EL PRODIGIO Severino Pallaruelo
Letras del Año Nuevo Huesca 2013
EL PRODIGIO Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses © Diputación de Huesca Autor: © Severino Pallaruelo Colección: Letras del Año Nuevo, 8 Director de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez Diseño Gráfico: Estudio Camaleón Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Cubierta e ilustraciones: Strader
Instituto de Estudios Altoaragoneses Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es
Imprime: Gráficas Alós D.L.: Hu. 305/2013 IBIC: F ISBN: 978-84-8127-255-0 Printed in Spain
EL PRODIGIO
Ilenia Irati creía en los prodigios. Pensaba que existían los milagros, los grandes sucesos azarosos e inexplicables que podían cambiar en un momento la vida de las personas. ¿Acaso no era posible que un tipo pobre, caminando un día por la calle, encontrara tirado en el suelo un billete de lotería premiado con cien millones? ¿No podía una mujer poco afortunada en el amor cruzarse en la escalera mecánica de un centro comercial con el hombre más atractivo de la ciudad y despertar en él, con solo un cruce de miradas, la pasión más salvaje? ¿Hay algo que impida a una mujer de talento ignorada por sus paisanos ver un día reconocida su genialidad gracias a…, bueno, a cualquier cosa? Había estado firmemente convencida a lo largo de toda su vida de la existencia de prodigios que aportaban soluciones para los grandes males y para las grandes dificultades. Pero sus convicciones empezaban a flaquear: tenía cincuenta años y nunca había sido protagonista de una situación prodigiosa. ¿No iba siendo ya hora de que algún milagro le sucediera a ella o, al menos, ocurriera ante ella?
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Emprendió un viaje por Andalucía. Viajaba sola. Procedía de una región del norte de España. Llegó a Granada cuando amanecía un día de junio muy caluroso. Se alojó en un hotelito modesto y se fue a recorrer las callejuelas del Albaicín. Por la tarde visitó la Alhambra. Cuando bajaba del palacio de los reyes moros, por una senda fresca que discurre entre dos acequias cantarinas, salió a su encuentro una gitana para ofrecerle ramitas de boj. El boj era la excusa para consultar la mano y decir la buenaventura: «Lo que has esperado durante toda tu vida se va a cumplir». Eso dijo la gitana. Al oírla, Ilenia pensó: «El prodigio, ya está». Pagó y partió desasosegada, con los ojos muy abiertos: «Atenta, Ilenia, atenta, de un momento a otro llegará el prodigio». Durmió mal aquella noche y también las siguientes. El desasosiego la mantenía en vela: quería estar despierta cuando llegara el prodigio. «¿Qué será? ¿Qué será?», se preguntaba sin lograr conciliar el sueño en las noches abrasadoras. Catorce días después Ilenia estaba muerta. Yacía en la cama de un sórdido cuartucho de Almería.
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La encargada del hostal fue quien avisó a la Policía: habían encontrado muerta a una mujer en la habitación. —No lo imaginaba así, tan…, tan… —¿Tan qué? —Tan viejo todo, tan sucio, tan cutre. Había pasado cien veces por delante de este hostal, pero no suponía que estaba tan mal. El policía joven miraba el cuarto con aprensión y no se atrevía a tocar nada: no evitaba el contacto por prudencia, era porque le daba asco el ambiente sórdido del cuartucho donde yacía Ilenia Irati. El policía viejo no se asombraba, había visto muchas cosas. —Pero, tú, ¿qué te crees? ¿Cómo te parece que son las pensiones y los hostales? Pues así, así, con mugre, con sábanas agujeradas por cigarrillos, con colchones sucios. —¿Y esta? —el joven dirigió la mirada al cadáver y alzó la cabeza con ademán interrogativo—. ¿Qué habrá sido? ¿Un infarto? —No sé, no sé, es raro. Es todo raro, hasta el nombre: Ilenia Irati.
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Vino el juez, y luego el forense. Se llevaron a la difunta. Los policías recogieron lo que había en la habitación y se marcharon. Por la tarde ya conocían algunas cosas acerca de Ilenia. El policía viejo seguía diciendo lo mismo: «Es raro, todo esto, es raro». Por los documentos sabían que era navarra y que residía en una pequeña ciudad. Les fue fácil averiguar otros detalles: propietaria de una librería, casada, cuatro hijos, con cierto renombre dentro de la profesión y una vida discreta. Al policía joven solo le parecía raro el nombre: —¿Cómo la llamarían? ¿Doña Ilenia? ¿Señora Irati? El viejo no prestó atención alguna a las dudas del subordinado. Ni siquiera las escuchó. Seguía pensando en el hostal. Había visto multitud de delincuentes a lo largo de su vida. Había interrogado a muchos. Sabía detectar las mentiras en las caras, en los movimientos casi imperceptibles de los ojos, en la boca. —Esa chica del hostal, la que nos recibió, esa tía nos estaba ocultando algo. Nos estaba mintiendo. Mentía, no sé por qué, pero mentía.
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—¿Qué cree? ¿Le parece que había robado algo? En la cartera de la difunta había quinientos euros, y la cámara de fotos también estaba. No creo que le hubieran robado nada. —No, no es una cosa de robos. Es algo diferente. —¿Un crimen? ¿Cree que la mataron? —No sé, no sé. Veremos qué dicen los forenses. Pero es raro. ¿Qué hacía esta señora en ese hostal? Tenía dinero. ¿Por qué no fue a un buen hotel? —Hay gente muy tacaña, jefe, muy tacaña. Mi suegra, sin ir más lejos: tiene pasta y vive como una pobre. ¿Sabe qué le regaló a su primer nieto? Ni se lo imagina: cuando nació el niño, nos trajo ¡un sonajero! —Sí, quizá era una tacaña. Usaba ropa gastada y calzaba sandalias viejas. Y sin maleta. No viajaba con maleta. Llevaba una mochila. Y escribía un diario de su viaje. Me lo llevaré a casa esta noche y lo leeré, quizá consiga aclarar algo. n n n
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El cuaderno donde Ilenia escribía el diario del viaje había despertado la curiosidad de los policías desde su hallazgo en un bolsito que, junto a la mochila, constituía todo el equipaje de la difunta. Era un tomo en octavo bien encuadernado, con tapas duras y hojas gruesas, de esas de los blocs de dibujo que admiten incluso la acuarela. Les chocó, sobre todo, el título: El más viejo, el más lento, el más barato: diario de un viaje en tren por el sur. Hojearon el cuaderno. Estaba escrito con caligrafía cuidada. De vez en cuando aparecían ilustraciones. A veces dibujos trazados con lápiz o con rotulador, a veces pequeñas acuarelas. Casi siempre imágenes de arquitectura o paisajes, apenas bocetados, donde destacaba la figura de un puente o de un castillo, a veces un olivo o una palmera. Parecía la obra de una persona culta y sensible que se comunicaba poco con la gente y vivía mucho mirando su interior. Por la noche el viejo policía, antes de leer con detenimiento el contenido, anotó las etapas del viaje de Ilenia. Los lugares visitados figuraban en cada jor-
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nada junto a la fecha, de modo que no era necesario leerlo todo para averiguar qué sitios había recorrido. Cuando falleció, llevaba viajando dos semanas. El diario no comenzaba con la partida de su ciudad. Las primeras páginas estaban dedicadas a una vieja estación de tren de los Pirineos, a Canfranc, a las instalaciones ruinosas y gigantescas de una estación casi abandonada. De allí, a Zaragoza, a Valencia y a Granada: más de veinticuatro horas para cruzar la península. Luego Guadix, Almería, Motril, varios pueblos de las Alpujarras, Málaga, Ronda, Córdoba, Úbeda, Baeza y, para acabar, nunca mejor dicho, Almería de nuevo. Punto final. Estación término. ¿Por qué había regresado a Almería? En el diario no ponía nada. Las anotaciones del día postrero no estaban escritas todavía. No tuvo tiempo. Lo último que escribió hacía referencia a Baeza. Eran unos versos de Machado: ¡Campo de Baeza, soñaré contigo cuando no te vea!
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«Curioso —pensó el viejo policía mientras hojeaba el diario después de cenar—, curioso: empieza y acaba con versos de Machado». En efecto. Bajo el título, en la primera página del cuaderno, antes del texto dedicado a Canfranc, se leían los versos iniciales del poema que el andaluz dedicó al tren: Yo, para todo viaje —siempre sobre la madera de mi vagón de tercera—, voy ligero de equipaje.
El libro de Machado también había aparecido en la mochila de la difunta. No había más libros. Ni una guía de la región, ni un folleto, solo un mapa muy sencillo que parecía arrancado de un atlas escolar. Al día siguiente el policía joven preguntó a su jefe por el diario. —¿Aclara algo? ¿Es interesante? —Creo que no. No aclara nada. Es entretenido, nada más. Bueno, sí. Hay algo, algo desconcertante: la difunta había estado ya en el hostal donde murió.
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Durmió allí hace doce días. Es curioso, no sé por qué volvió. En el diario dice que el hostal es una mierda. Escucha —el policía viejo abrió el cuaderno del viaje por una página señalada—: La noche ha sido horrible: calurosa como no recuerdo otra y llena de ruidos. ¡Qué familia, la del hostal Oceánico: riñen, se llaman a gritos, dan portazos, corren por los pasillos, alborotan…! Me levanto más cansada de lo que me acosté.
—Y aún dice más cosas. Habla del baño lóbrego, de la ducha asquerosa… ¿Por qué volvió? —Habrá sido un infarto, ¿no, jefe? La tía tomaba medicinas para el corazón. Aquellas medicinas que había en un neceser eran para el corazón, yo lo sé porque mi suegra las toma iguales: unas pastillas son para la tensión y otras para el corazón. A ver qué dice el forense. El policía joven miró al viejo y observó que tenía la mirada perdida, como vuelta hacia una duda interior que absorbía todo su interés.
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—Jefe, no me está escuchando. Ya veo que le da vueltas a algo. Suéltelo. Pero diga algo más que ayer. «Hay algo raro, hay algo raro», ya sé que está pensando eso. Pero ¿qué es lo raro?, ¿solo la cara de aquella golfa del hostal? Porque, bueno, de eso no habíamos hablado. Aquella tía yo no sé si escondía algo o no, pero parecía idiota, estaba como ida, como en otra parte: aquellos ojos, aquella cara, le costaba entender las preguntas, tardaba en responder… Pero yo no le vi ganas de engañar, la vi ida, simplemente ausente, como si hubiera tomado algo. Bueno, eso no lo sé, no sé si había tomado algo o era simplemente idiota. Aunque una idiota que estaba buenísima. ¡Dios mío, qué cuerpazo tenía la tía! ¡Y cómo lo lucía, en biquini, descalza! ¡Joder, qué cuerpo! Yo la miré y luego pensé en mi mujer: tiene que ir al gimnasio, esto no puede ser. ¿Usted cree que esa tía va al gimnasio? Hay gente que no lo necesita, esa parece de las que no lo necesitan. ¡Qué tetas, qué caderas, qué culo! Jefe, ¿me escucha? El viejo no había escuchado nada. Seguía rumiando sus dudas. Volvió a hojear el diario de Ilenia.
