Musitando palabras

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MUSITANDO PALABRAS Sandra Araguás

Letras del Año Nuevo Huesca 2018


MUSITANDO PALABRAS Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses © Diputación de Huesca Autor: © Sandra Araguás Colección: Letras del Año Nuevo, 13 Director de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez Diseño gráfico: Estudio Camaleón Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Fotomontaje de cubierta e ilustraciones: Strader

Instituto de Estudios Altoaragoneses Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es

Imprime: Gráficas Alós D.L.: Hu. 232/2018 IBIC: F ISBN: 978-84-8127-294-9 Printed in Spain


MUSITANDO PALABRAS



Se despierta cada mañana sin necesidad de relojes ni de alarmas. Las horas nocturnas cada vez se le hacen más largas y las primeras luces le regalan la libertad de poder levantarse del lecho que por la noche la llama tenazmente, en cuanto la luna se asoma por la ventana, pero que en medio de la oscuridad se convierte en un duro tálamo, vacío y frío, sin compañero. Su cuerpo se mueve despacio, sus articulaciones la saludan mientras se incorpora y se sienta en el borde de la cama. Su espalda se yergue y poco a poco se va recolocando mientras sus pies, automáticamente, se meten en esas zapatillas que tanto tiempo la han acompañado y la reciben dándole la sensación de haber estado mucho tiempo fuera. ¡Por fin en casa!

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El primer esfuerzo del día ya está hecho, el segundo es levantarse y dar el primer paso. Los huesos fríos, las articulaciones rígidas le recuerdan la velocidad a la que ahora marcha su mundo, despacio y suavemente. Como si ella misma fuera un murmullo, avanza hacia el comedor sin mirar a su alrededor, directa a la cocina, sin querer ver el sillón al lado de la ventana donde tantas veces el cuerpo amado descansaba. Las fotos, descoloridas, la miran al pasar. En blanco y negro las de su juventud o en sepia la de aquella lejana boda; ella vestida de negro, él con porte serio. En color, los hijos, los nietos, los biznietos acumulan sonrisas y ojos llenos de luz, esa misma luz que cada vez que se mira en el espejo sabe que se va apagando en los suyos. Pone la cafetera, enciende el gas y va directa al baño. El agua fresca le saluda la cara y le recuerda el tiempo en el que su madre le repetía: «Lava bien detrás de las orejas, no te laves como un gato». Ella, aplicada, llena el cuenco que hacen sus palmas con esa agua fría varias veces y deja que, como una brisa

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fresca, le despierte la cara. La toalla rosa con su puntilla blanca, bien planchada, estirada y bonita, la acaricia. Quiere sonreír al verla como cada mañana, pero lo evita, pues eso le recuerda que hace ya varios años que sus ojos no le dejan seguir haciendo ganchillo para sus toallas, sus tapetes, sus cojines… El peine, de púas estrechas y mango de nácar labrado con rosas, se adapta tan bien a su mano después de tantos años con ella que podrían adivinarse en él hasta sus huellas dactilares. Llegó de Francia, de una prima que siempre venía en verano con vestidos vaporosos y mucho más coloridos que los que se veían aquí. Ni sabe cuánto hace ya de eso. El pelo, de color de luna, mantiene su porte, ahuecado más o menos después de la larga noche. Con esfuerzo levanta ese brazo que tanto le duele pero que se niega a dejar de utilizar. Con esa mano es como mejor sabe dar forma a su pelo para que parezca un ovillo de lana, un nido de cuco, hueco, bonito y limpio, como a él le gustaba. Abre el armario de cristal, en el que se ve reflejada tres veces. Sus pequeñas puertas hacen un ruido

