¡Hasta vencer o morir! Norberto López Ponce
MURIO EMILIANO ZAPATA: EL ZAPATISMO HA MUERTO El sanguinario cabecilla cayó en un ardid sabiamente preparado por el general don Pablo González Fuerzas del gobierno le hicieron creer que se habían rebelado y cuando lo tuvieron a tiro lo obligaron a combatir, pereciendo en la lucha el famoso Atila
Con este encabezado en letras gigantescas el diario Excélsior del viernes 11 de abril de 1919 daba a sus lectores la fatal información recibida de su corresponsal en Cuautla. De acuerdo con el medio, fiel portavoz oficial, el cabecilla siempre había rehuido el combate frontal manteniéndose lejos de las balas de los soldados de la Federación.
Cansados de una infructuosa persecución que ya se prolongaba por tres años, Pablo González, Jefe de Operaciones en el estado de Morelos formuló un plan para acercar las tropas del gobierno hasta el campamento del cabecilla. El plan consistía en simular que el coronel Jesús Guajardo se levantaba en armas contra el gobierno de Venustiano Carranza y en su momento fingir la adhesión al Ejército Liberador del Sur. Logrado ello, Guajardo debía ganarse la confianza de Emiliano Zapata, y en alguna oportunidad, darle muerte. El diario festejó el éxito completo del plan y anunció la muerte de la rebelión en el sur. En concordancia con el refrán de que "muerto el perro se acabó la rabia" pronosticó que al desaparecer el irreductible cabecilla seguramente se acentuaría la división interna y el zapatismo terminaría por extinguirse. Por la noche, el cadáver fue llevado a Cuautla para ser plenamente identificado. Confirmada la identidad, las bandas militares recorrieron las calles de la ciudad tocando diana, celebrando el glorioso triunfo de las tropas del general Pablo González. En México el general Juan Barragán, jefe del Estado Mayor Presidencial conoció los resultados de la operación y para recompensar el valor de los héroes Pablo González y Jesús Guajardo, el presidente Venustiano Carranza los ascendió al grado superior. Esta decisión de las altas esferas del gobierno federal venía a confirmar que tanto el secretario de la Defensa Nacional como el presidente de la República habían autorizado el plan del general Pablo González y se mostraban complacidos con los resultados. Al mismo tiempo se comentaba sobre la conveniencia de traer el cadáver del caudillo morelense a la ciudad de México con el objeto de exponerlo en un sitio público para "matar las dudas de los incrédulos". Esto tenía sustento en el hecho de que en varias ocasiones se había propalado el rumor de la muerte de Zapata y pasado algún tiempo aparecía por otros lugares. Preocupados porque Emiliano se convirtiera en una leyenda, Pablo González ordenó que se fotografiara ampliamente al finado y que cámaras de cine hicieran tomas del entierro a fin de tener un documento que difundiera ampliamente el fatal acontecimiento. John Womack, el historiador más serio del movimiento agrarista suriano, escribió en Zapata y la Revolución Mexicana: "Miles, sin exceptuar a los dos hermanos de Zapata, llegaron desde los pueblos vecinos para ver el cadáver. Y cuando estas gentes humildes se acercaban al féretro,
se detenían un momento y miraban a su interior y temblaban de pies a cabeza". Ante el despliegue publicitario, el traslado del cuerpo del guerrillero a la capital de la República se hizo innecesario. El periódico El Demócrata hablando a nombre del general Alvaro Obregón, fue más parco en sus felicitaciones a Jesús Guajardo, a Pablo González y al presidente Venustiano Carranza. Coincidían con Excélsior, al hablar de "una estratagema hábilmente urdida y valerosamente llevada a cabo". Sus periodistas, no vilipendiaron a Zapata. Reconocían que en las conciencias de los indígenas, el personaje había echado raíces hasta convertirse en un mito. Admitían que los pueblos lo habían seguido porque reivindicaba viejos agravios y apuntaban que la mejor forma de acabar con el mito de Zapata, era suprimir las injusticias que lo habían generado y emprender reformas prácticas. Omega en su edición del sábado 12 de abril, cuestionó las afirmaciones oficiales. Aceptó que el carrancismo estaba en su derecho de emplear estos y otros procedimientos menos leales para batir a las facciones contrarias; "pero, decía, conforme a nuestra ética muy personal", no deja de ser ingrato el papel desempeñado por Guajardo y el general González. "Por hoy, continuaba diciendo, sólo puede afirmarse la presunción de que el jefe suriano no cayó en buena lid". Su muerte tampoco significaba el arriamiento de las banderas agraristas. Su desaparición, aseguraba, sería un incentivo para que sus compañeros de ideas, redoblaran sus esfuerzos para hacer triunfar estas y tal vez, para orientarse más racionalmente, bajo la dirección de algún hombre verdaderamente representativo.
