Elisio Jiménez Sierra EL UNIVERSO, UTOPÍA DE DIOS y otros ensayos
Selección, edición y prólogo GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN
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Elisio Jiménez Sierra El Universo, utopía de Dios 1ª Edición Fábula Ediciones 2019
Dirección Editorial: Gabriel Jiménez Emán
Edición Homenaje al Centenario del nacimiento de Elisio Jiménez Sierra
© Copyright, Elisio Jiménez Sierra, 2019-03-09 © Del Prólogo, Gabriel Jiménez Emán © De esta edición: Ediciones Fábula, Venezuela 2019
Santa Ana de Coro, estado Falcón, República Bolivariana de Venezuela. Email: gjimenezeman@gmail.com ISBN 980-12-2075-9 RIF: J-31218464-F
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Prólogo REFLEXIÓN Y CONTEMPLACIÓN EN LA ENSAYÍSTICA DE ELISIO JIMÉNEZ SIERRA
Gabriel Jiménez Emán
La fascinación que ejerció el mundo antiguo en la sensibilidad del escritor venezolano Elisio Jiménez Sierra fue permanente. Desde que hizo sus primeras lecturas de la Biblia y de los autores de la antigüedad clásica, el escritor buscó en ellos buena parte de las sugerencias estimuladas por los mitos, las fábulas y la literatura antigua, estableciendo las debidas correspondencias y analogías entre poetas, historiadores, filósofos o artistas. A medida que fue adentrándose en el mundo clásico y en los escritores griegos y latinos, pudo cerciorarse de cuáles eran las conexiones de éstos con escritores europeos de otras épocas; de modo que comenzó a leer por igual a autores franceses, alemanes, italianos o españoles. No se conformó con leerlos en traducciones --algunas de ellas de enorme calidad-- sino que se propuso estudiar con ahínco varios idiomas por cuenta propia, apoyándose en diccionarios y en lecturas comparativas de las respectivas lenguas, hasta que logró hacerse de una buena cultura clásica. Paralelamente, continuó sus estudios sobre la Biblia, los profetas y demás personajes de este gran libro religioso, al cual observó como si se tratase de una obra literaria, más allá de su evidente importancia doctrinaria. En aquellos años de la década de los cuarenta, los recursos de que disponían escritores e intelectuales era acudir a las bibliotecas públicas y a las pocas librerías de algunas ciudades capitales a proveerse de libros. Estas bibliotecas pertenecían algunas al clero, otras a instituciones, a particulares de cierta posición económica, o al Estado. Después, algunos colegios y universidades fueron acopiando volúmenes de consulta pública, cuando el estudio de obras humanísticas y científicas era parte esencial de la educación de las personas, estudiasen éstas en dichas instituciones o no, haciendo de autodidactas; muchas personas cultivaban una natural devoción hacia las lecturas, y el libro constituía la referencia fundamental del conocimiento en todos sus órdenes. Grandes imprentas de España, Francia, Italia, Inglaterra o Estados Unidos publicaban libros que llegaban a los países hispanoamericanos con bastante fluidez. Al mismo tiempo, en cada país nuestro se fueron creando imprentas que podían hacer obras literarias en ediciones de calidad, lo cual fue estimulando la lectura de nuestros autores y posibilitando la construcción de una tradición literaria, científica y humanística. 3
Elisio Jiménez Sierra fue forjando sus referentes culturales en un contexto como éste, donde además de formarse con los clásicos griegos y latinos, pudo proseguir su educación con los escritores románticos, neoclásicos, parnasianos o modernistas, al tiempo que reconocía los mensajes propios de la tradición americana: el criollismo, el nativismo, el costumbrismo y el realismo para ingresar así a una modernidad compleja, penetrada de todas aquellas influencias. Lentamente fue construyendo su obra poética, y urdiendo sus artículos y ensayos. Comenzó publicando trabajos sobre estos temas y movimientos en diarios de Caracas como "El Universal", "El Heraldo" y "La Esfera"; en la revista Élite y en la Revista Nacional de Cultura; publicaciones que a su vez reseñaban las actividades culturales y literarias, recitales o lecturas de poesía en diversos espacios de la ciudad de Caracas durante los años 50 del siglo veinte, donde el escritor hacia vida familiar e intelectual. Hago toda esta reseña en medio de la voluntad de contextualizar y señalar cual y cómo fue la época y el ambiente donde se movió el escritor, antes de realizar unas cuantas observaciones acerca del volumen de ensayos que nos convoca en esta ocasión, y que hemos titulado El Universo, utopía de Dios y otros ensayos, con el afán de poner al día la obra ensayística del escritor larense a través del esfuerzo de la Fundación que lleva su nombre, y que en el año 2004 dio a la publicación el volumen Estudios grecolatinos y otros ensayos literarios, el cual fue merecedor del Premio Nacional de Libro en esa ocasión, otorgado por el Ministerio de la Cultura de Venezuela. En esta oportunidad nos hemos empeñado en recoger una serie de ensayos de diversa índole, donde se observa el propósito de contemporizar autores, movimientos o núcleos de pensamiento otorgándoles ese sentido universal común a los humanismos occidentales, presentes en nuestra cultura desde la Edad Media, el Renacimiento y la Ilustración hasta que en el siglo veinte se fundieron, en medio de las dos guerras mundiales, a las vanguardias artísticas y literarias, el existencialismo, el psicoanálisis, el marxismo, el estructuralismo y demás disciplinas académicas; todas mezcladas a las ideologías en la posmodernidad, y han devenido en el siglo XXI presentadas en una amalgama tan heterogénea como aluvional. Pero volvamos a la obra de Jiménez Sierra. En el presente volumen pueden advertirse varios de los núcleos temáticos que motivan el trabajo ensayístico del escritor: interés universalista, indagación analógica, alusión a temas bíblicos, clásicos o románticos --donde lo sagrado y lo profano desean dialogar-- ensayos sobre la naturaleza del fenómeno poético; auscultación en figuras tutelares de la cultura de Occidente, como --Erasmo de Rotterdam o Cristóbal Colón-- ; o acerca de símbolos de movimientos estéticos seculares, como el romanticismo ("Las golondrinas del romanticismo"); nuevas miradas a obras de clásicos griegos como Anacreonte o Eurípides; acercamientos muy personales a obras de poetas hispanoamericanos o venezolanos poco conocidos, como son los casos de los venezolanos Carlos Borges, Elías David Curiel o Alfredo Arvelo Larriva. 4
En uno de estos ensayos, Elisio reitera su admiración hacia la vida y obra del escritor italiano Gabriele D'Annunzio en los ensayos "Tras el mural de la locura", "D´Annunzio y Maupassant" y "D'Annunzio y Franz Cumont". Nuestro escritor ya había tocado temas presentes en el poeta y novelista italiano en la mencionada obra Estudios grecolatinos en trabajos como "D´Annunzio y Roma", "D'Annunzio y sus fantasmas de prerrafaelismo", "La Fedra de D´Annunzio", los cuales formaron inicialmente parte de un libro que Elisio tituló Ícaro y el centauro, y permanece aún inédito. Llama la atención el conocimiento que mostró Jiménez Sierra acerca de los orígenes del Universo y el comportamiento de los astros, las galaxias o el cosmos. En el ensayo que da título al libro nos ofrece un variado repertorio de lo que éste pudiera ser o significar, a través de las voces de varios poetas o científicos, urdiendo un texto dominado por grandes imágenes que, al ser cotejadas mediante el poder de la palabra, nos sumergen en magníficos sueños astrales o ilusiones cósmicas. "El universo, el cosmos humboldtiano, es un vasto caleidoscopio que vemos desenvolverse y cambiar a cada instante, en magníficas imágenes casi oníricas y diversos matices sacudidos por las fuerzas soberanas de la gravitación y la velocidad, las dos poderosas hermanas aparentemente paradójicas.", dice. Más adelante anota: "Nada tan inseguro como el lenguaje de los astrónomos, a pesar de todos sus diagramas, de todas sus ecuaciones. La ciencia vive de rectificaciones, deshijando en este caso la margarita sideral; si, no, no, sí. La ciencia vive de la hipótesis como la poesía de la metáfora". A este respecto, Jiménez Sierra cita a Jean Cocteau, André Malraux y Carlos Borges, entre otros, y luego pasa a glosar las consideraciones acerca del universo por parte del gran Víctor Hugo --acaso la figura más fulgurante del romanticismo francés-- y sus juicios acerca de los cometas (a quienes llama "los heresiarcas del cielo") en contrapunto con varios personajes como Abraham y Zoroastro. "Colonizar el espacio es una de las locuras de que es víctima el tecno-hombre moderno, quien todavía no ha podido valerse por sí mismo", dice nuestro poeta. En "Sinopsis de las maravillas del cielo austral" Jiménez Sierra realiza una suerte de catálogo de galaxias y constelaciones acompañadas de glosas, cuando cree necesario hacerlas, a objeto de abundar en detalles significativos. Estas glosas son pequeñas maravillas. Sobre estas formaciones estelares meditó frecuentemente mi padre a lo largo de su vida. Él nos inculcó a todos sus hijos la devoción hacia la observación del cielo; nos mostraba cartas astrales y guías para identificar las constelaciones del zodíaco, adquirió telescopios y mapas para que pudiéramos distinguirlas. Se levantaba en ciertas madrugadas a contemplar el cielo estrellado, y luego tomaba notas. Al final del mencionado ensayo, en dos capítulos titulados "El río de la caída" y "Concreción de la nave" Jiménez Sierra se explaya en la descripción de otros fenómenos siderales, ilustrando con poemas según sea el caso, o exponiendo las versiones de algunos profetas, con lo cual el catálogo pasa a otra categoría, la de reflexionar sobre lo que han escrito sobre el tema grandes poetas clásicos como Homero u Ovidio, hasta Tomás 5
