bueno, bueno! Ya voy. En breves minutos está masticando una porción de torta sentado en un taburete adornado por azarosos salpicones de pintura. Felipe respira aliviado. –Gracias, Alina. Lo necesitaba. -le habla entre ávidos mordiscos. –¿Y ya te dijo el nombre que le va a poner al cuadro? – “La debilidad de las formas” -contesta bostezando. Estas noches sin sueño son parte del folclore tan inusual que han formado a fuerza de costumbre y, a veces, de resignación.
Felipe se demora en cada trozo masticado, saboreando cada pequeño instante de ese recreo. Alina imagina que El Otro también disfruta. Con “La debilidad de las formas” y otras veinte obras nuevas, Felipe monta una exposición en Nueva York al año siguiente. Como suele acontecer últimamente, Alina no lo acompañó. Prefiere administrar la fortuna del pintor en la calma de la casa. Ella lo mira en “Time” o “Newsweek”, donde resulta portada obligada cada vez que visita los Estados Unidos. Entonces el famoso maestro Felipe Domenech luce radiante. Con un traje de Armani posa junto a sus creaciones en el Museo de Arte Moderno. Pero Alina comprende que las exposiciones y la pompa son meros caprichos de El Otro que en esas circunstancias se hincha de vanidad y avasalla la voluntad de Felipe. No le caben dudas que su esposo desea pasar más tiempo dedicado a otras cosas. Pero El Otro es intransigente y Alina nunca fue de su agrado aunque, al principio, treinta años atrás, cuando ella conoció aquel secreto, se toleraron amablemente. Cómo era ese otro Felipe Domenech nacido el 14 de julio de 1930 y fallecido de meningitis el 24 de setiembre de 1934. Qué hubiera sido de este Felipe Domenech nacido el 21 de junio de 1937 y que, por decisión de sus padres, cargaba con el nombre de aquel hermano infortunado que lo habitaba en sus afiebrados momentos creativos. ¿Qué prodigio, qué trama mal hecha había ocasionado que El Otro poblara la carne y los huesos de Felipe, trasformándolo en instrumento de su invisible pero real presencia? El Otro acostumbra desaparecer por días sin explicación, generalmente luego de terminar algún cuadro. Ella imagina que viaja lejos, tan lejos que ni el mismo Felipe sabe a ciencia cierta. ¿Quizás hacia un universo de ideas donde hallaba nuevos óleos que pintar? Él pasa días enteros sin escucharlo, sin sentir la tenacidad caprichosa de El Otro buscando un pincel a toda hora. Abandonado, Felipe deja resquicios para entrever su verdadera vocación y entonces lleva a su esposa a pescar en alguna playa cercana. Con mate y bizcochos de por medio, deshojan las horas conversando sobre actualidades y pasados compartidos. Porque el verdadero Felipe es sencillo y taciturno. Sin El Otro jamás habría usado un traje de Armani ni se hubiera dedicado al oficio de pintor.
De regreso de Nueva York la situación cambia. El Otro ha quedado deslumbrado por un marchand japonés que le ofreció montarle una gira internacional con toda su obra. Implica dos años enteros fuera del país. Esporádicamente Felipe y El Otro suelen conversar en voz alta dentro del atelier, pero ahora, discusiones jamás escuchadas abundan a cualquier hora y por cualquier trivialidad. El Otro adquiere una presencia ubicua, sitiando cada pliegue de la piel de Felipe, cada nervadura de su ser, aún fuera del taller, en la casa o en la misma cama matrimonial, cavando nuevas trincheras en su cuerpo con ejércitos silenciosos. Las últimas jornadas antes del desenlace se prolongan amargas. Por dos días y dos noches, Felipe -con voz potente, inusual en él- no deja que su mujer entre al taller. Ni siquiera pide el clásico Martini ni acepta comida. Tampoco pinta. En él se libra una batalla por la posesión de un reino y Alina no puede intervenir. Felipe habla en voz alta y El Otro le contesta dentro de su cabeza con palabras mudas. Un monólogo de dos. Alina escucha gritos y golpes, ruidos de tarros caídos y telas rasgadas. Silencio.
La calma súbita se prolonga sospechosamente y Alina no se contiene. Tras forzar la puerta, halla a Felipe dormido en la mesa de trabajo. Algunos tarros se desangran sobre el piso y bastidores rotos naufragan en un mar de óleos. El montón de pinceles añejos e inútiles yacen en la basura. Lo llama, lo sacude repetidas veces sin resultado. Entonces Alina desiste y vuelve a la casa por una manta con la que cubre la espalda del hombre. Luego, en una silla del atelier, pasa casi toda la noche en vela. Hasta que un tardío sueño la vence. El sonido de una cuchara girando sobre la taza de leche tibia la despierta. Es de día. –Hola, ¿cómo estás? -le pregunta él, acodado en la mesa de trabajo. Felipe sonríe alegre. Un soldado cansado de mil guerras, buscando el reposo anhelado. De improviso agrega: –¿Qué te parece si vamos a pescar? Es él; definitivamente él.
Los oficios del Tedio Solía acudir a las reuniones ordinarias de mi empresa impulsado por la inercia de las formalidades, esas que según Pereira “son rutinas que nos construyen frente a los demás.” Si bien las presidía, auscultaba superficialmente los números generales. Me rascaba la cabeza, en señal de razonamiento frente a los papeles, y mecía la barba contando discretamente las rayas de los minutos en el reloj de pared. En las horas sin vocación suplicaba para que algún imprevisto añadiese emoción: alguien a quien desvincular, una sección de la empresa a reformar. Entiéndanme: ocurría lo que a cualquiera en mi situación: estaba exento de las preocupaciones comunes a los demás mortales tales como pagar el alquiler o no perder el trabajo. Las cosas rodaban extraordinariamente bien y mi voluntad se torcía atraída por una fuerza gravitatoria hacia la derecha de la mesa de sesiones, dos asientos después de mí: hacia Inés, mi nueva secretaria, que llevaba la memoria a través de su lápiz. Podrían haber sido las trampas que tiende el tedio, pero el contador rezaba la letanía de los balances satisfactorios y yo me dedicaba a vagar sobre la Inés escondida debajo de su discretísimo trajecito corte ejecutivo, como un anticipo de lo que dos horas después ocurriría: ella me esperaría acompañada de sus caderas siempre decididas y admiradas en la esquina de Cerrito y Brown bajo la marquesina de un anticuario. Después, huelgan las explicaciones a los buenos lectores. Habiéndome dedicado unas horas a Inés regresaba conduciendo por la rambla. Cuando la ausencia de Clara di el manotazo al que todo ahogado en este tipo de mares recurre y, sin importarme si apoyaba la mano en una saliente filosa de una roca, me conseguí a Inés. Muy al principio de mi viudez rechacé con estoicismo las invitaciones de mis directivos más allegados a incorporarme al Club de Tenis o al Club Hípico o sus insistencias a arrastrarme a las juergas en el casino de la rambla los viernes de noche. No subestimaba sus costumbres, al fin tan devotas como las mías, cada uno sobrevive como mejor puede, simplemente odiaba que me hablaran de cosas sin sentido: la noticia curiosa del día revelada por el informativo de la mañana o la cotización del dólar mientras se diluía la jornada en unos sets o en un ticket a placé. Frente a eso, prefería los silencios entre gemidos, la fidelidad de unas bragas. Como dijo Pereira: “Se equivocaron con usted; en vez de usar barro, lo modelaron con un material más noble”, aunque ahora creo que él solo me halagaba. Todo este rodeo para contar que llegaba a casa impulsado por unas incontenibles ganas de masacrar el tedio a puntapiés. Tedio que Inés apenas calmaba por más empeño que pusieran sus piernas o su boca. Por la tarde me dedicaba a descuartizar y a volver a armar un Jazz inglés del año 1966. Permanecía escuchando el tic tac de los relojes sobre los estantes del taller. “Cualquiera diría que usted intenta hallar una música en el caos de aquellas maquinarias”, pontificó Pereira cuando le comenté sobre mi pasatiempo excéntrico. Y, aprovechando el impulso de su pretendida genialidad, recuerdo que teorizó si la manía gratuita de intervenir quirúrgicamente despertadores no era un reflejo del espíritu filosófico que me dominaba, de buscar más allá de la función de señalar las horas, a las fuerzas y engranajes que mueven el mundo. Una excusa para introducirme en su Plan Maestro.
En la cena intentaba distraerme en el orden riguroso impuesto por Clara durante nuestro largo y cómodo matrimonio: los motivos de las paredes tapizadas, los muebles de caoba que absorbían como papel secante la luz llovida de la araña, el espectáculo del mantel de festones extendido igual a una pradera. Al otro lado, distante, Andresito llegado hacía unas horas de la escuela, recién bañado, pelo repeinado hacia atrás, tomaba la sopa minutos antes servida por Amelia. Creo que si la mesa tuviera un kilómetro de largo, Andresito se ubicaría a un kilómetro de mí. El niño se secaba los labios antes de beber el agua mineral; no tocaba con los codos la mesa. Clara, si estuvieras, hubieras sonreído de orgullo. Según su costumbre, no levantaba la vista. Yo tampoco, pero pensaba: ¿cómo le habría ido a Andresito hoy? Pobre, la entrada al colegio siempre traumática: maestras, compañeros nuevos... Tanta ansiedad lo volvería un barril sin fondo. Más tarde le preguntaba a Amelia y a Eduardo si le habían escuchado algún comentario mientras ella lo ayudaba a vestirse o le servía el desayuno o él lo llevaba en el auto al colegio. Andresito me decía “buen provecho” apenas observaba que el último bocado desaparecía en mi boca. Hacía rato que su plato estaba limpio pero, niño juicioso, esperaba a que yo terminara. Se acercaba y me estampaba un beso seco en medio de mi mejilla. Siempre presentía como si de antemano el niño calculase el lugar exacto dónde posar sus labios. “¿De qué se queja?”, analizaba Pereira, “si usted da los mismos besos secos, si es tan calculador como él.” Se retiraba. Seis años que aparentaban quince; un adulto en miniatura. Tan bien criado estaba, Clara. Parece ayer a pesar de los siete años transcurridos: caí por la confitería de “la tradicional y exclusiva esquina de Las Piedras y Almirante Drake” (este es el eslogan del establecimiento), lugar donde mantenía mis encuentros con Pereira. Pedí la infaltable copa de coñac y al rato apareció él. Movimientos atildados y frente augusta, recién afeitado. Nos saludamos con la falta de efusividad que prescribe una relación de veteranos de alcurnia. Perfecto ejemplo de amistad masculina inglesa que Louis Stevenson describió en sus novelas, basadas en un vínculo de suma cortesía y racionalidad, tanto que no intentamos llevar nuestra relación más allá de la confitería y de los diálogos sesudos que allí se sucedían y me seducían. Jamás pisó conmigo la vereda ni aceptó que lo llevara a su casa ni lo acompañara a su auto, aunque (ahora que lo pienso) siempre lo vi de a pie. Ya por aquel tiempo, aún no empapado de su Plan Maestro, pensaba que alguien lo perseguía y no quería exponerse demasiado en público. Un hombre con objetivos tan elevados, debe mantener su privacidad y ni siquiera tan cercano seguidor como yo podría saber ciertas cosas. Descubrí en él a un sofista sin remedio. Y, por más que le adivinaba sus intenciones en cada frase, me era imposible no caer en el juego. Testimonio de ello es cómo nos conocimos: yo acababa de pedir mi copita de coñac cuando se acercó desde no sé dónde y, debido a que el salón estaba ocupado de bote a bote, solicitó sentarse a mi mesa. A la media hora nos encontramos sonsacándonos datos personales. Debo admitir que en ese plano nuestra relación a través de siete años fue siempre despareja: yo contaba más intimidades que él. Así se enteró de mi viudez reciente, de mi “asuntito” con mi secretaria y de un hijo muy distante pero bien educado que iniciaba el jardín de infantes. En cambio yo solo supe que Pereira era el único sobreviviente de un apellido respetable de tiempos ya idos. De ahí los modos, las costumbres y su religión de almorzar en la confitería más cara de la ciudad. Sin vicios para denunciar, salvo sus lecturas infatigables de existencialistas en sus horas holgazanas a orillas de la piscina de su residencia. Soltero por íntima decisión, cargaba con
una fortuna heredada y de abolengo perpetuada gracias a una pequeña y desconocida fábrica de cerámicas fundada por su abuelo ni siquiera registrada en las páginas amarillas. Pereira hablaba lento, como egresado de una escuela de declamación, empujando cada palabra hasta el borde de la boca para luego, con un débil aliento, enviármela con tal efecto que siempre despertaba en mí la curiosidad. Él fue el único que se tomó el trabajo de explorar al detalle mi situación de aquel entonces y en justificar mi affaire con Inés, contrariamente a mis directivos quienes me veían demasiado viejo para esa muchachita y me aconsejaban que siguiera distrayéndome con despertadores que no corría tanto riesgo de un ataque al corazón. –El Tedio -me dijo Pereira con afectación de psicólogo- junto con la Gran Desesperación son dos de las formas que nos llevan a plantearnos las preguntas más angustiantes para el hombre: el sentido último de la existencia, quiénes somos, por qué somos algo y no más bien la nada. Una nada que, por una simple comprobación racional, es más vasta que la vida minúscula humana. Usted encontró la forma de eludir el interrogante en Inés, así como sus directivos la evaden a través de los caballos o golpeando una pelota con la raqueta. Nos refugiamos en banalidades como amantes o juegos antes que enfrentar la angustia de averiguar quiénes somos. Porque la respuesta indudable que hallamos es que no hay un fin trascendente en nosotros y estamos condenados a la nada absoluta. Una vida inauténtica transcurre anestesiada por la televisión, las amistades, las mascotas, distracciones en general. Las mentes débiles jamás reaccionarán, pero usted, amigo Messina, es inteligente y sensible. Debo admitir que me dolió que tratase a Inés como un placebo casual, cuando en realidad -luego de las reuniones de directorio- en ella me vaciaba y creía encontrarme por segundos con mi esencia. Sin embargo, Pereira veía en eso algo retrógrado, aunque debido a mi situación de reciente viudez no juzgó conveniente que me deshiciera de ella, por lo menos hasta que el Plan Maestro se consolidara. Luego, por mi propia voluntad, la abandonaría, cuando me diera cuenta de que el único amante verdadero que todo mortal posee en esta vida es la angustia del no ser proclamada por él y tantos pensadores anteriores. –¿Y usted ya la resolvió? Me refiero a esa pregunta... Porque me habla como un iluminado -le dije, repleto de tanta perorata metafísica. –Por supuesto, amigo Messina -contestó sin demora-. Soy un grano miserable en el universo, a pesar de mi fortuna. Vaya descubrimiento, me dirá usted, pero tengo la misión de despertar en otros la misma inquietud. Es lo que llamo El Plan Maestro. Créame que si todos lo hiciéramos el mundo sería mejor. Después de tanta preclaridad, la frase final “el mundo sería mejor” me sonó a un comercial de gaseosas. No sé qué mecanismo empleó Pereira para convencerme y hacerme adicto a su Plan Maestro. En los tres meses siguientes leí “El ser y el tiempo” e “Introducción a la metafísica” de Heidegger con una avidez sorprendente y olvidé el Jazz inglés que comenzó a criar telarañas. Amelia y Eduardo miraban de reojo los libros escritos en la primera mitad del siglo XX con una mueca ignorante y hasta de desprecio. No los reprendí. Cada uno, parafraseando a Pereira, usa el anestésico más conveniente para mitigar las preguntas sustanciales. En sus casos, la ignorancia. Embrollado en las angustias del ser y de la nada, no sabría decir en qué fecha me puse al servicio del Plan Maestro. Tampoco tomé debida conciencia de su importancia hasta que cierto día en la confitería, con oportunismo casi sobrenatural, Pereira dijo:
–¿Cómo anda el niño? –¿A qué viene eso? -torcí la boca. Pereira me contó que había pensado aplicar su Plan Maestro sobre Andresito. Luego de muchas reflexiones a orillas de la piscina de su residencia, halló en mi hijo el candidato perfecto para formar una nueva generación de hombres abiertos a la angustia del ser y, por ese mismo motivo, libres al fin al poder dominarla, exentos de existencias inauténticas. –El niño vive adormecido, entre algodones. Y no lo critico a usted -se atajó Pereira antes que le retrucara desde mi condición de padre herido- sino porque es producto de un mundo que persigue placeres vacuos. Fíjese, salvando la distancia, que está en la misma situación del legendario Buda: un príncipe rodeado de fatuidades que, de la noche a la mañana, descubre lo absurdo del mundo y renuncia a todo para alcanzar el Nirvana. Yo negaba lentamente con la cabeza pero no debido al descreimiento, sino porque no hallaba palabras para explicar su maravilloso razonamiento. Contrariamente a lo que podría suponerse, mi relación con Andresito se había enfriado desde el fallecimiento de Clara. Criado por Amelia y Eduardo, el hijo de mi vejez se me había alejado rodeado de cuanto capricho pidiera hasta perder nuestros lazos. Tardíamente entendí que Andresito se desbarrancaba hacia una vida sin sentido, así que salí de la confitería con un plan definido en la cabeza: el trabajo de rehabilitación de la conciencia de Andresito comenzaría ese mismo día. Hallé a Eduardo en el jardín de la residencia. Lo interrogué sin vueltas, con un interés inusual. Obtuve lo que quería: el niño hablaba de tener una mascota como la que poseía la mayoría de los compañeros del jardín. Pereira acogió de buena gana la compra de un perro. Cachorro de pastor alemán, sugirió. Posteriormente, a través de mis informes, Pereira entendió que el niño se había aquerenciado y me ordenó envenenar al animal. Lo hice, sin que me temblara la mano ni me vieran. El niño pataleó, lloró, sufrió por semanas. Pereira asentía con beneplácito a los detalles de su sufrimiento. –Parte de la toma de conciencia sobre la angustia del ser -recitaba con la voz engolada por la erudición-. Fíjese en los sin techo: ellos, pobres desparramados a la intemperie por la ciudad y que usted tiene oportunidad de ver camino a su empresa, como se dice vulgarmente, ya están de vuelta. Fruto de la Gran Desesperación, las preguntas esenciales de su existencia ya se las plantearon y aceptaron la revelación de que no somos nada. El problema es que no tienen dinero, únicamente, pero son seres, créame, evolucionados espiritualmente. Volviendo al Plan Maestro, Pereira planeó cortarle a Andresito toda relación con sus amigos, confiado en que el aislamiento le despertaría el diálogo con su yo interior. –¿No es mejor que le hable al niño y lo convenza sobre estas verdades heideggerianas del ser y de la nada, en vez de hacerlo sufrir tanto? -me atreví a decirle. –Las cuestiones existenciales deben surgir solas, desde la subjetividad. Solo podemos ayudarlo a encontrarlas, pero no revelárselas -fue tan contundente y de una brillantez tal que no volví a intentar osadías de ese tipo. Me avine estrictamente al rumbo señalado por Pereira y cambié a Andresito de colegio sin dar explicaciones a la maestra ni a Amelia ni a Eduardo. Estos últimos comenzaban a verme con el perfume de la ignorancia en la cara. Para cortar con las sospechas, me tomé la libertad (bien recibida por Pereira) de despedirlos y de contratar nuevos caseros, lo que lateralmente acentuaría la soledad en Andresito privándolo de las personas que lo criaban con una dedicación tan brutal que no reparaban en el adormecimiento de la conciencia que le provocaban al pobre chiquilín.
