CARLOS VELÁZQUEZ
EL D IS CU R S O D EL O D I O
ÁLVARO RUIZ RODILLA EL S A LVA J E
NAIEF YEHYA LUZ D E LU N A
El Cultural N Ú M . 8 8
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EL RESEÑISTA Y EL CRÍTICO LÁZARO Y OTROS POEMAS C ARMEN BOULLOSA
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El pasado 25 de febrero se cumplió el centenario del nacimiento del escritor inglés Anthony Burgess. Lo recordamos en El Cultural con un ensayo inédito en español, en torno a dos oficios —el reseñista y el crítico— persistentes en su trayecto múltiple, que se extendió a diversos territorios literarios y también a la música. La Fundación Internacional Anthony Burgess lo presenta con esta síntesis: “Novelista, poeta, dramaturgo, compositor, lingüista,
traductor y crítico. Es conocido ante todo por su novela Naranja mecánica, pero escribió treinta y tres novelas, veinticinco obras sin ficción, dos volúmenes de autobiografía, tres sinfonías, más de otras 250 composiciones musicales y miles de ensayos, artículos y reseñas”. Desde ese corpus, estas páginas confirman algunos de sus dones distintivos, como la erudición, la elegancia, la imaginación, la ironía, la gracia: la literatura.
E L R E S E Ñ I S TA Y EL CR ÍT ICO ANTHONY BURGESS TRADUCCIÓN RAFAEL VARGAS
L
os reseñistas son perezosos; los críticos no. Los reseñistas son vistos por los auténticos escritores con una mezcla de sospecha y desprecio. El status y, de hecho, las características físicas del reseñista, están sintetizadas en un fascinante artículo de George Orwell: el personaje se ve más viejo de lo que es. Se sienta en una mesa cubierta de basura que no se atreve a mover, porque debajo quizás haya un cheque, así sea pequeño. Su carrera subliteraria comenzó como una carrera genuinamente literaria, con grandes esperanzas y nobles aspiraciones. Pero se ha rebajado a la condición de quien trabaja a destajo. Ha aprendido el truco de reseñar cualquier cosa, incluyendo libros que no tiene la menor esperanza de entender. Gana poco dinero y es improbable que obtenga un premio estatal por sus servicios a la literatura. El oficio de reseñista no es reconocido ni en el Palacio de Buckingham ni en la oficina del Primer Ministro. La pobre rata gasta su tiempo mordisqueando las faldas de la literatura y sólo se ennoblece si forma parte del establo de algún editor literario. O, para exaltar la metáfora animal, si es un buen cazador en la manada de su editor literario. En esta imagen el término
“destajista” [el que trabaja a destajo] encuentra su connotación adecuada. Los editores literarios son, en general, miembros respetables de la sociedad. Son hombres de letras en un sentido en que no lo son los reseñistas. Si hemos de hablar de grandes editores literarios, debemos contar entre ellos al fallecido Terence Kilmartin. Nunca fui miembro asalariado del equipo de reseñistas que llegó y se fue con el Observer pero, como escritor independiente, hice cuantas reseñas me pidió entre 1960 y el año en que se retiró —y, por supuesto, aun después. Lo traté cerca de treinta años y puedo hablar de sus cualidades. Terry será recordado como editor literario sólo por un círculo de amantes del libro relativamente estrecho; sus logros como traductor le asegurarán un público mucho más amplio por mucho tiempo. Durante una época consideramos que la traducción de Scott Moncrieff de En busca del tiempo perdido era la versión suprema de Proust. Luego, Terry le mostró a Moncrieff en dónde se había equivocado. En mi opinión, la versión de Terry no necesita mejorarse. ¿Cuál es la tarea de un editor literario? No estoy seguro, pues no lo he sido, aunque en
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una época, hace unos veinte años, parecía que iba a hacerme cargo de las páginas de libros del Times o del Sunday Times o de algún periódico por el estilo —ciertamente no del Daily Mirror ni de News of the World. Habría sido un trabajo de tiempo completo, y considero que mi trabajo de tiempo completo es más bien proporcionar material a los editores literarios para que a su vez lo turnen a sus reseñistas. Ser editor literario en un periódico implica convertir un libro en una especie de noticia. De los millones de acontecimientos que ocurren cada día, unos son más dignos de noticia que otros —un hombre muerde a un perro, etcétera. Y de la misma manera algunos libros son más notables que otros. En la era victoriana se hizo una vez un estudio sobre el drenaje urbano en Eccles [cerca de Manchester] al que se tituló El olor de la santidad, nombre que sugería que podría tratarse de una noticia; pero los buenos editores literarios nunca se dejan engañar por un título. Si hay millones de acontecimientos, también hay millones de libros, o al menos eso parecería. La elección de lo noticioso implica mucho más destreza de lo que el lector común de periódicos puede imaginar en primera instancia. El lector medio no puede imaginar la cantidad inmensa de libros que se publican hasta que tiene contacto con ellos. En los años sesenta me asombró descubrir cuántas novelas se publican en un año. Me habían dado el puesto de editor de narrativa en el Yorkshire Post, un periódico muy prestigiado, muy leído en los clubes de los magnates de la lana y del acero en la comarca de Yorkshire. Tenía que escribir un artículo quincenal en el que debía tratar con seriedad cinco o seis nuevos libros y, en una especie de coda, otros diez o más de manera algo sumaria, con frases como “imposible de soltar”, o más bien ambiguas: “Para insomnes”, o “La India en una nuez” o “Como cortejar a una muchacha en Ilkley Moor, pero con sombrero.”1
LA PAGA DEL RESEÑISTA Cuando empecé a escribir mis artículos, en enero de 1960, sentí que podría ser bastante fácil, pues llegaban pocas novelas. Había olvidado que el comienzo del año nuevo es siempre una temporada floja en términos editoriales. A medida que el año pasaba, se incrementaba el número de libros. Yo vivía en un pequeño pueblo de Sussex, y tuve que contratar ayuda para hacer frente al alud de libros que llegaban a la oficina local de correos. La paga por el artículo quincenal era muy reducida —seis libras antiguas— pero las recompensas incidentales eran considerables. Dos lunes al mes por la mañana llegaba a la estación local del tren con dos maletas llenas de libros de ficción, novedades. La gente del pueblo, cuya memoria era corta, asumía en cada ocasión que estaba abandonando a mi esposa. Las maletas se vaciaban en el piso de un
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Graham Greene.
cuarto trasero de la librería de Louis Simmonds, en la calle Strand. Él me pagaba la mitad del precio de venta de cada libro, en billetes nuevecitos. Era dinero en efectivo no gravable, y mi caminata de regreso a la estación de Charing Cross solía demorarse. La venta de los ejemplares recibidos para reseñar sigue siendo una fuente de ingresos para los que trabajan a destajo: estarían perdidos sin ella. Algunos reseñistas muy pobres —podría dar nombres pero no lo haré— han vendido sus ejemplares sin leerlos, por estar muy necesitados. La presentación del editor brindaba datos suficientes para redactar una nota cautelosa. Cuando una reseña es muy elogiosa, carente de “sin embargos”, se puede asegurar que el reseñista no leyó el libro. El descubrimiento de la gran cantidad de novelas publicadas tan sólo en la Gran Bretaña fue, para mí, desconcertante, porque yo trataba de ganarme la vida sumándome a ese número. La competencia hizo que me descorazonara. Y sin embargo, hubo momentos en que mi corazón se reavivó. Gran parte de las novelas reseñadas eran tan malas que apenas resultaba creíble. No obstante, se habían impreso. ¿Acaso no existía el juicio estético en las editoriales? En verdad nadie lo sabe.
