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JosÉ D. DUEÑAS LORENTE
intención o por desconocimiento, situados en un lado o en otro del filo de la guadaña, etc. La intervención de Michel del Castillo se orienta a desvelar la perspectiva del niño que fue en medio de la guerra. Del Castillo (Madrid, 1933), afincado desde hace años en Francia, de madre española y padre francés, galardonado reiterada y merecidamente en el país vecino como novelista, dramaturgo o ensayista, ha arrastrado de modo casi permanente en su literatura la sombra de aquellos años. En gran parte, la escritura —como decía Víctor Pardo al presentar al autor— le ha salvado lo mismo que la tabla al náufrago, le ha propiciado un decidido afán de resistir en medio de las muchas adversidades como, tal vez, la necesidad imperiosa de explicar, y sobre todo de explicarse, aquellos acontecimientos que hollaron el que hubiera sido su tiempo más feliz ha provocado su dedicación tenaz y brillante a la literatura. Tanguy (1957), El viento de la noche (1973), El sortilegio español (1977), Las lobas del Escorial (1980), La noche del decreto (1980), El crimen de los padres (1993), etc., son de algún modo distintas versiones de una misma obsesión: el afán de entender la violencia, la masacre, el desamparo real y metafísico que le provocó el conflicto. Del Castillo vivió en Huesca durante dos años de su juventud, en los años cincuenta, y aquel ambiente asfixiante de una pequeña ciudad de provincias, donde todos se conocen, estigmatizada además por el conflicto reciente, aparece más o menos diluido en obras como La noche del decreto, El crimen de los padres o, sobre todo, El tiovivo español (1992), títulos que, como toda la
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