Morales, Héctor Pedro Blomberg y Dan Diego de Maxia. Cita un poema de Morales y luego al cierre realiza un homenaje al gran viajero Magallanes, a quien inquiere "circunvalador del globo, a qué dios amaste, a qué feacios banquetes conociste? Asimismo, en un ensayo del libro intitulado "Don Quijote del mar", Elisio rinde homenaje a otro de sus personajes dilectos: Cristóbal Colón. Otro de los sugerentes escritos de este libro es sin duda "La poesía de los sepulcros" donde el autor realiza una heterogénea lista de poetas de cualquier época que hayan abordado el tema de los cementerios, desde Goethe y Shelley hasta Pierre Loti, y los venezolanos José Antonio Maitín, Juan Antonio Pérez Bonalde y Carlos Borges. Es de observar la fascinación que ejerció siempre la poesía del presbítero Carlos Borges en la sensibilidad de Elisio, al punto de dedicarle un estudio completo editado en 1965 con el título de Psicografía del Padre Borges. También es notable la crónica que realiza acerca de una visita que hiciera a la ciudad de Coro para visitar la casa paterna del poeta modernista --y asimismo maldito, tétrico y sepulcral-- Elías David Curiel, uno de los más interesantes autores nuestros y al cual Jiménez Sierra vincula al teosofismo junto a otro poeta venezolano, Juan Santaella. Sobre este escritor del estado Falcón escribí un volumen que titulé Tenebrismo y psiquismo en la poesía de Elías David Curiel (Fábula Ediciones, 2016). Siempre he pensado que nuestros poetas románticos y modernistas han sido infravalorados por nuestra crítica. La manifiesta pasión por la pintura, presente en el trabajo sobre Gabriele D´Annunzio ya referido, se observa en el trabajo intitulado "Los ángeles en la pintura" Uno de los rasgos más distintivos en los tópicos de Jiménez Sierra es la asombrosa capacidad para establecer analogías y percibir influencias; pero ello no es logrado merced a un afán preconcebido de detectar ecos o resonancias aquí o allá, sino gracias a un peculiar radar sensible que le permite sondear hacia el centro de cada personalidad creadora, sin incurrir en un efecto puramente estetizante. Lo otro es un sentido no sucesivo de la historia, que opta por el hallazgo cualitativo o su sentido de trascendencia espiritual. Se trata, ciertamente, de los ensayos de un poeta; no de meros estudios críticos o de una sucesión de juicios valorativos, pues siempre hay lugar en estos trabajos para el detalle personal, para una curiosidad elegante o un dato sorpresivo, a través de los cuales destila un hallazgo no exento de humor. Rasgos éstos que advertimos en algunos de los mejores ensayistas de América como Mariano Picón Salas, Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes, Octavio Paz o José Lezama Lima, quienes pudieran tener puntos de contacto con la ensayística de Jiménez Sierra, por la manera de percibir el hecho literario. Lo otro es la suprema elegancia verbal del autor, sus cualidades de estilo. Se trata de una prosa tersa, fluida, poblada de giros sonoros y de pinceladas que nos envuelven en regias sonoridades y colores cambiantes, y la ubican en el rango de uno de nuestros mejores prosistas. Hago esta valoración alejándome en lo posible de mi afinidad filial con el autor, a 6
quien percibí siempre supremamente cuidadoso y escrupuloso con sus escritos. Después de redactarlos a mano con una bella grafía, los transcribía a máquina poniendo su rúbrica manuscrita al final. En esta labor lo ayudaba mi madre Narcisa, dueña también de una fina caligrafía y una excelente redacción. Constituyó para nosotros algo especial descubrir, en carpetas originales, varias series de ensayos suyos, poemas, cuentos, pensamientos o crónicas a los cuales dedicó buena parte de su vida, mientras cumplía sus distintas labores para ganarse la vida y mantener a su familia. Poco a poco fue dando a la publicación algunos trabajos suyos a revistas y suplementos de Caracas: Revista Nacional de Cultura, Imagen o Papel Literario de "El Nacional". Sin embargo, la mayoría de ellos permanecieron inéditos; los hemos ido ordenando para editarlos a través de la Fundación Elisio Jiménez Sierra, que realizó en décadas pasadas dos coloquios regionales en su honor en los estados Lara y Yaracuy. En esta ocasión, y para celebrar en este año 2019 el natalicio del poeta, hemos querido aglutinar este conjunto de ensayos en un esfuerzo conjunto con Fábula Ediciones, celebrando así su trayectoria vital y literaria con varias instituciones de esta región, a objeto de compartir con amigos y lectores la singular obra de un escritor que decidió anidar en la ciudad de San Felipe para continuar su labor literaria, y compartir desde allí la bohemia, la poesía y los sueños.
Gabriel Jiménez Emán
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EL UNIVERSO, UTOPÍA DE DIOS Elisio Jiménez Sierra
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BABEL Y HERODES – NEMROD
Y la torre descomunal fue irguiéndose al cielo, como un desafío al coloso Yahvé. A su pie hervía un negro hormiguero humano. Capataces de talla gigantesca golpeaban con toscos látigos de cuero la espalda desnuda y sudorosa de los alarifes, los grandes carros tirados por rojizos bueyes y sobrecargados de piedras se detenían de repente, con brusco chirrido, ante la sombra colosal de la torre naciente. Gritos, carcajadas, canciones feroces, se mezclaban al berrido de los camellos, al aullido de los perros, al rechinar de las poleas, al choque de las piedras. Obreros vestidos de burda piel, alfareros de membrudos torsos, altas y rubias mujeres con hidrias en la airosa cintura o con niños enfundados a la espalda, ayudantes cubiertos de polvo y de betún, montados sobre largas y cimbreantes escaleras: todo aquel gentío, desde el último pisador de barro hasta el imponente rey Herodes Nemrod, ceñido de una coraza de bronce y lanzando a todas partes miradas de fuego: todos trabajan con arduo afán de levantar aquella torre que al correr del tiempo iba a ser testigo de los episodios más relevantes de la vida de Jesús, el controvertido Mesías. Una hilera de barcos en forma de media luna flanqueaba las riberas ondeantes del Éufrates, donde, alejados de los pequeños atracaderos, unos flacos perros terrosos de ojos ardientes y arqueadas costillas vagaban por entre los detritus acumulados de la orilla, mientras otros, de aspecto lupino, alzaban de vez en cuando al cielo sus puntiagudos hocicos manchados por la morada sangre de las carroñas, y daban al viento lúgubres aullidos. Eran los perros errantes y casi salvajes, que vivían en manadas en las sombrías barriadas de la ciudad, grandes amigos y camaradas durante el día de los otogips y de los buitres calvos, y de las hienas y los chacales durante la noche.
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Los perros aristocráticos, aunque no menos feroces, de la traílla cigenética de Nemrod, ladraban a su vez tras los muros ciclópeos del palacio real, haciendo resonar sus cadenas y sus carlancas de cobre. Se edificaba la primera ciudad del orgullo diabólico, la hermana primigenia, la precursora posdiluviana de París, de Londres, de Constantinopla, de Madrid, de Nueva York. Se edificaba con la residual arcilla, ya bastante impura, que había quedado como sedimento después del descenso de las aguas: la greda secundaria, alimentada por la descomposición de millones de cadáveres, que se aposentó sobre la haz de la tierra y en el fondo de los corazones humanos, después de la creación yahveana de los seis días. Todos bajo la insostenible mirada del rey o bajo el látigo restallante del capataz se empeñaban sin tregua en dar forma a la ascendente ilusión de aquel coloso, cuya descomunal visión había brotado en lo más hondo de sus mentes sobreexcitadas, como un suelo de rebeldía, de ambición y de gloria. Representaba a demás la angustia y desesperación de un mundo que no hallaba acomodo en los conocidos linderos. Los hombres reconstruían su propio infierno de betún, de soberbia y ladrillos, después de haber perdido la inocente vida del Paraíso. Los animales ya no eran mansos o inocentes como en el alba de Adán. Después que bajaron del Arca, más hambrientos que nunca, se hicieron feroces. Algo más grave sucedió con el hombre. Hizo pedazos la alianza de paz, simbolizada en el arco-iris. Noé y sus descendientes hicieron cosas peores que Lot, el hermano de Abraham que cohabitó en una cueva con sus propias hijas, en un momento de inconsciencia y ebriedad. El buen viejo, amigo d los ángeles, fue cegado por la pérfida venda del amor incestuoso, y no se percató de la infame treta de que se habían valido sus lujuriosas hijas. Como réplica al nuevo castigo de Yahvé, representado en la ferocidad casi indomable de los animales, Nemrod se convirtió en esforzado cazador, y llegó a competir sin desventaja con su temible rival, Yahvé, el impetuoso Dios de las cumbres del Sinaí, de las zarzas del Horeb. Matador de leones, pastor de hombres, sagitario de águilas, terror de sus enemigos,, a los cuales ponía por cascabel de sus pies, Nemrod, hijo de Cus, había soñado por revelación de Belo, en la torre que ahora desafiaba hasta la más inaccesible roca donde el águila anida. Era la escala mística que comunicaba con los cielos, y por ella bajarían los ángeles, el sol, la luna, los planetas-demiurgos, toda la milicia celestial, las entidades cósmicas, a comunicarse con el rey y su pueblo. En el centro del océano celeste, el poderoso cazador ante Yahvé, por otro nombre Orión,, precedido del Toro y de las Pléyades y seguido de su acezante perro Sirio, aparecía transformado en señor, en altísimo Baal. Hacia el torbellino central de su nebuloso tahalí apuntaba la cima de la Torre, como la cima de la Gran Pirámide se dirigía a la estrella Matya del grupo de las Pléyades.
