ALEJANDRO TOLEDO
JOSEFINA VICENS Y EL SALTO AL VACÍO
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CARLOS VELÁZQUEZ
DESEOS DE AÑO NUEVO
S Á B A D O
NAIEF YEHYA
LOS ÚLTIMOS JEDI
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El Cultural [ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
LECTURAS DE T. S. ELIOT Y LA TIERRA BALDÍA GUILLERMO FADANELLI VÍCTOR MANUEL MENDIOLA
LA POESÍA DE ELSA CROSS JOSÉ HOMERO
Retrato de T. S. Eliot > Emiliano Gironella Parra: Serie-Papel-02.
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Uno de los momentos superiores de la poesía del siglo XX es La tierra baldía, donde T. S. Eliot incorpora nuevas maneras de abordar este género, arte combinatoria que refleja un estado de ánimo en plena consonancia con su tiempo y a la vez expresa, de modo irrepetible —como señalan estas páginas—, “los escombros de una modernidad consumada y bestial”. Un poema que actualiza la nueva traducción —a cargo de Gabriel Bernal Granados y
con el antecedente de Enrique Munguía Jr. en 1930— publicada bajo el sello de Elementia y El Tucán de Virginia, ilustrada por Emiliano Gironella Parra y acompañada —entre otros— por este ensayo de Guillermo Fadanelli que aborda el trabajo del artista plástico (“en el encuentro de la imaginación literaria y la gráfica”), así como los sentidos y lecturas que estimula esta obra capital cuya nueva versión en nuestro idioma comienza a circular en librerías.
EMILI A NO GIRONELLA EN LA TIERR A BALDÍA G U I L L E R M O FA DA N E L L I
L
a definición de la acción artística es por naturaleza vaga; es una aproximación y una forma de combatir el miedo que nos causa el hecho de no saber de dónde proviene el origen de la emoción o de la catástrofe temperamental, de la ventura anímica o del desasosiego. ¿Cómo puede afectarnos la poesía, la hazaña visual y el relato literario a un extremo tal que nos despoje del conocimiento ordinario de las palabras y de las cosas? Se trata de una afección que, en algo, impide la eficacia de una explicación formal acerca del origen y del propósito del acto creativo. Estamos a ciegas porque las explicaciones acerca del arte siempre llegan a destiempo, tarde o en un momento en que su necesidad es débil y relativa: realizan una autopsia de lo que ha dejado de existir puramente. Parece una treta romántica afirmar que esta ceguera supone la única posibilidad de acercarse a la esencia o cualidad íntima de las cosas que más amamos, o de las que nos dañan a causa de su propia naturaleza; sin embargo, diré que la errancia del sentido es común en el arte: una vagancia trascendental, un paseo en apariencia desinteresado, pero que transforma y pervierte lo que somos y lo que pensamos acerca de nuestra estadía en el mundo. Cuando me entregué por primera vez a la lectura del célebre poema de Thomas Stearns Eliot, La tierra baldía, tuve la impresión de que estaba siendo presa de una revelación en el más noble y cándido significado de la palabra: traspasar
un umbral a través de la experiencia y salir de este umbral convertido en un extraño, renovado (o envejecido) fragmento de mí mismo. A ojos de un lector profano la poesía no puede ser otra cosa que una suma de voces y sentidos, de alaridos y silencios, de escrituras e imágenes, de placeres y dolores simultáneos: una adición de fragmentos incapaces de concluir un mensaje sin grietas o fisuras, y, sin embargo, perfecto a la hora de producir una mutación espiritual en el lector. Todo ello se concentra en La tierra baldía: una ciudad edificada a partir de imágenes y palabras, pero sobre todo, escrita desde la conciencia de la desgracia, de la lucidez inasible y de las voces de los muertos; la apabullante gravedad de lo sombrío; la sospecha de que no puede comprenderse el tiempo sin la intuición de la locura o de la visión absoluta de todos los cadáveres. Así lo intuía el filósofo francés, Henri Bergson, a quien Eliot apreció y conoció: el pasado es un mito que se apropia de un presente fugitivo y que no puede concebirse tan sólo como el cementerio olvidado de aquello que jamás retornará. En la memoria se concentra el pasado que le otorga vitalidad a lo que existe. ¿Cómo puede uno olvidar después de haber transitado por la lectura de La tierra baldía? Olvidar no los objetos, los hechos o los sucesos, sino olvidar que somos mundo y fragmento, experiencia y duda. Si lográramos dejar atrás ese pasado que es duración, o tiempo que nos abriga y da consistencia,
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entonces no habría vida ni tragedia, ni Gracián, ni Shakespeare, ni conciencia real de su influencia. Ese cadáver que sembraste el año pasado en tu jardín, ¿ha comenzado a retoñar? He allí la pregunta que se afirma y sostiene. La muerte que retoña en el pasado y nos enfrenta plena de frescura y de cortesía funeraria. ¿No es acaso esa amabilidad la más ingrata sustancia de la perturbación? Sería vano creer que comprendemos las nociones de eternidad o de números complejos o irracionales si pusiéramos en duda la vitalidad que encarna todo lo que ha muerto y que persiste en la verdadera memoria, es decir, en la memoria que nos impulsa a vivir, o nos empuja a continuar bregando en lo que somos, incluso a nuestro pesar. No me sorprende que la mirada de Emiliano Gironella Parra, su deseo de arrancar las imágenes de la escritura, más su avidez y curiosidad intelectual, se hallan detenido en el poema de T. S. Eliot. Fruto de su experiencia en esta lectura han brotado nuevos cauces para la desolación y la belleza pictórica. ¿Cómo no habría de ser así cuando la simpatía y la complicidad estética depositan a algunos hombres en un sendero de un paisaje palpado y compartido? No todas las sombras vagan en una misma dirección, ni las seduce la posibilidad de guiar sus pasos hacia un horizonte explicado, o dibujado con la precisión moral de un mesías o con la pasión descriptiva del científico. La soledad es el frágil lazo que une a las sombras que advierten la presencia de un camino en común. Los grabados que ha realizado Emiliano Gironella a propósito de La tierra baldía no son meras ilustraciones, sino ecos y ramificaciones, nudos que se forman en el encuentro de la imaginación literaria y la gráfica: interpretación y afecto, más que traducción precisa o encarnación tópica. En la obra de Emiliano palpita constante la presencia de Goya y su santo desfile de atrocidades, de insulto cotidiano y perseverancia salvaje, de fiesta, carne y esqueleto; ese color que Goya obtenía de una grieta que su mirada y su perturbación anímica abrían a cuchilladas; esa su inclinación hacia la forma grotesca y el color harto de tierra; su obscenidad de espectro y su constante alegoría de vida, ¿no permearon y germinaron en el poema de Eliot? ¿No llegó todo ese equipaje de brutalidad, color y alucinación también a la obra de Gironella? Los vasos comunicantes, el frondoso árbol de Porfirio, las tuberías extendidas en el subsuelo de la sensibilidad, ¿no florecieron acaso en la duración de un tiempo experimentado como universo y totalidad, pero también como fragmento y ausencia? Pienso
que estamos en el callejón de las ratas, donde los muertos perdieron sus huesos (el grabado de Gironella que corre tras este verso de La tierra baldía, sobre un fondo ocre con calavera y roedor, es excepcional). Las ratas tendrán que sobrevivir para dar fe de nuestros huesos y de nuestra memoria. Eliot traza una línea con el romanticismo literario disperso en la historia de la sensibilidad humana; no son nada más la ironía o la enfermedad como celebración y movimiento (ni el presente consumiéndose en una pira de locura y loa a la podredumbre vital) los fantasmas que recorren su poema; son más bien los escombros de una modernidad consumada y bestial, de un presentimiento de muerte y guerra, y la necesidad de una absoluta renuncia al tiempo lineal y elementalmente narrativo. La tierra baldía: ¿estaciones simultaneas de una visión pesimista de la historia? Vanguardia del vacío; simultaneidad de voces que provienen de todos los puntos cardinales y abstractos; lenguaje indisoluble e insinuado en una imagen difusa o nebulosa; cúmulo de referencias accidentales y, por tanto, certeras y no intercambiables. Cada línea de este poema es la fecha precisa de un calendario imaginado por Borges, un Aleph y un precipicio. Octavio Paz escribió lúcidamente acerca de T. S. Eliot en Los hijos del limo, un ensayo que en esencia acentúa y exhibe a profundidad la relación entre la poesía y la historia. “Para Eliot —escribió Paz— la poesía es la visión del orden divino desde aquí, desde el mundo a la deriva de la historia.” El movimiento de la historia (Hegel) ha terminado y los muertos juegan naipes luciendo su sonrisa intacta e impasible. Yo encuentro en La tierra baldía el sueño de un orden imposible y de una restauración ilusoria que impone y suscita el concierto de gritos, de imágenes y susurros simultáneos, encontrados: no habrá más un paraíso, acaso su recuerdo infernal y un viaje a la deriva. Eliot y Gironella ven y escuchan el dolor desde la humanidad y la tierra, pese a que su obra nos lleve a la iluminación momentánea y a la religiosidad de la sangre y la caída. ¿Qué puerta eliges para entrar a esa tierra donde sólo los cadáveres y la memoria enloquecida retoñan y dan frutos? Emiliano Gironella ha encontrado un cúmulo de puertas y las ha erigido en metáfora y símbolo para la realización de treinta grabados a propósito de La tierra baldía (más dos excepcionales y reposados retratos de Eliot). Bajo a tientas por la escalera oscura. ¿No advierten ustedes en el vientre y ombligo el vértigo de trepar los andamiajes de una trama literaria de ambición semejante? Gironella devuelve u ofrece
“LOS GRABADOS QUE HA REALIZADO EMILIANO GIRONELLA A PROPÓSITO DE LA TIERRA BALDÍA NO SON MERAS ILUSTRACIONES, SINO ECOS Y RAMIFICACIONES, NUDOS QUE SE FORMAN EN EL ENCUENTRO DE LA IMAGINACIÓN LITERARIA Y LA GRÁFICA.”