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metálico y ofrecen esa pequeña resistencia de los imanes bien puestos para guardar todos los secretos que consiguen que cada día pueda salir a la calle pareciendo la señora del segundo izquierda a la que todos admiran por su sonrisa y su educación. Ante sus ojos, el pintalabios rojo que ha usado siempre, comprado en la rebotica de la farmacia cuando no había tantas facilidades como ahora para conseguirlo. Doña Marisa siempre sabía encontrarlos para sus mejores clientas. Con una insinuación sutil las invitaba una por una a pasar al interior de la farmacia y les enseñaba, envuelto entre franela, el rojo tesoro. Las sombras rosa pálido y el colorete a juego que su nieta le regaló la última Navidad quedan detrás, solo para ocasiones especiales o para cuando viene ella y la abuela se lo pone por darle gusto a esa joven impetuosa que la quiere siempre hermosa. Estudia en el extranjero, la ve poco. Coge el carmín y con pulso firme dibuja sus labios, dándoles color y volumen, disimulando esas finas líneas cada vez más descoloridas y violáceas que amanecen en su cara. La noche les roba su color,

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y sin su rojo ya no es ella. Ahora sí, con los labios bien pintados, inundando de color la mañana, ya puede ir a por el café. No lo oye borbotear. Le da tiempo a pasar rápido por el comedor, buscar por el rabillo del ojo la sombra dibujada en el sillón y entrar en la habitación para quitarse el camisón y ponerse las medias y la bata de flores minúsculas que le regaló su hija antes de que llegara el frío. Abre la ventana y, despacio, tira de las sábanas. El edredón cada día le pesa más, pero no puede renunciar a hacer la cama. Hay que levantarla, ventilarla, como ha hecho toda la vida. En realidad casi no puede con él, cada día le cuesta más estirar y hacer fuerza. Suelta la mitad tras un brusco tirón, descansa y rebusca dentro del armario cualquier tontería mientras sus brazos se recargan de energía para volver a intentar sacar el pesado hogar que la arrulla en la noche. Necesita su peso, necesita su calor desde que ya no hay amor en su cama y no hay quien caliente sus helados pies. Suavemente ahora el edredón se suelta; lo dobla,

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lo dobla, lo vuelve a doblar y con dificultad lo lleva hasta la silla. Las sábanas son mucho más fáciles: la ventana le regala aire limpio y nuevas ganas, y pasito a pasito rodea la cama varias veces mientras vuelan hinchadas como un globo para posarse en el colchón y quedar estiradas, rectas y perfectas como a ella le gustan, como a él le gustaban. Oye la cafetera. Todo el esfuerzo ya está hecho. La cama, impoluta. Y sus pasos se dirigen hacia la cocina. Cruza de nuevo por el comedor, ahora con la cabeza alta y orgullosa a pesar de que sus huesos la llaman hacia la tierra. Con paso lento pero seguro se va acercando a ese café que la atrae con su sutil aroma, y una vez más evita mirar al sillón, a su sillón; no el de ella, sino el de él. Taza, bizcocho, azúcar, cucharilla. Servilleta, pan, mantequilla, mermelada. Pastillas, pastillas, pastillas. Como todos los días, ordena la mesa milimétricamente antes de coger la cafetera y verter el negro líquido en la taza de cristal marrón que tantos años hace que llegó a esa casa. Con esfuerzo fue

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juntando los puntos en un viejo supermercado que cerró hace tanto que ni lo recuerda. Su hija siempre le dice que son demasiado viejas, demasiado rayadas por cucharillas y cucharillas, pero cómo renunciar a ellas después de haberla acompañado en tantos desayunos y haber escuchado pasar la vida entera de aquella familia, tantas conversaciones, tantos dulces cafés. Tienen la medida perfecta, de café y de recuerdos, pues ahora casi son estos los que más la alimentan. El azucarero de cristal, con su tape metálico, y la cucharilla, que hará tres viajes hasta la taza por mucho que el médico diga que el azúcar ya no es bueno. Ahora ya, ¡qué más da! El pan de ayer la espera, una tostada y el corrusco partido por la mitad. La mantequilla, que cada vez sabe menos a lo que ella creía que era la mantequilla. La mermelada de melocotón, que ahora ya no hace, se la trae su hija de los melocotoneros del huerto del pueblo. «Tú me la hiciste toda la vida, mamá; ahora soy yo la que la hará», así se despidió de sus melocotones, de su cuchara para la mermelada, de sus giros y giros de muñeca