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Así iría naciendo Babel, la torre de la revelación, ya antigua, perfecta y misteriosa, si bien habría de parecer a las generaciones venideras siempre nueva y dotada de un demiurgo creador, de un espíritu inmortal. El león, el toro, el águila, el hombre, serían sus esotéricos soportes: todo lo que evoluciona, progresa, vigila, se rejuvenece y vuela,; la rueda, el ala, la energía atómica, la fuerza fecundatriz: símbolos de civilización y de perdición. Estaba naciendo Babel, observatorio de la vasta noche, estrado y terraza insomne de los astrónomos. Toda exhalación, toda manifestación, todo soplo del cielo, descendería hasta ella, donde los querubes de muchos ojos –los de la ciencia, los de la fe, los de la justicia— observarían e interpretarían el humano destino en el giro y posición de las esferas celestes. Así comenzó a extenderse,, como guía de los caminos siderales, esa franja enigmática, poblada de los signos y de los seres alegóricos, a veces bimembres o polimembres, como los lamasas y la cabra-pez o capricornio: el Zodíaco. La serpiente engañadora, al salir del Arca, se volvió más taimada, más astuta. Tomó todas las formas y simuló todas las dimensiones. Bajó por el tronco del árbol sapiencial del Paraíso para seducir a la hermosa Eva, para revelar su hermosura a los ojos incontaminados de Adán; se ocultó en el bastón y en la cruz del mago egipcio Moisés; fue cerasta, serpiente de capelo y Nehustán salvador; cerasta del desierto que derriba al caballo y al caballero; definió al sexo, todavía velado bajo una hoja de parra, como “árbol de frutos deliciosos que está situado en medio del edén”, en medio del cuerpo humano; prometió al hombre deificación e inmortalidad: “Si llegareis a saborear los frutos de tal árbol, seréis como dioses”. Hoy se enrosca en el hormigón de los grandes edificios de la banca, del comercio, de la política, de la tecnocracia. Se le llama petróleo, fisión del átomo, bomba de hidrógeno, sputniks, cohetes, misiles, rayos láser, viajes interplanetarios, sentimiento y comprobación de la soledad y maldad del hombre en el universo. La jirafa del arca se convirtió en grúa mecánica, el águila en avión supersónico, en cohete interplanetario. El león es signo de imperialismo y está situado en el hemisferio Norte: lanza rugidos de amenaza contra los pueblos débiles o indefensos; dispone de cuerpos de espionaje y de penetración, buscando a quien devorar, como se le ve en la Epístola de Pedro. Es el nuevo símbolo de Caín, verdugo de su hermano, que se había metido de rondón en el Arca, y que salió de ella más intolerante y agresivo. Y descendió Yahvé para ver la ciudad y la torre que edificaban los descendientes de Noé, hijos y herederos del orgullo de Adán que motivó su caída. Como el hombre envidioso de la casa suntuosa que está construyendo su vecino,, adversario en la fe, en la profesión,, en el oficio, así descendió con rostro airado el dios madianita Yahvé a ver el coloso citadino de la llanura de Senaar. Y visto que hubo con sus propios ojos el imponente Zigurat donde estaban representadas todas las lenguas, las 11
pasiones, las creencias y los sueños del naciente mundo, aquella ingente fábrica destinada a sede y habitación de un dios que no era él, sintióse invadido por la furia y el despecho, y juró destruirla de inmediato. Así comenzó la intolerante destrucción, hasta ls cimientos, de las más conspicuas ciudades antiguas y modernas. A partir de entonces, hasta la caída del imperio romano, resonó al ¡ay de los vencidos! Babilonia y Nínive, Tiro, Jerusalén, Atenas, Roma. Todos los conquistadores llevarán en el corazón a Caín, a Sonaquerib, a Nabucodonosor, al bárbaro Alarico. Bajó el terrible Yahvé y destruyó por confusión de lenguas la torre inspirada en los sueños sagrados, revelados a Nemrod por Belo o Baal, como antes había arrasado por medio del fuego celeste –suerte de bomba atómica del Génesis--, las ciudades prostituidas de Sodoma y Gomorra, donde los hombres se enamoraban de los ángeles, mensajeros de Yahvé, y querían yacer con ellos por la fuerza. Cuando Jerusalén o Urasalim era apenas una roca donde moraba su fundador el dios Salem o Shulmanu, cuyo nacimiento se cantaba en las festividades litúrgicas de Ugarit, ya Babilonia era una reina de ciudades, en una comarca mesopotámica donde las había maravillosas, que dictaba leyes y preceptos, corrupción y refinamiento al universo mundo. Yahvé era entonces un dios rústico –que ni pensaba llegar al auge teológico que le dio el profetismo--, y como tal sólo podía equipararse al Marduk de los primeros tiempos, cuando aún no había sido entronizado por el rey Hammurabi. Tal inferioridad sublevaba a Yahvé, que desde aquel momento de general confusión declaróse enemigo irreconciliable de los babilonios. Para demostrar su hostilidad, hizo la vocación de un patriarca de los sumerios y no de los acadios, en Abraham, hijo de Therah, adorador de Sin, el dios de la Luna, que vivía en Ur de los caldeos.
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DON QUIJOTE DEL MAR
Schiller y Delavigne fueron dos poetas de Colón. En la segunda meseniana del libro cuarto, aparece el piloto de la nave capitana apoyado sobre la barra del timón, oyendo en las tinieblas el crujir de los mástiles al vaivén de las carabelas. Con los ojos fijos en las misteriosas estrellas de la Cruz:
Les astres de la Éurope ont disparu des cieux: Lardent croix du Sud épouvente les yeux
Con el verso “Il marche et l’Horizon recule devant lui” expresa Delavigne que el cielo conocido iba quedando atrás, el cielo de Europa, mientras otro cielo desconocido, el cielo de América, es ensanchado ate la proa de los audaces navíos. El Descubrimiento ensanchó a la vez la tierra y el cielo. El ansioso corazón del Almirante vivía siglos por momentos. Uno de los versos más originales del poema es sin duda: se henchía de gozo o se hundía en la zozobra, como el oleaje de aquel mar sin límites. Era el suyo un éxtasis de esperanza, o la indignación solitaria de un grande hombre que sólo a si mismo se comprende. 13
Lástima grande es que Víctor Hugo nada haya escrito sobre el Descubrimiento de América en su Leyenda de los siglos. La figura y hazaña del atrevido genovés, contadas por el creador de los trabajadores del mar, hubieran cobrado una dimensión nueva. Leconte de Lisle tampoco dice nada de aquella atrevidísima empresa, profetizada acaso por Isaías y por Seneca, que cambió por completo la faz del mundo. La poesía de las grandes expediciones ultramarinas hizo su aparición muy tardíamente en Europa. Schiller y Goethe la presintieron, si bien no la cultivaron. Hugo nos obliga a leer en altisonantes alejandrinos la epopeya española del Mío Cid, que ya habíamos leído con algo de aburrimiento en el arcaico poema del juglar. Pero omite, por ignorancia o por olvido, los poemas de la gesta española de ultramar. Ni el romanticismo ni el parnasianismo nos legarán sobre ella poema alguno. Sólo en ese vasto mosaico que se llama Los Trofeos hay algunos sonetos y poemas referentes al asunto, y eso porque el autor José María de Heredia era cubano de origen. De las cosas de América Latina se tuvo y se sigue teniendo en Europa un conocimiento asaz superficial. En casi todos los libros de Francia se nos tilde de “sauvages”, desde Voltaire y Bernardino de Saint-Pierre, hasta Chateaubriand. Don Juan Valera nos miraba de soslayo y con malquerencia, y así nos endilga en varias ocasiones, a lo largo de su extensa obra en prosa, el mismo denigrante apelativo. Ignoro si Théophile Gautier, poeta de amplia musa y de saber universal, llegó a escribir algo sobre tan amplio tema; pero ello es que en una edición francesa de su obra, publicada en los torculares de Lemerre el año de 1832, que tengo a la mano, no figura poema alguno en loor de los ardidos aventureros de la Conquista. A Colón dedicó sin embargo un soneto laudatorio en latín, Etienne de la Boétie, el amigo predilecto de Montaigne. Algunos comentaristas suponen que ese soneto latino y la meseniana segunda del libro cuarto de Delavigne, sirvieron de modelo a Heredia para el soneto intitulado “Los conquistadores” que, acodados en la cofa, o puestos en la barra del timón, veían nacer nuevas constelaciones:
…vasta per aequeraa natae Ingressi, vacuas sedes et inania regna Viderunt solemque alium terrasque recentes Et non hace, alio fulgencis sidera coelo.
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La Boetie usa una hipérbole al afirmar que los descubridores vieron otro sol, otras tierras, otras constelaciones.
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La búsqueda del sol hacia una tierra hespérida, la idea espiritualizada de que su reino se encontraba más allá del poniente, confirió al misterioso Occidente una fascinación que trascendía lo meramente aventurero de las empresas marítimas. La navegación hacia aquel incógnito Oeste, que con tan desesperado dramatismo predicaba Colón yendo de puerta en puerta por palacios y conventos, y ante la mirada burlona de los frailes ignorantes de Salamanca, obtuvo como resultado el Descubrimiento de América, que según Schiller estaba reservado a Colón por ocultos designios de Dios:
Ve siempre hacia el Ocaso. Porque allí bajo cielos incognitos existen las tierras que ha soñado, y el mundo que no es sólo visión de tu desvelo, y que por Dios acaso para ti ha sido creado. Parte. Que hay un acuerdo de perenne armonía entre el Hado y el Genio que en su estrella confía.
Dios anunció por Isaías que crearía nuevos cielos y una nueva tierra (sin duda el Nuevo Mundo). Colón tomó el anuncio del visionario israelita para aplicarlo a su memorable descubrimiento. Al ensanchar el concepto geográfico del mundo, se ensanchaba también la visión de una vasta zona del cielo hasta entonces desconocida. Tomando pie de los vaticinios de Isaías, el navegante genovés, cuyo genio se había hispanizado a causa de su larga residencia entre los españoles, hasta alcanzar la nota característica del misticismo peninsular, escribe las siguientes palabras en su diario de a bordo, palabras en las que poco se ha detenido el interés de los comentaristas: “Ya dije que para la ejecución de la empresa de las Indias no me aprovechó razón, ni matemática, ni mapamundis: llanamente se cumplió lo que dijo Isaías”. Ese non plus ultra o no más allá lo transgredieron lo osados gerifaltes, con Colón a la cabeza, que se aventuraron a surcar con sus carabelas el lomo virgen del Atlántico. Al 15
sentir por vez primera aquellas raras cosquillas que hacían la proa de las tres naves en sus intocados flancos, el inmenso dios Atlántico, el Neptuno americano, comenzaría a dar saltos y bufidos de ira. Luego sin perder tiempo convocaría a las divinidades marinas que estaban adjudicadas a su servicio, para que todas juntas repelieran y vengaran el insólito agravio. Pero Colón se mantuvo firme. El misterio del Non plus ultra estaba domeñado y violado por el valor, el saber y la osadía. De entonces en adelante el lema de los navegantes sería el de plus ultra o piú oltre, más allá, siempre más allá, hasta culminar su atrevimiento en la conquista de la Luna. Los bien guardados umbrales del Jardín de las Hespérides habían sido traspasados. ¿Hasta dónde podrá llevar el hombre su aventura del espacio?
