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2Relatos para la Sala de Espera 2 © para esta edición
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Asociación por la equidad en la Salud El ocaso © Antonio Castaño Séiquer Leyendo espero © José María Pastor El cruce © Joaquín Doldán Lema Ex libris et dentis © José María Llamas Imágenes de portada y contraportada: © Peter Parker Diseño de portada y diagramación: Wilson Javier Cardozo Producción gráfica: Carlos Tomasso (0598-2) 513 2649 Impresión: Indice Sociedad de Responsabilidad Ltda. Gaboto 1384 – Telefax (0598-2) 408 5207 Montevideo – Uruguay ISBN Nº 9974-649-12-9 Hecho el depósito que marca la ley.
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Lo recaudado por concepto de venta de este libro se destinar谩 a las actividades de la Asociaci贸n por la equidad en la salud
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índice Alifanfarón contra Pentapolìn (batas blancas, novelas negras) Francisco Correal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 El ocaso Antonio Castaño Séiquer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Leyendo espero José María Pastor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 El cruce Joaquín Doldán Lema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 Ex libris et dentis Chiquito Llamas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Alifanfarón contra Pentapolín (Batas blancas, novelas negras) Horas antes de escribir estas líneas, en el último día del verano, terminé de leer Miguel Strogoff, esa maravillosa novela con final feliz y siberiano de Julio Verne. Una de sus muchas lecturas es que estamos ante todo un tratado de oftalmología: el correo del zar que perdió la vista ante un cuchillo de hierro candente aplicado por uno de los esbirros del emir de los tártaros y la recuperó por el efecto que las lágrimas de la emoción de Strogoff al ver de nuevo a su madre tuvieron en la córnea del intrépido mensajero. De la misma forma, hay un tratado de odontología y está en millones de hogares de todo el mundo. Me refiero a Don Quijote de la Mancha. Como en Miguel Strogoff, estamos ante una batalla entre Oriente y Occidente, aunque en esta ocasión nazca de la imaginación del hidalgo manchego, ilustre paisano del que suscribe. Estamos en el capítulo XVIII de la novela más universal, en puertas de su cuarto centenario. Sancho hace acopio de las calamidades: la venta que su amo creía castillo, el manteamiento que sufrió a manos de "follones y malandrines" con la pasividad de don Quijote, so pretexto de que las leyes de caballería "no consienten que caballero ponga mano contra quien no lo sea". No injerencia, sí señor. Don Quijote, para calmar la incredulidad y hartazgo de su escudero, le confía su deseo de adquirir la espada de Amadís de Gaula y detrás "de una grande y espesa polvareda" ve la ocasión propicia para compensar tanto agravio. Ya es sabida la historia. Igual que los molinos eran gigantes, las dos manadas de ovejas y
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carneros que recorrían la cañada real son en la mente de Alonso Quijano dos temibles ejércitos a punto de librar simpar batalla. Uno lo encabeza el gran emperador Alifanfarón, señor de la isla de Ceilán, temible pagano que está enamorado de la hija de su adversario, Pentapolín del Arremangado Brazo, rey de los garamantas. Pentapolín no estaba dispuesto a ser suegro de Alifanfarón si éste no renegaba de "la ley de su falso profeta Mahoma". Don Quijote va describiendo a los guerreros como si fuera un comentarista de hazañas bélicas. Cuando Sancho aprecia el espanto del error, don Quijote saca del magín una frase que más de Cervantes parece de Stephen King: "Uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos". Oriente contra Occidente. Quijote actual. Entre paréntesis, o sin él, la Unión Europea le acaba de poner nuevas trabas a Turquía para su integración por castigar el adulterio en su nuevo Código Penal. Don Quijote apuesta por Pentapolín y el resultado de su encono contra Alifanfarón son siete ovejas muertas. Los pastores y ganaderos, turbados por tanta locura, se convierten en guerreros de verdad y propinan a don Quijote una paliza de cuidado. Don Quijote le dice a Sancho: "Llégate a mí y mira cuántas muelas y dientes me faltan; que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca". Sancho le dice que más valdría "para predicador que para caballero andante", a lo que su amo responde que "nunca la lanza embotó la pluma", génesis del nombre del periódico en el que en 1974 inicié mi carrera de reporter tribulete: Lanza. Sancho le propone dejarse de aventuras y don Quijote insiste: "Dame acá la mano, y atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes y muelas me faltan deste lado derecho, de la quijada alta, que allí siento el dolor". La quijada del quijote Quijano. "¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte?", le pregunta Sancho.
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"Cuatro, fuera de la cordal, todas enteras y muy sanas". En nota a pie de página, el editor aclara que la cordal es la muela del juicio. Sancho duda de la información dental de su amo. "Mire vuestra merced bien lo que dice". Y don Quijote demuestra ser un experto: "Digo cuatro si no eran cinco, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído, ni comido de neguijón, ni de reuma alguna". Neguijón, insiste el editor a pie de página, es una enfermedad que carcome y pone negros los dientes. En la parte de debajo de don Quijote, Sancho no encuentra "más de dos muelas y media"; en la de arriba, "ni media ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano". "¡Sin ventura yo!", replica don Quijote en frase que debería figurar en el canon de la Odontología, "que más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada. Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante". Y así amo y escudero entran en el capítulo XIX, en el que doce sacerdotes llevan desde Baeza a Segovia el cadáver de un caballero muerto de calenturas. Con esto estaría más que justificada la evocación del nexo entre Odontología y literatura, una variante de las fructíferas relaciones entre medicina y literatura que Proust considera por boca de uno de sus personajes, médico para más señas, una especie de adulterio estético. El doctor Cottard habla en el cuarto volumen de En busca del tiempo perdido (el titulado Sodoma y Gomorra) de su colega el doctor Du Boulbon: "Pero ése no es un médico. Hace medicina literaria, terapeútica de fantasía, charlatanismo". En el primer volumen, Por el camino de Swann, éste recibe una tarjeta de invitación a la Exposición de Odontología. "Puede entrar usted y las personas que le acompañen, pero no dejan pasar perros".
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Gracias al doctor José María Llamas yo he conseguido recuperar el tiempo perdido. En el mes de julio de mi cuadragésimo séptimo verano volví a la infancia. En la consulta del doctor Ortiz me extrajeron dos dientes de leche con los dorsales 53 y 63. Soy mi propio hijo, bucle dental de una empanada mental. Antes de comentar impresiones concretas suscitadas por la lectura de esta segunda entrega de Relatos para la sala de Espera (para la filmografía de los dentistas, una cita de Andrés Pajares en Tiovivo c.1950, última película de José Luis Garci: "Aquí tiene uno la impresión de que está en la sala de espera de un dentista") quisiera realizar una discutible digresión sobre los puentes entre lo mental y lo dental, bien explícitos en el paso de la cordura a la locura de don Quijote sin dientes ni muelas. Yo creo que lo de la doble personalidad no es un enunciado psicológico, sino claramente fisiológico. Como los entrenadores de fútbol que siempre tienen a dos hombres por puesto para cubrir las emergencias y las largas campañas, cada órgano del cuerpo humano desempeña más de una tarea, no necesariamente correlativas ni consecuentes. Por no ser prolijo, la mano come y escribe (diablos, a veces pega, pero aquí hablamos de hombres buenos), el pito mea y procrea, el culo sienta y defeca, la cabeza piensa y remata (los futboleros somos cefalópodos: rematadores con la chorla en un deporte que se inventó para jugarlo con los pies), la boca, ay, la boca come y besa, la boca habla y silba, la boca canta, la boca calla, la boca reza, la boca come, la boca bebe. El del gusto es el menos unívoco de los sentidos, es el más polivalente, la boca-orquesta frente a ilustres solistas: el ojo, el oído, la nariz. En el caso de estos sentidos, su univocidad es equívoca: sabemos que no es lo mismo ver que mirar, no es lo mismo oír que escuchar ni oler que olfatear. Pero en estos casos, el cambio es
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intransitivo. Mi teoría es que lo que hace transitivas las tareas de la boca es esa guardia pretoriana de las piezas dentales. La boca muerde, tiene dos puertas, como la calderoniana casa. Y de ahí que más que la pérdida del brazo (sin espada, claro) valorase don Quijote la de los dientes y muelas. Por cierto, otra de las misiones de la cabeza era antiguamente llevar sombrero. Ha sido una gozada leer a los dentistas, odontólogos u ortodoncistas. Saben mis amigos de citas raras una de mis favoritas. Es de Nabokov, en su novela Pnin, en la que define la dentadura postiza como un anfiteatro de gradas translúcidas. Cada relato me ha sugerido distintas cosas. El doctor Castaño vuelve a unir en su relato, como hiciera en la primera entrega (en el titulado Tenía que suceder), dos sumandos que le apasionan: América y la odontología. Muy hermoso el final republicano del dentista personal de Alfonso XIII, el médico que luchó para que la Reina Regente declarase la ciencia dental carrera universitaria. Muere en el 34, año de la revolución de Asturias, y padece el síndrome del 98, la guerra que enfrentó a sus tres patrias: Cuba, su cuna; Estados Unidos, su formación; España (Cádiz y Madrid, su madurez). ¿Por qué le gusta tanto Cádiz a los dentistas? Recuerdo ahora que uno de los mayores especialistas en el Carnaval gaditano es un dentista de apellido italiano… Leyendo espero es una muy divertida parodia de las salas de espera. Del dentista o de los aeropuertos con su estúpida liturgia. Me ha hecho gracia la mención a El largo adiós: es la novela de Raymond Chandler que leí en la clínica esperando que naciera mi hija Andrea. Un préstamo literario de José María Llamas. Casi siempre leo algo en su sala de espera. Salvo el último Bloom's
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day. Ese día oía, 16 de junio, oía por el pinganillo el EspañaGrecia en la Eurocopa de Portugal. Marcó España en un bar de Los Remedios y empató Grecia cuando volvíamos en el autobús. La visita al cuarto de baño es desternillante: dice Sábato que es precisamente en ese espacio en el que colocan los letreros de Damas y Caballeros donde unas y otros pierden la condición de tales. Joaquín Doldán viene del paisito, como llama a su Uruguay el poeta Mario Benedetti. Me fascinó El diente 22 de su primer relato. Y ahora en El cruce nos ofrece una historia de encuentros. La prueba de que muchas veces la distancia es el olvido, la necesidad de olvidar cuanto antes el punto de partida. Tres continentes en una playa gaditana. Un americano y un africano en el abrazo europeo. Ese cosmopolitismo que Joyce describe en el monólogo de Molly Bloom que cierra el Ulises. El relato plantea una ecuación geográfica: hay estrechos más anchos que el más ancho de los océanos. La ética de la patera: la prosperidad no asegura la justicia, mandamiento del neoliberalismo, que no sólo muerde con la boca. En cuanto a Ex Libris et Dentis, estamos ante un escritor que es nuevo en esta plaza. Pero no un novato. Nos cuenta que Newton era una estrella y Leibniz un eclipse. Propone un universo angloindio propio de las historias de Kipling con la minuciosidad puntillista de Javier Marías: asociaciones, campos magnéticos: de Newton a Pemberton, de Pemberton a Akenside (hijo de carnicero, como Shakespeare, según cuenta Joyce en el Ulises), de Akenside a Clive, de Clive a Malcolm de Poltalloch. El relato arranca con dos diálogos de sendas películas del Oeste. La primera, La última caza, la dirigió Richard Brooks, director de una de
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las mejores películas dentarias: Muerde la bala. Es la recomendación que un médico de pacotilla le da a alguien que tiene un espantoso dolor de muelas. Batas blancas y novelas negras. La Georgia soviética de Stalin, el mordedor metido a sanguinario y la Georgia americana de Doc Holliday, el dentista metido a pistolero. Es un relato sobre la mala salud de los buenos médicos. De los malos dice Proust una maldad: ignoran que tres cuartas partes de las enfermedades las provoca la inteligencia, una enfermedad que desconocen. Entré en el juego asociativo de Chiquito Llamas en su relato y me fui a la fecha en la que lo concluyó. 7 de julio de 2004. Ese día se cumplían quince años de mi boda en Triana con María José, la madre de mis hijas Andrea y Carmen, ahora mis hermanas mayores desde que me sacaron los dientes 53 y 63. El primer regalo que le hice cuando nos conocimos fue un cinturón de los hippies y un libro, El amigo americano, de Patricia Higsmith. Cuando leí la fecha recordé la novela, rebusqué por las estanterías hasta que di con ella. Con el autógrafo que en la portada me estampó cuando lo vi en la plaza de toros de la Maestranza el actor Dennis Hopper, que aparece en un fotograma de la versión cinematográfica que dirigió Win Wenders; con la dedicatoria que le hice hace diecisiete años: "Bienaventurados los que se conocen por casualidad porque de ellos será el reino de los sueños". Firmado Paquiño (amigo a la americana). Mayo-87. Y el libro propiamente dicho. Su primera frase: "El crimen perfecto no existe", de la conversación entre Reeves y Tom Ripley. Éste no quería más follones cuando aquél le pide alguien capaz de cargarse a dos mafiosos italianos que están de visita en Hamburgo. Ripley ya tuvo bastante con el marrón de los bosques de Salzburgo, donde había aplastado el cráneo del cadáver de un falso pintor "con la intención de esparcir y
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ocultar los dientes superiores. La mandíbula se había desprendido fácilmente y Tom la había enterrado a cierta distancia del lugar de la incineración. Pero los dientes superiores… Uno de los ayudantes del forense había recogido unos cuantos, pero ningún dentista de Londres tenía ficha de los dientes de Derwatt, toda vez que éste había vivido en México los seis años anteriores a su muerte". Encontré la cita dental, la transcribí, releí la dedicatoria, guardé el libro y recordé el desaguisado en la dentadura de don Quijote para concluir sin pontificar: hay gente que pierde la dentadura dos veces. Pero las vidas postizas no se han inventado todavía. Francisco Correal
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El ocaso Madrid, 1934 Atardecía de forma lánguida, un día que había sido frío, con cielos plomizos, con vientos que venían de la Sierra. La tarde fue de mucha actividad como casi todas las intensas jornadas de trabajo del doctor. Él jugueteaba con las pastas de un texto sobre “ortopedia maxilar” escrito por Dr. Warrets de la Universidad de Chicago. Lo había intentado releer pero su agotada visión se resistía a captar esos borrosos párrafos que hacía tan poco tiempo (¡Ay, la vejez!) asimilaba con celeridad. Desgraciadamente, le fue menos dificultoso conseguir una de las más completas bibliotecas sobre odontología del orbe que mantener la capacidad física para poder seguir formándose con la ingente literatura científica que almacenaba. Decidió descansar un poco. Nada mejor que seguir recostado en su butacón preferido contemplando su vetusta, elegante y entrañable sala de lectura. Se había quitado sus lentes de limitada operatividad y se dejó llevar por sus pensamientos. Ellos, casi siempre que se encontraba en soledad y con cierto grado de melancolía, se adentraban en su niñez. Una infancia complicada, triste, llena de carencias y condicionada por la figura de un padre ausente. Hijo de una relación no bendecida; sus primeros años están marcados por la lucha denodada de su madre por sacar adelante a sus hermanas y a él. En la encrucijada de los siglos XIX y XX era muy difícil para un hijo natural tener un lugar digno en la sociedad cubana del momento. Por ello, su madre decidió emigrar. Nunca olvidará la llegada al puerto de Cádiz, cansados, andrajosos, cargados de modestos baúles con escasas pertenencias. Tenía pocos años pero ya se juramen-
