TODOS LOS PERROS AÚLLAN
Miguel Carcasona
TODOS LOS PERROS AÚLLAN Miguel Carcasona
Letras del Año Nuevo Huesca 2012
TODOS LOS PERROS AÚLLAN Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses © Diputación de Huesca Autor: © Miguel Carcasona Colección: Letras del Año Nuevo, 7 Director de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez Diseño Gráfico: Estudio Camaleón Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Cubierta e ilustraciones: Strader
Instituto de Estudios Altoaragoneses Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es
Imprime: Gráficas Alós D.L.: Hu. 354/2012 ISBN: 978-84-8127-247-5 Printed in Spain
TODOS LOS PERROS AÚLLAN
La mañana en que Julio Verne cumplía cien años de paz en su tumba de Amiens, una rata apareció destripada junto a la puerta de casa. Fue un contraste muy desagradable saludar al sol de la primavera, que por fin deslumbraba tras una semana de niebla, y al bajar la vista descubrirla en el suelo, tirada como un juguete roto sobre el que debí improvisar un salto para no pisarla. Clara soltó un chillido y se negó a salir hasta que la recogiese. Luis no se movió de su cuarto en penumbra, absorto en el juego de la Play. Vivo en una urbanización del extrarradio, en una acumulación de sesenta casas dispuestas como un ejército en cerrada formación de avance: diez casas por fila, seis filas de casas. Con la particularidad de que es un ejército de siameses unidos por la espalda. Cada vivienda posee dos terrazas valladas, cuyos dueños las llaman, sin ápice de ironía, jardines. La delantera da a una calle y en ella se abren dos portones metálicos, uno para peatones y otro para coches. La de detrás se halla unida a la trasera del vecino, su siamesa. Cada vivienda, además, está pegada a otras
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dos por los costados. Mi casa ocupa la última fila. Frente a ella, al otro lado de la calle, se extiende un solar abandonado que algún día fue campo de cultivo y al que sorprendió la crisis antes de ser horadado por las excavadoras. En el solar crecen hierbajos y arbustos, en los que se enredan plásticos arrastrados por el viento. Una vez al año, en primavera, una cuadrilla con uniformes del Ayuntamiento viene a limpiarlo. El resto de los días, al atardecer, los vecinos sueltan a los perros para que corran y defequen. Algunas noches, desde las zonas donde no alcanzan las luces de las farolas, llegan furiosos maullidos de gatos en celo. Estrenamos la casa un día de otoño, poco antes de que Luis cumpliera cinco años. Clara opinaba que los cuarenta y cinco metros del piso alquilado donde vivíamos, en la primera planta de una avenida con tráfico excesivo, no eran el mejor entorno para el desarrollo de nuestro hijo. Buscábamos espacio saludable para él y espacio, a secas, para nosotros, y combinar superficie amplia con precio asequible solo era viable
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en el extrarradio. Una tarde leímos en el periódico el anuncio de un chalé en venta y nos acercamos a conocerlo. Tras media hora de viaje, embocamos las calles desiertas de la urbanización. Anochecía. Algunas luces en las ventanas nos recordaban que era un lugar habitado. Durante la vuelta repetimos los argumentos esgrimidos a su favor, como un conjuro contra la desilusión. De los valientes es el futuro, dijimos, y nos lanzamos de cabeza al futuro. Recoger una rata muerta es una experiencia sumamente asquerosa. He recogido cadáveres de bichos diversos: cucarachas, moscas, algún ratón pequeño que cometió la imprudencia de adentrarse en los dominios de mi gato. También los restos de las mascotas de Luis: un periquito cuya jaula olvidamos meter al fresco de la casa, en una tarde de agosto, o una tortuga que desmintió la fama de longevas que acarrean las de su especie. Nada comparable al asco que produce recoger una rata muerta. Tuve que saltarla de nuevo para buscar la pala y una bolsa de basura. Mientras la introducía en esta, descubrí el