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—Escucha, la librera había emprendido el viaje por un motivo curioso: quería despedirse de los trenes viejos. Pensaba que estaban desapareciendo los trenes viejos y quería decirles adiós. Lo pone en su diario, al principio. Escucha: Estos trenes no pueden durar mucho. Se están acabando. Un año, dos, tres…, poco más. No pueden mantenerlos. La estación está para el derribo: el reloj parado, la carpintería carcomida, los carteles rotos. No hay nadie en la taquilla. Una mujer espera para coger el tren como yo. Golpea la ventanilla, golpea la puerta donde pone Jefe de Estación. No responde nadie. La mañana es suave, hace menos calor que ayer. El tren sale de Canfranc, de la inmensa estación desvencijada que agoniza entre las altas montañas con su aspecto de gigantesco palacio ruso. Es un tren diminuto, sin vagones entrelazados. Solo una locomotora y algunos asientos en la misma pieza, como un autobús sobre raíles. Un costado está completamente cubierto por grafitis, que tapan incluso los cristales de las ventanas. No hay ningún
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pasajero. Yo y la mujer que golpeaba la taquilla vamos a ser las únicas viajeras. Van a durar poco, estos trenes. Por eso he decidido usarlos: para decirles adiós. He visto desaparecer muchas cosas sin decirles adiós, porque casi no me daba cuenta de que desaparecían. El trigo: vi cómo se extinguía el trigo sin decirle adiós. Recuerdo aquellas noches deliciosas de julio, cuando veraneaba en el pueblo. Aún puedo notar el olor del trigo. Los haces amontonados en la era antes de la trilla. Montones y montones de haces de mies, apilados sin orden, formando torres, pasillos, valles dorados y perfumados donde tumbarse a contemplar las estrellas y a soñar. A soñar con el amor. Soñaba con el chico que estaba a mi lado mirando las estrellas. Hablábamos. No sé de qué. Reíamos. No me acuerdo de qué. Callábamos. Gozábamos de nuestra mutua compañía, de la noche, del lecho blando del cereal. ¿Dónde estará aquel chico? Se acabó el trigo. Se dejó de sembrar, se dejó de trillar. Era demasiado laborioso, demasiado pesado. El pan lo traía el panadero, ya cocido, bien cocido y
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crujiente. Ya no había que trillar. No era necesario ir al molino, ni preparar la masa, ni transportar leña y más leña para el horno. Se acabó. Resultaba más cómodo comprarlo todo elaborado: el panadero traía un pan excelente. Pero, cuando miraba las estrellas junto al chico con el que soñaba, no sabía que ya no nos podríamos tumbar más en el trigo, que ya no habría más trillas. Al año siguiente no sembraron trigo. Y no le dijimos adiós. Quedó aquello como incompleto, como sin resolver. Se acabó. Por eso voy a viajar en estos trenes, para decirles adiós antes de que los retiren. Voy a ir por vías secundarias, por estaciones olvidadas. Antes de que la ruina lo devore todo. Anoche preparé el equipaje. Cargué unos cuantos carretes de fotos. Esto se acaba también. Ya nadie hace fotos en blanco y negro. Me encerré en el laboratorio y puse una toalla al pie de la puerta para que no entrara luz. Hay que tener cuidado con esa ranura traidora. Parece que no entra nada de luz, pero entra. Hay que tener cuidado. Me siento en la
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oscuridad y abro la lata de película. Saco la bobina. Voy desenrollando, desenrollando, hasta que alcanza la longitud de mis brazos extendidos. Corto. Comienzo a enrollar la película en el chasis, vueltas y vueltas. Ya. Cierro el chasis. Un carrete, otro carrete. Esto ya no lo hace nadie. Habrá que dejarlo. Me di cuenta el otro día. Las fotos en blanco y negro están acabadas. El laboratorio, la ampliadora, la luz roja, los papeles, las cubetas: todo está acabado. La fotografía digital es tan fácil, tan cómoda… Ocurre como con el trigo: era tan sencillo comprar pan al panadero, sin segar, sin trillar, sin moler… Resulta tan simple y tan linda la foto de la cámara digital… Anoche, mientras recargaba el chasis con la película de la lata, supe que era una noche como aquella del trigo, como aquella de las estrellas, cuando soñaba con el amor tumbada en la mies olorosa. El tren arranca. Viene, indolente, el revisor a venderme el billete que ya no expiden en la estación. ¿Para qué van a abrir la ventanilla si no compra billetes casi nadie? El tren avanza entre los matorrales que invaden la vía.
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Apenas pudo cumplir sus deseos de viajar en trenes decrépitos. De Valencia a Granada tuvo que viajar en un talgo. «Quizá en el interior de Andalucía quede alguno», pensó. Dispuesta a cumplir sus objetivos, Ilenia se dirigió a la ventanilla de la estación de Granada para tomar el tren más vetusto. Cuando se acercaba al mostrador de los billetes, un empleado, recién llegado, se anudaba la corbata azul del uniforme sobre una camisa impecable. Otro empleado observaba con delectación cómo el compañero se acababa de ataviar para comenzar el trabajo. —Ahora tenemos más categoría, se nos ve mejor. Antes éramos ferroviarios, pero ahora, cuando a tu mujer le preguntan dónde trabajas y dice que en los ferrocarriles, está diciendo, no sé, algo así como si dijera: «Mi marido trabaja en un banco». Sí, somos ya como los empleados de banca. El compañero recién llegado acariciaba con voluptuosidad la corbata que se acababa de poner. —Sí, ya somos como los de los bancos.
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Todavía disfrutaba de aquella sensación del estatus profesional cuando Ilenia se acercó al mostrador. —Quiero un billete para el tren más viejo, más lento y más barato. El empleado la miró sin entender qué le pedía. Ilenia repitió su deseo. El de la corbata la escuchó como si le hubiera hecho una proposición obscena o le hubiera pedido el tique para una montaña rusa. Le aclaró las cosas con displicencia: ya no había trenes viejos ni lentos, y en cuanto a baratos todo era opinable. Ilenia pidió un billete para el primer tren que saliera. No importaba el destino. —Pues entonces le daré un billete para Guadix en el regional de las 9:15. El regional era un tren moderno, limpio, cómodo. Ilenia, mientras recorría la vega granadina alejándose de la ciudad donde la gitana le anunció la llegada del prodigio, iba pensando en la imposibilidad de lograr el objetivo de su viaje: ya no quedaban trenes viejos. Había dejado escapar el tiempo de los grandes vagones con departamentos de rica tapicería, con espejos y con redecillas para el equipaje. Como tantas cosas
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de su juventud, se habían ido sin decirles adiós. Llegó su hora y se acabaron. Quizá el único que quedaba era aquel que había tomado para iniciar su viaje en la estación pirenaica. Y tampoco era exactamente el tipo de tren del que quería despedirse: no se trataba de un tren antiguo, era más bien un convoy envejecido y destartalado. Le parecía que quería despedirse de aquellos magníficos edificios de los ensanches urbanos de comienzos del siglo xx y solo se había podido despedir de un pobre pisito de los construidos por el Sindicato Vertical en los años sesenta, una vivienda triste y deteriorada; así era el tren en el que inició el viaje. Y nada más. Desde Zaragoza ya solo encontró trenes modernos, pulcros y climatizados como los apartamentos que ahora se construyen en los barrios de clase media. Decidió olvidarse del propósito inicial y disfrutar del paisaje. La vega iba dejando paso a las montañas, cada vez más imponentes, que se extendían a ambos lados de la vía. Veía laderas suaves por las que trepaban hileras de olivos viejos y laderas empinadas con encinas oscuras. Más tarde el tren fue ale-
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jándose de los montes y se adentró en la hoya, abierta y frondosa, de Guadix. Fue la única persona con aspecto de turista que se apeó en la estación de la antigua Acci. Se adentró en la ciudad y olvidó enseguida el frustrado objetivo de su viaje ferroviario. Situada frente a la dorada fachada de la catedral, sintió vivo aquel latido íntimo que una vez y otra la conducía a la profundidad de las ciudades interiores, donde dormía algo ancestral que le atraía intensamente. Era domingo. La gente acudía a misa. Ilenia entró y se sentó en un banco discreto. Oficiaba un cura viejo que hablaba con voz suave. Un coro de niños acompañaba la liturgia. Cuando cantaron, como los ángeles —«Hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada»—, la librera, que no era creyente, se emocionó recordando las misas de su infancia: creía que ya no se cantaban aquellas cosas. No quedaban trenes viejos, pero aún sobrevivía la pompa litúrgica que ya suponía desaparecida. Luego recorrió el entorno de la alcazaba y los barrios de las cuevas, asombrada por la vitalidad del
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ambiente: la gente reía y se reunía para hablar bajo las parras, en los patios abiertos ante las encaladas bocas de las cuevas, en la calle. Más tarde, sentada en los soportales de la plaza, evocaba las estampas de la ciudad, las polvorientas fachadas de los conventos, las chimeneas blancas surgiendo de la ladera terrosa, la fortaleza árabe, la catedral. Comió bajo los arcos, rodeada de familias que tomaban vermú al salir de misa, mientras descargaba un aguacero que refrescó el ambiente. El ruido del chaparrón acabó de disipar la desilusión ferroviaria: no importaba la desaparición de los viejos trenes, allí estaban la ciudad, la plaza, el olor de la lluvia. Todavía disfrutaba de aquellas sensaciones cuando lo encontró en la estación de autobuses. El muchacho alemán parecía dispuesto a dejar pasar la tarde lentamente en el hangar desierto, tumbado en el banco de madera con la cabeza sobre una mochila. La librera preguntó en la ventanilla por el autobús para Almería y le dijeron que no partía ninguno hasta el anochecer. El muchacho sonrió: —Yo, Almería también.
