Directo Bogotá #78 by Revista Directo Bogotá

Bogotá Directo

Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Comunicación y Lenguaje Distribución Gratuita

Edición Diciembre 2022

Especial: El principio y el fin

Fotoensayo

Día de los Muertos

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Foto: Laura Dueñas Arenas ldduenas@javeriana.edu.co

Catrina tradicional, interpretada por la artista plástica mexicana Anni, en compañía de Zipa, un perro xoloitzcuintle, raza que, de acuerdo con las culturas azteca y maya, acompañaba y guiaba a los difuntos a través del Mictlán (el inframundo).

Directo Bogotá

Revista escrita por los estudiantes de la carrera de Comunicación Social Fundada en 2002

Director

Julián Isaza Niño

Asistente editorial Natalia Ortega Rodríguez

Reporteros en esta edición

Sofía Avendaño Torres, Daniela Rojas Silva, Johan Orlando Hernández González, Elena Bermúdez Rivera, Sharik Jaller, Ana María Cortés, Daniela Villamarín, Laura Valencia, Juan Rafael Rincón R.

Portada y contraportada Fotos de Julián Isaza Niño. Mural en la calle 69 con carrera 17.

Fotoensayo Fotos de Laura Daniela Dueñas Arenas ldduenas@javeriana.edu.co

Caricatura Nicolás Fajardo fajardo-p@javeriana.edu.co

Diseño y diagramación Lida R. Chaparro S. lidaroco@gmail.com

Corrección de estilo Gustavo Patiño Díaz correctordeestilo@gmail.com

Decana de Facultad Marisol Cano Busquets

Director de la Carrera de Comunicación Social Carlos Eduardo Cortés Sánchez

Directora del Departamento de Comunicación Andrea Cadelo

Informes y distribución

Transversal 4ª # 42-00, piso 6 Teléfono: 320 8320, ext. 4587 Escríbanos a: directobogota@javeriana.edu.co

Consulte nuestro archivo digital en la página: www.issuu.com/directobogota

Visite nuestra plataforma digital: www.directobogota.com

El principio y el fin

Historia de un nacimiento

Un hogar contra el tráfico de vidas

Caminando entre tumbas

Sandra Mazo: católica, feminista y defensora del aborto

Susurros mortales y otras realidades

Los colores que reviven la historia de Bogotá

Postales del descanso eterno

Bronx: renacer para crecer

La calle, los santos, los cuerpos, la violencia

La sabiduría de la colmena

La muerte a través de Ricardo Silva

Todavía está amanecido

Diciembre 2022

Edición

02 Editorial 03

64 Caricatura

Editorial

E L PR in C i P io y el fin

Julián Isaza Director

La vida y la muerte son dos fenómenos tan ex traños como cotidianos. Aunque a diario nacen y mueren cientos de miles de personas, nues tra relación con ellos está atravesada por el asombro y, tal vez, por la misma perplejidad y misticismo que experimentaron los primeros humanos: seguimos aterrados, fascinados y no dejamos de especular sobre ellos.

Por eso, quizá —aunque las ciencias han inves tigado desde hace siglos todo el proceso biológi co, que incluye, por supuesto, el nacimiento y la muerte, e incluso han logrado avances enormes para entenderlos y, aún más, para modificar los—, ambos acontecimientos todavía guardan secretos: aún existen dificultades para definir con exactitud la vida y para comprender qué su cede después de la muerte.

Las respuestas definitivas parecen elusivas y es allí, en esa falta de certezas, donde el mito y el misterio producen creencias espirituales, reli giones y también arte, con lo que probablemen te deseamos explicar lo inexplicable.

Por supuesto, esta edición no pretende dar res puestas ni especular siquiera sobre el tema. Se ría imposible. Pero sí busca contar algunas his torias que tienen como protagonistas a la vida y a la muerte, quizá con la ilusión de reflexionar sobre ellas. Quisimos acercarnos a aquello que con frecuencia es tan seductor como aterrador, a eso que es lo efímero y, al tiempo, lo eterno.

Por eso, en esta revista nos sumergimos en cementerios y salas de parto. Los retratamos y

los contamos y, mientras lo hicimos, nos asom bramos, una vez más, ante lo extraordinario y lo común. También conversamos con aquellos que preservan la vida, ya sea de las especies exóticas que habitan las selvas colombianas o de dimi nutos seres como las abejas, que se multiplican y crecen en los apiarios. Y transitamos algunas de las calles más difíciles de la ciudad, en las que hierve la vida, pero también la muerte y la violencia, y encontramos personas tan inusales como entrañables, como Marta Sánchez, una mujer trans que con su liderazgo y con su magia arcana pretende cuidar a las trabajadoras se xuales de la zona de tolerancia. Hablamos con otras personas inesperadas, como Sandra Mazo, una católica que lidera una organización que está a favor del aborto. Y con Germán Rojas, uno de los sepultureros del Ce menterio Parroquial de Bosa, quien nos permitió entrar a su vida y entender su labor. Pero también quisimos expandir las posibilida des que ofrece el tema y contar a aquellos que logran pequeños y grandes actos de resurrec ción en la ciudad, como lo hace Leonardo Ortiz, un publicista que decidió retocar y darles color a las fotografías históricas de Bogotá. O como lo está haciendo la Alcaldía junto a varios aliados que revitalizan el Bronx, una zona en la que la muerte cabalgó y que ahora se perfila como un espacio para la cultura y el arte.

Como siempre, la invitación a que recorran estas páginas y el deseo de que disfruten tanto leyén dolas, como nosotros lo hicimos escribiéndolas.

Historia de un nacimiento

Parir puede ser una experiencia tan dramática como bella. Cuando un ser humano llega al mundo, lo hace en medio del dolor y de la sangre, pero también entre el anhelo y la esperanza de sus padres. Una joven cronista presenció un parto en el Hospital de San Ignacio y cuenta una historia en la que se entrecruzan la experiencia de una madre, la llegada de una niña y las reflexiones propias sobre la maternidad.

Texto y fotos: Sofía Avendaño Torres sofia_avendano@javeriana.edu.co

La bebé no quiere nacer. Su madre va a cumplir 30 horas en el hospital, su espo so llegó con ella y yo he estado acom pañándolos desde hace 15 horas en la sala de parto. Paula*, la bebé, no está en posición y su madre, Irene*, no ha dila tado casi nada. Van a tener que hacerle cesárea. Por eso, una de las enfermeras empuja la camilla en la que está Irene recostada para llevarla a la sala de ciru gía. Mientras le ponen la anestesia y la alistan, desde afuera Luis*, su esposo, mira la habitación en la que estuvieron todo este tiempo. Él, con ambos pies en el suelo y los codos sobre las rodillas, se

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3 El principio y el fin

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queda haciendo lo que ha hecho todo este rato: esperar. Usa el uniforme que le dio el hospital apenas entró a la sala de parto: una camisa y un pantalón de poliéster gris, un gorro, unas polainas y un tapabocas desechable. ***

Han pasado 18 años desde la última vez que tuvieron un bebé. Paula será la menor de tres hijos. La primogénita tiene 20 años, estudia enfermería fuera de la ciudad, pero en este momento está viajando para conocer a su her mana menor. El hijo del medio está terminan do el bachillerato y, según su madre, aún no sabe qué quiere estudiar. El padre trabaja en Transmilenio, y la madre, en una empresa que ofrece servicios de aseo.

Antes de que la doctora decidiera que el parto sería por cesárea, mientras quemaban tiempo, imaginaban en qué se ocupará su nueva hija cuando crezca.

—¿Será que ella va a salir médica? —dijo Irene acomodándose de lado en la camilla.

—Quién sabe, pero mira todo el tiempo que nos ha hecho esperar. Lo perezosa es por tu

lado de la familia —dijo Luis, mientras arquea ba las cejas.

—¡Ja! Si va a ser como la mamá, entonces va a ser trabajadora.

Durante la espera, la mamá tenía los labios resecos, la piel amarillenta, leves ojeras mo radas bajo sus ojos cafés, la espalda pegada a la cama, las piernas recogidas en posición fetal y miraba hacia el techo. De vez en cuan do botaba aire lentamente por su boca y ponía las manos sobre su vientre bajo, señal de que le estaba doliendo. Comparaba la sensa ción con un cólico menstrual; es decir, como si las tripas del vientre se retorcieran en un calambre constante y prolongado. Su esposo, mientras tanto, se convencía de que la bebé les estaba mandando un claro mensaje: lo mejor se hace esperar.

La habitación en la sala de parto consiste en una cama de hospital con ruedas en la mitad de la habitación. Al lado derecho hay ape nas espacio para un monitor; al izquierdo, un aparato del que cuelga una bolsa plástica con líquido transparente que gotea y entra por vía intravenosa al cuerpo de la madre. Se trata de pitocina, el medicamento que debió haber he cho que Irene se acercara al nivel 10 de dilata ción, que es el último, pero ella solo llegó al 3. Entretanto, los médicos explicaban que era normal que este parto fuera demorado, por que la bebé no estaba lista para nacer, pues tuvieron que adelantar la fecha de su llegada por la diabetes y otras condiciones médicas de su madre.

La situación era desesperante para Irene porque, aunque no había un dolor intenso, la incertidumbre la agobiaba. Quería que la lleva ran a cesárea, porque sabía que no habría otra forma de que su hija abandonara el único lugar que había conocido durante 39 semanas.

—Que se ayude, porque yo ya no aguanto más en este hospital —decía mientras se aferraba a su panza.

Recordó sus otros dos partos y aseguró que ninguno había sido como este. No había tenido que quedarse acostada conectada a un monitor que todo el tiempo estaba revisando sus signos

El principio y el fin

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y soltando un pitido cada segundo. Los partos de sus hijos mayores fueron naturales. No se demoró en romper fuente y, aunque el dolor era intenso y la sensación de estar orinan do constantemente era incómoda, los bebés nacieron muy poco tiempo después de esos síntomas. El ginecólogo del turno de la noche le dijo “este va a ser como un primer parto”, refiriéndose a que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que dio a luz. Al escuchar lo, la madre llevó una mano a su frente y cerró los ojos mientras soltaba un quejido en señal de frustración.

—Ya son las once. La bebé ya no va a ser del 26 —dijo Luis con la mirada clavada en el reloj del monitor.

Le preocupaba pasar otro día en el hospi tal, porque era posible que en el trabajo no le aceptaran su ausencia. Así que se propuso pedirle ayuda al médico, que estaba yendo a la habitación. Necesitaba un certificado en el que constara que estuvo acompañando a su esposa en el hospital. Luego, aunque nervioso por esa situación, el pitido de las máquinas y la quie tud obligada por tener que esperar a su hija lo arrullaron. Como pudo, Luis se acomodó en la silla plástica que le habían puesto al lado de la camilla y se tapó hasta los hombros con una cobija que le había alcanzado una enfermera. Un parto puede durar más de un día o puede durar cinco horas. Nunca se sabe.

En la madrugada, una joven entró caminando, con los pies separados y a paso lento, a la sala de parto. La ubicaron en el cubículo vecino al de Irene. Se quejaba de dolores cada vez más intensos y constantes. Para ella la suerte y la espera fueron distintas: tan solo unas pocas horas después, la anestesióloga anunció que era hora del parto y pronto parió una bebé que se convirtió en la cuarta que nació mientras que Paula seguía poniendo a prueba la pacien cia de sus padres.

—Escúchela —dijo Irene refiriéndose al llanto de la recién nacida.

Aunque no volvió a referirse al parto de al lado, ver entrar y salir así de rápido a aquella mujer probablemente alimentó la sensación de impa ciencia que reflejaban los quejidos que salían

de su boca, los cambios constantes de posición de sus piernas y sus cejas que cada tanto se juntaban hacia el centro. Hacia la tarde la gi necóloga residente decidió que la espera había sido suficiente. Fue entonces cuando médicos y enfermeras empezaron a alistar a Irene. ***

Ahora el cuerpo de Irene está extendido sobre una camilla en la sala de cirugía y ella mira hacia al techo. A su lado está sentado Luis, que le toma la mano. Lo primero que hacen las enfermeras es limpiar toda la zona con Isodine. Luego, la cubren con paños estéri les, que se ven como pedazos de telas azules. Dejan descubierta la parte baja de su vientre. Con el bisturí, la doctora hace el primer corte en la piel de Irene, que se abre y deja ver la grasa amarillenta como si fuera el relleno de un peluche. Los dedos de las enfermeras y la médica estiran con fuerza los tejidos hacia los lados para seguir haciendo espacio en el vien tre. Toman una especie de espátula plateada con la que empujan la piel hacia afuera de una forma que percibo agresiva, pero, supongo, imprescindible.

Las manos de la ginecóloga llegan al músculo. Lo sacuden y separan con fuerza hacia afuera hasta que se alcanza a ver una bolsa roja bri llante: el útero en el que Paula se ha esta do escondiendo. Cuando hacen el corte allí,

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El principio y el fin

Adriana, la residente de ginecología que atendió el parto.

505.114 niños y niñas nacieron en Colombia durante el año pasado, según el daNE

la sangre brota y las enfermeras la limpian con rapidez. La situación sugiere que quienes nacemos por cesárea venimos al mundo por medio de una herida en el cuerpo de nuestra madre. Sin duda, una herida necesaria, pero es inevitable pensar en el dramatismo y la violen cia que implica llegar al mundo de esta forma.

Después del corte en el útero, se asoma la cabeza de la bebé. Las médicas presionan la parte de arriba del vientre de la mamá para hacer que salga del todo. La ginecóloga usa ambas manos, las mueve como si buscara algo y, cuando las levanta, Paula está en ellas, sin tiendo por primera vez con su propia piel.

Lo primero que hacen cuando está afuera es limpiarla un poco. Es más pequeña de lo que se esperaba. Tiene el pelo oscuro, restos de sangre, la cara morada, los ojos cerrados y está en silencio. Esa quietud, ese silencio, me resultan alarmantes, pues la idea fija y quizá arraigada por lo que se puede ver en películas, es al nacer un bebé llora y grita como signo inequívoco de la vida.

Pero la preocupación dura poco, pues unos segundos después, Paula emite sus prime ros sonidos, similares a una tos, y mueve sus pequeños brazos con las manos formado dos diminutos puños. El pediatra las presenta: Ire ne y Paula.

—Es normal que tenga la piel morada —dice el doctor.

Al escucharlo, pienso que es extraño que no estemos acostumbrados al ambiente para el que se supone que estuvimos hechos. ¡Somos tan dependientes! La mayoría de los animales nacen y pueden caminar luego de unas horas, mientras que los seres humanos resultan tan frágiles, que incluso algunos necesitan ayuda para respirar después de nacer. El inicio de nuestra vida es endeble.

Luego de ponerla unos segundos con su mamá, cortan el cordón umbilical con una pinza y se llevan a la recién nacida a la sala de neonatos para hacerle exámenes y revisarla. Resulta que una de las primeras experiencias

El principio y el fin

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que tenemos parece estar más emparentada con las cifras que con la naturaleza: nos pesan, revisan los signos, registran la talla, toman nota del momento exacto del alumbramiento. Mientras tanto, terminan la cirugía. Encima de una caneca, la enfermera pone algo que parece un órgano. Es una bolsa entre rojo os curo y morado, cubierta por una suerte de tela viscosa y transparente que tiene una parte del cordón colgando de ella. Era el lugar al que Paula se aferró por tantas horas y ahora lo van a desechar.

La parte del cuerpo de Irene donde hace un momento habitaba Paula ahora es ocupa do por las manos de la médica que limpia el exceso de sangre. En algún momento las manos de la enfermera cortan un pedazo de algo que parece un nervio, algo que le per tenece a Irene. Me obligo a mirar para otro lado y así evitar que mi estómago pegue otro brinco por los nervios.

La especialista cose todo lo que abrió hace un rato. Lo miro, me obligo a mirarlo y, después de pensarlo, llego a la conclusión de que ni la sangre, ni los movimientos de las enfermeras con la espátula o las pinzas desafían la posi bilidad de que algún día sea yo quien decida estar en una camilla, mientras me limpian el estómago por dentro, ansiosa por sostener un bebé que usó mi cuerpo como casa.

Aún tengo la sensación de que el sudor y el dolor que implican tanto el embarazo como el parto son irrelevantes si se comparan con la oportunidad de ver crecer a alguien desde que tiene el tamaño de un fríjol.

Los labios de Irene se curvan en una sonri sa por la llegada de su esposo que camina despacio, y sonriendo también, con su hija en brazos. Cuando Luis llega al lado de la madre, que descansa en la camilla de la sala de recu peración, le entrega a la bebé. Aunque sea la primera vez que Irene y Paula se tocan, la bebé encaja perfecto en sus brazos. Ahora Paula se alimenta de su seno y ya nadie está contando cuántas horas llevan en el hospital.

*Los nombres fueron cambiados a petición de las fuentes.

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El principio y el fin

Irene y Luis pasaron 30 horas esperando a su bebé.

Un hogar contra el tráfico de vidas

Dominic, un mono churuco rescatado y rehabilitado por el hogar.

El consumo de carne de animales silvestres, el comercio de sus pieles y hasta el supuesto lujo de tener un animal exótico han convertido el tráfico de especies en uno de los negocios ilegales más lucrativos y dañinos del mundo. El Hogar de Paso para Fauna Silvestre de la Amazonía combate estas prácticas mientras enseña cómo la vida y la capacidad de sentir nunca serán exclusivas del ser humano.