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efecto hipnótico del asco. No pude apartar la vista de su hocico, del pelaje pardo, de las patas, que parecían prestas a saltar y arañarme los ojos. Y la cola. Al reparar en la cola un amago de vómito me inundó la boca de bilis. Una mancha húmeda quedó en el suelo, inmediatamente libada por esas moscas verdes que, surgiendo de no se sabe dónde, acuden a la mierda y a los cadáveres. Cerré la bolsa con tres lazos y fui a arrojarla en el contenedor de basura. Durante el camino la sentía como un lastre tirando de mi mano. Si el alma pesa veintiún gramos, el asco pesa los quinientos gramos de una rata muerta. El ejército de casas posee un uniforme reglamentario; en origen, ladrillo caravista granate y los dos portones del jardín azules. Así fue hasta que, en una junta de vecinos, alguien insinuó que la combinación de colores se debía al origen catalán del constructor y a su forofismo por el Barça. En la siguiente junta se incluyó en el orden del día una consulta entre los asistentes para dilucidar el futuro color de los portones. Hubo igualdad entre quienes deseaban mantener el
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azul y quienes optaban por el blanco, con una minoría que prefería el amarillo y algún voto para tonos estrafalarios. Al final, por consenso, se eligió el rojo. Cuando Luis tenía cuatro años visitamos a unos tíos de Clara, en Barcelona. A Clara le gusta la arqueología y nos llevaron a un yacimiento, en el límite con Badalona, desde el que se divisaba una vista magnífica de ambas ciudades y del mar. El yacimiento se situaba en lo alto de un cerro con las laderas pobladas de pinos. Comenzó a llover y emprendimos el regreso. Al bajar por la carretera, advertimos que en cada curva se apostaba una chica apenas tapada con una minifalda y un short de vivos colores que le dejaba el ombligo al aire. Intentaban resguardarse de la lluvia bajo pequeños paraguas a juego con la ropa. Los árboles y la tierra mojada le daban un aire bucólico a la escena. Luis preguntó quiénes eran esas señoras. Clara y yo nos miramos sin saber qué contestar, y entonces el tío de Clara, sin dejar de conducir, con toda la tranquilidad del mundo dijo: «Esas, cariño, son las hadas del bosque».
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El barrio donde edificaron mi urbanización creció de dos mil a veinte mil habitantes en una década. Hace medio siglo lo formaban un grupo de casas en torno a la carretera, casas de labradores y pastores de ovejas. En los años sesenta montaron un polígono industrial en uno de los secanos que corrían las ovejas y los pastores se convirtieron en obreros del metal. El barrio sufrió una primera expansión, multiplicada por diez con las hornadas de la burbuja inmobiliaria, entre ellas la nuestra. Construyeron una circunvalación para desviar el tráfico pesado y escoltaron a la carretera principal con dos aceras anchas, llamándola avenida. Cuando el padre de Clara nos visitó por primera vez dijo que había viajado a otro planeta, después de atravesar el futuro de Blade Runner. Un planeta donde los replicantes vivíamos en campamentos de tipis indios. Todos los vecinos tienen un perro. Hay tres cosas imprescindibles en una familia de mi urbanización: tener un hijo, plantar un árbol y criar un perro. Hay chuchos de todos los tamaños y razas, incluso perros
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sin raza definida, multiculturales. Hay chuchos enanos que chillan desde el fondo del jardín. Hay cachorros que pegan el morro a la valla y mueven la cola al ladrar. Hay fieras que no ladran: se lanzan contra el hierro mientras bufan amenazantes. La idiosincrasia de cada familia se conoce por el perro. La gente te puede engañar con el peinado del niño o con el árbol que plante, pero no con el perro que cría. Clara no quiso cambiar a Luis de colegio. Para no traumatizarlo, decía, ahora que ya había hecho amigos. Llevar a Luis al colegio, y seguir luego hasta el trabajo, me costaba una hora larga de coche. Desde el piso tardaba la mitad, usando el transporte público. Por la tarde, Clara lo recogía a la salida. Los días en que los amigos lo invitaban a sus cumpleaños acudían directamente desde el colegio, por lo que regresaban a la hora de la cena. Luis se dormía en el trayecto de vuelta y lo metíamos en la cama, sin bañarlo. Cuando nos tocó celebrar el suyo, alquilamos el Chiqui Park más cercano al colegio, no el más cercano a nuestra casa. Clara declinaba con una sonrisa las