Las diferencias
El zapatismo junto con el villismo y el felicismo, para el año de 1917, ya eran sólo problemas regionales que representaban un dolor de cabeza al constitucionalismo triunfante. La Carta Magna promulgada ese año había sentado las bases legales para la fundación del nuevo Estado mexicano a la manera del grupo armado victorioso. Don Venustiano Carranza había sido electo presidente de la República para el periodo de 1917 a 1921. La mayoría de los estados estaban pacificados y habían redactado sus constituciones locales. El artículo 27
constitucional daba en el papel, respuesta al problema de la tierra, reconocía la existencia de los pueblos, creaba el ejido y entraba en camino de solucionar los agravios agrarios; sin embargo, las haciendas seguían en manos de sus antiguos dueños, las tierras usurpadas por los terratenientes no se regresaban a los campesinos y el reparto agrario continuaba siendo una promesa. En suma, los zapatistas no hallaban acciones reales que indicaran el inicio de la reforma agraria. Los zapatistas, a pesar de estar reducidos a guerrillas desarticuladas y dispersas en barrancas y montes, seguían empecinados en no reconocer al gobierno de don Venustiano Carranza. Esto tenía que ver con la concepción que los hombres del Plan de Ayala tenían del Varón de Cuatro Ciénegas. Carranza era cabeza de una facción que usufructuaba el poder satisfaciendo ambiciones personales e intereses políticos individuales; era el caudillo que excluía a los revolucionarios que deseaban prestar servicios al arreglo de los asuntos que interesaban a todos. Era el personaje que se mostraba indiferente a la realización de los grandes ideales de la Revolución y aferrado a la cerrazón autoritaria no daba a los mexicanos lo que pedían: la justicia agraria, la redención de los indígenas, la libertad de los peones acasillados, la pequeña propiedad, los derechos laborales a los obreros y efectivas libertades políticas para el pueblo mexicano, entre otras cosas. A los ojos zapatistas Carranza sintetizaba al nuevo tirano que por diversas artes había establecido una oprobiosa dictadura. Asimismo, en los zapatistas no cabía la idea de que el gobierno de los hombres del Plan de Guadalupe hubieran impuesto enormes sacrificios al pueblo mexicano, y que en su afán de triunfo contrajeran onerosos e indignos compromisos con los potentados nacionales y extranjeros, para hacer frente a la necesidad de adquirir cantidades fabulosas de dinero, armas y toda clase de elementos de guerra a fin de contener a quienes esperaban tierra, justicia y libertad. En ese sentido, no deseaban que la Revolución y el altísimo costo de la misma, pagado en vidas, destrucción de patrimonios y desarticulación de la nación, sirviera únicamente para contentar los apetitos de políticos ambiciosos. El carrancismo a su vez, guardaba una opinión humillante para sus adversarios. A su modo de ver, éstos no dejaban de ser más que grupos reaccionarios, partidarios del retroceso, forajidos del campo, peones advenedizos que nada sabían de la acción de
