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LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ FAMILIA: CRUZ Y VIDA
Mons. Luis Fernando Rodríguez Velásquez Obispo Auxiliar de Cali
INTRODUCCIÓN
Cuando acompañamos a Jesús pendido en el madero de la cruz, echamos una mirada alrededor suyo y encontramos que hay muchas personas, la mayoría curiosos que participan del escarmiento público de personas condenadas a una muerte ignominiosa. Pero hay un detalle, no todos estaban curioseando o cumpliendo una orden de Pilato, había dos que no lo abandonaron, ni siquiera en el máximo del dolor y del suplicio. Estas personas lo conocían y lo amaban. Eran su madre, María y Juan el discípulo fiel. Eran su familia en la tierra. Esta escena, en este año, nos invita a pensar en la familia. Es el año del Sínodo sobre la vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo; es el año en que como Iglesia Arquidiocesana de Cali, nos proponemos hacer entrega del Evangelio; es el año en que de nuevo miramos la familia con esperanza y con el ferviente deseo de que ella sea en verdad, buena nueva de salvación para la sociedad.
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Cada uno de nosotros provenimos de una familia concreta y conocemos desde dentro las luces y sombras, las alegrías y las penas que tienen y padecen. Por eso, mirando al Crucificado, e iluminados por la Carta magna de las familias, la Exhortación Apostólica “Familiaris consortio”, de San Juan Pablo II, el Papa de la familia, vamos a acompañar a Jesús en familia, y a tratar de aplicar, de hacer suyas, cada una de sus palabras, de manera que ellas sean para nuestras familias, bálsamo en el dolor y las tristezas y en la prosperidad fortaleza. Cristo de la cruz, con fe te encomendamos nuestras familias. Que tu sangre las sane, que tu sangre las redima y que tu muerte se convierta para cada una de ellas en fuente de vida y salvación. Amén.
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I "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." (Lucas, 23, 34) EL AMOR LO PUEDE TODO: LA FUERZA DEL PERDÓN
“La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a hacer la experiencia gozosa y renovadora de la «reconciliación», esto es, de la comunión reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada” (Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 21). Jesús, el Hijo de Dios, el Cordero inocente, libremente asumió las consecuencias de un juicio inicuo, de un juicio en el que por decir y mostrarse como era realmente, como Hijo de Dios, fue condenado a morir. Cuánto bien hizo Jesús, “pasó haciendo el bien” dice el libro de los hechos de los Apóstoles, pero los suyos, como dice San Juan en su prólogo, no lo recibieron. Jesús tenía motivos de sobra para guardar rencor, para odiar, para condenar, para maldecir. Desde la altura Jesús nuevamente pudiera haberse lamentado, como una vez lo hizo de Jerusalén que lo rechazó y no quiso entender sus signos y milagros.
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A su alrededor, solo griterío, lamentos e insultos. El líder a quien tantos seguían, estaba solo, abandonado a su propia suerte, y de sus labios, como al estilo de Job, que nunca renegó de Yavé – Dios, sólo brotan unas breves palabras: “Padre, perdónalos”. De su corazón lleno de amor no podía esperarse otra cosa sino la intercesión. Para eso vino al mundo, para ser puente de vida entre los hombres y el Padre del cielo. Por eso hace esta súplica que se vuelve luego justificación: “porque no saben lo que hacen”. La verdad es que ellos sí sabían que era inocente, pues eran muchos los intereses que movían este juicio. Lo único que no habían entendido es que era Hijo de Dios, y cuando lo dijo, los escandalizó. ¡Oh Jesús del madero, qué gran lección nos das! Cuánto deben aprender nuestras familias de tu inmenso amor. Cuánto nos falta saber perdonar al esposo, a la esposa que cometen errores; cuánto falta saber perdonar a los hijos que se desvían del camino; cuánto nos falta saber perdonarnos a nosotros mismos que por el contrario, sí sabemos lo que hacemos, sí somos conscientes de nuestros actos. Muchas de las crisis de nuestras familias tienen su origen en nimiedades, problemas prácticamente insignificantes que tocan sobre todo “el ego” de las personas: que dijo, que no dijo; que saludó, que no saludó; que dijo verdad, que dijo mentira; que no cumplió su palabra; que me hizo quedar mal; en fin, asuntos sin mayor trascendencia que la que le damos, fruto, generalmente de nuestra soberbia y orgullo. Y muchos se dejan de hablar y ninguno quiere perdonar. ¡Y decimos que hay amor! El verdadero amor es el de Jesús que, con razones de peso para odiar, supo perdonar, y no sólo eso, quiso interceder para que todos fueran perdonados. Cristo del perdón, enséñanos la virtud de perdonar. Danos la fuerza para erradicar nuestros orgullos, y muéstranos el camino de la reconciliación en familia.