La pareja de caseros nuevos, recomendada por el mismo Pereira, parecían soldados espartanos. Cobraban varias veces más que Eduardo y Amelia, pero no dudé de su eficiencia: ni una gota de sentimentalismo para el niño. Pereira se interesaba sobremanera por el progreso de Andresito en el tortuoso camino emprendido, escudado en la lectura del diario que la confitería ofrecía gratis a sus clientes mientras masticaba un croissant dulce. En una de nuestras reuniones, me dijo que pusiera atención a sus inquietudes. No se equivocaba: lo descubrí manoteando los despertadores en mi taller, intentando desarmar a fuerza de golpes y contra el piso un reloj chino y barato. Puesto al tanto de la situación y con anuencia de Pereira arrasé con ellos. Hice lo propio con los entretenimientos de ingenio y los mecanos de Andresito. Diré que le encantaban esos juegos; siempre tuvo una vocación por armar y desarmar cosas... El niño avanzaba a pasos agigantados. El sustituto de Eduardo me comunicaba de las frecuentes crisis de angustia del niño por las noches y de las pésimas notas en la escuela. Al tiempo me llamó la maestra. “Maestra imbécil”, reflexionaba mientras recibía el sermón pedagógico y fingía preocupación y me empleaba a fondo para no expresar mi satisfacción con una sonrisa ante el cuadro que ella diagnosticaba como crítico. Al tercer o cuarto año de iniciado el Plan Maestro, Pereira me comentó de un proyecto que él estaba desarrollando y del que ni siquiera tenía noticias: en total anonimato buscaba expandir la conciencia de la pregunta existencial. Me reveló que aplicaba la misma técnica sistemática en un asilo de ancianos que mantenía una fundación creada por él. Les cambiaba la comida, los horarios, modificaba los medicamentos y escondía micrófonos en sus cuartos. A poco de iniciado el proyecto se obtuvieron grandes éxitos, prueba definitiva de que la conciencia del ser despertaba en condiciones de Gran Desesperación: los ancianos, martirizados por las noches en sus cuartos, se quejaban de su suerte, si merecía la pena vivir así. Claro, las erogaciones para mantener silenciados a enfermeras, médicos, funcionarios e inspectores del Ministerio de Salud eran enormes y su fábrica de cerámicas de la que sacaba el financiamiento venía arrojando déficits galopantes. El resultado: me pidió que contribuyera económicamente con la fundación. Acepté de buen talante. –Estamos en el camino correcto, Messina, no debemos ceder -dictaba Pereira con decisión- tarde o temprano ocurrirá el despertar de Andresito. El último paso, según su Plan Maestro, debería suceder cuando nuestro objeto de estudio entrara en la pubertad: las primeras noviecitas. Siempre alertas impediríamos que echara raíces en cualquier lado: a punto de terminar la primaria lo cambié de colegio nuevamente. Para completar la maniobra, nos mudamos a una residencia en las afueras. Los resultados rompían los ojos: un niño con frecuentes rabietas, a milímetros del autismo, ausente de los temas comunes a los de su edad; no le llamaban la atención los dibujos animados, ni los juguetes, ni aprender, ni los cumpleaños a los que, por supuesto, me negaba a llevarlo si es que alguna vez lo invitaban. Por mi parte, mantuve intactos mis encuentros con Inés por encima de sus parejas casuales, aislada de mi otra ocupación filosófica cultivada al lado de Pereira. Jamás le comenté lo del Plan Maestro, no creía que fuera a entenderlo y, francamente, no quería perder nuestro escaso tiempo juntos en una tarea ardua. Pero todo dio un vuelco cuando Pereira decidió aplicar el Plan Maestro sobre Inés. Dudé. –A esta altura del partido, amigo Messina, no puede titubear. Fíjese lo transitado hasta ahora. No tiene precio. Le servirá tanto a ella como a usted para cortar con esa
relación que no les deja percibir la angustia del ser con toda la fuerza. Ha llegado la hora de olvidar sus lazos carnales y abandonarse a las preguntas máximas -tramó. Por ese entonces ella frecuentaba a un ingeniero químico de cara bonachona al que conocí a través de las fotografías que Inés me acercaba. Me costó trabajo asumirlo, pero el objetivo filantrópico me dio la fuerza suficiente. El trabajo sobre ella comenzó bien pronto: la traté como a un objeto, le di cada vez más dinero. Justo es mencionar que se negó a recibir plata en todos estos años y solo aceptó regalos de poca monta. Llegué a dejarle sobre la mesita de luz del motel sumas que podrían comprar a todas las mujeres de un cabaret por un mes. Mis artes amatorios, lejos de languidecer, resultaron de una factura exquisita desconcertándola y manteniendo oculta mi doble identidad de investigador filosófico. Me dediqué a seguir a su supuesto noviecito y entablé amistad con él. Logré pervertirlo: lo llevé de copas, le pagué todos los caprichos borrachos que se le ocurrían con mujeres, lo fotografié a escondidas y luego, anónimamente, se las envié por correo a Inés. Ella sufría y se abocaba a mí con una entrega increíble, y yo interpretaba cada uno de sus gemidos como un insulto hacia tan abyecto ingeniero químico. Pereira seleccionó personalmente a dos o tres bailarines de un centro nocturno de novena categoría y, con una fuerte cantidad de dinero salida de mis bolsillos (la empresa de Pereira había caído en cesación de pagos), los compré para que sedujeran a Inés en los lugares más inesperados. Impartí instrucciones claras: que se acostaran con ella sin enamorarla. La idea de Pereira era que el amor puede darle a la vida un falso sentido de plenitud. Asimismo, nombré un testaferro en mi empresa seleccionado del grupo de mis directivos, aduciendo que me encontraba viejo y achacoso y subrepticiamente encaré una reestructura que dejó en la calle a Inés. Como la reforma fue llevada adelante conmigo ya apartado de la actividad, ella no me pudo relacionar con su desgracia. Le argumenté que no podía hacer nada, salvo darle el dinero que precisaba para su manutención y me puse en contacto con mis colegas empresarios para que no la emplearan y, por tanto, no pudiera conseguir otro trabajo decente. Los bailarines-mercenarios cumplieron con su parte e Inés no demoró en caer. Ellos llevaban micrófonos ocultos entre sus ropas en las citas. Luego, con tranquilidad, me dedicaba a desgrabar las sesiones desechando los sonidos baladíes. La conclusión fue obvia: en sus conversaciones de cama (¿por qué la gente será tan abierta a comentar sus problemas con extraños en habitaciones de motel?) se transparentaba la infelicidad, no explicaba mi actitud ni lo que le pasaba ya que desde un tiempo a esta parte los hombres se le atravesaban en el camino y solo la usaban para luego pagarle por sus servicios. Indudablemente faltaba poco para que el “no soy nada” fuera pronunciado. Dejé de visitar a Inés pero, a instancias de Pereira, no cesé de enviarle semanalmente las remesas de billetes. Yo le había perdido el respeto al dinero en aras de un bien superior. Aquel desprendimiento tanto monetario como sentimental tuvo su lado positivo: tal cual él había anunciado, me encontré más aburrido y angustiado que nunca y el peso de mi vida cínica y sin sentido comenzó a machacar mis sienes y solo encontraba remedio en el increíble juego metafísico de Pereira. Nuevas señales de parte de Andresito trasladaron mi atención hacia él. Despertando a su pubertad, experimentaba sus primeros amoríos a pesar de su conflictiva personalidad, prueba más que suficiente de que el amor es el archienemigo de nuestra angustia existencial. Mi hijo había conocido a una tal Anita, según comentarios de mi casero quién (carente de todo escrúpulo) aprovechó el momento para pedirme aumento de sueldo. Se lo concedí al tiempo que reflexionaba sobre su pobreza mental: no sabía que el dinero es un sucedáneo que ayuda a solapar las preguntas primeras del ser. Acudí a los padres de Anita,
les expliqué la inconveniencia de su amistad con Andresito y les ofrecí pagar una casa al otro lado de la ciudad, a lo que accedieron debido a su pobreza incipiente. A fines de ese séptimo año, por diciembre, repentinamente Pereira faltó a la cita de la confitería. Su ausencia se mantuvo por semanas y no lo entendí. Lamenté no tener un teléfono o una dirección para contactarlo. Según él, ejercíamos una profesión muy noble pero al total margen de la ley y si alguno de los dos caía vaya a saber por qué trampa del destino el otro podría continuar la labor. Simultáneamente me encargué de las tareas domésticas porque los caseros habían solicitado licencia por unas semanas. Temí lo peor y no me equivoqué: el noticiero mostró que habían arrestado a Pereira. Pero no por su actividad filosófica, sino por una maniobra gigante en el hipódromo con caballos dopados y apuestas arregladas con dinero de rancio origen. Un balde de agua fría. Pereira, empresario fundido hasta los calzoncillos hacía siete años devenido en proxeneta, obtenía sus recursos de una tal Inés que cobraba precio de oro por sus servicios sexuales. En la pantalla también mostraron la fotografía de los tres bailarines contratados por mí, la del ingeniero químico y de la pareja de caseros, como supuestos colaboradores prófugos. Me escondí un mes en mi residencia, intenté mudarme, pero Andresito representaba un obstáculo muy grande: se negaba desde hacía meses a salir de su cuarto. No iba, por tanto, a la escuela ni hablaba ni miraba el sol: solo masticaba frases inconexas que mi mente excitada por las noches de ojos abiertos adivinaba como partes de las ansiadas preguntas que tanto trabajo me habían costado. Finalmente me arrestaron de la manera más tonta: la maestra preocupada por la ausencia de Andresito envió a la policía. Sigo sin entender cómo tanta gente permanece ajena a la angustia del ser. Solo unos pocos somos conscientes de tamaña verdad, porque aún creo que Pereira e Inés habían cometido un leve desliz que en nada manchaba sus conciencias existencialistas. Mientras al resto (caseros, maestra, policía, incluso al mismo Andresito -para colmo ha vuelto a la falsa normalidad, a los amigos y tiene novia nueva-) parece no pesarles la vacuidad de la vida. Igual que mis compañeros de celda, solo les importa cómo salir airosos de ella, tan desnudos, tan ignorantes como nacieron.
Lotería El viento levantisco antiburócratas había desparramado fanáticos deseosos de castigar a cualquier trabajador público. Considerados los autores de todas las desgracias colectivas del país de los últimos cien años, varios terminaron bajo garrotes clandestinos. Y en ocasiones la injusticia los asistía: en vez de un funcionario acomodado por el nepotismo marchaba al hospital un profesor modesto de secundaria. Y como los rumores suelen ser más verdaderos que su confirmación posterior, el decreto tan esperado no sorprendió a nadie, alegró a la mayoría y convirtió en desempleados a todos los funcionarios públicos: hasta la menor dependencia estatal había sido privatizada y sus trabajadores despedidos por reestructura. Mario pasó cuatro días en el sótano del Archivo General de la Nación esperando a que la calle se aquietara. Al fin, una madrugada lo vi atravesar la ciudad a pie y buscar las sombras de las cuadras mal iluminadas para llegar hasta la casa de su madre. Ella ni preguntó la razón de su aparición luego de tanta ausencia, porque los noticieros se habían encargado de avisarle. Sí se detuvo en las facciones de su hijo, apergaminadas por las noches pasadas de ojos abiertos, rogando que los ciudadanos enfurecidos no coparan el Archivo, de la misma forma que lo habían hecho con la Aduana o los edificios ministeriales. Le calentó unos ravioles sobrantes del mediodía y, sentada a su lado, tan alarmada por los episodios de violencia en la calle, no se cansó de preguntarle sobre las minucias de su tragedia. Satisfecha la curiosidad maternal, él se echó a dormir y buscó en algún sueño el remedio para el suceso que lo había convertido en un proscrito. Los doscientos mil funcionarios accederían a pasaportes gratuitos como única forma de indemnización. Más adelante se comenzaría con un sistema de sorteos quincenales de visas para emigrar a El Norte. Se dibujaron filas de cuadras sobre la vereda para recibir lo prometido, tiritando bajo el peor invierno en décadas, expuestos a que algún posible transeúnte iracundo la emprendiese contra ellos. Hombres y mujeres, algunos ciertamente añorando el té con limón de las mañanas, leían revistas de chismes o jugaban al truco de seis o dormitaban bajo pasamontañas en escaleras de edificios, vigilados discretamente por algunos granaderos. Tal el odio de la población hacia ellos que nadie los contrataba. Los comentarios en la fila sobre la incertidumbre de conseguir un empleo estable, ya no digno, roía a todos por igual. Mario, para no ser menos, se bamboleaba en borrascas y sus oídos no encontraban puerto donde descansar. Esperando turno en la fila se enteró de nuevas ocupaciones: los más expeditivos, vendían por buen dinero sus mascotas a restaurantes chinos. “Mejor que terminen en la sartén que comidos por la sarna”, determinaban. Pero la que se llevó todos los laureles fue la tarea que ofrecía una empresa árabe que compraba palmeras a razón de mil pesos la unidad. Palmeras que exportaba a Oriente para adornar los jardines de los hoteles en medio del desierto. Y funcionaba. La mayoría de sus empleados, exfuncionarios públicos, con mucho tiempo libre, campaneaban dichos árboles en caminos vecinales o en jardines de casas deshabitadas y montaban largas guardias a fin de establecer la mejor hora solitaria para que las excavadoras se las llevaran de cuajo sin gran alboroto del vecindario. Afortunados eran los que tenían alguno de esos árboles en su jardín: los habían reemplazado por un enorme cráter. Mario, maravillado por las sorprendentes
habilidades económicas que suele adquirir la pobreza, comenzó a plantearse qué sería de él y en qué changa o negocio podría embarcarse. Quien le entregó el pasaporte a Mario fue un excompañero limpiador del Archivo General de la Nación. Él se sorprendió de hallarlo aún trabajando. –Me privatizaron junto con el edificio -dijo. Por error no lo habían incluido en el inventario de funcionarios públicos y la salida legal fue venderlo junto con el inmueble. –¿Qué hacés aparte de trabajar en esto? –Ayudo en Migraciones a llevar y traer papeles, cosas como esas. Las grandes ideas aparecen en los momentos menos indicados. No sé qué fue pero, frente a la ventanilla y dentro de su cabeza, latió un presentimiento, la crisálida de un negocio fabuloso. Pero como los grandes emprendimientos se muestran al principio bastante imposibles, él se guardó en el bolsillo sus maquinaciones, dio las gracias a su compañero por el pasaporte y se retiró. Entre el mar de cabezas de la avenida principal se encontró con una excompañera de oficina, Carolina. Recordó su nombre inmediatamente y, a propósito, se ubicó en su camino. Se reconocieron, cruzaron miradas, se saludaron, cruzaron miradas. –Vengo de sacar el pasaporte. –Yo ya lo tengo de cuando viajé a Miami. –¿Sabías que tu ex trabaja en Migraciones? –Sí. Intercambiaron números de teléfono. En un local de comidas rápidas hablaron del miedo de ser apaleados por una turba enardecida si se quedaban, o de terminar en algún lugar del planeta, si aceptaban la visa que indefectiblemente obtendrían gracias al sorteo estatal tarde o temprano. Ambos no querían emigrar, sin embargo aspiré sus alientos resignados. Ella había vuelto a la casa de su exmarido porque, sin el sueldo, no podía hacer frente a los gastos del apartamento que alquilaba hacía años y cuyo dormitorio Mario había conocido en muchas ocasiones. El tiempo de metal y la grisura del cielo fuera del local planteó un juego tan antiguo como efectivo: reavivó guiños cómplices, hizo rozar débilmente las manos, congeló gestos sostenidos sin pudor y demoró la despedida. –Nos vemos. –Espero que en circunstancias mejores. Se dieron un beso político y correcto que, por momentos, amagó insurrección. La antigua relación laboral de Mario con el exlimpiador del Archivo y, a la vez, exmarido de Carolina había sido de una distancia sorda. Pero ahora lo precisaba por lo menos para evaluar la viabilidad del negocio. Lo esperó a la salida de la oficina de pasaportes simulando que pasaba casualmente por allí. Lo invitó a tomar algo. Hacia la medianoche, cuando los pocos pesos que Mario tenía terminaron comidos por la registradora del bar, consideró que la información obtenida y el mareo de la caña con fernet habían valido la pena. Mario tuvo necesidad de comentar con alguien el proyecto luego que lo consideró maduro. No pediría consejo a su madre; si bien de enorme bondad, siempre escasa de razonamiento. Pero no dudaría en hacerlo con Carolina. Alguien tan importante en su historia personal podría darle una opinión certera. Por lo que, diez días después de que sus
ahorros tocaron fondo gracias a la caña con fernet, cierta tarde -y previo llamado telefónico- Mario volvió a verla en la casa del exmarido, ausente por su trabajo en Migraciones. El motivo no había sido rememorar tiempos idos de apartamento. Pero, al fin, la memoria pudo más que cualquier cosa. Entre los vapores del ansia, le comentó la idea: quería armar una lotería con el sorteo de los cupos para emigrar que mensualmente haría el gobierno. Aprovecharía el detalle de que el número exacto de lugares disponibles sería secreto hasta el momento del anuncio oficial de los resultados. Además, el número final variaría quincena a quincena dentro de márgenes aceptables para que el asunto redituara. Él levantaría las apuestas y sacaría del pozo buenos dividendos. –Excelente -y miró por la ventana, sopesando el aire como si fuera la única materia de su inquietud. –En un mes empiezan con los sorteos de visas. Ahí arranca el negocio -apuró Mario. –Hablando de eso... -dijo ella, dejando escapar las palabras adheridas a su boca con el pegamento de una confesión-. Yo puedo ayudarte con lo del sorteo. –No te entiendo -frunció el ceño Mario y hundió las manos en el chorro de la canilla del baño, antes de colocarse el pantalón. Ella se calzó los zapatos, tomó el buzo de encima del sofá y aclaró: –Por lo que me comentó mi ex, él va a saber la cantidad de cupos cinco días antes del sorteo porque él trabaja ahí. Para aumentar las ganancias, yo puedo conseguirla sin que lo sepa y pasártela para que algún suertudo que nunca falta no te deje en la vía y se lleve todo el pozo. –Habría que buscar la forma. –¡Armá un sistema para limitar ese número! Decí que se prohibirán ciertas cifras que se extraerán al azar un día antes del sorteo oficial, como para agregar emoción. Pero nada de azar: una vez cada tanto dejá ganar a alguien, si las apuestas son poco importantes; pero si pasa al revés, lo prohibís; no siempre, por supuesto, porque se van a dar cuenta. –¿Y si al que apostó al número correcto un día antes le arruino la fiesta? –Bueno, como en todo, alguien siempre pierde; el tema es que no seas vos. Si se leía entre líneas, aquel tráfico era una oportunidad para el desquite, la catarsis al odio prolijo de aristas perfectas sin claroscuros ni arrepentimientos que ella guardaba hacia su exmarido, más atizado por cuanto se veía obligada a compartir techo con él. –¿Todavía no aprendiste a soportarlo? -sonrió desde sus labios coloreados con el cinismo. –Sabés todos los problemas que tuvimos. Mario terminó la visita con una sensación sublime: por primera vez desde la tragedia del despido aparecía una oportunidad, gran trampolín hacia el progreso. Lástima no haberle avisado que los trampolines también sirven para saltar al vacío. Mario vagó un rato por la ciudad amenazada por una noche voraz y no dejó en su cabeza cajón o recodo del asunto en ciernes sin revolver ni afinar. Un grupo de hombres apareció en la siguiente bocacalle caminando decidido a su encuentro. Entonces Mario endureció el entrecejo, como si de esa forma no se transparentara su miedo por las retinas. Ellos ni siquiera hablaron. Lo arrinconaron. Uno, de cara tachonada de acné y mal vestido, lo tomó por las solapas y auscultó en sus bolsillos. –¡Público! -le escupió al encontrarle el pasaporte flamante.