Cuando en el lote de libros para reseñar encontraba una nueva novela de Graham Greene o de Evelyn Waugh, Anthony Powell o Kingsley Amis, sabía lo que tenía que hacer, pero siempre cabía la posibilidad de que surgiera un nuevo genio. No se debía descuidar nada. Ha habido ejemplos flagrantes de desatención en los anales de la edición literaria. V. S. Naipaul me contó que su primera novela, ahora considerada un clásico, no había recibido una sola reseña. en En el Sunday Times nadie pareció advertir mi cuarta novela; asumí que se trataba de una conspiración —y probablemente lo fue. Al examinar ejemplares de 1922 de la desaparecida revista Punch, encuentro reseñas de los libros de Sheila Kaye-Smith y Ethel Mannin, pero ninguna sobre el Ulises o sobre La tierra baldía. En 1939 apenas aparecieron algunas reseñas sobre Finnegans Wake, aunque el difunto Malcolm Muggeridge contribuyó en no recuerdo qué periódico con un manifiesto que produjo un desconcierto total. Entonces el desconcierto total no estaba de moda. Finnegans Wake había aparecido por entregas bajo el título general de Work in Progress [Obra en proceso] a lo largo de los años
“SER EDITOR LITERARIO EN UN PERIÓDICO IMPLICA CONVERTIR UN LIBRO EN UNA ESPECIE DE NOTICIA. DE LOS MILLONES DE ACONTECIMIENTOS QUE OCURREN CADA DÍA, UNOS SON MÁS DIGNOS DE NOTICIA QUE OTROS.”
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T. S. Eliot.
treinta, y aparecieron artículos eruditos y exegéticos en torno a la novela. Afirmaciones como “me parece un puro galimatías” se disculpan en un reseñista. La situación es diferente para un crítico.
DE LA MALEVOLENCIA De hecho, es excepcional que un reseñista se comporte como un crítico, aunque, ya que los grandes periódicos dejaron de existir, las dos vocaciones se podrían considerar idénticas. Tenemos el volumen de Ensayos escogidos de T. S. Eliot, que no era sino una reimpresión de reseñas publicadas en The Criterion, su revista. Cuando yo era estudiante, ese tomo, junto con Siete tipos de ambigüedad, de William Empson, era un vademécum. Al ser de Eliot, se asumía que era confiable. En él estaban los juicios definitivos sobre Marlowe, sobre el Hamlet de Shakespeare, la influencia de Séneca sobre los isabelinos, los poetas metafísicos. Al paso de los años algunas de aquella recapitulaciones han resultado ser de muy dudosa validez. Por ejemplo, Eliot dijo que los isabelinos tomaron de Séneca la división en cinco actos. Pero las obras de Séneca no tenían división alguna; era más probable que la hubiesen tomado de Plauto. Lo epigramático funciona bien en una reseña, pero no en un ensayo crítico. El genio de Marlowe nos fue presentado como cómico en el sentido de que se remontaba a una antigua y oscura tradición nativa, pero sobre esa tradición nunca se nos habló, ni pudimos encontrarla nunca. Hamlet presentaba el problema de una emoción que excedía cualquier causa posible, y aún nos intriga qué era lo que Eliot quería decir precisamente. Nuestro problema era siempre que Eliot no podía equivocarse. En su poema “Gerontion” usa la frase “In the juvescence of the year/ Came Christ the tiger” [“En la juventud del año / vino Cristo el tigre”]. “Juvescence” es un término incorrecto. Debe ser “juvenescence”, pero nadie se lo dijo a Eliot. El Oxford English Dictionary recogió ese solecismo y ahora tiene
que aceptarse como una forma auténtica. Con frecuencia me han vapuleado por vapulear a Eliot. A pesar de la inmensa cantidad de artículos largos que concedían espacio y tiempo para la auténtica exposición crítica, el pensamiento, la atención superficiales —y, más: la contagiosa enfermedad de la perfidia y la maldad pura— parecen una tradición establecida desde los días en que comenzaba a practicarse la reseña, los días de la Edinburgh Review. Como lo expresa Byron: John Keats murió por causa [de una odiosa reseña cuando prometía una obra [de veras grandiosa —si acaso no ilegible—; aun [sin saber griego lograba hacer hablar [a los dioses de antaño como los propios dioses [deben de haber hablado. ¡Pobre muchacho! el suyo [fue un destino aciago. Asombra pensar que [tan activa partícula se dejase aniquilar por una [ridícula crítica.2 Es dudoso que algún otro escritor se haya apagado de esa manera. Una reseña insidiosa, es decir irreflexiva, puede inducir una depresión profunda y a veces un largo silencio que, en cierto sentido, para un autor sensible, es la muerte. Eso fue lo que le sucedió al dramaturgo Christopher Fry, quien dejó de escribir versos cuando se vio atacado constantemente por reseñistas malevolentes. Supongo que uno debe considerar un poco el término “malevolencia”, ya que es discutible que pueda surgir sólo de la lectura atenta de un texto. Un texto no es una persona, aunque puede exhibir algunas facetas de una personalidad. Los reseñistas prefieren tomar a la persona como su objetivo, no al texto, y esto los emparienta con sus colegas de las columnas de chismes. Todavía me molesta una reseña excretada por Geoffrey Grigson. Al advertir que yo había publicado un
volumen de ensayos, dijo: “¿A quién podría gustarle un personaje tan burdo y poco atractivo?” Me parece que fue injusto e impertinente. Por desgracia, es el tipo de cosa que los peores editores literarios prefieren al ponderar el peso impersonal de un texto. Terry Kilmartin no figuraba entre esos promotores vulgares de la malevolencia. Si cometía errores, rara vez se situaba en la región que confunde los chismes con la apreciación seria del artefacto literario. Era equilibrado, y mostró siempre buen gusto, salvo en una ocasión, cuando tituló la reseña de un libro sobre la posición de las mujeres en el Imperio Romano con “Lays of Ancient Rome”.3 Conmigo cometió un error de juicio que todavía duele un poco. En parte se debió a mi propio error de juicio sobre lo que significaba reseñar para el Yorkshire Post. Me sentía incómodo porque me parecía que mis comentarios caían en un gran vacío. Los lectores nunca respondían a mis comentarios. Recibí sólo una carta de una lectora del diario: una horticultora que corregía mi fortuita afirmación de que las orquídeas británicas no tenían aroma. “Sí lo tienen, ¿sabe usted?”, escribió, y me daba ejemplos de muchas variedades perfumadas.
“A CADA DÍA LE BASTA SU PERIÓDICO” Eso nada tenía que ver con la literatura. Tomé el hábito de lanzar juicios insostenibles para que los recogieran mis presuntos lectores. Decía, por ejemplo, que Barbara Cartland estaba muy influida por el monólogo de Molly Bloom al final del Ulises, o que se podía vislumbrar el impacto de D. H. Lawrence en Charles Dickens. Enojado por el apacible silencio de quienes debían refutarme, decidí despertar algún interés reseñando un libro mío. Mi idea tenía un antecedente: Walter Scott reseñó Waverley de manera muy extensa en la Edinburgh Review y nadie lo vapuleó por eso. Algo puede decirse a favor de que un novelista examine su propia novela: por lo menos ha leído el libro, y quizás conoce sus defectos mejor que cualquier lector ocasional. Yo había publicado bajo pseudónimo una novela titulada El señor Enderby por dentro, y la reseñé en el Yorkshire Post. Señalaba cuán obscena y sucia era la obra, y aconsejaba a los lectores que no la leyeran. Un columnista de chismes del Daily Mail recogió mi acto inmoral y lo reportó alegremente. El editor del Yorkshire Post me atacó en el canal de televisión de Yorkshire y
“ALGO PUEDE DECIRSE A FAVOR DE QUE UN NOVELISTA EXAMINE SU PROPIA NOVELA: POR LO MENOS HA LEÍDO EL LIBRO, Y QUIZÁS CONOCE SUS DEFECTOS MEJOR QUE CUALQUIER LECTOR OCASIONAL.”
