ESAS MONTAÑAS AZULES Marta Armingol
Letras del Año Nuevo Huesca 2019
ESAS MONTAÑAS AZULES Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses © Diputación de Huesca Autor: © Marta Armingol Colección: Letras del Año Nuevo, 14 Director de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez Diseño gráfico: Estudio Camaleón Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Fotomontaje de cubierta e ilustraciones: Strader
Instituto de Estudios Altoaragoneses Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es
Imprime: Gráficas Alós D.L.: Hu. 137/2019 IBIC: F ISBN: 978-84-8127-299-4 Printed in Spain
ESAS MONTAÑAS AZULES
En la casa azul han sido felices un tiempo, pero tras el incendio él cree que desde el principio Laura estaba dispuesta a arrasarlo todo. A veces piensa en aquello con lo que llamó su atención en la playa e intenta restarle importancia, porque ella le aseguraba que no lo hacía, que los objetos ardían de repente, que ni siquiera los estaba usando, que se quemaban de forma espontánea como si no soportasen más el lugar que ocupaban. Lo cierto es que en la ciudad nunca les ocurrió algo así. Cuando fueron a visitar la casa, antes de comprarla, tuvieron una pequeña discusión. Ella se resistía a marchar, pero él la convenció, a las afueras tendrían más espacio. Laura aseguraba que no habría nada en aquella vivienda alejada de su vida que la convenciese para mudarse. Pero se equivocó. En el jardín por donde correrían sus hijos halló un cobertizo en el que montar su taller de escultura. Eso la enamoró. Trabajaría desde casa. Jamás había dispuesto de un espacio propio tan amplio, tan fuera y tan apartado. No lo pensó mucho cuando aceptó que aquel lugar le parecía una gran idea.
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Se trasladaron tan solo un mes después. Cerraron las puertas del ático de Laura y viajaron cuarenta y cinco minutos hasta su nueva urbanización de casas gemelas. Todas idénticas, espectros de colores pálidos. Al llegar pensó que allí serían felices, que su mujer lo despediría desde el porche sujetando una taza de té humeante, que el jardín pronto tendría aspecto de los cuidados del sábado por la mañana y que de vez en cuando podrían invitar a sus amigos a una barbacoa. Pero nada de eso ocurrió. El jardín no tomó forma, a Laura no le gustaba el té y sus amigos solo fueron una vez, para la fiesta de inauguración, y ellos cada vez se veían menos dispuestos a viajar hasta la ciudad. Dio igual que se hubiesen comprado un coche nuevo y la insistencia de ella, él andaba agotado de ir y venir toda la semana, así que prefería quedarse en casa. Entonces Laura se iba al cobertizo y pasaba allí las horas sin que él supiera muy bien qué estaba haciendo. Mientras él rodaba hacia su trabajo y regresaba a la tarde, ella salía poco de casa. Entre el jardín y el
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cobertizo desfilaba todo su tiempo. Pamela y Luis, los vecinos de la casa de al lado, fueron los primeros en invitarlos a una barbacoa. Eran un par de años mayores que ellos, la familia perfecta, ya tenían un pequeño y otro en camino. Él se dedicaba a la logística, también en la ciudad, y ella había decidido parar unos años su carrera para dedicarse a los niños. A fin de cuentas, entre las horas que perdía en los traslados, el coste y la guardería casi fundía todo su sueldo. Aquella era la decisión más inteligente, había secundado su marido. Los citaron un poco antes para poder charlar con más calma antes de que llegasen el resto de los invitados. A pesar de que él insistió en que le llevase unos bombones, Laura le regaló a su vecina una de sus esculturas hecha de hierro y bronce. Pamela la sostuvo en sus manos, miró la figura femenina sin cabeza, le dio las gracias y la dejó en la entrada. Después le mostró la casa, los baños, las habitaciones de los niños y la cocina con vistas al jardín desde la que se veía a sus maridos frente a la barbacoa.
