El decorado

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EL DECORADO Angélica Morales

Letras del Año Nuevo Huesca 2015


EL DECORADO Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses © Diputación de Huesca Autor: © Angélica Morales Colección: Letras del Año Nuevo, 10 Director de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez Diseño gráfico: Estudio Camaleón Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Fotomontaje de cubierta e ilustraciones: Strader

Instituto de Estudios Altoaragoneses Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es

Imprime: Gráficas Alós D.L.: Hu. 335/2015 IBIC: F ISBN: 978-84-8127-272-7 Printed in Spain


EL DECORADO



1. HUESCA. COSO BAJO. UNA CASA. INTERIOR. ATARDECER Aquel perro no tenía que estar allí. Me gustaría que la historia empezara de esta forma tan sencilla, pero lo cierto es que aquel perro no era un perro, sino un hombre que se arrastraba por la acera con sus dos piernas tullidas dentro de un cojín muy sucio. Abría la boca para pedir una moneda, pero aquel sonido parecía el de un animal. Por eso me ha venido a la cabeza la imagen de un perro, un maldito perro abandonado a su suerte. Confundo las cosas. Hace demasiado tiempo que no salgo de esta habitación y todo cambia aun estando en su sitio. El médico dice que sufro brotes psicóticos, que de vez en cuando mi mente viaja sin mí y se traslada a otro lugar, huele un polvo distinto, se alimenta de una tristeza que no es la mía y, sin embargo, cae a plomo sobre mi pecho, como una nevada; eso es, lo mismo que esos copos que ahora se anuncian en la boca del cielo. Hoy es Navidad y estoy solo. La soledad pesa, es una especie de traje confeccionado con trocitos

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de cadáver que te lleva en contra de tu voluntad. Esta vez el trayecto ha sido corto, de modo que consigo (no sin esfuerzo) alcanzar una de las ventanas y pegar mi nariz al cristal. Afuera siempre encuentro idéntico paisaje: la farmacia, la tienda de zapatos, la frutería, el silencio de las calles desiertas cuando el frío engulle niños y corta la garganta de los árboles. Yo no tengo a nadie. Nada que llevarme a las manos. Ni siquiera dispongo del valor suficiente para vestirme, bajar a la calle y darle unas monedas al hombre que aúlla. Lo he perdido todo. Mi trabajo, mi mujer, mi vieja cámara de rodar películas. No lo he dicho, pero en otro tiempo rodaba películas, cualquier cosa que se pusiera ante mis ojos y fuese capaz de escupirme una historia. Y, sin embargo, ahora… Sobre el agua del cristal, me pongo a escribir. Me gustaría poder inventar algo nuevo, qué sé yo, música, signos, el perfume de una mosca, pero no consigo concentrarme; hay demasiados huecos dentro de mí, túneles en blanco por donde se desliza mi lengua, y tras mi lengua mi dedo, y tras mi dedo un temblor que me sacude y me hace sudar. Entonces me doy cuenta

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de que hoy no he tomado mis pastillas, de que hoy no es Navidad, de que tras el cristal de hoy no hay más que un muro donde los perros de verdad se ponen a fornicar con mi sombra. «¡Sh!». Escucho un ruido, como si alguien estuviese intentando abrir la puerta. Sí, son ellos. Reconozco mi voz. Estoy borracho y canto.

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2. HUESCA. COSO BAJO. LA MISMA CASA. INTERIOR. UN AÑO ANTES DE ATARDECER Laura es la primera en entrar. Deposita las bolsas en el suelo y hace girar las llaves entre sus dedos. Los dedos de Laura son finos, como los de una pianista que aún no entiende de la ruina y el hambre. El frío ha pellizcado su nariz y sus mejillas, y se muestran ahora de un color rosado. Ella nunca suda, aunque esté al borde de la pasión, a pesar de haberse bebido la mitad de una botella de ginebra, aunque nos pongamos a discutir en mitad de la puerta sin saber muy bien qué hacer con la costumbre. La costumbre se llama Irene; morena, ojos grises, piernas interminables. Irene camina igual que piensa, es decir, que todo en ella sigue la trayectoria salvaje de una curva. Sin embargo, carece de voz. Su voz es la de una vieja que tose y toma carajillos. Hace dos años que trabajamos juntos. Mejor aún, Irene entró en nuestras vidas hace dos películas. La primera se llamaba Poca bendición y actualmente nos encontramos inmersos en el rodaje de Frases robadas.

