Yves Bonnefoy (1923-2016)

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FRANCISCO HINOJOSA

DE TRADUCCIONES Y DOBLAJES

CARLOS VELÁZQUEZ

VIAJE SENTIMENTAL POR BOWIE

ESGRIMA

LUIS EDUARDO AUTE

El Cultural N Ú M . 6 7

S Á B A D O

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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

YVES BONNEFOY (1923-2016)

LA DUDA DE HAMLET LA PINTURA SEGÚN YVES BONNEFOY

DANIEL RODRÍGUEZ BARRÓN

EL INFORME

UN CUENTO DE EDUARD O KOVALIVKER


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Figura primordial de las letras francesas contemporáneas, Yves Bonnefoy, nacido en 1923, falleció el primero de junio de 2016. En su prolífica obra hay decenas de títulos como poeta, crítico de arte, ensayista, traductor y especialista en Shakespeare que aseguran su permanencia. Obtuvo entre muchas distinciones el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, que recibió en Guadalajara el año 2013. Lo recordamos con el ensayo inicial de uno de sus libros sobre el gran dramaturgo inglés: La duda de Hamlet y la decisión de Shakespeare.

L A DU DA DE HAMLET YVES BONNEFOY TRADUCCIÓN ROBERTO DIEGO ORTEGA

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lgunas observaciones, evidencias que recuerdo a menudo y son necesarias para comprender a Shakespeare. Primero, la constatación de una fractura en nuestra percepción de la existencia y del mundo. Vivimos en un momento y un lugar, y de este doble límite se desprende que debemos reconocer nuestra finitud. Para el ser humano, el ser hablante, la realidad es el tiempo que lo conduce a la muerte, el azar que impide sus proyectos, la manera en que él sabrá lidiar, con desmesura o sabiduría, egocentrismo o amor, esta condición de la cual no es posible escapar. Sin embargo, para adecuar el espacio y hacer la hora propicia, hay que tomar plena conciencia de algunos aspectos que facilitan su aprovechamiento, para después reunir los avances parciales con otros semejantes y descubrir leyes en el flujo de los acontecimientos, lo cual implica sustituir figuras simples, necesariamente incompletas, por aquello que podría ser comprendido de manera más directa y plena. Esta sustitución es el pensamiento conceptual, que nombra los aspectos pero olvida nombrar a los seres involucrados. Y así tenemos que hay dos niveles en nosotros: vivimos en nuestro cuerpo, nuestros afectos, en el mundo de lo inmediato; pero pensamos y actuamos en el espacio instituido por el pensamiento analítico. De ahí la constante puerta falsa que hizo decir a Rimbaud:

“La vida verdadera está ausente”. Cuántos dramas, cuántas preguntas surgen de esta fractura. Pensemos en la sociedad medieval como aparece en las crónicas de Shakespeare, por ejemplo Enrique IV. ¿Qué es el mundo, según lo viven Hotspur o el príncipe Hal? Nada tiene valor en él, salvo la gloria que conlleva el asesinato de los enemigos y el aumento de poder que así se obtiene. Nada valen miles de vidas que se pierden en batallas absurdas, nada vale el sufrimiento de las mujeres ni sus tímidos reclamos. Incluso la religión, como lo prueba el obispo de York, no es más que un instrumento al servicio de los poderosos. Por lo tanto es legítimo criticar este orden del mundo, lo cual explica la perplejidad del príncipe Hal, quien duda antes de asumir los valores y la inmoralidad cínica de su compañero Falstaff. De hecho, hay diversas actitudes posibles. ¿Modificar las representaciones, los valores? Pero si se mantiene el plano conceptual del viejo enfoque, eso no hará sino sustituir un esquema del mundo por otro, y de ahí una inquietud que no ha cesado a través de la historia, privando de su lucidez e incluso de su generosidad a los espíritus más deseosos de renovarla. Algunos se aferrarán a una fidelidad al pasado que les parecerá heroica, al estimar que es importante preservar ciertos valores que les parecen justificados, aun si han dejado de

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“LA RELACIÓN DE HAMLET CON SU PADRE ESTÁ MARCADA POR LA AMBIVALENCIA. EL AFECTO QUE LE PROFESA ES VIOLENTADO POR UN JUICIO SEVERO QUE NO CONSIGUE REPRIMIR.”

creer en otros que antes suscribieron. Una manera de estar en el mundo que no carece de egocentrismo, pues determina un yo que se experimenta como una soledad. Otros podrán construir, desde los significantes del orden antiguo, un mundo supuestamente nuevo, pero la tierra y el cielo que convienen a sus deseos son un sueño que sólo ellos han soñado. Lo cual es todavía otra forma de encerrarse en el yo, como les sucede, sólo como un producto de los valores en los cuales —según imaginan— ellos han dejado de creer. Los artistas son frecuentes entre estos soñadores, como aspirantes a un bien —un Ideal, escribió Baudelaire— que ellos se consideran capaces de probar. Pero son mucho más numerosos quienes viven esta concentración en sí mismos como una simple licencia para ceder sin remordimientos a pulsiones posesivas, es decir viles. Así sucede en Hamlet con el cinismo y las acciones de Claudio. Pero todavía es posible otra forma de reaccionar. Consiste en comprender que, por su naturaleza misma, el pensamiento conceptual aparta al ser hablante de vivir su finitud. Las consecuencias, entonces, son considerables. Nociones, pensamientos, todo el andamiaje espiritual puede vaciarse de súbito, y nada parece más que sin sentido, el no-ser. Un abismo se abre y en sus bordes, en el silencio repentino de las palabras, sólo queda estupor metafísico, vértigo. Es un destello, pese a todo, en la noche. En efecto, no existe la oportunidad de percibir de cerca la flor de la que hablaba Nerval, la que murmura “no me olvides”: dicho de otra forma, seres con los cuales se puede hablar de nuevo, decidir con ellos un uso de las palabras, al menos para comenzar, como la simple designación de las cosas y las necesidades. Una palabra de alianza para tareas de sobrevivencia. Esta toma de conciencia, esta decisión, este trabajo, pueden llamarse amor porque nacen de un impulso que nos lleva hacia otros seres. Pero yo propongo llamarles poesía, pues sustituyen y usan de otra manera las palabras que sienten despojadas de realidad. La promesa de la poesía es remplazar el nivel conceptual de las palabras por una designación distinta, asentada en el instante y el lugar de una existencia consciente de sí misma. La poesía busca de esta manera servir a la causa de esta alianza que se niega a los llamados de la desesperación. ¿Y por qué estas consideraciones si se trata de Shakespeare? Porque me parece que iluminan su pensamiento, y Hamlet en particular, mejor que

cualquier otra forma de aproximación. Porque ayudan a comprender por qué el autor de una época en muchos sentidos rebasada permanece —y esto es un hecho— tan cerca de nosotros, tan perturbador, un testigo tan evidente de nuestras tinieblas actuales, pero a la vez portador de la esperanza que nos queda.

II “¿Quién está ahí?”, es la pregunta con la que inicia Hamlet, y pronto comprendemos que se dirige no tanto al soldado que llega, todavía indefinido en la noche de invierno, sino al fantasma que ha aparecido el día anterior y va a surgir de nuevo esta tarde, desde una tiniebla que a su vez resulta más densa y más inquietante. Es el fantasma del rey que acaba de morir en esta ciudad de Elsinor, donde él ha ejercido un poder en verdad absoluto. Y por su vestimenta guerrera, así como por las palabras que va a pronunciar, él representa ese orden del mundo evocado en Enrique IV y otras crónicas de Shakespeare: un nudo de violencia interminable y sin sentido, de batallas inútiles, de falsa gloria. ¿Y qué hará Hamlet en presencia de ese fantasma? A primera vista, él parece adoptar sin reservas los valores que su padre representa. ¿Acaso no comprende su compromiso con la justicia

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o no afirma que lo vengará con todas las palabras de la devoción? ¿Pero qué podemos pensar de las bromas extravagantes que le hace enseguida de su rencuentro, al llamarlo “topo viejo” o “camarada del sótano”? Y la conducta “muy rara y extravagante” que Hamlet afirma entonces que deberá asumir, ¿no será para disimular la violencia y su desgarramiento entre el deseo de lealtad y un rechazo incontenible? Por principio, la relación de Hamlet con su padre está marcada por la ambivalencia. El afecto que le profesa es violentado por un juicio severo que no consigue reprimir. Y como él no parece dudar sobre el valor moral del hombre viejo, debemos pensar que este juicio se dirige al tipo de sociedad, a la idea del mundo que simboliza la armadura del fantasma, en alusión a alguna de sus victorias. Hamlet cuestiona el orden del que él mismo proviene, en esta Elsinor donde “algo está podrido”, como habrá de decirlo. Hamlet percibe el fracaso de una sociedad, de sus convicciones y valores. Y así podemos plantear la hipótesis de que él busca una alternativa y será uno de aquellos que adoptan como tarea la revisión de un orden y no la negación de todo. Ha estudiado en Wittenberg, la universidad de Lutero y la Reforma, que cultiva este interés por una religión renovada sólo de modo parcial. Inteligente como es —y durante

John Austen, Dibujo para edición de Hamlet,1922.