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Ilenia le mostró un folleto con el horario de trenes: lo mejor sería tomar uno que salía media hora después. Así se conocieron. Fueron caminando en silencio hasta la estación. Tomaron el tren y comenzaron a hablar cuando, a espaldas de Fiñana, veían la mole de Sierra Nevada. Él tuvo que echar mano del diccionario: —Paisaje, me gusta el paisaje. Sin mediar preguntas, sin planificarlo, recorrieron juntos la región durante doce días, siempre con el diccionario de tapas amarillas en la mano. Pasó todo un día antes de que se atrevieran a decir los nombres: —Yo, Karlo. ¿Y tú? —Ilenia, Ilenia Irati. Y se dieron la mano riendo como si acabaran de ser presentados por un amigo común. El chico llevaba mucho equipaje: una mochila pequeña y otra enorme que impresionaba a Ilenia. «¿Pero qué hay en esa mochila?»; él reía y no respondía. Cada día, al atardecer, cuando paseaban por las calles de las ciudades o recorrían las viejas alcazabas, desvelaba, poco a poco, el contenido: prendas
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elegantes, sencillas, diferentes, que se ajustaban a su cuerpo resaltando la gracia de los movimientos. A pesar del volumen del equipaje, aún le había faltado sitio: no pudo traer su clarinete. Lo echaba de menos. Poco después de contárselo a Ilenia, con aquel vocabulario tan escaso que obligaba a labrar cada palabra para construir la comunicación, como el que llega a una isla desierta y ha de fabricarse con sus manos, lentamente, hasta los útiles más elementales, el chico comenzó a cantar. Estaban sentados en una torre de la alcazaba de Almería. Atardecía. El mar se iba volviendo dorado. La calma resultaba perfecta. Él cantaba con suavidad. Era una canción melancólica que Ilenia no entendía. No importaba el contenido: parecía deliciosa si se escuchaba mirando los movimientos delicados de la boca, de los ojos, de la cabeza. La misma gozosa sensación producía escucharlo con los ojos cerrados, paladeando solo la música de las palabras desconocidas, acompañadas por el rumor apagado de la ciudad y del mar. A él también le gustaba oír a su compañera de viaje leyendo los poemas del libro de Machado.
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—¿Pero entiendes algo de lo que leo? El alemán sonreía y alzaba los ojos en un gesto que significaba: «No, pero no me importa. Lee, me gusta». A veces, sentados al pie de la fachada sombría de una iglesia o mirando el mar desde una torre ruinosa, cuando llevaban mucho rato callados, él sonreía —con los labios y con los ojos— y decía: «Pregunta a tu libro». Entonces Ilenia sacaba de su mochila el libro de Machado y comenzaba a leer en cualquier página. Lo hacía despacio, saboreando cada verso, por el gusto tan solo de las palabras, sin importarle apenas el contenido. Él cerraba los ojos y escuchaba, gozando, como ella, solo con la armonía de los sonidos. «Pregunta al libro»: la expresión la había inventado él. Karlo también tenía, además del diccionario, un solo libro. Era una guía de Andalucía en alemán, muy voluminosa. El día que se conocieron, en el tren de Guadix, camino de Almería, hablaron del alojamiento en la ciudad. El joven dijo: —Pregunto a mi libro. Y comenzó a leer las informaciones que los condujeron al hostal Oceánico.
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Las preguntas al libro se repetían varias veces cada día. Los monumentos, las calles, los restaurantes, las plazas: todo figuraba en aquel tomo grueso y blanco como el cuerpo de algunos alemanes tan diferentes a Karlo. «No pareces alemán, pareces andaluz», le decía ella. Cuando abandonaron el Oceánico estaban un poco contrariados con la guía: ¿cómo podía recomendar aquel cuchitril inmundo? Mientras desayunaban Ilenia tomó el grueso volumen y lo examinó para saber quién lo había escrito. El autor ocupaba una página entera al final del libro: un hombre rubio, con barba, cuyo retrato campeaba sobre el texto donde se detallaban sus méritos. Le mostró la foto a Karlo: —Ya sé por qué aconseja ese hostal. Se miraron algunos segundos y comenzaron a reír. Acababan de ver en el hostal a un hombre muy parecido al de la foto. Fue al despedirse. Llamaron, para devolver las llaves, en la puerta de un cuarto donde ponía Recepción. Nadie respondió a la primera llamada, ni a la segunda. Tras nuevos golpes se oyó una voz:
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—Ya va, ya va. Un minuto después se entreabrió la puerta y apareció la joven indolente y provocativa de la mirada perdida. Vestía únicamente, como siempre, el biquini, que le permitía exhibir el magnífico cuerpo. Sus ojos parecían aún más rasgados, más acuosos y más rendidos; sus labios, más inflamados; su boca, más agotada. Tras ella, en la penumbra del cuarto recalentado, entre las arrugadas sábanas de una cama deshecha, asomaba el rostro, vencido por el gozo, de un hombre rubio como el autor de la guía. —Ya sabemos por qué aconseja el hostal Oceánico, claro. Y, tras reír de nuevo, el joven se quedó reflexionando un momento: «¿Por qué las españolas dicen tantas veces claro?». n n n
Los policías no conocieron el nombre del alemán hasta la tarde del día que siguió al descubrimiento del cadáver de Ilenia. Volvieron al hostal. El comisario
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continuaba inquieto. Revisando el libro de clientes observó que, cuando doce días antes Ilenia ocupó una habitación en el hostal, se hallaba en otra un alemán llamado Karlo Ritter. Ambos habían permanecido solo una noche en el Oceánico. En la última noche de Ilenia el alemán también se alojaba en otra habitación en el hostal. Podría ser una casualidad, pero al viejo policía no se lo pareció. Se puso en contacto con sus colegas de las otras ciudades donde sabía, por el diario, que la librera había pernoctado. A las pocas horas tenía confirmación para el acierto de sus sospechas: en todos los hostales y pensiones donde había pasado una noche la viajera navarra, el alemán había estado en otra habitación. —Te lo decía. Aquí hay algo raro. Esa señora viajaba con un alemán, pero no lo cita para nada en su diario. —Un rollo, ¿no? Estarían enrollados y ella no querría nombrarlo en sus papeles. —No sé, quizá. Pero un rollo raro. ¿Por qué dormían en habitaciones separadas? Él es joven, veinti-
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séis años, ella tenía cincuenta años. Le doblaba la edad. No, no había rollo. Viajaban juntos, simplemente. Pero él estaba en el hostal ayer, cuando nos llamaron. ¿Por qué no apareció si viajaba con ella? Es raro. —Sí, jefe, tengo que admitirlo. También a mí comienza a parecerme raro todo esto. Y oiga, usted que ha leído todo el diario del viaje, ¿no ha detectado algo? No sé, alguna pista, algo extraño. El último día, ¿qué escribió el último día? —Ya te lo he dicho, no hay nada. Del último día no hay nada. Solo esos versos de Machado diciendo que se acordará de los campos de Baeza cuando no los vea. Escribió una cosa rara dos días antes, en Córdoba. Escucha: A las 9 —cuando abren— he ido al Museo de Bellas Artes, situado en la plaza del Potro. Me gusta esta plaza, y particularmente su viejo pavimento de gruesas losas rectangulares desgastadas por los bordes y alomadas en el centro. Al museo se entra por un patio compartido con otro museo dedicado a Romero de Torres. En el patio, cerca de los naranjos,
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hay un busto en mármol del escritor cordobés Juan Valera. ¡Valera, Dios mío, Valera, precisamente ahora, en estos días que me están haciendo pensar tanto en tipos como él o como Juanita la Larga! A veces pienso: «Sí, sí, las cosas pueden ser así». Y otras veces: «¡Juanita, qué risa de novela!». Y Valera, ¡vaya con Valera! A los hombres se les permiten esas cosas, a las mujeres no.
—¿Tú sabes algo de esa novela? ¿La has leído? ¿Y de Valera? ¿Qué se le permitió a Valera? —¡Yo qué sé! No sé nada de ese Valera ni de su novela. ¿Pero de qué novela me está hablando? —Pues esa que cita, Juanita la Larga. El título de esa novela le surgió por algo relacionado con estos días de viaje. Tendríamos que saber de qué va el argumento. Y también algo sobre Valera. —Si quiere, busco en Internet o voy a la biblioteca y pregunto si tienen algo. Luego, cuando salgamos al bar, me acerco a la biblioteca. Al atardecer, tras consultar los libros, el policía joven sonreía maliciosamente.
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—Jefe, conozco la vida de Valera: era ya viejo cuando se casó con una chica de dieciocho años. Y el argumento de la novela: un abuelillo se enamora de una chica muy joven. Ella, al principio, no lo quiere, pero luego lo ama con locura. Se casan y viven felices. Fin. ¿Qué? ¿Le dice algo? Ya se lo decía yo: la difunta tuvo un rollo con el alemán. Probablemente, la mató a polvos. De eso también se puede morir, ¿o no? Yo lo sé por mi suegra. Ya no la dejamos ir a Benidorm. Antes cada vez que iba volvía medio muerta. Se metía en la cama y tardaba quince días en recuperarse. Y mi mujer, que no se entera, decía: «Pobre mamá, estos viajes la dejan agotada». Pero a mí me lo dijo Antonio, ese que trabajó en la camisería que cerraron: «¡Vaya con tu suegra! ¡Tres cada noche!». Y esas cosas, jefe, si se tiene la salud quebrantada, no se aguantan. Lo de tres cada noche…, nunca le pregunté a Antonio si eran tres polvos o tres hombres. Tres cada noche. ¿Usted cree que se cepillaba a tres cada noche? Tres. ¿Se metería con los tres a la vez en la cama o de uno en uno? Y el caso es que usted la verá y dirá: «Esta abuelilla es una santa». ¡Pero qué va, qué va! Sí, la difunta estaba
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delicada de salud y el alemán era fogoso. ¡Un vikingo! Imagíneselo todo: un vikingo blanco y rubio, potente, con bíceps como quesos, pilla en una noche exaltada a la Ilenia, que no tiene el corazón muy fuerte. Hace calor. Antes de ir a la cama se han tomado unas sangrías fresquitas. Vamos, que se han puesto contentos. Entre el calor y la sangría, está que se sale, quiero decir que pide guerra. Y ella, bueno, ella: «¡Ah, ah! ¡Más, Karlo! ¡My love, Karlo, my love, más, más!». Y, claro, la Ilenia quiere gozar más, se esfuerza demasiado y la palma. Y el tío, cuando ve el panorama, se asusta. Dice: «Achtung! ¡Hostia, me la he cargao!». Y se pira para no buscarse líos. ¿Qué le parece, jefe, es coherente? —Hombre, sí, tiene su coherencia. Pero… —Pero ¿qué, jefe, qué? No hay ningún pero. El tío se asusta y huye, por eso no lo vimos, por eso no apareció por allí: se había pirado. —Sí, sí, de acuerdo. Pero ¿por qué tenían habitaciones separadas?, ¿por qué no una habitación? —Pues no sé, jefe, no sé. Porque esa Ilenia era una rarita, yo qué sé. Tanta poesía, tanto Machado, tanto dibujito… Era una tía rara. Pero el alemán dijo:
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«Esta noche es la definitiva». Vamos, que se la llevó al otro mundo. Hágame caso, jefe, que yo he visto cómo llegaba mi suegra de Benidorm. La última vez la tuvieron que traer en camilla, ¡en camilla! Y eso que me parece que no iba con alemanes. ¡Virgen del Rocío, un alemán blanco, atlético, como un aviador de la Luftwaffe, con espaldas anchas, rubio, alto, con ojos de acero! Esa tía, que igual era una beata, porque a mí me han dicho que las navarras son muy beatas, pues esa tía lo pilló con mucho ímpetu, vamos, con furor, quiero decir, lo cogió con furor, se sobreexcitó y se murió. La mató la calentura, seguro. n n n
Ilenia había empezado a pensar en Juanita la Larga cuando conoció la edad de Karlo. Estaban en una playa pequeña abierta entre rocas oscuras. Él escribió con el dedo en la arena Yo, 26. ¿Y tú? Ilenia escribió 50. Se miraron a los ojos. Sonrieron. No pasa nada. Corrieron al agua y nadaron mucho rato mar adentro. Cuando volvieron a las toallas las cifras
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seguían allí. Karlo las borró con el pie y sonrió. Se tumbaron en silencio. La librera, con los ojos cerrados, se acordaba de la obra de Valera. El día era claro. Corría una brisa deliciosa. Cuando leyó la novela le pareció una idiotez: una jovencita preciosa enamorada de un viejo. No, aquel argumento no resultaba creíble. Sí, el hombre era listo, pulcro, bueno y valiente. Pero ella todavía no había cumplido veinte años. No podía ocurrir: en la vida real esos amores no existían. Abrió los ojos. A su lado, en la toalla azul, estaba el alemán con los ojos cerrados. Lo miró: precioso, el hombre más hermoso de la playa. Ideal. No resultaba exuberante. Era discreto, dulce. Él abrió los ojos y sonrió. ¡Oh, aquella sonrisa! ¡Más hermosa que las olas blancas, más luminosa que el cielo brillante! Al atardecer, sentados al pie de las rocas oscuras, comieron fruta mirando al mar. Amaban aquella hora tranquila. Las olas parecían suavizar el estrépito de sus embates. El agua se tornaba dorada para enlazar con el oro del cielo. La playa se había quedado vacía.
