Directo Bogotá # 22 by Revista Directo Bogotá

Número 22 Julio - septiembre 2008 Facultad de Comunicación y Lenguaje Distribución gratuita

La colonia

africana

Según cifras del DAS, en Bogotá vive medio centenar de africanos, que se adaptan a las nuevas costumbres, pero mantienen su religión, como en el caso de los musulmanes que protagonizan esta edición. En la foto, Mohamed Dagomba y su hija Hosayna.

Adriana G贸mez Estatuas vivas

[ensayo

Foto

* sueltos} 02] Cabos

Fotografía de portada y contraportada Diego Montoya Diseño y diagramación Angélica Ospina angelikaos@gmail.com

32] Colonias 04] Columnas}

40][DIVINO

Decano Académico Jürgen Horlbeck B.

* 09] }estaciónCENTRAL [ ]

Mapa del colesterol en Bogotá

La seguridad colgando de un puente

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15] OficiOs

53] (( Salud )) Anorexia, los gramos que pesan en la mente

Caballero andante con machete El peluquero de los curas

* 21] patriMonio

58] (*)libroS

Recorrido literario por Bogotá

“Ciudad jardín” en riesgo

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Especial

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Informes y distribución Transversal 4ª No. 42-00, piso 6 Teléfono: 3 20 83 20, ext 4587 Fax: 3 20 83 20, ext 4576 Distribución gratuita Escríbanos: directobogota@gmail.com

44]

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Director del Departamento de Comunicación Antonio Roveda

La sombra de Stellita Monsalve

El hippismo pasajero en la calle 60

Decana del Medio Universitario Doris Réniz C. Directora de la Carrera de Comunicación Social Patricia Bernal

rostro ]

05] RetroVisor

Corrección de estilo Gustavo Patiño Díaz gustavo_patino_diaz@yahoo.com Impresión Javegraf

Sembrados como palmas africanas

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Reporteros en esta edición Thomas Sparrow, Luz Ayda Gómez, Emma Jaramillo, Sandra Ramírez, Juana Restrepo, Mónica Castro, Ailín Martínez, Angélica Murcia, Laura Sierra, Nataly Martínez, Lucía Camargo, Carlos Cortés, Dina Paola Hernández, David Franco.

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Asistente editorial Ailín Martínez

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27] OficiOs

60]

Bogotá en FACEbook }

Asesor editorial Mario Morales

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Mininos bogotanos

De arriba abajo

Pontificia Universidad Javeriana Carrera de Comunicación Social

}

62] entreVISTA

Terapia de humor de pie

{ Un festival desganado Más de 2.000 asistentes a la undécima versión del Festival de Salsa al Parque se aglomeraron en la Plaza de Bolívar para azotar losa con Cali pachanguero, del Grupo Niche, la presentación más esperada de todas. En una estrecha tarima un “gran festival” se comprimió en un pequeño repertorio musical de menos de 12 horas, sin mucho bombo y con platillos estruendosos que irritaron los oídos de los espectadores. Aunque se trata de un festival con entrada libre y tendencia a impulsar lo desconocido, esto no justifica que año tras año disminuyan la calidad. Los organizadores rellenan las pocas horas poniendo DJ a programar en vivo —para eso están las emisoras—; impulsan orquestas no muy sobresalientes al escenario —y se supone que hubo concurso—; alientan academias de baile con buenos bailarines pero con pocos ensayos; realizan un encuentro de coleccionistas con escasas colecciones y con venta de discos piratas, además de permitir baches de sonido y contratar a un locuaz animador que se demoraba más presentando la agrupación que la canción misma.

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Y al parecer la tradición del festival no tiene muchos herederos, pues los jóvenes eran minoría. No hay suficiente plata, pero lo que más falta hace son ganas, no se ven, no se sienten; el evento está en decadencia, pero todos aplauden y felicitan al alcalde, que sólo apareció para dar el sentido pésame a los allegados de Fanny Mikey. Salsa hay, pero lo que no, según cuentan, es presupuesto para mejores invitados.

Marcela Garzón Joya

{ A recuperar los rieles Si la solución para la movilidad bogotana es un sistema de transporte integrado, ¿por qué no pensar en el tranvía? San Francisco, Alejandría, Barcelona, Berlín y Buenos Aires son ciudades modelo en el uso del tranvía, que alcanza a movilizar unos 30.000 pasajeros por minuto. Además, este sistema no contamina, hace uso mínimo de energía y su velocidad oscila entre 70 y 80 kilómetros por hora, es decir, ofrece ventajas comparativas respecto a los buses y al Transmilenio, aunque sea un sistema más costoso. Los rieles del tranvía que funcionó en Bogotá hasta comienzos de los años cincuenta —desde la avenida Jiménez hasta la calle 72 por toda la carrera 13—, y que están debajo del pavimento, hoy podrían conectar los centros financieros de la ciudad y articularse al sistema de transporte urbano en estaciones especiales. En lugar del discutible tren de cercanías que el presidente Uribe se empeña en abrocharle al burgomaestre bogotano —que deberían costear la Nación y el departamento de Cundinamarca—, el Distrito podría considerar este clásico medio de transporte, del que sólo se conservan algunos vagones-restaurante diseminados por la ciudad.

Sandra Ramírez Carreño

Amway { Premio para Directo Bogotá En julio, nuestra reportera Marcela Garzón Joya recibió el primer puesto del premio de periodismo medioambiental en la categoría de estudiantes, con el trabajo “Reserva forestal de San Cristóbal, pronóstico reservado”, publicado en el número 20 de Directo Bogotá, que circuló en marzo de 2008. En su XI versión, el Premio Amway de Periodismo Ambiental lo ganó el reportaje “Lo verde paga” del equipo editorial de la Revista Dinero. En segundo lugar quedó Ginna Piedad Morelo, de El Meridiano de Córdoba, con el trabajo “Paramillo, amenazado e incomprendido”. El jurado estuvo conformado por Mauricio Sáenz Barrera, jefe de redacción de la revista Semana; Ángel Guarnizo, sociólogo de la Universidad Nacional; Gloria Valencia de Castaño, ex presentadora de televisión y periodista, y Manuel Rodríguez Becerra, periodista. Bien por Marcela, que recorrió esta reserva forestal de la localidad de San Cristóbal, atravesada por el río Fucha, con graves problemas ambientales y ecológicos (lea el reportaje en: http://www.javeriana.edu.co/Facultades/comunicacion_lenguaje/directo_bogota/

{ Feria de pases Para sacar el pase de conducción no se necesita ser un experto al volante, ni tener una visión de 20/20, ni realizar el examen. Hasta el más inexperto puede adquirirlo con solo llevar una fotocopia de la cédula de ciudadanía, grupo sanguíneo, foto de 3x4 centímetros, diligenciar el formulario y pagar 102.000 pesos. Es tan sencillo el trámite, que hasta en mercadolibre.com y deremate.com se puede comprar la licencia sin salir de casa. Los anuncios prometen enviar el pase en tan sólo 12 días, sin presentar el curso de conducción, siempre y cuando el comprador haya enviado los documentos al correo electrónico y haya consignado 120.000 pesos en la cuenta del vendedor. La revista SoHo mostró el caso Hermes Celys, quien a pesar de haber perdido la vista a los seis años por un accidente en bicicleta, tramitó los papeles correspondientes, le pagó a un mensajero para que hiciera la diligencia y a la semana siguiente tenía el documento. No extraña, entonces, que ocurran tantos accidentes de tránsito en la ciudad. Y, como si fuera poco, las personas sancionadas con la retención del pase lo vuelven a obtener pocos días después sin que la Secretaria de Movilidad reporte el caso. De remate.

Lorena Esteban Meléndez

* suelt Cabos

Marcela Garzón con el ex ministro de Medio Ambiente, Manuel Rodríguez Becerra, al recibir el premio.

{ ¡Salud, general! Es costumbre que a quienes algún día fueron personalidades de la vida pública se les haga una estatua o un busto para preservar el pasado más o menos fresco en nuestras memorias. Por ello se esculpe cada personaje con elementos que hicieron parte de su vida diaria: una pluma, un caballo o un libro, por ejemplo. O en el caso de Jaime Garzón, el último vaciado en bronce, la caja de embolar de Heriberto de la Calle. Sin embargo, desde hace más de dos meses, la efigie del general Pedro Nel Ospina, ubicada en la avenida Caracas con calle 42, tiene un objeto muy particular en su mano derecha: una caja de aguardiente. Lo paradójico es que durante su mandato, en 1923, se aprobó la ley antialcohólica, para limitar el contrabando de bebidas embriagantes y se prohibió su consumo en “teatros, cinematógrafos, bailes públicos, reuniones políticas de carácter popular, galleras, calles y plazas”.

{ In Humana Vivir

bossueltos}

Los pacientes del país deben impacientarse con las EPS que no los tratan como usuarios del sistema de salud, sino como bultos de papas. Indignado y aterrado se encuentra un grupo de personas con enfermedad renal crónica, que recibía tratamiento en la Clínica del Country (al norte de Bogotá), porque el sábado 16 de agosto, Humana Vivir EPS envió a un chofer, con lista en mano, para que trasladara a los pacientes, en bus, hasta la Clínica Kennedy, al otro extremo de la ciudad, donde les continuarían el tratamiento. La EPS informó del traslado a algunos pacientes el día anterior, a las cinco de la tarde. Todos estaban molestos porque no se remitieron las historias clínicas, no se le avisó al personal del Country, y mucho menos se cumplió el protocolo médico exigido para el procedimiento de diálisis.

A falta de una placa con su nombre, cualquiera podría confundirlo con otro ex mandatario. Sin embargo, rígido y circunspecto —sin el menor signo de beodez—, Pedro Nel Ospina parece ofrecer un brindis por sus compatriotas, a despecho de su coterráneo, el presidente Uribe Vélez, tan intolerante con los borrachitos... ¡Salud, mi general!

Juan David Moreno B.

Es muy probable, entonces, que a consecuencia del traslado improvisado haya fallecido uno de los pacientes. Según testigos, el personal de la nueva sede, al no tener la historia clínica del enfermo desconocía si soportaría los filtros para limpiar su sangre, y murió a los veinte minutos de haber sido conectado a la máquina. Un grupo de pacientes presentó la queja ante la Superintendencia Nacional de Salud pero, al enterarse del reclamo, la EPS empezó a llamar a los usuarios para explicarles que el traslado era irreversible. No obstante, la Superintendencia le ordenó a la EPS devolver a la Clínica del Country a las personas que no se sintieran a gusto en la Clínica de Kennedy. Ante estos casos, clama al cielo el real cumplimiento de la reciente sentencia de la Corte Constitucional para garantizar la debida atención en salud a todos los usuarios del sistema, en especial a los más vulnerables.

Ailín Martínez

Pedro Nel Ospina por Andrés Hernández Godoy.

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Columnas}

Prefiero ser

Pocahontas

Por: Emma Jaramillo Bernat emis_jaramillo19@hotmail.com

Todas queremos ser Miss Universo y estar encerradas en un apartamento en Nueva York cual Rapunzel contemporánea. De lo contrario, nos conformamos con ser Señorita Colombia y darnos un chapuzón en Cartagena, como la Sirenita. Si eso tampoco, siempre existirán el bambuco y la panela, entonces más vale bailar como Esmeralda. O ser la reina del calzado, cual Cenicienta.

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La estrategia del

Bodytech

Llamar la atención sobre este problema ambiental, bien sea a través de un reinado u otros mecanismos, es importante porque el río Tunjuelo abastece de agua al sur de la capital y proporciona el 21% del caudal al río Bogotá, la principal fuente hídrica de la sabana. Así sí vale la pena aspirar a ser Pocahontas y defender el río que en tiempos precolombinos fue la inspiración y el sustento de los muiscas. Pero, chicas, no se emocionen demasiado y mejor eviten cualquier delirio de Fiona, pues es importante aclarar que el pantano de Shrek tiene mejor aspecto que el río bogotano.

toy atrasado en materia de vanguardias artísticas, pero a mí no me gustaría que mi novia viera las caras de atollado que hago en el baño. Faltaba más, ahora no es si no que pongan un retrete con vitrina en plena 7ª. A mí, en serio, que me intriga mucho este Bodytech con sus vidrios transparentes en plena avenida principal. A veces paso por el frente y me quedo aterrado de que a tanta gente en esta ciudad le guste exhibirse en tales condiciones de insalubridad, empapada en sudor, chuchenta, acalorada y, para rematar, en camiseta esqueleto.

Por: David Franco davidfranco664@msn.com

h de la 6

Bodytec

En Bogotá tenemos algo mejor. ¿Qué tal suena ser la reina del río Tunjuelo? Pues bien, el reinado existe. Este concurso tiene como propósito llamar la atención sobre la contaminación del río, al que llegan aguas negras, basura y desechos de las fábricas de la zona. Además, 30 millones de metros cúbicos de agua fueron represados en el valle del río por empresas mineras que cambiaron su cauce para poder explotar el terreno. Esas alteraciones debilitaron las tierras y deterioraron la zona de inundación natural del afluente, hecho que pone en alto riesgo a la población.

A mí me intriga muchísimo esa gente que va a hacer ejercicio al Bodytech de la calle 63 con carrera 7ª. Me intriga berracamente. Asumo que el que va, lo hace porque le gusta que lo vean haciendo su entrenamiento físico, y asumo que si le gusta que lo vean haciéndolo, es porque cree que se ve sexy o atractivo mientras se ejercita. Me pregunto de dónde saca esta gente sus referentes estéticos. Qué concepción de la belleza más rara. Yo, la verdad, no entiendo nada. Es que cómo carajos se le puede ocurrir a alguien que levantar una pesa y poner cara de tullido, o de estreñido, o qué sé yo, puede ser sexy, pero, caramba, si es la imagen más desagradable. De pronto es que yo es-

Ahora, la estrategia del Bodytech, impecable, porque mata dos pájaros de un solo tiro: a los mirones de afuera los deja “vitriniar” a las mamacitas que hacen ejercicio, y a las mamacitas las deja que se exhiban para los mirones de afuera. Eventualmente esos mirones se convierten en clientes para poder acercarse a las mamacitas. Una cosa queda clara, y es que gimnasios como el Bodytech, de los que cada vez hay más, fomentan no solamente la accidentalidad en las vías, sino también la cultura del traqueto, la de los cuerpos perfectos, esa del narcisismo y del exhibicionismo que tanto mal le hace al país. Lo último y ya, como para no irme a poner pesado: gimnasios como el Bodytech dañan la estética de la ciudad, rayan, desentonan en el panorama urbano… son, sencillamente, feos.

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Retro *Visor

El hippismo

Textos y fotos: Sandra Ramírez Carreño sandrita2905@gmail.com

pasajero en la calle 60

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Julio Flórez, el poeta de las flores negras, testigo imperturbable del hippismo.

El parque y el pasaje de la calle 60 fueron los puntos de encuentro del movimiento hippie capitalino, que tomó fuerza a finales de los años 60 como réplica criolla del francés Mayo del 68. La historia resulta inédita para las nuevas generaciones, que no imaginan que una marca de ropa pudiera llamarse Coma Mierda y No Me Olvide, y se vendiera en el almacén Las Madres del Revólver. Una crónica basada en los recuerdos de algunos de sus protagonistas, que conservan la pinta y el espíritu rebeldes.

Hace 38 años, cuando Misael Pastrana subió al poder, una gran cantidad de hippies, empeñados en salir de la rutina y en predicar la paz, gritaban por la calle de la 60: “¡Huy, legalizaron la marihuana, legalizaron las drogas!”. Habían escuchado el rumor de que consumir marihuana ya no era un delito, sino una contravención; entonces podían fumar a sus anchas. Pero al primer ingenuo detenido en la calle, que le soltó la bocanada de humo al agente de Policía, informándole, además, que tenía una libra de la “yerba maldita” en su casa, de inmediato lo encarcelaron. Era un rumor pasajero. La calle 60, entre carreras 7a y 13, fue testigo del movimiento hippie en Bogotá. El parque Julio Flórez empezó a ser frecuentado por jóvenes que salían de sus casas con pocas ganas de volver. Sus vestimentas coloridas —que contrastaban con las prendas oscuras que usaba la mayoría de los capitalinos—, impactaron por lo raras y descomplicadas. Los “peludos”, como los llamaban porque se dejaban crecer el pelo y la barba, usaban collares, anillos y ruanas hasta el suelo.

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La idea de los jóvenes era transformar el parque en un lugar habitable para ellos. “Estaba sumamente descuidado, entonces, decidimos que había que arremangarse para dejarlo limpio; eso fue como una toma del parque, porque después de haber trabajado ahí, uno lo sentía suyo”, cuenta Roberto Fiorilli, ex integrante de la famosa banda de rock de la época, Los Speakers. Pintaron la fuente con óleos donados por el “Vale” Valencia, un venezolano que estudiaba bellas artes, y pintaron las bancas de todos los colores. En una tarde cualquiera, se podía escuchar un concierto de rock gratuito al que asistían unas 300 o 400 personas (la mayoría hippies, pero también muchos curiosos). Se realizaban recitales de poesía a los que iba como invitado el poeta Jotamario Arbeláez; sesiones artísticas de happenings, danza y obras de teatro improvisadas, pero únicas. De resto, el parque era el “parche” donde consumían drogas, charlaban y meditaban.

Un pasaje persa A unos 70 pasos hacia el occidente del parque, sobre la carrera 9ª, estaba el pasaje de los hippies. Hoy es un centro comercial (Pasaje de la 60), que tras 40 años no conserva ni el remoto olor a marihuana y a sahumerio, sino a cauchola y a bóxer de un taller de reparación de zapatos del segundo piso. El dueño del pasaje era un español que alquilaba los locales a precios muy bajos. “Era feliz de que esto se hubiera llenado de colores y de jóvenes”, cuenta Tania Moreno, la organizadora del Festival de la Vida en el Parque Nacional (1970) y una de las más activas repre-

Como los hippies de hace 40 años, los indigentes de hoy se echan sus motosos en el parque de la 60.

sentantes del movimiento hippie, con quien deshacemos los pasos por el sector. Uno de los primeros negocios que comenzaron a funcionar en el pasaje fue el de Libardo Cuervo, Las Madres del Revólver. Allí vendían ropa de la inconfundible marca Coma Mierda y No Me Olvide: pantalones bota campana, blusas y faldas largas al estilo hippie. Cuervo estudiaba arquitectura y por ello tenía una noción estética de la decoración. En la exhibición de la vitrina, la ropa salía de un inodoro platinado, con el objetivo de escandalizar. Los almacenes surgían como hongos en el pasaje de los hippies. En Thanatos, de Tania Moreno, y en El Escarabajo Dorado, de los hermanos Marín, se podían conseguir afiches de las grandes estrellas de rock, como The Rolling Stones, The Beatles, Led Zepelin o Bob Dylan. Como entonces no se reconocían los derechos de autor, los dueños de los negocios reproducían las fotos de las revistas gringas para imprimir afiches de un cuarto de pliego, que vendían a un peso. En el variopinto pasaje de los hippies funcionaba la discoteca Pampinati, de Jorge Cano —un negocio conocido como CIA— o el Comité de la Desesperación, de Héctor Mogollón; también Safari Mental, donde se podían conseguir objetos poco comunes, como cepillos de dientes y ropa interior usados, mercancías de poca salida. Allí no se vendía casi nada, pero en las noches se armaban rumbas muy famosas. El almacén Discos Zodíaco, de Humberto Monroy, Álvaro Díaz y Roberto Fiorilli, era un espacio iluminado con luz negra (ultravioleta) para que resaltaran los afiches fluorescentes, y donde los asistentes seguían el ritmo de la música con una cajita de fósforos. Discos Zodiaco no vendía mucho y quebró porque las disqueras, que les habían prometido los derechos de los discos del rock colombiano que se estaba produciendo, empezaron a vender los acetatos por su cuenta. En esos locales se vendía de todo: drogas, discos, ropa. Incluso había una panadería. Parecía un mercado persa. Las niñas que se volaban de la casa llegaban al pasaje y a cambio de trabajo en algún negocio podían pasar allí la noche, o simplemente amanecían en los pasillos porque lo importante era no mojarse en días de lluvia. Muchos de quienes hicieron parte del movimiento hippie eran estudiantes de colegios y universidades que en ocasiones llevaban una doble vida entre hippies y adolescentes ejemplares. “Uno veía cómo los papás iban y sacaban de la oreja a sus hijos a golpe limpio o a cachetadas, porque los papás estaban escandalizados de que los hijos fueran allá; obviamente, el consumo

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pie y siempre se tropezaban con la gente o con las paredes. En esa época la Policía sólo tenía conocimiento de la marihuana —“la hierba maldita”, como la llamaban en la prensa—; entonces Los Pepos, para no levantar sospechas, hacían buches con trago para simular que estaban borrachos y evitar ser llevados a una estación de Policía. Otro de los clanes que hicieron presencia en el parque de los hippies fue el de unos jóvenes que, en lugar de usar ruanas para abrigarse, usaban cobijas, como lo hacen los indigentes de hoy; otros llegaban por las tardes a dormir en el pasaje y por la mañana se iban.