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taba que tendría que escalar un puesto elevado en el entramado social y que en su triunfo tendría que arrastrar a sus allegados, familiares y amigos, para -con ellos- saborear todo lo alcanzado. Se acercó Fermín, el fiel Fermín, quien tras treinta años de servicio en la Casa, era uno de los seres que mejor lo conocía, más lo quería, más lo admiraba y quizás quién más lo compadecía pues sólo él sabía de las frustraciones, soledades y añoranzas de alguien al que todos consideraban como el paradigma del éxito social. Fermín, siempre respetuoso, le propuso prepararle una infusión y no un café, ya que esto último se lo había proscrito el Dr. Jiménez Díaz, amigo y médico personal. Se lo agradeció, pero prefería no tomar nada. Quería estar solo, absorto en sus pensamientos. Le preguntó por Doña María y el mayordomo le contestó que hacía media hora que se había retirado a sus habitaciones. “¿Estaría haciendo uso de la licorera que tenía en su cómoda?” -se preguntó.- “La verdad es que últimamente intenta compensar su tristeza vital con la ingesta excesiva de licor y eso me preocupa sobremanera”. Quizás, por esos inicios tan complejos, su madre mostró celeridad y a veces ansiedad por complementar la formación de su hijo. Tras una estadía en una Academia Militar le envió a Filadelfia a formarse como Cirujano-Dentista. Cuántos sacrificios, cuántos sinsabores para alcanzar el título de Doctor Dental Surgery. Siempre le estará agradecido y honrará la memoria del Dr. Tinker, su mentor, su padre científico y algo más en su periodo norteamericano. Siguió adentrándose en su pasado, entre cabezada y cabezada, y llega a un periodo más feliz, más ilusionante. Sus primeros años de ejercicio profesional en Cádiz. Con tan sólo diecisiete años consiguió que lo mejor de la sociedad gaditana del momento acu-
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diese a su gabinete dental. Creó la revista “La Odontología”. Fue concejal del Ayuntamiento. En su boca aparece un rictus de sonrisa. No se debe a sus éxitos odontológicos y sociales de entonces. Lo determina el recuerdo lujurioso de aquellas noches de amores prohibidos en las tascas del puerto, entre manzanillas, mujeres y cantes por bulerías. Lo determina la nostalgia de un tiempo que nunca volverá. Se le apetece un vino de Jérez, puede que debido a la añoranza de su juventud en el Sur, y se lo pide a Fermín. En Cádiz llegó a estar muy enamorado de una dama de la localidad, la señorita Maria Benvenutti; se sintió cómodo, querido y admirado pero consideró que sus miras estaban en la capital del Reino y hacía allí marchó. Ya en Madrid , el hecho de ser captado como colaborador por el Dr. Highlands supuso para él un motivo de gran alegría. No en vano se trataba de uno de los dentistas más afamados de la Corte e incluso atendía a la Casa Real. La historia de los pueblos cuando se confronta con las historias individuales producen unas paradojas que difícilmente fantasea el más imaginario de los autores literarios. España, su patria, se enfrentó en armas a su patria académica y profesional, los Estados Unidos, por salvaguardar la tierra que le vio nacer, Cuba. Y esta conflagración, de tan terribles consecuencias para la nación española, supuso para él y, por lo tanto, para la odontología nacional, el avance definitivo. ¿Por qué? Pues bien, el sentimiento “antiyanki” que predominó en España, desencadenó la decisión del Dr. Higlands de abandonar la península ibérica y, por ello, el Dr. Aguilar se hizo cargo de su clientela, incluida la Familia Real. Esta relación con la augusta Casa le permitió el impulso definitivo para hacer de la dentistería
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una disciplina universitaria. Recordando el 1901, se preguntaba a sí mismo si el esfuerzo ímprobo que realizó lo hizo en beneficio personal o por la profesión. Y, en un ejercicio de sinceridad, circunstancia que sólo aplicaba cuando hablaba con su mejor amigo (él mismo) pensó que a partes iguales. Sin su labor de concienciación de la Reina Regente, sin su presión constante, la odontología hubiera tardado décadas en acceder al ámbito universitario. Lógico era, pues, que él se beneficiase de esos logros. Las acciones de los Carol, Losada, Portuondo... hubiesen sido estériles sin la habilidad política de D. Florestán. Capacidad política que se sustentaba en una fe indestructible en el magno proyecto defendido: incorporar el arte dental al mundo universitario. Releyendo mentalmente los hechos de aquellos días, grabados en su mente, pensaba que nada hubiese sido posible si él no guardara en sus alforjas, ya en aquellos años, tantas experiencias familiares, sociales y vitales. Sin su infancia difícil, sin la amplitud de miras que le dio su período americano, seguramente no hubiese tenido el impulso para provocar la radical metamorfosis del panorama odontológico nacional. Era de los que pensaban que lo conseguido ahí queda, que a los hombres se les valora por lo realizado más que por lo prometido y mentalmente le hacía un guiño al destino pues estaba convencido que la Historia, tras el pronto día de su marcha, haría justicia con su obra y con él. Eran tiempos complicados, eran tiempos de dificultad. La República no le quería. Le habían sustituido como Director de la Escuela. Estaba muy marcado por su estrecha amistad con Alfonso XIII. Y, sobre todo, estaba y se sentía viejo, acabado. Tenía la sensación de que los honores recibidos recientemente (Académico de la Real Academia de Medicina y Doctor Honoris
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Causa por la Universidad de Pensylvania) obedecían a una recolección lógica de lo realizado en tiempos pretéritos más que a una valoración actual de su obra y su figura. Pensaba que su tiempo ya pasó y que tenía que agradecer al Ser Supremo haber vivido tanto y en tan poco tiempo, pues no era tan anciano como su decrepitud física le hacía parecer. La política... Él, un animal político “per se”, tenía sus grandes dudas, sus cimentadas fobias, sobre el futuro inmediato de la nación. Un país fragmentado entre derechas e izquierdas, entre monárquicos y republicanos, entre católicos y anticlericales. Demasiados odios, demasiadas desigualdades, demasiado atraso. D. Florestán sentía en lo más profundo de su ser que España había perdido demasiado tiempo lamiéndose viejas heridas, disimulando sus complejos ante las potencias extranjeras, buscando su definitiva ubicación en la historia y en el futuro. Nación de paradojas. Él, un hijo natural, un sacamuelas distinguido, era uno de los pocos amigos y consejeros del Rey Alfonso XIII, máximo exponente de una monarquía de quinientos años. Él, que pasó hambre en aquellos barcos que buscaban la dignidad en ultramar, orientó durante años al Rey de las Españas, Rey de las Dos Sicilias, Rey de Jerusalén, Señor de Vizcaya y otros cincuenta títulos más. Convertido en Vizconde de Casa Aguilar por decisión personal del monarca, fue un auténtico amigo de aquel Rey que vivía rodeado de cortesanos, aristócratas, políticos, financieros y militares en los que poco confiaba. Sus viajes, llenos de componentes científicos, corporativos y políticos, le crearon una visión internacionalista de progreso cimentada en el desarrollo de la educación y de la cultura de los pueblos. Su concepción del mundo se acercaba a la de la masonería, movimiento con el que tuvo un estrecho acercamiento durante
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su periodo académico en los Estados Unidos. Florestán recordaba aquella noche en que le había ofrecido al monarca el apoyo de las distintas logias y, a través de ellas, el mantenimiento del orden institucional por las potencias occidentales. “Majestad, sus parientes de las Casas Reales europeas le apoyarían a cambio de una apuesta manifiesta por la monarquía parlamentaria que impera en esas naciones”, le repetía, y el Jefe de Estado dudaba al no tener claro su papel y el de la Corona frente a las dos Españas que, día a día, se distanciaban más y más. Su confianza con el monarca era tan marcada que incluso se permitía reprocharle modos de actuación. Recordaba una tarde de agosto en Santander, con motivo de un torneo en la Real Sociedad de Lawn-Tennis. El Rey jugó para celebrar su cuadragésimo cumpleaños. Al finalizar, paseando por la Península de la Magdalena, se atrevió a decirle: “Señor, debería dedicar más tiempo al pueblo, a los obreros, a los olvidados”. Y prosiguió: “Las clases altas están mayoritariamente con la monarquía pero el Jefe del Estado es de todos y la Patria tiene muchos problemas”. Alfonso XIII le escuchó atentamente y le respondió: “Aguilar, ojalá contase con varias decenas de hombres como usted para llevar el barco de la nación española con buen rumbo”. Y llegó el día que no pudo aconsejarle más, pues el Rey abandonó España. Y él tuvo que convertirse en el transmisor de la necesidad de esa marcha, según el criterio de los miembros del gobierno. El trago amargo sólo podía ser para ese buen amigo y servidor, el Doctor Aguilar. El Conde de Romanones le llamó y le rogó que dijese al Rey lo que pensaban los ministros sobre el tema. “Nadie mejor que usted, Aguilar. En pocas personas confía como en usted”. Y tras recibir el encargo asumió su papel de amigo leal y habló con Alfonso XIII. Pensaba que le estaba agradecido a la vida por tanto que le
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había ofrecido. Decenas de viajes a América y a toda Europa. Presidente de la Federación Dentaria Internacional. Padre de la Odontología española. Había tenido una mujer excepcional. Su cargo, su estela y su personalidad le habían permitido tener amigos, poder, posesiones, amantes y vivencias. “Sí, realmente era mucho lo vivido, lo sentido, lo alcanzado”. Cuando repasa el tren vertiginoso e imparable que había sido su existencia sentía que ciertos retos no habían sido conseguidos. La paternidad, el reconocimiento por un sector de la profesión y la superación de un sentimiento de orfandad que siempre le acompañó... El silencio de la madrugada domina el entorno y transmite un halo de recogimiento y serenidad que invita a la reflexión. D. Florestán se levantó y, atravesando los largos pasillos de su mansión, se asomó a la estancia de su esposa. Le vio un increíble parecido con su madre, Doña Aurora, en sus últimos años. Por un momento pensó que quizás toda su vida había girado sobre dos mujeres: María Iruretagoyena, su compañera, su bastón, su refugio y su impulsora; Aurora, su madre, quien siempre supo que Florentino, su verdadero nombre, sería alguien importante. Volvió a su butacón de la biblioteca y deseó con toda su alma que su padre, donde quiera que estuviese, supiera que siempre luchó por un mundo mejor, por un desarrollo de las ciencias odontológicas y un proyecto de progreso para su patria. Cerró los ojos y nunca más los abrió. El Siglo Médico (28 de noviembre de 1934). Titulares de portada: Muere el Prócer de la Odontología Española. Han matado a un hombre.
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Diario Médico Español. Dr. Ramírez de Albornoz (24 de noviembre de 1934): ... figura discutida, nadie podría negar al Dr. Aguilar el impulso que dio a la dignificación del arte dental. Figura también controvertida, tuvo, lógicamente, sus detractores. Al ser un personaje relevante y muy definido en sus criterios políticos, corporativos y universitarios ha tenido fieles seguidores impregnados de admiración hacía su figura y otros que lo consideraban acaparador de cargos, prebendas y honores. Su labor como Secretario de la Comisión para la creación de la Ciudad Universitaria quedará como una acción decisiva en el desarrollo de las estructuras patrias. Como expresaban los líderes regenaracionistas del 98, para contrarrestar la atonía intelectual y creativa que durante demasiados años ha sido la tónica de la nación española, son necesarios líderes, personas creativas que dinamicen la sociedad civil nacional. Pues bien, un hombre de ese talante, ha fallecido. La historia lo juzgará. Crónicas Odontológicas. Dr. Fernández Díaz (26 de noviembre de 1934): ... Fallecido el Dr. Aguilar se cierra un ciclo. Sin su figura, incluso sin su talante, no se puede entender el devenir de la profesión en nuestra nación. Desde estas páginas, donde tanto le censuramos e incluso atacamos, hemos de reconocer, en estos momentos, que dedicó su vertiginosa existencia a la odontología y que fue hombre de una capacidad peculiar. Descanse en paz.
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Leyendo espero No al hombre que más quiero, porque estoy en la sala de espera del dentista, lo que no implica que le odie. Simplemente es la constatación del hecho. Porque entre que me gusta llegar con tiempo a cualquier cita, y a que es prácticamente imposible que a uno le atiendan nada más llegar, dispongo de un rato para leer, o para reflexionar, o para escuchar la música ambiental, y a veces incluso para charlar un rato con tus compañeros de espera. Hoy me he dado cuenta del valor que se le puede sacar a estos ratos para que no sean perdidos. Rabelais fue el que me convenció, hace algunos años cuando leí Gargantúa y Pantagruel, de que el retrete es la cuna de la cultura. Es evidente que pasamos gran parte de nuestra vida en ese sitio y además lo aprovechamos para leer algo. Lo que sea. Si encima nuestro intestino reclama más atención de lo normal por defecto o por exceso, estamos más tiempo o acudimos más veces, así que todavía leemos más de lo habitual. Resulta paradójico que esta estancia ocupe un lugar tan bajo en nuestra estima, cuando es el bastión de nuestro conocimiento. De hecho, nunca la mostramos orgullosos a nuestros visitantes cuando sí lo hacemos con el resto de la casa. Y siempre acabamos enseñándola, porque llega un momento en que nos lo exigen. Sin embargo, hoy he caído en la cuenta de que la sala de espera del dentista nos procura la misma oportunidad de ampliar nuestra mente a base de la lectura. Porque aquí también leemos, con la particularidad de que leemos lo que normalmente no solemos leer, ya que no podemos elegir, de modo que aprovechamos para enterarnos de cosas a las que normalmente no prestamos atención. Incluso para mucha gente una y otra habitación se parecen mucho,
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ya que la primera vez que fui sin que mis padres me arrastraran, encontré natural saludar al que allí se encontraba cuando yo llegué. -¿Qué tal? -le dije. -Cagado, me contestó. Desde entonces he adquirido la costumbre de sentarme lo más cerca posible de la ventana. Y me dispongo a echar un vistazo a las revistas para ver si encuentro algún tema al que habitualmente no presto demasiada atención con el fin de paliar ese vacío informativo. El mundo de la moda Me decido por una revista de moda. Tema al que habitualmente no hago ni caso. Supongo que si voy a comprarme ropa, me venderán la que se lleva este año, aunque sea en las rebajas, así que, ¿para qué preocuparme? Mi concepto sobre la moda coincide completamente con el de uno de mis novelistas preferidos, Raymond Chandler. Aún recuerdo que en su magnífica novela, El largo adiós, expresa su opinión sobre la moda de un modo que ya me hubiera gustado que se me ocurriera a mí. “No se puede tener calidad -escribe- con una producción en masa. No se quiere la calidad porque dura demasiado. De modo que se la sustituye por la moda, que no es más que una estafa comercial destinada a hacer que las cosas caigan en desuso. La producción en masa no podría vender sus mercancías el año próximo a menos que haga que lo que vendió este año parezca anticuado de aquí a un año.” Aún así, decido enterarme un poco del tema, ya que quizá me esté perdiendo algo interesante. Voy a esforzarme un poco, y a profundizar en la cuestión que se plantea en la revista: ¿Qué se va
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a llevar este otoño? Para entrar en materia suavemente, primero he mirado las fotos. Y me invade cierta inseguridad. ¿Qué se va a llevar dónde? Porque aquí, en Murcia, como me ponga lo que viene en las fotos, me voy a derretir. Y las mujeres lo mismo. Tírate una hora maquillándote, como la de la foto, que en cuanto te embutas en todo ese cuero, a ver quién frena los churretones que te van a caer desde la frente. ¡Pero si aquí en otoño vamos todos de manga corta, y las mujeres con las piernas al aire! En fin, con un poco de suerte, podremos llevar la moda otoño la semana antes de que empiece el invierno. Luego empiezo a leer y surge el primer problema. No tengo a mano ningún diccionario castellano-moda-castellano. Menos mal que hoy se inaugura la Feria del Libro de Ocasión y puedo comprarme alguno, porque es que no me entero de la mitad. Que si triunfa el estilo flashdance, la inspiración matrix reloaded, la mezcla del tweed y del tartán escocés, el corte trapecio, los colores planos (no sabía que hubiera colores en relieve), etc.. Tendré que preguntarle a mi mujer, porque con la vecina del tercero C, que debe de estar muy enterada de la moda por lo que he visto, no tengo tanta confianza. A pesar de todo me lanzo a profundizar. Comienzo con la moda femenina y me entero de que ¡vuelven los 80! Hombre, por lo menos no me será desconocida del todo. De algo me acordaré, digo yo. “El look rescata la camiseta extralarga para convertirla en un sexy minivestido. El exceso está servido”. Vamos a ver, según la foto explicativa se pone una un sujetador y las bragas, se echa por encima una camiseta XXL y se va a la calle tan fresca. Pues que yo recuerde, en los 80 nadie iba así por la calle. Vamos, me extrañaría mucho no acordarme.
