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2 para la Sala de Espera Relatos © para esta edición ediciones abrelabios El paraíso perdido © Rafael Llamas Cadaval Tenía que suceder © Antonio Castaño Séiquer Insomnius demoniae © Alberto Gonzalez García El hombre del parque © Javier Ventura de la Torre El diente 22 © Joaquín Doldán Lema Imágenes de portada y contraportada: © Jaime Olsen Diseño de portada y diagramación: Wilson Javier Cardozo Impresión: Indice Sociedad de Responsabilidad Ltda. Gaboto 1384 – Telefax (0598-2) 408 5207 Montevideo – Uruguay ISBN Nº 9974-649-10-2 Hecho el depósito que marca la ley.
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índice prólogo Emanuel S. Rey
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El paraíso perdido Rafael Llamas Cadaval . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 Tenía que suceder Antonio Castaño Séiquer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Insomnius demoniae Alberto Gonzalez García . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 El hombre del parque Javier Ventura de la Torre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45 El diente 22 Joaquín Doldán Lema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
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prólogo En el siglo pasado se consolidó una forma de medicina-odontología. Pero el conocimiento científico y humanístico aún hoy se revela contra el modelo impuesto. No se puede tratar un diente olvidando a la persona, no se puede trabajar para la enfermedad en vez de trabajar para la salud, no se debe encerrar a un artista en un consultorio para siempre. Médicos brujos, peluqueros, charlatanes, artesanos, licenciados, doctores, empresarios, científicos, clínicos, profesores, universitarios... ¿qué misterio transforma a los odontólogos?... Capaces de producir más miedo que los grandes maestros del terror. Manipuladores del destino de tu sonrisa. Guardianes del dolor. Consejeros de tus besos. Esperanza de tu aliento. Algunos escriben: en la penumbra del consultorio, cuando están solos, entre paciente y paciente... Escriben mientras esperan, sabiendo que volverás. Sabiendo que mientras tengas boca necesitas visitarlo. Hoy leerás algo de lo que sueñan. Invadirás sus mundos con la facilidad con que ellos ingresan en tu boca. Emanuel S. Rey (Buenos Aires, julio de 2003)
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El Paraíso perdido Nos encontrábamos en un hidroavión bimotor que hace normalmente el vuelo desde el continente a las islas. El día era claro, con cielo despejado. Volábamos a 5.000 metros de altura. Roberto, que así se llamaba el piloto, era un hombre maduro, robusto, de unos cincuenta y algo de años, con barba de dos días, desaliñado, siempre con el pelo revuelto y una camiseta de mangas cortas, donde quedaban rastros de sus comidas anteriores. Era poco hablador, pero -pese a su aspecto- un gran piloto. En los asientos de viajeros íbamos tú y yo. Tú vestías una bermuda beige y una camiseta amplia de flores, con colores vivos y parecías dormir. Yo, con pantalón vaquero azul, camisa de mangas cortas y cazadora del mismo tono, intentaba leer un libro. –Tengo frío -me decías, mientras te frotabas los brazos con las manos. –Ten, ponte esto -te dije, mientras me quitaba la cazadora vaquera que llevaba puesta. Te la colocaste y volviste a acurrucarte en tu asiento. Yo volví a tomar contacto con las líneas del libro que estaba intentando leer. Había pasado unos minutos cuando un ruido ensordecedor y un movimiento brusco de vaivén del avión nos hizo atender a lo que estaba sucediendo en nuestro entorno. –¿Qué pasa, Roberto? –pregunté, con voz asustada. –Problemas, señor. El motor izquierdo ha explotado y está ardiendo. Estamos perdiendo altura -me decía Roberto, con una gran serenidad, como si fuera algo que ya le hubiera pasado con anterioridad. Una especie de silbido acompañaba la escena. Era inequívoco que el avión estaba descendiendo a más velocidad de lo previsto.
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–Tengo miedo -me dijiste, mientras te incorporabas en el asiento y me cogías la mano. –Yo también -comenté y te apretaba la mano fuertemente. –Tranquilos, señores, que esto lo paro yo en cualquier sitio, comentó Roberto con seguridad al oír nuestros temores, con ese acento puertorriqueño que le caracterizaba. Todo era mar. Ese azul maravilloso, que habíamos estado admirando al principio de nuestro viaje, se estaba convirtiendo en un escenario aterrador. –¿Y qué vamos a hacer? -preguntaste. –No lo sé -respondí. –Pues yo sí lo sé –dijo, de nuevo, Roberto con su voz enérgica, ante nuestra incertidumbre- Colóquense los chalecos salvavidas que están debajo de sus asientos. –¡Qué mala suerte! –decías, mientras te ponías el chaleco salvavidas. –Tranquilos y hagan lo que yo les diga. -volvió a instar RobertoVoy a intentar amerizar, si no encontramos antes una isla donde aterrizar. De una forma u otra, salgan rápido del avión porque, dependiendo donde caigamos, se puede hundir o explotar. ¿¡Lo han entendido!? ¿¡Está claro!? –Sí -contesté con voz dubitativa y temblorosa. Tú seguías cogiéndome la mano y me decías: “No me sueltes, por favor”. Miraba por mi ventanilla y observaba el motor con la hélice parada y ardiendo, que iba dejando en el cielo una estela de humo negro. La superficie del mar cada vez estaba más cerca. Noté cómo tu mano apretaba intermitentemente la mía. Me volví hacia ti; tú también mirabas por la ventanilla con la cara desencajada. Había tenido la oportunidad de ver la expresión de tu cara en diferentes
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situaciones, pero esa expresión era nueva. Parecías una niña asustada. –Tranquilízate, todo saldrá bien. Ya lo verás -te decía, mientras acariciaba suavemente tu rostro con mis dedos. Me detuve en el reborde de tus labios, a lo que tu respondiste con un beso. Me miraste. En tu mirada había amor y dulzura, pero al mismo tiempo un brillo de intranquilidad que yo intentaba eliminar. “Te quiero, ¿lo sabes?” -susurré. Tú simplemente sonreíste y me apretaste la mano. El avión seguía descendiendo y cada vez era más denso el humo que salía del motor. El mar se nos iba acercando peligrosamente cuando la voz de Roberto rompió ese momento de tensión. –¡Bingo! –¿Qué pasa ahora? -pregunté. –¡Una isla ! ¡una isla! -gritaba Roberto con un tono alegre y distinto al de antes. Tú y yo empezamos a observar por nuestra ventanilla el horizonte, intentando localizarla. –Pero, ¿dónde? ¿dónde está? -preguntaste insistentemente. –Al noreste -contestó Roberto, señalando con su mano. –¡Sí, ahí está! -exclamé, mientras señalaba hacia el horizonte y te tiraba de la mano para que la vieras. –¿Ahí vamos a aterrizar? -preguntaste sorprendida. –Ahí. Perfecto. -Decía Roberto mientras hacía una maniobra de giro para dirigirnos hacia ella.- Colóquense los cinturones que el aterrizaje va a ser movidito. Según el hidroavión iba avanzando y girando, pudimos comprobar que la isla era pequeña, no más de 2 o 3 kilómetros cuadrados. Se veía perfectamente una playa de arena blanca, delimitada por densos cocoteros. En el centro había algo que parecía un cráter a-
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pagado. Sin duda debería ser una de las numerosas islas volcánicas que existían por aquella zona. El extremo opuesto estaba delimitado por un acantilado de unos 40 metros, en el que se distinguían numerosas gaviotas. Poco a poco, íbamos viendo todo más cerca. Podíamos apreciar la transparencia del mar, mientras Roberto daba una vuelta a la isla buscando el lugar más adecuado. –Ese es el sitio. -dijo Roberto, mientras señalaba la playa. Hizo una maniobra de alejamiento, mientras descendía y colocaba el hidroavión en línea, paralelo a la playa. –Agarraros bien y rezad, si sabéis -dijo Roberto, al mismo tiempo que se santiguaba. Tú me soltaste la mano y te agarraste al asiento. Todo estaba tan cerca que podríamos tocar la superficie del agua con las manos. La franja blanca de la playa ahora se veía pequeña. De pronto empezaron a pasar por mi mente pasajes de nuestra vida juntos. Cuando te conocí, tu primer beso, cuando hicimos por primera vez el amor... De repente sentí un golpe brusco que me hizo alejar de mis pensamientos. El hidroavión había rozado y rebotado sobre la superficie del mar. Estábamos a punto de aterrizar o lo que sea. Te miré. Seguías con la cara desencajada, pero tus ojos reflejaban una dulzura, probablemente por los pensamientos que en esos momentos circulaban por nuestra mente. –Te quiero -oí de tus labios de una forma dulce. –¡Agárrense! -gritó Roberto, despertándonos de nuestros pensamientos. Efectivamente, el hidroavión empezó a rebotar sobre la superficie del agua. Todo daba saltos. De pronto empezamos a deslizarnos por la arena. Veía pasar las palmeras rápidamente a mi izquierda. De repente grité: “¡No!” A unos cincuenta metros veía un coco-
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tero inclinado, que sobresalía de los demás. Uno de esos cocoteros con el que tantas veces había soñado hacerme una foto contigo. Sentí un golpe brusco y el avión empezó a girar. El ala había chocado con el cocotero, rompiendo el avión en dos. La parte trasera, donde nos encontrábamos, siguió dando vueltas hasta que se detuvo. Empecé a notar frío. Abrí los ojos y observé el fuselaje del avión destrozado y abierto, lo que me permitía ver una de esas imágenes de playas paradisíacas, con cocoteros y arena blanca. El agua llegaba hasta mis rodillas. No sé el tiempo que había transcurrido. Inmediatamente volví la cabeza para ver dónde estabas. Sentí un intenso dolor que me hizo cerrar los ojos. Pero insistí, te tenía que localizar. Te vi en tu asiento, pero no veía la cara. Un cesto de mimbre la ocultaba. Me desabroché el cinturón y fui rápidamente a tu lado. Aparté de un manotazo el cesto de mimbre y pude observar tu rostro. Estaba sereno, aunque un reguero de sangre coagulada descendía desde la ceja hasta tu mejilla. Rápidamente te toqué. Estabas fría. Cogí tu mano y te tomé el pulso. Era débil pero latía. “¡Está viva!” grité en mi interior mientras una sonrisa de felicidad aparecía en mi cara. Te desabroché el cinturón y comprobé, en una inspección rápida, si tenías otras heridas o algo roto. –¡Eh! ¡eh! ¡Despierta! -te decía, mientras te daba unos cachetitos en la cara. Abriste los ojos y, con una mirada de sorpresa, preguntaste “¿Estamos vivos?” –Sí, ¿estás bien? ¿Te duele algo? –Todo. -me decías al mismo tiempo que intentabas enderezarte y hacías un gesto de dolor. –Tranquila, no hay prisa. Me parece que ahora tenemos todo el tiempo del mundo.
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–¿Y Roberto? -preguntaste, mirando el gran agujero del fuselaje. –No lo sé. -Me incorporé y me asomé al extremo del avión. Vi, como a unos cien metros, una huella de arrastre que se perdía en el mar.- Habrá que buscarlo. ¿Estás bien para levantarte? –Creo que sí -te levantaste torpemente, agarrándote a donde podías porque perdías el equilibrio. Te extendí la mano para acercarte a mí. La situación era desastrosa, pero la imagen de esa playa desierta y salvaje era impresionante. –Es maravillosa. -dije, mientras te abrazaba. –¡Uhí! Cuidado, que me duele. –Perdona -te besé en los labios buscando una disculpa.- Bueno, creo que lo primero es buscar a Roberto. Descendimos torpemente del avión, pues los dos teníamos nuestros cuerpos doloridos. El agua nos llegaba hasta la cintura. Era un agua clara, transparente, cristalina, que nos permitía ver algún pez, aunque en ocasiones perdía sus características por algunas gotas de aceite del avión. Llegamos a la playa y nos sentamos. Realmente el lugar era paradisíaco. La playa, los cocoteros, la paz, la tranquilidad que se respiraba y tú que, pese a la sangre de tu cara, los dos o tres cardenales que tenias por tu cuerpo y los desgarros de la camiseta, estabas verdaderamente maravillosa. Estabas radiante. Tus ojos y tu cara reflejaban felicidad. –¿En qué piensas? -te pregunté. –En que soy feliz porque estamos vivos los dos. ¿Te imaginas que te hubiese pasado algo? Me moriría. -decías mientras me abrazabas. En muchas ocasiones había pensado lo mismo. Siempre me había aterrado no estar cerca de ti. Pensar que estando lejos te pu-
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diera pasar algo, me horrorizaba. No poder atenderte, cuidarte, mimarte en esos momentos era un pensamiento que no podía soportar. Me sentía tan inmensamente feliz al tenerte a mi lado, que tampoco hubiera soportado el sobrevivir al accidente sin ti. Me vinieron recuerdos y sentimientos pasados de cuando se cortó nuestra relación. El no saber dónde estabas, el pensar que te podía pasar algo y no enterarme me atormentaba. Pero todo había pasado. Llevábamos dos años maravillosos juntos, de felicidad y alegría. Empezamos a caminar por la playa en dirección de la huella en la arena que se perdía en el mar. –¿Estará vivo? -preguntaste, cuando observábamos inmerso en el agua una sombra que parecía ser el resto del avión. –Probablemente no -miré al sol e intenté calcular el tiempo que habíamos estado inconscientes.- Han pasado dos o tres horas desde el accidente y, si hubiera conseguido salir, habría ido a buscarnos. Pobre hombre, me caía bien. –Y ahora, ¿qué hacemos? -Vamos a inspeccionar. Necesitamos localizar agua potable y ver qué es lo que hay en esta isla -te cogí de la mano y empezamos a andar. –Recuerdo ahora cuando hace unos años decidí cortar contigo. Lo pasé fatal. Tuve que tomar una decisión difícil, porque estaba enamorada de ti, pero tenía a mi hija y quería a mi marido, y además mi trabajo me hacía ilusión. Pero la idea de perderte me angustiaba. Sentía cuando tú estabas angustiado, incluso estando lejos de ti. La idea de que te pasara algo y yo no estuviese a tu lado no la podía soportar. Intenté salvar mi matrimonio, en base a los años compartidos y a la relación que teníamos mi marido y yo. Pero me faltaba algo, me faltaba la ilusión al despertarme, la ilusión de un de-
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talle inesperado. Me faltaba el vivir las cosas como las vivo ahora. Me faltaba el volver a hacer el amor y desear morir después de hacerlo. Me faltabas tú, y por eso decidí empezar una nueva vida contigo. Pero, no fue fácil cortar con todo lo anterior. –Ya lo sé, y eso lo valoré en su momento y lo sigo valorando ahora. No creas que no sé el valor que tuviste al tomar tu decisión. Pero quiero que sepas que, aún perdidos en esta isla, soy el hombre más feliz del universo. Te puedo decir que soy el hombre más feliz de este «Paraíso perdido» y que no me importaría quedarme aquí, y morir aquí contigo, pero tenemos que intentar volver. Hay que volver por tu hija. –Tranquilízate. Ella estará bien. ¿Te imaginas que la hubiésemos traído en este viaje? –dije, intentando tranquilizarte. –Es que si ella hubiese venido con nosotros no nos moveríamos de esta isla. Nos paramos y te miré fijamente. –Creo que nunca he tenido la oportunidad de decirte, en los confines del mundo, que te quiero. -Tus ojos brillaban mientras dos lágrimas caían por tus mejillas que aparté con mis dedos.- No te preocupes, saldremos de ésta. Yo te sacaré de aquí y volveremos al lado de tu hija. Me abrazaste tan fuertemente que empecé a notar otras zonas doloridas de mi cuerpo. –Cuando salgamos de aquí, quiero que hagamos algo que he deseado desde que hice el amor contigo por primera vez. Quiero tener un hijo contigo. -Mi cara se llenó de felicidad. Desde el día que me lo dijiste al principio de nuestra relación hasta hoy, habíamos hablado varias veces del tema, pero tú querías asegurarte que ésta fuera estable, y que no era un pronto de pasión que nos había dado a los dos. Me volviste a subir a los cielos. Realmente esa isla
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tenía que ser el Paraíso. –Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero -dije rápidamente como tantas otras veces, pero hoy sonaba distinto. Me di cuenta donde estaba y grité- ¡Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero! –Estás loco. –Sí, loco de amor por ti. El ventilador del techo giraba lentamente, refrescando el aire sofocante que se respiraba en la habitación. A través de las puertas de celosía que daban a la terraza entraba la luz entrecortada, que dibujaba en tu cuerpo, desnudo y sudoroso sobre la cama, unas franjas paralelas que seguían su perfil. Dormías, nos habíamos acostado tarde o, mejor dicho, temprano, porque el reloj del recibidor del hotel dio las siete cuando subíamos por la escalera. Yo me secaba el sudor con un pañuelo, estaba sentado delante del escritorio intentando ordenar unas notas. En el exterior se empezó a oír música de samba. Miré el reloj. Las 2:30 p.m., la hora del aperitivo. Te miré y seguías profundamente dormida. Tenía que despertarte ya que habíamos quedado a las cuatro de la tarde. Mi mano recorrió todo tu cuerpo, deslizándose con facilidad por el sudor. Hiciste un gesto para apartarla y te volviste a abrazar a la almohada. –¡Eh, amor! -te dije al oído.- Despierta. Nos tenemos que arreglar, nos esperan dentro de hora y media. –Déjame un ratito más. Estaba soñando que habíamos tenido un accidente de avión y estábamos los dos en una isla maravillosa. Era tan bonito. -decías, pero sin abrir los ojos. –Anda, levántate que se nos va a hacer tarde. Al final te levantaste y empezaste a arreglarte delante del gran espejo del cuarto de baño, cuando yo me acerqué por detrás y te
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abracé. Esa imagen me traía recuerdos de los primeros días de nuestra relación. Era una imagen que me encantaba y que nunca había desperdiciado una oportunidad de volverla a ver. –Amorcito, déjame que si no, no llegamos -dijiste, de forma cariñosa, mientras seguías peinándote. Salimos del hotel y nos dirigimos al pantalán donde había un hidroavión. Un hombre corpulento manipulaba algo en él, al vernos llegar dejó lo que estaba haciendo y, mientras se limpiaba las manos en la camiseta, se acercó a nosotros. –Buenas tardes, señores, les esperaba. Soy el piloto, me llamo Roberto. ¿Nos vamos?