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De poco tiempo a esta parte, el por qué es lo que ignoro, he perdido completamente la alegría, he abandonado todas mis ocupaciones habituales y, en verdad, todo ello me pone de un humor tan sombrío que esta admirable fábrica, la tierra, me parece un promontorio estéril; ese dosel magnífico de los cielos, la atmósfera, ese firmamento que allí veis suspendido, esa bóveda majestuosa tachonada de ascuas de oro, todo eso no me parece más que una hedionda y pestilente aglomeración de vapores.* Esto dice Hamlet ante la llegada imprevista, que lo incita a la reflexión, de dos antiguos compañeros de estudio. Y si lo he citado con amplitud es porque ahí aparece, de una manera extraordinariamente novedosa en la conciencia de sí de un siglo, una experiencia del ser y el no-ser que es en verdad radical. La bóveda majestuosa del firmamento, sus cuerpos celestes y su música, son justo lo que la idea del tiempo comprendía a la vez como lo más significativo y lo más real, la “unión” que articulaba el tiempo humano con la supra-temporalidad de Dios; y por lo tanto su derrumbe no puede sino anunciar la ruina de todo valor y toda representación; una noche que desde entonces carece del mínimo rastro de luz. En esas palabras, Hamlet no es el simple reformador en potencia de dogmas y principios insuficientes, sino que aborda un “territorio sin descubrir”: no la muerte que Dios explica sino la nada, el abismo en el cual incluso Dios se hunde. Pero de esta experiencia de una desolación que parece absoluta, decía hace un momento que es posible una recuperación: para quien duda en el umbral del no-ser, consiste en afiliarse a un interés —un ser amado, simplemente— de su existencia actual o previa para que un acto de alianza todavía

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mucho tiempo el juez de la elegancia, si le creemos a Ofelia—, Hamlet podría muy bien asumir ese proyecto de renovación reflexiva, muy en el espíritu del Renacimiento, moderado a la vez por la sabiduría de Erasmo o la ironía de Montaigne. Pero no es así como Shakespeare concibe a Hamlet. “Palabras, palabras, palabras”, responde Hamlet a Polonio sobre su lectura de ese libro despojado de verdad en donde las palabras sólo son apariencias falsas, y sea cual sea el sentido más específico de su pensamiento en este punto de la obra, percibimos que sus objeciones van mucho más allá de los principios y valores de una o de otra cultura. Por lo demás:

Yves Bonnefoy.

instituya un cielo y una tierra nuevos. Así, podemos destacar que a pesar de su desvalorización de todo, Hamlet parece amar a alguien, lo cual induce a preguntar si acaso esta restauración es lo que él intenta consumar.

III Dicho de otra manera, el interés que Hamlet consagra a la frágil Ofelia no es, quizá, un simple factor entre otros de su conducta desconcertante, sino la forma que busca adoptar en él la alianza salvadora. Y entonces se deja entrever que bajo la “trama” de Hamlet —ese proyecto de venganza y los extraños obstáculos que afronta— ocurre una “subtrama” que podría resultar esencial para el curso de la obra y para comprender su sentido. Ofelia, que mantiene la atención de Hamlet en el “promontorio estéril”, será un futuro para él desde el interior mismo del desastre; acompañado por ella, él podría resolver sus contradicciones y sus inhibiciones. Amar a Ofelia, reencontrar con ese hecho un sentido de la vida, más allá de las lecturas pobres y reduccionistas, sería para Hamlet incluso la mejor manera de vengar a su padre, quien sería menos la víctima de una persona en particular que de las fatalidades de un orden falso y mentiroso del mundo. De hecho, el hombre viejo incluso demandó a su hijo esta justicia más radical. Pues en ese mundo irreal, el mundo de los hombres que él suscribió, la mujer

“AMAR A OFELIA, REENCONTRAR CON ESE HECHO UN SENTIDO DE LA VIDA, MÁS ALLÁ DE LAS LECTURAS POBRES Y REDUCCIONISTAS, SERÍA PARA HAMLET INCLUSO LA MEJOR MANERA DE VENGAR A SU PADRE.”

sólo puede ser sospechosa, temible, definida como una “dama oscura”, convertida en responsable de tentaciones lujuriosas, todo aquello que Hamlet intenta ver en su propia madre, Gertrudis. Sin embargo, el fantasma le dice con notoria emoción: “No contamines tu espíritu ni dejes que tu alma intente daño alguno contra tu madre”. Es sólo ante el cielo y sus propios remordimientos que él deja de confrontarla con sus errores, y no a causa de una ley social que de inmediato la haya castigado. Al demandar a su hijo que no haga nada contra Gertrudis, el rey victimado la reconoce a ella también como una víctima, responsabiliza a los valores que él mismo ha defendido y comprende que así recobrará, si no la vida, por lo menos el ser; y que si Gertrudis es perdonada, esos valores ilusorios, esos prejuicios perniciosos serán por fin combatidos. En la alianza fundadora de la tierra nueva y también —hay que decirlo— del cielo nuevo, la mujer dejará de ser una imagen susceptible a su idealización, es decir a su idolatría, aunque pronto denostada y con su plena colaboración en este propósito común. Y en esta tragedia que muestra a un espíritu inestable al filo del abismo, resulta en consecuencia lógico que ella aparezca en el núcleo de la acción como uno de sus aspectos necesarios. Aunque pronto constatamos que ella no será más que una gran oportunidad perdida. Hamlet ama a Ofelia y está dispuesto a reinventar con ella el mundo, sí. Lo exclama con sinceridad evidente y muy conmovedora, en ese momento de verdad ante la sepultura donde, al comprender que ya es demasiado tarde, él saltará adentro de la fosa junto a Ofelia muerta. Sin embargo, una de las señales mayores de la obra es que desde los primeros encuentros él no cesa de sustituir a la muchacha por una simple imagen, lo cual le permite convertirla en “el ídolo celestial” de su “alma, la divina, la bellísima”, y así


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“LA MIRADA INQUIETA DE HAMLET EN CLAUDIO BUSCA PERSUADIRSE DE QUE AMBOS HAN SIDO BASTANTE PÉRFIDOS: CLAUDIO ES UN PARÁSITO, MIENTRAS QUE ÉL, ENAMORADO AFLIGIDO, HIJO INDECISO, ES —EN SUMA— UNA VÍCTIMA.” obra. Pero que haya tenido en mente, que haya reconocido en todo caso el sentido, la fatalidad, eso no tiene duda ya que en la magna escena que los deja lastimados, Hamlet acusa a Ofelia, como lo hace más tarde el muchacho en la canción, de ser seductora y falsa, y buena solamente para el “convento” y la prostitución. Un ideal a la manera de Petrarca deja a Hamlet sin recursos ante sus pulsiones más elementales, y como tantos otros soñadores, le va a reprochar a ella, a quien él ha transfigurado, por no ser lo que él había creído. Hamlet ha amado a Ofelia, pero la ha perdido porque no ha sabido distanciarse de lo que su imaginación hizo con ella. En eso radica su faceta de artista, que le dará tanto valor ante los ojos de Delacroix o Mallarmé. ¿Su faceta de artista? Una bella manera de verlo, aunque hay otra más sombría. En la duda entre el “ser” o “no ser”, es concebirse menos como la víctima de un hecho fundamental del espíritu que como un ser en esencia maligno, igual que tantos otros a su alrededor. Los monólogos que acompañan la obra —“Y sin embargo yo, insensible y torpe, canalla”— parecen comprobar esta consideración de sí mismo, o por lo menos el temor de abandonarse a ella. Ese temor conduce a Hamlet hacia la introspección, y la conciencia exacerbada de sí mismo, en ocasiones el horror, en ocasiones las veleidades de la esperanza, es lo que nos hace destacar, como rasgo distintivo de su carácter y explicación de algunos aspectos de su conducta, su relación con el asesino de su padre.