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—Este barrio es muy agradable. Te hará sentir mejor que la ciudad. La comodidad de una casa más grande no tiene precio. —Sí, la casa es preciosa —contestó Laura como en rezos. Más tarde, otras cinco parejas llegaron a la fiesta. Tres de ellas con niños, otra embarazada y Carlos y Sara, que lo estaban buscando. Los niños correteaban bajo el agua de los aspersores, mientras las mujeres tomaban vino blanco en el porche y ellos cocinaban la carne bebiendo cerveza junto a la barbacoa. De vez en cuando, entre las risas discretas de ellas se colaban las carcajadas profundas de ellos. Cuando la carne estuvo lista, Pamela sacó unas ensaladas envueltas con film de la nevera y todos se sentaron a la mesa, donde el mantel combinaba perfectamente con el color de los platos y la camisa de la anfitriona. Rieron durante la velada, contaron cómo cada uno de ellos había ido llegando a la urbanización: noviazgo, boda, casa, coche y niños. ¿Y vosotros para cuándo? Se lo volverían a preguntar una y otra
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vez en cada una de esas veladas que se hacían periódicamente de casa en casa. Cuando se fueron, Laura estaba exhausta. No dejó de bostezar durante el pequeño trayecto que separaba el jardín de sus vecinos del suyo. Él, sin embargo, no dejaba de hablar de cómo se había divertido, de que los chicos lo habían invitado a ir a jugar al pádel y de cómo adoraba su nueva vida en las afueras. —Les voy a escribir ya mismo para ir a tirar unas bolas esta semana. Tú podrías hacer igual, Pamela es un encanto. Laura no contestó. Estaba sobre la cama con los ojos cerrados cuando él comenzó a gritar. —¡Joder! ¿Es que no te enteras? Su móvil había empezado a desprender humo, mientras ella miraba atónita la pequeña llama de fuego sin hacer nada. Lo desenchufó de la luz y corrió al baño a por una toalla húmeda. —No ha sido nada, ya está. A veces estos cacharros se queman cuando están en carga. Por eso es importante no dejarlos cargando sobre el colchón o sobre superficies que ardan con facilidad, ¿sabes?
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Ella parecía no escucharlo, alejada del pragmatismo que él le intentaba imponer. Por suerte aquel solo fue un incidente aislado, supieron después que ese modelo de teléfono había salido defectuoso. Pero él no podía evitar pensar en ello cuando miraba a su alrededor y lo veía todo arrasado por el incendio. Entonces, sabiendo que había perdido a Laura, recordaba y añoraba más que nunca el momento en que la conoció. Eran jóvenes y sobrevivían a los inviernos eternos soñando con viajar a las islas. Su piel lucía bronceada por el sol mediterráneo, llevaba un leve vestido de algodón que marcaba sin disimulo sus pezones y unas sandalias planas que la hacían caminar casi descalza sobre el suelo. Estaba sentada junto a sus amigas sobre la arena de la playa a medianoche; ellos se rieron cuando le oyeron decir que podía quemar objetos con la mente y ella, divertida, les ofreció tomar una cerveza antes de hacerlos arder. Al sentarse, se volvió hacia los chicos y con una sola mirada les dejó claro que, esa, era suya. Las chicas abrieron hueco para que se acomodaran, sin mostrar demasiado interés en ninguno de
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ellos. Una a una fueron diciendo sus nombres; Laura, se llamaba Laura. Todos los comentarios ingeniosos de él fueron para impresionarla. No lo consiguió. Años después, cuando recordaron aquella noche, ella insistía en que le dijo que estudiaba Bellas Artes y que estaba desarrollando su proyecto de fin de carrera haciendo cerámica con un escultor de la isla de nombre Millán; él, sin embargo, aseguraba que le había dicho que lo que más deseaba en el mundo era tener una casa con jardín por donde correrían sus dos hijos. Ponerse de acuerdo era mucho más fácil en aquellos tiempos y acabaron la noche retozando juntos sobre la arena. Le dio su teléfono para que lo llamase, pero ella no lo hizo, así que salió a buscarla. Tres noches después la encontró casi en el mismo lugar, en otro círculo bajo la luna. Al principio se hizo la despistada y trató de no saludarlo, al final se excusó diciendo que había debido de perder el papelito donde le anotó su número. En aquella ocasión, para que no se repitiesen los extravíos, fue él quien sacó su teléfono móvil y le pidió su número para invitarla a cenar en un restaurante junto a la playa. Aceptó por
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cortesía, seguramente por lo avergonzada que se sintió al mentir. Podría haberle dado un número falso, pero no lo hizo. Y llegó tarde a la cena; Laura tenía la costumbre de llegar tarde. En aquel momento le pareció encantador, aunque con el tiempo haya sido algo que les ha hecho discutir a menudo, porque él jamás ha entendido cómo se puede llegar tarde a una cita programada con antelación; es como no nacer. Hace poco más de un mes, le pidió que se arreglase para las ocho. Era la primera vez que los invitaban a una cena en el club de pádel e irían con Pamela y Luis, pero a ella se le olvidó la cita porque Millán había venido a ver no sé qué en el cobertizo. Cuando la otra pareja llegó a buscarlos, se acababa de meter a la ducha. Pamela y Luis no esperaron; él debía recoger un premio, a ella no le gustaba llegar la última. A él tampoco, pero no le quedó más remedio que aguardar a que ella estuviese lista. Al verla bajar por las escaleras, no pudo evitar acordarse de aquella primera cita en la playa en la que ella se quejó de que el