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Volaban las gaviotas sobre los últimos paseantes solitarios. —Pregunta a tu libro. Ilenia sacó de su mochila el viejo tomo de Machado y leyó: — Abre el balcón. La hora de una ilusión se acerca… La tarde se ha dormido y las campanas sueñan.
Las olas, lánguidas y agotadas en la hora postrera del día, lamían a veces los pies descalzos de la pareja. Cambió de página: Hacia un ocaso ardiente caminaba el sol de estío, y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante, tras de los álamos verdes de las márgenes del río.
Calló un rato. Saboreó el ocaso, que cerca del agua no resultaba ardiente. Abrió de nuevo el libro:
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Fue una clara tarde, triste y soñolienta tarde de verano. La hiedra asomaba al muro del parque, negra y polvorienta...
Tardes, tardes, tardes: cuántas veces aparecía la tarde en los poemas de aquel libro… Pero ¿de qué tarde se trataba? A ella le pareció la tarde de la vida, su tarde. Recordó las edades escritas en la arena y miró a Karlo, tan hermoso. Él se levantó, entró en el agua y la llamó. En la playa de un pueblo pequeño, cerca de Castell de Ferro, se dio cuenta de que estaba ante el prodigio anunciado por la gitana. En la calita, recostadas sobre la arena, dormían media docena de barcas. Ilenia, sentada en el viejo torno de madera que usaban los pescadores para arrastrar las embarcaciones, dibujaba en su cuaderno. Él había ido a comprar helados. Lo vio venir corriendo, sonriente, con un helado en cada mano, los brazos levantados, la mirada alegre, como si danzara sobre las arenas calientes. «La danza más hermosa, he aquí el prodigio», se dijo la
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librera deseando que aquella carrera no acabara nunca para disfrutar de la imagen. Confusamente, evocó las obras de los grandes pintores donde aparecían hombres casi desnudos: todos le parecían retratos de seres torpes y envarados, como pájaros disecados, frente a la gracia de Karlo, que se movía como si volara con suavidad. Sentados en el raído torno, saboreando el helado, comenzaron sin proponérselo, como cada día, la clase de español. —Si lleva un palo se llama polo. —¿Palo?, ¿polo? —Sí, mira, el palo es para coger el helado. Los que tú has traído son de cucurucho, se come todo, no llevan palo, si llevaran palo serían polos. —Más despacio. Toma. El alemán le entregó la agenda que empleaba para las clases. Tenía las hojas arrugadas. Eran de un papel fino que aguantaba mal las acuarelas: bajo las caricias del pincel mojado las páginas se ondulaban y no recobraban su tersura ni después de secarse. Las
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hojas se iban llenando de dibujos. Ilenia pintó un cono con una bola de chocolate y puso helado de cucurucho. Después escribió polo al pie de otro dibujo que acababa de trazar y señaló una parte del nuevo helado: el palo del polo. Luego dibujó unas bolas de vainilla en una copa y puso copa de helado. —¿Copa? —Sí, es el recipiente donde se pone el helado. —¿Recipiente? —Sí, recipiente. Vamos con los recipientes. La librera comenzó a trazar rápidamente siluetas en la agenda arrugada: vaso, copa, jarra, taza, cubo, olla, botella, plato. Karlo, conocía ya algunas palabras. Había asistido durante dos semanas a clases de español en una academia de Málaga. —Pero no es fácil. Palo, polo: iguales. —No, no suenan igual, solo parecido. Palo, polo son sonidos diferentes. Pero a veces las palabras son iguales y tienen significados distintos. —Más despacio.
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Ilenia continuó dibujando en la agenda. Ahora un árbol. Señaló con una flecha la parte superior y escribió copa. —¿Ves? Es igual que la copa de beber porque tiene la misma forma. Luego, dibujó una hoja de un árbol. Escribió hoja y tomó entre sus dedos una página de la agenda: —Hoja, la del árbol se llama hoja, y la del cuaderno también es una hoja. Y en el árbol aún hay más cosas así. Señaló las raíces con una flecha y escribió raíz. Luego dibujó un diente y con una raya apuntó a la base: raíz. En el centro del árbol escribió tronco y después dibujó la silueta de un hombre desnudo e indicó también qué parte del cuerpo se llama tronco. Sin darse cuenta, miraba al alemán mientras dibujaba. Karlo observaba los dibujos con atención para retener todas las palabras. —¿Hoja?, ¿ojo? —Sí, sí, suenan parecido, pero no tienen nada que ver. —¿Nada que ver?
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—Nada que ver significa que no están relacionadas, que son completamente diferentes. Hoja ya sabes lo que significa, y ojo… —Sí, ojo conozco, ojo para ver. Al decir ojo, el alemán señalaba los suyos. Eran del color de las avellanas, quizá algo más claros, casi como la miel, extraordinariamente vivos, igual que su sonrisa, igual que sus manos. Ilenia lo contemplaba deseando retratarlo, pero no se atrevió. Así transcurrían las clases. Un tema enlazaba con otro. De los dibujos y del vocabulario pasaban a sus vidas. En una iglesia, donde dejaron transcurrir las horas porque el ambiente tranquilo y la frescura invitaban a permanecer, salió la palabra banco. —¿Banco?, ¿banco es para el dinero? —No, no es lo mismo. Hay bancos para sentarse y bancos para el dinero. El alemán sacó la agenda del bolso. Comenzó otra clase. Ilenia escribió muebles y dibujó una silla, un sillón, un banco, un armario…
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—Yo, trabajar… Yo, trabajar… en una… Karlo buscó en su diccionario amarillo. —En una empresa de muebles. ¿Y tú? —Yo soy librera. Vendo libros. Tengo una librería. n n n
—Tenía usted razón, jefe, el forense tampoco lo ve claro. Ha llamado para que acudiéramos al hostal. Quiere revisar la habitación donde murió la navarra. Fueron al hostal. El cuarto estaba precintado. La encargada los recibió vestida solo con el mismo biquini. —¿Qué pasa? ¿Algún problema? Se dirigía al comisario con una mezcla de chulería y estupidez que al viejo policía, acostumbrado a tratar con muchos delincuentes, le resultaba un poco desconcertante. Realmente, ¿aquella tía medio desnuda era tan idiota como parecía o solo estaba aparentando? El forense hizo pocas preguntas.
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—¿Encontraron el cadáver en la cama? ¿No lo movieron? ¿Movieron algo? —Nada, no se movió nada, no se tocó nada. El juez vino y lo vio todo. El viejo policía estaba convencido de que la provocativa recepcionista mentía. —¿Por qué entraron en la habitación mientras estaba ocupada? —Por la limpieza. Limpiamos cada mañana. —Ya. ¿Y la llave? ¿No estaba la llave dentro? —Claro, una dentro, pero nosotros tenemos otra. —Ya. ¿Y quién entró? —Entré yo. Una le pega a todo, ¿sabe usted?, a todo. Mientras el viejo policía y la chica del hostal hablaban, el forense examinaba con meticulosidad el sórdido cuartucho. Miró bajo la cama, revisó los muros, el pavimento, el lavabo. Cuando dejaron el hostal se dirigió al comisario. —Creerá que estoy usurpando su puesto. No acostumbro a meterme en estas cosas, mi función no es esa. Pero el caso me tiene perplejo. Tras la autopsia yo
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solo pude certificar una defunción por parada cardiorrespiratoria. Y decir eso es no decir nada: todos nos morimos cuando el corazón se para y dejamos de respirar. Pero ¿por qué dejó de respirar la mujer que murió en ese cuartucho infame? No hubo infarto, no hay señales de envenenamiento ni de problemas con estupefacientes, no se aprecia ningún signo de violencia. La autopsia no reveló lesiones de ningún tipo. Estoy a la espera de los resultados de ciertos análisis, pero no confío mucho en lo que aporten. En fin, señor comisario, aquí hay trabajo para usted. —¡Qué ojo, jefe! Usted lo vio claro desde el prin cipio. —Sí, pero solo vi claro que aquello no estaba claro, que había algo turbio. Y ahora pienso lo mismo, pero no he avanzado nada. Esa chica del hostal sabe algo, pero ¿qué oculta? —¿Y la familia? ¿Ha visto usted a la familia? —Sí, son todos aún más raros que ella. Su padre bebe. Tiene aspecto silicótico. Apenas le entiendo cuando habla. Y las hermanas… Bueno, de las hermanas mejor no hablar, ya las has visto.
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—No, jefe, no le estoy preguntando por las del hostal, a esas ya las conozco. Pregunto por la familia de la muerta, si han venido, si los ha visto. —Sí, he visto a su marido. Vendrá esta tarde por la comisaría a buscar las cosas de la mujer. Pero creo que no le podremos dar nada. Tengo que hablar con el juez. Tal como se está poniendo el caso, me parece que tendremos que guardarlo todo. —¿Cómo es el marido? ¿Es así, como ella? —¿Como ella? ¿Y cómo es ella? —Venga, jefe, no se haga el tonto: un poco rarita, un poco bohemia, con mochila, durmiendo en el hostal más cutre de la ciudad, ya me entiende. —No, ella no parecía una burguesa. Pero el marido sí parece lo que es, un abogado rico: buena planta, buen traje, pelo plateado, Rolex. —Tenía que ser así, jefe, no podía ser de otra manera. Si la mujer fuera como él, hubieran viajado juntos. A mí ya se me hizo raro esto de que viajara sola. Vamos a ver, ¿usted dejaría a su mujer marchar de viaje sola durante un par de semanas?, ¿la dejaría? Vamos, me dice la mía: «Oye, que me voy por ahí
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quince días con la mochila a recorrer el mundo, para despedirme de los trenes viejos, pobrecitos, que se acaban…». Me dice eso y hay más que palabras. Es natural, jefe, es natural. Si la dejó marchar, es porque a él no le va eso de irse por ahí de viaje con un macuto a la espalda, durmiendo en pensiones de mala muerte y pareciendo, no sé qué decir, una mendiga no, pero una jipi sí, eso es, como una jipi.