Texto y fotos: Daniela Rojas Silva rojasda@javeriana.edu.co

El principio y el fin 8

Paco se mueve continuamente sobre las ra mas ubicadas en su recinto. El tamaño de su cráneo es más pequeño de lo habitual en su especie, lo cual afecta su capacidad visual. A pesar de esto, ha memorizado la ubicación de los cinco palos que están atravesados entre las dos paredes verdes y las dos rejas que lo encierran, lo que le permite moverse con fa cilidad. Su olfato le ayuda a percibir que hay alguien que lo está observando desde la parte exterior del que es ahora su hogar. Sus ojos vidriosos y grisáceos atienden ante cualquier mirada y, sin pensarlo, saca sus brazos y su cola a través de las rejas plateadas para reci bir a los invitados con un apretón de manos, brazos o lo que logre agarrar. Él no es como los demás monos araña. Nunca se lo permi tieron. Por exhibirlo en una casa de familia y alimentarlo con dulces, lo condenaron a pasar el resto de su vida en este lugar.

Norma Constanza Ganem —veterinaria, zoo tecnista y actual directora del Hogar de Paso para Fauna Silvestre, de la Facultad de Cien cias Agropecuarias de la Universidad de la Amazonía, a 20 minutos de Florencia, Caque tá— dice que como Paco son más de 5.000 animales los que han pasado por procesos de evaluación y recuperación en este hogar. En la actualidad, reciben dos o tres individuos al día,

cerca de 60 animales mensuales, y tienen bajo su cuidado permanente a 250 que han sido ob jeto de tráfico ilegal en los departamentos de la Amazonía colombiana.

“La mayoría de los animales llegan con pro blemas comportamentales bastante marcados por las condiciones de cautiverio erróneas a las que fueron sometidos. Lamentablemen te, muchos ingresan en muy mal estado físico: pérdida de visión, animales con amputación de extremidades, quemados, con impactos de bala o heridas de arma blanca, y hasta llegan crías aferradas al cuerpo de su madre asesina da”, comenta Norma con indignación mientras mueve sus manos sobre el escritorio en su ofi cina en el hogar.

Monos araña, churucos, maiceros y titís, así como guacamayas, loras, tucanes, búhos, gua characas y paujiles, además de muchos otros animales, están ubicados por especie dentro de los recintos adecuados para ellos. Fiona, una danta que siente mucha cercanía con las personas, camina con total libertad por las instalaciones del hogar. Al lado izquierdo de la entrada está ubicada la parte administrati va, donde se guardan los registros de todos los especímenes y la zona de valoración médica, que tiene un camino que conduce a los recintos destinados a los mamíferos no primates: coa

Este hogar de paso, ubicado en Florencia (Caquetá), abrió sus puertas en el 2004.

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Según la oNU, el comercio ilegal de animales mueve alrededor de 23.000 millones de dólares anuales en el mundo

tís, perros venaderos, perros de monte, zorros de monte y ocelotes. Estas son las especies que actualmente refugia este hogar de paso de fauna silvestre.

El espacio fue creado en el 2004 por la Univer sidad de la Amazonía en colaboración con Cor poamazonia, entidad de regulación ambiental de la región que financia el hogar, con el fin de valorar, recuperar y tratar de reinsertar a su hábitat natural a los especímenes afectados por el tráfico. Cada día, aves, felinos, primates o mamíferos pequeños son arrebatados de la Amazonía colombiana para ser artículos de los mercados urbanos nacionales o internaciona les. “Aquí matan a las mamás para poder cap turar a las crías y llevarlas al mercado negro. En este cobran 50.000 pesos por un primate, pero si hablamos de mercados internacionales, un animal puede estar entre 5 y 10 millones de pesos”, afirma Norma, lo que es muy preo cupante en una de las regiones más biodiver sas del planeta, que alberga la mayoría de las 58.312 especies registradas en el país, donde, según el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por sus iniciales en inglés), hay 674 es pecies de aves, 158 de anfibios, 195 de reptiles, 212 de mamíferos, 753 de peces y más de 6.300 plantas diferentes.

Paco, por ejemplo, fue comercializado en la clandestinidad y vendido a una casa de fami lia. Esa vivienda estaba ubicada cerca a unas piscinas públicas en las que lo exhibían ante muchas personas. Ahí se acostumbró a ser tratado como una mascota, a bailar para en tretener a las personas y a ser alimentado con toda clase de papas fritas, gomas y dulces, entre otros alimentos que no son aptos para su desarrollo. “Es increíble que a alguien se le ocurra alimentar a un animal con Bon Bon Bum, leche y miel. Hasta nos comentaron que tenía su propia cuenta en la tienda del sector”, dice Geraldine Vargas, auxiliar del hogar.

Desde que fue entregado a las autoridades ambientales se ha hecho lo posible por adaptar a Paco a la vida natural que siempre debió te ner, pero eso ya no será posible. Además de su problema visual, el mono sufre una desviación cervical, una anomalía en su corazón y fractu ras en sus fémures, lo que, junto con su com portamiento dependiente del ser humano a raíz de su comercialización, hace que sea nula la probabilidad de volver a su hábitat natural. Según Naciones Unidas, el comercio ilegal de animales mueve alrededor de 23.000 millo nes de dólares anuales en el mundo. Solo en Suramérica el tráfico de fauna produce al año

El principio y el fin

1. Norma Ganem, directora del Hogar de Paso para Fauna Silvestre de la Amazonía.

2. Paco, el mono araña que busca el afecto del ser humano, mientras Leo reposa sobre los brazos de Geraldine Vargas, una de las auxiliares del hogar.

3. Michón, el más reciente caso de una recuperación exitosa en el hogar de paso. 3

unos 1.000 millones de dólares. Los clientes potenciales, principalmente estadounidenses, europeos o asiáticos, pagan hasta 15.000 dóla res por las guacamayas y 10.000 por los monos de cabeza blanca.

El principal factor que mantiene vigente esta práctica es la demanda, que no disminuye, dado el bajo riesgo para el traficante. En Co lombia, esta es una de las causas por las que hay 1.302 especies amenazadas o en peligro de extinción. Las personas que se dedican a este negocio ilícito no son perseguidas, como en otras modalidades del tráfico ilegal. Incluso, si son capturadas en flagrancia, las leyes son muy flexibles y no les sucede mayor cosa.

Así lo explica Mario Barón, director territorial de la autoridad ambiental de Corpoamazonia: “Las personas que portan, ocultan o transpor tan animales deben afrontar un proceso am biental sancionatorio que puede terminar en una multa o en privación de la libertad, según el caso, pero la ley ha sido muy laxa y tan solo los retienen por unas horas al no tener antece dentes disciplinarios. La corporación acom paña los casos hasta las últimas instancias legales, pero aún no existe una ley estricta que realmente los condene a pagar por sus accio nes en contra de la vida silvestre”.

Los estragos de esta actividad en cada uno de los seres que aquí encuentran refugio son evidentes, y muchas veces, después de ser vendidos a particulares, quienes los compran se encuentran con una realidad tozuda y obvia: estos animales no pueden ser mascotas. Así ocurrió con la ocelote Michón, que fue comprada por una perso na del común que pretendía adiestrarla en su propia casa y, luego de entender que un ocelote no es precisamente un animal de compañía, la cedió voluntariamente a la Policía Ambiental, que a su vez la entregó para ser valorada por los profesionales de la institución.

En ese momento tenía un peso menor al ha bitual, su pelaje estaba en malas condiciones y tenía una herida cutánea y muscular de 25 centímetros en el pecho. Todo debido a unas dietas inadecuadas y a las malas condicio nes de cautiverio, pues vivía amarrada con un lazo del cual quería soltarse y, al ejercer cierta fuerza, se lastimaba. Después de un tratamiento, Michón se encuentra en perfec tas condiciones físicas y comportamentales. Su instinto de caza no se ha perdido, lo que significa que es apta para ser reubicada en un ambiente natural.

En Colombia hay 1.302 especies que se encuentran amenazadas o en en peligro de extinción

El principio y el fin

Desde hace diez años, Germán Rojas trabaja como sepulturero. Una profesión que para muchos puede tener un halo tenebroso, pero que para él es una vocación. Crónica de un hombre sencillo que todos los días camina entre los vivos y los muertos y allí, en el cementerio, y a pesar de las dificultades, halla una manera de servir y ser feliz.

Caminando entre tumbas

y fotos: Johan Orlando Hernández González jo.hernandezg@javeriana.edu.co

Son las 6:30 a. m. en la localidad de Bosa. En medio de las frecuentadas calles comer ciales, transitan personas en los buses del SITP. La avenida principal, que conecta la mayoría de los 280 barrios de la localidad, conduce a una manzana colindante con ca seríos, droguerías y tiendas. Adyacente a la transversal 78I se levanta un portal de con

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13 El principio y el fin

Germán Rojas

El Cementerio Parroquial de Bosa es parte de la jurisdicción de la Diócesis de Soacha.

creto blanco que emana olores florales mien tras el revolotear de las moscas anuncia: “Aquí acaban las banalidades del mundo”.

Tras entrar al Cementerio Parroquial de Bosa, me recibe una imponente capilla coronada por dos campanas en su torre central. Al avanzar por los pasillos del camposanto, los muros altos de bóvedas y panteones me dirigen ha

cia una silueta masculina que a lo lejos carga en una carreta varios costales de cemento.

Al acortarse la distancia, Germán levanta su mano y me saluda con particular alegría, una que no se esperaría encontrar en un sepultu rero. Allí está él, un hombre de tez morena y mediana estatura, con postura encorvada y sus manos untadas de pintura, así como su overol.

—Buenas, señor Johan —saluda Germán.

—Buenos días, don Germán —respondo—. ¿Cómo está?

—¡Llenos de ingresos para hoy! —dice y suelta la carretilla—. Pero qué se le va a hacer, el Se ñor no descansa.

Tras tomarse unos segundos, apoya la carreti lla sobre un muro. Le pido unos minutos de su tiempo y comenzamos este viaje.

Germán nació hace 47 años en la ciudad de Bogotá. Vivió sus primeras décadas junto a su madre en el barrio Juan Rey, en la localidad de San Cristóbal. Allí cursó la primaria en el cole gio Nueva Esperanza, y continuó el bachillerato en La Flora.

Germán recuerda su infancia con una sonrisa y, mientras caminamos hacia unas bóvedas abier tas, me narra su juventud: cuando se graduó, trabajó como ayudante de obra, lo que le dio la estabilidad para formar una familia de dos hijos con Kelly Guevara, quien era también su vecina.

Al llegar al fondo del pasillo, Germán saca un martillo de su overol y comienza a romper el mármol de una bóveda. Mientras tanto, me cuenta cómo durante los siguientes 20 años trabajó como soldador, electricista, encofrador y albañil. Luego, ascendió a maestro de obra para dirigir a varios novatos.

—Uno tiene que camellar mucho —añade Ger mán—. Gracias a Dios nunca me ha faltado nada, pero si hay un trabajo que yo pueda ha cer y me traiga billete, se hace.

Mientras volvemos por el mismo camino, hace memoria y recuerda que recién comenzada la segunda década de este siglo empezó a sentir que algo le faltaba.

—Como que mi trabajo ya no era el mismo y necesitaba un cambio.

El principio y el fin

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Al llegar al final del pasillo, toma la carretilla, descarga los costales de cemento y los apila sobre un muro de bóvedas abiertas. Se detiene un minuto y se recuesta sobre la pared. Desde allí continúa recordando: mientras buscaba trabajo, sin empleo y con la liquidación de su empleo anterior, Germán se enteró de que su tía, quien vivía en Villa de Leyva, estaba enfer ma. Así, junto a su familia, se mudó al pueblo donde despediría a la madrina más “alcahue ta” que hubiera conocido. Allí, Germán comen zó a trabajar como operario en el Cementerio de Villa de Leyva, donde hoy su tía descansa. Recibía un buen salario, pero, sobre todo, en contró una vocación.

—Este ha sido el oficio en el que más he aprendido —dice Germán.

—¿Por el contacto que ha tenido con las perso nas o por las historias de los muertos?

—Por ambos.

Con la mirada distante y los brazos cruzados, Germán agradece haber vivido diez años de ex periencia en seis cementerios. En esos lugares encontró el significado del oficio de sepultar y comprendió que este trabajo va más allá de operar una serie funciones establecidas.

—Este trabajo me ha gustado más que lo que hacía antes —dice.

—¿Más que ser maestro de obra?

—Sí. A pesar de que no son las mejores condi ciones, esto me permite pagar el arriendo de mi casita.

—¿Y cómo ha sido pasar por seis cementerios?

—Ha sido muy humano. Desde que llegué al de Villa de Leyva, ha sido espectacular —dice Germán.

En ese momento, uno de los compañeros de trabajo de Germán aparece de entre las bó vedas. Con un grito llama a Germán para que vaya y lo ayude con un ingreso que acababa de llegar. Germán, con un calmado gesto de aceptación, me invita a seguirlo. Caminamos por varios pasillos y, al llegar, está el compa ñero de Germán atendiendo a dos religiosas benedictinas que traen los restos de quince ancianos que esperaban ser depositados en

un panteón de la congregación para descansar eternamente.

—¿Y qué es lo que le gusta tanto del oficio? —pregunto.

—Que uno aprende de todo —contesta—. Uno aprende a tener paciencia y resignación. Con la gente y con la muerte. Porque allá vamos todos.

Germán se agacha y comienza a abrir las bóve das del panteón. Su compañero, Roberto Gar cés, un hombre alto de tez blanca y contextura

Religiosas benedictinas entregan los restos de adultos mayores que fallecieron en los hogares geriátricos de la congregación.

Germán rompe las bóvedas del panteón para ingresar los restos.

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Germán es sepulturero desde hace diez años.

delgada, con una avanzada calvicie y un overol azul sucio —parecido al de Germán—, le dice que abra diez huecos, pues están esperando las lápidas de los otros cinco. Más tarde, Ro berto definirá a Germán de este modo: —El viejo es un camellador. Yo comencé con él de compañero en el cementerio de Matatigres, en el sur. A mí me tocaba empañetar, pero a él lo ponían a inhumar, a exhumar, etc. Nunca dijo que no a ninguna tarea.

En esas palabras confirma lo evidente: Germán siempre ha demostrado su facilidad para adap tarse al cambio. Cuando comenzó este trabajo

sus expectativas eran distintas, pero varios as pectos son los que lo han motivado.

—¿Sabe usted por qué le gusta tanto este tra bajo a su compañero? —le pregunto a Roberto.

—Pues porque a Germán le da igual si lo tratan mal o si se le aparece la Llorona —responde él. —¿Por qué lo dice?

—Porque nunca para, así esté enfermo o lo hayan asustado todo el día; siempre cumple y sigue la jornada como si nada.

—¿Y quién lo asusta?

—Ni idea, solo dice que cuando lo asustan, no ve a nadie. Escucha pisadas, golpes en las bó vedas y una vez vio el reflejo de una mujer en una lápida cuando empañetaba un servicio. Él dice que es la tía. No sé.

Al terminar, Germán se levanta y le entrega el martillo a Roberto. Volvemos por los mismos pasillos hasta llegar a un patio de tumbas en el centro del cementerio. Allí, Germán se quita los guantes y saca de su bolsillo una billetera. La abre y me muestra la foto de su familia.

—Por ellos trabajo todos los días, no importa qué tan duro sea —dice.

—¿Tan difícil es este trabajo? —pregunto.

—Sí. La gente no lo valora a uno. No es que yo sea insensible a todo, sino que a los operarios nos tratan muy mal y lo que nos dan de sueldo no es suficiente. Nosotros también somos pa dres y esposos.

El principio y el fin

Los fríos pasillos del Cementerio Parroquial de Bosa que recorre Germán en su día a día guardan numerables historias.

Al instante, Germán recibe una llamada. Es su esposa, que le avisa que el almuerzo ya llegó. Germán le agradece y cuelga. —Camine, acompáñeme por el almuerzo.

Tras llegar a la entrada del cementerio, Kelly, su esposa, espera sentada en la fuente frente a la parroquia. Ella recibe a su marido con un beso y le entrega un recipiente plástico con la comida. Mientras Germán almuerza, Kelly me habla de su esposo.

—Manchito es el hombre de mi vida. Con él cre cí, me casé y tuve hijos, y espero morir con él.

Luego se queda en silencio por un rato y dice: —Es el mejor padre, el mejor esposo. Todos los días se levanta a las seis, me ayuda con el desayuno de los niños, se alista y se viene para acá. Entra a las ocho. Yo trato todos los días de traerle su almuerzo y luego él sigue trabajando en la tarde y sale a las cinco. A veces llega can sado y me toca hacerle masajes en la espalda.

Al terminar de almorzar, Germán me invita a ver cómo ingresan los restos para los que pre viamente abrieron las bóvedas. Me despido de Kelly y volvemos al panteón. En ese transcur so, le pregunto por los servicios que más lo han marcado.

—No sé. Difícil recordar —contesta—. Uno fue ayer. Me tocó sepultar a una pareja de esposos. Eran jóvenes y se mataron en un accidente en moto yendo para Medallo. Fue duro ver a las dos familias ahí, con los hijos huérfanos.

En la mente de Germán se rebobinan con fre cuencia los servicios en los que la gente es grosera o agresiva. Cuando hay funerales de pandilleros, él tiene que pedir acompañamien to de la Policía, pues las riñas son frecuentes. —Usted sabe que en todos los cementerios asustan, pero en mi caso son los vivos los que más me asustan —ríe.

—¿Cómo?

—No, pues muchas veces me han tratado de apuñalar. Otras veces, cuando algunas brujas vienen a echar sus amarres en las bóvedas abiertas, me tratan de tirar ácido a los ojos. Ahí es cuando ellos me protegen. —¿Quiénes son “ellos”?