gobernar, pero sí obstaculizaban la marcha luminosa de la Revolución. Convencido de esta idea, la política de Carranza hacia los grupos armados no fue escuchar, dialogar, incorporar o entrar a negociar con ellos, sino exigir la rendición incondicional, la entrega de armas, el sometimiento al nuevo orden político y la sujeción al estado de derecho fundado por su gobierno. Dentro de la arrogancia que proporcionaba la victoria, de Carranza nacía la intolerancia política, la idea de avasallamiento al vencido y la actitud de negar la existencia del otro. Con todo, gobierno y opositores, se consideraban genuinos representantes de la Revolución y el de enfrente, la contra y el enemigo de la misma. En el fondo se advertían diferencias en la manera de hacer política. En tanto que los carrancistas desplegaban una política cupular, de arriba hacia abajo o de aquella que se formulaba en los gabinetes, los zapatistas aspiraban a otra, aquella que naciera de pueblo y de la amplia base de mexicanos; pero justamente para Carranza ningún cambio desde abajo era admisible. El zapatismo, tal como lo había hecho con Porfirio Díaz, Francisco León de la Barra, Francisco I. Madero, Victoriano Huerta y ahora con Venustiano Carranza se resistía a que su proyecto agrario fuera ninguneado y los campesinos excluidos de la construcción de la nueva nación. Y si Carranza era el gran obstáculo para lograr la unificación revolucionaria, entonces debía ser derrocado y luego de ello, convocar a una nueva convención de jefes revolucionarios para que decidieran el destino de la nación. En este tenor llamaron a los revolucionarios genuinos y desinteresados a no deponer las armas y a continuar la lucha abnegada hasta lograr la caída de Carranza. Desde la óptica zapatista, Carranza dentro de su estilo personalísimo de gobernar, conducía a la Revolución al abismo. Sin él, el enfrentamiento entre hermanos y la victoria del ideal reformista podía darse por concluida. La consigna y aspiración zapatista eran entonces: Unificación revolucionaria, mediante la eliminación de Carranza. El exterminio del caudillo de Cuatro Ciénegas estaba muy lejos de alcanzarse. El triunfalismo zapatistas anunciado el próximo derrumbe de la dictadura carrancista, no pasaba de ser un recurso retórico ante una derrota zapatista que se fue haciendo
irreversible, no obstante, el zapatismo, aún en la debacle, triunfaba políticamente porque seguía conmoviendo las conciencias de todos los pueblos explotados y continuaba poniendo el dedo en una de las llagas más dolorosas del pueblo mexicano. En tal sentido, el exterminio de Zapata se convirtió en una obsesión para la jefatura carrancista. Para ese efecto, al territorio morelense fue enviado, no el militar más eficiente sino al hombre más servil, capaz de fungir como instrumento para cometer el acto más cobarde: la traición y el asesinato.
Chinameca
Zapata en efecto había abierto de par en par las puertas de las fuerzas surianas a todos los “genuinos” revolucionarios que quisieran sumarse a la causa del derrocamiento de Venustiano Carranza. Incluso, el mismo caudillo de Anenecuilco había enviado (21 de marzo de 1919) a Jesús Guajardo una nota en la que lo invitaba a unirse a las tropas, que de aceptar, lo recibirían con las consideraciones merecidas. Lamentablemente, la comunicación, no fue recibida por Guajardo, sino por su jefe Pablo González. Apropiado de información tan valiosa, González urdió su propio plan: obligaría a Guajardo a que le siguiera el juego a Zapata hasta que lo pudiese atrapar vivo o muerto. La brillante idea fue expuesta a Carranza y autorizada ésta, siguió con la segunda parte de su plan. González en su Cuartel general de Cuautla hizo traer a Guajardo para mostrarle la nota de Zapata, luego de lo cual, lo acusó no solo de ser un borracho, sino de traidor. Aterrorizado por la expectativa de una muerte segura, Guajardo lloró desvalido. González entonces se apiadó de él y le explicó sus planes.