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Has que aprendamos de ti a perdonar de corazĂłn, a descubrir la fuerza del amor que lleva, no a ser ingenuos, sino a perdonar para asĂ encontrar el camino de la felicidad plena y de la paz. AmĂŠn.
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II "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso"(Lucas, 23, 43) EL SUEÑO DE LOS PADRES: LA REALIZACIÓN DE LOS HIJOS
“En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido. Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro, si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes y de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana. Y por eso, ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la humanidad, a todos los niños del mundo, sino un futuro mejor en el que el respeto de los Derechos del Hombre llegue a ser una realidad plena en las dimensiones del 2000 que se acerca?»... La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario — material, afectivo, educativo, espiritual— a cada niño que viene a este mundo, deberá constituir siempre una nota distintiva e irrenunciable de los cristianos, especialmente de las familias cristianas; así los niños, a la vez que crecen «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres», serán una preciosa ayuda para la edificación de la comunidad familiar y para la misma santificación de los padres”. (Familiaris consortio 26). Tres condenados a muerte. Los tres saben que está todo por terminar. Sin embargo cada uno asume ese momento desde distintas posiciones:
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Para uno, su vida ha perdido el norte. La dureza del corazón no le ha permitido descubrir la grandeza de la dignidad de su vida. Justifica su historia con la soberbia, el reclamo y la burla. Ha perdido la fe. Por el contrario, el otro crucificado sabe que es importante. Con humildad reconoce sus faltas y se encomienda al Rey de reyes. No sabía lo que le esperaba, sólo se puso en las manos del Todopoderoso. Había recuperado la fe. Y está Cristo, en medio de ellos. El Señor, que es la manifestación del amor del Padre, quien desde la cruz no dejó nunca de buscar el bien para todos. Cuánto estaría esperando que no sólo este ladrón, sino toda la humanidad, le dijera con esperanza: “Señor, acuérdate de nosotros cuando estés en tu reino”. “Señor, sálvanos que perecemos”, y seguramente también escucharíamos las mismas palabras dichas en el calvario: “Hoy estarán conmigo”. En la familia, los padres tienen una grande responsabilidad que tiene su origen en la misma naturaleza. Ellos, aun en medio de las penurias o de las bonanzas, buscan para sus hijos lo mejor. Se sacrifican, trabajan arduamente, y en un lenguaje coloquial, hasta “se sacan el pan de la boca para dárselos a sus hijos”. La imagen de Jesús, que al final acoge al ladrón arrepentido, no es sino la imagen del Padre misericordioso, que está atento a las necesidades de nosotros sus hijos. Pero qué dolor se siente cuando algunos progenitores abandonan sus hijos, no les prestan la atención debida, los maltratan o simplemente los dejan a su libre albedrío sin brindarles un acompañamiento y una educación en valores. Otros, creen que ser padres consiste sólo en traer hijos al mundo y luego darles gusto en todo, sin Dios y sin ley, incluso ocultando en los regalos el cargo de conciencia por no poder ofrecer a sus hijos el afecto y la compañía propias de una familia bien constituida. Los hijos sí que tienen un derecho: a tener una familia, padre y madre, que les brinden amor, los formen en valores y en la fe en sí mismos y en Dios.
