LA NOCHE ANTES DE IRSE
Ramón Acín
LA NOCHE ANTES DE IRSE Ramón Acín
Letras del Año Nuevo Huesca 2016
LA NOCHE ANTES DE IRSE Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses © Diputación de Huesca Autor: © Ramón Acín Colección: Letras del Año Nuevo, 11 Director de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez Diseño gráfico: Estudio Camaleón Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Fotomontaje de cubierta e ilustraciones: Strader
Instituto de Estudios Altoaragoneses Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es
Imprime: Gráficas Alós D.L.: Hu. 328/2016 IBIC: F ISBN: 978-84-8127-279-6 Printed in Spain
LA NOCHE ANTES DE IRSE
La vida solo puede ser comprendida hacia atrĂĄs, pero Ăşnicamente puede ser vivida hacia delante.
Søren Kierkegaard
Uno tal vez pueda estar seguro de lo que dice, pero siempre carecerá de certeza sobre lo que escucha (y, sobre todo, lo que entiende) su interlocutor.
(Parafraseando a Jacques Lacan)
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Con el ruego, más que mandato, de «Mira qué fue de Aureliano Mercader» empezó todo. A primera vista, el encargo parecía ser otro de los típicos embrollos con los que tanto suele relamerse el jefe. Quizás precisamente por eso sus palabras me cayeron encima de forma liviana. Como mecidas en el azar. El azar no es infrecuente en mi oficio. Al igual que tampoco lo son los cada vez más peregrinos ruegos del jefe, que con la edad está midiendo menos sus maneras.
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Siendo sincero, confieso que en su encargo (o mandato) tan solo percibí su naturalidad habitual. Sin duda porque las tareas que diariamente tengo encomendadas consisten en destripar el fondo de acertijos, descubrir enredos, despejar incógnitas, desentrañar telarañas, ahondar en misterios y otras zarandajas por el estilo para que los agentes de turno obren en consecuencia con el menor daño y la mayor eficacia posibles. En ocasiones, por fortuna, se trata de líos de poca monta. Pero en otras (a decir verdad, no muchas) son jaleos peliagudos, tintados de cierto riesgo, que debo manejar con delicadeza y sigilo. Sobre todo para no levantar sospecha alguna y, en especial, para evitar heridas innecesarias como de continuo mendigan quienes de verdad patean la calle. Yo no suelo patear la calle, porque mi trabajo, con apariencia aséptica, sin apenas ruido y muy poco contacto personal, se desarrolla en soledad. Junto a varios ordenadores, en un sótano sutilmente iluminado que, de momento, en mí aún no ha amparado un ataque de ceguera, aunque cada vez me parece más previsible. Es decir, que casi siempre el letargo me ha
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acompañado, con su pátina de brea: rastreos permanentes en la web, anónimos o diplomáticos contactos con testigos potenciales desde una lejanía que soslaya todo problema, cotejos de sumarios almacenados y periclitados que, por lo general, fueron antes resueltos con destreza, búsquedas para la aplicación de unos soportes legales… y poco más. Pero soy consciente de que el azar, cuando aflora intenso y, en especial, de manera sigilosa y repentina, como es el caso, suele acabar convirtiendo todo en un avispero. Y, para más inri, propenso a picaduras mil. Porque el azar, en palabras de mi madre, manda tanto en los hechos como en las suposiciones. Por esa advertencia materna estoy avisado, casi desde la cuna, de la importancia del azar en la vida. Y también de que, ante él, uno siempre debe mantenerse alerta. Porque el azar es quien dibuja, en el mapa de la vida, el destino último de cada cual, y también en cada momento. Un destino que no solo se edifica con el tiempo, sino que adquiere forma únicamente en ese mismo tiempo. Es decir, conforme uno va dejando a un lado los senderos que lo bifurcan.
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—Elegir bien, hijo mío (creo que, a pesar del diccionario, mi madre se refería más al concepto de triunfo que al de elección), aunque sea lo más indigno y pútrido, da razones. La derrota, por el contrario, solo deja heridas. Heridas acompañadas de un escozor continuo, porque uno nunca deja de hurgar en la génesis de sus conflictos. Además, al obrar así, seguimos una y otra vez echando sal sobre ellas. ¿Comprendes? Las lecciones dadas con amor y sensatez deben seguirse. Pero todavía hoy, a pesar de los indicios, desconozco si lo que acompaña a mis actos derivados del «Mira qué fue de Aureliano Mercader» es triunfo o derrota. Y no solo porque el jefe aún no ha dicho esta boca es mía acerca de cuantos datos le he ido proporcionando. Su silencio me escama y me turba tanto como su insistencia. En cambio, sí que soy consciente de la escasa lucidez que me rodea y de que me sobran las acideces. Pese a todo ello sostendré contra viento y marea que, al principio del embrollo en el que todavía ando metido, frente a lo ocurrido en mi oficio con otros encargos que llevé a cabo en el
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pasado de la agencia, cuando por fin el eco del «Mira qué fue de Aureliano Mercader» se desmigó en mis oídos, ni el nombre ni el apellido del sujeto de marras lograron disipar la habitual modorra que suele presidir la mayoría de mis días. Después, con el paso de las horas, sí. Y además de forma tajante. Supongo que, en parte, esa inicial insensibilidad mía tuvo sus motivos. El principal, sin duda, el que se deriva de la pequeña ciudad en la que habito. Pues en ella y en sus contornos, desde antiguo, abunda la singularidad de patronímicos parecidos a la rareza de Aureliano (como Hermenegildo, Protasio, Nemesio, Irineo, Eleuterio, Nazario, Bernardino, Magín, Leoncio…, sin olvidar tampoco la tendencia y abundante presencia de alias o motes de similar curiosidad o infrecuencia). De ahí que, en lógica, la novedad del «Mira qué fue de Aureliano Mercader» golpeara con escasa contundencia en mi losa de la costumbre. En esta escasa contundencia, también con toda probabilidad, pudieron entrar en liza más factores y reforzar por tanto, a inicios del encargo de marras,
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la flaqueza de la que hablo. En concreto, estimo, la situación que deriva de la circunstancia de la tierra de paso que fue y sigue siendo mi ciudad. Un débito que, con el transcurso de los años, ha diluido por completo nuestra identidad como clan o colectividad. Hasta tal punto que hoy toda ella es tan solo una masa informe y difícil de sintetizar. Sin duda las muchas mezclas y las distorsiones sufridas sostienen esa pérdida a la que me refiero y, por supuesto, la Babel terminal en la que se ha convertido. Pues a lo largo del tiempo, por su situación fronteriza, a las muchas incursiones de foráneos de allende sus lindes hay que sumar también el embrujo, un tanto frecuente, de los muchos locos que entre sus muros han buscado refugio para después cultivar profecías y sermones. Como muestra de ello, a la vista de todo el mundo, están los beaterios, oratorios y demás habitáculos semisacros, cada cual de su padre y de su madre, que, aunque bien conocidos, apenas han sido explotados por el money del turismo, por mucho que estos jalonen los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Habitáculos que, en su momento, sí
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sirvieron de guarida tanto a desquiciados como a audaces. Sin embargo, pese a esta doble y pesada losa (como he apuntado, de la historia y de la costumbre), a las pocas horas de que mi jefe enunciase «Mira qué fue de Aureliano Mercader» algo acabó por sembrar en mí la oportuna cizaña. De forma tan inconsciente como subrepticia. Y no quise (o no supe, o no pude) ampararme en esa máxima evidente de que con los muertos lo más prudente y saludable es y está siempre en su entierro. Sé bien lo oportuno de tal proceder, porque hozar entre los muertos cuando ellos ya no pueden rebatir nada de cuanto se alcance a descubrir de su vida y milagros termina por lo general en la más burda estupidez. En una palabra, que no pude (supe o quise) doblegar esa mano oculta que tañe las fibras del cuerpo para que, de un modo u otro, la vida escoja (o no) el camino adecuado. El azar, pues, acabó siendo sin desearlo el único timón, lejos de la voluntad, la reflexión y las ganas. Quizás la inicua siembra de cizaña que he mencionado se produjo poco después del encargo. O al
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menos con algo de consciencia, a partir de las ramplonas búsquedas a las que me lancé en picado, aquí y allá, como un zumbado, en pos de la captura de indicios aclaratorios. El caso es que, a causa del estupor inoculado por esa cizaña, pronto fui abducido y apremiado a adivinar primero y a delinear después los contornos de una biografía sugestiva que, en realidad, desde el mismo inicio debería importarme un comino. Y, sin percatarme de los motivos, un impulso tan sinuoso como oscuro me ha empujado a descifrar los más que presuntos o, en su caso, entrevistos portentos de Aureliano Mercader que el jefe deseaba tener (y que casi tiene) en sus manos. Un jefe es un jefe y sus mandatos (sean encargos o ruegos) deben cumplirse. Punto final. Además, el fin que él dé a mis conclusiones, como en tantas otras veces, me la trae al pairo. Lo mío siempre ha sido indagar y resolver para después callar y, por supuesto, olvidar. Así es mi trabajo: esfuerzos mil en busca del hallazgo para después acabar siendo totalmente olvido. Resurrección y tumba.
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Pero, por el contrario, no pienso lo mismo de todo cuanto durante la búsqueda de indicios, rastros y noticias sobre Aureliano Mercader me ha ido saliendo al paso. Quizás por la sustancia que estos destilaron en su momento. O que aún destilan. Sustancia con un sabor anómalo que, por su singularidad, detalles o rédito, me ha llevado demasiado lejos. Incluso me ha obligado a abandonar la bovina seguridad de mi cubículo repleto de ordenadores y a viajar, no solo fuera de mi ciudad, sino de España. Cuando todo el mundo sabe que, para mi persona, el viaje es un hecho del todo infrecuente, además de no apetecido. La tarea del rastreo fue (y es) tan agotadora como peregrina. Y no solo porque las huellas descubiertas de Aureliano Mercader (junto a las que aún se avizoran sin descifrar en el horizonte), además de una abstrusa parcialidad, se acompañaron (y acompañan) del recelo. O porque parpadean a golpe de titubeos que juegan al enigma. Por ello el afán del espía y la codicia del cotilla que llevo tan dentro de mí, bien almacenados en mis tripas, enfangaron mi cabeza casi desde el inicio. Y así, ante el más irrisorio vestigio
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suyo que he ido descubriendo, en mí tan solo ha existido hueco para la fascinación, nunca para la objeción. Tanto si aquella camina por la desmesura como si lo hace en la menudencia. Cuanto señalo tal vez parezca un descargo, pero no lo es. Soy consciente de que cualquier información (sea caótica o parca) suele dar alas, por lo general, a la obcecación. Además, casi todo lo que he descubierto puede caber en la persona (o a mí me lo parece) de Aureliano Mercader. E incluso es posible que acabe cubriéndole como una segunda, tercera o cuarta piel, entre el disimulo y el engaño. En una palabra, que estoy atrapado en un inestable equilibrio emocional difícil de resolver. Y, en concreto, prisionero de la grata sensación de estar viviendo planos distintos de una vida extraordinaria, con sus dosis de misterio y gotas de aventura, además de vivencias cercanas al prototipo de un héroe. Vivir a fondo de la invención de la vida, y también de la sospecha del encargo (mandato o ruego). Es decir, que ni cabe ni cabrá, pues, una enojosa deserción.