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restaurante era demasiado esnob y se excusó por sus pintas diciendo que venía directamente del taller donde hacía cerámica con Millán. Ese día, igual que en aquel remoto verano, lucía unos vaqueros roídos y una camisa blanca que daban la impresión de responder a un falso desinterés por la cita. —¿No tienes nada mejor que ponerte? Esa pregunta desató la discusión. Aquella Laura de aspecto hippie pero sensata de la primera cita había desaparecido. Ella no había pedido ir a restaurantes pijos, a clubes o a todos esos ambientes donde había que llevar tacones y carmín; a ella le había parecido una auténtica gilipollez que él pagase la cena en aquel sitio carísimo en la primera cita, que no fue una cita. De ningún modo quería ir a esa estupidez del club de pádel y si lo hacía no estaba dispuesta a llegar a tiempo. Y, ya puestos, empezó con la casa. Laura no la soportaba, ni a los vecinos ni ese lugar lleno de gente mediocre; parecía que ya no soportaba nada de lo que la rodeaba. Él también elevó la voz, lanzó algunos objetos y le recordó que
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todo lo que hacía lo hacía por ella. ¿Por qué nada era suficiente? Se fue la luz. A oscuras, él tuvo miedo de que aquella discusión se alargase eternamente, y lo hubiera hecho si no hubiese sido por lo que ocurrió en la cocina: —Sale humo —señaló Laura. Al abrir la puerta una humareda escupió sobre la cara de él, agitó las manos para disuadirla pero no pudo detenerla. —¿Has sido tú? Ella no daba crédito. —¿Cómo quieres que lo haga? Era cierto, ¿cómo podría haberlo hecho? Ambos estaban en el salón, pero él no podía dejar de recordar lo que ella le había dicho al conocerlo, que era capaz de quemar cosas con la mente. El humo había llenado toda la habitación, los había poseído como una bestia y se había impregnado a su ropa y a su pelo. Cuando la niebla se disipó, vieron que el desastre manaba de la sandwichera, que él había olvidado encendida. Se gritaron de nuevo, él la empujó, luego
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trató de disculparse y quedaron en silencio. Deberían ducharse de nuevo para ir al club y ya era absurdo llegar a la cena. —Aquí es imposible respirar —dijo ella tomando la puerta. Los incendios de Laura quizá solo habrían sido simulacros si el azar no hubiera hecho que se topasen de nuevo; porque aquel verano en la isla ella le dio largas. Por mucho que él insistió no consiguió una cita ningún otro día, en ningún otro lugar. No hubo más besos que los de la playa. Trató de impresionarla pagándole las copas cuando estaba con sus amigas, pero ella se acercaba a él y muy educadamente le decía: «Déjalo, por favor». Esa manera de rechazo la hacía más irresistible. Con cada gesto, con cada desdén, no podía dejar de imaginar cómo sería su vida en la vivienda unifamiliar que había pensado para ellos y sus dos hijos. Cada mañana cuando montaba en el coche miraba por el retrovisor entreviendo dos sillitas de niño en la parte trasera. Pero solo lo imaginaba. Todos sus amigos de la urbanización andaban ya con el primero y
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luego quedarían para ir a los partidos de los chicos, pero él no tendría a quién animar. Laura decía que todavía era pronto. ¿Para qué? Y entonces conseguía que ese mes lo intentasen. Siempre sin suerte. Siempre sin niños porque ella trabajaba demasiado y los bebés no se asentaban, como si supieran que su madre no ganaba un duro. Casi había desistido de su vida con Laura después de aquel verano, porque ella no contestó más a sus mensajes; incluso poco tiempo después trató de llamarla y había cambiado de número. Tuvo que esperar más de un año para volver a encontrarla. Había conseguido un trabajo como conductor en una funeraria y se tropezó con ella saliendo de las oficinas del tanatorio. A pesar de las ojeras, el agotamiento y la mirada vacía de lágrimas, le pareció que estaba preciosa. La saludó y a ella le costó reconocerlo, no solo porque iba vestido con el uniforme de chófer de la muerte, sino porque estaba exhausta de resolver los últimos trámites tras el fallecimiento de su padre. Le dio el pésame y Laura se lo agradeció sin ningún tipo de recompensa. Hablaron cinco minutos y, cuando