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—Estarás contento, ya has conseguido lo que querías. Laura habla mientras yo intento no darme de bruces contra el suelo. Me da vueltas la cabeza y siento trepar la náusea por la boca de mi estómago. Me he pasado con los gin-tonics y los cigarrillos y supongo que, en ese estado, tampoco habré resultado muy agradable. Siempre que hago un exceso me da por ponerme cabrón, llevarle la contraria a todo el mundo y meterles mano a las chicas. Todas las chicas del rodaje, excepto Irene, me resultan abominables. Son demasiado serias. Intentan por todos los medios ser fieles a la profesionalidad y yo aborrezco la profesionalidad de las chicas, su discurso masculino, sus gafas de pasta y esas ganas de querer controlarlo todo desde el punto de vista femenino. Me paso por los cojones el punto de vista femenino. ¿Acaso no se dan cuenta de que la película va de eso, de pasarse por los cojones el punto de vista femenino? —Ahora tengo a la mitad del equipo de morros por tu culpa. Deberías dejar de intentar ser sociable,

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porque no lo eres. Eres un maldito ególatra, un machista insoportable y un ridículo. —¿Ridículo? —la pregunta se pierde en el pasillo porque en esos momentos corro hacia el váter para arrojar toda mi bilis. —Sí, ridículo. ¿Crees que no me he dado cuenta de cómo le metías mano a Irene? Todo el mundo te ha visto hacerlo. Lo que no sé es cómo has acertado a introducir la mano en esa falda tan corta, y menos aún traspasar la barrera de sus muslos. ¡Que hay que ver cómo aprieta la tía las piernas! Es verdad. Todo en Irene es infranqueable. Su carne se ahoga en carne. Si alguien pudiese oír el lenguaje de su carne, escucharía a cada rato un grito de desesperación. Puede que sea la juventud. La juventud siempre tiende a hundir su levedad en el grito. Una arcada. Es fácil vomitar cuando se está borracho. Solo hay que abrir la cremallera de la garganta y dejar que las cosas vuelvan a su sitio. Retirar de dentro la basura. Esa frase no es mía, se la he robado esta noche a Laura.

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—Y deja de cantar, me pone de los nervios. ¿Se puede cantar con la cabeza metida en el váter? ¿Es posible que mi voz brinque de las tuberías y corra a besar los tímpanos de Laura? —Antes no eras así. Antes hacías arte. Antes parecías un hombre, y ahora… Llego justo a tiempo de contestar. —… Y ahora soy un animal ridículo. —No quería decir eso. —Sí querías decirlo. —Lo que hubiese querido es darte una bofetada. —Siempre has sido muy Gilda. —Mejor, idiota. —No, el idiota soy yo. —Tú eres ridículo. —Un idiota ridículo que se emborracha con dos gin-tonics y canta con la cabeza metida en el váter. —Eran cinco. —¿Cinco váteres? ¡Dios mío! —Eres imposible. Además, no sé por qué tenemos que celebrar nada si no hemos acabado de rodar.

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—Es Navidad, cariño. —Es mierda en lata. Después de apurar las copas en el bar Rugaca, Laura se ha empeñado en pasar por un restaurante chino que han abierto nuevo en la calle Goya para comprar un poco de comida. Yo odio la comida china. —No debería estar ahí —me dice con la mirada perdida en el infinito. Laura siempre mira así cuando entra en trance. —¿El qué? ¿El restaurante chino? —No, el jarrón; ese jarrón no debería estar en la vitrina. Su sitio está en el dormitorio. Para ser exactos, encima del mueble donde guardamos la ropa interior, en el lado izquierdo del espejo, junto a la cajita de música. Mi mente y mi cuerpo ya han tenido bastante guerra por hoy, así que me tumbo en el sofá y froto mis sienes con la yema de los dedos. Algo dentro de mi cabeza se ha puesto a arder, pudiera ser el esqueleto de Roma o, mejor aún, la carne prieta de Irene que al fin se abre al fuego de mi demencia.

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—Pero tienes razón, ahora que lo pienso tampoco el restaurante chino debería estar ahí. Últimamente me chirrían muchas cosas. Ayer, por ejemplo, cuando estábamos rodando la escena de la biblioteca. En la primera toma aparecían dos libros de Julio Verne en un primer plano, tenían las tapas rojas. En la siguiente toma había desaparecido uno. Al principio no me di cuenta, pero luego, al acercarme, vi que no era una obra de Julio Verne, sino de Walter Scott. Te lo comenté y tú le quitaste importancia. Dijiste que lo más seguro es que acabáramos prescindiendo de esa secuencia. Pero las cosas no funcionan así, Manuel. No podemos cambiarlo todo a capricho, porque se empieza por un libro y acabamos modificando las casas, los paisajes, los actores, aquella anciana que pasaba por la acera apoyada en un bastón y que ahora tiene veinte años y patina… ¿Me estás escuchando, joder? En mi cabeza, la fiebre besando los muslos de Irene y un tipo parecido a mí que, en sueños, juega a cambiar de sitio la luz.