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de drogas era total, las pintas que se veían, las fachas, eso era la locura”, cuenta Tania Moreno. {8}

Como muchos de los que decidían abandonar sus casas llevaban únicamente lo que tenían puesto, les tocaba hacer su propia ropa. Entonces, rompían los jeans en la parte inferior para luego darles la apariencia de un pantalón bota campana con algún retazo de color. En cuanto a las niñas, siguiendo la moda estadounidense, y queriendo parecer campesinas, usaban vestidos a los que les cosían telas de colores para que llegaran hasta el piso. Los fines de semana el pasaje se llenaba más que de costumbre. Una vez, relata Tania, la baranda del segundo piso —que era de madera— se cayó por la cantidad de gente y por lo menos una vez a la semana alguien se caía y se partía un brazo o una pierna, hasta que mandaron hacer una de metal.

Los personajes de la 60 Las tendencias eran clave en el auge del hippismo. Había hippies dedicados a la rumba, otros a la reflexión espiritual y, por supuesto, los consumidores de drogas. Uno de los grupos más reconocidos fue el de Los Pepos, que “metían” diferentes tipos de drogas, como el Mandrax (metacualona), Qualude y Mequelón. Drogas a las que en Estados Unidos llamaron down, que “achantaban” a los consumidores y les ocasionaban mareos; razón por la cual Los Pepos no se podían sostener de

Uno de los personajes más representativos era un gringo que se vestía como monje franciscano y andaba descalzo por la ciudad. De ojos azules, pelo largo y rubio, “Brother John” no era creyente ni religioso, pero tenía unos cuantos seguidores. Por otro lado, Benjamín Villegas, el futuro dueño de Villegas Editores, andaba por el parque de la 60 con una capa de satín de doble faz y fue, posteriormente, uno de los fundadores de “La calle”, otro espacio representativo para el hippismo en Bogotá, ubicado en las inmediaciones del Hotel Hilton, hoy sede de un centro comercial. Como la Policía no tenía idea de la existencia de los ácidos, al mercado del pasaje de los hippies llegaban gringos con bolsas que contenían entre 5.000 y 10.000 dosis de una droga llamada mezcalina sintética, que se podía adquirir a bajo costo. Una gran cantidad de extranjeros provenientes de Canadá, Estados Unidos y Europa venían a Colombia con camisetas que decían “Smoke the Best; Smoke Colombian”. También al pasaje de los hippies empezaron a llegar rumores sobre los hongos alucinógenos que había en el río La Miel, cerca de La Dorada, adonde fueron a parar muchos hippies nacionales y extranjeros. Los hombres que dieron “la buena nueva” de los fantásticos hongos iban vestidos de blanco y, con todo el aplomo sostenían que las vacas en la India eran sagradas porque de su boñiga nacían los hongos que permitían alcanzar unos viajes extraordinarios. Estos lugares alojaron el movimiento hippie entre 1969 y 1971. Después entraron en decadencia. En el pasaje, los negocios comenzaron a cerrar, “pues todo es una moda, todo es como espuma”, dice Tania Moreno. En el pasaje de hoy, casi 40 años después, muy pocos locales están abiertos, y el estilo predominante es kitsch. En lugar de las Madres del Revólver hay una Central de Medias, tres locales de cabinas telefónicas y un negocio de pantuflas. Sin embargo, el pasaje conserva los secretos de una generación que realmente creía en la paz y el amor.

* }estaciónCENTRAL [ ]

La seguridad

Textos y fotos: Luz Ayda Gómez Durán luzgomez@javeriana.edu.co

colgando de un puente

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La movilidad, automáticamente, se asocia con autos, no con peatones, por ello las últimas administraciones se han preocupado más por construir viaductos y puentes de las troncales de Transmilenio, que puentes peatonales. En total, hay 186 puentes en la ciudad, y 40 en proyecto, pero el presupuesto para construirlos está en el aire, con lo que la vida de los peatones queda en riesgo. El problema visto de lado y lado en este reportaje. {9}

Signos de ciudad, ilustración de Sonia Sánchez.

Albina Velasco, de 22 años de edad y estudiante universitaria, no ha podido vencer el miedo que le causa el cruce del puente peatonal de la calle 80 con avenida Caracas, ubicado cerca de su casa. Primero, por la vibración y los daños del piso, y segundo, porque hace 15 años, al pasar el puente del Éxito de la calle 80, sufrió un accidente que la marcó: “Las tablas estaban dañadas, pisé una y se movió. En ese momento mi cuerpo se deslizó hacia abajo y de no ser por mi mamá y la baranda de al lado, que me retuvieron, hubiera seguido derecho en medio de la cantidad de carros”, comenta. Sin haber pasado un susto como el de Albina, muchos peatones prefieren torear los carros en una vía rápida antes que usar algunos puentes peatonales de la capital, por el estado de deterioro en el que se encuentran o por el entorno de inseguridad debido a la presencia de delincuentes, a la invasión de los vendedores ambulantes, a la poca iluminación, al desaseo y a la inadecuada construcción para discapacitados, entre otros problemas. El último informe de Medicina Legal, difundido por el Fondo de Prevención Vial, que va de enero a julio de 2008, registra 182 peatones muertos en Bogotá, y 518 heridos graves. {10}

Se sabe que cuatro de cada diez muertes ocurren por no utilizar los puentes peatonales. Para el funcionario del Fondo Nacional de Prevención Vial, Ángel Erney Bejarano: “No se acostumbra utilizar el puente peatonal en Bogotá, ya que falta más personal de la Fuerza Pública que contrarreste la inseguridad en estos lugares. Además, los vendedores ambulantes obstruyen el paso y existen pocos puentes en corredores viales de gran importancia”. En el mismo sentido, la arquitecta Olga Lucía Ceballos, directora del Instituto Javeriano de Vivienda y Urbanismo, afirma: “Los peatones no usan los puentes porque sus localizaciones son inadecuadas, sus dimensiones son insuficientes para el flujo de usuarios, vibran demasiado con el paso de los vehículos o tienen riesgo de atracadores, ante lo que un peatón queda atrapado”. La edad también incide en la accidentalidad. Así, los niños y jóvenes entre los 10 y 19 años y los adultos mayores de 70 años son los más expuestos. “Hay muchos jóvenes a quienes les falta cultura ciudadana, no utilizan los puentes; los ancianos salen solos y son la población más vulnerable porque sus reflejos no funcionan bien y tienen una menor capacidad de respuesta frente a eventos repentinos”, comenta Jesús Hoyos, mayor de la Policía de Tránsito de Bogotá. En cuanto a los menores, suelen tener accidentes porque las instituciones educativas o centros recrea-

Carrera 7a con calle 33 , frente al Colegio Camilo Torres, un puente poco utilizado por los estudiantes.

tivos están ubicados sobre vías demasiado anchas con puentes peatonales a más de 200 metros de distancia, y existen casos donde no hay ningún cruce a la vista. Este problema no se ha tenido en cuenta en los proyectos de construcción de obras de ingeniería civil. “Los pasos de peatones son puntos críticos y es preciso realizar un tratamiento cuidadoso a la hora de diseñarlos y señalizarlos”, opina la arquitecta Ceballos. Si bien la falta de cultura ciudadana es una de las causas de accidentalidad, el mal diseño de los puentes peatonales crea dificultades a la hora de transitarlos. La mayoría de los puentes bogotanos tienen cinco metros de altura, una pendiente de 8% y una rampa de 70 metros de longitud, lo que desestimula su uso.

Los puntos críticos En otros casos, los estudiantes exhiben su falta de cultura ciudadana. En la carrera 7a con calle 33, frente al colegio Externado Nacional Camilo Torres —y a menos de 100 metros del paso de cebra— hay un puente peatonal que no utilizan los estudiantes de las tres jornadas. “El puente está bien ubicado y el semáforo está muy cerca, pero toca enseñarles a los alumnos del colegio con patrulleros que les llamen la atención y les pongan comparendos educativos. Hasta ahora no ha ocurrido ningún accidente, pero con frecuencia los carros frenan bruscamente encima de los muchachos y ellos lo toman como un juego”, expresa el patrullero Álvaro Rosado.

* }estaciónCENTR [ ]

ta * ciónCENTRAL

Respecto a la distancia mínima entre puentes peatonales, el concejal liberal Leo César Diago recuerda: “Un decreto del 2003 establece que en zonas industriales y de alta concentración comercial, el trayecto máximo entre puentes peatonales sobre una misma vía es de 250 metros. Cuando hablamos de zonas residenciales, es de 500 metros. Pero estos recorridos se hacen muy largos y es donde el peatón prefiere exponer la vida ya sea por afán o por pereza. El trazado vial de la ciudad, con autopistas de seis carriles, obligaría la construcción de un puente cada 200 metros”. El puente peatonal de la avenida Circunvalar con calle 51 se encuentra ubicado a más de 200 metros de los barrios Pardo Rubio y El Paraíso, de la localidad de Chapinero, lo que no constituye problema para las personas jóvenes y saludables, pero sí para los ancianos, discapacitados, mujeres embarazadas o personas

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con niños de brazos. Adicionalmente, los puentes peatonales más cercanos se encuentran, hacia el sur, en la calle 28 con Circunvalar (cerca de la Universidad Distrital) y, hacia el norte, en la calle 61 con Circunvalar (al lado de la Universidad Manuela Beltrán). A propósito, en el separador de la avenida —entre la Manuela Beltrán y la Estación de Policía de Chapinero Alto— se levantó una barrera de poco menos de un metro para evitar que la gente cruzara, pero sólo sirvió para estimular a los futuros “competidores de salto sin garrocha”. Pero una de las razones más aducidas por los peatones para no usar los cruces peatonales es que no cuentan con la debida iluminación y señalización. “Por ejemplo, de la calle 53 hasta la Terminal de Transportes hay muchos lugares de atracción y recreación, y el puente que queda sobre la avenida de La Esperanza es muy oscuro y solitario para que los peatones lo utilicemos. Es una odisea pasarlo todas las noches al llegar de la universidad”, explica Armando Mendinueta, estudiante de la Universidad de los Andes.

Cuarenta puentes pendientes Para evitar la accidentalidad, el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) tiene un presupuesto de 266.000 millones de pesos que invertirá en la construcción de 40 puentes peatonales hasta el 2015. Según el informe del IDU, en el primer semestre de 2007 se debieron ejecutar los estudios y diseños para el puente peatonal de la avenida Ciudad de Cali con calle 20, y en el segundo semestre de este año debería estar lista la obra. Pero en agosto de 2008 aún no había empezado la construcción del puente. No se ha definido siquiera el contratista. Entre las proyecciones del IDU a corto plazo están la construcción de puentes peatonales en la autopista

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Norte con calle 183 (adosado al polémico puente vehicular del Centro Comercial Santafé) y en la avenida Boyacá con calle 64 Sur (previsto para el segundo semestre de 2007, que tampoco se ha hecho). También tendría que estar en servicio un puente en el kilómetro 5 de la vía a La Calera —en el sitio conocido como La Capilla—, que exigieron los vecinos del barrio mediante una acción popular fallada positivamente por el Consejo de Estado; debería haberse entregado en el 2007, pero sigue en el aire.

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Según quejas que recoge la Contraloría Distrital, la ciudadanía espera la construcción de varios puentes que se necesitan con urgencia y que no han tenido en cuenta las administraciones locales: en la carrera 48 para conectar el parque con la Biblioteca Virgilio Barco; en la avenida 13 con la avenida 68 y con la avenida Boyacá; en la avenida Boyacá con calle 68; en la avenida 68 con calle 68 y con calle 26. Sin embargo, entre las proyecciones a corto, mediano y largo plazo del Comité Interinstitucional de Pasos Peatonales —integrado por el IDU, la Secretaría Distrital de Planeación (SDP) y la Secretaría Distrital de Movilidad (SDM)— no se ha previsto la construcción de estos cruces, a pesar de que están ubicados en zonas de gran accidentalidad, cerca de instituciones educativas, sectores comerciales y recreativos.

Cruce de intereses políticos Los 40 puentes peatonales están incluidos en el Plan de Obras de los Sistemas de Movilidad y de Espacio Público, que será ejecutado por medio de la valorización. Cuatro grupos conforman el plan: el primero incluye 13 puentes peatonales que se construirían en el 2007; el segundo, 9 puentes que deben estar terminadas en el 2009; el tercero, 4 cruces peatonales para el 2012, y el cuarto, 5 puentes para el 2015, con un total de 31 puentes peatonales. Es decir, desde que se firmó el Acuerdo, en octubre de 2005, se adicionaron 9 puentes, para llegar a los 40, pero todavía no se ha construido el primero, aunque el plazo máximo para iniciar la construcción de las obras de cada grupo no puede exceder los dos años. Si bien la Administración expresa que el monto por “contribución” de valorización no es un tributo, los ciudadanos lo asumen como un impuesto. Además, no ha habido ningún tipo de concertación con la comunidad, que tiene la percepción de un gravamen obligatorio. Más allá de la discusión semántica, lo cierto es que el ex alcalde Luis Eduardo Garzón no cobró esta contribución, y el alcalde Samuel Moreno no se ha pronunciado, con lo que no hay presupuesto para la construcción de los puentes peatonales proyectados del 2007 al 2015.

Por otro lado, el presupuesto de la Armonización Presupuestal del Plan de Desarrollo no ha sido aprobado en el Concejo de Bogotá, y en estos momentos la Administración no cuenta con recursos para ejecutar sus proyectos de inversión (2008-2012). Y, como si fuera poco, al ser modificada la ley 80 de contratación —en busca de mayor transparencia y eficiencia— hay que ajustar los procesos de contratación, lo que toma su tiempo. “La construcción de nuevos puentes es un programa del IDU y se ha parado. Hay licitaciones públicas abiertas para promover la construcción de nuevos puentes vehiculares, pero no peatonales, y sin tener el presupuesto asignado. Y para completar, la última Administración de la ciudad se dedicó al tema social y descuidó la infraestructura vial”, argumenta el ingeniero Guillermo Salcedo, gerente de proyectos de Constructec Ltda., firma certificada que desde hace 25 años trabaja en la construcción de puentes, obras de infraestructura vial y de urbanismo. En palabras del ingeniero Salcedo, el costo promedio por puente peatonal es de 4.000 millones de pesos, razón por la cual, 266.000 millones sería demasiado dinero para invertir en este rubro. “Cada puente peatonal estaría costando 6.650 millones de pesos. Una cifra muy elevada para la construcción. Es de vital importancia invertir, además de la infraestructura, en el mantenimiento y en las reparaciones de tantas obras que se encuentran en mal estado”. Pero el IDU enfatiza: “Son dineros estimados. Nosotros no sólo tenemos en cuenta la construcción de puentes, sino también la compra de predios o inmuebles ubicados en el lugar de la obra”.

Salitre Plaza: puente peatonal sin iluminación.

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En los últimos cinco años la construcción de puentes peatonales y la reparación de los más antiguos, se ha desacelerado. Sólo se ha invertido en infraestructura vial y espacio público para Transmilenio (con la construcción de 35 corredores peatonales que sí tienen pleno uso). “Antes el ritmo de construcción era mayor. En las administraciones de Enrique Peñalosa y Antanas Mockus se construían más puentes en un mes que hoy en un año. En las anteriores administraciones construimos alrededor de 25 puentes para la ciudad y, en la de Garzón, ninguno. Además, el periodo de ejecución de un puente está entre tres y seis meses. O sea que el tiempo no es impedimento para trabajar en esto”, dice el ingeniero Salcedo.

Los puentes deteriorados Estudios de ingeniería del Instituto Nacional de Vías (Invías) muestran que los puentes peatonales tienen una vida útil de hasta 40 años; muchos puentes de la ciudad no han alcanzado a llegar a los 15 años por presentar fallas estructurales y de pavimentación. Bogotá cuenta con 186 puentes peatonales registrados, de los cuales 78 se construyeron antes de 1995 (cuando no regía el Código Colombiano de Diseño Sísmico de Puentes), y 108 entre 1996 y 2006, con posterioridad a la normativa antisísmica. Según cifras del IDU, “un poco más del 40% de los puentes de la capital tiene en promedio entre 20 y 30 años de atraso en el mantenimiento de la infraestructura”. Esto quiere decir que al menos 78 puentes peatonales enfrentan amenazas y riesgos frente a posibles movimientos sísmicos.

Puente de la calle 26 con carrera 45, frente a RTVC, con alto índice de robos.

Según informa una fuente del IDU, los puentes peatonales que sobrepasan los 20 años tendrán una adecuación en el segundo semestre de 2008. Éstos son: autopista Norte con calle 182; avenida 68 con calle 1ª Sur; avenida Boyacá con calle 64A y con calle 23; avenida Primero de Mayo con carreras 12, 49C, 55 y 73A; avenida Caracas con calle 48 Sur; calle 80 con carrera 3a; avenida 63 con carrera 50 y antigua carretera de Oriente con calle 58 Sur. El 15 de agosto de 2007, la Contraloría de Bogotá denunció el deterioro de los puentes peatonales, basada en reclamos y observaciones tanto de ediles locales como de la ciudadanía. El subdirector de fiscalización de la Dirección de Infraestructura y Transporte de la Contraloría de Bogotá, Dagoberto Correa, asegura: “Es preocupante que el IDU no haya prevenido estos daños y que exponga de esta manera miles de vidas que a diario utilizan estos puentes”. Lo paradójico es que las listas expuestas por la Contraloría Distrital y el IDU de puentes deteriorados y que hoy son una amenaza para la ciudad no coinciden. Según el debate que lideraron en el 2006 los concejales Leo César Diago, Armando Gutiérrez y Jorge Durán, hay 114 construcciones en peligro por deterioro. Pero la Administración Distrital y el IDU no han previsto realizar intervenciones de tipo estructural, como demoliciones, dado que, según sus funcionarios, los cruces peatonales —aunque no estén en excelente estado—, tampoco han recibido un diagnóstico tan drástico. Dagoberto Correa responde que no tiene idea de la lista que ha publicado el IDU, pero afirma que la Contraloría ya envió el informe al IDU para que esta entidad informe sobre las acciones que tomarán para cada uno de los cruces obligatorios en mal estado (ver recuadro página 14).

Operativos que descontrolan La Secretaría de Movilidad y la Policía Metropolitana de Tránsito desplegaron en los dos últimos años un dispositivo de control llamado Plan Puentes, con más de 400 auxiliares bachilleres, mimos y orientadores de movilidad, ubicados en los lugares con mayor accidentalidad. “El programa Puentes Peatonales Seguros nació en el 2006 y tiene como fin disminuir la inseguridad, no permitir que las bicicletas pasen por ellos, colaborar con el cruce a personas discapacitadas, desalojar a los vendedores ambulantes y mendigos y evitar campañas publicitarias porque obstruyen la visibilidad”, enfatiza el mayor Hoyos. Según él, la ley de pequeñas causas favorece este programa porque endurece las penas para quienes incurran en delitos como hurto, tráfico y porte ilegal de armas.

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A pesar de los esfuerzos, el delito por hurto sigue en alza en la capital, y en los puentes peatonales se producen diez robos por día. César Márquez, profesor de la Universidad Javeriana, cuenta que en el último año lo han atracado dos veces en horas de la noche en el puente peatonal de la calle 26 con carrera 45, ubicado al lado de RTVC. Aunque la Policía está al tanto de la peligrosidad, hoy en día no hay vigilancia.