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Pero es que además se van a llevar las rayas, inspiradas en las pistas de tenis de los años 30. ¿Pues no eran los 80?. Ya empezamos a liarla. Y me surge otra duda. ¿Los campos de tenis se pintaban de otra manera en los 30?. Yo no juego al tenis, pero juraría que las rayas de los campos de tenis siguen siendo las mismas. Para acabarla de liar, me entero de que vuelve la gabardina de los 60. ¿En qué quedamos?. Ahora resulta que para ir a la moda te pones una camiseta XXL del año 80, pintada con rayas de pista de tenis de los 30, y por si hace frío, teniendo en cuenta que vas a ir casi con el culo al aire, te plantas una gabardina de los 60. Luego resulta que no, que no es así del todo, porque también se van a llevar las chaquetas de cuero, eso sí, con las solapas grandes. ¿Grandes?, gigantescas diría yo, viendo la foto. Chaquetas inspiradas, dice, en matrix reloaded. Dirán lo que quieran, pero esas solapas ya las llevaba la bruja de Blancanieves. Decido abreviar, y voy directamente a los consejos de mujeres que están a la moda, que confiesan cuáles son sus preferencias. Una dice que su prenda favorita son las camisetas de D&G, otra que vaqueros y camisetas y la última confiesa que su vicio es ponerse los abrigos de John Galliano. Pues el tal John Galliano debe de estar hasta las narices de que ésta le coja los abrigos. Cleptomanía llamaría yo a ese vicio. Un poco desesperado, decido dejar la revista de moda femenina y me cojo otra de moda masculina a ver si me entero mejor. Vaya golpe de efecto iba a dar, si me da por ir este otoño a la moda. Así que empiezo a leer más detalladamente. “Suéter de lana, mejor si tiene leyendas universitarias, camisa y pantalón cargo”. Pero no dice el cargo hacia que lado es. Y yo no sé muy bien hacia que lado cargo. Hacia el que caen, me imagino. Separo un poco las piernas y me miro disimuladamente, mientras muevo un pie,
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como si el foco de atención fuera el zapato. Pero nada, aquello parece bastante centrado. He tenido una inspiración. A lo mejor es un tejido que se llama cargo. Me toco los pantalones suavemente, y deduzco que deben de ser de algodón, o de fibra, o de mezcla de los dos, vaya usted a saber. Mira que si ya llevo unos de cargo y no me he enterado. Decido averiguarlo, y me voy al lavabo con la revista, no sea que alguien me la coja. Una vez allí, me desabrocho los pantalones y busco la etiqueta. Vaya hombre, está justo detrás, y por mucho que retuerzo el cuello no la veo con claridad. Harto de tanto esfuerzo, me acerco al lavabo a ver si la puedo ver reflejada en el espejo. Me apoyo en el lavabo, me pongo de puntillas y me retuerzo un poco, pero sigo sin verla. Y encima alguien que intenta entrar. Para disimular, abro el grifo para que oigan el agua. Decido bajarme un poco los pantalones, y me inclino hacia delante para mirar hacia atrás entre las piernas, y de este modo consigo ver la etiqueta. Pero mis pantalones deben de ser mayas, o egipcios, porque lo que veo es un jeroglífico. Hay unos dibujos de un barreño que pone 30, un triángulo tachado, unas olas como del mar, una plancha, y otra cosa tachada que parece un sobre. Pues me quedo como estoy. Así que me pongo los pantalones otra vez y cuando me dispongo a subirme la cremallera descubro con horror que me he salpicado la bragueta con el agua del grifo. Parece que me he meado encima. ¿Y ahora que hago?. Tras unos momentos de desconcierto, mientras intentan entrar de nuevo otra vez, decido la heroica solución de poner un pie encima del cubo de desperdicios y una rodilla sobre el borde del lavabo, y arrimar la bragueta al secamanos mientras me sujeto fuerte de la pared. Tras unos cuantos esfuerzos posturales, consi-
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go que el aire se ponga en marcha, y soporto estoicamente el chorro de agua caliente. Tengo que aguantar tres minutos máximo, pienso preocupado, porque es lo que hay que controlar para que los huevos pasador por agua no se pongan duros. Por fin parece que la cosa no es tan visible, y sudando la gota gorda vuelvo a la sala de espera. Allí la enfermera me informa de que como no estaba, han tenido que pasar al siguiente y tengo que esperar un rato más. Me siento sin rechistar, porque sospecho que la enfermera se ha formado una extraña impresión de mí. Vaya mirada me ha echado cuando me ha visto llegar del cuarto de baño tras un buen rato, un poco sudoroso y jadeante y con una revista de modelos masculinos en la mano. Me temo que a sus ojos ya soy gay de por vida. Como la cosa ya no tiene remedio, me relajo y me dispongo a seguir por dónde me había quedado, porque me espera un buen rato. Lo del pantalón más vale olvidarse, así que me centro en lo del suéter con leyenda universitaria. La única leyenda universitaria que yo conozco es la tuna, pero no creo que quede bien llevar una foto de la tuna en un suéter. Busco en las fotos, y me encuentro a un tipo con un suéter en el que pone Yale. Pero eso igual es una universidad que una marca de llaves. Quizá podría llevar un suéter en el que pusiera: Decíamos ayer. Esa si que es una buena leyenda universitaria. Porque poner: La letra con sangre entra, me parece un tanto excesivo. Paso al siguiente consejo y es que vaya de tonos oscuros, como el marrón, el negro, el granate. Y la pieza fetiche, que llaman, un abrigo de piel cruzado. Y aconsejan: “Olvídese de las gafas de sol”. Hombre, en eso si que estoy a la moda, porque yo me las olvido en cualquier lado. Este verano ya he perdido tres. Pero es que además, todo de tonos oscuros y con un abrigo de piel cruza-
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do, una de dos: o hace un frío del carajo o es de noche, en cuyo caso, ¿para qué quieres unas gafas de sol?. El siguiente consejo sobre ir a la próxima moda, es vestirse de militar chic, y si no, de club de caza. Pues si que estamos bien, en mi vida he visto yo a un militar chic, y además, la ropa de la mili la tiré en cuanto acabó, y ya hace años. Pero insisten en que “esta temporada se lleva el look guerrillero”, y para ilustrarlo, aparece un tío en la foto vestido de una mezcla entre Rambo y Peter Pan con un ventilador detrás. No me extraña, porque debe de ir de un sofocado que no veas. ¿Pero como consigues ir con el ventilador cargado a todos lados?. Es cierto que los guerrilleros llevan encima de todo, pero lo del ventilador me parece fuera de lo normal. Por fin parece que llegamos a lo más importante. El manual del perfecto ejecutivo. Lo elegante, el triunfador. La repera, vamos. Y te avisa: “la moda impone sus reglas”. Bueno, veamos esas reglas: “Destierre los cuadros, apueste por un festín de rayas y no olvide que la clave del éxito está en los zapatos”. Me quedo anonadado. Me siento incapaz de seguir estas reglas. Porque vamos a ver, llego a mi casa, quito todo lo que cuelga de las paredes, me gasto la paga extra en unos zapatos y en farlopa, y ya estoy hecho el perfecto ejecutivo. Se acabó, anda y que les den morcilla. Menos mal que en ese momento me llaman para la consulta, porque es que ya me encuentro totalmente desorientado. La publicidad Hay otro sitio donde también suele uno tener que esperar. Pero ahí no se aprende nada. Suele ser una espera desesperante. Me refiero a los aeropuertos. Al partir no sueles esperar mucho. Sólo una hora. No sé por qué diablos te hacen ir una hora antes, para tenerte encerrado en una sala sin nada que hacer. Ahí estás tú,
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sentado en un asiento de plástico, mirando hacía la puerta del fondo donde hay una especie de mostrador enano, tras el que a veces hay una azafata allí plantada, aguantando estoicamente las miradas de los pasajeros. De vez en cuando, descuelga un teléfono, y entonces todo el mundo se levanta a hacer cola. Pero lo vuelve a dejar, y permanece impertérrita ante el revuelo organizado. Algunos se vuelven a sentar y otros se quedan formando cola, resignados. Así hasta que les da porque ya está bien, y te dejar entrar en el avión. Pero es mucho peor cuando vas a recoger a alguien. Ahí sí que no sabes lo que va a pasar. Puede que el avión llegue a su hora, puede que no, puede que se atrase un poco, puede que se atrase mucho, nadie lo sabe. Incluso llegando a su hora, pasan más de treinta minutos hasta que los pasajeros comienzan a aparecer. Si hay suerte, con su maleta. La otra noche me fui al aeropuerto de Alicante a recoger a mi mujer, que llegaba a las 21:10. De eso nada, primero llegaba las 21:38, después a las 21:50, y al cabo de unos segundos a las 22:35. Ese horario ya parecía definitivo. Te quedas con cara de bobo mirando la pantalla y te vas resignado a la cafetería rumiando tu desgracia. Porque ir a Información es inútil. Ya me sé la respuesta. Una vez fui, pero porque la chica valía la pena. Para entretenerme un rato, le dije: -Me apuesto una cena a que adivino por qué el avión de Madrid trae retraso.- Como ya estará escarmentada de tanto histérico, se me quedó mirando sin decir nada. -Por causas técnicas, dije yo. Porque siempre te dicen lo mismo, porque ellas estarán en Información, pero nadie les informa de nada. Así que por mucho que insistas, te vas a ir igual de informado que al llegar. Es como
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si a mí me ponen de traductor simultáneo de alemán, por ejemplo. ¿Qué quieren que diga? Pues nada. Haberme enseñado el alemán antes. Así que a la cafetería. Porque mientras llega a las 22:30, aparece con la maleta con un poco de suerte, ya son más de las 11. Después hay que coger el coche y camino de Murcia, así que antes de las 12 no llego a casa. ¿Y cenar qué? Pues a la cafetería. Estoy en el mostrador mirando si hay algo de comer que no venga envuelto en plástico, cuando de repente veo en la tele que hay al final de la barra un anuncio que pone: Iberia puntualidad. Y notas en tu interior como Mr. Hyde pide permiso para salir. Y en ese momento se acerca el camarero para saber qué vas a tomar. -¿Preparáis cócteles?, le pregunto. -Pues... depende, no sé, ¿cuál quiere? -¿Puedes prepararme un Molotov? Como veo que no entiende nada, le pido un café y una ensaimada, que es lo único no plastificado que he visto. Cuando termino, me voy al rincón de los apestados a fumarme un cigarro. Con todo este trajín ya han pasado 10 minutos. Bueno, me voy al kiosco de prensa, pero está cerrado. Ni leer. Así que a sentarme un rato. Por qué diablos tienen que mentir tanto en los anuncios es algo que no consigo entender. ¿Habrá alguien que se los crea? Porque es que tiene narices la publicidad. Llevan años explicando que con los nuevos detergentes no hay que frotar, y por lo visto la gente no se entera. Siempre hay alguien dispuesto a frotar. Menos mal que en el último momento su madre o una vecina le avisan de que no, y le quitan el trabajo de encima. Una mujer llama a un teléfono, porque su marido ha puesto mal la lavadora. Les explica que no funciona bien, y llegan unos
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tipos y se lo llevan a él. Un pobre incauto se toma la molestia de preparar una cena para los que teóricamente son sus amigos, pero éstos deciden que no les gusta como cocina y llaman a esa misma agencia con idéntico resultado. Y van y desvelan la marca del electrodoméstico. Pero si eso da igual, nos han dejado con la miel en la boca. Si lo que uno está esperando es que digan adónde han llamado, que compañía es esa. Vamos, pagaríamos el doble del precio de la lavadora o de la cocina por tener ese número de teléfono. Otra se compra una determinada marca de electrodomésticos, y ya se puede ir a la playa; a comer con las amigas, o de compras, que ya no tiene nada que hacer. Se lo hacen todo. Ni siquiera tiene que ir a trabajar para pagarlos. Uno naufraga, se va a una isla desierta, y en lugar de aparecer Viernes, se le aparece un coche. Otro se echa desodorante y no hay mujer que se le resista. Digo yo que con cada barra regalarán una caja de Viagra, porque ese ritmo no hay quien lo aguante. Y así sucesivamente. Todos mienten. Bueno, todos no, los de colonias no. Esos son un galimatías indescifrable. Una pareja ve como le derriban la casa, pero tienen colonia. Otro se está peleando con su sombra, y en lugar de encerrarlo en un manicomio, lo ponen a anunciar colonia. Y Noé, ahí en el desierto, agarrado a su arca, más aburrido que una mona porque no llueve aún, se dedica a tirar piedras a la arena. Y de repente sale un frasco de colonia de la arena del desierto. Claro que a lo mejor es un regalo del Señor, porque si yo me dispusiera a pasar varios meses encerrado en un arca con todos los animales de la creación, sería lo primero que me llevaría. Pero es que el de Iberia se lleva la palma. Un tipo va en un avión y se pone a contarle su vida al resignado vecino de asiento.
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Resulta que le conceden una segunda oportunidad de rehacer su vida con alguien, porque en la primera llegó un cuarto de hora tarde, y ya se había ido. Así que ahora, para que no le vuelva a pasar lo mismo, se ha sacado un billete en Iberia. Pero vamos a ver, ¿tú eres tonto o es que eres tonto? Porque si una persona es incapaz de esperarte un cuarto de hora, ¿de verdad crees que le importas algo? Y si no te esperó un cuarto de hora, no sé de dónde sacas que te ha estado esperando cuarenta años. Pero idiota, fíjate si ha puesto tierra de por medio que para ir a verla te toca coger el avión. Encima va el tío y para asegurarse se saca un billete de Iberia. Y se cree que va a llegar puntual esta vez. Todo lo que le pase es poco, por ingenuo. Aunque es posible que sea un tipo listo y se esté preparando una coartada. Perdona por el retraso, siento llegar siete horas tarde, pero es que he venido con Iberia. Vale, disculpado, lo entiendo. En fin, menos mal que con estos pensamientos se me pasó pronto el tiempo. Vuelve a casa vuelve, por Navidad. Pero coge el avión en octubre, por si acaso. La mujer de hoy Hay veces en que entras en la sala de espera del dentista y no encuentras nada que leer, porque lo que hay no te apetece. Es lo que me pasó el otro día, así que me relajé y me dispuse a escuchar la música que venía del techo. Suele variar bastante. Recuerdo una vez que tenían puesta música de la llamada de relajación, y la sala se llenó de música suave y de murmullos de corrientes de agua, cantos de pajaritos, croar de ranas y demás sonidos que no identifiqué. Yo acabé dando cabezadas hasta que me despertaron los ronquidos del que tenía al lado.
