El cura y la maestra

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EL CURA Y LA MAESTRA Domingo Buesa

Letras del Año Nuevo Huesca 2020


EL CURA Y LA MAESTRA Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses © Diputación Provincial de Huesca Autor: © Domingo Buesa Colección: Letras del Año Nuevo, 15 Director de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez Diseño gráfico: Estudio Camaleón Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Fotomontaje de cubierta,: portadilla y página 6: Strader Fotografías del Sobrepuerto: Strader & Ana Benedicto

Instituto de Estudios Altoaragoneses Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es Imprime: Gráficas Alós D. L.: Hu. 141/2020 IBIC: F Thema: FBA ISBN: 978-84-8127-304-5 Printed in Spain


EL CURA Y LA MAESTRA



A mi hermano Pedro, de Sabiñánigo

También es mala suerte… ¡Señor, no te has portado nada bien conmigo! Cincuenta años esperando para volver y me mandas un día de tormenta, de esas tormentas que en esta montaña te ponen los pelos de punta porque tienes la sensación de vivir el fin del mundo. Pero te voy a decir que me da igual. No importa que hoy llueva, porque tampoco podía esperar mucho más tiempo. Cuando uno va por la senda de los setenta tiene que ir cerrando cuentas pendientes y preparando el viaje hacia tu eternidad. Y este momento lo necesitaba incluso para encarar la muerte con paz, para cerrar mi vida de cura. Especialmente para borrar los recuerdos que no me dejan dormir algunas noches de invierno mientras oigo el aullar del viento frío que se cuela por la brecha de Roldán.

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Y he llegado además para escribir la historia de mi paso por este lugar dormido en las faldas de Monte Perdido. Y hacerlo en un cuaderno infantil que he recuperado de una vieja caja, elegido únicamente por disponer de líneas que guiarán mi resentido pulso. Si tú, ¡mi lector!, por casualidad entiendes mi temblorosa letra, debes saber que nació para no ser leída por nadie. Pero te diré que tampoco me importa si tus ojos la están viendo. En este momento, cuando tus manos sostienen este cuaderno, yo no podré saber quién eres y tú ya no podrás encontrarme nunca. Así que, como el destino ha querido convertirte en mi testigo, es bueno que sepas que esta es solamente una larga confesión que escribo para mí en honor de una maestra que no sé dónde está pero que sé que no la leerá. A estas alturas de mi existencia poco me importa lo que pase con estas cuartillas en las que el dolor se ha convertido en palabras y la rabia en tinta recorriendo el papel, que es la vida. El grafito, porque a mí siempre me ha gustado escribir con lapicero, va hilvanando letras y signos, fijando la memoria que he conservado celosamente viva para

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descargarla aquí en medio de la plaza del pueblo. De una plaza que apenas puedo reconocer, engullida por la selva de tantas primaveras de abandono. El tiempo es cruel, muy cruel. La casa del bueno de don Alberto Fantova, que todos conocían como casa Centenero, ya no la veo. Sus paredes deben de haberse caído y la maleza las habrá convertido en parte de este macetero gigante que cubre todo lo que quedó de aquel pueblo que dejé en una fría noche de las Navidades de 1936. Sin embargo, necesito encontrarla y me esfuerzo por buscarla en este momento único en el que disfruto sentado en la gran piedra que sostiene el antiguo crucero, con su oxidada cruz de hierro. Mis ojos han venido para recuperar el pasado, para volver a ver sus balcones de madera pintados de marrón, con sus persianas enrollables, su chimenea echando humo… Y por supuesto para empujar la puerta que tantas veces traspasé mirando el viejo dintel de 1645, que explicaba que se levantó en aquel año de bonanza posterior al ataque de los rebeldes catalanes, que la destruyeron.

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Recuerdo que siempre caía en la tentación de imaginar cómo serían aquellos momentos de una contienda en la que los vecinos se habían sublevado contra el centralismo del conde-duque, pero el terror que me dan las guerras me hacía imposible poner rostros a ese ejercicio de violencia humana, a una lucha que solo beneficia a los que nunca van al campo de batalla, a los que no pierden la vida. Aunque, como escribió entre pinceles y meditaciones mi amigo Pepe Cerdá: «La guerra siempre la pierden todos». Sin embargo, hoy podría poner rostros y eso me entristece mucho. Lo mismo que me llena de dolor ver esta ruinosa iglesia asomada a los bordes del montículo, acompañada de esas cruces rotas del que fuera un cuidado y sencillo cementerio. Siento que el camposanto también ha fallecido —como sus muertos— abrazado al templo, quizás esperando beneficiarse de tantas y tantas misas que he celebrado en ese ábside románico. Bajo tierra están muchos a los que sujeté la mano al final de su camino. Sobre ellos el gran milagro es que la pobre torre siga desafiando al tiempo y haya sobrevivido en su inutilidad, pues

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solo sirvió para guardar la caja mortuoria y los cuatro velones destrozados, almacenar la peana verde carcomida del santo patrón y sostener una campana rajada que nunca sonó bien. ¡Cuántas veces me he preguntado por qué perdí el tiempo tirando de su ennegrecida cuerda! Poco a poco todo va cobrando imagen, incluso la diminuta escuela. La recuerdo con unos bancos de madera, un mapa de España marrón y una estufa que sacaba a la calle su tubo encapuchado por un agujero que traía mucho frío al poco calor que había dentro. Todavía resiste la pared de casa Burro que convertí en frontón para gastar las tardes del verano jugando con los más jóvenes. Mejor ha envejecido la casa de los Peretas, un apodo que hacía honor a las ricas peras que daba el árbol que ahora no veo bajo su galería de tender la ropa. A lo lejos hay montones de piedra que se van sucediendo unos a otros. Ya no puedo reconocer más casas, en este oscuro día de agosto, si no cierro los ojos y busco en mi memoria lo que fue aquella aldea altoaragonesa de San Pedro de Sobrepuerto.

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Hoy me ha traído mi viejo coche, que es tan viejo que ha conocido a varios presidentes del Gobierno, aunque está hecho un jabato desde que mis parroquianos me regalaron al jubilarme unas ruedas nuevas, conscientes de que las anteriores no servían ya ni para andar por casa. Y es cierto que lo he notado subiendo por esta carretera que lamentablemente rompió los bosques cuando ya no quedaba casi nadie aquí para tomarla. Como dice mi panadero, el drama de este país es que siempre se llega tarde a poner los remedios. La subida ha sido fuerte, de las que mi coche tiene que hacer en primera. A ratos veía a mi derecha el antiguo camino que todo el mundo recorría con caballerías. Todos menos yo, que tenía pavor a caerme de la montura, razón por la que siempre hice andando los seis o siete kilómetros que nos separaban de la carretera por la que iban y venían los coches de viajeros de Boltaña a Fiscal. Recuerdo que por ese polvoriento camino medieval vinimos todos los jóvenes a los que los diversos poderes —del cielo y de la tierra— nos enviaban a este fin del mundo para ejercer aquí nuestros saberes

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y pericias sin correr riesgo de poder meter la pata. Y sin repercusiones si al final la metías. Así vine yo, con mi maleta negra, mi sotana y mi sombrero de teja protegiéndome del sol, que con la altura se convertía en más insoportable. Y así vino la maestra, que se pasó todo el viaje llorando de miedo por el camino y de horror por lo que podía encontrarse en una aldea perdida en el mundo y en el tiempo. Se llamaba Pilarín Lasaosa y era de la capital, nada menos que de la histórica Huesca, donde se había formado en la prestigiosa Normal —de la que decían en chanza los estudiantes que era todo menos normal— asistiendo a clases de su padre, que tenía en la ciudad fama de ser un buen profesor. Ella, con su espigada figura y su cara de niña estudiosa que acentuaba la negra coleta, llegó una mañana del final del verano. Poco antes de que el otoño vistiera de hermosos colores los bosques de las laderas que nos rodeaban. Venía dispuesta a enseñar los saberes universales a los niños de la aldea. Traía poco equipaje, además del traje puesto. En la maleta de cartón debía de llevar una chaqueta de punto para

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cuando refrescara, el abrigo de tela porque sabía que aquí nevaba mucho y un par de libros, entre los que no faltaría la cartilla de urbanidad que le había regalado su madre al conseguir destino. Lo recuerdo con absoluta nitidez. Llegó en la mula de Cristobalón, que pasaba por ser el mozo más atrevido del lugar. La bajó en volandas mientras yo contemplaba desde la puerta del cementerio su cara contraída de terror, la colocó en la tierra de la plaza para que la vieran bien todas las mujeres que se escondían tras los bordados visillos de sus ventanucos y gritó con toda la fuerza que pudo: «¡Ha venido la seña maestra!». Así comenzamos a compartir un tiempo de nuestras vidas, con cierto miedo ante un mundo tan cerrado y lleno de prejuicios, atenazados por la soledad, recordando a nuestras familias y añorando con nostalgia los pocos libros que se quedaron en nuestras casas. La ayudé todo lo que pude para adecentar el cuarto bajo de casa Ignacio, en donde estaba la escuela por concesión de aquella familia, que ejercía tradicionalmente la alcaldía del lugar. Arreglé los bancos y algunas mujeres del lugar nos ayudaron a

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fregarlos con jabón de tajo y agua de la fuente. Los hombres trajeron leña para la estufa y el primer día de octubre, pasados la comida y el baile de la fiesta de San Miguel, la escuela abrió con una nueva señorita que venía a cubrir el hueco de la que se había marchado desolada hacía más de un año. Los alumnos estaban contentos y cada día tenían más ganas de ir a la escuela, sobre todo después de tantos meses de tenerla cerrada. Las niñas también aprendían urbanidad, aunque en la vida de la aldea fuera como enseñar a cortar troncos en el despacho del obispo. Todo discurría bendecido por la alegría de los pequeños, que tan pronto salían a estudiar plantas en los prados del lugar como escuchaban historias de los grandes héroes del mundo. Se fueron acortando los días y llegaron las nieves, mientras sus alumnos seguían descubriendo muchas cosas, enfundados en aquellos pasamontañas que tanto calentaban las orejas. Los bancos, rodeando la estufa, albergaban todo un mundo de aprendizajes. Unas niñas empezaban a leer, dos niños a luchar con la tabla de multiplicar, otros entraban en el apasionante

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descubrimiento de la única enciclopedia que guardaba el cajón de la señorita y una pareja más estaba preparando un examen de ingreso que sabían que nunca iban a hacer. Miradas limpias y acostumbradas a vivir en la naturaleza, voces preguntando, razones para seguir aquí hasta que el común los considerara mayores de edad. Festejamos la Navidad en una iglesia llena de sillas que todos trajeron de sus casas. Presididos por la imagen de san Bartolomé que habían trasladado hacía años desde una ermita espaldada por considerarla mucho más milagrosa que la antigua de san Pedro, que nunca logré encontrar. Allí, rodeados de velas y de ramas de abetos con cintas que las familias me regalaron para dar ambiente a la vieja y destartalada nave, celebramos la misa del gallo. No sin reñir nuevamente con el pastor, empeñado año tras año en que había de traer un gallo vivo. Canturreamos hasta una canción de cuna francesa que me enseñó la seña Orosia, y luego, en la misma iglesia, tomamos un poco de vino quemado con frutas mientras dábamos cuenta del guirlache de almendra que habían hecho

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las dueñas de las casas. En esa noche nuestro pequeño templo fue más que nunca la casa de Dios, la casa de todos. La iglesuca, como decían aquí, era nuestra casa y por eso acabamos bailando y cantando a voz en grito un viejo romance que hablaba del invierno y los rebecos. Todo discurría en una paz terriblemente infinita, excepto el dolor de vernos obligados a no compartir la Navidad con nuestra familia a través de unas cartas que tardarían días en llegar. Apaciguándolo estaban las ganas de sacar algunos ratos, cuando no había clase ni misa, para pasear por los senderos que llevaban a la ermita o al viejo molino. Eran momentos de alegría, de extasiarnos observando las montañas cubiertas de nieve que nos rodeaban, de reír la gracia de estar sentados en aquella antigua piedra horadada desde hacía un montón de siglos a la que iban las mujeres que esperaban quedarse encinta. «¡Nosotros, embarazados!», decía ella socarronamente mientras intentaba buscar hacia el naciente el lejano perfil de Peña Montañesa y admirábamos la mole de Monte Perdido, que siempre nos sonó a leyendas y misterios.