—No sé, solo sé que cuando alguien viene y no me doy cuenta, escucho pasos. A veces gol pean el mármol de las lápidas, me silban o me soplan. Ahí me están avisando.

—¿Y eso no lo asusta? —¡No! —exclama—. Es la manera en que yo sé que nunca estoy solo. Uno sabe que todos vamos para allá, pero es caluroso sentir esa conexión con los que nos esperan. De alguna forma, ellos siguen acá. Así siento a mi tía, y eso es lo que mi oficio me ha dejado conservar. Germán afirma que todos los días se levan ta animado para hacer su trabajo. No se trata de ser indolente ni indiferente, sino de tener un sentido de percepción distinto al de los de más. A lo largo de sus años de experiencia, ha descubierto nuevos aliados en los seres del “otro lado”. Y, a veces, cuando los vivos son la amenaza, las almas llegan para tocar el már mol y avisar que, aunque el mundo sea indi ferente y en algún punto nos deje solos, ellos siguen aquí.

Uno aprende a tener paciencia y resignación con la gente y con la muerte, porque para allá vamos todos.

Germán rojas

El principio y el fin

Los pasadizos, las bóvedas y las lápidas se han convertido en un segundo hogar para Germán.

Sandra Mazo:

católica, feminista y defensora del aborto

Texto: Elena Bermúdez Rivera elena.bermudez@javeriana.edu.co

Fotos: Sophie Marie Claire Echappé so_echappe@javeriana.edu.co

La noche del 28 de septiembre, Sandra Mazo, la coordinadora de Católicas por el Derecho a Decidir (CDD), intenta llegar a la plaza de Bolívar para participar en el Día de Acción Global por un Aborto Legal y Se guro. Allí se congregan cientos de mujeres que defienden la interrupción voluntaria del embarazo y exigen que sea libre y segu ro, mediante arengas y carteles o bailando alrededor de una tarima en la que artis tas colombianas comparten sus canciones con letras feministas. El celular de Sandra suena, y al otro lado de la línea alguien le cuenta que un grupo de mujeres intenta prenderle fuego a la Catedral Primada de Bogotá. Al enterarse de lo que ocurre en la puerta de la Catedral, la activista católica que defiende los derechos de las mujeres, lo lamenta. “¿Para qué se ponen a quemar la Iglesia?”, dice.

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Sandra Mazo es la directora de la organización Católicas por el Derecho a Decidir. En ella, y en el equipo que lidera, conviven dos posturas que no suelen coincidir: la fe religiosa y el activismo que propende por el aborto legal y seguro.

Para Mazo, los actos simbólicos son esen ciales en las luchas feministas, pero las iglesias son símbolos que representan la fe de las personas y atentar contra ellas es una forma de irrespetar las creencias, la espiritualidad y la libertad de culto de quie nes viven en un país plural. A pesar de no estar de acuerdo con esa forma de mani festación, reconoce que “las mujeres tienen derecho a sentir esa rabia e indignación que las lleva a querer prenderlo todo en fuego”. Especialmente con la Iglesia católica, Mazo explica que “la rabia viene de un lugar de opresión y subordinación, pues esta institu ción le ha ordenado a la mujer que su lugar está en lo doméstico, en lo privado y en el rol de reproducción”.

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Hasta hace unos años, para Sandra Mazo el ca tolicismo y el feminismo no eran centrales en su vida, pero ahora, por su trabajo, lo son y de una manera inesperada, pues ambas corrien tes suelen estar en lugares opuestos, pero en el caso de ella confluyen: CDD es una organi zación que lucha por la defensa de los dere chos de las mujeres desde una perspectiva de justicia social y de teología feminista.

Ahora bien, en su infancia, Sandra creció en una familia paisa que no era muy creyente; sin embargo, y como la mayoría de los colom bianos, fue criada bajo valores tradicionales católicos. Más adelante, interesada por los movimientos sociales y por las luchas con tra las desigualdades e injusticias, empezó a participar activamente en los movimientos estudiantiles. Para ese momento, se forma ba como licenciada en lingüística y literatura en la Universidad de Antioquia, y las temáticas de pedagogía de la liberación, derivadas de la teología de la liberación, empezaban a resonar en su cabeza.

Fue así como su quehacer en el mundo se encaminó hacia un interés por comprender la religión católica desde otros puntos de vista; desde formas que permitieran entender que “defender los derechos humanos es una prác tica religiosa, es la opción por la justicia social, por defender a las víctimas y creer en su ver dad”, dice la activista.

“Si a mí me preguntan que si soy católica por que voy a rezar, voy a misa, vivo de rodillas y vivo confesándome, la respuesta es no. No soy de esas católicas. Yo soy una católica coheren te con un relato sobre lo que significa la de fensa de los derechos humanos, de la dignidad y de valores que trascienden una apuesta de humanismo. Eso para mí es la religiosidad y creo que los principios católicos me han ser vido muchísmo para defender lo que valoro”, dice Mazo.

Ella replica esta comprensión del catolicismo desde su familia y desde su trabajo. Por un lado, junto a su esposo, ha criado a sus hijos —Juana y Juan— con los valores católicos. Esta familia de “creyentes no convencionales”, según sus palabras, no va a misa, a no ser que estén con la abuela paterna, pero todas las no

ches oran antes de dormir e intentan vivir y ac tuar según los principios religiosos que man tienen su espiritualidad viva: la solidaridad, la coherencia y el respeto, entre otros. Asimismo, el valor de la familia es un princi pio católico bajo el que la activista feminista actúa en su cotidiano vivir. Al ser una figura conocida, su nombre, su apellido, su trabajo y su espiritualidad están en boca de las perso nas todo el tiempo. Las críticas y juicios que ha recibido a lo largo se su vida —e incluso los rumores de amenazas de excomunión que le han llegado por ser una católica que apoya el derecho a un aborto libre y seguro para las mujeres— han hecho que Mazo elija marginar a su familia del ojo público como un mecanis mo para protegerlos.

Por otro lado, con su trabajo, esta activista lu cha por demostrarles a las mujeres creyentes que se puede ser católica y feminista a la vez, la una no excluye a la otra. Desde su oficina en el segundo piso de una casa en el Park Way, el movimiento CDD —compuesto por un equipo pequeño de cinco mujeres y un hombre— tra baja todos los días para transformar las per cepciones sobre estos temas, para que las mu jeres puedan ver que “se puede ser feminista y tener una espiritualidad católica, a pesar de que existan sacerdotes misóginos; y se puede ser católica y apoyar causas como el derecho al aborto sin estar cometiendo un pecado”, ex plica Mazo.

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defender los derechos humanos es una práctica religiosa.

Sandra Mazo

La biblioteca de la oficina de CDD contiene textos tanto sobre religión como sobre feminismo.

El principio y el fin

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Se puede ser feminista y tener una espiritualidad católica.

Sandra Mazo

La oficina está compuesta por tres espacios cerrados donde cada integrante del grupo tie ne un puesto de trabajo, una sala abierta con una mesa amplia para reuniones, una cocina y una bodega. En esta última almacenan los productos que han sacado para las diferentes campañas de CDD, desde termos y esferos, hasta cartillas y libros que recopilan las inves tigaciones exhaustivas que han hecho sobre derechos sexuales, derechos reproductivos, derechos de las mujeres a decidir, característi cas de un Estado laico y argumentos religiosos bajo los cuales se explica que abortar no es incompatible con el catolicismo.

Además, entre las tazas, libretas, cajas y otros objetos que se encuentran en esa bo dega, hay un espejo arrumado en una esqui na y que tiene unas palabras escritas en tin ta azul: “Estás frente a la persona en quien más puedes confiar”.

El confesionario ahora se encuentra fuera de uso, pero Sandra espera volver a montarlo en la oficina y sacarlo de la bodega para que quienes quieran ir a confesarse con sí mismas puedan hacerlo.

Al salir de la bodega, se encuentra la sala principal, cuyas paredes están decoradas con carteles con frases como “¡Soy católica y ten go derecho a decidir!”, “Ni Dios ni la Iglesia condenan a las mujeres que abortan” y con pañoletas verdes y violetas de diferentes cam pañas. A su vez, este espacio tiene una biblio teca llena de libros sobre teología, feminismo, políticas colombianas, literatura y productos didácticos creados por CDD. De no ser por la división espacial, en la que Sandra ocupa la oficina más grande, todo parece indicar que las relaciones de la oficina funcionan de una manera muy horizontal.

Sandra Mazo en su oficina.

“Es un confesionario que nosotras creamos y que llevamos a las marchas o a los eventos feministas. Las mujeres tienen que enten der que la persona más importante en la que tienen que confiar es en ellas mismas. Y si sienten culpa, ellas mismas pueden perdonar se. Muchas de las que entran al confesionario, salen transformadas porque es un momento muy íntimo con su espiritualidad y de una for ma muy bonita”.

Mientras Sandra atiende una reunión virtual que tiene con el Consejo Territorial de Planea ción, en el que participa como representante de las mujeres, Aura Cuasapud —la encargada del área de incidencia jurídica— comenta que CDD no opera simplemente como un espa cio laboral. “Es un lugar donde pones sobre la mesa tu forma de pensar, tus convicciones per sonales, tus creencias religiosas y eso permite que haya una relación de mucha confianza e intimidad. Yo a Sandra la considero una amiga, es una persona muy importante para mí”, dice. Además, habla de su jefa como una persona crítica, política, una mujer fuerte que dice lo que piensa, pero que a la vez es empática, sen sible y respetuosa con la forma de pensar de las demás. ***

Horas antes de que un grupo de mujeres le prenda fuego a la puerta de la Catedral Pri mada de Bogotá, Sandra Mazo asiste, como moderadora, al foro ‘Desafíos y retos para la garantía de la interrupción voluntaria del em barazo en el Distrito Capital’, en la Universidad Externado de Colombia. Luego del diálogo que entabla con funcionarias de la Secretaría de Salud y de la Secretaría de la Mujer, Mazo sale del auditorio para el receso. Mientras conversa con Laura Villareal, una de las integrantes de CDD que la acompañan en esta jornada, dife

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CCd Colombia hace parte de una red que se extiende por varios países de latinoamérica y el Caribe

está en que las personas le tienen mucho mie do a Dios. Y las mujeres que abortan le temen a Dios”, dice la coordinadora del movimien to. Entonces, CDD hace esfuerzos por quitar ese miedo impuesto por la religión y la Iglesia. Para esto, han dialogado con muchos secto res de organizaciones feministas, con mujeres creyentes en las ciudades y en el campo y con familiares de personas que deciden abortar. La apuesta no es para que las personas dejen de creer, al contrario, CDD busca que “fortalezcan su espiritualidad y su religiosidad, pero creyen do en un Dios más chévere, uno que no castiga a las mujeres que deciden abortar, porque su principio siempre es el amor”, explica Mazo.

Incluso, muchos sacerdotes han participa do en estos debates con las mujeres de este movimiento. Como cuenta Sandra, la mayoría de ellos las han deslegitimado por el simple hecho de ser mujeres, pero unos pocos han mantenido espacios de diálogo abierto porque reconocen que el catolicismo está en el centro del debate del aborto. Uno de ellos es el padre Alberto Múnera, que en diferentes ocasiones ha acompañado a Mazo a explicar las razones

por las cuales la Iglesia ya no excomulga a las mujeres que han tenido abortos.

—El trabajo de CDD es muy difícil, porque el aborto es un tabú en la sociedad y en la Iglesia. Es un trabajo arriesgado, porque están aboca das a ser rechazadas por la sociedad y por las autoridades de la Iglesia. Pero al mismo tiem po pienso que es un trabajo muy importante, porque son muchas las personas católicas que pasan por ese problema del aborto y necesitan apoyo anímico, espiritual y jurídico —dice el padre Múnera.

—¿Considera que ser católica y abortar es compatible? —pregunto.

—¿Es compatible ser humano y cometer peca dos? —contra pregunta él.

De acuerdo con el padre Múnera, abortar no deja de ser un pecado porque, para la Iglesia católica, implica obstruir la vida de una perso na y eso atenta contra el derecho a vivir. Pero si la persona que decide abortar se encuentra entre dos males y escoge el menor, no incu rre en el pecado, porque está evitando un mal mayor. Además, el padre Múnera explica que la capacidad de ponderar esa situación solo está en la conciencia de esa persona.

Por su lado, Sandra Mazo no explica el aborto como un pecado, sino desde la definición que ella le da a la vida. Para ella la vida no es un dato biológico, sino biográfico, que construye a las personas como seres que deben vivir dig namente. Así, “la vida está conectada al entor no en el que esta se desarrolla y a la trascen dencia, el sentido, el amor y la felicidad que la componen”, expresa la activista. Entonces, explica que la vida debe entenderse desde el contexto y, por lo tanto, el aborto también debe entenderse dentro de ese mismo contexto.

“El aborto es una decisión de vida ligada a un proyecto de vida digna. Me duele que a estas mujeres que toman una decisión de vida las asocien con la muerte y las criminalicen; la muerte no está ahí, ahí está es la capacidad de decidir y la responsabilidad tan grande que tenemos las mujeres con la vida. Solo noso tras sabemos qué tanta vida somos capaces de dar y de sostener”, añade después de soltar un suspiro largo y reflexivo.

El principio y el fin

Sandra frente al confesionario creado por CDD.

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Texto e ilustraciones: Sharik Jaller jallerm_s@javeriana.edu.co

Susurros mortales

y otras realidades

Una estudiante cuenta cómo después de luchar durante años contra un trastorno de conducta alimentaria, se internó en una clínica en la que tratan la anorexia y la bulimia. En ese lugar conoció a Andrea, una persona llena de luz en medio de un panorama desolador, permeado por la triste y oscura posibilidad de la muerte.

Está recostada en una pared de piedra. La reconozco por ese cabello largo y crespo que cubre la mitad de un rostro lleno de diminutas pecas. Me emociono. Desde que salí de la clínica —hace tres meses—, no la veía. Ella salió ayer, tan solo un día antes de nuestro encuentro. Es extraño vernos en un entorno distinto a ese lugar en el que nos conocimos, pero ahora resulta aún más extraño porque es evidente lo que ya teníamos claro: ambas sabemos algo de la

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otra, algo muy íntimo y vulnerable. De alguna forma, conocer a alguien que ha pasado por lo mismo crea un vínculo especial. Nos conoci mos en nuestros peores momentos y sabemos nuestros más profundos miedos, porque son los mismos.

Cuando Andrea* tenía ocho años, creía que se veía distinta a las otras niñas. Diez años después ve fotos de la época y reconoce que era igual a ellas. En sus años de primaria en el colegio —en tercer grado, para ser más exactos—, había una niña a la que molesta ban por ser gorda. Un día estaban sentadas en el borde de una piscina. Mientras Andrea observaba el movimiento de sus pies en con tacto con el agua, comparó sus piernas con las de su compañera y pensó que eran del mismo tamaño.

A los 12 años el cuerpo de Andrea empezó a cambiar, y con él, su alimentación, pero fue a los 15 o 16 años cuando se agravó la situación: “Fui al médico y me dijo que estaba subiendo de peso. No lo hizo con mala intención, pero mi familia también lo resaltaba. Ahí empecé a

tener purgas y a disminuir las cantidades de comida que ingería al día. Luego, me dio apen dicitis y casi se vuelve peritonitis. Bajé como 7 kilos en esos cinco días y ahí entendí que dejar de comer daba resultados. La pandemia empeoró todo. El año pasado, cuando estaba en mi último año del colegio, empecé a tener restricciones alimenticias muy fuertes”, dice Andrea mientras abre una barra de proteína. Y, con ese gesto, yo recuerdo nuestros días juntas en la clínica.

Días soleados y ojos nublados

Mi respiración se aceleraba. No tenía con trol alguno de mis extremidades, mis pies se movían incansablemente y mis ojos estaban clavados en las esquinas de aquella mesa que compartía con otras ocho niñas, quienes pro bablemente estaban sintiendo lo mismo que yo. Pensaba en huir de ese lugar en el que me había internado voluntariamente, pero en medio de mi plan de escape llegó la comida. Mis lágrimas cayeron en el plato y la intensa tristeza me evitó seguir pensando en la fuga. Con la vista nublada escuché la risa de una de ellas. Eso fue en enero de este año. Para ese momento yo llevaba dos meses en la clínica y no había reconocido esa voz. Era nueva.

Andrea me agradó desde el primer instante, sus comentarios hacían más llevaderos los momentos en la mesa. Su presencia tranqui lizaba, incluso en las terapias grupales, que a veces resultaban tan tediosas y fuertes. Re cuerdo que debatía constantemente con los terapeutas, en ocasiones por comida y en otras por política, derechos de los animales o algún otro tema controversial.

Uno de los recuerdos más bonitos que ten go con ella ocurrió un día en el que me sentía particularmente mal, después del almuerzo. Aquí debo explicar que cuando alguien decide no comer le reemplazan la porción de comi da que haya dejado por un suplemento que contiene lo equivalente en nutrientes. Ese día decidí tomarme el suplemento y, después de unos minutos, aquel líquido espeso se convirtió en una pesadilla: la pesadez que me generaba era inaguantable, me inflamaba el abdomen y me producía gases.

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Por esa y otras razones no me estaba sin tiendo muy bien. Y ese día los terapeutas decidieron dirigir la sesión grupal en un lugar abierto, en la mesa del patio. Recos té mi cabeza en la madera y, a pesar de mi agnosticismo, le imploré a cualquier dios que me ayudara con el dolor o que, por el contra rio, me llevara de una vez por todas porque yo había fallado en todos mis intentos de

reunirme con él. Entre mi dramatismo, giré mi cabeza y observé las uñas de Andrea. Me sorprendió que fueran tan largas y lindas; la mayoría de quienes se restringen en la alimentación por un largo tiempo empiezan a notar cómo se les caen las uñas y el pelo. Pero las de ella no; fácilmente podría ser modelo de manos. Entonces, reaccioné casi automáticamente:

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tener un trastorno de conducta alimentaria, como la anorexia, es convivir constantemente con la muerte sin aceptar que está a tu lado

—¿Cómo haces para tener las uñas tan lar gas? Están superlindas —añadí tratando de disimular mi pena, porque no solía interactuar con nadie.