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muy pronto, quizás con justicia, fui despedido. En esa misma época había escrito un artículo para el Observer que evaluaba nuevos libros de V. S. Naipaul, Iris Murdoch y Brigid Brophy. No lo quisieron publicar, ya que ahora era indigno de confianza y podría ser que todos estos autores, y otros más, fueran un disfraz de Anthony Burgess, nombre que era en sí una mascarada. Ese sobresalto de desconfianza no era exclusivo de Terry Kilmartin. De todos modos, la desconfianza no duró. Los periodistas son rápidamente perdonados, lo que puede tomarse como un signo de la efímera naturaleza del periodismo. Como dice un personaje del Ulises: “A cada día le basta su periódico”. Pero volvamos al tema de la malevolencia. En su ensayo sobre el reseñista, Orwell hizo una observación muy astuta, en el sentido de que la mayoría de los libros no dejan ninguna huella en el reseñista, y por tanto debe inventarse una postura hacia el libro. Uno debe fabricar un sentimiento hacia algo que no despierta ningún sentimiento. De ahí que la actitud hacia el autor del libro que nos ha hecho perder el tiempo pueda tener algo de malevolencia. En lo personal, rara vez mostré malevolencia; por lo general, mi actitud hacia cualquier libro, por malo que sea, es de simpatía y vaga compasión. Dado que yo mismo escribo libros, sé cuántos esfuerzos se invierten en la autoría; de ahí la simpatía, que probablemente no ayude a hacer buen periodismo. Pero puedo comprender por qué algunos reseñistas se molestan cuando reciben un libro que no entienden bien a bien o cuya lectura les aburre. En aquellos días de desgracia publiqué una novela sobre la Rusia contemporánea que fue reseñada con cierta extensión en The New Statesman —no diré por quién— y que se tomó como una demostración literaria de mi homosexualidad. En aquellos días todavía era un delito ser homosexual, pero no creo que mi reseñista haya sido motivado por malevolencia alguna, sino más bien al contrario, lo que indica la orientación sexual del reseñista. Tal vez, tal vez no. Esa crítica llegó en hora muy oportuna. La gente rara vez se enamoraba de mí, o se enamoraba en momentos en que yo era demasiado joven como para corresponder adecuadamente. Pero en aquella época una dama, una dentista, había interpretado mi afabilidad —una actitud natural hacia una dentista— a la manera de Katisha en El Mikado,4 como una señal amorosa, lo que implicaba una disposición a comprometerme en una relación adúltera. Propuso que hiciéramos
el amor en su consultorio, usando la silla del dentista y, hasta donde sé, diversos instrumentos quirúrgicos como auxiliares. Era una oferta muy difícil de rechazar, ya que tenía poco de haberme embarcado en un largo tratamiento dental bajo el amparo del Sistema Nacional de Salud. Pero mi dentista leía habitualente The New Statesman, y así descubrió, gracias a la reseña mencionada, que yo era homosexual. Pude decirle que había luchado contra ese aspecto de mi personalidad, pero sin éxito. Ella comprendía, o dijo que comprendía, y la cirugía dental conservó su pureza clínica. Esta fue la única vez que una reseña resultó útil —de hecho, una salvación. Nunca tuve que probar que era homosexual, lo que habría sido difícil para alguien que es normal hasta el aburrimiento. Y tampoco quiero probar nada con esta anécdota.
LOS DILEMAS DEL EDITOR En realidad, nadie entiende por qué las reseñas hacen tan poco por los libros, mientras que las críticas de teatro pueden, por lo menos en Nueva York, hacer que una obra de teatro triunfe o fracase. Hubo un tiempo en que Arnold Bennett podía impulsar un gran éxito con una reseña en el Evening Standard. Después de él, eso nunca ha vuelto a ocurrir. El más bien increíble éxito de Una breve historia del tiempo, de Stephen Hawking, no debe nada a sus reseñas, y sí mucho a la excepcionalidad de su condición física. Y la ininteligibilidad del libro es ciertamente un factor a favor de su alto registro de ventas. Porque si un libro no es fácil de leer, y esto es particularmente cierto en Estados Unidos, se convierte en parte del mobiliario: el dinero que se paga por él no se ha desperdiciado en un objeto efímero y agradable. T. S. Eliot dijo que un auténtico escritor debería dejar de escribir reseñas a la edad de 35 años; nel mezzo del cammin di nostra vita. Se puede presumir que esto implica relegar ese oficio a los jóvenes, que
George Orwell.
han leído poco y mal, y se dejan llevar por la moda y el actor suplente. Es sólo por el dolor que produce ver tal ignorancia que algunos de nosotros decidimos seguir, aun en la vejez, con la tarea de reseñar. Por supuesto, la vejez significa olvido, algo que se parece mucho a la ignorancia. Pero es a través de la reseña que nos enteramos de cuán ignorante es el reseñista. Y junto con su ignorancia, de su descuido. En 1960, cuando publiqué una novela que trataba de la clase baja de Londres, un joven reseñista oxoniense me reprochó utilizar el término “kinky” porque estaba terriblemente pasado de moda. De hecho, durante la época de la ropa erótica de cuero, esa palabra volvía a ponerse en boga y yo tan sólo me había adelantado un poco a la tendencia. Estas molestias no son sino meras picaduras de mosquito, pero una multiplicidad de picaduras se siente como un brote de malaria. Pero volvamos al director escénico de animales y payasos. ¿Cómo decide el editor literario qué reseñar y qué no? Una manera de responder a esa pregunta es definir la literatura como la disposición del lenguaje con un propósito estético. Creo que es acertado decir que las novelas de Lord Archer, la señora Barbara Cartland y la difunta Agatha Christie no entran en la categoría de la literatura en este sentido. A veces estos autores son elogiados —aunque de manera más bien superficial, por gente que debería distinguir mejor—, porque para ellos lo importante es el desarrollo de la trama y no dejan que las palabras se conviertan en un obstáculo. En cierto sentido, es del todo imposible reseñar una novela de Frederick Forsyth, porque logra hacer perfectamente lo que se propone. El cuarto protocolo es la perfección, como afirmó nuestro último primer ministro al leerlo por lo menos dos veces. Su perfección depende de su limitación. No se atreve a las propiedades que encontramos, digamos, en William Shakespeare —complejidad de los
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“NADIE ENTIENDE POR QUÉ LAS RESEÑAS HACEN TAN POCO POR LOS LIBROS, MIENTRAS QUE LAS CRÍTICAS DE TEATRO PUEDEN, POR LO MENOS EN NUEVA YORK, HACER QUE UNA OBRA DE TEATRO TRIUNFE O FRACASE.”
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personajes, exquisitez del lenguaje, aprovechamiento de la ambigüedad. Los niveles no le preocupan, sólo las categorías. Lord Archer pertenece a la categoría A, la señora Woolf a la categoría B. La categoría A intenta un lenguaje asordinado y lleva la narrativa lo más cerca posible de la cinematografía. La categoría B considera el lenguaje como un personaje narrativo. He aquí el punto de partida de la sabiduría crítica, que debe descender hasta el simple reseñista. El editor literario tiene que inventar un equilibrio entre las necesidades del amante de la literatura y las del mero lector de libros. Crece la tendencia a que estos últimos fijen las prioridades. Las reseñas de libros deben ser leídas, olvidadas y luego utilizadas, junto con los informes de déficit comercial y abuso infantil, para encender el fuego de la cocina. Pero, para su vergüenza, sobreviven en los archivos bibliográficos. Los académicos estadunidenses se aseguran de eso. Aprecio, tanto como la dispepsia crónica, algunas de las reseñas sobre mi trabajo que ha compilado mi bibliógrafo norteamericano. Citaré ejemplos de mezquindad que están grabados en mi corazón. “¿Por qué los libros del señor Burgess son tan ruidosos?” —obviamente una mujer reseñista. “Me parece una lástima que el libro del señor Burgess sea tan malo” —otra. “Hay demasiado sexo en esta novela, y todos estamos hartos de la escatología del señor Burgess.” “Bostecé en la primera página y habría bostezado en la última, si hubiera llegado a ella.” “El señor Burgess escribiría mejor si escribiera menos.” Etcétera. ¿Debería uno defenderse? Hugh Walpole solía hacerlo, liándose en una especie de pleito a puñetazos con Rebecca West, pero siempre se llevaba la peor parte. También le sucedió, personificado como Alroy Kear, lo que Somerset Maugham dispuso para él en su novela Pasteles y cerveza. 5 Le escribe a un reseñista para decirle que lamentaba que no le gustara su última novela, pero, si le permitía decírselo, la reseña estaba tan bien escrita y mostraba tan buen tino crítico que no podía dejar de enviarle una línea para decirlo. No quiere ser latoso, pero si el reseñista está libre algún día la próxima semana, él, Alroy Kear, se sentiría honrado si aceptaba una invitación para almorzar en el Saboya. Como Maugham lo describe: “Nadie puede ordenar un almuerzo como Alroy Kear, y cuando el reseñista ha devorado media docena de ostras y un corte de cordero, también se ha tragado sus palabras. No sorprende que, en su reseña del siguiente libro de Alroy Kear, haya encontrado una gran mejoría en todos los aspectos de su técnica como narrador”.