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cociéndola. Le sabe buena pero hay algo que le falta, quizá esas horas de intimidad con la fruta, con el azúcar, con los botes, con el calor. De postre, un trocito de bizcocho del domingo. No puede vivir sin él. Huevos, aceite, azúcar, yogur… Como toda la vida, como le enseñó su madre, como dice la receta secreta de su abuela. A veces sabor a limón, a veces sabor a naranja, a veces trocitos de chocolate, pero el bizcocho siempre la acompaña. La corona de hierro heredada de su madre nunca fue para la cabeza, no eran familia de alta alcurnia. La corona era para el horno, para esos bizcochos que los domingos, desde pequeña, impregnaban la casa con su aroma. Ella lo mantiene, no sabe empezar el día sin su trocito de bizcocho ni sin tener en la despensa para poder ofrecérselo a los cada vez menos visitantes de su casa. Último sorbo de café, paladeando su intensidad y el azúcar que a propósito no termina de deshacer para encontrar ese regalo al final del desayuno. Sorpresas diarias que no por conocidas y premeditadas dejan de regalarle pequeños placeres.

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Taza, cucharilla, cafetera, mantequilla…: todo vuelve a su sitio. Las nueve. Hora de bajar a buscar el pan. Se quita las zapatillas de estar por casa y busca sus zapatos. Con dificultad, cada vez más, se los calza y va al baño. Pequeño retoque de pintalabios, los dedos recolocan bien el pelo acariciándolo, un poquito de perfume de lavanda y ya está lista para enfrentarse al mundo. Mientras termina de arreglarse canta entre susurros: Aquellos ojos verdes, serenos como un lago, en cuyas quietas aguas un día me miré no saben las tristezas que en mi alma han dejado aquellos ojos verdes que yo nunca besaré.

En la puerta la esperan el abrigo, la bolsa para el pan y la cartera con las monedas para su barra diaria. A un lado el paraguas, por si acaso, aunque hoy no le hará falta. En cuanto se cierra la puerta, él se levanta del sillón y deambula por la casa. Va al baño y recoge la

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toalla del suelo. Aspira su aroma, el aroma que tantas veces ha buscado en su vida y que solo ha encontrado en ella. Coloca la toalla en su sitio. Coge el pintalabios, lo cierra bien y lo guarda dentro del armario como si fuera una joya brillante entre sus manos. Cierra la puerta; ella muchas veces ya no puede, con ese brazo que tanto le duele. Acaricia el peine y lo deja en la misma posición en la que ha dormido toda la vida, excepto el ratito en el que ella lo usa. Seca las gotas del suelo con la fregona, no vaya a resbalar cuando regrese. Apaga la luz, siempre la luz; nunca se acuerda. Va a la cocina y bate la cabeza. Una mañana más se ha olvidado de llenar la cafetera de agua. Menos mal que él está ahí y mientras ella se lava y se peina, atento, corre a la cocina para revisar la cafetera. Sabe que no le gustaba el café, sabe que lo bebe porque le huele a comienzo del día, a rutina, a familia. Daría lo que fuera por poder beber de nuevo un sorbo de café. Limpia el azucarero; un día más ha vuelto a poner la cucharilla mojada dentro… Mete la mantequilla en la nevera; hoy se la ha olvidado en la panera. Frega la