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Era tiempo de hablar de libros que no teníamos a mano, de las cosas que aprendimos en los estudios, de compartir nuestros mundos. Y también de muchos silencios, porque las cosas hermosas no piden palabras. La contemplación de aquel magnífico y duro paisaje nos llevaba a competir en el reconocimiento de los sitios, de los campos, de los arroyos a nuestro alrededor. Día a día yo me esmeraba en pronunciar los nombres como lo hacían las gentes de aquí, cosa a la que Pilarín le encontraba mucha gracia. A ella le gustaba contarme leyendas de estas montañas que les transmitió una maestra, Rosa de Candasnos, que les dio clase. Y a mí me divertía plantearle dificultades: «¿Por qué se llaman así?, ¿qué significan esos nombres tan raros?». Ese era el instante en el que siempre me recordaba que los Pirineos los creó el héroe griego Hércules cuando decidió piedra a piedra levantar estos montes como tumba de su amada Pirene. Muchas veces ni oía el final de la historia, justo llegaba al momento de contar que estaban bajo el Aneto los restos de la princesa muerta en un gran incendio.

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Su voz era tan tierna y sugerente, estaba tan llena de emoción que las palabras se perdían en el aire mientras yo no podía dejar de contemplar aquella cordillera sagrada, para ella legendaria morada de dioses, para mí el más maravilloso homenaje al amor. La brisa del aire, que venía de besar las nieves, enrojecía nuestras caras generando momentos que nunca he olvidado y que podían haber cambiado mi mundo. Tenía ganas de besarla, pero yo no lo podía hacer, y por eso recuerdo cómo me dolían las uñas en la palma de mi mano cerrada, quizás avisándome de que aquella hermosa fragilidad no podría ser mi sueño. Andar, correr, saltar y sentirnos vivos era la riqueza de esos paseos los sábados y los domingos, antes de que la tarde enfriara el mundo y en las lejanas sierras se fuera escondiendo el sol que nos acompañaba. Muchos ratos ella se quedaba mirando al infinito, como si añorara esos gestos heroicos que nos hacen sentir amados. A mí me gustaba pensar que estaba admirando el gesto de Hércules mientras, ante la incapacidad de su abrigo para vencer al

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frío, se iba cerrando la toquilla que le había hecho la seña Dámasa, la que vino de casa Angulo de Ejep, para evitar que aquella chica tan delgaducha fuera a morir de pulmonía. Pero el ambiente pudo con nosotros y nuestra vida acabó cumpliendo una inalterable hoja de ruta. Enseñar, rezar y pasear compartiendo leyendas y supersticiones, y sobre todo regalándonos tiempo para ser felices en aquel destierro al que nos habían condenado solo dos cosas: nuestra vocación de servicio y nuestros estudios. Cada jueves, al alba, marchaba el cartero con las noticias nuestras, y volvía el viernes con las cartas de nuestros padres, que ya se habían hecho viejas. Las de Pilarín, contándole cómo iban las cosas en Huesca y dándole consejos para que enseñara más y mejor. Los míos, muy preocupados por la situación que comenzaba a producirse, aunque mi madre daba gracias a Dios de que estuviera en aquella aldea perdida en la que —al margen del mundo— nada me podía pasar. Nosotros les describíamos la vida anodina de una aldea a unos mil metros de altura, donde las gentes cuando comenzaba

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el año ya sabían qué tenían que hacer y cuándo lo debían hacer. «Aquí nada se escapa a la imposición de los siglos —les explicaba a mis padres—. Siempre es igual, no me dejan cambiar ni la organización del cortejo funerario que va a buscar a los muertos, expuestos en el patio de su casa entre los cuatro maltrechos velones de madera que tenemos en la iglesia. Y así dos años ya». Dos largos años en los que yo vivía solo en una casa abadía que cada invierno perdía una docena de tejas sin que mis recados les importasen lo más mínimo a los cargos del obispado. Enero comenzaba muy duro y se agradecían las hogueras de San Fabián, San Sebastián y no sé cuántos santos más. Esta plaza, que ahora está llena de matorrales, lucía en todo su esplendor. La habían rujiado salpicando con las manos el agua de la palangana, habían colocado las ramas secas bajo los troncos y prendido un gran fuego que acogía lo que iban arrojando: muebles inservibles, ropas, troncos, cartas, sueños, recuerdos… Todos se desprendían de las cosas viejas y el fuego calentaba la noche. Algunos locos saltaban por las brasas. Y entonces yo salía con

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mi capa color trigo, una de las dos que tenía, acompañado de unos monaguillos que iban luchando por ver quién llevaba más rato el hisopo de cobre. Al final bendecía todo y a todos, seguido por los niños de la escuela, que cantaban una bonita canción que les había enseñado la maestra. Luego, igual que el año anterior, todos comíamos chorizo y longaniza asada, incluso catábamos patatas a la brasa con abundante sal. Y probábamos el vino rancio, que iba ganando con los años, proporcionándonos el calor que necesitábamos y dándonos la sensación de que, al pasar por nuestra garganta, hacía bailar hasta las boinas. Bajo el cielo, lleno de estrellas titilando, nuestro mundo estaba fuera del mundo. La aldea se había perdido en el camino de la historia y a veces me daba la impresión de que iba a encontrarme por el camino de la huerta a jóvenes amantes, incluso a los monjes de un antiguo monasterio que hubo, tal vez a alguno de aquellos reyes que cuenta doña Elena que crearon Aragón según un viejo libro que debió de pertenecer a algún cura de su familia de Jaca y que al final custodiaba la alacena de su comedor.

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Pero dicen que la sorpresa es el segundo que cambia nuestra vida. Y en aquel tiempo detenido lo que no podía suponer es que alguien iba a abrir la puerta de la historia y a traernos de golpe al presente. Acababa de celebrar la misa de San Blas. Era lunes 3 de febrero y estaba sentado en este mismo crucero —una tarde como la de hoy, bien encapotada y con las nubes acariciando Monte Perdido— cuando oí voces destempladas de gentes que subían por la senda que venía de Ascaso. Pronto descubrí a un grupo de soldados que, nada más verme, comenzaron a reírse de mi sotana llamándome nenaza con faldas. «¡Que te vistes por la cabeza!», gritaron ignorando el incordio de botones que abrochar y desabrochar, mientras se iban acercando de manera amenazante. La llegada de algunos lugareños, atraídos por las risotadas y los improperios, los distrajo del acoso y los centró en la tarea que habían venido a cumplir. El más lanzado, que parecía que tenía más mando, les anunció que venían a explicarles lo que pasaba: España era una nación que se había liberado del Borbón y de la Iglesia, razón por la que resultaba

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conveniente que todos, incluso ellos, se fueran integrando en la nueva nación para evitar acabar convertidos en traidores a la República. ¡Llegaban con cinco años de retraso, aquellos salvadores de la patria! Recuerdo que me retiré a la iglesia y me encerré en la torre para poder ver, acaso desde la aspillera, cómo evolucionaban los amenazadores visitantes. Fue una tarde muy larga. Se reunieron todos en la escuela —incluida la maestra— y allí los aguerridos soldados les dieron una arenga sobre la necesidad de cambiar el mundo. Pilarín tuvo que explicar a las gentes de la aldea lo que era la República, lo que decía la Constitución que estaba vigente y algunas cuestiones más que muchas mujeres le preguntaron sin descaro, mientras los hombres callaban y los visitantes se extrañaban de la modernidad de que las mujeres tuvieran tanto protagonismo en aquel pueblo. Se notaba a la legua que eran de tierras lejanas, porque en la montaña todos sabemos que a las familias las mantienen ellas, que cuidan del fuego del hogar y de la salud de todos, por supuesto de los mayores, y que además controlan las cuentas de toda la casa. Dijeron

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que a la maestra le extrañó la postura de postergar a las mujeres viniendo de gentes republicanas y que a la mayoría les pareció innecesario todo aquello de lo que estaban hablando. Y también que, al final, el silencio de muchos permitió desgarrar la aldea. Fue un día intenso porque se quedaron a cenar y a dormir, los jefes repartidos por las casas y los demás por las bordas. Fueron unas horas interminables, una noche de muerte en la que creo que recé más que en el seminario. Y no estaba equivocado, porque allí se estaba forjando una revolución a la medida de nuestra pequeña aldea. Quedaron derrocados los alcaldes de siempre, los que se habían pasado la vara de padres a hijos sin que a nadie de la provincia le importara nada. Bueno, salvo la recogida de votos, como la que acababan de hacer para las elecciones que se celebrarían en los días siguientes, en las que incluso pudieron votar algunas mujeres que no se enteraron de qué votaban. Y al final de todo los enviados de la República —como se autodenominaban— anunciaron que las gentes deberían entregar un presente, en dinero o en joyas —o incluso en

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perniles—, para contribuir a mantener la gloriosa revolución. Después de eso, decidieron que deberían nombrarse nuevos responsables. Se ponía en marcha, con años de retraso, un comité para gobernar la nueva etapa de San Pedro de Sobrepuerto. Contra la insistencia de los forasteros, todos se negaron a cambiar nada de la iglesia alegando que estaba en tan mal estado que era mejor dejarla así, que peor no se podía poner. Y se habló de echar al cura de su rectoría con el fin de hacer viviendas para el pueblo, aunque más de uno planteó que no tenía sentido porque aquí todos contaban con casa habitable y nadie quería ir a vivir a aquella: «A la vista de cómo está, cualquier invierno se caerá encima del cura». En ese momento una mujer preguntó por la misa de Santa Águeda del miércoles y varios de los visitantes saltaron a coro gritando que no se podía hacer por ser una ofensa a las mujeres del pueblo. Se miraron unas a otras y se callaron esperando convencer al cura. Pero se equivocaron: no la pudieron celebrar.

