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Lo más profundo de la ciudad

por Javier Díez
En este artículo su autor aborda uno de los fenómenos urbanos donde, más allá de planteamientos estéticos, el cuestionamiento cívico del mismo provoca más controversia entre la opinión pública y la polémica siempre está a flor de piel, o mejor dicho, de pared

Quien se acerque a este artículo pensando que va a encontrar un texto que t rate sobre el escenográfico sistema de alcantarillado que con sus cloacas y pasadizos subterráneos representa como una lúcida metáfora del poder, o por ejemplo, sobre el mejor metro de Madrid, puede sentirse decepcionado si sigue leyéndolo.

En él, recurriendo al verso de Paul Valery que afirma que «la piel es lo más profundo que hay en el hombre» y buscando una analogía antropomórfica de la ciudad, voy a hablar de un tema complejo, que abarca una amplia variedad de manifestaciones formales y tipológicas, pero que es, ante todo, polémico; voy a disertar sobre el fenómeno que engloba todas aquellas manifestaciones gráficas urbanas que, teniendo al grafiti como origen, podemos encontrar a día de hoy en nuestras ciudades; pero voy a centrarme en aquellos fenómenos espontáneos que como los propios grafitis, pero también en forma de murales, firmas, pegatinas, empapelados, pintadas, rayaduras, plantillas, corpóreos, etc., cubren paredes y muros, pasadizos y túneles, vagones de tren y metro, de nuestras urbes; no trataré por tanto aquellas actuaciones dirigidas, subvencionadas, promovidas y pagadas por e ntidades oficiales o privadas que con motivaciones publicitarias o promocionales, o simplemente ornamentales, y que m uchas veces funcionan con pliegos de condiciones, presupuestos y plazos de ejecución; me interesan —buscando en es este caso un símil en el mundo de la botánica— aquellos fenómenos que de forma espontanea y anónima surgen como hierbas y flores silvestres, que irrumpen entre los resquicios del asfalto o los adoquines, en las grietas de los muros o entre las vías del tren, frente a aquella vegetación cuidada y programada de nuestros parques y jardines y que representaría ese otro, digamos, muralismo institucional.

Han sido muchas las manifestaciones gráficas que a modo de anónimo ‘grito en la pared’ —o a veces simple susurro— han llenado nuestras calles, plazas y avenidas a lo largo de la historia; desde las pintadas en las paredes de las casas pompeyanas, los textos ligados a los vítores romanos o universitarios, los pasquines de carácter crítico y satírico, los petroglifos tallados en las paredes, los eslóganes, pintadas y carteles que a modo de manifiesto desplegado inundó muchas ciudades durante el mayo del 68, hasta llegar al fenómeno que da nombre genérico a este fenómeno, el grafitti callejero.

Este fue uno de los elementos sustanciales, junto al b reakdance , de la cultura del Hip Hop y surge en los años 70 en la ciudad de Nueva York; esta manifestación visual llevada a cabo por los denominados ‘escritores del grafiti’ basó su idiosincrasia gráfica en recubrir paredes y muros, pero especialmente vagones de metro, con pintadas que recreaban sus firmas, desconocidas para la mayoría de los viandantes y solo reconocibles para los componentes de ciertos círculos o tribus, rodeadas de todo un alarde de recursos visuales y caligráficos; de alguna manera, estos grafiti eran ‘firmas sin firma’ y se podría ver en ellos una crítica velada al mundo del arte —y por extensión a un sistema social y económico— donde el reconocimiento y valoración viene refrendados muchas veces por el nombre del autor y no por la calidad de la obra en sí; es interesante destacar la influencia que esta cultura callejera tuvo en artistas como Basquiat, Schnabel, Haring, etc., o como alguno de esos creadores callejeros —de una forma un tanto paradójica— pasó a ver expuestas su creaciones en los espacios cerrados y límpidos de galerías y museos.

Para entender los orígenes, circunstancias e influencia de los grafiti nada mejor que ver el documentale Style Wars (Henry Chalfant y Tony Silver, 1983) o el documental ficcionado Wild Style (Charlie Ahearn,1982), o leer el libro La fe del grafiti con textos de Norman Mailer y fotografías de Jon Naar.

Me gustaría que se entendiese que abordo este artículo desde la perspectiva que me lleva a considerar todos estos fenómenos libres e incluso libérrimos, no como arte —término del que personalmente estoy s aturado— urbano, sino como cultura callejera, o por qué no, incluso barriobajera —sin ningún tipo de connotación peyorativa—.

Para intentar comprender este fenómeno, repito, complejo precisamente por su paradójica profundidad a flor de piel, quisiera recordar una secuencia de la película de Win Wenders, Cielo sobre Berlín (1987); en la misma —aproximadamente hacia la hora y media de metraje, por si alguien quiere visualizarla—, Damiel (Bruno Ganz), un ángel que adquiere corporeidad para estar más cerca de la gente, recorre el llamado ‘muro de la vergüenza’ por su lado occidental, recubierto este de coloridos grafitis, eslóganes y pinturas murales; unos instantes antes, la cámara, con la libertad que permite la magia del cine, ha saltado el muro para mostrarnos la parte oriental del mismo; esta se nos muestra blanca, radiante, impoluta.

Quiero ver en este contraste, no la contraposición entre suciedad y pulcritud, entre caos y urbanidad, sino entre dos mundos, en el primero de los cuales la expresión individual, incluso individualista, la pulsión creativa, la afirmación identitaria, la vida en definitiva, se confronta con e l segundo, un espacio urbano que se proyecta como símbolo de una sociedad y de un régimen político donde la disidencia, la voz propia y el disenso no tienen cabida y donde la censura extiende una uniforme y anodina capa de vacuidad y silencio sobre la realidad, haciendo, como afirmó Kundera, que la vida estuviese en otra parte.