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Desidia ciudadana Ángel Bejarano, del Fondo Nacional de Prevención Vial, está seguro de que la educación es un instrumento que garantiza la seguridad para el peatón. Lo que corrobora, una vez más, la urgencia de empezar a instruir y a corregir los malos hábitos ciudadanos. La cultura vial se construye mediante procesos educativos. Así lo establece un decreto del año 2000 que sanciona al peatón con una multa de diez salarios mínimos diarios y la asistencia a cursos de educación vial por incumplir las normas de tránsito. “La sanción no procederá cuando las condiciones físicas de los puentes no garantizan la seguridad de los peatones y, sobre todo, en aquellos casos en los que las personas con discapacidad o mayores de 65 años no pueden hacer uso de ellos”, afirma Bejarano. {14}

Así mismo, el decreto 164 de 2007 obliga a colegios y universidades de carácter público y privado a dictar cátedras de tránsito y seguridad vial. Esta primera fase empezó en la localidad de Suba con 24 colegios. La institución que inauguró el curso de capacitación fue el Colegio 21 Ángeles. Esta propuesta lúdico-pedagógica es liderada por la Secretaría de Educación, la Secretaría de Movilidad, la Policía de Metropolitana de Tránsito de Bogotá y el Fondo de Prevención Vial. Javier Hernández López, miembro de la Corporación Visionarios por Colombia (Corpovisionarios) y ex secretario de Tránsito y Transporte de Bogotá, afirma: “Las campañas alusivas en medios de comunicación o en vallas, los frecuentes operativos de control por parte de la Policía de Tránsito, los comparendos educativos y la vigilancia permanente permiten disminuir los índices de accidentalidad, mejorar la movilidad y consolidar cambios en comportamientos culturales”. Como se infiere, la adecuación y mantenimiento de la infraestructura vial no son suficientes para ofrecer seguridad a los transeúntes, sino que se necesita fomentar la educación vial. Pero, ante todo, hay que ofrecer a la gente la opción de cruzar un puente en una vía de gran peligrosidad, sólo así se evitarán las trágicas cifras de peatones muertos y lesionados en accidentes de tránsito en Bogotá.

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OficiOs

Caballero andante

con machete

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Textos y fotos: Lucía Camargo Rojas luciacamargorojas@gmail.com

En los cerros orientales los guardabosques del Acueducto protegen las reservas forestales, guían a los caminantes y se ocupan en oficios del campo. Jaime Pineda, uno de los “sapitos” más veteranos, comparte una jornada con Directo Bogotá en sus dominios de Santa Ana. Don Jaime, uno de los 40 guardabosques del Acueducto.

En medio de los árboles y el sonido lejano de una quebrada se oye un “croac, croac, croac…”. Luego se escucha “¿Aló?”. Pero no es un batracio lo que suena, sino un ringtone de celular cuya señal llega a los cerros de Bogotá, donde vive Jaime Pineda, guardabosques de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá. Estamos en una caminata por el predio que él cuida. Yo, ingenuamente, creí ver un sapo real cuando me percato de que la posmodernidad nos juega malas pasadas: ya hasta los guardabosques tienen teléfonos móviles que, irónicamente, imitan la naturaleza. Me río y don Jaime me cuenta que a los encargados de cuidar los bosques les dicen “sapitos”. Su uniforme es verde azuloso y consiste en una gorra, un pantalón y una camisa de manga larga, que lleva tanto en un bolsillo como en la espalda la figura del sapo blanco que identifica a la empresa. Don Jaime lo porta orgulloso, pues lleva 19 años trabajando como guardabosques. Acaba de cumplir 60 años y se pensionará en el 2009, pero prácticamente no tiene canas. La gruesa piel de su cara se debate entre el blanco y el rojo por la exposición al sol. En el camino nos encontramos con un padre y su hijo, que le agradecen al guardabosques por haber conseguido un carné para recorrer el predio. Él me explica que se debe pedir un permiso a la empresa para visitar con frecuencia la zona.

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OficiOs El machete en acción.

La ruta de los caminantes

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Hacia las seis de la mañana acuden entre 20 y 30 personas a los predios del Acueducto en Usaquén a caminar y respirar aire puro. Sin embargo, si alguien visita el terreno los sábados y los domingos en la noche y se aleja hasta la parte más alta, es probable que sea atracado. Don Jaime cuenta cómo muchos se han devuelto literalmente sin nada, ni siquiera con ropa. Al lugar se llega por la calle 119 con carrera 7a; luego se debe subir por la cuesta empinada que es esta vía hasta la carrera 0, donde está el Gimnasio los Cerros y, más adelante, la portería del Club del Acueducto. Si uno mira hacia abajo, se encuentra con todas las lujosas edificaciones de Santa Bárbara Alta. A continuación, si la persona va caminando, puede durar unos 40 minutos hasta llegar a la casa de don Jaime (teniendo en cuenta que el sendero es empinado), mientras que si va en carro puede tardar unos diez minutos. Por el camino se pasa el Club del Acueducto y luego se llega a una carretera destapada por la que se debe cruzar a la izquierda. En medio de los árboles hay una pequeña casa, como si fuera un sitio encantado en el lujoso sector. Don Jaime debe hacer un recorrido por su propio predio tres veces a la semana. Otros días, cuando lo llaman para colaborar con otros guardabosques, funcionarios de la Empresa del Acueducto llegan hasta la casa encantada en un carro y lo recogen para ir a Chingaza, por ejemplo. Así, el “sapito” explica que todos los días su trabajo es diferente, lo que no lo libera

de la obligación de estar las 24 horas pendiente de su predio. Si no se encuentra en la zona de Santa Ana, su esposa Lucía se hace cargo, y si se presenta algún inconveniente, lo contacta por radioteléfono.

Contra la maleza y los maleantes Mientras vamos caminando, don Jaime saca su machete de la vaina, hecha de cuero color marrón y rodeada por una trenza fina del mismo material. Lo hace de forma espontánea, sin fuerza, con la rapidez de los caballeros de la Edad Media cuando sacaban sus espadas y se disponían a batallar. La contienda de don Jaime es con las matas que impiden el paso a los caminantes. Al cortar las ramas produce un ruido agudo y fuerte (el mismo que seguramente producían los hidalgos cuando le quitaban el brazo a alguno de sus contrincantes) y se cuida de eliminar únicamente las que hacen estorbo. Acto seguido, el guardabosques retira la mata cortada y la empuja hacia una de las orillas del sendero para que sirva de abono al bosque. Finalmente, devuelve el machete a la vaina, en actitud de victoria. El “sapito” tiene a su cargo siete senderos que debe mantener despejados. Y como cualquiera de los 40 guardabosques vinculados a la Empresa de Acueducto, cuida y protege las zonas de reserva forestal que le asignan. Por tanto, debe impedir que la gente invada los terrenos, estar pendiente de que los visitantes no boten basura o recogerla, dado el caso. Así mismo, debe controlar los incendios forestales, la deforestación y ejercer los oficios del campo: montar

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OficiOs

Los dominios del guardabosques en Usaquén.

y herrar un caballo, hacer una cerca, plantar y podar un árbol y usar la motosierra y la guadañadora. Y para hacer largas caminatas necesita tener muy buen estado físico. Don Jaime cuenta que los visitantes hacen fogatas, no las apagan debidamente y pueden causar incendios. A ellos, según el guardabosques, no se les debe tratar mal, sino explicarles de la mejor manera el daño ecológico que causan. “Hay que cuidar estos bosques porque son los pulmones de Bogotá; es la arborización la que purifica el aire contaminado de la ciudad”.

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El “guardapulmones” La figura del guardabosques se creó en la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá hace más

Don Jaime no sólo cuida las zonas verdes para todos los bogotanos, sino que, al hacerlo, también disfruta de su trabajo. “Uno siempre está con la familia respirando aire puro y así puede vivir más años, mientras que el habitante de la ciudad está estresado”, dice.

de 50 años por la necesidad de proteger las zonas

Antes de ser guardabosques trabajaba en una hacienda, pero hoy en día no echa de menos esa vida. “Hay que progresar. En esas fincas uno no tiene seguro ni estabilidad económica. Aquí la empresa da facilidades —afirma—. El trabajador, que es como un esclavo, apenas tiene para comer lo diario. ¿Qué tal que los hijos estuvieran allá en el campo? Mis hijos serían unos trabajadores iguales a mí: brutos así como uno, porque a uno nunca le dieron estudio. Le enseñaron apenas a coger la ‘rula’ y echar machete”.

nacimientos de los ríos y quebradas. Según Juan

En este oficio se debe tener mucha paciencia, no sólo para cuidar y estar a gusto con la naturaleza, sino también para tratar a las personas que quieren quedarse en los predios. Esa calma la da la vida del campo.

del agua a la capital—, se encuentra detrás de los

de reserva forestal administradas por la empresa. De hecho, el Acueducto es uno de los mayores terratenientes de la ciudad de Bogotá: sus predios albergan las reservas de agua y conservan los Ricardo Gómez, director de la Carrera de Ecología de la Universidad Javeriana, el área que cuida don Jaime está constituida por parte de los cerros Orientales, que es la zona más extensa de Bogotá con características verdes, y en esa medida, gracias al proceso fotosintético, las plantas producen glucosa y oxígeno para otras especies. Además, el páramo de Sumapaz —de donde llega buena parte

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cerros, que no sólo reciclan el aire, sino que además mantienen la calidad de agua.

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OficiOs

El peluquero de los curas Libardo García con uno de los sacerdotes más fieles a su corte.

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Textos y fotos: Angélica Murcia angelicamurcia@gmail.com

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Libardo García es el clásico peluquero, y ha vivido a punta de despuntar a su respetable clientela de jesuitas vecinos de las peluquerías de Chapinero, donde ha trabajado el último cuarto de siglo.

Al son de una melodía suave, barre los cabellos blancos y cortos de un hombre maduro que acaba de abandonar su silla de peluquería. Mientras acomoda las tijeras, las máquinas, la Biblia y las revistas, mira por la ventana la actividad de la concurrida calle 42. Así transcurre su vida entre conversaciones, consultas y encuentros con viejos amigos. Libardo García González lleva 53 años en una ocupación que describe como el arte de “darle elegancia a la cabeza de cualquier personaje”. Para él es un trabajo artesanal al que hay que dedicarle tiempo. Sacerdotes, educadores y estudiantes han acompañado buena parte de su vida. Trabajó 11 años en la Peluquería Javeriana, que quedaba en las instalaciones de la Universidad, y después abrió su propio negocio al frente, Estilos Javerianos, que tuvo que cerrar 15 años después por razones económicas. Ahora atiende a sus clientes en la peluquería Arnaldo, en la calle 42, arriba de la carrera 13. Por su silla han pasado personajes de la historia del país tan emblemáticos como Luis Carlos Galán Sarmiento y Rodrigo Lara Bonilla. Pero los clientes más fieles, por supuesto, han sido los padres jesuitas, que ocupan la mayor parte de su agenda. Desde decanos de facultades hasta padres que ya no están en la Universidad sacan tiempo para pasarse por allí.

El primer corte en 1955 Libardo nació hace 68 años en una vereda cerca de Villeta, Cundinamarca. Su familia salió del pueblo natal por la violencia y se refugió en Paz del Río, Boyacá. Al principio iba a la escuela, pero un día se cansó de que la profesora le pegara por ser zurdo y porque su papá era del partido liberal, en la época de la Violencia. Entonces decidió volverse barbero, como su padre. El 26 de septiembre de 1955 —lo recuerda nítidamente— hizo su primer corte. Su cliente, Mariano Eslava, quedó muy contento con el trabajo y le pagó 50 centavos. Desde entonces empezó a atender entre semana la barbería de su papá, quien trabajaba principalmente en mampostería para sostener a la familia.

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Además de su progenitor, su maestro fue Luis Rincón, de Soatá, Boyacá, quien le inculcó el pulimiento en los cortes. Además, era un excelente barbero. Rara vez se toma un descanso. Incluso ahora presta servicio los domingos en una pequeña peluquería que tiene en su casa, en el barrio Nuevo Muzu. Cuenta con una clientela fija para el fin de la semana y así, trabajando duro, ha logrado sacar adelante a sus tres hijos. Actualmente vive con su hija de 19 años, que estudia ingeniería aeronáutica y trabaja en un call center. Es separado, así que de los oficios domésticos y de los gastos de la casa se encarga él, mientras Adriana estudia y trabaja para pagar su semestre en la universidad. Sus otros dos hijos están casados y viven de sus profesiones ajenas a la estética.

Doscientos jesuitas le confían su cabeza De sus más de 25 años en los alrededores de Universidad Javeriana tiene aproximadamente 200 clientes. Cree acordarse del nombre de todos ellos y siempre que se encuentra con alguno en la calle, lo saluda. Entre risas, afirma que a veces no lo reconocen sin su bata blanca de trabajo. Pero al final lo recuerdan con la misma cordialidad con la que él los atiende y le comentan que pronto tienen que pasar por un corte. Con sus mejores clientes lleva relaciones de más de 20 años; siempre lo buscan para un look clásico, porque se acostumbraron a la mano y a la conversación de Libardo. Así lo afirma el padre César Casas, quien dice que vuelve porque es el único lugar donde puede conversar con el peluquero de algo diferente a cómo quiere el corte. Para él, lo más importante es que el cliente quede satisfecho, por eso pone mucha atención a los detalles. Usa una cuchilla para pulir y un buen chiste para alegrarles el rato. Porque el secreto de un buen corte no es sólo que el resultado favorezca a la persona, sino que salga relajada de la peluquería, pensando que tal vez las preocupaciones se atenuaron. “La charla es como una terapia para ellos”, confirma García, pues a veces llegan tristes, deprimidos, y él los

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OficiOs

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Más de medio siglo en la profesión, y aspira a tener otra vez su propia peluquería.

anima o simplemente los escucha. Dependiendo del caso, los pone a leer un salmo, o si no son muy creyentes, les cuenta sus mejores chistes; “casi siempre salen con otra actitud”, comenta Libardo. Sin embargo, sabe que a veces debe callar porque hay quienes prefieren un “corte silencioso”.

cancelaba los compromisos con los estudiantes si ellos no estaban presentables. Les decía que volvieran cuando estuvieran peluqueados y bien vestidos. En sus 30 años en el cargo enseñó a los pichones de abogados a ser elegantes.

Ser el peluquero de los curas, además de reafirmar su fe en Dios, le ha dejado muchísimas experiencias, entre ellas un retiro espiritual que siente como único, ya que a pocas personas por fuera de la comunidad las invitan. De los jesuitas destaca su puntualidad, eso es algo que a él se le ha quedado. Por eso siempre llega a tiempo a las citas y es estricto en el cumplimiento de su deber.

Además de la puntualidad, Libardo aprendió a ser reservado: como si fueran secreto de confesión, guarda las revelaciones que se han colado en las miles de conversaciones con los curas. Conoce los gustos y las rutinas de casi todos los clientes. Para eso, y para todo, tiene muy buena memoria: sabe donde está cada uno de sus clientes que no han vuelto en más de dos meses y qué está haciendo en tierras tan lejanas.

De esa cualidad se acuerda sobre todo del padre Gabriel Giraldo, quien lo llamaba para acordar una cita a las 8:18 a.m. y llegaba a las 8:17 esperando que todo estuviera listo. Si no era así —recuerda Libardo con cariño—, el padre se ponía bravo porque no lo atendían como se había acordado, pero eso no pasaba muy a menudo. Comenta que era un cura muy estricto;

Como un padre orgulloso o un fiel amigo, se alegra cada vez que ve triunfar en la vida a alguien que pasó por su peluquería. Cuenta que muchos de los que se han sentado en su silla han alcanzado altos puestos en Colombia o han logrado un gran reconocimiento nacional. De estos recuerda varios gobernadores de departamentos y un famoso presentador de noticias.

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OficiOs

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La peluquería de la calle 42, vecina a la Javeriana, proveedora de clientela.

La nostalgia por lo clásico: el “visajismo” Libardo es especialista en cortes clásicos masculinos, son los que más le gustan, pero si tiene que cortar el cabello a las mujeres, lo hace. Añora la época en la que se trabajaba manualmente y no con una máquina, “a la que solo se le limpian las lanillas y listo”. Con nostalgia afirma que las nuevas técnicas de peluquería dejaron en el olvido el masaje y los cuidados. Cree que quedan pocos que practiquen la peluquería clásica como él, porque muchos de sus colegas han muerto y los vivos no han conservado esa escuela. Por eso su más grande sueño es montar de nuevo una peluquería en los alrededores de la Universidad. Parte de su técnica tradicional tiene que ver con definir qué tipo de corte le conviene más a cada cliente para que se proyecte mejor como profesional o como estudiante, “visajismo”, lo llamaban sus maestros. Así, cuando alguien le pide un corte, lo primero que piensa es en la calidad del cabello y en

la fisonomía del rostro para empezar su trabajo y dejar al cliente satisfecho. Con la proliferación de peluquerías en la ciudad se ha desprestigiado la profesión. “Ahora —comenta consternado— hasta regalan el trabajo, entonces es muy difícil competir”. Como tiene que amoldarse al mercado, su tarifa básica es de 8.000 pesos, pero dependiendo del bolsillo del cliente cobra menos. Aunque a veces le pagan mucho más, y con eso cuadra los almuerzos y el transporte; hasta juega el chance a ver si se gana el dinero para su peluquería. Mientras su sueño se vuelve realidad seguirá llegando muy temprano en la mañana para atender a sus clientes junto a Lucía y Arnaldo, los dueños de la peluquería, y sus compañeros de jornada. Se seguirá vistiendo con saco y corbata para ir a trabajar y seguirá hojeando el periódico del día, leyendo las noticias y los chismes light. Y cuando lleguen sus clientes los recibirá con una sonrisa y un cordial saludo, al mejor estilo clásico del sector.

* patriMonio

“Ciudad jardín”

en riesgo

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Por: Juana Restrepo banita87@hotmail.com

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Los vecinos de una histórica calle de Quinta Camacho luchan por preservar la arquitectura y el entorno de las bellas casonas inglesas, que contrastan con el pujante sector comercial y financiero de la avenida Chile. En septiembre, el mes del patrimonio, este conflicto ilustra la situación de muchos otros barrios que están perdiendo su origen residencial por las dinámicas del desarrollo.

La calle 70A, desde la carrera 7ª hasta la avenida Caracas es hoy un bello pasadizo de casas inglesas que nos remonta a las primeras décadas del siglo XX, cuando Europa marcaba los estilos arquitectónicos en Bogotá. Esta calle hace parte del barrio Quinta Camacho, y surgió de la finca de recreo de Enrique Camacho, un personaje misterioso que vestía de paño negro y recorría las calles sin mirar ni hablar con nadie. La casa de Camacho se ubicaba en la carrera 13 con calle 67, cerca al antiguo matadero de Chapinero. En esa quinta residió por bastante tiempo el torero español Leandro Sánchez de León, “Cacheta”, que desapareció en Quinta Camacho y se rumoraba que don Enrique era el culpable, y hasta que la casa se había tragado al matador. Cuando se comienza a recorrer la calle 70A desde la carrera 7ª aparecen imponentes edificaciones, como la casa de Carlos Lleras Restrepo, bien preservada por la Universidad Jorge Tadeo Lozano, que abrió al público la biblioteca del ex presidente. Luego sobresale el conjunto de casas inglesas estilo Tudor —proveniente de la dinastía de Enrique VIII—, con sus techos altos e inclinados, floridos jardines, pequeñas puertas y chimeneas (las primeras que se conocieron en la ciudad).

“Ciudad jardín” La familia Camacho urbanizó la finca. Algunas de las casas inglesas fueron construidas por los arquitectos Manuel José Hoyos y Luis Alberto Martínez, en 1940. Las casas Tudor se diseñaron con el fin de crear espacios cálidos para el invierno londinense, pero al igual que ocurrió con las villas francesas, las personas pudientes quisieron vivir en este tipo de viviendas para demostrar prestigio y distinción. La ciudad jardín o garden city fue el modelo urbano que se implementó con estas casas, y se refería a la necesidad de árboles y jardines en los andenes, para embellecer la urbe y mejorar la calidad del aire. El estilo Tudor se impuso en otros barrios capitalinos, como La Merced, Teusaquillo, La Magdalena, Palermo y Santa Teresita. La Merced era la zona más lujosa y elegante, aunque Quinta Camacho era más apetecida por la clase media alta. Las residencias inglesas parecen salidas de postales europeas por sus variadas formas geométricas y su construcción a base de ladrillo que contrasta con los árboles y las enredaderas de hiedra (popularmente conocida

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como “uña de gato”), que cubren sus fachadas y cercas. Al descender hacia la avenida Caracas el barrio se torna más residencial, y los jardines sembrados con rosas le dan un toque de color al contaminado sector.