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Órgiva. Laderas meridionales de Sierra Nevada. El verano acaba de comenzar con grandes calores. Aún hay nieve cerca de las cumbres. Guadalfeo trae un caudal bravo: aguas de color ceniciento nacidas en las frías manchas blancas, que retroceden rápidamente. Las Alpujarras: los montes de los antiguos moriscos rebeldes, los pueblos de tejados planos escalonados en las vertientes de la sierra. Ilenia se ha adentrado en la comarca como los antiguos viajeros románticos: con el entusiasmo de
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quienes se acercan a los paisajes soñados. A Karlo le cuesta comprender lo de la sublevación de los últimos moros de la península. Adivina, por el brillo de los ojos de su amiga, que se trata de una historia interesante. Los detalles no importan: irán juntos a las montañas. Han tomado habitaciones en un hostal de Órgiva rodeado de frutales. Hay naranjos delante de las ventanas. Detrás del edificio, en las cumbres, la nieve brilla bajo el sol que la devora. Han recorrido dos pueblos pequeños situados más arriba. Por la tarde, en la villa, como cada día antes del anochecer, Karlo se ha cambiado de ropa. Ha aparecido bajo los naranjos con un traje negro. Ilenia, sentada bajo una parra, lo mira. Sonríen. El prodigio. Caminan un poco por las calles. Se cruzan con muchos grupos de gente que parece sacada de las fotos de los años sesenta: viejas furgonetas pintadas con colores vivos, chicas rubias de piel tostada con amplios vestidos de bordados floridos, jóvenes barbudos que andan descalzos, ancianas cubiertas con tela de saco que protestaron contra la guerra de Vietnam en su juventud…
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Descienden hacia el río por una senda entre olivos y parras. A veces Ilenia sufre un poco más las dificultades de la comunicación. Ahora quiere explicar a su amigo lo que siente en este camino. Le parece que no existe el tiempo. Se ve transportada a la época de los moriscos. Lo nota aquí más que en la Alhambra, más que bajo los arcos califales de Córdoba. El olivo y la higuera, la parra y el limonero, el polvo del camino, los bancales de la ladera, el jazmín sobre el muro, el ruido del agua: casi puede ver a los antiguos moriscos regresando a sus casas en esta hora dulce del crepúsculo. ¡Ah, cómo le gustaría contárselo a Karlo, pero es demasiado largo! —Por aquí subían los moriscos, a esta misma hora, con sus asnos cargados de calabazas y de cebollas, de higos, de peras. Karlo sonríe. No entiende nada. Cerca del río encuentran a un grupo de alemanes. Son ocho o diez hombres y mujeres jóvenes que han instalado su campamento entre las adelfas. Viajan en dos furgonetas. Saludan en español. Uno de ellos habla muy bien, con suave acento extremeño.
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Cuando descubren que Karlo es alemán la conversación se anima, todos intervienen. Son anarquistas. Conocen la historia española del último siglo. Han venido a España por eso. Igual que Ilenia salió de viaje en busca de los últimos trenes antiguos, ellos han viajado tratando de hallar algún rescoldo de aquella vieja llama del anarquismo español que aparece en los libros. A Ilenia le gusta escuchar al joven de acento extremeño. —Aprendí el español en un pueblecito de Extremadura. Hablan de la Guerra Civil, de las colectividades libertarias, de los viejos ideales de un mundo sin Dios, sin Estado y sin patrón. Los ácratas son tranquilos. Sentados al pie de las adelfas floridas, beben cerveza mientras dejan llegar la noche. Les ha pasado como a Ilenia con los trenes: han venido a despedirse de un mundo que amaban y se han dado cuenta de que ya no existe. Desapareció. No han encontrado en Cataluña ni en Aragón aquellas vigorosas organizaciones anarquistas de las viejas
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colectividades. No han sido capaces de hallar en Andalucía un solo campesino libertario heredero de aquellos que predicaban la revolución hace setenta u ochenta años. —Hemos llegado tarde —se lamenta el joven de acento extremeño. Ya había salido la luna —una luna grande, casi en su plenitud— cuando comenzaron a cantar. Primero canciones revolucionarias, en español, las viejas canciones de la Guerra Civil: A las barricadas, Si me quieres escribir… Luego los melancólicos himnos en inglés de las Brigadas Internacionales. El de acento extremeño tocaba el acordeón. Más tarde sacaron un violín y una viola de las furgonetas. Dos mujeres —una muy joven, casi una muchacha— empezaron a interpretar una melodía dulce, sin letra. Al concluirla, iniciaron otra. La cara de Karlo se iluminó. Comenzó a cantar. «¿Pero quién cree que soy?: ¿su madre?, ¿una hermana mayor?, ¿su profesora? ¿Qué soy para él?». Ilenia no puede dormir. Han decidido no ir al hostal. Los alemanes les han dejado esteras y se han tumbado al pie de un olivo. La noche es clara. La luna está casi en
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su plenitud. Sopla una brisa muy suave que acaricia las hojas del olivo y de las adelfas, moviéndolas de manera apenas perceptible. Karlo, como cada noche: —Yo, contento de pasar el día contigo. ¿Tú? —Yo también, Karlo, yo también. Duerme encogido como un bebé sobre la estera, junto a las raíces retorcidas del olivo. Ilenia oye su respiración tranquila, ve a la luz pálida de la luna los movimientos rítmicos del pecho maravilloso que quiere acariciar y besar. El ruido del río cercano llega como una canción de cristales finos. La música, las canciones, el amor, el arte: merece la pena solo dedicar la vida a esas cosas. Ilenia ha comenzado a pensarlo unas horas antes, cuando Karlo cantaba acompañado por la música de los nuevos amigos alemanes. Ella disfruta con la pintura, pero ¿qué ha hecho? Nada. Algunas acuarelitas, algunos dibujos en cuadernos perdidos, una docena de cuadros inacabados: nada. ¿Y con las fotos? Poco también: colgó algunas fotografías, junto a las de otros aficionados locales, en un par de exposiciones colectivas. Le ha faltado decisión, no ha encontrado
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tiempo en medio de las apremiantes ocupaciones cotidianas: el matrimonio, el negocio de la librería, los hijos, los padres enfermos, los suegros enfermos. Una vida que ha transcurrido pensando cada día que estaba haciendo lo que no quería hacer, rodeada siempre de gente con la que no quería estar. Y ahora tiene cincuenta años. Los hijos llevan su vida. Los padres y los suegros han muerto. Y ella, bajo un olivo, mira las estrellas soñando con el arte y con el amor. Quizá ya ha pasado su tiempo, quizá no. ¿Es una locura desear los brazos del amigo alemán?, ¿una quimera pensar en sus besos? Huye del triste amor, amor pacato, sin peligro, sin venda ni aventura, que espera del amor prenda segura, porque en amor locura es lo sensato.
Los versos de Machado. La locura del amor. Está dispuesta a sumergirse en la locura. ¿Y él? Cada noche repite lo mismo: su alegría por haber pasado un día más junto a ella, por haber recorrido juntos la
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ciudad, por haber nadado juntos en el mar, por escuchar los versos que lee, por las lecciones de español, pero ¿y los besos?, ¿llegarán los besos? n n n
—Mire, jefe, será abogado, ganará pleitos, tendrá mucho dinero, de acuerdo, pero ese tío es sobre todo un calzonazos. Se lo digo yo: un calzonazos. —Pues a mí no me lo ha parecido. Lo he visto en el Instituto Forense y me ha parecido un tipo normal, un tipo presentable, vamos, todo un señor, como suele decirse. —¿Han hablado de la difunta? —Muy poco. Ya conocía las gestiones para el traslado del cadáver. Antes de que me preguntara por las cosas de su mujer le he dicho que estaban aquí, a disposición de lo que el juez decidiera. No ha puesto ningún problema: es abogado, conoce estos procedimientos. —Jefe, esa pareja no se llevaban bien. Ya se lo he dicho: faltaba comunicación. Él es un pedazo de
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burgués y ella, como le decía, ella es otra cosa, un poco artista, un poco jipi, y además, jefe, insatisfecha. Seguro. Ella, insatisfecha, y él, un calzonazos. —¿Calzonazos? ¿Por qué? —Bueno, llámelo como quiera, un tío al que su mujer le toma el pelo. Vamos a ver, jefe, le pregunto de nuevo: ¿usted aguantaría que su mujer se largara sola de viaje por ahí para juntarse con un gigolo alemán?, ¿lo aguantaría usted? «Oye, querido, mira, verás, he pensado que, como no dejan pescar peces pequeños, se van a terminar los pescaditos fritos y me voy unos días a Cádiz para despedirme del pes caíto frito». ¿Usted aguantaría eso? Pues yo no. Si me lo dice, le digo: «Tú te quedas aquí, si te vas no vuelves». Pero está claro, la señora se sentía insatisfecha, vamos, que el abogado, mucho ganar pleitos, pero seguro que no funciona. Les pasa a los ejecutivos y gente así, es por el estrés. Además he leído que se deteriora la calidad de los espermatozoides: tienen menos y son más lentos, más torpones. n n n
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Ilenia Irati nadaba bien. En su juventud compitió alguna vez, pero lo dejó pronto: no soportaba la disciplina del entrenamiento. Recordaba con nostalgia la primera vez que ganó una medalla en un campeonato de natación, en las fiestas de la ciudad. Llegó a casa con la medalla colgada del cuello para sorprender a su madre y lo consiguió: —¡Mamá, he llegado la primera! Su madre, desbordante de felicidad, salió corriendo al jardín de la casa donde vivían y llamó a gritos a la única persona con la que podía compartir esa dicha: el hombre que cuidaba el huerto de la casa. —¡Señor José, señor José, mi hija ha ganado una medalla! ¡Una medalla! ¡Nadando! ¡Ha sido la primera! El señor José vino corriendo y reaccionó como se merecía la madre, llena de júbilo por el éxito de su hija: —¡Me alegro mucho! ¡Enhorabuena! Y mirando a la niñita, que se sentía entre abrumada, ruborizada y feliz, le dijo: —Pues menudo cómo debes nadar, eres una nadadora de campeonato. Yo, con el agua en los tobillos, me ahogaría. No he nadado en mi vida.