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3. AFUERAS DE HUESCA. MESÓN-GASOLINERA. EXTERIOR. DÍA Jaime y yo hablamos frente a un café. Jaime es un tipo alto, con las mejillas hundidas y la piel del color de un cigarrillo. Habla poco. Lo que más le gusta es mirar. Sus ojos son grandes y sobresalen de su calavera. Habría que señalar que es muy flaco, consumido, con la mente siempre en marcha, como una lavadora en el momento de centrifugar. No pierde detalle de todo lo que le rodea. Siempre está filmando por dentro. Jaime es nuestro director de fotografía. No está casado y parece no mostrar mucho interés por las mujeres. Tampoco es gay, aunque podría serlo; incluso podría ser un violador en sus ratos libres, o un xenófobo, o un pacifista. No sé nada acerca de la vida personal de Jaime. Solo sé que es un buen director de fotografía y que respira muy fuerte y que su aliento es sucio, como su camisa, igual que el perfil de sus uñas. «Toca la guitarra (Jaime)», eso se lo escuché decir a Laura; también que le cuesta dormir. Hoy me dice eso mismo: «He dormido veinte minutos esta noche».

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El mesón que hemos escogido es un mesón cualquiera, con un salón de tamaño considerable para dar de comer a los turistas o a los camioneros, una tienda a la entrada donde se despachan butifarras, morcillas, carne en conserva y dulces, y unos baños tristes, con una luz enferma. Eso me dice Jaime: «Aquí todo parece enfermo, condenado a la agonía». La secuencia que vamos a rodar da comienzo en la gasolinera. Irene llega corriendo, pide ayuda, se enciende un cigarrillo, mira al infinito, mira al cigarrillo. Entonces alguien sale de la gasolinera y le grita: —¡Eh! ¿No ve que aquí no se puede fumar? Irene enciende otro cigarrillo. El tipo de la gasolinera vuelve a gritar (esta vez con mayor ímpetu). —¿Está usted loca o qué? Irene enciende otro cigarrillo. Fuma ahora a tres bocas. Tras unos instantes, Irene mira a cámara. (Primer plano de sus ojos grises, que se van fundiendo con el cielo).

Va a haber tormenta. En estos momentos Jaime se encuentra fotografiando el enfado del cielo.

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(Gris como el lomo de un gato que pasa / gris como la ceniza que se desprende de los labios de Irene / gris como el color de mi impaciencia).

Cae una gota que se funde con el fuego de un capullo. Eso dice Laura cerca de mí: «Eres un capullo». Laura se ha dado cuenta de que a Irene se le ha corrido el carmín de los labios. El carmín de los labios que le falta a Irene lo tengo yo atravesando el paisaje de mi garganta. Después de eso, pasaremos a la secuencia en la que Irene corre desnuda en mitad del bosque. Y... ¡¡¡Acción!!! Pero justo cuando Jaime se dispone a filmar llega un perro, se detiene junto a Irene, olfatea su bolso y se pone a orinar. –¡El puto perro no debería estar ahí! –grito completamente fuera de mí. Laura se echa a reír. Cae lluvia en copos. Cae la luz de un foco. Caigo yo.

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4. HUESCA. COSO BAJO. UNA CASA. INTERIOR. ATARDECER. (BIS) Ese fue el principio del fin. Nací a la muerte justo ahí, entre la pesadumbre dentada del barro. Podríamos estar hablando de mi primer viaje hacia la locura o de mi primer gatillazo de la razón. Ahí, junto al perro y la gasolinera, a dos zancadas del infierno y su pupila gris. No recuerdo cuánto tiempo permanecí KO. Escuchaba voces sordas muy cerca. Creí reconocer la de Laura, que no dejaba de repetir: «Maldito cabrón, vuelve, no me dejes sola». Y más allá, como en un eco muy dulce, Irene, todavía Irene, como decía aquel verso de Gastón Baquero: «Qué bueno es estar contigo ante este fuego, Irene». Pero Irene no decía ni una sola palabra, el alcohol de su voz estaba ahogado en llanto y nicotina. Las actrices son tan dramáticas, nunca pierden ocasión de convertirse en Medea y rasgar sus vestiduras hasta quedarse en cueros frente a un ojo animal que rueda películas miserables. Jaime intentó alzarme del suelo.

