BOLETÍN PASTORES ENERO

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Coordinado Por el equipo diocesano de pastoral sacerdotal

DIÓCESIS SONSÓN-RIONEGRO

No 55 Enero de 2011

Pastores La expresión más auténtica y más novedosa de la Evangelización tiene que pasar por el amor, la concordia, la fraternidad. De hecho, tenemos un buen Plan Diocesano de Pastoral, y aunque podríamos tener nuevos y más adecuados lenguajes, asumir métodos pastorales más modernos y actualizados; siempre debemos tener en cuenta que la traducción más hermosa y clara del Evangelio es el amor y la unidad en nuestra fraternidad sacerdotal.

Editorial Monseñor Darío Gómez Zuluaga Administrador Diocesano

No puede haber una Nueva Evangelización, “nueva en su ardor, en sus métodos y en sus expresiones”, si en el corazón de todo el presbiterio no arde el fuego del Amor de Dios que nos lleve a buscar de todas la maneras posibles, el camino de nuestra fraternidad y unidad sacramental. El primer paso o condición de la auténtica fraternidad es dejar que el amor de Dios sea derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (cf. Rom. 5,5). Esto nos exige la búsqueda de una sólida espiritualidad que nos haga dóciles y, al mismo tiempo, nos lleve a trabajar en la concreta realidad de nuestra diócesis, en el fomento de la fraternidad dentro de nuestro presbiterio, como sacramento primordial de la caridad que debemos vivir con todos los hermanos y hermanas de nuestra Iglesia particular.

Pasando por las experiencias de todos los días, nosotros comprendemos la necesidad del hermano, del amigo, del guía; pero muchas veces el activismo, las urgencias y todas las preocupaciones pastorales nos absorben. Por esto, el campo de nuestra fraternidad debe ocupar el primer lugar de nuestro interés. El Señor nos ha hecho para vivir en la unidad y como signo de los tiempos se nota la inquietud de fomentar nuestra fraternidad como primera razón de la pastoral sacerdotal hacia nuestro mismo presbiterio. La primera fuerza creíble de nuestra fe es que nos amamos mutuamente. El Boletín “PASTORES”, en esta nueva etapa de publicación, quiere ser una sencilla ayuda en nuestro trabajo por lograr cada vez más nuestra fraternidad. Lo acogemos todos con cariño y responsabilidad, aprovechándolo para nuestra oración, estudio y reflexión, tanto personal como, sobretodo, en el equipo pastoral. Este Boletín quiere ser también un medio para que todos compartamos nuestras reflexiones y experiencias pastorales por medio de artículos sencillos y cortos que, sin duda, serán de gran riqueza para nuestra comunidad presbiteral. Atendiendo las sugerencias de muchos hermanos, a partir del próximo número se integra el boletín con la programación mensual de pastoral. El Buen pastor bendice este esfuerzo que encomendamos a nuestra Madre la Virgen del Rosario de Arma.


Para comentar ...… “Más una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil años, son como un día” (2 Pedro 3,8). Un nuevo año puede valer una vida, o mejor una eternidad. Un famoso rabino afirmaba: “Existen algunos que se ganan la eternidad a lo largo de una vida, y otros que se la ganan en un instante”. Tenemos un buen ejemplo que nos ayuda a comprender esta realidad: el minuto del ladrón en la cruz. Ese instante valió una vida; aún más, valió toda una eternidad. En el calendario de Dios, los días, los años, los milenios no se miden según nuestras cronologías, porque Él mide por la intensidad, la densidad y el significado del tiempo, no por la cantidad. Así una hora, un día, un año, puede hacer insignificante o admirablemente importante toda la vida, la de acá y la del futuro escatológico, El momento del abrazo con el Padre misericordioso, le hace recuperar al hijo todo lo malgastado durante el largo tiempo de la lejanía. No es pues, que tengamos un nuevo año a nuestra disposición, se trata más bien de vivirlo lo más intensamente posible en cada momento, en cada segundo, en cada hora. Es que el valor de la vida no depende de lo que dure en el tiempo, sino en las ilimitadas posibilidades que nos ofrece en cada segundo o minuto. Cada segundo es único e irrepetible, pasa y no volverá jamás. El tiempo es la presencia de la eternidad en el espacio y en el mundo. El tiempo no es otra cosa que la eternidad anticipada. Mirando el tiempo desde la perspectiva de Dios, tenemos que afirmar que nunca se pierde nada: las cosas, los acontecimientos, las acciones pasan, pero su valor tiene que estar siempre referido a Dios. El tiempo pasa, pero en Dios no pasa nunca, porque si vivimos en Él, todo se vuelve duradero y eterno. Vivimos pues en esta doble dinámica de la temporalidad y de la eternidad. Nuestra vida es breve, pero si entramos en el dinamismo divino, permanecerá para siempre.