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Señor de la vida, haz que las familias cumplan a cabalidad su misión de formadoras. Que sean capaces de reconocer sus falencias y dirigir a Dios el clamor del buen ladrón. Que los hijos sientan el amor de sus padres y el cuidado de la toda la sociedad. Que los hijos, también entiendan sus deberes y obligaciones. Rey de reyes, Señor de señores, ten piedad de esta comunidad que a veces cree no necesitar de ti. Mira desde el paraíso a todas las familias que se esfuerzan por serte fieles. Líbralas de la perturbación que rompa su unión. Mira desde el paraíso a las familias que están pasando dificultades. Ayúdalas a buscar la solución a sus problemas. Mira desde el paraíso las familias rotas. Si es posible, y pensando en el bienestar de todos, en especial de los hijos, hazlos rehacer sus vidas, volviendo al amor primero, el mismo que los llevó a conformar el hogar original. Mira desde el paraíso las “personas que desgraciadamente no tienen en absoluto lo que con propiedad se llama una familia. Grandes sectores de la humanidad –también en Cali y municipios que conforman la Arquidiócesis- viven en condiciones de enorme pobreza, donde la promiscuidad, la falta de vivienda, la irregularidad de relaciones y la grave carencia de cultura no permiten poder hablar de verdadera familia. Hay otras personas que por motivos diversos se han quedado solas en el mundo” (Familiaris consortio 85). Desde el paraíso, hazles también llegar la buena nueva de la familia. Acuérdate de todos Señor, cuando llegues a tu Reino, y líbranos de caer en tentación. Amén.
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III "Mujer, ahí tienes a tu hijo. [...] Ahí tienes a tu madre" (Juan, 19, 26-27) LA MADRE, UN TESORO “De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de realización en la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer. Creando al hombre «varón y mujer», Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona humana”. (Familiaris consortio 23)
“Junto a la cruz de Jesús, estaban María y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena” (Jn. 19, 25). No deja de ser llamativo que cuando el grupo de discípulos de Jesús estaba conformado en su mayoría por hombres, en el momento de la prueba, cuando él los necesita a todos, son mayoría las mujeres quienes lo acompañan. Sólo Juan “el discípulo a quien amaba” (Jn., 19, 26) estaba con ellas. Toda una paradoja que a nuestra lectura se vuelve lección. ¿Qué papel jugaban las mujeres en el plan de salvación realizado por Cristo? Podemos decir que ciertamente es grande. El Concilio Vaticano II dice bellamente de la madre de Jesús que: “María mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino,
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se mantuvo erguida, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado” (Lumen gentium 58). María, en su función maternal junto a su Hijo, fue constituida, como la llaman algunos, en corredentora, pues Ella, “padeciendo con su hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador” (Lumen Gentium 61). Pero la Virgen madre no estaba sola. Otras mujeres estaban con ella padeciendo el mismo suplicio, siendo solidarias con su pariente y amiga, viviendo en carne propia el dolor indescriptible que padece una madre al ver morir a su hijo. Lo normal, podríamos decir que lo natural, es que los hijos entierren a sus padres; pero lo extraordinario, es lo contrario, que los padres entierren a sus hijos. Por desgracia hoy esto se está volviendo lo cotidiano. Quienes han pasado por esta pena, afirman que no hay dolor como ese. Y cuántas madres en los tiempos actuales, están padeciendo el dolor de haber