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Mi madre (últimamente creo que ella fue un portento de sabiduría del todo desaprovechado) solía certificar que se habita siempre en dos sitios a la vez. —Sí, hijo, dos sitios que, además de estar adheridos, son indesligables —afirmaba—. Uno el físico, es decir, en el que se está abierto en canal a los sentidos. Dos el incorpóreo, habitado por la imaginación, el sueño, el pensamiento, la locura, el azar… Y que despliegan al mismo tiempo sus antenas en la mente. Así, cuando uno se desvanece, aunque sea muy poquito, el otro parpadea intenso. No para hacerse notar, sino para ser ambos igual de reales y de verdaderos. Pues que no veas algo —proseguía— no significa que ese algo no exista o que no posea realidad. Para justificarlo traía a colación un ejemplo irrefutable, el de las estrellas: —Verlas no conlleva su existencia en ese preciso momento, porque las estrellas se han podido extinguir y, pese a ello, seguir brillando en el cielo por los años luz de distancia. Aquellos polvos maternales traen ahora estos lodos míos. De todas formas, sé de muy buena tinta
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que toda vida depara emboscadas continuas, del mismo modo que soy consciente de que el mundo tampoco fue o es como lo cuentan quienes nos precedieron. Porque todo dios, ignorante o no, aporta parte de su cosecha barriendo siempre para casa, sea para evitar aquello que pueda dañarle o simplemente jugando con el invento para, con él, levantar empalizadas que despisten, que, si no son del todo salvadoras, sí cuando menos pueden o suelen aislar los problemas. El misterio que envolvía a Aureliano Mercader fue, en toda regla, una de esas emboscadas. Sin duda, como ya he confesado, el germen manó de la ambigüedad o la arbitrariedad por las que se movían las, al principio, escasas referencias a su persona. Y, en especial, también de la particularidad de quienes las fueron facilitando. Algo en apariencia comprensible, pues si el hecho de vivir difiere con creces del de ser testigo, qué pensar de quien te cuenta cosas de oídas o habla por persona interpuesta (y qué pensar, podrán especular ustedes ahora, de quien convierte todo ese amasijo en sustancia y cimiento de una investigación).
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Otra cosa muy distinta, lo reconozco, es la situación a la que, después de tanta indagación, me ha llevado y aún me está llevando el encargo, convertido ya en postura personal. Sobre todo tras encaminar, la mayoría de las veces, parte de mis pasos sin la consciencia necesaria. Pasos, raro en mi persona y mi profesión, ejecutados más con el bosquejo propio de la pirueta que otra cosa. Confieso que, desde el mismo instante en el que se disipó el aturdimiento que suele destilarme la rutina, algo cegó mis entendederas, y también que ese algo (inaudito en el analista que soy, condición por la que todos tanto consideran mi trabajo en la sección) tiró de mí con brío, al igual que el diablo tira de los condenados ganados para el infierno. No obstante, como es sabido, en ocasiones una biografía puede superar la escala de la historia y ser la respuesta clave de un momento en el devenir de la humanidad. A esa evidencia me aferré y aún me aferro. Porque ella, creo, es la causa de todas mis contrariedades actuales. Es decir, que pese a los hallazgos todavía continúo con la duda de si la figura de
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Aureliano Mercader adquiere o no la condición de clave histórica y, por tanto, es digna de la investigación, a pesar del deseo (a estas alturas no dudo que interesado) y de la orden de mi jefe. Pues, aunque reconozca que escarbar en la biografía de uno para juzgar su vida y el entorno tiene sus peligros (por ejemplo, juzgar y catalogar de forma inadecuada conlleva la ruina de una vida, porque lo malo corre como la pólvora y después su losa, además de insoportable, es difícil de quebrar), sé que no debo flaquear en las indagaciones. Es mi oficio. Y, por supuesto, mi obligación (digamos, exigida). Aunque pueda parecerlo, quiero dejar claro que no soy el depredador que necesita devorar a los demás para sentirse a salvo. Además, no creo que nadie dude de que a los interrogantes de hoy siempre suele seguir la bondad de los peros del mañana. Por ello, ante cada nuevo detalle descubierto acerca de Aureliano Mercader, al final en mí solo ha cabido (y cabe) el abandono en pos de otro posible hallazgo venidero. Pues siempre su figura, sigilosa como las serpientes, tiende a reptar y a deslizarse
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entre mis manos cuando ya creía tenerla agarrada. Y así un torrente de circunstancias permanente, en compacto amasijo con mis delirios (que no deseos, en muchas ocasiones), no solo me ha abierto y lanzado de continuo a mundos desconocidos en los que parece habitó, sino que a la vez ha abierto también mis ojos y mi mente a cosas en las que nunca antes había reparado. Incluidas las relativas a mi interior y, en especial, a todo lo concerniente al interés que el jefe muestra por Aureliano Mercader. Por eso (conjeturo más que asevero) tienen para mí tanto sentido la búsqueda y la necesidad de tocar el cielo en esta investigación nacida del «Mira qué fue de Aureliano Mercader», algo que puede llevarme a lo más alto en la agencia o hundirme para siempre. Aunque, increíble en mi persona, esa búsqueda o esa necesidad me hayan obligado a sustituir por el dislate el buen hacer de la profesión, que siempre he procurado ejercer con tino y mesura. O que, como en una lucha a brazo partido, antes que a tener presente la prevención todo me lleve a abrazar la efervescencia que acogota las reticencias y que obvia los
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aparatosos embates del remordimiento. Pero sé bien que no todo juramento incumplido es una traición y que la vida es adaptarse a las circunstancias, a la realidad. Y quien diga lo contrario miente. En fin, que entre tanto fango, oscuridad, maravillas, sorpresas y tiempo aún me resulta dificultoso atrapar el cabo, definitivo y seguro, del que asirme de una vez por todas para tirar de él a muerte y así encuadrar la persona de Aureliano Mercader. Y, de rebote, las pretensiones de mi jefe. De ahí que cada vez el miedo actúa con mayor intensidad y frecuencia. Como mínimo, el temor al fracaso o a la reprobación, se entiende. Un miedo que además se hace muy intenso, a pesar de que mi madre me inculcase que es algo normal y sano, y que por lo general salva la vida. Cuánta razón tienen quienes afirman que lo que se aprende de niño tarda en olvidarse o, mejor, en desaparecer como quicio y argamasa de uno mismo. Sin embargo, por fortuna, a pesar de esa confianza que todavía me otorga la postura de mi madre, ahora también pienso que el miedo es un arma de doble filo, un arma que puede amparar o abatir. Y no
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porque la vida, en su transcurrir, ofrezca diáfana otras dimensiones distintas a la aprendida en la infancia, sino porque a lo largo de la historia el miedo ha propiciado, por ejemplo, la denuncia como salvación insolidaria, la mazmorra del otro como prevención estúpida o la ejecución como falsa e interesada higiene social. Sí, el miedo y su crueldad han sido y son medios seguros para sobrevivir a las inclemencias del mundo, al tiempo que martirizan, devastan y aniquilan. —Sí, madre, el miedo salva, pero también es quicio de la perversión de «El hombre es un lobo para el hombre». Un lobo voraz y sanguinario, a pesar de la piel de cordero (ideología y religión, por ejemplo) con la que acabe revestido. ¿Acaso no lo sabías? Con tales circunstancias, dilemas y miedos, debí prever el fracaso. O, siendo comedido, el revés. Un revés que, sin duda para satisfacción de muchos, tal vez acabe por hundirme en el escalafón. Porque, después de todo, es difícil y tal vez hasta imposible conjeturar de forma fidedigna (no digamos, concluyente) «qué fue de Aureliano Mercader».
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Difícil, no porque su posible biógrafo juegue de continuo al claroscuro (pese a lo tajante de las aseveraciones, que él asegura haber contrastado, los tiempos y los hechos a veces se descuadran del todo cuando aparece en escena Aureliano Mercader), sino porque quienes afirman ser sus allegados actuales, aunque se agarren a la fama del apellido (¿es lo mismo, fama y vida?), manifiestan tozudamente no guardar recuerdos precisos sobre su muerte y, por supuesto, su manera de concebir la vida, su persona y su fisonomía (al hacerlo, nunca miran a los ojos y no queda más remedio que aceptar las negativas o, a lo sumo, las migajas de cuanto cuentan: una señal clara de su falsedad, impresa en sus pupilas y que les delata, pues sus miradas también informan de cuanto silencian, que sin duda, además, difiere mucho de lo que niegan y de lo que cuentan como subterfugio). Tal vez porque estos, al igual que su posible biógrafo (al parecer, otro de los habituales compañeros del asilo en St Leonard’s-on-Sea y, por ello, copartícipe de los recuerdos, aventuras y fatigas de Aureliano Mercader), tengan mucho que ocultar.