Él sintió sus espíritus estirados y tensados como cuerdas de guitarra. Los puños se cerraron estrujando el aire. –Dejalo. Este parece que apenas salga sorteado con una visa se va aunque le haya tocado Groenlandia. Rieron, manosearon con sus lenguas algunos insultos, dieron un paso acorralándolo aún más, pero una patrulla policial estropeó sus intenciones. Corrieron. El de la cara llena de acné, que parecía un adolescente tardío en un cuerpo de adulto, le recitó amenazas a la distancia. Mario inició el negocio apenas comenzó el sorteo de visas. Anduvo veredas pregonando la nueva. Levantó las primeras apuestas. Desde los pisos altos de edificios céntricos hizo nevar sobre los transeúntes volantes de propaganda pagados con un dinero sacado a su madre. En el país de los tahúres cualquier novedad de esa especie prospera. La demanda lo obligó a abandonar las apuestas callejeras y a centralizar sus actividades en la casa materna. Una madre que no se explicaba cómo, al poco tiempo, Mario le reformó la casa, le contrató una limpiadora e instaló una garita en el jardín para manejar el asunto como una agencia de quinielas. Mario necesitó legalizar y registrar su invento para evitar que lo copiasen, con la desventaja para su bolsillo de tener que pagar impuestos. Creó su propia línea 0900 y su propia página web donde le llovieron apuestas electrónicas y se pudo consultar estadísticas y la lista de ganadores anteriores. Gracias a él, otras ocupaciones indirectas florecieron: pitonisas innumerables pretendían adivinar los resultados a través de sus audiciones radiales y televisivas. Incluso la Dirección de Loterías quiso comprarle la idea pero él se negó. Nada le debía al Estado, nada le habían regalado en los diez años de funcionario público, salvo magros sueldos y un despido deshonroso. En el apogeo de la empresa, Mario mantuvo permanente contacto con Carolina y no solo para comunicarse el número de cupos para el próximo sorteo. Mensualmente él le llevaba en persona la suma de dinero pactada por sus servicios informativos a un apartamento de una zona residencial que ella usaba para aquellos y otros menesteres, aunque ante los ojos oficiales de los demás continuaba viviendo en lo de suex marido para poder obtener los datos. Mario desconfió de la prosperidad de Carolina. Se preguntó si los sorteos le alcanzaban para solventar su nivel de vida. El secreto al fin de cuentas afloró: hacía tiempo que, además de pasarle el número exacto de cupos sorteados a Mario, ella obtenía un extracto de los nombres favorecidos y que, tal día y hora, debían acudir a una oficina estatal para comenzar el trámite de la visa. Habiendo estudiado los datos filiatorios y las fotos de los seleccionados -todos hombres y de relativa buena posición- se hacía pasar por una de las miles de favorecidas y se mezclaba en la fila desplegando con ellos simpatías y seducciones varias. El propósito: iniciar una relación de amistad o, por lo menos, de confianza. Claro, la mayoría terminaba entre las sábanas. Por eso la existencia del apartamento. Con el transcurso de la relación, y hasta el momento en que el sujeto se iba del país, ella le sacaba de buenos modos ciertos objetos personales como prendas de vestir, fotos, chafalonías de todos los calibres. Luego ella se presentaba ante los familiares dolidos. Simulaba, dependiendo del caso, ser la novia, la compañera o la amiga del pariente exiliado y, tras un juego muy hábil, terminaba vendiéndoselos a precios de oro porque a ella
también le costaba desprenderse de esos objetos. Por quincena lograba diez “clientes” nuevos que se esfumaban en algún avión un mes después, lo que la mantenía suficientemente ocupada. –No es ilegal -justificaba. Por otra parte, el exmarido lejos de enterarse, proseguía su feliz existencia. El dinero elevó la autoestima de Mario. Ya no precisó caminar entre las sombras ni correr a la casa de su madre por las noches. Era el ideal de empresario, ejemplo de cómo reconvertir a un animal de escritorio en un gran ciudadano; y así lo presentaron en la Cámara Nacional del Comercio cuando dio una recordada conferencia. Llegó a cruzarse con el mismo hombre de la cara llena de granos y, al contrario de lo esperado, el antiguo agresor lo saludó y le preguntó allí mismo si no podía aceptarle una apuesta. Le mostró unos billetes de alta denominación, arrugados por algún apuro, seguramente hurtados. Mario le palmeó el hombro y, con ademanes napoleónicos, contestó: –Lo lamento mi viejo. Pero no tengo talonarios para hacerlo. Pasá mañana por algún lugar de apuestas. Hay treinta en toda la ciudad. ¿No te alcanzan? Mario continuó camino mientras en su mente conjugaba palabras maliciosas hacia el execrable. Esta no fue la única vez que se encontró con el hombre del acné, quien resultó un contrabandista influyente y un enfermo por el juego. También se le apareció como panelista en un programa de televisión al que Mario había sido invitado para debatir el tema de las pequeñas empresas y, de paso, presentar su libro “De los harapos al BMW”. Allí, le manifestó que cada quincena siempre apostaba al 3256, resultado de una mezcla cabalística entre su fecha de nacimiento y la de su mastín napolitano. El delincuente se había convertido en su seguidor incondicional. –Interesante. Lo felicito por su perseverancia -sonrió para las cámaras, mientras sus vísceras se contraían apretadas por la repulsión y el rencor, aunque no dejaba de reconocer cierta satisfacción al saber que tenía a sus pies al ilustre malviviente. La organización y el dominio sobre los detalles acreció, junto con ese temor pornográfico de que sus ganancias corrían como agua sin control por las manos veleidosas de contadores y empleados. Llevaba dos años al frente del negocio y dormía tres horas por día. El resto del tiempo se lo llevaban balances de ingresos, de pagos y, por supuesto, Carolina. Necesitaba indudablemente una mano derecha. Y, desde el momento en que decidió tenerla, ya supo quién sería. Mario podría definirla como un cuerpo de colores vivos a quien le entregaba en la boca a cada cita un contrabando de desenfrenos, al tiempo que le recitaba un número de cuatro cifras. Si llegaban a tales grados de confesión, y aunque sabía que ella le ofrecía puro momento y ninguna permanencia, ¿por qué no darle un puesto más comprometido que el mero transporte de datos? Valoraba mucho que Carolina no le hubiese reclamado más que una comisión por el trabajo. Precisamente allí entraba a tallar el orgullo henchido de Mario: la ausencia de cualquier reclamo se lo atribuía a que había otro lazo más estrecho entre ambos que él anudaba magistralmente en la cama. Como aliciente para ofrecerle el cargo, la oyó quejarse de que estaba cansada de su comercio de recuerdos, que ya no servía para tanto trajín. Mario le pagaría un sueldo de tesorera en esa mina de oro que sobraría para cumplir todos sus caprichos. De esa forma Mario volvió a dormir ocho horas y redobló
sus visitas al apartamento. Desde allí ella llevó la contabilidad y las recaudaciones como en los viejos tiempos de empleada pública lo había hecho con los erarios nacionales. No pude advertirle a Mario que los acontecimientos tendían a convertirse en una lotería sin niños cantores ni bolilleros, que el olor a dólares atados con bandas elásticas sobre la mesa del living, los relieves lujuriosos de la cara de Washington, solo le otorgaban tímpanos para escuchar el número del próximo sorteo y no le dejaban preguntarse por qué, desde que Carolina había sido investida como tesorera, su cuenta de banco no aumentaba. Cinco meses después, cuando el rutinario anuncio oficial sobre el resultado del número de visas concedidas, Mario manejaba el BMW por la avenida principal. Escuchó en la radio: 3256. Lo creyó un error del locutor, Carolina le había dicho 3254. Llamó a Migraciones inmediatamente. Solo logró la confirmación: el número había sido el 3254, pero que dos números más se habían agregado por un traspapelamiento del funcionario que llevaba ese control. Logré que me hiciera caso y que no gastara fuerzas en respuestas obvias: así que él no investigó quiénes eran esos dos números agregados, ni fue al apartamento de ella ni a la casa del exmarido, seguramente vacíos. Buscó tranquilizarse y subió el volumen de la radio. Un bolero meloso le aconsejó que no valía la pena pensar en el dinero perdido, ni correr al aeropuerto, ni siquiera denunciarlos, ¡sobraban dólares hasta para sus nietos! Pocas horas le alcanzaron para comprobar que el bolero le había mentido porque, reclinado en la reposera en la casa de su madre que, a modo de una parodia tanguera nunca abandonó, revisó el listado del monto de apuestas al 3256. Dio un salto: todas estaban hechas por alguien que había desembolsado enormes sumas. Si Mario las pagaba, sus nietos hipotéticos tendrían que salir a juntar papeles. Para colmo, recibió una llamada de la operadora de su 0900: un hombre en el teléfono se desesperaba por hablar con él. Mario atendió y lo reconoció. Como una gripe fulminante el desprecio brotó sobre su cuerpo fértil abonado por la desventura. Repentinamente evaluó la posibilidad de usar el pasaporte y la visa obtenida tiempo atrás. También decidió aceptar el puño de la noche sobre la nariz del avión rumbo a El Norte, el mordisco de la nostalgia en el exilio, antes incluso de oír debajo de la marea de insultos que se reproducían como conejos en el teléfono, el ladrido del mastín napolitano. –Quiero que me pagues todo, ¿entendiste? Si no, la vas a pasar mal. La voz tenía acné en las sílabas.
Manuscrito apócrifo
A orillas de un lago, en Asia Menor, entre las ruinas de un antiguo asentamiento, se encontró el siguiente manuscrito: Dios creó al hombre y a la mujer a su exacta imagen y semejanza. Para que tuviesen un lugar donde vivir, hizo el Paraíso. Tan inmenso que, por milenios, se pensaría que era una tierra plana. En el centro, plantó un árbol, al que llamó “El Árbol de la Vida”. Gigante y frondoso, cada una de sus ramas producía cosas diferentes. Espigas de trigo, frutas, vegetales, todos los alimentos necesarios estaban en él, de forma que sus criaturas no se esforzaran para conseguir el sustento diario. Incluso su follaje producía ramas gruesas ya secas destinadas a leña, para usar en las fogatas durante las noches de invierno. En su copa, vivía una serpiente, el animal primigenio. Le prohibió descender del Árbol, para no molestar con su terrible aspecto a tan inocentes criaturas. Como única herramienta, al hombre y la mujer les dio un hacha, para cortar las ramas para el fuego. Consideró suficiente que su creación consistiera en pocas cosas: un Árbol único dispensador de todo sustento, una serpiente, una tierra plana sin límites, un hombre y una mujer. Pero muy pronto el hombre y la mujer se cansaron de la vida fácil. Fueran donde fueran, encontraban al Paraíso monótono y yermo. Comer implicaba solo el esfuerzo de arrancar una fruta. Para dormir resultaba propicio cualquier lugar. Vivían sin obligación alguna, sin motivos. Una noche, alrededor del fogón, el hombre y la mujer comentaron entre sí sobre el hastío de sus vidas sin objeto. Dios los escuchó murmurar. Descendió de los cielos, en forma de una zarza ardiente, y les preguntó qué ocurría que murmuraban entre ellos. Le explicaron, mas él no entendió. No concebía el argumento de que sus creaciones no tenían razón de ser. Sin nada por qué preocuparse, ¿qué pretendían? La divinidad volvió al cielo desconcertada. Pasaron varios años. El hombre y la mujer no envejecían, pues no existía la muerte. Todo allí era eterno. En varias ocasiones más protestaron ante su creador, quien siempre hizo oídos sordos. Cierta mañana, enojados por sus reclamos sin respuesta, tomaron el hacha y talaron el Árbol. Dios se despertó sobresaltado cuando el Árbol sacudió todo el universo al caer sobre la tierra. Impotente e incrédulo, contempló cómo cada uno de los diversos frutos del Árbol se hundían en el suelo y daban origen a las diferentes especies de vegetales que hoy conocemos. Las ramas leñosas se
clavaron en la tierra por el golpe y dieron lugar a los árboles que hoy destinamos exclusivamente a casas, embarcaciones y hogueras. De su tronco se originaron todos los animales. La serpiente, liberada de su prisión del Árbol, desde ese momento se dedicó a molestar al hombre, a la mujer y a todos los hijos que en adelante engendraron. También la caída implicó la desaparición del don de la inmortalidad, que fue sustituida por el don de la vida sucesiva de padres a hijos que también es una forma de eternidad, pero más benigna. De allí en más, los descendientes del hombre y la mujer primitivos, únicamente obtuvieron el sustento con el sudor de su frente, cultivando campos y cazando animales, teniendo hijos y viviendo vidas efímeras y a veces nada fáciles. Con el paso de las generaciones, Dios fue olvidado. Solo perdura esta leyenda. Pues, desde la caída del Árbol de la Vida, desconcertado, no se apareció más ante los ojos de los mortales. Entendió que crearlos a su imagen y semejanza fue un error. Ahora prefiere que el hombre juegue a ser su propio dios, así él puede vivir sin preocupaciones en el Cielo, comiendo de su Árbol de la Vida y en medio de su propio Paraíso. Pero, cada tanto, como los hombres, se pregunta qué razones tiene él para existir.
Momentos Noé jamás construyó un arca. Ulises no volvió de Troya y multitud de poetas no encontraron en ello la razón de su arte. Los incas no solo imaginaron una forma circular, sino que inventaron la rueda. Hoy son un reino poderoso. Mahoma nació en lugar de Jesús y nunca fue crucificado. Ahora todos oramos mirando en dirección a Jerusalem y una cruz no inspira ni respeto ni desprecio. Los moros no fueron desterrados de España (ahora todos hablamos una lengua diferente). El rey no apoyó la cabeza en el hueco de la guillotina. La Guerra nunca ocurrió. La muchedumbre de inmigrantes no atravesó el océano y jamás tejió nuevos destinos. Ellos que jamás se conocieron. Tú que no me leíste. Estas palabras que nunca existieron. Nosotros, que nunca nos besamos. El pasado pudo haber sido otro y no importa cuál cuando alguien que amamos nos deja o cuando agonizamos de muerte. En momentos tan semejantes, nada interesa.
Mujer de ojos vendados Precipicio al borde de un vaso de café Cuatro de la tarde de cualquier día, de cualquier mes, lo mismo da. Parados en fila, como fichas de dominó, los casilleros del almanaque no se distinguen unos de otros, ordenados soldados clonados a imagen y semejanza, se te ocurre pensar en medio de un ataque de hartazgo, de los que suelen amenazar tu voluntad férrea de empleado administrativo. En el rincón de la oficina me sirvo café en un vaso descartable. Pablo y Esteban a mis espaldas, enroscados en un listado incongruente, desde hace rato no me prestan atención. Ellos no sufren estas crisis. Mi computadora, en el extremo opuesto del recinto, exhibe la lista larga de correos electrónicos sin abrir atorando la bandeja de entrada. “Usted tiene correo nuevo, ¿desea leerlo ahora?”, me pregunta. Si acepto su invitación, permaneceré delante de ella hasta el final de la jornada. Cada mensaje es un laberinto que abre trampas y desemboca en cuatro o cinco llamadas a clientes impertinentes y no quiero hablar con ellos. Mejor dicho, no quieres hablar con nadie. Odias conversar sobre banalidades. Nadie se preocupa de las esencias, de los libros, de la filosofía. Pretendo abrir la ventana de vidrios esmerilados pero recuerdo que hace tres meses fue soldada al marco con autógena. Era la única comunicación con el exterior, con aquel campo baldío al costado de la fábrica. “Distrae a los empleados de sus quehaceres”, sentenciaba la circular minuciosamente redactada por el gerente. Nadie protestó. El mayor acto de subversión fue una chanza de Ana en voz baja entre los compañeros de su confianza “ahora lo que falta es que nos cosan la bragueta”, dijo. Te molesta no poder aspirar el aire sencillo de las cuatro de la tarde. ¿Cómo Pablo y Esteban soportan las diez horas en la noria del escritorio sin queja y tú no? Sus automatismos te chirrian en la conciencia, en momentos así deseas saltar sobre ellos y sacudirlos y golpearlos y gritarles que son estúpidos. Entonces, una vez más, te encuentras coqueteando con el filo de tu precipicio íntimo, al borde de un vaso de café recién servido. Sobre su superficie líquida y oscura reverberan visiones de violencia, singular caldero de brujas: gritas, insultas, tomas a puntapiés al gerente y luego prendes fuego a toda la planta industrial con cócteles molotov. Pero no lo haces; cierras los ojos para evitar la tentación. Jamás lo harías. Eres bueno, demasiado bueno. Te ahogan los escrúpulos. Parado junto a la ventana clausurada apuro la cafeína (“está prohibido beber o comer sobre el escritorio”, inciso B del reglamento interno), vuelvo a la silla y me entrego a la computadora a quien le haré un amor escandaloso con todos mis dedos hasta agotarme.
Estadísticas Fin de la jornada. En la parada del ómnibus. Para distraerme llevo los ojos hacia el cenit: las estrellas. Tiempo atrás creaste una hipótesis acerca de ellas: según tus estadísticas el 99,9% de las personas jamás levanta la cabeza para verlas. En su lugar, prefiere unas cuantas estrellas televisivas. –¡Hola! -saluda una voz. Es el nuevo. Entró hoy a trabajar en la oficina contigua. Desde el primer momento habla de la buena impresión que le causó la planta industrial. El hartazgo amenaza tus defensas. Sus palabras arremeten contra las barricadas que has levantado a tu alrededor. Lentamente te deslizas otra vez hacia al precipicio. Ni mis contestaciones monosilábicas o mis deliberados movimientos de cabeza intentando prestar atención a otras cosas como carritos de bichicomes o gente en bicicleta disuaden al púber laboral. Te sientes impotente para pronunciar alguna palabra que lo lleve a otros temas más gratos. A diferencia del resto, jamás has sido bueno para conversar o disuadir o manipular. Lo sabes. Miro el reloj con insistencia. Habla de sus expectativas de futuro dentro de la empresa, de sus estudios de ingeniería culminados exitosamente y de la alabanza que el encargado de recursos humanos hizo a su currículum. Quisieras callarlo de alguna forma. Me evado. Descubro la constelación del Escorpión y supongo que en el extremo está Orión desperezándose, aguardando su salida triunfal en breve. Busco a Saturno entre el cuerpo del Escorpión. Estaciono en Las Pléyades. Ahora el nuevo ya no usa los términos de “planta” o “fábrica”, no pierde oportunidad de hablar de “la compañía”. Vocablo que siempre te sonó a eufemismo. Nuevamente me refugio en las estrellas. Encuentro la Cruz del Sur y resbalo por su brazo que, si prolongo tres veces y media, me lleva al mismo polo celeste. El ómnibus interrumpe el soliloquio. –¿No tomás este? -dice haciéndole señas. –Espero otro -contesto secamente. Obviamente no sabe que es la única línea que pasa por aquí. –Bueno Me da la mano, sonriente. –Hasta mañana. –Chau. Media hora después asciendo al siguiente transporte. Preferiste cazar constelaciones a diestra y siniestra antes que viajar junto al nuevo, oyéndolo hablar de sus grandes-logros-en-la-vida.
En el asiento del ómnibus saco cuentas verificando la hipótesis: en quince minutos de espera en la parada, el nuevo jamás miró las estrellas. Deben gustarle las televisivas, sin duda. Entonces vuelves a sentirte, al margen de la mayoría, ocupando la porción remanente del gráfico estadístico.
Muerte y resurrección Las facturas. Siempre aparecen debajo de la puerta abandonadas por un despreocupado repartidor. No importa las veces que vaya a pagarlas, vuelven en el mismo orden: primeros días del mes: el agua; mediados de quincena: la tarjeta de crédito; alrededor del veinte: la luz, etcétera. Su existencia me hace inferir que la vida es un círculo infinito en el que están comprendidas hasta las cosas más baladíes. Descubrí dicho concepto de eternidad por mis propios medios, antes inclusive de haber leído el Baghavad Ghita. Hace seis meses cancelé ese ciclo de muertes y resurrecciones: las dejo acumularse junto a la puerta. Cuando molestan, las pateo. En algún momento pensé que ya no resucitarían pero, lentamente, han sido sustituidas por telegramas, cedulones y citatorios de variados diseños. Una especie zoológica menor lo constituyen los azarosos volantes publicitarios sin fecha ni destinatario, literatura indigna de mis inquietudes. Pero benévolamente les permito usufructuar un pedazo del parqué. De todos modos hay espacio suficiente para miles de ellas. Anoto mentalmente que un día, por pura diversión intelectual, me pondré a sacar cuentas de cuántas de estas cosas cabrían dentro de la casa si los amontonara desde el suelo hasta el techo. Perdido en aquel zoológico encuentro un nuevo espécimen recién llegado, más evolucionado que los anteriores, una carta. Mi nombre manuscrito. Hace tiempo que no recibo una de estas, acostumbrado a ver mis datos impresos por modelos laserjet o inkjet. Debió haber sido entregada personalmente porque no tiene matasellos, lo que me vuelve más curioso. Rompo un extremo y despliego una pequeña esquela. Con la ayuda de la luz que viene de la calle a través de la puerta entreabierta, descubro al remitente: mi exmujer. Su letra, un poco trémula, dice que ciertos amigos en común le comentaron que ya no soy el que era, que mi laconismo no tiene explicación. Por lo menos antes nos veíamos cada tanto. Cierto, nos citábamos en algún lugar para que yo le entregara el dinero de la pensión. Luego comencé a enviárselo por correo y, desde que se casó nuevamente, perdimos contacto. En realidad la evades. A pesar de todo lo que ha pasado entre nosotros, suplica que la llame. Quiere saber cómo estoy y si preciso algo. Preocupada, había venido a dejarme esta nota porque tiene dificultades para ubicarme: mi teléfono está fuera de servicio, en el trabajo se prohibieron las llamadas personales y no sabe si los recados que le deja a la recepcionista me son comunicados. La esquela finaliza con el número de su celular escrito con grandes caracteres. Pobre, ¿pensará que estoy ciego? Lo sé de memoria.