Propietarios en pie de lucha Desde los años setenta, Quinta Camacho cambió su vocación residencial, ya que el centro se expandió y gran parte de la actividad se ubicó en la avenida Chile, donde se diversificaron los usos de este barrio. Por ello se fueron muchos habitantes del sector, otros lo hicieron porque cuando las familias disminuían las casas quedaban semivacías. Muchas de las casas de la calle 70A son ahora oficinas, y en las otras viven menos de veinte familias. A pesar de que el Departamento Administrativo de Planeación Distrital clasificó el barrio como sitio de conservación urbanística y arquitectónica, la aprobación de varias rutas de buses en el sector y de zonas comerciales ha llevado al deterioro de las casas.

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Doña Carmen Olivos vive en el barrio hace 37 años y conserva los pisos de madera originales de su casa, decorada con antiguos objetos y fotografías. Cree que a Quinta Camacho le queda poco tiempo como barrio tradicional. Además, la inseguridad ha aumentado tanto que esta señora muchas veces no alcanza a recoger el periódico los domingos cuando ya se lo han robado. “Los domingos el barrio está solo y esto parece boca de lobos. Entre semana las calles son un río de gente por el Transmilenio y también hay robos”, cuenta doña Carmen. Un grupo de vecinos se unió en 1990 bajo el nombre de la Corporación Quinta Camacho para proteger la arquitectura original de las casas y la arborización, excepcionales en la ciudad. Al hablar con algunos de los miembros se percibe que están aferrados a la idea de preservar el barrio en medio de la febril actividad comercial y financiera que lo rodea. En una de las fachadas más verdes de la calle —totalmente cubierta con enredaderas—, donde antes vivió la familia Arango Vélez (los abuelos maternos del ex presidente Andrés Pastrana Arango), vive María Clara Jiménez, una arquitecta que tiene un papel bastante activo en la Corporación. Ella guarda como un tesoro las carpetas con querellas que ha puesto durante los últimos quince años para ayudar a la causa. Muestra, además, las fotos de la calle en el transcurso de los años y habla con orgullo de cómo han conservado saucos, y pimientos, entre otros arbustos del sector, aunque también les han tumbado muchos.

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Jiménez defiende el valor patrimonial y la belleza del lugar, pero afirma que a pesar de los intentos, la gente siempre viola las normas: “La Corporación ha logrado mantener la arborización y truncar muchas obras, pero a veces me pregunto para qué luchar si es como tapar un hueco y destapar otro. Poca gente quiere la ciudad, y la conservación no se trata sólo de quedarse con el cascarón de las casas”.

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En uno de los restaurantes de la zona se encuentra Mauricio Pontón, quien durante varios años estuvo dedicado al negocio de comidas en el barrio. Mientras fuma un habano, cuestiona el desinterés de la Corporación por asuntos como el aseo y la seguridad, y dice que su trabajo se ha limitado a conservar las fachadas. Pontón también sostiene que los comerciantes, al igual que los propietarios, prestan atención a la zona porque les conviene que sea agradable. Mónica Vargas, otra vecina, señala la contradicción de la oficina de Planeación Distrital, que impide cambiar las fachadas, pero permite abrir múltiples negocios en el sector.

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La Carta de Atenas Según la Carta de Atenas, manifiesto urbanístico redactado en el IV Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, en 1933, y publicado por Le Corbusier en 1942, hay que saber reconocer

Los límites de la conservación

entre los testimonios del pasado los que tienen

Para el arquitecto Carlos Niño Murcia, magíster en historia y teoría de la arquitectura y experto en patrimonio y conservación, se debe mantener una mezcla equitativa de viviendas y comercio, pues si se van los habitantes, se conserva la idea de “ciudad jardín”. Así mismo, se tienen que adaptar estas casas al mundo actual, pero sin destruir su esencia. “El patrimonio no es lo viejo, sino lo que es muy bueno y debe conservarse como un ejemplo, en contraposición a lo que se hace ahora”, asegura Niño Murcia.

derecho a ser perennes. Por esto, si algunos

Por el momento, los pocos habitantes que quedan seguirán luchando por la conservación de su calle, aunque las políticas de conservación no tengan reglas de juego claras en Colombia.

intereses de la ciudad se ven obstruidos por una obra arquitectónica, se deben conciliar los dos puntos de vista. “La vida de una ciudad es un acaecer continuo que se manifiesta a lo largo de los siglos a través de obras materiales, sean trazados o construcciones, que la dotan de una personalidad propia y de los cuales emana poco a poco su alma. Esos testimonios preciosos del pasado serán respetados, en primer lugar, por su valor histórico o sentimental”, se lee en este documento, guía para conservar el patrimonio histórico y cultural en las ciudades contemporáneas.

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OficiOs

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De arriba abajo

Fotos: Jorge Andrade

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Texto: Emma Jaramillo emis_jaramillo19@hotmail.com

En Bogotá ya casi no hay ascensoristas. En los edificios del centro de la ciudad chatarrizaron los viejos ascensores y los reemplazaron por otros más modernos sin palancas y sin rejas. Hoy, en lugar de damas y caballeros discretos, amables y bien uniformados, quedan algunos que esperan su pensión o un mejor trabajo y los pocos privilegiados de los hoteles y clubes elegantes. Mientras tanto, a “subir y bajar como un yoyo”. Aída Lizeth, una de las pocas jóvenes que quedan en este oficio.

Fidedigno observa a su mujer desde un sofá de cuero rasgado, y María, sin notar que al fin la mira como antes, pronuncia la conocida frase que aleja el fallido intento de coqueteo de su marido: “Ellos cierran la oficina a las tres. Ya no están. Mañana abren al mediodía”. Luego, todos jalan la palanca, cierran la reja, pierden a tres potenciales amigos y, quizá, un amor “pasajero”. Primero, segundo, tercero, cuarto... El ascensor sube y aún nadie requiere su servicio… quinto, sexto. Y nada. ¿Qué pasó? Ahora baja, y nuestros ascensoristas se dan cuenta de que están solos.

En esta construcción helada…

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Aída Lizeth Sánchez Ruiz, de 21 años, prefiere no pensar mucho. Tiene la belleza de la juventud junto a la serenidad de una futura madre. Siempre lleva el pelo recogido y conserva una sonrisa que nadie podría decir que es de tristeza. El trabajo le ha gustado. Es feliz porque... quinto, cuarto, tercero, freno..., disfruta ayudando a los despistados. En el piso tres del edificio Lumen, Flaminio Olarte, que lleva 25 de sus 68 años de vida trabajando en el mismo ascensor, recoge a un abogado. Abogados, abogados y abogados son los que trabajan en las 41 oficinas de un edificio sin nombre ubicado en la calle 13 # 9-63, y que María Díaz lleva de un piso a otro, turnándose con su marido cada dos horas. Cuando llega el momento del cambio, él deja la revista a un lado y ahora ella se dispone a hacer el aseo del edificio, pues, debido al recorte de personal en 1998, sólo ellos quedaron a cargo.

“Subir y bajar como un yoyo”, así define su trabajo Fidedigno Londoño, quien lleva 28 años desempeñándose en el oficio. A primera vista parece que entre él y María el amor ha muerto. Pero no. Comparten ilusiones y odios: odio a la rutina y al centro de la ciudad, así como a su trabajo que, según él, le ha “arrancado todos sus sueños”; entonces le dan “ganas de salir

corriendo; de irse y no volver”; por eso afirma que si volviera a nacer no elegiría ser ascensorista. Y ¿las ilusiones? María y Fidedigno aún se quieren, y aunque ya casi no hablan, en sueños conversan sobre el futuro. Quieren pensionarse y luego comprar una casa en Mesitas, Cundinamarca, para retornar al campo, con la certeza de que sus hijos no seguirán sus pasos. Fidedigno dice que no quiere que ellos continúen con su profesión “porque se estancan; ahí se quedan. Después, ¿pa’ dónde se van?”.

”El tres patadas” Aída tiene mucho sueño y el vaivén del cubículo parece arrullarla. Se le comienzan a cerrar los ojos. El ascensor para, pues hacia las tres de la tarde el edificio es menos transitado. Entonces, Aída se recuesta sobre la lata plateada que sirve de pared, y siente más fuerte el aroma que ya había percibido la primera vez que entró en el ascensor. ¡Claro! Huele a Vicenta, la ascensorista a la que reemplazó, y que salió pensiona-

OficiOs

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Siempre atento, él hace las veces de vigilante, ascensorista y todero. Y ella es ama de llaves, ascensorista y aseadora. A pesar de las agotadoras jornadas, con este trabajo han sacado adelante a sus dos hijos; a cambio recibieron un cuarto en esta construcción helada.

Fidedigno Londoño, 28 años en el sube y baje.

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“Buenas tardes. ¿Qué piso?”, pregunta Aída Lizeth, desde un viejo edificio ubicado en la calle 13 con carrera 9ª. A pocas cuadras, en otro edificio, sucio y feo de la calle 17 con carrera 8ª, Flaminio, un hombrecillo gris, o tal vez café —con quien, a pesar de compartir un fatídico destino, Aída Lizeth jamás se ha cruzado— repite el rito: “Buen día, doctor, para el sexto ¿no?”.

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OficiOs

construidos, ya que aguantan más peso del que la fábrica les concedió al diseñarlos y, claro, obligan a contratar un ascensorista que, en parte, contribuye a la seguridad del edificio.

Con seguridad, de aquí no salen “Este no es mi destino”, dice Flaminio cuando piensa en lo que ha sido de su vida. A otros, este oficio les ha permitido escapar de la adversidad. Varios niños y niñas de escasos recursos y en estado de orfandad ahora son tranquilos abuelos gracias a que el Instituto Cristiano San Pablo los educó y luego les ofreció trabajo como ascensoristas. Ellos trabajaban en el edificio San Pablo y en el Edificio Lorenzo Cuéllar, propiedades donadas al Instituto por Cuéllar, ciudadano prestante de la capital, quien en su testamento, fechado el 25 de enero de 1901, destinó sus recursos para financiarlo. Ya todos salieron pensionados, y a pesar de la falta de oportunidades, tuvieron con qué vivir dignamente. Después de mostrar lo descontento que está con su trabajo, los gestos de Flaminio cambian. Ya no tiene ese tono tristón y resignado, pues según dice, le aburre más “no tener con qué pagar los servicios”. Por eso está “donde más caliente el sueldo”.

da después de 20 años de servicio… “Vicenta, Vicenta, Vicenta. ¿Qué será de la vida de Vicenta?”. A Flaminio le gustan los pantalones de dril beige, lleva con dignidad un espeso bigote, y el poco pelo que le queda bien peinado hacia atrás. Gracias a este oficio, que lo ocupa de siete a siete ha logrado mantener a cuatro hijos. Pero nunca se ha casado, pues, como dice con orgullo, “he vivido a lo bien”. En el medio —si es que los ascensoristas tienen uno— Flaminio es mejor conocido como “el tres patadas”, pues su ascensor, el segundo traído a Colombia en la década de los 30 por la empresa multinacional OTI, es “eterno”; nunca se daña y cuando tiene algún problema basta con que le peguen tres patadas para que vuelva a funcionar. Aunque los ascensores antiguos consumen mucha energía y tienen repuestos costosos, también reportan varios beneficios; entre ellos, una larga duración y excelente rendimiento por la calidad con que fueron

Caliente está el tinto con el que entra el señor del quinto piso al ascensor de Aída. Y aquí viene lo peor de ser mujer ascensorista: “Como está de linda hoy…”, el piropo insípido con pretensiones de fineza de un típico viejo verde. Faltando un cuarto para las seis de la tarde se reanuda el tráfico; entran y salen personas preguntándole por otras. Ella responde: “Elsa no ha llegado. Entró y volvió y salió con el hermano. Dijo que ya venía”. Cuando voltea a mirar, el viejo del piropo ya no está. Siente alivio. Y suspira.

El tiempo también es un suspiro Alberto Montoya, experto en reparar ascensores y copropietario de una empresa especializada en esta labor, arregla alrededor del 40% de los ascensores mecánicos de la ciudad. Dice que ha automatizado más de 20 edificios. Afirma también que “si quedan 200 ascensoristas en la ciudad, es mucho”. Hace 20 años, según dice, había más de 400. Los ascensoristas de hoy no están agremiados. Muchos trabajan sin prestaciones sociales, sin conciencia de grupo ni la posibilidad de movilización colectiva para obtener mejores condiciones laborales, pues ni siquiera se conocen entre ellos. Estos hombres, inmunes al mareo, tienen la memoria fotográfica expandida, una infinita paciencia y fuertes achaques en la espalda. Hay algo de amargura en las primeras palabras, y en

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En la dulce espera, Aída espera a los pasajeros de este antiguo ascensor.

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las últimas, un gran corazón. “Generalmente se quedan allí toda la vida, y los más afortunados se pensionan”, dice Montoya, quien cree que se han adaptado a lo que les tocó. Su labor puede parecer insignificante, nada en apariencia más inútil, ¿verdad? Sin embargo, esta profesión tiene su ciencia o su maña, pues la operación de abrir y cerrar la puerta de este tipo de máquinas requiere de una intuición especial: si la palanca es jalada unos segundos antes o unos después, el ascensor puede trabarse o detenerse. Para no correr el riesgo, es importante contar con un buen ascensorista. Pero en otros casos no hay palanca que cerrar. Se trata de ascensores modernos en los que el trabajo de los ascensoristas consiste en oprimir un botón. Tal es el caso de los ascensoristas del Club El Nogal y del Hotel Tequendama que, vestidos cual lores, sonríen todo el día para recrear un ambiente ajeno al sufrimiento: todo dorado, reluciente, cuellos limpios, amabilidad en exceso. Y ahí ellos, como testigos reverentes. Como dice Fidedigno, este es un oficio para viejos. “Nadie joven aguanta el trote”, a excepción de Aída, que con sus ganas de vivir hace de su andar entre piso y piso una danza a la juventud. Aunque sueña con conseguir un trabajo mejor remunerado en contabilidad o sistemas, lo que más le importa es estar a gusto. Ella mira la vida con inocencia, como los viejos, que saben que no tienen nada que perder. Por eso es buena en lo que hace.

Otras jóvenes de pelo tinturado y bucles casi anaranjados por la decoloración, se lamentan por el oficio que deben realizar. Ellas se delinean los labios y las cejas para pasar el tiempo. No regalan una palabra si no es con permiso de su jefe, ni un minuto si no es pagado como extra. Sueñan con que llegue la noche, y ser libres. Se hace tarde, y el edificio se va quedando vacío. Flaminio, el solitario que siempre sonríe cuando le preguntan algo, se abotona su chaqueta y saluda a la calle. Fidedigno y María suspiran al tiempo: viven en el edificio y no hay cómo salir de él; sólo les queda esperar el fin de semana para su paseo al Parque Nacional, al del Tercer Milenio o al Veinte de Julio. Ese suspiro puede ser, entonces, signo de una gripa nunca superada, de un espasmo muscular o de resignación. El tiempo también es un suspiro. Aída Lizeth ya tiene 22 años y es madre; regresó tras la licencia y sueña con dedicar sus días libres a amamantar a Isabel. María y Fidedigno también se fueron, pero no los consuela el aire reparador de un pueblo cálido de Cundinamarca. Flaminio ha enfermado y un joven inexperto ha venido a ocupar su lugar. Aída pisa el andén, cierra los ojos, respira rápidamente, sonríe y siente que la vida continúa. Al siguiente día volverá el cotidiano uno, dos, tres, freno... Con su vigor de señorita siempre vivo y la esperanza de que en esas no la atrape la amargura. Tres, dos, uno... Ya está vieja.

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El encanto de los viejos ascensores.

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Colon ias

Sembrados como

palmas africanas

Texto: Thomas Sparrow thomassparrow@gmail.com

Fotos: Diego Montoya Chica D_m_ch@hotmail.com

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+++++++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++++++ Por cosas del destino —en el que, como musulmanes, creen fervorosamente —, ++++++++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++++++ Mohamed e Idris desviaron la ruta de sus sueños y se establecieron en Colombia. +++++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++++ La mezquita del centro es el punto de encuentro de estos inmigrantes africanos, ++++++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++++ miembros de una pequeña colonia que echa raíces en Bogotá. ++++++++++++++++++++++++++

Mohamed le acomoda el velo (hijab) a su pequeña Hosayna.

arís. vive en P hijo que l a l a n a a sem La llamad

ano. pico afric n plato tí u e d n ó Preparaci

Idris, en su ruta de trabajo por Usme, en los cerros surorientales de la ciudad. Al fondo, Ciudad Bolívar.

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Colon ias

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olon ias

Las manos de Mohamed El sonido que repica en el mortero grande es seco, monótono. Dos manos fuertes golpean con un largo rodillo un polvo de color blanco en que se ha convertido la carne seca de una sardina ahumada. Ahora no es más que harina. Las manos toman el polvillo y lo hurgan hasta sacarle las espinas. Cerca está una olla con un líquido naranja y amarillo. Es aceite de palma africana, que hierve a fuego lento con un picado de cebolla roja, a la espera de la harina de pescado y de la farinha o gari, yuca molida que se mezcla con los demás ingredientes para formar una masa anaranjada. Las manos toman esta masa, la sirven en desorden sobre arroz blanco y ponen al lado un par de rebanadas de plátano maduro. La comida está servida.

El cuarto piso de este céntrico edificio es el punto de encuentro de la colonia musulmana.

Las manos pertenecen al ghanés Mohamed Dagomba. Son gruesas y están maltratadas por la siembra de palma africana. Las palmas de las manos, de un color blanco que contrasta con el oscuro dorso, están raspadas y ya muestran las primeras arrugas. Las líneas son claras y largas, perfectas para un practicante de quiromancia. Son las herramientas de un hombre trabajador. Pero también son manos que hablan cuando las palabras no alcanzan. Mohamed intenta describir oralmente la calidad de la tierra que ara con frecuencia. No lo logra. En cambio, toma con sus manos un puñado imaginario de tierra y luego frota sus dedos hasta que la tierra se desvanece entre ellos. Ya con eso es suficiente. No hay necesidad de palabras. Manos que sienten cuando coge una rama de martín galvis, una hierba que quiebra mientras piensa en su padre, un curandero africano que le enseñó los secretos de la medicina natural. Hoy, además de trabajar como capataz en los sembradíos de palma africana en Antioquia y los llanos Orientales, Mohamed atiende en su casa de Bogotá a personas aquejadas por algún dolor. Manos que curan cuando llega su hijo de diez años, también llamado Mohamed, con una herida en la rodilla. Frota con sus dedos una pomada de palma africana. Así tranquiliza a su hijo. Y manos que se estremecen levemente cuando toma una pluma, la peina con sus dedos y pela las barbas grises hasta dejar sólo el raquis, que utiliza para rascarse la oreja.

Colombia recibe a Mohamed Cada vez que Mohamed siembra palma africana, piensa en su continente. Es el vínculo que lo une a su tierra y a su gente. Sembrar palma es una metáfora de cómo

{35} La hora de orar.

muchos africanos ven el mundo: no se hace individualmente, sino pensando en el futuro, para que otros obtengan el fruto. Es el pensamiento colectivo que en las etnias prima sobre los intereses personales. Mohamed llegó a Cartagena el 6 de noviembre de 1996, atraído por los pocos requisitos legales que pedía Colombia a los extranjeros. Pensaba que acá podría conseguir una visa para Estados Unidos o viajar por Centroamérica hasta el país de sus sueños. Pero terminó cumpliendo sus ilusiones en Colombia. Hoy les envía dinero a su primera esposa y a sus ocho hijos; además, tiene otros 45 hermanos de las muchas esposas de su padre. Mohamed utiliza un pequeño cuarto de su casa, ubicada al frente de Corferias, como lugar de oración. En él, uno de los cuadros recuerda en árabe el sura (capítulo) 97 del Corán, que se llama “Al-Qadr” o “El destino”. Tal vez fue el destino, clave en la vida de los musulmanes, el que llevó al ghanés a entender que su sueño americano era un sueño colombiano. Con esa creencia, Mohamed empezó a buscar dinero para sostenerse en Bogotá. Mientras realizaba las

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Idris Yaya reza cinco veces sus oraciones, como manda la religi贸n isl谩mica.

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diligencias para renovar sus papeles, y ante el susto de ser deportado, conoció a Claudia Barrera Posada, una bogotana temperamental y de voz grave. Se enamoraron y en 1998 le propuso matrimonio: “No tengo dinero, pero te ofrezco mi religión, que es lo más importante”. Desde entonces, Mohamed va con Claudia y con sus dos hijos (Mohamed, de diez años, y Hosayna, de cinco) a la mezquita del centro de Bogotá.