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Difícil también porque ciertos sucesos acerca de su vida (y de la de su amigo del alma, Ramón Rius) van sin ton ni son en boca de todos con demasiada frivolidad (muchos ni siquiera lo conocieron y hablan de oídas), engordando día a día hasta convertirlo en carne de leyenda (todo el mundo sabe cuánto tiene de exceso e invención cualquier leyenda). Y, finalmente, difícil porque el propio Aureliano Mercader, sin indicar causa alguna, destruyó, según aseveran quienes dicen haberlo conocido a fondo, cuantos materiales acerca de sí mismo tenía a su alcance. (¿Obró así porque esos materiales daban, en exceso, fe de su persona? ¿O fue, tal vez, que él amaba simplemente el recato y el olvido? Pues el silencio o el olvido, como el suicidio, suelen curar eternamente y, por supuesto, evitar todas las penas). Pero, como el sabueso que soy, lo mío es tamizar entre frivolidad, por un lado, y ocultación, por otro, para llegar al fondo de su biografía. Aunque, confesando la verdad, llevo a cabo este tamizado casi más por deseo personal que por imposición de mi jefe.
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Es sabido que las historias, y en especial las que se cuentan sin inconveniente alguno y con ligereza, aunque pueden contener algo de la esencia de la verdad, casi nunca forman parte de la realidad y muchísimo menos de la ansiada totalidad. Ante ellas hay que ser cautos. Es decir, para concretar de una vez por todas mi postura de sabueso y también la causa de la dificultad a la que me agarro: sin datos fiables, el intento de edificar una investigación siempre lleva adosado el desastre. No obstante, como ya advertí, tampoco hay que olvidar (sin que esto deba considerarse como excusa) que desde el inicio Aureliano Mercader habita en mi mente. Con el insistente quehacer del parásito: chupando mi savia, o mi sangre. Sin alterarse por nada y, además, mostrándose siempre presente, tenaz, como si desde ultratumba el tal Aureliano Mercader buscase conmigo la resurrección, arrepentido del olvido al que, según parece, él mismo se condenó.
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No hay mayor incongruencia que la de estar sometido a una devoción (entiéndase también querencia, fe, fetichismo e, incluso, superchería). Yo soy cautivo confeso del «Mira qué fue de Aureliano Mercader». Una devoción absurda a la vez que seductora. O compleja al tiempo que sugestiva. Y es que, cuando uno habla mucho consigo mismo, acaba por creer que su voz es la de otros. No obstante, ante una devoción sobran las quejas. Además, en los absurdos y en las dificultades, el azar también posee su rostro amable. Es lo que sucedió en una de mis pesquisas (con regularidad torpes por el ímpetu de la carcoma, que es ya algo propio de mi extravío), donde la fortuna, por fin, acabó guiñándome su ojo. Ocurrió durante una visita al beaterio del arrabal, ubicado al sur de la ciudad. Y, en concreto, en la iglesia del Santo Sepulcro y de los Innumerables Mártires, donde viudas o piadosas ancianas con la muerte a la espalda comparten oración y
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confidencias junto a monjas, meapilas y demás fauna que, por lo general, está presta a sacudirse el moscardeo personal con rosarios y adoraciones. Mártires y santos a los que asaetear o implorar no faltan en la iglesia del Santo Sepulcro. De ello dan fe los muchos altares y hornacinas que, aprovechando el rincón más imprevisto, muestran el icono pertinente, al que además de enfangar con lamentaciones se puede abordar sin problemas con todo tipo de súplicas. En la iglesia del Santo Sepulcro la imaginería es de tal magnitud que no hay problema sin advocación, ni solución que no lleve adosada la efigie de un santo concreto. ¿Cómo llegué a dar con el beaterio? La casualidad de una insinuación aquí, un comentario allá, mi necesidad de atar cabos y un poco de reflexión, dentro del desvarío que me acompaña, fueron parte del cordaje que permitió el paso de la conjetura a la realidad. El caso es que en el beaterio sor Virginia del Niño Jesús, la monjita más añeja del mismo, embolsada en el olvido, me deslizó puerilidades acerca de un álbum de fotos. Ella hablaba del año 1952, cuando en su
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juventud cuidó ancianitos en St Leonard’s-on-Sea, cerca de Hastings, en el canal de la Mancha. Entre el mestizaje pétreo de chifladuras y corduras por el que su mente y su voz caminaban, junto a otros nombres, reverberó el de Aureliano Mercader. Y de entre los pliegues de su cabeza, consumida por la amnesia, rescató como por arte de magia la lucidez de un retrato de grupo con todos sus viejitos de antaño. En él, sin quererlo, me alertó acerca de su presencia. Desde entonces sor Virginia, pienso que avasallada por mis melosas marrullerías y melindres, ha sido la mina en la que, a tientas, he ido escarbando vetas en busca de un filón concluyente acerca de la vida (o de la memoria) de Aureliano Mercader. Búsqueda que, al menos, ha acabado por dar algo de aire a mis ruegos. Gracias a ella los indicios han adquirido cierta base (algo magra, a decir verdad) y, en consecuencia, mi ansiedad también un poco de relajo, aunque este sea un tanto relativo. Al menos Aureliano Mercader, en lugar del fosco nubarrón de los primeros momentos, parece ser ya un vaho que aspira a clarear. Pues, sobre el álbum
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del que me habló sor Virginia del Niño Jesús (conseguido tras mil penurias: viaje a Hastings, un tortuoso husmeo en el asilo repleto de pagos en metálico a la dirección, ciertas asperezas con los empleados, amén de incomprensión, recelo y abusos que me callo, sin olvidar tampoco las sospechas de los bobbies del lugar), he procedido al descarte de ciertos ramales biográficos perfectamente aplicables a su persona. Porque Aureliano Mercader, por edad, por ideario político, por credo religioso, por el desempeño de oficios varios, e incluso dada su mudanza viajera por distintos países, bien podría ser el auténtico autor de las bifurcaciones que, con alegría, a veces se le han atribuido y que yo he podido desechar definitivamente. Aun con todo, la duda no ceja con su revoloteo, alimentando contingencias. La duda y, también, la fantasía. Pues tres o cuatro nombres análogos, aplicables a una misma persona, tal como sucede con Aureliano Mercader, siempre suponen la evidente presencia, cuando menos, de tres o cuatro vidas diferentes. ¿Y cómo resistirse a conocer tan prodigio-
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sos entresijos y, por si fuera poco, en permanente incremento? Al final todo se reduce a vencer la curiosidad, en trabada lucha con la identidad o la conciencia, además de un sinfín de derivados. Pues todo el mundo sabe que no hay vida, por falsa que sea, que no contenga enseñanza o, como mínimo, que no dé alas a la imaginación. Cuando estas sensaciones toman fuerza, ni siquiera importa la insensatez que acompaña tanto a la curiosidad como a los cantos de sirena de la inventiva, pese a que la verdad y su verificación acaben embarradas. Por fortuna sor Virginia del Niño Jesús, como ya he apuntado, a vueltas con la demencia y, también, con sus ojos corroídos por el azogue, fue colocando nombre y apellido a bastantes rostros del retrato. Y a otros varios más desparramados por el álbum. Un refrendo que, sin centrar definitivamente el asunto, tal como sigue siendo mi deseo, aunque no deje de inyectar angustia sí propicia un cierto clarear del pasado. O, al menos, evapora parte de su niebla. Ella, zozobrando en su histeria, tan inocente como
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perenne, ha ido mostrándome a través de desordenadas evocaciones algunos sucesos de interés, pese a que el sentimiento y la emoción, junto a los revoltijos que conlleva el transcurso del tiempo, corroyesen parte de su veracidad. Es decir, que la imagen de Aureliano Mercader ha conseguido tomar algo de volumen y, con ello, ya se puede asistir a la gestación de algunas de esas semillas que, espero, despejarán para siempre los interrogantes de una vida y sus andanzas. Y que así podré dar también por cumplida la misión biográfica que tanto interesa al jefe. Un interés, el suyo, algo sospechoso, porque cada vez que insiste en su encargo, o cuando me asaetea a preguntas acerca de mis avances, parece mirar siempre al lado contrario. La mosca detrás de la oreja: esa es la resultante, enigmática y permanente, de tan continua impaciencia. Sin embargo, hasta llegar a esta situación el quebranto de la sinrazón, de la obsesión y del agobio, además de palabrería sin cuento, han caído sobre mis espaldas con su pesada carga. Y no porque sor Virginia, entre un nombre y otro de los retratados en el
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álbum, aprovechase mi porfía para endosarme su particular vida y milagros. Pues comprendo bien que quien navega con el silencio a cuestas durante tanto tiempo (la vida de sor Virginia del Niño Jesús, aunque dedicada a la ayuda al desamparado, ha sido una vida colmatada por la soledad) explore las rendijas de la oportunidad que se le pone a tiro y se agarre a ella como tabla de salvación para evitar la asfixia envolvente. Sé bien que no hay nada peor que tragarse a secas la soledad, sin algo como rodela defensiva y sin nadie como arrimadero. Y la de sor Virginia, pese a las apariencias, a mi entender es la historia de una existencia triste y atada al hilo de la nada. Por solitaria entre la muchedumbre de sus necesitados. De poco o nada, creo, le ha servido ese darse a los demás e, incluso, el poder mágico de las oraciones al que se ha agarrado. Su sueño, como todos los sueños, parece malogrado. O, cuando menos, ha perdido la fuerza con el paso del tiempo. Y no solo porque la edad empuje a la claudicación, sino porque la felicidad perseguida deja de existir cuando
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la realidad se impone a la ingenuidad y a la quimera de su búsqueda. (También mi actuación puede parecer una muestra de debilidad y de locura, pero no quiero, por supuesto, que esa posibilidad oculte la esencia del provecho que persigo: al César lo que es del César). Hasta llegar a Aureliano Mercader, sor Virginia del Niño Jesús (en vida, Juana Expósito) me ha relacionado por extenso su vida personal y religiosa. Con pelos y señales, desde su advocación a santa Virginia (con las sobadas historias del malísimo Apio Claudio, el bendito de Lucio Icilio y la puñalada de un padre vigilante para evitar el escarnio de la violación) hasta su deseo de ser un fuego perenne de virginidad y, también, de lograr la ansiada unión con Jesús, Hijo de Dios y, para ella, Marido Eterno. Desde el desamparo de una niñez de hospicio hasta la eterna dedicación al desamparado, allí donde la voz del amado Jesús la fue llevando. Desde vivaces evocaciones sobre una juventud dulce y bella, según sus palabras, hasta el desgaire deplorable y cruel del deterioro actual. Y entre todo ello, por añadidura, el detallado resumen
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de viajes y estancias, aquí y allá, repleto de recuerdos simuladamente gustosos pese a la acre densidad de su aureola. (Creemos que somos alguien y, al final, no somos nada. Es decir, inventamos para no morir, pero morimos siempre). Ella, sin tener reparos ante mis precauciones, siempre tendió (a veces, aún lo intenta) a dispararse a la mínima, con la propulsión de un cohete, para soltarme sus bacinadas a bocajarro. De nada me sirve el estar atento al momento en el que ella frunce el ceño con una sonrisa que tiene mucho de perversa y que hace que la piel de sus mejillas cruja emitiendo el ruido de un papel al ser arrugado. No importa que yo atisbe en el fondo de sus ojos el momento del estallido, porque sor Virginia va a la suya. Además de imprevisible, solo se atiene a sus leyes, como el tiempo: en ocasiones se ralentiza e incluso calla, y en otras toma velocidad. A voluntad, sin que yo nada pueda hacer. Por eso resulta complejo penetrar en su añoso caparazón, secreteado a conveniencia, por mucho que transmita altruismo y delicadeza ante el prójimo. Porque su envoltura de transparente celofán