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Con las cosas conseguidas, entre ellas unas docenas de huevos, dos jamones, algunas joyas falsas, otras de escaso valor y unas pocas monedas, los enviados de la República se fueron camino de otra revolución. Atrás quedó la aldea, pero ya nada fue igual. Antonio de casa Sandiós —ignoro de dónde venía el mote familiar— pronto se convirtió en la persona que decidía todo y que además aseguraba estar nombrado para ello por la República de Madrid, título que nadie le pudo hacer cambiar a pesar de que la maestra le explicó varias veces que se trataba de la República Española. Él siguió en sus trece, anunciando que quien se opusiera sería considerado enemigo, e incluso se atrevió a decir en la reunión de la escuela que a él siempre le habría gustado llamarse Lenin, por lo que a partir de entonces todos lo debíamos llamar así. Los vasos de vino rancio con cecina de jabalí logran cosas curiosas. Guiados por el nuevo presidente del comité revolucionario, parecía que todos habían descubierto el mundo y se sentían felices de volver a su monótona existencia del día a día. Pero con una novedad: daba

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la impresión de que todos se habían convertido de repente —de la noche a la mañana— en republicanos, aunque la mayoría seguía sin tener claro qué significaba aquella palabra. El único jornalero que había planteó incluso que lo mejor era cambiar el nombre del lugar y buscar uno más moderno, por ejemplo Pedro de Sobrepuerto. La bronca fue monumental. Todos se negaron por no ser bueno que el pueblo acabara con el nombre del padre de familia de casa Herrero, pues se podría entender que era suyo. Cuando la brigada visitante enfiló monte arriba para estudiar posiciones por si acaso el Ejército decidía tomar partido, habían puesto mi parroquia y el mundo patas arriba, y nadie, ni ellos ni yo, estábamos preparados para semejantes cambios. El sábado salimos con la maestra a dar nuestra habitual caminata y los dos nos sentamos en las tapias del huerto alto, aterrorizados por lo que había pasado. Pilarín me dijo que daba la impresión de que todos habían descubierto que se podían romper aquellas cadenas que no los dejaban vivir. Me contó la reunión en la escuela y cómo se asombraban de muchas de las cosas que los

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forasteros les planteaban como conquistas que realizar, cuando aquí eran el pan de cada día, la lealtad de vecinos con vecinos. Yo le aseguré que la culpa la tenía el aburrimiento de sus vidas, siempre haciendo y esperando lo mismo, incapaces de gozar de nada, ni siquiera del amor. Entonces recuerdo que me miró y yo tuve que asumir que algo de culpa teníamos nosotros, que hasta santa Teresa, ¡que era santa y de las buenas!, fue perseguida por la Inquisición. Luego, en silencio, miramos el valle que se extendía a nuestros pies y observamos el vuelo majestuoso de las águilas reales, que parecían disfrutar contemplando la pequeñez de nuestras vidas, de nuestra aldea, de las chimeneas que echaban humo blanco en los días de más frío y que, por mucho que en las cadieras les contaran los abuelos a los nietos, yo estaba seguro de que nunca las habían recorrido la Virgen y san José en la noche de Navidad. Y menos buscando posada. El domingo 9 de febrero celebré misa, como siempre a las nueve de la mañana y con la misma asistencia de siempre, a excepción de tres personas de casa

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Sandiós que —el sábado— habían decidido dejar de ser católicos a través de un recado traído por su hijo el monaguillo, que sí estaba en la iglesia. Lo más sorprendente es que en un trozo de papel de estraza escrito con lápiz de carpintero me avisaban de que se hacían ateos pero que eso sería así solo hasta el momento en que fueran a morirse. En la homilía no hablé casi nada porque no sabía qué decirles, únicamente les advertí de que los cambios debían hacerse siempre desde la sensatez y con caridad, que todos nos necesitábamos porque aquí, en este rincón del mundo, estábamos solos y hasta los que venían siempre se iban y volvían a dejarnos solos. Todos miraban atentamente, algunos no levantaron la cabeza y no pasaron a comulgar hasta que la tiona de casa Lucas decidió echar a andar. Vuelto de espaldas a ellos, mirando la escena del Cristo resucitado en la puerta del sagrario, tuve la sensación de que no volvería a verlo. Luego comí en casa Centenero, como casi todos los días de precepto. Hablamos de muchas cosas, incluso de las elecciones que se avecinaban y del

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llamado Frente Popular, que ocupaba las portadas del periódico al que estaba suscrito don Alberto. Comentamos lo que había pasado y el señor Fantova, después de anunciar que había llegado el momento de comprar un aparato de radio, se quedó mirándome con fijación. Ni parpadeaban sus ojos, la boca se le había convertido en una línea recta y las arrugas se acentuaron. Me sobresaltó el viejo y ruidoso reloj de Oloron – Sainte-Marie, que comenzó a dar las tres de la tarde y casi me mata del susto. —Ignoro si se ha dado cuenta, mosén Úrbez, de que aquí ha pasado algo muy gordo. Las cosas han cambiado mucho y me temo que principalmente para usted, por ser cura. Aquellas gentes dijeron que había que hacer cosas horribles, que me da la impresión han sucedido allí donde no hay mandos cualificados que impongan la cordura. Porque yo, que leo los periódicos, puedo decirle que las salvajadas casi siempre suceden en los sitios donde deciden los que solo piensan con la hiel porque la cabeza la tienen de más. Ejemplo puede ver en esta aldea, donde llevamos años de República y nadie le ha hecho el menor daño.

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—¿Quiere decir que corro peligro, incluso que mi vida corre peligro? No me asuste, don Alberto, que lo tengo por hombre cabal, viajado y buen conocedor de lo que pasa a través de esos periódicos de Huesca que le sube el conductor del coche de Aínsa. —Por ahora solo quiero ponerlo en guardia y decirle que en esta casa, aunque no somos de gastar mucha agua bendita, el mosén siempre será bien recibido, incluso en los días en los que a su lado solo quedemos nosotros. Y vamos camino de eso. Ya le habrán dicho que Antonio se ha convertido en el mandamás, con la única legalidad de una partida de soldados que yo estoy convencido que se dedican al pillaje y no responden a ninguna autoridad legal. Se hace llamar Lenin porque se enteró de que era el que mandaba en Rusia cuando obligaron a la maestra a explicar algo de esa revolución. Y ha sacado una pistola que tenía de un tion que marchó a la guerra de Cuba que dudo incluso que funcione. Aunque no te puedes arriesgar, con lo descerebrado que es. La comida se me atragantó y mucho. Confesaré que me sentó mal y tuvieron que darme un buen

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tazón de té de monte para cortar mis corridas al corral. Me fui horrorizado. Casi tenía miedo de recorrer el poco trecho que tenía hasta la casa abadía, donde eché de menos una buena tranca de hierro que cruzara la puerta. Me pasé la noche en vela, aunque al despuntar el alba me rindió el cansancio y dormí hasta que me despertaron unos tremendos golpes. Salté de la cama y al abrir la ventana contemplé al susodicho Antonio, junto con el jornalero y dos personas más a las que no podía ver, que me anunciaban que venían a tomar posesión de la iglesia y de mi casa en nombre del pueblo, cuyas decisiones debería seguir a rajatabla en cuanto a misas y celebraciones. Uno de los que lo acompañaban, Vicente, el pequeño de casa Baldragas, que seguía haciendo honor al apodo de esta desgarbada familia, tomó la palabra para notificarme que solo se me permitiría hacer la misa de los días de fiesta, que las confesiones quedaban prohibidas salvo que fueran hechas en presencia de uno de ellos y que les debía dar las llaves de la abadía para tomar posesión. Fue un momento tan absurdo y duro que no sentí miedo alguno, pero me vi

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enfrentado al mundo y eso me horrorizó. Casi no los oía, mi cabeza se debatía entre considerar que estaba solo porque era diferente o asumir que era diferente porque estaba solo. Por la noche descubrí que me habían requisado hasta una manta de lana con figuras que me tejió Regino cuando canté misa, el viejo amigo que comenzaba a golpear los hilos en el batán de Belarra, allá en mi Guarguera natal. Así que me puse todas las casullas que tenía para sentir menos frío en el cuerpo, aunque los brazos se me quedaran yertos, y me senté al lado del fuego. Pensé en tantas cosas que no me puedo acordar. Incluso eché en falta el cuaderno en el que iba apuntando las frases que me gustaban durante todos mis estudios. ¡Yo y mis manías de escribir en cuadernos! Sobre todo una de Séneca que me había causado mucha impresión y que hablaba de cómo la muerte es un castigo para algunos, para otros es un regalo y para muchos un favor. Entonces me pregunté qué era para mí la muerte, cómo me iba a enfrentar a ella. No sabía qué hacer. En el seminario no nos habían preparado para eso, aunque cumplí

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con lo único que nos decían: «¡Proteged siempre los cálices con las formas consagradas!». El Señor y yo estábamos en casa pasando un frío considerable, ¡por lo menos yo!, cuando oí el golpe de una piedra en la contraventana. Y allí estaba don Alberto de casa Centenero. Le abrí y lo invité a subir al hogar. —No hay tiempo que perder, porque me ha avisado la maestra de que en la reunión de esta tarde han decidido encerrarlo en la torre de la iglesia. Incluso acordaron tapiar la puerta para que no se les escape esperando que decidan los de arriba lo que hacen con usted. Allí lo tendrán escondido y va para largo, porque ahora están resolviendo a quién de Madrid deben escribir comunicando su prisión. No tenía ni voz. Me había quedado mudo y solo miraba a mi interlocutor fijamente, apretando los puños en el bolsillo de mi pantalón. —Dese prisa, porque además le he prometido a la asustada maestra que lo iba a sacar vivo de aquí. Así que coja lo indispensable, ni apague el fuego. Deje cosas por el suelo como si se marchara rápido, tiradas como por un estropicio, y venga a mi casa por el camino

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alto sin que lo vea nadie hasta la puerta del corral, que estará vuelta. No se quite la sotana, que eso favorece que pase desapercibido en esta noche oscura. Bajo una luna que parecía haberse apagado, en la madrugada del martes 11, que abría la fiesta de nuestra vecina la Virgen de Lourdes, salí de la abadía dejando la puerta abierta. Mientras caminaba mi cabeza me distraía en tonterías que me contaba Pilarín, incluso sobre esta luna creciente que ella llamaba pequeña guadaña y que era la fase en la que se cortaba el pelo porque crecía mejor y más fuerte. Así, sin darme cuenta, recorrí el viejo camino protegido por paredes de piedra. Poco después estaba entrando en el corral, donde enseguida me encontré con mis salvadores, que me metieron en la casa a toda prisa. Subimos al comedor de las alcobas, donde se hallaba la antiquísima alacena. Me sorprendió que estaba toda la vajilla puesta sobre la alargada mesa de nogal y que en ella se amontonaban manteles y servilletas de lino, incluso algunas botellas de licores traídos de algún viaje y seguramente pasados ya. Impresionado por el escenario, no pude reaccionar cuando abrieron