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al lector del poema, e incluso a cualquier espectador distraído, un escape a este dédalo sofisticado vía un hato de imágenes cuya sencillez narrativa abre una puerta más a la casa empantanada y bella que habitamos los lectores del extraordinario relato de Eliot, continuidad desencantada del infierno dantesco y del oscuro entusiasmo que a Eliot le despertaban Baudelaire y Ezra Pound. Como he observado antes, Gironella no ilustra, sólo continúa y explaya las huellas de un escritor que admira y que ha leído con pasión y respeto, como es notorio. Y si me arriesgo a utilizar la palabra respeto (del latín respectare), para mediar en el acercamiento entre un artista plástico y un relato poético, lo hago aproximándome al sentido de mirar, de volver a ver, de tomar distancia y de observar las cosas antes de crear una metáfora o una interpretación acerca de ellas. El que mira puede mirarse también y construirse a sí mismo desde la observación de lo otro. La filosofía de Merleau-Ponty podría comenzar a tejerse a partir de este hecho sencillo: saberse mirar en lo otro. Gironella se convierte en un recolector de insinuaciones poéticas y en un fabricante de símbolos e iconos a partir de lo leído: manos, ojos, huesos, corazones, plantas, animales, esqueletos y ríos: objetos que, transmutados por la palabra, retornan a su imagen quieta y enraizada. La puesta en marcha, la concreción y la acción pictórica de un lamento, de un susurro a veces compartido, a veces lejano. Transitar a lo largo de La tierra baldía te conduce a un cansancio empírico e imaginativo. Sus múltiples referencias y alusiones a las más diversas manifestaciones de la cultura humana y su ambicioso sentido de la subjetividad, del accidente repentino, o su empeño porque las voces y citas provengan de distintas lenguas, podrían estimarse como un esmerado ejercicio críptico o como otra “catástrofe de la inteligencia” (tal como Enrique Vila-Matas se refirió a Finnegans Wake, la indiscreta obra de James Joyce). No es así, de ningún modo, y a causa de ello es que algunos de los lectores de La tierra baldía preferimos desatendernos de la traducción precisa, de las escrupulosas notas a pie de página, o de la construcción minuciosa de un sentido que, tarde o temprano, terminará extraviado o momificado en alguna estantería literaria.
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Comencé este breve escrito aludiendo a la impertinencia de la explicación en las artes y a su necedad de completar un rompecabezas ontológico. La opinión anterior no me enfrenta a la crítica ni a la interpretación culta o sosegada de los rigurosos amantes de la poesía y de quienes la consideran el género literario por antonomasia. (“La literatura se parece a la poesía, pero despojada de su valencia ontológica”, sugería Hans-Georg Gadamer, en su obra más importante: Verdad y método). Sin crítica no hay conversación ni movimiento y se pierde el espacio de encuentro y trascendencia, la chorcha mítica y el ejercicio de pensar lo que vemos y lo que somos. Quisiera decir que si algo resulta conmovedor y extenuante en la lectura de este vasto poema es que su relato incluye en su movimiento voraz, crítico y antropofágico al lector mismo, y uno termina habitando cierta casa que le es familiar, pese a la extrañeza y misterio de sus citas: en tierra de espejos lo real desaparece. Pero a mi espalda en el viento frío oigo sacudimientos de huesos y risas ahogadas. Y a raíz de esta línea, Gironella nos muestra, en uno de sus grabados, a la parca en su día de pesca, absorta en su tarea a bordo de la imbatible almadía. Y murciélagos de caras infantiles silbaban en la luz violeta, ¿qué imagen podría acompañar a este chasquido de palabras? ¿Qué color? Gironella traza su interpretación valiéndose de una mueca blanca, un suspiro helado sobre el fondo de cemento escarlata: y entonces los murciélagos dejan atrás la oscuridad y el luto de cavernas. Se tornan silbido y gesto. Como sustrato material de sus grabados, Gironella utiliza un material resistente y ligero conocido como fibro-cemento, el cual se acomoda a una múltiple diversidad de funciones; se trata de la innovación tecnológica de una empresa, Elementia, cuyo catálogo de materiales muestra hasta qué punto pueden éstos ser soporte y ambición para un artista que desee prácticamente construir su obra a partir de una física que se expande hoy a la ligera (en el más técnico y audaz sentido de la palabra). A Emiliano le resulta natural fabricar o grabar imágenes en cualquier superficie; su habilidad se detiene en varias técnicas: pintura, xilografías, esculturas en metacrilato; y los temas de su obsesión son varios y dispares, aunque cualquier ojo atento encontrará los nudos o cruces de caminos en que él se detiene para contemplar vida y muerte, horizonte y pasado. ¿A qué cruces me refiero? La violencia y la indefensión de un ser humano ante el inconveniente de haber nacido y de pasar, contra su voluntad, una temporada en el infierno; los
“PERO A MI ESPALDA EN EL VIENTO FRÍO OIGO SACUDIMIENTOS DE HUESOS Y RISAS AHOGADAS. Y A RAÍZ DE ESTA LÍNEA, GIRONELLA NOS MUESTRA, EN UNO DE SUS GRABADOS, A LA PARCA EN SU DÍA DE PESCA, ABSORTA EN SU TAREA.”
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símbolos de la muerte-vida que acosan con su presencia en el ánimo de quienes tenemos miedo, piedad y fuerza; la influencia en su quehacer de la literatura y la realidad entrelazadas; la vanidad del temerario sumada al grito que es silencio y a la mudez que brota de un alarido ahogado; una curiosidad intelectual insistente y genuina. En mi opinión, las pinturas y esculturas de Emiliano Gironella son metáforas formidables del hecho cruel y malévolo en sí, y son suficientes para considerarlo un artista de genio. Sin embargo, él avanza y hay nobleza en su carácter, y emoción, y pena por la desgracia del otro: sus manos miran, sienten y la pasión y conocimiento que engendran permanece. ¿Qué lo ha llevado hasta T. S. Eliot y a La tierra baldía? Más allá de su atracción heredada, legítima y constante por la literatura —sea Martín Luis Guzmán, en mi opinión el prosista más refinado del siglo XX, sea la poesía de León Felipe, la obra de Alfonso Reyes o el relato intelectual y poético de Gorostiza, Muerte sin fin—, o de su curiosidad hacia todo aquello que rezuma muerte en el dolor inevitable, Emiliano se concentra en el poema que Eliot escribiera a los 34 años, porque, como dije antes, La tierra baldía incluye también a Gironella como pintor y artista. Quiero decir que lo arrastra a su árbol de espejos y cadáveres, de pitonisas, aves que cantan en soledad y perros que escarban, ciegos y contundentes: Oh, aleja de allí al perro, que es amigo de los hombres, que si no los desenterrará de nuevo con sus uñas. ¿Y no somos nosotros, escritores artistas y fantasmas en vida, demasiado amigos del hombre, tanto que llevados por un impulso persistente y obsesivo desenterramos su osamenta, sus restos y su fiambrera espeluznante? En 1970, George Steiner, el crítico y ensayista francés se quejaba en un meditado ensayo (En el castillo de Barba Azul) de la religiosidad y humanismo ambiguos de T. S. Eliot y de su libro, Notas hacia una definición de la cultura, aparecido en 1948. Steiner, duramente, escribió: Aunque sólo sea por su implicación en alto grado ambigua del holocausto, el cristianismo no puede servir como foco de una redefinición de la cultura, y la nostalgia que siente Eliot por la disciplina cristiana es el más vulnerable aspecto de su argumentación. Yo entiendo lo religioso en un sentido particular y más
antiguo. Lo que es central en una verdadera cultura es cierta concepción de las relaciones entre el tiempo y la muerte individual. Me he extendido demasiado en la cita, no sólo debido a la importancia de Steiner como testigo y minucioso observador de la cultura del siglo XX, sino porque su comprensible y honrada obsesión por el genocidio judío no le permitió, quizás, ver con mayor justicia que, más allá de las “Notas”, el escritor nacido en St. Louis, Missouri, y premio Nobel en 1948, había escrito un poema, La tierra baldía, que justamente trascendía la religiosidad concentrada y restringida a un culto, para ir allí donde el hombre muere todos los días, y donde su yo se destruye, muere y se levanta, y la tierra lo engulle para luego escupirlo y lanzarlo al abismo de una pregunta que no termina de construirse: ¿Qué clase de muerte encarnamos en vida? ¿Cuántas muertes de sí mismo es el hombre capaz de soportar? Confesión, biografía y voces que son pasos perdidos y repentinamente se encuentran. Es La tierra baldía un poema escrito no sin el humor de quien sabe para no saber, del culto de inclinación suicida y del vidente de una modernidad acabada y débil en su concepción de tiempo lineal, abrupto y acelerado. ¿Qué acaso no escuchamos los pasos de esa muchedumbre, de ese gentío vagando en círculos, a ciegas, iluminados repentinamente, o vagando dormidos en un tiempo simultáneo, complejo, abierto, sin conjugaciones ni verbos? ¿No es La tierra baldía una señal más allá de lo religioso y más próxima a la grieta del sentido humano y de su redención imposible? Y no obstante ello, el filósofo H. G. Gadamer escribe: “Una profanidad absoluta sería un concepto absurdo. Una obra de arte siempre lleva en sí algo sagrado”. Emiliano Gironella también ha rondado estas preguntas o ha advertido la gravedad que implica entrar a la delirante mansión de este poema. Termino con un párrafo de Ezra Pound (il miglior fabbro) a quien Eliot dedicó La tierra baldía y con el que también Steiner culmina su ensayo antes citado: Una cáscara rendida que [está terminada Pero la luz canta eternamente, Con pálido fulgor sobre [las marismas Donde la salina hierba susurra [al cambio de marea. C
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Entre los múltiples sentidos que propicia la lectura de La tierra baldía, este acercamiento enfoca un ángulo poco frecuente: el de la sexualidad como una práctica tocada por la incomunicación, la penuria afectiva del siglo XX que devela el poema. Casi entre los andrajos de un entorno social depauperado, aparece este nuevo síntoma que sustituye el “idilio” por el “sórdido amor contemporáneo”, en un mundo comprometido por el futuro que llegó.