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engaña, al guardar con esmero no solo un mundo interior, sino también su modo de operar en él. Pero el suplicio ha dado su fruto: tengo el álbum y, lógicamente, también la identidad de la mayoría de quienes en él aparecen retratados. Dos aspectos que, siendo simples, me han llenado de satisfacción y de cierta información. Pues, aunque pueda parecer una nadería saber quién está captado en una u otra instantánea y dónde exactamente fue realizada cada una de las que aparecen en el álbum, tal nadería proporciona un salto enorme a la investigación. Y así, a pesar de lo parco de su revelación, el álbum centra momentos de vida, acota hechos, precisa lugares y fija de forma muy pertinente lapsos concretos de memoria y de historia. Con el álbum la realidad que persigo, aunque fragmentaria, adquiere existencia y, por lo tanto, puedo hozar en ella. Porque eso es, en verdad, toda investigación: un hozar permanente entre la porquería y la quincalla para después, con seso y paciencia, llevar finalmente algo de sentido al papel en blanco. Algo que, además, sostenga sin desmayo la locura de la búsqueda, el caos del acopio, el
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placer del hallazgo, el sufrir de la reflexión y, finalmente (como espero), el premio del colofón. Es decir, que gracias a sor Virginia del Niño Jesús estoy fijando fragmentos de memoria y de vida relativos a Aureliano Mercader, por ejemplo, en Australia (St Patrick, en Manly, Sidney), en España (El Pueyo de Barbastro, Huesca) o en Inglaterra (St Leonard’s-onSea, Hastings). Fragmentos que, por fin, puedo sumar al nacimiento de Aureliano en Polituara (Huesca) o a sus primeros estudios en el seminario de Belchite (Zaragoza). Y además, ante todo, consigo también delimitar su personalidad, desechando otras identidades igual de probables que, con encanto de sirena, jugaban a la seducción de la épica o de la simulación. Por ejemplo, mi Aureliano Mercader, a pesar de increíbles coincidencias, nada tuvo que ver con A. P. Mercader (Aurelio París Mercader), cuyas últimas aventuras se pierden en la selva brasileña (por cierto, ¿existe la aventura si uno muere en el intento?; o, dicho de otra manera, ¿existe la aventura sin poder dar fe de ella?). Ni tampoco con otro Mercader
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(¿Luis?, ¿Jorge?, ¿Pablo?: no hay base alguna para la prueba concluyente) que ciertas voces atestiguan que fue hermano de Ramón Mercader, alias Jacques Mornard, el asesino de Lev Davídovich Bronstein, más conocido como León Trotski. (¿Existiría el Ramón Mercader histórico sin el magnicidio?, ¿este habría llevado a cabo el asesinato de Trotski sin existir la alargada sombra de Caridad del Río Hernández, su madre, o incluso la falsa amistad con Sylvia Ageloff?). Y es que la identidad, término gastado y ambiguo además de prolífico, nunca debe poseer un valor más allá del que proporcionan las casuales habladurías, que siempre han de ser entendidas como arenas movedizas en cualquier investigación que se precie. Eso de la ignorancia de la mano derecha sobre lo que hace la mano izquierda, tan habitual en quienes usan más de un nombre para identificarse según la circunstancia, solo es materia para la literatura, para la militancia clandestina, para los juegos masónicos e incluso para la mafia, pero no para las cosas serias, determinantes o conclusivas. Por eso la pista del álbum sacado a la luz por sor Virginia, que tanta
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mortificación me ha inyectado (e inyecta todavía), también ha acabado por borrar la atracción de los Luzbel de fábula a horcajadas sobre Aureliano Mercader para depositarme ante el único san Miguel reparador que fue su vida. Y es que a veces sucede que la mente quiere caminar por su cuenta y es necesario atraparla primero para después sujetarla fuerte, con las bridas bien tensas, como a los caballos en la pista, y que retorne al camino idóneo o previsto. n
La primera vez que sor Virginia me señaló una fotografía donde aparecía Aureliano Mercader, observé la imagen con esmero. Lentamente, desde el primer plano, ocupado por un cuerpo menudo y endeble, hasta las ruinas del fondo que cerraban la instantánea. Anhelaba, tal como después he pretendido con diferentes retratos suyos, encontrar evidencias que esclareciesen el caos al que otros (mi jefe, sin ir más lejos) me han empujado y por el que estoy navegando a toda vela, tal vez hasta sin
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rumbo, aunque a veces crea lo contrario. Por eso no puedo cesar en la brega. Necesito más indicios que faciliten respuestas concluyentes para acabar con el desconcierto. Y, en parte, porque también el jefe sigue acosándome con sus prisas. (Su insistencia me aturde, pero también actúa como prevención. Me pregunto, por ejemplo, qué se esconde detrás de su porfía). Aunque nunca ignoro que el manto espeso del tiempo, además de llenar las escenas captadas en las fotos con una atmósfera de sombras, habrá despintado en estas gran parte de sus posibles huellas, yo sigo en mis trece. E insisto una y otra vez, pese a que casi nada de lo que hay apresado en ellas incida con rotunda claridad en mi mente y se muestre además de forma contundente. Mi trabajo es buscar barruntos, por endebles que sean. Toda pista es una posibilidad de hallazgo y, por tanto, de encontrar la verdad. Está claro que la ausencia de pistas solo es oscuridad y fracaso definitivo. La insistencia, pues, es siempre necesaria.
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Pero, a pesar de la sorpresa que aparece suspendida en varios de los rostros que acumulan las instantáneas, escrutadas a conciencia, todo aparentemente aún sigue sin dar la definitiva evidencia. A pesar de los avances, poco me he alejado del momento en el que topé con el primer retrato de Aureliano Mercader. Es decir, que el vacío, la indiferencia y la confusión persisten y continúan apoderándose de la historia y de su sustancia, confinadas ambas en cada una de las fotos. Tampoco las ruinas, lejanas o al fondo de las instantáneas, dejan entrever trazas referenciales de cuanto busco. Las ruinas parecen (o están) reducidas a un simple rumor de ausencias. O, a lo sumo, dominadas por burdas intuiciones acerca de unos edificios que se esfumaron para siempre, sean de Australia o de Inglaterra. Otro tanto sucede con los bosques, las praderas o los jardincillos, aparentemente anónimos. Al menos, de momento nada en ellos parece facultar una suposición que acabe siendo esclarecedora. Y, sin embargo, en todas las fotografías se me antoja que existen las (precisas) migajas de vida que tanto
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persigo. Algo que, sin evidenciarse por el momento, terminará abriendo una espita brutal por la que acabar con mi desconcierto. Es una intuición, turbia todavía, que sin embargo martillea mi ánimo y me empuja como al toro ciego frente al engaño. Sin saber adónde. No obstante, ante una de esas fotografías sí que he podido reflexionar acerca del origen del niño Aureliano, a quien sin duda su nacimiento, encajonado entre las montañas del Pirineo, le ha perseguido de por vida. Siempre el lugar de origen se lleva muy adentro. A resguardo y protegido. Como la sagrada hostia en el tabernáculo. Es decir, que la orfandad, tras abandonar los orígenes personales, ni siquiera puede superarse con el subterfugio del recuerdo, porque poco a poco va perdiendo brillo. Y creo que esa circunstancia entrevista, de contornos reales o, cuando menos, verosímiles, me permite meditar sobre la infancia, primero, y sobre el cautiverio de Aureliano Mercader entre viejos curas del seminario de Belchite después. Un cautiverio al que su familia le envió cuando este aún zascandileaba en la
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infancia. O detenerme también sobre sus andanzas probando el néctar de la política más radical en Barcelona, tras acabar sus estudios en la universidad romana de San Anselmo. Y, por supuesto, acerca del increíble éxodo salvador y su refugio en Australia, o sobre sus estudios de arte… Y, por último, pensar en los preparativos del retorno a España, bastantes años después. Un regreso acompañando a su amigo y protector Ramón Rius, quien abandonó St Patrick en Manly (Australia) empujado, según el relato de su biografía, por la promesa de ocupar vacante de obispo y regir una catedral. (¿La de Barbastro?, ¿la de Solsona?, ¿la de Vic?: otra vez más a vueltas con la oscuridad y las imprecisiones del biógrafo). Todo un batallón de interrogantes galopa desbocado y a la carrera en mi cabeza. Interrogantes que, por fortuna, acogen más posibilidad de respuestas que de suposiciones. Entre las últimas, por ejemplo, qué pudo poblar sus cabezas de niño, a qué batallas se enfrentaron Aureliano y Ramón, por qué y cómo fueron sus vidas de transterrados, qué y quiénes fustigaron de verdad su regreso (la promesa de la silla
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catedralicia, a estas alturas de la investigación me parece un camelo), a qué fue debida la reconversión religiosa de Aureliano Mercader o cómo intimó de nuevo con Ramón Rius tras tantos años de alejamiento y divergencia. O incluso, infiriendo más de la cuenta, ¿son ellos, sin ser conscientes, ejemplo de la piedra angular que, en la España de la Transición, fue bautizada como reconciliación? La vida, en definitiva, es aprender a nombrarla en todas sus facetas para, así, poder fijarla. (Ahora, y a vuelapluma, supongo que la nueva confraternización entre Mercader y Rius sucedería cuando la fe política de Aureliano se hizo añicos y el hueco dejado por ella adquirió valor de tálamo para otro tipo de fe. Quizás porque los crédulos como Aureliano nunca pueden habitar en el vacío ni admitir un horizonte lleno de ausencias, ni el enfrentamiento con pozos repletos de oscuridad. Los crédulos necesitan la fe, sustentarse con algo o, mejor, agarrarse con uñas y dientes a la luz de la certeza, de la estabilidad y de la esperanza que dimanan de la creencia. Sí, es verdad, la fe mueve montañas, como también
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es verdad que no importa cuál sea el tipo de fe que se abraza). Observo otra de las fotografías señaladas por sor Virginia del Niño Jesús en la última visita que le hice. El álbum, pese a su exigüidad, me parece generoso. Encierra momentos claves de unas vidas. Y mi misión es esa: detectarlos, descubrirlos, explorarlos y estudiarlos. Si lo consigo al fin, como ya voy presintiendo, el jefe no solo me dejará en paz, sino que tendré bien ganadas unas vacaciones y sin duda, como mínimo, engrosaré mi prestigio en la sección y, tal vez, un ascenso. Con esa fotografía y otras más sobre la mesa insisto en el intento de dilucidar las sospechas que mariposean en mi cabeza, por mucho que el sabor agrio de la derrota persista encallado en mi cerebro y agrie mi paladar. Intuyo que, bajo la enorme calva que limita el rostro sonriente y que parece mostrar a quien observa cierta reticencia, tampoco podré encontrar las respuestas concluyentes que persigo. Al menos, no las respuestas que, husmeando aquí y allá como si fuera un mendigo, deseo alcanzar.