IV la deja por completo desvalida ante lo que ella es pese a todo: un cuerpo, una existencia, aquí y ahora, con los deseos habituales. Pensar de esta forma es, por lo tanto, sólo poder amar de una manera limitada y sombría, fascinada por un cuerpo incomprensible que es tanto un objeto de desprecio como de incontrolable deseo. ¿Acaso Hamlet violó a Ofelia el día que llegó ante ella con “el jubón desceñido”, “las medias sin ligas”, y la ha tomado con una mano y la ha estrechado, antes de liberar un suspiro con el que parece “deshacérsele en pedazos todo su ser”, para escapar después? Eso hace pensar una de las canciones de Ofelia, cuando Hamlet reincide en su locura de recuerdos reprimidos. Esa canción evoca a una muchacha engañada con promesas dulces, más tarde “revolcada”, desflorada y enseguida rechazada y despreciada. Shakespeare no sitúa esa violación entre los hechos comprobables de la

Eugène Delacroix, Hamlet y Horacio en el cementerio ante el sepulturero y la calavera de Yorick, 1839.

Para Hamlet y su pensamiento, este es un tema constante de abominación, de resentimiento, aunque no de la manera simple que pudiéramos creer. Claudio, el usurpador y nuevo soberano, obsesiona a Hamlet, lo cautiva aun antes de las revelaciones del fantasma, como lo prueba el momento de confrontación que Shakespeare sitúa justo al comienzo de la obra. ¿Por qué? Sin duda por su forma primera de “teatro en el teatro”, de poner en escena con aparente certeza una afirmación de legitimidad que de modo evidente es abusiva. La certeza es precisamente lo que le hace falta a su sobrino, que sufre por ello de manera cruel. Y contra esa certeza, contra lo que tiene de triunfal y festiva —el rey “llena su copa, celebra la orgía”, le dice a Horacio— testifica la capa negra que viste Hamlet, por lo demás con una ostentación que también es una puesta en escena, lo cual hace notar que él está a la espera del plan que decida Claudio. De esta forma Shakespeare sugiere que Hamlet siente un parentesco con este traidor, este asesino. De hecho, hay una semejanza entre

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estos dos que deberían ser adversarios, y Hamlet no puede sino estar consciente de ella. Incluso antes de saber que Claudio es el asesino de su padre —aunque es cierto que lo ha sospechado, con el “alma” en estado “profético”— puede advertir en él tal codicia y cinismo al usurpar la corona que bien puede concluir que ese hombre reniega de todo el orden del mundo establecido. Y en Elsinor, donde nadie se atrevería a cuestionar ese orden, incluso con Polonio a cargo de hacer su apología, él debe considerar que, en ese aspecto, ambos se identifican como los únicos con un designio de conciencia fundamental. Pero en este parentesco destaca, o por lo menos hay que considerarla, una diferencia que podría resultar esencial. Uno y otro saben o quieren pensar que lo que parece la realidad en sí no es más que una trama de ilusiones, de apariencias infundadas. Pero Hamlet sufre por este derrumbe de los valores, se ha burlado del “viejo topo”, mantiene su apego al hombre viejo del que se burla, lo escucha con atención al hablar de su madre, de la compasión, del respeto que debe sentir por ella, y cuando avasalla a Ofelia con opiniones sobre las mujeres que —lo sabe bien— sólo son los prejuicios que él mismo rechaza, se debate entre estas garras que lo destrozan, y se sabe y se siente culpable. Sin embargo, Claudio se aprovecha sin sufrir por estos valores y juicios ilusorios, y obtiene ventaja sin remordimiento alguno. No obstante, él será el verdadero culpable de este hecho. La mirada inquieta de Hamlet en Claudio busca persuadirse de que ambos han sido bastante pérfidos: Claudio es un parásito, mientras que él, enamorado afligido, hijo indeciso, es —en suma— una víctima. ¿Pero en verdad es así? ¿Acaso la ofuscación que él experimenta no tiene una causa más profunda que es el origen verdadero de su tormento? De hecho, Hamlet está obligado a pensar, por más víctima que sea, que él se ha beneficiado tanto como Claudio de esos juicios y valores en los que ha dejado de creer. Por su parte, él no se propone usarlos como vías de un ascenso al poder. Pero al utilizarlos para arruinar su relación con Ofelia, es decir su posibilidad de ser, no satisface un deseo de no ser, la pereza de quien en realidad sólo busca replegarse en sus sueños: el soberano de un espacio ilimitado en la cáscara de una nuez. Y por este motivo, en consecuencia, al no buscar más que la satisfacción de sus propios intereses, tal como Claudio, no es diferente de él. Es difícil vivir el bien al cual aspira, incómodo, inconfesable, justo al contrario de los placeres del poder y los fastos de la realeza, pero se trata aún de egocentrismo, pues el gran acto de refundación que requiere lo impulsaría hacia un ser distinto. Hamlet se siente otro Claudio. Y esa es, para mí, la causa de la ofuscación que experimenta. C

* N. del T. Salvo algunos ajustes, sigo en general la traducción de Luis Astrana Marín, en William Shakespeare: Obras completas, tomo II, Aguilar, México, 1991.


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En su vertiente como ensayista y crítico de arte, Yves Bonnefoy desarrolló una visión estética a través de obras y autores de épocas diversas, y fue de las artes plásticas al papel y el poder de la imagen, que vincula con la poesía. En ese punto, la poética —lo señala esta revisión— aparece como “una forma de liberarse de los mitos del ego, para reconocer en el poema o en la imagen las pulsiones del tiempo, la capacidad de hacer presentes las correlaciones pasadas”.

LA PINTURA SEGÚ N Y V E S BON N E FOY DANIEL RODRÍGUEZ BARRÓN

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esde Baudelaire, los poetas han visto en la pintura a un aliado y también un peligro. Como aliado abre el mundo a la metáfora y a la analogía; como enemigo es el lugar donde el lenguaje termina y sólo la imagen reina. Una y otra vez, los poetas y los artistas plásticos han sido compañeros y combatientes. Paul Valéry encontró en Degas una inteligencia a su altura, Apollinaire vio en Picasso a un cómplice en el descubrimiento de nuevos estilos que conformarían el imaginario del siglo XX. En Alemania, Rilke recorrió Italia en busca de los pintores del Renacimiento, y de joven fue tutor ni más ni menos que de Balthus, así como se convirtió, más tarde, en secretario de Rodin. En México la relación entre poetas y artistas plásticos también tuvo sus frutos: José Juan Tablada, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza (de quien no se han valorado lo suficiente sus textos sobre Tamayo y Olga Costa), Octavio Paz y Alberto Blanco, siguieron de cerca las transformaciones de la plástica nacional. Pero de regreso a Francia, el recientemente fallecido Yves Bonnefoy (Tours 24 de junio de 1923-París 1 de julio de 2016) recoge la tradición francesa y la extiende, porque mientras Baudelaire, Valéry y Apollinaire sólo tuvieron ojos para sus contemporáneos (Apollinaire destacó el arte africano, pero como si tratara de una visión contemporánea), Bonnefoy abarca pintores y obras de varias épocas, de Caravaggio a Giacome tti, de Bellini a Morandi, de Mantegna a Elsheimer, de Tiépolo a Hopper, de Poussin a de Chirico, con el fin de preguntarse por qué importan las imágenes.

LA VIDA ANTERIOR AL LENGUAJE A lo largo de Lugares y destinos de la imagen. Un curso de poética en el Collège de France, Yves Bonnefoy interroga la obra de grandes artistas —Shakespeare, Mallarmé, Baudelaire, Caravaggio, Giacometti, Giotto, Matisse— sobre el sentido de la poesía, y descubre que la poesía es la “anti-ideología”, la crítica de las estructuras verbales, de “las fantasías que el habla produce” y en suma una

Caravaggio: Cena en Emaús (1601).