SEXO R Á PIDO EN L A TIER R A BA LDÍ A VÍCTOR MANUEL MENDIOLA
A
l entrar en el aciago poema de T. S. Eliot, La tierra baldía, el lector experimenta de manera inmediata un intenso lenguaje lírico que deriva, también de manera casi inmediata, en un texto fragmentario, “una pila de imágenes rotas”, pleno de referencias plurales y articulado con súbitas acciones y rápidos diálogos. Bajo el trazo fuerte de una dura intuición del tiempo, “Abril es el mes más cruel”, surgen representaciones de tiempos distintos en una apretada simultaneidad e irrumpe la primera acción, bella y engañosa, del poema: Y cuando éramos niños, y nos [quedábamos con el archiduque, mi primo, me llevó a pasear [en trineo, y yo estaba aterrada. Me dijo: Marie, Marie, sosténte fuerte. E íbamos [colina abajo. En las montañas, allí te sientes libre. Este comienzo nos entrega, en el aire puro de la altura y con una sensación de libertad —y compañía—, su misterio a través de la única escena idílica de toda la compleja trama de la composición: él y ella están en el nudo ciego del poema. A partir de aquí aparecerán otros cuadros, otros pensamientos, otros personajes, otras conversaciones y la poliédrica pieza cobrará cada vez más densidad en una sucesión de ondas, pero ellos —los primos en el trineo, la pareja en el jardín de los jacintos, la mujer que espera y el soldado que regresa, el hombre que fue mujer y la mujer que volvió a ser hombre, el joven rubicundo con la muchacha indiferente (ayuntados sobre el diván) y el mercader de Esmirna con su “invitación” a un fin de semana en el Metropole— tejerán una opaca red de cristal y estarán presentes en cada línea. El idilio desaparecerá de golpe.
• LA “OMINOSA” BARAJA de Madame Sosos-
tris, la atmósfera fantasmal de la “Ciudad irreal”, la habitación cercada —“aspirada de inanidad sonora”, en instintiva continuación-homenaje a Stéphane Mallarmé—, el rey muerto, el anciano “con pechos arrugados de mujer”, el corazón bajo los pies y el “Dulce Támesis”, arrasarán la idea del amor. Muy bien podríamos pensar que el carácter fracturado, fantasmal, peregrino del poema proviene, de un modo significativo, de la destrucción del idilio inicial y de la sustitución de éste por el sórdido amor
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contemporáneo. En un denso tejido, la recurrencia —oscura, cortada, oblicua— del acto sexual nos abruma de un modo imperceptible. El diálogo sobre el dinero abonado para cambiar los dientes flojos de la compañera, la conversación sobre el aborto y las píldoras del boticario, la cita de Filomela “tan rudamente forzada”, el hastío de la mujer —primero, asediada con caricias y, después, “apenas consciente de su amante ido”— y las rodillas levantadas “en posición supina” en Richmond, crean no desnudez sino precariedad. En este encogimiento de la vida, el mito del amor sobreviene una descompuesta narración sucia de soledad y sexo a la orilla del Támesis.
• EL POEMA TIENE múltiples caras y es difícil
decir cuál es la principal. En algunos planos hallamos la imagen del árbol agotado, la roca seca, el trueno y la muerte por agua; en otros, las escenas fugaces de la urbe fugitiva con sus muchedumbres en exhalación silenciosa sobre el Puente de Londres; en otros más, historias, mitos y citas de vario origen. Sin embargo, si hay un hilo en la espesa urdimbre cambiante, en la red de alusiones y símbolos, ese hilo sería la triste cita alrededor del amor invertido y postergado en mero sexo. Tan es así que, si suprimiéramos los instantáneos y descosidos encuentros carnales, el poema perdería no sólo su oscuridad profunda sino la acción dramática que lo caracteriza.
• EN LA SIMULTANEIDAD de La tierra baldía, al lado de las alusiones líricas están las declaraciones brutales; junto al bello simbolismo crece la cruda realidad; en medio de la leyend retornan las notas vulgares; sobre el mito de las ninfas triunfa la anécdota pedestre de las mozas, las amantes y las extenuadas compañeras de procreación. • LOS PUNTOS DE CONTACTO entre “Zona” de
Guillaume Apollinaire y La tierra baldía nos producen asombro. Ambos poemas son una nueva visión de la ciudad; ambos poemas utilizan, de manera principal, el recurso de lo simultáneo (invento del cubo-futurismo); ambos poemas tienen como trasfondo la guerra; ambos poemas exhiben máquinas (autos, claxons, gramófonos, autobuses, tranvías, torres de acero...); ambos poemas refieren la religiosidad cristiana y la visión trágica y cómica
de Grecia y Roma; y ambos, con “la solitaria pluma extraviada” de Mallarmé en la mano, descubren el tiempo roto. Sin embargo, las diferencias también nos asombran. El texto de Apollinaire chilla pleno de vida, el de Eliot exhala un humor exánime; uno celebra el encanto de los edificios y las máquinas, el otro observa los puentes fantasmagóricos y las nebulosas calles pringosas; en el primero, el duro amor persiste, a pesar del abandono y la desgracia, en el segundo la pasión ya no está —o es un asunto irrelevante— y sólo quedan el cuartucho, el perro que hurga la tierra, las canoas con ninfas efímeras, el murciélago con rostro de niño, las ratas furtivas en el callejón con huesos y la sombra que nos perturba como un tercero en discordia.
• LA TIERRA BALDÍA es, en su múltiple diseño
literario, una metafísica de las costumbres de la sexualidad moderna: en vez de la posesión —sanguínea, originaria y mitológica— por locura o por rapto o por metamorfosis, el sexo por cinismo o por indiferencia. La escena mallarmeana en una habitación hermética, donde “surgían extraños perfumes sintéticos”, desemboca en el solitario drama mezquino de una pareja después de ayuntarse: “Mis nervios están mal esta noche. Sí, [mal. Quédate conmigo. “Háblame. Por qué nunca hablas. Habla. “¿En qué estás pensando? ¿Qué [pensamiento? ¿Qué? “Nunca sé qué estás pensando. Piensa.” Pienso que estamos en un callejón de [ratas donde los hombres muertos perdieron [sus huesos.
El simbolismo y la poesía pura han encontrado, con el truco de la cuerda rota o la llave perdida, la tétrica imagen solipsista del siglo xx en la confesión y el coloquialismo subterráneos.
• A CASI CIEN AÑOS de su publicación, La tierra baldía —el velado y difícil poema de las alusiones y los símbolos, de la literatura sobre la literatura— no deja de desocultarse y ofrecernos —“Datta, Dayadhvam, Damyata”—, en “una pila de imágenes rotas” la ciudad descompuesta, el amor torcido, el sexo rápido y cascado. C C
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De la transparencia a los reflejos, del reconocimiento a la duda que cuestiona la experiencia cognitiva y sensorial, la poesía de Elsa Cross ha desplegado su indagación “en torno a la realidad y a la volubilidad de nuestros sentidos”, una mirada que fluctúa de las imágenes al pensamiento —y a la inversa—, cuyo balance ofrece más preguntas que respuestas. Una voz poética ante la representación y significación del mundo que, como señala este ensayo, no ha recibido aún la atención que sin duda merece.