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Tenía que suceder YAZIRA El sol apareció recio, bruscamente, como es habitual en los trópicos. Lo inundó todo, incluido el Hospital Mariana Grajales, el recién restaurado Maternal de la “heroica, hospitalaria y rebelde” ciudad de Santiago de Cuba. El centro hospitalario se halla enclavado en la principal arteria de la ciudad, la que fue realizada por el denostado dictador Batista. Dispar la suerte de la Perla del Caribe. Tierra de pensadores como Martí, músicos como Matamoros o científicos como Oscar Amoedo. Tierra de ron, azúcar, café, vegetación, manglares, aguas cristalinas, sensualidad, ritmo y vida con mayúsculas. Es tierra de desigualdades, aislamiento, bloqueo, embargos, represión y sueños que quizás nunca llegarán. Tierra de hermanos separados, de anhelos, de ilusiones, de diáspora, de no entender nada e intuirlo todo. Y allí, en la hermosa ciudad donde el Almirante Cervera certificó el fin del Imperio Español, la muerte anunciada de una estructura supranacional cuasi universal con cuatro siglos de desarrollo, a manos de un nuevo proyecto imperial manejado por los hijos del Tío Sam. Allí, a los pies de Sierra Maestra, nacía una exótica niña con sangre haitiana, cubana y española. La familia materna de la nueva criatura procedía de Guantánamo. Cuando la revolución haitiana hizo emigrar a muchos de los dominadores, parte de ellos marcharon al sur de Cuba llevando con ellos a algunos de sus esclavos. Este hecho acrecentó la negritud del Oriente cubano. Prietos, mulatos, zambos, cuarterones y cualquier otra de las versiones del mestizaje constituyen la gran mayoría de la población oriental con claro predominio en las epidermis de los tonos oscuros. El abuelo de la recién nacida murió en Angola
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dentro del proyecto internacionalista de Fidel, ése que sus enemigos consideraban simplemente un intento de expansión del socialismo real en otros continentes. Su abuela, una negra prieta bellísima, trabajó denodadamente por sacar adelante a Yazira y sus cinco hermanos. Seis hermanos de madre y de tres padres diferentes. Paternidades al modo tropical, al estilo latino. Padres procreadores, padres de ida y vuelta, padres que no asumen ningún tipo de responsabilidad. Son hijos de sus madres y... bueno, ya la revolución velará por ellos. Yazira destacó siempre en los centros escolares. No tanto por sus luces, a pesar de ser de las mejores en cuanto a calificaciones, sino por su capacidad de liderazgo. Fue “jefe de brigada”. Fue “vanguardia nacional” en los años 95, 96, 97 y 2000. También sobresalía en las actividades deportivas, siendo subcampeona de Cuba con el equipo de voley, en el año 1999. Claro que al final fue en La Habana y existía mucha presión para que las habaneras ganaran el título. Pero, bueno, “compay”, esa es otra historia que ya contaremos... Yazira pertenece a una de esas generaciones de cubanos que nacieron después de 1959, año de la Revolución. Por lo tanto, no tienen conocimiento directo de lo que fue Cuba antes y poseen un conocimiento limitado de lo que es el mundo de ahora. En sus vidas siempre existieron las cartillas de racionamiento, la pesada máquina burocrática, los periodos especiales, las carencias, la eterna espera de un utópico futuro mejor, lleno de conquistas igualitarias y revolucionarias. Siempre escuchó hablar, reiteradamente, de patria, revolución, fusil, enemigo Yanquee, conquistas de la nueva Cuba, imperialismo, el hombre nuevo... Los iconos de Ernesto “Che” Guevara, Fidel, Camilo Cienfuegos, fundidos con los ideales patrios y revolucionarios, le habían acompañado diariamente desde
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que tenía uso de razón. Había nacido y crecido después y dentro de la Revolución pero ésta no le daba solución a los problemas existenciales y de supervivencia que le atormentaban. La madre de Yazira ganaba, en pesos cubanos, el equivalente a u$15. A duras penas podían complementar la cesta básica y realmente las carencias materiales siempre fueron muchas. Por ello, Yazira aceptó formarse como auxiliar de estomatología para poder ejercer prontamente y así colaborar con la limitada economía familiar. Entre los ingresos maternos y los suyos iban tirando y los extras se debían a las cantidades que aportaba su hermano de madre, Alberto. Este era músico y pasaba seis meses del año tocando con el grupo “Sentimiento Latino” en dos locales del sur de Canadá. Gracias a los boleros, los sones y las baladas, en su casa disfrutaban de una televisión, una grabadora y un sistema para calentar el agua de ducha. También recibían por Navidad un cheque de unos $200 de una hermana de Tere, su madre, quien vivía en Miami, en “La Pequeña Habana”, adonde marchó hace unos veinte años, cuando lo del “Mariel”. El imperio abrió la mano y dejó entrar miles de cubanos. Fidel aprovechó la ocasión y realizó una maniobra de desalojo de “indeseables”, permitiendo la salida de presidiarios, drogadictos, personas no adictas al régimen... y otros que ya tenían familia en Miami, la “gusanera” en la terminología del castrismo, la “arcadia” soñada por muchos y, en definitiva, el lugar de refugio y referencia de parte de un pueblo dividido por el enfrentamiento inveterado y cainista de dos esquemas de ver el mundo y de configurar y modelar la vida de una colectividad, en este caso la cubana. Yazira era rebelde para el amor. Los chicos cubanos generalmente no le gustaban. Le desagradaba el machismo, el halago pueril, la batería de promesas no creíbles pero exigidas por un guión no
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escrito de cómo debían ser las relaciones intergénero, que estaba más o menos consolidado en todos los territorios al sur de Rio Grande y en donde prevalecía el hostigamiento del varón por alcanzar a la dama para tener un número variable de “chingaditas” y emprender el vuelo cuan palomo satisfecho. Parece que cinco siglos de sincronismo entre la cultura hispana, la indígena y la africana pesaran más que el esfuerzo estatal por crear una nueva ciudadanía impregnada de materialismo práctico, ausencia de tabúes en materia sexual y toda la decadencia que “siempre caracterizó a los regímenes burgueses-capitalistas”. Posiblemente el peso de la historia de las etnias, de las creencias, siempre será tan o más fuerte que las transformaciones en usos, modos y costumbres de un determinado colectivo. Decíamos que a Yazira no le gustaba el galanteo, la hipocresía del chico cubano. Por supuesto, detestaba que le dieran o intentaran “darle candela” (golpearle o violentarle físicamente”). Esta era una práctica excesivamente extendida. Pero sobre todo le decepcionaban aquellos que únicamente vivían para “inventar” o “hacer business”, esto es, transacciones o trueques en busca de unos jeans, de unos dólares con los que poder pagar unos tragos en la Casa de la Música. Comprendía el ansia por colmar muchas limitaciones materiales, ella también las sufría, pero le decepcionaban aquellos compatriotas que sólo entendían de tener y que, para tener, había que asumir términos como entreguismo, autodestrucción, degradación y hasta vejación. Al tratarse que una mujer muy atractiva, siempre fue admirada y perseguida por los varones. Un metro y setenta centímetros de un cuerpo espectacular con piel de ébano, coronado por una faz bellísima, la hacían ser muy atractiva. Sus rasgos eran marcados y su negritud producía un impresionante contraste con unos ojos
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verdes esmeralda posiblemente provenientes del contacto del hacendado haitiano con una de sus bisabuelas. El español, el portugués y, en menor medida, el francés se mezclaron con otras razas durante el periodo colonial y este mestizaje ha permitido la existencia de seres hermosísimos, frutos de la mezcolanza, producto de una simbiosis llena de exotismo, sensualidad y perfección. Yazira aspiraba a algo diferente que lo que el destino en principio le ofrecía. ¡Cruel circunstancia de cuatro quintos de la humanidad, condenados desde la cuna a ser únicamente supervivientes, héroes diarios del sinvivir para sobrevivir, de morir día a día por malvivir! El sistema cubano le permitía formarse incluso universitariamente, logro inalcanzable para la gran mayoría de los seres que nacen en el tercer mundo, pero el día después seguía estando lleno de dudas, de “inventar” para sobrevivir, para intentar mover lo inamovible, para enfrentarse sin éxito a lo inmutable “per se”. Gracias a sus méritos académicos y deportivos, Yazira pudo acceder a los estudios de estomatología en la Facultad de Ciencias Médicas de Santiago de Cuba. Allí se iniciaba un camino decisivo en su trayectoria. JAVIER Javier estaba impregnado de tradición odontológica por los cuatro costados. Su abuelo, D. Miguel Prado, fue uno de los primeros odontólogos allá por los felices veinte. D. Miguel fue alumno aventajado del Prócer de la odontología nacional, D. Florestán Aguilar. Junto a él, se formó en procedimientos quirúrgicos avanzados para la época y se llenó de su capacidad gerencial y política. D. Miguel siempre pensó que alguien que era Director de la Escuela de Odontología de Madrid, Secretario de la Comisión para la creación de la Ciudad Universitaria madrileña, Presidente de la Federación
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Dental Internacional, Presidente de la Asociación Odontológica Española y, a su vez, gozaba de la amistad personal del Rey Alfonso XIII tenía que poseer unas dotes intelectuales y de empatía con sus congéneres muy superiores a las de cualquier otro universitario con los que trataba a diario. Atisbando esta realidad pensó que en su ciudad de origen, Murcia, él debía de hacer un ejercicio de mimetismo y convertirse en el referente odontológico local. Para ello, inició su carrera montando un magnífico consultorio en la céntrica calle de La Platería buscando que lo mejor de la sociedad murciana del momento se beneficiase de sus habilidades para el arte dental. D. Miguel se casó con Rosita Saytel, dama muy valorada por los caballeros de la ciudad, tanto por su belleza como por su rica hacienda, ya que era huérfana desde temprana edad y se decía que le correspondía una de las herencias más cuantiosas de la región. Dicho patrimonio era administrado por D. Rafael Llongueras, diputado en Cortes y afamado abogado. Decían las lenguas viperinas que hacía y deshacía con la herencia sus sobrinos y que incluso un consejo de familia se planteó denunciarlo. El Dr. Miguel Prado, con un criterio preventivista y previsor, decidió materializar cuanto antes los bienes gananciales y, con ello, financió su licenciatura, la ya nombrada clínica odontológica, la compra de una finca en La Alberca, y de una residencia estival en Torrevieja. También dicha herencia sirvió para mantener las primeras “queridas” de la interminable lista que mantuvo a lo largo de su lujuriosa existencia. D. Miguel, además de atender su consulta, era odontólogo titular de la Diputación Provincial. Junto a estas actividades, viajaba semanalmente, los martes, a la localidad de Lorca para realizar tratamientos en esa ciudad y las pedanías vecinas. Tenía un automóvil propio, un Ford de 1923, que conducía y mantenía el “mecánico” de la ca-
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sa, Matías, quien en ciertas ocasiones servía también para sujetar a pacientes excesivamente excitados ante la visión de los fórceps o de la llave inglesa, instrumental que en manos del Dr. Prado sirvió para aliviar muchas algias bucales, muchos procesos agudos y, de paso, desdentar a media comarca... y aumentar la bolsa de D. Miguel. Bien es verdad que a veces no podía ser remunerado monetariamente y tuvo que conformarse con huevos, pollos, verduras... e incluso con los favores carnales de alguna lugareña, circunstancia esta última a la que nunca se negó D. Miguel. D. Miguel también atendía a los familiares más o menos directos de sus sucesivos amores clandestinos. Este hecho conllevó que multitud de familiares de la huerta murciana recibiesen tratamiento odontológico no remunerado gracias a la materialización de los estímulos hormonales y cardíacos, que el bueno de D. Miguel siempre vehiculizaba hacia cuerpos jóvenes, menestrales y de morfología curva. Este profesional de la odontología llegó a “poner” más de quince pisos a las distintas “enamoradas” que aceptaron su cariño y protección. D. Miguel era hombre de tertulias y, cuando su visceralidad afectiva se lo permitía, gustaba de pasar largas horas conversando en el Casino de Murcia, del cual fue Presidente entre los años 1929 y 1933. Allí departía con los doctores Martínez Llazares, cirujano uno y pediatra el otro y, con fama merecida en toda la región levantina. El Dr. Nogueras, ilustre psiquiatra que se formó en la Escuela de Viena. También formaban parte de la tertulia los Moya, D. Manuel y D. Alejandro, que eran banqueros. D. Manuel Santibáñez, concejal y rentista, sobre todo rentista, y el ya mencionado diputado Llongueras. Desde las grandes cristaleras veían transcurrir el devenir de la ciudadanía y discutían, amigable o acaloradamente,
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de toros, política, religión e incluso ese nuevo divertimento que llaman “football”. Su hijo, Miguel Prado Saytel, fue de los miembros de la segunda promoción de estomatología. Estudió en los Maristas, en los difíciles años de la postguerra y siempre tuvo claro que quería ser médico y no veía de forma tan clarividente lo de ser dentista. Obtuvo la licenciatura en Medicina en 1947 y se enfrentó al dilema de ejercer como cirujano digestivo, disciplina que le apasionaba, o ser estomatólogo, donde ya gran parte del camino estaba allanado. El representante de la segunda generación de los Dres. Prado había sentido una clara vocación religiosa en sus años de Bachiller. Este fue un sentimiento muy frecuente en la España del periodo postbélico inmediato. Aquella España gris, pobre, confusa aún por la terrible guerra “incivil” que la había desgarrado, apostó por una exaltación del catolicismo más tradicional y el misticismo impregnó la vida nacional. Estas inquietudes religiosas fueron muy bien recibidas por su madre, Doña Rosa, y no tanto por su padre, quien deseaba para su hijo una próspera carrera dentro de la odontología. Para alejarlo de todo aquello, le organizó frecuentes visitas a una conocida “casa de citas” de la ciudad. Allí descubrió las relaciones amorosas de una forma triste, deformada, como tantos jóvenes de la época. En los brazos de Emilia, una pobre chica almeriense a quien el señoriíto del cortijo donde naciera y trabajara desde niña le engendró un hijo a los quince años. Emilia le trató con ternura, le dejó ir madurando en el difícil arte de amar e incluso surgió entre ellos un sentimiento parecido a eso que llaman amor. Después de ese Bachillerato que había transcurrido entre estudios de latín, gramática española y matemáticas, entre los brazos de Emilia y las pulsiones místicas, hubo de marchar a Madrid para seguir los estudios de Medicina. Atrás quedarían los veranos en