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parecía dispuesta a facilitarle de nuevo su número, una llamada los interrumpió; al parecer seguía en contacto con Millán, y ella aprovechó el teléfono colgado de su oreja para despedirse precipitadamente con un gesto. Fue una suerte que por aquel entonces Millán anduviese de viaje por África. Eso lo facilitó todo. Aquel escultorucho tenía la habilidad de trastornarla, de hacerle creer en ínsulas baratas. Todo fluyó mientras él no estuvo, todo comenzó a irse al traste cuando regresó. A él le encantaba contar la historia de su reconquista. Lo hacía siempre que tenía ocasión y Laura siempre fruncía la nariz y decía que no recordaba cuándo le dio su número; porque no lo hizo. Ella nunca le dio su número, él lo sabía. Laura andaba devastada por la pérdida, arrasada por un goteo perenne y gris del tiempo. Así que pensó que podría consolarla, estar cerca para ayudarle a llenar ese vacío. Tomó su número de la ficha funeraria, a fin de cuentas se lo habría dado si no hubiese sido por la llamada inoportuna de Millán, y le envió un mensaje a
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las dos semanas. Un encuentro casual para ella fue lo que les permitió tomar un primer café, el pistoletazo de salida para la carrera que llevaba hasta la casa a las afueras, la misma donde los objetos se han ido quemando por combustión espontánea. Millán reapareció un día en menorquinas y con los vaqueros recortados y raídos. No se alegraron de verse; lo revisó de arriba abajo cuando los encontró en el jardín tomando una infusión fría entre el amasijo de hierros y chatarra que Laura llamaba su obra. Ella lo invitó a unirse, pero él no quiso; prefirió coger la raqueta y salir disparado para el club de pádel con un humor de perros. A su vuelta, el escultor ya no estaba ahí, pero su presencia se agarraba a las paredes como la sombra de un viejo. Tenía ganas de discutir, pero no pudo hacerlo porque Laura, por el contrario, andaba de muy buen humor. Irradiaba esa felicidad de los primeros días, de cuando nada era buscado. Y, como en los viejos tiempos, había preparado una cena romántica para sorprenderlo y celebrar que pronto tendría su propia exposición en una galería del centro. Se besaron, bebieron vino e hicieron el amor
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dos veces. Los ojos de ella brillaban en la oscuridad, mientras los de él solo miraban el vacío. Frente a las cenizas y el olor de los químicos calcinados, recuerda que los días previos a la cena a la que sus nuevos amigos asistirían fueron difíciles. A pesar de que Laura conocía la fecha hacía más de un mes, el jardín continuaba hecho un desastre la noche anterior, lleno de cachivaches que entraban y salían sin remedio de su cobertizo. Las últimas semanas había estado viajando a la ciudad con bastante frecuencia, llegaba tarde, se encerraba en el cobertizo y cada vez hablaba menos. Él le pidió que guardara todo para cuando viniesen los vecinos, pero ella insistió en que algunas piezas eran decoración del jardín y que otras eran parte del mucho trabajo que tenía para la exposición, que cada vez estaba más cerca. Laura apenas ganaba dinero con sus obras de arte y escasamente con las clases en la academia. Pero lo de él era diferente, tenía un horario fijo, incentivos y un sueldo que pagaba todo aquel desplegable familiar; recordárselo la hizo estallar. Jamás hubiesen discutido de no ser por Millán, por la exposición, por ese
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empeño suyo en hacerle creer que podría llegar a ser una gran escultora. Trató de que entrara en razón; no debía ponerse así, no debía ofenderse porque hubiese llamado a todo aquello su bazofia. Tan solo le pedía que durante un día recogiese su chiringuito de hierro y chatarra y le ayudase a montar un jardín normal. —Este territorio no te pertenece. Recoge toda esa cacharrería y simulemos que vivimos en una casa normal por un día. ¿Esto de qué sirve? —cogió de uno de sus pedestales una cabeza y se dirigió al cubo de la basura. —¿Dónde vas con eso? Es la pieza clave de la colección, es la cabeza de Medusa. —¿Esto es arte? ¿Eso te ha dicho el escultorucho ese con el que te ves? ¿De verdad crees que con esto puedes ganarte la vida, Laura? Él no se detuvo. Relinchaba sin ahogarse, amedrentando el suelo que pisaba. Ella le gritó, le gritó muy fuerte, trató de recuperar la cabeza y no lo consiguió; la había perdido. Sin mediar palabra, Laura desapareció. No le ayudó con el montaje de la barbacoa,
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las sillas ni ninguna otra cosa. No haría las ensaladas ni pondría la mesa. Laura había comenzado a vaciar la casa de su presencia. El ruido y el fuego serían para después. Cuando él entró, pasadas las once de la noche, encontró toda la casa oscura. Dejó la cabeza de Medusa sobre la mesa, por si se le ocurría volver. El teléfono de Laura estaba cargándose en el salón. Esta vez tampoco respondería a sus llamadas. ¿Qué pensarían sus nuevos amigos al decirles que su mujer se había largado? Salió al jardín, volvió a mojarlo todo con la manguera y entró de nuevo al cobertizo. Apiló los cacharros sin orden y observó la ciénaga en la que había trabajado Laura todo el tiempo. Allí era donde mejor estaba. No podía creerlo, horas y horas enronada entre herramientas, sopletes y productos inflamables que casi seguro no sabía utilizar correctamente. En un polvoriento tablón de corcho había un calendario. Su exposición era dentro de tres semanas. Cerró la puerta con una cadena y un candado; al día siguiente acabaría de cortar el césped y recoger las hojas muertas.