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LAS BODAS DE POPEA
No es la Ifigenia de Eurípides la que mayor parecimiento guarda con la egipcia del Salmo 45, sino la Popea del drama Octavia, atribuido al propio Séneca. La boda de Popea que la nodriza cuenta ejerciendo el papel de Mensajera como suceso feliz y largamente esperado y deseado por el pueblo romano, son de una ardua sencillez de lenguaje y estilo, como convenía a la llaneza y falta de instrucción de un ama de leche; pero esa sencillez misma, como la concisión bíblica, raya casi en la sublimidad. “Amaneció el día tan pedido por nuestros ruegos, tan deseado por nuestros votos; unida estás con el César, cautivo de tu donaire, que la madre del Amor, Venus, dea todopoderosa, por ti adorada santamente, te entregó rendido y prisionero en cadenas. ¡Oh cuán hermosa estabas cuando oprimiste el elevado lecho, cuando te entronizaste en tu palacio: con pasmo contempló el Senado tu belleza cuando dabas incienso a los dioses, cuando en hacimiento de gracias regaste de vino los sacros altares, tocada de tu cabeza de amarillo velo tenue; y cuando el príncipe mismo, junto a ti, pegadito a tu costado, erguido y solemne, entre los faustos agüeros de los ciudadanos, avanzó irradiando alegría en su gallardo porte y en su rostro.” Todo el paso anterior suena a Salmo esponsalicio cantado en los esponsorios de Salomón. En el Salmo admiran la belleza de la esposa los ricos del pueblo, “omnes divites plebis”, y en la saga de la nodriza, que es más bien una sagra o consagración del amor, es el senado en pleno, los sesudos y canosos padres conscriptos que, más que hombres, parecían dioses: y sin embargo aquellos graves legisladores se quedaron boquiabiertos ante la belleza de Popea, como los ancianos de Troya ante la belleza de Helena. La sobriedad en el vestir es
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una de las características más relevantes de la favorita de Nerón, famosa por su belleza, su lascivia y sus extravagancias. Como auténtica romana, casi parecida a una vestal, sólo lleva “tocada la cabeza de amarillo velo tenue” detalle tanto o más interesante que una minuciosa descripción de la moda femenina imperante en los casorios de entonces. El retrato del emperador está logrado en breves trazos, pero con toda la majestad de la grandeza romana. Aquel avanzó irradiando alegría en su gallardo porte y en su rostro”, es una pincelada maestra que ben se corresponde exactamente con el versículo 5 del Salmo que hemos venido comentando para propio solaz y el de nuestros lectores. Specie tua et pilchritudine tua intende, prospere procede, et regna”. Pasaje de difícil traducción como varios otros del mismo salmo, para quien no conozca la Octavia de Séneca: “Con esa gallardía y hermosura, camina, avanza prósperamente y reina”. Versión de Félix Torres Amat, que es la mas aproximativa de cuantas he leído.
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Yo estaba por decir, aunque me parecía cometer un desdoro, que Popea en el momento de su casamiento con Nerón estaba más bella que Ifigenia, cuando fue llevada con engaño a la Aulide para ser desposada con Aquiles. Eso estaba yo por decir antes de haber llegado al pasaje del drama senequiano donde el propio Coro lo dice. Más bella estaba ese día que Leda y que Dánae, sorprendida en su lecho por Júpiter convertido en “un chorro de libras esterlinas”, como diría acaso nuestro Blanco Fombona- Pero afirmaré por mi cuenta y riesgo que si la romana es más bella en su sobria donosura de matrona que las heroidas griegas cantadas por Ovidio, la Sulamita encierra un misterio mayor en su faraónica belleza. Se nos parece a Nefertitis,, la esposa de Amenofis IV con el cuello de cisne y el cuerpo de loto deltano, según aparece en los relieves de El-Amarna, como sosteniendo en sus largos y finos dedos la hostia resplandeciente del Sol, el Atón del bello himno consagratorio, compuesto por su audaz marido Akenatón,, memorable innovador religioso, especie de Lutero egipcio,, en cuya extraña corte, conforme a lo que algunos suponen, fue ministro el gran profeta Moisés, fundador del monoteísmo yaveísta. El retrato del emperador está logrado en breves trazos, pero con toda la majestad de la grandeza romana.
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EL UNIVERSO, UTOPÍA DE DIOS
El universo estelar
no es otra cosa que una ilusión óptica. El poeta Paul Valery asegura que es un mito, pero es más aproximativo el definirlo como un extraño espejismo, cuyos desiertos son el vacío. Las estrellas no están en el lugar donde las suponemos. No solamente los tamaños reales de las estrellas pueden variar, según afirman los astrónomos, en una extensa escala de categorías, si no que lo engañoso de su volumen aparente está sujeto a múltiples confusiones. La luz que vemos hoy, fue emitida por algunos soles desde hace millones de años; muchas de aquellas luminarias cuyo fulgor seguimos viendo, o han variado de posición, o modificado su evolución, o en todo caso desaparecido. Cada vez que levantamos los ojos para mirar el universo estrellado –lo cual fue para Ovidio en la historia del hombre un momento culminante de la humanidad—no vemos más que la imagen del pasado, el fantasma de un acontecimiento que sucedió hace millones de siglos, o está próximo a suceder. El sabio Einstein fue muy benévolo al llamar a todo ese inextricable conjunto de fenómenos celestes con el nombre de relatividad. Algún apelativo tenía que dar el famoso doctor alemán a todo aquel inverosímil juego estelar que otro doctor-poeta, el presbítero Carlos Borges, llamó el formidable juego del Altísimo, traduciendo a su peculiar modo el significado de la frase latina “ludus in orbe terrarum”.
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El universo, el cosmos humboldtiano, es pues un vasto caleidoscopio que vemos desenvolverse y cambiar a cada instante, en magníficas imágenes casi oníricas y diversos matices, sacudido por las fuerzas soberanas de la gravitación y la velocidad, las dos poderosas hermanas aparentemente paradójicas. Aquello que Jean Cocteau dijo de la Osa Mayor es aplicable a todas las constelaciones y figuras del cielo: todas y cada una de esas estrellas ignoran que la tierra las ve componiendo ese dibujo. Esto nos recuerda la afirmación todavía más demoledora de André Malraux, quien dijo que los humanos escriben las leyes del universo, pero sólo de un universo que sería igual si el hombre no existiera. “Lo mismo jugaría si yo estuviera muerto”, dice un poeta refiriéndose a a un hijo suyo pequeñuelo a quien observa jugar en el jardín. Allí el niño es el símbolo del universo: “lo mismo jugaría si el hombre no existiera”, dando al verbo jugar el sentido lúdico que asume en la ya citada frase “Ludens i robe terrarum”.
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Nada tan inseguro como el lenguaje de los astrónomos, a pesar de todos sus diagramas, de todas sus ecuaciones. La ciencia vive de rectificaciones, deshojando en este caso la margarita sideral: si, no, si, no. La ciencia vive de la hipótesis como la poesía de la metáfora. No hay sino que tomar en las manos cualquier libro que trate sobre el universo, y leer al azar. Si no podemos adivinar lo que sucede más allá del enorme colchón de nubes bajo el cual se halla asfixiando el suelo del hermoso planeta Venus cuando menos podríamos averiguar si en los supuestos planetas del sistema solar del Centauro existe la vida. Los modernos viajeros del espacio sr llaman astronautas, porque han logrado aterrizar en la luna, que es un arrabalito de la tierra. Mejor y más apropiado sería llamarlos planetonautas o satalitenautas, pues de allí no ha pasado ni creemos que pasarán, al menos por ahora, si bien mañana logren llegar a duras penas y dando trompiscones al último satélite Neptuno, lo cual vemos bastante difícil aunque no imposible. Nada hay para el hombre que sea imposible Todo es cuestión de tiempo.
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Víctor Hugo y las medusas Para Víctor Hugo los cometas son los heresiarcas del cielo, aunque hubiera sido más atinado decir que son los anarquistas, los ácratas del sistema. Hugo es el gran ilusionista del universo, aunque a veces se la vaya la mano y se atreva a definir a la vía láctea como un esputo de Dios. “Lúnivers etoilé est un crachet de Dieu”. Don Juan Valera, que no fue muy afecto a Víctor Hugo, se atreve a comentar que la imagen del neuma o esputo tiene sabor a poema indostano, y hace más grande y poderoso a Dios escupiendo el mundo que llevándole colgado en el uniforme como una venera, ya que la crachat significa tanto una cosa como la otra. De su sensacional escenario de rey mago –Las contemplaciones y la leyenda de los siglos— vemos salir los más extravagantes y coloridos trucos, cuando no los espectros y las apariciones más siniestras. Conocido es el poema sobre los pastores de Mesopotamia y los profetas de Judea. Zoroastro se enlaza con Abraham como Canopo con Siria. El pastor baja con sus rebaños de las montañas a invernar en llanura; uno cuenta rebaños al paso que el otro va contando estrellas; ambos llevan cayados de alcornoque, lo mismo que si fueran reyes. El esplendor de la vía láctea se refleja en sus frentes. Ellos dieron nombre a las estrellas, aun cuando el salmo de David diga que fue Dios quien las bautizó y las llamó por su verdadero nombre. “Qui numeral multitudnom stellarum et mnibusw ei nomsa vocat”. El nominar a los animales fue privilegio concedido en la buena época del paraíso a nuestro padre Adán, pero el bautizar y confirmar a las estrellas se lo reservó al Creador como potestad de sí mismo. Tal vez el patriarca Abraham, cuando Dios le intimó a salir fuera de su nómada para que viera el cielo estrellado, volvió la mirada hacia el sur, hacia las penetrales del austro o cámaras secretas del mediodía, como las llama el libro de Job, y vio las misteriosas configuraciones estelares que acaso también Zaratustra contemplaría desde la meseta de los arianos. El poema en si contiene un vertiginoso viaje-ficción de Víctor Hugo por el cambiante océano estelar, durante el cual pasa revista a lo sin fin y a lo sin fondo. ¿Hasta cuándo soportará el hombre el estar siempre condenado a tener ante sus ojos, los mismos invariables cielos? Es preciso ver aparecer astros nuevos. Esta aspiración del poeta sería punto menos que irrealizable, si se piensa en el hecho de que las galaxias huyen unas de otras a incalculables velocidades. Hugo no conocía más caracterismos que los del norte y del zodíaco, y es probable que durante su azaroso desterró en Hersey haya leído y releído con emoción los tercetos de Dante sobre la Cruz del Sur, que tanto emocionaban al barón de Humboldt y le quitaban el sueño, antes de visitar nuestras regiones equinocciales. Por eso confía el poeta de las 21
contemplaciones en que Dios va a colocar una nueva corona en la frente de la noche, y al expresar un deseo tan acuciante y singular, quizás él pensaría en la corona que el Dios Baco regaló a la hermosa Ariadna, y que también refulge en el cielo convertida en grupo de estrellas. Los astros hablan por el ojo de Herchel, cuyo telescopio era al gran cristalino sideral, antes de haberse inventado el de selintehukskaia y el de Monte Palomar. El viaje interestelar –casi un viaje sicodélico—del poema Magnitudo parvi clausura el libro tercero de Las Contemplaciones, llamado “Las luchas y los sueños”. Es un libro casi surrealista, por el que se ven desfilar las enormidades de la noche, incluidos talvez los sacos de carcón y las Nubes de Magallanes. Allí se inflan monstruosas pampas que son embriones del universo; predice o presiente los llamados Agujeros Negros, o inventa la hermosa leyenda de que San Juan de Patmos, al contemplar una noche el pavoroso planeta Saturno, dentro de cuyos anillos de hielo versicolor gira encerrado todo un mundo de ilusiones visuales, cayó desvanecido, “pues soñando su negra epopeya (el apocalipsis) creyó ver desprenderse, envuelta en relámpagos, una rueda del carro de Adonai”. El poeta sin duda pensaba en la caída fulminante del carro de Factonte, descrita con rasgos maestros por el pincel impresionista de Ovidio., como si se tratara de la caída de un jet o de un cohete moderno, o del carro de Yahvé a que se refiere la misteriosa visión del profeta Ezequiel. Esto que alguien escribió a acerca del estilo de Ezequiel, es enteramente aplicable a la obra de Víctor Hugo: sus ojos se abren ante un mundo que supere las medidas humanas, luces segadoras, imágenes desconcertantes, proyectos desmesurados que se pierden en bocetos donde los trazos quedan deformados, términos incoherentes que sugieren más que dicen… todos esos rasgos se observan en la poesía religiosa de Hugo, verdadero y quizás único intérprete del universo como utopía de Dios. Las metáforas de poeta ilusionista, que juega con las leyes del universo como un niño con una serpiente de coral, abundan y hasta hormiguean en el libro: la aurora es la cresta del gallo de la mañana; las medusas del crepúsculo muestran vagamente su violáceo rostro; los cometas son los hijos pródigos del firmamento…y la araña del diablo, que no deja de concurrir a los espectáculos siderales del bardo francés, es una hidra estrellada, dijo Hugo del cielo. Hidra absoluta, dijo de la mar Paul Valery. La mar, la mar, tojours recomencé. Es el famoso verso del autor de El Cementerio marino que parece provenir, o proviene sin duda, del vasto alejandrino de Hugo en la epopeya de Mazzepa: “Dans l´horizon sans fin qui toujours recomencé.”