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taza, el plato y la cucharilla, y tapa bien el bizcocho, que no se reseque. La bayeta amarilla le espera. Nunca se acuerda de pasarla por la mesa, que adorna un regimiento de pequeños cristales de azúcar. Ella no se da cuenta, pero su pulso cada vez tiembla más y sus ojos la engañan sin piedad. Ya no ve el azúcar que se desparrama. Sabe que tardará casi tres cuartos de hora. Se pasea tranquilo por la casa, repasa alguna cosita para que ella lo encuentre todo perfecto y no tenga que esforzarse más. Siempre cuidó de todos, ahora él la cuida a ella. Sufre cuando ve lo que le cuesta hacer la cama, lo que le pesa el edredón que siempre había mantenido unidos y templados, aun en las noches más frías, a sus durmientes. Ahora le da las gracias con una suave caricia por guardarla caliente. Su color granate ha quedado descolorido en algunas zonas, pero la lana sigue conservando el calor del cuerpo de su amada. El azul de la parte interior está todavía más rozado, y eso que hace ya años que ella le cosió

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varias piezas para reforzarlo. Ahora ya no se hacen edredones como este, pero sabe que cada día le cuesta más poder moverlo. Bate dulcemente la cabeza de nuevo. Si él no estuviera, no podría hacer la cama como le gusta. Lleva meses acompañándola y viendo cómo sus brazos ya no tienen fuerza. Sutilmente, sin que se note, él afloja el edredón atrapado por el colchón mientras ella hace otra cosa para dar descanso a sus miembros. Estira el camisón debajo de la almohada y con ternura lo tapa con ella. Aspira hondo y la recupera, sabe que es su aroma y se embriaga con él. Es lo único que ahora puede hacer, a pesar de que se muera de ganas de abrazarla. Coloca bien las zapatillas de estar por casa, como a treinta centímetros de la mesilla, paralelas a la cama. Sabe que ella llegará de la calle, dejará el pan en el comedor y entrará a la habitación a sentarse un rato. Cuando descanse se quitará los zapatos y buscará con los pies sus zapatillas, siempre las mismas, azules, lisas, planas, cómodas. Como toda la vida.

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Cierra la ventana; ha vuelto a olvidar cerrarla. Coloca bien las cortinas, apaga la luz y regresa a su trono. A su sillón, desde donde ve el televisor ahora apagado, las fotos que se van acumulando y que no dejan de devolverle la mirada, el tapete sobre la mesa en el que tantas horas ella estuvo trabajando y que fue creciendo con los meses, despidiéndose lentamente porque sabía que era el último; ya no hará más. Al otro lado de la ventana la vida continúa. Trinan los canarios del vecino, con su amarillo intenso y su canto desmedido. El autobús vuelve a pasar, como cada media hora, y como cada día siempre hay gente en la parada que acude diez minutos antes y otros que llegan a la carrera en el último segundo: cosas de la edad. Entonces la ve, parada en el semáforo. La ve sonriente, con la barra de pan en su bolsa de tela, la misma con la que iba a buscarlo con sus hijos pequeños de la mano. Ahora solo hay una barra pequeña, lejos quedaron los días en los que se llevaban hasta cinco y seis barras para el fin de semana.

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Sus mejillas están encendidas, despide esa luz especial que siempre ha tenido. Sabe que el que se coloque a su lado la podrá oír tararear, pero no hay nadie. El hombre del semáforo se pone en verde. Ella se queda quieta, sus labios se aprietan y deja de cantar. La ve dudar. «¡Cruza!», le dice, incorporándose en su sillón. «¡Cruza! ¡Ahora!». Llega una mujer y pasa a su lado. Ella gira la cabeza y la sigue. Bate por tercera vez la cabeza; cada día ve menos. Cinco minutos después oye cómo la llave busca la cerradura, se pelea por penetrar en ella y finalmente se abre la puerta. Mesa su barba. No puede dejar de mirarla, no puede dejar de preocuparse. Pero ella entra una mañana más tarareando y evitando mirar el sillón junto a la ventana. ¡Ay de mí, Llorona, Llorona, Llorona de azul celeste! ¡Ay de mí, Llorona, Llorona, Llorona de azul celeste!