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Laura era una soñadora. Eso se repetía una y otra vez. Desde que la conoció; Laura y sus incendios. Sus fuegos no reales. Sus esculturas oxidadas. ¿Adónde pretendía llegar? Seguro que planeaba fugarse con Millán y dejarlo varado en aquel jardín sin niños. Con el ruido de la máquina cortacésped no escuchó a Pamela irrumpir en su propiedad y se sobresaltó cuando le tocó la espalda. Quería saber si podía ayudarle en algo, seguramente había escuchado el jaleo de la noche anterior. Todo estaba bien, no debía preocuparse. Se verían a las ocho. Acabó de colocar la mesa y las sillas en el porche, quitó todos los embalajes de la barbacoa y pasó a recoger las ensaladas de guarnición por el restaurante de comida para llevar al que Laura siempre llamaba. La carne y el carbón estaban listos. A las ocho menos cuarto empezaron a llegar; los primeros fueron Pamela y Luis. Alabaron las dimensiones del jardín, que era un poco mayor que el suyo, y él les ofreció una bebida de la nevera de corcho que había junto a la barbacoa. Ella preguntó por su mujer, y se excusó diciendo que había tenido que irse a una emergencia
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familiar pero que le había pedido que disfrutaran de la velada. Después todos siguieron el rito de otras veces. Junto a la barbacoa se reunieron ellos para asar la carne, mientras en el porche ellas hablaban más bajo de lo normal. Seguramente, con esa mala costumbre que tienen las mujeres, Pamela andaba cotilleando algo de la discusión de la noche anterior. Él se dio cuenta; les preguntó desde la otra parte del jardín si les faltaba algo y dijeron que no, que todo estaba fenómeno. Para que el fuego no se apagase, le iba inyectando aire. Pronto el aroma de la carne recién cocinada impregnó cada rincón. —Vamos a cenar. Se sentaron a la mesa y, aunque en esta ocasión el mantel no combinase con el color de los platos, todos alabaron lo buena que estaba la comida. Los niños siguieron corriendo, abrieron el grifo de la manguera, se remojaron. Repitieron los chistes de alguna velada anterior, se preocuparon por la salud de la madre de Laura y le insistieron en que para el próximo
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torneo de pádel debía apuntarse con Carlos. Andaban alabando su buena destreza con el revés cuando uno de los niños irrumpió llorando en la mesa; se había rozado con el cable pelado que daba luz al cobertizo y se le había quemado la camiseta. —¿No te parece un incordio tener ese cobertizo en medio del jardín? Todos nosotros lo quitamos nada más llegar, solo sirve para guardar basura —rio Pamela mientras consolaba al pequeño. —Bueno, o en cualquier caso deberías proteger mejor esos cables, algún día podéis tener una desgracia —dijo otro de los chicos. Era cierto, en ninguna de las casas de sus amigos se había topado con un cuartucho de madera vieja como ese. Conforme habían ido instalándose, los nuevos vecinos los habían quitado para ganar espacio en el jardín, para eliminar riesgos. Entonces Pamela esbozó una ligera sonrisa, se giró al resto. —Espero que no te importe… Como no sabía qué iba a decir, él hizo un gesto de que siguiera.