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invitaciones de las mamás para que nuestro hijo pasase la tarde en casa de los amigos, y recibía idénticas sonrisas cuando Luis se empeñaba en invitar a un amigo a pasar la tarde en nuestra casa. El cansancio no es un peso que, de repente, cae sobre los hombros y te hunde. El cansancio es un veneno que se infiltra lentamente en la sangre. De un modo imperceptible, en el día a día, las piernas van perdiendo movilidad, los brazos van perdiendo fuerza, los pulmones van perdiendo capacidad de almacenar oxígeno y el corazón de impulsar el cuerpo. El cansancio también se inocula en el carácter. Conforme crece, se soportan menos los roces cotidianos; lo que antes se pasaba por alto ahora se repite como un disco rayado hasta provocar el estallido. A un costado de mi urbanización pasa la autopista. Algunas veces me acerco hasta la valla que la protege de la incursión de las alimañas y, con los dedos engarzados al alambre, observo el tránsito de vehículos. Veo coches grandes y pequeños, de
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lugares cercanos y lejanos. Atisbo fugazmente rostros jóvenes y viejos, mujeres hermosas y hombres arrugados, viajeros solitarios y familias enteras que parten o regresan de las vacaciones. Veo tráileres imponentes de países centroeuropeos, cuyo idioma no comprendo, que me evocan ciudades solo conocidas por los libros o los documentales. Los nacionales, con el nombre de la empresa y su producto escritos en la lona, me llevan a los lugares de obtención: los pastos de Galicia en los de leche, los invernaderos sofocantes de Almería en los de pimientos. Veo autobuses con escudos de equipos de fútbol pintados en su lateral y descacharradas furgonetas, ocupadas por tipos de aspecto inquietante. Entonces, instintivamente, doy un paso atrás y dudo si la valla evita que las alimañas invadan la autopista o les impide abandonarla. El orgullo de no reconocer un error nos mantiene firmes en él. Quizás imaginamos que, como en esos rodeos por carreteras secundarias para evitar la travesía de una gran urbe, en los que uno termina extraviándose, tarde o temprano la voluntad de seguir
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adelante nos devolverá a la senda correcta. Cuando el orgullo camina delante, vergüenza y daño van detrás, dice un proverbio francés. Más allá de la autopista comienza la estepa. Enfrente de mi urbanización se abre un solar despejado, con suelo de tierra y gravilla dispersa, algunos bancos que nadie ha repintado y unos pocos juegos infantiles. Le llaman parque. En el otro costado de las casas, una calle de doble sentido nos separa de otra urbanización de adosados, rodeada a su vez por otras urbanizaciones gemelas, que no mellizas. Más allá de aquellas boquean los últimos rescoldos de la civilización. Clara llegaba destrozada del trabajo. Yo llegaba agotado del trabajo. En invierno, era noche cerrada cuando Clara y Luis regresaban a casa. Algunos fines de semana, nos acercábamos los tres al parque de la urbanización. Clara y yo nos sentábamos en un banco mientras Luis bajaba por el tobogán y miraba a los grupos de niños jugar en corrillo. Al cabo de un rato,
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venía a nuestro lado y decía que quería ir al parque donde jugaban sus amigos. Cuando tuvo edad de apuntarse a un equipo de fútbol o de baloncesto, desechamos los del barrio porque no llegábamos a la hora del entrenamiento y los cercanos al colegio porque a ninguno de los dos nos apetecía perder una mañana de sábado cruzándonos la ciudad para, por la tarde, volverla a cruzar camino de algún centro comercial. Las casas de mi urbanización están dispuestas como un ejército de siameses preparado para el avance, ya lo he dicho. Llevan años esperando la orden de ponerse en movimiento, pero nunca llega. El óxido corroe los recodos de las puertas donde no alcanza la brocha y el barniz de las ventanas ha sido succionado por la intemperie. Las casas, como las personas, envejecen de un modo imperceptible para quienes las habitan a diario. A veces pienso que mi urbanización es como el ejército del señor de Xian, un conjunto de figuras de arcilla destinadas a la inmovilidad eterna.