SIMPATÍA POR LOS LIBROS Un escritor que en su tiempo libre escribe reseñas está en condiciones de contraatacar. Pero hacerlo, lo mismo que darse mutuamente palmaditas
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en la espalda, es vergonzoso, totalmente indigno. Un año después de haberme despedido de mi lucrativo puesto de reseñista, el editor del Yorkshire Post redactó un libro sobre la Declaración de Balfour y el nacimiento del estado de Israel. Elogié ese libro sin reserva alguna en Country Life. El autor estaba muy contento y más bien asombrado. Estaba agradecido por mi magnanimidad y me invitó a almorzar en el Reform Club. Me dio la oportunidad de responderle que podía guardarse su almuerzo: me gustaba su libro y él seguía disgustándome. Esto es lo que se conoce como objetividad total en el enfoque. Los libros son objetos, no apéndices de la persona. La objetividad del enfoque es derecho, privilegio y deber del reseñista. Lo que piensa de un libro es algo que subsiste entre él y el libro; tampoco se le puede decir qué pensar y escribir. Los editores literarios británicos, con Terry Kilmartin —otra vez— como el ejemplo insuperable, son admirablemente desinteresados en ese aspecto. El New York Times me envió una novela de espionaje de John le Carré bastante aburrida, con una nota: “Como privilegio especial, estamos dispuestos a asignarle dos mil palabras para evaluar este que es claramente un libro importante”. Envié cuatrocientas palabras, que era lo que ameritaba la novela. Consideraron que insultaba el gusto y la perspicacia del editor literario; el propio autor, por supuesto, no les importaba. No: si uno ha de continuar con el detestable oficio de la reseña (detestable, pero necesario) debe mantener la integridad. Un libro, por malo que sea, debe ser motivo de simpatía, pues se trata de algo muy difícil de producir. No hay angustia que se parezca a la de escribir mal. El buen
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editor literario aprecia esto, y es bueno para él verse confrontado diariamente con la angustia aún mayor de tratar de escribir bien, o al menos de traducir bien. Terry Kilmartin, que supo darnos un Marcel Proust para nuestro tiempo, no era un habitante del Olimpo, por encima de sudores y dolores de cabeza. A Jorge Luis Borges le gustaba imaginar el cielo como una vasta biblioteca en la que, curada su ceguera, podría leer para siempre. Creo que Terry, sea cual sea el cielo en que lo hayan admitido, encontrará menos una biblioteca que una oficina, de vasta extensión, que cada día, quizás cada hora, tiene nuevos libros depositados en sus escritorios. Tanto el reseñista como su amo comparten la emoción ante el libro nuevo, limpio y brillante, recién encuadernado. Al igual que la emoción del encuentro sexual, no dura, pero puede renovarse. Y siempre hay la esperanza de una obra maestra. Por eso seguimos adelante. Los editores literarios viven en un mundo de dilemas. El periodismo vive de conciliar. Doy un ejemplo hipotético del dolor de elegir. Me llegaron dos libros, no en mi calidad de reseñista, sino de editor, el mismo día. Uno era una biografía del productor inglés de cine David Puttnam, responsable, entre otras cosas, de Chariots of Fire, una obra maestra ganadora de un Óscar. El otro era el registro de un simposio sobre la llamada edición “en cuarto malo” de Hamlet.6 No me cabía duda de cuál era el libro más importante. Los estudiosos de Shakespeare habían descubierto nuevos datos. Habían averiguado lo que representaba esta desdichada versión pirata de la tragedia de Shakespeare. Era un haz de luz en el oscuro mundo de la erudución académica.
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Pero, ¿a quién de entre los lectores de los elegantes periódicos del domingo le interesaría eso? La mayoría, después de haber visto la película Chariots of Fire, elegiría la nota acerca de esta biografía de Puttnam —tan “relevante”, uso comillas, como mal escrita— con cierta curiosidad por el estado de la industria cinematográfica británica. Claro que no es responsabilidad del periodismo literario no especializado tratar con los misterios de la erudición shakespeariana. Pero uno no deja de lamentarlo. Asimismo, el propio reseñista no debe ostentar demasiada erudición, o usar palabras que no se encuentran en la versión abreviada del Oxford. Ni siquiera puede citar en latín. Al reseñar, uno siempre se contiene, trata de no disgustar demasiado, de servir a lo efímero.
exhortamos al nuevo público lector a través de prefacios elogiosos. Los libros respiran de nuevo, brevemente, y vuelven a caer en el olvido. Mientras tanto, el flujo continúa: biografías, relatos de la vida en la Provenza, libros de historia que quieren contar la versión femenina de la historia, libros de muslos y caderas, manuales de cocina kurda, breves historias del tiempo. Enfrentado a la avalancha diaria, el editor literario tiene que elegir, y a menudo elige mal. En última instancia no importa. Mañana quemaremos lo que leemos hoy. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Louis MacNeice escribió:
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EL FLUJO INTERMINABLE Vuelvo al asunto de los demasiados libros: en su novela Contrapunto, Aldous Huxley los refiere como “un flujo sangriento, como aquel al que fue condenada la pobre mujer de la Biblia”. Hay tantos. Uno se pregunta por qué. Una de las razones, por supuesto, es la necesidad de mantener ocupados a los técnicos de libros. Escribo con bastante frecuencia para un prestigioso periódico italiano llamado Il Corriere della Sera, publicado por Mondadori. Al visitar las imprentas de Mondadori, vi cómo se imprimía, en la misma máquina, una nueva edición de Suetonio y un nuevo compendio de Mickey Mouse —al que en Italia se llama Topolino. Seguramente dividirían los pliegos más tarde. La total indiferencia de la máquina me apabulló. Dejemos que algo se imprima con tal de que la impresión continúe. El verdadero horror implícito en esa plétora de libros es su condición desechable, como si fueran basura. Los libros tienen que publicarse, pero también tienen que destruirse para dar espacio a más libros. Mantener un libro en catálogo es muy difícil. Solíamos tener la ingenua convicción de que si un libro era valioso, se mantendría vivo por sí mismo, desafiaría incineradores, trituradores, recicladores y, ya que era la preciosa sangre vital de un espíritu maestro, continuaría circulando y alimentando el cuerpo de la civilización. Pero no es así. Los
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libros de Lord Archer están vivos, mientras que sus superiores respiran brevemente, luego jadean y perecen. Una de las tareas de los letrados consiste menos en conservar los grandes libros que en reanimarlos. Recuerdo que hace algunos años participé en un programa de televisión muy elitista en el que diversos párrafos de libros eran leídos en voz alta por diestros actores, y luego un equipo de literatos debía decir a qué obra pertenecían. Cuando se leyó un párrafo cómico y yo no lo reconocía, se me ocurrió decir, a falta de algo mejor: “Oh, eso es de la novela Augustus Carp, Esq”. Robert Robinson y Sir Kingsley Amis gritaron al mismo tiempo: “¿Qué, usted conoce ese libro?” La obra contaba con una secreta y silenciosa corte de admiradores. Eso tuvo el efecto de que el libro se volviera a imprimir por un corto tiempo. ¿Deberíamos hacer lo mismo en favor de The Rack, de A. E. W. Ellis? Cuando apareció fue aclamada como una novela superior a La montaña mágica de Thomas Mann (se trataba de un sanatorio de tuberculosis). Se publicó en 1961, pero ni siquiera sus editores la recuerdan. ¿Y qué hay de las novelas de Rex Warner, William Sansom, H. G. Wells? Algunos de nosotros
Mueren los pensadores, mueren [los judíos Todos los hambrientos que hacen [cola, sin hogar, Danos hoy nuestras noticias [de cada día. O, si se quiere, las noticias dominicales. La procesión de lo que por definición es olvidable continúa, debidamente olvidada. Los libros, como parte de las noticias, se unen al flujo contaminado que avanza hacia el olvido. Sin embargo, debo concluir con una nota menos cínica. Nada en mi vida, excepto el amor de una buena mujer, ha sido más importante que los libros. Al escritor lo impulsa su deseo de alcanzar el honor de verse incluido entre los espíritus magistrales que los han producido. En la vida del escritor el orgullo y la humildad se amalgaman. El editor literario y sus reseñistas son agentes auxiliares de la convicción de que nada es tan importante como ese estuche de conocimientos organizados que designamos como libro. Acaso se trate de una convicción demencial, pero esa demencia es la que ha sostenido nuestra civilización en el pasado y, a pesar de las nuevas tecnologías y de la homogeneización de los valores, es poco probable que sea superada por nuevos modos de comunicación entre las almas, si todavía se puede decir que las almas existen. En algo somos útiles. No tengo más pruebas que presentar. C * Anthony Burgess escribió este ensayo para pronunciarlo en una conferencia en memoria de Terence Kilmartin en 1992.