ELSA CROSS Y L A POESÍ A COMO CONOCI M I EN TO JOSÉ HOMERO
“N
unca sabré”, inquiere una joven y memoriosa Elsa Cross, “cuando miro las transparencias de aquellas vacaciones, / si el azul de ese cielo era real / o un defecto de revelado.” El poema es ejemplar en varios aspectos. En principio por la complejidad de las miradas, su haz de puntos de vista, que es a su vez variedad de reflejos. Ante las transparencias fotográficas que atestiguan las vacaciones de verano, la poeta duda primeramente del color del cielo; y en seguida de la experiencia misma. Esta tenue zozobra con respecto a la veracidad del registro y del propio hecho —desconfianza del documento porque altera la percepción pero igualmente de la memoria porque transforma los sucesos—, da un viraje hacia el reconocimiento, no sólo de la vivencia sino de su carácter único y fundamental. Así la voz poética pasa de las preguntas a la constatación, movimiento que conduce del individuo enfrentado a un hecho pretérito y grabado en una imagen a la recuperación del momento; de mirar desde afuera a imbuirse de esa experiencia y mirar desde dentro del acontecimiento, convirtiendo al poema en un instrumento ritual que revive el acto y otorga conciencia de su dimensión. Más que una fotografía es el cuerpo el que connota esa potencia: ¿Qué pequeña criatura miraba desde [allí tan sólo el cielo, el mar, como el sitio de donde no quería [irse nunca para volver a las calles, las educadas maneras de caminar por [ellas, la escuela donde se desaprende a [vivir? 1 “Playa Washington” luce como un temprano caso del cuestionamiento que impregna esta poética. Bien es cierto que si acompañamos su lectura con otro poema de la época descubriremos que el recelo remite más al influjo del barroco y su concepción del mundo como representación que a la ontología de Georges Berkeley. “Paseo” ofrece una imagen nítida de las impresiones de Cecilia (“día de gran conocimiento
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y emociones fuertes”), una niña de paseo, quien además de ver (un paletero, un perrito gris, unos pájaros, una mariposa), oye (las campanadas del paletero, la marimba) y siente el sol en la piel, la tibieza del viento, logrando ya tempranamente lo que es una de las virtudes de Cross: la capacidad para transmitir sensaciones, no sólo visuales, a través de sus versos. El texto, que se desarrolla con concepción cinemática —¿no recuerda a En el balcón vacío de Jomi García Ascot?—, dialoga abiertamente con el aserto de Alfonso Reyes (“Hemos llegado a la región más transparente del aire”) al preguntarse: “¿La región más clara y más abierta?”; y refuta los famosos versos de Bartolomé Leonardo de Argensola: “porque ese cielo azul que todos vemos / ni es cielo ni es azul” con un precoz materialismo: “y aunque digan que no se llama cielo / el cielo es cielo y está además azul”. Lo cierto es que tempranamente la indagación en torno a la realidad y a la volubilidad de nuestros sentidos, temas caros no sólo al escepticismo sino en especial a las corrientes místicas que dimanan de la India, se insinúa como un tema preponderante. Para el lector de esta poeta, apenas si es necesario decirlo, dicho cuestionamiento se convertirá en uno de los generadores de su escritura.
AGUJEROS DE CANGREJO Las playas de esta poesía están pletóricas de cangrejos: “el agua que se filtraba
/ por los hoyos de los cangrejos” (“Playa Washington”); “Cangrejos parsimoniosos entre las rocas” (“Bacantes”); “la mar creciendo hasta cubrirnos / como hoyos de cangrejo / o rastros de espuma” (“Deslizamiento”); “Pequeños cangrejos rondan al pie de los peñascos” (“El diván de Antar”). Cross pertenece al linaje estoico; su visión, antes que proclamarla mística o escéptica, repara en la frontera, en los lindes entre un acontecimiento y otro. Por ello su atención a los intersticios, a las construcciones efímeras: épica de fractales. Es justamente un hoyo de cangrejo el que transforma a “Playa Washington” de una manifiesta incredulidad a la evocación nostálgica de ese evento como decisivo; la temprana constatación de la sentencia de Rimbaud de que la verdadera vida está en otra parte. A la joven adulta que duda, el yo poético devenido niño-cangrejo le responde corroborando no sólo la veracidad sino la trascendencia de esa excursión a la playa: ¿Qué criatura me mira todavía [desde ese fondo, y quiere como un cangrejo caminar [hacia atrás para volver a aquel instante de vuelo [suspendido entre el cielo azul cobalto y la arena? Si de acuerdo a la imaginación científica los agujeros de gusano permiten el tránsito entre segmentos espaciales o universos paralelos, en Cross diríamos que los atajos que unen a aquellos primeros versos ufanos en la sensualidad mundana con los de la madurez ya asentada en la práctica de la meditación y la revelación mística son una suerte de hoyos de cangrejo. “Las cigarras”, uno de los grandes poemas, discurre en torno a la experiencia y la incapacidad humana de aprehenderla; esa distancia entre las imágenes y el pensamiento, entre el pensamiento y el lenguaje, entre el decir y su sentido. Podríamos continuar prohijando parejas y pese a ello la coordinante, el enlace, no aumentaría la cercanía sino la diferencia, una brecha no por tenue menos honda, como en una nueva aporía eleática:
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¿y cuál es más real? ¿El decurso circular o el zigzagueo? ¿Lo que se hace visible o aquello que se muestra en lo que no se ve? Esta implícita paradoja sobre la percepción continuará en varios otros derroteros; para ejemplo estos de Visible y no, de sus últimos libros: No se ven los ríos de luz disolviéndose en el mar de la conciencia.
DE LA IMPERFECCIÓN Proponer la realidad y la ilusión como polos magnéticos del universo de Elsa Cross puede servir para ubicarnos dentro del ecosistema de sus versos y tematizaciones pero no es más útil que postular la confrontación entre lenguaje y silencio. Diríase que la innata suspicacia de Cross sobre la autenticidad del mundo habría de conducirla primero al estudio de la filosofía y luego a cosmovisiones no occidentales. El movimiento siguiente será asociar tal desconfianza con una noción de ilusión o mejor aún de ilusoriedad, cargando este neologismo con propiedades de efimeridad pero también de imposibilidad de demostrar esa cualidad engañosa, pues no admite la tecnología de la falibilidad que Karl Popper postula como precepto del examen científico. De este modo podemos urdir que las primeras inquisiciones sobre los datos de los sentidos habrán de convertirse en su madurez en perplejidad con respecto al mundo, en consonancia con las enseñanzas del hinduismo. Sin perder esa condición sensual que convierte a los versos en revelaciones y cristalizaciones, su sabor terreno, Cross paulatinamente ha incursionado en una esfera correspondiente a la reflexión, al cuestionamiento de las nociones y también al planteamiento de preguntas que apuntan a fenómenos de otro modo inexpresables, a menudo inextricables de su formulación. Si forma es fondo, la poesía es la única manera de incidir y apuntar hacia la última frontera, la de la significación, que no es posible localizar dentro de los mapas lógicos ni filosóficos. Así encontramos “signos no entendibles”, pensamientos “vacíos de sentido”, exhibiciones de ascendencia zen: “un signo interroga sobre un mismo predicamento y recibe / dos respuestas contrarias”. En una entrevista señala: “la poesía es un conocimiento más allá de la propia experiencia” (“Elsa Cross, la escritura como meditación”, Correo del Libro, enero de 2017). Libros como Casuarinas o de la percepción (1988), Urracas o de los pensamientos (1994) y Cantáridas o de las palabras (1998), además del excelente Bomarzo (2005), conforman uno de los trípticos más importante en torno a la experiencia y su realidad, el mundo y su representación e incluso sobre el problema de la significación. Preguntas: sobre el ser y el no ser, sobre aquello que va de uno a otro
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y existe más allá del uno y del otro. (Bomarzo) De la pareja reconocible, realidad/ilusión, la mirada se sitúa en el acontecimiento que ocurre en una zona del terreno para en seguida desvanecerse: el instante en que el raciocinio dejando de fluir, se detiene y se convierte en meditación, el instante en que la respiración cede paso a la conciencia de la irrealidad del mundo, a comprender la variedad de fenómenos que nos rodean y también a la memoria de la especie detrás de los eventos cíclicos. Vida y muerte sucediéndose, lenguaje y silencio alternando. Cross, cuya obra aún no ha sido cabalmente apreciada en su complejidad ni dentro de nuestra tradición ni en la cartografía castellana, es una poeta que detrás de esa aparente carga única de misticismo y celebración del mundo se revela pensadora desde el canto; una voz que medita en torno a los acontecimientos y a los accidentes de la materia; a las formas y su veleidad. Poesía no del entre, como preconizaba Octavio Paz, aún remanente del existencialismo y de la fenomenología, sino de las paradojas lógicas de la filosofía y también de las corrientes subterráneas de religamiento interior. Así, aunque parezca que esta abreva únicamente de las fuentes místicas, se corresponde plenamente con derroteros filosóficos. La propia Cross ha declarado la aspiración ecuménica latente en su actitud: [aunque cuando parezca] “que lo que digo es muy hindú [...] no hay ni un solo concepto que no exista directa o indirectamente en la filosofía occidental. Por ejemplo, la idea del mundo ilusorio se encuentra en filósofos británicos, y la idea de la reencarnación, la cual manejo en Moira, está en Orígenes o en Platón”.