Guajardo acampado en la hacienda de Chinameca contestó a la carta de Zapata afirmando que se pasaría con sus hombres y sus pertrechos cuando llegase el momento, sólo si el jefe suriano le ofrecía garantías. Entre la desconfianza y la sorpresa por la respuesta, Zapata (1º de abril) volvió a escribir a Guajardo alabando las convicciones e ideas firmes del joven coronel. Y como queriendo probarlo, pidió Zapata que fusilara a la banda de traidores dirigidos por Victoriano Bárcenas. Hábil, Guajardo se excusó de cumplir la orden bajo el argumento de que era mejor apoderarse del próximo envío de veinte mil cartuchos, tan necesarios para la rebelión. En posteriores entrevistas Guajardo y los enviados de Zapata organizaron el pronunciamiento del coronel carrancista. El 7 de abril, cuando las municiones habían llegado, se puso en marcha el plan. Las fuerzas zapatistas atacaron Jonacatepec, Tlaltizapán y Jojutla y para desviar la atención del estado de Morelos, Zapata atacó la población poblana de Cholula. En la mañana del 8 de abril, Guajardo se "pronunció" contra el gobierno de Venustiano Carranza y se dirigió a Jonacatepec, donde se sumaron otros federales "pronunciados", apoderándose de la villa en nombre de Zapata. Al día siguiente, los "amotinados" arrestaron a los hombres de Bárcenas y los hizo fusilar, de acuerdo con la
solicitud de Emiliano. Ese día 9 de abril, por la tarde, Zapata y Guajardo se vieron las caras. Zapata rindió felicitaciones al coronel pronunciado, y éste obsequió un excelente alazán al caudillo. Para esa hora, Zapata se mostraba receloso. Por la mañana, sus espías le habían asegurado tener conocimiento de rumores de una traición. En tal sentido, invitó a Guajardo para cenar juntos en su cartel general en Tepalcingo, pero este jefe se disculpó, en razón de tener un agudo dolor en el estómago y existir urgencia de custodiar en Chinameca el cargamento de pertrechos. Como a las diez de la noche se despidieron y aceptaron encontrarse en San Juan Chinameca a las primeras horas del día siguiente para acordar las acciones futuras. El parte oficial zapatista rendido por Salvador Reyes Avilés, dice que el día 10 de abril, como a las ocho de la mañana bajaron a Chinameca acompañados de ciento cincuenta hombre. Mientras éstos permanecían formados en la plaza del lugar, Zapata, Guajardo y los generales Castrejón, Casales y Caamaño y los coroneles Palacios y Reyes Avilés se dirigieron a un lugar apartado para discutir los planes de campaña. Estaban en la reunión cuando llegaron informes de que el enemigo carrancista se aproximaba a la hacienda. Zapata de inmediato ordenó a su escolta, coronel José Rodríguez, saliera a explorar por el rumbo de Santa Rita. Guajardo sugirió a Zapata un operativo adicional: él recorrería el llano y Emiliano marcharía por “La Piedra Encimada”. Aprobado el movimiento, Guajardo pidió órdenes: “¿salgo con infantería o con caballería?”. Zapata contestó: “El llano tiene muchos alambrados; salga usted con infantería”. Se despidieron e iniciaron la inspección del terreno. Como no viera Emiliano movimiento alguno del enemigo, puso algunos centinelas y regresó a Chinameca como a las doce y media del día. A esa hora, las tropas de Guajardo ya se encontraban en el interior de la hacienda. Adentro, también estaba el coronel Feliciano Palacios, comisionado por Zapata para hablar con Guajardo a fin de recibir cinco mil cartuchos. Emiliano esperó afuera. Pasado un tiempo se presentó el capitán Ignacio Castillo para invitar al Jefe del Ejército Liberador, a nombre de Guajardo, a comer y a cerrar la cuestión del parque. Zapata se disculpó y decidió seguir esperando. Todavía departieron cerca de media hora con Castillo, y después de reiteradas invitaciones, el jefe suriano accedió. No le pareció mala la idea de tomarse unos tacos y una
cerveza. “Vamos a ver al coronel; que vengan nada más diez hombres conmigo”, ordenó. Y montando el As de Oros, caballo que Guajardo le obsequiado, se dirigió a la puerta de la hacienda. El resto de la gente muy confiada estaba sombreándose debajo de los árboles y con las carabinas enfundadas.
Salvador Reyes testigo de los hechos relata:
La guardia parecía preparada a hacerle los honores. El clarín tocó tres veces llamada de honor y al apagarse la última nota, al llegar el general en jefe al dintel de la puerta, de la manera más alevosa, más cobarde, más villana, a quemarropa, sin dar tiempo para empuñar ni las pistolas, los soldados que presentaban armas, descargaron dos veces sus fusiles, y nuestro general Zapata
cayó para no levantarse más. La sorpresa fue terrible. Los soldados del traidor Guajardo, parapetados en las alturas, en el llano, en la barranca, en todas partes descargaban sus fusiles sobre nosotros. Bien pronto la resistencia fue inútil. Aprovechaban nuestro natural desconcierto para batirnos encarnizadamente Así fue la tragedia.