“BONNEFOY “ SIGUE ABIERTAMENTE A BAUDELAIRE EN SU ESFUERZO POR VER EN LA PINTURA EL REINO DE LA ANALOGÍA QUE FUE UN RESCATE DEL ROMANTICISMO.” crítica de “aquél que es uno”. Es decir, la poética es una forma de liberarse de los mitos del ego, para reconocer en el poema o en la imagen las pulsiones del tiempo, la capacidad de hacer presentes las correlaciones pasadas. Por ejemplo, aquello que le interesa de los maestros renacentistas es la “superación del discurso del mundo”. Le parece que Caravaggio, a pesar de que sus obras estén ancladas en relatos conocidos como la Cena en Emaús o La conversión de San Pablo, logra desactivar todas las señales, todos los símbolos. ¿Está la ruta de Damasco en su cuadro? Pero bien podría ser igualmente el fondo de una caballeriza con esos tabiques que envuelve una noche espesa. ¿San Pablo? ¿Pero no es un caballero torpe que acaba de tirar su montura? Nada indica si la luz viene del cielo o de una linterna humeante; y será el

caballo el que difunda en ese juego de claros y de sombras la indicación capital definitiva, un silencio, el de la vida anterior al lenguaje (El culto a las imágenes y la pintura italiana). Esa vida anterior tiene un nombre prestigioso: analogía. Bonnefoy sigue abiertamente a Baudelaire en su esfuerzo por ver en la pintura el reino de la analogía que fue un rescate del Romanticismo, un poner al día la idea de la metamorfosis, por ello su mejor definición se encuentra en Goethe: Cada cosa que existe es una analogía de todo lo que existe; por eso lo que existe se nos aparece siempre al mismo tiempo aislado y enlazado. Si se sigue demasiado la analogía, todo coincide en lo idéntico; si se la evita, todo se disipa en el infinito. En ambos casos la contemplación se estanca, en el primero porque resulta demasiado viva, en el segundo porque se la mata (Máximas y reflexiones). Así pues, no es nada fácil manejar el arte de la analogía: entre la vida y la muerte, entre el eterno retorno de lo mismo y la superstición de la extrema originalidad, como una suerte de generación espontánea, el poeta y el artista deben encontrar un punto donde surja ese


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momento anterior al lenguaje que sepa explicarlo todo, es decir, una imagen. Pero, ¿qué es una imagen? Aquí, Bonnefoy —como Walter Benjamin, Aby Warburg, Giorgio Agamben y Georges Didi-Huberman, para no llevar el listado hasta el vértigo— vuelve otra vez la mirada al Baudelaire que aseguraba: “Glorificar el culto a las imágenes: mi grande, mi única, mi primitiva pasión” (Mi corazón al desnudo), y nos lleva por un sendero ambiguo de lo sagrado: ¿Qué es una imagen? En una primera aproximación, lo que conservamos de una obra cuando sólo percibimos en lo que evoca aquello que tiende a convertir esos fragmentos de apariencia, escogidos sin embargo entre muchos otros, en un mundo suficiente en sí mismo, y tanto más atractivo en la medida en que sólo sería parcial. Retengamos en un rincón de la mente esa idea —un mundo completo pero parcial—, y sigamos adelante, donde nos asegura que el pensamiento neoplatónico de Florencia consiguió imponer en la pintura la sugerencia de que la forma: es una categoría menos estética que ontológica —la sustancia misma de una realidad superior al mundo— y postula una existencia en el alma de una imagen interna, experiencia de forma pura que puede ayudar a transgredir lo visible, particularmente en el trabajo del artista que, gracias a la Idea, podrá reconocer todas las virtualidades de lo absoluto que alberga su disegno (El culto a las imágenes y la pintura italiana). Esa parte suficiente en sí misma y a la vez parcial del mundo que compone la imagen y que palpita a través del diseño es aquello que Walter Benjamin llamó aura, es decir “la aparición irrepetible de una lejanía. Esta definición tiene el mérito de poner en manifiesto el carácter cultural del fenómeno. Lo esencialmente lejano es inaccesible, y la inaccesibilidad es una característica esencial de la imagen de culto” (Sobre algunos temas en Baudelaire). Benjamin verificaba la existencia del aura precisamente en su decadencia dentro del arte contemporáneo, pero Bonnefoy seguía mirándola, por ejemplo, en la obra de Alberto Giacometti al preguntarse: “¿Cómo aproximarse hasta el fin por la vía de la apariencia a lo que es percibido en el nivel del ser?” y responde más adelante que sólo es posible a través de “redes de los simbolismos elementales” que terminan por hacer surgir una “presencia que se expresa como tal, con autoridad y misterio” (La poética de Giacometti).

“LA “ PINTURA QUE ADMIRA BONNEFOY NO BUSCA GENERAR UNA SENSACIÓN O UNA IMPRESIÓN, SINO CREAR UN AMBIENTE, UN ESPACIO PROPICIO PARA QUE UNO REFLEXIONE.”

Caravaggio: La conversión de San Pablo (1600-1601).

FANTASMATA Y TIEMPO Pero ¿qué es eso sagrado, con autoridad y misterio, qué esa aura que vibra a través de la imagen y obliga a adorarla como si fuera una imagen de culto? Y un poco más transparente, pero sólo un poco: ¿qué buscaba Bonnefoy en la pintura o qué le parecía imprescindible en ella? Tenemos que volver a Baudelaire, quien asegura: “casi toda nuestra originalidad viene del sello que el tiempo imprime en nuestras sensaciones” (El pintor de la vida moderna). En un pequeño pero poderoso estudio de la obra de Aby Warburg, el filósofo Giorgio Agamben nos cuenta que en un tratado italiano del siglo XV sobre danza, Domenico di Piacenza enumera los “seis elementos fundamentales del arte: medida, memoria, agilidad, manera, cálculo del espacio y fantasmata”. Este último elemento, señala Agamben, es la estrecha relación entre “memoria, imaginación y tiempo”. “La memoria no es posible sin una imagen (phantasma), la cual es una afección, un pathos de la sensación o del pensamiento” (Ninfas). Para Agamben, es probable que Aby Warburg conociera el tratado de Domenico, al acuñar la definición de Pathosformel como el “aspecto estereotipado y repetitivo del tema con el que el artista se medía en todo momento”. Y asimismo, descubre esta fantasmata no sólo en las imágenes, sino también en la poesía —por donde volvemos, naturalmente, a Bonnefoy— y asegura que los célebres epítetos homéricos, “pie veloz”, “yelmo deslumbrante”, “de muchas tretas”, “son híbridos de materia y de forma, de creación y performance, de primeridad y repetición”, de tal manera que el poema no se compone “para la ejecución sino en la ejecución” (Ninfas).

Para Bonnefoy la pintura y la poesía tienen “una finalidad y unos caminos que el artista no puede sino desconocer”, porque la creación es “sentirse presente ante otras presencias, y progresivamente a través de dichas experiencias fundamentales, hemos aprendido a percibir una madeja sin comienzo ni fin de representaciones transitorias...” (La presencia y la imagen). Y ante esta certeza de que tanto la pintura como la poesía se miden una y otra vez con el tiempo, se pregunta “¿qué sentido tiene decir Yo?” La “crítica de aquel que uno es” comienza por restablecer “lo abierto”, es decir, liberar las nociones y experiencias que “lo fuerzan a un devenir de maduración espiritual”. La imagen es aquello que el ser puede en potencia, es lo presentido, desde donde asciende “como desde un fondo su cualidad positiva, su poder de hablar de todo” (La presencia y la imagen). La pintura que admira Bonnefoy no busca generar una sensación o una impresión, sino crear un ambiente, un espacio propicio para que uno reflexione o sienta lo que ya trae consigo, lo que el tiempo, aura o fantasmata proyectan sobre su conciencia. La pintura es un escenario propicio para representar el drama que significa ser humano. Bonnefoy rescata de ella su capacidad para forzarnos a pensar en el yo y en los otros, en la suerte y el destino, es decir la vida. “La imagen a menudo tiene más memoria y más porvenir que el ser que la mira” (Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo) y por tanto es una vía de conocimiento, es un pase de entrada que nos lleva de vuelta a lo que los otros nos han heredado. Y Bonnefoy supo descifrar esa herencia y darle vida y significados nuevos.