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las puertas bajas de la alacena y descubrí que no tenía fondo, que era el paso estrecho a una estancia que habían alumbrado con unas velas. —Es un viejo secreto de esta casa, previsto por nuestros mayores cuando la levantaron en el siglo XVII,

después de los ataques de las tropas catalanas

que mataron a parte de nuestra familia. Recuerde que lo dejaron escrito en la cabecera de la puerta. Entonces juraron que no volvería a pasar, por lo que al construir la casa abrieron en el falso muro este espacio que no se observa desde el exterior, porque lo encierra la escalera, y al que solo se puede acceder por este hueco. Se meterá aquí con todo lo suyo, que no hay que dejar rastro, y cada día y en la hora de las brujas, ¡con perdón!, abrirá la puerta y le pasaremos comida y bebida. Recuerde que lo haremos por entre las porcelanas orientales, que son más bajas. Dentro tiene una baticambra que podrá usar solo por la noche, porque da a la zona de la era. Oficialmente ha huido. Así que adiós, padre Úrbez. ¡Quede con Dios! No podía creer lo que me ocurría, quizás porque no sabía lo que estaba pasando fuera. Allí me encontraba

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solo, con el cáliz, un montón de periódicos de los que recibía mi nuevo protector y una recia manta que me había dado la dueña con todo cariño. Pero en realidad para el mundo había desaparecido, no estaba en el pueblo y el todopoderoso Antonio explicó —casa por casa— que el cobarde del cura había huido en busca de ayuda para acabar con la revolución. Sus secuaces entraron en la abadía y miraron todo, quemaron el misal porque uno de los jóvenes consideró que era fuente de maldad, dejaron abierta la iglesia para las reuniones y solo se salvó la vieja imagen de san Bartolomé, porque algunas mujeres fueron a defenderla con sartenes y escobas de leño. Los niños aprendieron a cantar una letrilla que acompañaba el ciego Bozul tocando el acordeón, el que daba nombre a casa Laúna porque siempre comenzaba sus canciones refiriéndose a la una. Y quedaba claro que era la hora que más le gustaba incluso en esta romanza, desde su primera estrofa: A la una el cura, como el Borbón, ha salido tan atolondrado que se ha dado un tozolón…

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Ajeno a lo que ocurría afuera, leyendo periódicos viejos que hablaban de las pugnas entre derechas e izquierdas, releyendo mil veces los artículos de don Ricardo del Arco sobre el castillo de Loarre, la catedral de Jaca o el monasterio de Sijena, fueron pasando los días. Lo que no podía saber era cuántos, porque alguno de ellos se me olvidó hacer la muesca en la pared con la base metálica del crucifijo de latón que llevaba siempre en el bolsillo. Lo había leído en alguna novela y me pareció una forma de seguir vivo. Tuve mucho tiempo para pensar, intentar comprender lo que estaba pasando e incluso buscar razones para este odio contra mí. Yo era un joven de 24 años que no poseía nada más que una sotana y unos libros, que no les había quitado nada, que intentaba no molestarles, que nunca los dejé solos en los peores momentos. Incluso, sabiendo que a menudo sus guisos eran más agua que otra cosa, a la mujer de Antonio —¿o de Lenin?— le había dado muchas veces tomates de mi huerto, de aquel rincón que me hacía sentir dueño del mundo viendo nacer mis patatas y calabazas, las cebollas y los tomates de mis

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pertinaces ensaladas. No había razón que entender porque, como dijo Sócrates: «El mayor de todos los misterios es el hombre». Y pensando en estas y en otras cosas que recordaba de mis tiempos de seminario acababa dormido en el seno amoroso de aquella manta de lana. Por las mañanas me llegaban los sonidos de las gentes trabajando en la borda, quizás preparando la era, amañando las caballerías seguramente para salir al campo, que debía de estar comenzando a despertar. Me alegraba oír sus voces, aunque a menudo no entendiera lo que decían. Me hacían sentir vivo y lograban mantener mi esperanza por lo menos hasta que volvía a mi abatimiento, cuando la escasa luz que entraba por la aspillera se apagaba. Era mi Semana Santa, que no sabía cómo la habían celebrado, ni siquiera si lo habían hecho. Y me repetía: «Las gentes se comportan mal muchas veces por cobardía, por no querer plantear sus criterios o quizás por evitar los enfrentamientos. Por eso, aquellos que no tienen límite para su ambición son los dueños». Apuntaba estas y otras frases en las paredes encaladas de

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aquella cárcel de amigos con mi lapicero, convertido en uno de mis tesoros. Y una y otra vez, cuando cerraba los ojos, veía la tierna imagen de Pilarín explicándome tantas cosas, oyendo mis cuitas y mis sueños. Y me entraban ganas de llorar, porque descubrí que una habitación solo se siente vacía cuando echas de menos a alguien en ella. Curiosamente, ese era mi caso. Me faltaba la sonrisa de la maestra. La aspillera, que acabé tapando con los periódicos para evitar el frío, me fue mostrando días más largos y me regalaba olores a hierba cortada y mañanas de primavera. Intuía que el calendario afuera corría mucho más que adentro, que todo era relativo y que quizás san Agustín tuviera razón al decir que solo existe el tiempo presente, que el ayer murió y que el mañana nacerá. Recé pensando que habíamos pasado el día de la Cruz de Mayo y bendije los campos en la soledad de mi encierro. Soñé que llegaba a tiempo de celebrar el día de Santa Orosia, la patrona de aquel hermoso valle del Guarga en el que nací. Pero después de la alegría me inundaba la tristeza. Nada de lo que hacía era real, o acaso eso era lo

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que pensaba yo. La mañana en que oí cantar a los gorriones decidí acabar la punta de mi lapicero, que no daba para más, escribiendo algo que esperaba me ayudaría a sobrevivir. Y allí, sentado en la silla a horcajadas, fui arañando sobre la cal, más que marcando, la idea que me dominaba: «La soledad siempre es un buen lugar para encontrarse, pero es un mal lugar para quedarse». Luego, la firmé. Una tarde en que estaba muy dormido me sobresaltó el ruido de cacharros y las voces de la gente al otro lado de la tabla que encerraba mi presente. Al poco advertí claridad fuera y tuve que cerrar los ojos ante la vacilante luz del quinqué del comedor. Como mis movimientos se habían ido anquilosando y perdiendo en el olvido, la mano de don Alberto me ayudó a salir, extendida como un puente a la libertad. Casi no me atrevía. El desconocimiento de lo que sucedía me paralizaba más que los doloridos músculos. Al final, me agaché todo lo que pude y abandoné mi cueva, mi casa de tantos días, de meses quizás. Me abracé a mis redentores, lloré sin saber por qué, sentí ganas de reírme y, sobre todo, de comer algo

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caliente, que estaba muy cansado de longanizas y chorizos fríos y también de las manzanas conservadas en la falsa. Las horas posteriores fueron intensas de noticias y de sorpresas. No me extrañó saber que había estado encerrado alrededor de cinco meses, me alegró conocer que la maestra seguía en la aldea y me sentí bien cuando me dijeron que nadie había muerto. Mientras daba cumplidos parabienes a un plato de huevos fritos, me relataron los avatares políticos. El comité revolucionario comenzó por disponer la confiscación de la iglesia como espacio para el pueblo y terminó expropiando campos a algunas casas del lugar para repartirlos entre ellos mismos, que se autodeclararon víctimas de tantos siglos de opresión. Incluso se contaba que Antonio obligó a firmar la condonación de la deuda que tenía con Francisco de casa Alta a raíz de unos préstamos de trigo que le había facilitado para poder sembrar sus escasos campos. Las noticias se sucedían… Yo oía todo en silencio, pero nadie me decía lo que quería saber: —¿Por qué puedo salir ya?

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—Mosén, debe saber que las cosas han cambiado mucho. Que en el sur el Ejército se ha sublevado contra la República y que, como dice el periódico del domingo, ¡vive Dios que fue caluroso ese día! Desde Huesca han mandado emisarios por toda la provincia avisando del giro de la situación. Ya nadie lo va a perseguir y tampoco morirá en ese sinsentido que se ha llevado por delante a muchos de los suyos. Hoy miércoles 22 de julio puede sentirse sin amenaza alguna, seguro y libre. —¿Y qué ha pasado con el comité revolucionario? Dónde se halla Antonio de casa Sandiós? ¿Y ese ¿ joven de casa Baldragas que me obligaba a confesar con uno de ellos presente? ¿Y la República ya no está? —Le contestaré de mayor a menor. La República sigue luchando contra el ejército rebelde, pero estas tierras nuestras —con Huesca a la cabeza— se han puesto del lado de los generales sublevados y aquí no dependemos de la República, cosa que sí hacen nuestros vecinos del oriente que viven en torno al río Cinca. De Antonio de casa Sandiós no sabemos nada,

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de la noche a la mañana desapareció. Ni su familia tiene idea de qué ha pasado con él, o se callan. Fue a raíz de la llegada de un destacamento de soldados republicanos que desde Benasque iban persiguiendo las fechorías y los robos de unos desertores que anduvieron por esta zona. Y como resultó que esos eran los que lo nombraron responsable del comité, se marchó temeroso de lo que podía acontecerle. Quedaron sus compinches, que ayer fueron apresados por los nuevos responsables del lugar. —¿Nuevos responsables? —Sí, se ha hecho cargo del control del Ayuntamiento Francisco Millán, que bajó a Huesca y vino con un papel firmado por un jefe de los nacionales, ¡que resulta que hicieron la mili juntos! Bueno, yo creo que Paco se marchó a ver cómo lo conseguía. Aunque aquí no deja de presumir diciendo que Millán-Astray y él son familia, como demuestran sus apellidos. Las noticias se agolpaban en mi cabeza. Todo había dado un vuelco tan grande que no me atreví a preguntar más sobre la maestra. Los que habían sido

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vejados estaban entonces mandando. El mundo iba de la cara al revés y del revés a la cara. Cerré los ojos. Volví a saborear el caldo de gallina, rompí lentamente la yema del segundo huevo y me sentí en la gloria. La abuela de la casa me animaba a comer más, a probar el jamón, mientras no paraba de hablar hasta que llegó al episodio de la imagen de san Bartolomé. Percibí que se sentía satisfecha de la defensa realizada y me lo demostraron sus palabras antes de subirse el moño: «¡Ese es el que mejor ha salido de este apurar!». Y no le faltaba razón a doña Dolores. Avanzada la noche, llegaba sin ser visto a la casa abadía, donde alguien había encendido el hogar y había dejado un pan en la despensa de la recocina. Eché de menos la manta de lana, pero todas las carencias se difuminaron cuando por el estrecho ventanuco de la cocina, que daba algo de luz a la cadiera, contemplé el inmenso cielo azul de esta tierra que hasta hacía unos meses consideraba tan cerca del paraíso. Bajé a la iglesia, encendí las dos velas que todavía quedaban tiradas en un rincón, metí el cáliz

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ya vacío en el sagrario y me senté en el suelo a dar gracias a Dios. La mañana fue intensa. Vinieron todos a verme: los pequeños se agarraban a mi sotana, las ancianas me cogían la mano… Llegó Pilarín con los niños a recibirme con una canción que estaban preparando y el nuevo alcalde, don Francisco, se acercó con la solemnidad del poder a presentar sus respetos a la Iglesia. Como me pidieron una misa de acción de gracias por el final de un periodo de miedos y horrores, no pude negarme, aunque pensé que lo mejor sería abrir el confesonario y que pasaran todos por él si querían ponerse a bien con Dios. Les hice la misa y no faltó nadie. Hasta seguía de monaguillo el hijo del desaparecido Antonio, que ya me había dicho que otra vez eran cristianos. Le imploré a san Bartolomé paz y sentido común, paz y tranquilidad, paz y amor. Todos coreaban mis peticiones con su amén, como si aquello fuera suficiente para garantizar lo que pedía. Pero la mirada del santo permanecía ida, como si no estuviera con nosotros, y yo sentí que no había terminado la semana de pasión.