N O TA S “On Ilkla Moor Baht ‘at” es el nombre de una canción folklórica de Yorkshire que cuenta la historia de un muchacho que con tal de cortejar a una joven en los campos de la región olvidó ponerse un sombrero, a consecuencia de lo cual los helados vientos acaban con su vida. [T.] 2 Los versos de Byron que me permito traducir corresponden al canto XI, estrofa 60, de su Don Juan. [T.] 3 Los diversas acepciones de “Lay” permiten leer esa frase como “Trovas de la antigua Roma” pero también como “Acostones de la antigua Roma”. [T.] 4 En El Mikado, ópera cómica de Gilbert y Sullivan, Katisha, una dama fea y entrada en años, confunde la cortesía de Nanki-Poo, 1
hijo del poderoso Mikado (el antiguo apelativo del emperador japonés), con una tácita declaración de amor. Buena parte de los enredos sobre los que se desarrolla la obra se deben a tal confusión. [T.] 5 Pasteles y cerveza es una novela en clave acerca de la rivalidad entre Thomas Hardy y Hugh Walpole. Alroy Kear representa a Walpole. Maugham —que fue amigo de Walpole durante años, hasta que se hartó de él— describe a su personaje como un zalamero e impúdico trepador social. La novela de Maugham hizo pedazos la reputación de Walpole, uno de los escritores ingleses más prolíficos de la historia. [T.] 6 La edición en cuarto malo (bad Quarto, o simplificadamente, en
inglés, Qi) es la primera edición de Hamlet impresa en Londres en 1603 por Nicholas Ling y John Trundell con el título de “La Trágica Historia de Hamlet, Príncipe de Dinamarca”, por William Shakespeare. Esa versión se considera como una copia pirata. Es mucho más reducida en su texto que las posteriores y distinta en la sucesión de sus escenas, en muchos de los diálogos y hasta en el nombre de algunos personajes, como el de Polonio, que en Qi se llama Corambis. El Segundo Cuarto es de 1604 y suele tomarse como la edición base para la versión de la obra que conocemos hoy. (Copio y resumo esta información del prólogo de Álvaro Custodio para presentar su traducción de en las Ediciones Teatro Clásico de México, 1968). [T.]
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En esta entrega, desde un inimitable tono lúdico, Carmen Boullosa nos comparte un recorrido que pasa por la muerte y sus “ríspidas tinieblas”, por el dolor, el quirófano y la cirugía, y por el regreso a las calles de una ciudad inscrita en “la lógica de los sueños”: Génova.
L Á Z A RO Y O T ROS P OE M A S CARMEN BOULLOSA LÁZARO Soy la borrachera de Lázaro. El meneo de su mareo. El culo ardiendo del que sale de la tumba sin haberse limpiado tras haber defecado propiamente. Soy la embriaguez de Lázaro. Borrachera soy de Lázaro. No bebí licores. Regresé de la muerte. Sin memoria. Si hubo un Cristo, no lo puedo recordar. La oscuridad de que vengo era atroz. Lo saben mis huesos. Sometidos al ácido del silencio. Pero esta luz me lacera los ojos. En mi estado, aún es peor que las ríspidas tinieblas. Regresé a vivir. Para comer, me dieron pepitas sin carne. Sólo cáscara salada. La tumba me tumbó los dientes. Trastabillo, turulato. El Mundo chilla a mi paso: “¡es ridículo!, esperábamos de ti más!” Soy Lázaro. Brooklyn, 2015.
SANTA PÉNDICE Y LA QUE FUE VIRGEN Santa, ¿te debo vida, o me debes muerte? C. B.
Una lanza entró en mi panza. Lanzándome, me liberaba. (“Vientre”, diré, mejor; más apropiado se oirá; de santos se trata acá.)
Una lanza entró en mi vientre. Lanzándoseme, me liberaba. (“Flecha” suena mejorcito. La flecha traería un lacito...)
Iba contra algo mía. Su blanco, me carcomía.
(Era mía mi tripa hinchada, —¡no me quiten la “a”, que entonces me dejan con [nada!) Su blanco me carcomía, y yo no lo comprendía. Yo era la doliente en babia, y el apéndice se reventaba. Reventaba el tripa mío, a cirugía condenaba. A cirugía condenada, pedí amparo a San Anestesia. ¡Laparoscopía! —rogué al santo—, ¡algo mía es la enemiga tripa mía! Mas vivir es necedad, y desperté, flechado mi vientre-panza. Colgaba de mi ombliguito una manguera y un globito. La flecha amiga lazó a mi tripa enemiga, y yo, cual jabalí en letargo. Yo un jabalí con lanza, el dolor quemante, intenso. Un dolor baboso y cerdo, me había antes quemado más. Mas quemada yo, de mensa, me engañé con el frío bucal. Frío bucal había sentido. La boca sentí congelada.
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En santos paramos en tres. Carmen fue virgen: ya no loes.)
Con la boca congelada, me repetí “¡ya cálmate!” Mi boca hablaba “no tienes nada”, y yo, en mi fe, sin sospechaba.
Tan revueltos tiempos fueron que digo confusa historia.
(No es mi Ángel de la Guarda, soy yo quien siempre me falla).
Que digo confusa historia: una flecha me ensartaba pero ¡ay!, cual una lanza me liberaba.
¡Estómago aturullado! ¡Boca es mentir!
diciembre 16-enero 2017
¡Estómago recargado! ¡Boca es comer! ¡Navidades tragaldabas! (creí), leyendo indigestión donde había peritonitis. ¡Ay!, la pen... fui yo. Y la Santa fue la Pendicitis... ¡Por un pelo me pelaba! Clavó mi mal mi ignorancia, y una lanza (si era flecha, si era lanza) haciéndome bien, me perforaba.
PIENSA TARZÁN “Tarzán no era el rey de la selva”, sentado al retrete, piensa, los ojos clavados en su ventana. “El rey, era el follaje”.
Haciendo el bien, causó un intenso dolor.
(“¡Ya me fui de guatemala, a guatepeor! ¿Dónde ‘stás Santa Morfina? ¿Dónde quedó la dormida?”, despierta yo suspirabó. No quiten suspirabó, era, o es, como la del algo que es ella, porque es tripa y soy yo.) ¡Santa Pendicitis! Reventó la tripa mía, y fue Santa Peritonitis. (Tres santos lleva el poema. Que los cuente el estudioso. Los tres Santos milagrosos. ¿La que cuenta aquí la historia loes, o no loes?) (No me quiten el loes, una palabra es.) Por dentro me carcomía, por dentro me carcomía. Yo ni cuenta, no veía, no notaba, abotagada. ¡O no aceptaba la urgencia! ¡Por un pelo, me pelaba! Yo fui la pen... la mensa. “Fuiste tan tonta!¡ ¡Era tu apéndice! ¡Qué pen...! ¡Qué pún ni qué ocho cuartos!” (No tan dama soy, porque no miento: no fue transverberación.
Foto > ESPECIAL
Hiriéndome, me salvó. Se clavó para darme alma.
GÉNOVA
William Stanley: El puerto de Génova. Óleo sobre tela,1876-1879.