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Eduardo Kovalivker nació en La Plata y publicó su primer libro de cuentos y poemas en 1984: Las horas que quedaron. Fue colaborador de la revista Proa, fundada por Jorge Luis Borges. Ha publicado, entre otras novelas, El informe y Clavelina; la más reciente, Bianca, comenzó a circular en México hace unos días bajo el sello argentino Hojas del Sur. El autor nos comparte un viaje por el tiempo en este cuento inédito.

EL INFORME EDUARDO KOVALIVKER

Foto > ESPECIAL

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bro la ventana de la habitación que da sobre el mar, recojo los elementos que necesito y los llevo a la mesa ubicada en el pequeño balcón. Me siento, tomo el lápiz, levanto la vista y contemplo una vez más la pequeña bahía que se despliega ante mis ojos: belleza y paz. Todo es azul intenso en esta brillante mañana del Mediterráneo en la que comenzaré a escribir en estas páginas pensamientos y retazos de la historia de mi vida. Estoy refugiado en la Isla de Lefkada en el Mar Jónico, aquí tendré que permanecer algunos años. Esto me da la oportunidad de poner en orden mis recuerdos. Pero va a ser difícil hacerlo porque mi vida fue un vendaval; al comienzo la obsesión por entender el universo se llevó mis años de adolescencia y juventud. Más tarde abracé un ideal y me comprometí ante otros hombres a cumplir una misión. Ella fue la dueña del resto de mis días; por ella viví episodios sublimes de amor y alegría pero también otros de infinita tristeza y dolor. Ahora necesito aplacar mi corazón, necesito convertirme en un hombre justo para poder llevar a cabo la segunda parte de la misión para la que fui elegido. Esta misión me fue revelada y encomendada en la pirámide sagrada de Xochicalco por los sacerdotes indígenas una noche del año 1832, en el mismo lugar en el cual se ordenó el calendario de las civilizaciones de América. Fue en las piedras de esa pirámide donde quedó grabado que el 21 de diciembre del 2012 sería el día del final de los tiempos. O tal vez ese sea el día en que comience una nueva era para nuestro planeta. Y hoy, 30 de noviembre de 1980, estoy escribiendo; yo, Manuel de León, que nací el 9 de octubre de 1770, hijo de uno de los pocos médicos que entonces aliviaban los males de la gente en la pequeña ciudad de Santa María de los Buenos Aires. Vivíamos a cuatro cuadras de la plaza central, en dirección sudoeste, hoy no puedo precisar el lugar pues me alejé de la ciudad en la primavera de 1807, rumbo al Perú y no volví. Ya no me queda ni siquiera la nostalgia. Tal vez pase por allí cuando abandone mi destierro.

“MI “ PADRE NO PODÍA MENTIRME, NO PODÍA INCULCARME UN HECHO TAN INADMISIBLE COMO LA HISTORIA DE LA CREACIÓN.” Mi padre era el doctor Marcos, oriundo de Chuquisaca. Éramos una familia de prestigio en la ciudad. Algunos blasones, nueve esclavos y la honorable profesión de mi padre nos daban alcurnia. Desde muy joven fui un apasionado lector; filósofos, historiadores, novelistas, todos eran de interés para mí ávida e inquietamente, en aquellos quietos y bucólicos años de finales del siglo XVIII. La filosofía, los orígenes de la Creación, las religiones (todo es una misma cosa), fueron los temas que me subyugaron en busca de una respuesta a la primera rebeldía de la adolescencia. Todavía recuerdo claramente, a pesar de los años que se robaron mi memoria, el origen de aquella rebeldía. Todo comenzó en una Pascua. Mi padre nos leía (como era su costumbre) las primeras hojas de La Biblia, en las cuales se relata la Creación del Mundo (como la mayoría de las familias de la época, éramos profun-

damente religiosos); tenía entonces catorce años y ya había escuchado otras veces esa historia, pero esta vez quedé sorprendido pues mi padre, el justo, el respetable, el sabio, leía ese pasaje con absoluta naturalidad. Me dolió, yo aún era un niño, no podía mentirme, no podía inculcarme un hecho tan inadmisible como la historia de la Creación. La rechacé. Fueron muchas sensaciones juntas; no creer en su palabra ni creer en las páginas de La Biblia era demasiado para un joven que nunca había dudado de las grandes “verdades”. Pero todo fue rechazado por mi instinto, y ese fue el día de mi primera pregunta de adolescente, más exactamente de mi primera respuesta, y era un ¡NO!, un no rotundo y absoluto; yo no tenía otra explicación, pero de algo estaba seguro: lo que él leía no podía ser la explicación. Unas tímidas palabras a mi padre y una respuesta de él, que me incitó a la búsqueda, fueron el principio. Después fue la vorágine. Leí cientos de libros; hurgué en las pocas bibliotecas de Buenos Aires, viajé a las universidades de Córdoba y Chuquisaca; escarbé en las bibliotecas de conventos jesuíticos y finalmente me relacioné con los últimos tres alquimistas que había en el virreinato, suponiendo que su rudimentaria ciencia podía aclarar mi pensamiento.


Dos de ellos pronto perdieron interés para mí, eran buscadores de oro sin disciplina ni conocimientos. El tercero, don Rodrigo de Zabala, fue mi gran maestro. Estudié a su lado cerca de diez años; me enseñó gran parte de la ciencia de la época. Las primeras ideas sólidas sobre las características del Universo las aprendí de él. Pero, a pesar de mis esfuerzos, pasaron veinte años desde aquella Pascua y yo no conseguía aclarar mi mente, aunque había leído miles de libros y toda la alquimia estudiada. Mis observaciones me iban aislando del mundo. Me convertí en un ermitaño; sólo intercambiaba con los demás las palabras estrictamente necesarias. No me había casado ni tenía amigos. Hacía largas caminatas por los alrededores de la ciudad. Solía llegar hasta el Riachuelo. Allí había una pequeña pulpería sobre el camino que llevaba a la Ensenada de Barragán. Una vieja morena, conocida de la familia, me guardaba siempre una mesa y una silla donde yo leía y pensaba muy cerca del río, acompañado de interminables mates que la displicente mujer me servía. Fue en ese lugar, entre las cosas y los hombres más simples, donde maduré los conceptos fundamentales que hicieron de mí un hombre independiente del tiempo. El correr de los años y, fundamentalmente, el progreso de la humanidad en el siglo XX, no hicieron más que confirmar científicamente aquella simple teoría que desarrollé para satisfacer mi ansiedad de encontrar una explicación al Universo. Hoy creo que mi simplicidad me permitió aceptarla. Así como la simplicidad de los hombres fue el origen de las grandes religiones, mi idea del Universo fue mi religión personal. Abrazar una religión es un acto de fe, abrazar una idea del Universo y aceptarla como única y natural fue mi acto de fe; hoy, esta se encuentra sofisticada y avalada por los conocimientos científicos adquiridos en más de dos siglos de existencia, y por mis títulos de ingeniero químico, de doctor en Física y doctor en Medicina. Pero, insisto, abrazar mi teoría fue un simple acto de fe, pues desde mi nacimiento en 1770 hasta 1900 mis conocimientos científicos fueron casi nulos. Como lo fueron también los de toda la humanidad. Explicaré mi idea. El hombre nace, se reproduce y muere. Todo su ser está impregnado por la idea del principio, la permanencia y el fin; el mundo animal y vegetal que lo rodea se rige de ese modo. Incluso al referirnos al mundo mineral hablamos de determinados periodos y duraciones. Más aún, los objetos creados por el hombre tienen, en su casi totalidad, una vida útil limitada. Es así como nuestras mentes van

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imponiendo a nuestros cuerpos un límite de duración, un fin, al cabo de una determinada cantidad de años y a todo nuestro ser el miedo a ese fin, y el deseo de que no se produzca. Este deseo es el nervio motor que mantuvo en pie las grandes religiones que ofrecen a sus fieles la eliminación del último eslabón de la cadena, la eliminación del fin: la inmortalidad. Pero prometen la inmortalidad del alma, y esto no quita del hombre el miedo y la angustia por el final de su vida. La vida tal como la conocemos, mezcla inseparable de cuerpo, pensamientos y emociones. Las premisas básicas que, terminando el siglo XVIII, constituyeron el pilar de mi fe y condujeron mi vida hasta estos años de 1980, fueron las siguientes: 1) Todo estuvo siempre. 2) El tiempo no existe. Todas las partículas del Universo son pero nunca comenzaron a ser y nunca terminarán. Una de las más importantes leyes de la física dice que nada se pierde, que todo se transforma. Esta ley la sentí dentro de mí antes de conocer esa ciencia, pero yo no buscaba comprobar leyes físicas. Mi ambición era mucho más grande: quería interpretar el Universo a pesar de las limitaciones de mi cultura colonial. Realicé mi acto de fe; rompí con mis instintos, con mi historia y con el concepto de evolución de las cosas que me rodeaban. Me convencí profundamente. No había principio, no había una “creación” de la materia. Así fue como la dimensión tiempo perdió su base dentro de mí. Porque el tiempo es una serie que necesita un principio. El principio de la serie “tiempo” está ligado al principio del Universo, y este para mí no existía. Repito: el Universo estuvo siempre. No hay principio para la serie. No hay por dónde empezar a contar.