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No me equivoqué. A los pocos días llegaron otros soldados, que esta vez viajaban en un camión requisado en Abiego o en Alquézar, un Hispano-Suiza de la época de la dictadura al que los republicanos ni se habían molestado en cambiar en el escudo de la marca los colores monárquicos por la bandera tricolor. En aquel camión de bocina potente se subieron al remolque, ¡otra vez!, para volver a dar instrucciones sobre cómo vivir nuestra insulsa vida en una anodina y perdida aldea. Sembraron consignas y nos enseñaron la necesidad de levantar el brazo derecho y de abandonar el izquierdo. Lo que nunca sabrían es que, igual que casi nadie había levantado el puño, tampoco iban a ser muchos los dispuestos a dirigir el brazo hacia el sol… Al final se rindieron ante un pueblo que únicamente se daba la mano, por supuesto gracias a un jamón que devoraron con avidez. Y, una vez manifestada su englucia por la comida, se fueron como ocurría siempre, demostrando lo que decía Aristóteles: «La única verdad es la realidad». Así, volvimos a la vida de siempre y en la escuela terminaron el curso. Y Marieta, como había cumplido

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catorce años, se fue a servir a una casa de Ceresuela en donde decían había un enorme reloj de sol pintado en la pared de la herrería. Pilarín marchó a Huesca a ver a sus padres y a sus amigas, a volver a conectar con el mundo de la ciudad, que llevaba otro ritmo que nuestra aldea. Solo la ilusión por salir de aquí le permitió hacer frente a la larga hora a lomos de la mula de Cristobalón. Y yo seguí a mil metros de altura diciendo misa, rezando rosarios y leyendo un taco de boletines diocesanos retrasados que me habían llegado de golpe. Celebramos las fiestas patronales, incluida la procesión del santo, acompañado de casi veinte personas vestidos con el traje de los entierros y las bodas. La Asunción ya nos había cogido con tormentas, de esas que cuando aparecen —según mi padre— dan por muerto el verano. El calor apuró mucho y la siega fue dura, pero al final de septiembre los graneros estaban llenos, en las falsas ya se habían colgado los frutos que se secarían para utilizar todo el año y las bordas custodiaban la paja que mantendría vivas a las caballerías y a aquellas ovejas de mirada tan enigmática. Siempre

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me acordaré de lo que decía la maestra de mi pueblo, la señorita Mari Carmen: «Si llegas a nacer más tonto, naces oveja». Fue un verano que transcurrió entre el agobio de la información diocesana del boletín, incluida la lectura de las homilías de mi obispo, su ilustrísima don Juan Villar, y el recuerdo permanente de la maestra, que quizás era lo único que lograba hacerme sentir feliz en aquel mundo tan agreste y frío. Me acordé mucho de ella. Recorría al caer la tarde el camino de nuestros paseos y me quedaba en silencio viendo cómo se ponía el sol tras la hora del ángelus. La inmensidad se extendía a mis pies, como en esos paisajes que —todos los días— pinta mi admirado Alvira mostrando el alma del horizonte. Cuando el valle se iba oscureciendo y a lo lejos, más allá de las últimas montañas, aún había resplandor, me gustaba pensar que era el que alumbraba los paseos de Pilarín con sus amigas y sus padres. Descubrí la belleza del cielo estrellado, la grandiosidad del universo que se extendía sobre nuestras cabezas y también el esplendor del mundo a la luz de la luna.

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En estas y otras cosas, incluido el entierro del pobre Bozul, que se fue como vivió, sin ver la luz del sol, se gastó el verano. Ya estábamos caminando por septiembre cuando me enteré —como siempre, por los gritos de Cristobalón— de que la maestra había vuelto. Detuve mis atolondrados pasos y decidí esperar a la tarde para acercarme a la escuela, donde seguro que comenzaría a organizar las cosas. Y no me equivoqué. Me la encontré sola deshaciendo un paquete con estampas traído de Huesca. Le alargué la mano y ella me abrazó visto y no visto. Estaba feliz y esa felicidad no la dejaba callar. La encontré más guapa. El pelo, que se había cortado, caía sobre sus hombros enmarcando una cara más tersa que nunca. Su mirada había recobrado la alegría y sus dientes seguían siendo una luz en su sonrosado rostro, que hacía juego con las uñas pintadas de rosa. Aquella noche salí a la tapia del cementerio y contemplé la hermosa luna llena que, tan influido como estaba por la pasión de Pilarín por la astronomía, logró recargarme de no sé qué energía y ciertamente me permitió meditar sobre la necesidad que

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teníamos los vivos de conservar los nombres de los muertos, de mantenerlos entre nosotros como guardianes de la vida. ¡Qué contrariedad, Señor! Y volvimos a la normalidad. Yo seguí con mis misas, ella empezó las clases y al caer la semana llegaron los paseos hasta la vieja piedra en busca de no se sabe qué fertilidad. Me contó cómo iban las cosas por Huesca, donde el ejército sublevado se había hecho con el poder y comenzaban a morir todos los que se habían significado en el otro bando. Hablábamos sobre la vida y la muerte. Yo le decía de la tranquilidad de morir sabiendo que estaba el paraíso y ella siempre me respondía lo mismo: —Mire, mosén Úrbez, yo no le tengo miedo a la muerte. A mí lo que me da miedo es la vida. ¿Y sabe por qué me ocurre esto? Pues sencillamente porque me acuerdo de una frase de Shakespeare —usted, que gusta de las frases, seguro que esta la tendrá apuntada en su cuaderno— que decía: «La venganza está en mi corazón, la muerte en mi mano». He visto cosas horribles en las calles de Huesca, contaban barbaridades de unos y otros y mi padre siempre zanjaba

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el tema hablando de las atrocidades que cometen los seres inhumanos en las guerras, para concluir recordando aquellas de los carlistas en las que los jefes de un bando mataban a las madres de los del otro para minarles la moral. La voz se le quebraba y me lo describía sentado a la mesa, observando el ir y venir de gentes y de camiones con presos por el Coso a no se sabía dónde, con la mirada entristecida y los ojos vidriosos. «Pilarín, las guerras no las mueve el pensamiento, las mueve la codicia de los que van a sacar provecho, de los que se liberan de cargas matando personas, de los que canalizan sus miedos destruyendo las cosas. Y siempre hay dos trenes en cada contienda: el de los que mandan a la muerte a los demás desde sus mesas llenas de comida y el de los que marchan al encuentro de la muerte y apenas saben lo que es un trozo de pan lleno de tierra». Instintivamente yo me santiguaba y cambiaba de tema, porque el problema era que estaba de acuerdo con ella. Y volvíamos a lo más fácil: comentar el día a día. Ella a contarme cómo le iba a Marieta sirviendo

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en aquel perdido lugar, yo a reflexionar sobre el avance de la enfermedad de doña Dolores, que solo creía en Dios y no en los curas. Me preguntaba por el huido de casa Sandiós y divagábamos sobre si seguiría llamándose Lenin. Nada sabíamos de él, y el joven birolo de casa Baldragas decía que él tampoco, aunque los dos coincidíamos en que era poco fiable por ser un chupalámparas. Nunca hablamos de lo que me pasó. Yo supe por las cotillas que ella estuvo tan mal que se le notaba mucho, ella sabía que a mí me gustaba dejar dormir en la paz del olvido las cosas del pasado. Inauguramos el mes de octubre y volvimos a ver soldados a lomos de caballerías por la cuesta que subía a nuestras casas. Iban por los caminos de esta tierra vigilando a los que entonces llamaban rojos. Francisco se había convertido en el vocero del poder y su entorno creciente venía a demostrar el viejo dicho de nuestros mayores, aquel que explicaba que la victoria tiene muchas madres y la derrota es huérfana. La llegada de estas gentes, con un inexperto y apasionado teniente convencido de estar en posesión

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de la verdad, sembró de nuevo el miedo en la aldea y, como el odio está basado en él, despertó viejos fantasmas. Le dieron una comida como si se tratara del mismísimo presidente del Gobierno, sacrificaron hasta el pobre cordero que guardaban para la Navidad y a los postres fueron invitados muchos del lugar. Por supuesto, aquellos que no paraban de manifestar su apoyo a Francisco. Y entre copas de anís, ¡que cayó la botella de chinchón entera!, decidieron unas cuantas cosas para ordenar el rumbo de todos hacia el bien y siempre de acuerdo con los mandatos del Señor. —Yo creo que deberíamos dejar al Señor al margen de estas cuestiones —se me ocurrió levantar la voz—, pues el odio nunca fue predicado por Jesús de Nazaret. Además la grandeza puede residir en no repetir los errores del pasado, porque yo le aseguro, mi teniente, que saber también es acordarse. Se hizo un silencio durísimo. El teniente me ignoró y volvió a su conversación anterior. Yo me levanté y me fui, cometiendo uno de los errores que nunca me perdonaré, puesto que sin el cura republicano

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—como me llamó algún desmemoriado— comenzaron a repasar la lista de las gentes que habían hecho ostentación de su ateísmo y su maldad. La primera denuncia fue para el tonto de Vicente por decidir que presidiría las confesiones conmigo, por lo que acordaron que se lo llevaran los soldados. La segunda fue para la maestra, porque al ignorante de don Francisco le pareció muy sospechoso su empeño en explicar la Revolución francesa de pe a pa, incluida la decapitación del pobre señor rey de los franceses. No faltó quien la defendió, pero no pudo contar con mi defensa. Al final, como no podían dejar a los niños sin escuela, pensaron en rasurarle totalmente la cabeza y obligarla a la brutal indignidad de pasearse sin pelo por todo el pueblo. Fue aterrador para mí enterarme de esta decisión, pero no pude hacer nada porque el propio teniente —sin llamar siquiera al barbero y practicante— con su cuchilla de afeitar le había dejado la cabeza como mi coronilla, sin pelo y con un montón de heridas sangrando. Muchos ratos en la intimidad del hogar pensé en las indignas y salvajes manos que infligieron aquel