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Torrevieja, los domingos en La Alberca y aquellas tardes de fútbol en el campo de La Condomina, animando los colores granates del Real Murcia. Unicamente vería a sus grandes amigos en vacaciones. Esos entrañables compañeros con los que tanto había compartido. Emilio Montesinos, Luis Pérez Saytel y Andrés Baquero habían sido sus íntimos durante aquellos intensos años. Los cuatro tenían entre once y quince años durante la guerra y juntos despistaron la terrible realidad del conflicto, pegándole patadas a un balón, fumando los primeros cigarrillos a hurtadillas o soñando amores imposibles con las jovencitas de la ciudad. Y ahora tocaba cambiar la realidad y marchar a la capital. El Madrid de aquellos años era contradictorio, impregnado de tonos grises y a la vez capitalizador del pulso nacional del momento. Una ciudad que había sufrido como la que más los horrores de la contienda comandaba los movimientos regeneracionistas en pos de un renacer que se presentaba harto difícil. En aquel Madrid coexistían estraperlistas, financieros, militares, falangistas, aventureros, desesperados, funcionarios, vividores y, junto a ellos, miles de ciudadanos ansiosos por saber si podrían comer cada día. Los estudiantes de provincias que llegaban a la capital, como era el caso de Miguel Prado Saytel, normalmente residían en pensiones, lugares lúgubres, sin calefacción, con cortes de luz. Allí, en uno de esos lugares, vivió varios años Miguel y, en una pensión, concretamente en el “Hostal Porvenir”, muy cerca de la Plaza Mayor, pasó muchas horas estudiando anatomía, farmacología o patología quirúrgica, aquel joven a quien cada vez atraían más las ciencias médicas y veía en ellas la posibilidad de vehiculizar sus generosas pulsiones por ayudar a sus congéneres. Miguel se dejó llevar por el pragmatismo y sobre todo por el respeto y temor a su padre, D. Miguel, hombre a quien era fácil
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ver colérico cuando algún hecho torcía sus criterios propios. Persona muy visceral, tal como ya expresamos, podía llegar a retar en duelo, actitud decimonónica afortunadamente ya en desuso por aquellas fechas, a quien le contradijese en alguno de sus valores intocables: carrera profesional, el amor de una dama o su idolatrado diestro Manolete. Decíamos que Miguel fue práctico y optó por ingresar en la Escuela de Estomatología. La Escuela de Estomatología estaba situada en el reconstruido edificio de la primitiva Escuela de Odontología en la Ciudad Universitaria. Esta fue la magna obra de D. Florestán Aguilar. En el año 1944 fue reinaugurada, después de haber quedado destruida en los terribles combates acaecidos en la Ciudad Universitaria. Su inauguración por el Jefe del Estado fue un acontecimiento al que acudieron ministros, embajadores, obispos... y se utilizó de forma publicitaria como muestra del resurgimiento del entramado civil de la diezmada sociedad española. Pronto se dio cuenta que la enseñanza que podía recibir únicamente le permitía tener conocimientos muy limitados del arte dental. Por ello decidió conseguir cuantos más textos franceses, alemanes o estadounidenses le impregnasen de su ciencia. Esta formación autodidacta, unida al hecho de haberse convertido en el discípulo predilecto de D. Pedro García Gras, Director de la Escuela, le permitió ser en pocos años uno de los ortodoncistas más prestigiosos de Madrid. Puso consulta en el barrio de Salamanca y pronto contó entre su clientela con lo más elegido de la capital del Reino. El Dr. Prado Saytel vivió sus primeros años de especialista con la serenidad que da el éxito continuado y reconocido. Era uno de los pocos especialistas en maloclusiones, había reforzado su forma-
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ción en distintas estancias en los Estados Unidos y Argentina y era considerado un verdadero notable dentro del elegido y elitista mundo de los ortodoncistas. Un importante porcentaje de esta serenidad venía de la mano del éxito económico que acompañaba su quehacer sanitario. Evidentemente era uno de los pocos españoles que no había sufrido carencias a lo largo de su vida ya que incluso en los denominados sabiamente por el pueblo “años del hambre” en su hogar familiar no faltaron viandas ni otro tipo de recursos, pero sí es cierto que ahora generaba por sí mismo cantidades dinerarias de una cuantía muy estimable. Gozó de la vida. Viajes frecuentes al extranjero. También disfrutaba casi diariamente de la tan agradable vida nocturna del Madrid de entonces. En aquellos años, con posibilidades económicas, la noche madrileña era muy atractiva. El Palace, las tascas del viejo Madrid, el Chicote, los animados cabarets... fueron testigos de las andanzas y devaneos del Dr. Prado Saytel. Quizás por lo anteriormente mencionado tardó en contraer matrimonio. Este especialista no se casó hasta haber cumplido los cuarenta, edad muy avanzada para la época. Era lo que se conocía por “solterón”. Un soltero con una larga trayectoria de situaciones amorosas, siguiendo la tradición familiar. Al final se “recogió” y casó con una joven doce años menor que él. Ella se llamaba Blanca y provenía de una familia vinatera de Sanlúcar de Barrameda en la provincia de Cádiz. La nueva familia tuvo tres hijos, y el menor de ellos y único varón fue Javier. Javier creció entre el lógico confort y bienestar que podía recibir el representante masculino de la descendencia de una pareja instalada en el éxito. Pasó por los mejores colegios (El Pilar, Academia Británica, Padres Blancos) con resultados francamente mediocres. Disfrutó de Formigal para esquiar, El Puerto de Santa María para
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los veranos y, por supuesto, de la casa de sus padres en la Sierra de Madrid. A los dieciocho años ya conducía un Peugeot 205 que pronto fue sustituido por un Audi deportivo. Ubicarlo en el mundo odontológico fue más problemático. Su padre tenía claro que su hijo varón tenía que heredar su imperio. Pero era muy difícil que pudiera acceder a la titulación ya que, para poder acabar la enseñanza secundaria y el COU, necesitó varios años más de lo normal y la utilización de algunas influencias. Finalmente, se enteraron que en Portugal se había creado una facultad privada con financiación de protésicos y de dentistas españoles y que, moviendo ciertos hilos, podría intentarlo allá. Los años en Lisboa fueron también bastante agradables para Javier. Entre estudios, salidas por Alfama o el barrio de Belem y escapadas a Cascáis, Estoril e incluso al Algarve, transcurrió su carrera. Tras licenciarse en Odontología, se formó como ortodoncista en el postgrado de la Complutense. Su padre se sentía muy orgulloso, no en vano él había sido profesor colaborador, en la época del Profesor Juan Pedro Moreno, y ambos se profesaron sincera amistad. En el año en que cambia el siglo, Javier ya colabora en la clínica paterna, mantiene una relación afectiva con Marta desde hace tres años y afronta el futuro con optimismo y cierto hastío propio del que nunca le costó gran esfuerzo personal superar las barreras que la existencia marca. Para ese verano le ofrecieron, en el marco de las actividades de una ONG sanitaria, colaborar en un programa odontológico infantil en Cuba... y aceptó. Más que criterios solidarios, le empujó a marchar a Santiago de Cuba el deseo de cambiar, el conocer una realidad tan diferente a lo siempre vivido... y se fue.
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MARTIN Había nacido hacía treinta y seis años en Montevideo. Bueno, en El Cerro, lo que es lo mismo pero no es igual. El Cerro mira al mar desde la derecha de la capital uruguaya y está separado de ella por el río. El Cerro siempre tuvo vida y personalidad propia. Formado y desarrollado por una singular mezcolanza de italianos, portugueses, gallegos y eslavos, con el único rasgo común de haber llegado a ese lugar huérfanos de fortuna y llenos de ansias por elaborar un futuro digno para ellos y sus familias. Dos “frigoríficos” (empresas congeladoras de productos cárnicos) dieron trabajo a la mayoría de los ciudadanos de este barrio. Un barrio obrero enclavado en un frondoso monte con estadio de fútbol, bibliotecas, cine, teatro, librerías... e incluso un campo de golf. Un paisaje urbano demasiado contradictorio para los ojos de un observador europeo, pero creíble y real tras conocer la reciente historia del Cono Sur americano. Y allí pasó gran parte de su existencia configurándole su forma de ser, de sentir, y marcándole en lo que sería su trayectoria venidera. Martín era hijo de gallegos. Habían emigrado muy jóvenes y estaban conformados por años de penuria, de carencias casi absolutas, de tener como único horizonte la mar para escapar de la dura realidad social que dejó la contienda española. Para miles de españoles “hacer las Américas” fue la única posibilidad de seguir en pie ante la existencia. Este joven uruguayo-gallego tuvo una infancia intensa de sabores y sensaciones. Sus primeros años transcurren en un país que tiene pulso, en un barrio que aún latía y junto a chicos de muy distintas procedencias. El destaca tanto en el colegio como en el liceo por una capacidad especial para captar lo que sus docentes le transmitían y esto hace que sobresalga intelectualmente del resto. Este
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hecho podía haber provocado el rechazo de la mayoría, pero su personalidad afable y solidaria le hizo ser querido por todos. Detrás de sus lentes gruesas se refugiaba una personalidad rica y con alma de líder dentro de una coraza de timidez. Martín, además de ser el mejor estudiante de El Cerro (por ello portaba la bandera uruguaya en representación del centro escolar en las distintas celebraciones), dominaba las distancias cortas. No con las chicas, precisamente, sino en el mundo del atletismo. Era un especialista de los 100 metros. En las competiciones escolares nacionales dejó en buen lugar a El Cerro en distintas ocasiones. Era llamativo oír cómo rugía la grada cuando él participaba. Sus compañeros, bien negros, bien de origen gallego o bien eslavos, pero siempre con “orgullo villero”, se sentían identificados con aquel chico delgado que siempre les había ayudado en sus estudios y sus exámenes. Martín nunca olvidó su infancia y primera juventud de chico de barrio. Era un barrio vivo con iniciativas, con fe en lo que podría llegar a ser. Sus primeras fiestas, las “fiestas de los quince”, a modo de ceremonias de iniciación a la vida adulta y al amor, donde se magnificaba el decimoquinto aniversario de las jovencitas del barrio. El grupo de amigos: Hugo, Manuel, el “turco” Tarok y su inseparable Elías. Aquella primera novia que nunca se olvida y que, cuando se le cruzaba por la calle Portugal, la veía tan lejana y tan distinta a esa niña que fue y sin la que no podía entender la vida. Martín Ferreira fue el único chico del Liceo que pudo ingresar en la Universidad de la República. El trípode formado por el sacrificio de sus padres, su valía personal y la ayuda de España a través de las becas “Reina Sofía” para emigrantes, obraron el milagro. Algo falla en una sociedad cuando las barreras culturales y materia-
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les impiden que un amplio espectro de la sociedad pueda acceder a los niveles superiores del saber. Al menos, Martín pudo llegar. La Facultad de Odontología de la Universidad de la República, la única del país, gozaba de tradición y un prestigio importante. Algo vetusta en sus estructuras, había formado a miles de odontólogos durante sus décadas de vida. Cuando Martín se incorporó a la Facultad, ésta y sus componentes se convirtieron en el eje de su diario vivir. Sus criterios, sus amistades, sus proyectos, sus novias, sus triunfos, todos se regían por los impulsos que emanaban de esa entidad que llamaban Facultad universitaria. Martín no fue un alumno más. Delegado estudiantil, “factotum” de la murga carnavalera, estimulador de conciencias adormecidas, impulsor de proyectos solidarios. La Facultad creció gracias a él y él creció en la Facultad. Años después de egresar, la Asociación Odontológica Uruguaya, donde era directivo y delegado para actividades culturales, le beca para que colabore en un programa comunitario para la población infantil cubana y él se siente el ser más afortunado del orbe. Por fin va a conocer de primera mano el bastión socialista en medio del Caribe, el campo de acción de su admirado e idealizado “Che”. Tres meses para hacer un análisis de situación y desarrollar un programa específico para discapacitados en el Oriente cubano. ORIENTE Tras la llegada al aeropuerto de Santiago, la primera sensación que tuvo Javier fue de bochorno, de humedad, de naturaleza en su expresión máxima, más barroca, más exuberante. También tuvo una sensación de lejanía, de otro cosmos, de exotismo. Después de realizar los trámites aduaneros, vio como lo esperaba el Doctor Frank Pérez, Vicedecano de la Facultad y enlace entre la ONG
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“Odontología Solidaria” y el Estado cubano. Lo trasladaron a la ciudad y, desde el primer momento, iba intuyendo que en un medio tan distinto a lo que había conocido hasta el momento, tendrían que suceder y tendría que vivenciar situaciones especiales. En un primer momento se planteó la lógica de su estancia allí. Había dejado a su pareja, a sus amigos, a su acomodada vida en Madrid. Se perdería el campeonato de polo de Sotogrande en el cual este año tenían muchas posibilidades y en el que iban “esponsorizados” por las bodegas que eran propiedad de la familia de su madre y por la empresa constructora del padre de Marta. Se perdería las regatas de El Puerto, las cacerías en la finca que los abuelos tenían por Medina Sidonia. No iría a las ferias de Jerez y Sanlúcar como todos los años... pero, por primera vez en su vida, iba a hacer algo que no le habían planificado. Había tomado una decisión propia, colaborar con la ONG en Cuba. Era la primera vez en cerca de tres décadas de existencia que hacía algo no planificado por papá y mamá. Algo que no estaba preestablecido desde la cuna dorada que lo vio nacer. Lo ubicaron en una casa del barrio de Sueños, muy cerca de la Facultad de Ciencias Médicas. Allí tenía asignada una habitación, con baño propio y con una ventana que daba al jardín. Los dueños de la morada, Clara y José, ganaban diariamente veinte dólares por cada inquilino, cantidad que constituía el sueldo mensual de un médico cubano. Para poder alquilar habitaciones en la casa propia había, lógicamente, que contar con una inmaculada hoja de servicios para el Partido. A la mañana siguiente, el Dr. Frank Pérez le mostró la Facultad. Esta le impactó por su idónea implantación en el medio, por la bella incrustación del edificio entre zonas verdes. La señera biblioteca, las aulas con sabor a otros tiempos y ese factor humano tan a-