Caminé sus calles más de una noche, cuando dormía. Ciudad obediente, dócil a la lógica de los sueños (sueños de banqueros de otros siglos). La visité despierta en un encuentro de poetas, la reconocí, recordé entonces que yo ya la había [soñado. Regresé a Génova cuando la visité por primera vez. Yo ya la había visto, ciudad que cruza vigilia y sueño. Regresé a ella, mi casa en fuga, mi casa huyendo, mi ciudad viajera, umbral que aventura otra vez tocar un sueño. Brillaba en el puerto, intensa, la luz líquida que [refleja la espalda del mar: espejo en piedra del presente, como aquéllos de obsidiana. Reflejaba la imagen de un cabello blanco que, otro día, también conocí cuando ya lo había soñado.
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Una lectura disidente del Premio Mazatlán de Literatura 2017
E L SA LVA J E: E XC E SO Y R E I T E R AC IÓN ÁLVARO RUIZ RODILLA
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l Nobel a Dylan ha abierto una brecha de falsas vindicaciones en las de por sí sospechosas premiaciones. Citando el caso de que ahora hasta los músicos pueden acceder al canon literario, Guillermo Arriaga ha recibido el Premio Mazatlán por su novela El Salvaje. Se une así a una planta de galardonados que forman nuestra mejor tradición de narradores, poetas y periodistas: Gorostiza, Torres Bodet, Monsiváis, Paz, Poniatowska, Villoro, Pacheco, etcétera. Sería injusto e iluso comparar al guionista de Amores perros con esta larga lista. Sin embargo, es más que sorprendente el recibimiento y las ventas que ha generado la gran apuesta de Alfaguara. La novela autobiográfica de Arriaga construye dos héroes que el lector debiera acercar. Por un lado, Juan Guillermo, un adolescente que crece en la Unidad Modelo a finales de los sesenta y al que rodean los celos, el desengaño, la corrupción policiaca, el fundamentalismo católico, el trasiego de drogas, prepara la venganza por el asesinato de su hermano. Por el otro, Amaruq, un cazador inuit de los parajes gélidos del Yukón, suerte de Revenant en una versión más mística pero igual de hollywoodesca, intenta cazar al lobo Nujuaqtutuq, su innegable némesis. Lo fatal, lo carnal y grotesco de la muerte invaden el relato desde las primeras líneas con el absurdo enfrentamiento entre dos fetos gemelos. Uno puede aceptar o no, de ahí en adelante, que vivir y amar son una batalla a sangre
Las Claves
fría contra las fuerzas destructivas de la muerte, incluso antes de nacer. Cada quien inventa su melodrama como quiera: en esta novela lo hay a mares. Si alguna fuerza narrativa se siente, es la de llevarnos por estas dos tramas paralelas, a ritmo de cortes, flashbacks y otras elipsis, enganches tan a la mano de los guionistas de series y películas de acción. Difícil encontrar otra receta aparte del talento para generar ínfimos espacios de suspenso que motiven al lector a abrirse paso en esta novela de setecientas páginas. El Salvaje pretende ser un monumento al amor y a la fraternidad a través de su crudísima reflexión sobre la muerte y mediante ciertos juegos tipográficos. El jurado le otorgó el Premio Mazatlán por “su experimentación formal, su ambición técnica, su intensidad y por poner de relieve un testimonio social sobre México”. Por desgracia, muy poco queda de innovación técnica en una prosa rala y escueta, obsesionada por la eficacia narrativa, con escasos recursos estilísticos si no es por esos poemas y caligramas que repiten, una y otra vez, los traumas del narrador sin enriquecer nada en absoluto. Tampoco enriquece toda la batería “culturalista” de referencias a Rulfo, Shakespeare o Faulkner —admirados por Juan Guillermo—, de cuentos, leyendas y mitologías al estilo worldmusic o de información sobre cacería y lobos. Descalificar es fácil, claro. Aun así, no encontrarán en El Salvaje una sola línea que atisbe la ambigüedad necesaria del verbo. No existe ese temblor ni esa
CONTRA EL FASCISMO DEL LENGUAJE QUE AVISTÓ BARTHES, EL PROBLEMA DE SU IMPOSICIÓN Y SU PELIGROSA UNIDAD, ARRIAGA SE HA RENDIDO SIN REMORDIMIENTOS.
resistencia en la palabra que sugiere cualquier intento poético por describir el mundo. Y no me refiero nada más al privilegio o monopolio exclusivo de la magia al que aspira hasta la poesía más conversacional, sino al que puede lograr también la prosa. Contra el fascismo del lenguaje que avistó Barthes, el problema de su imposición y su peligrosa unidad, Arriaga se ha rendido sin remordimientos. A la fibra sugestiva de la palabra —que es acaso el corazón y el sentido de la literatura misma—, el autor opone una urdimbre de tramas y detalles. Es posible que para Arriaga su propia poesía resida en el gore: una serie de imágenes y reiteraciones brutales recorre los capítulos. “Mis padres llegaron de Europa cuando Carlos no era más que un cúmulo de carne pútrida y gases enterrado a dos metros bajo lodo. No cesó de llover en días. El agua filtrándose hacia el ataúd de mi hermano. Mi hermano-cadáver empapado, mi hermano-cadáver y sus últimas bocanadas, mi hermano-cadáver sepultado al lado de mi otro hermano-cadáver. [...] Agua sobre agua sobre agua. Gases, putrefacción y agua”. Tal vez estas descripciones animan a nuestra sociedad del espectáculo y nuestra fiebre de thrillers, sangre y venganza. ¿El mensaje implícito es que nada nos salva de ser salvajes, como la cercanía del lobo con Juan Guillermo, como mencionar la podredumbre de la carne una y otra vez? Arriaga piensa que nos hemos vuelto blandos y superficiales, que la cacería es amor a la naturaleza. Al final cada quien escoge su propio melodrama. C
Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ
AMOR: álbum en que Haydée Milanés une voz con la de su padre, Pablo Milanés, en la ejecución de once temas rubricados por el autor de “Yolanda”: repaso por la obra musical de un trovador de presencia concluyente en el cancionero cubano. Guitarra acústica y eléctrica (Nam San Fong, Raúl Verdecia), bajo acústico (Jorge Reyes, Yandy Martínez, Gastón Joya), batería (Enrique Plá), percusión (yaroldy Abreu), órgano (Esteban Puebla), voces (Haydée, Pablo): formato en el cual las guitarras juegan un rol sustancial en conjunción de batería, percusiones y latidos del contrabajo. Comienza el agasajo con “Para vivir”, tema emblemático del compositor de Bayamo: arreglo de Fong y Haydée, quienes conjugan la prerrogativa de guitarras (acústica y eléctrica) con pulso de contrabajo (Reyes) y tabaleos elípticos de batería: recitaciones marcadas por la nostalgia. Padre e hija en “conspiración vocal” que apretuja el alma: “Muchas veces te dije / que antes de hacerlo / había que pensarlo muy bien / que esta
unión de nosotros / le hacía falta / carne y deseo también...”. “Hoy está quizás más lejos”, arreglo de Verdecia con la incorporación de percusiones y un solo de guitarra con pespuntes de discreta prosodia de pop/ rock. “Ya ves” (arreglo: Fong y Haydée) recalca la acentuación sonera de esta pieza de guiño barroco que remata con lúdico montuno. Misma fonética en “Ya se va aquella edad” (arreglo: Verdecia): preeminencia de la sístole del contrabajo (Reyes) en tertulia provocativa con la guitarra de Verdecia y la batería; y “A veces cuando el sol” (letra: Ramiro Gutiérrez; arreglo: Fong y Haydée). Reencuentro con “Te espera una noche de éxitos” (arreglos: Fong y Haydee) y “El 405 de nunca” (arreglo: Verdecia). “Amor” (arreglo: Fong y Haydée), composición que Pablo escribió para la madre de Haydée, Zoe Álvarez, hace más de treinta años. Reto vocal que la hija glosa con total profesionalismo en connivencia con el contrabajo (Martínez), guitarra (Fong) y percusiones: edificación de una atmósfera de
sonata bachiana. “Hoy la vi”(arreglo: Verdecia y Haydée): enunciación pop/rock que guitarra, contrabajo (Joya), batería y percusiones subrayan. El remate con órgano edifica un estribillo que apela a algunos ademanes de R&B. “El breve espacio en que no está” (arreglo: Verdecia): guitarra y voces en íntimo coloquio de relentes armónicos sublimados en un imaginario vocal imponderable: Haydée en componenda con su padre, vuelve a congregarnos en los antiguos tajos del deseo. “Canción” (poema de Nicolás Guillén), en arreglo de Verdecia: bajo acústico (Reyes), guitarra (Verdecia), batería y percusiones. Sabroso montuno en el final en que Pablo y Haydée entrecruzan, con lúdicas declamaciones, los pregones soneros. Amor, placa histórica: una vocalista cubana de la nueva generación rinde tributo a un protagonista clave del cancionero de la Isla. Besos y derramamiento de ternura en cada pista: la copla como gaudeamus clamoroso. Gracias, Haydée Milanés, por compartir estos trozos de querencia a toda prueba. C
AMOR Haydée Milanés a dúo con Pablo Milanés
Artista: Haydée Milanés & Pablo Milanés Género: Bolero, son, canción trovadoresca Disquera: Casete Upload, 2017.