La pequeña Meca Justo entre el antiguo Pasaje Hernández y la iglesia San Juan de Dios, cerca de la ruidosa carrera 10ª, hay un edificio de color blanco y rojo. Hace parte del Complejo Virrey Solís y no llama la atención de los pasantes, más interesados en los almacenes de telas, cafeterías, tiendas naturistas y papelerías. Los viernes, el cuarto piso de este edificio se convierte en el lugar de encuentro de la colonia musulmana de Bogotá. Cuando se acerca la una de la tarde suben a la Asociación Benéfica Islámica de Bogotá, fundada en 1979 cuando el lugar —que pertenecía a la comunidad palestina, como buena parte del sector— se vendió para abrir el centro religioso. Todos sus miembros se quitan sus zapatos a la entrada y las mujeres ponen un velo en su cabeza (llamado hijab). El salón de la mezquita está dividido en dos partes: una destinada a los hombres, que se sientan en el tapete color café; la otra, al fondo, utilizada por las mujeres, que escuchan la charla y oran. A los hombres y a las mujeres los divide un biombo de madera con una serie de cuadros donde se leen los aleyas (versículos) del Corán o dichos del profeta Mahoma. En el centro está el cuadro más importante, con un marco de plata reluciente y la inscripción en árabe del sura “Al–Fatiha” o de “La apertura”, primer capítulo del Corán. Otras inscripciones similares se encuentran por toda la mezquita. Los cuadros, las columnas, los tapetes y los ventanales, a través de los cuales se pueden ver las tejas de la iglesia San Juan de Dios, se han vuelto familiares para Mohamed, que el viernes no sólo va a la mezquita a orar y a escuchar la charla del sheik, sino que también se encuentra con sus amigos, personas de Oriente Medio, África, Turquía, Indonesia y colombianos convertidos, que no tienen mucho en común, excepto el islam. Uno de ellos es Idris Yaya.

Los pies de Idris Con dificultad, los buses serpentean por las calles empinadas de Usme hasta que llegan al último paradero, encumbrado en los cerros Surorientales de Bogotá, donde está el barrio Juan José Rondón. Allá, la neblina

Traje ceremonial.

y la llovizna frecuentes dan la impresión de lejanía y soledad. Es un lugar al que nadie llega por equivocación. Allí, Idris Yaya se mueve con propiedad. Vestido con un impermeable amarillo y con botas pantaneras, el togolés otea el panorama con orgullo y se precia de una vista que sólo se disfruta en pocos lugares de la capital colombiana. A lo lejos, los parches verdes de las montañas parecen en constante pelea contra los barrios de invasión, que lentamente le roban espacio a la naturaleza y a las plantaciones de haba, arveja y papa. Idris conoce este barrio de memoria. Sabe dónde pisar para evitar el fango de las calles sin adoquín y toma atajos que lo llevan a su casa. En ella, este togolés de la etnia kotokoli ha encontrado todo lo necesario para vivir con su esposa, Lucero Cardona; su hijo, Mohamed, y sus mellizas de dos años, Kadira y Layla. En su casa también utiliza un pequeño cuarto como sitio de oración, donde reza —mínimo cinco veces al día— las oraciones de los musulmanes. Se quita sus botas a la entrada, pero, a diferencia de como hace en la mezquita, acá se pone una bata blanca y se arrodilla frente a un cuadro de La Meca, que simboliza la dirección en la que debe ubicarse (en Bogotá, cuando los musulmanes radicados no encuentran la orientación de La Meca, se guían por la iglesia de Monserrate).

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Además de ocuparse del negocio de las lavadoras, Idris toma diariamente un bus en el paradero y recorre diferentes barrios del centro y del norte de Bogotá con un pequeño maletín verde. De él extrae manteles y telas coloridas, con diferentes motivos, que su esposa Lucero y sus cuñadas Doris y Nuris bordan en una casa vecina. Otro negocio familiar con el que ajustan sus ingresos.

La sonrisa de siempre, pese a todo

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Además del maletín verde, Idris siempre lleva consigo un elemento adicional: su sonrisa. No importa qué problemas tenga, cuánto haya vendido ese día o cómo esté su familia, este hombre de cara redonda siempre está “excelentemente muy bien”. Como él mismo se describe, es un “todo terreno” que lentamente ha aprendido en Colombia “cómo es el maní”. Claro, siempre con la ayuda de Dios. Por eso repite con frecuencia “inshallah” —si Dios quiere—, “alhamdulillah” —alabado sea Dios y Allah-u-Akbar (Dios es el más grande). Y este africano aventurero, que nació en la ciudad de Sokodé, ha necesitado la ayuda de Dios, porque no le ha tocado fácil en Colombia. Llegó en noviembre de 1997, luego de viajar por África Occidental, Europa y Latinoamérica. En Ecuador conoció a una francesa que le recomendó Colombia, un lugar que Idris no podía ubicar en un mapa, pero de cuyos fubtbolistas, como Carlos Hosayna.

Valderrama, Faustino Asprilla y Freddy Rincón había oído hablar. Con las indicaciones que le dio la francesa, llegó a Bogotá —donde pensaba quedarse pocos días—, “por loco”. Ya supera los diez años en la capital. Cuando llegó, Idris se instaló en el centro, donde tuvo la mala suerte de encontrarse con unos ladrones que se llevaron sus pertenencias. Sin nada, debió empezar a buscar dinero para poder devolverse a Ecuador y de ahí a Togo. Vagó por las calles pidiendo trabajo en una mezcla de francés, inglés y unas pocas palabras de español. Durmió donde lo cogía la noche y sólo mejoró su situación cuando otra francesa le ofreció trabajo en una construcción. Ahí empezó su nueva historia y su nueva decepción. Uno de los obreros, Aldemar, lo invitó a vivir con él en el barrio Juan José Rondón. Idris aceptó, aunque pagaba en transporte casi todo lo que ganaba por su trabajo. Combinó entonces esa labor con otra en un montallantas y así empezó a ahorrar. Su sueño de regresar a Togo estaba cerca. Pero Aldemar se quedó sin trabajo e Idris lo ayudó, sin saber que nunca le pagaría el dinero y, además, terminaría llevándose sus ahorros. Idris estaba otra vez como antes, sin dinero y con una tristeza adicional: “Eso era mi vida, mi ilusión”, afirma hoy. No sería el último percance. Continuó trabajando en el montallantas y durmió allí. Ahorró de nuevo, pero pocos días antes de completar para el pasaje, unos ladrones atracaron el establecimiento y se llevaron todo su dinero. Esta vez la reacción del africano fue diferente: en lugar de empezar a ahorrar, dejó sus sueños de regresar a Togo. Comprendió que su vida estaba ahora en Bogotá y que el destino —de acuerdo con sus creencias religiosas— le indicaba que debía permanecer en Colombia. Él no podía ir en contra,

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La casa tiene un patio grande, donde Idris guarda cinco lavadoras que alquila a los habitantes de los barrios Juan José Rondón, Juan Rey, Arrayanes o Tiguaque. Las lleva caminando hasta donde esté su cliente y las instala. Luego regresa y cobra por el servicio: 2.000 pesos por una hora, tres horas en 5.000 pesos. Es un trabajo que requiere esfuerzo físico, pero no ha logrado disminuir su protuberante barriga.

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olon ias

y de ahí en adelante se esforzó por construir ya no el capital para devolverse, sino el capital para quedarse. Hoy, a pesar de las dificultades, Idris se ha encariñado con Colombia y reconoce sin perder el optimismo: “Usted sabe que yo soy ‘todo bien’”.

El ritual del viernes No todo le salió mal a Idris en Bogotá. En el montallantas tuvo la fortuna de atender a un cliente que conocía a Mohamed Dagomba. Emocionado, Idris llamó al “paisano”, que no pudo pasar al teléfono por estar haciendo una de sus cinco oraciones. Curiosamente, la negativa del ghanés resultó mejor que si hubieran hablado, pues Idris confirmó que Mohamed era un africano musulmán, como él. Logró comunicarse más tarde con su nuevo amigo y se pusieron una cita en la mezquita del centro. Todos los viernes, los dos africanos se encuentran en la Asociación Benéfica Islámica de Bogotá. La oración de ese día —llamada Salat-al-Yumma— es la actividad más importante de cualquier comunidad islámica. Apenas entran, muchos miembros levantan sus manos a la altura de la cabeza con las palmas abiertas como una forma de simbolizar el rechazo a lo mundano. Luego se sientan en el piso y se saludan con un efusivo salam aleikum —la paz esté contigo— hasta que el sheik Ahmad Tayel, de Siria, comienza con la charla, llamada khutba. En ella discuten temas como la modestia y la justicia en el islam, cómo tratar con moralidad a toda la humanidad y no sólo a los países de mayoría islámica, o cómo controlar la rabia. El sheik también explica la tolerancia en el islam. Esto lo hace con frecuencia los viernes a los musulmanes y los sábados —una vez al mes— a los no musulmanes. Explica cómo su religión considera a la humanidad como una única familia cuyo padre biológico es Adán y con un dios y padre que es único. De ahí que los hombres, repartidos en diferentes pueblos, deban tender puentes entre ellos. Después de la charla, que se hace primero en árabe y luego en español, los asistentes se ponen de pie y se ubican en cuatro o cinco filas de unas quince personas. Con dirección a La Meca pasan a la segunda parte del Salat-al-Yumma: la oración. Ésta se hace en dos ciclos y dura alrededor de diez minutos. Cada vez que el sheik dice “Allah–u–Akbar”, los fieles cambian de postura: de pie con los brazos plegados, inclinados en señal de humildad, postrados en el piso. Repiten en voz alta suras o aleyas del Corán y, finalmente, cada uno reza en silencio. Cuando termina el ritual del viernes, los musulmanes vuelven a sus actividades. Unos regresan al trabajo,

otros hablan con el sheik y los dos africanos continúan con su rutina: cuando no almuerzan juntos en algún restaurante del centro, Idris llama a sus familiares en Togo antes de ofrecer en diferentes barrios de Bogotá los manteles. Mohamed dedica la tarde a su esposa y a sus dos hijos.

La fuerza del destino Mohamed tiene un plan: cuando logre ahorrar suficiente dinero, quiere devolverse a su país y cerrar el ciclo. Pero hoy su realidad está en Colombia. Sus hijos, de sangre africana y colombiana, se lo recuerdan en todo momento. Mohamed quiere tanto este país, que también sueña con montar un restaurante típico colombiano cuando regrese al suyo. Idris también se siente colombiano. Lo afirma en su manera de ser desparpajada y risueña. Tiene su esposa en este país, tres hijos, una casa y un pequeño negocio. Es un hombre alegre, que disfruta de su vida en Colombia, aunque extraña Togo y sobre todo a su hijo Shaban, de 13 años, con quien habla por teléfono los viernes. Tanto Mohamed como Idris han construido sus historias en Bogotá y hoy hacen parte de esta ciudad. Eso los mantiene unidos y los ha hecho amigos. Es la fuerza del destino. “No existe cosa alguna —dice la palabra de su dios— cuyas fuentes no estén en nuestro poder y no las enviamos sino en una medida precisa”. Así, por encima de sus planes y sueños, el destino que Dios tiene marcado puede ser muy diferente. Ellos lo saben muy bien: por eso están en Colombia. Idris en la microempresa familiar.

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Stellita, días antes de morir, sin sus características trenzas.

[DIVINO rostro ]

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La sombra de

Texto y fotos: Dina Paola Hernández dinamitagospel@hotmail.com

Stellita Monsalve

++++++++++++++++++++++++++++++++ Más conocida como la “cazafantasmas” de La Candelaria —y así la presentamos +++++++++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++++++++ en la edición No. 10 de Directo Bogotá—, Stellita Monsalve estuvo recluida en ++++++++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++++++ un asilo de Zipaquirá tras sufrir un accidente en el 2007, y falleció el pasado 5 +++++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++++ de septiembre Aquí rendimos un homenaje póstumo a la pequeña historiadora de ++++++++++++++++++++++++++++ largas trenzas blancas, defensora ad honórem de su barrio, de quien el Archivo de +++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++ Bogotá publicó a comienzos de 2008 un libro sobre su especialidad: los fantasmas. ++++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ Un perfil con las voces de quienes conocieron a esta mujer, parte del inventario +++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++

patrimonial de su localidad.

Sin perder de vista la dirección que me habían dado, continué escalando la empinada calle del barrio La Candelaria. A medida que subía, el frío se hacía más intenso, y cuando paré para recobrar las fuerzas se me ocurrió preguntarle a un vecino dónde podría encontrar la casa de Stella Monsalve.

Stellita versión pop art de Isabella Portilla.

Dos ojos atónitos me miraron fijamente. Sin vacilar me presenté y como por arte de magia el abuelo me tendió la mano. “Mucho gusto, Luis Serna para servirle. Hace tiempos que no sé de Stellita; la última vez que pregunté por ella me dijeron que estaba muy malita por lo del accidente que tuvo… Por ahí dicen que se la llevaron a un ancianato de Zipaquirá… ni siquiera sé si está viva”, me cuenta el “Viejo Serna” —como lo llaman—, de 80 años, y uno de los habitantes más antiguos del sector. Él, peluquero y dueño de una pequeña tienda de artículos de belleza que nadie visita, conoció a Stellita hace más de 30 y dice que fueron amigos cercanos. “A ella la gustaba estar pendiente de todo lo que sucediera en el barrio, parecía una celadora; acá nada se movía sin que ella diese su aprobación. Era una buena persona, pero a veces se tomaba muy en serio esa labor y se metía en líos”, recuerda. Según diversos testimonios, esta abogada de los pobres denunciaba principalmente a quienes pretendían construir o realizar cambios en la estructura de sus casas sin permiso de la administración local, pese a que el barrio es patrimonio cultural. Pero también cazaba peleas con las autoridades por proyectos como el del Plan Zonal Centro (con la peatonalización de las calles 10 y 11) y por la demolición de edificaciones para abrir paso a nuevas vías, entre otras causas. Sin embargo a Stellita, más que meterse en líos, le gustaba leer libros. Todos los días, a eso de las cinco de la tarde, llegaba puntual a la biblioteca Luis Ángel Arango y se sentaba por horas a leer documentos, crónicas y libros de historia. —Yo la conocí hace cinco años y llevo nueve trabajando en la biblioteca. Desde que estoy aquí no hubo un solo día en el que Stellita no visitara el lugar, hasta que sufrió el accidente. Al principio la alcanzaba a ver desde mi oficina mientras, sentada en la hemeroteca, repasaba libro tras libro. Eso me pareció fascinante, y le propuse que se quedara en esta sala, que es la de los investigadores, y así lo hizo. Era mi mejor amiga en la biblioteca, hablábamos de todo y de todos. Yo le decía que ella era mi investigadora favorita— cuenta un analista de servicio al público de la biblioteca, que prefirió no dar su nombre.

La cazafantasmas Y es que Stellita dedicó gran parte de su vida a realizar investigaciones acerca de su querida Candelaria. Conocía como nadie los pormenores del sector y realizaba visitas guiadas para los interesados en conocer las misteriosas historias del barrio, especialmente las relacionadas con los fantasmas del sector. Para ella, cada casona tenía un dueño del más allá que velaba por su propiedad y atormentaba a quienes trataban de ignorarlo: el fantasma de José Raimundo Russi (famoso abogado a quien fusilaron por un asesinato que no cometió), el de la casaca verde, el del bar Serenata, el del estudiante y el de la mula herrada son algunos de los personajes recreados por Stellita en sus historias fantásticas, recogidas en un libro por el Archivo de Bogotá. Con sus largas trenzas blancas y su metro cuarenta de estatura, solía recorrer el barrio entrada la noche, pero siempre acompañada de grupos de personas que la contrataban como guía de patrimonio cultural en la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. “Aquí ofrecía sus servicios en las horas de la mañana y parte de la tarde; y si no resultaba gente, se sentaba a leer periódicos de los años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta, y Las casas de La Candelaria (de Elisa Mújica), Las calles de Santa Fe de Bogotá (Moisés de La Rosa) y Reminiscencias de Santa Fe de Bogotá (de J. M. Cordovez Moure), que eran sus libros favoritos”, afirma Myriam Orjuela, auxiliar administrativa de la Fundación.

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El asilo de Zipaquirá, donde murió Stellita. En una de sus visitas guiadas (2006).

Abogada de los pobres {42}

Stellita nació en 1928 en Nemocón, a unas dos horas de Zipaquirá. Hija de José León Monsalve y Lucila Gaitán. Su padre, amante de la política y hermano del senador Diego Monsalve Salazar, recitaba largos discursos que contribuyeron a la formación de su hija en los asuntos políticos. Stellita viajó a Bogotá a los cinco años en el único y viejo tren que conectaba a su pueblo con la capital, y desde entonces regresó cada mes en compañía de sus padres hasta que decidieron establecerse en la Bogotá. Ingresó al colegio internado Ateneo Femenino, de donde se graduó como bachiller en 1947. Luego entró a estudiar derecho en la Universidad Javeriana Femenina en compañía de sólo cinco mujeres; pero un año después se cambió a la Universidad Externado de Colombia —donde era la única mujer entre más de 80 hombres—, y allí obtuvo su título de abogada en 1952. Desde ese momento tuvo claro que su vocación era ayudar a la gente y defender los derechos de los ciudadanos. Incluso fue una de las pioneras en la lucha por el voto de las mujeres. “En el año 1954, entramos a las barras del senado 300 mujeres para escuchar, por fin, nuestro gran deseo: se leyó el acto legislativo número 3 que dio la ciudadanía plena a las mujeres, y apenas tuve la oportunidad, fui de las primeras mujeres que me acerqué a las urnas a ejercer mi derecho al voto”, le contó ella a Juliana Fúquene, autora del prólogo de Fantasmas en La Candelaria.

Libro editado por el Archivo de Bogotá (2008).

Después de desempeñar algunos cargos públicos, como el de concejala en Guatavita, secretaria del alcalde de Bogotá (Fernando Mazuera Villegas), juez promiscuo en Engativá y otros cargos en el Distrito, comenzó a participar de lleno en la vida administrativa de su localidad, La Candelaria, y tenía que ver tanto con el bautizo de un nuevo monumento, como con la protección de las estatuas de Olave y el tipo de materiales convenientes para las obras de construcción y refacción.

Como alma en pena Por esas ironías del destino, la infatigable caminante quedó reducida a una silla de ruedas, tras sufrir una caída: a la vuelta de su casa, en la calle 11 con carrera 1ª, fue atropellada por un carro “fantasma” el 4 de septiembre de 2007. Como no tenía seguro de salud, la llevaron al Hospital Santa Clara, y de allí la remitieron a un hogar para adultos mayores en Peldar, cerca de Zipaquirá, donde recibió atención médica y psicológica, y pasó sus días en un patio, inmóvil y sin pronunciar palabra. Como nunca se casó ni tuvo hijos, vivió con su hermana mayor —a quien cuidó hasta su muerte, ocurrida meses antes del accidente— y con su sobrina, Pilar, una de sus acompañantes más asiduas en el asilo. Según los médicos, el accidente le produjo daño cerebral y parálisis en las extremidades inferiores. Pero, sobre todo, le quitó la picardía en la mirada que parecía de adolescente, pese a sus 80 años.

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Especial

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MenĂş de localidades

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Mapa del colesterol

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en Bogotá

+++++++++++++++++ +++++++++++++++++ La gastronomía criolla hace parte del patrimonio cultural, más cuando la ++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++ vitamina CH (chorizo, chunchullo y chicharrón) iguala socialmente a los +++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++ comensales. En este especial, Directo Bogotá presenta una selección de ++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++ sitios para que los lectores hagan sus recorridos altos en colesterol. Y +++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++ como plato fuerte ofrece la crónica del Palacio del Colesterol, uno de ++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ los piqueteaderos más tradicionales de la capital. ++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++

Los hinchas del

colesterol Texto y fotos: Carlos Cortés Martínez Carloscortes63@gmail.com

Especial {46}

Apetitosa vitrina.