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Cuando Luis era un proyecto en el vientre de Clara veíamos buenas películas arrullados en el sofá, prometiendo que mediríamos el tiempo que nuestro hijo pasara frente al televisor y que jamás la utilizaríamos para engañarlo en la comida, como hacía Encarna con el suyo. Cuando descubrimos que solo quedándose embobado ante los dibujos animados conseguíamos que Luis terminase la papilla, juramos que nunca le permitiríamos consumir las horas muertas viendo programas infantiles, como le sucedía al hijo de Encarna. Cuando estrenamos la casa y Luis pasaba tardes enteras frente a la pantalla nos consolábamos diciendo que se trataba de algo temporal, hasta que el niño se habituase a su nuevo entorno, pero que nunca le instalaríamos una televisión en el dormitorio, como hizo Encarna, porque eso rompía la unidad familiar. Cuando Luis tenía siete años le instalamos una televisión en su dormitorio porque era la única manera de que nosotros pudiésemos ver buenas series sin pelear por el mando a distancia, pero asegurábamos que jamás le consentiríamos engancharse a la Play como el hijo
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de Encarna. Cuando Luis cumplió ocho años, alegando que no podíamos ir contra la realidad de nuestra época, le regalamos la Play de segunda mano de la que se deshizo Encarna tras comprarle a su hijo el último modelo. Los perros aúllan a la luna. Los perros aúllan al sol. Los perros aúllan los días de niebla. Los días de lluvia, un sordo rumor de presos amordazados brota de las casetas de los perros. Los autóctonos distinguen entre quienes son del barrio y quienes viven en el barrio. Los autóctonos son quienes se han criado en el barrio, aunque sus padres llegaran en la primera hornada de expansión a vivir en él. Perciben las urbanizaciones de adosados como esas verrugas que un día brotan en la piel, ajenas al organismo pero inextirpables pues se reproducirían igual que la hidra. Unas verrugas con las que se convive por obligación, odiándolas en secreto, aunque se pretenda ignorarlas al mirar en un espejo el cuerpo deforme.
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El matrimonio es una balanza romana, decía un amigo. En un platillo se coloca lo que une a la pareja; en el platillo opuesto, lo que la desune. Mientras el primero pesa más, la convivencia perdura. Cuando el segundo inclina el fiel de su lado, la convivencia se acaba. Algunas mamás de mi urbanización utilizan a sus hijos para relacionarse. Los escolarizan en los colegios del barrio y, por la tarde, se acercan con ellos al parque. Mientras los niños bajan el tobogán y se llenan de polvo, las mamás se tantean, primero, y luego forman grupos de amigas. En pequeñas tropillas, como las perdiganas, acuden a tomar un café matinal tras dejar a los retoños en clase y a las reuniones trimestrales con las tutoras. Con el tiempo crece el roce, y con el roce, el cariño. Los domingos toman el vermú en los bares del barrio y arrastran con ellas a los maridos. Cuando los niños crecen, los apuntan al equipo de fútbol y así los padres también tejen una red entre ellos. Siempre nos gustaron los gatos. La gente opina que un gato es egoísta y un perro fiel, como si fuesen
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dos cualidades contrapuestas. Clara y yo amábamos a los gatos porque nos criamos con ellos. En mi casa decían que un perro necesita espacio vital y encerrarlo en un piso es una crueldad, mientras que un gato se amolda a recintos pequeños. En la de Clara decían que los gatos cazan los ratones en las casas de los pobres y los perros defienden de los pobres las casas de los ricos. Al instalarnos aquí, nos regalaron un gato. Le hará compañía a Luis, dijeron en mi casa. Vais al campo y el campo está plagado de ratones, dijeron en la de Clara. Una mañana, al entrar al baño, reparé en varias hormigas que correteaban por las baldosas. Me hizo gracia y avisé a Clara y a Luis. Los tres las observamos como Gulliver debió observar a la sociedad liliputiense. Algunas parecían pioneras: avanzaban unos centímetros en línea recta, se detenían, movían la cabeza como un limpiaparabrisas y avanzaban otro cacho. Dedujimos que otras regresaban tras la exploración, siguiendo una ruta invisible para nosotros. De cuando en cuando, se topaban con congéneres que avanzaban