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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
EL DISCURSO DEL ODIO
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CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication
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n 2013 publiqué en Frente una crónica negativa sobre el concierto de The Cure en México. Los enardecidos fans me cayeron a patadas. Nunca en la vida había recibido tantos insultos. Hubo gente que me solicitó amistad en Facebook para poder mentarme la madre a gusto, en ese tiempo no te podían enviar mensajes quienes no fueran tus contactos. Me tiraron hasta con la vajilla. De gordo pendejo no me bajaron. Y hubo quien exigió que me expulsaran de la publicación. Al principio resultó divertido, pero conforme el nivel de odio fue incrementándose temí que alguien me fuera a madrear en la calle. En el siguiente número Rulo, el editor, tuvo que salir a defenderme :“La crónica fue uno de los artículos más polémicos en la historia de esta publicación. Tuvo muchos comentarios favorables y otros tantos críticos y fundamentados. La mayoría, sin embargo, oscilaban en un talante dogmático y de intolerancia acrítica (muy diferente a aquella a la que apela Zizek) que entran en la categoría de franco insulto y en ocasiones de agresión desmedida del tipo ‘ojalá que te mueras’ ” . ”México, como cualquier país moderno, está conformado por una diversidad ideológica y social, afortunadamente muy amplia. Si queremos aspirar a que la palabra nación tenga un sentido más profundo que aquel que se profiere en los discursos políticos de retórica pura y dura, tenemos que entender que el coro vocal que nos une está compuesto por muchas voces diferentes, disonantes y
DE AQUÍ EN DELANTE TENDREMOS QUE PENSAR DOS VECES (O MÁS) LO QUE PRETENDAMOS EXPRESAR O PUBLICAR, POR TEMOR A SER CRUCIFICADOS. SE HA PERDIDO EL SENTIDO DEL HUMOR. SE NOS ATROFIÓ EL ÓRGANO DE LA RISA.
El sino del escorpión
en ocasiones discordantes. El que piensa diferente no es un adversario ni un enemigo. No estar de acuerdo con alguien o con algo no es un motivo suficiente para fomentar el discurso del odio.” Recordé la anécdota a raíz de lo ocurrido con el artículo “Nuevo feminismo” de Valeria Luiselli. En unas horas, luego unos días, atestigüé horrorizado el linchamiento mediático del cual fue objeto la autora. Y comencé a temblar. Más allá de la postura de Luiselli, que ha arrojado ya varios textos al respecto, la reacción que desencadenó fue escandalosa. Los amigos del insulto la utilizaron como pretexto para rebasar el plano de la opinión y recalar en el plano personal. Entiendo que las palabras de Luiselli resulten inadmisibles para determinadas posturas, pero como ejemplo de debate ahí está el texto de Sara Sefchovich. Una clara muestra de que es posible el diálogo sin recurrir a la descalificación y el ninguneo o la moral impostada. Sentí pavor porque es innegable que hemos perdido el derecho a equivocarnos. La policía cibernética no descansa. La gente que aúlla por solidaridad es la primera en soltar la víscera, víctima de su propia exageración. Convirtieron el debate en una lucha de clases. Algo que jamás debió incorporarse al tema en cuestión. El círculo rojo en la imagen de Luiselli habla del elevado nivel de recelo que predomina en el medio cultural. El pobre nivel argumentativo que desató la opinión de Luiselli me remitió a los cientos de insultos que me propinaron por mi texto sobre The Cure. La “discusión” rayó en el ridículo
cuando ocurrió un amague de marcha en contra de Luiselli. ¿En serio? ¿Tanto caló una desavenencia? ¿Acaso no existen cosas más importantes contra las cuales manifestarse en este país? Mi pregunta es, quienes están (o estuvieron) detrás de esta iniciativa, ¿por qué no salieron a marchar en diciembre en contra de los diputados por haberse autorizado un bono de cien mil pesos. ¿No se supone que el Estado necesita blindar la economía y por eso hubo un incremento a la gasolina que pagamos día a día? Fomentar el discurso del odio es el deporte favorito de la nación Internet. De aquí en delante tendremos que pensar dos veces (o más) lo que pretendamos expresar o publicar, por temor a ser crucificados. A la par, se ha perdido el sentido del humor. Se nos atrofió el órgano de la risa. La postura de Luiselli puede ser cuestionable, pero eso no le otorga a nadie derecho para meterse con su familia. El respeto que se exige también debe ser profesado, con respeto mismo, no con agravio. El resentimiento social no es un argumento. Lamento lo ocurrido a Luiselli. No es algo ajeno. Puede ocurrirle a cualquiera. A mí me sucedió. Fui víctima de la intolerancia de los fanáticos. Retomo a Rulo, la oposición de pensamiento no es sinónimo de enemistad. El problema en este país es que arremetemos contra aquel que piensa diferente, con derecho además, con el objetivo de que ruede su cabeza. En eso nos hemos convertido. En nuestros propios verdugos. Viva México. Cómo no.
Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza
Oroxxo + los demonios de la crítica EL ALACRÁN POR FIN SALIÓ de su rendija en lo alto del muro para reptar hasta la galería Kurimanzutto, allá por Chapultepec, y plantarse en el mostrador de la tienda (instalación) Oxxo trasladada íntegra (hasta con empleados) al espacio interior del recinto. Con varias intervenciones (una trastienda para merchandising, etiquetas adhesivas en las envolturas de los productos, un billete mitad peso/mitad dólar para adquirir mercancía) y en el inusitado contexto de una sala de exposición, la obra del artista Gabriel Orozco se presenta como un Oroxxo y produce una sensación contradictoria, crítica, humorística, inquietante. La visita del escorpión fue alentada por la lectura de numerosos textos analíticos y críticos sobre Oroxxo y arte contemporáneo publicados en el último mes en blogs, redes sociales, periódicos
y suplementos del país. Destaco el texto de Juan Villoro para la presentación de la obra, el completo recuento crítico de Heriberto Yépez (blog Border Destroyer), la opinión de Magali Tercero y Antonio Espinoza (más la entrevista de Gerardo Lammers con Orozco) en Confabulario, así como la opinión descalificadora de Avelina Lésper y los comentarios en blogs sin firma como Criticarte y Nihisentimentalgia. El venenoso detecta tres posiciones básicas: a) el cuestionamiento profundo, complejo y amplio de las estructuras de “mercantilización capitalista” del arte, fenómeno criticado por las vanguardias artísticas desde al menos el inicio del siglo viejo. b) Una posición autoritaria e intolerante contra cualquier expresión de arte contemporáneo (intervención, arte conceptual, performance, arte-objeto,
videoarte) al cual parece temérsele. Se le tacha de corruptor, depravado, amenaza contra la pintura, banal, vacío, gestual, fraudulento y demás; fenómeno descrito como “Lesperización” de la crítica (Yépez) por su utilización de las ideas convencionales sobre el arte (arrobo ante la belleza, inspiración, habilidades técnicas, capacidad manual) como sustento de esa visión conservadora. Y c) la crítica a la especialización de la crítica académica, cuya jerga inextricable, se afirma, aleja al público del arte contemporáneo y sus discursos explicativos o justificadores. Ya de regreso en su hueco en el muro, el rastrero sólo lamenta (por íntima nostalgia reaccionaria) no haber podido comprar condones, intervenidos con orozquianos círculos de colores, por su elevado precio en dólares.