EL CONOCIMIENTO EN LA INTUICIÓN La obra de Elsa Cross dialoga no solamente con las enseñanzas de sus maestros de meditación, como ocurre en libros centrales de este corpus: Baniano (1986), Canto malabar (1987), El diván de Antar (1989), sino asimismo con la tradición mística, además de concitar a Oriente con Occidente, con una suerte de visión unitaria de las distintas mitologías —en la senda de Mircea Eliade, no casualmente su campo profesional versa sobre las religiones comparadas—. Su conversación se extiende incesantemente con la poesía moderna y sus zonas de intermitencia —el descubrimiento de las luciérnagas zen, por ejemplo, en especial del haikú en su reelaboración por José Juan Tablada. Se antoja necesario un estudio de las fuentes y las presencias que tan nítidamente se perfilan en estos jardines. Tapiz cuya riqueza de hilado, como en aquella vieja fábula del mono contemplando una pintura, sólo es perceptible para quien pueda ver. A despecho de la engañosa transparencia y sencillez de la trama de sus versos (la metáfora no es gratuita: abundan las menciones a la enunciación poética como tejido de araña), es posible encontrar, junto a esa suerte de unidad en el tono y en los temas, una asombrosa riqueza tímbrica
“CROSS ES UNA POETA QUE DETRÁS DE ESA APARENTE CARGA ÚNICA DE MISTICISMO Y CELEBRACIÓN DEL MUNDO SE REVELA PENSADORA DESDE EL CANTO.” y focal que van desde una temprana asunción de la lírica provenzal cuando el neobarroco no había vuelto moda el diapasón —su primer gran libro: La dama de la torre (1972), su primer gran poema, La canción de Arnaut—, el aprendizaje de la poesía hermética italiana en sus primeros libros, las referencias al canon moderno: desde “El músico de Saint Merry” hasta Exilios de Saint John Perse, del romanticismo alemán hasta la renovación inglesa que va de William Butler Yeats y T. S. Eliot, sin descuidar por supuesto su seguimiento de cierta sensualidad poética que comparte con José Carlos Becerra ni las lecciones de concreción de William Carlos Williams o el gran viento de Ezra Pound, ni el escanciamiento reflexivo de Octavio Paz, con cuya obra comparte prados de encuentro y no sólo laderas este. Son en fin legión las voces que resuenan en este follaje, risa de niños ocultos o pétalos de esa multitud que sale de una estación del metro. En su deriva por la geografía sagrada Cross encuentra momentos de éxtasis sin importar cuál fuera la forma de religión que se cultivaba dentro de ese espacio sacro: sacrificio humano entre los aztecas o mayas, meditación en las selvas del Indostán, enigmas, oráculos, tributos en las colinas mediterráneas, reelaboraciones de los mitos clásicos en circunstancias contemporáneas. De igual modo en cada una de las estaciones de la poesía y en las suyas propias la poeta va encontrando a la vez que inspiración, aliento para continuar modulando temas con matices diferentes. Por esta suma de miradas, por esa complejidad de interrogantes más que de respuestas, por esa vocación para expresar lo inefable, por esa fidelidad a escrutar las ideas, así sea que cuestione de la pertinencia de pensar y se acerque a su manera a las fronteras de la voz, a la zona del silencio, considero que Elsa Cross amerita ser leída con una nueva concepción. Es una de nuestras grandes poetas y su obra no ha sido leída con la justicia suficiente. Elsa Cross, Poesía completa, Fondo de Cultura Económica, México, 2012, 791 pp. Todos los poemas citados corresponden a esta edición.
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A tres décadas de su fallecimiento, la obra de Josefina Vicens (1911-1988) espera un rescate editorial que la acerque a nuevos lectores: breve y espaciada —sólo dos títulos en veinticuatro años, además de su trabajo periodístico, sus incursiones al teatro, el cine—, se distingue por concebir la escritura —con cierto paralelo rulfiano— “como necesidad y como imposibilidad”, y por plantear sus novelas a partir de personajes masculinos. Presentamos aquí la lectura de una reciente biografía de la autora que apuesta por una documentación inusual, aunada a la recreación imaginaria, acompañada por una de sus crónicas taurinas.
Josefina Vicens
L A ESCR I T U R A Y EL SA LTO A L VACÍO ALEJANDRO TOLEDO
L
as de Juan Rulfo y Josefina Vicens son, en cierto modo, vidas u obras paralelas. La señal inequívoca que los une es que sus afanes narrativos quedaron concentrados en sólo un par de libros: El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), en un caso; y El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982), en el otro. Ambos merecieron, en los años cincuenta, el Premio Xavier Villaurrutia; y de los dos se esperó en un tiempo que dieran a la imprenta un libro más (el siguiente, que los consolidara como escritores, cuando se piensa en el oficio como una larga carrera, y no precisamente de obstáculos), presión que solían sobrellevar con una copa, o una botella, en la mano. Así hermanados por la crisis creativa los imagina uno, contemplando juntos el abismo (como si lo hecho hasta entonces fuera obra de plumas distintas a las suyas) y preguntándose: —Oye, Juan, ¿por qué no escribes otro libro? —Oye, Peque, ¿por qué no escribes otro libro? Para responder: —Pues sí, ¿verdad? Con diferencia de dos años, Rulfo publica un volumen de cuentos y una novela y calla; en Josefina Vicens el proceso es distinto porque hay un salto temporal, de más de dos décadas, entre El libro vacío y Los años falsos. Y el paisaje se complica e incluso se vuelve escheriano cuando se piensa que el tema de ese primer título suyo es precisamente la escritura, vista a la vez como necesidad y como imposibilidad. Ahí, cual si fuera una suerte de antigrafógrafa, Josefina Vicens escribe que no escribe, mentalmente se ve escribir que no escribe y también puede verse ver que no escribe... En 1977, cuando Emmanuel Carballo realiza una encuesta con 190 escritores mexicanos (para la revista Cuadernos de comunicación, números 24 y 25, junio y julio de ese año), la encuentra casi petrificada. Al cuestionario usual (¿por qué escribe?, ¿para qué escribe?, ¿cómo escribe?), ella responde: “No me hagas estas preguntas, querido Emmanuel, no a mí que he escrito un solo libro y que
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El orbe se amplía y se vuelve a cerrar, pues todo se concentra en sus novelas. Algo que la distingue como escritora es que su voz será masculina; y en ello opera una suerte de travestismo literario, acaso manifiesto tempranamente en Pepe Faroles y Diógenes García, sus seudónimos periodísticos, para arribar a José García, protagonista de El libro vacío, y Luis Alfonso Fernández, voz narrativa de Los años falsos. A lo Flaubert, Josefina Vicens pudo haber dicho: “José García soy yo”.
LAS MANERAS DEL BIÓGRAFO casi no creo que me alcance la vida para terminar el otro. He sufrido mucho al contestarte”. Le alcanzó la vida para eso y algo más. Aunque su escritura parece limitada a dos novelas, deben añadirse al paisaje de sus obras las crónicas taurinas y los artículos políticos, firmadas las primeras como Pepe Faroles y los segundos como Diógenes García; los guiones, también, entre los más conocidos los de Las señoritas Vivanco, personajes interpretados por Sara García y Prudencia Griffel (en filmes de 1958 y 1959), o libretos más personales como Los perros de Dios (1973) y Renuncia por motivos de salud (1975); además, un puñado de poemas, una obra de teatro y un cuento.
Un poco al azar, tomo de mi biblioteca algunas biografías dedicadas a autores mexicanos. Una primera aproximación, en formato más o menos tradicional, es Noticias sobre Juan Rulfo (2004), de Alberto Vital, en donde el investigador se sirve de los documentos básicos a los que pudo tener acceso para narrar, él mismo (en tercera persona), la vida del personaje. Otro posible acercamiento es el de la “vida contada”, como la de Juan José Arreola realizada por Fernando del Paso (Memoria y olvido, 1994) o la de Jaime Sabines escrita por Pilar Jiménez Trejo (Apuntes para una biografía, 2012), cuya base, en ambos casos, fue la conversación grabada, aunque con el añadido de textos obtenidos de otras fuentes para redondear aspectos acaso insuficientemente cubiertos en esos diálogos. De ello se obtiene un relato en primera persona (yo, Juan José Arreola; yo, Jaime Sabines) en que el redactor prácticamente desaparece, o simula hacerlo, pues a él se debe, al fin, el armado de la obra. En cierta forma se rompen las fronteras entre la memoria y la biografía. Una tercera posibilidad, para mí sorprendente, es la que lleva a cabo Norma Lojero Vega en Josefina Vicens: Una vida a contracorriente... sumamente apasionada (2017). Tenía a la mano un par de entrevistas extensas con la autora (de Gabriela Cano y Verena Radkau, una; y la otra de Daniel González Dueñas y AT); y no conversó
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con ella, a la que no conoció, sino con aquellos que la trataron. Dados los antecedentes académicos de Lojero Vega (con licenciatura, maestría y doctorado por la UNAM) su investigación pudo dar por resultado algo más cercano al trabajo digamos heterodoxo de Vital que a las labores de Fernando del Paso o Pilar Jiménez Trejo... Mas lo que se obtiene es algo distinto; quizá pueda considerarse como de una factura mixta, al mezclar ambos procedimientos, con el añadido de una voz descubierta o recreada (con lo que en cierta forma entramos a terrenos de la ficción) desde la que Josefina Vicens hablará de sí misma. Sólo de esta forma, con esa gran libertad que se toma la biógrafa para transformarse en el personaje del que escribe (cual si hubiera acudido a una sesión espiritista), pueden obtenerse líneas como las siguientes: Ahora aquí me encuentro, tendida en esta cama de hospital, y será mi querido amigo Sergio Fernández quien cierre mis ojos, después del último respiro. [...] Quiero decir que la muerte no me tomó por sorpresa. Acudí al ruedo como el torero valiente y dispuesto a encontrarse con ello. Y como un acto voluntario llego al final de mi vida. El reto es claro: contar la vida, y la muerte, de Josefina Vicens desde ella, como si se fuera ella. Ser en la palabra la escritora como ella fue, en sus novelas, José García o Luis Alfonso Fernández. Transformarse, en un ejercicio creativo, en el personaje biografiado. Un desafío así tiene sus dificultades. A ratos pareciera que Lojero Vega no controla del todo las palabras, como sí lo hizo Vicens en sus novelas: se le encabalgan las frases, pierde el sentido de la oración, como si estuviéramos ante un monólogo delirante (alguien diría que a lo Molly Bloom o a lo Carlota, la de Noticias del Imperio) quizá ajeno al manejo templado de la pluma que caracteriza a Vicens. Si la obra fue breve (con dos novelas precisas) es porque la exigencia era mucha. Esa enseñanza parece olvidársele a la biógrafa, con el puño demasiado suelto, armadora de largas y confusas sentencias, coma tras coma, sin dar valor al punto y seguido, a ratos indispensable...