“DEBIDO “ A UN ABSOLUTO CONVENCIMIENTO, SIN PERCATARME, HABÍA LOGRADO INDEPENDIZAR MI CUERPO Y MI MENTE DE LA ‘DIMENSIÓN TIEMPO’. ”

Debido a un absoluto convencimiento, sin percatarme, había logrado independizar mi cuerpo y mi mente de la “dimensión tiempo”. Yo no había notado ningún cambio en mi vida (entonces tenía alrededor de treinta y seis años); pero las galanterías tales como: “usted nunca envejece”, “los años no pasan para usted don Manuel”, “usted siempre igual”, etcétera, comenzaron a llamarme la atención. Mis padres murieron, mi hermano envejeció y yo conservaba la lozanía de la juventud. En agosto de 1807 sacerdotes de la Santa Inquisición se apersonaron en la casa de don Rodrigo de Zabala. Al encontrar en los sótanos su laboratorio de alquimia le dijeron que debía acompañarlos a la sede sacerdotal. Él pidió unos minutos para prepararse, entró en su habitación y desapareció para siempre. No había manera de salir del lugar por otro lado. Luego de una intensa búsqueda, la Inquisición determinó que esa desaparición diabólica corroboraba definitivamente el pacto entre mi maestro y Satanás. Una noche, mis leales esclavos me dijeron que los sacerdotes los habían interrogado acerca de mis costumbres, pues la gente del pueblo murmuraba que también yo tenía un pacto con fuerzas oscuras. Todos en la ciudad sabían de la intensa amistad entre don Rodrigo y yo. Consideré peligroso seguir viviendo en la aldea. La Santa Inquisición ya debía estar al tanto y en pocos días vendría a buscarme a mí también. Además, ansiaba salir a conocer el mundo después de tantos años de estudios y ostracismo. Una mañana de octubre de 1807 abandoné la ciudad. Dejé dos escritos: uno cediéndole los bienes a mi anciano hermano y el otro ordenando la libertad de mis esclavos. Una vieja mesa, una vieja silla y una vieja vida habían quedado en la pulpería; a orillas del Riachuelo, en el camino que en aquellos tiempos llevaba a la Ensenada de Barragán. Partí hacia el norte, ya tenía claro que sólo los desplazamientos continuos podían ocultar a un hombre inmortal.


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Por

FRANCISCO HINOJOSA

DE TRADUCCIONES Y DOBLAJES

LA N OTA NEGRA

@panchohinojosah

M

i esposa me lo advirtió: no la veas. Se refería a una secuela de la película Blues Brothers, traducida al español como Los hermanos caradura 2000 (también se tradujo como Granujas a todo ritmo). Cuando no le hago caso a sus recomendaciones casi siempre termino pagando mis errores. La película original la he visto al menos unas tres o cuatro veces y siempre la he disfrutado. Esta segunda parte, mal llamada secuela, a pesar de contar con músicos de la talla de Aretha Franklin, B. B. King, Eric Clapton, James Brown, Steve Winwood y Clarence Clemons, entre otros, resulta infumable. La vi, previo pago de una renta de diecinueve pesos, a través de Clarovideo. Los subtítulos están en español, salvo en las ocasiones en que los mafiosos rusos hablan en su idioma y sus diálogos aparecen traducidos al portugués: al cabo que para esta empresa, al parecer, ambas lenguas son la misma. Las segundas partes de un film o de un libro que tuvieron éxito en su momento rara vez compiten con el original. Y en ésta (ya sin John Belushi, que murió en 1982), el resultado es desastroso. El guión sólo quiere emular la primera versión y termina repitiéndose, con elementos fantásticos fuera de lugar, con escenas catastróficas predecibles y con personajes que no vienen al cuento, como el niño que acompaña a la banda. Un desperdicio para un reparto de músicos de primer nivel. Pero así se comporta el dinero que busca atraer más dinero. Volviendo a las traducciones, es común ver películas de Hollywood en las que los personajes mexicanos, la mayoría con papeles secundarios o circuns-

Las Claves

ES COMÚN VER PELÍCULAS DE HOLLYWOOD EN LAS QUE LOS PERSONAJES MEXICANOS HABLAN UN ESPAÑOL DE SEGUNDA LENGUA.

tanciales, hablan un español de segunda lengua, como si no existieran actrices y actores, que abundan en los Estados Unidos, que supieran pronunciarlo como locales. Aquí sí hay que ahorrar dinero y contratar a cualquiera que sepa decir unas cuantas palabras en mecsicanou. Hace algunos años asistí a una grabación en Miami de un corto animado que yo escribí. Hice el guión con el mayor cuidado y rigor a través de correos electrónicos que iban y venían de Escocia (los productores) a Uruguay (el director de la animación con plastilina) a los Estados Unidos (los realizadores) y a México (el guionista). El texto se tradujo al inglés, ya que formaba parte de una serie de cortos con cuentos de tradición popular de varios países del mundo y su lanzamiento sería en ese idioma. Para hacer la versión en español contrataron a una niña que apenas lo hablaba y para ponerla en tono le pidieron que repitiera muchas veces un anuncio que se escuchaba entonces en la televisión: “Yo quiero Taco Bell”. Pero allí no termina la historia. El texto (al que supuestamente yo fui a dar el aval a Miami) había sido vuelto a traducir a un supuesto español neutro, si es que eso existe, a partir de la traducción que se hizo al inglés, sin tomar en cuenta que existía un original que yo envié y trabajé. Supongo que en el presupuesto había dinero para pagarle a un retraductor. Otra película que vi recientemente por segunda ocasión fue Un día sin mexicanos (el sueño dorado de Donald Trump y de todos aquellos que votarán por él). En un par de ocasiones aparece en ella Raúl Hinojosa, primo mío y académico de renombre de la UCLA, bajo la identidad de

Abdul Hassan, para dar datos acerca de la importancia de nuestros paisanos en la economía de California. Con uno basta: 90 por ciento de los cultivos del estado dependen de la mano de obra ilegal mexicana, que por sí sola es la séptima economía a nivel mundial. La mayoría de los servicios no funcionaría sin la presencia de los latinos, como bien se exhibe en el film, aunque al parecer sí es una realidad en donde más podría tener cobijo: la televisión y la industria cinematográfica hollywoodense que toman a Hispanoamérica como tema en algunas de sus producciones, siempre habladas en inglés y con intervenciones de personajes de habla hispana que apenas balbucean la lengua.

Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ

LOS AFECTOS, del narrador y guionista boliviano radicado en Estados Unidos, Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981): incitante novela breve estructurada en dos apartados y un epílogo (Allá lejos), en los cuales se cuenta elípticamente la aciaga historia de una familia alemana emigrada a Bolivia tras la Segunda Guerra Mundial. Retrato de un desarraigo que se configura en un itinerario de Munich a La Paz, en armonía con los trances de un matrimonio y sus tres hijas (Monika, Heidi y Trixi) en los años cincuenta, sesenta y setenta del convulso siglo pasado: revoluciones, guerrillas, golpes militares, arbitrariedades del poder y consumación de la barbarie en buena parte de América del Sur. Cabeza de familia, Hans Ertl, trotamundos, impaciente alpinista obsesionado por las expediciones y por encontrar y filmar la antigua ciudad inca de Paitití, supuestamente enterrada en la selva amazónica junto a incalculables tesoros. Personaje ofuscado,

con ciertos rasgos de enajenación: la “tranquilidad familiar” lo transforma en un furibundo animal. Erlt necesita sentirse acosado por los trasiegos del viaje, por los riesgos y la búsqueda temeraria. Hasbún empalma —con verdadera maestría— voces, perspectivas, ángulos, espacios y tiempo desde una prosa trazada en la elipsis / contención y configurada desde improntas poéticas de convincente belleza. Cordilleras a cinco mil metros de altitud, selvas y poblaciones de adobe donde la gente rumia coca, implora en aimara y subsiste milagrosamente al frío. Estilo elocuente y sobrio de narrar este drama en que la extrañeza dialoga con la audacia. “El patriarca de la familia está obsesionado con la posibilidad de una ‘iniciación’. Instalo a los personajes de la empresa ideada por Hans Ertl en el extravío, perdidos en las entrañas de un país extranjero, lejos de casa, lejos del entorno familiar”, ha comentado quien es considerado por la crítica especializada

como “una de las voces jóvenes fundamentales de la nueva narrativa en lengua española”. Yuxtaposición de elementos de ficción con hechos reales: dos polos que se empalman y crean una desbordada tensión discursiva. Recurso que configura a esta fábula de elucidaciones y glosas enclavadas en total libertad relatora: “No me gusta depender de la historia, prefiero asumir las exigencias del estilo que demanda la narración. En ese sentido, fui tanteando hasta dónde quería llegar. Apelé a las referencias históricas pero me ganó la irreverencia y la irresponsabilidad”, confiesa el también autor de El lugar del cuerpo, novela muy bien recibida por la crítica española. Mudanzas de lugares, falsificaciones e intromisión en la vida interior de la familia Ertl. Desatino entre ficción y no ficción, entre biografía y leyenda. Exploración en las emociones de los personajes desde los trances de sus acasos. Hasbún sabe exhibir con tino las secuelas que arrastran los gestos insensatos del ser humano.

LOS AFECTOS

Autor: Rodrigo Hasbún Género: Novela Editorial: Penguin Random House, 2016.


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V I A J E S E N T I M E N TA L POR BOWIE

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

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CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

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l fallecimiento de Bowie ha desencadenado innumerables reacciones. Algunas demenciales, como la teoría de que protagonizó un suicidio asistido. Si bien es cierto que Bowie utilizó su muerte como parte del proceso creativo de Blackstar, su último disco, eso dista mucho de una intención deliberada por abandonar el mundo. Resulta escalofriante la exactitud milimétrica con que se sincronizaron la salida del álbum con el deceso del artista. Se achaca al control absoluto que mantenía Bowie sobre su carrera. Sin embargo, tal control es relativo. El silencio que mantuvo durante diez años no pudo ser desde ningún ángulo una estrategia de marketing. Ahora sabemos que fue la enfermedad la que lo tuvo sometido al retiro. Los pormenores de sus padecimientos quedarán sepultados en el misterio. Al principio se manejaba que había sufrido un infarto, la última cifra arrojada fue de seis. Poco importa ahora cuántos hayan sido, para un odisea que siempre se mantuvo en la privacidad lo público no puede arrojar ninguna luz. Lo que ocurrió fue que Bowie supo aprovechar como nadie el tiempo de vida que le restaba. No es difícil inferir que fue diagnosticado. Y las claves que arrojó en su obra son ahora bastante transparentes. Bowie es Lázaro, pero por su disco anterior. Sus días estaban contados. Resucitó con The Next Day. Y vaya manera de levantarse y andar. Es sin duda el regreso más significativo en la historia de la música. Pero como a Lázaro, la muerte

NO DEJA DE SORPRENDER QUE HASTA AHORA EL MEJOR LIBRO SOBRE BOWIE LO HAYA ESCRITO UN FILÓSOFO.

El sino del escorpión

lo asaltaría poco tiempo después. En el inter alcanzó a fraguar una despedida: Blackstar. La teoría del suicidio resulta disparatada porque no aporta nada a la leyenda. Si algo demostró Bowie es que aún tenía cosas que decir al mundo. El disco que se publicará próximamente con canciones de las sesiones de Blackstar presume que todavía quedaban discos dentro de él. Otras de la reacciones que suscitó su partida fueron justicieras. Como el hecho de convertirse en número uno en Estados Unidos en toda su carrera. Por fin recibió el reconocimiento que merecía. Es triste, pero con su muerte le abrió los ojos a una industria fría y especulativa. Como ocurrió siempre con él, al final se salió con la suya. Y otras reacciones fueron sencillamente conmovedores, como Bowie (Sexto Piso, 2016) de Simon Critchley, un viaje sentimental por su obra dentro del viaje sentimental de un filósofo. Un libro breve, como una exhalación, pero significativo hasta la médula, cargado de sentimiento. Que no deja de evocar la despedida que le prodigó Lou Reed a Andy Warhol en Magic and Loss. Homenaje que Bowie le extendió al propio Lou en “Where are we now?” Uno de los antecedentes más cercanos al libro de Critchley es Escuchando a The Doors de Greil Marcus. Los hermana su talante evocativo. Pero a diferencia del libro de Marcus, donde existe demasiada libertad interpretativa y asume el papel de notario histórico, como si hubiera estado presente en

los acontecimientos que vivieron los Doors, Critchley se dedica a establecer un paralelismo (sin abusar en cuanto a patetismo, y sin nunca enaltecer lo autobiográfico como valor principal de la obra) entre los años vividos y los momentos en la discografía de Bowie que esos mismos años le depararon. Y el resultado es un libro hermoso. No especulativo, como el de Marcus. Una colección de viñetas que entrañan momentos de gran belleza. Descritos con una humildad enternecedora. Es innegable que el mejor biógrafo de Bowie es Bowie mismo. Así lo demuestra lo ocurrido con su muerte. Pero no deja de sorprender que hasta ahora el mejor libro sobre su figura lo haya escrito un filósofo. Lo primero que uno piensa al acercarse a la contraportada del libro de Critchley es que se enfrentará a una obra dedicada a analizar exhaustivamente cada simbolismo en el arte de Bowie. Es todo lo contrario. Un libro escrito desde el corazón. Un libro sobre la pérdida. Sí del fan. Pero también de varias generaciones. Y por qué no, de aquellos que ya no van a correr con la dicha de poder contar con Bowie. Aquellos que nacerán y no podrán atestiguar la salida de otro disco suyo. Sobre todo para ellos es este libro. Una guía del sentimiento sobre la figura de Bowie. Por estos días circula en las redes sociales una playera con una ilustración de Charlie Brown y Snoopy que dice: “I still miss David Bowie”. El libro de Critchley es todo lo que está detrás de esa imagen. C

Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza

Gentrificación criminal: De la Condesa a la Roma EL ESCORPIÓN lo escribe con melancolía: nació y creció entre el Bosque de Chapultepec y el Parque España. La colonia Roma de la capital del país es su patria de infancia y en sus calles vivió los mejores años de su pubertad y los primeros de la adolescencia. En su memoria permanecen las imágenes vívidas de las calles arboladas y los parques donde reptó de alacrancito. Cuando festejaba sus 15 años, el artrópodo vivió un gran cambio en su colonia: era 1969 y se inauguró la estación Chapultepec del Metro. Antes de una década se abrieron también los ejes viales y, en los ochenta, creció la explotación inmobiliaria y la transformación de las casonas, vecindades y privadas en condominios o torres de apartamentos. En los noventa, y aún más en el nuevo siglo, se inició la gentrificación de esas zonas. La palabra se deriva del inglés y

no es admitida por la Academia, pero Wikipedia la define como “el cambio en las condiciones y equipamiento de un barrio para atraer inversiones adicionales y mejorar la calidad de vida integral”. Para la Fundación del Español Urgente, el término en español sería “elitización residencial”. El proceso de gentrificación se da cuando un grupo de personas con capacidad económica media o alta descubre un barrio pobre, comercialmente degradado y depreciado, el cual ofrece una buena relación costo-calidad. Estos arribistas aprovechan así los bajos precios y la plusvalía para instalarse en la zona. En muchas calles de la Roma se mantienen sus habitantes y pequeños comercios originarios, pero su colonia vecina, la Condesa, es ejemplo hórrido de gentrificación irrefrenable. Con los

condominios, lofts y alquileres efímeros online tipo Airbnb; con las rediseñadas vialidades, los bistrós, Starbucks, bares y antros, proliferaron también el ruido, el tránsito vehicular y los tumultos, la estruendosa vida nocturna y el consumo de alcohol y drogas. El rastrero desprecia la gazmoñería y apoya las adicciones, preferencias y acciones de cada quien en tanto no afecten al prójimo, pero las presuntas bondades de la gentrificación trajeron también (por incapacidad o complicidad de las autoridades) el control de la Condesa por parte del crimen organizado. Así lo prueban las amenazas a los escritores Héctor de Mauleón y Rafael Pérez Gay, y a una creciente lista de periodistas, por destapar la cloaca delincuencial del rumbo. El artrópodo respalda sus denuncias. C

LA CONDESA, ES EJEMPLO HÓRRIDO DE GENTRIFICACIÓN IRREFRENABLE.