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Porque eso precisamente es lo que llevo haciendo desde que me cayó el «Mira qué fue de Aureliano Mercader» encima: mendigar. Mendigar para superar el remordimiento de mi naufragio o para lograr un simple consuelo. Cada vez más necesario. Pues a veces creo que la desdicha, aun siéndome muy ajena, se ha colado en mi cuerpo y me está chupando con el ansia del gusano de la solitaria. Por eso insisto. Tengo que evitar su triunfo y, en consecuencia, mi desfallecimiento. Por ello porfío como un loco. Pues por experiencia sé que las pistas, con sorpresa o sin ella, pueden aguardar al volver la curva. n
Rumio una y otra vez las escenas plasmadas en varias instantáneas que, aunque desteñidas por la fuerza del tiempo, parecen avivarse con la tenue melancolía que destila un caserón de fondo o el bosque en la lejanía. En una de ellas, el individuo está sentado. La mano derecha sujetando el rostro ladeado, como si quisiera expandir la aflicción que lo envuelve. Una sugerencia, nada más. Pienso que esa
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aflicción contiene la languidez propia del abandono y de la soledad ante el alejamiento de la patria. O quizás, al contrario, dada la fecha en que fue captada, la languidez ante el miedo por el regreso y ante los (también previsibles) reencuentros. Sin duda deseados, pero a la vez también desasosegantes. Eso medito, e incluso llego a creerlo como una certeza. Porque sé de buena mano que toda separación de los seres queridos hiere las entrañas y su llaga es poco propensa a cicatrizar y sí, por el contrario, a supurar. En especial cuando el horizonte se interpone clavando su dolorosa inmensidad entre quien permanece y quien se ha visto empujado a la marcha y al abandono de cuanto quiere y conoce. Por el álbum y por ciertas anotaciones en el dorso de varias de las instantáneas puedo llegar a deducir que, al igual que Aureliano Mercader, Ramón Rius también nació en la montaña. Y que ambas vidas presentan paralelismos, aunque difieran en su origen: uno catalán y el otro aragonés. Sin duda para los dos la Iglesia acabó por ser una buena solución. O la mejor. Porque la Iglesia durante mucho tiempo,
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siglos casi, además de un recurso frecuente, entre las montañas del Pirineo significaba para cualquier familia una boca menos que alimentar, un coste nulo con vistas al futuro e incluso un fin plácido. Dicho de manera clara, sin sentimiento de culpa para el padre y la madre. Porque el hecho de consagrar a un hijo al servicio del Señor aliviaba de tristezas y evitaba pensar en el despiadado desapego que supone la separación y, sobre todo, el abandono de una criatura sin formar, y además para siempre. Muy diferente al de la componenda de la milicia, que, también sin ser gravosa y llevada a cabo con mucha más edad en la costumbre del Pirineo, siempre contuvo la carcoma. —Las balas no respetan. En la guerra, el azar es un Dios borde —solía apuntar mi abuela. Una frase que siempre era seguida por el asentimiento de mi madre. A ambas no les faltaba razón: la herida seguía, pese al tiempo transcurrido, royéndoles sus carnes. (Mi madre recordaba siempre lo sucedido a dos de sus hermanos, destinados en su niñez a desgajarse del hogar por imposición de la primogenitura. Uno acabó enterrado en Cuba con galón de
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cabo, y el otro, desaparecido en la selva filipina como soldado raso. El primero, cuando ya avistaba la cercanía del regreso a España; el segundo, tras desembarcar apenas en Manila. Un final idéntico, al fin y al cabo). Las balas y los latines, la solución de los pobres. ¿Era pobre la familia de Ramón Rius? La de Aureliano Mercader, si no menesterosa, sí algo necesitada, porque este quedó del todo indefenso al entrar en el seminario de Belchite. Lo hizo como fámulo, al tiempo que recibía enseñanza gratis, a pesar de la cercana presencia de un tío abuelo en el pueblo vecino de Codo. Trabajos y hambre que pueden explicar la causa del cuerpo delgado y endeble de Aureliano Mercader, tal como queda acreditado en casi todas las fotografías de cuando era jovencito. (¿Cómo llegarían todas estas fotografías y el álbum a manos de sor Virginia del Niño Jesús?). Un físico diferente al de Ramón Rius, cuyas fotografías de infancia anuncian con claridad los mofletes, la papada y la curva de su abdomen alcanzados en su madurez. Como muestra una foto de estudio, sin duda realizada por alguna causa especial, donde
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con acierto deja reposar el crucifijo, que certifica de forma evidente la alcurnia que alcanzó (¿prior de la orden?, ¿vicario provincial?). La misma foto en la que, al reparar en sus manos, desproporcionadas y gordezuelas, refulge un anillo. (¿El anillo de obispo? ¿Se cumplió la promesa de regir la catedral? Su biógrafo, Andrew Keylor, y demás informantes callan. El primero se hunde en el mutismo después de mencionar los preparativos que Ramón Rius, junto a su amigo Aureliano Mercader, emprendieron con el fin de regresar a España. Los segundos ni siquiera afirman saber algo. Tan solo, cuando les mostré la fotografía de Rius, concluyeron que sí, que acabó sus días en tierras inglesas, en el asilo de St Leonard’s-on-Sea. «¿Y entretanto qué?», me pregunto, sabiendo de antemano la respuesta. Y digo de antemano porque presupongo que nadie puede hablarme, por ejemplo, aunque yo ya lo sepa, de cómo Ramón se salvó del pelotón de fusilamiento, ni de cómo, junto a Aureliano, acabó finalmente con sus huesos en Inglaterra). n
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Comprendo bien que, cada vez que se adquiere un nuevo aquí, pierda su importancia el allí del pasado, de la misma forma que el ahora tiende a apagar e, incluso, a ahogar el entonces. El tiempo es así, edifica sobre las personas muros de contención, empalizadas que aíslan, fronteras de separación o parapetos que esconden. Y, por supuesto, fabrica también paraísos, uno tras otro, con los que enmascarar escenas o instantes comprometidos o ingratos para, en su sustitución, proyectar una memoria especial (digamos, ad hoc, para simplificar). Todo puede cambiar con un simple pestañeo. Eso fue lo que sucedió al leer la esclarecedora cita en el dorso de una de las fotos, que en ocasiones anteriores había pasado desapercibida: «Con Aureliano, en vísperas del regreso. Atrás queda Sidney. ¡Cuántos años, Dios mío!». Sin duda la pista perfecta, una de las que esperaba: Aureliano Mercader y su vida a través de la de Ramón Rius. Con sor Virginia del Niño Jesús como mediadora y testigo. Aunque esos testimonios fluyan siempre con adherencias de ficción, porque toda
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evocación olvida la paja del agobio y aporta el sugestivo grano de lo ameno. Por eso, tras muchas visitas llenas de agasajos y cumplidos, sor Virginia del Niño Jesús, a pesar de la pertinaz neblina que encharcaba su cabeza, ha acabado refrescando sus días de St Leonard’s-on-Sea. Y, de manera muy especial, su nostalgia por las tertulias vespertinas del asilo, en las que Ramón Rius y Aureliano Mercader descollaban como divos sobre la asombrada sumisión de la vetusta camada que les rodeaba. Gracias al destilado de esos recuerdos, sor Virginia, además de reparar e insistir en la mansedumbre de todos sus viejitos, recordó los silencios y el asombro de todos ellos ante los viajes y las aventuras que, en sus días de retiro, narraban a dúo Ramón y Aureliano. Desde entonces he ido apretando los tornillos en cada nueva visita a sor Virginia. Buscando con esa presión que ella recuerde, primero, y relate después, largo y tendido, repitiendo incluso, sucesos y chismes del corro de los ancianitos que tenía bajo su cuidado. Necesito hozar en sus enredos, en sus rumores
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e, incluso, en sus pequeñas quisicosas para descifrar los misterios del regreso, el arcano de Australia y demás sucesos que, sin duda, comentarían en el asilo tanto Ramón como Aureliano, matando con ello el tedioso gusano de su indeseada reclusión. Sé bien que, a veces, sucede que en la vida todo está sometido a la casualidad. A esa que, sin ser convocada, aparece con vivo protagonismo para cambiar la historia y la existencia de las personas y de sus hechos. Precisamente así, en la evocación de las tertulias de St Leonard’s-on-Sea, arrancó la luz de casi toda esta investigación. Gracias a sor Virginia supe de Belchite (España) y de Bucovina (Rumanía), de Nueva Nursia (Australia) y otra vez de Barbastro (España), del papa de Roma, de la guerra civil española y de un refugio en Oxford, de estallidos de obuses y de versos en latín, del círculo de escritores The Inklings y de C. S. Lewis o Tolkien…, y sobre todo de Ramón Rius y Aureliano Mercader, con unas vidas en ocasiones paralelas.