—¡Ay, gracias! Uso una base para uñas espe cial, no es nada cara. ¿Quieres que te traiga una?

Después de unos días, empecé a notar que Andrea traía de a cinco bases para las niñas de la clínica e incluso para las terapeutas. Puede ser algo muy simple, pero para una persona que durante un largo tiempo no había pensado en nada más que en la comida o en la muerte, eso era casi un símbolo de esperanza. La posi bilidad de que mis uñas volvieran a crecer me daba alientos para seguir luchando. Volver a amar una parte de mi cuerpo sonaba imposi ble, pero con una sola uña era suficiente.

A decir verdad, esos instantes en los que se asomaba la ilusión describen en cierto modo el poder de Andrea. Esa luz y esperanza que me trajo con un gesto tan pequeño. Tanto ella como las otras chicas de la clínica, a pesar de estar en un ambiente en donde la muerte siempre es una posibilidad, me hicieron sentir que la recuperación valía la pena.

La muerte aferrada a mis costillas

—Fue un proceso largo y horrible. Básicamen te te obligan a curarte, porque hay una parte que sí quiere curarse, pero… está esa otra que no.

—¡Sí! —respondí con una emoción rara, de esas que se sienten cuando encuentras a al guien que lo entiende—. Me sucede que en mi mente hay varias voces, una de ellas me pedía vomitar o dejar de comer, y contaba automáti camente las calorías de los alimentos. No sé cómo sea para ti, pero a mí me pasaba que no sabía cómo diferenciar entre esa voz, que es de la enfermedad, y la que en realidad es mía y quería seguir viviendo. ¿Tú cómo lograste hacerlo?

—Al principio no sabía quién estaba hablando, pero después de un tiempo, con todas las te rapias, me di cuenta de que había una voz que me estaba enfermando más. Creo que estuve mucho tiempo en la clínica porque le hacía mucho caso a la voz de la enfermedad. Lue go no pude más y me cansé. No vale la pena estar detrás de un cuerpo que nunca va a ser suficiente.

—A mí me pasó que no era consciente de la muerte hasta que una psiquiatra me advirtió que si seguía así, podría morir. ¿Cómo fue en tu caso?

—Un niño me sapeó con una profesora y les dijeron a mis papás que yo no comía —dijo An drea y acomodó su cabello crespo y castaño—. Me llevaron a un psiquiatra, que me dijo un montón de estupideces. Me decía cosas como: “Solo es que comas y hagas ejercicio. Mira, busca en internet una foto del cuerpo que quie ras, se lo muestras a tus papás y a un entrena dor en el gimnasio, y ya”. En otra ocasión me preguntó si yo pensaba que mis piernas eran del mismo tamaño que las suyas. Obviamente no lo pensaba porque era un hombre adulto y alto, entonces dije que no, y él respondió que eso significaba que no estaba enferma.

Luego de esa equivocada asesoría, Andrea fue a consulta con una psicóloga que le recomendó un lugar donde la podrían ayudar, una clínica de día en la que tendría que ir a recibir comida y terapias individuales y grupales; la clínica en la que nos conoceríamos.

—Mi peso era de riesgo. La verdad es que uno niega que está enfermo. Yo les decía co sas como: “Sí, me da miedo comer, pero no creo que eso sea un problema”. Empezaron a mirar mis exámenes de sangre, los nutrien tes y demás estaban disminuyendo, entonces me hicieron los exámenes del corazón. Había algo que no estaba funcionando bien. Mi co razón estaba débil. No recuerdo los términos exactos, pero me dijeron que eso podría te nerlo cualquier persona y vivir normalmente, pero si era algo generado por la enfermedad, en el futuro podía ir fallando cada vez más y podía morir. Ahí dije: “No, cómo me voy a mo rir por esto”.

Andrea cuenta que recordar la vida que llevaba estando enferma la ha ayudado en su proce so de recuperación. Escucharla hablar me recuerda la época en la que me encontraba más enferma. Ella tiene razón: uno lleva una

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vida muy miserable. Me pasaba que no tenía las fuerzas para pararme de la cama, y los días transcurrían en mi cuarto. Solo me levantaba para ir al baño, verme al espejo o fumar.

Tener un trastorno de conducta alimentaria, como la anorexia, es convivir constantemente con la muerte sin aceptar que está a tu lado. Es sentir cómo ella, la muerte, se acuesta jun

to a ti todas las noches, envuelve sus brazos alrededor un cuerpo débil esperando que deje de respirar, recuesta su cabeza sobre tu hom bro mientras espera que vuelvas a caer en la trampa de la enfermedad, y así espera con pa ciencia el momento en el que pueda llevarte de una vez por todas. Y, aunque en ese momento lo ignorara, esa era mi realidad. Luego, descu

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brí que había más personas como yo y encon tré refugio en ese lugar donde conocí a Andrea. A pesar de no ser conscientes todo el tiempo de ello, las dos buscábamos matar esa parte de nosotras que quería acabar con nuestro cuerpo y, de paso, con nuestras almas.

Celebrando la muerte

Andrea es vegetariana y para algunos pacien tes con este tipo de trastornos, eso funciona como una restricción, porque al tener la excu sa de no comer carne, se reduce la cantidad de alimentos que la persona consume. Aunque para ella esa ha sido una decisión inamovible:

—Los terapeutas me insistieron mucho, pero me mantuve en mi decisión de recuperarme siendo vegetariana. Desde chiquita, mientras comía, pensaba en el hecho de que eran ani males y me daba muy duro, pero obviamente no los dejaba de comer porque era una niña. En el 2020 empecé a ser vegetariana. Eso me ayudó a no caer tan bajo en la enfermedad y a recuperarme, porque pensaba que si me en

fermaba no me iban a dejar ser vegetariana. Así que eso me ayudaba a comer; logré recu perarme así y ahora estoy bien.

En cambio, para otras personas, como yo, el vegetarianismo funcionó para continuar con la restricción. Fui vegetariana por varios meses hasta que se volvió insostenible la mentira. Después de un tiempo en la clínica, tuve que admitir que en realidad se trataba de mi trastorno evitando la carne en todas sus presentaciones, una de las comidas que más miedo me daban. Y en parte terminé re conociéndolo por Andrea. Recuerdo la fuerza y determinación con la que ella argumentaba a los terapeutas cuando insinuaban que su caso podría ser similar. Su forma de luchar incansablemente por sus convicciones me hizo entender que yo no lo hacía por las mis mas razones.

Sanar es una de las cosas más dolorosas que existen, porque implica desaprender todo lo que uno piensa que ayuda a sobrevivir, pero es necesario cuando todo eso que entende mos por “vida” solo nos acerca a terminar con ella. Recuperarse de estos trastornos es entender que la vida no se trata de sen tir miedo, que no es normal llorar al comer, o tener ataques de ansiedad por un simple café o, incluso, temerle a tomar agua o pen sar en comida antes de dormir. La recupe ración ha sido una de las cosas más difíciles que he hecho. Todos los días es una lucha, pero nunca me arrepentiré de haber esco gido este camino que me permitió conocer a tantas mujeres que me recuerdan a diario que vale la pena seguir viviendo.

Una muestra de ello siempre será Andrea, que lleva consigo una luz y una fuerza que contagian a quien comparte con ella tan solo unos segundos, o el carácter y la pasión con que defiende las luchas en las que cree. Es una mujer extrovertida, empática y graciosa, con unas ganas inmensas de descubrirse en un mundo que resulta nuevo para ella.

La enfermedad nos arrebató muchas opor tunidades de vivir, pero este texto celebra la inminente muerte de ese trastorno que por mucho tiempo nos impidió disfrutar de la sencillez y belleza que nos ofrece la vida.

El principio y el fin

Texto: Ana María Cortés ana_cortesb@javeriana.edu.co

Fotos: Sady González

Color digital: Leonardo Ortiz

los colores que reviven

la historia de Bogotá

Leonardo Ortiz es un bogotano de 45 años que revive algunos de los acontecimientos más importantes de la historia colectiva de Bogotá a través del color. Ese se ha convertido en su mejor pasatiempo: escoger fotografías tomadas hace décadas en blanco y negro, colorearlas y darles una segunda vida. En la esencia de su trabajo está traer a la memoria lo que alguna vez fue Bogotá.

Los días parecían ser todos iguales, la pandemia se había tomado el mundo, y Leonardo Ortiz, como la mayoría de las personas, buscaba algo en lo que pudiera invertir su tiempo libre. Un día, un compañero de trabajo le pre guntó si él podía ayudarle a quitar al gunas manchas y arrugas de una foto antigua que había encontrado de su familia. Leonardo aceptó. Pero no solo le arregló esas imperfecciones, sino que decidió darle color a la foto. En ese momento encontró lo que se con vertiría en su pasatiempo: revivir foto

29 El principio y el fin

Desfile de tranvías y buses frente la Gobernación, en la avenida Jiménez. Bogotá, 23 de octubre de 1948. Fotografía de Sady González

Siento que, al darles color a las imágenes, la esencia de lo que fue y de lo que los fotógrafos quisieron plasmar puede revivir

grafías en blanco y negro, sobre todo aquellas que retratan la historia de Bogotá.

El trabajo que Leonardo —publicista de pro fesión— hace con las fotos, con herramien tas digitales como Photoshop y Procreated, es también la respuesta a su admiración por el trabajo de los fotógrafos de hace algunas décadas. Ellos, con cámaras bastante grandes y sin muchas herramientas de producción, lo graron congelar en el tiempo nuestra historia y nuestra esencia como ciudad. Sin embargo, la poca facilidad para arreglarlas luego del clic y la huella del tiempo dejaron como resultado imágenes sin color, con problemas de revelado, arrugadas; imágenes que Leonardo no quiere que mueran.

Esas fotos, que consigue en internet o en di ferentes archivos fotográficos de la ciudad,

son ahora la base de lo que se convirtió en un trabajo pedagógico para los que aprenden algo de historia con su trabajo, que publica en sus redes sociales, pero también para él mismo.

Con el paso del tiempo, Leonardo no solo ha mejorado su técnica para dar color, sino que, además, ha aprendido datos y contextos sobre cómo se desarrollaban diferentes procesos so ciales en nuestra ciudad, que se reflejan en el color de las imágenes.

De esa manera, el bogotano acerca a otros a la realidad de antes y motiva a más personas a hacer lo mismo. De hecho, durante la pan demia, el director del Archivo de la Biblioteca Nacional lo contactó para que dictara unos ta lleres virtuales, con el fin de que los inscritos aprendieran las técnicas con las que Leo nardo les da color a las fotos. Fue un espacio que buscaba motivar a otros a darle color al trabajo de aquellos que alguna vez retrataron la memoria.

Luis Alberto Gaitán, más conocido como Lun ga, es el fotógrafo favorito de Leonardo entre aquellos que vivieron la época del Bogotazo.

Lunga capturaba los momentos personales de Jorge Eliécer Gaitán y de su trayectoria profe sional. La audacia de Lunga con los detalles y la precisión para saber en qué momento dis parar el obturador son las razones por las que Leonardo admira su trabajo.

Leonardo también es seguidor del trabajo fo tográfico de Sady González, uno de los pione ros del fotoperiodismo en nuestro país desde la década de 1940. Admira también a Manuel Humberto Rodríguez y a Vicky Ospina. Él dice que no le gustaría ser quien toma las fotos porque opina que para eso se necesita mucha percepción y que prefiere tomarse el tiempo de disfrutar y analizar cada momento en el que se encuentra.

Su admiración por las imágenes a las que ahora decide darles color, desde la comodidad de su casa, y su interés por la historia hacen que Leonardo intente darle otra perspectiva a la forma como las nuevas generaciones cono cen nuestra historia, lo que pasó y cómo se ve con color.

El principio y el fin

Leonardo Ortiz es un bogotano de 45 años que revive fotografías antiguas por medio del color.

Directo Bogotá (DB): ¿Cómo nació la idea de darles color a las imágenes en blanco y negro de hechos importantes de Bogotá?

Leonardo Ortiz (LO): Todo empezó antes de la pandemia. En el lugar donde trabajo, el geren te, un señor de edad, una vez me dio una foto familiar de hace como 70 años. Me preguntó si podía arreglarle algunas arrugas, manchas. No le vi ningún problema y lo hice. Cuando es taba arreglando la foto dije: “Oiga, qué mal que en esa época no hubiera cámaras de color”, porque la foto era muy linda y tenía muchos detalles. En ese momento pensé que tenía las herramientas para hacerlo, pero nunca antes lo había hecho y, aunque el resultado no fue el mejor, terminó gustándome, y a la persona que me pidió el favor, también.

Empezó pandemia, todos encerrados, sin nada que hacer. Quería hacer algo diferente: vi que se estaba acercando el 9 de abril y empecé a darles color algunas fotos del Bogotazo. Siem pre me ha gustado colorear y esto de darles color a las fotos ahora es mi pasatiempo. Des cargué algunas fotos de internet y empecé ha

cerlo en mi casa. La primera foto que pinté fue en la que está Gaitán con García Peña y otro personaje en una oficina. Coloreé otras fotos y un día llegó un herma no mío a la casa y vio la foto en la pantalla y me preguntó dónde la había conseguido. Le respondí que en internet, pero él pregunta ba por la que estaba en color. Le dije que yo la había coloreado y me dijo que por qué no las publicaba. Yo estaba muy reacio porque decía que las fotos no eran mías. Finalmente, decidí publicar unas cuatro imágenes en Instagram y en Facebook, donde aparezco como Leonortizd, y así fue como empecé, porque las imágenes tuvieron una muy buena acogida por parte de quienes las vieron.

DB: ¿Cómo es la elección de las imágenes que colorea? ¿Hay criterios específicos a la hora de escogerlas?

LO: Al principio, cuando empecé con el Bogo tazo, vi que había unas fotos de muy buena ca lidad. Pensé que sería una muy buena idea que las nuevas generaciones vieran las fotografías

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Última foto con vida de Jorge Eliécer Gaitán junto a Plinio Mendoza Neira y Roberto García-Peña. Foto de Sady González.

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Por ejemplo, una vez pinté una panorámica de la carrera novena con calle 30 y tuve que ha blar con el hijo de Tito Julio Celis. Él me dijo que la foto le pertenecía porque su padre se la había dejado; llegamos a un acuerdo para que yo pudiera publicarla en mis redes sociales y se legalizara el proceso para dicha publicación. También hablé una vez con el hijo de Sady Gon zález. Me dijo que no había ningún problema con ponerles color a las fotos de su padre, por que no las estaba publicando en ningún medio de comunicación ni sacaba provecho de ningu na índole con lo que hacía. Entonces no, nunca he tenido problemas por algún derecho de autor ni nada parecido, porque siempre incluyo los créditos de quien tomó la foto original.

DB: ¿Cuánto tiempo lleva darles color a cada una de las imágenes?

LO: Es relativo. Una vez coloreé una foto de Sady González que tenía un tranvía, unos 30 carros, más de 50 personas y otros muchos detalles que me llevaron, aproximadamente, unas doce horas de trabajo para que todos los detalles que estaban en la imagen quedaran bien hechos. Sin embargo, cada una tiene un proceso diferente. Otras me pueden llevar unas tres o cuatro horas. El tiempo siempre depen

de de los detalles, la calidad de la imagen y de todo lo que tenga que hacer para que el resul tado sea el mejor. Yo no pinto las imágenes de corrido; es decir, no es que me siente una vez y coloree toda la imagen, sino que lo hago en diferentes momentos. Lo que hago es que divi do el tiempo y reparto las horas de trabajo en diferentes momentos.

DB: ¿Solo les da color a fotos de archivo de Bogotá?

LO: No, no solamente coloreo fotos de Bogotá. Varias personas me han mandado fotos que tienen espacios de otras ciudades. Una vez me llegó una de una pareja en Bucaramanga, otra de una balsa muisca que apareció en Fusaga sugá, algunas de Medellín y otras. Me he enfo cado en hechos como el Bogotazo porque las fotos usualmente tienen una muy buena cali dad. Además, se conmemora todos los años y existe la posibilidad de que sigan apareciendo fotos de esas mismas fechas.

DB: ¿Cuál de las fotografías que ha coloreado es su favorita y por qué?

LO: Mi favorita es la primera a la que le di color. Es la última foto con vida de Jorge Eliécer Gaitán, en la que se encuentra con Plinio Men

Hay que tratar las imágenes con respeto y admiración por la historia y los fotógrafos que hace tanto tiempo las hicieron en medio de tantas problemáticas

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El principio y el fin

“Machetes”. Fotografía de Sady González del Bogotazo.

doza y Roberto García Peña el 8 de abril de 1948, un día antes de su muerte. Es mi favorita porque es una foto en la que me demoré bas tante tiempo por la cantidad de detalles que tiene, como la ropa, la cantidad de libros y cua dros. Otra que me gusta mucho es una panorá mica de Sady González con la que me demoré aproximadamente diez horas. Es una foto de la calle 13 donde quedaba el Hotel Granada, y darle color a tanto detalle me tomó todo ese tiempo, pero me gustó mucho el resultado.

DB: ¿Cuál ha sido la más complicada a la hora de darle color y por qué?