Suelto el trozo de papel. Cae al piso dando cabriolas en el aire. Mientras sigo su descenso, pienso fugazmente en aquel lejano problema: Nos peleamos porque ella quería tener hijos y yo me resistí. Hasta que al fin, sus deseos animales instintivos de hembra, fueron más fuertes que su amor. Y me dejó, y la dejé, sin violencia, sin gritos, como un armisticio firmado entre dos potencias iguales en poderío que razonan la inutilidad de su enfrentamiento. Ahora es madre de dos hijos y su marido, ingeniero civil, la quiere. Supones, pretendes sinceramente que así sea, que la ame con más fervor que tú. Porque estás convencido que todas las cosas tienen su medida. Hasta el amor es mensurable al igual que un terreno, la circunferencia de la Tierra o la órbita de Marte. Para ti la vara había sido aquellos hijos que le negaste. Consideras que tu negativa cerrada fue un acto de caridad: de haber tenido los hijos que esperaba contigo, jamás hubiera sido tan feliz como ahora. Te molesta que no comprenda: a la larga, sus hijos heredarían las inútiles inclinaciones de su padre. He visto a sus niños, dos o tres veces a la distancia, cuando uno de mis típicos impulsos me arrastró al jardín de infantes donde me enteré por casualidad que concurrían. Allí estaba mi exmujer, esperándoles a la salida, sonriéndoles, abrazándoles. Dichosa. Detrás del auto ocasional que resguardaba tu identidad, sin querer, te sorprendiste con la garganta apretada en un nudo.
El brujo El empleado de la empresa de aguas al suprimir el servicio, en un gesto solidario, dejó un poco abierta la llave de paso, por lo que me lavo las manos y la cara con un escuálido chorro. Logras ver la pesadez invisible del trabajo que, como costra despegada de tu piel, hace remolinos en el desagüe de la pileta. A falta de energía eléctrica enciendo las velas situadas estratégicamente en cada ambiente. Una vez el vecino vio los destellos que escapaban a través de las cortinas de voile. Golpeó preguntando si precisaba algún fusible para remediar el problema. Desde que rechacé su ayuda, en el barrio se rumorea que me dedico a la brujería y un enorme e infantil graffiti en el muro de la calle lo recuerda todas las mañanas cuando voy a trabajar. Aunque la culpa debe ser mía, porque no le expliqué en ningún momento que me habían cortado el suministro eléctrico. Por no poderlo calentar, preparo el mate frío, calculando una hora de cebaduras. Me siento frente al candelabro. Las pupilas celestes dilatadas al máximo. Ojos de gato que enfrentan la enésima lectura del libro de Sábato. Cincuenta veces he repasado “Sobre héroes y tumbas”, mi libro favorito de cabecera. Restan cien páginas para llegar a la número cincuenta y uno. Has realizado una hazaña sin parangón en el mundo, imaginas al señor Guiness presentándote ante un multitudinario auditorio: ‘Aquí tenemos a la persona que se sabe de memoria un libro de cuatrocientas páginas’”.
Sí, por él destrozaste enfurecido la televisión cuando un crítico irrespetuoso en un programa cultural dijo que Sábato producía únicamente literatura pesimista. De un golpe de florero estalló el tubo de imagen. No lamentaste la pérdida. Ni siquiera te molestaste en juntar los vidrios que, cinco meses después, siguen desperdigados en el piso donde el azar de la explosión los dispuso con tanta armonía. Fue el único acto de violencia física que te permitiste en cuarenta y un años de vida.
Visión extática Luego del almuerzo. Media tarde de una jornada laboral cualquiera. Los canelones a la rossini de la cantina estaban ricos. No sé si atribuirlo al aburrimiento monumental o al estómago lleno, pero frente a la computadora caigo en lo que llamo un “estado de odio extático”: por encima del monitor mis ojos cruzan la oficina y los vidrios que la separan de la otra y se van a clavar en Pablo Martins que está anotando algo en su agenda. Tiene cara de hombre feliz de los que pagan las facturas. Un razonamiento lóbrego te sacude: la ignorancia se le nota en el gesto obtuso con que lo sorprendes mirándote leer a Sábato en los descansos y en la socarronería que usa al hablar de ti con otros sobre tus extrañas inclinaciones a almorzar apartado de todos y a tus reiteradas negativas de ir ”a tomar una al boliche”. Entró en la empresa hace un año escaso, bien de abajo en la pirámide alimenticia y ahora, porque aprendió cuál es el caballo del comisario, ya dirige toda la sección de compras. Con arrebato profético ves el futuro: nada impide que un día de estos Pablo Martins ya no distinga la vida doméstica de la vida laboral, cuando una noche ya no pueda dejar las obligaciones de la agenda a los pies de la cama junto a los zapatos antes de acostarse con su linda compañera. Y estas saltarán de improviso sobre su lecho y, en el momento menos pensado, se interpondrán entre él y sus deseos (¿será el mismo día en que coloquen su cara sonriente en la cartelera como empleado del mes?) Y se disculpará ante su mujer con los clásicos “Hoy no; estoy cansado”, “te juro que jamás me había pasado algo de esto”. Cinco años después: la espalda arqueada, el calcio de sus vértebras siendo doblegado por llamadas de teléfono y hojas oficio (nunca algo tan débil pudo erosionar algo tan fuerte). Su sueldo escurriéndose en pagar pensiones alimenticias porque la mujer no soportó la indiferencia. Como él es radicalmente diferente a ti y no encuentra en los libros el pañuelo para las penas, sus dedos antes hábiles con la raqueta en los encuentros de tenis con los gerentes, se coronarán de nicotina y la lengua se habituará a la graduación alcohólica de siete medidas de whisky por noche. Un buen día (¿el mismo en que lo aumenten de categoría?) se resignará a concurrir una vez por semana a un burdel y, quizás a la larga, se encariñe con alguna prostituta que alabará sus virtudes porque le despertó compasión. Entonces será realmente exitoso: aceptará todo aquello como lo máximo a lo que puede aspirar un hombre.
Emoción estética Se deben haber equivocado. Me han invitado a una reunión importante. La sala de conferencias tiene cuarenta funcionarios provenientes de todos los rincones de la empresa: maquinistas, encargados de turno, gerentes y yo. Nunca había visto a un consultor laboral en persona. Dicho título siempre tuvo para mí el mismo significado que una guerra en Guinea o un atentado en Sri Lanka: nada. El Iluminado habla bien. Cada tanto lanza una mirada hacia el sector de los gerentes buscando una sonrisa aprobatoria. En definitiva ellos le pagarán por su trabajito. El movimiento de sus manos subraya lo que sus palabras explican claramente. Los objetivos que debe tener una empresa exitosa. Calidad, satisfacción del cliente y no me acuerdo qué otro porque me distraigo en detalles más importantes: del bolsillo del consultor cuelga la llave del auto. BMW dice el pequeño logo estampado en el llavero. Me pregunto si sus bolsillos no tienen la profundidad necesaria para que no sobresalga. Suena su celular: –Disculpen -sonríe y se aparta para hablar por el aparato-. Hola, ¿cómo andás? El consultor despliega un arsenal de palabras huecas sin sustantivo, simples adjetivos dispersos no comunicantes: “fantástico”, “increíble”, “bárbaro”. Los mismos que sirven para describir un partido de fútbol o un lienzo de Torres García. Sí, esos que habitualmente te dan náuseas al oírlos en boca de tus compañeros de oficina. Finaliza la conversación con un “Besos, chaucito, bay, bay...” Sonríe alegre. Es alegre porque supongo que paga sus facturas y deja sus problemas de agenda al pie de la cama antes de acostarse. –Imagínense a los productos de esta fábrica -continúa su discurso-, conservas en lata de veinte tipos distintos de salsa. Todas ellas regando generosamente la mesa de medio mundo... Te niegas a imaginar, te enojas porque te hacen perder el tiempo. Eso no te produce emoción estética alguna. Mientras la concurrencia se sumerge en un viaje onírico hacia las tierras-de-las-conservas, piensas que R.R. Tolkiën ha despertado en ti paisajes mejores. Aquel consultor laboral no aporta ideas elegantes que exciten tu inteligencia, de las que tanto te seducen y por las que eres capaz de pasar la noche en vela degustando sus intrincados mecanismos. Finaliza la reunión. Vuelvo a mi escritorio con la carpetita primorosa obsequiada por el consultor. Las dos horas de hartazgo te llevan a las dos conclusiones de siempre: primero, que odias ese circo y segundo, confirmas tu impotencia para evitar sentir esas cosas.
Hombre, no funcionario Antes mis contestaciones estaban plagadas de palabras tales como “puede ser...”, “no me acuerdo...”, “tal vez...”, invariablemente acompañadas de un tono de voz dubitativo. Inclusive los “sí” y los “no” eran poco consistentes, minúsculos. Pero, sin darme cuenta, mis modales han sido modificados un tanto: deseché aquellas palabras y aprendí a pronunciar “SÍ” y “NO” enérgicos con mayúsculas y seguros,
de tal forma que no admitan duda ni réplica por parte del interlocutor. Esas dos palabras manejan todo el flujo de datos de las máquinas en la empresa y parece que también el cerebro de sus funcionarios. Cierta vez hiciste un experimento estadístico: contaste en un día los “SÍ” y “NO”, pronunciados contra otros accidentes idiomáticos empleados y te sorprendiste: el setenta por ciento de las palabras eran “SÍ” y “NO” secos. Nora entra en la oficina. Se acerca y me encuentra nadando entre facturas y notas de crédito para cotejar. –¿Sabés dónde está el bibliorato de órdenes de compra de febrero? Sin levantar la cabeza, digo: –SÍ –¿Dónde? Vacilo un momento en mi contestación, porque me doy cuenta que también he perdido la costumbre de equivocarme. Libre de errores no eres un hombre (rara especie en peligro de extinción que dominó el fuego quemándose las manos) sino un funcionario que presume de su seguridad de transitar por la vida exento de sobresaltos y angustias, protegido por una caparazón de maneras y manuales de cómo-hacer-las-cosas-correctamente-para-que-todo-funcione-y seamos-felices. Mientras Nora aguarda respuesta, en tu interior protestas porque la ley de ósmosis funciona solo hacia un lado: el mundo te contamina de basuras, eficiencias y fórmulas; pero no lo puedes contaminar con tus pequeños tesoros humanos de errores e incertidumbres, joyas que te confirman infinitamente humano, que te ungen ser mortal y sangrante. –El bibliorato lo tiene Juan en su oficina -concluyo triunfalmente. –Gracias, chau. En realidad, están en el depósito. Ya se dará cuenta. Sonrío satisfecho.
Buda Día de cobro. No sé si es el aguinaldo, el sueldo de fin de mes o algún vale que ya no me acuerdo haber pedido pero de la oficina de personal me llaman porque tienen varios cheques míos acumulados que debo cobrar antes de su vencimiento. A la salida del banco, aparto lo justo para pasar el mes. Sin facturas que pagar estoy desahogado y los nubarrones de cedulones y citaciones que, periódicamente, se deslizan por el horizonte debajo de la puerta no me inquietan. Armo un paquetito apretado con los billetes remanentes. Tomo un camino diferente para volver a casa. Inevitablemente paso junto a la iglesia, donde está el eterno mendigo tullido instalado contra sus rejas. Cada vez que lo veo me parece un buda meditando sobre el significado de su desgracia. Abre su mano al ver que me acerco en actitud de entregarle una limosna. Deposito en su palma el paquetito que armé con diez mil pesos.
Este buda moderno, sin palabras ni teorías, pero muchísimo más convincente, ha logrado lo que no pudo el consultor laboral: comprar mi devoción.
Intereses usurarios –Tomá asiento -ofrece y ordena al mismo tiempo el encargado de recursos humanos. –La empresa se acerca a una reestructura general. Las sugerencias de la consultora nos llevan a prescindir de sus servicios. Durante aquella conversación de una hora sus palabras se hacen un laberinto de agradecimientos hacia mí por los quince años de dedicación a la empresa. No pierde oportunidad de recalcar que me voy con la frente alta y con una buena carta de recomendación bajo el brazo. Te callas la boca. Como siempre, masticas intenciones sin escupirlas, armas bombas que no explotan donde quieres, urdes emboscadas de fosos profundos, trampas camufladas para tigres en medio de la selva en las que caes solo tú. Imaginas cosas que jamás harías: saltar sobre el hombre que tienes enfrente, golpearlo hasta que pida clemencia, luego salir a la planta e incendiarla previa evacuación de todas las personas (porque no quieres matar a nadie). Pero la única respuesta que obtienes de tu organismo proviene de tus dedos y de tu abundante saliva. Te urge volver a leer a Sábato, tocar, devorar, llenarte de algún pasaje escrito. Cuando al fin el encargado de recursos humanos te libere de la conversación, irrumpirás casi por asalto en tu casa y, bajo la luz de las velas, podrás al fin saldar aquella deuda con tu organismo. Deuda que crece día a día porque solo puedes abonar amortizaciones de intereses usurarios. Quizás en Sábato hallarás, como tantas veces, la respuesta a los enigmas que tu existencia te ha planteado. ¿Qué diría Fernando Vidal Olmos en estos casos?, ¿qué haría? Me despido del gerente de recursos humanos con un laxo apretón de manos. Luego saludo por última vez a mis excompañeros administrativos. Los cuarenta y cinco apretones de manos más inútiles de la historia. Otro récord para el señor Guiness.
Desierto Paso tres días y tres noches prácticamente tirado en la cama, escondido del mundo exterior en la matriz cálida y protectora de las sábanas. No como y casi no bebo. Poderoso, sintiéndote desligado de todo lo material crees poder igualar a Jesús cuando estuvo cuarenta días y cuarenta noches en el desierto. Al igual que los errores y las dudas, el hambre y la sed también te confirman humano. Te regocijas de ello, que quince años de trabajos forzados no hayan modificado tu esencia. Para matar el tiempo intento sin éxito la empresa de contar las facturas y papeles que conviven en el parqué. Pero no me siento con ánimo. Quiero perderme con cosas más superficiales. Así, paseo la atención por el televisor asesinado, luego por la gruesa capa de
polvo acumulada en la cómoda, lo mismo ocurre con el mantel de hule de la mesa del living, al que solo le falta que le crezcan plantas encima, para al fin asombrarme de la perfecta arquitectura sin planos de la enorme telaraña tendida entre un ángulo del ropero y la pared. Una pregunta clave cae sobre mí con la violencia de un obús sobre un barco indefenso: ¿y ahora qué? Súbitamente, alucinado por el hambre y la sed, comienzas a rumiar una nueva teoría. Pasas dos días y dos noches más perfeccionando sus engranajes: piensas que la justicia, aquella mujer vendada con balanza y puñal en mano, es también una alquimista antigua que alambica causas y consecuencias hasta que al fin otorga a cada quién su porción de recompensa o castigo. En tu caso, ella debería concederte -tarde o temprano- la porción feliz de la torta que te corresponde. Porque no puedes pasar otros cuarenta y un años revolviéndote en la tristeza; en algún momento tienes que gozar de la vida porque te lo mereces, te has portado bien y no le has hecho daño a nadie. Dejo el último hilván de mi silogismo en el aire, mientras me levanto de la cama decidido a comprobar la teoría recién estrenada. De resultar cierta, el experimento que realizaría en breve la confirmaría sin dudas. Luego de masticar con ahínco un pan duro y de tragar a largos sorbos los restos de yogur, único habitante desde hace días de la heladera solitaria, salgo a la calle hacia la ferretería. Elementos necesarios para el experimento: una soga. El vendedor recomienda una buena y barata. Soporta fácilmente cien kilos, agrega al ver mi cara desconfiada. Le hago caso y me la llevo. Armo el nudo corredizo como escolar aplicado a sus deberes y lo reviso cuatro veces verificando la velocidad con la que el círculo se cierra ante el mínimo tirón de la mano. Me procuro una silla de la cocina y allí mismo, donde el techo es más bajo, perforo el cielorraso de compensado y de uno de los tirantes sujeto el otro extremo de la cuerda. Mido la longitud que tendrá en su máximo estiramiento. La tarea me absorbe tanto que ni siquiera los goznes chillones del portón de calle me detienen. Un taconeo lento, meditado, avanza hacia la puerta. En olas, entremezclado con otros ruidos exteriores oigo el griterío de unos niños y un auto que ha sido dejado en marcha, como esperando. Adivino quién puede ser. Devuelvo a su cajón la cuchilla que me ayudó a romper el cielorraso. Acomodo mis ropas porque estoy completamente desaliñado. Apesto.
Ajusto la posición de la silla de tal forma que me permita colocarme debajo de la cuerda y, a la vez, que no sea tocada por mis pies en el momento clave del experimento cuando yo esté en el aire. Tímidos golpecitos insisten en la puerta. No hago caso. Salto.
Justicia Un dolor punzante en la cabeza me trae a la conciencia. El extremo de soga antes colgado del techo yace roto a mi lado. Ferretero pelotudo, me vendió una cuerda fallada. Quito el lazo de mi cuello dolorido, como si me desembarazara de una boa constrictora a punto de asfixiarme. Me siento en el suelo, un poco mareado. Al caer golpeé fuerte contra la mesada de mármol de la cocina. Afortunadamente soy cabeza dura. La zona dolorida no sangra y allí empieza a incubarse un gran chichón. Odio que me estafen. Marcho a cambiar el elemento indispensable para el experimento. En el living, mientras aparto con puntapiés el mar de facturas, citaciones, cedulones y demás acumulados para poder abrir la puerta de calle, descubro un papel doblado toscamente en cuatro metido a la fuerza por la rendija. Lo abro y leo: “Darío: Quiero conversar contigo de lo que me está pasando. Jorge y yo nos vamos a divorciar. No quiero molestarte pero sos la única persona que realmente nunca me ha fallado ni me ha mentido. Necesito hablar contigo, que me escuches. Llamame, por favor.” Luego de años de incomprensión, aquella nota reconociendo tu naturaleza bondadosa y sincera comienza a confirmar tus sospechas. A media cuadra de la ferretería, yendo con la soga en la mano a reclamar su calidad, las imágenes de un televisor encendido en el escaparate de una casa de electrodomésticos me llaman la atención: un periodista habla desde exteriores; a su espalda, una planta industrial arde en llamas. La reconozco inmediatamente. “En vivo y en directo desde el lugar del hecho”, informa un cartel en un ángulo de la pantalla. No escuchas lo que dice, pero intuyes que la mujer de ojos vendados está haciendo justicia. Viendo que, a través del experimento, apurarías los trámites para despedirte antes de tiempo de este mundo y que te irías sin la porción de felicidad que te correspondía, ¿ella no habría intervenido evitando tu muerte, haciéndote comprar una cuerda fallada para al fin otorgarte la felicidad negada durante cuarenta y un años? –¡Qué disparate! ¡Se quema la fábrica! -se sorprende un peatón a mi lado llevándose las manos a la cabeza. Suelto la soga. –¡No lo puedo creer!
Mi casual compaĂąero espectador del incendio televisado, mĂĄs informado que yo, continĂşa dando los pormenores del suceso y no entiende mi actitud. Salto, feliz de la vida al enterarme de que el responsable no ha sido encontrado: un probable cortocircuito.