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tractivo: decenas de estudiantes uniformados con blusa blanca y falda o pantalón azul; profesores, la mayoría de color, con sus guayaberas o floridos trajes y el resto del personal que se veía pulular por el recinto totalmente ausente de cualquier prisa y siempre con una amplia sonrisa en la boca. El Dr. Pérez le presentó a Martín Ferreira, un profesor uruguayo de Odontología Social que coordinaba el proyecto comunitario. En un primer momento le recordó al profesor de preventiva que tenía en Lisboa, el Dr. Barrancos, un tipo muy idealista y soñador que hablaba mucho de temas sociales y que casi nadie en la Facultad escuchaba en exceso. Martín lo acompañó a los Centros de Salud donde iba a trabajar y le presentó a Yazira, una brillante estudiante de Estomatología que, previamente, había trabajado como auxiliar y que le ayudaría durante su estancia en Santiago. Yazira se había presentado en el mes de abril como voluntaria para un programa comunitario ambicioso que subvencionaban instituciones españolas y latinoamericanas y en donde iba a trabajar tanto en centros de salud como en áreas rurales. Le atraía la persona que lo dirigía, el Dr. Ferreira. Este les había dado una conferencia explicativa y, desde el primer momento que lo vio, pensó que acababa de conocer a alguien distinto. Aparte de sentir eso que llaman “feeling”, le pareció que tenía un discurso distinto. Para ella, que estaba saturada de verborreas, de frases grandilocuentes, de que le vendieran humo, este compañero tenía algo que contar y a la vez lo que relataba se basaba en una realidad previa, en unos proyectos ya culminados, en resultados. Y esto le hacía distinto y a ella le apasionaba. Martín era feliz por estar allí y hacer aquello. Iba a tener la posibilidad de llevar a cabo todos sus sueños igualitarios, comunitarios, de promoción de la salud... Bien es verdad que añoraba mucho
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a Rosana, su esposa, y sus dos pequeños hijos, Hugo y Raúl. Por lo demás, estaba muy satisfecho. Todo le gustaba: el clima, el carácter de las personas, el son, la rumba, el arroz preparado al modo “moros y cristianos” y el ron. Quizás el problema empezaba a ser que lo que más le gustaba era Yazira, la chica tan diligente que tanto ayudaba en el programa. Yazira necesitaba segregar mucha adrenalina para que su vida tuviese sentido y realmente ahora vivía en una tormenta de catecolaminas, neurotransmisores y glándulas en plena efervescencia. Tanto su actividad en el Centro de Salud de Miramar, junto al Dr. Prado, como la labor de campo en los núcleos rurales de Segundo Frente o Siboney le justificaban su implicación en esa actividad. Además su vida afectiva estaba revolucionada. Por un lado sentía una atracción llena de admiración por la figura de Martín. Por otro, le resultaba tremendamente llamativa y lujuriosa la posibilidad de acabar de enamorar a Javier, un “gallego” rubio con ojos azules que había llegado de otra “galaxia” y que le insinuaba la existencia de un mundo tan distinto al conocido por ella y con tantos atractivos. Una estrellada noche de verano, en el mes de julio, Martín y Yazira conversaron largamente. No pudieron volver tras realizar un reconocimiento epidemiológico en plena Sierra Maestra y tuvieron que instalarse en el consultorio de un asentamiento rural. Este consistía en unas treinta casas de madera sin tendido eléctrico, ni agua corriente. Se dedicaban a la cría de ganado y al cultivo de la caña de azúcar. Tras asearse y cenar algo, se sentaron en el porche para tomar, él un jugo y ella una cerveza “Hatuey”, relativamente fría. Pasaron conversando hasta las tres de la madrugada. El le expresaba lo que había sido, por lo que había luchado y sobre todo la
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contradicción sentimental que vivía. Por un lado, todo lo que había construido; por otro, lo que ahora sentía. Y mientras, ella escuchaba y guardaba silencio. Para Yazira, aquella noche fue muy especial. Se enfrentó a un dilema. Dilema que provenía de una encrucijada vital. Bien apostar por apuntillar a Javier con sus componentes de frescura, juventud y ¿por qué no decirlo? de llave para un futuro mejor, de tener “visa para un sueño” como la canción de Juan Luis Guerra. La otra apuesta se fundamentaba en ideales, en intentar darle curso a una relación truncada a priori, mutilada conscientemente desde sus inicios por uno de sus actores. Martín estaba dispuesto a amar, a compartir, a enseñar, pero siempre con el horizonte claro de su marcha próxima y definitiva. Martín Ferreira intentaba encajar las piezas del rompecabezas y no lo conseguía. Estaba perdiendo la cabeza. El que siempre había antepuesto su posicionamiento ideológico, su proyección vital a cualquier tipo de desviacionismo, incluido el sentimental, se veía totalmente obsesionado por un ser encantador, aunque algo anárquico en sus modos y actuaciones y sobre todo totalmente ajeno a su mundo, sus anhelos y tiempos. A lo largo de aquel verano, la relación entre Yazira y Javier se consolidó. Ambos descubrieron y succionaron del todo lo que desconocían o no poseían. Hubo aportes, por parte de uno o del otro, de sensualidad, criterios, creencias, risas y mucha pasión. Aunque esta pareja estaba mediatizada por dos hechos capitales. Para Yazira, la figura de Martín tenia un magnetismo muy fuerte. Para Javier, esta relación significaba romper el sendero marcado, romper con un mundo, unos esquemas configurados en el cual parecía que se había sentido siempre cómodo. Pero, ¿por qué nunca había reído como hasta ahora? ¿por qué nunca se había sentido así?
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Después de haber tratado a más de doscientos niños, realizándoles diagnósticos y/o tratamientos de sus alteracio-nes maloclusivas, a finales de septiembre, volvió Javier a España. Fue un baño de realidad, fue una metamorfosis muy cruda retomar una existencia que había sido la suya y en donde hoy ya no encontraba su lugar. Teléfonos, cartas, e-mail. Tristes remiendos para una segregación brutal, traumática. Si, como dicen, el amor es un estado patológico, él estaba muy enfermo. A mediados del mes de febrero, recibió una llamada a cobro revertido. Yazira le decía que estaba embarazada. Le preguntaba si podía contar con él. Un Prado-Dubais iba a nacer. Javier decidió apostar por la situación. Lo tenía claro, su futuro era Yazira, el nuevo ser y la familia que formarían los tres. Todo lo demás era anecdótico. En abril nació, en el Hospital Mariana Grajales, una hermosa niña mulata. En la sala de espera, Javier y sus padres estaban rotos. Javier de emoción, de ansiedad y de afectividad. Sus padres por las circunstancias. Por dentro, pensaban que por qué les tenía que haber pasado a ellos. Su padre, Miguel Prado Saytel, rumiaba que quizás con el carácter colérico de su padre podría haber intimidado a Javier y también pensaba si eso hubiese sido bueno. Y también se maldecía por no haber sido valiente para decidir su propia trayectoria: sacerdocio, Emilia, cirugía digestiva. Y se sintió mal, muy mal. Y valoró a su hijo por asumir, por una vez, sus propios actos y decisiones. Mientras tanto, Yazira estaba contenta por haber traído un hijo al mundo. Contenta, ya que el parto se había desarrollado con normalidad. Y muy contenta por haber engendrado un hijo de Martín Ferreira, el amor de su vida. Tenía que suceder.
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Insomnius Demoniae Quietud. En la habitación en penumbra ya es madrugada. Un camastro de sábanas ásperas cobijan un bulto inmóvil, demasiado inmóvil para estar intentando dormir, cosa que no consigue desde hace tanto que ni se acuerda. No entra ni un ápice de brisa por la ventana en esa noche de otoño. Todo es calma. Una mujer se asomó por la puerta hace unas horas y sintió lo mismo: quietud. Por la cabeza de la persona que crea el bulto todo lo contrario. Constantemente, y a la velocidad del rayo, huracanes de ideas surcan la mente del joven, algunas de apariencia interesante, otras totalmente insulsas, sin que dé tiempo a que lleguen a la memoria, siquiera al consciente, cuando se supone debería dormirse. –Orquídeas imposibles de múltiples colores sobre un fondo blanco cegador se dilatan en el espacio transformándose en cuadros surrealistas. Objetos de oficina orbitando alrededor de su PC, acaba la gravitación, se caen y se parten. –No, mejor los parto yo -y se imagina cómo los estrella uno por uno contra la pared, haciéndose añicos. Primero la foto de su novia, luego su globo terráqueo de madera, el odioso flexo dorado, el cenicero con ranuras para cigarrillos y una para los olorosos habanos. Picor, ¿por qué me rasco tanto? ¿será para incrementar la temperatura de la zona y que las terminales nerviosas se ralenticen en su función? ¡Como me siga rascando así van a pensar que me estoy masturbando! Tengo que parar. Pero, qué picor tan grande, qué bestialidad de picor. ¿O es que me pica tanto de rascarme como una mala bestia? Euresia, eupepsia, Eures, Euro, Euforia,... ¡qué bonitas son las palabras que empiezan por EU, el bien, lo bueno, lo normal. Eugenio: eugenio, genio normal, genio bueno, je, je, la etimología me
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encanta, me chifla, me flipa. ¿Vendrá del fly inglés? The fly, acrobat, U2. Acrobat: ¿batir los extremos de tu cuerpo para no caerte? Grandes caracolas marinas con sus elipses correspondientes superponiéndose y encajando perfectamente, una imagen preciosa... ¡Cuánto se ve con los porros. ¡Qué bien y qué rápido! Todo, TODO se ve más profundamente, se saca la esencia de las cosas, su verdadero significado. –sí; pero, qué bien que sabes lo que hay detrás de esas ideas idiotas. –Bueno, déjame tranquilo que estoy llegando a algunas conclusiones. –No seas imbécil y piensa en las cosas que realmente importan: tus problemas, egocéntrico de mierda. ¿Y esos chavales que eran tus amigos y ya no? –Siguen siéndolo, ¿no? –¿a quién pretendes engañar? ¿A mí? No me hagas reír. Llevamos juntos más de un año y te conozco mejor que tú a tí mismo. –Está bien... es que no me gustan... ¡su educación! Eso, eso. Lo tengo: lo que no me agrada es su educación, sus gestos, sus miradas lastimeras. Ellos no tienen culpa, pero yo tampoco, porque ya no soporte su educación, su tradición, sus maneras. –no será que eres un traidor. –No. Estoy cansado de ellos, simplemente. No me encuentro a gusto con ellos ya. Hay muchos amigos. No siento culpa. Está Sebas, Jorge, Yolanda... Ah, Yolanda... Yolanda me gusta como mujer para mí. ¿Por qué no vendrá a verme alguna vez y sacarme de esta vida? –pero, ¿tú no tienes novia?
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–¡uff! Esa es otra, ¿seguir con ella toda la vida? ¿Realmente me casaré con ella, hasta que la muerte nos separe? Me estoy agobiando, estos porros... –Y Yolanda, por qué no se lo dices ya. Y tus amigos, por qué no se lo dices ya. Y tu novia, por qué no se lo dices ya. COBARDE... –¡uff! Esto agobia, alguien tan perspicaz como yo dando por culo, y encima más rápida en pensar por el efecto de la droga. –¡Uff! Me agobio. –¿por qué? ¿Por qué te agobias tú, tú que tuviste siempre esa carita de tontito? ¿Esa de felicidad? COBARDE... –porque... Porque... En realidad... En ese momento ve que los cuatro muros y el suelo de la habitación de la vida, su vida feliz y con estabilidad se desmoronan puesto que no eran muros sino paneles sin consistencia, articulables. Y bajo esa habitación hay una gran bola negra, un vacío enorme, que se va adivinando mientras los paneles van cayendo y quedándose él en medio, sin nada ni nadie, solo y empequeñecido por la grandiosidad de la esfera azabache, por el infinito vacío. –¡uff! ¡Qué imagen! ¡Qué mal! Pero, por lo menos tengo a mi padre y a mi madre, mi familia... –¿se te olvidó que mueren, y dentro de pocos años si no calculo mal? ¿Y luego? –Es verdad, se me olvidaba. –Bueno, pues, entonces el suicidio, una persona tan inteligente como yo, tan artística, tan creativa y tan inquieta no podrá vivir
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así, con ese pensamiento tan funesto. Sí, hombre, como los artistas al estilo de... -como está totalmente desmoralizado se pone nervioso al no encontrar rápidamente personajes que sabe han tenido que morir o enloquecer- ... ¿Kurt Kobain? ¿ése es el único que se me ocurre? -recuerda algo- estilo Van Gogh, Friederich Nietzsche... eso es. –SOBERBIA... ¿Piensas que vas a pasar a la historia, desgraciado? –¡Uff! (¿Cómo podría deshacerme de este demonio hijo de puta que me carcome día a día, noche a noche?) –¡CREES QUE NO TE ESCUCHO! ¡SI ESTOY DENTRO DE TI, SOY TU! –Pues me mato. –ellos no te dejarán, lo sabes de sobra, no puedes zafarte de las correas que te atan –Bueno... ... –VACIO... Al final de la palabra pronunciada por la voz siniestra se escucha un golpe resonante, como para dar más énfasis, para torturar más al joven. –SOBERBIA -escucha el golpe de nuevo al final de la palabra que penetra en su cerebro como finas agujas. –¿Qué pasa que uno no puede hablar para sus adentros? –VACIO –¡uff! Qué miedo me está dando esto, va de mal en peor y eso que yo debería estar durmiendo, me quiero acostar de una vez, no lo voy a conseguir. Tanto tiempo viviendo feliz sin plantearme estas cosas tan oscuras (o en realidad sí), sin querer ver... –EL VACIO -el golpe de final de palabra es ya insoportable y
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de tal volumen que no se escucha apenas el grito de la sarcástica voz. –Los sonidos se escuchan claros, como reales, será esto lo que escuchan los esquizofrénicos, los adictos a drogas vía parenteral de los hospitales del ala de psiquiatría... ahora empiezo a entender... y yo que nunca confié en estas enfermedades. Me parecían todos unos mentirosos... –SOBERBIA –¡Joder! Ya basta... Voy a dar la vuelta a la cabeza a ver si me duermo de una vez... ... –VACIO -el golpe empieza a doler, el cansancio físico y mental le extenúa. –¡YA ESTA BIEN! ¡Uff!... piensa, piensa... ... ... ¡Ah! ¡Ya! Ya lo tengo. Ya sé qué puedo argumentar, menos mal que soy así. –SOBERBIA. –No, no. Espera voz siniestra y oscura, cualquiera que sea tu nombre, quizá el nigromante de las angustias y los suicidios, a mí no me tocas más los huevos. –¿UMM...? –Cuando uno se coloca ve un trozo de realidad distinto del que ve cuando no está fumado. No es más verdadero sino distinto. Luego esto que me está ocurriendo todas las noches, esta tortura de insomnio, esta esclavitud hacia ti no es la realidad, es un efecto
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de la distorsión. Esto no es mi realidad normal, está adulterada, aunque sea igual de falsa que mi realidad corriente, así que se acabó el agobio. –SOBERBI... –¡NO! Coño, no. –No hay posibilidad de seguir jugando, voz. Piensa sonriendo ya el joven y acomodándose en la que seguro será una buena postura para dormir en su confortable cama, tan cansado está que sabe que sólo estará unos segundos con vida. La voz la acaba de escuchar amedrentada, ella sabe que algo anda mal, que algo se le escapa. Algunas noches el joven la había conseguido vencer, pero esta vez sería la última, la definitiva. Ni la voz ni los otros le iban a impedir hacer lo que más deseaba en el mundo, dormir profundamente. –Hay que ver qué imaginación, lo que está claro que estos momentos de hiperactividad que me dan por las noches son geniales. –SOBERB... –Noooo. –VACIO... –No. Ya no. Se acabó. Venga, a dormir conmigo, vocecilla satánica, enfermedad o lo que seas. Te entiendo. Tú también sólo me tienes a mí, estás asustada. Ya encontrarás a otra persona, ¿verdad? Hay que ver los amigos tan siniestros que duermen conmigo (con-me-cum, qué curioso). Ahora grito yo: “¡ADIÓS!” Y con el golpe al final de la palabra mencionada se quedó dormido profundamente con una paz inmensa que se reflejaba en su rostro.