LO: La que me ha parecido más difícil de co lorear también es una foto de Sady González. Es una imagen en la que se ven varios cadá

veres sin identificar y sin reclamar luego de los hechos del Bogotazo. Me pareció una foto muy delicada en el sentido de la memoria de la gente, ya que la muerte siempre es difícil de manejar. Es difícil porque es una foto de muerte, no es linda de ver o admirar, y por eso pensé varias veces en si darle color o no. No quería hacer ninguna apología a la muerte, y mucho menos que fuera una foto amarillista, pero sentía que era una foto que también era importante porque hacía parte de las revueltas de aquel 9 de abril.

DB: A medida que ha pintado más imágenes, ¿cree que ha adquirido más conocimiento sobre la historia de la ciudad?

LO: Sí. Estos procesos enriquecen mucho por que uno aprende cosas nuevas. He conocido muchos datos que no sabía sobre la historia de nuestra ciudad. Por ejemplo, una vez un histo riador me escribió haciéndome una rectifica ción con el color de los trajes de los policías. Como yo coloreo bajo mi concepto, esa vez pinté los trajes de color verde, y resulta que, en esa época, ellos vestían de azul. Ese tipo de detalles me han llevado a conocer más sobre cómo funcionaban diferentes aspectos dentro de nuestra ciudad hace unas décadas atrás.

DB: ¿Cuál es la importancia de seguir dándoles vida a estas fotos que conservan nuestra historia?

LO: Es importante porque no podemos olvidar nos de hechos históricos. Siento que, al darles color a las imágenes, la esencia de lo que fue y de lo que los fotógrafos quisieron plasmar, puede revivir, y tal vez, mostrar cómo pudo haber sido el escenario del momento. Cuan do estuve en la Biblioteca Nacional, hablé con el director y le pregunté cuántas imágenes había en blanco y negro, y me dijo que exis tían alrededor de 200.000 fotos. Pensé en que si pintaba 3 diarias me demoraría 70 años y, por supuesto, no alcanzaría, pero me gustaría mucho ver que otras personas quisieran hacer lo mismo para que todos en la ciudad pudiéra mos ver las fotos con otras perspectivas. Hay muchos momentos que vivimos a través de la fotografía y vale la pena no dejarlos morir.

El principio y el fin

Matrimonio de Luis Carlos Galán, entonces ministro de Educación, con la periodista Gloria Pachón Castro, en 1971.

Postales del descanso eterno

Los cementerios de Bogotá albergan no solo a los fallecidos, sino también historias, arquitectura, agüeros, sentimientos, trabajadores y dolientes que recuerdan a los que ya no están. Recorrido por cuatro de ellos a través de imágenes.

Fotos y texto: Daniela Rojas Silva rojasda@javeriana.edu.co

Cementerio de Usaquén Año de fundación: Fue anexado a Bogotá en 1955. Carrera 6 # 120A-22

Arriba: las flores funerarias son arte y naturaleza. Y llevan consigo un mensaje común: el eterno retorno y la reflexión por la vida.

Izquierda: mausoleo de estilo neogótico. Por ahora, solo se han ocupado dos espacios.

35 El principio y el fin

Muchos familiares deciden donar las lápidas que de coran las tumbas de sus seres queridos cuando deben exhumar sus cuerpos y trasladar los restos a los osa rios. Por esto, al acumularse, algunas de ellas se apro vechan para reconstruir algunos espacios o para ven der el mármol. En este caso, esta pieza lleva 29 años como adoquín en los caminos de este cementerio.

Cementerio de Suba

Año de fundación: 1905

Calle 145 # 87-25

Este camposanto funcionó inicialmente para los residentes de Usaquén en la Colonia (desde 1539). Siglos después, en 1955, cuando Bogotá reconoció este territorio como una localidad de la ciudad, el ce menterio se adjuntó a la red de servicios funerarios de la capital. Al ser este el más antiguo de todos, aún conserva algunas tumbas antiguas, pero han empezado a deteriorarse.

En la parte central del cementerio, en el primer piso, se ubican algunos de los osarios donde reposan los restos cientos de fallecidos.

María Supelano, vendedora de flores y de otras decora ciones para las tum bas, trabaja hace 30 años frente al Ce menterio de Suba. Como ella, son de cenas las personas que encuentran aquí su sustento.

En este cementerio se encuentran bóvedas de más de tres metros de altu ra. Todas son blancas y algunas tienen bellas lápidas; otras simplemente están selladas.

El principio y el fin

Cementerio Central

Año de fundación: 1836 Carrera 20 # 37-80, Los Mártires, Bogotá

Existe la costumbre de orar ante tumbas descono cidas para que el alma del difunto interceda por los vivos. Esta tumba es de Ignacio Lago, un joven bogo tano que murió ahogado durante un viaje en barco a Europa. Tiene en su parte externa una réplica de la escultura Piedad, que encarna el momento en que María recibe a Cristo cuando lo bajan de la cruz, y es frecuentada por muchos visitantes del Cementerio Central con el fin de que interceda ante alguna peti ción o que conceda algún milagro.

Henry Zipaquirá es uno de los 15 sepultureros que trabajan en el Cementerio Central. Lleva 30 años organizando y decorando tumbas.

El Cementerio Central alberga varias personalidades que marcaron la historia del país. El cuerpo del expresidente Laureano Gómez reposa en un sarcófago de mármol, decorado con hojas de laurel hechas de bronce y coronado por una llama eterna.

Cementerio de Chapinero

Año de fundación: 1918

Calle 68 # 88-29B, Barrios Unidos

La construcción del Cementerio de Chapinero ocurrió a raíz de los fallecidos que dejó la gripe española en 1918. Ahora es un espacio familiar de tradición que se destaca por ser muy colorido, no solo por las flores en cada lápida, sino también por los signos, escudos, fotos, recuadros y relieves de cada tumba.

Gustavo Suárez lleva 34 años cavando, organizando y decorando tumbas del Cementerio de Chapinero. Su escalera es su gran compañera, pues hasta en los momentos de descanso la lleva consigo.

Durante la pandemia del covid-19 hubo una alta recepción de difuntos en los cementerios. Así que para dar el correcto mane jo a los cuerpos, el Gobierno instaló frigoríficos para conservar los mientras llegaba su turno en el horno crematorio.

Las familias de los difuntos aprovechan los domingos y festivos para practicar algunos rituales, como oraciones grupales y cantos religiosos frente a la tumba. También se decoran las lápidas con flores o velas que honran el recuerdo de los seres queridos.

El principio y el fin

Bronx: Renacer para crecer

Texto y fotos: Juan Rafael Rincón R. jr_rinconr@javeriana.edu.co

En el corazón del centro de Bogotá, en la localidad de Los Mártires, entre la avenida Caracas y las calles 9 y 10, a cinco cuadras de la Plaza de Bolívar, se encuentran los cerca de 5.000 metros cuadrados donde funcionaba la “olla” más temida de Colom bia: el Bronx, también conocido como “la L”.

Desde la intervención de la Alcaldía de Bogotá, la Fiscalía y la Policía Nacional en el 2016, el presente y futuro de este lugar cambió para siempre. Y desde hace unos años la Alcaldía Mayor, la Fundación Gilber to Álzate Avendaño y la Empresa de Reno vación y Desarrollo Urbano (ERU) tomaron

Los colores llegaron para dar vida a las paredes del Bronx, que durante muchos años albergaron oscuridad y tristeza. Actualmente este lugar está en transformación para convertirse en un distrito creativo, lleno de cultura y al servicio de toda la ciudadanía, en especial de aquellos que un día vieron lejana la posibilidad de cumplir sus sueños.

la decisión de forjar allí un epicentro donde pudieran converger las industrias cultura les de la ciudad.

La historia detrás del Bronx genera esco zor y tristeza. Sus calles, vecinas del barrio Voto Nacional y de la icónica parroquia que lleva el mismo nombre, fueron testigos de violencia, sangre y miseria. Luego del des monte de la llamada “calle del Cartucho” en 2004, el Bronx pasó a ser el principal centro de expendio y consumo de drogas de la capital. Según cifras de la Alcaldía Mayor de Bogotá, 2.053 habitantes de calle fueron atendidos por la Secretaría de Sa

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lud luego de ser encontrados en “la república independiente del crimen”, como la llamó el entonces alcalde de la ciudad, Enrique Peña losa, en 2016.

La Esquina Redonda: pilar fundamental de la reconstrucción.

En este lugar se denunciaron innumerables casos de microtráfico de drogas, trata de per sonas, prostitución forzada, mutilaciones y asesinatos ocurridos desde su creación hasta sus últimos días. Incluso durante el operati vo de extinción de dominio y demolición de los bienes, la administración distrital encontró un cocodrilo muerto, que habría llegado desde los Estados Unidos en los años noventa y es taba siendo utilizado para que devorara a las víctimas de la banda criminal conocida como Los Sayayines.

Por eso, luego de todo ese pasado tenebroso, el proyecto Bronx Distrito Creativo (BDC) es una apuesta que permitirá convertir este lugar en un símbolo de cultura y centro de desarrollo económico, social y cultural. En el año 2018, el BDC inició con el planteamiento del proyecto por parte de la Fundación Gilberto Alzate Aven daño y la ERU de Bogotá.

El proyecto busca que este lugar se dedique al desarrollo de la creatividad, el intercambio de saberes, la reconstrucción del tejido social y el emprendimiento, de la mano del potencial cul tural y creativo que tiene Bogotá, para ofrecer lo a toda la población capitalina.

La esquina redonda, única edificación que permanece en pie y que separa al Bronx del Batallón de Reclutamiento o Antigua Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, es el pilar de esta renovación. Vigila un lote de 4.950 metros cuadrados, lugar en el que la comuni dad cercana se dedica a resignificar los actores y espacios donde intercambian saberes, histo rias y duelos. Lo hacen a través de la pintu ra de murales, la preparación de almuerzos comunales y actos culturales. Además, como menciona María del Pilar Maya, subdirecto ra de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, “para algunos también fue un lugar donde se encontró el amor, encontraron amigos y eso también vale la pena rescatarlo. Entonces, en la Esquina Redonda, van a poder encontrar todo el trabajo que hemos hecho con los habi tantes de calle, donde ellos, con el apoyo de la Alcaldía, están haciendo procesos superinte resantes”, en los que se ha promovido la inclu sión social de personas que fueron habitantes de calle y consumidores de droga que perma necían en este lugar.

Esta es una apuesta que articula el traba jo arquitectónico, historiográfico, de memo ria y comunitario, para buscar encuentros de vecinos, transeúntes, comerciantes, artistas y empresarios, para generar así un nuevo movi miento ciudadano que vea luz entre las grietas. Susana Fergusson, educadora comunitaria, li dera el “parche”, un grupo de ex habitantes de

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entre la avenida

y las calles

La Milla. Epicentro cultural dentro del BDC.

calle y personas del sector que se reúnen para reconstruir el Bronx y demostrar que en la vida siempre hay segundas oportunidades. Ella ex plica que el objetivo principal de este lugar es conectar la comunidad, pues “la idea es que el BDC integre a esas personas que no tienen lugar en la ciudad y permita que ellas puedan tener acceso a los servicios, los programas y las oportunidades que se van a tener acá”.

El pasado 5 de octubre, la ERU de Bogotá con firmó que el Consorcio Estanzuela-Bronx será el encargado de darle vida al proyecto cultu ral y creativo más grande de Colombia. Con un presupuesto de cerca de 83.000 millones de pesos, debe transformar la plazoleta de la antigua Facultad de Medicina de la Universidad Nacional y los edificios La Facultad, La Milla y La Flauta —predios de valor cultural e históri co que se encontraban deteriorados—, en es pacios donde se puedan desarrollar la creativi dad y el arte de la capital.

También habrá un escenario cultural para eventos como desfiles de moda, conciertos, ex posiciones de arte, teatro, cine, performances, lanzamiento de productos, fiestas y conferen cias. Para que se ejecute por completo esta contratación, habrá un plazo de dos años apro ximadamente.

Se dividirán en dos módulos durante el proce so de transformación. El módulo 1 contempla el reforzamiento estructural y la adecuación del edificio La Flauta y de la antigua Facultad de Medicina, construido desde principios del siglo XX y donde funcionó durante un tiempo el Batallón de Reclutamiento del Ejército de Colombia. También se realizará la adecuación del espacio público La Milla —tramo peatonal que será transformado en un lugar cultural abierto a la ciudad—. Esta última se ha ido transformando, convirtiéndose en una plazole ta dedicada a actividades culturales y creativas desde 2018, donde cerca de 45.000 personas han acudido para disfrutar del arte nacional e internacional.

El módulo 2 será un espacio colaborativo de creación, participativo e incluyente, donde se encontrarán diversos emprendimientos y tra bajadores independientes de sectores creati vos, enfocados en el diseño de modas, mue

bles, joyería, arquitectura, decoración, diseño gráfico, diseño industrial, contenido digital, au diovisual, juegos y gastronomía. También habrá espacio para las artes escénicas, plásticas y visuales, así como para la música, la literatura y el patrimonio inmaterial, entre otros.

Así, Bogotá se sumará a la lista de ciudades que cuentan con un distrito creativo, por ejem plo LX Factory, en Lisboa; Peckham Levels, en Londres, y Cent Quatre #104, en París. El pro yecto BDC tendrá, aproximadamente, 9.600 me tros cuadrados de área construida y beneficiará diariamente a más de 4.000 estudiantes, con alrededor de 30 programas de formación en focados a las industrias culturales y creativas, liderados por las secretarías de Educación y de Cultura del Distrito y por la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, como organización que busca integrar, coordinar y financiar programas dirigi dos al fomento y desarrollo de la cultura. La memoria permanece. Será difícil borrar el rastro de la historia que dejó una herida en las entrañas de Bogotá. Pero todo depende de la voz de quien cultive esa historia y es por eso que la FUGA, la alcaldía de Bogotá, el ERU y el IDIPRON buscan transformar el lugar, darle una segunda oportunidad a la localidad y a sus habitantes. El Bronx como nuevo lugar de con vergencia construirá nueva memoria y prome te ser un ejemplo a seguir para la inclusión y transformación de todos los colombianos.

Así se plasma en una maqueta el megaproyecto del BDC.

El principio y el fin

El presupuesto para transformar el Bronx es de aproximadamente 83.000 millones de pesos 41

La calle, los santos, los cuerpos, la violencia

Texto: Daniela Villamarín danielavillamarins@javeriana.edu.co

Un encuentro fortuito en la ferocidad de las calles bogotanas, se convierte en la semilla de una historia que tiene tanto de realidad como de embrujo, y de violencia como de ternura y protección. Marta Sánchez, una mujer trans, lideresa, hechicera y sobreviviente de la ciudad, cuenta la historia de un lugar implacable y abre las puertas de su altar.

—¿Cómo nos vamos?

—No sé, estoy perdida.

—¿Nos están persiguiendo?

—Sí, yo creo que nos están persiguiendo.

—¿Estás segura?

—No, no estoy segura.

—Voltea disimuladamente y dime.

—No sé, esos tres tipos de allá nos están mirando raro.

—Crucemos por aquí para ver si los perdemos.

—Siguen detrás.

—¿Segura que vienen detrás de nosotras?

—Ya te dije que no estoy segura.

—Metámonos a esa tienda hasta que se vayan.

—Pues sí.

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El principio y el fin 42

Marta Sánchez

Cuando Marta nació, en 1965, la bautizaron como raúl Galeano, pero hoy todos la conocen como la Madre de la 22

Nadie quiso hablarnos en el barrio ese día. To dos nos miraban como intrusas. El rosado pas tel de mi ropa chillaba entre las calles grises y no podíamos salir de ahí porque al caminar sin rumbo nos habíamos adentrado demasiado. Estábamos a la deriva. Perdidas. Asustadas. Arrepentidas. Girando después de cada paso para ver si los tres hombres seguían ejercien do su papel de sombra. Así fue hasta que apa reció Marta.

—¿Qué hacen por acá? —nos preguntó con su voz gruesa, áspera, gutural.

Le expliqué que éramos periodistas y que es tábamos buscando la Red Comunitaria Trans para una nota, pero que en el camino nos ha bíamos perdido.

—Qué peligro ustedes por acá solitas —nos dijo sin bajar al perro ni soltar mi mano—. Acá ustedes se duermen y se las tragan.

Yo ya tenía el corazón en la garganta.

—A usted lo atracan, lo apuñalean. Si está ner viosa, si muestra que está paniquiada, la roban —nos explicó riendo—. Me presento —agregó levantando el mentón para que pudiéramos

verla a los ojos—, mi nombre es Marta Sán chez, la Madre de la 22.

Mujer trans, santera, bruja, lideresa y madre, esas fueron las palabras que usó para descri birse a sí misma. Y en ese orden.

Entonces empezó el monólogo. Nos dijo que la llamaban la Madre de la 22 porque era la madre de las prostitutas del barrio y que, como una madre, velaba por ellas con la intención de protegerlas en alguna medida del mundo. En la enumeración de tareas mencionó que las ayudaba a resolver conflictos, a buscar techo, trabajo y amigos, pero que también era común que discutieran, porque como buenas hijas, so lían llevarle la contraria.

En eso nos ofreció su historia para ser contada y nosotras dos, ingenuas desde el principio, aceptamos con entusiasmo. Usando palabras sofisticadas pero que no encajaban en sus ora ciones, Marta prometió contarnos todo, hacien do énfasis en “todo”. Pero antes de que pudié ramos alegrarnos, dijo que no iba a decirnos nada, y esta vez haciendo énfasis en “nada”, si no había de por medio un santo.

—¿Un santo?” —preguntamos nosotras.