enterrado sus hijos, víctimas de la violencia, de los vicios, del odio, de la guerra fratricida. ¡Y cuánto hacemos sufrir nosotros los hijos y esposos a nuestras madres y esposas! Cuánto nos falta para saber reconocer en toda mujer la persona que tiene la misma dignidad del hombre, que merece respeto, cuidado, amor. La mujer es la expresión más clara de la belleza y la ternura de Dios. ¿Por qué entonces, atentamos contra ellas? ¿Cómo no reconocer en sus personas, la fuente de la vida y del amor? La actitud valiente de María y las otras mujeres al no dejar solo a Jesús, no es exclusiva de ellas, pero nos han dado ejemplo de cómo en la mujer, reside una fuerza enorme, que le permite darlo todo, y
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darse plenamente a sus hijos y su familia en general, para sean felices. Y Jesús pensó en ella. No podía dejarla sola, por eso la encomienda a su fiel discípulo, Juan, para que la acoja y cuide. Fue agradecido, supo lo que significa ser verdaderamente hijo. Jesús nos da una lección de nunca olvidar: para él, su madre era un tesoro. ¿Lo son las mamás para nosotros? O por el contrario, nuestras madres las vemos simplemente como las que nos dieron la vida pero tienen la obligación de cuidarnos, de darnos de comer, de lavarnos la ropa, de atendernos. ¿Y qué les damos nosotros? María del calvario, que tus lágrimas nos ayuden a reconocer nuestras faltas. Que tu valentía nos enseñe a ser fieles discípulos de tu Hijo; que mirándote a ti, Virgen dolorosa a los pies de tu Hijo, abras nuestros corazones para saber amar a nuestras madres y respetar a todas las mujeres, reflejos de tu amor. Y como dice un hermoso himno mariano, decimos también: Madre del dolor, “dame ese llanto bendito para llorar mis pecados; dame esos clavos clavados, esa corona, ese grito, ese puñal, ese escrito y esa cruz para loarte, para urgirte y consolarte, Oh Virgen de los Dolores, para ir sembrando de flores tu viacrucis parte a parte. Amén”.
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IV "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" (Mateo, 27, 46 y Marcos, 15, 34) CONFIANZA EN LA ADVERSIDAD “Amar a la familia significa saber estimar sus valores y posibilidades, promoviéndolos siempre. Amar a la familia significa individuar los peligros y males que la amenazan, para poder superarlos. Amar a la familia significa esforzarse por crear un ambiente que favorezca su desarrollo. Finalmente, una forma eminente de amor es dar a la familia cristiana de hoy, con frecuencia tentada por el desánimo y angustiada por las dificultades crecientes, razones de confianza en sí misma, en las propias riquezas de naturaleza y gracia, en la misión que Dios le ha confiado: «Es necesario que las familias de nuestro tiempo vuelvan a remontarse más alto. Es necesario que sigan a Cristo” (Familiaris Consortio, 86)
Jesús era consciente de varias cosas: de su origen divino. Un día, siendo niño, respondía a sus padres en el templo de Jerusalén: “¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre? (Lc. 2,49). Era consciente de la misión que el Padre le había encomendado: salvarnos. “Porque Dios no ha enviado a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn. 3,17). Era consciente de que debía ser obediente a los designios del Padre del cielo: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc., 22, 42). Pero también sabía que habría de triunfar: “Destruyan este santuario y en tres días lo levantaré… pero él hablaba del santuario de su cuerpo” (Jn., 2, 19.21). El lamento de Jesús en el madero santo, no significaba pérdida de la confianza en su Padre del cielo. Todo lo contrario, nos enseñó a recuperar la fuerza de la oración.