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La enfermera entró corriendo en la habitación 333 del ala de psiquiatría del Hospital Universitario, lo que vio no se lo esperaba, no pensó que fuera a hacer eso un paciente tan colaborador y con tan buen pronóstico, según ella. El quería curarse. –De todas maneras, en estos pacientes ya se sabe. Un pequeño sentimiento de culpa le inundaba mientras giraba la cabeza del enfermo mental. A través de su espeso cabello pudo comprobar que la sanguinolienta testa estaba machacada. –¿Cómo se habrá hecho esto? -Mientras destapaba la sábana cayeron al suelo unos zuecos con masa encefálica adherida al tacón y comprobó los arañazos de su espalda y el picotazo de su antebrazo. Llamó urgentemente a seguridad y a emergencias para que subieran, y recordó con amargura todo lo que había tardado en levantar el gordo culo que le pesaba literal y figuradamente del único sofá de toda la planta. Estaba descansando en su guardia. Además el aviso de la limpiadora de que el paciente de la 333 estaba dando voces y golpes no la intimidó, pues era lo más normal del mundo en psiquiatría. Se tomó su tiempo en coger las llaves. Pero, por el camino, recordó que si estaba atado a su cama ese paciente no podría dar golpes, entonces corrió; pero, al llegar, fue tarde. Nunca se imaginaría el daño que se había provocado. Mientras pensaba qué iba a contarle a la doctora, se acordó que no había comprobado si seguía con vida. De repente, el hombre expiró. También ocurrió algo más que no llegó a percibir del todo. Cuando llegaron los médicos explicó lo sucedido, aunque para una doctora no encajaba esa extraña sonrisa de sincera tranquilidad casi infantil cuando uno se perfora la calota con unos zuecos. Tras docenas de intentos de suicidio el paciente lo había conseguido.
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Se entristeció mucho pues había sido su paciente más complicado, al que más horas había dedicado. Parecía tener una patología que no encajaba en ningún apartado. Todo fue puro protocolo y en dos horas estaba todo hasta limpio. Se encontraron jeringuillas trituradas y colillas de porros hechas añicos en el patio ciego debajo de su ventana. –Hoy se debió meter un buen chute. -pensó la enfermera. La mujer acabó la guardia y, esa misma noche, no pudo dormir; se sentía rara, extrañamente culpable. La conciencia le resquemaba. Intentó recordar lo sucedido, buscar el por qué de su extremo sentimiento de culpa. Objetivamente no había sido para tanto, estaba experimentada en estas lides. Al segundo día estaba desanimada, sentía que su vida ya nunca sería la misma desde que el hombre expiró su hálito vital en el enrarecido y tibio aire de la habitación 333. Por la mañana, tras la tercera noche, le pareció recordar una mala pesadilla donde alguien que no llegó a ver le susurraba incesantemente, una y otra vez: ¡GORDA... GORDA... GORDA!
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El hombre del parque Siempre he tenido una memoria formidable. Cuando era pequeño, mi madre me decía que iba a llenar mi cabeza de tonterías con los nombres de tantos jugadores de fútbol o los modelos de coches que coleccionaba en cromos y que, a la hora de la verdad, no me iban a caber las cosas que realmente merecían la pena. Pero lo cierto es que a mí no me costaba ningún trabajo, simplemente conseguía almacenar en mi cerebro todas las cosas que despertaban algún interés en mí. Por otro lado, en el colegio destaqué desde el primer día como el alumno más despierto y aventajado de mi nivel. Creo que mi madre se equivocaba; con muy pocos años había desarrollado una madurez que pocos alcanzan: la de disfrutar queriendo aprender todas las cosas, grandes o pequeñas, relevantes o no. Ciertamente era muy inquieto, siempre preguntando, fijándome en el funcionamiento de las cosas. Mi ambición de juventud no tenía límites. Allá por el año 1988 finalicé mis estudios elementales; mis calificaciones fueron estupendas y todos me consideraban un joven prometedor. Yo adoraba las ciencias, quería entender el mundo, y todas estas circunstancias me llevaron a ingresar en una de las universidades más prestigiosas del país. Realicé una carrera fulminante y mis proyectos de investigación se convirtieron en algo más que eso. Cuando quise darme cuenta -y a pesar de mi corta edad- ya ostentaba un cargo de máxima responsabilidad en una importante compañía de investigación tecnológica. Fue por aquella época cuando conocí al hombre del parque. A pesar que ahora soy un viejo estropeado y con arrugas, recuerdo perfectamente todo lo que ocurrió. Bien, ¿cómo empezar? Como ya dije, ocupé un cargo importante en mi empresa siendo
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muy joven. Esto permitió mi rápida emancipación y, por supuesto, viviendo en una situación tan acomodada, no tardé en caer en las redes de mi querida mujer. Vivimos desde el principio una relación muy intensa y no tardamos ni un año en contraer matrimonio. Mi estabilidad económica nos permitió comprar rápidamente una bonita casa en un barrio residencial de las afueras de la ciudad. Era una zona muy agradable para vivir y en esa casa pasamos toda una vida llena de alegrías y muy pocas tristezas. Todos los días parecían especiales, nos queríamos con locura y cada mañana, cuando me despertaba, recuerdo que le agradecía a Dios todo lo que me había regalado; todo fue siempre sobre ruedas, y la rutina nunca irrumpió en mi vida; creo que la rutina no se puede considerar tal si consigues encontrar el placer en cada momento, por mucho que éste se repita. A mí me gustaba disfrutar de esas cosas cotidianas. Admiro a la gente que, como yo, sabe apreciar el valor de las pequeñas cosas: un buen desayuno con las primeras luces del alba, el olor a tierra húmeda que te saluda al salir al jardín de casa o el golpeteo de la lluvia en las ventanas cuando intentas conciliar el sueño en tu mullida cama. Con lo que yo más disfrutaba era con mis paseos diarios. Siempre iba caminado al trabajo; me gustaba observar a la gente, imaginar cómo serían sus vidas, inventarme sus nombres, sus trabajos. Me gustaba observar el mundo en movimiento alrededor de mí. Pero lo mejor de todo, el momento especial del día, era durante el camino de vuelta. Compraba el periódico en el kiosco a la entrada del parque, me adentraba por un camino tortuoso y llegaba a un recóndito lugar donde tomaba asiento en un deteriorado pero confortable banco de madera, que parecía haber estado siempre allí, intacto, más viejo que ningún otro banco de la ciudad, sólo sabe Dios desde cuándo. Me quedaba un buen rato allí, leyendo el periódico, escuchando el silencio que me envolvía y, aproximada-
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mente a las 14.30 de cada día, reemprendía mi camino a casa. Y he aquí que, un día como otro cualquiera, vi por primera vez al hombre del parque. Iba absorto en mis pensamientos, con el periódico debajo del brazo, las manos en los bolsillos, paseando por el sendero que conducía a mi banco, cuando de repente reparé en él: era un anciano de espesa barba blanca, pero de saludable aspecto a pesar de su aparente avanzada edad. Su cara me resultó enigmáticamente familiar, pero no lo conseguí asociar con nadie. Estaba sentado, escribiendo en un cuaderno de anillas, de esos que tienen hojas cuadriculadas, como los que usábamos en el colegio cuando éramos pequeños. Nada de esto resulta sorprendente, desde luego, pero el hecho es que estaba sentado en mi banco. Me quedé paralizado, observándolo descaradamente, pero él ni siquiera levantó la mirada; siguió con sus anotaciones en el cuaderno infantil, violando mi espacio, privándome de mi momento especial, tan tranquilo, sin percatarse de su delito contra mí. Carraspeé la garganta y saludé cortésmente al anciano, no sin cierto resentimiento implícito en mi entonación. Me devolvió educadamente el saludo y continuó escribiendo en su cuaderno infantil como si le fuese la vida en ello. Pensé entonces que mi comportamiento estaba siendo ridículo y tomé asiento a su lado, dispuesto a leer el periódico como hacía todos los días. Pero el banco era muy pequeño, demasiado para los dos; escuchaba su respiración tan cerca que no podía concentrarme en una sola palabra del diario. De repente se volvió hacia mí, y me dijo: –Felicidades. –Gracias, pero... ¿por qué lo dice? –Todo el mundo tiene algo que celebrar cada día, por muy insignificante que sea, ¿no lo cree? –Sí, claro que lo creo, tiene usted razón, pero es que hoy es mi
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cumpleaños, y por un momento creí que... –Pues, entonces, razón de más -interrumpió-. Bueno, me marcho. Espero que tenga un feliz día junto a su mujer. –Adiós -musité. El anciano se incorporó lentamente y, ayudado por un bastón, se marchó por el mismo sendero por el que yo había venido. El encuentro me resultó francamente curioso, y su forma de hablar, con tanta seguridad en sus palabras, realmente me sorprendió. Olvidé el episodio y conseguí disfrutar, ahora sí, de los minutos de tranquilidad que me quedaban sentado en mi banco. Al cabo de un rato, volví a casa, y fui “sorprendido” con la visita de muchos de mis compañeros y amigos de trabajo y algunos de mis familiares más cercanos. Estuvimos todo el día de fiesta y, ya muy entrada la noche, caí derrotado en la cama, junto a mi mujer. Al día siguiente ocurrió algo extraordinario. Cuando desperté, algo más tarde de lo habitual, sentí a mi mujer trajinando por la casa. Yo estaba un poco resacoso de la fiesta del día anterior, y tenía mal cuerpo. No me apetecía ducharme y menos to-mar ningún tipo de desayuno. Sin embargo, cuando llegué a la co-cina encontré a mi mujer de pie frente a la mesa con un auténtico despliegue de comida delante. Mi estómago emitió un ruidito de protesta y cuando levanté la mirada encontré que mi mujer me ob-servaba con sus radiantes ojos muy abiertos y con una enorme sonrisa de oreja a oreja. –¡Tengo una sorpresa para ti! -dijo. –¿Cómo? –¡Creo que estoy embarazada! Sus palabras me dejaron petrificado. El sueño desapareció de repente y mi dolor de cabeza se esfumó como si nunca hubiese estado allí. Corrí a abrazarla pletórico de alegría, y nos quedamos a-
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sí, quietos y en silencio, durante unos minutos que me parecieron mágicos. –Llevaba unos días de retraso y esta mañana cuando me levanté no puede esperar más para hacerme uno de esos tests... y ¡voilá! –¡Esto es maravilloso, cariño! Es, es... -Estaba tan nervioso que no era capaz de articular palabra. Nos volvimos a abrazar. Recobré el apetito y tomé el mejor desayuno del que tengo recuerdo. La verdad es que no habíamos hablado de tener un hijo tan pronto, pero los dos sabíamos que ambos lo deseábamos. Estuvimos especulando si sería niño o niña y barajamos los posibles nombres que le podíamos poner. Ella deseaba ponerle el nombre de su padre o de su madre, a mí me daba igual; en un momento como aquel, cómo puedes decirle que no a la persona que más quieres en el mundo. Caminé hacia el trabajo más rápido que de costumbre. Estaba deseando llegar para contarle la noticia a mis amigos. Cuando llegué encontré en todos ellos la misma cara resacosa que yo había tenido por la mañana, pero cuando les comuniqué la noticia, todos demostraron mucha alegría. Me encontraba muy feliz. Durante el camino de vuelta iba tan metido en mis pensamientos que casi me olvido de mi tradicional cita en el parque. Compré el periódico en la entrada y, caminando por el sendero, tuve la sensación de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve allí. Entonces me acordé del hombre del día anterior y, cuando giré en el último recodo antes de llegar al banco, lo volví a ver allí, sentado, escribiendo en el cuaderno de anillas. En esta ocasión no titubeé y me senté inmediatamente a su lado. Estaba muy contento y no lo iba a estropear por esa tontería. Le saludé animadamente y él me devolvió el saludo con una pequeña sonrisa que dejaba entrever unos dientes en muy buen estado. Cerró el
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cuaderno que tenía sobre las rodillas y dijo: –Se le ve muy feliz hoy. Desde luego deben haberle hecho un bonito regalo de cumpleaños. Continuaba con aquella media sonrisa, y me miraba fijamente como esperando a que le contara cuál había sido ese regalo. Me volvió a dar la sensación del día anterior de que él sabía las cosas, pero esta vez la sensación era mucho más fuerte. El sabe cosas. Seguía mirándome, sonriendo. Sentía que penetraba en mi cabeza, que veía dentro de mí. El sabe cosas. ¡No! Esto era absurdo. Intenté adoptar un aire de normalidad y respondí: –Mi mujer está embarazada. Me lo ha dicho esta mañana. –¡Vaya! ¡Eso es sencillamente maravilloso! No podría haber imaginado mejor regalo que ese, desde luego que no. Pero todo lo decía con la misma sonrisa, con la misma mirada, con el mismo tono de... de saber cosas. Me levanté bruscamente y dije casi tartamudeando: –Acabo de recordar que tengo que ir a casa de un amigo a darle una cosa que me pidió y se me está haciendo tarde, así que hasta luego. –Adiós hijo, adiós. Me precipité rápidamente hacia el sendero y fui corriendo hasta casa. Llegué sudando y encontré a mi mujer agachada frente al horno preparando lo que parecía una pata de cordero, mi comida favorita. Cuando se dio la vuelta y me vio, corrió hacia mí preguntando qué me pasaba. –No me pasa nada amor, es que creí que era más tarde y que
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llegaba tarde. El sabe las cosas. –Bueno, pues, ya está. Siéntate un rato en el salón y relájate, que aún queda un buen rato para almorzar. –De acuerdo, cariño. Me fui al salón y me desplomé en el sofá desde el que solía ver la tele. Ahora estaba apagada y se me perdió la mirada en la profundidad de la oscura pantalla. No podía dejar de pensar en el viejo. En aquel momento tuve la certeza de que las cosas que me había dicho no eran por simple casualidad. Pero, ¿cómo era posible que pudiera saber aquellas cosas? ¿Acaso estaba espiando mi vida, mi hogar, a mi mujer? Me quedé dormido con estos terribles pensamientos y desperté con la llamada de mi esposa para comer. El cordero estaba muy bueno, pero yo no tenía apetito. Estuve ausente durante el almuerzo y noté que mi mujer se había percatado de mi estado. No obstante, no preguntó nada, y yo lo agradecí; no tenía ganas de seguir mintiendo. El resto del día y la mañana siguiente, en el trabajo, estuve muy preocupado. No sabía qué hacer. Quizás estaba sacando las cosas de quicio, todo esto podía ser una simple casualidad, y el viejo del parque no era más que un anciano aburrido, que simplemente buscaba conversación para amenizar sus terribles horas de soledad. No me estaba comportando justamente. Intenté olvidar todo este episodio y me propuse pensar en otras cosas cuando me dirigía nuevamente hacia el banco, con mi periódico bajo el brazo, a la salida del trabajo. Sabía por dentro que el viejo iba a estar allí, pero no quería darle importancia. Efectivamente, cuando giré el último recodo del sendero, lo vi, sentado, escribiendo, con su misma cara sonriente de siempre, con la misma ropa de los días anteriores, con el mismo aire de seguridad en su mirada.