Frente a la tribuna norte del Estadio Nemesio Camacho El Campín, está ubicado el Palacio del Colesterol. En vez de una imponente muralla, hay una simple pared en la que resalta un graffiti que, con mala letra, tiene las iniciales de una de las “barras bravas” bogotanas. En lugar de una enorme puerta levadiza hay tres portones verdes, dos a cada extremo y uno en medio del castillo. No hay ventanas en arco que adornen la fachada, sólo unas rejas viejas que a simple vista reflejan las épicas batallas que se han librado frente a ellas. Aún así, y tal vez por los caballos de la Policía de Carabineros que vigila enfrente, esta plaza de comidas tiene un aire medieval. En noviembre de 1962, con el aval de la Alcaldía Mayor de Bogotá y con la intención de reubicar a los vendedores ambulantes de comida, se inauguró lo que hoy se conoce como el Palacio del Colesterol. De las 47 casetas diseñadas para vender fritanga, actualmente sólo 18

están alquiladas y, aunque no tienen que pagar tributo a ningún rey, cada una debe pagar 90.000 pesos mensuales al Instituto Distrital de Recreación y Deporte. Claro que la costumbre de piquetear en los alrededores del estadio se remonta a la época dorada del fútbol. Felipe González Toledo, en una crónica titulada “Hinchas de El Campín, que no son hinchas del fútbol” (El Espectador, 2 de julio de 1950), hace una viva descripción de los que se quedaban recostados en el prado a las afueras del Nemesio probando la longaniza, la papa criolla, la morcilla, el lomo de cerdo, las tajadas de plátano, el hígado, la costilla y los chunchullos que, según el autor, en ese lugar tenían un gusto especial.

Ambiente familiar y atendido por su propietario Entre los pioneros del Palacio del Colesterol están María del Pilar Torres y su hermano, Alfonso. Durante 36 años, cada vez que hubo partido de fútbol en la

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Carlos Parra, el líder del cárnico clan.

capital, ellos abrieron su negocio. Luego, el turno fue para don Carlos Parra, su sobrino, quien con la ayuda de su esposa, Ludyn, se ha encargado de no dejar morir esta tradición familiar que, además, le ha permitido sacar adelante a sus cuatro hijos. Dos días antes de cada partido, don Carlos llega temprano a Corabastos y recorre los locales donde suele comprar. Mientras revisa con cuidado los ingredientes que va a llevar, pide alguna rebaja, y aunque no se la den, se despide con una sonrisa y un apretón de manos, que parece ser la firma tácita del compromiso de volver la siguiente semana. La preparación de la comida es todo un proceso artesanal. Al día siguiente, después de tener los insumos necesarios, mamá y papá empiezan a trabajar. En realidad, doña Ludyn es quien trabaja. Ella, además de hacer las labores de la casa, se encarga de lavar la cebolla, el ajo, el apio y el cilantro, para luego licuarlos con la sal, el tomillo, el laurel, el aceite y el achote. Después de tener el adobo listo, don Carlos, conocido en el ambiente familiar como el Gordo, sólo lo esparce por las largas tiras de carne que luego mete al congelador. La señora continúa. Antes de pelar la papa, desgrana la mazorca, las habas, la arveja y el fríjol; posteriormente, pica el hueso de marrano, el callo, el espinazo, las menudencias y la pata de res, y luego se dedica a preparar el mondongo y el cuchuco de trigo. Dos horas más tarde, las sopas están listas. En plena faena saca tiempo para dar los consejos que le dan sabor de hogar a los platos: “Aunque esté bien lavado, hay que cortarle el tallo al cilantro, y antes de ponerle las menudencias a la sopa, hay que remojarlas en limón con dos goticas de cloro”. Ella se encarga de

dejar claro que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer.

Los invitados al festín El día del partido, a las diez de la mañana, don Carlos avisa desde el primer piso de su casa, ubicada en el barrio Villa Rica, que llegó el carro que los llevará al estadio. Mientras Duván y Carlos Julio —los hijos menores de los Parra, gemelos, y al igual que su papá, hinchas de Santa Fe— corren a ponerse sus camisetas rojas, Jimena, una de sus hermanas, revisa que todo lo necesario para cuidar a su bebé esté listo, porque mientras esté en el Palacio, su esposo estará a cargo del pequeño. Entre tanto, doña Ludyn repasa todas las ollas para estar segura de que no se les quede nada. En el Palacio, al mejor estilo de un ejército bien entrenado, cada uno sabe qué hacer. Don Carlos arma el brasero, le pone algo de leña y prende el fogón. Doña Ludyn desempaca la comida, la distribuye en el mostrador, calienta las sopas y alista la tabla donde cortará la carne, la longaniza, la ubre, la morcilla y el plátano para las picadas. Los gemelos organizan las canastas de gaseosa, y Jimena limpia las cuatro mesas blancas que tiene el comedor principal. Sólo resta esperar a los clientes. Cada vez que entra alguien a la plazoleta, se escuchan gritos de todas las casetas. Entre el ruido, se alcanza a escuchar: “¡Siga, papito, que sí hay! ¿Qué se le antoja al rey? Hay cuchuco con espinazo, huesos de marrano, morcilla, carne asada, gallinita criolla”. Sin embargo, nadie pelea con nadie. Podría decirse que cada caseta ya tiene su clientela y esos gritos sólo hacen parte de la identidad del lugar.

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Como si se tratara de un baile en el castillo real, los invitados empiezan a llegar. Familias completas: rey, reina y príncipe, parejas de enamorados y grupos de amigos que además de la pasión por el fútbol disfrutan del variado bufé. Entonces, “los caballeros de la mesa redonda” se sientan a comer. Uno de ellos, con las yemas de los dedos rojas por el contacto directo con la comida recién sacada de la parrilla, hace a un lado los cubiertos mientras dice que “las mujeres y el marrano se cogen con la mano”. Cuando se ríe, la atención que despiertan sus carcajadas se disipa por una delgada tira de carne enredada entre sus dientes. En la Edad Media, la obesidad estaba íntimamente relacionada con la belleza. Es más, se pensaba que era un síntoma de buena salud. Hoy en día, en el Palacio del Colesterol muchos hombres lucen orgullosos sus descomunales barrigas, que a la vez hacen ver más grandes las marcas de los patrocinadores estampadas en las camisetas de los equipos de fútbol. Sin embargo, para las mujeres el concepto de lo estético ha cambiado: algunas prefieren las sopitas antes que la morcilla y piden un jugo en vez de una gaseosa; seguramente quieren cuidar la línea.

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En la misma barra, en ocasiones uno al lado del otro, se sientan a comer tanto los seguidores del equipo local como los del visitante. Cuando hay un clásico, el azul y el rojo se mezclan en el Palacio. Los gritos y peleas que afuera protagonizan los bárbaros de las barras bravas, adentro se transforman en los tradicionales chistes capitalinos: “A Millonarios le dicen San Victorino, porque no sale de la trece” o “A Santa Fe le dicen hospital de pobre, porque todo el que lo visita sale con puntos”. Minutos después, cuando el pito del árbitro suena por primera vez, el celador, quien con un radio transistor sigue atentamente los comentarios del encuentro, es el único hombre que queda en el lugar. Los siguientes 90 minutos son aprovechados por las mujeres para La familia Parra, hincha del Santa Fe.

recoger el desorden, limpiar las mesas, lavar los platos y alistarse para el final del partido.

Tiempo extra En el Medioevo, el sonido del cuerno significaba que los comensales podían pasar a la mesa. En este caso, el silbato final del partido indica el inicio del tiempo complementario de los Parra. Independientemente del resultado del partido, muchos de los seguidores de los equipos capitalinos regresan al palacio para hablar de fútbol: que les robaron el partido, que empataron de pura chiripa, que compraron al árbitro, que les están “dando pasto”, que jugaron con los suplentes… Los hinchas, decepcionados, no pueden ahogar sus penas en el alcohol porque un decreto emitido por la Alcaldía Mayor de Bogotá en 1998 prohíbe el expendio de licor a menos de 200 metros de El Campín (aunque las tiendas de las inmediaciones no quedan cobijadas por la norma). A falta de la tradicional “amarga”, se conforman con la desabrida cerveza sin alcohol o con la Cola & Pola en lugar del refajo. A la larga, esto es lo de menos, porque en el Palacio del Colesterol a todos los atienden como reyes; por eso después de terminar una picada la expresión de los hinchas refleja aquel viejo adagio: “Barriga llena, corazón contento”.

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Especial

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{ Fritanga Gourmet

Por Diana Carolina Martínez Gutiérrez dmartinezr@javeriana.edu.co

En la localidad de Usaquén se encuentra el pedestal para los amantes del colesterol y la vitamina CH, como el chorizo, el chunchullo o el chicharrón. Fritanga Gourmet, con una versión más light de esta comida deleita a sus visitantes con exquisitos platos. No se preocupe, que de este sitio no va a salir oliendo a bofe o a buche, ni se ensuciará las manos. Unos prácticos guantes de plástico lo acompañaran durante esta exquisita experiencia.

{ Piqueteadero Familiar Por Juana Restrepo banita87@hotmail.com

“¡Péguele!” y “¡cásquele!” son las dos palabras que doña Marina, empleada de este negocio desde hace 15 años, les dice a los clientes cada vez que les entrega su orden de comida; incluso les canta alguna que otra estrofa. Este piqueteadero, fundado hace 26 años, está ubicado en la carrera 9ª con calle 64. Algunos de sus platos, que se sirven casi siempre con cerveza o refajo, son longaniza, bofe, chicharrón, rellena y chicharrón cocho, entre otros. De lunes a domingo se puede ir a comer estas tradicionales delicias.

{ La Esquina de La Mona Gourmet { Las ojonas

Por Andrés Hernández Godoy andres.a.hernandez@gmail.com

Por Alejandra Clavijo aleclavijo@hotmail.com

En La Esquina de la Mona Gourmet ni se ensucian las manos al comer la fritanga, ni se toma “pochola”. Allí hay música en vivo, chimenea, una barra con gran variedad de tragos, escenario ideal para una velada romántica sin sufrir un paro cardiaco por el colesterol.

Desde hace unos 60 años la capital tiene un restaurante de tradición que ofrece los huesos de marrano más carnudos. Las Ojonas ha recibido en sus mesas a personajes históricos, como Jorge Eliécer Gaitán, y ha servido de escenario para grabar novelas, como El último matrimonio feliz.

Hace ocho años, Álvaro Zea abrió este restaurante en la esquina de la calle 82 con 13, que los fines de semana está abierto las 24 horas. Así que si sale muy ‘enfarrado’ y se le antojan unas costillitas o un lomo de cerdo, o si es ya de mañana, una buena frijolada, este es el lugar indicado. Eso sí, después de las 3:00 a.m. no se vende nada de alcohol, sólo Cola & Pola para pasar el guayabo.

Por tener grandes y expresivos ojos, a doña Margot Toro, propietaria del lugar, y a sus hermanas les decían “las ojonas”; por ello terminaron nombrando así su negocio. La clientela es fiel y muy variada: profesores, empresarios, médicos y políticos.

Si prefiere algo más rápido y menos gourmet, a cuadra y media (en la calle 82 #14-32) está el restaurante original, La Esquina de la Mona, del mismo dueño.

Veinte años atrás, el tabloide El Bogotano recogió una denuncia de la Secretaría de Salud por las pésimas condiciones higiénicas de la mayoría de fritanguerías capitalinas, pero sacó en limpio a Las ojonas, por su estricto control de calidad.

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{ Doña Segunda Por Lina Forero linis.forero@gmail.com

En la plaza del Doce de Octubre, en la esquina nororiental, Segunda Fonseca plantó su negocio hace 51 años. Allí, entre taxis, motos y carros lujosos, Doña Segunda se convirtió en uno de los piqueteaderos más reconocidos de Bogotá.

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Doña Segunda Fonseca, oriunda de Boyacá, de pelo blanco y piel lozana, mantiene las mejillas coloradas de la tierra fría. Sacó adelante el negocio con sus ocho hijos —tres hombres y cinco mujeres—. Hoy es un tradicional negocio familiar con capacidad para atender a su clientela y distribuir a otras fritanguerías de la ciudad. Doña Segunda supervisa el negocio, se sienta en una silla y conversa con sus colegas mientras siete de sus hijos y los ocho empleados adicionales se encargan de la preparación y la venta.

{ Restaurante Doña Elvira Por Camilo Giraldo camilogiga@gmail.com

El movimiento fuerte se presenta los fines de semana y festivos, aunque el negocio está abierto toda la semana. Entre la clientela se cuentan taxistas, vendedores, mecánicos de la zona y ejecutivos de saco y corbata. Allí los precios son tan variados como los tamaños de las picadas: puede armarse una desde 5.000 pesos hasta 200.000 pesos o más. Aunque hay excepciones, porque si el cliente es un mendigo y no tiene más que 1.000 pesos, en Doña Segunda se le arma su minipicada. Las picadas ofrecen una deliciosa mezcla de sabores criollos: gallina, chicharrón, chunchullo, bofe, ubre, longaniza, morcilla, papas criollas y plátano maduro relleno de queso. Toda la comida se sirve en canastas de mimbre que le dan un toque más típico a los platos. La fritanguería es un lugar pequeño; sin embargo, gracias a la numerosa de clientela, doña Segunda tuvo que comprar dos locales más: uno sirve como comedor y en el otro se venden vísceras de cerdo y “todo para picadas y fritanguería”, como reza el anuncio. Además, por la salida de la plaza que queda enseguida del piqueteadero, hay un pasillo amplio que sirve de comedor para uso exclusivo de la clientela de Doña Segunda. Las preparaciones están a la vista, las tablas donde se pican y las sartenes donde se fríen las comidas pueden verse desde afuera. El lugar luce aseado, y el colectivo de empleados viste un uniforme blanco con delantal, guantes plásticos y una gorra que dice en letras amarillas, azules y rojas: “Doña Segunda”.

Especial

++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ El restaurante Doña Elvira puede parecer a primera ++++++++++++++++++++++++ vista una fritanguería popular, de esas donde sirven ++++++++++++++++++++++++ carnes y vísceras de animales en una bandeja metá++++++++++++++++++++++++ lica abollada y los comensales van cogiendo la presa ++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ a mano limpia. La entrada es pequeña y también el aviso. Al lado hay un taller de mecánica, por lo cual la ++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ acera está llena de grasa. +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ Sin embargo, la percepción cambia al entrar al lugar. La +++++++++++++++++++++++++ decoración y los cuadros que adornan las paredes pare- +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ cen de un restaurante con “caché”. Uno de los recortes de periódico enmarcado es del fallecido crítico de cocina +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ Kendon McDonald, quien cuenta que había invitado al +++++++++++++++++++++++++ lugar personajes como Ernesto Samper, Rafael Santos, +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ D’artagnan e Isabella Santodomingo. Es decir, allá es donde la gente fifirisnais va a comer sobrebarriga, torta +++++++++++++++++++++++++ de menudo, huesos de marrano, lengua en salsa criolla, +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ mazamorra, chicharrón totiao, pescuezo de gallina, +++++++++++++++++++++++++ entre otros manjares propios de la cocina colombiana. +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ Tránsito Nizo de Carvajal fundó el restaurante en 1934, +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ y años más tarde lo dejó en manos de su nuera, María +++++++++++++++++++++++++ Elvira Porras y su hijo Marco Antonio Carvajal, quienes +++++++++++++++++++++++++ le dieron el cotizado nombre. Ellos mantuvieron la em+++++++++++++++++++++++++ presa y la dejaron en manos de sus cinco hijos, actuales +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ administradores del lugar. +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++

{ Caldo Parado

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La especialidad de los doce locales es el pollo, pero también hay lugar para la fritanga tradicional: rellena, bofe, papa criolla, yuca, longaniza y buche. Los nombres Caldo Parado y Cuatro Vientos tienen una curiosa historia. El primero se debe a que, hasta hace muy poco, los locales no contaban con sillas, sino con largas barras

{ Vamos donde Rafa Por María Paula Laguna laguna.paula@gmail.com

Todo aquel que visita a Rafa debe tener un hambre descomunal para poder devorar la especialidad de la casa: huesos de marrano. Aunque el menú también incluye costillitas y chuleta de cerdo, el que no ordene este plato, corre el riesgo de ser mirado con extrañeza. En los 39 años que lleva funcionando el negocio, creado por Rafael Chíquiza, se ha acreditado como uno de los piqueteaderos más populares de Bogotá. Allí se dan cita ejecutivos, taxistas, políticos, obreros, artistas… mejor dicho, gente de todas las clases sociales, con un mismo propósito: comer y beber al son de vallenatos, porros, bambucos y música carrilera. Porque ningún banquete estaría completo sin “el aguardiente de caña, de las cañas de mis valles y el anís de mis montañas”. No en vano, quien se atreve a ordenar el suculento manjar criollo, sale convencido de que, como reza un aviso del lugar: “En Colombia llevamos la parranda hasta en los huesos”.

donde los clientes se apoyaban mientras disfrutaban de su comida. El de Cuatro Vientos obedece a que durante mucho tiempo los locales funcionaban 24 horas, lo que hacía innecesarias las rejas y paredes. Algunos van con su familia en las tardes por un buen almuerzo. Otros acuden en la madrugada con sus amigos, principalmente en busca del “milagroso” consomé para atenuar los tragos. Estos últimos clientes se vieron gravemente perjudicados cuando, después de más de 20 años de funcionar día y noche, la Alcaldía Local de Antonio Nariño determinó que los locales sólo podían vender hasta las 3:00 a.m., de acuerdo con la “ley zanahoria”. En ese momento Caldo Parado instaló rejas. Grandes personajes han degustado los platos de este sitio: los cantantes Jhonny Rivera, Galy Galiano y Rómulo Caicedo; el actor Eduardo Motoa, y el libretista Julio Jiménez. Doña Myriam Hernández, una de las fundadoras de Caldo Parado, recuerda con nostalgia las visitas del asesinado humorista Jaime Garzón. Cuenta que pedía siempre de entrada un huevo y una papa; luego, si tenía tiempo, se tomaba un caldo de pollo. Frecuentemente el humorista pedía que le prepararan una o dos gallinas para llevar a sus jornadas de grabación. Hace pocos meses, Caldo Parado volvió a funcionar 24 horas; por 2.000 pesos se puede disfrutar de un caldo de pollo, con huevo y calado, y por 10.000 pesos se compra una picada para cuatro personas.

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gallina voladora { Lade Doña Nieves Por Mónica Castro B. Mony.castro@gmail.com

Andrés Allende.

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Doña Nieves es un restaurante típico de Bogotá especializado en cocinar gallina criolla desde hace más de 60 años. Está ubicado en la calle 65 con carrera 3ª, entre Rosales y Chapinero, a pocas cuadras de la zona G, o zona Gourmet. Contrario a los restaurantes finos, Doña Nieves se esconde en un viejo garaje, con mesas de madera y 160 sillas de plástico. Allí, expertos cocineros y un trío de música colombiana ponen la nota de sabor y ambiente. No hay cocina eléctrica, ni horno microondas; las ollas no son francesas ni se bebe vino, pero los clientes no cambian la gallina criolla que se cría en corrales caseros y se prepara en gigantes ollas puestas en fogón de leña, a la manera de las abuelas.

{ Criolla Fritanguería Bar Por Lorena Álvarez loritoal1@hotmail.com

Afuera una hilera de ostentosas camionetas, guardaespaldas y altos ejecutivos, da cuenta del estatus de la clientela. Adentro los hombres recogen sus corbatas y se olvidan de las reglas de la mesa, para echarle mano a la presa más grande. Ministros, alcaldes, ex presidentes y altos empresarios, saben que la gallina se come donde Doña Nieves. Asimismo, los vecinos más modestos del barrio Juan XXIII, se dejan caer por el lugar para comprar la gallina con que celebrarán una fiesta de bautizo o de matrimonio, cuenta Andrés Allende, nieto de doña Nieves. Una gallina completa, o piquete, como le dicen, incluye dos porciones de papa, dos de yuca, dos plátanos asados con queso, dos arepas boyacenses y todo el consomé que el cliente desee tomar, por un valor de 50 mil pesos. Lo mínimo que le venden es medio piquete o media gallina, por lo que es mejor ir acompañado. Cada miércoles llegan a casting unas 200 gallinas, de las cuales un exigente jurado escoge las mejores, que deben pesar entre ocho y diez libras. Doce empleados las cortan, las adoban y las cocinan a fuego lento, y decenas de clientes demuestran su satisfacción al dejar sólo huesos en los platos. Los domicilios también son un éxito, pero no cualquier domicilio, pues esta gallina literalmente sale volando a donde la pidan, ya que algunos de sus clientes están en San Andrés Islas, a donde la gallina de Doña Nieves llega volando…¡en avión!