—Sí, si ustedes no se purifican, yo no abro mi boca”.

—¿Purifican?

El pasillo estrecho conduce a la habitación de Marta, en el barrio Santafé.

—Sí, hagamos una cosa: vayan y cómprense un santo bien grande y me lo traen, yo las purifico y ahí sí hablamos.

Cojeando nos acompañó a atravesar el mar turbulento que era la calle 22; las mujeres se midesnudas se paraban a esperar en los ande nes, otras fumaban marihuana a mitad de una carcajada, otras se acomodaban las pelucas o las faldas, otras permanecían serias, sin mo verse, como si la humareda constante de los carros que las soplaban durante el día les hu biera extinguido la risa. Llegamos a la Caracas y con la adrenalina saliéndonos por los poros nos despedimos y, quién sabe por qué, fuimos directo a comprar un santo de casi un metro que pudiéramos entregarle a Marta.

El sol picaba, la calle olía a marihuana y de las tiendas se desprendida el sonido de la salsa a altísimos decibeles. Marta caminaba dicho

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Marta tiene 57 años y vive con su gata, Venus, y su perro, Cayanne Emilio

—Todas mis putas tienen un santo en esta casa —aseveró y nos miró sonriendo con los labios cerrados antes de sentenciar—: Todas las hijas que se me han ido me han dejado un santo —y nosotras no podíamos dejar de mirar el nues tro. ¿Qué putas hicimos?

Para nadie es un secreto que en el barrio Santa fé la vida y la muerte están en constante dispu ta, pero a las mujeres trans que viven y ejercen allí la prostitución la muerte las empuja, las golpea y les hace zancadilla con mucha más frecuencia, y con mucha más rudeza también.

—Nosotras ahorita estábamos en una marcha porque un carro fantasma nos mató el viernes a una mujer que se llamaba Lala —nos contó Marta mientras golpeaba no con mucha fuer za a su perro, Chayanne Emilio, por lamerse entre las patas traseras—. Ella era una mujer de la vida, como somos nosotras. Entonces es tamos en eso, preparando la marcha, un tran sancocho, camisetas, o sea, todo evolucionado —explicó—. Imaginen qué tan difícil puede ser mantener a estas mujeres a salvo si mueren a causa de cosas que no se pueden ver.

una mujer. A esa misma edad huyó de su casa porque su familia, cristiana hasta la médu la, no quiso aceptarla como era. La única que estuvo de su lado fue su abuela, que la había criado y bromeaba diciendo que sabía desde siempre que había criado a una mujer.

Llegó a Bogotá con Mary Solorzano, la mujer trans que se convirtió en su figura materna y con quien vivió por casi 40 años, y desde ahí, siendo todavía una niña, empezó a emborra charse, drogarse y prostituirse. Esto último dejó de hacerlo a los 36 años, después de en contrar a Dios.

A las patadas aprendió a ser educada, “porque yo soy muy ñera, muy grosera, muy directa y muy ofendosa en las cosas que no me gustan”, confesó. Ella, que no es compinchera, ni alca hueta, ni igualada, nos contó que en el barrio a veces aparecen muertos por las mañanas, a veces los matan en la calle y otras veces se matan ellos mismos. Me dijo que es muy co mún que las asedie y hostigue la Policía.

La primera vez que vi a Marta. Barrio Santafé, Bogotá, 3 de marzo del 2019.

A Marta el universo nunca se lo puso fácil. Raúl Galeano, nombre que le pusieron al nacer el 3 de julio de 1965 en Fusagasugá, no existe des de los diez años, cuando decidió que ella era

—Ya me han matado a unas y han agredido a otras —explicó—. La Policía nos violenta ver balmente todo el tiempo, son como un castigo para nosotras —dijo bajando la mirada para acomodarse la blusa.

Como la Policía, los amantes también son un peligro. Muchas veces piden sus servicios con decencia y ya en la intimidad las lastiman, las hieren, las cortan, las apuñalan o las matan. Michel, una chica trans que conocí mucho des pués, me mostró las cicatrices que le quedaron en los brazos luego de que un hombre la hirie ra con cuchillo. También me contó que alguna vez la recogieron en un carro, la llevaron hasta Monserrate a plenas nueve de la mañana y allí, después de hacer lo que habían ido a hacer, le robaron el bolso, la plata y la ropa, y desnuda la dejaron tirada.

—Pero esas hijueputas maricas también son de lo peor —comentó Marta en medio de la conversación para referirse a sus hijas. Afirmó que son mujeres difíciles y que también, en alguna medida, son culpables de su destino—. Muchas de ellas son personas desobedientes, conflictivas, posesivas —nos explicó con algo de enojo.

El principio y el fin

Por eso, según nos dijo, las acompaña sin pre tender salvarlas, porque en el barrio ese tipo de salvación no existe.

Como una madre, las coordina cuando hacen grandes eventos, marchas, sancochos o fiestas. Las acompaña si necesitan ir al médico, pedir una cita o realizar algún trámite y las escucha o las aconseja cuando hay que mediar en caso de que se hayan enfrentado con alguien.

—Pero yo no manejo el mundo de nadie, las dejo libres —aseguró.

Después de hablar toda la tarde, me despedí de Marta y de Chayanne Emilio, su perro con saquito. Miré al san Judas Tadeo con la leve sensación de que había cometido un error al ponerlo en ese altar tan intrigante. Bajé las es caleras estrechas, empujé la reja y me fui con mi amiga en un taxi, que como un barco avan zaba por las calles turbulentas y picadas del barrio Santafé. Unos minutos después, ya con música de fondo, el conductor manejaba por el mar en calma de la séptima con treinta y algo. Esa noche no pude dormir y tuve, durante mu chos días, la sensación de que tenía pulgas ca minándome en la piel. Las sábanas aparecían en el piso todas las mañanas. Sentía que unas uñas me acariciaban las piernas y había un vaho gélido y extraño que no se iba. “Me estoy vol viendo loca”, pensé. La semana siguiente llegué a clase y escuché a mi amiga decirles a nues tros compañeros: “Les juro que me estaban to cando los pies. O me estoy volviendo loca”.

“Todas las hijas que se me han ido me han de jado un santo”, recordé.

Hace dos semanas, ya en octavo semestre de la universidad, un profesor volvió a ponerme la tarea de salir a buscar una historia. Le propuse unas cinco, pero ninguna pareció convencerlo. Finalmente, y sin saber cómo, le conté breve mente cómo había conocido a Marta. “Esa es la historia”, me dijo. Lo primero que pensé en ese momento fue en que no quería volver a dormir sintiendo que alguien me estaba mirando, aun que es muy probable que en ese entonces la sensación haya sido un invento de mi cabeza.

Llamé a Marta ese día y le dije que quería ir a visitarla. Acordamos encontrarnos en el asade

ro Surti Presas Chicken, en la 22 con 14. Volví a pedir un taxi en la séptima con 43 y me fui has ta el barrio con un amigo. Marta, impaciente, me videollamó tres veces antes de que yo llega ra. Me bajé con el corazón dando brincos en el pecho. Tenía miedo. Miedo de verdad. No el que uno tiene cuando no sabe con qué podría en contrarse. Era el miedo de pensar que lo sabía. Al frente, un hombre fritaba empanadas mien tras escuchaba vallenato. Más adelante, un hombre acostado en el suelo se cubría con una cobija. Dos mujeres fumaban marihuana y caminaban en tacones como si se tratara de un desfile. Al frente, tres mujeres trans —una rubia, una castaña y la otra con una peluca negra— se reían estrepitosamente mientras compartían el mismo cigarrillo.

Una de ellas era Michel, y fue ese día cuando me mostró sus cicatrices. Llevaba puesto un vestido rojo tan corto que dejaba al descubierto dos tatuajes enormes que tenía en ambas nal gas. Ese día también me dijo que soñaba con tener una tienda.

—Tienda Michel, donde todo lo que se venda sea bueno —me dijo riendo con la boca bien abierta, dejando al descubierto sus dientes con diseño de sonrisa.

Marta, no muy lejos, sostenía un tinto en una mano y a Chayanne en la otra. —Estoy dopada —fue lo primero que me dijo—. Estoy dopada porque, como madre líder, no me sirve estar llorando por nadie, porque ya ente rrados, ya misiá Hijueputas —aseguró mien tras bajaba por la calle ocupándola toda, como si le perteneciera.

Las paredes de la casa están llenas de fotografías de mujeres con maquillajes extraños, vestimentas extravagantes y expresiones libres.

El principio y el fin

la filosofía de vida de Marta se basa en desechar el pasado y no pensar en el futuro

Yo iba por el andén porque tenía miedo de que me atropellara una moto, y mi amigo, que ca minaba a mi lado, se aferró a la maleta donde llevábamos la cámara. Marta estaba drogada porque Maritza, una amiga suya, había muerto por una sobredosis de Tramadol un par de días antes y, según me dijo, la tristeza le exigía dis traerse. Maldita la muerte que es tan común en el bendito barrio Santafé.

Seguimos caminado. Marta iba cojeando y cuan do terminó su tinto lanzó el vaso sin ningún pu dor hacia la calle. Luego se detuvo para aspirar la flema que tenía en la garganta y escupirla antes de cruzar. Me contó también que ese día, como cosa rara, había tenido un altercado con un policía que, al verla parada frente al asadero, le había dicho que ella no era una mujer ni lide resa, ni madre. Que ella era un hombre.

Muchas cosas parecían no haber cambiado desde mi última visita. La sensación de que el barrio está pintado de gris. La violencia de la Policía. Los vestidos demasiado cortos de “las maricas”, como las llama Marta. El olor a marihuana con orines por todos lados. El “sigan a mi aposento” cuando Marta abría la puerta de su casa. Las fotos en las paredes. El perrito que era golpeado cada que sucumbía a las ganas de lamerse el pene. La bendición de la santera. Y otra mujer trans que acababa de perder la vida.

Pero algunas cosas sí cambiaron. Marta ya tiene 57 años. Chayanne Emilio tiene una her mana gata que se llama Venus y a quien Marta le grita “¡ya, hormonizada!” cada que trata de cruzar la puerta para irse. Los tres viven en otra parte, un pagadiario que cuesta 15.000 pe sos al día y en el que viven otras diez personas. Tiene una cama pequeña, quizá la misma, un

mueble con estantes que le funciona de clóset, una cama para su gata, un niño Jesús con flo res sintéticas, pañoletas feministas y, encima, una biblia abierta.

Marta puso una rosa roja y un cráneo sintéti co al lado de la Virgen María. Aunque el altar seguía existiendo, ya no quedaba rastro de los 30 santos que tenía sobre él. Debo admitir que tuve mucho miedo de preguntar qué hizo con ellos y solo decidí ignorarlo. Marta ya no tie ne tetas y Chayanne Emilio no estaba vestido de azul, sino de animal print. Y otra cosa había cambiado: después de 40 años Marta había vuelto a ver a su familia y abrazado otra vez a su abuela, la mujer que más ha amado en la vida.

—Mía, peluche, no deje esa puerta abierta que se le va, mama —le dijo Marta a una de las chi cas que viven con ella en el pagadiario.

Una voz inaudible respondía a lo lejos mientras unos gritos, envueltos con la exageración de un gemido, sonaban de fondo.

—¡Que tenga cuidado, que se le va su perrito! —gritó Marta.

—¿Qué dice? —respondió la mujer.

—¡Que se la iba a salir su perrito, hija! —res pondió Marta.

—Ah, okay, madre —le respondió la mujer. Mientras Marta lanzaba al piso una camiseta para cubrir un charco de orines, pensé en lo lamentable que era no poder cambiar algunas cosas. Como que en el Santafé sea tan difícil la vida, como que esté rondando siempre por ahí la muerte, como que todo sea una cuestión de supervivencia. O que muchas mujeres, al igual que Marta, quieran olvidarlo todo.

—Yo soy persona de bajos recuerdos —me dijo; no dijo bajos recursos, sino bajos recuerdos—, porque a mí los recuerdos no me cicatrizan. A mí los recuerdos me matan —sentenció.

Marta asegura, como santera, que el único hombre que necesita en su vida es Dios.

Por eso la filosofía de vida de Marta se basa en desechar el pasado y no pensar tanto en el fu turo. No apegarse a nada, vivir el día y olvidarlo todo. Así funciona. Antes de irme le pregunte si era feliz y me dijo que sí porque tenía a Dios en su corazón. Le agradecí antes de salir.

—No, amor. Con mucho gusto.

El principio y el fin

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La sabiduría de la colmena

Los parásitos, la falta de alimento, la agricultura industrial, los insecticidas, la contaminación y el cambio climático han puesto en peligro de extinción a las abejas. El apiario de la Universidad Javeriana es un proyecto de apicultura urbana que protege a cerca de 500.000 de ellas.

Texto y fotos: Sofía Avendaño Torres sofia_avendano@javeriana.edu.co

Ojos oscuros, pequeños y ovalados; ante nas negras, delgadas y alargadas; torso peludo y amarillento de donde salen dos alas transparentes decoradas con unas líneas sutiles; abdomen alargado que ter mina en una curva con un aguijón; seis patas delgadas, peludas, de color café os curo y, en una de las traseras, una bolita de polen que recogió por accidente cuando estaba tomando el néctar de alguna flor. Se queda quieta un rato. Tiene la trompa enterrada en mi guante y parece que sus ojos analizan el entorno. Después de un tiempo se aburre, sus alas se expanden hacia los lados, las sacude para levantar su cuerpo y volar con el resto. Se une al enjambre, que se mueve en círculos, apa rentemente de manera desorganizada. El movimiento de cientos de alas emite un

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49 El principio y el fin

Panal con miel.

sonido repetitivo, intenso. Es un zumbido pare cido al de la estática.

Sobre la carrera 1 con calle 40, detrás de una reja metálica, se encuentra el apiario de la Universidad Javeriana. En medio de los árboles y las flores, hay una carpa redonda hecha de plástico transparente que protege a las abejas de la lluvia. Adentro están las doce cajas de madera que contienen las colmenas. Diez de ellas llevan siete años allí, desde que el padre Luis Alfonso Castellanos, antiguo vicerrector del Medio Universitario, propuso el proyecto para sensibilizar, tanto a la comunidad javeria na como a personas externas, acerca de la im portancia de las abejas, que es crucial para los ecosistemas y para la supervivencia humana. Precisamente, esa importancia se deriva del proceso de polinización, en el que las abejas transportan el polen de la parte masculina de la flor a la femenina, y de ese modo muchas plantas pueden reproducirse. Es tan necesario este proceso, que la Organización de las Nacio nes Unidas para la Alimentación y la Agricultu ra (FAO) afirma que los polinizadores (abejas, murciélagos y aves) impactan el 35 % de la producción mundial de cultivos.

con la ayuda de la empresa Apis Green, que les proporcionó los materiales necesarios: las ca jas de madera en las que las abejas construyen el panal, las trampas de polen, el ahumador y los overoles, entre otros. Además, la empresa evaluó las condiciones del terreno del apiario y dio capacitaciones sobre los cuidados necesa rios para las abejas.

En el caso del apiario javeriano, Floresmiro Ga leano, jardinero de la universidad desde hace 32 años, fue quien aprendió a hacerse cargo de las colmenas. Aunque al principio no sabía nada de apicultura, ahora conoce cada paso necesario. Antes de visitar a sus abejas, pasa por el almacén que queda al frente de la entra da del edificio José Rafael Arboleda. Llega con un balde plástico que contiene el cepillo para sacar todo el polen de las bandejas; lleva tam bién guantes, encendedores y bolsas plásticas. Se quita la chaqueta azul que tiene el logo de la Javeriana y cubre su cuerpo con un overol amarillo que tiene una capota con una ma lla negra para proteger su rostro. Cambia sus zapatos por botas de caucho negras, toma el balde en su mano derecha, el ahumador en la izquierda y empieza a caminar hacia el apiario.

Cuando llega a la puerta, las líneas alrede dor de sus ojos se acentúan mientras sonríe levemente y da la bienvenida. Lo primero que hace después de pasar la reja es preparar el ahumador: pone astillas de canela, trozos de papel periódico y cartón dentro del cilindro de metal y les acerca un mechero. Luego, presio na el fuelle para que entre aire. Pocos segun dos después empieza a salir un humo blanco y espeso que es necesario para que las abejas se tranquilicen y se dispersen. La seguridad con la que Floresmiro las trata refleja los años que lleva cuidándolas. Usa sus manos, cubier tas por guantes de jardinería, para moverlas y evitar aplastarlas mientras abre las cajas.

—¿Alguna vez lo han picado?

—Claro, es que las niñas son traviesas.

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María Angélica Suárez, gestora ambiental de la Javeriana, explica que el proyecto se desarrolló

Floresmiro levanta la tapa de una de las col menas. Algunas abejas salen volando con ra pidez, como si tuvieran afán de ir a algún lado a pesar de que pueden salir cuando quieran por los huecos de las cajas. Otras caminan por

El principio y el fin

Floresmiro Galeano preparando el ahumador.

el borde de los marcos o por la tapa de la caja que el apicultor deja en el piso antes de sacar un panal. Pertenecen a la familia Apidae, y la especie es Apis mellifera o abeja europea, que, a pesar de no ser nativa, es la más frecuente en la ciudad y en el país.

La mayoría de las abejas de esa familia son hembras obreras que se dividen las tareas en tre ellas dependiendo de su edad. Varias están aferradas a los pequeños huecos de forma hexagonal: el panal de cera que construyeron con sus patas. Tienen las alas hacia atrás, y en esa posición se ven más redondas que cuando están volando. Están en su casa, donde guar dan la miel para alimentarse y donde la abeja reina pone los huevos que tres días después se convierten en larvas. Para que una obrera naz ca, las adultas la alimentan poniendo néctar en su celda y manteniendo la temperatura ade cuada dentro de la colmena. Eso implica hacer que sus alas se sacudan para ventilar cuando hace mucho calor.