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El Papa Juan Pablo II nos ha dicho que si amamos sinceramente debemos “dar a la familia cristiana de hoy, con frecuencia tentada por el desánimo y angustiada por las dificultades crecientes, razones de confianza en sí misma, en las propias riquezas de naturaleza y gracia, en la misión que Dios le ha confiado”. Es verdad. La familia está en el corazón de Dios y es capaz ella misma de salir adelante, de superar sus dificultades. Pero la institución familiar en los actuales momentos se ve amenazada por todas partes haciendo que muchos jóvenes opten por constituir otras formas de uniones, porque no creen en la fuerza sacramental, otros porque no creen en el significado del vínculo matrimonial, aunque sea solo de carácter civil; otros porque están confundidos respecto del valor y significado del amor conyugal; muchos temen asumir compromisos y muchos han perdido la fuerza de la palabra. ¡Cómo se olvida de rápido el contenido del consentimiento matrimonial!: “Yo me entrego a ti como esposo y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”. Qué dolor produce el rompimiento del vínculo por razones meramente económicas, porque disque no hubo entendimiento, porque se perdió el amor. Ciertamente las razones son más de fondo: no eran maduros para asumir los compromisos matrimoniales y sobre todo, porque sacaron a Dios de sus vidas y porque no quisieron luchar por su amor y su familia. Señor, tu grito en la cruz se convierta en la súplica confiada por las familias que están crisis, por las que están debiendo luchar por superar dificultades, por las que la pobreza y el desempleo las amenazan, por aquellas en las que la enfermedad o la ancianidad en alguno de sus miembros les exigen sacrificios, por la pérdida del amor y el respeto de los cónyuges. Fortalece los corazones desalentados ante los problemas de las familias. Ilumina a quienes tienen en sus manos el poder de la política,
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la misión de legislar y el ejercicio de la autoridad judicial. Que todos trabajen por lo que la ley natural e incluso nuestra Constitución afirman de la familia cuando la describen como la célula fundamental de la sociedad. Que seamos valientes para no dejarnos desorientar por corrientes ideológicas que buscan intereses individuales o de grupo. Que seamos defensores de la institución familiar. Que amemos con amor profundo la familia, nuestras familias, y así tendremos un futuro asegurado. Señor de la cruz, que ante la situación de tantas familias no tengamos que decir "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué nos has abandonado?” porque nosotros sabemos que tú eres Dios fiel y amante de la verdad y del amor. Por eso renovamos nuestra confianza en ti. Ayuda y bendice nuestras familias y has que todos sus integrantes sean capaces de volver al amor primero.
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V "Tengo sed." (Juan, 19, 28) EL SACRAMENTO DE LA FAMILIA “Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. De este acontecimiento de salvación el matrimonio, como todo sacramento, es memorial, actualización y profecía; «en cuanto memorial, el sacramento les da la gracia y el deber de recordar las obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de ellas ante los hijos; en cuanto actualización les da la gracia y el deber de poner por obra en el presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor que perdona y que redime; en cuanto profecía les da la gracia y el deber de vivir y de testimoniar la esperanza del futuro encuentro con Cristo” (Familiaris Consortio, 13) El crucificado tiene sed. En una tierra cuasi desértica, ha tenido que sufrir el suplicio de horas de interrogatorio; de padecer el dolor de los látigos; le tocó llevar sobre sus hombros una pesada cruz, en las horas de más alto calor, y luego perdió mucha sangre por los clavos que atravesaron sus manos y sus pies. Era normal que tuviera sed. Pero la sed que tenía superaba la agonía. Santa Laura Montoya interpretó en pocas palabras lo que dijo Cristo: “Dos sedientos, Jesús mío, Tú de almas, y yo de calmar tu sed”. La sed de Cristo era fundamentalmente, el deseo de vernos a todos salvados. Anunció por todas partes el Reino de Dios; echó las redes con la esperanza de que muchos se dejaran atrapar por su amor. Pero como lo dice San Juan: “La Palabra…vino a los suyos y los suyos no la recibieron” (Jn. 1, 11). Él, el agua viva, que tenía el poder de saciar por siempre la sed del hombre, fue rechazado.