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Ahora sé de buena tinta que, frente a las permanentes mudanzas de Aureliano Mercader, Ramón Rius siempre profesó en la Orden Benedictina. Sin duda la casualidad fue determinante: el monasterio del Miracle de Solsona, donde comenzó su periplo como siervo de Dios, no distaba mucho de su pueblo. La casualidad y, por supuesto, una pronta y resuelta facultad para el estudio descubierta por el rector de la parroquial, quien aconsejó a los padres de Ramón el inaplazable ingreso en el Miracle pensando, gozoso, que ganaba, además del cielo para sí mismo, un alma redonda para el sacerdocio. Y, al igual que Aureliano Mercader, iniciado en el seminario de Belchite, también Ramón Rius superó con diligencia catones, sénecas y biblias, amén de cantos y liturgias, en un tiempo breve. Pues recién cumplidos los quince recaló en Génova, donde se advocaría a san Raimundo Lulio y se manejaría veloz en la lengua italiana.
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Pero no sería en Génova, sino en la Pontificia Universidad de San Anselmo de Roma, donde su vida coincidió con la de Aureliano Mercader, quien en un trayecto similar, aunque sin advocarse a ningún santo y lleno de dudas, también llegó a Italia en plena adolescencia. Desde ese instante las biografías de Mercader y Rius corrieron algún tiempo en paralelo, íntimamente próximas, antes de separarse para, con los años, volver de nuevo a fundirse con el mismo entusiasmo, tal como lo hacen dos amigos de verdad cuando se abrazan. La amistad, como el amor, es un acto más de supervivencia. Las circunstancias vitales de ambos, a veces sinuosas y, por lo general, complejas, acabaron por salpicar de lleno a sus respectivas personas, aquietándoles, al estar juntos, sus vendavales particulares. Igual que dos barrancos enfrentados en orillas opuestas acaban con sus corrientes amansadas al desaguar al mismo río. —Los caminos del Señor, que siempre son inescrutables, amigo Aureliano —solía asegurar, apoyado
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en su singular complicidad amistosa, Ramón Rius durante las tertulias de St Leonard’s-on-Sea. Las mismas tertulias que, recubiertas por la melancolía y acomodadas en una extravagante turbiedad, consiguió evocarme (creo que con algo de torpeza) sor Virginia del Niño Jesús, a lomos, eso sí, de una exasperante lentitud. Pero, aun siendo tanta la similitud, la divergencia de sus biografías afloraba demasiado a menudo, marcando distancias y haciendo notar las puntualizaciones de cada uno. Mientras Ramón Rius niño podía acudir a sus padres y visitar al resto de la familia con fluidez, Aureliano Mercader, durante años, solo lo hizo de ciento a viento. Una circunstancia crucial que marcó en cada cual el enfoque y, por supuesto, el cauce de su vida. El Miracle, colindante con el pueblo de Ramón, permitía combatir ausencias. El seminario de Belchite, a más de doscientos kilómetros del Pirineo, las acrecentaba. Evidente: las coyunturas de vecindad nada tenían que ver con las coyunturas de lejanía. Como tampoco la concordia del apego se parece al
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desarreglo de la orfandad. Es decir, la distancia acabó alzando barricadas en Aureliano, además de modelar unos estados de ánimo siempre biliosos. Por eso las infancias de Ramón Rius y de Aureliano Mercader distaron como los polos extremos que eran. Y también por eso, en parte, marcaron sus respectivos futuros. Si uno apenas sintió el chispazo de la separación familiar, el otro se abrasó con el fuego eterno de la soledad. Si las llamitas apenas hirieron a Ramón, la lacerante quemazón de la caldera, siempre en ebullición, abrasó a Aureliano. De ahí la discrepancia. De ahí la flema y el sosiego de Ramón, frente a la zozobra y los arrebatos de Aureliano. De ahí la convicción sacerdotal de Ramón, frente a las acechantes dudas de Aureliano. De ahí, también, la sensación de cumplir con la vida soñada en uno, frente al dolor de una juventud perdida (o robada) en el otro. Y, por supuesto, de ahí que Ramón acabase siendo como una yacija para Aureliano, aunque con ese bienestar aumentase el batallón de sus dudas. —Siempre tuve el trabajo de vivir con el yerro de la duda, para no abominar de mí mismo —afirmaba,
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al parecer, Aureliano Mercader durante las tertulias del asilo. No obstante, pese a sus diferencias, ambos siempre acabaron complementándose. Al menos, cuando el dolor y la tragedia se fueron cebando en sus destinos. Y no solo porque Aureliano evitase que las balas del pelotón de fusilamiento acabasen con Ramón, o porque este, años después, finalizada la fratricida guerra que asoló España de 1936 a 1939, proporcionase al vencido y cautivo Aureliano la huida salvadora y, sobre todo, un país de adopción donde levantar cabeza de nuevo. Hubo más cosas. Quizás hasta inconfesables. Cosas que posibilitaron el caminar conjunto. Primero en Australia (Manly y, tal vez, Nueva Nursia) y luego, años después, al final de sus vidas, acomodados en la seriedad que otorga la edad, en Inglaterra (Ramsgate y Hastings). La causa por la que Aureliano Mercader, siendo niño, dio con sus huesos en el seminario de Belchite, tan lejos del Pirineo, tuvo una razón de peso: la presencia de familia un tanto lejana en Codo, pueblo en el que un tío abuelo suyo había hecho cierta fortuna
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al casarse. Una fortuna o desahogo económico que en absoluto repercutió en Aureliano. Pues su tío abuelo se despachó de la tutela, que le fue solicitada por el hermano y su sobrino, con un par de visitas al seminario. En la familia la sangre tiene desenlaces extraños. El caso es que al tío abuelo de Aureliano el recuerdo de los suyos le caía lejano. Tal vez porque, como único premio al ser el último de la camada familiar, fue enviado un año tras otro a pastorear los rebaños trashumantes lejos del hogar. Y la repetición anual de tan parco premio, además de poco deseado, acabó abriéndole los ojos para buscar finalmente acomodo lejos del Pirineo y de los suyos. Así fue como Aureliano Mercader terminó pagando en su persona los platos rotos del clan familiar (ese principio de la montaña que prima de atender solo al primogénito, al tiempo que espanta al resto de la pollada con el fin de que se busque la vida fuera o lejos del hogar). Y así fue como tuvo que apechugar con la soledad, una realidad muy difícil de comprender y de asumir cuando se empieza a descubrir el mundo.
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Tal vez por eso mismo, cuando las tornas le vinieron de frente, Aureliano Mercader tampoco tuvo inconveniente en olvidar lazos de sangre con su familia de Codo y los viejos recuerdos de infancia en el seminario, y se quedó de brazos cruzados durante los sucesos bélicos de la batalla de Belchite en 1937. Ni le importó que el seminario donde recibió educación y cobijo quedase en ruinas (más todavía, participó de lleno en los ataques), ni tampoco saber la suerte del tío abuelo durante el asedio, el asalto y la toma de Codo. Hay situaciones que marcan a hierro. Y sin duda para Aureliano Mercader, a tenor de los hechos, la estancia en tierras de Belchite fue una de esas situaciones. Como lo fue también el encuentro, en 1936, con su viejo camarada estudiantil de San Anselmo en Roma. Un encuentro agónico, dadas las circunstancias. Porque Ramón Rius, visitador de la Orden Benedictina, que tenía asentados uno de sus reales en el monasterio de El Pueyo de Barbastro, cayó en las cercanías de Huesca bajo las garras de los Aguiluchos cuando, atrapado por la vorágine de la violencia, intentaba fugarse de la zona adicta
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a la República (véase la biografía de Andrew Keylor, pág. 45). Por fortuna el apresamiento de Ramón Rius se produjo en situaciones tan escasamente claras que demoraron el fin al que, en aquellas fechas sangrientas, un sacerdote confeso estaba destinado. Por una parte, se había desprendido de todos sus atributos eclesiásticos y, ante sus captores, tan solo balbuceó ser viajante de comercio al por mayor. Pero la ausencia de un muestrario comercial que probase su condición y las confusas explicaciones dadas llevaron sus huesos a la cárcel en espera de un juicio sin duda rápido y, con toda seguridad en aquellos momentos, expeditivo. Y, por otra, ese mismo encarcelamiento le evitó coincidir con sus hijos, los frailes del monasterio de El Pueyo, a los que precisamente debía visitar cuando estalló la guerra y que, como él, también sufrían cautiverio, pero en otras dependencias de la ciudad de Barbastro. Circunstancia que, al evitar el reconocimiento mutuo, impidió que Ramón Rius sufriera la misma suerte que ellos: la cuneta y el habitual tiro de gracia.
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La fortuna actúa así y puede sonreír incluso en la mayor de las tribulaciones. En Ramón Rius sonrió por partida doble. Además de no coincidir con sus frailes, recibió la visita de Aureliano Mercader, quien, después de varios intentos fallidos, lo convirtió en su escribiente o secretario particular y lo integró en su milicia. Como Durruti hizo con el cura de Candasnos. El caso es que Ramón acabó en el frente de Almudévar, a primeros de agosto de 1936, y en la defensa de Madrid, en noviembre del mismo año, cuando al temer la caída de la capital en manos de los facciosos parte de las milicias anarquistas que combatían en Aragón acudieron en su defensa. Y en Madrid es donde, en concreto, se pierde la pista de Ramón Rius hasta algo después de 1940, cuando de pronto, como confesor de cautivos, reaparece en Belchite para la buenaventura de Aureliano Mercader, quien, prisionero en los barracones de Rusia, penaba su condición de rojo levantando, con Regiones Devastadas, el nuevo Belchite mientras, tras su amargo paso por la cárcel zaragozana de Torrero, esperaba con miedo juicio y penas.