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inhumano castigo. Y tuve que verla recorriendo la única calle cada día de fiesta para que todos pudieran entender cómo se sometía a las rebeldes —y a los que molestaban— en la nueva España que nacía. Las mujeres no miraban, porque en el fondo les parecía una barbaridad, y los hombres se reían porque en el fondo hubieran preferido un maestro. Nosotros seguimos paseando, aunque al salir de la aldea y cuando no nos podían ver le prestaba mi bonete para evitarle el frío de las brisas del otoño. Ella nunca habló del suceso y yo nunca le pregunté. Pero el día del Pilar, su santo, se derrumbó y, sentados en la roca, comenzó a llorar. Mientras se esforzaba en decirme que había que entenderlo, porque el odio casi siempre se basa y se alimenta del miedo, fue analizando con una absoluta frialdad las relaciones de cada uno con el nuevo poder. Los campos que les expropiaron los nuevos gobernantes a los de casa Sandiós en respuesta a las incautaciones que ellos hicieron antes, cuando se autoproclamaron delegados de la República de Madrid; los animales nacionalizados al pastor y a los dos insensatos que tuvieron

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veleidades republicanas; los mulos que la magnanimidad de don Francisco había regalado a los viejos alcaldes de casa Ignacio para tenerlos contentos y callarles la boca; la autorización de intercambiar fruta sobrante solo a los hombres de casa Lucas… Se había construido todo un cesto de regalos y mercedes que obligaba a los agradecidos a ser lo que se esperaba que fueran, pero que sobre todo les incitaba a odiar —desde su cobardía— a aquellos que la autoridad señalaba que deberían ser objeto de sus odios. Repasó todo el censo de la aldea y concluyó con el curioso caso del practicante, don Alberto Fantova, al que, como se había mantenido al margen de unos y otros, se le respetaba. «Además —intervine yo—, es la persona que tiene la llave para luchar contra el dolor y la enfermedad». Y se hizo el silencio. El sol se fue marchando lejos de nuestro mundo, los árboles dejaron de hacer sombras y sentí frío en mis huesos. Fue una tarde muy dolorosa, y al final yo, que me había llevado el cuaderno, le leí lo que escribió mi admirado Shakespeare: «Si las masas pueden amar sin saber por qué, también pueden odiar sin mayor fundamento».

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Octubre fue un mes fresco, quizás destemplado, en el que todos se fueron aprovisionando de leña para el invierno mientras el paisaje se había vestido de rojos intensos y dorados amarillentos, como si quisiera tomar partido por los sublevados. Don Alberto, que bajó hasta Aínsa a por alcohol, volvió asustado y aun horrorizado porque casi no lo habían dejado subir al autobús un montón de paisanos con pañuelos rojos y escopetas. Ni siquiera se atrevió a comprar un aparato de radio que en aquel momento entendía necesario. Al oriente, donde nacía el sol cada mañana, parecía que las cosas iban mal, que no paraban de recorrer los caminos gentes que con dolor marchaban a la vecina Francia. Yo estaba muy preocupado, pero especialmente por Pilarín, a la que don Francisco había puesto un criado fijo en la escuela para comprobar qué cosas explicaba. Un criado que por cierto acabó aprendiendo las primeras letras, porque mal se puede espiar los saberes si no se sabe ni leer ni escribir. La fiesta de los muertos, como todos los años, volvió la aldea patas arriba. Todos se acercaron al

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cementerio —perdido al borde del promontorio— y fregaron cruces y lápidas, trajeron sus rojas macetas con flores y pusieron velones que encenderían el día 1. Esa noche daba sobresalto ver el camposanto desde la abadía, era casi un homenaje a esas leyendas gallegas que cuentan cómo se pasean los muertos con luces. Yo celebré misa los días 1 y 2. Recorrimos el cementerio el día de los Difuntos bendiciendo tumbas y algunos nichos que comenzaban a agrietarse. Por la noche la luna llena aportó serenidad al paisaje, matizado por las diminutas y bailarinas luces que se podían ver repartidas por los camposantos de los pueblos lejanos. Y una vez más aprecié lo que pesaban en mi criterio las opiniones de una maestra aficionada a la astronomía, que incluso me retó a explicar en un sermón que el arcángel san Gabriel vivía en la luna nueva según los escritores orientales. Me levanté el martes 3 cansado de misas y responsos. Decidí salir a andar para ventilar mi cabeza, que otras veces había sido una buena medicina, y hallé a los niños en la puerta de la escuela, que permanecía cerrada. Apenas comenzaba a preguntarles

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por lo que acontecía cuando irrumpió en tromba don Francisco gritándome: —Esa roja, amiga de usted, se ha fugado y nos ha dejado sin escuela. Seguro que sabe dónde estará, seguro que lo sabe. Yo levanté las manos en señal de ignorancia y me fui. La situación se agravó cuando la dueña de la casa en la que se hospedaba entró en su cuarto y allí se encontró con todos sus escasos bienes, incluido el libro de urbanidad que estaba firmado por su madre. Solo faltaba su traje habitual, la toquilla morada y el abrigo. Ni su peine, cuyas púas habían ido muriendo mañana tras mañana, ni su jabón de lavanda, todavía envuelto en su papel de cera. Nada había desaparecido, solo la maestra. A partir de aquel momento muchos comenzaron a pensar, por supuesto en la intimidad, que se habían excedido cortándole el pelo a una joven sin ninguna culpa. Y los escolares empezaron a echarla de menos, a pedir a sus padres que fueran a buscarla, porque habían oído decir a algunos que se había echado al monte.

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Como los críos no tenían la culpa de la salvajada de los mayores, decidí en homenaje a ella abrir la escuela y convertirme en el nuevo maestro. No tuve más que entrar, encender la estufa, colocar recto el crucifijo de madera que se había ladeado y borrar parte de la pizarra, dejando la otra mitad con su letra y sus enseñanzas. Día a día, durante aquel mes de noviembre fui explicándoles a unos cómo sumar, a otros cómo leer, a aquellos los ríos de España, a estos los estilos del arte. Rezábamos al comenzar la clase, y a media mañana sacaban la tajada de pan y los gritos lo inundaban todo, ¡aunque mira que es difícil gritar cuando comes! Todos recuperaron sus cuadernos y la tiza volvió al encerado a explicar nuestra cultura, a intentar hacerles ver que el mundo no se acababa en la casilla de la carretera a Fiscal. Y diariamente en la escuela me encontraba con su cuaderno, con su libro, con su goma, que apretaba muchos ratos en la palma de mi mano. Fueron días duros, en los cuales muchas tardes de rodillas en la iglesia me preguntaba si lo que hacía era un servicio a mis fieles o un inmenso

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homenaje a la persona que más he echado en falta en mi vida. La anciana Orosia se fue al otro mundo cuando estábamos llegando a la Inmaculada y al entierro vinieron todas las gentes de la redolada, porque era una persona adorable y porque se esperaba gozar de una buena lifara. Incluso llegó el conductor del autobús, que bajaba sin clientela desde Fiscal y decidió acercarse a esta aldea, que era la de sus mayores, donde se disponían a enterrar juntos a su tía. Y al salir, con esa espontaneidad de las gentes de aquí, metió la mano en el bolsillo de su larga y decolorada chaqueta azul de conductor. —Mosén, como no la he visto, le doy una carta de los padres de la maestra que llegó el otro día de las postas de Huesca a la oficina de Aínsa. Usted se la podrá dar y así cumpliremos con los deberes de correos. Metí rápidamente la carta en el bolsillo interior de la sotana y comencé a pensar qué razón tenía una carta un mes después de desaparecer. Solo podría entenderlo si ella hubiera seguido escribiendo. No

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paré de darle a la cabeza en el cementerio y a la vuelta a la abadía me senté en la mesa, decidí servirme un vaso del vino dulce que tenía escondido y volví al asunto. Aquello solo era posible si seguía viva y si estaba aquí. Y si estaba viva, ¿dónde se encontraba? ¡Pues solamente en el mismo sitio en el que yo pasé cinco meses! Me enfundé el manteo porque amenazaba con nevar, me cubrí con el sombrero y a grandes zancadas marché a casa de don Alberto Fantova. El viento que bajaba del valle de Broto me llegaba a cortar la cara, la nieve de días pasados mojaba mis rotos zapatos y su frío ya iba calando a través de los calcetines de lana. —¡A la paz de Dios, don Alberto! Hace un frío terrible. Si lo llego a saber no abandono mi pequeña cocina, en la que la cercanía del fuego me calienta por lo menos la parte de delante, que para la espalda ya están las pieles de la cadiera. Pero necesitaba acercarme a su casa para hacerle una sola pregunta: ¿sabe usted dónde está la maestra? Me juró y perjuró que no lo sabía, su mujer lo secundó y la abuela me llamó tonto del higo por

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atreverme a venir dispuesto a molestar y a disgustarlos. No supe reaccionar, bajé la cabeza y pedí perdón reconociendo que me había asaltado la tontez. Pero de pronto todo se olvidó, porque la criada sacaba un plato de jamón y longaniza, buenas rebanadas de pan y unas olivas con el objeto de obsequiarme y no dejarme marchar de vacío. Hablamos y hablamos, lamentando que los hombres tuvieran tanto odio escondido. Don Alberto, como practicante, conocía bien que las diez casas que formaban esta aldea albergaban muchos secretos y envidias. Cayó entera la apetitosa longaniza que les había mandado la tía Teresa de Cortalaviña y se llegó el puchero de café bien de agua mediando algún chiste y recordando lo hinchado que se puso el pobre Lenin con su falso nombramiento. Cuando daban las doce en el reloj de la escalera, la abuela concluyó la reunión mirándome. Fue cuando me advirtió que no olvidara nunca que muchos hombres eran amados por sus enemigos y odiados por sus amigos. Sorprendido, le pregunté si conocía a Platón, pues eso lo dijo él.