Y él, sin poder remediarlo, tararea con ella: 25


Y aunque la vida me cueste, Llorona, no dejaré de quererte. Me subí al pino más alto, Llorona, a ver si te divisaba. Como el pino era tierno, Llorona, al verme llorar lloraba. Me quitarán de quererte, Llorona, pero de olvidarte nunca.

La mañana transcurre despacio, como el ritmo retardado de sus pasos caminando por las habitaciones. Espera ansiosa que pasen las horas. La radio, de fondo, en la cocina, cuenta la vida que lleva la gente fuera de su casa. La televisión vive encendida para nadie entre sus cuatro paredes. La una suena en la torre. Entonces, como si fuera el cohete anunciador del inicio de la actividad, entra en la cocina. Abre la nevera y durante un rato mira los platos y fiambreras que su hija organiza dos veces a la semana. «Lunes», «martes», «miércoles»…: los papeles le recuerdan lo que debe comer. Ella no soporta toda esa organización, come lo que le apetece.

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No entiende esta manía de no dejarle cocinar, como si ya no sirviera para nada. Al principio aceptó con gusto no cocinar, no limpiar, no pensar en la comida cada día, pero ahora no soporta estar parada sin hacer nada. Es martes pero le apetece la paella del miércoles, así que para no tener remordimientos cambia las pegatinas y, ya con la conciencia tranquila, saca la fiambrera con paella. Sabe que quiere su hija que la caliente en el microondas, pero eso significa que estará preparada para comer en dos minutos. No es tiempo suficiente, las cosas se cocinan a fuego lento y así los minutos del día pasan más entretenidos. Enciende el gas, saca la sartén pequeña y echa el arroz. A su hija le gustan demasiado los mejillones, ella los aparta. Nunca le han hecho gracia esos seres llenos de pelos y de color anaranjado. Parecen comida de otro planeta, blandengues y viscosos. La sartén crepita suavemente y ella comienza sus rutinas. Mantel en el comedor, vaso, jarra, tenedor, pan. Cada cosa, un viaje. Así los minutos se pierden, paseando de la cocina al comedor, del comedor a la

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cocina. Servilleta, plato, cuchillo y bandeja. Todo cabría en el plato, no haría falta esa bandeja, pero no puede renunciar a un viaje más, a un minuto más. Y vuelve a la cocina a por el cucharón. Come despacio, masticando cada bocado hasta el infinito. Para ir bien la comida debe durar media hora. Y otra media hora para recoger y fregar. Después se sentará a ver el informativo regional y al acabar cambiará para dormir mientras las mentes privilegiadas se pelean con las palabras por unos cuantos euros. La observa dormida, con su lenta respiración, suave, dócil, y le recuerda una pluma blanca viajando por el aire. Bate la cabeza y se levanta. El grifo de la cocina llora un hilillo; ella ya no tiene fuerza para cerrarlo como antes, pero se niega a cambiarlo. El plato, el tenedor, el cuchillo duermen sobre el escurreplatos como ella duerme en el sofá. Frega el vaso, recoge la jarra, rasca la sartén en la que se ha pegado el arroz. Menos mal que sigue acordándose de apagar bien el gas. La ve sentada: la cabeza reposa ladeada; su barbilla, inclinada suavemente sobre el pecho, se sujeta en un equilibrio inestable acompasado por el

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suave movimiento de la respiración lenta y cadenciosa. ¡Quién fuera aire para estar más cerca de ella! Cuando despierte será la hora de la telenovela. Antes de empezar la dosis de amoríos e infortunios dará una vuelta por la casa: de la cocina a la habitación pasando por el comedor, sin mirar al sillón, el que nunca ha sido suyo. El médico le dice que debe andar, pero cada día le apetece menos salir de casa. Algo la retiene en ella, y no es el televisor, ni la radio, ni la cocina, ni sus tapetes… Para moverse entona sus melodías favoritas, esas que la han acompañado siempre y que cada vez suenan menos en la radio. Son esas canciones que le han permitido encontrarse con ella misma, su voz y sus anhelos. Esas que, al pronunciar cada palabra, le hacían sentir un escalofrío al mismo tiempo que el corazón se le hinchaba de ardor. Y al compás de su bolero preferido se mueve por las habitaciones. No sabe si las palabras conducen sus pasos o sus pasos marcan el ritmo de las canciones, pero lo que sí sabe es que sin ellas no sería capaz de levantarse del sofá y seguir cruzando una

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y otra vez el comedor sin mirar al sillón. Siempre allí, el sillón… Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez. Bésame, bésame mucho, que tengo miedo a perderte, perderte después.