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–Por un momento creí que ya no ibas a venir. Pero ya veo que estás aquí. -me dijo. –¿Acaso me esperaba? –Pues sí. Empecé a ponerme nervioso. Esto era demasiado. –¿Se puede saber quién eres? –Eso ahora no resulta importante. –¿Ah no? ¿Y qué resulta importante si puede saberse? –Perder a una mujer y a un niño que aún no ha nacido. Eso sí resulta importante. –¿De qué demonios estás hablando? -dije con la mayor brusquedad posible. –Tu mujer se dejó un hornillo de gas abierto. Ahora se está duchando, pero dentro de un rato se va a encender uno de esos cigarrillos que tanto te molestan. –¡No sé qué me quiere decir con esto! ¡Déjeme en paz! El sabe cosas Empecé a dar media vuelta para irme, pero él siguió hablando: –Usted siempre la regaña cuando fuma. De hecho éste iba ser su último cigarro porque ya no quiere fumar por el hijo que lleva dentro. Desde luego, si no haces nada por evitarlo, va a ser su último cigarro. El sabe cosas. La cabeza empezó a darme vueltas. No podía creer lo que me estaba diciendo el viejo. Pero, por otro lado, ¿y si tenía razón? –¡Corre! ¡Corre! Empecé a correr inconscientemente. Corrí como nunca he corrido, como nunca ha corrido nadie. Y mientras corría pensaba: ¿quién era este hombre, Dios mío? ¿es verdad lo que me ha dicho? ¿lo
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has enviado Tú? Siempre he hecho lo que he considerado justo y bueno, siempre he intentado ayudar y ser caritativo, pero yo no merezco que intercedas ante mí de esta forma. Por favor, Dios, si es verdad lo que me ha dicho el anciano y salvo la vida de mi mujer y mi hijo, prometo que seré siempre tu servidor, que lucharé incansablemente desde mi lugar en el mundo para corresponderte por esto e intentar que la humanidad entera prospere por mi causa. ¡Oh, Dios, te lo prometo! Cuando llegué a casa y entré a la cocina mi mujer estaba dándose un baño en la planta de arriba. Apagué el hornillo de gas y lloré de rodillas en el suelo. Cuando mi mujer bajó del baño, varios minutos después, la abracé sin mediar palabra y la apreté contra mí con todas mis fuerzas. La había recuperado a pesar de que nunca había llegado a perderla. Me dijo que iba a fumar su último cigarrillo pero logré convencerla para que no lo hiciera. Nunca más volvió a fumar. Jamás le conté esto a nadie, ni siquiera a ella. Al día siguiente, después del trabajo, caminé como siempre por el parque en dirección al banco. No había comprado el periódico. Estaba ansioso por llegar y reencontrarme con aquel misterioso hombre. Pero no estaba. Nunca más volví a verlo. Me quedé sentado en el banco, sin periódico, y me acordé de la promesa que le había hecho a Dios; no pensaba olvidarme de ella. Desde aquella misma tarde, en casa, comencé a trabajar “como Dios manda”. Retomé todos mis proyectos de investigación de la carrera y me involucré en los más importantes estudios de desarrollo tecnológico de mi corporación científica. Participé activamente en el desarrollo de cepas víricas creadas por Ingeniería Genética que infectaban selectivamente las células cancerígenas de más de cien tumores malignos diferentes, destruyéndolos sin ningún otro tipo de efecto secundario. Años
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más tarde, la que ya era mi Corporación, desarrolló múltiples vacunas que acabaron con importantes epidemias que amenazaban a la humanidad y se anexionó con varias empresas y compañías de diferentes sectores de la ciencia y la tecnología. Fuimos responsables de todos los avances en el campo de las telecomunicaciones, desarrollamos una nueva era de nanochips implantados que regulaban íntegramente la homeostasis de cada individuo y fuimos pioneros en el desarrollo del teletransporte instantáneo. Paralelamente al ejercicio de mi trabajo y, en gran medida, gracias a él, observaba que las enfermedades, la guerra y la miseria en el mundo eran cada vez menores. En toda una vida dedicada a los demás había llegado a lo más alto. Mi satisfacción era completa y el reconocimiento de los demás hacia mí, también; recibí el premio Nobel de Física y el de Medicina en años consecutivos. Realmente, había cumplido con mi objetivo y con la promesa que tenía ante Dios. Ahora ya me he retirado de esta agitada vida. Tengo más de ciento diez años, demasiados para tanto ajetreo. Vivo solo en una casita cerca de la que tenía cuando era joven. Mi mujer murió hace dos años por causas naturales y mis hijos viven en Io, uno de los satélites de Júpiter. ¡Ha cambiado todo tanto desde que era joven! Hace tres días recibí la visita de un equipo de ingenieros de mi Corporación. Me explicaron que habían avanzado mucho en el desarrollo de un sistema de viaje en el tiempo. Debido a aspectos puramente físicos sólo es posible viajar hacia atrás, lo que implica que el retorno al momento presente no sería factible. Querían hacer una prueba con un ser humano y habían pensado que yo era la persona más adecuada: sería un reconocimiento hacia mí, tendría el privilegio de ser el primer ser humano en viajar al pasado y además tendría la oportunidad de cambiar lo que yo quisiera de éste para
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crear un futurible, es decir un nuevo futuro posible. Sé que también me ofrecieron esa oportunidad porque al ser un viejo con muy poca vida por delante no iba a ser un trastorno para mí el no volver jamás a mi momento presente. –En serio, ¿no desea realizar el viaje? Le aseguramos que no hay ningún peligro. –No es por el peligro, es que estoy demasiado viejo para estos trotes. Quizás si fuese un poco más joven... –Pero piense en la posibilidad de cambiar algo de su pasado y crear un futurible suyo paralelo. –Mi vida ha sido perfecta tal cual la he vivido, hijo mío. Siempre fui un chico con suerte. Mi familia me quería, he amado mi trabajo, he tenido éxito y reconocimiento en lo que he hecho, ni siquiera he visto peligrar nada de eso en algún momento de mi larga vida... Al decir esas palabras me quedé en silencio pensando por un momento en lo que había dicho. –¿Le pasa algo, doctor? –No me pasa nada, hijo. Acepto hacer ese viaje. Y he aquí que ahora me encuentro sentado, una vez más, en mi viejo banco, escribiendo esta historia en un cuaderno de anillas como los que usaba cuando era pequeño, esperando para felicitarme por mi cumpleaños.
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El diente 22 1
Muchas veces Gabriel sentía que su vida era absurda. Esta excusa, poco precisa, lo ayudaría mucho en el transcurso de esos días en que su trabajo casi lo condena. Si ya había sido casual y accidentado su ingreso a Facultad, si consideraba una negra coincidencia haberse hecho amigo de Gonzalo, si sólo por una terrible casualidad era odontólogo forense, ¿por qué lo obsesionaron los dientes de aquel hombre? Era más fácil dejarlo así: la ficha firmada, la identificación policial, la muerte en el incendio, otro día, el silencio de la morgue roto con la música de su pequeño grabador, la vuelta a su casa, la comida, la televisión, el sueño... 2
Sus sueños fueron siempre absurdos. Tardó toda su adolescencia en darse cuenta que no podía ser cantante de música melódica. Fue en esa época que le agarró miedo a los otros sueños, a los que pasan cuando uno duerme. El método que descubrió para evitarlos fue dormir cansado, al extremo. Uno de sus cantantes preferidos era un mexicano que entonaba: Quiero dormir cansado para no pensar en ti... Sin embargo, a los quince años nadie le sacaba de la cabeza la posibilidad de esa vuelta de tuerca para un lineal camino. Cuando iba a los bailes, en lugar de dedicarse a conseguir pareja se quedaba en la barra, con los ojos clavados en las luces psicodélicas. Soñaba con escenarios, aplausos y, aunque no le gustaba admitirlo, le seducía la idea del fanatismo que su voz podría despertar en las hoy indiferentes chicas.
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Resulta gracioso pensar en alguien soñando eso en un pequeño barrio de un pequeño país. Digo resulta gracioso si, en realidad y, por encima de las posibilidades, ese alguien carece de talento alguno. Gabriel quería ser cantante pero no sabía cantar, ni por condiciones naturales ni por pura gana jamás lograba afinar al entonar melodía alguna. Lo que si sabía era soñar. ¿Por qué un negado de la música quería vivir de ella? Jamás lo sabremos con otra certeza que no sea la mera especulación del deseo de fama y fortuna, ese mismo deseo era quizás el motor inconsciente de esos días. Visto a la distancia, la necesidad de trascender como motor de una historia de este tipo parece más una torpe excusa que una real coartada, pero así comienza. Había llegado a la morgue media hora antes, se quedaba usualmente un par de horas y luego iba a su consultorio particular. Nadie podría suponer que aquel edificio casi céntrico tenía en su interior un sitio con tan morboso fin. De por sí era un lugar solitario pero cuanto más temprano menos posibilidades tenía de verse obligado a entrar saludando. En tanto hacía café, puso una de sus cintas y, mientras la música empalagaba el lugar, él intentaba seguir la melodía que cada día le resultaba más esquiva. A esa altura del año, el sol demoraba en iluminar esas penumbras matinales que podían servir de escenario para verdaderos fantasmas, sobre todo en un lugar de ese tipo. Sin embargo, a nadie parecía inquietar la excesiva quietud. En el piso superior había una serie de oficinas; una escalera y un largo pasillo era el camino que conducía a una sala gigante, con mil camillas, un baño minúsculo y un biombo que intentaba una zona más íntima para efectuar las autopsias. La música se detuvo de repente, el silencio lo sobresaltó; fue el
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instante de calma que precedió a la tormenta ya que, de inmediato, la puerta de entrada se golpeó y apareció la policía con el cadáver. El primer muerto que vio en su vida fue en Facultad. En primer año de odontología una de las cosas más complejas de estudiar era la anatomía de los cuellos del «material cadavérico», una forma muy académica de llamar a los desconocidos dueños de las cabezas que llegaban a aquellas enormes piletas de formol. Cuando al comienzo de las clases se vio revolviendo dentro de ellos para sacar una, se preguntó una y otra vez cómo había ido a parar a ese lugar. En breves instantes se encontró solo. El cuerpo en la camilla estaba casi completamente carbonizado, quizá por eso él hacía su ficha antes que el médico; en general, su profesión tenía una extraña relación con los galenos. Hasta socialmente había vivido la diferencia entre ser «matasanos» y ser «tiradientes». Una vez, en un acto político por el que cruzaba sin tener ni idea de qué partido se reunía, había ocurrido un desmayo que, ante los llamados de auxilio lo había tenido como protagonista. Había visto y asistido a algún que otro desvanecido; por eso, cuando sintió que gritaban «¡un doctor! ¡se desmayó un muchacho!» se acercó al borbollón y dijo «Yo soy doctor». Luego de que su «paciente» se recuperó, al ver a un salvador tan joven, la madre le preguntó: «¿Hace mucho que te recibiste de médico?». Y enseguida la cara de espanto que puso la señora le dejó una marca en la memoria: «No; yo soy dentista» confesó, como si fuera un horrible caso de ejercicio ilegal. El cuerpo estaba completamente quemado; él no podía establecer ninguna otra cosa que la confirmación de la identidad en caso que hubiera registros dentales. No era detective, pero suponía que habrían descartado el suicidio. En resumen, decidió hacer exclusivamente el trabajo por el que le pagaban: llenar el formulario.
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Cuando terminó, llamó al policía de la puerta. –Pueden llevárselo al Dr. Pros. –El ya firmó la ficha, se tenía que ir y dijo que no iba a perderse el congreso por un mendigo. –¿Un mendigo? –Sí, yo que sé... no es el primero... se matan entre ellos... después terminan de material de estudio en las facultades... como nadie los reclama... Qué destino perro... ¿no? –Un mendigo... ¡qué extraño! 3
Nunca se tomaba el trabajo, pero buscó la ficha de identidad del sujeto y efectivamente decía José Lima, 50 años, situación marginal. Nada más. Lo único que se podía decir de alguien que había terminado de modo tan trágico eran esas tres cosas. El no era, ni quería ser, detective; pero le extrañó una muerte tan violenta de un pobre infeliz que apenas tenía identidad. Aunque lo que en realidad no le cerraba era otra cosa: cuando revisó la sonrisa del muerto vio que le faltaban algunos molares, cosa que es normal en adultos, pero lo que más le llamó la atención era que -en la única pieza anterior que le faltaba- tenía un implante de titanio. En el lugar del incisivo lateral izquierdo (la pieza 22) y perfectamente óseo-integrado (de hecho intentó sacarlo y tuvo que romper el hueso) había una tapa de metal. Recordó que cuando vino el furor de ese tipo de restauración todos sus pacientes le habían preguntado cómo era esa cosa mágica y maravillosa que, ante la pérdida de una pieza dental, la sustituía en forma fija. Y era casi cierto, un tornillo de titanio que se integraba al hueso luego de una cirugía similar a la que se le hace a una pared cuando se mete un «taco”. Aparentemente no resultaba muy doloroso y si el organismo no rechazaba
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el implante se podía decir que uno recuperaba la pieza perdida o, por lo menos, tenía un buen lugar de anclaje para cualquier prótesis. El principal defecto de tan «maravillosa» solución era su costo, tan elevado que, por lo menos para el 99% de sus pacientes, era un tratamiento irrealizable. Y acá estaba lo que no le convencía de la supuesta marginalidad de la víctima: ¿cómo un pobre diablo que dormía en las calles se había hecho un implante? No pudo evitar recordar los últimos años de profesión «normal». Antes de ser forense sentía una gran frustración cuando, por razones de costos, sus pacientes no podían acceder a muchos tratamientos. Pensó que muchos de ellos habían terminado siendo derivados por él mismo a la Facultad para realizarse los arreglos más caros. Eso era una posible explicación, aún siendo pobre se habría realizado los implantes en el postgrado de Odontología. Existía otra hipótesis posible, quizás el tipo no siempre había sido un marginado. «Mírame... haciendo hipótesis y todo», se dijo irónicamente. Se vio ridículo actuando de detective; pero, cuando volvió a su casa, decidió dar una vuelta por la Facultad. Después de todo, ahí tenía los pocos amigos que le quedaban. 4
Muchas veces, cuando le venían esos delirios filosóficos que le ayudaban a olvidar que no era un cantante famoso, lograba pensar lo importante que era la sonrisa en una persona. El mismo ejercía la magia de esa mueca como conquista entre los de su especie. También había considerado la fatalidad con que se vivía la ausencia de cualquier pieza, en especial las anteriores. Una persona podía llegar a sacrificar su felicidad para evitar una sonrisa mutilada. «Un diente es como aquella novia que se valora cuando se pierde», había intentado concluir un día.