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Será san Juan quien también nos relate el encuentro de Cristo con la Samaritana, cuando Jesús dice a la mujer: “Si conocieras el don de Dios y quien es el que te dice dame de beber, tú le habrías pedido a él, y el te habría dado agua viva… Todo el que beba del agua que yo le de, no tendrá jamás sed” (Jn. 4, 10. 14). El agua prometida por Cristo es nada más y nada menos que el Espíritu Santo, que nos santifica y que nos da la gracia de perseverar en los buenos propósitos. Tal vez uno de los hechos más comunes que seguramente lleva a las crisis matrimoniales, al menos en cuanto a los matrimonios sacramentales, es precisamente el hecho de no confiar y no creer en la fuerza del sacramento. Muchos se casan en la Iglesia por tradición, porque es más solemne, porque en familia siempre se había hecho así, etc. La mayoría se casan sin ser realmente conscientes de las implicaciones del sacramento del matrimonio, incluso el meramente civil. Una muestra de ello es la generalizada aversión a los encuentros preparatorios previos a la celebración, con argumentos como no tengo tiempo, son muy largos, son muy aburridos, ya lo sé todo, llevamos muchos años viviendo juntos, trabajo en otra ciudad, son muy costosos y demás. El matrimonio no es un juego, ciertamente conlleva asumir obligaciones y derechos, pero sobre todo, se trata de darle espacio a la Providencia. En realidad el matrimonio sacramental es entre tres: el hombre, la mujer y Dios. Somos testigos de cuántos matrimonios en crisis han sido capaces de superar sus dificultades, cuando han vuelto a Dios, cuando han conocido nuevamente al Dios que los unió, y se han saciado del agua de la vida en la oración y la celebración eucarística. Cristo tiene sed física, pero también, tiene sed de esposos responsablemente luchen por construir familias sólidas, en las Dios ocupe un lugar especial. Lo escuchamos hace poco, que esposos son el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo
que que “los que
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acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes”. La familia cristiana, toda familia cristiana cuando asume plenamente los compromisos bautismales, son sacramento, signos de Dios en el mundo. Son signo de contradicción, pero a la vez, reflejan las esperanzas de los tiempos nuevos. No rehúyan el sacramento del matrimonio, no le tengan miedo. Dios nos ama, el vínculo sacramental del matrimonio no es un yugo que cause que por sí mismo sea pesado. Dios nos quiere felices, y para eso creó desde su corazón amoroso el matrimonio sacramental, porque el consentimiento de los esposos, esta alianza conyugal, es expresión concreta del amor de Dios hacia nosotros. Que hagamos un acto solidario con el crucificado. Calmemos su sed esforzándonos por hacerlo todo bien, por ser fieles a los mandamientos divinos, por ser testigos del amor de Dios en cada familia, por calmar la sed de amor que muchas veces tienen los hijos, que reciben tantas cosas materiales, pero poco amor. Que “como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busque a ti, Dios mío” (Salm. 41). Que las familias te busquen, Señor de la vida, para calmar tu sed. Que tu sed sacie nuestra sed de ti, ahora y por siempre.
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VI "Todo está cumplido" (Juan, 19, 30) LA RESPONSABILIDAD FAMILIAR “El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para la comprensión y la realización de su paternidad. Sobre todo, donde las condiciones sociales y culturales inducen fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere socialmente la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de una importancia única e insustituible. Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca desequilibrios psicológicos y morales, además de dificultades notables en las relaciones familiares, como también, en circunstancias opuestas, la presencia opresiva del padre, especialmente donde todavía existe el fenómeno del «machismo», o sea, la superioridad abusiva de las prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares”. (Familiaris Consortio, 25) Cuando Jesús dejó la mujer Samaritana y dialogaba con sus discípulos, que no entendían por qué él se relacionaba con una mujer y una mujer extranjera, es decir no judía, les dijo: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn. 4, 34). Esa obra la describe muy bien el libro de los Hechos de los apóstoles cuando afirma Pedro: “Ustedes saben lo que sucedió en toda Judea… cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch. 10,3738). Jesús pasó haciendo el bien. Se esforzó por hacerlo todo bien. Sabía que su misión no era fácil, sin embargo, cargó con gusto la cruz para salvarnos. Por eso, como haciendo un recuento de sus treinta y tres