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—El día que los conocimos yo no sabía a qué se dedicaba Laura, y una erudita del arte no soy… Supongo que con toda su buena voluntad me trajo un paquete envuelto del que salió un trozo de hierro que parecía sacado de algún vertedero. No supe qué decir, pensé que estaba de broma, que luego me regalaría unos bombones, pero no. —¿Qué era? —No tengo ni idea, ella dijo que era una mujer sin cabeza pero a mí me pareció un pedazo de hierro oxidado, y pensé: «¿Qué hago yo con esto?, ¿dónde lo pongo?». —Pero era una de sus obras —replicó él emitiendo una excusa absurda. —Hijo, pues no supe qué hacer con él. Tú has visto mi casa, ¿no? Así que un día lo tiré a la basura, con tan buena suerte que se me rompió la bolsa y me encontré con Laura junto al contenedor. No sabía dónde meterme. —Pamela, eso no me lo habías contado —declaró Luis.
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—Porque no pasó nada más; ella lo recogió, se dio la vuelta y regresó a su casa. Después, cuando nos encontramos de nuevo, no mencionó nada. —Es un poco rarita, tu mujer —dijo Sara apoyando a su amiga. Todos rieron. Laura siempre había sido un poco especial. Hicieron chistes sobre las manías de los artistas, sobre cómo vestía, y alabaron las maneras de él para soportar aquellos disparates. A las once todos se habían ido a casa. Desde lo alto del porche miró al jardín y lo imaginó sin aquel tumulto de maderas. Sin duda sería mucho más espacioso. Sin embargo, antes de deshacerse de él sabía que a Laura no iba a gustarle la idea, pero le traía sin cuidado. A pesar del calor y de la intensidad del cielo de verano, sin su mujer el azul de la fachada parecía haberse oscurecido. Llevaba tres días asediado en la vivienda, dando vueltas, cerrando las ventanas y volviéndolas a abrir. Había llamado al trabajo diciendo que estaba enfermo; no sabía qué le estaba pasando. Pensaba en Laura y en sus incendios, pero no ocurría nada. Ambos habían desaparecido; sin embargo,
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en cualquier momento ella iba a presentarse de nuevo y acabaría devastándolo todo, lo sentía, lo podía percibir. Sobre las paredes del dormitorio añoró los dos hijos que nunca corretearon por el jardín y se creyó capaz de quemarlo todo. Laura fue una estúpida por volver a ver al escultor ese de la isla. Desde el principio, Millán no había hecho más que darles problemas. Su jardín era más grande que los otros y sin embargo parecía menos debido al cobertizo. Una ficha mal situada. Era un hecho, Laura no iba a regresar. Millán había llamado dos veces en la última tarde. La segunda vez contestó él y le dijo que andaba ocupada, que él le daba el recado. Millán fue la causa por la que no quiso volver a verlo tras la cena en la isla. A punto estuvo ese estúpido escultor de arruinarlo todo, pero por suerte él se fue y ellos encontraron la casa. El cobertizo había sido esencial para que ella se trasladase a la vivienda a las afueras. Para convencerse de que con él iba a ser feliz. El cobertizo era la causa y el fin. Laura hubiese querido quemar la casa y él estaba recibiendo ahora las señales para hacerlo.
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En el taller había almacenado toda su obra, al menos quince esculturas entre mujeres sin cabeza y cabezas expuestas como trofeo. Eso debía salvarse; también la figura que le regaló a Pamela, a pesar de que la había golpeado y ahora era bastante deforme. Una tormenta eléctrica arrasaba la urbanización a las tres y media, mientras todos dormían, pero él se despertó antes de que sonase la alarma con el golpe seco de un rayo. La tarde anterior había hecho sus maletas y las de Laura, pero antes de cargarlas en el coche debía sacar del maletero las tres cajas de combustible que había comprado en la gasolinera y la cuerda. Ante la certeza de que ella no volvería, lo más sensato era marcharse. Antes de que Millán llegase por la casa para recoger la colección que Laura había preparado para la exposición. Con el bochorno de los días anteriores, las temperaturas habían superado los cuarenta grados, concentrándose en cada rincón de la casa, aumentando la presión. Por eso no era extraño que se hubiese formado un temporal como el que estaba a punto de caer. Las luces de los relámpagos le permitían