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La tierra, un ferrocarril Como empeñarnos en dudar que el universo es una ilusión, ¿si basta con echar una ojeada a los cielos estelpiferos para comprobarlo? La tierra es para el hombre una especie de ferrocarril que viaja a gran velocidad por el espacio, rumbo a la constelación de Hércules, a donde le lleve sin consultárselo el Sol. El tren se mueve, y los paisajes exteriores que vamos viendo también. A intervalos sentimos la impresión de que los paisajes siguen moviéndose, a pesar de que el tren se ha detenido. De inmediato nos invade una sensación de angustia, debido a que se nos trastrueca la noción del tiempo, ese intolerable compañero de viaje del cual sin embargo no nos podemos desembarazar. Einstein asegura que si pudiéramos correr a la velocidad de la luz se detendrían nuestro reloj, ya que el tiempo es un producto de la materia y la velocidad.. Lo contrario de lo que humanísticamente, con negro humor de opiómano desintoxicado, dice Jean Cocteau sobre el reposo eterno de la cara de Marcelo Proust en su cajón de muerto, luego de haber dejado escrita una obra completa “una obra magistral de reposo, entre una pila de cuadernos en los que el genio del escritor continuaba palpitante, como el reloj pulsera de los soldados muertos (Esta última comparación resulta en castellano un hermoso alejandrino). ¿Qué cosa es el universo? En los términos más simples es sólo un efecto de perspectiva: definición que es también válida para la llamada teoría de la relatividad. En un cómodo librito de la editorial Bruguera, escrito en 25.000 palabras por el astrónomo Alejo Ferrero, “para el hombre que tiene prisa de vivir” se entiende (yo no la tenga ahora pero una vez la tuve), encuentro la siguiente definición de la teoría del doctor Einstein: “escalofriante ventana que hizo asomarse al hombre a unas medidas y nociones definitivamente extrahumanas, alcanzando más allá de lo que nuestra pobre mente es capaz de concebir,” No se debe poner en tela de juicio tan generosa cuanto profunda definición. Mas para mí que no soy perito en ciencias matemáticas, ni en ninguna otra ciencia, la ventana de Hugo abierta en la noche y los bordes del abismo que sondea el inmenso poeta en sus contemplaciones y leyendas de los siglos, son más escalofriantes que las visiones extrahumanas que vino a traernos, para aumentar nuestra soledad y angustia, el ilustre científico germano de origen hebreo. Con los escalofríos y terrores que produce la lectura de los poemas de Hugo me conformo, sin añadir ciencia, para no añadir más dolor, ¿Existe algo más fantástico que la teoría lematriana del universo en expansión? Sin embargo, el vocablo “fantástico” debe tomarse aquí por lo que él específicamente significa. Con la fuga de las galaxias caemos en un delirio de la imaginación, que es como decir el éxtasis de la razón. Si un poeta inventara semejantes fantasías, todo el mundo científico
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rehusaría darles el más exiguo crédito; pero explanadas por un científico, nadie parece estar en la obligación de rechazarlas, por más audaces y extravagantes que ellas sean.
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Colonizar el espacio es una de las locuras de que es víctima el tecno-hombre moderno, quien todavía no ha aprendido a valerse por sí mismo, en caso de emergencia, de carrera a Barquisimeto piloteando una simple avioneta. Pero no cabe duda de que es una locura plausible, un deseo casi ingénito de hacer y de conocer, que fusiona en uno solo al homo faber y al homo sapiens, si bien no entre en esa fusión el hombre del juego eterno, el homo ludens, que siempre se quedará dando vueltas en torno a la tierra, con sus pobres satélites y laboratorios artificiales, prefabricados de herrumbrable, carcomible y frágil metal.
Penélope, la mujer de Ulises, que destejía de noche la tela que tejía durante el día, es una buena imagen para representar la continua y discontinua creación del Universo. Para no dar el Sí a los astrónomos, que son los interesados e improvisados pretendientes, en tanto que su esposo verdadero, el auténtico Ulises es Dios que siempre, para el pobre ojo del hombre,, permanece oculto y ausente, la Penélope de la creación y descreación de la materia y antimateria, sigue tejiendo sus telas en las Itacas de lo Infinito, que son los llamados universos-islas, sistemas semejantes a los de nuestra galaxia. Con razón observa Ferrero: “Esta aventura al través del espacio, este viaje en que la evocación más fantástica y dislocada pretende seguir a la realidad, nos hará rendirnos exhaustos mucho antes de que alumbremos una meta.” Son palabras para meditar. Sin duda rodará por el suelo el fatigado ojo humano. Hoy dia la presencia de los objetos siderales no se ve si no que se detecta. El hombre es un ciego – todos los ciegos caminan mirando hacia el cielo—que agudizo el sentido del tacto y del oído para la detección electrónica. El oído vuelve así a recobrar la primacía entre os sentidos como en el Salmo bíblico: “Aures perfecisti mihi (40: 6). Razón tenía el poeta portugués Alavo Bilac al decirnos en su soneto famosísimo que el ser humano es un oidor de estrellas. Ahora se habla de “latidos de remotísimas presencias” empleando la ciencia astrofísica un lenguaje arcano y cifrado. El átomo es una imagen del universo; la luz está compuesta de fotones. ¿Pero es que alguien, alguna vez, ha visto un fotón? Quién sabe si Anatole France estaba en lo suyo 24
cuando se resistió a creerle a Einstein que la luz era materia. Si acaso fuere materia, sería la única materia intangible que existe en el universo, porque hasta el viento se puede tocar, a pesar de que no se ve. Pero también existe un límite para nuestra ilusión óptica del universo, aunque no estemos en condiciones de afirmar algo análogo con relación a la Utopía de Dios. Existen presencias siderales que escapan a toda detección, galaxias que se alejan de nosotros corriendo más a prisa que la velocidad de la luz. “Pongamos atención, nos dice el maestro Ferrero, porque ello significa que el rayo luminoso no llega a salir despedido de semejante cuerpo, sino que también huye arrastrado por él. La consecuencia es que nunca jamás llegará a nosotros, y que ese objeto y esa velocidad permanecerán eternamente ignorados, sin remedio, por la limitación humana.” Un gran amigo, diestro conocedor de las cosas del cielo, a quien leí partes del presente ensayo, me aseguró, no sin un puntillo de humor, que Dios aparecía en el cosmos como una especie de aprendiz de mago. Tal pudiera ser; pero esa en realidad no ha sido nuestra primigenia intención. Reconocemos que es ardua cosa mantener el equilibrio sobre una soga que no sólo aparece colgada de polo a polo, sino de galaxia a galaxia, de grupo a grupo de galaxias, y así hasta lo infinito.