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Llegó a la puerta del edificio que estaba congelado en el tiempo. Varios fantasmas (de esos que pertenecen a personas vivas) lo rodearon. Las situaciones más parecidas al amor las había vivido precisamente en aquel lugar. Años antes estaba en una clase cuando vio unos hermosos ojos clavados en él. Un rayo de calor salía del interior de la hermosa chica y le perforaba un parietal Buscó en su archivo de canciones una que describiera ese momento: si de noche aparece un par de lunas, es que me miran tus ojos femeninos; siento que puedo escaparme de su tiranía, pero son esos ojos dos espías... Siempre había una canción.Torpe, pero decididamente, le devolvió la mirada y sólo Dios sabe cuánto tiempo estuvieron en esa situación de mutuo enfoque. Al salir de la clase, ella caminó hasta un pasillo y, antes de perderse en su interior, lo buscó entre la multitud de alborotados estudiantes que salían del salón. No estaba dispuesto a dejarla ir, así que se lanzó hacia el otro lado del edificio por el corredor, buscó las escaleras y llegó a la puerta de entrada antes que todos. Desesperado... buscando siempre un amor... Ante la inminencia de un fracaso, uno podría consolarse en un novio grande y fuerte o algún otro motivo más contundente que la mera indiferencia, pero ella pasó por su lado con el mismo interés que frente al busto de Artigas. Yo fui un fantasma que pasó, rocé tu mente y mi magia te enganchó, quisiste huir fuera de mí y en un descuido te quedaste a oír mi voz. Esta insípida anécdota era suficiente para que jamás se volviera a acercar a cualquiera que lo intentara seducir con la mirada. Así que, al poco tiempo, cuando una chica lo observaba fijamente en la cantina, no movió un pelo para tener un encuentro con ella. De todas formas, ella se le acercó y le dijo: «Tú eres Gabriel, el de A-
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natomía, ¿no? Porque estamos organizando un grupo para realizar publicaciones en las materias básic...» No escuchó más, se había perdido un océano con forma de pelo de mujer. A pesar de su indiferencia se descubrió en poco tiempo y, casi por accidente, a solas, frente a frente, y con la sombra de un beso a flor de labios. Luego del primer y demasiado breve contacto, ella dijo: «Gaby, no quiero esto porque nosotros podemos llegar a confundir...» En conclusión, tampoco se mezclaba con aquellas que por casualidad besaba. Con esas dos semejantes barreras (los ojos y los labios) el comienzo de vida afectiva fue un desierto de miradas cortadas y besos prometidos. Y la lluvia entró a la vieja casa por el viejo cristal de la vieja montaña; la lluvia entró, robó un recuerdo y se fue... De todas formas, la Facultad era un refugio bastante interesante para su pasado. Esto quizá asociado a sentir como un éxito su ingreso a ella cuando la estadística hubiera determinado lo contrario. Una de sus teorías más interesantes se cumplía definitivamente: las paredes encierran el tiempo. –Gabriel -dijo una voz, contrastando la posible confianza en la utilización de su nombre con un solemne tono que marcaba una distancia superior. –Profesor -susurró con solemnidad. Recordaba con exactitud el nombre del tipo, pero su inconsciente eligió la investidura preferida de su nuevo interlocutor. –De nuevo por acá -dijo la misma voz que lo había llenado sobre conocimientos de oclusión durante años. –Sí, pasaba y entré a ver si veía a alguno de los funcionarios de postgrado... quería unos datos sobre los pacientes.... -se cortó al
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darse cuenta que estaba por dar una explicación enorme, intrincada y, sobre todo, ridícula. Por un breve instante se quedaron parados, esperando las palabras, las pupilas en las pupilas. En ese instante los recuerdos volvieron a hacer gala de sus poderes. A super velocidad destellaron en uno y otro cerebro varias imágenes. Fueron de las primeras caras que chocaron ese año. El segundo día de clases, Gabriel se encontraba absolutamente perdido dentro del edificio, subió a un ascensor y le dijo al hombre que ya estaba adentro: «Al cuarto piso, por favor». El tipo lo miró con una mezcla de sorpresa, desprecio, lástima y alguna otra cosa demasiado diluida en su almidón y le preguntó: «Usted, ¿es de primer año?». «¿Qué tenía que ver?» pensó, pero le contestó con un leve movimiento de cabeza. «Acostúmbrese a saludar en el ambiente universitario. Es la primer norma de educación.» El sermón fue de lo más sorpresivo, y sólo adquiriría importancia cada vez que se cruzaban y el profesor ignoraba el saludo del joven estudiante. –¿Y para qué quiere «datos»? ¿Está haciendo alguna tarea de investigación? -dijo la voz del Profesor, bajando la sensación térmica. Casi se le escapa que no era detective, pero razonó que se debía estar refiriendo a una investigación de carácter científico y contestó: –Sí, es un estudio estadístico sobre pacientes que se hicieron implantes en lugares públicos. –Bien, dígale a Lourdes que va de mi parte. -dijo. Y siguió su camino ante el asombro del universo.
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La vejez de la funcionaria armonizaba con los muebles de la oficina. Con la recomendación del superior, ella le dejó revisar las fichas a voluntad. Descartó los archivos que intentaban sobrevivir en un disco duro, para ir a los antiguos cajoncitos largos con el orden alfabético perdiendo color en la puerta. Bailoteó por las fichas con la habilidad residual que sus dedos habían adquirido cuando era dentista de seres vivos. Buscó por la «L» y, para su sorpresa, encontró tres «Lima, José». No era buen detective, pero se fijó en el cajón anterior y encontró, por la letra «J», ocho «José Lima». 6
Luego de unos minutos de desconcierto por haber encontrado once pacientes con el mismo nombre, leyó con calma cada una de las fichas. Todas tenían muy pocos datos, estaban incompletas por un lado o por otro. Las que tenían la edad, no tenían la dirección; las de la dirección, no tenían el tratamiento; las del tratamiento, no tenían la edad. Con paciencia fue descartando los datos incorrectos y se quedó con tres «José Lima. 50 años. Implante-22». Cerró los ojos, se repitió varias veces las direcciones y, cuando los abrió, estaba caminando por la calle. 7
Hacía muchos años que no caminaba tanto. Le parecía que más o menos por el mismo tiempo no había respirado. Llegó a la primera dirección. Era un pub bastante moderno. Evidentemente hace mucho que no tenía vida nocturna, al rato de estar sentado logró entender de qué se trataba.
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Ni siquiera conocía la existencia de los bares con “karaoke”. Le llevó aproximadamente once minutos enamorarse de la camarera. Una muchacha de belleza inusual, como corresponde a cualquier desconocida que pretenda flechar a un protagonista tan poco observador como Gabriel. Aprovechó su nuevo oficio detectivesco para dirigirle la palabra: –Perdón... ¿te puedo hacer una pregunta? Yo trabajo en la Facultad de Odontología. Estamos haciendo un seguimiento de unos pacientes de la Clínica de Implantes. Busco al señor José Lima. Largó todo de golpe mientras hacía que revisaba una agenda que supuestamente le servía de apoyo para recordar nombres como ese. –José Lima es mi papá -contestó ella, sorprendida. Su voz era muy extraña, ronca, cascada, suave. Como un susurro. y perdido entre tu pelo soy un justo que ha ido al cielo sin haber pisado nunca misa. Como él no le contestaba, Gloria, de tan sólo veintidós años pero con una mente de cincuenta (como su padre, casualmente) siguió hablando: –Mirá, el dio esta dirección porque yo le servía de contacto; acá hay teléfono y todo. Nosotros vivimos en un barrio aislado. Si querés te doy la dirección. –Bueno, gracias -dijo, pero pensó: «Gracias por tutearme; por mirarme; por darme la posibilidad de soñar con que pueda ver el lugar donde dormís...” Salió del pub tan complacido que casi olvida su investigación.
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Don Pepe vivía en un rancho efectivamente apartado. Era pasando un abismo; del tamaño de una cañada, pero un abismo al fin. En sus cincuenta años había logrado un cuerpo de cuarenta con una cara de setenta. Estaba tomando mate en el jardín, con la particularidad de que éste no se diferenciaba del patio de los vecinos. Bajo el manto del sueño de convertirse en yerno de aquel señor, la conversación se hizo amable. Por deformación profesional más que por espíritu detectivesco, no dejó de mirarle la boca mientras hablaban. Notó que, tras los labios carnosos que había tenido la bendita fortuna de heredar su hija, había un perfecto paredón de dientes blancos, iguales, y que su gusto estético le indicaban postizos. Resaltaban aún más en la cara afeitada y bronceada por horas de exposición solar. Naturalmente le llegaría el dato que significaría que la charla no había sido inútil: –El día que me operaron había otro señor en la camilla de al lado. Yo no entendía nada... le dije al doctor si hacían precio dos por uno, como de una oferta... ¿viste?... pero al tipo no se le movió un pelo; bueno, yo sólo le veía los ojos, y con lentes, porque tenía tapaboca, gorro... pero, digo, no hizo ningún comentario, yo que sé... un amargo el veterano. Antes de irse, Gabriel le pidió para ver sus implantes. Como lo sospechó, tenía una prótesis completa. Bajo ella, un gran maxilar desdentado lucía manchado y contundente. Asomada en un costado y adelante, una columnita de metal. Era absolutamente inútil hacer un implante aislado en esa zona en una persona de esa edad, con esa falta de higiene y en esa situación socio-económica. Antes que se fuera, el señor le comentó:
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–Mi hija me había dicho que un doctor muy simpático y elegante iba a venir, ¿vio?... las mujeres solteras se sienten solas y se flechan cuando conocen a alguna persona de bien. Ese era el dato que estaba esperando. 9
El otro José Lima le resultó más confuso. Llegó fácilmente a la dirección que recordaba firmemente. Era en un barrio rico, donde siempre hubiera querido vivir. Era un edificio muy nuevo. En el último piso había sólo un departamento, pero el hombre fichado como José Lima era una señora. Gabriel había subido por el ascensor que daba directamente al comedor y, en cuanto vio a la mujer, pensó que estaba frente a la esposa del implicado. Sin embargo, ella le dijo: –Mire, le puedo explicar. El profesor me explicó que por un tema burocrático me iban a fichar como José Lima... –Sí, no se preocupe; yo sólo relevo los tratamientos. Lo demás es resorte interno de la Facultad -contestó rápidamente tratando de hacer ver que eso, tan sospechoso, no le importaba. Ella le mostró unas radiografías con varios implantes. En el diente 22, pero también en el 21, 11 y 12. Como si no fuera todo lo suficientemente turbio, antes de irse, ella le describió su malestar por haber compartido la sala operatoria con un vagabundo, sin que nadie le avisara o le pidiera permiso. 10
El lugar donde se vive puede estar pintado de colores diferentes cuando uno se siente bien. Gabriel sentía haber recuperado muchas cosas desde que empezó a sospechar. No hay nada más colorido que ganarle una batalla a la apatía. Pensó que si la muerte era con-
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tagiosa, él había descubierto la vacuna. Debía hablar con su Profesor. Era un pequeño caso de corrupción, no iba a cambiar su vida el dejarlo seguir de largo. Lo que no quería que pasara era el contacto con Gloria, así que fue a verla. Estaba en la puerta del lugar cuando sintió que si no lo hacía hasta el fondo no valía la pena seguir. Si quería diferenciarse de los cadáveres que veía, debía hacerlo bien. Hasta el fondo. 11
Logró despertarse una hora antes que de costumbre. Desayunó como nunca, se despabiló inmediatamente. Y se dio cuenta que era la primera vez en años que no tenía ganas de seguir durmiendo. Se miró al espejo con recuperadas ansias. Con las mismas con las que miraba la pantalla del cine para ver en acción a los envidiados actores. El no quería ser héroe, ni villano, ni galán; no se dejaba seducir por la ficción; quería ser el actor que recibía esas fortunas por convencerse de ser quien no era. Ese soy yo, el que te espera añorando a que vuelvas a mí... Podía haber ido de un lugar al otro, emigrado como un pájaro cazando el sueño de un verano, pero se había sentado a esperar y ahora tenía la sensación que su espera había acabado. Miró su hogar que tantas veces odió y notó que no podría vivir en otro sitio. Salió convencido que ese día era el momento clave luego del cual nada sería igual. 12
Habló con todos los mendigos que encontró a varias cuadras a la redonda de la Facultad. Sintió como en el transcurso de las horas se sumergía en aquel mundo sin techo.
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Compró, paquete tras paquete de cigarrillos, algo de comida, algunas botellas de vino. Aprendió a ir dando los estímulos a medida que obtenía la información, algunos captaban su necesidad de saber y, para no quedarse sin el premio, inventaban datos. A otros, la locura no les permitía contactarse con la realidad, mucho menos para entender que un hombre común se les acercara para preguntarles si alguna vez habían sido atendidos en la Facultad de Odontología. Los encontraba bajo unos cartones de la plaza, durmiendo en algún rincón, acostados al sol para quitarse el frío que habían sufrido en la noche. Poco a poco dejó de verlos como cuando pasaba por su lado y descubrió que no eran tan distintos a él. Eran hombres y mujeres que, en algún giro, en alguna mala decisión, en algún cruel fracaso se habían visto solos. Era eso, y no la falta de dinero, lo que los había marginado. Recordó una historia que le contó un amigo que había decidido irse a vivir a Chiapas. Los indígenas, cuando lo veían alejarse con un libro bajo el brazo, iban a sentarse a su lado y le preguntaban por qué estaba triste. El les insistía que estaba bien, hasta que comprendió que para ellos estar solo y estar triste era lo mismo. 13
Ya era de noche. Le había tomado todo el día y no había obtenido nada. Comenzó a sentir la sensación de frustración que la gente de la calle respiraba cuando el sol se iba. La noche y sus peligros estaban allí. En ese momento, se alegró de tener un lugar donde dormir y, cuanto pensó en irse, una pequeña fogata en el parque le llamó la atención. Se dirigió hacia ella obligándose a no pensar que era peligroso. El vagabundo lo miró sorprendido. Una lata negra estaba sobre
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el fuego. Al costado, tres cajones. En uno estaba él; en otro, un tablero de ajedrez y, el tercero, vacío. –¿Sabe jugar? -carraspeó la voz. No sabía; pero, entre la curiosidad y el extraño brillo en los ojos del hombre, supuso que no debía ser difícil. Por suerte se acordaba de cómo mover las fichas pero su mente servía más para jugar a las damas que para pensar estrategias; a los dos minutos se descubría pensando en otra cosa, a kilómetros del juego. Sin embargo, aprovechó mucho esa partida. En cada pausa, mientras lo ponían en un inevitable jaque, logró que el mendigo le contara algo clave. –¿José Lima? Claro que lo conozco, lo conocía... porque no sé si sabe que el pobre... bueno, pero mire que se lo buscó... En algunos momentos no estaba seguro de querer seguir escuchando. –El era cuidacoches en la Facultad de acá cerca... no sé si la conoce... pero abusó de la gente, primero se hacía atender por urgencias... pedía calmantes y se hacía “bolas”... ¿sabe lo qué es?... mezclado con alcohol y esas porquerías... luego empezó con el tema de hacerse trabajos más complicados... nunca contó muy bien, pero dicen que le pagaban por dejarse... yo no creo... como estaba siempre borracho... al final hasta averiguó donde era la casa de uno de los profesores para presionarlo para que le diera dinero... lo amenazaba con denunciarlo... los poderosos no se dejan apretar por la mugre... se lavan y eso le pasó a él... total, uno vive en la calle... nadie lo reclama y nos culpan a los otros infelices... la policía nos tuvo a los del barrio como dos días enteros encerrados... yo contento, porque comía y dormía bajo techo; pero, uno de los otros se murió vaya a saber por qué... lo llevaron a interrogar y no volvió... y nos largaron a todos... en fin... jaque...