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El señor José era de esas personas educadas y discretas, correcto, callado, pero que cuando se encontraba en un ambiente propicio podía hablar mucho rato. Frecuentemente, se mostraba como una persona pesimista y, según Ilenia, un poco cenizo. Pero, como decía su madre, que a todo el mundo le veía algo bueno: «Hija, es cenizo, pero pocas personas hay tan buenas y honradas como él». Aquella mañana la recordaba Ilenia con toda nitidez. El color, la luz, el olor y hasta el aire que respiraba. Y sobre todo el júbilo de su madre, esa espontaneidad desbordante que no podía reprimir. Su madre, joven, lozana, alegre, tan guapa. ¡Qué segura se había sentido siempre Ilenia a su lado! Pero todo aquello estaba muy lejos. El señor José había muerto. La madre, también. Los hijos de Ilenia ya eran más mayores que ella cuando ganó la medalla. ¿Era ya vieja? Si no lo era, lo sería pronto. La vida se pasa pronto. ¿Y el prodigio? ¿Había encontrado ya el prodigio que esperaba? Tumbada en la arena, la librera pensaba estas cosas después de haber nadado junto a Karlo.
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A Ilenia le gustaban, sobre todo, las largas distancias en el mar o en los lagos: avanzar tranquilamente, lejos de todos, por las aguas transparentes, en las que se movía como si caminara por un terreno suave. Hasta lo del fiordo. Siempre pensó en el agua como un medio amistoso, cariñoso casi, que la envolvía en un abrazo protector. Hasta lo del fiordo. Estaban de vacaciones en Noruega con otro matrimonio. Decidió cruzar a nado un fiordo. Los amigos le dijeron que no se arriesgara, pero el marido no dijo nada: había visto a su mujer cubrir a nado distancias más largas en aguas aún más frías. Partió moviéndose con suavidad, como si paseara tranquilamente por el parque de una ciudad. Las montañas, cayendo a pico sobre las aguas oscuras, dotaban al paisaje de una grandiosidad extraña. El silencio era total; la calma, absoluta. Al principio Ilenia disfrutó de aquella paz que constituía el mayor atractivo de sus excursiones por el agua, pero poco a poco, cuando ya había avanzado casi un kilómetro, comenzó a sentir cierta angustia difusa. La orilla opuesta le parecía cada vez más lejana, tenía la sensación de no avanzar. Las montañas
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iban adquiriendo un aire amenazador; las aguas, también. «Tranquila, Ilenia, no pasa nada, estás avanzando con normalidad, no tienes frío, te sobran fuerzas, este recorrido es un paseo, tú sabes que puedes repetirlo sin cansarte». Pero los razonamientos parecían estrellarse contra una sensación nueva y misteriosa que se apoderaba de su mente y de su cuerpo: un torbellino de temores desconocidos para ella que devoraban su alma. Se le aceleró el pulso y sintió que había llegado su hora. Supo que las aguas iban a tragarla y a llevarla a las entrañas oscuras y frías de aquel mar remoto. De nuevo intentó sobreponerse: «Tranquila, Ilenia, cálmate». Pero todas las ideas razonables giraban como gira el agua de una bañera cuando desaparece por el desagüe. Era una sensación de angustia infinita, un vértigo de aguas oscuras que rodaban en un remolino devorador: «Vas a ser arrastrada a la profundidad negra, el agua va a tragarte, va a tragarte sin remedio, no puedes gritar, no puedes hacer nada, tu cuerpo es de plomo, es de plomo, no puedes moverte, ya empieza a girar el remolino bajo tus pies,
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ya tira de ti hacia el fondo». El vértigo la paralizó durante unos instantes. Notó que se hundía. Y en dos brazadas salió de nuevo a la superficie. En medio de la locura del remolino del pánico halló algún punto de la razón donde agarrarse. Agitada, convulsa, comenzó de nuevo a pensar. Logró salvar el razonamiento tomándolo por algún extremo minúsculo y misterioso que todavía no había desaparecido en el sumidero del terror vertiginoso: «Ilenia, ¿qué te ocurre?, ¿qué es esto? Tranquilízate, no pasará nada, tú puedes continuar, tú puedes alcanzar la orilla». Poco a poco logró serenarse y nadó media hora más hasta llegar al otro lado. Tumbada en el suelo, agitada como un pez sacado del agua que se revuelve angustiosamente, Ilenia estaba dominada por la consternación. Dos ideas se apoderaban de su pensamiento: la primera, que hubiera sido absurdo morir allí, y la segunda, que el agua no tiene amigos, el agua no conoce a nadie. Y una tercera: «Podrías haber muerto hoy. Todo podría haber acabado. El tiempo, Ilenia, tampoco tiene amigos. No espera hasta que llegue el prodigio
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que aguardas. Para salir del remolino del tiempo que te está tragando, no hallas ahora un cabo razonable donde asirte. »Esta noche tórrida de Almería, Ilenia, esta que ha de ser la última de tu vida, has recordado la angustia del fiordo. La has evocado porque has sentido otra angustia intensa. Las dos cosas en las que más has confiado siempre: tu seguridad en el agua y tu belleza. Ilenia, la niña más bonita del colegio; Ilenia, la chica más guapa de la ciudad; Ilenia, la madre más atractiva; Ilenia, la más admirada en las fiestas. Dicen que la librería está siempre llena de clientes que no van a comprar libros: acuden solo para ver a la librera. ¿Qué ha pasado, Ilenia?, ¿qué ha pasado? »Te desnudas ante el espejo desportillado del sórdido cuartucho. Miras tus pechos pequeños, tus hombros perfectos, tu cintura fina, tus nalgas prietas, tu boca espléndida, tu cabello claro. ¿Cuándo han dejado de ser reclamos irresistibles?, ¿cuándo han comenzado a ser solo los términos neutros de una descripción anatómica? Has perdido tu lozanía, Ilenia. Tu flor se ha secado sin que nadie haya gozado
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de su perfume. La sequía: hace meses que notas la sequía, una sensación crujiente y áspera, como la de una magdalena abandonada en el armario que pierde su apetitosa blandura, que deja de ser tierna, que adquiere el carácter desabrido del pan duro. »Toda la vida soportando la regla como una maldición, como una situación desagradable, y de repente hace algún tiempo, cuando se retrasó, y pasó un mes, y pasó otro mes, la echaste de menos. Tardó casi seis meses en llegar. Fue una fiesta cuando te vino. Buscaste las compresas que habías estado a punto de tirar, las acariciaste con una delectación nueva, como si con ellas retornara algo que ya habías dado por perdido para siempre. Aquel retraso injustificado: la irregularidad con la que fluyen las últimas gotas de un barril que se agota. La sensación de sequía continuaba y continuaba: una nueva consistencia áspera iba apoderándose de tu cuerpo. »Y esta noche acabas de tener la confirmación: tu lozanía está definitivamente marchita. Una estúpida furcia de veinte años está recorriendo con sus labios carnosos el cuerpo del hombre con el que has pasado
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dos semanas sin un beso. Te brotan las lágrimas. No hay llanto, no hay gemidos desesperados, solo dos fuentes silenciosas de lágrimas que fluyen como manantiales callados, que recorren las mejillas y resbalan por el cuello y por el pecho, dos manantiales que parecen proceder de un lago interior de tristeza inagotable cuya existencia desconocías hasta hoy, hasta que has visto cómo se encontraba su sonrisa con la de la putita de los ojos rasgados. »Trenes viejos. Fotos antiguas. Cosas que se extinguen. Nostalgia de lo que se fue. Saliste de casa dominada por esa sensación, por el deseo de despedirte de una manera de viajar. Valiente tontería. ¿Qué importa viajar en un tren o en otro?: lo que importa es viajar. Ir y regresar. No importa hacerlo en un medio o en otro. Pero hay un viaje del que no se regresa. Un viaje que te va alejando alejando, sin que percibas que te apartas de las estaciones y de los paisajes espléndidos. Los ves pasar y crees que siempre puedes regresar. Pero un día te das cuenta de que no hay vuelta posible, de que el tren solo circula en una dirección. Recuerdas con angustia las estaciones
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refulgentes, los paisajes magníficos donde no paraste, donde no te apeaste, porque creías que siempre encontrarías otros parecidos. Cuando comienzas a ver estaciones anodinas que se alzan en entornos tristes y preguntas al revisor cuándo volverán los alegres apeaderos de los valles floridos, el ferroviario se echa a reír y te dice: “Nunca”. De ahora en adelante cada estación será peor que la anterior; cada territorio, más desolado. »Y no puedes explicar esto a nadie. Para los hijos eres la madre, solo la madre, como si por serlo ya no pudieras tener deseos, como si no pudieras soñar con besos. Eres la librera, la señora, la esposa. No puedes explicar que algo sigue ardiendo en tu interior. Nadie va a entenderte. »Siempre soñando con otra vida, una vida sencilla. Solo la belleza, el arte, la música. Nada de clientes, nada de proveedores, ninguna factura, ninguna comida con gente con la que no quisieras comer, ninguna reunión con los amigos del marido, ninguna casa deslumbrante, ningún coche grande, no más hipocresías. Soñabas con besos en la playa, atarde-
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ceres tranquilos, poemas, canciones, fotos, acuarelas, un piso pequeño y luminoso en una calle olvidada donde recogerte al anochecer junto al amante. Pensabas que algún día llegaría el prodigio que te traería esa vida, pero la vida se te ha pasado soñando. El prodigio, el prodigio… El prodigio se llama coraje: el que tú no tuviste para huir hace muchos años, el que ahora te falta para manifestar tus deseos». Ilenia se revuelve inquieta entre las sábanas pegajosas. El calor es sofocante. Se levanta. Se mira de nuevo en el espejo. Pasó el paisaje espléndido de su cuerpo sin detenerse en ninguna estación. Bueno, sí, paró y subió el marido. Pero no fue un buen viaje. ¿Por qué se casó? ¿Qué tenía en común con aquel abogado hijo de una notable familia? ¿Cuánto hacía que no mantenían una conversación interesante? ¿Hablaron alguna vez de algo? ¿Deseó alguna vez sus caricias como ahora anhela las de Karlo? Las horas del atardecer. Las horas dulces de la esperanza. A veces veían ocultarse el sol cerca del mar, otras veces la oscuridad los encontraba sentados
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en la terraza de alguna cafetería. En los locales cerrados apenas entraban. Sentados en las playas, comían para cenar las cosas que compraban en las tiendas. En las terrazas pedían pescado frito o tapas. El alemán siempre quería tapas: su libro las aconsejaba. Ilenia se reía de los consejos del libro y de la confianza de Karlo en las recomendaciones de su guía. Después de cenar, camino del hotel o de la pensión, Ilenia soñaba: «Tal vez hoy, quizá hoy, cuando subamos por la escalera, me tome de la mano y, sin decir nada, abra la puerta de su habitación, me sonría con la mirada, me invite a entrar, cierre la puerta y me bese». Pero nunca sucedía así. Siempre llegaban al pasillo de las habitaciones, a cualquier pasillo de cualquier alojamiento, y Karlo se despedía mostrando un agradecimiento tierno: «Yo, contento por haber pasado este día a tu lado. Buenas noches». La de Baeza era la penúltima noche. Dos días después se separarían: él tomaría un avión en Málaga que lo llevaría a Fráncfort; ella, un tren o un autobús —¿qué importaba?— hacia Madrid. Solo quedaban dos noches. La de Baeza llegó mientras miraban el
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campo desde la ciudad. Ilenia contó que el autor de aquel libro que leía había vivido en Baeza. Fue muy laborioso hacerle entender que el poeta había llegado a la ciudad cansado y herido, con una herida de amor y de muerte: su esposa acababa de morir en Soria, una ciudad fría de interior, y él, enfermo de ausencia y de soledad, se trasladó a Baeza. —Cuando se casaron Antonio Machado tenía treinta y cuatro años, y ella, dieciséis. Se amaron con locura. No les importó la edad. A Ilenia le parecía que Karlo comprendía el mensaje porque, cuando acabó de explicar la vida del poeta, él cogió su mano. No decían nada. Miraban el campo mientras llegaba la noche. Tomados de la mano, vieron nacer las primeras estrellas y contemplaron cómo los olivos lejanos se iban perdiendo en la oscuridad que los envolvía, abrazándolos con suavidad. «¡Campo de Baeza, soñaré contigo cuando no te vea!». Quizá había llegado el momento. Pero no hubo beso. Mientras caminaban hacia el hotel Karlo hizo una propuesta para el día siguiente: volver a Almería. Era la ciudad donde habían pasado la primera tarde
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juntos. Volverían a la alcazaba. Verían de nuevo ocultarse el sol desde los muros de la vieja fortaleza mora, como el primer día. Volverían incluso a dormir en el hostal Oceánico. —¿El Oceánico? ¿Estás seguro de que quieres volver al Oceánico? —Sí, como el primer día. A ella le pareció bien. Hasta la sordidez repulsiva del hostal se volvía dulce enlazada al recuerdo del primer día. Antes de acostarse, sola, en Baeza, Ilenia escribió en su diario los versos que Machado dedicó al campo de Baeza. Se durmió feliz: al día siguiente oiría a Karlo cantar de nuevo, al anochecer, en la alcazaba mora, con el mar dorado a sus pies, y por la noche, estaba segura, volverían abrazados al hostal para amarse. Sería solo una noche, nada más una, la última, la única, pero aquella noche la alimentaría para siempre. Él proponía volver al paisaje del primer día: solo lo hacía porque quería retomar el inicio de aquellas dos semanas felices y quería culminarlas, como ella, con una noche de amor.