LA OBRA DE GABRIEL OROZCO SE PRESENTA COMO UN OROXXO Y PRODUCE UNA SENSACIÓN CONTRADICTORIA, CRÍTICA, HUMORÍSTICA, INQUIETANTE.
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LUZ DE LUNA
OPRESIÓN, DISCRIMINACIÓN Y DULCE JUSTICIA
L
a ceremonia de los Óscares que tuvo lugar el año pasado fue casi universalmente criticada y ridiculizada porque los nominados eran abrumadoramente blancos, eso dio lugar a protestas, boicots y el hashtag Oscarsowhite. El mensaje definitivamente tuvo repercusión en la Academia por lo que este año nominaron a un número sin precedente de afroamericanos y minorías. Ahora, también es necesario señalar que hubo un gran número de películas importantes con protagonistas y temas raciales, como Fences, Hidden Figures, Loving, I’m Not Your Negro, O. J. An American Story y por supuesto Luz de luna que ganó el Golden Globe y el Óscar a la mejor película. Se puede pensar que esto es un cambio oportunista y cosmético, sin embargo también podemos afirmar que estos actos tienen consecuencias y transforman poco a poco a la sociedad. Por supuesto que en esencia los Óscares son un mecanismo promocional, parte de una maquinaria comercializadora con serios compromisos con agentes, productores, financieros y estudios, por lo que los criterios estéticos y fílmicos muy a menudo pasan a segundo plano. Sin embargo, de cuando en cuando alguna obra maestra logra colarse y presentar una visión artística personal. Luz de luna parecía una cinta hecha con un recetario del éxito: un retrato de maduración de un joven negro homosexual, de una familia disfuncional, de un gueto de Miami, que padece durante su infancia y adolescencia el acoso brutal de sus compañeros y eventualmente termina en la cárcel donde se reinventa. No obstante, el segundo largometraje de Barry Jenkins (que llega ocho años después de su debut con Medicina para la melancolía) es un trabajo vibrante que rompe con cualquier expectativa. El filme es la adaptación de la obra de teatro de Tarrell Alvin McCraney, In Moonlight Black Boys Look Blue, y está dividido en tres episodios en la vida del protagonista: la infancia, la adolescencia y la edad adulta, interpretados por tres actores diferentes. El primero tiene lugar en los años ochenta y está protagonizado por Little (Alex Hibbert), quien a los diez años es torturado por sus compañeros de la escuela, abandonado por su padre e incapaz de encontrar consuelo en su madre, Paula (Naomi Harris), quien trabaja como enfermera y pasa del uso eventual de crack a perderse en la adicción. Little huye de unos niños que lo atacan y se esconde en una vivienda abandonada donde se encuentra con Juan (Mahershala Ali), un narcotraficante que
Por
NAIEF YEHYA
reconoce su predicamento y que se convierte en su protector; junto con su novia, Teresa (Janelle Monáe), crean una especie de familia alternativa que lo ayuda a sobrevivir. Juan se convierte en su modelo, en la única figura paterna de su vida, quien le ayuda a creer en sí mismo, le enseña que no tiene nada de malo ser distinto y que no debe avergonzarse de su sexualidad. Por supuesto que esas palabras de aliento no tendrán valor por sí mismas sino hasta que el muchacho las haga suyas. Durante una cena Little les pregunta a Juan y Teresa qué quiere decir faggot (maricón o puto). La secuencia es devastadora ya que refleja todo el dolor contenido en la vida de un niño y pone en evidencia que no hay ni habrá soluciones fáciles ni redenciones hollywoodenses. La influencia más evidente del trabajo de Jenkins es el cine intimista y sensual de Wong Kar-wai, pero también podemos pensar en la versatilidad de lo impredecible del cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul. El trabajo de cámara de James Laxton es esencial para crear una atmósfera única, empleando numerosas tomas con steadicam que siguen a los personajes, así como colores saturados, brillantes e intensos que establecen un contraste entre el abandono urbano y la riqueza emocional de los personajes. La música también funciona por contrapuntos entre hip hop y melodías clásicas. Estos elementos hacen que el filme se diferencie de un cine social típicamente realista y naturalista. El hecho de que no hay blancos en la pantalla crea un universo particular en el que el mal no proviene del “otro” ni del poder sino que es un fenómeno endémico. Este es un filme intensamente personal, que muestra con eficiencia los peligros y la violencia latente en los barrios pobres negros estadunidenses en la era de la epidemia del crack, desde los encarcelamientos masivos (que tan bien explica Ava DuVernay en su excelente documental The 13th), a la violencia policial impune y la desintegración familiar. Juan es el emblema del sobreviviente que tiene cierto poder en las calles pero se sabe vulnerable en un medio profundamente racista. Es un hombre que no tiene interés en convertir a Little en el heredero de su negocio criminal ni trata de abusar de él, sino que por el contrario, le ofrece comida, un techo y respeta su independencia. La imagen emblemática de esta relación de confianza y cariño es aquella en que Juan le enseña a nadar en el mar. Juan sabe que la
Foto > ESPECIAL
FILO LUMINOSO
LO QUE PARECERÍA UN RELATO CONVENCIONAL DE MISERIA, CRIMEN Y TRAGEDIA ES TRANSFORMADO POR JENKINS EN UNA HISTORIA DE CAMBIOS Y DESCUBRIMIENTOS, EN UN RECUENTO POÉTICO Y LIBERADOR.”
madre de Little es una junkie y si bien la confronta, no tiene la autoridad moral para condenarla, ya que él mismo es el proveedor de la droga. En una cena Little le pregunta a Juan si su mamá toma drogas y si él las vende. Sin recriminación alguna queda establecido el círculo vicioso en el que villanos y víctimas intercambian puestos. En el segundo episodio el tímido Little se ha convertido en un adolescente silencioso e introvertido, su nombre ha cambiado, ahora le llaman Chiron (Ashton Sanders) pero sigue siendo víctima de los bullies en la secundaria y también de las agresiones cada vez más violentas de su madre, quien lo responsabiliza de su soledad y rechaza con ira y miedo su sexualidad. Una noche en la playa, no por casualidad frente al mismo mar en el que Juan le enseñó a nadar, Little tiene su primera experiencia sexual con su único amigo de la infancia, Kevin. Sin embargo, poco después Kevin es presionado por los compañeros de la escuela para pegarle a Little. Cuando por fin decide defenderse, logra romper el ciclo del abuso pero termina en la cárcel. En el tercer episodio Chiron se ha convertido en el musculoso Black (Trevante Rhodes), ha salido de la cárcel y aparentemente no le va nada mal como vendedor de droga. Sigue siendo un hombre silencioso pero ahora proyecta una mezcla de melancolía y seguridad en sí mismo. Ahora su madre está en un centro de rehabilitación y pueden sentarse frente a frente sin gritos ni rencor. De pronto Kevin (André Holland) lo llama por teléfono y se reúnen en el restaurante donde él trabaja. Esta conversación con sus silencios, miradas, tensión en los rostros y gestos va formando un magnífico mosaico de emociones, donde la intimidad, el cariño, los remordimientos y la comprensión apenas quedan sugeridos pero dan lugar a una poderosa catarsis y a una fabulosa secuencia fílmica. Lo que parecería un relato convencional de miseria, crimen y tragedia es transformado por Jenkins en una historia de cambios y descubrimientos, en un recuento poético y liberador. Sin escapismo, ni espiritualismo ni fantasías frívolas Luz de luna es una historia que sortea las consecuencias habituales de una vida de represión, crimen y angustia, y lo hace sin lugares comunes ni personajes estereotípicos. Este es un filme sin precedente en el cine estadunidense y su triunfo es indudablemente un acto de justicia.