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—¡Ni Platón ni Platona! Eso lo decía mosén Cándido, que era un gran cura y que fue el que bautizó a este grandullón de mi hijo. Y, como ha sonado la hora de las brujas, todos a dormir, no sea que al cura acaben llevándoselo en alguna escoba. Con una carcajada ante la ocurrencia de la abuela nos levantamos todos siguiendo su gesto, y don Alberto me susurró al oído que allí no estaba, porque si no hubiera visto salir alguna bandeja a la hora de las brujas… Sonreí dándole la razón, pero aquella excusa no pedida me acabó de convencer de que se hallaba escondida allí. Le agradecí a Dios que así hubiera sido y me fui a dormir muy contento. A la mañana siguiente abrí la escuela. Les expliqué otra vez la Revolución francesa y además la guerra de la Independencia, que no me dio tiempo a más. Volví a casa y, sabiendo que don Alberto y su esposa se habían ido a Boltaña y no volverían hasta casi la noche, me calé la boina y me fui a su casa dispuesto a sentarme frente a doña Dolores. La encontré con su toquilla, su pelo inmensamente blanco y su cutis de porcelana junto al hogar, en la silla baja de anea,

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haciendo punto sin parar mientras le gritaba al gato —nunca entendí por qué lo llamaban Trotski—, que no paraba de jugar con el ovillo. Le pidió a la fiel criada que fuera a entretenerse y nos quedamos solos. —¡Supongo que viene a buscarla, porque de no ser así le escacho esta trébede en su dura mollera! —ni me miraba, seguía haciendo punto—. Así que apunte en donde pueda el día 18 de diciembre, que dormiré sola en casa, pues los jóvenes se van a Fraga. Lo espero cerrada la noche en la puerta del corral, dispuesto a marcharse de esta maldita aldea poseída por el demonio de la avaricia y la maldad. Deje todo aquí. Y no se le olvide encender las velas a san Bartolomé, que ese sí que ayuda y lo encomendará a Dios. ¡Solo con lo que le quepa en los bolsillos! Que, como los mosenes dicen en las homilías, hay que ir ligero de equipaje. ¡Y ojo con decir algo, que le rompo el bautismo! ¿Sabe, mosén, qué es eso? —en voz baja le dije que era parecido a lastimar—. Pues ya está todo dicho. Vuélvase por donde ha venido y, si le preguntan, cuente que lo he llamado para que me diera la extremaunción, que total dos o tres veces

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dará igual y además no sabe usted las alegrías que producirá en algunas vecinas el pensar que me estoy quedando tiesa para venir a verme amortada. Los días se sucedieron con rapidez. Nevó sin piedad y cada mañana lo primero que hacía era mirar al cielo, porque no convenía tanta nieve en el monte y en los caminos. Bajaba a la iglesia y se lo pedía a san Bartolomé, que quizás por ser forastero no me hacía ningún caso. Cada vez nevaba más y hacía más frío. Los Pirineos estaban coronados de nubes y contaban que, si seguía así, en Navidad estaríamos incomunicados. «¡Como si no lo estuviéramos siempre!», pensaba yo. Me hice varios días de rezos por aquello de por si acaso, incluso novenas a santa Rita y a santa Elena. Recé tantos rosarios que parecía un rosariero. Y comencé a andar todas las tardes, ¡que tenía que prepararme para la huida! El día 18 les conté a los niños un cuento de Navidad en el que una familia viajaba muchos días, luchando contra la nieve, para ver a sus abuelos. Y luego les expliqué el valor del tronco de Navidad, el tronco hueco donde les escondían las peladillas y los

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orejones que luego salían mientras lo golpeaban. Todos me contaron cosas, porque en todas las casas lo ponían junto al fuego del hogar. Sintieron que estaba cerca la Navidad y no faltaron los que ya querían salir a buscar el musgo bajo la nieve para poner encima las cinco figuras que guardaban en una caja custodiada sobre el armario con luna que presidía la habitación de sus padres. Todos se revolucionaron y a todos los puse a escribir en un trozo de papel de estraza una frase —que había visto no sé dónde— que deberían guardar en secreto y leer antes de comenzar la cena del día de Nochebuena, sin que anteriormente nadie los hubiera descubierto. —Escribid todos: «¡Feliz Navidad os desea vuestro mosén!». Lo pondré en la pizarra y lo dejaré aquí. A Carmen, que no sabe, se lo haré yo. Y luego lo escribí en letras muy grandes, con esa perfecta letra escolapia que aprendí en Barbastro. Al acabar lo repasé, y mi primer impulso fue coger el trapo y borrar aquel mensaje que, por atropellado, me había salido más propio de un cursi o pijauta, como dicen por aquí. Y lo iba a hacer justo en el

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momento en que la pequeña Carmen, a media lengua, con sus coletas y sus colores, me preguntó si Jesusito también se enfadaba cuando su hermano no la quería y le daba empujones. Moví la cabeza, ella se sintió más segura que nunca y sonrió, y yo pensé que ya había logrado el objetivo más importante. Así que la cogí de la mano y salimos de la escuela rumbo a su casa. La tarde fue muy corta, nunca pensé que sería tan breve. Cuando me di cuenta eran las diez, me asomé a la ventana y vi que la esplendorosa luna ya estaba encima de la sierra de San Pedro. Era el momento. Me puse el abrigo, recuperé la sotana de recambio y el bonete, cerré la puerta y me despedí de san Bartolomé y del sagrario recordándole al Señor que, aunque el cáliz entonces se quedaba allí, él no tenía otra salida que acompañarme. Las botas de invierno bien enceradas, las manos con guantes y los papeles en el bolsillo de la sotana. Encima de la mesa dejé una carta agresiva para el obispado pidiéndole que arreglara el tejado de la vicaría, que el nuevo mosén seguro que no se atrevería a pedirlo. Y por toda la

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casa abadía dejé de custodio al silencio, que se mecía en el eco de las palabras no dichas. La maestra se me echó a los brazos cuando me vio entrar en el corral. Doña Dolores estaba tan contenta que hasta se había puesto las gafas de los días de repicar gordo. En el fondo comprendí que era una mujer muy inteligente, que había logrado ver nuestras miradas simplemente como pruebas de amor. Pilarín seguía abrazada y yo tenía los brazos abiertos, porque no me atrevía a acogerla. La abuela se me acercó lentamente, con aquellos patucos de madera resonando en las piedras del corral, y con la picardía de sus ochenta años me cerró los brazos sobre ella. —Abrazaos bien, que os queda un largo y duro camino. Seguid la luz de la luna, buscad las huellas de los animales, que saben por dónde ir, y sobre todo pensad que el mundo será muy pronto vuestro. Aquí no se os ha perdido nada, aquí estamos los que estamos porque no nos podemos marchar. Y no olvidéis que esta hazaña me la debéis. Yo me moriré, las cotillas dirán lo bien que me he muerto, los familiares vendrán a mi entierro a comer sin tasa los bollos que

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cierran los hoyos, pero no olvidéis que si usted, mosén, tiene razón y hay cielo allí estaré para ver lo que habéis hecho. Porque, como no sea de mi agrado, me apareceré como hizo la seña Basilisa de Biescas, que, del susto de verla cuando estaba su nuera aliviándose, la ha dejado muda para siempre. Le di a Pilarín la sotana de los días de fiesta y se la abroché yo, que eso requería experiencia. Le dejé el sombrero y la convertí en la estampa de un cura casi calvo. Yo me puse el bonete y comenzamos a andar. La noche era luminosa y avanzamos en silencio, mirando dónde pisábamos y atendiendo a todos los infinitos ruidos que nos rodeaban. Fueron horas muy largas, muy duras, en las que anduvimos muchas veces cogidos de la mano para no perdernos. Al final, llegamos al río Ara y lo atravesamos por aquel viejo puente que conservaba dos de cada cuatro maderas. Y subimos buscando la sierra sin apartarnos de aquellos palos que la marcaban cuando nevaba. Íbamos camino de la Guarguera, esperando ver el perfil del molino de Villobas sobre una tierra en la que yo me manejaba bien. De allí podríamos

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seguir un camino milenario que llevaba desde Yebra de Basa hasta Nocito, en realidad hasta Huesca, nuestra meta. El sol salió cumplidas las ocho de la mañana, como si se hubiera dormido y no lo despertaran ni los gallos, que ya llevaban algún rato sin callar avisando de su llegada, acaso horrorizados de que no amaneciera. Pasamos por la lejanía de algunos pueblos, siguiendo caminos paralelos a las rutas abiertas. Nos cruzamos con gentes que iban camino de Francia y que se quedaban atónitas mirando a dos curas que huían de los suyos, que eso y no otra cosa comentaban asombrados en voz alta. No lo pasamos bien. Nos manteníamos en pie a base de almendras y nueces que había echado en el saco la dadivosa abuela Dolores, las nueces que decía escondió para que no se las llevaran los falangistas. A la mañana del tercer día, después de dormir en una paridera en la que aún quedaba paja, que nos acogió generosa, al poco de retomar la marcha contemplamos a nuestros pies la llanura de Huesca. Lloramos de alegría, nos abrazamos y echamos a

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correr como dos críos que descubren el castillo de sus sueños. ¡Estábamos salvados! Y por fin el sol inundó el mundo, nos sentamos extenuados y ella me miró con picardía. —Creo, querido mosén, que tienes poca fe, porque ¿cuántas veces me has dicho que la muerte es el remedio de todos los males? —era la primera vez que ella me tuteaba—. Eso estaba bien en las comedias de Molière, pero en nuestro viaje al futuro no tenía cabida. Yo estaba segura de que lo lográbamos, porque te digo que lo he soñado en las noches en que he estado custodiada y protegida en ese secreto escondite, silenciado durante generaciones, de una familia de buenas gentes que amparan a los suyos y a los otros. Me cogió la cabeza con las dos manos, se quitó el negro sombrero y acercó sus labios a los míos. El mundo dejó de existir. Cerré los ojos y no quería más que notar su respiración dentro de mí, sentir su calor y su sabor, incluso estar muerto ya para poder seguir besándola eternamente. Fueron unos segundos interminables, aprovechados al límite, en los que almacené

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en mis labios todo el calor que pude, confiado en que podría guardarlo en el tiempo. —¡Mira que si alguien nos ve besándonos y piensa que somos dos curas!… —las carcajadas sonaron a despedida de tantas horas de sufrimiento y angustia—. ¡La que se iba a montar! Bueno, en todo caso para ti, que yo no soy cura. Y, ahora que ya podemos ver la torre de la catedral de Huesca allá abajo, debo decirte que eres la persona que más he querido en los pocos años que he gastado de mi vida. Te confesaré que muchas veces he tenido que hacer milagros para no cogerte la mano cuando estábamos contemplando la hermosura de este planeta, de lo que tú llamas la obra de Dios. No salía de mi asombro. Solo podía pensar en los cientos de ocasiones en que yo cerré el puño para evitar que fuera en busca de su mano; en las noches en que me despertaba soñando con ella, corriendo por los prados donde sesteaba el ganado de casa Lucas; en las misas en las que le había pedido a san Bartolomé que la cuidara, que se merecía una vida mejor. Y al final me encontraba con esto.