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El forense había elaborado ya un informe acerca de las causas de la defunción. —¿De modo, doctor, que ha sido un golpe de calor? —Sí, parece que ha sido el calor. La noche de la muerte los termómetros no bajaron de los 37 grados. Durante el día habían marcado 42. Se han dado más casos estos días. Generalmente, se trata de personas ancianas, pero también han muerto otras de menos de cincuenta años. —¿Pero ella fue consciente de que se encontraba muy mal? ¿Se dio cuenta de que estaba enferma? ¿Por qué no llamó a su familia? ¿Por qué no avisó a un médico? —No lo sé, señor comisario, no lo sé. En los golpes de calor el proceso es rápido: la fiebre sube mucho y el enfermo entra pronto en una situación de confusión mental y de delirio. Pero quizá hubiera podido avisar. En fin, no sé, es todo un poco raro.
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—¿Raro? ¿No ve claras las causas de la muerte? —Sinceramente, no. He llegado a la conclusión del golpe de calor por eliminación de cualquier otra posible causa. No hay traumatismos, el corazón no está dañado, no hay evidencia de problemas vasculares, no se ha hallado nada en la analítica que justifique la muerte. El calor puede explicarla. Un golpe de calor…, sí, pero hay algo que no me cuadra en todo esto. No sé, no estoy seguro de que realmente haya sido por el calor. —Perdone que le pregunte. Si no quiere, no me responda. ¿Qué es lo que no cuadra? —Se lo voy a decir. Está en el atestado y en el informe que usted mismo redactó, por cierto, con gran meticulosidad. Allí se señala que las sábanas y la almohada estaban húmedas todavía por la sudoración. Si hubiera sufrido un golpe de calor, no habría sudado. Ese es, precisamente, uno de los síntomas más claros del golpe de calor: se deja de sudar. Pero, y si no fue un golpe de calor, ¿qué fue? n n n
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En el hostal Oceánico han pedido las mismas habitaciones que la otra vez. Dejan el equipaje y salen a la calle. El atardecer, en Almería, resulta tan caluroso como el de la primera visita. La ciudad, aletargada e inmóvil, se tuesta bajo el sol hiriente y soberbio. Las calles están vacías: nadie se atreve a desafiar el bochorno abrasador. Ilenia y Karlo siguen, paso a paso, el recorrido que realizaron dos semanas antes. En el interior de la catedral se demoran un poco más para disfrutar de la frescura bajo la geometría nervada de las bóvedas. Luego, lentamente, suben a la alcazaba y allí, como si estuvieran representando una obra de teatro bien ensayada, repiten, uno a uno, todos los movimientos de la visita anterior. Él le ofrece la mano en los mismos escalones difíciles y ella posa para ser retratada en los mismos lugares donde la otra vez había entregado su cámara al alemán para que le hiciera una foto. El juego culmina con la canción. Tras subir a la torre, Karlo, sentado en la ventana, con el mar dorado donde reposaban dormidos
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los grandes barcos como fondo, comienza a cantar la misma canción dulce del primer día: el mismo brillo en sus ojos, el mismo movimiento delicioso de su boca. Ilenia desea que el tiempo se detenga, que nunca pase este momento. Dejan el castillo al anochecer. Bajan al puerto cuando se encienden las farolas y luego se sientan a beber cerveza en la terraza de una cafetería. Karlo, para mostrar cuánto ha aprendido, pide una caña en tubo y, más tarde, en el bar donde cenan, pregunta por los chipirones, la tortilla o el pulpo. Mira a su profesora con ojos de agradecida complicidad: —¿Has visto cuánto he aprendido en estos días? Ya es casi medianoche cuando emprenden el camino hacia el hostal. Ilenia no puede hablar. El corazón le brinca en el pecho. El calor continúa siendo asfixiante, pero ella no tiene la boca entreabierta solo por el bochorno, no es el termómetro el que produce ese grado extremo de debilidad que se ha apoderado de sus piernas, ni se debe a la temperatura la sudoración intensa de sus manos. Es la ansiedad, se acerca el momento con el que ha
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soñado en las dos últimas semanas. Está decidida: si Karlo no le propone ir a su habitación, lo hará ella. Llegan al hostal. Tocan el timbre. Alguien, seguramente la chica de los pechos exuberantes, desde arriba, tira del cordel con el que se abre la cancela. Suben por la escalera de los escalones desgastados. Pasan por el rellano del macetero con la polvorienta flor de plástico. Ilenia teme no poder llegar: tan agitada nota su respiración, tan temblorosas sus piernas, tan acelerado el pulso. Alcanzan el vestíbulo. Allí está la muchacha de los ojos rasgados, la de los labios carnosos, la de los grandes pechos. Han tomado, como siempre, dos habitaciones. Piden las llaves. Ilenia apenas puede hablar. Va a estallarle el corazón. No mira a la chica, y si la mira no la ve. No ve tampoco la estancia, no se fija en la suciedad del establecimiento, no oye nada: nada le importa, solo los instantes que se avecinan. Si Karlo no la toma de la mano para conducirla a su habitación, lo hará ella. Está decidida, es su última oportunidad. La muchacha que les entrega las llaves lleva la ropa de siempre: el sujetador agotado por el peso
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de las tetas y el pantaloncito corto a punto de reventar por la presión de las nalgas. Ya le ha dado la llave a Ilenia, ahora se la va a dar a Karlo. Pero sucede algo. Ilenia apenas se entera. Son imágenes que pasan ante sus ojos a cámara lenta, absurdas, inexplicables, como las escenas de ciertas películas filmadas en primer plano: la chica, en lugar de entregar la llave, saca un cigarro del paquete que tiene apretado contra su vientre por el elástico del short, se lo lleva a la boca con un movimiento cargado de sensualidad y luego, con el mismo gesto sensual, extrae otro cigarrillo del pantalón tras el que apenas oculta sus exuberancias. Se lo ofrece con una sonrisa a Karlo, y el alemán, sonriendo también, lo acepta. Ilenia mira la escena sin entender nada. ¿Qué hace Karlo con un cigarro? ¿No habían hablado varias veces de cuánto odiaban el tabaco? ¿Por qué lo acepta? ¿Por qué lo sostiene con sus preciosos dedos? ¿Por qué sonríe de este modo? ¿Qué sonrisa es esta que ella no conoce, distinta a todas las que le ha visto? ¿Qué ojos son esos que se estiran hasta vol verse almendrados como los de la muchacha? ¿Por
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qué se ensanchan de ese modo las aletas de su nariz? ¿Y la chica? ¿Qué hace ahora la chica? Le está preguntando con gestos si tiene fuego. Imita con los dedos el chasquido de un mechero ante el pitillo y mueve los ojos y los hombros con ademán interrogativo. Karlo responde que no con la cabeza. Entonces ella le dice «Ven» con un gesto, lo toma de la mano y gira hacia la puerta que hay detrás, la del cartel de recepción. Entran y la puerta se cierra tras ellos. Con la llave en la mano, Ilenia está paralizada, inmóvil, confusa. «¿Qué ha pasado?». Repasa las imágenes de los últimos segundos. La chica, el tabaco, el pitillo entre los dedos de Karlo, los dos jóvenes entrando en la habitación, la puerta que se cierra. Al llegar aquí, se acaba la película. Vuelve a comenzarla de nuevo, desde el principio. La llegada al hostal, la escalera: «Buenas noches, ¿nos da las llaves de la 16 y de la 19? Gracias, gracias». Y ya no hay más palabras. Luego la película se vuelve muda, solo gestos: la mano de la muchacha tomando el cigarrillo y llevándolo con lentitud a la boca, la mano volviendo al paquete que reposa bajo el slip en el monte de Venus,
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la mano tendida para ofrecer el pitillo al muchacho, las sonrisas, los movimientos, de una complicidad infinita no ensayada, los pasos hacia la habitación, la puerta que se cierra. Fin. «¿Qué ha pasado?». Veamos de nuevo la secuencia. Ilenia repasa otra vez el último minuto. Segundo a segundo. El recuerdo le va devolviendo detalles en los que creía que no se había fijado: el vello púbico de la chica que se entreveía junto al paquete de tabaco, el gesto obsceno con el que se llevó el cigarro a la boca, el fuego de la mirada cuando le dijo a Karlo que la siguiera en busca de fuego para el tabaco. «Desgraciada, desgraciada. ¿Cómo creíste en el prodigio? La juventud, la lozanía, el deseo: son como el imán y el hierro, se hablan sin palabras, se atraen sin remedio. Tú eres madera, la rama seca de un árbol que, pasado el otoño, se encamina a un invierno eterno». Ya lleva Ilenia varios minutos quieta, como paralizada, mientras repasa una y otra vez las imágenes que acaba de contemplar. Un ruido de risas la saca de su abstracción. Procede del cuarto cerrado. Risas de
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hombre y de mujer jugando a algo que ella intuye. En las dos últimas semanas ha oído reír a Karlo muchas veces, pero nunca así. El hostal se le muestra ahora en toda su sordidez. Ve colillas en el suelo y desconchones en las paredes, se percata de las bombillas que faltan en las lámparas, observa el pavimento estropeado y la carpintería destrozada. Nota un calor intenso, como si explotara en su interior todo el calor de la juventud que ha ignorado hasta ahora, como si el último sol se abriera en sus entrañas. Mira la llave que tiene en la mano y siente asco del cartón mugriento, colgado de un trozo de alambre, donde pone 19. La tarde lluviosa cuando lo encontró en Guadix, los trenes, los autobuses culebreando entre los pueblos de la costa rocosa, las playas olvidadas, las playas concurridas, las calles de Córdoba. Siempre juntos, solos los dos en ciudades donde no conocían a nadie. El prodigio anunciado por la gitana. La certeza de estar ante el prodigio cuando lo vio correr por la playa con un helado en cada mano. La belleza espléndida y delicada de su cuerpo, de sus manos. Las canciones. La