Al son de un jazz, un funk o un chillout, también se puede disfrutar el bofe, el chunchullo, la longaniza y la morcilla. El diseñador gráfico Emilio Barguil pensó lo impensable: que tal vez lo más criollo de nuestra Colombia, eso que nuestros padres y abuelos se empeñaban en mostrarnos como el más suculento plato, se podía disfrutar en un ambiente contemporáneo que contrastara con la estética popular de los restaurantes de este tipo. Criolla Fritanga Bar nació a comienzos del 2007 en el barrio La Macarena. Aunque Barguil es costeño, vive en Bogotá hace 33 años; todavía recuerda que desde niño sentía un fuerte gusto por los alimentos fritos que vendían en los carritos de las esquinas o en los pequeños locales de su barrio. Después de 11 años de inmersión en el mundo de los restaurantes, Emilio decidió fusionar dos de sus mayores gustos: los fritos y el diseño.

++++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++ Como si fuera poco, la fritanguería play se trans- ++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++ forma en las noches en un bar que mientras ++++++++++++++++++++++++++ satisface a unos con esos exquisitos placeres grasos ++++++++++++++++++++++++++ —eso sí, cocinados en aceite de oliva—, deleita a ++++++++++++++++++++++++++ otros con varios DJ y música, que le hacen juego a ++++++++++++++++++++++++++ su estilo y decoración.

Foto Margarita Mejía, cortesía de la revista Pesquisa, No. 5. Universidad Javeriana.

(( Salud ))

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Anorexia:

los gramos que pesan en la mente

Por: Mónica Castro B. mony.castro@gmail.com

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+++++++++++++++++++++++++++++++++ Desde el dramático caso Eliana, que Directo Bogotá siguió durante un año, +++++++++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++++++++ se ilustra el problema de los trastornos de comportamiento alimenticio, +++++++++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++++++++ particularmente la anorexia y la bulimia, cuya incidencia es cada vez más mayor ++++++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++++++ entre mujeres jóvenes. En Bogotá existen varios programas de atención, pero +++++++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++++++ todavía falta una política pública para la prevención y el tratamiento de estas ++++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++++

enfermedades mentales, que no sólo obedecen a la vanidad, como suele creerse.

Eliana* tiene 21 años, y desde hace tres padece de anorexia nerviosa. Cuando niña tenía, en promedio, diez kilos de sobrepeso. “Mi mamá siempre me decía: ‘Come menos, cuídate más’, pero nunca lo hice y siempre fui repuestica”. Eliana es hija única; estudia séptimo semestre de diseño gráfico y para ayudar a pagar su carrera trabaja como mesera en un restaurante italiano del centro de Bogotá. Así relata, en distintos momentos y con pleno conocimiento de la enfermedad, el proceso anoréxico que hoy en día la tiene hospitalizada: Cuando entré a la universidad, tenía clases de siete de la mañana a cinco de la tarde, eso me mantenía ocupada todo el día, así que busqué bajar de peso. Me dije: “Voy a bajar hasta cierto punto, y cuando me vea delgada, paro”, pero es algo que te va absorbiendo y después no puedes controlarlo. Poco a poco dejé de comer; la gente me decía: “Huuuy, cómo estás de delgada, te ves muy bien así, cómo estás de bonita”, y así te impulsan para seguir adelgazando. Fui la mejor estudiante de mi colegio, tuve el mejor puntaje en el ICFES, pero de un momento a otro centré toda mi obsesión en la comida, se me fue saliendo de las manos. Comencé a hacer un ritual en el que no comía nada durante tres días y el siguiente sí, así sucesivamente.

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Mido 1,66 metros de estatura y empecé pesando 68 kilos. Al principio, cuando dejas de comer, te da hambre, te duele la cabeza, pero después como que el cuerpo se acostumbra y no te dan ganas de comer y vives con el dolor de cabeza. Con el tiempo, hasta comerse una pera produce una angustia insoportable. Cuando pasaba con anorexia restrictiva por tres días, al siguiente día comía algo y me sentía superculpable; empezaba a vomitar y a tomar laxantes, se me convirtió en anorexia nerviosa tipo 2, o sea, purgativa. Si tú me preguntas algo sobre nutrición, yo me las sé todas; hay páginas en Internet donde tú escribes cuánto mides y cuánto pesas, y te dan el índice de masa corporal (IMC) adecuado. Yo estaba obsesionada con tener mi índice de masa corporal por debajo de lo normal. Lo normal es estar entre el 15% y el 18%; yo estaba en 13%, un desfase total.1 Como me sabía de memoria las tablas nutricionales, ir al supermercado era una tragedia (antes mi sección favorita eran los paquetes, luego ni los miraba). Esta enfermedad deprime mucho, el hecho de no comer te pone irritable, de mal genio. Me volví completamente asocial, antes tenía una vida social activa en la iglesia cristiana, pero me bloqueé porque lo primero que pensaba era que si salía con mis amigos iríamos a comer algo, así que inventaba excusas. Hasta que se aburrieron de invitarme. Mucha gente cree que esta enfermedad se origina en la vanidad. Pero nunca se me ha pasado por la cabeza ser como una modelo o como una presentadora de televisión. Nunca me obsesioné por tener un cuerpo bonito. Si fuera por vanidad, hubiera querido mostrarme ante la gente para decir: “¡Miren cómo estoy de delgada y de bonita!”; al contrario, a uno le da pena mostrar su cuerpo, a

Eliana, entubada para el tratamiento de realimentación.

pesar de estar flaca. El temor a engordar es superior a la vanidad, y mi gran temor ha sido que si como, después no pueda parar de comer. Llegué a un punto en que me desmayé estando sola en casa, aún así negué por dos años la enfermedad. Mi obsesión llegó a ser tan fuerte que tenía unos 30 tarros de leche de magnesia en mi cuarto para combatir un atracón de comida, es decir, si sentía que comía más de lo debido, botaba todo con el laxante. Pero mis atracones consistían en comerme un sándwich y con eso ya sentía que me había comido medio planeta. Tenía atracones “sugestivos”, no reales, como los de las bulímicas, que se sientan a comer en cantidad.

(( Salud

Mi familia sabía que hacía dietas muy estrictas, pero cuando se dio cuenta de mi enfermedad, ya había bajado 28 kilos. Me tocó ir adonde el médico porque me dolía el estómago, y me descubrieron un quiste en el ovario izquierdo; así que mucha gente creyó que yo había bajado de peso porque tenía cáncer, pero a mí me daba

vergüenza aceptar que tenía anorexia, ya que siempre fui la hija perfecta. Con el tiempo me empezó el insomnio, pasaba la noche sin dormir, se me caía el cabello, parecía que me fuera a quedar calva. La piel se me resecó completamente, las uñas se me debilitaron, me salió lanugo por todo el cuerpo y empezó a darme mucho frío. Se me fue por completo el periodo, hace dos años que no ovulo porque mi cuerpo carece de suficientes nutrientes para darse el lujo de expulsar un óvulo. Antes de cumplir 20 años, mi madre me descubrió los tarros de laxantes, así fue como tuve que confesarle todo; le reconocí mi enfermedad y le pedí ayuda. Fuimos a la EPS, pero ahí primero te mandan a un médico general para que te remita a una nutricionista, y cuando llegué a la cita, pesaba 33 kilos. A los 15 días había bajado otro kilo, y tenía el potasio en 2,4, algo casi incompatible con la vida (con un potasio en 2,0 puede darte un infarto), así que me hospitalizaron, pero al cabo de cuatro días me sacaron obligada. Me fui para la casa, pero era un peligro porque el potasio se me subía y se me bajaba fácilmente. A las dos semanas estaba en clase cuando de repente se me torcieron las manos, empecé a ver borroso, alcancé a llegar al hospital y tenía otra vez el potasio en 2,4. Me mandaron antidepresivos y me volvieron a hospitalizar. Luego me trasladaron al Hospital San José Pediátrico y me conectaron un drum2, pero ahí no tenían ni idea de cómo tratar a un paciente con anorexia; además, el médico se equivocó y me mandó dieta líquida, así que mi mamá me sacó a la segunda noche porque prefirió darme comida sólida en la casa, ya que con dieta líquida me podían matar. Luego entré al programa Equilibrio, donde me cambiaron las medicinas para la depresión y el trastorno bipolar afectivo, intentaron subirme el potasio y me hicieron un test de temperamento con el cual descubrieron que soy obsesiva. La olanzapina me calma la ansiedad y me mantiene más tranquila, pero esas pastillas valen unos 120.000 pesos, la caja trae diez y se toma una por día. Un día, a comienzos de este año, empecé a sentirme mal, me fui al hospital, me revisaron el potasio y estaba bien, así que creyeron que tenía psicosis con la enfermedad, hasta que dos días después convulsioné, vomité baba y sangre, me mordí la lengua y me pegué fuertemente en la cabeza.

Salud ))

Después de la convulsión, me asusté mucho, tomé conciencia de lo grave que estaba y me fui a un médico especialista en el control del inconsciente. Él me hizo hablar de temas que me habían marcado en la infancia para liberarme de esos traumas. Me dijo, por ejemplo, que uno de esos hechos era que mi papá siempre deseó tener otro hijo; al parecer eso hizo que yo fuera muy exigente conmigo misma porque tenía que complacer a mi papá. Otro trauma de mi infancia fue haber crecido con el lema “usted es una inútil”, que mi familia me recalcaba cuando niña, eso me produjo sentimientos de culpa. Hoy en día mis amigas de la universidad no saben nada de mi enfermedad, lo he mantenido en secreto

porque me da pena contarles. Les digo simplemente que estoy en un tratamiento médico, pero no saben que es por anorexia nerviosa. Ya estoy cansada de perder tanto tiempo en mi vida con esta enfermedad, aunque sé que esto, en últimas, ha fortalecido mi vida espiritual y la relación con mi mamá; nadie sabe lo que uno pasa sin haber padecido esto. Yo quiero trabajar ayudando a la gente que sufre de estas enfermedades. No me quiero morir, el haber convulsionado me asustó mucho. Llegué a estar tan esquelética como la modelo que aparece en la famosa valla publicitaria italiana. Yo no me veo tan gorda, pero sé que tengo una distorsión de mi imagen porque no reconozco que estoy tan delgada. Pienso que la lucha contra la anorexia es asunto de control mental para saber lo que se debe comer normalmente y tener un peso saludable. La gente cree que uno no come por puro capricho, sin darse cuenta de que lo que uno tiene es un trastorno emocional muy fuerte. Yo quiero recuperarme, pero lucho constantemente con mi control mental porque mi gran miedo es engordar (10 de enero de 2008).

Los costos del tratamiento Cuatro meses después de esta entrevista, en un café al norte de Bogotá Eliana sufrió una recaída. El Día de la Madre salió a celebrar con su mamá y sus abuelos a un restaurante, de regreso a casa se sintió culpable de lo que había comido y vomitó en medio de la sala de su casa. Su madre supo entonces que a Eliana aún la perseguía el fantasma del miedo a engordar. “Realmente yo venía comiendo cereales al desayuno y por las noches; al mediodía almorzaba sólo verduras con atún o con pollo, pero de un momento a otro empecé a ver que había aumentado de peso, ya estaba pesando 43 kilos y me asustó mucho la idea de seguir subiendo”, relata Eliana. Nuevamente dejó de comer hasta que el organismo no resistió más, y la falta de proteínas la llevó a hincharse por los líquidos, con lo que sí parecía pasada de kilos. Fue a un servicio de urgencias, pero la respuesta de su EPS fue que Eliana se encontraba en estado de desnutrición y para bajar el edema la única solución era consumir proteína en su casa. Unas semanas más tarde, Eliana recayó por falta de alimentos, el potasio le bajó a 2,0 puntos, parecía haber aumentado de peso, pero sólo era la inflamación; y le apareció una llaga en su mano derecha ocasionada por la acidez del vómito, que quema la piel. En la noche del 18 de julio fue internada en el Hospital Policarpa Salavarrieta, al sur de la ciudad. La familia y Victoria Pérez, médica psiquiatra especialista en trastornos del comportamiento alimenticio (TCA) de Clic —otro centro dedicado al tratamiento de estas enfermedades— solicitaron trasladar a Eliana a la clínica Cardio Infantil, donde tendría mejores cuidados, ya que,

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como ella lo mencionó, con el potasio en 2,0 en cualquier momento podía sufrir un infarto. Según la especialista, Eliana debía estar hospitalizada por lo menos dos meses para una realimentación que la recuperara parcialmente (al cierre de esta edición, Eliana llevaba mes y medio hospitalizada en la Fundación Cardio Infantil, al norte de Bogotá, donde ha sido realimentada con proteínas por medio de un catéter y ha ganado algunos kilos). El precio de la hospitalización supera el millón de pesos diarios, debido a la complejidad del tratamiento. Este elevado costo es una razón de peso por la cual estas enfermedades son invisibles en el Sistema Nacional de Salud. Además, en algunos hospitales públicos el personal médico no está capacitado para diagnosticar los TCA, ni tienen la infraestructura para ofrecer atención especializada a pacientes con cuadros tan complejos. Pedro Arturo Aguilera, médico de la Secretaría Distrital de Salud (SDS), y gerente del Hospital La Estrella (en Ciudad Bolívar), cuenta que a su hospital llegan personas de estratos 1 y 2 con síntomas crónicos de anorexia nerviosa y bulimia nerviosa, que demuestra que estas enfermedades no son exclusivas de los estratos socioculturales altos, como es la creencia.

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“Tenemos unos casos que nos han llegado y han sido de difícil manejo porque el hospital es de primer nivel —con sólo 20 camas— y yo no tengo cómo hospitalizar a una niña que esté en condiciones críticas de anorexia, porque hay enfermedades que el POS no cubre, como las mentales. El paciente con anorexia debe tratarse en hospitales de tercer nivel porque lo tienen que evaluar el cardiólogo, el endocrinólogo, el nutricionista, el psicólogo y el psiquiatra; además, le deben hacer una serie de exámenes de gran complejidad, y nosotros no contamos con esos equipos de laboratorio. Otra dificultad es que no tenemos un centro de referencia para reconocer esos pacientes; el diagnóstico de ese problema aún no se evidencia con claridad y hay un subregistro de la enfermedad porque se trata simplemente como desnutrición. Por eso es necesario que los médicos aprendamos a diagnosticar una anorexia nerviosa o una bulimia nerviosa”.

“Quiere tu cuerpo, quiérete bien” La población afectada con TCA en Bogotá aún es un misterio. En marzo de 2008 la Secretaría de Salud, preocupada por la aparición de pacientes con síntomas de anorexia y bulimia en hospitales públicos, aplicó una prueba validada para Colombia, hecha por el Centro Horus, en la cual encuestaron 2.250 estudiantes entre los 12 y los 20 años de edad en siete colegios privados de Bogotá, de estratos 4, 5 y 6 (en una primera fase de este estudio no se incluyeron los colegios distritales, lo que sin duda sesga la muestra). De las 40 preguntas de la prueba de actitud en la alimentación (EAT, por las de eating actitud test), 26 se hicieron a jóvenes de ambos sexos, a los cuales se interrogó por su actitud frente a la alimentación y se indagó su opinión frente a la figura, la apariencia, el peso y la nutrición. La prueba demostró que 405 jóvenes

Eliana, hospitalizada en la Cardio Infantil, con un peluche que le regalaron.

(18% de la muestra), tenía riesgo de padecer un TCA, en otras palabras, el cuadro clínico aún es incompleto para diagnosticar una anorexia o una bulimia nerviosa, pero quiere decir que estos jóvenes tienen una prevalencia y en caso de que llegaran a tener alguna vulnerabilidad de tipo genético-familiar, biológico o socio-cultural, podrían convertirse en personas anoréxicas o bulímicas. Por su impacto y relevancia, la noticia se registró en los medios de comunicación; sin embargo, por un error numérico, en el diario El Tiempo (edición del 28 de marzo de 2008) se informó que ocho de cada diez estudiantes de la capital tenían algún riesgo de sufrir TCA. Si sacamos cuentas del estudio, por cada 10 estudiantes, 1,8 presentan riesgo o prevalencia de un TCA, es decir, 18 de cada 100 estudiantes, no 80. Días después de la publicación, la especialista Camila Pombo, del Centro Horus, solicitó una rectificación a la defensora del lector de ese diario, pero a la fecha no se ha hecho.

Instituciones especializadas en TCA Bogotá cuenta hoy con cuatro instituciones dedicadas al tratamiento del comportamiento alimentario: Equilibrio, Horus, Ámate y Clic. Son centros privados y el costo y el proceso de recuperación varía según el método utilizado. En Horus, en los últimos siete años han tratado 360 pacientes con TCA (97% de mujeres y 3% hombres). De éstos, 54 mujeres han recibido tratamiento en el Programa Día, en un periodo de recuperación entre uno y cinco años. Ellas asisten diariamente a la clínica, donde son valoradas psicológica, psiquiátrica y médicamente; realizan talleres de manualidades, charlas en grupo donde tocan temas de sus vidas particulares y también se les enseña a aumentar la autoestima. Se les dan tres comidas diarias y se vigila que sean consumidas. De las 54 pacientes, tres han requerido hospitalización, por llegar a condiciones críticas. El resto de pacientes ha recibido tratamiento en el Programa Ambulatorio, creado para quienes tienen el riesgo de padecer anorexia nerviosa o bulimia nerviosa, por trastornos del comportamiento no especificados. En este caso, la persona asiste una o dos horas por semana a su valoración y en la medida en que vaya mejorando su salud física y mental, se distancian las visitas, hasta que desaparezca el riesgo. Un 56% de los pacientes atendidos en Horus tenía anorexia nerviosa; 20%, bulimia nerviosa; 22%, trastornos del comportamiento alimenticio no especificado, y 2%, obesidad. De todos ellos, el paciente más joven fue un niño de nueve años; y el de mayor edad, una mujer de 55 años. Queda claro, entonces, que no son enfermedades exclusivas de mujeres jóvenes dedicadas al modelaje, como ha sido la imagen mediática.

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Los trastornos de comportamiento alimentario Aún no se entiende cuándo o por qué aparece un trastorno del comportamiento alimentario (TCA), sólo se hace visible cuando ya el daño está hecho, cuando corporal y mentalmente ha carcomido necesarios para vivir, y lleva a la muerte al 10% de la población afectada. Quienes padecen anorexia nerviosa y la bulimia nerviosa suelen tener insatisfacción con su imagen corporal y baja autoestima, por lo que tienden a realizar rigurosas dietas o ayunos, ejercicios de gran intensidad, inducción de vómito e ingestión de grandes cantidades de laxantes y diuréticos. Mantenerse en el peso “ideal”, cumplir con ciertos cánones de belleza, estar sano, hacer ejercicio, beber ocho vasos de agua al día, tomar suplementos vitamínicos, hacer dietas o alimentarse con malteadas que, supuestamente, contienen todos los nutrientes para un cuerpo saludable y delgado, hacen parte de las demandas de la sociedad actual, no sólo en el ámbito de la moda y de los medios de comunicación, sino también en el familiar y laboral. Pero las dietas tienen el peligro de ser el conducto para la formación de un TCA si la persona presenta

* Nombre cambiado para proteger la identidad de la paciente. 1. Para la población de mujeres en Colombia, el IMC se sitúa entre 18% y 25%; para Eliana los valores son inferiores por la distorsión de su imagen corporal. 2. Cable que se introduce por vía intravenosa para aplicar los nutrientes.

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no sólo los kilos indeseados, sino también los

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vulnerabilidades de tipo genético-familiar, biológico o socio-cultural.

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( )libroS

Recorrido narrativo por

Bogotá

Todos los puestos del bus están ocupados. Aunque empieza la noche, el calor se incrementa cada vez que el bus para recoger pasajeros. De repente, la tensa calma se ve interrumpida por un grito: “¡Esto es un atraco!”. Esta no es la única forma de viajar por Bogotá. Al pasar una y otra página del libro Bogotá por Bogotá, usted podrá hacer un recorrido narrativo por la capital, en las voces de ciudadanos del común que aceptaron la invitación a contar sus experiencias cotidianas.

