HOMILÍA EN LA CENA DEL SEÑOR Con esta celebración de La Santa Cena y del Lavatorio de los pies por parte del Maestro y Señor, Jesús, a sus discípulos, entramos en los tres días más densos y profundos de cada año, visto desde la fe. Ellos nos llevan a ver el rostro anterior del Jesús de hoy, del Jesús Resucitado, cuyo Espíritu está con nosotros: es el rostro de su pasión, su crucifixión y muerte, de su sepultura y del sepulcro vacío, de su victoria sobre la muerte y sus apariciones como cuerpo glorioso, que permanece sacramentalmente unido a nosotros, a nuestra tierra. Son inseparables el Resucitado victorioso y el Crucificado vencido y doblegado por el peso del pecado humano, condenado a muerte de cruz, a ser Él mismo el Cordero Inmolado “que quita el pecado del mundo”, que quita de nosotros el pecado que nos separa de Dios y nos enfrenta a unos contra otros. Estos dos rostros de Jesús iluminan con la esperanza nuestras vidas y nuestra historia, no pocas veces desesperadas y tenebrosas. Estos dos rostros de Jesús hacen que asumamos, cada uno y todos unidos, nuestro drama del mal y de las violencias, de corrupción y de manipulación perversa. Cada gesto, cada signo cada palabra de Jesús, se convierten en un EVANGELIO, en memorial que relaciona su persona con lo que somos, vivimos y sufrimos. El gesto inaugural de estos días es el de un Maestro y Señor que se sienta con los suyos a la mesa, para transformar la última cena que celebraron los israelitas en su esclavitud de Egipto, en la primera eucaristía del Nuevo Israel, del Pueblo Cristiano. Una Eucaristía marcada ya, no por el afán de salir, sino por la alegría de estar con Jesús, de agradecer y compartir. Marcada ya, no por el instinto de vencer y librarse del enemigo, sino por el deber de servir a los otros y y de darle muerte al EGOÍSMO, que es el principal enemigo de la humanidad y de cada persona. Ver a Jesús que se levanta de la mesa, se quita el manto, se ciñe el delantal, se arma de toalla, jarra y ponchera, para hacer la labor del esclavo que eleva como amos a sus prójimos, así tenga ascendencia sobre ellos: este es el Evangelio del Jueves Santo, del inicio anual a la fiesta de Pascua. La imagen del pobre y humilde Mesías que monta un burrito “agüamacero” para expresar el triunfo de la verdad y del amor, como lo vivimos el Domingo de Ramos, se concreta en este gesto de servidor y dignificador de los demás. No es el hombre que tiene poder “para servirse de los demás”, que usa dicho poder recibido para obtener una ilegítima ventaja a favor de sí mismo, de sus intereses privados y corruptos. Es el hombre “que sirve a los demás”, a sus necesidades, a su dignidad y derechos, con la humildad de ser un servidor que los invita a multiplicar la servicialidad, la honestidad y la trasparencia.
No es el hombre que usa sus manos para mover los hilos de los títeres en que convierte a otros, para MANIPULAR personas y Medios, hechos y realidades, a favor de sus intereses económicos, políticos, ideológicos o religiosos. Es el hombre que pone, más bien, sus manos sobre los pies sucios y cansados de su prójimo, para elevar su autoestima y educar su conciencia en el valor del SERVICIO. No es el Pilatos que se lava las manos o que lincha a quien le proponen los estrategas del poder, o que echa sobre otro toda la carga de lodo y suciedad que lo desfigure: es el Maestro que se arrodilla para lavar los pies y limpiar el rostro de los demás. De Él necesitamos aprender y recibir la gracia de seguirlo e imitarlo. Dos grandes males de nuestros tiempos, la corrupción privada y pública, y la manipulación mediática y política, quedan al descubierto, y son superados por este gesto de Jesús. Instituir la Eucaristía y el Sacramento del Orden Sacerdotal, dar el Mandamiento Nuevo del Amor Servicial, son la manera de la que se vale Jesús para perpetuarse como Camino, Verdad y Vida, en todos los tiempos y generaciones. Este cuadro sacramental de la última pascua de Jesús y de la Primera Eucaristía o AGRADECIMIENTO por el Amor humilde de Dios, lo vivimos este año 2017 en un recuadro histórico marcado por la tragedia natural de Mocoa y la peor aún del terror humano que masacra a inocentes en el mundo. Se pierden vidas, personas y muchas cosas. Las cosas se recuperan, las personas muertas no. Por eso, hoy nos detenemos ante el dolo, para reponer cosas con la generosidad del compartir fraterno. Pero NECESITAMOS DETENERNOS con el silencio y el sollozo de nuestras lágrimas, las lágrimas del alma humana, porque las tragedias del odio son las que, no solo nos arrebatan vidas y cosas, sino que oprimen el espíritu, hieren la esperanza, hacen sangrar a la humanidad entera, ofenden gravemente a Dios. Hoy damos gracias, aún en medio de esta tragedia, por JESUCRISTO, por su enseñanza y ejemplo, por su Cruz de perdón y de resurrección. Porque TENEMOS A JESUCRISTO, ¡nadie ni nada nos podrá arrebatar la esperanza! Y damos gracias a Dio, tenemos que hacerlo, por el testimonio que nos dan, desde la tragedia y sus escenarios, tantas personas: víctimas, voluntarios, gobernantes, empleados públicos, instituciones, comunicadores. Tantos signos de servicialidad y entrega por los demás, que deben llevarnos a derrotar unidos LA VIOLENCIA, LA CORRUPCIÓN Y LA MANIPULACIÓN. La humilde Sierva del Señor y Servidora del prójimo, María, nos ayude a imitar como Ella a Jesús. Amén.
+DARÍO DE JESÚS MONSALVE MEJÍA Arzobispo de Cali