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noche de Órgiva, bajo el olivo y las adelfas. «“Pregunta a tu libro”. Ya nunca llegará el amor. Nunca parará el tren en la estación alegre, en el valle florido, en el paisaje dulce. Nunca. Nunca. Dejaste pasar las estaciones de amor. No volverán. No volverán». Las imágenes de las dos últimas semanas y las palabras de la desesperación giraban y giraban en la cabeza de Ilenia como el agua cuando va a desaparecer por el desagüe, como los temores angustiosos cuando creyó que había llegado su hora en el mar lejano. «“¡Campo de Baeza, soñaré contigo cuando no te vea!”. ¿Con qué voy a soñar?, ¿con qué campo?, ¿con quién? Trenes, prodigios, ciudades, viajes, ¿para qué? Estoy seca, seca, completamente seca. Nada ni nadie me librará ya de la sequía. Nada logrará hacer que el tren pare y retroceda para recorrer de nuevo los paisajes verdes y húmedos. Se acabó: solo quedan páramos cada vez más inhóspitos». Ilenia se abrasa. Todo el calor de la jornada se ha acumulado en su cuerpo. Oleadas de fuego penetran por sus pies y por sus manos, y avanzan como
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calambres ardientes hacia el pecho, donde se van concentrando en una bola de metal fundido que la consume. No puede más. Se levanta otra vez y sale de la habitación. Mientras avanza por el pasillo, camino de la ducha, aún cree escuchar risas y gemidos en el cuarto de la recepción. El de la ducha es un habitáculo sórdido, minúsculo y sucio. n n n
—Buenos días. Queríamos ver el baño de señoras. ¿Nos puede acompañar? La muchacha de los ojos rasgados guía a los policías al miserable cuartucho. Hay un lavabo, un váter y un bidé. —¿Y la bañera? ¿No tiene bañera, o ducha? La chica de los labios carnosos contrae la boca en un gesto que no pasa desapercibido al viejo policía. —Sí, por aquí, aquí está. El comisario examina con detenimiento el lúgubre cubículo. Las cañerías de plomo que cuelgan de los muros están a punto de desprenderse. La alcachofa
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de la ducha, oxidada, gotea sobre una pila descascarillada y repintada. —¿Es esta la única ducha? ¿No hay otra en esta planta? La de los pechos exuberantes hace un mohín de fingida extrañeza. Frunce el ceño. El policía lo nota. —¿Otra? No. Bueno, sí, la de hombres. El comisario revisa lo que halla tras una puerta donde pone Caballeros: otra ducha tan repulsiva como la anterior. —Oiga, en estos últimos días, ¿han modificado algo en estos…, en estos cuartos de baño? ¿Han cambiado alguna cosa, alguna instalación? —¿Cambiar? ¿Qué vamos a cambiar? Ya ve cómo está todo, es todo del tiempo de mi abuela. No hemos tocado nada. ¿Cambiar? Nada, no se ha hecho nada. Toda la sensualidad del rostro de la chica ha desa parecido. Los labios se han contraído. Los ojos ya no son rasgados ni acuosos. Los pechos han reducido su volumen: ahora solo llenan el sujetador cuando los expande en espasmos agitados con la respiración entrecortada y violenta. La muchacha, nerviosa, saca
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un cigarrillo del paquete alojado en el short. Lo enciende y aspira ansiosamente. —¿Por qué íbamos a cambiar algo? Si cambiáramos, lo cambiaríamos todo: está todo viejo. —Póngase alguna ropa. Nos tiene que acompañar a la comisaría. —¿Yo? ¿Adónde tengo que ir yo? ¿Por qué? ¿Qué he hecho? —De eso queremos hablar. Póngase una camiseta, o una blusa, o lo que quiera, y venga con nosotros. En el coche celular, cuando apenas habían arrancado, la chica ya lloraba. Confesó todo a los pocos minutos de comenzar el interrogatorio. La idea había sido del padre y lo había hecho su hermano. Él se ocupó de arrancar el enchufe. Sacó el cable, sacó el enchufe, tapó los agujeros con un poco de yeso. El padre decía que, si se sabía, irían a la ruina, que tendrían que pagar mucho, que podrían ir todos a la cárcel. Pero cuando ellos llegaron ya estaba muerta. —Fue un accidente, un accidente, señor policía.
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—Bien, de acuerdo, un accidente. Cuéntanoslo todo. ¿Cómo os disteis cuenta de que estaba muerta? —Fue mi padre. Mi padre tose mucho por la noche y solo se le pasa fumando. Yo le digo que se va a morir: «¡Que te vas a morir, no fumes!». Pero dice que, si no fuma, lo mata la tos. Encendió la luz para coger el pitillo y no había luz. Encontró el mechero y salió al pasillo con la luz del mechero, y vio que había agua, y vio que salía de la ducha y estaba cerrada, y avisó al Juani, y fueron y le dieron una patada a la puerta y se la encontraron allí muerta, y el Juani, que había estudiado en la profesional, le dijo que era de la electricidad, que por eso no había luz, y que no la podíamos poner hasta que todo estuviera seco, y la sacaron de allí y se la llevaron a la habitación y lo secaron todo, y mi padre dijo que tendríamos que pagar mucho por tener mal lo del enchufe, que se había muerto por un calambre porque el enchufe estaba mal puesto. Bueno, eso me parece que lo dijo el Juani, y el Juani arrancó el enchufe. Pero se la encontraron muerta, estaba ya muerta.
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Han hecho venir a la comisaría al padre y al hermano. Confiesan cuando se dan cuenta de que los policías ya lo saben todo. Confirman lo que ha dicho la chica. Ilenia murió electrocutada en la ducha del hostal Oceánico. n n n
—Pero, bueno, jefe, ¿cómo ha sospechado usted lo de la electricidad? —Ha sido por el diario, por lo que ella escribía en su diario. Ayer lo volví a leer. Leí lo que había escrito del hostal Oceánico después de pasar allí una noche, la primera noche que durmió en el hostal. Escucha: La noche ha sido horrible: calurosa como no recuerdo otra y llena de ruidos. ¡Qué familia, la del hostal Oceánico: riñen, se llaman a gritos, dan portazos, corren por los pasillos, alborotan…! Me levanto más cansada de lo que me acosté.
—Sí, sí, jefe, lo sé, eso ya me lo leyó el otro día.
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—Es verdad, pero espera, que continúo un poco más.
La ducha: ¡Dios mío, qué ducha! Hay un enchufe a un palmo de la alcachofa, da terror.
Al volverlo a leer, he pensado que quizá la clave estaba en el enchufe. Luego, cuando he visto que no había enchufe cerca de la ducha, he dicho: «Aquí pasa algo muy raro». Y al mirar la cara de la chica, ya lo he visto todo claro. —Oiga, jefe, no sé si me va a querer responder, pero yo tengo mucha curiosidad. ¿Qué le ha preguntado cuando se ha quedado solo con ella? No me diga nada, solo sí o no. ¿A que le ha preguntado por el alemán? ¿A que sí? —Sí. —Bueno, jefe, no me deje así. ¿Qué le ha dicho? —Oye, oye, que me has pedido que dijera solo sí o no. Ya te he dicho que sí. Vale.
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—Cuéntemelo, que no pasa nada. ¿Dormía con ella? ¿Por qué se fue? —¿Con ella? ¿Con quién? ¿Con la difunta o con la chica del hostal? —¿Con la del hostal?… ¡Hostia, no se me había ocurrido! —No lo sé. Creo que pasó la noche con la del hostal. Le he preguntado cuándo se había ido el alemán y por qué no estaba allí cuando llegamos nosotros. Me ha dicho lo que ya sabíamos: que viajaban juntos. Ella me ha contado que se fue temprano. Tenía que ir a Málaga a tomar un avión. Le he preguntado si el alemán había estado en la habitación de la navarra antes de que ella fuera a la ducha, y me ha respondido que no. Yo le he dicho: «¿Crees que no, o estás segura de que no?». Me ha contestado: «Estoy segura de que no estuvo con ella». Ya ves: solo si estaban juntos podía decir con seguridad que no estaba con la otra. —Vaya, jefe, ahora sí que acabamos de cerrar el caso: el alemán se tira a la guarrilla esa del hostal; la otra, en su cuarto, está encendida pensando en lo que estarán haciendo los otros dos y, para desfogarse
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un poco, decide darse una ducha fría, va a la ducha y, como está tan caliente —la tía, no el agua—, pues quizá hace alguna cosa rara y echa agua en el enchufe, le pega un calambrazo y se queda tiesa. Fin. Caso resuelto. Jefe, es usted un Sherlock Holmes. Enhorabuena. —No, el caso no está resuelto, ni lo resolveremos nunca. No sabremos jamás por qué murió. —¿Cómo? ¿Que no sabremos por qué murió? Claro que lo sabemos: murió porque le pegó una descarga eléctrica, murió de un calambrazo, electrocutada, jefe, electrocutada. Usted mismo lo ha dicho. —Sí, sí, electrocutada, pero no te confundas. Eso es cómo murió: murió electrocutada, pero no sabemos por qué ni lo sabremos nunca. Ella, según pone en el diario, se había dado cuenta de que existía ese enchufe peligroso. Es raro que no tomara precauciones. El chorro del agua que cayó en el enchufe, ¿cayó por casualidad o cayó porque ella quiso que cayera allí?
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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Gráficas Alós (Huesca) a las puertas del invierno de 2013, con el sol del estío aún prendido en las bardas.
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SIC VOS NON VOBIS MELLIFICATIS APES