PERIPLO FAMILIAR Estos detalles de manufactura no perjudican del todo lo otro, esa creación o recuperación de una voz, la de Vicens, por medio de la cual se hace un relato pormenorizado de su vida. Desde ella, por ejemplo, puede narrarse el periplo de los padres, José Vicens Ferrer y Sensitiva Maldonado Pardo, en un “tú por tú” vertiginoso. A éste se le dice, por ejemplo: Padre: tú y yo ahí entre las paredes blancas, urdiendo entre los objetos que son huellas sin residuos, sin asideros firmes para escampar el llanto que humedecía tu rostro, que imaginaba el cómo de la obligada ausencia. [...] Padre, de ti la herencia:
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el nombre, la memoria sin dobleces, sin mesura, con los inevitables equívocos que atolondraban mi coraje. Y a ella: Madre: quizá fui la más difícil, y seguramente no las dos veces nacida, pero mientras lo apolíneo me dotó de armas y talento, lo dionisiaco me ayudó a ser la dos veces elegida. No sólo habla Josefina Vicens desde la muerte sino que además conversa con sus muertos queridos. El recurso acaso imita el diálogo que tiene Luis Alfonso Fernández con su padre, ante su tumba, en Los años falsos. Otra astucia es cómo imagina Lojero Vega lo que se escuchaba en la casa Vicens Maldonado, como cuando Josefina convocaba por las tardes a sus hermanas y sus vecinos a una función de teatro: —Su atención, por favor: pasen a comprar sus boletos que la función va a comenzar. Hagan una fila, no se empujen, señores, ¡orden, orden! —Dos entradas, por favor, ¿cuánto le debo? —Dos centavos por cada una, señorita. Son cuatro centavos. ¡Adelante! ¡Pasen, por favor! —Abuelita, ¿puedo entrar contigo a la función? Josefina no me quiere dejar pasar, dice que primero le pague el boleto. —¡Ah, qué niñas estas, siempre están peleando! Ven conmigo, hija, yo te lo compro. Esas voces no están en ningún documento, no constan en actas, digamos, y Lojero Vega tiene la astucia de imaginarlas, quizá rompiendo códigos pero a la vez creando resonancias entrañables. Es una forma literariamente efectiva de instalar a los lectores en la niñez de la escritora. Desde entonces, muchas cosas distinguen a Josefina Vicens: una, que recorre su vida, es preferir las cosas de los hombres (de pequeña, las canicas y los volados), saberse situar más en el orbe masculino que en el femenino. Fue una niña-niño. En un entorno conservador, para salir de su casa se vio incluso obligada a casarse, convirtiendo el matrimonio con José Ferrel (cercano a los Contemporáneos, traductor de poetas franceses) en una buena amistad. Leo: De cualquier modo, cuando al cabo de un año decidimos separarnos las familias volvían a cuestionarnos, que por qué se separaron, ¿se pelearon? Y todo era un cuento de nunca acabar. La ventaja fue que ahora sí con toda la autoridad que me otorgó el haberme salido de casa como Dios manda pude decirle a mi madre que ya no tenía derecho a meterse en mi vida privada.
TORERÍAS No como herencia familiar, sino por ella misma, llega Josefina Vicens al mundo de los toros. Se aficiona,
primero, a temprana edad; y luego lleva esa afición a la escritura, para transformarse en el cronista Pepe Faroles. Esto ocurre, según Norma Lojero, a comienzos de los años cuarenta. Sus narraciones de lo que pasaba en el ruedo eran directas, francas, lo que ocasiona disgustos sobre todo a los empresarios que invertían en la fiesta brava y sólo aceptaban elogios. En un diálogo (imaginado por Lojero Vega) con uno de sus editores, ella se defiende de esta manera: Yo no escribo de pecho abierto, de sólo impresiones y arrebatos, para eso tengo razón e inteligencia y soy capaz de distinguir cuando un torero se entrega y hace bien su trabajo, y también percibo de manera precisa y fundamentada cuando sólo nos quieren tomar el pelo a la afición. ¿Qué no se dan cuenta que nosotros, los que pagamos nuestro boleto, somos quienes mantenemos el espectáculo? Para hacerlo libremente funda, con el dibujante Alfredo Valdez, el periódico Torerías, aventura que duró dos años (de 1943 a 1945). Hay la anécdota, contada por Josefina Vicens (a Daniel González Dueñas y AT), del boxeador, amigo de Arruza, molesto por una nota desaprobatoria, que amenaza con darle su merecido a Pepe Faroles. Ella recibe al peleador en la redacción del semanario, platica cordialmente con él hasta que de pronto le dice: —Bueno, yo tengo una cita, ¿a qué horas me empieza usted a golpear? Él la mira estupefacto. —¿Por qué la voy a golpear? —Porque yo soy Pepe Faroles. —¿Usted, señora, es Pepe Faroles? —Sí, yo soy Pepe Faroles y usted quedó en golpearme; y se nos ha ido el tiempo en platicar. —No, no, señora, cómo puedo yo levantarle la mano. No faltaba más. He tenido mucho gusto en conocerla.
“MUCHAS COSAS DISTINGUEN A JOSEFINA VICENS: UNA, QUE RECORRE SU VIDA, ES PREFERIR LAS COSAS DE LOS HOMBRES, SABERSE SITUAR MÁS EN EL ORBE MASCULINO QUE EN EL FEMENINO.”
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Lo que resalta en Vicens es el modo profundo como entendía esa experiencia: Creo que es la única fiesta metafísica. Es el único espectáculo en donde la muerte es otro de los personajes. Al igual que los toreros y toda la cuadrilla, la muerte hace el paseíllo. Porque el torero sabe que entra con vida, pero no sabe si sale vivo. La muerte siempre está campeando en una plaza de toros. El torero que diga que no tiene miedo, miente; algunos de ellos, cuando están haciendo una buena faena, se apasionan y por un momento olvidan el miedo, pero éste es tremendo y constante. [...] En la fiesta de toros el torero deja de ser un hombre y adquiere esa calidad de moribundo que es un poder, un ascendente metafísico, un toque de lo sagrado.
UNA VIDA JUNTAS Otro hilo de exploración es la amistad de Josefina Vicens con mujeres de ruptura, como Concha Michel, Aurora Reyes o Matilde Landeta; o su amor, ese que en estos tiempos ya se atreve a decir su nombre, por la actriz Anita Blanch, a quien conoce cuando ingresa al medio cinematográfico. Con ella hace un viaje por Europa que se convierte en una larga luna de miel. Lojero Vega crea, imagina o inventa la siguiente conversación entre ambas: —Ya perdí la cuenta de los lugares que hemos conocido. Espero que tú, con tanto tiempo que inviertes en escribir, sepas a dónde hemos ido. —¡Por supuesto, por eso llevo mi diario de viaje! Algún día que quieras saber dónde y cuándo estuvimos, lo podremos consultar en este diario. —Peque, yo creo que al regreso lo mejor será que quites tu departamento y te vengas a vivir a mi casa. Será un gasto menos para ti. Y ya no tiene sentido que pagues renta si hemos decidido, pese a todos los disgustos que hemos tenido, hacer una vida juntas, ¿no crees? Establecerse en esa relación coincide con el poder dedicarse de lleno a la escritura y concluye así El libro vacío. Por la escritura, además, conoce a María Luisa La China Mendoza, Margarita Nelken, María Elvira Bermúdez y Amparo Dávila; y se acerca a ella una sobrina interesada en esos ámbitos, quien firmará sus obras como Aline Pettersson... Luego del Premio Villaurrutia viene, al parecer, una crisis creativa, acaso similar a la que enfrentó Juan Rulfo, con un coctel de alcohol, apuestas y tabaco. Hay una charla telefónica curiosa entre Rulfo y Vicens, que no sabemos si fue cierta o inventada... aunque es perfectamente verosímil. La Peque recibe la llamada telefónica de su amigo para felicitarla por el galardón que él había recibido tres años antes. —¿Y ahora qué se hace con un premio así, Juan? —Pues qué se ha de hacer, ¡morirte de miedo y esconderte de los periodistas!