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LUIS EDUARDO AUTE “ANTES QUE TODO HE SIDO PINTOR” Luis Eduardo Aute (1943) bebe un café. Ocho de la mañana con treinta minutos. “No me peiné”, bromeó sentado en la sala de un hotel en México. Antes de comenzar la entrevista, le pregunté sobre su infancia. Recordaba algo en particular, cuando él tenía siete años: las revistas españolas en las que descubrió el deseo por las mujeres. Y cómo la “pornografía soft” lo llevó a definir su vocación artística. “Como todos los niños, me escondía de mis padres al ver las revistas con chicas. La mujer fue el gran hallazgo de mi vida, es decir, desde el punto de vista erótico. ¡Es muy temprano para hablar de esto!”.

La explosión creativa de entonces fue tal, que se convirtió en compositor, cantante, director de cine, actor, escultor, escritor y pintor. Oriundo de Filipinas y naturalizado español, Aute es un creador heterogéneo, su primer álbum discográfico lo publicó en 1966, y, paralelamente a su carrera musical, que incluye canciones como “Alevosía”, ha publicado una decena de poemarios, dirigido siete filmes y expuesto su obra pictórica en España, Francia, Estados Unidos y Cuba. Esta entrevista, hasta hoy inédita, fue realizada en el año de 2010.

Por

ESGRIMA

¿Cómo es un día común en su vida? Cada día es distinto al anterior. No se repiten, salvo cuando estoy grabando un disco o terminando de componer canciones. Esos días sí se parecen entre sí porque voy al estudio a la misma hora, pero fuera de eso, ningún día se parece a otro. Soy muy indisciplinado. El más indisciplinado de las disciplinas. Entonces, ¿cómo pone orden a sus creaciones? Estoy en contra de que a las actividades creativas las llamen disciplinas. ¿Por qué? Porque la disciplina, en esencia, se encuentra en el ámbito militar. El acto creativo es contrario a esos reglamentos. Yo pienso que el artista debe ser indisciplinado, y admiro a las personas que siguen una disciplina de trabajo, que se levantan a las ocho de la mañana y escriben, pintan. Yo escribo cuando puedo, cuando tengo el estado de ánimo que requiere esa situación. Escribo cuando se me ocurre algo y esto puede suceder en mi casa o andando por la calle, en un bar o en el coche.

HAY ESCUELAS PARA MUCHAS COSAS, PERO NO HAY SITIO DONDE TE ENSEÑEN A ESCRIBIR CANCIONES COMO TAMPOCO A ESCRIBIR POESÍA, ES UNA EXPERIENCIA PERSONAL, CADA UNO ES SU PROPIO MAESTRO.”

¿Cómo es ese estado de ánimo? Es melancolía, contrariedad; sucede cuando descubres algo que no tenías en cuenta, como un sentimiento de dolor; o cuando experimentas un conflicto, cuando te enteras de algo o te sucede algo. Son muchos factores los que intervienen, pero siempre tiene que haber un estado de ánimo particular. Si no explota ese estado de ánimo, no tiene ningún sentido. No sé si se llama inspiración. Usted es un creador bastante diverso. ¿Con qué disciplina se siente más cómodo? También depende del estado de ánimo. Hay un estado de ánimo que me impulsa a escribir o a construir canciones, y en otras ocasiones estoy conforme con la idea de que quiero quedarme en el estudio para ponerme a planchar con pintura cualquier tipo de objeto. Pero, para responder a esta pregunta, en la actividad en la que me siento más cómodo o más libre es pintando.

Arte digital > STAFF >La Razón

ALICIA QUIÑONES Sobre todo porque empecé a pintar desde muy chico. Antes que todo, he sido pintor. En mi casa tengo un taller de pintura, mas no estudio de grabación. Cada vez que puedo me meto en el estudio y manipulo materiales. Me siento cómodo porque la pintura es una actividad que involucra la libertad. No hay ningún concepto que debo seguir. Es un espacio en blanco y uno puede ocuparlo sin ningún tipo de corsé, puedes estallar siempre y cuando seas congruente con lo que quieres comunicar y lo que sientes. Sin embargo, en la escritura hay que trabajar con palabras, y son muy tramposas, jineteras, traidoras, hay que saber utilizar cada palabra. Y si compones una canción, más todavía, porque hay que contar en tres o cuatro minutos una reflexión, una idea, tienes que hacer que la gente se interese, pero debes ceñirte a las reglas de la rima y la métrica; hay una estructura que debes respetar.

mismo). Otras veces llega a la mente una melodía, y esa melodía provoca una serie de palabras. Generalmente yo trabajo en conjunto, surge una frase con melodía. O con una melodía que provoca las palabras. No sé explicarlo. Es curioso que cualquier trabajo se puede aprender, si quieres ser médico vas a la escuela, hay escuelas para muchas cosas, cualquier tipo de profesión, pero no hay sitio donde te enseñen a escribir canciones. Como tampoco a escribir poesía, es una experiencia personal, cada uno es su propio maestro. Por eso es muy difícil explicarlo. Cada canción surge de una manera distinta. Esto es lo que han llamado el misterio de la canción.

Eso que más le cuesta es lo que lo ha hecho famoso: las canciones. Cuando escribo canciones es una tortura, porque hay que respetar esas reglas del juego. Además, la música y las palabras deben están tan unidas que parecen ser una misma materia. Escribir una buena canción es probablemente una de las artes más complicadas. Los intelectuales consideran a la canción un subgénero, pero estoy en contra de eso: en realidad la canción es un supragénero porque tiene un alto grado de dificultad, y me refiero a las buenas canciones. Una canción cualquiera la escribe cualquiera, pero una buena canción, no cualquiera la logra. Requiere de mucha entrega y disciplina (en este caso sí hay disciplina). Debes combinar muchas cosas para lograr que la gente que escucha una canción la haga parte de su vida y la cante cuando camina por las calles. Esto no sucede con un poema o una novela. Eso de cantar debajo de la ducha es algo que sólo se hace con las canciones, no con una novela.

¿A qué atribuye que su obra tenga un breve toque de reflexión social? En uno de mis discos, Intemperie, intento reflejar precisamente el estado de ánimo de los tiempos que vivimos. Tensión y depresión colectiva, desánimo, desesperanza, ausencia de un futuro claro; reflejo la crisis en todos los sentidos: en la economía, la comunicación, la educación, la pareja. Y como todo está en crisis, estamos en una mutación, estamos cambiando de edad histórica, como sucedió en la Revolución Francesa; ahora estamos migrando a la postmoderna, o como se le llame. Todo eso es la sustancia de mi material.

¿Cómo se hace una buena canción? Cada canción nace de una manera distinta, algunas nacen de una frase que viene sin música, de una frase que claramente está pidiendo tener formato de canción (no de poema, sino de canción: son primos hermanos, pero no son lo

Pero tiene a sus poetas de cabecera, aquellos que alimentan la creación literaria. Hay dos con los que siempre he sentido afinidad: Paul Éluard y Carlos Edmundo de Ory, el gran poeta actual en lengua castellana.

¿Por qué ha elegido México para escenario de algunas de sus obras musicales? México es el país que más me conmueve. Es el país más ecléctico que hay en el mundo. Como bien lo dijo Breton. Una de mis canciones es un homenaje a Serguei Einsenstein y su película inacabada sobre México, la canción, de alguna forma, responde a la pregunta. México es una ficción donde se mezclan todo tipo de signos y de tópicos, aquí tienen desde pirámides hasta narcotráfico; desde Juan Rulfo hasta el culto a la muerte; tienen a Frida, Cantinflas, Jorge Negrete, el tequila, el peyote, la mariguana, Garibaldi, los toques, Pancho Villa; es tal amalgama de materiales la que constituye a este país como algo insólito.


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