El tiempo se forma por momentos: un año y otro año, pasado, presente, futuro, día y noche; la eternidad es un todo, no la suma de momentos: es el momento presente que continúa para siempre. La eternidad no comienza cuando el tiempo se acaba, pero puede valer infinitamente a partir de un momento vivido plenamente en la fe y en el amor. Un momento cálido en Dios vale toda una eternidad. Para Él, un acontecimiento que sucedió y pasó, permanece para siempre. Pensemos: un rato de oración, el momento de la presidencia eucarística y sacramental, un gesto de perdón y reconciliación, una palabra afectuosa y sincera, una predicación, una clase, el descanso… en fin, todos los minutos y segundos del nuevo año, no pasarán, en Dios permanecerán para siempre. Serán un “acontecer siempre” porque simplemente están presentes en el amor de Dios, que no pasará jamás. Cada segundo es un enviado de la eternidad que vuelve a la eternidad. Tenemos la sensación de que todo se va perdiendo, que vienen los años y se nos acaba la vida; pero si vivimos cada instante en el amor, vuelve a su fuente que es Dios. Acojamos este nuevo año llenando cada uno de sus instantes de verdadera vida, de pensamientos grandes, de conciencia, de compromiso, en una palabra: de amor. Bernardo Parra A. Pbro.


Para

y reflexionar recordar

El término “Padrinazgo”, es familiar en nuestras comunidades. Desde niños lo estamos escuchando en referencia a distintas actividades, particularmente las misioneras. Recordemos a nuestras comunidades cristianas, que de manera particular y con fervoroso entusiasmo, celebraban el mes de octubre con oraciones, limosnas y sacrificios… Se distinguían los padrinos en la comunidad porque era su papel convocar y realizar los más diversos actos a favor de la acción misionera de la Iglesia; veamos algunos como ilustración: rifas, bazares, cuotas pro-bautismales, becas, mesas petitorias, comedores, búsqueda de legados… Sus mentes y sus corazones entusiasmados por el evangelio hacían la fiesta misionera: Lemas, revistas, pláticas, buscando en el nombre del Señor, hacer sentir a los cristianos la obra misionera de la Iglesia como propia, promoviendo además las vocaciones, capaces de darlo todo por la misión El Papa Benedicto XVI, en su reciente exhortación: “VERBUM DOMINI” No. 94 nos recuerda la imperiosa responsabilidad de trabajar por las misiones, como respuesta de fe a la gracia bautismal, y asevera textualmente: “Ningún creyente en Cristo puede sentirse ajeno a

esta responsabilidad que proviene de su pertenencia sacramental al cuerpo de Cristo”. Y agrega: “Se debe despertar esta conciencia en cada familia, en cada parroquia, en cada asociación y movimiento eclesial”, y finalmente: “La Iglesia como misterio de comunión, es toda ella misionera, y cada uno en su propio estado de vida, está llamado a dar una contribución incisiva al anuncio cristiano”. ¿Cómo crear, fortalecer e incentivar padrinazgos y nuevas vocaciones misioneras? Hagamos caso a la palabra de Dios que nos invita a la contínua conversión, sin ella, no saldremos de nuestros propios egoísmos, que no nos deja ver claro las necesidades de la Iglesia y del mundo. Una actitud profunda de conversión nos llevará a Jesús Maestro, y Él, nos propondrá entonces, ser sus colaboradores o padrinos en la construcción de su Reino. La colaboración con las misiones es una respuesta de fe cristiana, es un deber y es un derecho. (Cf R. Ms 77). Por ser cristianos debemos ser misioneros. Cada uno de los fieles ha de preocuparse por las misiones, según sus posibilidades y conforme a su vocación. Pbro. Gilberto Muñoz Villegas Coordinador del Servicio Misionero Sacerdotal


Para nuestro

retiro mensual Respecto a los sacerdotes, quisiera también remitirme a las palabras del Papa Juan Pablo II, el cual, en la Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores dabo bobis, ha recordado que “el sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo”. (N° 15) Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: “no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que también es necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (I Cor 2,16) (P.D.V. 26). Consiguientemente, sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una transparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; “solamente ‘permaneciendo’ en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre” (ibid).

Palabra de Dios

y ministros

ordenados Presentamos este tema, tomado de la Exhortación Apostólica Postsinodal “Verbun Domini” del Papa Benedicto XVI, números 78 y 80. “Dirigiéndome ahora en primer lugar a los ministros ordenados de la Iglesia, les recuerdo lo que el Sínodo ha afirmado: “La palabra de Dios es indispensable para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra”. Los obispos, presbíteros y diáconos no pueden pensar de ningún modo en vivir su vocación y misión sin un compromiso decidido y renovado de santificación, que tiene en el contacto con la Biblia uno de sus pilares.

En definitiva, la llamada al sacerdocio requiere ser consagrados “en la verdad”. Jesús mismo formula esta exigencia respecto a los discípulos: “Santifícalos en la verdad. Tu Palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo” (Jn 17,17-18). Los discípulos son en cierto sentido “sumergidos en lo íntimo de Dios mediante su inmersión en la Palabra de Dios. La Palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los purifica, el poder creador que los transforma, en el ser de Dios” (Homilía en misa Crismal - 9 de abril de 2009. 355). Y puesto que Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha carne (Jn1,14), es “la verdad (Jn 14,16), la plegaria de Jesús al Padre, “santifícalos en la verdad”, quiere decir en el sentido más profundo: “Hazlos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos dentro de mí. Y en efecto, en ultimo término hay un único sacerdote de la Nueva Alianza, Jesucristo mismo” (ibíd. 356). Es necesario, por tanto, que los sacerdotes renueven cada vez más profundamente la conciencia de esta realidad”.


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