No speak Una gripe arribada en un barco tailandés, cómodamente instalada en los pulmones de marineros asiáticos indocumentados, comenzó la revolución silenciosa. Por tanto, el primer revolucionario fue un virus. Doscientos años después sabemos que no se originó en laboratorios militares ni en multinacionales farmacéuticas. Esta enfermedad tan común afectó el aparato respiratorio de miles de ciudadanos del norte que se obligaron a pasar la navidad en sus casas calefaccionadas, con mantas térmicas, termómetros y analgésicos al alcance de la mano imposibilitados de cantar villancicos y de armar muñecos de nieve. Muchos recobraron la salud al cabo de una semana, pero una cepa azarosa que jamás se pudo aislar se encarnizó con algunos. El primer caso: John “The Dog” King, famoso basketbolista de ligas mayores, pasó un mes en cama. Tanto le dolía la garganta y tan poco pudieron los médicos que, al final, recobrada su salud no logró volver a hablar. El primer jugador mudo en la historia profesional. Otro infortunado célebre, el actor Dennis Lawrence, protagonista de la saga “La venganza máxima”, de la cual se filmaron tres episodios todos ellos ganadores de algún que otro Oscar. Claro, las esperanzas de sus admiradores de presenciar la cuarta parte no se concretó porque un actor mudo resultaba inservible para el rodaje por más que se probó inventarle en el film algún accidente que lo dejara sin lengua. Ese año, llamado el “año de la gripe”, la entrega de premios Oscar estuvo pautada por la irrupción de barbijos diseñados sobre pedido por Calvin Klein, Versace y Armani. En prevención de contagios ocasionales, los grandes y no tan grandes divos y divas desfilaron por la alfombra roja luciendo aquellos graciosos aditamentos. Se batieron récords de audiencia debido a la gente curiosa que deseaba ver a los ídolos defendiéndose de la posible mutación gripal con rectángulos de tela millonarios. Estadísticas médicas sobre la pandemia más democrática de todos los tiempos enumeran miles de ciudadanos devenidos en seres silenciosos. Si entre ellos se hubieran hallado solo personas comunes y no famosos y ricos, la historia habría quedado perdida en los registros de la epidemiología. Sin embargo, el aura de superioridad que la sociedad le concede a esas personalidades frente a los demás mortales hizo de los mudos ilustres el centro de una nueva moda. Por lo que, al siguiente verano, actores, actrices, cantantes, deportistas millonarios, políticos con vocación de showmans, se pavonearon en sus playas favoritas del Mediterráneo paseando con garbo tan novedosa incapacidad. Más allá de algún depresivo puntual, ninguno se recluyó. En fiestas suntuosas inventaron señas que rápidamente muchos veraneantes ignotos incorporaron a su acervo gestual. El actor John Gilmore impuso los legendarios carteles: él había concurrido como invitado central de un cóctel en una residencia de la Costa Azul francesa. Dejando al descubierto solamente el elegante moño del cuello, apareció con un cartel enorme sobre su pecho que decía: “¡Hola!, soy John Gilmore, el mismo que aparece en el cine. Deseo mantener una conversación con quien tenga una libreta de notas.” Los concurrentes, enterados de su repentina incapacidad oral, la creyeron otra ocurrencia del imaginativo y bromista actor. Para imitarlo, robaron de la cocina manteles y delantales y se los colgaron a modo de ponchos-carteles improvisados y acallaron sus voces comenzando a dialogar únicamente por medio de lo que escribían sobre las telas. Simultáneamente, en una discoteca de Ibiza y en otra de Marsella, los adolescentes, quizás hijos de los que habían estado en la fiesta con John Gilmore, emplearon el mismo método de comunicación, pero esta vez mediante discretos papelitos que primero trajeron por su cuenta y que luego obsequiaron las barras de los boliches.
Según el estado de ánimo el color sobre el que escribían sus mensajes. Por ejemplo, el rojo: una clara invitación sin pronunciar palabra a mantener relaciones sexuales, el verde: ganas de conversar entre amigos, etc.. Pero, tras unos pocos cruces de esquelas, los escribientes se lanzaban a charlar largo y tendido (o no, dependiendo de sus intenciones). La técnica, muy efectiva en ambientes ruidosos, se perfeccionó y al final del estío del norte cada centro nocturno había creado su propio código de colores. La novelería duró solo esa temporada. Deberían pasar décadas para que las normas sociales institucionalizaran el sistema definido del que hoy gozamos. Inteligencia mantuvo el problema herméticamente cerrado dentro de las paredes de la Casa de Gobierno hasta que alguien soltó la lengua: el Presidente era una de las víctimas de la tremebunda cepa. Los hechos, solo conocidos por sus allegados, se ocultaron gracias a una habilísima campaña de imagen. En las conferencias, en sus comunicados a la nación, lo doblaron por computadora con registros archivados de su voz. Alguien levemente despierto concluyó que Él no se mostraba en público desde la aparición de la epidemia, siendo sus mensajes solo televisados. Pasto para la oposición más radical: “hablar es parte del don natural de liderazgo que un Presidente debe tener”, arguyeron. En suma, El Mandatario estaba abriendo la boca como un títere. El escándalo explotó y, facilitada por un estado de crisis social y económica creciente, una violenta revolución lo derrocó. Dos días más tarde, con el apoyo de importantes militares y a un costo de diez muertos y tres heridos, volvió a lucir la banda y el bastón presidencial. Quienes lo conocían bien, ya de por sí de pocas palabras antes de su enfermedad y de ninguna luego de ella, dijeron que la mudez le había modificado su carácter volviéndolo bastante más malhumorado y autoritario de lo normal. Luego de su restauración en el poder la población se acostumbró a un Presidente libreta en mano impartiendo sus órdenes. Una minuta a los ministros, el pedido del café a la secretaria, el visto bueno para la invasión de determinado territorio extranjero, o la imposición de un bloqueo comercial pasó por el lápiz y el papel. Ni hablar de las situaciones que se generaron en sus entrevistas con otros jerarcas: estos, para no parecer superiores a él, y por pura diplomacia, condescendieron a usar la escritura para dialogar; pero se complicaba un tanto cuando el idioma del visitante era diferente del inglés: el traductor debía traducir y leerle al invitado lo que El Presidente anotaba y viceversa. Los miles de personas forzadas a dejar sus trabajos por su invalidez recibieron abultadas pensiones graciables firmadas de puño y letra por un Presidente sensibilizado. Precisamente de esas fechas datan las primeras comunidades. La población muda espontáneamente organizada corrió hacia el campo profundo. Huyó de las ciudades que poco contemplaban sus necesidades. Crearon sus propios centros poblados con sus propias reglas, como en el pasado lo hicieron tantas sectas norteamericanas. La ventaja residía en que contaban con el aval del gobierno, tanto que les fueron concedidos vastos territorios fiscales y múltiples prebendas. ¿Qué ocurría en la vida cotidiana? Si buscamos en los archivos fílmicos, podemos ver un anuncio de una marca de calzado deportivo realizado por el mismo John “The Dog” King. Allí, la superestrella realiza una serie de proezas imposibles con la pelota anaranjada y el aro, sin que su calzado chirrie contra el parqué o se escuche sonido alguno. Ni despeinado ni transpirado por el esfuerzo, muestra una nota ante cámaras: “silenciosos, pero efectivos.” Ejemplos como estos comenzaron a atestar los espacios publicitarios. El cine mudo experimentó un nuevo auge, primero con producciones independientes que prescindían totalmente de diálogos y recurrían a los sobreimpresos. Hasta algún radical aborreció el color y prefirió los claroscuros del blanco y negro. No solo los mudos concurrían a verlas, también los ciudadanos promedio llevados por el snobismo. Como es
de rigor en estos casos, el fenómeno desembarcó en el ámbito académico: algunos sociólogos reinterpretaron a Chaplin y a Rodolfo Valentino como adelantados de esta nueva subcultura. Poco tardó en aparecer el primer concurso de películas mudas e, informados de que se estaba creando un nuevo nicho de mercado, incluso Hollywood y Cannes desempolvaron la categoría de “producciones no sonoras”. No se equivocaron: en tres décadas de existencia, esa corriente dentro del cine representó el treinta por ciento de su facturación. Faltaba un impulso adicional para que la revolución silenciosa tomara cuerpo y se afianzara en sociedad: que se confeccionaran panegíricos con su nombre. Quien perduró en la historia hasta nuestros días, el antropólogo Ernst J. Coch, no hizo más que aspirar la atmósfera de su tiempo y llevarla al papel. Su teoría dice, en síntesis, que todo sonido pronunciado por la lengua equivale a la mentira y al vacío, lo único verdadero es la palabra escrita; conclusión natural, según él, que surgía de la observación de la importancia que en la humanidad se le atribuía a la literatura sobre la oralidad; “desde cartas de amor hasta conformes (...), por algo un texto tiene el poder de hipotecar bienes, de destronar reyes, de crear naciones, de unir gente, mientras que las palabras vocalizadas solo confunden”. Incluso él mismo renunció a hablar y se dice que tanta fuerza tuvo su convicción que se hizo extirpar clandestinamente las cuerdas vocales. Del coqueteo continuo de El Presidente con esa comunidad intrínsecamente poderosa podemos inferir el secreto de su permanencia en el gobierno por más de cuarenta años en la mayor democracia del planeta. La secta, que según un censo de la época poseía diez mil seiscientos adherentes, amasó fortunas a través de sus propias empresas que, como dijimos, gozaban de beneficios fiscales extraordinarios. Y no hablemos de los ricos que ya tenían los bolsillos llenos antes de caer víctimas de la epidemia. Las subsiguientes generaciones nacidas en las comunidades afianzaron el culto al “no speak” gracias a dos pilares fundamentales: la educación y la ablación. Ellos construyeron el prototipo de enseñanza para el silencio hoy vigente. Detengámonos en este aspecto: los niños nacían y eran socializados como cualquier otra persona con la diferencia de que se le inculcaban valores de respeto y búsqueda del no-ruido, apoyados en un estímulo a las letras y el desprecio al habla (no es casualidad que nuestros grandes literatos provengan de allí). Una reglamentación sobre pasaje de grado en un colegio de aquel tiempo decía: “... además de las calificaciones, obligatoriamente el alumno debe poseer por lo menos el vocabulario para que en un minuto mencione veinte sinónimos de la palabra ‘escribir’...” Los maestros y maestras eran las únicas personas parlantes en las comunidades aunque siempre acotados al ámbito de la escuela. Fuera de las aulas podían abrir la boca solo para bostezar. Esta es la razón de por qué hoy día los maestros de escuela son un gremio poderoso comparable a una casta sacerdotal con sus propias prerrogativas. Los nuevos educadores que adoctrinarían a futuras generaciones surgían de una elaborada selección de niños hecha por maestros retirados. Entonces los elegidos no se sometían a la ablación de las cuerdas vocales. Al resto, la masa de futuros ciudadanos comunes, llegada la pubertad y completado el nivel primario de instrucción, se les practicaba en los hospitales la operación que los introducía de lleno en el mundo adulto mediante un ritual muy similar al bautismo, en cuanto a que convocaba y provocaba el regocijo de toda la familia. Los niños no vivían como un trauma el acontecimiento: durante años se había trabajado sobre sus conciencias el concepto de que las cuerdas vocales tenían igual valor que el apéndice. Además, a los doce años, con toda la carga represiva de la palabra que contenía su educación, ellos de por sí hablaban escasamente y, si lo hacían, solo ocurría dentro de sus casas. En sociedad, vocalizar implicaba una fortísima sanción moral que
tildaba al infractor de ignorante y poco evolucionado aunque se tratara únicamente de un niño de cinco años que pedía por su mamá porque se había lastimado una mano. Actualmente hemos progresado y no solo castigamos moralmente sino también jurídicamente a aquellos adultos autores de aunque sea una interjección emitida por cualquier medio diferente al escrito. Con respecto al arte, ya en ese entonces se establecieron prohibiciones a las canciones sin importar su estilo. La música llamada clásica, despojada de letra, fue entronizada en nombre de la mudez. Es decir, al igual que con el cine mudo, los dinosaurios retornaban. Para suplir al lenguaje oral, la expresión corporal y la comunicación eminentemente visual conquistaron el mercado. Las estrellas musicales sobrevivieron solo en los videoclips: gesticulaban delante de cámara y al ritmo de la música mientras la letra de la canción aparecía subtitulada. Más arriba cité el término “no speak”. Sustituyó al verbo “hablar”, desterrado de los diccionarios de las comunidades mudas. Luego y sin una razón para existir otras se considerarían “poco recomendables”: las que tuvieran alguna afinidad con el verbo “decir”, tales como “farfullar”, “murmurar”, “susurrar”, etc.. (Pido perdón si menciono alguna de ellas en este relato). Como vemos, Coch, sus teorías y todos los intelectuales silenciosos que ensalzaron el “no speak” echaron raíces profundas en poco tiempo y no por mera casualidad. Primeramente debido a una tasa de natalidad alta (sumado a los que voluntariamente se agregaban y sometían a la ablación) le dieron al grupo enorme representatividad en las decisiones del país. Segundo: generación a generación la sociedad perdió el recelo a mezclarse con los mudos porque el ciudadano de a pie se había hartado de tanta basura mediática: signos confusos y ambiguos, publicidades engañosas, parlanchines políticos, etcétera, que la civilización consumista produjo en su apoteosis. Un hecho histórico marcó el ascenso al poder de la mudez: la aceptación de la ablación como costumbre fuera de las comunidades. En un principio ilegalmente por convicción y luego aprobadas por ley se generalizaron las extracciones voluntarias de cuerdas vocales, convirtiéndose en poco tiempo en requisito indispensable para ingresar a la administración pública de la misma forma que lo puede ser el certificado de la jura de la bandera o la libreta de enrolamiento. La mudez ofrecía un nuevo paraíso a todo el que lo deseara y pronto saltó a otras naciones encontrándose con la misma aquiescencia que en su país de origen. Ni proteccionismos trasnochados, ni resistencias xenófobas, ni antiguas reminiscencias imperialistas que veían en la “nueva mudez global” un intento despiadado de dominación, pudieron con la revolución silenciosa, máxime cuando los principales dueños de las multinacionales, la intelectualidad, el jet set de la época, eran no speakers, descendientes de aquellos mudos originales, concientizados hasta la médula de las bondades de la sociedad emergente. Al mismo tiempo que se sustituían en los billetes a los antiguos héroes de batallas por prolíficos escritores, la libreta de hojas blancas se establecía como medio de comunicación por excelencia. Edwin Stone, multimillonario mudo, codificó el lenguaje primitivo creado lúdicamente por los adolescentes veraneantes de la costa mediterránea. Le aportó reglas claras, lo prestigió y transformó en lo que todos conocemos y manejamos. Pensó que así como las letras sustituyen a las palabras, la tipografía podría equivaler a los gestos e inflexiones con los que solemos acompañar a la voz para enriquecer nuestro mensaje, queriendo muchas veces decir más cosas con ellos que con las mismas palabras. Así nos encontramos con vendedores que ofrecen tarjetas preimpresas con oraciones tales como: “De nada”, “Revise el cambio”, “Estoy apurado”, “No me molestes”, “De eso ya
tengo”, etcétera, en el tipo de letra más formal e insípido existente: Times New Roman, para usarse en la calle y con cualquiera. Pero cuando queremos transmitir afecto, odio o desconfianza y debemos escribirlo a mano sin la ayuda de un procesador hay que recurrir a imprentas, cursivas, subrayadas, minúsculas o a sus mezclas, en un juego seductor por demás que nos ha transformado en calígrafos amateurs. El beneficio es directamente proporcional al sacrificio de no hablar: mucha certeza se ha introducido en las relaciones interpersonales desde que el no speak domina. Se han evitado fraudes y malos entendidos con solo andar con una libreta por la calle para expresar lo necesario y en la forma correcta. El sentido del lucro no se quedó atrás y ha creado los boliches “de valores”, donde nos encontramos con el prójimo de la manera menos romántica pero más efectiva inventada. Siguiendo el ejemplo de Mr. Gilmore, hoy día si usted quiere conocer a alguien, ya sea pareja o amigo nuevo, debe ir a uno de estos lugares en cuya entrada el portero le dará junto con el ticket un cartel para colgar al cuello. Allí puede despacharse a gusto recurriendo a mayúsculas o minúsculas, cursivas o subrayadas, escribiendo cómo se llama, qué edad tiene, qué vino a hacer a ese lugar y dar una descripción general de sus gustos, preferencias y personalidad. Bien es sabido que un sistema que prueba su eficiencia gobernando a unos miles no necesariamente funciona cuando abarca a millones de personas. Por tanto, la vieja aspiración de teóricos como Coch, que encomiaban el silencio como un arma contra la deshonestidad y los vicios sociales porque requería individuos muy leídos y obligaba a dejar constancia escrita de todo lo dicho, ha probado no ser una verdad eterna: en esos mismos boliches de valores, o en la calle o donde sea, dos corruptos pueden cerrar un negocio de lavado de dinero sin que los oigan guardándose sus diálogos en los bolsillos para luego quemarlos. Recientemente el invento del chat que brinda la ventaja de sobrescribir o borrar sin dejar rastros añade más incertidumbre al tan manido postulado de Coch: el no speak garantiza cada día menos la convivencia sin mentiras. Ya no estamos mejor que hace doscientos años cuando se enarbolaba el papel y el lápiz como símbolo del fin de los tiempos oscuros del doble mensaje. No me malinterpreten: yo apoyo la mudez global y quienes me leen saben que la he defendido como estilo de vida pero no puedo más que alarmarme de lo que en el párrafo anterior cité. Sin embargo, este ensayo no tendría sentido si no aporto una nota de esperanza: según informaciones recientes, hallaron a un polizón marroquí a bordo de un vuelo que hacía el puente aéreo Rabat-París. Al llegar a Orly, lo desprendieron del tren de aterrizaje más muerto que vivo. Los paramédicos lo declararon como un no speak afectado por el hambre. Pero no sabían que traía consigo una variedad de dermatitis causada por un hongo resistente. Cuando los funcionarios del aeropuerto lo colocaron delante de un papel, en el cual le preguntaban, en su idioma de origen y con perfecta letra Times New Roman, cómo se llamaba, su vista parecía flotar en un punto indeterminado del espacio. Dos semanas después todos los que estuvieron en contacto con él quedaron ciegos.
Pablo Benítez (1786- ) Montevideo, 7 de marzo de 2000 Estimada Sylvana: Debí escribirte hace tiempo, pero el asunto sobre mi padre me ha tenido a mal traer. Como ya sabés, permaneció oficialmente desaparecido durante la dictadura y, recién hace unos meses, luego de miles de idas y venidas, la duda se despejó: a papá lo mataron los milicos en 1974. Tuvo un fin terrible. Tres meses antes de que yo naciera. Lo creían sedicioso. Pero no te quiero agobiar con hechos que quizás sepas por boca de otros. Porque la presente es para relatarte un hecho singular: los libros de historia son fantásticos. Siempre me llamaron la atención los documentos que, en su mayoría, aparecen al final de los capítulos. Generalmente cartas, partes oficiales, relatos de viajeros, etcétera. En el libro de quinto de historia que aún conservo, de mi época de escolar en los años de la dictadura, aparece el documento de un censo del año 1810 hecho en la Villa de Soriano. Allí figura el nombre de Pablo Benítez. Por razones obvias, me llamó la atención. De a poco y sin querer me fui internando en una trama increíble que me hizo leer otros libros y recorrer algunas bibliotecas. Asimismo me trajo muchas sorpresas. Valió el esfuerzo. Para empezar, te mostraré una carta, la cual actualicé en su estilo para hacerla más comprensiva: “En la villa de Soriano, en el mes de marzo del año de 1811. Querida madre: (…) En el día de ayer, Pablo se fue junto a sus compadres Venancio y Pedro. Dijo tener un asunto importante que atender y que no sabía cuándo volvería. Cada vez que dice eso no sé cómo reaccionar. Tú sabes que Pablo siempre fue muy amigo de andar por ahí con sus compadres, que viven con esas tonterías en la cabeza sobre la libertad y el anacronismo del gobierno español. Solían pasarse las horas discutiendo entre ellos en las rondas de fogón y asado tan frecuentes, o en las tardes perdidas de la pulpería. Un tal Manuel Francisco Artigas anduvo por estos lados los otros días junto con un grupo de paisanos e indígenas, la mayoría mal vestidos y mal alimentados, con armas toscas, componiendo un cuadro patético. Aparte de pasar algunos días aquí en la villa desde fines de febrero, sostuvieron varias reuniones de cuyo contenido no me pude enterar. “Cosas de hombres” contestaban si les preguntaba al respecto. Creo que ese Manuel tiene algo que ver con la decisión de Pablo de ausentarse. Día y noche se sucedían movimientos extraños. Trabucos, bayonetas, sables corvos, era habitual verlos en manos de esos improvisados soldados. De casa desapareció un trabuco naranjero que Pablo guardaba. Creo que se lo llevó. (…) (…) No comprendo a Pablo. Vivimos cómodos en nuestra hacienda. Si bien nadie nos regaló nada, le agradezco a esta tierra el habernos dejado trabajar y conseguir todo lo que tenemos, cosa que no hubiéramos logrado si aún permaneciéramos en España. Él seguiría atrás del arado, labrando campos ajenos. Pero creo que cuando hablaba de “su”
tierra no se refería a esta hacienda, sino a algo más grande y general. Entonces me empezaba a hablar de un tal José. (…) (…) Aparte de comentarte este hecho, te quiero dar la noticia de que estoy encinta. Como de dos meses. Así, entretanto la ausencia de Pablo me entristece y creo que no depara nada bueno, tengo un buen motivo para alegrarme como ya ves. Te adelanto algo: si es varón se llamará Pablo, Pablo Benítez, como su padre. Siempre me dijo que algún día, si gracias a Dios tenía un hijo varón, se llamaría como él. (…) Espero verlos pronto. Saludos a ti y a papá. Cariños. Isabel.”