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Pero hoy tenían puesta música de grupos españoles de pop. Y como el volumen no es que esté muy alto precisamente, pues le prestas más atención. En los bares de copas intentas hacer como que no oyes nada, a ver si así el tímpano se relaja y consigues averiguar lo que intenta decirte el de al lado a voz en grito, pero nada. Y comencé a fijarme en las letras, cosa que habitualmente no suelo hacer porque tampoco es que escuche mucha música de este tipo. Amores felices, otros no tanto, gente que cambia de nombre, de aspecto y de ciudad, uno que ha perdido a René y a Isabel, y no sabe quién tiene la llave de casa de Raquel. A veces la canción viene que ni pintiparada, como esa voz femenina cantando que no hay humor para estos casos, para estas cosas no hay humor, no hay humor. Pues que quieres hija, teniendo en cuenta a lo que venimos no veo a nadie tronchándose por aquí. Quizá por eso algunos dentistas han apostado por el óxido nitroso para sus pacientes. Pero de repente llega una canción que me deja pensativo. Porque supongo que el autor ha querido cargarla de nostalgia y poesía, pero se ha tomado muchas licencias desfigurando la realidad, porque a medida que uno va escuchando la historia se da cuenta de que la cosa no fue como el cantante lo cuenta. La historia va de un cantante que se va a un pueblo de la costa a dar un concierto en pleno verano, y al final del mismo se encamina a tomar algo al único bar que se encontraba abierto, cosa ya de por sí bastante extraña en un pueblo costero en verano, pero en fin. Allí se queda prendado de la camarera, y pasan una noche de amor deliciosa. Al año siguiente, cuando vuelve a ese pueblo, va a buscarla pero se encuentra con que el bar ya no existe, si no que hay un banco, y se cabrea y rompe los cristales de la sucursal a
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pedradas y se lo lleva la policía. Dicho así está muy bien, muy romántico todo, pero la historia real es otra. Porque ella es sorda, seguro. Para empezar, le pide que le cante una canción si quiere que le ponga un cubata, pero le insiste en que sea al oído. Y además porque no se entera de lo mal que canta. Porque tras contar que en el piano del Amanecer, que supongo que será ese el nombre del garito, le cantó todo tu repertorio, reconoce que los clientes del bar, uno a uno, se fueron marchando. Y supongo que para nunca más volver, porque si al año siguiente el bar no estaba y había una sucursal bancaria, es porque la cosa no iba muy bien desde entonces. Y encima va y se cabrea con el banco. Así que la pobre chica no tuvo más remedio que cerrar y quedarse con el único que había. Y a lo mejor era sordomuda, porque en lugar de decirte algo, simplemente te dibujó un corazón en la espalda con un dedo. Y luego está el tema de la hora. Porque da el concierto, se va de copas, se tira cantando ni se sabe el rato hasta que cierran el bar. Después se van al hostal besándose en cada farola, suben, se quitan la ropa y hacen el amor. ¿Y os dieron las diez? Pues como no empezara la actuación a las tres de la tarde, no me salen las cuentas. Tiene delito, en plena canícula estival. Y que no diga que son las diez de la mañana, porque luego a las tres del mediodía no les puede sorprender la luna. Es que hoy las mujeres lo tienen muy complicado. Tienen que cuidar de un negocio, llevar una casa, para que luego el primer fulano que aparezca dé al traste con todo. Y encima lo va contando por ahí. Sumido en estas cavilaciones veo una revista con el título Mujer de hoy. Me ha picado la curiosidad. ¿Cómo consideran éstos de la re-
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vista que es la mujer de hoy? Porque imagino que por lo menos saben por qué asuntos se interesa o la revista ya habría cerrado. Me dispongo a enterarme. Parece ser que el primer lugar de interés lo ocupa el estilo de Leticia, a la que consideran que va impecable en cualquier situación. Y luego va y le dan consejos. ¿Pues no decís que va impecable? ¿para que le dais consejos? Pues nada, le preguntan a modistos y peluqueros cómo debería ir. El primero dice que la ve con escote de barco. Supongo que la mujer de hoy sabrá lo que es un escote de barco, porque lo que es yo, como no sea que se vean los salvavidas... La siguiente dice que evitaría la manga corta. Debe ser que no le gustan los cortes de manga, porque a ver por qué diablos no se puede poner la chica una manga corta. Otra dice que la boda merece una cola larga. Se referirá al vestido, porque la de la cola de la iglesia está asegurada. El peinado dicen que recogido de dos posibles maneras, y te ponen unos dibujos. No quieren que se suelte el pelo. El siguiente punto de interés es un artículo llamado “Cuento de hadas mediático” y que habla de “El beso del Príncipe” donde a la mujer de hoy se la califica de Cenicienta contemporánea. La verdad es que como imagen de la mujer de hoy, pues no sé yo que pensar, la verdad. Claro que luego, para desempalagar un poco, recomiendan un libro: Asesinas, las mujeres más sanguinarias, un repaso a la historia. Vaya cambio. A ver si nos va a salir una Leticia Borgia que va a dejar lo de Juan Pablo I en mantillas. A continuación hay una reseña de un colegio de Torrejón de Ardoz al que van los padres que quieren aprender a educar a sus hijos. Lo curioso es que en una foto del aula en plena actividad, sólo se ven mujeres. Se ve que los hombres pensamos que ya nos
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lo sabemos todo. O pasamos de educar, vaya usted a saber. Y ahora los consejos de belleza. El maquillaje invisible, anuncian. Pero la modelo de la foto parece sacada de un museo de cera. ¿Invisible eso? Tras la foto demostrativa viene la lista de los potingues que hay que usar, que deben de ser milagrosos, porque tienen unos efectos impresionantes. Uno para darte un toque rosa a la piel con reflejos anacarados; otro es una base que se adapta al tono de la piel y que no mancha, pero disimula las imperfecciones; por último, pero no menos importante, uno que elimina las rojeces, manchas, granos y ojeras. Desde luego la mujer hoy tiene unas ventajas impresionantes. Por cuatro duros te quitan las imperfecciones, y no se ven los granos, ni las ojeras ni demás estorbos estéticos. Los cirujanos plásticos lo van a a tener difícil dentro de nada. Lo siguiente que hay que saber es un montón de consejos de salud. No perder de vista al glaucoma; que comas apio, que tiene 7 calorías los 100 gramos y además es rico en potasio, antiinflamatorio y tranquilizante; que el hierro puede causar esclerosis múltiple y que tomes laxantes naturales. Todo muy tranquilizador. Conviene saber también que los corticoides son malos a largo plazo; qué son las pirámides de Ferrein; que la sal es mala, lo mismo que los atracones nocturnos, y cuidado con las hormonas, que afectan al sueño. Vamos, que la gente no sabe que el glaucoma es malo, o que no conviene tomar corticoides en exceso, ni sal, ni hormonas. Nada de abusar del hierro y no se puede ir por la vida sin saber qué son las pirámides de Ferien; no vayas a decir que las viste en tu viaje a Egipto, ya que es por donde pasa la bilis al riñón. ¿La bilis al riñón? Descubro horrorizado que mi idea del cuerpo humano es un tanto falsa. El apartado psicológico describe que a la mujer le cuesta me-
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nos pedir disculpas que al hombre. Incluye este apartado un consultorio en el que una cuenta que está muy preocupada porque ha visto a su mejor amiga haciéndose arrumacos dentro de un coche con uno que no es su novio. Lleva varios días dándole vueltas al asunto, y pide consejo sobre si se lo debe de decir a su amiga o no. ¿Pues no es tu mejor amiga? ¿de qué habláis entonces? Por último, unos consejos sobre el pelo, la decoración de la casa y consejos culinarios que no consigo leer porque he notado una mirada fija en mí, y descubro a la enfermera mirando como devoro La Mujer de Hoy con cara de estar pensando: “no, si ya lo decía yo”. -¿Tú eres una mujer de hoy? -le pregunto por decir algo. -Usted sí que parece un hombre de hoy, me responde toda enigmática. Eso me hace pensar en qué diablos pondrá en las revistas sobre el hombre de hoy. Y recuerdo a las de las peluquerías de caballeros y la cosa está clara. No hay hombre de hoy. Somos intemporales. ¿Una revista del hombre de hoy? Llena de fotos de chicas desnudas. Tías en pelotas, vamos a dejarnos de eufemismos. ¿Una revista del hombre de ayer? Fotos de tías en pelotas. ¿La revista del hombre del futuro? Holografías de tías en pelotas. Y de fondo, artículos. Así nos va. Que lástima que esta sea mi última visita al dentista. Hasta el año que viene que me toque la revisión no podré disfrutar de estos ratos de aprendizaje.
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El cruce 1 Surcamos el océano y llegó un intenso verano, extremadamente intenso. A pesar del calor de las calles, fue un apretón de manos lo que aumentó definitivamente mi temperatura; pocas veces un ser humano debe haber estado tan cerca del punto de ebullición. Cuando vi alejarse mi país sentí algo similar a lo que debe sentir una planta cuando la cambian de maceta. Cada raíz se desprende de la tierra e inevitablemente, y a veces imperceptiblemente, pequeños trozos se desgarran y quedan ahí mezclados, perdidos, condenados a secarse. Luego llegó lo nuevo, todo lo nuevo, el ruido, el olor. Lo feo asustaba, lo lindo pasaba desapercibido. Atravesar una avenida generaba tantas dudas como la primera vez que nuestra madre nos mandó solos a hacer las compras. La primera noche el sueño era imposible. Cada sonido era un recuerdo que amenazaba con desaparecer. Luego de los primeros meses de incertidumbre tuve la sensación de no poder nadar más contra la corriente, pero como siempre la casualidad nos cruza los caminos. El hombre frente a mí se transformó en un espejo en el que fue inevitable verse reflejado; tenía mi edad, éramos de la misma estatura y color de piel, era dueño de una clínica y estaba desesperado por hacer dinero con la profesión que yo hace tiempo ejercía, sólo nos diferenciaba el acento a la hora de ser vistos y escuchados desde afuera, sólo la forma de hablar el mismo idioma. Por lo menos esa fue la única diferencia que yo quise notar. Pensé en su vida, en sus amigos, sólo como excusa para pensar en los míos. Había decidido el exilio un poco antes del total fracaso y eso hoy me generaba dudas, demasiadas, de esas que se notan en los ojos.
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Me fui odiando a mi patria, sentía haberme quedado sin lugar. El nativo necesitaba con urgencia alguien para trabajar en la consulta que había instalado en una playa, y hacia allá fuimos con mi familia. Tendríamos un par de semanas de descanso antes del comienzo. Se terminó la inestabilidad, así, de un plumazo. Contrató mis servicios y, de repente, pasé a tener trabajo, casa, comida, vacaciones pagas y, lo mejor, a partir de ese instante tuve un país de residencia. 2 No podía ser tan difícil cruzar el estrecho. El extranjero dueño de la patera nos la alquilaba a todas las familias, y sólo se necesitaba una noche, unas horas para que la otra orilla, me diera una oportunidad. Desde que llegué al lugar de partida no podía dejar de mirarla, estaba ahí a simple vista. Desde hace años, cuando cae la noche, sólo puedo pensar en salir, de la forma que sea. Nada puede ser peor que esa sensación. De a poco cada parte de este paisaje (mi paisaje) comenzó a quedar sin color; la comida que cuando niño tenía un valor hermoso y puro ahora era una mercadería más, dependiente del dinero que los turistas parecen despreciar. La noche antes de partir soñé con unos ancianos que me miraban con furia por abandonar mi tierra de aquella forma. Estaban dispuestos en un círculo a mi alrededor y empezaron a tirarme sogas, me ataban del cuello y me arrastraban por la arena; luego estaba inmóvil en la bodega de un barco lleno de gente joven. Nuestras pieles oscuras brillaban con el sudor que el encierro arrancaba de los cuerpos. Toda esa vitalidad era sólo el comienzo de un largo despilfarro de dolor y esfuerzo, aplicado a una tierra ajena, a un precio igual a cero. Los viejos me miraban y en sus ojos veía
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una pregunta con respuesta incluida: ¿cómo se recupera de eso un continente? ¿tanta sangre, tanta prisión, tanto sudor inútil?... Desperté llorando y corrí a la orilla que debíamos cruzar. Era sólo un estrecho, la salida de un mar. No era un océano, era mucho más sencillo que cruzar un océano. 3 Llegamos al atardecer. Una moderna consulta dental, con recepcionista, asistente, todo muy legal. Esa palabra, “legal”, me resultaba muy graciosa. Resulta que por casualidad había viajado a Cádiz hace 15 años, al acabar la carrera, y por esas cosas del destino traje mi titulo e inicié durante mi estadía los trámites de homologación. En pocos meses y sólo con un sello mi título era válido para trabajar en España. Fue como sacar la lotería, pero no fui conciente de eso hasta este viaje, cuando en el avión, mientras protestaba porque pasaban una película que ya había visto, me encontré con uno de mis docentes, un gran clínico, uno de los mejores periodoncistas, reconocido a nivel mundial, había recibido su respuesta, para poder ejercer se debía examinar de 14 materias, desde anatomía hasta psicología, desde patología hasta radiología. Era la segunda vez que rendía el examen, iba quitándose la materias de a una, hace tres años que estaba en ese trámite. Tenía una insoportable tristeza en los ojos, cansados de tanto elegir entre cinco opciones. Aquella noche sentí una imperiosa necesidad de estar solo. Tomé mi chaqueta favorita (un viejo abrigo de una marca cara, que me compré con mi primer ingreso importante en la clínica y que usaba cuando necesitaba sentirme poderoso) y salí a caminar por la playa. El lugar estaba muy cerca de la arena y una primera sensación
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resultó agradable y familiar. Al principio me costó entender de donde venía, pero luego al sentirlo una y otra vez, supe que era el sonido del mar. Cada ola rompía en la orilla trayendo algún recuerdo que me estremecía. Por primera vez razoné que era el mismo océano en el que yo vivía. El mismo, pero de la orilla opuesta. Cada ola podía ser un mensajero que tomara cosas de un lado y las expulsara del otro, en cada choque se oían los murmullos de cada pueblo. Era el mismo océano, ¿por qué lo sentía tan ajeno? Tenía el mismo color, idéntica textura, no había diferencias entre sus historias, sino todo lo contrario, una orilla y otra estaban oscilando desde hacía siglos en cruces mutuos. La primera plaza de toros que vi en mi vida la visité cuando niño, en mi barrio. Pero esa tarde, cuando viajaba a mi nuevo “hogar”, había visto por primera vez un toro. Tuve la sospecha de estar completando un puzzle del mismo país, partido en trozos y dispersos por todo el planeta. 4 Es el mismo planeta. Soy un ser humano. Es la misma zona, sólo un poco de agua me separa de otras oportunidades. Sólo me bastaba con la certeza de comer a diario, la sensación de libertad, la posibilidad de tener una vida nueva. Había juntado con gran sacrificio el dinero desde el día siguiente a haber terminado los estudios. Había sido un milagro. Una noche encontré a una pareja de ancianos que había decidido cambiar la nieve por el desierto. Viví con ellos, estaba dispuesto a ser su sirviente pero me convertí en su hijo. Luego pude estudiar hasta que ellos volvieron a su tierra, a esperar la muerte. No había podido pedir una mejor herencia, cada libro me acercó a Dios mucho más que cualquier escritura sagrada, logrando la certeza
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de que existía una forma diferente de vivir. Desde ese momento se me hizo insoportable la idea de morir en el desierto, paseando turistas. Ningún rey podría pedir que sacrificara mi vida por el bienestar del palacio. El sol se iba y mi piel no podía ser más oscura. Recorría con la mirada a las otras personas que me acompañarían en el viaje. ¿Quién era yo para juzgar a la mujer embarazada? ¿Cómo podía opinar que era una locura que aquel otro niño, tan pequeño, cruzara en aquella embarcación? Me sentía sin derecho alguno a juzgar cualquier actitud de sus compatriotas. Todo era comprensible, por más arriesgado que pareciera. 5 Nunca hubiera sospechado que iba a ser tan arriesgado. Tuve que enfrentarme a un mundo bastante diferente del que había imaginado. Quizás lo que más me irritaba era la cantidad de puntos en común. Era un país más próspero, era cierto, pero la prosperidad no asegura la justicia. Sin embargo, allí estaba disfrutando de mi suerte. De haber caído de este lado de la estadística. De permitirme sentir lo que sentía, una extrema añoranza por mis amigos, por mi territorio, por su cielo. Me senté a fumar en la arena. Miré la caja de cigarros, leí su marca, con su advertencia y sólo por un instante me pregunté donde me gustaría estar en el momento en que consumirlos trajera las consecuencias que decía la leyenda. Dejé que un par de olas chocaran en la orilla. Era más sencillo pensar en otras cosas. Por primera vez en meses dejé de preocuparme por el futuro, durante dos años en mi país y hasta hoy, lo único que hice fue pensar en el mañana. Quizás desde antes. Seguro que desde antes. Ya no recordaba el momento en que dejé el presente de lado para dedicar cada día en
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solucionar la subsistencia del otro. Irónicamente la solución fue razonar la posibilidad y luego decidir el mecanismo de nuestra partida. Cada trámite, detalle, contacto, llamada telefónica, o medio de transporte tenía un solo objetivo, un futuro mejor. Hacía demasiado que no dedicaba un minuto en repasar mi pasado. Y esa noche sentado en la arena parecía el momento más indicado para hacerlo. 6 El peso de mi historia me había aferrado por años. Era el único argumento que logró subsistir en mi mente hasta esta noche. No podía suponer que a partir de ahora sólo pensaría en el futuro, que los recuerdos se empezarían a confundir con los sueños hasta no poder diferenciar unos de otros. Bastaron dos choques de la precaria embarcación contra las primeras olas para entender que a pesar de lo breve no sería un viaje fácil. Los que manejaban la patera nos dedicaban miradas de desprecio; inexplicables. A pesar de que mis ansias estaban en la otra orilla, algo me decía que el cruce iba a invadir mi mente esa y el resto de las noches de mi supuesta nueva vida. Avanzábamos hacia la noche, cada vez más oscura, cada vez más profunda. 7 La luz de los cigarrillos titilaba con su intermitencia naranja para interrumpir tímidamente la negrura de una noche sin luna. Había una imagen maravillosa por lo sugerente: era imposible diferenciar la línea del horizonte. En algún sitio el cielo y el mar se fundían, daba miedo; generalmente las líneas, sobre todo la del horizonte, dan mucha seguridad. Miré las constelaciones, sus imá-
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genes no eran diferentes a las que veía allá, por lo menos no lo suficiente como para que yo lo notara. De algún sitio llegó a mi mente una tremenda sensación de miedo. Pocas veces un sentimiento tiene un origen geográfico pero en este caso podía asegurar que el temblor que invadió mis manos venía del mar. Traté de controlar el tamborileo de mis dedos, pero su movimiento, involuntario y ridículo, me recordó a otro miedo anterior, que surgió en mi país. El miedo que vi desde mi último y pasado de moda coche. Me detuve en una calle de la capital y en el semáforo unos niños limpiaron mi parabrisas, otros hacían malabares con tres limones, y otro dormía en el cantero que separaba los carriles. Al llegar a mi casa con esa imagen fresca, confirmé frente a los libros de contabilidad que a mi consultorio odontológico le quedaba poca vida. Mi hija dijo una frase que me transportó al semáforo: “Tengo hambre, ¿qué hay de cenar?”. “Por ahora hay”, pensé con la última gota que me quedaba de mi antiguo sentido del humor. Luego, y para confirmar lo oportuno de huir en un avión hacia algún sitio, pasaron la noticia de un grupo de niños que se desmayaron en la escuela porque hacia tres días que sólo comían pasto. Desde ese día nada me detuvo, nos íbamos de ese lugar, si no respetan a los niños es que nada los va a detener, hicieron desaparecer el futuro, sin piedad, y sin vergüenza. Un español me recomendó este lugar, el sur de su patria, el lugar más soleado, más alegre y más divertido del mundo. Ni él ni yo sabíamos que poco después nos veríamos, cuando los bancos de aquel lugar se le quedaran con su dinero, logrado con el esfuerzo de años, y luego de extrañar en forma constante su país, volvería: solo, ajeno, extranjero, inmigrante.