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—Pero, al mismo tiempo que te digo esto, también debo aclararte que me he dado cuenta de que te gusta tu oficio —moví la cabeza protestando por esta clasificación laboral de mi ministerio— y de que disfrutas cuidando a los demás, oyéndolos cuando lo necesitan, llenando su plato cuando la miseria se hace insostenible. Por ello yo te admiro, te admiro tan profundamente que no podría arrebatar tu generosidad, tu candidez, tu pasión por la verdad a este mundo que ahora necesita gentes como tú. Y además estoy segura de que al final no serías feliz. Piensa que, siendo traidor a tu hábito, no tienes cabida en este país de intolerantes y radicales. Por eso, Úrbez de mis sueños, cuando lleguemos a Huesca nos despediremos, y no olvides nunca que este es el mayor acto de amor que puedo dedicarte. Luego, no intentes encontrarme, que me voy a ir en busca de la paz al pueblo de mi madre, allá en la Castilla de Azorín y Machado, mientras la cuido y rezamos por mi padre, que no ha tenido cabida en este nuevo mundo. Me colocó sus dedos en mis labios para no dejarme hablar, acarició mi cara por última vez, me sonrió

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y, tendiéndome la mano, me invitó a recorrer el tramo final. Dejamos atrás las ruinas de la ermita de la Virgen de Jara, al poco pasamos el Isuela en el dramático silencio que nos acompañó aquellas horas y entramos en Huesca. Aprovechando la arboleda de las Miguelas, se quitó la sotana y emergió la sudada ropa de una maestra de escuela, modosa y cuidadosa. Me la entregó, cogió mi mano para besarla y solamente le oí sus últimas palabras: —… En eso tenías razón. Como me dijiste una vez, a las personas no se las debe buscar en los lugares en los que no pueden estar. Cuídate mucho y no olvides que es malo recordar, porque la nostalgia carcomerá tu alma. Todo había terminado, había dejado incluso de nevar y el sol calentaba la mañana. Volvía a estar solo otra vez, definitivamente solo. Entonces, en un ataque de locura, le grité provocando que se volviera: —¡Ámame sin preguntas, que yo te amaré sin respuestas! Su cara con una sonrisa de aceptación es la última imagen que conservo de aquella maestra que me

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salvó la vida y me convirtió en un héroe al modo de los grandes de la Antigüedad. Yo volví a subir las empinadas calles de Huesca camino del obispado con la esperanza de que aquel obispo al que llamaban don Lino fuera —como decían todos— el obispo bueno y tolerante que me volviera a abrir la puerta para regresar a mi mundo. Y así fue. Lo encontré vestido ya con su capa ferraiolo, con las tradicionales borlas hispanas, dispuesto a salir. Pero, cuando el portero le explicó al oído algo que no pude oír, recuerdo que me miró con infinita dulzura a través de sus gafas negras, tan redondas como su figura. Guardó unos minutos de silencio y me preguntó si me veía con fuerza para atender a los presos de las cárceles, incluso para salvar la vida a los que pudiera. Le dije que sí y he cumplido durante treinta años a rajatabla aquella promesa. He sido el cura de la cárcel. Custodié la vida de algunos; a otros los acompañé en la soledad, en la enfermedad, en la tragedia, y a muchos los ayudé a sentirse personas. Incluso hice teatro durante años y leímos juntos a los autores de la nueva novela, aunque el fragoso gobernador Fragoso me mandaba al

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alcaide para espiar lo que hacía. Los presos no debieron de aprender mucho de mí —al final solo era un fracasado cura de pueblo—, pero yo recibí de ellos todo el saber que hoy poseo. Con ellos he sobrevivido en la fe, he aprendido a hablar con Dios y he cumplido mi juramento de fidelidad. Con ellos he entendido que siempre merece la pena vivir y soñar. Por eso, quizás solo por eso, hoy he venido hasta esta plaza donde ya no hay nadie. He viajado para ver esta escuela que está saqueada y tiene el mapa roto, para rezar en esta iglesia que hundió su tejado y así poder contemplar la belleza de los cielos de esta tierra, para asomarme a aquella casa abadía donde me sentí tan solo y tan diferente. Y aquí estoy, con este cuaderno y un lapicero tan moderno que lleva incluso la goma de borrar incorporada, con mi móvil que no quiero sacar porque prefiero no tener fotos de este desastre que veo, con un sombrero de paja que nunca soñé poder llevar. Todo para escribir mi vida en este lugar. ¡No tengo remedio! Así que ya es hora de irse. Aunque no debería hacerlo sin acercarme de nuevo al

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cementerio a despedirme de los muertos, que son los únicos que viven aquí. He visto que en él descansan, como vecinos de tumba, Francisco y Antonio, Millán y Lenin. ¡Qué ironías tiene el destino! Del uno leí en la Nueva España que lo atropelló un tranvía en la plaza de la Seo el día que bajó a Zaragoza para presentarse a su pariente Millán-Astray, al que no pudo ver ni desfilar porque el golpe fue mortal, tan brutal que los bomberos lo tuvieron que despegar del frente del vagón. Del otro desaparecido no supe nada, aunque aquí está su extraña lápida explicando —sin más— que murió ahogado. Los dos en el mismo cementerio, juntos y con sus dos lápidas rotas no por la violencia de nadie, sino por el agua que se cuela y al helarse las rompe. Viendo sus tumbas abandonadas y llenas de lo que aquí llamaban hierba loca, siento que la vida es tan corta que no merece la pena llenarla de dolor, aunque esa certeza los humanos nunca la hemos logrado transmitir en nuestros genes. n n n

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Cerré la puerta de aquel lugar —al que llamaban santo con gran frivolidad— y comencé a recorrer la larga calle en busca de casa Centenero, donde pasé tantos días escondido. No la encontré por mucho que lo intenté. No comprendía nada y la tarde se estaba escondiendo por las montañas del fondo. Volví a mi coche y justo entonces, a punto de abrir la puerta, oí a alguien que me saludaba desde la era. —¡Buenas! No tenga prisa, que ya no lloverá. ¿Le gusta el pueblo? Dicen que antes sí que era digno de ver. Ahora solo queda esta iglesia románica que no sé por qué les gusta tanto a los médicos —le puse una inmensa cara de asombro—. Sí, hombre, sí. ¿No ha visto nunca las fotos? Pues parece incluso más grande. El primero fue el de los partos, un tal don José Cardús, y luego vino y volvió a venir ese que llaman García Omedes, aunque no podría decirle lo que escribe este doctor de San Jorge porque solo puede verse en los ordenadores de nuestros hijos. —No me extraña —le respondí sonriendo— que antes fuera más bonito, cuando estaba san Bartolomé.

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Se paró en seco, me miró fijamente y se movió nerviosamente la boina. Noté que lo había dejado muerto y que no podía quitarme los ojos de encima, buscando mis facciones en lo más profundo de su memoria. Pero yo había envejecido mucho, estaba ya calvo y por pereza me había dejado hasta la barba. —Oiga, amigo, ¿dónde está la casa Centenero? La he buscado y no la encuentro. En la parte baja del pueblo hay muchas piedras y muchos árboles que han crecido salvajes, pero no está aquella hermosa casa. —Razón tiene, pues han crecido especialmente sobre ella, que la ceniza es buen fertilizante —me cortó mientras se quitaba la boina y comenzaba a rascarse el cogote—. Me parece que no sabe usted que se quemó en la Navidad del 36. Bueno, a decir verdad, la quemaron unos quintos que celebraban su marcha al frente porque sostenían que allí escondían a una maestra republicana que tuvimos. Y dicen que brindaron de verla arder, convencidos de que habían acabado con ella y con la abuela, que los amos estaban de viaje. Pero no sé qué le diga, amigo. Yo creo

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que no se murió allí la moza, porque al día siguiente también descubrieron que se había ido el cura. ¿Me entiende? ¡El cura y la maestra! Abrí lentamente la puerta del coche y paseé mi mirada por lo que quedaba del pueblo. Le dije adiós a doña Dolores, incluso creo que le mandé un beso al cielo. Y luego, después de dejar el cuaderno en el asiento del copiloto, me volví a observar con atención a mi interlocutor intentando descubrir de qué casa era. En realidad, tampoco me preocupaba nada saber qué linaje dormía —frongoso y hueco— bajo una boina tan negra como la noche del alma. —Bueno, amigo, yo me voy ya. Aunque no llueva, se está echando la noche y no vaya a ser que me pase lo de aquel diciembre de 1936. Por si no lo sabe, yo era entonces el pobre cura que se marchó con la maestra —sus facciones se quedaron yertas—, pero le diré una cosa: nunca habrá sido usted tan honrado como lo fui yo con aquella moza. En el fondo me divertía verlo allí menguando por segundos, inmóvil frente a mí, sin poder articular palabra, con una boina calada que dejaba escapar las

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primeras gotas de ese sudor tan frío como la muerte. El pobre no sabía qué hacer con las manos, se rascaba la camisa impulsivamente. Yo, sin mirarlo, seguí mi discurso a la nada, aunque no sabría decirte, ¡lector impertinente que no has parado de cotillear estas cuartillas mías!, si era una arenga de cura o una sesión de psicoterapia para mí. —Oyéndolo a usted, mi querido mocete, como diría Choneta de Sabiñánigo, he descubierto que he hecho mal en venir. El año pasado les leí a los presos una novela de un americano que se llama David Foster, en la que se dice: «Es muy raro sentir que añoras algo que ni siquiera estás seguro de conocer». Aunque usted ni la ha leído ni tendrá ningún interés por hacerlo, le diré que la novela se titula La broma infinita, y ahora pienso que esta maldita aldea solo ha sido en mi vida eso: una infinita broma. Me acerqué hacia él, que dio un paso atrás horrorizado y a punto de salir corriendo. —¡ No lo olvide nunca, anónimo amigo! Esto queda de lo que fue un pueblo que quizás solo nació para servir de escena a la más hermosa historia de

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amistad entre un cura y una maestra. ¿Lo entiende? Entre el cura y la maestra. Cerré la puerta del coche y lo puse en marcha. La deuda estaba saldada. Una vez más podía soñar que era el caballero andante de mi dama Pilarín, cuya única culpa fue ser maestra. Por el retrovisor lo veía inmóvil, sin recuperarse, mirando cómo me alejaba. Su cara comenzaba a esconderse en el pañuelo blanco amarronado que acababa de sacar del pantalón de pana, quizás para limpiarse los ojos o el sudor, incluso el alma. Y entonces me dieron ganas de frenar, volver y preguntarle: «¿Usted de qué casa es?».

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Gráficas Alós (Huesca) al arrancar diciembre —frío fragor del tiempo y la memoria— del año 2020.

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ET NUNC MANET IN TE


Domingo Buesa (Sabiñánigo, 1952) es historiador, tarea en la que ha alcanzado un amplio reconocimiento. Autor de una vasta serie de estudios sobre historia y arte, centrados sobre todo en Aragón, ha firmado recientemente su segunda novela, La tarde que ardió Zaragoza (2020), tras Tomarán Jaca al amanecer (2019).

«Y dicen que brindaron de verla arder, convencidos de que habían acabado con ella y con la abuela, que los amos estaban de viaje. Pero no sé qué le diga, amigo. Yo creo que no se murió allí la moza, porque al día siguiente también descubrieron que se había ido el cura».


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