La indignación
La noticia de la muerte del Jefe del Ejército Liberador del Sur se propagó con pasmosa velocidad entre la gente sencilla y llegó a los campamentos zapatistas. Tal como lo vaticinara el diario Omega, su desaparición no desarticuló las dispersas guerrillas campesinas, sino que obró para unirlas, haciendo a un lado rencores y previniendo contra los planes de ambiciosos de introducir la discordia entre los revolucionarios del sur. Contrariamente a lo esperado por Carranza, nació un mártir, erigió el apóstol del agrarismo y creó un mito. En el luto e indignación que envolvía a los dirigentes, el 15 de abril, una veintena de jefes zapatistas, entre los cuales estaban los caudillos mexiquenses, generales Genovevo de la O, Everardo González, Pedro Zaavedra, Antonio Beltrán, Tomás García, Encarnación Vega Gil, Angel Barrios, Leopoldo Reynoso y Jesús Vega Gil, se reunieron para formular una consigna: Hasta vencer o morir. En el manifiesto dirigido al Pueblo Mexicano, los revolucionarios zapatistas consignaron que no pudiendo matar de frente, al ahora apóstol del agrarismo, de hombre a hombre, en medio de las rudezas del combate, sus enemigos tuvieron que asesinarlo en forma traidora, en cobarde celada, revestida con todos los caracteres de la premeditación, alevosía y ventaja. “Habrán asesinado al hombre, decían, pero no han podido matar una idea”. Recordaban que Zapata, al morir, les había dejado su herencia. El legado consistía en una profunda abnegación, espíritu de lucha, amor acendrado a la colectividad, indiferencia ante el peligro, valor indomable ante la lucha y supremo desdén para todo lo que fuera interés personal, ambición y egoísmo. Los que se decían zapatistas, estaban obligados a ser
valerosos y firmes, a tener vergüenza, a conservar el decoro y a continuar levantando la bandera agrarista. Los revolucionarios contemplaron en adelante una triple tarea: 1) seguir el ejemplo del héroe, 2) consumar la obra del reformador, y 3) vengar la sangre del mártir. Respecto al primer punto, allí estaban para reafirmar su fidelidad al ejemplo de Emiliano: hombría, noble altivez, consagración absoluta a la causa del pueblo, gallardo impulso para todo lo bueno, odio justiciero y vengador contra todo lo bajo y contra todo lo protervo. Sobre el segundo punto, los zapatistas estaban firmemente convencidos que la idea agraria estaba ampliamente difundida y vivía en todas las conciencias de las multitudes oprimidas, sólo era cuestión de tiempo para alcanzar los ideales del libertador suriano. Desde su perspectiva, los indígenas de todo el país sabían a qué atenerse. Habían comprendido que sólo reconquistando la tierra arrebatada a sus mayores, podrían asegurar su porvenir como raza, su soberanía como hombres y su dignidad como ciudadanos. En ese tenor asumieron la firme promesa de consagrase con religioso respeto a la bandera del reparto de tierra consignado en el Plan de Ayala y a luchar por el triunfo de los ideales: “Reforma, Libertad, Justicia y Ley”. Con relación al último punto, reiteraban que bajo la conducción del doctor Francisco Vázquez Gómez seguirían enfrentándose a los defensores de la moderna tiranía, encarnada en el funesto carrancismo, esa camarilla de facciosos que no representaban al pueblo mexicano. La oportunidad para vengar a Emiliano se presentó en mayo de 1920 en el marco de la sucesión presidencial. En efecto, empecinado Carranza por frustrar la candidatura presidencial de general Alvaro Obregón, a fin de conducir al régimen por el camino de un gobierno civil, aunque más bien, debiera decirse, de continuidad, no vaciló en enfrentar a su prospecto con el personaje militar más célebre y popular de la facción constitucionalista. Esta vez, no llegaría a consumar su propósito ni bastarían los llamados a la institucionalidad y las acusaciones de infidelidad. Los militares estaban decididos a ocupar la silla presidencial a cualquier precio, aunque en su propósito, tuvieran que sacrificar, como fue, al Varón de
Cuatro Ciénegas” y rompieran con el orden constitucional que ellos mismos habían edificado. Como genio militar y hábil político, Obregón negoció un pacto con los dirigentes zapatistas. Estos apoyaban la rebelión de Agua Prieta y él se comprometía a impulsar de inmediato la reforma agraria. Sin Carranza, la deseada unidad revolucionaria finalmente quedaba consumaba.