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8 La oscuridad fue cómplice para que mi orilla se perdiera de vista en forma prematura. “Ya está, soy un inmigrante fuera de la ley”, pensé. Sin saber nada de navegación, ni sospechar los terribles peligros del cruce, traté de dormir, de no ver todo lo que estaba por suceder. Antes de cerrar los ojos miré al niño, a la mujer embarazada, a los otros ocupantes de la patera, todos menores de treinta años, mi continente de nuevo se quedaba sin jóvenes. El sitio más viejo del mundo, donde decían que había nacido el hombre, no retenía a sus nativos. Quizás, así como la naturaleza se defiende de nuestros ataques, nuestra tierra busque la forma de detener la sangría de jóvenes y busque la forma de frenarnos. Seguramente este último pensamiento fue el causante de mis pesadillas. En mis sueños la embarcación cruzaba un tranquilo mar. Ya se divisaba una hermosa playa donde, bajo un brillante sol, un grupo de personas con banderas rojas y amarillas ofrecían una fiesta de bienvenida. Saludaban con euforia nuestra llegada y nos esperaban con alimentos calientes y frescas bebidas. A pesar de la distancia podía distinguir sus sonrisas. Todos los tripulantes saludamos a la orilla con alegría, cuando a nuestras espaldas comenzó la venganza de los espíritus de nuestra tierra. El verde y transparente mar comenzó a abrirse ante una garra negra que venía de las profundidades. Se escuchó un grito. La nueva orilla desapareció y el cielo se llenó de nubes grises que lanzaban amenazadores rugidos. La garra se alzó cubriendo nuestra pobre nave de sombras y, ante nuestro terror e impotencia, arrancó al niño de los brazos de su madre, como cobrándose un cruel tributo; los gritos enloquecedores de la mujer, mientras los demás trataban de retenerla, me despertaron.
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El horror y la agitación me hicieron saltar en el poco espacio que tenía. Me llevé las manos a la cara tratando de espantar los fantasmas. Creí estar llorando, pero los sollozos venían de otro sitio, algo había sucedido. El continuo batir de las olas era infernalmente intenso y la oscuridad conspiraba contra la visibilidad; aún así, era inevitable notar que algo terrible había sucedido. El conductor de la embarcación gritaba que debía continuar o todos moriríamos; me costó entender lo que sucedía hasta que, con espanto, noté que la mujer embarazada estaba en estado de shock, temblando y con la vista perdida, a su lado tres hombres sostenían a una mujer que ya no podía gritar del desgarro que había sufrido. Estiraba las manos hacia las olas que momentos antes le habían arrebatado a su hijo. 9 Me desperté sobresaltado. Estaba tumbado en la arena que ya se había enfriado lo suficiente como para dejar de ser una buena cama. Las olas estallaban con más furia en la orilla que noté que estaba más cerca. Seguramente mi familia estuviese durmiendo la primera noche de paz en meses. Esa sensación trajo una necesaria dosis de calma. Decidí que mi querida chaqueta, compañera de tantas experiencias, dejara su puesto de pasiva alfombra para abrigar el tímido fresco que llegaba del mar. Más allá de nuestra nueva casa se veían luces de los hogares vecinos. Según nos habían contado, en algunos de ellos se daba albergue clandestino a los inmigrantes ilegales. Yo no podía entrar en eso, pero no pude evitar simpatizar con ese gesto humanitario. Era extraño, gente de un pueblo de frontera preocupada por unos extraños; no dejaba de llamar la atención una dosis de solidaridad en un mundo como el nuestro, colonizado por la competencia, las leyes, y lo correcto.
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Ya hacía mucho que mi individual camino me había apartado de todos esos sentimientos solidarios. La necesidad y el instinto de supervivencia sumergieron las pequeñas semillas que en algún momento podían haber germinado de alguna planta que respire cooperación para mis iguales. Entre otra cosa porque hacía mucho que no me sentía prójimo de nadie. 10 Ninguno de nosotros podrá borrar ese recuerdo; el dolor de esa madre hacía inútil cualquier sueño que pudiese haber surgido del viaje. No pude evitar un sentimiento de reproche hacia ella, por haber corrido el riesgo. También me estremecía la mirada de la embarazada, parecía muerta, por lo que no pude evitar sentir un tremendo dolor por el niño que llevaba en sus entrañas. La frustración era una increíble aliada contra el miedo. Nadie hablaba, sólo los rugidos del mar trataban de espantar en forma innecesaria cualquier esperanza. También me sentí morir, estaba seguro que no lo lograría y, para peor, lo sucedido sólo me hacía sentir que daba igual, que lo mejor que nos podía pasar era acabar así por haber querido cruzar un sueño. Mi desesperanza tenía que ver con la sutil observación de los cruces de miradas entre los dueños del barco, los tres hombres habían cobrado un buen dinero y ahora estaban controlando la situación a base de gritos y amenazas. Efectivamente no tardaron en confirmar mis sospechas. Los tres hombres sacaron unos machetes y dijeron que si los varones no saltábamos al agua nos tiraban a todos. Dos jovencitas se tomaron la mano con miedo y comenzaron a llorar, la embarazada no reaccionó en absoluto, la pobre madre lanzó un grito con sus últimas fuerzas y saltó ante el estupor de todos. Ellos seguían apuntando
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con sus machetes. El cuerpo de la mujer fue literalmente tragado por las olas en el instante en que tocó el agua. Pretendían que cinco hombres saltáramos e intentáramos llegar nadando a la orilla que, según ellos, estaba a ciento cincuenta metros, con eso lograrían que fuera posible que ellos tres y las siete mujeres que quedaban a bordo llegaran a salvo. Uno de los amenazados se puso a llorar diciendo que no sabía nadar, eso desencadenó una serie de súplicas, un torrente de pedidos, implorando una oportunidad por parte de todos. Esa fue la última vez que los vi. No puedo explicar que pasó pero, en ese momento extremo, apelé a la última dosis de valentía y dignidad que creía tener. Quizás el horror del que fui testigo me hizo sentir que ya todo daba igual, no lo sé. Lo cierto fue que miré hacia la lejana e invisible orilla que ellos señalaban, traté de buscar la referencia de alguna estrella, sólo para aferrarme a algo, aunque fuera una luz lejana, y me zambullí. 11 Miré el mar y traté de captar su hermosura, traté con todas mis fuerzas de pensarlo como un lugar lleno de vida y esperanza. Debía pensar así. Tenía que ocultar por un tiempo las tremendas ganas de estar en mi tierra, en el barrio en que nací y crecí. No me podía dar el lujo de pensar en el lugar para mi tumba. Había “remado” demasiado para llegar a este lugar y hoy me tocaba disfrutar. Mirar el lado bueno, ser positivo, todas esas cosas en las que nunca había creído sobre la fe y su capacidad de mover montañas. Había hecho una apuesta por un lugar, por un país en el que hoy gozaba de una situación de privilegio. Debía aprender a disfrutar de la vida.
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12 Todo lo que intentara contar sobre el resto de mi travesía sería casi una suposición. Era como si nunca hubiese estado allí. Nadando en un mar embravecido, muy lejos de la costa, intentando guiarme por una estrella que cada tanto desaparecía del cielo, o por lo menos eso creía. Aunque intentara describirlo como un infierno, no puedo. Era lo más parecido a volar por la eternidad, o sea, sin tiempo. Evidentemente esa noche estaba signada para que mi vida continuara más allá de ella. Lo noté mientras nadaba, fue como una sensación que me llegaba de la orilla, estaba seguro que iba a sobrevivir. En un momento dejé de sentir los brazos, el intenso frío hizo desaparecer mis extremidades, pero seguía nadando con el pensamiento. Si me esforzara en recordar podría decir que el mar estaba cada vez más calmo. Creo estar seguro de que con cada brazada las olas se hacían más pequeñas. Luego, cuando no pude moverme más, traté de descansar, flotando boca arriba; con los brazos extendidos podía ver mi estrella sobre mi cabeza, y supongo que la corriente me ayudó. 13 El hombre blanco se acercó a la orilla, estaba a unos pocos metros del agua cuando vio algo que se movía surgiendo de las olas. Lo primero que notó fue una camisa que se incorporaba a los tumbos y luego avanzaba. El hombre negro notó con sus manos que la arena del fondo estaba allí. Lo había conseguido, se incorporó y disfrutó del nivel de agua en la cintura. Olas de distintos tamaños le golpeaban la espalda, sólo para empujarlo hacia afuera, ayudándolo a salir. El hombre blanco viviría el momento con una gran sensación
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de contradicción. Mientras había estado esa noche luchando con sus fantasmas, luego de lograr un instante de paz, se encontró con ese otro hombre, que había luchado por su vida para llegar a esa orilla, solo, empapado, muerto de hambre, sed y frío, cansado al extremo y con el miedo dibujado en el rostro. El hombre negro escuchaba latir en el pecho un frenético tambor que festejaba el haber salvado su vida. Pero toda su euforia se sintió eclipsada por el temor, al ver aquel hombre que estaba clavado en la arena. Lo primero que pensó es que todo ese esfuerzo había sido inútil, todo ese terrible esfuerzo se terminaba si era un guardia que lo estaba esperando para devolverlo al otro lado. Le tuvo miedo, al hombre, a la vuelta, a sólo pensar en repetir una experiencia como la de aquella noche. El que salió del agua avanzó temblando, se tropezó sobre la arena con espuma y quedó de rodillas, incapaz de caminar, incapaz de razonar hacia dónde tenía que ir. El que estaba en la arena se acercó y lo ayudó a levantarse y, aún desconcertado, profundamente conmovido pero sin poder hacer algo mejor, le señaló las casas en el horizonte, intentando sonreír. Buscó en su bolsillo la caja de cigarrillos y el encendedor y se los puso en la mano mojada. Luego se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros. El otro seguía temblando aún sin ser capaz de gesto alguno. Apenas levantó los ojos para seguir el camino que le señalaba el brazo y luego inclinar levemente la cabeza como agradecimiento. Así fue como, por sólo un instante, y antes de despedirse para siempre, ese americano y aquel africano cruzaron sus miradas en una playa de Europa.