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—Venga, Manuel, apóyate en mí. Dime si te duele algo. Enseguida vendrá la ambulancia. —¡Y una mierda, vendrá la ambulancia! —gritó Laura—. ¿Alguien ha llamado acaso a una ambulancia? Yo no veo a una ambulancia por aquí. ¿Hemos contratado a una ambulancia? ¿Forma parte del decorado la maldita ambulancia? Y después el llanto. Supongo que Jaime debió de abrazar a Laura, porque la escuchaba sollozar de forma intermitente, como si una mano estuviese peinando su dolor, o su cabello, o esa histeria que empezaba a martillear mi sien. Como en un sueño o entre las sábanas de la niebla, me veía a mí mismo saltando al cuello de Laura, apagando para siempre su voz. Tuve que darme un puñetazo para sacar de mí aquella visión tan real. Me di cuenta de que babeaba, de que mis ojos saltaban de sus órbitas, de que me habían hecho un círculo y Jaime me sujetaba las manos a la espalda. Respiré su olor sucio mientras la nieve nos empapaba a todos y Laura tosía sin dejar de temblar.

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—No te preocupes, mujer —decía Jaime—. Solo ha sido un desmayo. Es el estrés del rodaje. Le habrá sentado mal el almuerzo, qué sé yo. Tal vez tendríamos que regresar a la escena anterior para comenzar a hilvanar los hechos, esa en la que yo estoy tendido sobre el suelo y Laura se pone a gritar. Había sido una toma falsa de mi mente; sí, eso tuvo que ser. Sin embargo, mi corazón latía con fuerza en el interior de mi pecho, sentía el sabor de la hiel entre mis dientes y el deseo de matar no cesaba. Por eso arañé la tierra y hundí la boca entre el barro. Jaime repitió de nuevo su frase. Y acción: —Le habrá sentado mal el almuerzo, qué sé yo. Sí, ya recuerdo. Tomé un pincho de tortilla con pan untado en tomate y un vino. Al cabo de un rato pedí al camarero del mesón que me sirviera un gintonic, o puede que fuesen dos. No estoy seguro. El que no se me borra del pensamiento es el tipo de la barra, gordo y sudoroso, con el pelo envuelto en una capa de grasa. Tal vez esa grasa fuese la misma con la que más tarde se pondría a freír los calamares.

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¿Serían cuatro lingotazos? ¿Quizá cinco? ¡Bah! Hacía tanto frío y tuvimos que repetir la toma de la gasolinera tantas veces… Irene y su memoria de ardilla. Es incapaz de retener cuatro frases en su cabeza, pero en cambio sabe romperte los labios al besar. Irene es magia entre las manos, es una isla evaporada que sigue y sigue, es una puta suave (Irene), algo así como un animal a medio hacer que te devora en lo oscuro. Y la voz de Laura, que caía a plomo: «Manuel… Manuel… ¿Me oyes? ¿Entiendes lo que te digo?». Y sobre el manto de la nieve se puso a trazar una estela de signos: «¿Cuántos dedos ves aquí?, dime, ¿cuántos?». Y yo intentando incorporarme. Y ella (Irene) más actriz que nunca, sin dejar de fu marse el llanto, con aquella faldita tan corta y tan ridícula, volviéndome loco con la ternura de su vulgaridad. —Manuel… —otra vez Laura apropiándose de un protagonismo que no le pertenecía—. Te juro por mi madre que no sé cómo ha llegado este perro hasta aquí.

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Pero el perro ya no estaba. No quedaba nadie en la gasolinera. Todos estaban dentro del mesón, a resguardo de esa nieve que no dejaba de ladrar. Porque la vida no es una línea recta, es un círculo que lame su espalda, una anguila masturbando su fiebre en la bañera. Nada existe sin morir. Nada muere sino cuando destapa su hambre a la vida. De modo que, si yo estoy muerto ahora, es porque vivo en el sueño demencial de otro que soy yo mismo. De niño le tenía miedo a la muerte. Imaginaba que, al acostarme, vendría un barco del Brasil a beberse el agua de mi corazón. Cuánto terror le debo a Maupassant, un círculo y otro círculo de angustia que jamás llega a cerrarse, como la Navidad; eso es, lo mismo que cada año las luces de la calle nos ciegan, los billetes disminuyen de nuestra cartera, los mismos kilos aumentando el grosor de nuestra cintura, y los niños de San Ildefonso despiojando la ilusión en el vacío, regalando el premio de la carne que después se regará con champán bajo cualquier pedazo enfermo de tierra. ¿Cómo explicarles, entonces, lo que me sucedió? ¿Cómo decirles que a pesar de lo sucedido estoy