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Sé que aprovechas mi ausencia para dar con la forma de encontrarte con ella Llegó de mañana temprano a la Facultad. Estuvo toda la noche dando vueltas por las calles cercanas. Era la primera vez que se saltaba una noche de sueño de esa forma. Logró ver las cosas más oscuras en la noche, pero cuando el sol comenzó a bañar el horizonte de luz se quedó hipnotizado mirando el color naranja lleno de vida. El olor del rocío congelaba su nariz, algo sucedía en las noches que limpiaba la ciudad, algo que daba el crédito de un día para que los hombres volvieran a ensuciarla. Ver eso fue la gota que le hizo entender que él jamás sería un detective, quizás tampoco un cantante, pero iba a hacer algo para cambiar su vida. 15
Sentado frente al escritorio de su profesor evocó por unos instantes su examen oral. El Profesor, como un Dios, con un hijo a la derecha y un espíritu a la izquierda, dispuesto a demostrarle que nunca sería tan sabio. En cierta forma, hoy la situación había cambiado y de esta conversación estaba dispuesto a obtener las últimas cuerdas para atar la historia. –Tiene cara de querer un café -dijo el profesor y... ¿sonrió? Además de aceptar, logró una cierta satisfacción por la situación en la que se encontraba; por otra parte, ya había resuelto la estrategia de la conversación. Se iba a basar en lo que sabía y sugeriría lo que suponía como cierto. –Voy a ser directo, profesor. Me han encargado aclarar un poco más el caso del cuerpo quemado del vagabundo y, haciendo una investigación seria y cuidada, hemos... digamos, tropezado con
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algunas actividades un tanto confusas de su departamento. Hizo una pausa y no hubo respuesta alguna, así que continuó. –Por lo visto, ustedes colocan más implantes de los que registran. Incluso pagan a vagabundos por dejarse realizar tratamientos, realizan otros que no están indicados y, también sabemos, realizan trabajos particulares en Facultad con los recursos públicos. –Supongo que sabe los mecanismos para denunciar esas irregularidades –comentó, sin pestañear, el profesor desde su trono. Por supuesto que no lo sabía. –Por supuesto que sí, pero eso no es resorte de mi investigación, lo que sí me interesa son los problemas que usted estaba teniendo con un vagabundo. –¿Problemas? -se quebró su voz por primera vez. –José Lima lo extorsionaba. Supongo que lo iba a denunciar. Entienda que esto hace sospechosa su muerte. Alguien muy poderoso podría haber mandado algún sicario. Lo dijo sin respirar, creyendo ver el poder descascararse. El profesor volaba tan alto que la caída iba a ser ruidosa. Luego de una pausa, hubo un duelo de miradas. Finalmente el profesor sonrió. –Usted siempre me llamó la atención. Es una persona extraña, colega. Tiene un trabajo extraño. Una vida extraña. Y ahora me hace una acusación extraña. –Supongo que es más normal colocar tornillos de titanio en la boca de las personas para hacerse millonario -dijo Gabriel, con gran placer. –Hay empresas que pagan muy bien por probar sus materiales. No vendo droga. No hago daño. Restablezco la salud, señor. Gratis para muchos pobres; y en buenos precios, para los ricos. –Pero, con los materiales de la Facultad cobra para su bolsillo
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todos los trabajos extras. –El dinero es un buen motor para el mundo. Estoy exigido a ser un gran profesor pero no me pagan por eso. Puedo ser un mediocre y cobrar muy bien -reflexionó el doctor que, con cada palabra, envejecía más. –Mi duda es: si el objetivo es generar confusión con los pacientes, ¿por qué ficharlos? ¿para qué hacer una ficha de un paciente que se usa para tapar a otro al que se le va a cobrar? La sinceridad de su sospechoso le hacía pensar en voz alta. –Mire, detective, José Lima es un buen hombre que me ha ayudado mucho. Le coloqué una prótesis sobre implantes. No sé a qué se refiere con lo de la extorsión -con un discreto enfado, el profesor se levantó de su trono. –¿A qué José Lima se refiere? -se desorientó Gabriel. Hay tres José Lima. –Al cuidacoches, por supuesto. Mire, colega, deje este tema así. No comprometa su trabajo y el mío. ¿Para lograr qué? No quiero subestimar su tarea; pero, ¿no le parece que ya tenemos demasiados enemigos fuera de la profesión? Cayó un telón, oscuro y grueso. 16
“Tres José Lima”. Cerró los ojos y buscó en su mente las direcciones. Había supuesto que el tercer José Lima era su cadáver. No era un buen detective. En algún sitio estaba el tercer José Lima. En algún sitio del laberinto. Caminó, pensó y cantó. Todo al mismo tiempo. Suponiendo que fuera cierto, el cuidacoches que tenía una prótesis sobre implantes no era el cadáver que había mirado.
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Buscó la dirección que faltaba. Era similar a la que resultó una mujer en un barrio rico, por eso la pudo retener, era cerca de donde siempre había querido vivir. La casa, con forma de mansión, se le presentó como una fortaleza. Llamó por el portero eléctrico y una cámara lo enfocó. –Vengo de parte de un profesor de Facultad de Odontología a hacerle un control –dijo, sin pensar demasiado. Cualquier cosa que sucediera era significativa. El portal se abrió. El jardín estaba muy descuidado. ¿Cuántas personas se requieren para cuidar un sitio así? El hombre que abrió la puerta tenía cara de siervo y ropa de dueño. –¿José Lima? –No. Bueno, con ese nombre me ficharon; ya sabe, para poder hacer el tratamiento... Detrás de él había una casa desolada. –Pase. El profesor, ¿lo envió por algo en particular? –Quería controlar sus implantes y, bueno, como no concurrió... -Gabriel no sabía si hablar o no. –Bueno, no quedé en nada. Había un asunto de dinero pero no quería molestarlo. El hombre hablaba y no recibía respuestas, pero el forense logró -en la confusión- revisarlo y ver que tenía una prótesis completa, superior e inferior y, abajo, dos implantes. Mientras lo miraba tuvo un gran desconcierto. –En realidad, a usted no lo mandó nadie –afirmó, cortando el aire, el señor. Gabriel no respiró. –¿Es policía?
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“No; soy un imbécil”, pensó. –No entiendo quién es ni quien lo manda. Sólo sé que no lo puedo dejar salir de acá. 17
Nunca había visto un arma de fuego desde esa distancia. Cuando el hombre la sacó de su bolsillo quedó tan sorprendido como arrepentido. El profesor tenía razón en que no valía la pena. Todo podía terminar allí; él, sin saber en absoluto qué había sucedido, asesinado por un millonario extraño, sin motivo aparente. Se sintió morir antes de que ocurriera, ya que el hombre lo ató y encerró en uno de los cuartos de la mansión. –Voy a hacer unas preguntas antes de matarlo -comentó con descuido antes de marcharse. Así estuvo largo rato. Tratando de reaccionar. De niño casi se ahoga y sintió una sensación similar. Una mancha negra que viene a terminarlo todo. Merecía saber algo de lo sucedido. En ese momento extremo sintió que, por lo menos, lo aterrado que estaba no opacaba la digna idea de querer saber. Estaba dispuesto a esperar a su verdugo sólo para eso, como última voluntad. Pero como nada le aseguraba que ésta se le cumpliera, decidió intentar salvarse. Estaba atado en una silla de madera. En medio de un lujoso cuarto. Miró la cama, los muebles y, en el límite de su visión, sobre la cómoda, había varias fotos. La mordaza dejaba escapar los quejidos que daba ante cada salto, pero logró llegar con pequeños desplazamientos en el piso de madera. Sus ojos se desorbitaron por encima del pañuelo blanco, miró cada foto con detalle para intentar buscar un dato. En una foto, una señora mayor posaba en el jardín de la casa,
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un lugar muy cuidado. En otra, un señor, muy diferente a su captor, posaba de igual forma. En la tercera, la pareja se abrazaba en el portal. La última encontraba al hombre en el mismo sillón en que había revisado a su verdugo hace un rato. Debía salir de allí. Pensó eso más que nada. Por única vez en su vida sintió una desesperación tan grande. Unas ganas de vivir tan intensas que lo hacían capaz de elegir la forma en la que moriría de ser necesario. A sus espaldas una gran luna se insinuaba tras una cortina. Con el mismo método con que se acercó a las fotos se acercó hacia la ventana. Tras la fina tela un enorme cristal decoraba el marco de madera. Se acercó lo suficiente y saltó con todas sus fuerzas. Llegó a pegarle al vidrio lo suficiente para astillarlo pero, recién en el tercer intento, logró su cometido. La ventana estalló en sus espaldas, la sensación de vértigo fue horrible, la mordaza no dejó escuchar su grito, fue una silenciosa caída, ya que el cristal amortiguó su sonido con la cortina que, por un instante, sostuvo su cuerpo para permitir, después, que se deslizara cayendo cada vez a mayor velocidad. Al romperse la silla en su espalda, Gabriel pensó en su columna vertebral tan mencionada como una zona muy afectada en su profesión, pero no sintió dolor; a decir verdad, luego del momento de terror se sintió libre. Estaba libre. Miró la noche estrellada desde el pasto y soltó sus manos de los pedazos de madera que habían sido su prisión y sacó su mordaza para poder quejarse a gusto. Comenzó a reír sin parar, producto de la tensión acumulada, y se levantó sacándose del cuerpo las cuerdas y los vidrios. Por un momento se calmó pensando en la vuelta de su asesino particular y escapó por el jardín.
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Con sus últimas energías saltó el gran muro. Había sobrevivido a una caída increíble de espaldas, así que supuso que el milagro de su escape estaba indudablemente consumado. Al llegar a su casa comenzó el dolor. Primero en sitios dispersos, luego transformándose en uno solo que sencillamente le ocupaba hasta el último hueso. Se acostó pero no a dormir, sino a pasar en limpio sus pensamientos. Había un cadáver calcinado, supuestamente de un mendigo pero con un implante. En la Facultad colocan implantes como práctica y descubre que colocan más de los que declaran. Comparten el quirófano pacientes de bajos recursos con particulares; cobran y experimentan, por dinero. Bien, ahora aparece un “José Lima” que lo quiere matar, supuestamente por saber algo que no sabe. Este hombre vive en una mansión sin servidumbre, hay fotos que muestran a otro dueño. Lo deja pasar cuando dice que viene por el profesor, pero con intenciones de matarlo. Le coloqué una prótesis sobre implantes, había dicho el profesor refiriéndose al cuidacoches. Ese hombre era el cuidacoches. Saltó en la cama dejando a su dolor acostado. 19
Llamó al policía que trabajaba con él. Había cumplido su cuota de valentía de la jornada, por no decir de la vida. Si estaba equivocado, no iba a pasar a mayores; si estaba en lo cierto, el cuidacoches había asesinado al millonario y ocupado su lugar, le cambió ropa y documentos y lo incineró. Se las había a-
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rreglado para despedir al personal de la casa y se estaba tomado el tiempo necesario para robar tranquilamente o quien sabe qué, ya que evidentemente en algún momento se iba a notar que él no era quien decía ser. ¿Sería posible que sólo quisiera sentirse millonario por unos días? ¿O estaría organizando un viaje con el dinero que lograra recaudar? ¿Qué más le había sacado al millonario, antes o después de matarlo? Había muchos cabos sueltos, pero el policía lo escuchó con cortesía y sin disimular la sorpresa que le causaba que el sacamuelas hubiera llegado tan lejos. 20
El detalle que le faltaba era sorprender al profesor. Hacerle ver que su limitada visión del mundo era ridícula. Para ello pensaba brindarle un detallado informe del caso, así que fue a su trabajo a buscar todos los datos y fotos del mismo. En su oficina, de pie, escuchando el pequeño grabador, estaba el doctor Pros. Gonzalo, su amigo, el que lo había llevado allí, hace muchos años. A esta altura tenía que pasar algo muy interesante para lograr sorprenderlo. –No era un mendigo. El incinerado era un millonario -dijo su amigo. El no se animó a contestar. –Gaby, hermano. Tantos recuerdos juntos, amigo. Te tengo un gran aprecio, a pesar de considerarte un ser extraño. Eso ya lo había escuchado antes. –La verdad que te subestimamos. “¿Quiénes?”, pensó Gabriel. –Pero ahora me toca mover a mí. Basándome en nuestra amis-
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tad. Parece que no te vas a rendir, por lo que me han dicho por teléfono. “¿Quién? ¿Mi asesino?” –Así que te voy a ayudar a terminar el caso. Parece que fueras un detective y todo. Pusiste a un rival muy difícil contra las cuerdas. Sólo quiero que me ayudes a apartar mi buen nombre de estos hechos... digamos, confusos y lamentables. Gabriel no contestaba, no podía hablar. –Me pagaron muy bien por ocultar esta información pero te la voy a entregar, es una nueva ficha de nuestro querido quemado; la otra se perderá. Esta es mi autopsia y, si alguien dice que hubo otra, sería muy triste para mí. Es un favor sencillo. Por nuestra amistad, por mi familia, por la ayuda que te he dado en otros tiempos. Casi toda la verdad saldrá a la luz gracias a ti. Es lo que querías, ¿no? Tú y yo un ramo de imágenes, tú y yo una simple fórmula... 21
Cuando quedó solo, Gabriel tardó en reponerse del momento que había padecido. Tomó el nuevo documento como quien va a acomodar la última pieza de un puzzle. Se había equivocado, podía sorprenderse más. El policía le hizo el favor de esperarlo un instante mientras entraba a hablar por última vez con el profesor. “José Lima es un buen hombre que me ha ayudado mucho”. Cuando entró a la oficina, el profesor se derrumbó. Gabriel habló sin pausa: –Supongo que ya sabe con quien estuve ayer. El caso es que su delito no era ganar dinero con los implantes, sino que la ambición
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para continuar el negocio, para salvar su reputación y quién sabe cuántas cosas más, le jugó una mala pasada. Un solitario millonario sufrió un accidente cardiovascular en plena consulta, la adrenalina de la anestesia viajó por su sangre hasta el corazón y la taquicardia fue insostenible para su débil estado. Le pidió al buen cuidacoches que hiciera desaparecer el cadáver y otra vez la ambición jugó una mala pasada. El pobre se tentó con la posibilidad de ser rico y todo el plan se vino abajo. Supongo que ayer él le avisó que yo me había enterado de algo y usted llamó al doctor Gonzalo Pros, a quien usted había sobornado para ser cómplice tapando pruebas en la autopsia. Pero mi amigo Gonzalo le había tendido una trampa. Un plan torpe, profesor. Supongo que no ser un delincuente le va a ayudar a menguar su condena. Mientras la policía se lo llevaba, el cada vez más viejo profesor lloraba como un niño. Había dicho sólo una mentira en todo el caso. Declaró que, junto con Gonzalo, habían decidido aclarar el crimen. Es más, para la opinión pública fue el doctor Pros quien logró hacerlo con su colaboración. En fin, quizás era buen detective pero no un justiciero sin fronteras. De todas formas esa noche, gracias a su experiencia extrema, había decidido cambiar su vida. 22
Gloria lo esperaba tras la barra con una sonrisa. El entró y directamente le declaró su amor, sin perder el tiempo ni dar rodeos. Ella estaba dispuesta a dejarse llevar. A dejarse besar. Y finalmente le dijo: –Si querés ser mi novio me tenés que cantar una canción de amor.
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Así que, sin dudarlo, se subió al escenario y tomó el micrófono. Las luces de colores comenzaron a girar, una música muy familiar llenó el lugar. Así logró su sueño, con una admiradora incondicional aplaudiendo a sus pies y él intentando cantar: Y así la quiero... así, amor de cuerpo entero la quiero, mujer. Y así la quiero, así. Mujer cada momento, La quiero tener.
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Este libro se termin贸 de imprimir en la ciudad de Montevideo, Uruguay, en el mes de febrero de 2004.
Relatos para la Sala de Espera contiene U El paraíso perdido. El autor de este relato (Rafael Llamas Cadaval; Osuna, Sevilla, 1950) es el actual Decano de la Facultad de Odontología de la Universidad de Sevilla. De gran trayectoria docente, es un importante investigador con dotes artísticas que se han plasmado en obras tanto plásticas como musicales. U Tenía que suceder. Este relato de Antonio Castaño Séiquer (Huelva, 1959) obtuvo el Primer Premio del Concurso Literario del Aula de Cultura de la Facultad de Odontología de Sevilla. Su autor, Profesor titular de esa Casa de Estudios, es gran aficionado a la historia y a la fotografía, lo que le permite tener una particular visión de su entorno. Combina incansablemente su labor profesional con su visión humanística. U Insomnius Demoniae de Alberto González García (Sevilla, 1980). Este joven profesional es Coordinador del Aula de Cultura de la Facultad de Odontología de Sevilla. Obtuvo un Primer Premio con el presente relato en el que pone de manifiesto sus inclinaciones artísticas, ya presentes en su vida a través de la música. U El hombre del parque. Este relato de Javier Ventura de la Torre (Huelva, 1980) obtuvo el segundo premio del Primer Certamen Literario de la Facultad de Odontología de Sevilla. El autor es Presidente de la Asociación Hispalense de Estudiantes de Odontología y se declara amante incondicional del cine. U El diente 22 de Joaquín Doldán Lema (Montevideo, 1969). Su autor, ex profesor de Odontología Social en Uruguay, es el actual Coordinador del Master de Salud Pública Oral de la Universidad de Sevilla. Ha participado en varios libros colectivos de narrativa (El Cerro cuenta, Ediciones El Eco, 1990). Publicó, asimismo, Historias desde el viento (Ediciones Estilo, 1995), La monja yanquee (ediciones abrelabios, 1998) y La cita y otros I S BN 9 9 7 4 - 6 4 9 - 1 0 - 2 artículos para dentistas (ediciones abrelabios, 1999). El presente relato forma parte del libro, aún inédito, Cuentos alfanuméricos. 9 7 8 9 9 7 4 6 4 9 1 0 1