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Ex libris et dentis A mis amigos de La Orden de la Bañera
El año en que yo nací se estrenaba la película The Last Hunt (La Ultima Caza) en la que Richard Brooks dirigía la historia de la desaparición de los búfalos americanos a cargo del tenaz empeño de hombres desafortunados transformados en cazadores de fortuna. En una de las escenas, el actor Lloyd Nolan pregunta a Stewart Granger: -¿Por qué vuelves a esta carnicería? -Por dinero -inevitable presuposición de que sólo por dinero se mancha de sangre la pradera. -¿Y no sientes remordimiento? -Tengo remordimientos. Lo que no tengo es dinero. Veinte años después, en 1975, el mismo director estrenaba Muerde La Bala que, además de ser una de las peores películas del cine -según los críticos, que no alguno de mis amigos- presenta una escena de una extracción dentaria mordiendo una bala, lo que da título a la obra. Sí existe coincidencia en la calidad y belleza de la obra que dirigió John Sturges en 1957, Gunfight in OK Corral, traducida en nuestro país como Duelo de Titanes. En ella, Doc Holliday (Kirk Douglas) ofrece ayuda a Wyatt Earp (Burt Lancaster). El legendario y longevo marshall rechaza la ayuda para escuchar la respuesta del dentista pistolero: -Sé utilizar perfectamente las armas. Es una pena que los que
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podrían atestiguarlo no se encuentren en condiciones de hacerlo. Uno de tantos personajes célebres que padeció problemas continuos con sus dientes fue el mayor asesino en serie por delegación, Iosiv Vissarionovich Djugashvili, que pasó a la historia como Stalin. También gustaba de ver películas con sus consejeros en pases privados, a altas horas de la madrugada, tras tomar decisiones que suponían para los campesinos rusos el mismo destino que para los búfalos americanos. Su camarilla, compuesta por Molotov, Zhvadov, Malenkov, Krushov y Beria, entre otros pocos, se veían obligados a emborracharse como cosacos, a bailar entre ellos, a vomitar en las esquinas, a perpetuar la teoría política de que los bufones suelen vivir más tiempo que los valientes. Devoraban de madrugada cerdos y pichones, mientras el caudillo y generalísimo georgiano, engullía con dolores sólo tiernos corderos lechales, debido a los sufrimientos que le ocasionaban la gingivitis y la piorrea. Harto ya de no estar harto, le pidió a su dentista, Shapiro, que lo desdentara y le colocara una dentadura postiza, lo que no acabó de solucionar sus problemas, pero le permitió disfrutar con más tranquilidad de sus sesiones de cine nocturno. Nunca le gustaron las películas americanas. Por ello no supo que existió cierto dentista, nacido como él en Georgia, aunque en este caso en el Estado norteamericano, hasta que observó a uno de los traductores de Roosevelt en Yalta en uno de los momentos en que el presidente americano aprovechaba para descansar y para morirse, leer una biografía acerca de Doc Holliday. Stalin leía en aquellos días, una vez más, los hechos de Iván el Terrible, cuya vida unida a la exterminación de los nobles boyardos, escenificara Eisenstein, para mayor gloria del cine soviético. Como tantas veces, la historia, el cine, la literatura y la política alcanzan extrañas confluencias. Stalin
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pensaría en aquella ocasión que en su imperio soviético aquel pistolero tuberculoso, romántico y tramposo, culto y putero, hubiera quizá sido un curioso bolchevique transgresor o un traidor fusilado, pero nunca su dentista de cámara. Muchos años después de aquellos hechos visité la ciudad de Atlanta. Pasé por el número 26 de Whitehall Street, donde más de un siglo antes se había situado la consulta de dentistas a cargo del Dr. Arthur C. Ford y el Dr. John H. Holliday. Allí ejerció Doc breve tiempo, tras haberse graduado con la tesis “Diseases of the teeth”, que le confirió el 1 de Marzo de 1872 el grado de Doctor en Cirugía Dental. Su pronta tuberculosis, transmitida por su madre, le obligó a buscar los climas más cálidos del Oeste, por lo que se estableció en Dallas, Texas. También allí le atormentó la violenta enfermedad, teniendo que abandonar la profesión que tanto le gustaba entre esputos de sangre y pacientes asustados por ello. Colgó los instrumentos dentales, tomó una baraja de cartas, un puñal y dos revólveres Colt y pasó a la historia. Doc Holliday nació el 14 de agosto de 1851 en la pequeña ciudad de Griffin, en el estado de Georgia, homónimo del estado de la Rusia Imperial donde nacería años después el carnicero del Kremlin. Tras cambiar su sedentaria profesión de dentista por la más viajera de pistolero y jugador, fue amante de Big Nose Kate (Katie Elder), prostituta vocacional, feminista, arrojada, y de un cuerpo esplendoroso. Tuvo también como amigo excepcional a Wyatt Earp, al que no quiso dejar de ayudar en Tombstone, a pesar de que la fiebre y la hemoptisis lo tenían derribado en la cama. Murió con treinta y cinco años, en el Sanatorio para Tísicos de Glenwood, donde fue a respirar aguas sulfurosas. Cuentan que pocos instantes antes de morir sonrió al ver sus pies desnudos sobresaliendo
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de entre las sábanas. Siempre había pensado que moriría con las botas puestas. En su mesita de noche se encontró tras su muerte, dentro del cajón, un revolver Colt. En el suelo, junto a la cama, al alcance de su mano descansaba una cajita de música, que al abrirse dejaba escapar la melodía del Para Elisa de Beethoven. Y no es éste un detalle baladí, como podrá el lector comprobar al final de esta narración. En el viejo cementerio de La Vieja Colina (Old Hill) de la ciudad de Glenwood se halla una tumba que solo dice: Doc Holliday 1851–1887. HE DIED. Tenía 35 años y había sido, con plena conciencia por su parte, una leyenda. Nunca existirá un dentista mejor. Ha sustituido, en mi corazón, a santa Apolonia como patrón de mi profesión. En aquel número de la calle de Whitehall, en Atlanta, donde Doc Holliday tuvo su primer gabinete dental existe, en la actualidad, una librería de antigüedades donde me compré varios libros especiales: una primera edición de Los Siete Pilares de la Sabiduría, de T H Lawrence, el rey sin corona; la sexta y la séptima edición de Malocclussion of the Teeth, del padre de la ortodoncia, el trabajo que ocupa mi vida... Mas, sobre todo, adquirí por un precio elevado, pero justo, el libro que se convirtió en sujeto de esta historia que aquí narro. Era un libro de unos cinco dedos de grosor y de más de cuatro kilos de peso. Suficiente para hacer daño como arma de mano. Las pastas eran poderosas y rígidas, de un color marrón carmelita y, en el ángulo superior del lomo, donde se unía con el cobertor principal, un rugoso desconchón se convertía en una fractura irregular que denotaba el lugar de un impacto, como si se hubiera utilizado para desarticular violentamente una cabeza del tronco.
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De hecho, su publicación había decapitado a la ciencia de su época de muchos de sus soportes troncales, hasta convertirla en gran parte en la que hoy conocemos. Su autor, sir Isaac Newton, nacido en 1642, había conseguido construir el edificio científico del conocimiento con tanta solidez y ambición que hasta dos siglos después, con la llegada de la teoría de la relatividad general de Albert Einstein, no sufrió ningún serio quebranto. En la primera edición de su Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, impreso en julio de 1686, Newton da origen a una auténtica revolución científica, término éste utilizado siglos después por el historiador de la ciencia Thomas Kuhn, cuyas enconadas polémicas acerca de la condición de la ciencia como filosofía, que no de la filosofía como ciencia, serviría para escribir una novela de corte moderno. Lo recordaré para el futuro, si no se le ocurre antes a alguien. En todo caso, cuando terminé de montar aquella noche, que aquí narro, la historia del libro, deseé que ni Kuhn ni Popper volvieran a teorizarme acerca de la ciencia; más bien, a ellos podría haberles sido explicado, si es que no lo conocían o lo obviaban por poco relevante o significativo, que no hay que hablar de historia de la ciencia sino de historia de los científicos. La epistemología, el estudio de la ciencia como ciencia, queda vaciada de contenido por la epistemetología, el estudio del comportamiento de los que hacen ciencia... Pero, volvamos al libro. Conocido como los “Principia”, se ha convertido en una joya en las librerías especializadas en la venta de ejemplares antiguos y valiosos. Aquel ante el que me encontraba era una tercera edición, rectificada por el autor, fechada en 1726. La última página, antes de la contraportada, era de cartón pálido y llevaba cosido a mano un manuscrito. Una ficha escrita a máquina sobresalía entre sus páginas. En ella destacaba un dibujo, representando un niño envuelto en una manta y
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leyendo un libro, bajo el cual se leía el texto de la ficha: Newton, sir Isaac. Philosophiae Naturalis Principia Mathematica. Numerous text diagrams including the engr. plate showing a comentary orbit. 530pp. + index. Large 4to, cont. calf (rebacked). London, 1726. Third Edition, Third Issue, the very rare “largest paper” issue, one of 50 copies on superfine Royal paper with the crown and fleur-de-lys watermark, for presentation. Babson 14. Gray 10. The last of the editions published in England in Newton´s lifetime, it was dedicated to Dr. Henry Pemberton, Newton’s close friend, with many revisions. This copy lacks the frontispieceportrait (supplied in photostat facsimile), and the “Catalogus Librorum” which was not present in all copies. With the bookplate of Colonel Malcolm of Poltalloch. It’s added a very valuable manuscript dated in 1767, ended (sic) to Lord Robert Clive, and signed by Dr. Mark Akinside. Tenía en mi biblioteca un ejemplar en dos volúmenes de la obra, traducido al español, publicado por Alianza Universidad en 1987 en la sección de Ciencias, y en cuya introducción Eloy Rada profundiza y analiza los avatares que rodearon a la creación de la magna obra. Me esperaba una noche en vela, pues la curiosidad se había adueñado de mí, como si en el libro pudiera colegir las claves de los sucesos que estaban gobernando mi vida desde que mi pasado llamó a la puerta. Dejé sonar en el aparato de música un disco compacto de Glenn Gould, una grabación de 1956, un año después de que, con 22 años, el pianista enloquecido dejara confu-
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sos y poco entusiasmados por su debut a los asistentes al Phillips Gallery de Washington. En esta grabación, David Oppenheim, director de la sección de música clásica de Columbia y al que el intérprete le parecía “algo loco, pero con una marcada capacidad hipnótica ante el piano”, aceptó a regañadientes que el joven pianista abordara las Variaciones Goldberg de Bach, que el compositor barroco alemán empezó a desarrollar en 1726, el año que el libro que había llegado a mí había visto la luz. Llené un vaso estrecho y alto con hielo y ron Varadero de 7 años y me dispuse a la lectura. Horas después ya sabía que Newton encargó la primera y la segunda edición de sus Principia a su amigo Edmund Halley, cuyo cometa nos visita cada setenta años. Sin embargo, la tercera edición fue encomendada al Dr. Henry Pemberton, médico y matemático inglés de quien, en la enciclopedia Espasa-Calpe, encontré la siguiente referencia: PEMBERTON (ENRIQUE). Biog. Médico y matemático inglés, n. en Londres y m. en Oxford (1694-1771). Hizo sus estudios en Leyden y París, y al regresar á Inglaterra pensó en dedicarse al ejercicio de la medicina, pero se lo impidió el mal estado de su salud, por lo que se consagró á la enseñanza, obteniendo una plaza de profesor de química en el Gresham College, de Londres, y después en el de Oxford, que desempeñó hasta su muerte. Perteneció a la Royal Society y escribió: Diss. inaug. de facultate ad diversas rerum conspectarum distantias se acomodante (1719), Epistola ad amicum J W. de Rogeri Cotessi~ inventis, curvarum ratione, quae cum circulo et hyperbola comparationem admittunt, cum appendice (Londres, 1722); View of Isaac Newton’s
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philosophy (Londres, 1728), traducida en alemán por el filósofo S. Maimon (Berlín, 1793); Translation and improvement of the London dispensatory (Londres, 1746), A course of chemistry, published by J. Wilson (Londres, 1771) y A course of lectures on physiology, póstuma (Londres, 1773). Pemberton fue, según Rada, “un editor cuidadoso y meticuloso, pero carecía del vigor matemático de Halley y Cotes, limitándose a hacer sugerencias de estilo, a cuidar de las pruebas de impronta y a introducir las modificaciones que Newton proponía”. Entre estas modificaciones la más notable fue la sustitución del Escolio Leibniziano, presente en las anteriores ediciones, por otro en el cual no figura la menor mención a dicho matemático, con el que Newton polemizó violentamente acerca de la paternidad y del desarrollo del cálculo infinitesimal. Se le reprocha a Pemberton que, en la entrega de doscientas guineas con las que el científico lo obsequió al finalizar la edición del Principia, estuviera incluido el agradecimiento por la sumisión con la que el médico inglés asistió a la eliminación del Escolio Leibniziano. No deja de ser irónico que, por una cantidad tan poco importante, se pudiera hacer desaparecer de la obra al importante descubridor del cálculo infinitesimal, muerto poco antes, y al que ni siquiera entonces Newton perdonó. De todos es conocida la existencia de las afiladas aristas con las que el genio llevaba adornado su carácter y que, en sus últimos años, se acentuaron debido a los sufrimientos que le causaba el mal de la piedra. Me sorprendió la mención que encontré en la ficha de la librería acerca de la amistad entre Newton y Pemberton ya que, en la fecha en la que éste emprende la dirección de la tercera edición, tenía apenas treinta años mientras que el genio, poco dado a los amigos, y menos a los amigos jóvenes,
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tenía ya casi ochenta y cinco. Quizá aquello que los unía era la condición de matemáticos y la posesión de una mala salud. Sin lugar a dudas, el ejemplar encontrado donde más de un siglo antes Doc Holliday se iniciaba como dentista, tenía un notable valor de mercado. Había pertenecido al coronel Malcolm de Poltalloch tal como indicaba el ex-libris adherido a la contraportada inicial. Pero, ¿quién era Malcolm? Este nombre evocaba en mí historias leídas en mi infancia, como si perteneciera a un caballero artúrico... Malcolm de Poltalloch... Recurrí de nuevo a la enciclopedia, poco seguro esta vez de encontrar su referencia. Sin embargo, hombre de poca fe… MALCOLM (JUAN). Biog. Político é historiador inglés, n. en Burnfoot y m. en Windsor (1769-1833). Sentó plaza como cadete en un regimiento de la India (1783), y se distinguió en el sitio de Seringapatam, ascendió á comandante en 1795, se le encargó de muchas é importantes misiones diplomáticas y fué nombrado ayudante del residente británico del Nizam. En 1800 concluyó una alianza con los persas contra los afganes, lo que le valió el puesto de secretario del gobernador general y el grado de coronel. Después desempeñó nuevas comisiones en Persia, destinadas á combatir la influencia francesa, ascendió á general de brigada, en 1812 regresó á Inglaterra, y en 1816 volvió a la India; se distinguió en la guerra de los maratas, de cuyo campamento se apoderó; pacificó el distrito de Malva y se le nombró gobernador civil y militar de las provincias conquistadas en la lndia Central, en las cuales restableció el orden. Fué también gobernador de Bombay de 1827 á 1831, y diputado. Sus principales obras son: History of Persia (1815), Memoir of Central India (1823), Political History of Indian