[1981]
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NATANAEL
Si el Greco se inspiró en los locos del vecino hospital del Nuncio, en Toledo, para los rasgos faciales y la extraña ocupación de las manos del apóstol Natanael, que aparece con larga cara de poseso y esgrimiendo en la derecha una daga, mientras sostiene con la izquierda una cadena; si caso todos por no decir que todos los pintores del mundo han utilizado como modelos para sus creaciones a sus hijas, a sus amantes, a las cortesanas y meretrices de su tiempo, a los personajes típicos del pueblo, tontos, locos, borrachos, lisiados, mendigos, epilépticos, ladrones, usureros, nada tiene de extraño que el desconocido imaginero de Atarigua haya pasado a su retablo los rasgos físicos y morales de la gente humilde que le rodeaba. Una vez terminados los cánticos preparatorios de primera comunión, entonados a puertas y ventanas abiertas y con la iglesia iluminada por los rojizos fulgores del sol que comenzaba a tramontar, un grupo de catecúmenos, entre los que recuerdo na Rafael Angulo, Plinio Tovar y Miguel Saldivia, nos quedábamos en la iglesia con la finalidad de hacer lo que nosotros llamábamos, sin pizca de burla o de malicia, “los pasos del vía crucis”. Consistía en ir viendo una por una las escenas de la Infancia y la Pasión de Jesucristo en los Misales del coro y de la biblioteca o en las Estaciones de las paredes, para buscarle a las figuras parecido con los habitantes del pueblo. Y hasta en los mismos cánticos de la primera comunión nos complacíamos en hallar festivamente tales equívocos:
Venid y vamos todas Con flores a María, 26
Con flores a porfía Que madre nuestra es…
Así cantaba el coro de muchachas. Nosotros, y sobre todo Ramón Castillo, que era el más humorista del grupo de niños varones, trastrocaba el primer verso del himno mariano, confundiendo por eufonía las palabras con las que el nombre de una señora llamada Viviana Torres que vivía en el vecino caserío de Pozo Guapo y se ocupaba en la cría de ganado caprino: “Venid, Viviana Torres, con chivos a María…” Tal nos divertíamos sanamente y pasábamos la vida sin sentir. Hoy casi todos mis camaradas de juegos han fallecido, y si alguno quedare sobreviviente y leyere por casualidad estas líneas evocatorias de aquellos felices días de la puericia, a él se las dedico de todo corazón. A propósito del Greco, hemos hablado del apóstol Natanael. Pero nosotros lo encontramos dibujado de otra manera en un viejo vitral que se veía en un ángulo de la capilla, colocado en un facistol. El anciano estaba sentado en su huerto, bajo una higuera, una mañana, cuando Jesús y Felipe pasaron. Jesús agitó una mano alegremente y saludó: “La paz sea contigo Natanael”. Era un apodo que el viejo tenía en su pueblo de Caná, donde Jesús hizo al principio de su carrera el milagro del vino, y que nadie se atrevía a darle por respeto. Antes había pronunciado una frase de incredulidad y hasta despreciativa en presencia de Felipe, como éste le invitó a formar parte de la comitiva discipular. “Hemos encontrado, le dijo Felipe, aquel de quien nos habla Moisés en la ley, a Jesús, el hijo de José, de Nazareth”. Natanael soltó una carcajada trémula, como un balido de oveja, en la forma senil que lo hacen los viejos, moviendo todos los arrugados músculos de la cara, y contestó: “¿Pero es que de Nazareth puede venir alguna cosa buena?” Felipe insistió en turbarse por aquella burlona risotada como la que lanzan los chiriguares en el medio del día, en las quebradas solitarias, posados en el tronco seco de los árboles caídos. “Ven a ver, ven a ver”. Y Entonces fue cuando Natanael o Bartolomé conoció a Jesús Él asistió, según Lloyd Douglas, a la última cena, la noche en que Jesús fue traicionado. Pero cuando llegaron las noticias de que el maestro había sido arrestado, aquello fue demasiado para el anciano Bartolomé, a quien Jesús llamaba por cariño Natanael. La conmoción fue tan intensa que cayó enfermo, y cuando al fin pudo levantarse, ya todo había terminado. “Perfectus est”, como gritó Jesús desde lo alto del madero. Continuó viviendo algunos años después de la muerte del maestro. 27
Unos dicen que por chochez se le metió entre ceja y ceja la idea curiosa de que nunca iba a morir, de que en su trato y amistad con Jesús había encontrado la inmortalidad. Y así se la pasaba todo el día sentado en el huerto de su casa de Caná, bajo las higueras, mirando hacia el camino y deseando ver a Jesús llegar a visitarlo de nuevo. Mismamente aparecía en la ingenua viñeta del misal, sentado a la sombra de una higuera, observando el camino, creyendo ver acaso la figura de Jesús en todo bulto que aparecía en el recodo. El Maestro se volvió; pero el anciano discípulo no estaba equivocado en su sentimiento de inmortalidad. Ya la había conseguido, junto con los demás seguidores del Maestro. Lo que Natanael buscaba en las enseñanzas del nazareno no era otra cosa que la fuente de la eterna juventud: la Fuente de Juvencia, que otro mortal siglos más tarde, Juan Ponce de León salió por diferentes caminos a buscar en los bosques aún vírgenes de l La Florida, hija de Flora, la diosa latina de la frescura siempre renovada. Cuando Jesús alzó la mano alegremente para saludarlo, con un apodo festivo y cariñoso, lo hizo en el acto inmortal. La juventud eterna se la otorgó la gloria, como dice José María de Heredia en un soneto de Los Trofeos dedicado a Ponce de León, y cuyos veros finales son de todo puto aplicables al hombre de Caná que solía sentarse al frescor de la tarde bajo la higuera de su huerto:
Así, dichoso Anciano, determinó la suerte que embellecido fuera tu anhelo por la muerte: la juventud perenne te la otorgó la gloria.
[1980]
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TEORÍA ACERCA DE LA POESÍA
Mi teoría personal acerca de la poesía es que las ideas se forman conscientemente en el cerebro del poeta, por medio de elucubraciones misteriosas, y que más tarde, cuando están ya del todo formadas, nacen de manera inconsciente. Esta curiosa circunstancia explica el hecho de que el poeta interrumpe a menudo, en forma casi brusca, el novísimo tema ideal que creía venir siguiendo, y el que aún no se había del todo formado en su inconsciente, para ponerse de inmediato a escribir otro que parecía olvidado o preterido, pero que en un período inmediatamente anterior había sido su constante obsesión, su pensamiento dominante, como diría Leopardi, y que ahora, ya formado del todo, y habiéndole llegado el momento preciso de nacer, atropella los fueros del recién comenzado y hasta de manera apremiante de la punta del bolígrafo, que se echa a correr entonces como pluma de buen escribano, sin darse tregua ni sosiego.. Rubén Darío, nuestro egregio lírico, que mantuvo siempre un oído atento a todas las corazonadas de las voces interiores,, atisbó mucho de ese complicado misterio de la creación poética, cuando en cierta ocasión se refirió a “la idea encinta”. Bien hubiera podido añadir, a nuestro juicio, de la fusión de la forma con el ideal es como nace el hijo o fruto poético, siendo el acto de alumbrarlo o de parirlo --alumbrarlo cabe mejor en el presente caso— uno de los misterios más asombrosos de la mente humana. Así parió Zeus a su hija Minerva.
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Los poemas sacados de la matriz cerebral por medio de fórceps o de intervenciones cesáreas son las menos duraderas, las menos logradas, y algo o mucho duradera en ellos de artificial o de anticipado que no les permite sobrevivir. Por eso considero tan acertada la observación de Julio Cortázar en su prólogo a los Ensayos y críticas de Edgar Poe, cuando refiriéndose a los orígenes de “El Cuervo”, niega el que dicho poema haya nacido mediante un plan casi de relojería idiomática, de acuerdo a las teorías preconcebidas de Baudelaire y del propio autor, sino de una lectura de Barnaby Rudge, de Dickens. Nació porque sus piezas esenciales estaban ya acomodadas de antemano a fuerza de pensarlo y de repensarlo en la crisis de todo un período de sus neurosis y de sus obsesiones, quizás en el momento en que el poeta se disponía a escribir otro poema de forma y esencia distintas. Refiriéndose al poema dramático “La figlia di Iorio”, que fue escrito en breve espacio de tiempo, Gabriele D’Annunzio, que debe a él buena parte de su celebridad, dijo en cierta oportunidad que dicho poema había vivido por largo tiempo en el fondo de su cerebro en una forma indecisa y oscura. A D’Annunzio le aconteció varias veces el hecho de que, recogiendo impresiones para un tema, se encontraba con otro tema que le presentaba mayor interés, se prendaba de éste y olvidaba por completo el otro, que después resurgió ya casi maduro en la computación de su memoria. Expondremos aquí en breves palabras la supuesta teoría que según Baudelaire siguió Poe en la elaboración de su poema. La idea proviene de la forma Del estribillo “Nevermore” salió todo el poema de “El Cuervo”, como la falena de la crisálida. Poe fue guiado infaliblemente a la o larga, como vocal más sonora, asociada a la r, consonante la más rigurosa. La forma es creadora de la idea, como superior jerárquica que le es. Según esto, el ideal secreto de Baudelaire era la teoría parnasiana como la concebían sus más estrictas normas el propio Leconte de Lisle. Análogo procedimiento baudeleriano seguirá Pérez Bonalde en su translación de “El Cuervo”, y prelativamente en la del Buch der Lieder, en cuyo perfeccionamiento invirtió luengos años “llegando a remedar, según dice Menéndez Pelayo, a veces el metro, la disposición de las estrofas, y hasta la colocación de los acentos.” El metro de dieciséis sílabas, metro de tono menor a pesar de su apariencia majestuosa ya que es susceptible de ser descompuesto en versos de ocho sílabas o metro de romaneo popular, el metro de dieciséis sílabas usado por Pérez Bonalde en su versión de “El Cuervo”, con sus rimas internas, sus versos leoninos y efectos onomatopéyicos, influyó más de lo que suele imaginarse en la génesis formal de Lámpara eucarística, el poema de nuestro Carlos Borges:
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Más que el brillo de los soles amo yo tu lucecita amorosa lamparita que iluminas de la hostia la profunda soledad.
La técnica de Lámpara eucarística es una técnica de virtuoso, de absoluto sonar del instrumento métrico, es de todo punto modernista –uno de sus precursores, acaso el único fue Pérez Bonalde--, y acaso Borges en el momento de escribir su poema, tuvo presente la métrica del traductor de Poe, métrica nunca oída en el ámbito literario de Venezuela, y la composición de Leopoldo Lugones intitulada Ofrenda, cuyo metro y hasta ciertas ideas aisladas, guardan estrecha correspondencia con las del poema de Carlos Borges:
Cuando el Diácono salmodia secundado del arpista las perínclitas secuencias en el negro facistol, y en sus dedos abaciales centellea la amatista y la carne de las hostias resplandece como un sol.
Poe tenía en mayor estima, como obra de factura artística, su poema sobre La Durmiente, que agrupa de modo vago y ulalúmico los temas que siempre conturbaron su imaginación. Mujeres de belleza ultraterrena, de seno frío y de carnes neutras, parecidas a esas criaturas angélicas o demoníacas que a mujeres auténticas, o como lo observa Cortázar: melancolía, nocturnidad, necrofilia, angelismo, pasión desapasionada, “es decir, la pasión a salvo de cumplimiento, la pasión-recuerdo del que llora invariablemente alguna muerta, a alguien que no puede ya amenazarlo deliciosamente con su presencia temporal.” Según su personalísima filosofía de la composición, “apenas habrá un hombre entre un m Millón de hombres que comparta mi opinión.” El Cuervo, sin duda, vale más como obra de arte; pero contemplada de acuerdo a los verdaderos cánones de todo arte, La Durmiente es superior.
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El sueño de Santa Úrsula En El sueño de Santa Úrsula de Carpaccio advertimos la aparición de un ángel vestido a la veneciana anunciándole su martirio. Dormida en espaciosa cama estilo medieval, parece más bien que la pálida princesa acabara de expirar en el momento en que el emisario de la altura entra simultáneamente con la vaga luz matutina que hace más blancas las sábanas, con blancura fúnebre de sudario, en que la virgen bretona yace como una creación alegórica de Maeterlinck. El vasto dormitorio señorial se convierte en cámara nupcial, en camarín de cuento de hada, con la presencia casi aérea y fantástica de ambas criaturas destinadas al cielo, como en una leyenda piadosa. El príncipe encantado y encantador con que la bella durmiente sueña, se presiente en el doble arco de la ventana, donde florecen como un poema de amor, dos jarrones de mirto y de claveles. ¿Se asomará por entre las rejillas de la gótica ventana el prometido ideal con que la virgen sueña, luego de haber fondeado su góndola en los amarraderos de la laguna? Por allí sólo se insinúa el resplandor antelucano del alba, y por la puerta el rubio ángel que viene a noticiarle sus bodas con el espantoso Azrael, príncipe de las tinieblas. Es posible que Edgar Poe se haya inspirado en la obra de Carpaccio al escribir el poema La Durmiente, al cual tenía el poeta yanqui, según ya lo hemos visto, en más elevada estimación que El Cuervo. El mismo vasto lecho, la misma sala, alta y espaciosa del Carpaccio aparecen en el poema de Edgar Allan Poe. El claror matinal que se filtra por la ventana gótica del Carpaccio se convierte en La Durmiente en el claro lunar, su encantamiento selénico, como en el bello poema de Keats: “Era una ventana alta de tres arcos…con sus vidrios romboidales de un bizarro dibujo, de espléndidas, innumerables tintas. La luna invernal iluminaba de lleno esa ventana”. El sueño de Úrsula pasa a ser el suelo de Irene, una de las damas prerrafaelistas de Edgar Poe: “Con la ventana abierta a los cielos serenos, / de claros luminares y de misterios llenos /… ¿Por qué está tu ventana así en la noche abierta?