Veintiún días después de que la reina pone el huevo, la obrera está lista para nacer. Con ayu da de sus patas y mandíbulas sale de la cuna de cera. El nacimiento de una reina es distinto: tarda alrededor de catorce días en romper la celda que le construyeron con la forma de su cuerpo, que es más alargado que el del resto. Puede haber cuatro cunas, cada una con una posible reina, pero como en una colmena solo una puede llevar la corona, la primera que nace se encarga de matar a las que aún no lo han hecho.

Las recolectoras son las mayores de la colme na y se encargan de conseguir alimento fuera de ella. En un recorrido normal, vuelan hasta una flor, usan las patas para colgarse de su centro y succionan con la lengua el néctar para guardarlo en el buche hasta que regresan a la colmena. Cuando llegan, se encuentran con las que les siguen en edad, obreras que las revi san para evitar que otros insectos, como ara ñas o avispas, entren a robarles comida. Estas centinelas son las mismas que sacudirían sus alas, para avisar que Floresmiro había llegado a saludarlas.

Cuando las guardianas las dejan, las recolec toras entran, y sus hermanas les reciben el

1. Una bandeja de polen.

2. Trampa de polen.

3. Colmena recién destapada.

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néctar para tragarlo y regurgitarlo varias ve ces. Hacer el néctar más espeso es el primer paso para empezar a conseguir la consistencia adecuada para la miel. Cuando está listo, de positan la miel en las celdas del panal y las se llan con una capa de cera. Así, los apicultores toman los panales llenos de miel para sacar parte de ella con una máquina extractora, de jarla decantando en un recipiente y convertirla en mercancía.

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Las abejas más jóvenes son las que limpian las celdas y las hacen aptas para que la reina pon ga más huevos. Otra tarea que una obrera pue de cumplir es buscar a sus hermanas muertas y arrastrarlas fuera de la colmena para evitar enfermedades. Los únicos machos son los zánganos, que tienen como objetivo fecundar a la reina y morir justo después de hacerlo. La abeja reina dedica toda su vida a poner huevos y sale solo una vez en su vida de la colmena para ser fecundada. A ese rito le llaman, casi de manera poética, “vuelo nupcial”.

Pero en un apiario las abejas no son las úni cas con deberes. Una de las tareas que tiene

Floresmiro es abrir los cajones de las trampas de polen. Mientras lo hace, explica que hay col menas que tienen unos tubos de plástico para que las abejas entren por ahí. Cuando pasan, los nutrientes que tenían en las patas caen en la bandeja. El apicultor saca la bandeja llena de polen: pepitas amarillas, anaranjadas y ver des. El polen que ahora me muestra, tiene un sabor amargo y herbal que, según él, demues tra que viene de un árbol de pino. Lo pone en una bolsa plástica transparente para devolver la bandeja a su lugar.

Antes de la pandemia, las visitas eran más fre cuentes. Según María Paula Camelo, monitora del apiario hasta el primer semestre de 2022, en esa época recibían suficientes solicitudes como para organizar una visita semanal con un grupo de máximo seis personas dispuestas a aprender sobre el funcionamiento y compo sición de las colmenas. Actualmente, aunque cualquier persona interesada aún puede enviar la solicitud por correo electrónico, el flujo es mucho menor. María Paula asume que se debe a que el proyecto no se ha dado a conocer con tanta fuerza como antes, porque se encuentra en una especie de transición luego de haber cerrado durante el confinamiento.

Del estilo de vida de las abejas hay mucho por aprender. María Paula asegura que el apiario ha inspirado trabajos de grado con enfoques variados. Por ejemplo, una investigación sobre el poder alimenticio del polen que recogen las abejas javerianas. También resalta el proyecto que desarrollaron unas profesoras en el que pretendían lograr una suerte de hotel para abejas. Esta iniciativa buscaba que las abe jas que perdieron su colmena por múltiples factores tuvieran un lugar para resguardarse, alimentarse y reproducirse.

También hay quienes encuentran aprendiza jes de otro tipo luego de ver todo el sistema social de las abejas. Para apicultores como Ángela Bolívar, que también es la coordina dora del programa de participación univer sitaria de la Javeriana, ellas nos enseñan “a entregarlo todo cuando se tiene una misión clara, a trabajar colaborativamente”. Y añade: “Es poder realmente reconocer tu labor y tu rol, pero dentro de un equipo donde cada uno

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Floresmiro Galeano, jardinero de la Univer sidad Javeriana desde hace 32 años, apicultor desde hace 7 años.

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tiene una función. Si lo vemos en temas de equipo, cuando las individualidades nos so brepasan, se pierde el objetivo común”. A la armonía de su trabajo en equipo y su organi zada manera de funcionar la llama “la sabi duría de la colmena”.

Ángela tiene su apiario desde 2017 en una zona rural de Choachí. Empezó con tres colmenas y actualmente tiene cinco que ha tenido que cuidar más que de costumbre por la lluvia. En este tipo de condiciones climáticas, como las abejas no salen a buscar alimento, el apicul tor resulta haciendo las veces de recolectora y les llevan el alimento que ellas tomarán con su lengua alargada. También se encarga de prote gerlas del frío con plásticos y costales.

Como ella, el padre Ricardo Silva, que dirige el Centro Pastoral, también encuentra aprendi zajes importantes en las abejas. El sacerdote dice que los integrantes de sus proyectos en Pastoral son como abejas recolectoras, que salen de su colmena para buscar experiencias que los nutran. Por eso ha organizado visitas al apiario javeriano, donde le muestra a su equipo la dinámica de la colmena.

Que Floresmiro vaya una vez por semana a saludar a las abejas, recoja el polen, revise que el clima no las haya afectado y les pro porcione lo que necesitan, garantiza que ellas tendrán las condiciones necesarias para re producirse y protegerse de las amenazas; por ejemplo, de los insecticidas con neonicotinoi des —que afectan el sistema nervioso central de los insectos—, usados por los dueños de cultivos para fumigar. Cuando una abeja se acerca a una planta fumigada, cae muerta de inmediato si la concentración de sustan cias tóxicas es muy alta, o muere unas horas después porque el insecticida la aturde y no puede volver a su colmena.

Otro problema grande son los monocultivos, que limitan las opciones de alimento para los polinizadores. Por eso, Ángela resalta la necesidad de sembrar plantas nativas de las que las abejas puedan alimentarse y evitar en los cultivos el uso de insecticidas que puedan matarlas. En el caso del apiario javeriano, se encuentran árboles de curuba, garbanzo espi noso y mora, para que tengan cerca el alimen

to, aunque de todas formas algunas de ellas hacen recorridos largos en busca de néctar.

Después de haber recogido todo el polen de las bandejas en bolsas plásticas y hacer un reco rrido mostrando las plantas del lugar, Flores miro toma el balde en el que tenía todos sus instrumentos y sale del apiario. Cuando los “intrusos” se alejan de la colmena, las abejas retoman su tranquila rutina: unas se quedan volando por encima de la carpa y otras están en sus panales organizando comida o alimen tando crías. Cada una cumple la misión que la naturaleza le asignó para cuidar la vida.

Arriba: abejas entrando a la colmena por una trampa de polen.

Abajo: humador en medio de las colmenas.

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La novela más reciente de Ricardo Silva, Zoológico humano, hace un viaje por la vida y la muerte a través de las historias de ocho personajes de épocas y contextos distintos. Con ellos, Silva encuentra una excusa para reflexionar sobre el paso de los humanos por la Tierra y su existencia.

Texto: Laura Valencia valenciac-laura@javeriana.edu.co

La muerte a través de Ricardo Silva

El principio y el fin 54

Foto: Camilo Rozo, cortesía de Ricardo Silva.

A Ricardo Silva Romero le apasiona inventar historias y abordar temas centrales de la vida en ellas. Por eso, este reconocido escritor de 47 años, con su última novela, Zoológico huma no, publicada en 2021 por Alfaguara, decidió encarar uno de los aspectos de la existencia que más dudas y miedos le producen al ser hu mano: la muerte.

En las 609 páginas de esta obra, Silva relata el camino por la muerte y el dilema de si volver o no al mundo terrenal, desde la perspectiva de ocho personajes situados en épocas diferen tes. A través de la experiencia de cada uno, el autor plasma una visión sobre cómo la muerte es un encuentro con una calma que en la vida a veces es difícil de encontrar.

Hay una monja, un sepulturero, un soldado, un astronauta, una cantante, una profesora, una impostora y un escritor, que es la voz narrado ra del libro. Cada uno hace reflexiones sobre las condiciones en las que vive y su entorno, los estereotipos de la sociedad y el afán con el que se existe dentro del cuerpo que, a veces, se siente atormentado por la rutina del día a día. Según el contexto de cada personaje, varía la percepción de la muerte y la cercanía que sienten con ella. Al final, lo que importa es que la muerte permite que personas de épocas y espacios diferentes puedan encontrarse en su recorrido por el Más Allá.

En esta entrevista, conversamos con Silva so bre el fin de la vida y por qué decidió narrarla desde ocho historias diferentes, en una obra llena de imaginación que aborda un tema tan misterioso como cotidiano.

Directo Bogotá (DB): ¿Cuál es su percepción de la muerte?

Ricardo Silva (RS): Tengo la sospecha de que hay una parte de la vida que es invisible, un mundo que no alcanzamos a ver, una reali dad que se nos escapa y no podemos captar a través de los sentidos. Es algo que tenemos en común todos los seres humanos y todas las culturas, esa sospecha de lo invisible. Hay cuerpo, pero también hay algo que no ve mos dentro de nosotros. Eso que está dentro trasciende el cuerpo y sigue viviendo de otra

manera. Es decir, nuestra experiencia en la Tierra es la experiencia del cuerpo, y una vez morimos, seguimos experimentando otra cla se de existencia. Tengo la idea de que eso no es descabellado.

DB: En Zoológico humano los persona jes cuentan su encuentro con la muerte y su camino en la otra dimensión. La nove la transmite cierto sentimiento de paz y anhelo hacia la muerte. ¿Por qué decidió retratar la muerte como algo esperado por el ser humano y no bajo la connotación ne gativa que suele tener?

RS: Creo que tiene una connotación nega tiva desde el cuerpo, desde lo que estamos viviendo ahora. Lo que sucede con estos per sonajes, así como con personas que han vivi do lo mismo, es que descubren en esa nueva dimensión una paz con la que no contaban. Experimentan algo que nunca habían vivido y nunca iban a vivir estando dentro de sus cuerpos en sus vidas terrenales. Cuando lle gan allá, descubren que están en otro estado en el que no hay ansiedades, anhelos o espe ranzas. Por el contrario, ahí hay calma y una comunión mayor con el espacio donde no

En sus columnas suele enfocarse en temas políticos que están relacionados con el conflicto y paz de Colombia

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Silva es uno de los autores más reconocidos del país y este año fue el ganador del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana.

existe el tiempo. El tiempo solo se expe rimenta dentro del cuerpo porque uno va envejeciendo, es imposible no darse cuen ta del paso del tiempo en el cuerpo. En la experiencia de la muerte hay una libera ción de muchos dolores y de limitaciones. Esa experiencia nueva resulta placentera y eso es lo que notan los ocho personajes de la novela.

DB: ¿Por qué escogió personajes tan distantes en el tiempo y con historias tan diferentes?

RS: Creo que no solo me interesaba revisar las diferentes culturas y épocas, sino tam bién confirmar la intuición de que la muerte

es el lugar donde no hay tiempo. Se encuen tran personajes de épocas y culturas diferen tes en un mismo lugar que carece de tiempo, entonces se ven y se conocen, pero al volver a la vida cada uno sigue en su época. Es decir, en la muerte estamos igualados todos. Esto es muy diferente de nuestra ficción humana. Lo que ha sido humano es agarrar una reali dad y ponerle caras, volvernos ciudadanos de un país, pertenecer a una cultura, asumimos una profesión y vivimos en una época; todo se hace para presentarnos al mundo y volver la realidad algo concreto y concentrado. Una vez dejamos lo terrenal, hay una nueva manera de existir y acá no importa lo lejano que se esté en el tiempo.

DB: ¿Qué aspectos de la humanidad han muerto a través del tiempo? ¿Qué hemos perdido?

RS: Hemos perdido algo de misterio en me dio de tantas transformaciones relacionadas con la tecnología y las comunicaciones. En medio del desarrollo de las redes, hemos perdido cierta capacidad para el silencio y la reflexión. Lo humano es reflexivo, es in terpretativo. Con las redes y con internet es mucho más grande la tentación de sentir que el mundo gira alrededor de uno mismo o que todos son importantes y famosos. Eso es un riesgo para el ego de cada quien. Aho ra las redes nos llenan de ruido y no nos dan tiempo para encontrar cierta paz por dentro. El espíritu evoluciona y se transforma para bien cuando tiene tiempo de hacerlo, pero estamos en una época que no nos da tiempo para ser mejores.

DB: El personaje de Bruno Berg, el soldado de la Segunda Guerra Mundial, es muy interesante. Mientras narra su historia, usted hace unas reflexiones sobre la guerra y la violencia de Colombia. ¿Cómo puede variar la percepción de la muerte en cada contexto y cómo puede ser, al tiempo, afín?

RS: Creo que esa puede ser la pregunta cen tral de la novela. Es decir, para mí es absolu tamente evidente que el personaje de Bruno Berg le está a uno mostrando la guerra que no ve y está mostrando la guerra de Colom

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bia. Todo el tiempo el narrador está invitán donos a la comparación con lo que sucede en Colombia y a la reflexión de la guerra que sucede en cualquier lugar. Creo que es muy importante reflexionar sobre cómo al guien que ya está metido en la guerra pien sa la lógica la muerte, sobre todo en un país como Colombia, porque todos hemos vivido una guerra por 60 años, así haya algunos que la sentimos menos. Hay que pensar que una muy buena parte de este país ha estado viviendo en el marco de la guerra, o sea, en el contexto de la muerte. Hay personas que se levantan todos los días pensando que puede ser el último. Es difícil de entender, porque quien no ha estado en la guerra de manera directa tiene una idea de futuro. Las personas que viven en el contexto de la gue rra están pensando en el presente y atadas a la muerte.

DB: Hay una frase del libro que dice: “teme menos en la muerte quien más cerca ha estado a la realidad”. ¿A qué realidad se refiere?

RS: Esa frase viene de la idea de que la realidad es superior a todo y es todo lo que uno puede experimentar. Sin embargo, esa realidad nos sobrepasa mientras estamos dentro de estos cuerpos. Es sabido que el cerebro funciona en un porcentaje; es decir, se nos escapa la mitad de la experiencia real. La experiencia de lo real es tan grande que la vocación humana es la ficción para hacerla comprensible, limitarla y empezar a entenderla. Nos inventamos historias, arte y disciplinas para acercarnos a la expe riencia de la realidad por diferentes vías. Inventamos cosas para tratar de entender la realidad. Sin embargo, es difícil dominarla y comprenderla del todo: es superior a noso tros. Nuestro mejor intento es la ficción. La frase intenta decir que comprende mejor la muerte quien está más cerca de la realidad. Lo que se está diciendo es que parte de la realidad es la muerte. Quien más compren de la vida y está más cerca de la realidad es aquella persona que asume que hay otras dimensiones, además de la experiencia de la vida, y que una de esas es la de la muerte.

DB: ¿Cree que los relatos de las diferentes culturas sirven para afrontar algo desconoci do como la muerte?

RS: Sí, creo que es muy difícil ser un humano y no tener la tentación de completar la experiencia de la vida o de darle forma. Hay filósofos y neurólogos que creen que no existe el Más Allá; consideran que es nuestro propio cerebro el que construye esa idea y ese lugar lejano. Los seres humanos tenemos una vo cación de reinventar todo, de embellecer las cosas y de parodiarlo todo. Esto nos hace la vida más fácil y menos grande, la podemos en tender mejor. Ese intento de agrandar la vida y hacerla mejor es una búsqueda del hombre de hacer la vida un buen rato.

Ricardo Silva ha sido un escritor apasionado por la historia de Colombia.

Foto: Carolina López, cortesía de Ricardo Silva.

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Todavía está amanecido

En Bogotá hay cerca de 1.500 indígenas que llegaron desplazados por la violencia. Muchos de ellos deambulan por las calles en busca de sustento. Una cronista acompaña a una madre con sus hijos en ese recorrido difícil en el esperan que les compren una artesanía o les den una moneda, y que se repite en cientos de las familias emberás en la ciudad.

Como ocurre sin falta el último día de oc tubre, los niños salieron vestidos de ninjas, médicos, astronautas y animales. Las niñas iban de superheroínas, cantantes, hadas y guerreras. Los bebés, casi todos, iban cubiertos de felpa sobre sus cochecitos calientes. Los andenes, como cada año, se disfrazaron de lluvia.

Las gotas pesadas, el viento gélido y los charcos embarrados hacían de la calle un lugar hostil. Sin embargo, esa dureza se apaciguaba cuando los niños, sonrientes, corrían impulsados por el energizante efec to del azúcar. En medio de la lluvia ventea da que sacudía los árboles de la calle 85,

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Texto y fotos: Daniela Villamarín danielavillamarins@javeriana.edu.co

inundaba las cunetas y hacia rezongar a los adultos, cuatro niños indígenas y una madre cansada se dedicaban a pedir dulces. Amalia, la madre, caminaba detrás de sus hijos con un vestido de flores azules y boleros rojos. Marcela, con tan solo nueve años, lideraba la marcha. Junto con su madre, ella era la única de los tres hermanos que hablaba español y por eso era la primera en abordar a los tran seúntes. En una maleta Totto guardaba lo que los generosos les iban dando: pan, gaseosa, galletas, frutas, dulces. Y, de tanto en tanto, giraba para que el viento le diera más volumen a su vestido corto, sucio y estampado con rosas de color fucsia.