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from 1784 to 1823 (1826), Sketches of Persia (1827), Sketch of the Sikhs (1812), The Administration of British India (1832), y Life of Lord Clive (1836). Bibliogr. Kaye, Life and Correspondence of sir John Malcolm (Londres, 1856). No podía negar que había sido un personaje. Militar, gobernante e historiador. Como un Jenofonte del siglo XIX. Despertaba en mí recuerdos de la infancia, pero ignoraba por qué. Tomé el libro de nuevo y lo abrí por el final. Aquello que parecía convertirlo en un ejemplar único iba cosido a mano en la última hoja. El manuscrito, de tres folios de extensión, estaba escrito con una tinta roja oscura, cuyo trazo e intensidad se afirmaba cuando el rasgo se tornaba curvo y salía por encima o por debajo de la horizontal de la línea general. El idioma utilizado era inglés antiguo, coincidente con la fecha (July, 1769) que figuraba a la izquierda del folio, grueso y amarillento, y que encabezaba las únicas palabras escritas en latín, con las que el autor del manuscrito, antes de los versos referidos, identificaba a la persona a la que se dirigía: “Viro conjunctissimo Robertae Clive”. A continuación empezaba la carta con los siguientes versos: O, my faithful friend! O early chosen, ever found the same, And trusted and beloved ! Once more, the verse Long destined, always obvious to thine ear, Attend indulgent: En un esfuerzo entorpecido por la modernidad del inglés por mí manejado, escribí sobre el papel de un cuaderno la siguiente
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traducción del manuscrito: Mi leal amigo, elegido tempranamente, mas siempre hallado el mismo, y en quien confío y a quien amo. Una vez más, atiende indulgente a los versos desde antaño destinados, siempre claros a tus oídos: Mi corazón ansía que hayas sido también indulgente para mi ausencia de vuestra casa desde hace semanas, incumpliendo los deberes no ya de médico de mi amigo, sino los propios del amigo mismo. Durante este tiempo se ha visto mi vida ocupada, además de en la natural consagración a la salud de mis pacientes y por ende a mi sustento, a la elaboración y lectura, en tres partes, en el Royal College of Physicians de mi última obra “Historia del Despertar del Aprendizaje”, dedicada a mi amigo el Dr. Henry Pemberton, al que no llamo colega, pues su condición de médico es sólo un accidente de juventud, y cuya mala salud, que contradice sus ya más de setenta años, sólo se ve superada por su talento en el juego de las matemáticas y en la certeza de la química. Aunque estudió medicina, como yo mismo, en Leyden, ha utilizado sus dones naturales en el desarrollo de la enseñanza, es desde largos años atrás profesor en Oxford, y en la publicación de libros de ciencia. Recordarás que te conté que, en los años que tú y yo nacimos, se vio favorecido por la amistad de sir Isaac Newton, hasta llegar a dirigir la tercera edición de su gigantesca obra de filosofía natural, con gran descontento por parte de Edmund Halley, posiblemente el único amigo que siempre perdonó al genio su ira y sus rencores. Adivino tu sonrisa de hombre poco dado a los rodeos con los que nos adornamos aquellos que hacemos de las palabras y los versos el fundamento de nuestras vidas. Y he de darte la razón, pues todo esto es el preludio con el que quiero presentar el obsequio que acompaña a la carta y que deseo que enseñes a tu esposa Margarita, pues no sólo su mente es más proclive que la tuya a las cosas del espíritu y de las ciencias,
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mi querido hombre de acción y de fortalezas, sino que ejerció el arbitrio en una ocasión entre tu cuñado Nevil Maskelyne y yo, cuando nos enredamos en aquella discusión acerca de las mezquindades de los hombres de ciencia. Y conoces mi carácter irritable, que no soporta sentirse sustraído de la razón. Recordarás que os hice referencia a una conversación, mantenida con el Dr. Henry Pemberton, en la que se manifestaba con claridad esta adolescencia. Te envío, pues, con el mayor de los afectos, la tercera edición de los Principia de sir Isaac. Recordarás como, en 1757, sufrí hasta sentir dolor paralizante en mi alma tras ver olvidada mi teoría de la absorción del fluido linfático desarrollada en las Lecturas Gulstonianas en Julio de 1755, en beneficio de las doctrinas de los doctores Hunter y Monro, más dignos de confianza en los conservadores foros científicos de nuestro podrido Londres por no conceder, como yo, una especial dedicación a la poesía. Sufrí en silencio, cierto es, y cierto es también que me reprochaste mi inactividad al respecto, con sorpresa por tu parte, pues conoces mi temperamento proclive a la ira, y a la lucha pertinaz contra la tiranía y la hipocresía en la ciencia y en el arte. Sin embargo, entendí que era momento de callar y dejar ladrar a los perros, y gané con ello el respeto del afamado miembro de la Royal Society Dr. Henry Pemberton. Fue entonces cuando me obsequió con el libro que ahora a tí y tu esposa destino. No era, como a continuación explicaré, un presente carente de especial significación. Entre vasos de exquisito sherry español, por otra parte lo único bueno que viaja desde ese país, el Dr. Pemberton me contó que conoció a sir Isaac en la casa que Edmund Halley poseía en Londres, y donde el astrónomo ofrecía reuniones para que su irritable amigo olvidase sus penosos deberes como gobernador de la Casa de la Moneda. ¿Sabías que condenó a muerte en más de una ocasión a delincuentes que falsificaban el dinero? En una de esas reuniones sir Isaac discutió con Halley a causa del odio que profesaba a Flamsteed, Hooke y Leibniz, a los que no perdonaba el empecinamiento en las controversias acerca de la paternidad de doctrinas que afirmaba sólo a él pertenecían. A la salida el joven Pemberton acompañó a Newton a su casa, escuchando con comprensión su diatriba enconada. Meses des-
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pués le ofreció la tarea de dirigir la tercera edición de su obra, a la que consignaba una importancia esencial pues deseaba corregir aquello que creía erróneo en sus anteriores ediciones. Pemberton intuye, con orgullo, la magna tarea en la que ha de intervenir, pues la edad del sabio la convierte en la postrera revisión. Al finalizar la edición comprende que ha sido utilizado para materializar el rencor del genio, que borra de su edición referencias anteriores a Leibniz y su desarrollo de un complicado método de utilización de cantidades minúsculas que jamás he llegado a entender. Comprendí que Pemberton me enseñaba a pasar por alto todas las especulaciones que ensucian la ciencia y su progresión a causa de las miserias de los celos. Desde entonces he seguido mis estudios y experimentos, así como mis obras de poesía y de medicina, ajeno a las polvaredas que ciegan los ojos de los que prefieren la autoría al rigor y a la verdad. Sé que en estos tiempos también tú estás siendo maltratado sin justicia por mezquinos políticos que desean llenar de vergüenza e iniquidades tus actos heroicos y tus gestiones en el gobierno de la India. Aquellos que se lucraron y corrompieron la administración colonial en su propio beneficio han buscado perderte a los ojos del pueblo inglés. He escuchado que esperan que se cree una comisión parlamentaria que indague acerca de sus acusaciones. Y sé que, aunque inocente, ello supondrá una afrenta para tí y los tuyos. Espero que tu valentía y honestidad te permita derrotarlos como hiciste en el pasado con tantos enemigos de Inglaterra. Pero hasta que llegue la hora de esa tu última batalla tu amigo de antaño y de siempre te aconseja encarecidamente no te agotes en la esterilidad del rencor y la inquietud. Recuerda que nada de lo que se realiza prematuramente ante el temor de ser acusado con injusticia encuentra el menor propósito o encomienda. A veces la inactividad no es cobardía sino necesidad de paz propia para golpear en el momento justo a los bellacos. Dona nobis pacem. Beso la mano de tu esposa, Mark Akinside. M.D. F.R.S.
Busqué de nuevo en la enciclopedia Espasa-Calpe la referen-
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cia al apellido Akinside. Encontré un Marcos Akenside, que probablemente habría de responder al mismo personaje: AKENSIDE (MARCOS). Biog . Poeta y médico inglés, n. en 9 de Noviembre de 1721 en Newcastle del Tyne, y m. en 23 de Junio de 1770 en Londres. Era hijo de un carnicero, y gracias a la protección de la Sociedad de los Dissenters, estudió teología en Edimburgo y luego medicina en Leyde, doctorándose en Cambridge. En Londres enseñó anatomía y fué miembro del Colegio de Médicos (1751) y de la Royal Society, médico del hospital de santo Tomás (1759), y poco después médico de cabecera de la reina. Como obras de medicina, se le deben: Commentarius de dysenteria (Londres, 1757); Observations on the origin and the use of the limphatic vessels (Londres, 1757). Como poeta alcanzó más renombre que como médico; su primera obra fue The pleasures of imagination (Londres, 1744), y tuvo un éxito grande. Bibliogr. C. Bucke, On the life, writings and genius of Akenside (Londres, 1832); Dice, Memoir (en la edic. de 1834, reproducida en la Aldine Edition de 1886). Me senté delante del ordenador. Me serví el tercer ron añejo, esta vez con Coca-Cola para combatir el cansancio. El cenicero estaba lleno de cigarrillos. Busqué otro paquete y lo abrí, y fuí asaltado en ese momento por una arcada de fatiga y de asco. Vacié el cenicero en la papelera, soplé con fuerza para barrer los restos de ceniza de la mesa, y esperé a poder contactar con Internet. Un mosquito volaba por la habitación, atraído por la luz de la pantalla. Su zumbido se mezclaba con el chisporroteo del ordenador. El humo del cigarrillo ascendía hacia el techo de la habitación formando figuras de extrañas flores que se abrían para darse paso a sí
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mismas. El grotesco sonido de acceso teléfonico a la red informatizada apagó el zumbido del mosquito. Y encontré la página web de Antiquarian Booksellers Association of America. Entré en el listado de librerías asociadas. Ninguna mostraba entre sus ofertas los Principia de Newton. Pasé horas observando miles de obras ofrecidas a través de Internet. Tropecé con todo tipo de catálogos. Recuerdo que en uno de ellos se ofrecía una foto en color firmada por Fidel Castro, tomada en 1977, en la que se ve al personaje -de guerrillero romántico a resto de saldo- enfrascado en una conversación con el fotógrafo Ward, mientras el puro habano descansa negligentemente en un cenicero y el intérprete se esfuerza por parecer parte de la historia. Observé que con algunas excepciones, entre ellas una primera edición del England’s Parnassus de Shakespeare, fechado en 1600, y valorado en $33.000, y otra primera edición del Frankestein de Mary Shelley, publicado en Londres en 1818 en tres volúmenes y valorado en $60.000, los libros listados no parecían pertenecer a aquellos que despertaran el ansia inmediata de los coleccionistas privados. Razoné que los Principia era un libro que encontraba comprador antes de ser anunciado. Por otra parte, el manuscrito a él añadido le hacía candidato a ser adquirido por una universidad o una institución histórica. Me puse en el pellejo del propietario de una de esas librerías. Si dispusiera de joyas de valor estimable los escondería del conocimiento público, y utilizaría los cauces privados para venderlos en silencio y en secreto. El comprador de obras de arte paga a menudo una cuantía suplementaria por la discreción. Una comprensible mezcla de codicia y temor a los impuestos, y una fuente, difícil de detectar, de blanquear dinero. Si vendo un libro valioso afirmando que ha llegado a mí por un precio irrisorio, producto de mi afición a visitar rastros y viejos almacenes, puedo fácilmente jus-
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tificar incrementos de patrimonio. El dueño de la librería ingresa dinero negro, evadiendo así impuestos, y el comprador afloraría a continuación su adquisición, vendiéndola a instituciones públicas, justificando así el dinero obtenido por otras vías menos literarias, y beneficiándose con ello, posiblemente, de la benevolencia recaudatoria de la administración, satisfecha por el valor y prestigio obtenidos con su nuevo juguete. Recordé que días atrás había visto en el Telediario de la primera cadena, antes del reportaje de la victoria del Betis, una noticia acerca de una subasta de libros antiguos en Lisboa, en la que un códice de principios del siglo XVI había alcanzado el precio de venta de varios millones de euros. Mientras decidía dejarme vencer por el sueño, meditaba a quién tenía que recurrir para obtener información acerca del valor del libro que reposaba ante mí, ajeno ante su intervención en mi vida, poco notable si pensaba en cómo había alterado la historia del pensamiento. Pero antes de dirigirme al dormitorio fui a la bibioteca del salón. Quería revisar los libros antiguos que a lo largo del tiempo había ido adquiriendo, interesado en la figura de Akenside, el médico poeta autor del manuscrito. Años atrás, paseando por la avenida Madison de Nueva Yok, fascinado por la sensación de sentir el pálpito del mundo bajo mis pies -esto es como visitar Roma hace más de veinte siglos, recuerdo que pensé- pasé por un escaparate que llamó mi atención. Antiguos grabados miraban al exterior desde las páginas de un enorme libro abierto de par en par sobre un atril que parecía de hojalata. A través de la luna de cristal se entreveían, difuminados por la tenue luz amarilla que iluminaba el interior desde varias bombillas desnudas que se dejaban caer del elevado techo, los lomos de miles de libros antiguos que se
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asomaban al interior de una amplia habitación surcada por mesas de madera. No pude evitar el canto de la sirena y entré excitado en la librería. Durante más de dos horas estuve caminando por los estantes, sin percibir apenas la casi ausencia de calefacción en el establecimiento. Ya cerca del atardecer, cuando Nueva York en invierno se convierte una vez más en el mundo, y sus millones de luces bañan la orilla del Atlántico, me acerqué a la persona que, con elegante disimulo, me había vigilado a lo largo de mi deambular por la librería. Era una mujer de tez sonrojada y pálidas arrugas, con el pelo blanco azulado caído con ordenada desgana sobre los hombros. Pregunté si tenía libros antiguos de odontología. Me llevó a un cuarto que se abría al fondo, en el lateral derecho, y allí abrió un gastado cuaderno de pastas de cuero. Cuando salí de allí llevaba una primera edición de la Natural History of the Human Teeth, de Joseph Fox, de 1800, con bellos grabados sobre el recambio dentario; una primera edición del Tratado de las Operaciones que Deben Practicarse en la Dentadura, de Félix Pérez Arroyo, de 1799; y los dos tomos de Medical Portrait Gallery, con la biografía de los más celebrados médicos y cirujanos, escrito por Thomas Joseph Pettigrew, y fechado aproximadamente en 1840. Este último era el que quería revisar esa noche. Tomé la ficha de identificación que me proporcionó la librería como teórico certificado de autenticidad: “ARGOSY, BOOK STORE, INC. OLD AND RARE BOOKS. New York, NY 10022. Number 116 E, 59 St. Telephone PLAZA 3-4455”. En la ficha figuraba la descripción del libro, en los siguientes términos: PETTIGREW, Thomas Joseph. Medical Portrait Gallery. Biographical Memoirs of the Most Celebrated Physicians, Surgeons, etc..
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Who Have Contributed to the Advancement of Medical Science. Profusely illus. with very fine engr. (36 total). 2 vols. London: Fisher, n.d. $300.00. “Contains some excellent biographies of medical men, with portraits.” GM 6711. Osler 6769. Los dos volúmenes contenían la biografía de eminentes médicos y cirujanos del siglo XVIII y principios del XIX. Lo adquirí porque incluía entre ellos a John Hunter, cuyos estudios acerca de la dentición humana y el crecimiento óseo de los maxilares lo convierten en el primer investigador en mi profesión. Empecé por el primer volumen y finalicé la búsqueda con prontitud. El primer capítulo estaba dedicado a la vida de Esculapio, y lo salté para encontrar lo que buscaba en el segundo. La firma de Mark Akenside se acostaba bajo su retrato, el trazo de la letra d elevándose por encima y curvándose hacia atrás, como se manifestaba generalmente en la escritura que habitaba el manuscrito. El grabado, de buena calidad, dejaba ver un hombre de perfil, de tronco voluminoso y cabeza pequeña, con el cabello más corto de lo que era habitual en la época, peinado hacia atrás para mostrar las entradas, ojos grandes y ligeramente saltones sobre unas prematuras ojeras, boca carnosa y llena de curvas, nariz recta y grande y una amplia frente que, desde los arcos supraciliares, se curvaba hacia atrás. El capítulo dedicado a su vida se iniciaba con un verso de Virgilio que no quise traducir: “Quae tibi, quae tali reddam pro carmine dona?” Mark Akenside, tal como ya sabía por la referencia de la enciclopedia, era hijo de un carnicero. Ese hecho lo avergonzaba de tal manera que siempre intentó suprimirlo de su vida.