Los aires juguetones, desde el bosque frondoso, risueños y traviesos, en tropel rumoroso, inundan tu aposento y agitan la cortina del lecho en que tu hermosa cabeza se reclina. Sobre tus bellos ojos de copiosas pestañas,
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tras los que el alma duerme en regiones extrañas, como fantasmas tétricos, por el suelo y los muros, se deslizan las sombras de perfiles oscuros.
Ah mi bella durmiente, ¿no te asalta el espanto, cual es, di, de tus sueños el recóndito encanto? La ideal virgen duerme. Que duerma para el mundo Todo lo que es eterno tiene que ser profanado. El cielo la ha amparado bajo su dulce manto, Trocando este aposento por otro que es más santo, Y por otro más triste el lecho en que reposa. Yo le ruego al Señor que con mano piadosa Descansar le conceda con sueño no turbado, Mientras que los difuntos desfilan por su lado.
Refiriéndose Cansinos-Assens a los viajes de Goethe por Italia, al llegar a Roma se detiene en la Italia desvanecida y ya convencional –que el poeta alemán admiró con ojos de pagano. La Italia del siglo dieciocho, cuando apenas comenzaban las excavaciones de Pompeya y Herculano. “El presente confinaba dondequiera con la arqueología. Las ruinas estaban al alcance de la mano.” La antigua Roma con su fiero y su Coliseo, nido de lagartijas, ratas y murciélagos. La Roma llorada por Poe, con aquellas sencillas y tremendas palabras, las más impresionantes que he leído:
Donde el héroe caía hoy la columna túmbase aquí; donde brillan en oro el águila imperial, roda el murciélago. Aquí donde agitaba rizos de oro
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de matronas y vírgenes, el viento sólo estériles cardos balancea; aquí, donde triunfaba en silla de oro, César divino hacia el cubil de mármol, fugaz espectro ante bicorne luna, deslizase el lagarto de los muros…
{Trad. Carlos Obligado)
En la apostilla a su traducción de El Cuervo, el argentino Carlos Obligado establece las siguientes afirmaciones a la celebérrima versión de nuestro Pérez Bonalde: Por haber sido, según creo, la primera trasposición castellana del poema extraordinario, así como por su innegable virtud poética, la obra del traductor venezolano merece su notoriedad. Como interpretación peca, sin embargo, como por una infidelidad muy patente, por la falta de aquella agudeza intuitiva son la cual no hay honda equivalencia posible. Y adolece sobre todo de la falta gravísima de alterar la estrofa original –estrofa única, intangible como las armas de Roldán—eliminando sus rimas internas, diluyendo sus seis versos en ocho y suprimiendo el retorcido obsesionante que caracteriza el penúltimo. Tal demasía al desfigurar el poema, condena sin remisión este ensayo, a lo menos como traducción modelo. Pero es empresa tan ardua la de dar a El Cuervo ciudadanía extranjera, que aún así la versión de Pérez Bonalde me parece la mejor, por menos deficiente, entre los que han llegado a mi noticia”.
Poe, visitador de cementerios Cuando era estudiante juvenil en Richmond, conoció por primera vez a una señora de apellido Stanard, que era la madre de uno de sus condiscípulos. Se enamoró de ella por el exceso de orfandad que pesaba en su corazón. La dulce mujer enloqueció muy pronto hasta morir. Fue su primer encuentro con lo anormal, que esta vez tenía rostro de demencia. Desde entonces se despertó su gusto por las visitas a los cementerios, al espectral resplandor de la luna, que después tomaría diferentes máscaras en su poesía, pero alumbrando escenas de desolación, de pasura y de muerte, identificada con Psique, “con su lámpara de ágata en la mano”, con la Astarté bicorne de los misterios sirofenicios, con la Hécate de los murciélagos que rondan bajo su brillo de aluminio glacial los yermos 34
escombros de la Roma antigua, cuya grandeza le fue sugerida por “los caballos de jacinto” de aquella mujer destinada a morir de locura, una de las más fantásticas muertes que encontrarse puedan. Stephane Mallarmé, otro poeta enamorado de lo siniestro, cuenta con morosa deleitación la costumbre que surgió entonces en el poeta norteamericano de visitar la tumba de su ficticia amada” en las noches lúgubres y frías, cuando las lluvias de otoño caían y se oía sobre las tumbas el duelo del viento,”. A este cuadro de por sí espeluznante, recarga Edmundo Jaloux, biógrafo erótico de Poe, algunas tintas no menos sombrías, pero que al fin d cuentas definen desde el comienzo las principales directrices que iban a decidir el genio característico de Poe. “Sólo bajo el cielo estrellado, en una necrópolis y llorando sobre la tumba recién cerrada de una mujer que apenas había conocido, Edgar Poe no se proponía sorprender a nadie –como tal vez una noche se lo propuso Lovecraft con una mujer que le había sido recientemente presentada, persiguiéndola como un vampiro por las inmediaciones de un cementerio, a donde él mismo había tenido el negro humor de invitarla—sino que evocaba, concluye tajante Edmundo Jaloux, las emociones propias de su genio”La mayor parte de los poemas de Poe, y sin duda los mejores, se relacionaban con ese negro tema: “El Cuervo”, “Ulalume”, “La Durmiente”; cuando no son las ruinas de Grecia, de Roma y de todo el oriente las que convocan los más evanescentes fantasmas de que estaba poblada su imaginación. “El Coliseo”, poema tan elogiado por n experto en literatura como Cansinos- Assens. “La caída de la casa de Usher”, cuento de almas crispantes y que se desarrolla en el interior de un astillo tan lúgubre y enigmático, que únicamente el genio múltiple de Víctor Hugo se adelantó a dibujar. Todas las descarnadas alimañas que bullían en la noche abismal de su mente, febricitante de visiones y pesadillas sicoléticas, encontraron cabal y única expresión en el pajarraco de las leyendas inmemoriales, el ave sin escrúpulo y sin edad que suele pasar la noche en el filo de todo lo aislado y solitario: en el alero de los conventos, en los murallones agrietados de los cementerios, en los árboles que crecen en medio de las llanuras o en el fondo de los valles silenciosos; el cuervo que nunca más regresó al arca, y que fue el primero en volar sobre los horrores que quedaron patentes sobre el haz de la tierra –después del diluvio, y que se refugiaba, las tres veces que regreso,, en una viga o travesaño de la ventana, agazapado en actitud de dormir pero siempre con los ojos voraces clavados en la espesura de aquellas tinieblas que el sol mismo, con sus débiles claridades de medianoche, tenían como miedo de aclarar. Cuando entré con su pareja en el Arca era ya más viejo que muchísimos animales, y una tarde traqueteó el pico en son de burla en las propias narices de Matusalén, al oír a éste para el joven viejecito jactarse de que era el hombre más longevo de la tierra. El cuervo es acaso una imagen arcaica del Demonio, y por eso Poe le da como hábitat “el reino plutoniano de la noche”, y Leconte de Lisle en su poema homónimo, digno de publicarse en una antología con el de Poe, precisó un estudio comparativo, lo sitúa en el claustro de un convento, donde lo hace conversar transido de hambre y cargado de vejez 35
inmemorial, con un monje también pálido y descaecido de ayunas y decir cosas blasfemas en contra de nuestro Señor Jesucristo, a quien trató sin saberlo de devorar cuando lo divisó colgado en su infamante madero del Calvario, confundiéndolo con uno de los tantos malhechores que los romanos y orientales solían ejecutar en el suplicio de la cruz. El cuervo de Poe ocupa el lugar del búho de Minerva, y tiene todas las de ser una representación de la tortura que significa para el hombre las tenebrantes facultades de la razón y de la inteligencia. El estribillo del “nunca más”, lo irreversible del minuto que pasa, tanto para el hombre como para el universo. Cada minuto negro, cuenta y descuenta la eternidad. Ese cuervo de Poe es un poema de aparato, un catafalco mortuorio, que se arma el día en que se mueren las ilusiones y las esperanzas y se desmonta al terminar la función,, para después comenzarla de nuevo. La primera vez que regreso al Arca, lo hizo con un trozo de carne en el pico; Noé se acercó a la ventanilla para examinar lo que el bribonazo había pesquisado durante sus horas de libertad provisional: era un pedazo de corazón humano. La segunda vez regresó con un fruto sospechoso entre las garras, y la tercera y última con un pedazo de metal que brillaba como si fuera oro, y tal vez lo era en realidad. Cuando no volví más, solía contar el pajarraco inmemorial a sus congéneres, sembré la duda y la desesperación en el ánimo de Noé y la malicia en el instinto de los animales Millares de años más tarde un descendiente nórdico de ese cuervo antediluviano picotearía despiadado el corazón insomne de Edgar Poe, haciéndose copartícipe de todos los imposibles con su acerada respuesta de “Nevermore”, que en el idioma inglés suena más fuerte que en el castellano. Donde hay mortecina hay buitres, lo mismo que donde hay miseria y dolor. Miseria de nuestra vida y dolor angustioso de no poder definirla ni entenderla. El graznido del buitre interior, traducido en el pueblo de Venezuela por las dos broncas sílabas de Guz-guz, lo interpretó por primera vez Pérez Bonalde con los dos adverbios complementarios, que suelen cerrarse sobre nuestras breves y accidentales existencias con la lúgubre resonancia de una lápida: Nunca más, nunca jamás, esta última negación o denegación más definitiva y contundente que el adverbio anglosajón tan ensalzado por Baudelaire.