Luz Milena, de seis años, caminaba unos pasos delante de su mamá, pero detrás de su her mana mayor. De todos, ella era la única vestida diferente. Tenía puesto un disfraz de la Mujer Maravilla que, por lo corto y por el frío, la obli gaba a llevar debajo un pantalón de pijama rosado. El pelo negro y extremadamente liso lo llevaba a la altura de las orejas, tenía un lunar sobre los labios gruesos, la nariz pequeña, los ojos enormes y un surco profundo entre la na riz y la boca.

Detrás de las niñas iba Amalia, la mamá de to dos. Estaba muy ocupada cuidando cuatro hijos y tratando de conseguir lo del mercado como para liderar con tanto empeño la búsqueda de dulces de Halloween. Tenía el pelo corto y on dulado, la piel canela y un par de arrugas del gadas en el tabique.

A pesar de sus 47 años de vida, Amalia todavía tenía la ilusión de que entre los dulces hubiera algo para ella. En la espalda llevaba el dolor del desplazamiento forzado del que había sido víctima tres años antes, en el Putumayo, la amargura de saberse a la deriva y a Jáider, el menor de sus hijos. El niño, de menos de un año, iba envuelto en una manta gris motosa y desgastada. Cada que ella daba un paso él os cilaba lentamente.

Pasaban por la calle 85 a la altura de la carre ra 16 cuando el domiciliario de un restaurante vio a las niñas correr. Salió del establecimien to y les preguntó si querían dulces. Marcela y Luz Milena se miraron, miraron a su mamá y empezaron a saltar. Con sigilo entraron en el

restaurante y esperaron pacientes cerca de la puerta mientras el repartidor se llenaba las manos con los dulces del mostrador. Se queda ron inmóviles. Lo suficientemente dentro para escampar y lo suficientemente fuera para evi tar ser vistas como invasoras. Y ellos que tanto saben de invasiones.

La escena fue más o menos así: las niñas estiraron las manos para recibir los dulces. El repartidor, conmovido, les dio tantos que debieron hacer malabares para sostenerlos. Amalia, con Jáider en la espalda y sin articu lar palabra, le acercó al hombre un vaso de plástico morado en el que él depositó quinien tos pesos. Una señora bien abrigada clavó sus ojos en el menú para no tener que verlos. Una pareja de adultos mayores torció los ojos. Un hombre alto se revisó los bolsillos, pero tras la pantomima no les dio nada. Una madre y una hija calificaron la escena como indecorosa con el solo movimiento de las cejas. Todos, al mis mo tiempo, comían papas saladas y chicha rrones grasos en la presentación de un cono de helado. Un señor les echó sal a sus papas. Estaban simples.

Cuando la repartición ya se había consumado, Carlos, de cuatro años, apenas entraba al res taurante. Abrió la boca, sorprendido, al ver a sus hermanas con las manos llenas de empa ques coloridos, pero la cerró de tajo cuando el repartidor pronunció las palabras más temidas

Según el Movimiento alternativo indígena y Social, hay 1.250 emberás katío en la Unidad de Protección integral de la rioja

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por los niños que crecen con hermanos: “Com partan. Ahí hay para todos”. Frunció el ceño, cerró los puños, los abrió, se agarró con fuerza la camiseta amarilla con rayas azules, resopló y con los ojos le pidió a su mamá que intervi niera. Nadie hizo nada. Cuando una lágrima empezaba a escaparse de sus ojos negros y ya le iba mojando la piel canela, Marcela rio y le pasó un puñado.

El niño metió las chucherías dentro de sus bol sillos y desde ese momento caminó agarran do con fuerza la tela de su pantalón por miedo a que se le escaparan. A pesar de sus cuatro años de vida, de su caminar tambaleante y de su poco español, Carlos demostraba ser pícaro hasta la médula. Se mecía con confianza al an dar, con la sonrisa dejaba entrever sus dientes blancos perfectamente alineados y levantaba las cejas cada vez que una mujer lo miraba. Marcela, Luz Milena y Carlos siguieron jugando a repartirse los dulces de manera equitativa. A intercambiarlos. A verlos sin comerse ningu no. Amalia, por su parte, se enterraba la yema de los dedos en la espalda en un intento fallido por aplacar el cansancio muscular.

—Se sufre mucho —confesó apesadumbrada. Sufre ella. Sufre su esposo en el centro tra tando de vender artesanías. Sufren los niños que corren para vencer el frío. Sufren sus tíos que también llegaron huyendo de la violen cia. Sufren los 1.250 indígenas emberás de la comunidad Katío que, según el Movimien to Alternativo Indígena y Social (MAIS), hoy habitan la ciudad en la Unidad de Protección Integral de La Rioja. Sufren los cientos de emberás que ni siquiera han sido caracteriza dos por la Alcaldía.

Cuando Amalia volvió en sí, Carlos ya iba dos cuadras adelante y corría con una raqueta de tenis en las manos. Iván, un reciclador de la zona, se la regaló después de haberla encon trado en la basura. Ansioso, el niño deseaba llegar pronto a su casa para jugar tenis con sus hermanas. Su casa era una Unidad de Protec ción Integral ubicada en La Rioja, en la calle cuarta con carrera 15.

Vivían en un salón grande y con otras treinta personas. Por el espacio reducido, Amalia y su esposo dormían juntos en una cama mientras los niños dormían arrumados en el piso sobre un par de cobijas. Caminar dentro de la habi tación resultaba difícil porque el piso estaba lleno de bolsas, ropa, juguetes y carpas, todo al alcance de la mano en caso de tener que marcharse. Carlos, emocionado con su raqueta nueva, no había caído en la cuenta de que en su casa no había espacio para jugar al tenis. Marcela y Luz Milena tampoco pensaron en eso. Igual que Carlos, corrían con los dulces y la raqueta por la calle 85, ya con carrera 19. Ninguno de los tres sabía qué era una crisis humanitaria ni lo que significaba “víctima de desplazamiento”. Y no importaba. Nadie tenía que sentarse a contarles que el pueblo embe rá ha sido desplazado de manera forzosa, que ha sido amenazado, señalado y desaparecido. Nadie tenía que explicarles que han asesi nado a sus líderes, violado a sus mujeres y lastimado a sus niños. Nadie tenía que de letrearles la sigla ACNUR para que supieran que en el 2009 la oficina del Alto Comisiona do de las Naciones Unidas para los Refugia dos aseguró que miles de indígenas emberá en Colombia necesitaban protección debido

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Cientos de familias indígenas han sido desplazadas por el conflicto armado que vive el país

al desplazamiento provocado por el conflicto armado en el país.

Su mamá se lo explicó con muy pocas palabras tres años antes, cuando les dijo que era irse o morir. Y ellos la supieron entender.

—Mamá, ¿para dónde vamos nosotros? —pre guntaron los niños mayores. Jaider todavía no nacía.

—Hijos, vamos para Bogotá —les respondió Amalia.

—¿Para qué nos vamos? —quisieron saber ellos.

—Nos vamos ya, desplazados. Casi matan a su papá.

Amalia iba narrando la historia mientras ca minaba con su bebé en la espalda y perseguía al resto de los niños que saltaban charcos y paraban sagradamente en todos los locales de la calle.

—Llegaron a la finca y nos ‘amanecieron’ —contó Amalia. En realidad, quería decir que los amenazaron.

—Guerrilleros. Allá sí hay mucho de esos. Vi nieron armados y nos amanecieron. Me ama neció. Amanecieron mi esposo. Amanecieron los niños —siguió diciendo en español chapu ceado.

—Entonces ‘vinieron’ por miedo acá —senten ció, queriendo decir “vinimos”.

Hace tres años una de las disidencias de las FARC entró en la finca de Amalia y su espo so en el Putumayo. Los hombres, sin decir les nada, se pasearon por la finca. Vieron a Amalia recogiendo yuca, a su esposo guada ñando maleza y a los niños corriendo descal zos. Vieron los cerdos, los pollos y las gallinas. Vieron la casa hecha con guadua y esterilla. Vieron la ropa colgada secándose al sol. Luego se acercaron y les pidieron plata a cambio de protegerlos de los grupos armados; es decir, de ellos mismos. Amalia y su esposo pagaron y los hombres armados se fueron.

Quince días después volvieron, pero esta vez Amalia y su esposo se rehusaron a pagar. No habían ahorrado lo suficiente y por eso se vie ron obligados a decir que no. Los hombres ar

mados agarraron los fusiles, mataron a todos sus animales y se los comieron en un festín. Luego amenazaron al esposo con matarlo tam bién si al día siguiente no pagaba.

—Ustedes comieron mi marranito, usted me paga platica —les dijo él sin dejarse amedren tar.

Pero a la guerrilla no se le exige nada. Enton ces le apuntaron con los fusiles. Él, con miedo, miró a su esposa a los ojos. Amalia miró a los niños. Los niños no vieron nada. Amalia, con amargura, exhumaba aquel re cuerdo que con tanto esfuerzo había sepulta do en su memoria mientras veía a sus hijos correr. Ya no corrían descalzos entre la maleza, ni bajo el sol radiante que los hacía sudar. Aho ra corrían al compás de una lluvia intermitente que se estrellaba contra las sombrillas y, en su caso, contra sus cabezas.

—Y dijeron: “Sálgase de aquí. Si usted sigue aquí adentro mañana, vamos a matar a usted” —relató Amalia—. Casi mataron a mi esposo. Casi nos matan a todos.

Unos gritos la sacaron de la historia que na rraba. Eran los niños que, ya en la carrera 18, entraban cantando y bailando a la peluquería Polos. Los peluqueros, como a todos los niños del barrio, les pidieron una demostración de entusiasmo a cambio de cinco dulces Lokiño y otros cinco de café.

Amalia y su esposo venden artesanías que fabrican con hilos y chaquiras de colores.

El principio y el fin

Y los peluqueros también bailaron. Alzaron los brazos, movieron las caderas, estiraron los rostros y arrugaron la nariz. Cuando los niños se giraron y salieron bailando del local, la eu foria en los rostros adultos se había desvaneci do. Los peluqueros se lamentaron y con caras de impotencia los despidieron. Tanta felicidad, tanto entusiasmo y tanta inocencia parecían imposibles ante tanto sufrimiento.

—Ese día agarramos camión a Pasto para pe dir moneíta —siguió contando Amalia mientras sacudía los siete collares de chaquiras que llevaba en el cuello: azul con naranja, café con amarillo, rojo con café, negro con rojo, verde con nada, y todos los hizo con sus manos—.

Amanecía en calle con los niños —dijo Amalia, mientras Carlos regresaba a recoger un par de dulces que habían logrado escapar de su bolsillo.

Después de salir de su casa hace tres años, Amalia y su familia viajaron a Pasto en un ca mión. Allí tuvieron que estar una semana pi diendo limosna, durmiendo en la calle, expues tos al frío, con la pesadilla que les recordaba que lo habían perdido todo cada vez que inten taban conciliar el sueño. Siete días después ya habían conseguido el dinero suficiente para viajar en bus hasta Ibagué. Cuando llegaron, repitieron la misma fórmula para llegar hasta Bogotá, pero esta vez se tardaron un mes en conseguir lo que costaban los pasajes de bus.

La familia de Amalia no es la única de su co munidad que ha tratado de llegar a la capital en busca de un futuro menos desalentador. Desde la década de 1970, la situación del pue blo emberá ha venido empeorando. El conflicto armado no ha sido ajeno a los pueblos indí genas y la confrontación entre estos grupos y las Fuerzas Armadas implicó la pérdida de sus lugares de cultivo, la muerte de sus animales, la interrupción de sus acciones cotidianas y, para muchos, la irremediable decisión de huir. A todo eso hay que sumar la explotación de oro, la minería en resguardos indígenas, la vio lencia infligida por grupos armados sobre las mujeres, los asesinatos selectivos y el recluta miento de menores.

En Bogotá el panorama no parecía ser me jor. Los emberá dormían en las calles, a la intemperie, en cambuches, bajo los puentes, en los parques, en condiciones de salubridad terribles, rodeados de brotes de sarna, diarrea, deshidratación, desnutrición y enfermeda des asociadas a las bajas temperaturas y las fuertes lluvias en la ciudad. Durante este año fueron trasladadas del Parque Nacional 1.433 personas de 15 pueblos indígenas, que perma necían allí a la espera de soluciones por parte del Gobierno nacional y distrital, según la De fensoría del Pueblo. Cientos de ellos viven hoy en La Rioja, incluidos Amalia, su esposo y sus cuatro hijos.

Ella y los niños seguían caminando a pesar de la lluvia que no mermaba.

El principio y el fin

Amalia suele ofrecer sus artesanías en las cercanías del Parque de la 93 o del Virrey.

—Acá estuve siempre de buenas, pero se sufre mucho. Mucho frío. Hay veces no ‘coge’ platica —explicó Amalia cuando habló de La Rioja, un lugar donde se sufre, pero que resulta mejor que la calle—. Y las artesanías no compra gen te —se quejó.

Amalia y su esposo se dedican a vender arte sanías en calles concurridas de la ciudad. Al gunos días Amalia se sienta con sus hijos en la calle 85, otros recorren El Virrey o el Parque de la 93. A veces va al centro, donde siempre está trabajando su esposo. Con él se encuentra en La Rioja al terminar el día para comer juntos arroz con huevo… si hay.

Al terminar la historia, Amalia se sentó sobre el asfalto helado. Con delicadeza giró la manta motosa donde llevaba a su hijo hasta que logró ponérsela al frente, como una riñonera. El niño ni siquiera pestañeó. Seguía profundo. Pero ahora, apoyado contra el pecho de su madre, ya tenía dónde poner la cabeza. Amalia estiró las piernas y se quitó los zapatos para descansar los pies, dejando ver sus plantas ásperas y re secas. Marcela, la mayor, dijo que estaba ama ñada en Bogotá, que le gustaba el frío y que en la casa jugaba mucho con sus hermanos.

Carlos se sentó y empezó a sacarse los dulces de los bolsillos. Se veía cansado. La sonri sa picarona había desaparecido ahora que no quedaban adultos a los que convencer de su emoción para recibir los anhelados dulces. Amalia le puso la mano en la frente. Desde esa mañana Carlos tenía fiebre, escalofríos y mo cos. Horas antes, una señora que pasaba por allí le había dado un Dolex al niño. Quizás ya se le había pasado el efecto analgésico y otra vez empezaba a sentirse mal.

—A veces me aburre. Pensando en la tierra me aburro —dijo Amalia—. Extraño —agregó mientras le acariciaba la cabeza a Jaider. Amalia extraña su finca. Extraña sentarse so bre una superficie propia, que le pertenezca. Extraña el olor de la tierra. Extraña sembrar plátano, maíz y yuca. Extraña sus marranos, sus pollos y sus hijos corriendo sin miedo. Extraña su casa hecha de guadua y esterilla. La extraña, aunque fuera pequeña, aunque tuvieran poco, aunque también allí durmieran en el piso.

—Allá no tiene frío. Siempre está caliente — confesó con los ojos perdidos, probablemen te en Putumayo. Luego parpadeó y ya estaba de vuelta en el frío abrasador de una ciudad capital.

Un hombre alto, con chaqueta de plumas, pasó por delante de los niños. Amalia estiró el vaso de plástico morado. Carlos estiró las manos. Marcela lo saludó con cariño. Luz Mi lena le pidió unos zapatos. Todos los niños del país estaban pidiendo dulces, pero Milena, con seis años, solo quería un par de zapatos. Quería poder caminar sin clavarse cosas en los pies, subirse al TransMilenio sin que los adultos la pisaran, dejar de saltar charcos cuando camina por la ciudad enorme, pare cerse más a sus hermanos que sí tenían sue la bajo los pies y completar, por fin, su disfraz de la Mujer Maravilla.

Amalia miró a los niños y confesó que no que ría volver a casa. O, mejor, que no quedaba una casa a la cual volver.

—Allá es muy peligroso. Se mata mucha gente. No hay para trabajar. No querer volver. Marcela sacó el hilo y las chaquiras de la ma leta rosada y se los entregó a su madre. —Todavía está amanecido —dijo mientras tejía un pajarito de colores. Todavía están amenazados, quiso decir.

Amalia y su familia tuvieron que salir del Putumayo debido a las amenazas de los violentos.

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Ofrenda elaborada por la Embajada de México en Colombia, en el Centro Cultural Gabriel García Márquez, durante la celebración del Día de Muertos en Bogotá el 1 de noviembre de 2022.

Día de los Muertos Foto: Laura Dueñas Arenas ldduenas@javeriana.edu.co

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Editorial

E L PR in C i P io y el fin

Historia de un nacimiento

Un hogar contra el tráfico de vidas

Caminando entre tumbas

—¿Cómo?

Sandra Mazo:

católica, feminista y defensora del aborto

defender los derechos humanos es una práctica religiosa.

Susurros mortales

y otras realidades

Días soleados y ojos nublados

Celebrando la muerte

los colores que reviven

la historia de Bogotá

Postales del descanso eterno

Cementerio de Suba

Cementerio Central

Cementerio de Chapinero

Bronx: Renacer para crecer

La calle, los santos, los cuerpos, la violencia

La sabiduría de la colmena

La muerte a través de Ricardo Silva

Todavía está amanecido

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