En la primavera de 1811, Isabel marcharía abandonando la hacienda, cruzando el Salto Chico, con un hijo de meses en brazos, siguiendo a Artigas en el Éxodo. Definitivamente no se equivocaba cuando decía que la ausencia de Pablo no deparaba nada bueno, pues él murió en Las Piedras. ¿Qué hecho impulsó a Isabel, la española conforme con el régimen actual y agradecida de esta tierra tal cual era, para seguir a un General soñador encerrado en sus deseos de libertad, la misma libertad que Pablo soñaba en las reuniones de la pulpería con sus compadres, y que abruptamente truncó en Las Piedras cuando lo pasaron a degüello para que no sufriera? Deduzco que sintió que, perdido su marido, ya nada tenía objeto y, quedarse en la hacienda expuesta al pillaje, con sus criados y junto a su pequeño, era un peligro mayor que marchar con el General. Me parece presentir o imaginarme (¿por qué me imagino o presiento?) a esa española, acostumbrada al calor de un buen hogar, pasar las noches en vela, tiritando de frío, despertada por su hijo con hambre. El hambre que recorre las tripas vacías, ansiosas de leche de mamá. El frío que se cuela entre los cueros remendados de una carreta, atravesando la poca ropa, tocándome, poniéndome la piel de gallina, mientras desde sus brazos la miro permanecer impasible, como perdida, triste, quieta. Ella sabía que nada sería como antes. Había perdido todo, salvo dos cosas que conservaba defendiéndolas con uñas y dientes: el recuerdo de Pablo Benítez, aquel que murió en Las Piedras, y a su hijo, este otro Pablo Benítez que cargaba en brazos. No te sorprendas, Sylvana. De un retrato a lápiz de Pablo Benítez, que pude sacar del olvido de un vetusto álbum familiar, y en cuyo dorso figura la fecha de realizado (12 de enero de 1811), puedo decirte cómo era él: cabellos castaños claros, un poco largos. A pesar de que en el retrato aparece usando un sombrero, tiene bucles rebeldes. (¿Cómo sé cómo es su pelo, si el retrato es a lápiz y usa sombrero?). Ojos marrones, expresivos y brillantes, sobre unos globos oculares blanquísimos, signos indudables de juventud y fortaleza, porque él es joven y fuerte. El caballete nasal surge delicado entre sus ojos y más allá se transforma en una nariz ancha, pero no desproporcionada. Cejas no muy tupidas. Boca pequeña y labios finos. El rostro esconde débiles arrugas prematuras que se notan cuando ríe. Tiene una piel blanca, muy blanca diría yo, que se oculta debajo de otra piel curtida por los años de trabajo expuesto al viento, al frío y al sol, como si fuera la corteza de un árbol, áspera y dura, que sin embargo resguarda un interior delicado. No puedo ver en el retrato sus hombros, pero son anchos, acostumbrados a mover unos brazos gruesos. Manos fuertes, ásperas y callosas, llenas de trabajo. En ese entonces cuenta con veinticinco años. Curioso, ¿no?
Isabel, luego del Éxodo, luego del segundo sitio, luego que Artigas definitivamente se va al Paraguay, luego de errar por media tierra, se instala definitivamente hacia 1823 en la casa de sus padres, en una Montevideo gobernada por Lecor. Su hijo, rodeado de los abuelos, y a salvo de las penurias pasadas, es enviado a estudiar. Al mismo tiempo Isabel quiere que sea comerciante. Lo pone a trabajar con su abuelo, que se dedica al comercio. Ella pretende apartarlo lo más posible de la vida salvaje del campo, tan incomprensible para ella como las ideas que la habían dejado viuda. Y lo veo a ese joven Pablo vagar por las calles de tierra polvorosa de aquel primitivo Montevideo (¿por qué lo veo?), escapado del colegio y del trabajo con su abuelo, porque le gustaba andar por ahí con sus amigotes. Como te decía, ella vive sin sobresaltos en la casa de sus padres, criando a su hijo. Pero años después, a Pablo Benítez, aquel que murió en Las Piedras, que es imposible olvidar, lo ve cada vez que observa a su hijo: cabellos castaños claros con bucles rebeldes, ojos marrones expresivos y brillantes, signos de juventud y fortaleza. Y una personalidad igual a la de su padre: arisco, desconfiado, terco, se precisaba un trabajo de hormiga para lograr su confianza y solo dos segundos para perderla. Pero así como costaba acercársele, también -si el trabajo paciente lo lograba- se conseguía una persona fiel hasta la muerte, capaz de hacer los mayores sacrificios. Que también podía guardar los mayores rencores, porque si uno le fallaba solo una vez, en el más mínimo detalle, obtenía un enemigo acérrimo, a prueba de razones, para toda la vida. Decime, Sylvana, ¿a quién se parece? Cuando Isabel falleció, Pablo Benítez hijo se había transformado en un rico comerciante, casado con una tal Bernardina. Pero los esfuerzos de su difunta madre por apartarlo de “las ideas salvajes”, no sirvieron de nada. En 1839 estalló la Guerra Grande. Partidario de Oribe y muy allegado a sus colaboradores, abandonaría Montevideo a mediados de ese año. No sabía que su esposa estaba embarazada. Ella tampoco. Nunca más se volverían a ver. Igual que el otro, Pablo Benítez caería degollado bajo el cuchillo en la batalla de Arroyo Grande, el 6 de diciembre de 1842. No tengo documentos probatorios acerca de que haya muerto de la misma forma que su antecesor, pero intuyo que sí (me toco la garganta y la recorro con el índice de oreja a oreja). Tampoco puedo probar fehacientemente los motivos que lo llevaron a dejar a Bernardina y a su vida de comerciante e irse a luchar muy lejos, pero íntimamente lo sé: son los mismos que movieron al Pablo Benítez que murió en Las Piedras. Nuevamente recurro a los libros. En el libro de “Historia del Uruguay” encontré la reproducción de una fotografía bajo el título: “Jefes superiores del ejército revolucionario de 1897”. Aparecen catorce hombres, entre ellos Aparicio Saravia, el coronel Diego Lamas y doce hombres más posando para una fotografía de esas que uno ve y guarda para siempre en la retina. Ahora, precisamente mientras te estoy escribiendo, me recorre un escalofrío por la espalda al recordar la escena. Es una mañana fría y brumosa. A nuestras espaldas están las tolderías que pronto desarmaremos para marchar pasando por Masoller. Permanecemos un rato quietitos para que el hombre y su máquina saquen la fotografía. Todos más o menos parecidos: usan sombreros adornados con divisas blancas y ponchos rematados al cuello con un pañuelo, como si todo ello fuera el uniforme de rigor. Para tu sorpresa, el hombre sentado más a la derecha en la fotografía es Pablo Benítez. Menos por los escasos datos que manejo, y muchísimo más convencido por lo que siento, presiento (¿por qué presiento?) que este otro cayó -también degollado- junto con Saravia en Masoller en se-
tiembre de 1904. Hasta aquí todo lo que sé acerca de Pablo Benítez. Luego le pierdo el rastro. Los hechos que más arriba te he relatado me hacen plantear una pregunta, y supongo que a esta altura vos también te la debés haber hecho: ¿no estaremos ante el mismo Pablo Benítez que, una y otra vez, nace en las mismas circunstancias, que aparece en diferentes batallas que en el fondo son las mismas y muere de la misma forma? Te apunto algo más inusual que me ocurrió: al leer las crónicas de las tres batallas, no puedo dejar de imaginar o rememorar esos hechos. Pero no hablo de una mera elaboración mental, cuando imaginás cómo podría haber ocurrido un hecho que te contaron. Es más que eso, es como si yo hubiese estado allí, como si yo fuera aquellos Pablos Benítez y, mientras te escribo esta carta, siento como si mi carne estuviera entera… … cabalgando con el peso de todos mis huesos sobre un alazán brioso al que le meto espuelas para arremeter contra aquel que ya me vio. Y se me viene ¡jue’ puta, carajo! Levanto la caña tacuara y con la hoja de la tijera lo ensarto. Mi mano siente cómo el hierro perfora la carne y las tripas. Creo que ni se quejó. Me pareció que abrió los ojos grandes. Los cerró. Cayó al suelo con un golpe seco. Freno al alazán. Me distraigo por un momento mirando al cristiano ensartao que se revuelca brevemente hasta quedar quietito. Un caballo resopla a mis espaldas. Gritan. Ese grito se pierde entre los demás gritos que pueden ser de dolor o de agonía o de victoria. En medio del ruido uno no distingue. Miro alrededor. ¿Ande están los que venían conmigo? Pedro, Venancio, Don Segundo, Nicanor… Espueleo al matungo y tiro de las riendas pa’ pegar la vuelta. El grito se hace más fuerte. Lo distingo entre los otros. Un caballo vuelve a resoplar más fuerte. Cerca. Muy cerca. A mi derecha. Un golpe. Un ruido sordo retumba en mis entrañas y me inunda por un segundo. Me estoy como partiendo en dos desde el ombligo que se abre. Estoy aturdido. Caigo. Los ojos se nublan. Los cascos duros de un caballo me atropellan.
Uno cae sobre el brazo. Otro sobre las vértebras (suenan). Dolor. Silencio… ... Mi boca está pastosa. Mi saliva, espesa. Tiene el gusto al hierro de la sangre. Ese mismo hierro hecho por los hombres que me abrió de lado a lado. El hierro mortal y afilado, la piel abierta todavía lo puede tocar. Mi nariz se hunde en la tierra. La respiro. Se mete en las fosas. Húmeda. Fértil. Las Piedras, Arroyo Grande, Masoller, huelen a lo mismo. Calculo que el dolor es insoportable. Solamente calculo, porque el dolor ya no me duele. Intento abrir los ojos. Al fin lo consigo. Pero quieren cerrarse en contra de mi voluntad. Igual que en las noches junto a Isabel cuando en la cama me invadía el sueño. Debe ser porque estoy cansado de tantas batallas… … Sí, es por acá compadre. No pierda el tiempo con los que están muertos. Véngase conmigo. Acérquese. Vamo’ a hablar un rato mientras se asa el cordero. Allá adentro Bernardina teje. Venga, no tenga miedo. Estoy acá. Cuando me recupere, volveremos a nuestras yerras. Y a nuestro ganado en la Villa. Con olor a cuero y pelos chamuscados. Tan bien nos entendemos, compadre. Después iremos a la pulpería a tomar caña y a hablar de cosas de machos. De José, de Manuel y de Aparicio, de nuestra tierra. De esta tierra, la puta carajo que me inunda, me abraza y se quiere meter por el gran tajo. Porque la herida abierta es lo único de valor que poseo en este momento. Todo lo demás, ya no vale. Esto es real. La humedad de la tierra que se confunde con la de mis tripas. Creo que mis tripas y ella ahora son lo mismo. Boca abajo, parece como si le estuviera haciendo el amor con todo el amasijo de mis intestinos y mi estómago.
Vamo’ compadre, no gaste el filo del cuchillo en gargantas muertas. Guárdelo para mí. Mis sesos laten con fuerza. Tengo calor. Tengo frío. El aire lo tengo que meter a empujones en los pulmones. Sí, compadre. Sí. ¿Por qué tiene los ojos llorosos?, ¿por qué me llora? Eso es. Apriete los dientes con fuerza. Levánteme la cabeza de la tierra. Agárreme de los pelos. De los bucles. Ahora los puedo ver a tuitos mis compadres juntos. El de Masoller, el de Las Piedras, el de Arroyo Grande. Están frente a mí mostrándome el cuchillo brilloso de la sangre de tantos. Sí. Así. Ponga el filo contra la piel y paséelo de oreja a oreja. No sea cobarde. Que no le tiemble el pulso. Sino es pior. Piense que soy un cordero. De los tantos que ha matao en su vida. Ve, así es más fácil. ¿Qué me quiere decir compadre? Los hijos que fui. Las batallas que gané. Las tres que perdí. Los caudillos que seguí. Los hogares que abandoné. El corazón de las mujeres que destrocé sin querer. Las vidas que cambié para siempre de un tajo. Aquellos sueños que dejé colgados del arado en España. Estos otros sueños que tuve en esta otra tierra y que se me van. Como la sangre caliente que brota del garguero y me baña calientita. Es mi sangre y la de otros. Hábleme fuerte que no lo oigo. ¿Qué me quiere decir? Húndalo un poco más. Hágalo bien. Como compadres que somos. Acérquese a mi oreja. Que no oigo lo que sus labios temblorosos no se animan a decir. –Perdone compadre… Cierre los ojos… No me mire… Aguante que la muerte dura poco.
Un relato feroz. ¿No, Sylvana? Te dije al principio que habría sorpresas. Creéme. Sé que me creés luego de años de amistad. Pero, al contar los hechos de nuevo, los siento como míos. Muy adentro... ... como una gran herida profunda, Abierta a fuerza de cuchillo. Me tiembla el lápiz con el que te escribo. Disculpame. Pero estoy aturdido. Ya no me quedan ganas de seguir escribiendo. Tuyo, Pablo Benítez
Pastillas para vivir De seis de la mañana a cuatro de la tarde en un trabajo. De cuatro y media a ocho en el curso. De ocho y media a cinco de la mañana en el otro trabajo. Indudablemente, desesperadamente, precisaba un poco de tiempo para descansar. Casi corriendo llegó a un quiosco en la esquina de su casa. El dueño, a punto de bajar la cortina del negocio, le vendió un poco. –Seis horas es lo que tengo. Hoy se vendió todo -le dijo. Dos grageas cayeron en las manos transpiradas de Luis. Como un tesoro las guardó envueltas en el pañuelo. A cambio le entregó varios billetes, el sueldo de medio día de uno de los trabajos. Apenas hubo cerrado la puerta de la casa miró la hora: 20:10. Todo en calma. Su mujer probablemente no habría llegado. Su hijo, a juzgar por la hora, estaría preparándose la cena. Cuando despertase lo saludaría. Tragó las dos grageas y se tiró en el sillón con todo el peso de su humanidad. Al fin, tuvo seis horas libres. Despertó relajado, como nuevo. El reloj indicaba las 20:10. “Perfecto”, pensó. Se levantó del sillón. Seis horas de sueño suspendido no vienen mal. Le faltaban veinte minutos para entrar en el próximo trabajo. Sintió ruido en la cocina y se dirigió hacia allí. Estaba su hijo cenando con la televisión encendida. Miraba el canal 1044 de dibujitos animados. Fueron a los cortes publicitarios. –¿Cómo andás campeón? –preguntó, pasándole la mano por el pelo. –Bien -le contestó revolviendo distraídamente el plato de comida.- Te vi durmiendo y no quise despertarte, papi. Él sonrió y respiró hondo sin querer. ¿Hacía cuánto que no sonreía y respiraba hondo sin querer? Luego de un aviso de pastillas para adelgazar, apareció un hombre en la pantalla. Rubio y de ojos celestes, bien trajeado, de mandíbulas cuadradas estilo Supermán. Con el índice derecho apuntaba al televidente y hablaba: “Sí, tú, ¿qué esperas para ganar más dinero aprovechando todo el día en cosas útiles? Tomando pastillas para detener el tiempo y descansar serás otra persona.” Y, a continuación, en un primerísimo plano que resaltaba una sonrisa de ejecutivo exitoso colmado de la gloria del consumo, agregó: “Yo las probé. No más horas de sueño perdidas. ¡Todo trabajo y dinero! La elección correcta de la gente inteligente.” La escena del Supermán vendedor terminó y la publicidad continuó con tres minutos testimoniales de personas que habían tomado el increíble producto. –Papi -dijo tironeándole del saco. –¿Sí? –¿Cuándo me vas a comprar una de esas? –Cuando seas mayor y puedas tomar tus propias decisiones las comprarás.
Luis se quedó en silencio viendo el final del comercial. Quitó la vista del televisor y se detuvo a contemplar al niño: inocentemente, revolvía el puré y dibujaba figuras antes de tomar una porción y comerla. Le dio un beso en la frente. Caminó con el maletín en la mano hacia la puerta. La abrió. Se quedó un segundo mirando en dirección a la cocina. La televisión seguía vomitando anuncios. Su hijo chupeteaba despreocupado la cuchara con todo el tiempo por delante. “Ojalá lo aproveche.” 20:22 “Faltan ocho minutos”. –Adiós, vuelvo mañana. Cerró la puerta. –Chau, pa -contestó el niño.
Profecía Día 1 Juan Vargas permanece hundido en el hueco del respaldo de la cama. Una sorpresa siempre a punto de revelarse parece habitarlo, como un aljibe antiguo. En la víspera fue internado con un cuadro severo. Una gripe feroz. Soy su único pariente y decido cuidarlo. Retorna al mundo real solo cuando la marea de medicamentos cesa. Pero entonces desvaría y cuenta incoherencias, según me han dicho. –Oíme -aprieta con la mano, como puede, un pedazo de sábana. Quiere acompañar con la debilidad de su cuerpo la resolución de su espíritu. Intrigado, le escucho: Noche de reunión en la cantina del club. La luz eléctrica amarillea sobre los rostros serios de cuatro directivos. –Imposible -habla Héctor, observando las páginas del libro de cuentas tendido sobre la mesa como animal listo para estudio científico. Pasa lentamente las hojas bajo la permanente atención de los otros. Buscan, escrutan, maldicen. –Ayer estaban -insiste Pedro. Colocan el libro abierto de canto contra la luz de la habitación. Hay solo páginas lisas. La epidemia se extiende por el humilde club de fútbol. Abarca hasta los más pequeños objetos. Despedidos por un resorte, se paran de sus sillas. Examinan el lugar, intentan sujetarse a un mínimo pensamiento racional, para atravesar la absurda realidad que experimentan. El pizarrón de la pared ya no anuncia el “Hoy buseca hoy” escrito horas antes. Jugadores que en otras épocas habían llenado de orgullo a la institución, los gloriosos equipos posando sonrientes antes del partido, no tienen nombres ni fechas. Mudos héroes de batallas anónimas adosados a una pared. Los cartelitos de los precios que el cantinero pegaba en la puerta de la heladera con el valor de cada bebida, son rectángulos insípidos, mariposas de cartón pinchadas contra el metal por un excéntrico coleccionista. Un diseño burdo se adueña de botellas y etiquetas. Paradas en actitud marcial siempre de cara al estaño y a los parroquianos, exhiben líquidos ambarinos sin graduación, sustancias oscuras sin bodega conocida. Un zoológico de pacientes piezas de vidrio. La espuma plast, que acostumbraba lanzar desde el mostrador un “hoy no se fía, mañana sí”, es un trozo de mampostería traído desde una remota excavación arqueológica.
Juan Vargas, se cansa de hablar y hace una pausa. Pide agua fresca. Le acerco el vaso. Se cocina en su propia fiebre.
Para distraerse, juegan al truco con cartas sin números. Nadie se emborracha, ni expone ideas políticas, ni intenta convencer a los demás para ir al casino, como de rigor. Imaginar la ciudad hecha un caos les resulta de por sí bastante embriagador. La tragedia tan esperada, tan comentada, ha llegado también a esa orilla del mundo. No hablan mucho durante la partida. El obligado “contraflor al resto” da por terminado el asunto. Se levantan y casi al unísono desfilan hacia la puerta. Con la mejor urbanidad, digna de lores ingleses en medio de un terremoto, se desean las consabidas “buenas noches, que descansen.” Motivos sobran: hoy, por fin, a pesar del acontecimiento, los cuatro directivos, cada uno en su fuero íntimo da gracias: las trampas numéricas labradas en el libro de cuentas a través de los años para quedarse con algunos “vueltitos” por la venta de jugadores ya no existen. Antes de cerrar, Pedro permanece unos segundos en el umbral, pensativo. Consulta el reloj. Sin números, las dos agujas giran como caballos de tiro atados a la piedra de un molino olvidado. Apaga la luz y pasa llave a la puerta. Nunca la cantina había cerrado tan temprano.