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en sentido contrario y rozaban mutuamente sus antenas durante un par de segundos. Al final, desaparecían por un minúsculo agujero en una esquina del falso techo. Tras varios minutos dije que había terminado la fiesta y que fueran a prepararse para no llegar tarde a nuestras obligaciones. Al quedarme solo, fui aplastando una a una todas las hormigas que pude. Primero compramos un ordenador de torre para la habitación que habilitamos como estudio. Contratamos la conexión a Internet mediante módem y nos turnábamos a ojear el correo electrónico tras la cena, antes de arrumbarnos en el sofá para ver juntos nuestras series favoritas. Luego vino la banda ancha y la espiral centrífuga de la familia se amplió al ritmo de la velocidad de conexión. Clara descubrió las maravillas del portátil y se encerraba con él en nuestra habitación tras la cena. Yo descubrí las maravillas del portátil y me encerraba con él en el estudio tras la cena. Dejamos de ver juntos nuestras series favoritas. En realidad, dejamos de ver series. Luis descubrió la maravilla de conectarse con sus amigos a
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través del portátil mientras, a la vez, jugaba a la Play interconectado con rivales de todo el mundo. Siguió, como antes, encerrado en su habitación salvo para las comidas y las cenas. El salón se convirtió, como los comedores de las casas antiguas, en un lugar solo usado para recibir a los invitados. Woody Allen dijo que las dos frases más hermosas para un hombre son te quiero y es benigno. Carlos Castán escribió que la frase más terrible para un hombre, en boca de su pareja, es tenemos que hablar. Clara me dijo tenemos que hablar al comienzo del verano. Teníamos que hablar de nuestra relación, que había tocado fondo, de que ya no seguía enamorada de mí y lo mejor, para ambos, era separarnos. No aguantaba más en aquel exilio y se volvía a un piso en nuestro antiguo barrio. No debía preocuparme, me dejaba la casa —y la hipoteca—, ya le ayudarían sus padres con el piso nuevo. A cambio, ella se quedaba con Luis, a quien tendría los fines de semana alternos y podría ver cuando quisiera, por supuesto. Esto también lo hacía por él, decía, por
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sacarlo de ese aislamiento en una urbanización del extrarradio, lejos de lo que constituía su mundo, un entorno que no era el mejor para el desarrollo de nuestro hijo. Entonces, cuando dijo eso, un entorno que no era el mejor para el desarrollo de nuestro hijo, al salir de sus labios los mismos argumentos que esgrimió para traerlo aquí, fue cuando mostré la sonrisa sardónica que le hizo perder los papeles. Las hormigas adquirieron la capacidad de la hidra: por cada una que mataba, al día siguiente aparecían tres correteando por las baldosas. Al cabo de unas semanas se extendieron a la habitación de Luis. Le cayó una bronca por su costumbre de merendar en ella mientras jugaba con la Play y su descuido al no recoger del suelo los pequeños restos de comida. Desbaratábamos con trapos húmedos la ordenada fila que salía desde una esquina del baño y, por encima del rodapié, atravesaba el pasillo hasta introducirse en la habitación del crío. La escabechina surtía efecto durante unas horas pero, de nuevo, por cada combatiente caída surgían tres nuevas. Acudimos a
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una tienda especializada. Por el tamaño, dijeron, se trata de hormigas que anidan en el interior de la casa, probablemente en los resquicios del hormigón invisibles a la vista. Nos vendieron un potente producto que debíamos aplicar por todos los rincones del baño y la habitación, precintando ambos durante veinticuatro horas. Así lo hicimos y las hormigas desaparecieron. A nuestro gato pronto se le quedó pequeña la casa. Primero aprendió que la verja lo protegía del perro del vecino, por mucho que este ladrase furioso al otro lado, y se paseó sin miedo por el jardín. Luego quiso saber qué había más allá de los portones y se lanzó a explorar los alrededores. Al principio, con cautela, se escondía en los bajos de los coches, oteaba en derredor y volvía corriendo al refugio. Después se aventuró por el solar. Por fin, cuando le llegó la pubertad, acudió a las llamadas de las hembras en celo. Regresaba agotado y con rasguños, y guardaba reposo durante unos días. Para entretenerse, se despatarraba junto a la verja, bostezando o lamiéndose