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años de vida, sólo podía reconocer una cosa: todo estaba cumplido. Entregó su vida y nos regaló el Evangelio. No quiso obligarnos a seguirlo, nos lo propuso presentándose él mismo como “el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6). En él se cumplieron plenamente las predicciones que les había hecho a sus discípulos: “Les he dicho esto para que no se escandalicen. Los expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el los mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al padre ni a mí” (Jn. 16, 1-3). Cuando acompañamos al Cristo del madero, los padres de familia, en especial los papás, podrían hacerse una pregunta: ¿cómo quieren ser recordados por sus hijos y demás familiares? O mejor aún, cuando llegue el ocaso de sus vidas, podrán decir lo del Evangelio, ¿“Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc, 17,10)?, o ¿como Jesús: “Todo está cumplido”? No se puede negar que son muchos los padres de familia, y muchos papás, que se han esforzado y se esfuerzan hoy, para sacar adelante sus familias, para ofrecer una formación adecuada, por constituir una verdadera comunidad de vida y de amor. Pero tampoco se puede negar que son muchos, y más visibles, los padres irresponsables que sólo traen hijos al mundo dejándolos solos y abandonados, constituyéndolos en huérfanos con padres vivos. Es una verdadera tragedia, que sólo el tiempo ayuda a entender, porque no se hace caso a los avisos de las entidades responsables de salud social y menos a la Iglesia católica; es una verdadera tragedia repito, constatar que en Colombia, y en Cali, el 84% de los bebés son hijos de madres solteras; que en el mundo, Colombia ocupa el segundo lugar con el índice más alto de uniones libres, con el 35%; y que Colombia ocupa el no tan honroso primer lugar en América Latina como el país en el que apenas el 20% de los adultos se casan sea por la Iglesia o civilmente.
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Queridos hermanos, si seguimos así, a la pregunta de cómo van a ser recordados los padres, se tendrá que decir de ellos: que no cumplieron su misión de padres, que fueron irresponsables, que fueron egoístas, que pusieron por encima de todo los intereses de los adultos, olvidando los intereses primordiales del menor. El Hijo de Dios lo hizo todo bien, por eso pudo decir: “todo está cumplido”. Y ustedes los papás, y ustedes las mamás, ¿podrán decir lo mismo? Señor Jesús, has que los padres de familia de Cali, tomen conciencia de sus obligaciones; ayúdalos a cumplir a cabalidad la tarea de ser modelos de vida y de esperanza para sus esposas y sus hijos. No los dejes desviar del camino del bien. Enséñales no sólo a ser proveedores de cosas en el hogar, sino los que al estilo de San José, el varón justo, protejan su familia y la acompañen en el itinerario terreno. Que los padres de familia no pierdan gracia de la ternura. Que un papá diga con orgullo a sus hijos que los aman y que ellos son el centro de sus vidas. Que no dejen perder el amor primero a sus esposas. Tú que todo lo hiciste bien, acoge benigno la oración que confiadamente te dirigimos por los esposos, a quienes pido se pongan de pie: “Y ahora, Señor, te pedimos también que estos esposos, padres y madres de Cali, permanezcan en la fe y amen tus preceptos. Que, unidos en Matrimonio, sean ejemplo por la integridad de sus costumbres y fortalecidos con el poder del Evangelio, manifiesten a todos el testimonio de Cristo. Que su unión sea fecunda, que sean padres, de probada virtud. Vean ambos los hijos de sus hijos y, después de una feliz ancianidad, lleguen a la vida de los bienaventurados en el reino celestial. Amén” (Tomado del ritual de matrimonio).
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VII "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu." (Lucas, 23, 46) LA FAMILIA EN LAS MANOS DE DIOS “Por misterioso designio de Dios, en la Sagrada Familia de Nazaret vivió escondido largos años el Hijo de Dios: es, pues, el prototipo y ejemplo de todas las familias cristianas. Aquella familia, única en el mundo, que transcurrió una existencia anónima y silenciosa en un pequeño pueblo de Palestina; que fue probada por la pobreza, la persecución y el exilio; que glorificó a Dios de manera incomparablemente alta y pura, no dejará de ayudar a las familias cristianas, más aún, a todas las familias del mundo, para que sean fieles a sus deberes cotidianos, para que sepan soportar las ansias y tribulaciones de la vida, abriéndose generosamente a las necesidades de los demás y cumpliendo gozosamente los planes de Dios sobre ellas. Que San José, «hombre justo», trabajador incansable, custodio integérrimo de los tesoros a él confiados, las guarde, proteja e ilumine siempre. Que la Virgen María, como es Madre de la Iglesia, sea también Madre de la «Iglesia doméstica»…; sea ella, Madre Dolorosa a los pies de la Cruz, la que alivie los sufrimientos y enjugue las lágrimas de cuantos sufren por las dificultades de sus familias. Que Cristo Señor, Rey del universo, Rey de las familias, esté presente como en Caná, en cada hogar cristiano para dar luz, alegría, serenidad y fortaleza. (Familiaris Consortio, 85) “Era ya cerca del mediodía cuando se oscureció el sol y toda la tierra quedó en tinieblas hasta la media tarde. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!” (Lc. 23, 44 – 46).