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condenado a repetir el mismo crimen año tras año? ¿Cómo no descubrir con pavor que sigo habitando mi casa, mi cuerpo, mis acciones y mis películas sin mí? Es extraño, lo sé. Para cualquier mente razonable es una auténtica locura. «Tómese este frasco de pastillas azules (diría el doctor), baños fríos, paseos por el mar del bosque, mucha calma, nada de imaginación, ni una dosis de cine. Los libros no entran en las recetas de la seguridad social». Pero no adelantemos acontecimientos. Nos habíamos quedado en la escena 3. Rodábamos mi caída, el inicio del fuego trepando por mi sien. El primer azote de la infidelidad. El odio. Las ganas de romper el mundo en pedacitos y tragármelo. ¿Ustedes creen que se puede morir dentro del cuerpo y seguir respirando? ¿Pueden existir simultáneamente dos hombres idénticos de alma y cuerpo y estar habitando uno las tinieblas y el otro una casa común? ¿Puede el hombre muerto que respira hiel habitar la casa común junto al hombre que es idéntico a él en alma y cuerpo pero que respira bocanadas de normalidad?

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Entonces leí aquel libro. (Sí, los muertos también leemos, perdemos peso de forma automática y hacemos el amor con el recuerdo que nos devuelve el espejo. Es cierto, mi reflejo pálido lame el agua del espejo. No soy un vampiro. Solo soy un príncipe del mal que rueda películas dentro de su cabeza).

Entonces (repito) leí aquel libro que hablaba del fuego, de cómo el fuego sirve para que los muertos regresen al hogar y lo protejan. Sin embargo, yo ya estoy aquí, en la casa común del Coso Bajo (incluso me faltan diez años para terminar de pagar la hipoteca). Entonces (dejen que continúe) se me ocurrió un plan. Una ofrenda para mí, una luz a la que regresar. Y pensé: «Si por un instante pudiese volver a rodar la secuencia de la gasolinera…». (Antes de sucumbir / antes de que el barro ensuciara mi razón / antes de todos los perros que, al caer en el sueño, orinan).

Entonces…

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5. HUESCA EN GENERAL. EXTERIOR. DÍA, MIENTRAS SE ACERCA LA NOCHE Entonces salimos a pasear los dos (Manuel muerto + Manuel de aire). Intentamos ponernos de acuerdo, desnudar nuestros gustos, el modo en que la vida se aferra al color violeta de un muerto, las ganas de la tierra de seguir arañando el oxígeno bajo el peso de lo inútil… Qué sé yo, tantas cosas que empezaban a enfermar en nuestras pupilas. No cabía la menor duda de que Manuel vivo conocía mi existencia. En sueños solía hablarle, cambiaba de lugar las cosas, reescribía frases nuevas en su guion que después él tachaba con sarna. Yo amaba a Laura. Él deseaba a Irene. Entonces comenzamos a rodar y a rodar secuencias estériles. No había manera de regresar con éxito al momento clave de la gasolinera, siempre sufríamos idéntico percance, el mismo perro interrumpiendo nuestro ritual, Irene dándole mordiscos al cadáver

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de su personaje mientras se fumaba el aburrimiento y, sin embargo, Laura… Bueno, Laura siempre estaba cercanamente lejos, en el centro envenenado de una espiral. Ni que decir tiene que todos nuestros esfuerzos fueron en vano. Estábamos condenados a no entendernos. Por ejemplo, si caminábamos Coso arriba con el sol brillando a nuestra espalda y a mí se me ocurría exclamar: «¡Hace una tarde hermosa!», de inmediato Manuel vivo se apresuraba a decir: «¡Hace una tarde horrible!». Si a mí me daba por contar el alma de los cisnes que en el parque Miguel Servet se habían atragantado con las migas de pan de una mujer melancólica, él se echaba a reír con la mitad de su cuerpo metido en la casita de Blancanieves. Era el desastre. Nos separamos. Su respiración flotando con el humo, viendo pasar la inocencia de unas niñas que saltaban a la comba, el motor de su cabeza poniéndose a pedalear para encontrar una idea nueva que tanto a él como a mí se nos escapaba.