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El proyecto, realizado por el Fondo de Promoción de la Cultura y el British Council fue “un espacio pensado para que los bogotanos se conocieran unos a otros e intercambiaran sus historias”. La oportunidad de descubrir lugares, situaciones y personajes que nos acompañan a diario y que ignoramos es una clara invitación a abrir los ojos y escuchar al que está a mi lado. Los jurados que seleccionaron los escritos publicados afirman: “Bogotá por Bogotá, extraña antología de confesiones, puede leerse como una enciclopedia, como una guía de viaje o como una novela”. Lugares tradicionales, como la avenida 7ª, muestran su transformación en las últimas décadas, vivida por un niño que va de la mano de su padre y ahora extraña el paisaje de su infancia. Allí hay recorridos por calles oscuras y peligrosas donde acecha la muerte, y que un caminante desprevenido evita gracias a la mirada de advertencia de un perro callejero. Personajes históricos desconocidos para muchos, como doña Pepa Botero, quien en su casa en la calle 77 con carrera 7ª, daba consejos a los escritores Pablo Neruda y Gabriel García Márquez. O también Leo, el indigente de La Candelaria, quien con su inteligencia cautivó a muchos residentes del sector, y después de años recobró la cordura que una traición de amor le había quitado. Qué decir de los sujetos que les dan vida a los barrios, como Gutiérrez —mejor conocido como el “Filósofo de la Cuca” (por su afición a estas galletas)—, que tenía como papel de colgadura en su habitación todas las monas del álbum de las chocolatinas Jet, y que gracias al trabajo en equipo de sus vecinos, pudo encontrar la laminita que le hacía falta para completar el decorado.

Por: Ailín Martínez niliamar@gmail.com

Mural al norte de Bogotá, foto de Andrés Hernández Godoy.

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De ciclorrutas, perros,

palomas y algo más Uno de los 80 relatos publicados en la antología Bogotá por Bogotá, antihomenaje a la ciclorruta. Por: Silvia Otero Bahamón

Hace unos años decidí movilizarme en bicicleta. Todo parecía favorecer dicha determinación: eran meses de verano, entre la casa y la universidad me demoraba menos de 30 minutos, me ahorraría 60.000 pesos al mes y tenía una bicicleta hermosa que se estaba volviendo inútil en el parqueadero. Lo que nunca imaginé fue que durante ese año iba a conocer los grandes enigmas que en Bogotá se tejen en torno a las ciclorrutas. Y muchos menos pensé que en Bogotá, volverse un ciclista, significaría aprender un lenguaje especial que sólo tiene sentido para los que comparten ese medio de transporte. Todo esto porque un ciclista al estar en medio de dos mundos, el de los carros y el de los peatones, es un personaje que va y viene entre héroe y criminal, víctima y victimario, mártir y malhechor. Todo empezó por culpa de las palomas y los perros. A las seis y media de la mañana, cuando pocos habitantes hay en las calles de la ciudad, las palomas se creen dueñas de las ciclorrutas, y dejan de ser esos animales pasivos de baja reputación para volverse desafiantes, toscas y casi asesinas. Las palomas nunca se corren, nunca salen a volar. Esperan, observan fijamente y se quedan plantadas como diciendo, ¿no serás capaz de atropellarme, cierto? Esta situación empezó a molestarme, pues además de tener que esquivar a los imprudentes peatones,

a los carros, a los buses, a los carros de paleta, tenía que esquivar a cientos de palomas. Después vinieron los perros. Nunca entendí por qué a la altura de la 3a con 20, los perros de los talleres mecánicos adoran, óigase bien, adoran acostarse a dormir en el asfalto de la ciclorruta. No hay poder humano ni animal que logre que hagan sus siestas en cualquiera de los cinco metros de andén alrededor de la vía. Todo el día están ahí, haciendo nada, durmiendo y estorbando. Como me chocaba infinitamente tener que esquivar perros y palomas, mandé a instalar un timbrecito. Entonces desaparecieron mis problemas con los animales, porque el horrible sonido los hacía salir corriendo. Pero luego, ya sin perros y sin palomas empezaron los problemas con los seres humanos. Ellos sí, acostumbrados a los poderosos pitos de los automóviles, prácticamente ni se percataban de mi tierno timbrecito de bicicleta. Empecé a insultar a diestra y siniestra a cuanto peatón se atravesara por mi camino. Fui grosera y descortés hasta más no poder con ancianos y niños, hombres y mujeres. A veces, se asustaban y se corrían para caminar por el andén. Meses después decidí cambiar el timbre por una bocina, que funcionaba casi siempre, excepto con algunas trabajadoras de restaurantes sobre la 13 que salían corriendo a mediodía con una bandeja de almuerzos ejecutivos. El temor a atropellarlas o a cualquier otro me hizo desistir de la ciclorruta y preferir la carrera 7a. Pero allí fui víctima de innumerables intentos de homicidio por parte de los buses, que se acercaban más y más para recoger o dejar pasajeros y nunca se percataban de que uno estaba allí, en medio del asunto. También sufrí lo que una amiga denominó “el vómito de bus”: los pasajeros que no se bajan sino que se tiran sin mirar y si uno les hace algo, termina regañado, insultado y hasta cascado. También fui atropellada por un taxi, castigada por un policía y herida por una alcantarilla sin tapa. Hasta que un día vi a un ciclista muerto en la Caracas. Decidí retirarme del ciclismo urbano. Nunca más volví a coger mi bicicleta y ahora contamino, me tiro de los buses y camino sobre las ciclorrutas como todo el mundo.

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Bogotá en FACEbook

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Mininos

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Por: Laura Sierra lala_sierra@hotmail.com

bogotanos

+++++++++++++++++ +++++++++++++++++ +++++++++++++++++ En el número pasado de Directo Bogotá vimos los carros “ñeros” de la capital en ++++++++++++++++ Facebook; de nuevo esa red social nos descubre otra curiosidad: el grupo de los +++++++++++++++ +++++++++++++++ amantes de los gatos “rolos”. ++++++++++++++ ++++++++++++++ +++++++++++++

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Amados por unos, odiados por otros; animales de la casa, pero también de la calle; de variados colores, razas y temperamentos; cazarratones y habitantes nocturnos de varios tejados; que han protagonizado películas, cuentos infantiles y últimamente “rabiosas” noticias, los gatos son centro de atención de cientos de capitalinos que se han reunido en el grupo de Facebook Gatos Bogotanos para compartir su pasión y afecto por estos felinos. En este espacio virtual, creado el 9 de agosto de 2007, se encuentran los amantes de las mascotas, quienes cuentan sus experiencias con ellas, buscan solución a sus dudas y comentan aquellos rasgos que “humanizan” a sus gatos, como es el caso de María José Villa. Ella escribe: “Mi gato es muy particular, se llama José Federico y desde pequeño le ha gustado comer y tomar agua con las ‘manos’; la costumbre la adquirió cuando su plato era de dos puestos, en uno le poníamos el agua y en el otro el concentrado y quizás las pepitas le parecían muy duras, entonces lo pasaba al puesto del agua hasta que se ablandara y luego lo sacaba con las patas y se lo comía. Es increíble verlo”. Los temas que se tratan en los foros de discusiones son muy variados; por ejemplo, cómo evitar la caída del pelo de los gatos, dónde conseguir accesorios y juguetes en la ciudad, dónde adoptar un cachorro o recomendaciones de algunos libros especializados. Julia Helena Díaz, editora de literatura juvenil, creadora y administradora de este peculiar grupo, dice que la idea de crearlo duró años en su cabeza, luego de que Sherlock, su gato negro, llegara a casa. “Yo creé un sitio web en Geocities sobre gatos en Latinoamérica. Tenía de todo, hasta un foro de discusión. Una vez alguien preguntó dónde se podía conseguir hierba gatera en Bogotá. Yo no tenía ni idea y nadie contestó en el foro. Me sentí impotente y ahí me pareció que sería chévere tener una comunidad de gente de Bogotá que pudiera ayudar a quien tuviera ese tipo de preguntas”, cuenta Julia.

En Gatos Bogotanos no se discrimina entre los de raza y los criollos; por el contrario, todos son bienvenidos. No importa si el gato es siamés, persa o callejero, los dueños de los mininos forman parte de este clan que busca, además, la protección y defensa de los animales. Por eso Julia asegura que no hay un gato estrella en el grupo, sino que todos tienen sus propios admiradores y enamorados, aunque sí se realiza un concurso para escoger por votación de los usuarios de la página el gato del mes. Krum, un gato de raza siberiana, ocupa la portada del mes, y Stella Guerrero, su dueña, relata que su llegada a casa fue muy especial: “Debido a un grave problema de alergias tuvimos que buscar durante varios meses un gatico con el que pudiéramos convivir. Luego de mucho investigar, encontramos que esta raza, por razones aún no muy claras, no produce los alérgenos de la saliva. Empezó entonces la búsqueda de criaderos, pero no existía ninguno en Colombia. Tuvimos que esperar algunos meses hasta encontrar a nuestro ‘chiqui’ en Argentina, y decidimos traerlo”. Como ésta, es posible leer historias de las siete vidas gatunas en Facebook.

Dos mil fotos y videos El grupo cuenta con más de 2.000 fotos publicadas y varios videos que los miembros suben todos los días. Julia dice que se enfocan tres aspectos: “Exponer fotos de los felinos para orgullo de sus dueños; preguntar y responder dudas sobre aspectos prácticos de lo que implica tener un gato y encontrar hogar al minino que no lo tenga”. Según Julia, hasta hace algunos años lo normal era tener perro como mascota en Bogotá, así que en la ciudad no existe todavía una guía para amantes de los gatos, pero este grupo, que crece todos los días, la tiene en construcción (y sin temor a que pase un gato negro por debajo de la escalera virtual).

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entreVISTA

Terapia de

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Por: Nataly Martínez Ariza natyluna001@hotmail.com

humor de pie

++++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++++ Cómo llevar el ‘disco rayado’ a la escena de la stand up comedy nos lo enseña +++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++ Gonzalo Valderrama, cultor del personalísimo género que va más allá del ++++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++++ fenómeno de Andrés López y su Pelota de letras. Alguien definió a Valderrama +++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++ como el “heavy metal de la cuentería”, su primer oficio; ahora prefiere noquear ++++++++++++++++++++++ +++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++ al espectador con sus propias historias. De estas artes escénicas orales en Bogotá ++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++ nos habla en esta entrevista. +++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++ “Bla, bla, bla… Clap, clap, clap… ocho años de cuentería… y de cuenteros en Bogotá” se tituló el trabajo de grado que presentó Gonzalo Valderrama en la Carrera de Comunicación Social de la Javeriana. Desde entonces este bogotano nacido en 1969 ha trabajado como libretista, {62} locutor de radio y televisión, y columnista de humor en varias revistas, entre ellas Soho. Pero los oficios que lo transforman son el de cuentero —en el que lleva 17 años— y el de comediante —con nueve años de experiencia—. “Los cuentos de Valderrama giran en torno al estrés, el smog y el estriptís [sic] que se respiran en las ciudades contemporáneas, los traumatismos infantiles, las insatisfacciones adolescentes y las frustraciones adultas del man del siglo XXI, que es el mismo del siglo XIX, del XI y del I. En ellos hay una mezcla bizarra de purismo retórico, lenguaje de video-clip y soliloquios de inodoro, con mucho humor y lirismo de la dimensión desconocida”, se lee en la página virtual de cuenteros Abrapalabra.

Directo Bogotá: ¿Es verdad que el Miércoles de Ceniza de 1991 llegó al mundo de la cuentería? Gonzalo Valderrama: Sí, no es un chiste. No soy católico, pero coincidió con que el día de mi debut era un Miércoles de Ceniza y así seguí celebrando mi cumpleaños como cuentero.

DB: ¿Desde el principio lo tenía claro?

Fotos archivo del artista.

GV: Realmente lo hice como última alternativa, en el sentido de que en el fondo quería ser escritor o actor, pero siendo hijo único de una madre soltera de estrato 2, ésas eran opciones suicidas económicamente. Luego hubo un giro del destino que me posibilitó estudiar comunicación en la Javeriana.

DB: ¿Cómo se dijo: “Quiero ser cuentero”? GV: Tal cual. Porque aquí la cuentería arrancó en 1988; incluso hace unos meses el programa de cuentería de la Javeriana, el primero que hubo en Bogotá, celebró sus 20 años. El movimiento ya llevaba tres años en la universidad cuando un día me dio por ir a ver qué era esa bulla de la cuentería —a la que le tenía una fobia preventiva—, pero me pareció chévere la vaina y vi que tenía las capacidades para jalarle al asunto. En el bachillerato había hecho teatro —como actor, director y dramaturgo, y escribía mis texticos—, pero no había publicado nada ni me había metido en ningún grupo; entonces decidí evacuar todo eso a través de la cuentería y me dije: “Le quiero jalar la otra semana” y me lancé, así, sin preparación.

DB: ¿Por qué le tenía fobia a la cuentería? GV: Entonces me daba como jartera porque me parecía una actividad ni tan gomela ni tan mamerta, no la ubicaba; pero entre 1988 y 1994 tenía muy buena de calidad y era muy apreciada en todos los sitios.

DB: ¿Por qué sus historias son, en su mayoría, autobiográficas? GV: Es que yo soy pésimo para memorizar textos, no puedo aprenderme un cuento y echarlo; tengo un lío de mnemotecnia, que es lo que también me ha impedido ser actor de teatro y de televisión. Entonces lo que hago es guardar la historia en la cabeza, acumularla y echarla, y de tanto decirla, la mecanizo y, pues, qué mejor material que mi vida, que sé cómo decirla y cómo explicarla. Mis experiencias, mis anécdotas: soy aubiográfico en un 70%.

DB: ¿Cómo llegó a la stand up comedy? GV: Como comediante arranqué en 1999, pero ya conocía ese género, que existía en Colombia desde los años setenta, en los llamados café concerts, especie de teatro-bares que ya desaparecieron. Fanny Mikey tenía uno en la calle

100 con 15 que se llamaba La Gata Caliente, y ahí había café concert donde actores como Franky Linero, el Gordo Benjumea, Jaime Santos, Luis Hernando Orozco (el papá de Verónica Orozco) hacían stand up comedy sin saber que se llamaba así, pero el género entró en decadencia y murió. Renació a finales de los noventa, y yo lo conocí en un popular show de televisión con Harry Seinfield y su pandilla de amigos. La serie cómica de este intelectual de origen judío duró como ocho años al aire, y luego Seinfield se dedicó a hacer stand up comedy, y empezó a ser muy conocido en Latinoamérica. Con esa inspiración decidí comenzar a formatear mi material para hacer stand up comedy, nada que ver con la cuentería. Empecé a probar mis espectáculos en ciertos bares y en ciertas universidades, y así comencé a tener más público que en la cuentería.

DB: ¿Cuál es la diferencia entre la stand up comedy y la cuentería? GV: La cuentería es narrativa y la stand up comedy es reflexiva. Uno no hace ninguna reflexión en cuentería; uno no cuenta ninguna historia en la stand up comedy. La stand up comedy es como la columna de opinión para el periodismo, no es crónica, ni noticia, ni reportaje.

DB: Si lo ponen a escoger entre stand up comedy y cuentería, ¿cuál elige?

GV: Stand up comedy, porque pagan muchísimo más: la diferencia es del 3.000%. Un show de cuentería lo pagan máximo a 800.000 pesos: uno de stand up lo pagan mínimo a un millón y medio de pesos, y se puede cobrar hasta 40 millones, como lo hace Andrés López. Una incoherencia en el medio. En Estados Unidos, con la stand up comienzas en los bares, luego en la universidad y terminas en el cine o en la televisión con tu propio show de televisión. Aquí primero eres un actor o famoso y luego quieres hacer stand up comedy porque pagan más.

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DB: Usted suele hablar de histrionismo y demencia escénica cuando se refiere a su propio estilo escénico, ¿qué quiere decir? GV: Histrionismo es el gen o la facultad que tienen los seres humanos de representar a los personajes; quien quiera hacer stand up comedy tiene que tener ese talento. La peculiaridad que tiene la stand up comedy, a diferencia de la cuentería, es que es un género humorístico en el cual se representa un personaje, pero ese personaje en realidad es usted mismo. Uno escoge ciertos rasgos de personalidad y los pone en escena. En mi caso soy muy neurótico en escena, pero no soy únicamente neurótico; en la vida soy un man pacífico, sereno, pero ese lado neurótico es el que yo pongo en escena y es lo que hace divertido mi discurso. Demencia escénica… pues nada, yo sé literalmente lo que es estar loco: he estado en clínicas psiquiátricas cuatro veces y sé qué es ver elefantes rosados y esas cosas. Primero surgió lo escénico y luego vino el reventón clínico, pero desde el comienzo tengo el disco rayado. Pero eso lo aplico y lo pongo en escena, es una terapia y una manera de llevar al público a un nivel extra al que no se llega con la cuentería ni con la stand up comedy; es llevar a la gente al borde de la locura, pero a través de la palabra.

DB: ¿Hay temas que caracterizan sus obras?

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DB: ¿Cuáles cuenteros le gustan? GV: En el país, Primo Rojas, Diego Camargo, Óscar Corredor y hubo uno que murió en 1998 y que fue mi inspiración para ser cuentero: Jorge Navarro. Me atrevo a decir que fui yo el que lo reemplazó en el sentido de poner la demencia en escena; además, él era un tipo que estaba literalmente loco, y se suicidó, pero era muy coherente en escena y decía cosas súperlúcidas, profundas y divertidas. En el ámbito internacional hay uno que se llama José Campanari, que es Argentino; Cándido Paso, que es gallego; Carlos Genovese, que es chileno, y una mujer que se llama Soledad Vellosa, uruguaya.

DB: ¿Como ve la cuentería en Colombia en los próximos años?

GV: Para mí la cuentería murió en 1994; de ahí para adelante no ha pasado absolutamente nada.

DB: ¿Por qué murió? GV: Porque los que la hacíamos con juicio, convicción y autenticidad no la volvimos a hacer. Ahora se dedican a hacer copias de lo que inicialmente se propuso.

GV: La ciudad, el lenguaje y la intolerancia.

DB: ¿Cómo se describe a sí mismo?

DB: ¿Qué piensa de Andrés López, Julián Arango y Antonio Sanint?

GV: Soy una persona obsesiva por el lenguaje, hago mucho énfasis en cómo digo las cosas y en el uso de la sintaxis, las palabras, los tonos. Soy científicamente consciente de los efectos que pueden producir las palabras en el cerebro de la gente. Trato de ser muy enfático y agresivo. Una cuentera española que me conoce y me aprecia dice que yo soy el heavy metal de la cuentería. Trato de ser lo más agresivo posible, lo más punzante posible, pero tratando bien el idioma.

GV: El único comediante que yo respeto es Julián Arango, el ex presentador de Bichos Biches. Hay cuatro reglas fundamentales para el comediante: primera, no robar material —y muchos de los que conocemos no tienen material propio—; segunda, no pretender ser chistosos en escena; tercero, no contar historias —eso es cuentería—, uno tiene que hacer reír con lo que piensa de los asuntos de la vida cotidiana, no contando historias chistosas (de ese nivel de reflexión carecen todos); y cuarto, tiene que haber una actitud y una personalidad en la escena inconfundibles. De los que conozco quien más se atreve a jugar con algo personal es Julián Arango, aunque eso no es stand up comedy: lo que hace es un monólogo narrativo.

DB: ¿Cúal es la obra que más le gusta como cuentero? GV: Me gusta Un ángel negro en la Zona Rosa, de 1992, que habla sobre mi choque ideológico y sociocultural cuando entré a la Universidad Javeriana porque yo era un chico de estrato 2; narro cómo pude ubicarme en la universidad y sobrevivir psicológicamente con esa condición, y lo describo a través de tres bares donde sucede la historia. Hay otra obra que se llama Manual de antropofagia, del mismo año, una compilación de cuatro cuentos que surgieron de cuatro poemas que yo escribí alguna vez durante la carrera. Realmente eran divagaciones de clase de estadística, pero si los declamaba a secas no tenían sentido, entonces decidí inventarme la historia, que dura 15 minutos y el poema que declamo al final dura un minuto.

DB: ¿Cómo te ves en los próximos diez años? GV: Llevo ya 17 años en el oficio, ha sido una carrera demasiado irregular, he desaparecido, he regresado, me he vuelto a morir, soy muy poco lineal. Por lo menos sé que mi objetivo no es ser demasiado famoso y popularmente admirado, pero sí que la gente que gusta de mi arte sea una inmensa minoría. Mi objetivo no es complacer al público en general ni a toda la familia colombiana. Así es Gonzalo Valderrama. Descomplicado y chistoso. Vive en el barrio La Soledad desde hace varios años. No tiene esposa ni hijos, pero sí muchos amigos a quienes les encanta visitarlo. Flaco y de baja estatura, si no fuera por la calvicie que se asoma, parecería un adolescente a quien no le interesa madurar. Gonzalo no es un hombre de horarios y oficina, la mayor parte del tiempo se la pasa en su apartamento planeando sus presentaciones, chateando con sus amigos y trabajando en el computador. Lo único que pide es que esta entrevista se publique lo que él dijo, tal cual.

Adriana G贸mez Estatuas vivas

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