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Quizá por ello firmaba como Akinside en sus obras médicas y literarias. Empieza a hacerlo como Akenside a partir de 1763, cuando se publica la sexta edición de sus obras y por la que el editor Dodsley le abonó la elevada suma, para la época, de ciento veinte libras, y sólo después de la recomendación del poeta Pope, que avisó al editor de que Akenside era “no every-day writer”. Su talento para la poesía despertó en él ya a temprana edad, y a los dieciseis años vio publicado un poema escrito a la manera de Spenser, titulado “El Virtuoso”, seguido por otro de mayor extensión que se recogía bajo el curioso título de “Una Rapsodia de las Miserias de un Poeta nacido en un bajo Estado”. Akenside estudió medicina en Edimburgo, después de devolver una suma que en concepto de beca le había proporcionado la Dissenter’s Society, sociedad formada por disidentes de la Iglesia Anglicana, que así ayudaba a jóvenes con talento a convertirse en ministros de su religión. Posteriormente marchó a Leyden, el corazón de la ciencia médica de su época. En 1744 se doctora con la obra “De Ortu et Incremento Foetus Humani” y, en el mismo año, publica su creación poética “Los Placeres de la Imaginación”. No pasó mucho tiempo sin que destacara entre sus coetáneos tan versátil personalidad, aún en una época en que era habitual que el médico se distinguiera por sus inquietudes artísticas y humanísticas, tradición ésta que ha desaparecido en los últimos decenios. El 11 de julio de 1755, dos siglos exactos antes de la fecha de mi nacimiento, leyó en la Real Sociedad de Médicos su obra acerca de La Función del Sistema Linfático o Absorbente, exponiendo públicamente, por primera vez, la auténtica tarea fisiológica de los conductos linfáticos. Sin embargo, la historia médica consignó la paternidad del descubrimiento a los doctores Monro y Hunter que la desarrollaron en 1757, tal y como Akenside cuenta en el manus-
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crito enviado a Lord Clive. Fue hombre de carácter seco, poco proclive a las amabilidades con sus congéneres, ni aún con los enfermos, de los que a veces se desentendía con fastidio si no respondían con claridad a sus preguntas. Vestía elegantemente, quizá para distraer de lo indisimulable: una de sus piernas era considerablemente más corta que la otra, y lo compensaba con un largo tacón. Solía llevar una ancha capa de color blanca y una larga espada al cinto. En una ocasión retiró la palabra durante años a uno de sus colegas, el cirujano Baker, que le comentó que había decidido que uno de sus hijos que padecía epilepsia, ante la imposibilidad de ser cirujano, marchara a Edimburgo a convertirse en médico. Su principal obra médica, “De Dysenteria Commentarius” fue publicada en 1764, siendo responsable de que se le considerara un experto en esta enfermedad, que por entonces afectaba incluso a las capas más altas de la nobleza. Fue, sin embargo, en su obra “Observations on Cancers” cuando propugna la utilización del opio para paliar los dolores. Parece ser que probó en sí mismo los efectos de la sustancia, a la que tomó bastante cariño, haciendo partícipe de ello a sus amigos. No resultaría extraño que ello fuera la razón de su amistad con lord Clive, a cuya esposa atendía Akenside de crisis biliares. Falleció a los cuarenta y nueve años de edad, mi edad actual, debido a una infección pútrida de la garganta, rodeado por sus amigos, que debieron lamentar la pérdida de su talento literario y médico, así como de sus provisiones de opio. Uno de esos amigos, amigo del alma y del opio, era el destinatario de la carta manuscrita que portaba el Pricipia. Para conocerlo no precisaba de la enciclopedia ni de la red, ni de libros de referencia. Su figura y su vida habían colmado mi imaginación infantil, cuando ya desde pequeño contaba sus aventuras a mis
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hermanos menores. No necesitaba esfuerzo para recordar lo que sabía acerca de Lord Robert Clive, creador del imperio británico en la India. Su figura es historia con mayúscula, y su vida ejemplo de valor y desprecio a la muerte. Si es cierto que los elegidos de los dioses mueren jóvenes, existen excepciones que sortean con arrojo los cepos de la muerte y, bendecidos por el destino, la buscan y la toman cuando a ellos apetece. Y Lord Clive representa una de estas singularidades. Nacido en Market-Drayton, el 29 de septiembre de 1725, fue el mayor de 13 hermanos, hijo de un modesto abogado y propietario rural, descendiente de una antigua familia que había en tiempos enseñoreado en el condado de Shrop. De adolescente fue un mal estudiante, inclinado a las peleas, al pugilato y al cultivo de los ejercicios físicos. A sus cortos 18 años marchó de Inglaterra como escribiente de la Compañía de Indias. Llegado a Madrás hubo de soportar penalidades, enfermedades y pobreza, hasta el punto de que agotado primero por el esfuerzo de vivir su sueño y deprimido después por la tarea innoble de sobrevivir, tomó la decisión de quitarse la vida. Al fallar la pistola por dos veces la arrojó con displicencia y dicen que exclamó: “Parece que he nacido para algo; viviré pues”. Esperó su momento que llegó poco después, en 1746, cuando los franceses tomaron Madrás. Inglaterra había cedido paso con demasiada facilidad, otra cosa no podían hacer, a la influencia francesa en la India. Pero Clive volvió a esperar. Cinco años. Cinco años en los que creció su espíritu hasta acomodarlo en su cuerpo de guerrero. En 1751, con 500 hombres, entre ingleses y cipayos, abandonó Madrás como antaño abandonara la campiña inglesa, en busca de su destino, a desafiar a los dioses. Tomó al asalto la ciudad sagrada de Arcot, con 100.000 habitantes y defendida por el cuerpo selecto del ejército de Chunda Sahib. Y ahí demostró su proceso de madurez, pues
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renunció a seguir el avance, se apostó en la ciudad con 200 combatientes, soportó el sitio que llevaron a cabo 7.000 soldados enemigos y se lanzó con osadía a la historia. Después de varias victorias y conquistas consecutivas, Arni, Kaveripak, Kovilam y Chingalpat, en 1756 decidió volver a Inglaterra. Había contraído matrimonio con Margarita Maskelyne, hermana de un afamado astrónomo, y había empezado a soñar con una humedad distinta, más verde y más fría, cuajada de niebla, y en la que escuchara a menudo los perros y el cuerno de caza. Liberó de cargas la propiedad de su padre e intentó influenciar en la política como diputado. Pero Inglaterra no premia a sus guerreros con tareas políticas en épocas de paz; recordad a Lawrence de Arabia, recordad a Winston Churchill, que ni siquiera obtuvo el acta de diputado por SaintMichael, empeño en el que había gastado su fortuna. Lawrence cambió su nombre y escribió, Churchill afirmó el suyo y escribió, pero Clive volvió a la India, donde pronto encontró un objeto para caldear su sangre en aventuras: decidió vengar los actos de ferocidad que había llevado a cabo Siraj-ud-Daula, nabab de Bengala. Derrotó a parte de su ejército en el emplazamiento de Calcuta, y sin perder tiempo se encaminó a Chandernagore, donde los franceses no esperaban su osada llegada. Tomó la ciudad al asalto, y no quiso entonces probar el descanso. Con 3.200 hombres fue al encuentro del ejército del nabab, acampado en Plassey. En una memorable batalla, digna de ser relatada por Homero, rindió a 50.000 hombres enemigos, equipados con artillería francesa. Y sólo entonces descansó. Gobernó Bengala durante tres años, hasta que volvió a soñar con la campiña. En 1761 ocupó con justicia su acomodo en el Parlamento y, al año siguiente, fue ennoblecido como barón de Plassey. Poco después, en 1764, fue hecho caballero de la Orden del Baño. (En cierta ocasión, Stalin recibió en
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Moscú, mientras llevaba a cabo su ideológicamente incomprensible tratado de no agresión con la Alemania de Hitler, representado por Von Ribbentrop, la visita de Sir Reginald Drax, enviado por el Gobierno del Imperio Británico. El inglés, cuyas credenciales no habían llegado a tiempo comenzó a recitar sus méritos y condecoraciones. Al mencionar, entre otras tantas vanidades, que estaba en posesión de la Orden del Baño, Klim Voroshilov, primer mariscal y miembro del Politburó, preguntó con sorna: “¿Orden de la Bañera?”. Sir Reginald respondió resaltando la importancia de dicho título. La Orden del Baño de hecho se creó por Enrique IV de Inglaterra en 1399 para premiar a los caballeros que se bañaron en su compañía la noche antes de su coronación. La explicación que el enviado británico dio a la camarilla de Stalin fue más romántica y legendaria. Fabuló que la orden había sido creada para los caballeros andantes que, tras matar dragones y liberar doncellas, presentaban sus respetos a los reyes antiguos del reino de Inglaterra que, antes de recibirlos, les permitían hacer uso de sus aposentos de aseos reales. Poco imaginaba el burlón bolchevique Voroshilov que más de sesenta años después el autor de esta narración y sus amigos crearían la Orden de la Bañera, cuya sede se situa en el legendario Muro de los Navarros, en la ciudad de Sevilla). Pronto empezó Lord Robert Clive a soñar con las tierras que conocieron su arrojo. Y aprovechando que la corrupción y la codicia habían llevado el desorden a la Compañía de Indias el antiguo escribiente llegó a Calcuta, donde dedicó su talento y disciplina al gobierno justo y a sanear la administración colonial. Y en todo ello, una vez más, consagró los versos de Kipling: Si pudiendo apilar cuanto has ganado lo sabes apostar a cara o cruz, y pierdes, y al perder nunca han cambiado
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color tu cara ni tus ojos luz. En 1767, sin una libra que defender, vuelve a Inglaterra, para encontrar en su patria el descontento contra él. Observó que se había querido tanto al guerrero como ahora se despreciaba al eficaz administrador del patrimonio imperial. Los personajes a los que había perjudicado en su lucha contra la corrupción utilizaron su influencia para malquistarlo con el pueblo y sus gobernantes. En 1772 se le acusó públicamente de mala gestión en la India con fines de enriquecimiento personal. Nada de ello se pudo demostrar en la comisión parlamentaria que a esos efectos se creó. Su nombre salió limpio, pero su fe mancillada y su honor herido. El 22 de noviembre de 1774, afectado por las iniquidades de los hombres, debilitado por el consumo de opio y derrotado por una depresión, encontró su pistola esta vez más acertada que antaño. Había nacido para algo. Y había muerto para enseñar a los dioses a morir. En las noches de mi infancia, rodeado por mis hermanos en nuestro dormitorio, conté hasta verlos dormir muchas de sus aventuras, extraídas de un antiguo libro de historia de mi padre, “La vida de Lord Clive”, escrita por sir John Malcolm, traducida por D. Juan Tomás y Salvani, y publicada en Biblioteca Verdaguer, en 1883. Era el mismo Malcolm de Poltalloch, cuyo ex libris figura en el ejemplar de esta historia: dos ciervos de poderosas cornamentas, encadenados por el cuello, sujetan entre sus patas delanteras un escudo cruzado diagonalmente por dos barras en las que se sitúan simétricamente cinco estrellas, una en cada uno de los cuatro extremos, y otra en el centro, donde las aspas se unen. Cuatro cabezas de ciervo se alzan en los espacios libres de la periferia del escudo, que está coronado por una torre medieval. Una inscripción latina se inscribe en la parte superior e inferior con el siguiente mensaje: “IN ARDUA TENDIT DEUS REFUGIUM
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NOSTRUM”. Había conseguido cerrar la investigación: Newton encarga a Pemberton la tercera edición de sus Principia, enterrando en él su odio a Leibniz. Pemberton entrega al médico y poeta Akenside un ejemplar de su edición y el consejo de huir de la mezquindad. Akenside obsequia a Lord Clive, junto con la carta, el libro y el mismo consejo. Lord Clive se dispara a la cabeza pocos años después, y entra en la historia. Sir Malcolm, militar y biógrafo, después de sus propias campañas y gobierno en la India escribe en 1856 La vida de Lord Clive, de quien se considera discípulo. Es posible que la familia de Lord Clive, agradecida por el entusiasmo del coronel Malcolm le entregara el libro y la carta manuscrita del médico especialista en disenterías y en el sueño eterno del opio. En 1883 The life of Lord Clive es traducida en una editorial de Barcelona. En 1965, en Sevilla, en el chalet La Isla, un niño de diez años de edad, lee con pasión la biografía, y en voz baja, para no ser castigado, la convierte en aventuras narradas a sus hermanos. Cuarenta años después, convertido en médico, dentista y ortodoncista, aquel niño abre la puerta al libro, al manuscrito, a la historia y a su propio pasado. “It is funny” parece escucharse la voz de mi admirado colega Doc Holliday, mientras se observaba los pies desnudos y esperaba al último esputo mortal. Todo un pasado se agolpaba ahora ante mis ojos cansados. Me tendí en la cama sin quitarme ni siquiera los zapatos, para intentar evitar el destino descalzo del dentista pistolero. Recordé cuando en los veranos de La Línea de la Concepción, quizá la época más feliz de mi vida, empecé a leer los libros de mi abuelo, casi todos de novela negra. Y recordé, antes de quedarme dormido, cuando
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nos acostaban a mi hermano y a mí a la hora de la siesta. La Línea de la Concepción. 1960-1966. Me hacían acostarme, después de almorzar, en una habitación con dos camas, que se asomaba al pasillo. Pancho, mi hermano, se acostaba en la que había junto a la puerta y conseguía dormir. Yo creo que nunca me abandoné al sueño en aquellas siestas obligadas de los veranos de mi infancia. Era en casa de mis abuelos, donde Pancho y yo pasábamos las vacaciones, cuando nuestro dormitorio, en las tardes de calor, se vestía de una tibia oscuridad; tibia y triste, porque dejaba adivinar fuera de ella la luz del verano que, a esa hora, siempre arrancaban de mis manos, para que no pudiera contaminar la siesta ni tan siquiera con la lectura. Cuando mi hermano se dormía y escuchaba la profunda y extraña respiración de mis abuelos dormitando, me incorporaba y alargaba la mano hacia una cajita de música que vivía sobre la mesita de noche. Estaba lacada en negro y mostraba irritados desconchones en los bordes. Le daba silenciosamente la vuelta y giraba la llave de la cuerda hasta sentir cómo venía el final, siempre sorpresivo. Apostaba conmigo mismo cuántas vueltas quedarían para el tope definitivo. Entonces la dejaba sobre la mesa y esperaba. Quizá no quería hacer evidente que la música y la vida interior que en ella sucedía dependían exclusivamente de la dorada llavecilla que antes había manipulado. Mientras esperaba, imaginaba leyendas y aventuras, y borraba las huellas de la frontera con mis sueños. Imaginaba la palabra fácil y me soñaba fuerte y decidido, libre de miedos y oscuridades, adversario de la maldad, habitante de las calles, desdén de desconocidos, objeto de admiración y respeto, temido y seguro. Siempre a tiempo de perderme en mis fantasías
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tomaba la caja de negro lacado y la abría lentamente, como sólo después he hecho con el amor. No creo que nunca sepa hacer justicia con las palabras a lo que sentía en aquellos momentos, cuando los dos bailarines emergían de uno de los compartimentos tapizados con terciopelo rosa. El se elevaba, digno y esbelto, vestido todo de negro, con un sombrero de copa y una escéptica sonrisa marcada bajo unos intensos ojos oscuros, rítmicamente fijos en su compañera. Años después encontré esa imagen en un cuadro de Renoir, La Moulin de La Galette. Ella ladeaba la cabeza con un firme abandono, y aunque sus ojos parecían tristes, en sus labios asomaba una infinita felicidad. Vestía como una bailarina clásica, con una blusa blanca ceñida y una falda corta y despegada. Sus piernas eran largas y morían en unos pies sensuales, desnudos. Siempre me ha sorprendido la ausencia en ellos de las inevitables zapatillas de baile. Quizá, en la realidad de los ojos grandes de aquel niño insomne, toda la magia residía en aquellos pies desnudos, carentes de pudor, pulidamente excitantes. Giraban ambos bailarines uno alrededor del otro, anclados como estaban por el eje, que era el alma metálica que los unía a la música; él, con los brazos caídos; ella, alzándolos por encima de la cabeza, arrojando el nacarado sonrojo de sus axilas, mientras el Para Elisa de Beethoven puntilleaba la habitación con sus notas breves y entrecortadas. Yo me acurrucaba y, fija la mirada en los enamorados, me balanceaba en comunión con los tonos mas graves y profundos que acompañaban a aquellos que parecían deliciosos pellizcos musicales. Quizá, si volviera algún día a encontrar esa cajita, y la abriera con el mismo ensueño que entonces, podría encontrar, dentro de ella, sentado y todavía meciéndose, tan pequeño y con los ojos tan
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grandes, a un niño que aún sueña, que no deja de mirar a los bailarines y que no duerme a la hora de la siesta. Y si la depositara en el suelo junto a mi cama, al alcance de mi mano, cerraría los ojos y escucharía a Doc Holliday sonriendo, mirándose los pies desnudos, musitando “It´s funny” y soñando cómo se hizo grande su vida, desde la consulta del número 26 de Whitehall Street hasta Tombstone, desde el cuerpo sin fin de Big Nose Kate hasta el caminar decidido hacia el establo legendario junto a su amigo Wyatt Earp y sus hermanos, mientras conjuraban a la muerte que en ese instante fue para otros. En Camas, Sevilla a 7 de julio de 2004 (San Fermín)