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Habíamos estado rodando, sin saberlo, dos películas distintas pero idénticas, dos muertes que no llegan a anunciarse pero que se ponen a gritar en el cuello de una camisa cinematográfica. No sé cuánto tiempo duró mi regreso a casa, me perdí en un par de calles y después regresé para dar vueltas a la manzana. Cerca del Casino me tropecé con la voz de unos críos, atravesaban la calle con sus gritos ocultos tras una máscara diabólica. Parecían borrachos de felicidad. Obedeciendo a un impulso, me acerqué a ellos y les dije que me acompañaran. Al principio dudaron, el más gordo mostraba cierto enfado porque yo había interrumpido su gamberrada. (Gamberrada de Navidad = idiotas dando tumbos con un gorro de Papá Noel en la cabeza mientras fuman y eructan pompas de whisky. / Gamberrada de Navidad = niñatos en grupo sacando bíceps en su garganta, llenando de confeti el asfalto, burlándose de todo aquel que se cruza en su camino y repitiendo frases de película americana que no vienen a cuento).

Transcribo aquí nuestra conversación:

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—Una moneda para comprar dulces de birra —dice el más gordo. —¿Trato o truco? —dice otro con la cara consumida. —Eso no es así, gilipollas; eso es después, cuando los pavos gordos como tu padre se meten al horno. (Risas / el gordo escupe en el suelo, a dos centímetros de mi zapato / más risas).

—Es lo mismo, ¡no te jode! —Pues no, porque en Navidad no hay muertos, hay suegras y turrones. (Más risas / el gordo echa mano a su bragueta / el gordo fuma y arroja el humo hacia la negrura del cielo).

No me queda más remedio que decirles que sí, que en Navidad se come con muertos y que yo mismo soy un tipo muerto en mitad de un matrimonio muerto, con una película muerta entre las manos que no acaba de respirar. —Tú lo que estás es chalao, tío —dice el gordo.

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—Aire —dice el de la cara consumida. —Oye, por curiosidad, ¿cuántos años llevas tieso? —No sé qué decirte, un año, tal vez 52 años, puede que 1920 años —contesto al fin. Esta vez la risa se cae al suelo, junto con la colilla del gordo. —¡Anda y que te den, pringao! «Esos críos no deberían estar ahí» (susurra la voz de Manuel vivo desde la casita de Blancanieves). Alguien quiere confundirme. Pasa una pareja y se abraza frente al escaparate de la zapatería, corre un hombre detrás de un perro. Por un momento me pareció el mismo perro que andaba apoyado en sus patas delanteras sobre un cojín muy sucio. En casa, Laura me recibe sin piel, completamente desnuda de ideas.

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6. HUESCA. BAR RUGACA. INTERIOR. DÍA. ENTRISTECE TRAS EL CRISTAL Un dato de por qué el destino me llevó hasta allí: ¿? (Déjenme pensar… No sé, tal vez aquella conversación que escuché sin querer en el bar Rugaca).

Imaginen la siguiente escena: Dos hombres (80 años aproximadamente cada uno / mil arrugas surcando su piel / dos vinos tintos encima de la mesa / dos corazones rojos a la temperatura del hielo).

Y yo y mis huesos en el sillón de al lado (Manuel vivo + Manuel muerto), retocando el guion de forma frenética, intentando templar mi mente, dándole aliento al bolígrafo que se negaba a escribir nuestras últimas palabras. Por supuesto, tras el cristal, la Navidad avanza implacable. Podemos ver como el amor

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(El amor es una niña que lleva sus ahorros guardados en un maletín de Hello Kitty / el amor es una pareja de novios que pega sus narices en los escaparates / el amor es una suegra sola confeccionando chaquetas de punto para su gato / el amor es una hija regresando de su borrachera en el autobús número 5)

comienza a comprarse vendas en la farmacia para darle una sepultura intermitente a su memoria. Pero regresemos a ellos, a los ancianos que conversan junto a mí. Apenas se miran, sus manos como sarmientos aferradas al cristal. Hay un silencio muy sucio pasando en su memoria, hay fotografías tomando el pulso al color amarillo. Me percato de que en vez de dos hombres son dos viejas cicatrices que se han encontrado después de un viaje muy largo. No hace falta hacer las maletas, coger un tren y atravesar Siberia para marcharse lejos del alma. Ellos siguen ahí, a mi lado, cabizbajos, escupiendo frases cortas que a menudo no entiendo porque son algo así como mensajes muy suyos, como claves científicas que abren las puertas de un pecho herido. Lo que sí me

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llega son las palabras infancia y dolor, un perfume a soledad y la ballena que los cobijó en su vientre. Tomo notas. Apunto en mayúsculas: RESIDENCIA DE NIÑOS.