Mientras la ve paseando la sigue con la mirada, intentando respirar el olor a lavanda que impregna el comedor cada vez que ella entra. La mira sin reparos, la mira directamente: su pelo, sus ojos, sus labios. Esa boca tan deseada. Y descubre en ese cuerpo transformado por los años cómo esa silueta de su juventud, delgada y grácil, todavía se dibuja a pesar de los hombros caídos, la espalda encogida y las piernas pesadas. ¡Cómo la ha amado y cómo la sigue soñando entre sus brazos! Ansiedad de tenerte en mis brazos, musitando palabras de amor. Ansiedad de tener tus encantos y en la boca volverte a besar.

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Empieza la telenovela. Con las primeras notas de la sintonía ella regresa rápidamente a su sillón, pero de nuevo con la cabeza baja, sin mirar, sin querer ver. Tras ella otra novela, un programa de preguntas, otro de palabras y la cena. Un poco de pan, algo de jamón de York, un vaso de leche con su trocito de bizcocho. Las sombras le dirán que el sol se va una vez más y ella, feliz, disfrutará de haber ganado un día más a la vida. Esperará al lado del teléfono, que sonará como todos los días sobre las nueve y cuarto. Su hija mayor, la que vive fuera, le preguntará qué tal ha pasado el día, si ha comido bien, si le ha sabido buena la comida. Le carrañará por haberse saltado el orden. Le recordará que beba suficiente agua, que no se olvide de las pastillas antes de dormir. Y le enviará un beso que sabe frío y metálico por teléfono, adjunto a unas buenas noches masticadas de tanto repetirlas cada día. Entonces irá a la cocina a tomarse las pastillas, al baño a desmaquillarse y lavarse los dientes, a la habitación a ponerse parsimoniosamente el camisón y vigilar cómo las farolas le ganan al sol en ese pulso

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que echan cada noche para demostrar que ellas saben dar más luz que él a partir de determinada hora. Después de haber colocado su ropa perfectamente estirada en la silla abrirá lentamente la cama apartando el edredón y las sábanas juntos, sin separarlos ni un solo milímetro, para que queden tan perfectamente unidos como si estuvieran fusionados, al mismo tiempo que intentará no hacer la más mínima arruga en la sábana bajera para acostarse en su cama con la sensación de estrenarla cada noche. Su cuerpo agradece tumbarse después de todo el día y las sombras de la habitación la acunan intentando convocar al dios del sueño para que se apiade de ella pronto y la lleve a su mundo, a vivir todas esas cosas que imagina durante el día y que ya no puede hacer. Él se levanta del sofá, va al baño y recoge la toalla del suelo. Mete el cepillo de dientes en el armario, cierra bien el grifo y apaga la luz. Pasa una bayeta por la mesa, recogiendo esas pequeñas migas de pan que como un pajarito ella ha ido dejando alrededor

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del hueco donde ha estado el plato. Un trocito de bizcocho se ha quedado sobre la mesa, lo coge con sumo cuidado y lo acerca a su nariz. Huele al bizcocho de su infancia, al bizcocho de su panadería tantas y tantas veces horneado. Huele a horas y horas de trabajo, y no puede evitar un pequeño pinchazo en el corazón. Esas cosas son las únicas que le duelen. Nunca creyó que a aquello fuera a lo que más le costaría renunciar. Deja la bayeta en la cocina, va a tirar el pequeño trozo de bizcocho a la basura junto con las migas, pero le duele tanto que es incapaz. Abre la ventana y lo deja en el alféizar. ¡Qué más da ya que vengan alguna paloma o algún gorrión a comérselo! Con un suspiro apaga la luz. Anda hasta la puerta de la habitación y entonces la ve, y descubre que ella hoy, por fin, lo ve. Morfeo no ha llegado a llevársela al país de los sueños, sabe que hoy no va a dormir o no lo hará como todos los días. Ella lo mira, sonríe e intenta abrir la cama por el lado derecho, en el que ella nunca ha dormido.