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La vida de Jesús llegaba a su fin. Estábamos para comenzar Él y con él todos nosotros, una nueva historia. Se aproximaba la redención. Una nueva creación estaba por realizarse. El nuevo Adán, estaba por dar el golpe de suerte. El diablo estaba asustado, él sí que sabía lo que estaba por suceder, por eso las tinieblas quisieron dominar, pero el poder de la cruz las venció. Ya Cristo cumplida su misión no tenía otra cosa que hacer sino volver a la casa del Padre de la que había sido enviado. “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre” (Jn. 16, 28), les decía Jesús a sus discípulos tristes y acongojados ante el anuncio de su partida. Más aún les dijo con vehemencia: “En verdad, en verdad les digo que llorarán y se lamentarán, y el mundo se alegrará. Estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en gozo” (Jn. 16, 20), en una alegría que nadie les podrá arrebatar. Pero es que Jesús nunca estuvo separado del Padre, “el que me ha visto a mí ha visto al Padre… el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras” (Jn. 14, 9-10) decía Jesús a Felipe. Por eso pudo hacerlo todo bien. ¿Y de nuestras familias qué podemos decir? Que están en las manos de Dios. Que es necesario reconocerlo presente en medio de todos. Dios no abandona a sus hijos, lo hemos dicho, y en especial nunca se olvida de sus familias. Tal vez somos nosotros los que por nuestra ceguera y pecado, le damos la espalda, y pensamos que solos, sin su ayuda, saldremos adelante, Y qué equivocados estamos. Y qué mal se hacen las familias desconociendo la acción de Dios y del Espíritu Santo en cada uno de sus miembros. Cristo, está tranquilo. Termina su labor. Vuelve al Padre con la satisfacción del deber cumplido. Señor del patíbulo, llévanos contigo al Padre, así como lo hiciste con el buen ladrón; lleva todas las familias a tu reino de vida y de felicidad. No te olvides de quienes peregrinamos en este mundo plagado de injusticias, que quiere ser dominado por el diablo, el mismo que derrotaste con tu muerte y resurrección.
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Perdona nuestras infidelidades y el desamor de los esposos y padres; perdona a los hijos su egoísmo e ingratitud; perdona a quienes insisten en caminar por caminos opuestos a los que nos mostraste en tu Evangelio. Que tu muerte, Señor Jesucristo, no sea en vano. Tu sangre derramada se convierta en un torrente de salvación para todas las familias que necesitan de ti. Que la vida que entregas al Padre, se convierta en el sol que ilumine el caminar de padres e hijos y les permita reconocerte siempre presente en sus vidas. Señor Jesús, que no tengamos que esperar a tu muerte para reconocerte como nuestro Dios y Señor, como el centurión y los que custodiaban a Jesús, que sólo en ese instante pudieron decir que “verdaderamente éste era hijo de Dios” (Mt., 27,55). Haz señor que con tu muerte renovemos confiados nuestra fe en ti, y nuestras familias sientan la fuerza de tu amor redentor. Ya está todo cumplido. Sólo nos quedan dos cosas: pedirte nuevamente perdón porque por nosotros sufriste la muerte en cruz, y alabarte y darte gracias, porque por tu muerte hemos sido salvados. Muere en tu paz, y danos tu paz. Y “Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu” (Mt., 27, 50). Amén.