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caminar a oscuras, de habitación en habitación, de sombra en sombra, sin rastro de Laura. La casa estaba dispuesta, como un horno. Desde abajo hacia arriba, así lo haría. El fuego debía originarse en la cocina. Entre el silencio de la casa escuchaba los gritos de Laura, los gritos que no le dejaban olvidar sus amenazas de que se iba a largar, que no aguantaba más, que la quemara. Ella siempre dominó el arte de los incendios, él lo sabe. Por mucho que se había esforzado en darle todo aquello que quería, ella nunca lo había valorado. Ahí tenían su casa con jardín a las afueras. Los niños no habían llegado, pero no había sido su culpa; Laura le había confesado que llevaba meses tomando anticonceptivos a sus espaldas para no quedarse embarazada, que llevaba meses planeando el modo de marcharse. Todos sus esfuerzos habían sido en balde, por eso iba a quemarlo todo. La decisión palpitaba en su sien cada pocos minutos, antes del trueno, justo con cada golpe seco de un rayo. Impregnó la cuerda en gasolina y quedó un minuto extasiado por el olor. Atrapado. Se dio cuenta de
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que mojada pesaba todavía más cuando empezó a desenroscarla desde los fogones, subiendo por las escaleras y llegando hasta su habitación. Allí cortó. Todavía le quedaba soga y la tormenta no daba tregua, cada vez estaba más cerca. Del río principal de combustible sacó unos afluentes y los llevó hasta las habitaciones. El suelo de madera sería letal. ¿Adónde iba a ir? No lo había pensado. Llevaba tres días cautivo, sin responder a sus llamadas, pensando en cómo desaparecer. Una vez que prendiese la mecha, debía ser rápido si quería escapar. Tenía algo de margen, el fuego es silencioso. Pero ¿y si no quería marcharse? Él nunca había querido huir de Laura. Había comprado cuerda suficiente para amarrarse a esa idea; no sería ese el problema. Siempre había deseado aquella casa, desde que la vio en la isla supo que ella habría querido aquel jardín. No es fácil abandonar un sueño. Laura creía que sería una artista, que podría llegar a ser una famosa escultora. Millán se había dedicado a inflar su cabeza con ese veneno. Es cierto que en el último año le habían hecho un par de entrevistas y habían expuesto 37
alguno de sus cacharros, pero por el momento no daban apenas dinero. Aquella no era una vida para vivirla, solo para soñarla. Ella no podía llegar a nada más que él. Él era el que pagaba, el que sabía. Se había dedicado a conseguir todo lo que necesitaban para ser felices y ella lo iba a echar a perder por irse de nuevo por una mediocre exposición. La cabeza de Medusa estaba sobre la mesa del salón. ¿Por qué, Laura? Cada vez que aquella pieza inerte de hierro le sostenía la mirada, el corazón le palpitaba tan fuerte que ni siquiera escuchaba los truenos. La casa estaba tomada por la gasolina, pero aún no la había hecho prender. Esperaba a que la insistencia de Laura se hiciera mayor; a que, dondequiera que estuviese, su ira se colara por las rendijas de la cocina y fuera ella quien lo incendiase todo. Pero nada se enciende porque sí, todo tiene un motivo. Olió el humo antes de divisar el daño. Cuando la figura de Medusa cayó al suelo, rodó y llegó a sus pies, vio las llamas en el exterior. El cobertizo ardía con prisa antes de que llegase la lluvia.
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Laura había vuelto, se lo advirtió. Dentro del cobertizo su silueta se hacía más esbelta, crecía con el calor de las llamas. Las lenguas de fuego lo dejaron hipnotizado, plantado en el jardín. Cada una era un tentáculo que acababa en rojo intenso, seco, incandescente. Se quedó petrificado, inmóvil; lo suficientemente lejos para sentir el calor pero no quemarse, lo bastante cerca para verse ardiendo en el interior de sus ojos. A pesar del calor, el hierro de las esculturas permanecía. Las piezas, candentes, se mostraban sin pudor, al rojo vivo, y Laura también. Desnuda, sin gritos; ella era una prolongación de su obra. Laura se abrasaba y él con ella. Llevaba tres días diciéndole que lo haría, que si él no se atrevía lo haría ella, que no se quedaría ahí. Que no renunciaría a su gran exposición. Tenían una cuenta pendiente. Laura lo reclamaba y, como un marinero en el infierno, él comenzó a caminar en dirección a las llamas. Las ventanas comenzaron a encenderse y se oyeron gritos de auxilio que trataban de detenerlo, pero
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él estaba sordo. Pamela y Luis fueron los primeros en llegar y los que lo alejaron del fuego, los que lo salvaron de intoxicarse con el humo. —¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? Hemos llamado a los bomberos. No dijo nada. No podía dejar de mirar el cobertizo ardiendo y el azul de la fachada resplandeciendo furioso. Laura se había resistido a conectar al principio con la casa, pero después de una semana amaneció de muy buen humor y fue a comprar pintura para el exterior. Todas las casas de la calle eran de colores pálidos, blancas, amarillas, verdes, pero ninguna de aquel color intenso. —¿No crees que queda demasiado diferente? —Por supuesto —sonrió. Ahora también la sentía sonreír dentro de la intensidad de las llamaradas. La escuchaba gritarle que se iba a largar, que no soportaba más todo aquello. Que no lo soportaba a él, que prefería a Millán, que siempre lo había hecho. —¿Dónde está Laura? —preguntó Pamela.