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Él, aunque parezca mentira, se sonroja, y desaparece el pequeño dolor que arrastraba por el bizcocho. Lo que ha sentido al ver sus ojos reconociendo su cuerpo ha sido tan intenso que se ha olvidado de todo lo anterior, de los años que ha vivido como una sombra, de los desvelos y miedos que ella le ha provocado. Se acerca a la cama, se tumba a su lado y comparten el silencio como si fuera único y perfecto para ellos. Nota cómo su cuerpo se mueve, cómo se acerca y su mano lo agarra. Nunca ha sido tan suya. Él aprieta suavemente. Ella se acerca un poco más, muy despacio, como si su cuerpo quisiera disfrutar cada segundo del ansia y el nerviosismo antes de llegar a la meta. Su cabeza encuentra el lugar perfecto para reposar en su hombro. Su cuerpo cálido acaricia su costado. Él mueve el brazo y la rodea, bajo su cuello. Ahora sí, ella pone la cabeza sobre su pecho y su delicado cuerpo termina de pegarse a él. Están fundidos como llevaban tanto tiempo soñando. Nunca creyeron conseguirlo, pero por fin ha llegado.

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Reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer. Ella se irá para siempre cuando amanezca otra vez.

No más nos queda esta noche para vivir nuestro amor y tu tictac me recuerda mi irremediable dolor.

Reloj, detén tu camino porque mi vida se apaga. Ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor no soy nada.

Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca.

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Los amantes respiran paz, respiran amor. Ese amor tanto tiempo escondido en miradas esquivas repletas de deseo desde el día en que el padre de ella decidió que el mejor marido era otro. Viajante, buena posición, dinero, sin problemas. Tendría su propia casa, lejos de animales y tierras. Se convertiría en una señora, le daría muchos nietos y sería respetada. Todas las semanas a la peluquería, sus hijos a colegio de pago, televisión en color, coche grande y vacaciones en la playa. Y no hubo nada más que decir. Si su padre lo quería, así sería. Ni protestó ni a nadie le contó que en realidad ella ya había elegido, que su amor olía a panadería, que siempre llevaba las manos manchadas de harina, que tenía unos ojos verdes inmensos, que la fuerza de sus manos se la comía todos los días en el pan, que sus abrazos debían de oler a leña, que sus labios debían de saber a bizcocho. Y se conformó con ver los ojos verdes como una verde esperanza que algún día llegaría. Ella aprieta más su cuerpo contra el suyo y aspira buscando el olor a panadería. Y allí lo encuentra,

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como si hubiera llegado al refugio al que había ido andando lentamente durante toda su vida. —¿Por qué estás aquí? —Porque tú me lo pediste. —Solo fui a despedirte al hospital, no quería que murieras solo. —Me dijiste: «No me dejes» —contesta él suavemente. El silencio los acaricia de nuevo. Los dos se sienten orgullosos de lo que han hecho. No podían dejar este mundo sin llegar a estar juntos. Ya no había padres, ni marido, ni nadie. Un infarto en el horno quiso llevárselo. Cuando ese día entró en la panadería y él no estaba, su mundo se desmoronó y por una vez en la vida hizo algo que se salía de las rutinas establecidas. Fue al hospital, mintió y dijo que era familia, y blanco, como la harina con la que trabajaba, lo vio por última vez. Su corazón fallaba, no duraría mucho —dijo el médico—. La dejaron junto a él y en un susurro entre lágrimas le pidió que no la dejara. Él piensa en el tiempo que ha pasado esperando a poder tocarla, a poder hablarle, a poder tenerla