Día 2 Camino por la habitación. Mido con mis pasos la extensión del parqué. Su color amarronado simula un infinito que termina dos metros más allá en el zócalo de la otra pared. Me distraigo en la ventana, seguro que Juan Vargas aún duerme. Despierta y lo interrogo. Me gusta su juego alucinante. Única distracción que tendré en los próximos días, mientras permanezca cuidándolo. –¿Qué otras cosas hay? –He visto tanto... La palabra serpentea en mi oído hasta encontrar el tímpano. –Continuá -le digo. Una imprenta rotativa engulle sin culpa. Permanentemente anclado al recinto, propiedad del mayor grupo editorial del país, el animal consume toneladas de tinta y árboles, destroza a dentelladas irrecuperables horas de trabajo humano. En toda su existencia se ha detenido solo lo suficiente para que los mecánicos lo revisaran en previsión de algún problema. Al menor gesto, sus lacayos, a quienes exige pleitesía urgente con alarmas y luces, se introducen en su boca, inspeccionan, reptan por su lomo ataviados con llaves y destornilladores; pequeños pájaros que aprovechan de la benevolencia de un estático lagarto al sol para asearlo. Se mueve con delicada armonía. A pesar de su gigantismo, de los sonoros gritos de sus ruedas dentadas, de su brutalidad contenida, crea editoriales brillantes o cuatricromías en las que mujeres frágiles muestran sus cuerpos desnudos o estampa textos de ingenio sorprendente o breves intentos literarios. En sus entrañas se retuerce una guerra sin fin en África, o una diva se opera los glúteos o salta la bolsa en Brasil o estalla una mina antipersonal en Afganistán o el mundo llega al habitante
siete mil millones o dos siameses son separados con éxito en Borneo o un pobre saca la lotería. No cesa de parir. Su sexo aprovecha la noche para alumbrar periódicos. Su tiempo no tiene la terneza de la carne y el hueso, sino la dureza de un número de ejemplares por minuto, de varias crías por segundo. Al día siguiente sus hijos desde los escaparates asaltarán a lectores incautos. El horario nocturno de la imprenta le corresponde desde hace diez años a Raúl. Poco antes de la catástrofe, asea y alimenta al animal. Después se instala en su lugar de siempre. Son los únicos habitantes del recinto. Desde la silla observa con calma su funcionamiento. El animal se sorprende. Dicho suceso no está en su memoria de silicio. Imposible, piensa, lo que no tengo registrado jamás ocurre. Mientras naufraga en su incertidumbre, pare miles de crías con malformaciones inesperadas. Tarda unos segundos en decidirse, hasta que al fin ya desesperado -por primera vez en su vida se desespera- hace sonar la alarma y enciende la mayor cantidad de luces rojas posibles. Raúl llega inmediatamente. –A ver, qué te pasa. -lo interroga con benevolencia de doctor acostumbrado a las quejas de su paciente. Pero el animal no escucha. Grita y sin cesar lanza periódicos vírgenes de texto. En segundos Raúl comprende la gravedad de la situación. Pero el animal está desquiciado. Y basta un instante para que sus enormes órganos se contraigan. Su páncreas metálico gime con la voz de correas chirriantes. Las matrices, lenguas veloces, lo asfixian con precisión. Vomita por las juntas un líquido espeso, entre aceite y tinta, para luego detenerse. Cuando llegaron los dueños del grupo editorial a las tres de la mañana alertados por la llamada de un guardia de seguridad, no podían creer la escena: cientos de metros de inútil papel retorcido por doquier. Se trabajó en la reparación del animal durante días, pero cuando los mecánicos consideraban solucionado el problema y lo echaban a rodar solo conseguían de él hijos bastardos, periódicos analfabetos.
Día 3 Cuando emerge a la vigilia, Juan Vargas se desliza hacia mí desde el fondo de un túnel. Si afino bien el olfato percibo en su piel el olor al amanecer en el desierto de Gobi o un atardecer en la selva de Guatemala. Sus ojeras son las alforjas de un viajero donde trae fragmentos de un territorio que solo él conoce y visita. –Este mundo tiene su propia coherencia -explica, sin dejar espacio para la réplica. Parece Newton sentando las bases de leyes físicas inmutables. Me dispongo a escucharlo nuevamente con todos mis sentidos alertas. Sale. Los árboles, marrones por el invierno incipiente son clavos oxidados, olvidados por un despistado carpintero sobre la tabla cuadriculada de la ciudad. Los pocos automóviles que circulan -pese a todo aún circulan-, zumban,
se deslizan de un lado a otro, insectos nerviosos. Un escarabajo de caparazón amarilla se pasea con un cartel sobre el techo. La palabra “TAXI” es un fantasma sobre el acrílico. Patea papeles, pisa la mugre que los días van depositando al azar sobre la acera. Nadie se molesta en levantarla. Busca con cuidado. Es un cirujano en medio de una intervención quirúrgica. En la otra cuadra, una mujer. La alcanza. De un tirón arranca el bolso. Corre entre la gente, hasta que los gritos de la mujer sin bolso se tornan lejanos. Desde que empezó todo, ya nadie se indigna ante un asalto. Encuentra protección en una pared tranquila. Revuelve. Algunos billetes arrugados y algunas monedas brillantes. Por sus tamaños y las diferentes caras de los próceres, adivina trescientos cinco pesos. Se ha vuelto un experto en descifrar los valores por sus dibujos. Los echa al bolsillo. Tira los despojos del botín en un rincón anónimo de la pared. Nadie lo ve, porque la preocupación principal es la de mantener la calma. Como lo recomiendan las autoridades de turno. A falta de radio y televisión, los vehículos oficiales recorren las calles con altavoces. Reparten a manos llenas: “tranquilos, esto pasará. Estamos trabajando en ello.” Pero, ¿cómo resolver algo así? Continúa. Repite la operación de cirujano. Un hombre, quizás de su edad. De la carterita que llevaba graciosamente en la mano logra veinte pesos en un solo billete verde y azul. Se queda también con un cortaplumas. Puede ser útil. Y después una bonita mujer. De ella, obtiene otro tanto más un anillo imitación oro que desecha en una alcantarilla. Espontáneamente varios peatones se reúnen para oír a un iluminado. En estos tiempos crecen como hongos después de la lluvia. –... porque estaba escrito, muchos de ustedes no recordarán, pero yo les aseguro con la autoridad que me da el rey de reyes, que en el capítulo XXI, versículo diez de la carta a los Romanos decía “y los libros quedarán sin letras, y ya nada detendrá la venida del Mesías”. ¡Aleluya hermanos! –¡Aleluya! -responde el pintoresco coro. –Los automóviles pagarán tributo a la arrogancia de sus creadores, señala un Ford modelo 78 arrumbado en las cercanías. Tarde o temprano la plaga los asaltará y sus partes electrónicas, dependientes de circuitos basados en números dejarán de funcionar, como pasó con las tarjetas de crédito, como pasó con muchas centrales telefónicas, como pasó con los relojes... -el iluminado tiene la voz a punto de desplomarse en el llanto más verídico de su vida-. No se engañen, toda una especie orgullosa que ha dado las espaldas a su Dios deberá arrepentirse. Se arrodilla y reza.
Todos lo imitan. En los suburbios el aire es más respirable. La atmósfera crispada de ruidos y profetas se diluye. Con sus habitantes atrincherados con provisiones para semanas, una paz atemporal se impone sobre las casas opulentas cerradas a cal y canto. Apoya el cortaplumas contra la garganta de un hombre entrado en años que paseaba lentamente por la vereda. Lo somete. –Dameloquetengasnotemuevasotecorto. Dos cuadras más adelante hurga en la billetera. Limpia la sangre del cortaplumas. Nunca hacen caso. Cerca del anochecer ha juntado lo necesario. Vuelve al centro. Ubica al de siempre. Cambia la cara de algunos próceres por su ración diaria. Al fin. Aspira. El polvo blanco sabe a urgencia. Aspira. Aspira. Empaqueta y guarda el resto del polvo para más tarde. Cruza la esquina en diagonal. Sus planes son simples: llegar a casa antes de que oscurezca. De lo contrario el “factor violencia” -como teorizan por estos días los eruditosaumenta exponencialmente. Identifica en un octógono rojo y sin letras, y más adelante en un triángulo amarillo una señal de “PARE” y “CEDA EL PASO” respectivamente. Ya no poseen ni sentido ni voz. Escucha el disparo. Risotadas cabalgan hasta sus oídos. Cae pesado, roto. Se acercan. Dos hombres de su misma edad. Sus caras destilan la urgencia de polvos blancos. Se mueven con nervios de un lado para otro. Revuelven los bolsillos. Parece que es una de sus primeras veces. Se llevan el paquete. Algunos peatones pasan por las aceras. Lo ven tendido, junto al cordón, pero aprietan el paso. Les apremia llegar a sus casas antes que la noche se cierre del todo. Curiosamente precisa más polvos blancos. Pero ya nada importa.
Día 4 Al finalizar su jornada, Juan Vargas se quita las sandalias cansadas de polvo y camino. Y entonces descarga su experiencia alucinante sobre mis narices. ¿En qué momento, qué pastilla o aguja había cultivado el material de su delirio?
Tres meses atrás había estado por el caserío una mujer que recitaba de memoria versos de Rabindranath Tagore. No todos por cierto; y me parece, por su calidad, que algunos improvisaba usando al escritor hindú como testaferro de sus propios intentos literarios. También apareció alguien que decía tener en su cabeza la obra entera del “Martín Fierro”. Estuvo tres noches recitándolo por partes. Al amanecer del cuarto día había desaparecido llevándose tres gallinas y algunas hogazas de pan de la casa que en ese entonces le había brindado hospedaje. Las generaciones han pasado y pocas personas recuerdan pasajes de las obras más célebres, así que no se atreven a contradecirlos. En la ciudad muerta los libros yacen amnésicos y la gente ha escapado al campo para sobrevivir de sus cosechas. Ávidos de que alguien les contara los textos perdidos los habitantes de los caseríos confían en cualquier vago. A Ismael lo reciben en el caserío con cierta curiosidad. Los enormes lentes gruesos y un sombrero de paja destejido caído sobre la frente no alcanzan a cubrir un rostro que denuncia una delgadez casi patológica. Le preguntan qué textos sabe y contesta lacónicamente: –Varios. “La Galatea”, “El amante liberal”, “El licenciado Vidriera”. –¿Alguno de García Lorca? -preguntan. Da a entender en un español arcaico que no conoce a ese hombre. Habitualmente, cuando una de estas personas llega al pueblo se realiza una reunión multitudinaria luego de la cena, para oírlos recitar. Los andrajos no acompañan su acento del siglo XVI, pero se expresa como si los personajes y las situaciones descritas le hirvieran en la sangre. Él insiste con que es el autor de sus propias obras. A cambio solo reclama un techo y guiso caliente. A veces Ismael da lástima. Se coloca frente a una hoja en blanco. Toca con la punta del lápiz el papel y el pulso comienza a temblarle. Como a todos, solo le salen garabatos. Al cabo de un rato desiste y entonces pasa horas absorto con la cabeza metida entre sus manos, hasta que alguien lo trae a la realidad. Entonces, ante la pregunta inquieta, contesta que sin escritura tiene que elaborar sus textos mentalmente. En el correr de unas cuantas noches recita todo su repertorio. Luego se apresta a partir. Comenta que le falta poco para terminar una nueva obra y solo entonces daría a conocer su contenido y título. Promete que la estrenaría en ese caserío que lo ha recibido con tanto entusiasmo. Nadie le cree. De charlatanes como él está lleno. Retorna dos años después, con el mismo español antiguo que oculta vanamente y que saca a relucir sin tapujos solo cuando recita su obra. Ha quedado manco en una pendencia sin causa ni objeto, de las que el tiempo se encargó de multiplicar por estas tierras cada vez más violentas. Se muestra como un hombre de palabra y cumple su promesa. Estrena ante un público multitudinario su nueva obra a la que tituló “El ingenioso hidalgo Don Quijote.” Resulta un suceso.
–Eso me parece que ya existe. Lo escuché en alguna parte. Así que no se lo cargue a su cuenta, como hacen otros -interpone un viejo abriéndose paso entre el borbollón de gente que aclama a Ismael. El escritor de estampa anacrónica y telas raídas lo oye. Se pone serio. Y sin siquiera aclarar la confusión, da las gracias por la hospitalidad y se va esa misma noche, hacia el norte. Muchos le advierten sobre los peligros de los lugares hacia donde se dirige. Pero no los oye. Tan ocupado está en acomodar sus pertenencias con la única mano útil, musitando maldiciones en un castellano olvidado. Decía llamarse Ismael. Pero aún hoy se lo recuerda con otro nombre.
Día 5 Los ojos abiertos de Juan Vargas son persianas blancas sobre un mar azul. Adivino que trae noticias. Una vez más seguiré su hilván, como el sastre al coser un delgado hilo de oro en las vestiduras de un rey. Y sabedor de que ha captado mi atención y mis silencios, quiere contarme sin previo aviso. Pero esta vez soy yo el que habla primero: –¿Y cómo es el amor en ese lugar? No me dijiste nada de eso. Cierra y abre dos, tres veces sus persianas. Por dos o tres veces entreveo un mar agitado detrás de sus pupilas. Comprendió el diagnóstico con todo su peso cuando ella no alcanzó a leer el cartel de COCA COLA de la acera de enfrente. Solo lo adivinaba por sus formas y colores. Hubiese querido en ese momento arrancarse las retinas y pegarlas en los ojos de ella. Pero solo logró abrazarla con todas sus fuerzas, como si fuera un remedio para el sufrimiento. “Seis meses”, pensó él. En seis meses gastó todos sus ahorros en un viaje para los dos a las ruinas del Perú y otro a la Isla de Pascua. Antes de la ceguera quería cumplirle todos sus deseos. Hicieron el amor como desesperados bajo el sol del mediodía y sobre pastos frescos en la casa del balneario, para que ella guardara en los ojos hasta el mínimo hueco de piel, cada pliegue de las axilas, cada valle sobre las nalgas, cada reflejo de sol sobre el cuerpo, cada mancha de hierba y semen sobre los dedos. Ella pasaba mucho tiempo contemplándolo, no importaba la hora que fuera. Él hacía lo imposible por no quebrarse. –No seas bobo -lo tranquilizaba.- Te miro porque quiero aprenderme tus labios de memoria, saber cuántas estrías tienen cuando están secos y cuánta humedad si están ansiosos de mí. Un día ella lo buscó en la cama no con su boca, sino con sus manos. Y le acarició el rostro con la punta de las yemas. Él comprendió que el tiempo se había agotado; de ahora en más las imágenes pertenecerían a un álbum antiguo de fotos sepias, que cada tanto podría visitar en la memoria como un museo de formas rígidas.
Posteriormente la tragedia irrumpió en el mundo. Y como una demostración de la rara simetría que tienen los favores en el amor fue ella quien lo cobijó, de la misma manera que él lo había hecho en el tiempo anterior a su ceguera. Y en el caserío que habitan, aún hoy ella le enseña vez tras vez, sin claudicar, las formas que tenían las letras. Él, entretanto, acompaña con su mano sobre la de ella, los trazos de geografía ignota. –Esta es la “A”, después viene la “B”... -le susurra al oído.
Día 6 A Juan Vargas le dan el alta. Me agradece por las horas que le dispensé y me da un beso y un abrazo fraternal. Estrecha las manos de los médicos y enfermeras. Nos paramos al borde de la avenida esperando que algún taxi aparezca. La ciudad, que siempre suele agitarse como una hembra en celo ensimismada en su sexo, está tranquila. Poca gente para ser viernes. –¿Te acordás de las cosas que me contaste durante tu convalecencia? -le pregunto. –No. ¿Qué te dije? Está cansado de la cama del hospital y aún carga restos de la gripe. Yo también, pero de las noches incómodas sobre el sofá. He pasado desconectado de todo. Ansío volver a mi mundo cotidiano. Mejor no abrumarnos con detalles. Lo acompaño hasta su casa. En la puerta nos despedimos. Vuelve a agradecerme. –No sé cómo pagarte esto -dice. –No es nada. Subo al taxi. De regreso, un aire denso de tristeza sino de nostalgia me aprieta la cabeza contra el asiento. Ahora nada, excepto yo, resguarda aquel mundo inventado del olvido más atroz... Quizás igual al hombre que, tras la revelación del Apocalipsis, tuvo que cargar con el peso de tamaña historia el resto de sus días. Lo principal, me digo -para desviar mis pensamientos- es que Juan se recuperó. Pero me temo que si sigue con esa vida nocturna en el club de fútbol va a recaer. Desdoblo un periódico por primera vez en cinco días. Mi pulgar resbala sobre un acápite enorme. Trata de una biblioteca en Pretoria que se ha quedado con los libros en blanco. Pero no consigo leer más. Sobre las letras negras se agigantan difusos fantasmas.
Recuerdos El viejo nació lejos. Siendo adolescente emigró a la ciudad. Una vida en la ciudad. Se levanta a las tres sin falta, para entrar a trabajar. Matea largo y tendido, escuchando en la radio a un Gardel que, sesenta y cinco años después, sigue llorando a su percanta. El otro, el que decidió quedarse en su pueblo, costara las penurias que costara, tiene sus mismas costumbres. Se levanta a las tres, aunque no comienza con sus actividades en la granja hasta las seis. Matea solo en la semioscuridad de la humilde casita. Escucha a Gardel. El viejo de Montevideo retorna a las tres del trabajo. En el bolsito remendado que trae a cuestas no solo está la vianda vacía sino el cansancio de toda una existencia de trabajador. Camina con un pucho en la boca armado con tabaco “Puerto Rico”. Viste lo que tiene, no posee más ropa que la que se le ve. No pretende nada más. Luego almuerza su plato de tallarines que acompaña con vino tinto. El otro, el que decidió quedarse, al salir del trabajo en la granja se va a su casa. Almuerza un churrasco con huevo frito acompañado por sorbos largos de vino tinto. Luego se sienta en medio de la tarde y lía un cigarro. Descansa unos minutos, pensando. Más que pensar, sueña, diría yo, en el destino que hubiese tenido allá en Montevideo. El viejo de Montevideo, se acuesta temprano, se siente cansado. Cuenta sus años no por lo que vivió, sino por lo que le falta. El nieto, sus hijos, su mujer, cada tanto le alegran la vida. Sabe que su tiempo se agota. Apoya la cabeza en la almohada. Piensa, más bien sueña, diría yo, qué sería de su vida si no hubiera emigrado. El otro también. Algún día, sus recuerdos y él, estarán juntos.
Sequía Despiertan. El sol apenas asoma sobre las ondulaciones de las montañas. Como en los días anteriores, el aire está seco y áspero. Respiran hondo y se estiran sobre la hierba amarillenta del verano que culmina. El contacto suave del pasto es como una caricia. Las crías juguetean junto a la madre medio dormida, que yace tendida bajo un árbol cercano. Sus gruñidos y pequeñas peleas despiertan a todos. La noche había sido atroz, acosados por el hambre, sin otra alternativa, habían salido a buscar a los peligrosos jabalíes. Todavía se conservaba fresco el recuerdo de cuando una de las hembras había muerto de una cornada en el pecho. Sin embargo, la cacería -aunque ardua- fue provechosa. La carne y la sangre sabían a animal joven. Los escasos charcos se han secado. El sol ya cae a plomo. Sienten la presión sobre sus melenas y el cuerpo caliente. El aire espeso. Cerca, tirado boca arriba, como pidiéndole al cielo unas gotas, está el jefe viejo. Ha conocido muchas sequías, más que ninguno, pero quizás esta sea la última. Está débil. Probablemente alguien más fuerte y joven lo herirá de muerte y lo suplantará. El calor ondula el paisaje. Una gran manada de ñus galopa como una alucinación sobre el horizonte. Extrañan a los ñus. Su carne es mejor que la de los jabalíes. Más fáciles de cazar, siempre vienen por miles desde el norte, en busca de los pastos tiernos que la estación de las lluvias hace crecer por doquier en estos lugares. Falta poco para que la abundancia retorne. Las lluvias, los ñus, las cebras, los pájaros. Solo hay que esperar y resistir. Se despereza una hembra. El celo cercano. El jefe viejo lo sabe. Los cachorros que parirá serán de él; en la próxima temporada, de otros. Tendidos a la sombra de los baobabs ven desfilar la tarde. Se dejan llevar por los olores, recuerdos de tierra húmeda, hierba verde, sexo tierno de alguna hembra, las entrañas frescas de una cebra, un charco que se deshace en la garganta, el viento fresco de la noche, los gruñidos de las crías… … Silencio. Mientras el día se muere, el cielo se va llenando de luces furiosas y nubes negras. El viento sacude con fuerza las ramas secas. Todos se mueven con nerviosismo. Huele a agua. Se incorporan en dos patas, una habilidad nueva para ellos. Levantan la cabeza y esperan sentir las primeras gotas. Pronto llegará la abundancia. Una extraña fuerza corre por sus venas y la reconocen. Una vez más la vida vuelve al valle.