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“LUEGO DEL PREMIO VILLAURRUTIA VIENE, AL PARECER, UNA CRISIS CREATIVA, ACASO SIMILAR A LA QUE ENFRENTÓ JUAN RULFO, CON UN COCTEL DE ALCOHOL, APUESTAS Y TABACO.” Resume Lojero Vega: La Peque vivió una época disipada, siempre con la conciencia y responsabilidad de que era su vida y, mientras a nadie hiciera daño, su libertad sería lo más importante. Con ayuda de amigos y familiares, pero principalmente con su férrea voluntad, pudo dejar el alcohol; paulatinamente también dejó de apostar. A lo que nunca renunció fue al cigarro, uno de sus grandes placeres.
MUERTE SIN FIN En la etapa final logra concluir, dolorosamente, Los años falsos, cuya acción está situada en un cementerio. Y conoce al escritor Sergio Fernández, con quien realizaba, con la ouija como instrumento, sesiones espiritistas. Acaso como una conclusión de esas indagaciones Fernández la acompañará, como ya se anticipó, en el suspiro
final, instante que testimonia así, casi desde ultratumba, la Josefina Vicens a la que Norma Lojero atrapa en ese instante eterno: Si bien el vivir se convierte en un acto de voluntad inquebrantable, también su término es resultado de una decisión. Las circunstancias son las que anuncian que es hora de tomar el rumbo desconocido frente a la certeza de pisar tierra firme. Otros nos llaman y uno acude o no, y ya que mi vida fue un navegar a contracorriente, mi partida también se sale del control que ejercen otras voluntades. Así como decidí vivir sumamente apasionada, ahora tomo la decisión y me voy tras la pasión de descubrir el misterio que siempre me acompañó. Josefina Vicens muere en la Ciudad de México en 1988, treinta años atrás... fecha que habrá de ser recordada el 22 de noviembre de este 2018.
Una crónica taurina de Pepe Faroles
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a placita de toros de La Morena se vio bastante concurrida de público al conjuro de un atractivo cartel: Sixto Vásquez y Javier Mejía, con cuatro toros de Atianga. Desigual el encierro, tanto en edad de los astados, como en tipo y presentación, dieron juego igualmente, desigual. Más bravo el primero, que como sus hermanos, salió avante. Pero en el transcurso de la lidia se fue enmendando y llegó ideal a la muleta. El segundo mansurroneó más de la cuenta intentando en el último tercio huir por el callejón. Más grande el tercero y también más codicioso, llegó muy quedado a la hora de muerte. Y, por último, un toro con tipo y cuernos, mansurronote, pero sin malas intenciones. Todos ellos se dejaron hacer cosas, y la gente salió satisfecha. Sixto Vásquez, novillero maduro, conocedor de los secretos de la tauromaquia, aprovechó la docilidad de su primer novillo, al que le propinó una serie de pases buenos, y cuando estaba el toro se deshizo de él con una tendenciosa; por eso perdió la oreja. Dio la vuelta. En su segundo —tercero del encierro— fue alcanzado y lanzado al aire al prender un par de cortas al quiebro, saliendo
conmocionado y llevado a la enfermería, volviendo cuando ya el alternante había clavado y matado casi al toro. Lo terminó con un pinchazo y una entera atravesada, trasera. Dio la vuelta, que repitió a petición del respetable, saludando con su alternante Mejía desde el tercio. Ambos, después, dieron otra vuelta al anillo entre dianas y aclamaciones. Javier Mejía, con apellido de prosapia taurina y muchas jechuras, debutaba. Casi un niño, barbilampiño, tiene ángel y andares de torero. Recibió a su primero con unas verónicas muy aseaditas, sobre todo dos por el lado derecho. Con la franela y en pases por alto le pone mucha gracia y suavidad, aguantando y templando la embestida. Le hizo unas cosas bonitas para terminar con la vida de su primero de una delantera. Dio la vuelta. En su segundo —último del encierro—, el más toro de todos, estuvo valiente el muchacho dando pases por alto buenos. Fue codado y pisoteado, sin consecuencias. Una media en buen sitio finiquitó al tlaxcalteca. Buen debut es el de Mejía; si le pone más coraje será torero. Diciembre de 1943.C
Texto recuperado por Norma Lojero Vega.
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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
DESEO DE AÑO NUEVO
Por
CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication SÉ QUE SONARÉ FRÍVOLO, pero mi más ferviente deseo de año nuevo no es la cura contra el cáncer, seguro ya dieron con ella pero no van a soltar prenda, mi aspiración es que encuentren la cura contra el matrimonio. El próximo mes habrá pasado un lustro de que abandoné la mitad de la vida según Dante, los 35 años. Es decir: llevo cinco años en la bajada y todavía no se me quitan las ganas de casarme. En mi vida he tenido tres matrimonios y dos relaciones largas. No puedo decir que no lo he intentado. La gente esa que acostumbra a hacer de la superioridad moral su estandarte me tacha de menso. Pa qué te casas, me injuria. Pero no nos hagamos zonzos, vivir con alguien, a ojos de la ley, equivale a un matrimonio. Conozco a una persona que tuvo que casarse con su novia porque ésta lo demandó por los años de noviazgo compartidos. En mis noches de insomnio siempre me he cuestionado de dónde viene esta tendencia por casarme si durante toda mi vida a mi alrededor sólo he visto relaciones rotas, comenzando por la de mis padres. Creo que en dos décadas que lo he meditado por fin encontré una respuesta. En estos pasados días de fiestas una de mis recompensas por tanto chingarle en el año fue que me daría el lujo de sentarme a echarme el maratón de las películas de El Padrino. Puse la primera. Recordarán que inicia con la escena de una boda. Y como me ha ocurrido con las últimas veces que he pretendido ver esta cinta, pasado el casorio
MI VICIO POR CASARME ES CULPA DE FRANCIS FORD COPPOLA.
El sino del escorpión
le puse pausa. Tenía que inyectarle vino blanco al pavo. Luego salí a comprar unos puerros que me guisé con sal de mar para darle mate al vino blanco que restó. En fin, no pude aplastarme hasta el día siguiente. Y así como detesto llegar tarde al cine, no me gusta ver las películas en partes. Y volví a chutarme la parte de la boda. Me encanta tanto toda esta secuencia que puedo verla hasta el hartzago sin jartarme. Entonces se produjo la revelación. Me cayó el veinte de que mi vicio por casarme es culpa de Francis Ford Coppola. Tengo esta larguísima escena metida tan profundamente en el inconsciente que forma parte de mi ser como todo el colesterol y los triglicéridos de mi mente. De hecho es mi colesterol metal, el matrimonio. En estos momentos estoy casado, separado de mi esposa, pero amarrado al fin. Ella se rehúsa a darme el divorcio. Piensa que es un castigo. Pero en realidad me está salvando la vida. Conocí a una mujer con la que me hubiera casado de haber estado soltero. Los tiempos cambian, la millennializa ya es una generación que sólo contrae matrimonio con gatos y perros. Pero yo no he podido salir de los años treinta. La revolución sexual, los sesentas, me pasaron de largo. Yo apenas entablo una relación quiero llegar al altar. Por qué. Por culpa del pinche Padrino. Ahora el entretenimiento de mis insomnios es: ya que identifiqué la patología podré tratar esto en terapia. Lo dudo seriamente. Creo que la manera más efectiva de erradicar esta idea de mi sistema sería a través de una vacuna. Como se previene
el sarampión. Pero la ciencia está más preocupada en fundar una colonia en el espacio que salvar al planeta. Para qué demonios queremos ya matrimonio express si uno puede huir del planeta. Estoy convencido que esto lo hacen con el fin de que una gran cantidad de cabrones se salven de pagar pensión. Después de embarazarme de cortes de carne el 31 de diciembre por fin pude avanzar más allá de la boda. Y qué creen que ocurre. Pues que Michael Corleone huye a Sicilia y ante el terrible aburrimiento de la provincia se casó. Otra boda. Lo que despertó mis sospechas. ¿Será que casarme es una forma de reafirmar mi provincianismo? Pero también me he casado en la Ciudad de México. Entonces no. No es por provinciano. Es por haber visto un role model toda la vida en las películas de El Padrino. Y eso que no soy afecto a comedias románticas tipo Tres bodas y un funeral. Si no, qué sería de mí. Soy un nietzcheano. Estoy condenado a repetir mi destino. Mientras no inventen una vacuna seguiré en el eterno retorno de la boda y la tornaboda. Porque está claro que soy una víctima de la publicidad. Es como esas fotos de comida que uno ve en Facebook. Te atraen con mentiras. Una vez que llegas al restaurante lo que te sirven no se acerca siquiera a lo que promueven. Igual pasa con El Padrino. Uno ve esa boda tan chingona pero cuando uno se casa no sólo no va a cantarle Frank Sinatra sino que ni siquiera Tropicalísimo Apache. Pinche Mario Puzzo, que no ve que existe gente tan influenciable como yo. C
Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza
Felicitaciones a los inolvidables de la hora CON EL AJETREO de fin de año el arácnido no pudo congratular a quienes este 2018 parece sonreírles generoso. Para remediar tal falta, el alacrán envía sus felicitaciones a los siguientes inolvidables de la hora. A las 59 mujeres y 141 hombres quienes a partir de este enero y durante los próximos tres años cobrarán treinta mil pesos mensuales por la producción de obras artísticas o proyectos culturales de relevancia para el país. En efecto, el escorpión se refiere a los nuevos becarios del Sistema Nacional de Creadores; 200 sobrevivientes seleccionados de entre mil 200 aspirantes de 15 estados de la República y del extranjero; 34 por ciento mujeres y 66 por ciento hombres. Como sucede cíclicamente, la discusión sobre si esta beca altera o no el proceso creativo de quienes la reciben, así como el producto artístico de ese proceso, volvió a hacerse presente en redes sociales y, en particular, referido
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a los ámbitos de la literatura y las artes plásticas. Resurgió la pregunta sobre si los escritores más críticos entre los premiados (tres o cuatro), mantendrán su postura de rechazo al establishment cultural y sus críticas al régimen después de ser sus beneficiarios. En el área de la creación plástica, se cuestionó el otorgamiento del estímulo económico a varios artistas cuya obra se cotiza ya en elevadas cifras en dólares en el mercado internacional. El alacrán también envía felicitaciones a los reconocidos con los Premios Nacionales de Artes y Ciencias, dos mujeres y cuatro hombres, seleccionados por las secretarías de Educación y de Cultura entre 101 candidatos. Pero el escorpión no quedó claro en cuanto a los recursos del premio, pues sólo halló información respecto al 2015, cuando el estímulo ascendió a casi 800 mil pesos. No obstante, aseguran al venenoso, ese monto es el total de lo repartido entre los
premiados. Así, pues, sin tener certeza sobre el asunto, el premio sería de unos 150 mil pesos para cada uno. El rastrero no podía olvidar la felicitación a los integrantes del Colegio Nacional, quienes a pesar del cuestionamiento a la misoginia y opacidad de esa institución seguirán cobrando sus 164 mil pesos vitalicios luego de ser seleccionados por mecanismos oscuros y un tanto secretos. Para mayor paradoja, ante las acusaciones de misoginia sólo había respondido una mujer del Colegio: Concepción Company, pero esta semana en El Universal varios de los colegiados ya dijeron con arrogancia esta boca (¿esta beca?) es mía. Sus respuestas revelaron serias diferencias de opinión entre ellos además de una misoginia consciente y orgullosa de serlo. “Hay que cambiar al planeta, y luego el Colegio”, insisten. Pero de los recursos discrecionales y patrimonialistas mejor ni hablaron. C
LOS INTEGRANTES DEL COLEGIO NACIONAL SEGUIRÁN COBRANDO SUS 164 MIL PESOS VITALICIOS.