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como ahora la tiene. La ha visto durante años entrar en su panadería con el pelo perfectamente peinado, sus labios rojos dando vida y luz a los días tristes que él vivía entre blanco de harina y sudor de horno. Nunca la atendió, nunca le vendió ni una triste barra de pan, pero cada una de ellas la había cocido expresamente para ella. Siempre estaba en la panadería a la misma hora, cuando ella iba. Nunca se retrasó, ella tampoco. Siempre llegaba y la campanilla de la puerta sonaba mucho más alegre, cantarina y vivaracha que con cualquier otra persona que entrara, como advirtiéndole de que venían la luz y las vitaminas que a él le mantenían con vida. Durante años, hasta su último día, robando la alegría de su mirada. El tiempo fue pasando. Vio su noviazgo, sus ojeras, su boda, sus embarazos, sus hijos y cómo fueron creciendo. Primero murió el padre, años después el marido, y entonces la vio con otros ojos, como rejuvenecida, fresca, limpia, sonriente, llena de vida, como una enredadera que tras el frío invierno rebrota con fuerza y nuevas hojas verdes y brillantes la empujan a seguir creciendo. Y, aunque

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nunca la soledad la había acompañado como ahora, estaba mucho más viva, más hermosa. Él seguía haciendo pan y dedicando un cuidado especial, un cariño sobrehumano, a sus bizcochos, a esa receta que un día ella con quince años le diera en la panadería. Era lo que les unía, el bizcocho, y un mínimo roce de manos al darle ella su tesoro, esa receta de bizcocho que él llevó siempre en la cartera, pegada al corazón. Cada vez que él batía los huevos, echaba la harina, el azúcar, el aceite y la levadura era como si lo hiciera para ella. Y la imaginaba al mismo tiempo batiendo los huevos, echando la harina, el azúcar, el aceite… en su casa, rodeada de esa familia que le hubiera gustado que fuera la suya también. —Me tenías muy preocupado. Silencio. —Cada día olvidas más cosas… Silencio. Ella mueve su cara contra su pecho como haciéndole una caricia, como si fuera una gata en busca de cariño. —No apagas la luz, se te olvidan las pastillas…

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Más silencio. —Los grifos, la toalla, el agua de la cafetera… Ella sonríe y él nota en su pecho cómo se mueven los músculos de su cara al dedicarle la sonrisa. —¿De qué te ríes? —Tenía que convencerte de que te necesitaba. —¿Qué? —Si hubieras visto que podía hacerlo todo sola, no te habrías quedado. —Pero… —Toda mi vida he hecho lo que me han dicho, he recogido todo, he apagado las luces, he bebido café, he limpiado, fregado, cosido, cuidado… Puedo seguir haciéndolo, pero ¿qué hubieras hecho entonces tú?, ¿cómo me habrías cuidado? Él la abraza más fuerte, respira hondo el olor de su pelo, ese nido de cuco blanco, y bate la cabeza viendo lo inteligente que siempre ha sido ella. La cuidaría, la cuidaría eternamente. Ella gira la cabeza, entre las sombras busca sus ojos y le pregunta: —¿Tus labios saben a bizcocho?

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Él musita: No pretendo ser tu dueño, no soy nada, yo no tengo vanidad. De mi vida doy lo bueno. Soy tan pobre, ¿qué otra cosa puedo dar? Pasarán más de mil años, muchos más. Yo no sé si tenga amor la eternidad, pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás sabor a mí.

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Este libro se terminรณ de imprimir en los talleres de Grรกficas Alรณs (Huesca) a las puertas del invierno de 2018, en una tarde hermosa, plena de palabras musitadas.

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NOCTEM VERTERUNT IN DIEM, ET RURSUM POST TENEBRAS SPERO LUCEM



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