Al hilo de este análisis fílmico, y como una experiencia totalmente personal y por lo tanto ligada a una apreciación totalmente subjetiva, me permito compartir con quien esté leyendo este artículo la sensación que me invade cada vez que viajo en el metro de Bilbao; cuando recorro sus pasillos y subo a sus escaleras mecánicas rodeado de la cuadrícula de sus placas de hormigón, me invade siempre la sensación de transitar el escenario de una distopía; tengo la impresión de moverme en un espacio donde su pulcritud esconde un algo amenazante; tengo claro que dicha pulcritud no obedece, como en el caso de la escena de la película de Wenders, a una situación de represión social y censura programática, sino a un eficiente y rápido servicio de mantenimiento que en cuestión de minutos es capaz de hacer desaparecer cualquier grafiti, firma o pegatina con los que cualquier agente descontrolado hubiese osado mancillar sus tersas superficies.

Y es aquí cuando, dejando aparte la vertiente estética de todas estas manifestaciones gráficas, nos adentramos en su parte más polémica y controvertida; ¿cómo calificar desde una perspectiva cívica —ética me parece una palabra excesiva— este fenómeno marginal?

Personalmente, y teniendo en cuenta el consenso generalizado a pie de calle de que es más fácil destruir que construir, me resulta muy difícil calificar de vandalismo todas estas gestos de identidad y creatividad, única válvula de escape y expresión para muchos chicos y chicas que no se reconocen en la sociedad que habitan y buscan lanzar su pequeño grito en la pared, aunque sea con una simple pegatina.

Me cuesta calificar estos fenómenos de forma genérica; puntualmente podrán ser tildados de actos de gamberrismo, de acciones incívicas, y me resulta evidente que se trata de actos delictivos —o al menos punibles— cuando atentan contra el patrimonio artístico o afectan de manera directa y gravosa para los intereses comunes o privados.

Pero, ¿realmente molesta tanto la visión de estas manifestaciones en la pared de un local cerrado, de una medianería anodina o de tanto gris mobiliario urbano?, ¿nos irrita su mera visión o es su carácter asilvestrado, que escapa a normativas y ordenanzas, lo que nos incomoda?

Cualquier lector o lectora de este artículo, siempre que no se englobe en la categoría de ‘persona de orden’, podrá identificar en su vida cotidiana, ampliando su campo de visión mental, espacios públicos cuyo carácter y personalidad residen precisa - mente en esos elementos disruptivos y f uera de norma; por ejemplo, y volviendo al caso de Bilbao, ¿no sería extraño —no digo si mejor o peor— recorrer su Casco Viejo sin advertir la diversidad de manifestaciones políticas y sociales plasmadas en pintadas y pegatinas?; ¿o no serían los bajos de la plaza de los Cubos, en Madrid, unos pasadizos sin ningún atractivo si no estuviesen recubiertos de vibrantes y coloridos grafitis?; ¿o no hubiese perdido encanto la calle d’en Xucla , una pequeña placita a espaldas de las Ramblas, si en el reciente revoco de una de sus fachadas hubiese eliminado los expresivos dibujos de gatos que en ella aparecieron hace años?

Creo que cada lector o lectora tendrá su personal respuesta, en consonancia con la idea de ciudad, y del espacio público, que habita o le gustaría habitar.

Y es en este punto en el que me permito —siendo como soy un amante del pensamiento y de su materialización en frases y aforismos— un capítulo aparte para las sencillas pintadas, que sin ningún alarde visual, con la palabra como única herramienta comunicacional interpelan a la gente desde el anonimato más absoluto.

Podemos imaginarnos el efecto lisérgico y embriagador que el sencillo oxímoron «PROHIBIDO PROHIBIR» pudo provocar entre los lanzadores de adoquines y constructores de barricadas durante el mayo francés.

O pensemos en ese «DEJEMOS EL PESIMISMO PARA TIEMPOS MEJORES» de difícil ubicación autoral —aunque yo me decanto asignándosela a Eduardo Galeano— que, estampado con una linda tipografía sería el eslogan idóneo en una taza o una camiseta a la venta en una tienda de objetos de diseño ‘happy flower’ , pero que escrito con espray sobre una valla, a la vista de cualquiera, puede hacer que alguien, tal vez, perciba un instante de esperanza en su gris cotidianidad.

O ese imperativo «APAGA LA TV, ENCIENDE TU MENTE» que escrito con un simple rotulador sobre un simple banco nos pone en la pista de cómo nuestra vida podría ser un poco mejor, aunque tal vez debería ampliar su campo de recomendación no simplemente a la televisión sino a c ualquier otra pantalla.

O por último, una frase, «ANARQUÍA Y MOSCATEL», que sólo podría cobrar auténtico sentido programático estampada a brochazos de pintura negra sobre u na triste tapia.

Pero dejemos que sea Brassaï, quien supo conjugar su faceta como fotógrafo y escritor, quien cierre este artículo en el que en definitiva se ha hablado del maridaje de la imagen y la palabra, y que tiene a la ciudad como su marco creativo primigenio.

Dice, en su obra De la pared de la cueva a la pared de la fábrica : «¡Qué dura es la piedra!, ¡qué rudimentarios son sus instrumentos!, ¡qué importa! Ya no se trata de jugar, sino de controlar el frenesí del inconsciente».

Javier Díez es diseñador de producto y componente del estudio los díez , especializado en el diseño de mobiliario urbano

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