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las patas mientras, al otro lado, el perro del vecino enloquecía de rabia. Quise contestarle que de qué me hablaba, si esa tergiversación de la realidad era deliberada o de verdad había llegado a autoconvencerse de sus palabras. Quise pedirle que me explicara por qué el mejor entorno para el crecimiento de nuestro hijo oscilaba como un péndulo en tan pocos años. Quise preguntarle de dónde había sacado que yo deseaba permanecer en esta casa cuando nada me ataba a ella, solo que lo decía sin tapujos, sin utilizar a Luis como excusa. Quise replicarle, pero solo mostré una sonrisa sardónica. Clara estalló, se levantó de la silla y comenzó a dar vueltas por el salón mientras gesticulaba, alzaba la voz, escupía razones. Curiosamente, en lugar de alterarme, la explosión produjo el efecto contrario. Comprendí que el diálogo era inútil. Más bien que no existía posibilidad de diálogo porque nada había sobre lo que dialogar. Para qué malgastar energía en reproches, pensé. Mi mente elaboró unos cálculos económicos de urgencia y, comprobado que el dinero
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alcanzaría para subsistir, corté el amarre que me unía a la escena, en espera de que Clara desapareciese de mi vista. Tengo la sensación de caminar sobre un castillo hinchable, uno de esos castillos que montan en las fiestas para los críos. Antes sentía que pisaba tierra firme. Bajo mis pies percibía una pradera o un rastrojo que rasguñaba los tobillos, según la fortuna de la época, igual que frente a mis ojos se alzaba el bosque fecundo o un muro de hormigón. Pero siempre con la certeza de moverme en un entorno sólido, horizontal y vertical, entre coordenadas seguras. Con los años, esa cuadrícula se ha ido derritiendo en un proceso gradual, como todos los procesos. No sé, o no recuerdo, a partir de cuándo me siento en este castillo, donde el suelo se hunde a cada paso y las almenas se bambolean. Ni siquiera puedo intentar derribarlas, porque encajarían el golpe y luego volverían a su posición natural. Dicen que un terremoto es la peor experiencia para un hombre, sentir que el suelo tiembla bajo los pies. Ahora, no solo siento
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mareo al avanzar, que algo amenaza mi estabilidad. También temo que, en cualquier momento, van a apagar el compresor y el castillo se desplomará sobre mí, ahogándome. Algunos vecinos se quejaban de los gatos. Les molestaban por la noche y les acusaban de romper las bolsas de la basura que, a veces, depositaban en el jardín antes de tirarlas. Los más burros gritaban que iban a sacar la escopeta para limpiar de gatos el vecindario. Luis, aterrado, cogía entonces al nuestro y le susurraba que fuera bueno y no saliese de casa. Nosotros lo tranquilizábamos, asegurándole que eran fanfarronadas y que, además, los gatos eran muy listos y no se dejarían cazar por imbéciles como aquellos. Un día, al asirlo por el vientre, soltó un maullido agudo y salió corriendo. No le dimos importancia, pero a la mañana siguiente amaneció inmóvil junto a la comida, respirando con extrema dificultad. Era domingo y ninguna clínica veterinaria estaba abierta. Enseguida comprendimos que agonizaba. Nos turnamos para confortarlo y él nos contestaba
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con maullidos cada vez más inaudibles. Hasta que, al cabo de unas horas, soltó un maullido bronco y estiró las patas traseras, al tiempo que un líquido blancuzco, el signo del veneno que había ingerido, salía por su boca. Un imbécil ha recortado el tubo de escape de su moto, regalo del papi para que lo deje en paz, y tras la comida se divierte dando vueltas por la urbanización, jodiéndome la siesta. Me asomo a la ventana y lo veo pasar como un centauro. Ni siquiera se divisa una chorba ante la que se pavonee. Igual se excita con la vibración del motor en la entrepierna. El imbécil debe practicar onanismo narcisista. Tras la muerte del gato Luis no quiso ninguna otra mascota. En alguna sobremesa de comida familiar los abuelos insinuaron que, como regalo de Reyes, le comprarían otro similar, pero nos negamos. Con el Tuenti está en permanente contacto con sus amigos y no necesita más compañía, dijimos en mi casa. Los gatos se han reproducido de tal modo que no queda