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(Llegado a este punto de la investigación, con sus hallazgos y conclusiones, debo hacer un inciso. La duda me salpica desde hace tiempo. Incluso con agrias sospechas. Por ejemplo, ¿hubo entre Aureliano y Ramón algo más que la camaradería propia de dos condiscípulos unidos por la inclemencia ante su estancia en San Anselmo, sin duda espacio considerado como tierra extraña? No sé qué responder, pero en ocasiones sucede que el disfraz acaba por convertirse en el vestido habitual. Es decir, que las mentiras que sirven para disfrazar lo que se cree ingrato o lo que se desea ocultar terminan predicadas como auténticas e increíblemente sentidas como la única realidad. No hay duda: uno se disfraza para los demás y, a base de repetir el disfraz, acaba haciéndolo para sí mismo. Es decir, la mentira como salvoconducto personal termina muchas veces por ser un válido documento biográfico o cualidad personal. En San Anselmo está la clave. Una clave bifronte que, por su condición aclaratoria, puede ser tanto desechada como acabar llena de interés).
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Aunque los círculos, como indica su nombre, siempre son cerrados, ni en Ramón Rius ni en Aureliano Mercader se cumplió tal sellado. Por ejemplo, ambos, cada uno en su momento trágico, consiguieron horadarlo y crear el agujero por el que poner tierra de por medio. Y con ello sobrevivir.
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A menudo suele decirse que las apariencias engañan. O sea, que no todo disparo hace diana. Ramón Rius, pese al impedimento de su obesidad creciente, siempre buscó el camino de la aventura. Al parecer, desde niño, interno en el Miracle, soñó con mundos lejanos donde pescar almas para el cielo (sor Virginia del Niño Jesús repetía una y otra vez la misma cantinela, endulzándose así sus recuerdos de cuando hizo profesión de fe, recuerdos entre los que solía evocar también fragmentos de las tertulias escuchadas a sus viejitos en St Leonard’s-on-Sea). Por ese sueño, sin ordenarse, solicitó en varias ocasiones el traslado a Nueva Nursia, en Australia, para dar la buena nueva de su Dios a los bosquimanos y demás aborígenes. «Quien persigue y porfía en algo lo consigue», reza el dicho. Sin embargo, aunque no del todo, a Ramón el destino le fue adverso. Pues, incluso cuando al fin la suerte pareció llamar a su puerta, tuvo que
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conformarse con la simpleza cotidiana de adoctrinar a los novicios del seminario australiano de Manly, en las cercanías de Sidney. (De nuevo, para más detalles, remito a la brevísima biografía que le dedicó Andrew Keylor, un simple apunte de cincuenta y pico páginas que derrochan admiración o ¿envidia?). Así que Ramón Rius no pudo emular a los venerados apóstoles de Jesús de Nazaret, ni tampoco a los misioneros con los que siempre soñó desde niño. En Manly su papel de profesor a lo largo de una década apenas le dejó un par de huecos, breves en exceso, para acercarse hasta Nueva Nursia y, así, cumplir mínimamente con su sempiterna aspiración de ver a los soñados indómitas de las antípodas. O a las tribus con las que, durante su breve infancia en el pueblo, tanto había fantaseado tras escuchar las historias de quienes retornaban de misiones y cumplían con su deber de reclutar carne fresca para la orden. Es decir, que casi nunca sus anhelos congeniaron con su convicción y su buena estrella. Pues, por si fuera poco, como una cosa es desear y otra la realidad que la vida termina ofreciendo, acabó nombrado
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vicario de Perth y, en consecuencia, muy lejos de las almas que tanto ansiaba adoctrinar y, por supuesto, convertir. Su pasional dominio del inglés, el italiano, el español, el latín, el griego o el hebreo enterró el anhelo de evangelización que le había llevado hasta Australia. Y Ramón Rius quedó vacío de aventura para siempre, además de prisionero entre paredes de aulas y despachos: la fuerza del sino. Por el contrario, Aureliano Mercader, aunque también aficionado a las muchas vicisitudes que suele descolgar la aventura, nunca pensó durante su estancia romana en San Anselmo en salvar almas en selvas o desiertos. Tal vez porque las dudas venían de antiguo sin darle respiro alguno, además de carcomer paso a paso la débil pretensión sacerdotal que le había llevado desde Belchite a la Ciudad Eterna. (¿Esta fue también la ocasión propicia para alejarse de su amigo del alma?). Y al igual que Ramón Rius, sin ordenarse sacerdote, una vez licenciado en San Anselmo optó por abandonar Roma, pero en dirección opuesta a la de su amigo. En concreto, a Barcelona, ciudad entonces festiva y amante de la libertad,
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donde un imprevisto suceso acabaría fraguándole el destino, hasta entonces impensado. —La muerte siempre impacta. Sobre todo si es inesperada y te estalla en las narices —afirmaba sor Virginia del Niño Jesús al echar mano de ciertos recuerdos que Aureliano Mercader había compartido con ella durante su estancia en St Leonard’s-on-Sea. Según sor Virginia, cuando al estruendo del disparo siguió el derrumbe de la persona que caminaba al lado de Aureliano este despertó de su sueño (lleno de indecisiones). Y, pocas horas después, también despertó a la vida misma. Por lo general, las circunstancias que cambian la realidad de uno apenas tienen que ver con la lógica. Como decía mi madre, el azar manda. A Aureliano Mercader el fortuito paso por comisaría de las Ramblas barcelonesas le cambió la vida. Sus fraternales atenciones al moribundo que, mientras zangoloteaba Ramblas arriba, había caído abatido a su vera acabaron en una mezcolanza extraña y confusa, mitad sospecha y mitad testimonio. Porque los policías, inseguros, hurgaron a conciencia en su
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declaración y en su persona. Con escozor incluido. El interrogatorio fue de órdago. A veces, con el arma del afecto, de la concordia y de la nobleza. Otras, usando del apremio, la amenaza y el ultimátum. En ambos casos, sin duda, los agentes de turno querían, en aquellos días de turbulencia continua, cubrirse las espaldas, hallar rápido al culpable, lo fuera o no, y dar carpetazo al caso. El amargo sinsabor de todo ello dejó en él una huella tan abismal que, durante un largo tiempo, barrenó a fondo su mente hasta quebrarle el quicio sobre el que, hasta ese momento, su vida se había asentado. Y, como no hay nada más dañino que perder los anclajes y quedar a la intemperie, Aureliano comprendió que la vida era más un loco carrusel que el edén dibujado en los píos libros que él, hasta entonces, había estrujado a fondo, libre de toda malicia y, además, con veneración. Durante el encierro preventivo al que la suerte de su zangoloteo le había llevado, supo que entre el recelo y la inocencia no había fronteras. Porque Aureliano Mercader entró en comisaría como testigo
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de una muerte fortuita y casi acabó vestido con el papel de asesino. De esa manera fue como descubrió que la vida estaba lejos de todo cuanto le habían enseñado en el seminario de Belchite y por supuesto, también, de cuanto él mismo había asumido en San Anselmo. Es decir, que la vida era solo un enorme cesto de ruindad. Y, además, que quienes decían sostener el orden de esa vida eran, ante todo, agentes y propagadores de la basta ruindad recién descubierta. (Sor Virginia del Niño Jesús siempre se santiguaba, no una sino varias veces, al evocar las confesiones que le hizo el nostálgico Aureliano de aquellos años, hablándole de Barcelona y de sus andanzas). Es decir, que Aureliano Mercader, como san Pablo, al caer del caballo del dogma acabó en el suelo, desasistido y sin fe. Y, sobre todo, más confuso. Pues sus dudas no solo no se habían disipado, sino que aumentaron. Y todo lo que hasta entonces conformaba y modelaba su persona desapareció rápido, al igual que el brutal barrido de una ola inmensa cuando arrastra todo lo que encuentra a su paso. Su
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mente acabó desnuda, sin anclaje alguno y, ante todo, expuesta al riesgo. —La vida suele salir al encuentro de uno y no al revés —apuntaba, pensativa (como si viviese todavía en el pasado que yo le empujaba a recordar), una atribulada sor Virginia del Niño Jesús. Las horas que Aureliano Mercader pasó, como presunto sospechoso, en el calabozo de la comisaría barcelonesa sirvieron para su renacer como hombre. Como hombre sin ataduras ni complejos, limpio y ávido de llenar su corazón con todo lo que le habían escamoteado en sus encierros del seminario de Belchite y de la universidad de San Anselmo. Su compañero de celda, cargado en años y en experiencia, ejerció de samaritano, de sanador y de guía, porque sobre el atolondramiento de Aureliano descargó consejos coherentes y animosos. Gracias a ellos todo el instrumental de su aprendizaje eclesiástico acabó reemplazado a ritmo de vértigo por el de un vehemente novicio de la lucha social. Como a Ramón Rius, su dominio del inglés, el italiano y el español también le sirvió para desbrozar los
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obstáculos en la nueva senda que acababa de iniciar (el del latín, el griego y el hebreo, por el contrario, terminó absorbido por la alcantarilla del olvido). Y en Barcelona, a instancias y con el apoyo de su compañero de calabozo, dirigente anarquista en la rama de artes gráficas, comenzó ejerciendo de traductor y de periodista al tiempo que escalaba posiciones en los entramados de la prensa del sindicato. La vida en sociedad es lucha continua, a pesar de que la cotidianidad de cada momento difumine o borre los contornos de esa lucha. —En el tiovivo de la vida las personas suben y bajan a golpe de desdichas o de fortuna. La clave final está en el ánimo, medida endógena de sucesos en gran parte exógenos —solía pontificar Ramón ante sus compañeros de asilo cuando sor Virginia del Niño Jesús quería apaciguar, con subterfugios, los embates de la hiriente nostalgia que se cebaba en la mayoría de sus ancianitos. Sin duda, hablaba por experiencia. Pues Ramón Rius, en poco tiempo, dejó de ser vicario de Perth para asumir como prior la misión de Nueva Nursia, su