Y caigo en la cuenta de que, actualmente, es uno de los centros de la Universidad. En mi imaginación aquel monstruo infantil se pone a devorar el tiempo, sin que el tiempo pueda correr o arrojarse por la ventana. —El miedo —dice uno. —Y, sin embargo, fui feliz —responde el otro. —Casi 17 años allí, y después nada, solo una maleta, la calle, el frío, los colmillos de la vida. —Soy carpintero y construyo jaulas para niños —bebe y dice el primero. —Soy maestro y construyo alas para los niños que no se conforman —bebe y dice el segundo. Entonces se me ocurrió trasladar allí la última secuencia de la película, la del sueño de Irene y su posterior suicidio. Hablé con Jaime y, juntos, visitamos el edificio. Nos dijeron que preguntásemos por Pedro, el conserje. Pedro era un tipo de mediana

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estatura, simpático y de mirada inteligente. Cargó los bolsillos con un racimo de llaves y nos invitó a que le siguiésemos. —Algunas veces recibo la visita de viejos niños que estuvieron aquí. Todos lloran cuando se enfrentan a ese pasillo. Y nos señaló un corredor desangelado pintado en tonos grises que no dejaba de aullar en el silencio. —¡Es perfecto! —exclamó Jaime. Y la puerta de uno de los baños se cerró de un golpe, ella sola, sin aire, sin manos, sin esperar a que Manuel muerto pudiese gritar: «¡Acción!».

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7. HUESCA. RESIDENCIA DE NIÑOS. INTERIOR. (DÍA Y NOCHE EN UNA SOLA CARA DE LA MONEDA) Llegamos casi al amanecer. Aún tenía una legaña en el ojo izquierdo que Laura me había quitado de forma amorosa antes de comenzar a ordenar el material. Nos amábamos (la noche anterior habíamos hecho el amor con violencia, dos arañazos perpendiculares en mi espalda pueden demostrarlo). Todavía era temprano para pelear, para que Manuel vivo se aflojara la correa de sus pantalones, se pasara una mano por el pelo, encendiera un cigarrillo y murmurara para sí: «Avanti!». El equipo estaba al completo. Estaba formado por Jaime, Irene, Laura y yo. El resto había decidido abandonar. Antes de adentrarnos en la Residencia de Niños, decidimos tomar un café en un bar próximo. Irene estaba muy nerviosa, no dejaba de mirar a su alrededor, como buscando a alguien inexistente; enlazaba un cigarrillo tras otro y arrugaba servilletas de papel en sus palmas sudorosas. Laura la observaba en la

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distancia. No soportaba su cercanía y fuera del rodaje intentaba evitarla. De modo que, ahora, le separaba de Irene la distancia de dos sillas. Vi en sus ojos brillar la satisfacción. Se sentía vencedora en cierta manera, como si el nerviosismo de Irene fuese en realidad su propia calma. Dos mujeres, dos rostros en una misma moneda, una mano sucia en la que caer, la mía, por ejemplo, y ¡PLAF!

Cuando Irene avanza hacia la barra, yo le doy una palmada en el culo. Laura lanza una cucharilla por los aires. La cucharilla me golpea la sien. Jaime ríe. Un barrendero que apura su primer café de la mañana rescata la cuchara del suelo y se la devuelve a la camarera, que no deja de mirarnos con sus ojos asesinos (los asesinos tienen el color de una avellana que cruje). Los trámites para conseguir los permisos necesarios con que rodar en la Residencia de Niños habían resultado un auténtico coñazo, pero tenía mis contactos y al final conseguí que nos dejaran rodar durante todo un día y una noche. Pasaríamos allí las últimas

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horas del año y le daríamos la bienvenida al año nuevo. Pedro, el conserje, no tardó en reunirse con nosotros. Llegó envuelto en un abrigo gris que ocultaba parte de su rostro, sobre la cabeza un gorro de estilo ruso. Lo vi caminar de lejos, tras el cristal; su figura se encorvaba por el frío, el miedo o la extrañeza, no sé. —¿Qué tal todo? —pregunta, completamente acorazado en su abrigo. Su boca parece una flor carnívora. —Va —respondo. Liquido la cuenta y salimos. Subir las escaleras de la parte vieja de la Residencia de Niños es como ascender a los colmillos del pasado. —Ya sabes que de aquí no nos mueve nadie hasta el día de Año Nuevo —le digo a Pedro depositando un par de cajas y el trípode en el suelo. —No hay problema. Ya estoy informado de todo. Estáis en vuestra casa. —¿Llamas hogar a esto? ¡Uf, se me están poniendo los pelos de punta! —interviene Laura.