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EL REDUCTO FINAL DE LA RESISTENCIA LOS ÚLTIMOS JEDI, DE RIAN JOHNSON FILO LUMINOSO
(C
omo de costumbre aquí hay spoilers.) Todo mundo sabe que el ADN de la saga de La guerra de las galaxias está hecho de la fórmula del género de aventuras de capa y espada fusionada con los clichés del valor y sacrificio del cine de la Segunda Guerra Mundial. El decorado de ciencia ficción u ópera espacial tiene a menudo un valor casi cosmético en estas cintas. Cuando esta serie mira al cosmos en realidad mira hacia el pasado. A lo largo de tres trilogías las tramas podrán ser enredadas o superficiales pero inevitablemente son reiterativas, conservadoras y giran en torno a legados, a conflictos intergeneracionales y al destino del universo en manos de unas cuantas familias nobles. Por estas secuelas han desfilado ecos bíblicos (del antiguo y nuevo testamentos), historias homéricas y por supuesto relatos shakespearianos. De continuarse extendiendo la franquicia agotará eventualmente todos los mitos y leyendas de la humanidad. En Los últimos Jedi, de Rian Johnson (Looper, 2012), Kylo Ren (Adam Driver), parece por fin darse cuenta de ese círculo vicioso y proponer dejar que “... todo lo viejo muera para dar lugar a un nuevo orden”. Aquí el guionista y director, Johnson, insinúa querer liberarse del dogma, romper con las estrecheces narrativas y las restricciones de la franquicia (esta es de hecho un reciclaje de El imperio contraataca, Irvin Kershner, 1980), ahora en manos del otro imperio del mal: Disney. En The Force Awakens (JJ Abrams, 2015), podíamos anticipar que Kylo se convertiría en el nuevo Darth Vader y que aplastaría sin piedad a los rebeldes. Sin embargo, aquí lo encontramos como un hombre dubitativo, y su líder supremo, Snoke (Andy Serkis) lo sabe. ¿Cómo no va a saberlo si puede leer mentes? Una vez que nos habíamos hecho a la idea de otro monstruo con una pesada máscara metálica, Kylo despedaza su flamante casco en un arranque de ira. No obstante, el hijo de Han Solo (Harrison Ford) y la princesa Leia (Carrie Fisher) no duda en cuanto a qué bando pertenece sino que cuestiona la relevancia de una guerra antigua que se pelea por valores cada vez más insignificantes. Abrams retomó la serie con reverencia extrema, aportando nuevos personajes como Rey (Daisy Ridley), Finn (John Boyega) y Poe Dameron (Oscar Isaac), así como reintegrando a la vieja guardia. Johnson continúa la historia a partir del encuentro de Rey y Luke (Mark Hamill) y pronto se atreve a inyectarle
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Por
NAIEF YEHYA
su firma propia. Los últimos Jedi comienza en la desesperación, al tiempo en que la Alianza Rebelde, que aquí se llama la Resistencia, es bombardeada por la Primera Orden, la más reciente encarnación de las fuerzas del imperio, que conserva su aire militarista y orgullosamente fascista. El hilo conductor de la cinta es la operación militar en contra de los rebeldes, un ataque devastador que tiene resonancias de Dunkerque (Nolan, 2017). Entre batallas espaciales se insertan dos subtramas: la misión un tanto redundante de Rey y Chewbacca (un clásico “MacGuffin”) y la aún menos relevante aventura de Finn y Rose Tico (Kelly Marie Tran), que tratan de contratar a un hacker para bloquear el sistema de rastreo de las naves imperiales (un típico “red herring”). Ambas misiones fracasan y aunque Luke eventualmente interviene al confrontar a Kylo, lo hace a distancia por lo que la intervención de Rey parece intrascendente. Pero estas tramas definen y redondean a los personajes, establecen relaciones y juegan con las escalas narrativas: del macro a lo íntimo. El serial de La guerra de las galaxias debe buena parte de su encanto a los saltos cósmicos que nos llevan de un rincón del cosmos a otro extremo remoto del universo. Esa obsesión geográfica de alinear vistosas postales nos ha acostumbrado a un relato discontinuo, repleto de exotismo, a un entretejer de historias secundarias que van de lo novedoso a lo familiar, de los desiertos a las junglas y de las megaurbes a las montañas, con un frenesí de mostrar más y más, quizás por temor de que la historia no sea suficientemente interesante o atractiva. Por otro lado esta serie celebra la mística y épica de la “guerra justa”, de una rebelión sin ideología, iluminada por una vaga noción de democracia, guiada por líderes justos, aunque algunos de estos próceres de cuando en cuando sean seducidos por el Lado Oscuro. De cualquier manera la lógica de esta serie estaba cimentada en una perspectiva maniquea del bien y el mal. Aquí la trama da un salto hacia el realismo, cuando se revela que ambos bandos compran armas a los mismos mercaderes de la muerte. Esto debería servir para proyectar la historia a otra dimensión, sin embargo tan sólo sirve de preámbulo para un escape a bordo de un cuadrúpedo con aspecto de caballo-cabra. Asimismo, cuando Luke critica a la orden de los jedis
LA CINTA ES UN VOLCÁN DE MERCANCÍA Y DE ENTRETENIMIENTO FATUO DISEÑADO POR COMITÉ PARA LOS FANS OBSESIONADOS CON REFERENCIAS, CITAS Y ‘HUEVOS DE PASCUA’.”
como una fuerza corruptora y arrogante, su análisis no lleva a una reflexión de la relación entre el poder de la fuerza y el poder del Estado. La crítica social parece demasiado enojosa y no volvemos a ella, por lo menos en este episodio. Johnson ha demostrado ser un cinéfilo esmerado y talentoso, capaz de crear imágenes poderosas y fascinantes: su rojísima sala del trono con feroces guardias samuráis es una llamativa influencia de Akira Kurosawa y la caverna de espejos, donde Rey se convierte en una entre miles, en una extraña coreografía de la identidad, que podría recordar al Orfeo, de Jean Cocteau (1950) y La dama de Shangai, de Orson Welles (1948). Sus secuencias de batalla son dignas representaciones y evocaciones de los mejores momentos de las anteriores trilogías, así como de otros clásicos. Lamentablemente la cinta es un volcán de mercancía y de entretenimiento fatuo diseñado por comité para los fans obsesionados con referencias, citas y “huevos de pascua”. Johnson intenta también resistir a esos impulsos comerciales y al cine de consenso, pero a final de cuentas el filme es un potaje de concesiones. Y hablando de Resistencia, ese es uno de los temas que adquiere particular resonancia en el año de la #Resistencia, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, a las políticas supremacistas blancas, antiecológicas, antifeministas, antirrefugiados, antiinmigración y antiLGBT de Donald Trump. Johnson ha leído bien el estado de ánimo planetario y ofrece un bálsamo entretenido para olvidar por un momento que comenzamos un año más en el Lado Oscuro. C
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