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sueño dorado. Pero una vez allí, entre las insidias de la comunidad que manejaba a su antojo el abad, pronto acabó puesto en tela de juicio, anulado y absorbido por la adversidad, para acabar finalmente expulsado. No solo de su sueño, sino de Australia. Y así recaló en España, como visitador de la Orden Benedictina, en unos momentos tan convulsos como difíciles. Y así también, tras varios años de incomunicación, coincidió de nuevo con Aureliano Mercader, quien, enrolado en la columna anarquista Ascaso, había partido el 25 de julio de 1936 desde Barcelona rumbo a Aragón para «afeitarle las barbas a Cabanellas», el general traidor a la República, y a lomos de un Ford Torpedo requisado liberar a sus hermanos zaragozanos de las garras del fascismo. A Aureliano Mercader, pese a la condición de metrópoli europea que poseía Barcelona en el primer tercio del siglo XX, esta siempre se le quedó pequeña. Quizás porque la grandeza del arte y de la arquitectura de Roma, a los que acabó siendo adicto desde sus estudios en San Anselmo, superaba con creces lo que podía ver en Barcelona. O con más seguridad porque,
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sintiéndose como un espíritu libre, necesitaba nadar en los mares de la inmensidad más total. En la Ciudad Eterna los paseos en grupo, pese al rigor y las férreas reglas de la Orden Benedictina, albergaron en él los quicios de una fantasía cada vez más explosiva y expansiva. Con ella, sin duda, palió entonces asperezas, y en ella encontró solaz, espectáculo y evasión hasta que llegó el día en que todo acabó en rutina. En Barcelona, libre de reglas, también quiso ser el aventurero que llevaba dentro. Es decir, quiso explorar cada segundo, cada suceso, cada edificio, cada calle, cada cosa… Pero pronto, como espíritu ahormado en la exploración, supo que tampoco este podía ser su último horizonte. Y, como siempre le había sucedido, Barcelona acabó siendo para él una ciudad plana. Lo conocido se torna costumbre y acaba envuelto por una capa de invisibilidad. Precisamente por ello la tragedia de la guerra civil que asolaba a España se convirtió para Aureliano en su gran vía de escape. No solo porque cada nuevo amanecer suponía una incógnita, sino porque a cada instante, con la violen-
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cia pegada a su pecho como las lapas a la roca, todo era puro albur. Al principio de su estancia en la Barcelona cosmopolita de finales de los años veinte, las traducciones parciales de Bakunin, Kropotkin, Reclus y demás prohombres del ideario anarquista, además de apaciguar su estómago, llenaron su mente de ilusión compartida y de sentimientos de futuro comunitario. Pero pronto ni estas ni sus demás labores ácratas, aun con sus bocanadas de aire fresco, lograban aminorar la asfixia que desde niño se había instalado en él y que tanto anieblaba su mente. Aun sintiéndose libre, en sus carnes afloraba el aislamiento de siempre, una soledad semejante a la reclusión experimentada y soportada en el seminario de Belchite. Para él todo terminaba en una orden como dictada a priori. Y esa no era la libertad que ansiaba y perseguía. La guerra, por contra, sí mostraba el albur en estado puro, y por ello acabó siendo la única y auténtica pasión. Simplemente, porque le oxigenaba su vida. La guerra, según palabras de sor Virginia del Niño Jesús, fue uno de los asuntos centrales de Aureliano
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y Ramón en las tertulias de St Leonard’s-on-Sea. Pero también lo fueron las disquisiciones sobre arte en cualquiera de sus estilos y, en especial, las visitas de Ramón Rius al gran escritor Gilbert Keith Chesterton, que vivía cerca de Ramsgate y que tanto gustaba a Aureliano Mercader. Porque, al parecer, Ramón pretendió traducir a Chesterton, de quien, en el asilo de St Leonard’s-on-Sea, recitaba de memoria (y en inglés) fragmentos para regocijo y asombro de sus contertulios. Frente a la fuerza de tales circunstancias, vividas a fondo, el resto de su larga trayectoria apenas contaba para ellos. Los años ajenos a sus tragedias personales, los desprovistos de la fascinación del arte o los faltos de aventura actuaban solo como parches, sin más valor que el de unir los otros sucesos vitales de sus biografías. Y, sin duda, los únicos que ellos consideraban dignos de ser conocidos por sus compañeros del asilo. Pese a las diferencias y al distanciamiento, Aureliano y Ramón coincidían en el mismo modo de sentir la vida. Y la prueba es que sor Virginia del Niño Jesús, entre sus fantasmas del pasado, no
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haya recuperado apenas nada de las épocas no compartidas por ambos amigos y, sobre todo, las contorneadas por la opacidad. Las cartas que Ramón Rius cruzó con Chesterton, ante las dudas en la traducción de ciertos textos, sí que alcanzaron fama en el asilo. Por ellas, Ramón casi era venerado como si fuera una divinidad. Y, en verdad, esas cartas revelan la fortaleza de una relación de amistad repleta de afinidades, al tiempo que otorgan veracidad a las evocaciones de sor Virginia del Niño Jesús y constatan la altura erudita de Ramón y de Aureliano. Pero aún hay más. A veces el azar también tiene forma de relámpago. Es decir, se viste de un parpadeo centelleante que, como un san Gabriel de turno, indica el derrotero a seguir. En este caso, el derrotero de sacar a flote las vidas de Aureliano y Ramón. Pues esas cartas, junto a los legajos y demás papeles encontrados en mi viaje a St Leonard’s-on-Sea (cuando los hallé, lo admito con cierto sinsabor, apenas les di importancia), han sido totalmente claves para quebrar gran parte de las brumas que rodeaban el «Mira qué fue de Aureliano Mercader».
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Con ellas queda al descubierto el interés mostrado por mi jefe. Y su alma de erizo. Es decir, que las cartas y los legajos no solo ayudan a descifrar la incógnita que encarnaba Aureliano Mercader, sino que abren, por fin, mis ojos a la realidad. Creo que mi jefe, aunque se apellide Mercadal, tiene mucho que ver con Aureliano. Y que su ansiedad y sus prisas no responden (eso pensé al intuir la posible relación familiar) a intentos de silenciar su figura; es decir, a una damnatio memoriae o destrucción del recuerdo ingrato o perjudicial. Como tampoco responden a lo que podría calificarse como interesadas apropiaciones (por ejemplo, los escritos de Aureliano sobre la relación entre el Bosco y los monasterios de Bucovina, en Rumanía). Simplemente, aunque él lo oculte, lo que persigue mi jefe es romper la invisibilidad de Aureliano Mercader. Porque necesita dar con los rastros oscuros de una vida que le atañe. Pues creo que, aunque no se apellide Mercader, mi jefe pertenece al mismo clan. Esa es la realidad. Es decir, al final, como el jefe, todos estamos obligados a vivir y a convivir con
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nuestros fantasmas. Y más si estos son familiares. Las circunstancias mandan. Para bien o para mal, pero mandan. n
Con las conclusiones a las que he llegado, puedo inferir que la familia de mi jefe, acosada tras la guerra civil, logró emigrar a nuestra ciudad, fronteriza y casi en tierra de nadie. Y que, en ella, ocultó su apellido contaminado. El breve cambio de una vocal y una consonante, junto al disimulo, permitieron lavar lacras y empezar de cero. Después, la suerte sonrió y los Mercadal (o Mercader) acabaron como prohombres del orden. Pero mi jefe, por lo que sea, quiere «ver despejada la noche antes de irse». Porque esa fue la frase que más o menos siguió al «Mira qué fue de Aureliano Mercader» que, hace un tiempo, me lanzó como ruego o mandato. Mi oficio, ya saben, es separar la ganga del mineral o el grano de la paja. Y lo digo a sabiendas de que, por cualquier grieta, puede llegarme la catástrofe. Cuando se depende de otro, el azar manda más que
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otra cosa. Porque el azar, como pontificaba mi madre, tiene madera de Dios. Y, aunque mi jefe no sea Dios, sí tiene la sartén por el mango, como prohombre del orden que es en nuestra ciudad. Ahora lo difícil es no contrariarle, sino contentarle. Puede creer que le estoy dando gato por liebre, que le doro la píldora mostrando a Aureliano con vestido de héroe, como hombre de mundo, erudito y sin rabo de diablo. Por eso, tras darle la información en pequeñas dosis, lo primero que voy a hacer es comenzar por aquello que conlleva menos peligro. Para romper el hielo. Después de los datos que, hasta el momento, tan a cuentagotas le he proporcionado, lo mejor es centrarme en el Aureliano erudito. Algo que cuadra con los breves guiños relativos a su juventud de seminario y a su trabajo como traductor y periodista en la Barcelona de los años veinte. Luego ahondaré en los renombrados escritos sobre El hombre árbol del Bosco y El árbol de Jesé del monasterio de Sucevita, en Rumanía, para finalmente, echando mano de la mesura y de la cautela, acabar hablándole de los viajes y de las muchas andanzas políticas, que son,
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sin duda, la comezón de la familia. Toda familia tiene su bicha particular que hace saltar por los aires cualquier lazo sanguíneo o de unión. Después de ello, Dios dirá… Todo (la ansiedad de mi jefe, la investigación que he llevado a cabo o, incluso, yo mismo), lo creo firmemente, parece reducirse a un problema de identidad, de querer saber quién se es, de conocerse y reconocerse, de aceptar los genes, de apreciar los espectros familiares, de asumir pecados (aunque sean ajenos y heredados), de congraciarse con el pasado… En definitiva, ser persona y serlo con inteligencia. O, lo que es lo mismo, un final feliz. Aunque, si algo es feliz, es que tal vez ese no sea aún el final. Por eso los escritos de Aureliano Mercader sobre Jheronimus van Aken o Jheronimus Bosch, más conocido como el Bosco, distinguiendo su obra y su estilo de la pléyade de discípulos, seguidores, copistas, falsificadores y, por supuesto, farsantes, vienen al pelo. De él me importa el problema de la identidad y, también, la idea del árbol. A mi jefe, seguro que también.
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Además, en el «Mira qué fue de Aureliano Mercader, porque quiero ver despejada la noche antes de irse» (¿o dijo «antes de que me vaya»?, ¿o «antes de que se vaya»?: ¡ah, la importancia de los matices!), cabe todo ello. E incluso más. Es la explicación. Recapitulando, uno es uno mismo y sus circunstancias. Y, claro, por eso toda vida tiene algo de ciénaga. Y revolver en ella supone también soportar la pestilencia. No obstante, repito lo apuntado en el pórtico de esta investigación: «Uno tal vez pueda estar seguro de lo que dice, pero siempre carecerá de certeza sobre lo que escucha (y, por supuesto, lo que entiende) su interlocutor».
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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Gráficas Alós (Huesca) mientras la nieve —setenta y cinco años ya— cubría, melancólica, Rosebud.
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DE TE FABULA NARRATUR