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—Sí, este sitio impresiona. Jaime no deja de hacer fotografías. Ha encontrado una pared repleta de grafitis en forma de cabeceras de cama. Dispara una y otra vez al color naranja y al color verde con los que están pintadas. Irene permanece quieta en mitad de la estancia, completamente tensa. A ratos se muerde las uñas y escupe. A ratos fuma y revisa el guion. A ratos se pone a escuchar el silencio y suda. —Gracias por todo, Pedro. Puedes venir a liberarnos cuando quieras a partir del día 1. Espero haber acabado para entonces. —¿Estás seguro de que no quieres pasar la Nochevieja con nosotros? Va a ser algo espectacular —afirma Laura extendiendo los brazos como si fuera una estrella de cine ridícula. —No, gracias. Tengo planes. Cualquier cosa, ya conocéis el número de mi móvil. Que lo paséis bien. Mucha mierda, ¿se dice así? —Mierda es la que hay aquí, querido —vuelve a hablar Laura aferrando una escoba y sin dejar de barrer el decorado. El decorado es una especie de desván,

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largo y estrecho, con una techumbre de madera altísima. Un esqueleto por donde logran colarse algunos rayos de luz mortecina. —Eh, venid aquí, corred, algo se mueve… ¡Coño! ¡Es un pájaro! —grita Jaime. —Si es una paloma, mátala. Las odio —contesta Laura sin soltar la escoba. —No, es un pequeño cernícalo. Se ha quedado atrapado. Esta vez Laura se acerca para asistir al rescate. —¡Oh, qué mono! —se gira hacia mí y habla—: Se parece a ti cuando dejas de ser tú y eres alguien que no existe. —Muy graciosa. Venga, joder, dejaos de rollos y a currar, que hay mucho que hacer. Jaime libera al cernícalo y retoma su labor fotográfica. Al cabo, vuelve a exclamar: —¡Este sitio es cojonudo! Vete tú a saber las cosas que habrán pasado aquí. En la pared alguien ha escrito: «Las llaves las tenemos nosotros». Oye, ¿no será el anterior conserje muerto, que se manifiesta? —Vete a la mierda.

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(Eso no lo digo yo, lo dice Laura).

Y empezamos a preparar el rodaje. Jaime otea el decorado con su ojo de búfalo. Irene se arregla (maquillaje pálido). Irene se inquieta (un par de cigarrillos de color rubio). Laura prepara la máquina de humo / la cama sin piernas de Irene / la sangre falsa de Irene / el cuchillo… Y acción… Irene se tumba sobre el lecho. Irene coge el cuchillo. Irene mira hacia el infinito. El esqueleto del desván da vueltas en su pupila. Humo infernal. Irene acuna la fiebre en la ternura de su pecho. Hacia el centro de su corazón se dirige el cuchillo. Irene cae muerta. ¡BRAVO!

Y corten… Pero Irene sigue ahí, en mitad de la sangre. Me acerco a ella, la vapuleo, siento que no tiene pulso, huelo el perfume real de la sangre. Y grito: —¡Ese cuchillo no debería estar ahí! ¡Laura, joder, ese cuchillo no debería estar ahí!

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Y, como una manada de perros rabiosos, las palomas que permanecían ocultas a nuestros ojos comienzan a alzar el vuelo ruidosamente. Una extraña sensación de miedo y asco nos sacude a todos. Laura comienza a temblar. Me acerco a ella fuera de mí. Laura intenta escabullirse; tropieza, cae sobre el cadáver de Irene, le arranca el cuchillo del pecho y se abalanza contra mí. Yo logro esquivarla, atrapo el cuchillo y no dudo en hundirlo sobre su carne, una y otra vez, hasta que confundo su sangre con la mía. Las palomas ya no están y Jaime corre despavorido en dirección a los baños. Tampoco él consigue zafarse de mí y corre la misma suerte que Laura. No recuerdo nada más. Ya saben que confundo las cosas y que tal vez haya olvidado tomar mis pastillas. El caso es que, a la mañana siguiente, Pedro nos encontró a todos. Había pájaros nuevos bebiendo de nuestra sangre y una voz a lo lejos que no dejaba de susurrar: «Las llaves las tenemos nosotros». Si pudiera volver a rodar el aplauso de aquella puerta…

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(Sin manos / sin aire / sin el orĂ­n incesante de los perros en la boca enloquecida de mi sien).

Antes de regresar a casa, deposito una moneda muerta sobre el cojĂ­n tullido del hombre que hace: (GUAUU).

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Gráficas Alós (Huesca) cuando el otoño frisaba —sombras dobles— el quicio de un invierno lunar.

n n n

ANIMULA VAGULA BLANDULA HOSPES COMESQUE CORPORIS



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