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Él no contestó. Podía escucharla provocándolo para que la mirase. Mírame, mírame ahora ardiendo, no dejes de hacerlo, que no se te olvide. —¿Dónde está Laura? ¿Está dentro de casa? —volvió a preguntar, ahora gritando más. Luis lo zarandeó. Le dio una bofetada para tratar de sacarle del estado de shock y volvió a preguntarle: —¿Dónde demonios está tu mujer? Con el dedo señaló el cobertizo. —¡Oh, Dios mío! —dijo Pamela llevándose las manos a la boca—. Hay que sacarla de ahí. Luis mojó su chaqueta con la manguera, se cubrió la cabeza y se dispuso a lanzarse al fuego, pero él lo agarró por el hombro. —Ya es tarde. Cuando los bomberos llegaron los encontraron a los tres fosilizados bajo la lluvia, que caía como una venganza. El cobertizo ya solo eran brasas y hierro. —¿Están todos bien? La voz del muchacho de la brigada de incendios los sacó de aquella especie de apnea y Pamela asintió.
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—¿Había alguien dentro? ¿Hay alguna persona herida? —Su mujer. —Luis lo dijo sorprendiéndose de sus palabras, como si se sintiese cómplice del suicidio de Laura. Los efectivos policiales lo rodearon, lo apartaron, lo metieron dentro de la vivienda y acordonaron la zona. El barrio entero se había desvelado con el ruido de las sirenas, preguntándose qué había ocurrido, qué era toda esa amalgama de hierros apilados que se erigía entre las cenizas del incendio. «La chica era escultora», murmuraban algunos. «No estaba, no; no estaba cuando sucedió el incendio». «¿Seguro que no estaba? A mí me han dicho que sí, que se había largado y que volvió». «Dicen que sí, que se ha quemado viva. ¡Qué horror, tan joven!». Pero nada de eso había ocurrido. Todo era tal como se habían imaginado, aunque no quisiesen creer la verdad. Eran una pareja normal, hacía un año que habían llegado al barrio. Ella salía poco, era algo tímida. Él jugaba al pádel con sus vecinos; era un tipo alegre, amigo de sus amigos. Nunca los habían
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escuchado discutir, salvo la noche antes de la barbacoa. Sí que la oyeron gritar, ella parecía enajenada; cogió sus cosas y se largó, algunos incluso oyeron el coche. Quizá el incendio solo había sido un accidente. «Él no tiene pinta de ser de esos». «No sé quién ha dicho que ella se veía con un escultor desde hacía tiempo». «Es probable que ella no estuviera muy equilibrada». Todos murmullan y mientras tanto Pamela ha sufrido un ataque de ansiedad. Luis la ha intentado calmar, ha pretendido rodearla con sus brazos pero ella se ha apartado. Ha confesado. Él no ha incendiado el cobertizo, ha sido Laura. Lo ha jurado. Laura con su mente puede hacer que los objetos se prendan fuego. Y volvió para arrasarlo todo. Lo había hecho antes, lo hizo con el móvil y la sandwichera; lo ha hecho ahora. Él solo quiso darle aquello con lo que soñaban, una casa con jardín y dos hijos. Ella lo engañó, pero él la quería. Así que decidió incendiar la casa y largarse, había hecho las maletas; están en el coche. —¿Dónde quería ir? —preguntó el policía.
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Pero ¿adónde iba a ir? Entonces lo pensó mejor; estarían juntos para siempre, pero Laura no lo consintió. No, ella no era de esas. Ella no era de las que daban su número a tipos como él, sí a tipos como Millán. Entonces agarró aquella estúpida escultura, la despojó de ella y cuando Laura trató de recuperarla la golpeó. Un golpe seco por accidente, después otro, y otro, y otro. Se quedó con la cabeza en la mano, mientras uno de los tentáculos goteaba sangre sobre los ojos de Laura, que no dejaban de mirarlo. Abandonó la casa esposado, bajo la atenta mirada de todos sus vecinos. No podían creerlo. Tenían una nueva vida y nuevos amigos. Tenían todo lo necesario para poder ser felices a las afueras.
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Este libro se terminรณ de imprimir en los talleres de Grรกficas Alรณs (Huesca) bajo el denso fulgor escarlata de una tarde inverniza de 2019.
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EX IGNE RESURGAM