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ningún ratón vivo en un kilómetro a la redonda, dijimos en la de Clara. Un día, Clara entró en la cocina y soltó un chillido. Acudí veloz y la encontré jurando en hebreo mientras tiraba a la basura el bote de la miel plagado de hormigas. Las que no habían logrado introducirse en él huían apresuradas, escondiéndose debajo de los platos o en los intersticios del armario. Una fila ordenada salía de este y desaparecía por el techo. Clara comenzó a desalojar las baldas mientras mascullaba una sola letanía: «No puedo más. No puedo más». Hubo un tiempo en que, los fines de semana, escuchaba los conciertos de Brandenburgo durante el desayuno. La música de Bach ejercía un efecto vitalizante en mi organismo; los acordes parecían cápsulas de energía insertas en cada bocado de las tostadas que ponían en marcha mi cuerpo. Por ensalmo desaparecía la modorra matinal y me levantaba de la mesa dispuesto a cualquier tipo de acción: un viaje
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sorpresa, la limpieza de los rincones odiados, un juego sobre el sofá junto a Clara para disfrutar, sin más, de la vida. Ahora enciendo mecánicamente la televisión y degluto las tostadas con la mirada perdida. Tras el último sorbo al café permanezco un largo rato sentado en la silla, sin prestar atención a la locutora que repite, con voz monótona, las noticias de última hora. Alguna noche, cuando las ganas o la soledad se vuelven insoportables, me acerco con el coche hasta el polígono y pago a una de las chicas que pueblan las esquinas. Mientras follamos en el asiento de atrás pienso que estoy con una de aquellas hadas del bosque, desterrada al infierno. Un hada a quien ninguna lluvia desgajará de la piel la mugre de las fábricas, la mierda que le traspaso en cada jadeo y en cada embate. Expulso el semen, pero el malestar continúa durante el regreso. No lo calman ni el orgullo remozado ni la hipnótica vista de la ciudad iluminada. El reguero de luces me evoca la estela mágica de las hadas. Como si esas hadas, en quienes ya nadie cree,
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camino del destierro se hubieran desprendido de sus inútiles varitas. Paso las tardes del verano tirado en el sofá. Las hormigas han horadado un nuevo agujero en el falso techo de escayola y enfilan sin tapujos hacia las migas desperdigadas por el suelo o en la mesita accesoria. Aunque su presencia es más notoria en el comedor, campan a sus anchas por la casa, salvo la cocina, el baño de arriba y la habitación de Luis, donde las mantiene a raya la persistencia del insecticida. Según el prospecto, su efecto dura un año. A veces, las más atrevidas me producen un cosquilleo por el muslo y no tengo piedad con ellas. Las persianas bajas dejan el comedor en penumbra pero, aun así, el bochorno es agobiante. Si el alma pesa veintiún gramos, el desánimo pesa lo mismo que el bochorno en una tarde de verano.
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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Gráficas Alós (Huesca) corriendo el melancólico diciembre del año 2012.
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GAUDET PATIENTIA DURIS
Miguel Carcasona (Sangarrén, 1965) es autor del poemario En el arcén de la costumbre (1998) y del libro de relatos Esquirlas del espejo (2006). El resto de su obra se halla esparcido en volúmenes colectivos, revistas, prensa o Internet. Ha recibido numerosos premios, entre los que destacan el Ciudad de Cádiz o el Santa Isabel de Portugal, este último en sus dos modalidades (narrativa y poesía). «Una tarde leímos en el periódico el anuncio de un chalé en venta y nos acercamos a conocerlo. Tras media hora de viaje, embocamos las calles desiertas de la urbanización. Anochecía. Algunas luces en las ventanas nos recordaban que era un lugar habitado. Durante la vuelta repetimos los argumentos esgrimidos a su favor, como un conjuro contra la desilusión. De los valientes es el futuro, dijimos, y nos lanzamos de cabeza al futuro».