Soledad Como tantas veces, Ricardo salió de la oficina a las 19:00 y se dirigió al boliche donde solía parar. Un barsucho pequeño, sucio y olvidado, de los tantos que abundan en la ciudad. Antes de abrir la puerta, respiró hondo. Su respiración sonó como un resuello luego de un largo llanto. Entró. Cuando apuraba el tercer vaso de whisky, aparecieron sus amigos de siempre. Seres dispares entre sí con una sola causa en común: estar en el mismo lugar a la misma hora. En la quinta vuelta de whisky, comentó el partido clásico del día anterior. Que “fulanito no anda ni para atrás”. Habló de política. Que “los blancos esto, que el frente aquello, que los colorados lo otro”. Entretanto sus amigos solo lo oían. Porque cuando él hablaba todos callaban. A las ocho y media, Ricardo salió del boliche, diciéndoles “mañana nos vemos”. Al mismo tiempo, se fueron sus amigos. Caminó seis cuadras hasta su casa. Desgastó otra vez las mismas baldosas por el camino de siempre. Entró en el corredor de los apartamentos. Llegó a la puerta. Respiró hondo. Otra vez su respiración sonó como un resuello luego de un largo llanto. Dos vueltas a la llave y entró. Sintió al perro haciéndole fiesta. –Bueno, está bien, calmate muchacho -le dijo. Buscó con la vista a Norma. No la vio. Entonces supuso que estaba mirando televisión en la otra habitación y dijo, en voz alta, como para que escuchase: –Llegué, mi amor, ¿cómo andás? Antes de cenar, se duchó. Para variar, como siempre, tuvo que cocinar él. Tras la cena, se sentó a ver televisión. Comentó a Norma, como tantas veces, las novedades y problemas del trabajo. Que “la cosa está difícil, pero bueno, todo el mundo está igual, qué le vamos a hacer, etc.”. Hablaba en voz alta, porque Norma estaba en la cocina lavando los platos de la cena. A las once se acostó. Buscó con el tacto a Norma en la cama. Quiso hacer el amor, pero estaba como ausente. Supuso que estaba cansada y no insistió. Rato después se durmió. Al otro día despertó con el tiempo justo para irse a trabajar. Intuyó que Norma aún dormía. Tratando de no hacer ruido se levantó. Se vistió. Desayunó en la cocina y en silencio una frugal taza de leche. El perro lo observaba desde su rinconcito junto a la heladera. Abrió la puerta de calle y salió. Cuando cerró con dos vueltas de llave la casa quedó sola. Como él.
Sueños perros “Rodríguez”, bautizó al perro que halló abandonado cierto invierno en el baldío cerca de su casa. Por ese entonces, Oscar estaba desempleado, y con paciencia y mucho tiempo libre por delante se dedicó a cuidarlo. Le quitó la sarna con jabón de azufre y lo introdujo al vicio de la comida balanceada para perros. Todo un paraíso. Lo defendió exitosamente mil y una veces las mil y una veces que su mujer quiso ponerlo de patitas en la calle porque “los bichos me dan asco y más un perro mugriento como ese, que me lo sacás de acá o me voy yo.” Seis años después, ya adulto, Rodríguez era dueño de un fuerte instinto de caza, patas enormes y una mandíbula cuadrada que pulverizaba los huesos de los asados. Compañero ideal para llevárselo a los campos de un conocido, donde abundaban las buenas presas. Un día de enero al fin pudieron hacerlo. El dueño del campo llamado Pedro, Diego (conocido de Pedro) y Oscar formaban la comitiva de hombres transformados por obra y gracia del tiempo libre en cromagnones de rifles y cuchillos de acero inoxidable. Cinco días y cinco noches, enteros y disponibles para dar rienda suelta a sus inclinaciones. Los secundaba, por supuesto, Rodríguez. Mientras armaban la carpa, Pedro llevó a Oscar aparte y le advirtió: –Diego tiene un raye como para cuarenta. Cada vez que le da a la botella, se pone insoportable. Te agarra de charla y no te suelta. Pero es buena gente. Al día siguiente partieron de cacería. Rodríguez demostró todo su potencial cobrando tres mulitas. El remanso de las últimas horas de la tarde fue testigo de una comida opípara, acompañada con cerveza caliente. Si bien tenían unas cuantas latas dentro de una bolsa de arpillera, obtenidas en el almacén donde trabajaba Diego, este había olvidado la conservadora con hielo seco. Pero nada fue obstáculo para que se perdieran en alardes y bromas acerca de las bondades de los perros como amigos fieles del hombre. Rodríguez, entretanto, masticaba sin parar siempre atento al movimiento de esas bonitas latitas brillantes y coloreadas que circulaban como agua y los hombres se llevaban a la boca. Hacia la medianoche se durmieron entre los sopores del alcohol. Antes que el día iluminase el agua del río, Oscar despertó sobresaltado. Le dolía la lengua y un sabor a sangre en su boca lo extrañó: dormido, se había mordido la lengua. Recordó haber soñado que todos los objetos estaban a una altura no superior a los setenta centímetros del suelo. Caminaba sigilosamente entre unos pastizales mientras a sus espaldas escuchaba claramente tres familiares voces que, sin temor a equivocarse, correspondían a Pedro, a Diego y a él mismo. La siguiente escena transcurría con sus dientes, inusualmente fuertes y afilados, apretando una superficie dura hasta que se hundían en ella. Sintió un líquido tibio recorriéndole las comisuras exageradamente grandes. Luego sobrevino un ¡crac! Pero no tuvo tiempo de reflexionar mucho sobre el sueño o la lengua dañada. Los preparativos para una nueva excursión lo distrajeron.
La caza resultó pésima. Solo obtuvieron una mulita, pues Rodríguez no se comportó como el día anterior. Extraviado, como atontado, no obedecía a las órdenes. Frecuentemente Oscar lo encontraba parado muy cerca de él, cuando por regla general era un perro poco afectuoso, acostumbrado a la soledad. Escrutaba detenidamente el vacío con pupilas veloces, con la cabeza ladeada hacia la izquierda, las orejas paradas, la cola rígida levantada por encima del lomo y el hocico negro y puntiagudo en permanente tensión. Por la noche, mordisqueando un pedazo de mulita asada, Oscar trajo a la conversación aquel sueño. –Mmmmmm- dijo Diego apenas oyó la anécdota. –Bueno..., yo me voy a tirar en la hamaca paraguaya -interrumpió Pedro, quien no se encontraba dispuesto a soportarlo. –Estabas en el cuerpo de algún animal -opinó Diego con la lengua un tanto trabada. Arrastraba las eses. Hizo una pausa, lo suficiente como para tomar un sorbo largo de cerveza- ¿querés saber qué opino? –Bueno, dale -concedió Oscar poniendo cara de suplicio. –Mi abuelo decía que la naturaleza es la fuerza que ordena todas las cosas. Como un jugador al disponer de las piezas de un damero. Ella le dice a cada uno, a cada momento, qué hacer durante el día y qué soñar por las noches, desde un árbol hasta un tatú peludo. Pero a veces la naturaleza se equivoca y. por azar o puro capricho, un árbol termina viviendo o soñando como un tatú. O, como en tu caso, que tuviste un sueño de perro. Borracho, prosiguió con la charla una hora más. Al rato, ambos se durmieron entre risotadas y eructos. Nuevamente Oscar soñó, y otra vez las cosas se le presentaron desde una perspectiva inusual. Si bajaba la vista notaba unas patas peludas que lo llevaban de un lado a otro. Olfateó los árboles hasta que encontró uno particularmente atractivo. Se detuvo junto al tronco y levantó una de las patas traseras. Un inmenso alivio en el bajo vientre lo trajo del sueño a la realidad. Un momento más y Oscar se orinaba encima del sobre de dormir. Oscar encontró a Rodríguez echado debajo de la camioneta. –¡Qué hacés, muchachote! -le saludó en cuclillas, acariciándole las orejas. Rodríguez sin levantarse movió la cola. –Si esos son los sueños que tenés... mirá que saliste imaginativo, loco -bromeó y se fue a lavar la cara para espantar la resaca. El perro lo siguió con la vista vidriosa y cansada, hasta que su amo desapareció camino al río. Rodríguez empeoraba. Corría por el campo, cazando bichos insignificantes. En una oportunidad, por atrapar un sapo enorme se embarró hasta las orejas en una charca. El perro era una vergüenza. Los tres hombres decidieron hacerlo a un lado en la cacería. Oscar, desconcertado, lo insultó. Y ese día no hubiesen probado bocado si no fuera por un certero disparo de Pedro que mató a una
liebre en plena carrera. Para colmo, los tres hombres empezaron a pelear, culpándose mutuamente porque habían desaparecido algunas latas de adentro de la bolsa de arpillera que pasaba abierta todo el tiempo, abandonada a la buena de Dios al lado de la camioneta. En realidad, por las noches Oscar robaba algunas y, luego de bebérselas, las enterraba lejos. La siguiente noche Oscar la pasó terrible. Había soñado que se encontraba en medio del monte con una perrita divina. La había perseguido con sus patas peludas y desesperadas para, al fin, acorralarla contra unos arbustos para someterla a sus bajos instintos. Luego regresó al campamento, mordió a escondidas unas latas de cerveza y las lamió hasta vaciarlas. Posteriormente las enterró debajo de la camioneta. Fue cuando se despertó de golpe, un poco agitado. Se dispuso a darse un chapuzón matinal. Confiaba en que así se olvidaría del sueño ingrato. Rumbo al río, por el trillo, sintió un ruido diferente al que se puede encontrar en medio de un campo deshabitado. Provenía de abajo de la camioneta. Solo entonces le dio la razón a Diego. Y, aunque nadie le creyó en los largos años que estuvo repitiendo esta historia, lo cierto fue que encontró a Rodríguez haciendo un pozo con las patas para enterrar unas latas de cerveza mordisqueadas y vacías.
Tarde gris Afuera llueve. Tarde gris, si las hay, esta en la que me aburro sin remedio. Por la ventana, el Cerro de Montevideo aparece vestido con una cortina de agua desde hace varios días. Sentado en el escritorio, no sé qué hacer. Frente a mí, el papel y el lápiz... Tomo el diario de arriba de la mesa y leo una noticia: Pompeya sigue dando sorpresas. En las excavaciones que un grupo de arqueólogos italianos realizan en un sector de la antigua ciudad, se descubrió un taller de alfarería muy bien conservado. En él, y puestas en el sitio tal cual estaban instantes antes del cataclismo que asoló Pompeya, encontraron sesenta y cinco piezas de alfarería, todas ellas vasijas. Del examen minucioso de dichos objetos, se descubrieron, para sorpresa de los científicos, cuatro de ellas escritas con diversas leyendas. En el fondo de las vasijas aparece la firma: “Pitias”. La firma no resultaba sorprendente ya que en aquel tiempo los grandes maestros alfareros acostumbraban poner su rúbrica en sus trabajos. Lo extraño eran las inscripciones. Transcribimos a continuación: “Nunca sabremos de cuán innumerables personas hemos sido ubicuos u ocasionales alfareros, así como esta vasija nunca sabrá quién la construyó.” “Transformados en barro, somos modelados por miles de alfareros anónimos, a través de nuestra existencia, endureciéndonos paulatinamente con el paso de los años.” “Sin darnos cuenta, estamos hechos con el polvo proveniente de las estrellas, mezclado con un poco de agua.” “Todos los días de nuestra vida modelamos la sustancia de otros que a su vez nos modelan, aún en los momentos compartidos más insignificantes, o a través de las palabras más triviales.” Los científicos se inclinan a favor de la siguiente teoría: Pitias era miembro de alguna secta originada en el gremio de los alfareros de la cual no se han encontrado más indicios. Así como la masonería tuvo su origen mítico en los constructores de templos, y tiene por símbolos varias de las herramientas de aquellos antiguos obreros, estos alfareros podrían haber empleado la jerga propia de su profesión. Probablemente la secta se reunía en campos alejados de la ciudad entre viñedos y olivos a realizar ritos desconocidos... En las numerosas excavaciones realizadas a posteriori no se han encontrado otras huellas de la secta. Seguramente su influencia nunca trascendió los límites de dicha ciudad, y puede que haya desaparecido cuando Pompeya fue sepultada por la lava del Vesubio.
¿Quién era el misterioso alfarero en realidad? Discrepo con la teoría del diario. Me imagino a Pitias de la siguiente forma: Mira por la ventana. Llueve como hace varios días. A lo lejos, el Vesubio esfumado por una cortina de agua. Todo gris invita al hastío. Sin ganas de trabajar, toma su herra-
mienta y, en las vasijas prontas para meter al horno, escribe unas frases para engaĂąar al tiempo y matar el aburrimiento. Algo que lo saque del tedio. De la misma forma que, en esta tarde gris, yo invento esta historia.
Volver a casa 20 horas. Marqué tarjeta y salí del trabajo. Pisé la ciudad. Si no supiera en qué estación vivo, lo adivinaría por el olor de la calle. Años de ir y venir en el mismo horario. Es invierno y las cosas se impregnan de humedad, tristeza y pesadumbre. Que el ómnibus pase pronto. No aguanto más en esta parada. Quiero sacarme el peso de la jornada. Es inútil. Sin darme cuenta, los días “productivos” se acumulan, forman sedimentos que -al cabo de toda una vida- encorvan la espalda y marchitan la cara, listo solo para la jubilación. Enfrente pasa un hombre en un carrito tirado por un caballo. Repleto de basura, a tranco lento, avanza. Va con la vista perdida. Él también vuelve a casa. Somos iguales. Que él cargue mugre en su carrito y yo acumule hartazgo y desesperanza en nada nos diferencia. Compartimos una vida dedicada a otras cosas, menos a lo que queremos. Viene el ómnibus. –Boletos, boletos... -dice el guarda, como si fuera una máquina. Me siento y respiro hondo. Gallego sacame rápido de acá. Ahí sube el tipo de siempre. En la misma parada, a la misma hora. Paga el boleto y avanza absorto por el pasillo. Nos miramos y reconocemos; pero, como hasta el saludo fue declarado improductivo, se sienta lejos de mí. Te extraño linda. La avenida desfila como una película. Un comerciante, baja la cortina metálica y se va. Mientras el ómnibus permanece detenido en los semáforos, un sin techo se sienta en los escalones del comercio recién cerrado, extiende unos cartones sobre el piso y se cubre con una frazada deshilachada. Pasará la noche cruda al abrigo de la marquesina, calentándose con el fuego del alcohol. Él ya llegó a casa. El conductor sube el volumen de la radio. Para colmo escucha a Gardel. “Volver... con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien... sentir... que veinte años no es nada... que febril la mirada... errante en la sombra te busca y te nombra...” Gallego, sacá eso que no lo aguanto. ...Vivir con el alma aferrada... a un dulce recuerdo... que no volv. Por fin, parece que escuchó mis pensamientos. El ómnibus se llena. Cierro los ojos. Para qué ver a la gente. Todos vestidos con ropas de invierno. Detrás de mí dos mujeres conversan sobre sus problemas.
–Porque, fijate vos, la maestra no le enseña nada al nene... –Adónde vamos a parar, así... Abro los ojos y observo. La calle transformada en desierto, solo habitada por sombras presurosas. Algunas personas adentro de un templo cuyo cartel dice “Iglesia de Cristo Resucitado” levantan las manos en señal de alabanza. Tres paradas y bajo. Quiero llegar. No sé si dije que te extraño. Bueno, no importa, te lo vuelvo a decir, aunque solo lo piense y no me oigas. Abro la puerta. Llegaste antes que yo, así que esta vez te tocó cocinar. Entro. Respiro hondo. Esto es otra cosa. Tiro el abrigo en el sofá. Voy a la cocina. Huele a sopa de verduras, no a invierno. Ahí estás. Me ves y sonreís. Vestís ropas de primavera. El peso del trabajo se me va de repente. –¡Hola! Nos besamos en los labios. Al fin estoy en casa.
Zeón –Estoy trabajando en una historia. Ella me miró y sonrió. –Dame un adelanto -me dijo mientras sacaba del plato uno de los dos últimos sandwiches calientes que quedaban. Afuera llovía a cántaros. La noche cerrada y reciente parecía querer atravesar los ventanales del bar. Dejé la taza de café con leche a medio terminar sobre la mesa. La conversación se ponía interesante. –El personaje se llama Zeón. Hijo de Cronos, antiguo dios del tiempo, y Dara, una campesina de alguna perdida región, de la cual este quedó prendado. Como obsequio, para que jamás olvidara a su padre, se le otorgó el don de atrapar el tiempo. –Linda frase, “atrapar el tiempo”. ¡Quién pudiera! -comentó. Muy caliente para comerlo, dejó el sandwich nuevamente sobre el plato. Con la mano debajo del mentón, ella me prestó atención abriendo los ojos grandes, como si también pudiera oír con los ojos. –Zeón -continué exponiendo- toda su vida fue campesino como su madre. Pero, en el pueblito, era famoso por su virtud de atrapar el tiempo. Por ejemplo, en medio de una ardua labor arando el campo, la gente hacía un alto para descansar y protegerse de los fuertes rayos del sol del mediodía. Aprovechando la pausa, unos comían, otros se recostaban a un árbol y entrecerraban los ojos. Más tarde, volvían a las tareas hasta que el sol se ocultaba. Habitualmente, durante el descanso, algunos conversaban; como lo estamos haciendo ahora vos y yo en este bar. Pero, si el que hablaba era Zeón, la reunión de campesinos podía durar indefinidamente. Sus palabras resultaban tan atrapantes que podían pasar horas escuchándolo y algunas tradiciones dicen que hasta días enteros. Imaginate: alguien desde la aldea, sin nada que ver con el asunto, se acerca a ellos extrañado por las horas que habían pasado sin verlos trabajar. Entonces se encontraba con una escena fantástica: Todos estaban mirando con suma atención a este personaje. Nadie comía ni bebía, ni parpadeaba. Zeón simplemente podía estar hablando sobre la cosa más trivial, por ejemplo que ayer se había golpeado el dedo con el martillo, pero no importaba lo tonto o lo interesante del tema. Todos atendían. Y si no fuera por el extraño que se acercaba y les recriminaba que no estaban trabajando, seguirían así por tiempo indefinido. Para los participantes no había pasado un segundo. En realidad, mientras permanecían bajo la influencia del hijo de Cronos, el tiempo no transcurría, no los tocaba. Sin querer, atrapaban el tiempo. Y, al volver en sí, se sorprendían porque ya no era mediodía, sino las cinco de la tarde y tenían la comida sin terminar o no habían dormido nada. En eso apareció el mozo. –Disculpen, pero es hora de cerrar. Según el mozo había parado de llover hace horas. Apuré lo que me quedaba del café con leche de un sorbo. Helado y con nata encima. –Juraría que estuviste hablando solamente cinco minutos -me dijo, y dio un mordisco al sandwich caliente, ahora completamente frío. Nos quedamos un momento en silencio. Uno de esos donde la ausencia de ruido hace reventar los tímpanos. Ambos nos miramos. Pagamos y nos fuimos. Pasó el tiempo y no volví a hablar de Zeón. Por las dudas.