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ERASMO LAMENTA LA MUERTE DE FROBEN
En octubre de 1527 dejó de existir en Basilea el impresor Juan Froben, a quien puede darse el apelativo de Manucio del Norte, con la única reserva de que sus conocimientos humanísticos no corrieron parejos con los del italiano. Había nacido en Hammelburgo, pero Basilea fue el asiento de su laudable empresa divulgadora. Y así como Erasmo hizo su etopeya, Holbein nos ha legado un retrato de Froben o Frobenius, donde el célebre editor aparece cruzado de brazos, an actitud de meditación, concentrada toda ésta en los pliegues del entrecejo, aunque en sus ojos vaga una leve sonrisa. Tiene muy pronunciada la nuez de Adán y su frente, amplia y abombada, comienza encalvecer. La edad que representa en el retrato se confunde con la ambigua frase de Erasmo, quien la define, para el momento de la muerte, como “algo más avanzada del límite común”. Su cabeza, algo vulgar, es típicamente helvética. El respingo de la nariz contrasta con el recato de la boca, bastante ancha pero de labios finos. En suma, el rostro de Froben carecía de rasgos especiales. Era sin duda el hombre generoso y sin doblez de que habla con emoción la epístola de Erasmo. Nunca dejó el gran humanista de poner su influencia, que era mucha y poderosa, al servicio de los intereses de su amigo. En cierta ocasión solicitó del rey Fernando un privilegio cesáreo que dirá fin a ciertas turbias maquinaciones o piraterías tipográficas de que venía siendo víctima el calcógrafo de Basilea. El edicto real debía contener, según el deseo de Erasmo, la terminante prohibición de que nadie, por espacio de dos años, podía dar a la estampa libro alguno que hubiera sido publicado por los terculares frobenianos en su edición primera, a menos que la edición estuviera autorizada por el propio autor. El real
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privilegio no se hizo esperar, a causa de la alta estimación que experimentaba Fernando por el autor de los Adagios. No conforme con esas demostraciones de compañerismo y de amistad, Erasmo recomendaba con subidas palabras las prensas de Froben a los varones ilustres de su tiempo, “No hay quien imprima con tanta magnificencia”, pondera en una carta, enderezada al famoso Julio Agrícola. Como antaño en sus días venecianos en el ámbito familiar de Aldo Manucio, sus años de Basilea habían discurrido en el hogar de Froben. El gigante de la pluma entre los gigantes de las cajas. De ambas convivencias guardó por siempre Erasmo dulcísimo recuerdo. Habla en diminutivo, con paternal cariño, de los hijos de Aldo y nietos del cordial Andrés de Asela; de Manucielo, que entonces “era chiquitico y jugaba conmigo”. Añora el viejo Aldo como a un hermano remoto, por la franca hospitalidad que le brindó en su casa, y hace memoria de aquel viejecito, padre del gran Marco Musuro, que no sabía sino griego, y a quien un día, antes de sentarse a manteles, condujo gentilmente de la mano hasta le aguamanil, para dirimir una cuestión de cortesía convivial. Pero es al hablar del aposento que ocupó en la casa de Froben cuando la voz de Erasmo se humedece de nostalgia; él, eterno peregrino, había fijado por largo tiempo su carpa de gitano en Basilea, hasta que los disturbios luteranos llegaron a turbar su laborioso aislamiento. Entonces, como siempre, había liado sus bártulos “Ya iban delante los bagajes”, escribe, en frase cuyo laconismo sugiere todo el melancólico desorden de una imprevista mudanza se dirigía hacia Friburgo de Brisgovia, donde siete años más tarde entregaría el alma al Creador. Desde aquella apacible ciudad, sita en la intersección de dos grandes vías históricas, entre el valle del Rhin y el valle del Danubio, evocó el emigrado con tristeza el aposento que circunstancias ajenas a su carácter y a su educación filosófica habíanlo compelido a abandonar; el aposento de sus meditaciones y vigilias, de sus manuscritos y objetos de arte, que en aquella hora trágica de su destino dejó cerrado y vacío, y en cuyo mudo recinto quedó seguramente vagando por mucho tiempo, invisible y dominadora, la sombra de us vasto espíritu. Nunca en todo el decurso de su agitada vida habíale acontecido prolongar tanto su estancia, como en aquel apartado rincón de la casa de los Froben, quien, con su ingénita bondad, se empeñó muchas veces en regalárselo. El contraste fue grande que violento. Erasmo hace de Friburgo una descripción aterradora. Aquello no es una ciudad. Es una enorme sentina pública. Y eso con la misma pluma que escribió la encantadora Liturgia Lauretana de la Virgen narra la increíble suciedad de la villa de Brisgovia.
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Sumida en angustia y soledad quedó el viejo humanista al serle arrebatado su gran amigo y editor predilecto, y la acerbidad de su dolor la desahogó en una epístola dirigida al cartujano Juan de Haemstede, a solo un mes del sensible deceso. La epístola es una conmovedora lamentación. Casi por primera vez se percata Erasmo de lo vano que resultan los consuelos de la filosofía ante los violentos desgarrones de los mutuos nexos del corazón; él, que con persuasión retórica y copioso doctrina logró mitigar en análogos trances los ajenos dolores, es hoy impotente para confortarse a sí mismo- “¿Dónde está –se pregunta humillado-- , dónde está aquel teólogo, maestro en el encomio de las muertes ejemplares, predicando que deben ser acompañadas, no de lágrimas y lutos, sino de parabienes y aplausos?” Ni la pérdida de su hermano carnal fue bastante a conmoverlo tan recónditamente como la de este hermano literario, asociado a los más nobles y elevados quehaceres de su espíritu. Este, que acaba de liberarse de las miserias terrenales, era su verdadero y legítimo hermano. “tanto más recio es el nudo que ató la inclinación del ánimo y la recíproca benevolencia, que el de la familiaridad establecida por la fuerza y la sangre.” La figura de su amigo extinto se le presenta ahora en toda su ideal dimensión, sublimizada por la aureola de la muerte. Y el solitario humanista cuenta por menudo las circunstancias de su enfermedad, las dos caídas –la segunda mortal—que sufrió desde una escalera, al hallarse “en un plan elevado, haciendo no sé qué”, y hace el encendido y justo encomio de sus virtudes como hombre, como madre de familia, como camarada, como impresor; alaba, como sólo él sabía hacerlo, “el irreprochable candor de sus costumbres”, el entusiasmo religioso que animaba su difícil labor, merecedora de eterna memoria. “Cuando a mí y a los otros amigos nos mostraba las primeras soberbias páginas del algún insigne autor ¡qué júbilo era el suyo, qué triunfal alegría irradiaba su rostro!” Al final de la epístola, Erasmo, en un arrebato de paganismo, del cual llevaba un resto de fuego inextinguible bajo su pelliza de casuista, pide para la sepultura de Frobenius el rito oriental de los aromantes, de los elíbanos, de los bálsamos, del opio griego, como Bion de Esmirna pedía para la tumba de Mosco. Inscrito estaba por la Fatalidad en la azarosa existencia de Erasmo, el cruel designio de que viera caer uno por uno sus mejores cofrades y amigos. La muerte, con su paradójica segur, abatía sin piedad robustos cuellos como el de Tomás Moro, férreas complexiones como las de Frobenius, mientras que irónicamente y como por desprecio dejaba para lo último a su cuerpecillo débil y friolento, siempre rebujado bajo tórridas pieles. A cada una de estas supremas despedidas, él experimentaba un agudo desgarramiento interior. Un nexo menos lo unía ahora a las cosas de la tierra. Lloraba en lo secreto de su 39
soledad, y ya saciado de lágrimas, y purificado por ellas, confiaba su amarga congoja en patéticas cartas, dirigidas a sus protectores, colegas y amigos. Por último la zozobra de su alma íbase apaciguando poco a poco, y como de un mar que antes azotó una tormenta siguen brotando, después de aclarado el horizonte, confusos y trémulos rumores, así del fatigado corazón del gran polígrafo brotaban a intervalos restos de reprimidos sollozos. Uno de estos gemidos, el más conmovedor por ser el último, lo exhaló por Tomás Moro: “Paréceme que soy yo quien ha muerto en él.” Dos años más tarde moría por sí mismo, y por todo el ideal humanístico, la tolerancia y la concordia del mundo occidental. [Caraballeda, 1960]
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LOS TROFEOS DE HEREDIA: GÉNESIS DE UNA VERSIÓN INCONCLUSA
I
La edición que conservo de Los Trofeos es la de 1826: edición no ilustrada con dibujos o viñetas, pero sí muy preciosa, hecha en los terculares parisienses de Alfonso Lemerre, y valiosa para mí sobre todo porque un día me la dedicó fraternalmente, de su puño y letra, el hábil sonetista parnasiano, último discípulo de Heredia, don Jorge Schmidke, no ha mucho desaparecido, para duelo y menoscabo de la poesía venezolana y sudamericana. Habitaba yo entonces en Caracas y aun cuando había revisado en la Biblioteca Nacional, y en colecciones particulares, inestimables ediciones europeas de Los Trofeos, causóme grandísima complacencia aquel embolsillable y cómodo librito, regalo de mi noble amigo marabino, de bellos y legibles caracteres, con el canto dorado a la usanza parisina y encuadernado en un papel en algo semejante a los caprichosos dibujos que se observan en el ala de ciertas mariposas y en las plumas de “la hembra del pavo real”. Cada vez que lo abría, me quedaba abstraído ante aquel suntuoso desfile de princesas de la erotidia, héroes de la leyenda, personajes de la historia, númenes de la mitología grecorromana. Veía las estupendas ancas de antíope, la centauresa madre de Hipólito, 41
amada y engañada por Teseo; los fascinantes brazos de Cleopatra lanzarse como un par de cobras al cuello taurino del triunviro Marco-Antonio, y en fin, para no extender la nómina, veía al anciano crítico español Juan de Segovia labrar en metal de monástica esencia la última custodia de su admirable vida de artista. Y resultaba que, como veía a todos aquellos personajes de la antigüedad clásica –algunos de los cuales me eran familiares—reanimarse y tornar a vivir dentro de aquellos encantados espejos, que apenas los reflejaban sin embargo dentro de un juego de catorce finas estrías, me imaginaba que era difícil pero factible el trasladar aquellas ficticias imágenes al trasluz de la lengua castellana. Pero todo fue una vaga ilusión. La teoría del espejo de Herodías, que ya había lanzado Mallarmé, era la valedera, pues que apenas si logré durante largos años de paciencia y tenacidad aproximarme a “los pensamientos que están junto a las fuentes”. De todo el libro, sólo conseguí trasladar en cinco años de empeñosa labor una treintena de aquellas espléndidas joyas a mi nativo idioma: un idioma que a veces recalcitraba, o se resistía. Las veinticinco restantes fueron naciendo con menor dificultad: algunas labradas con el bisel de los joyeros, otras con vistosa elegancia, como las prendas de los buhoneros. El primer soneto en nacer fue Vélin doré (Guadamecil dorado), y sirvióme de partero en el metro y la rima nada menos que el hirsuto padre de las Odas bárbaras, don Giosué Carducci. Ya el amable lector va a saber de qué se trata. Comenzaba yo a leer en aquellos mismos días los Estudios literarios de Carducci, cuando el azar me hizo abrirlos en una de las páginas donde el sabio humanista, profesor de la Universidad de Bolonia, diserta sobre música y poesía en el mundo elegante italiano del siglo XIV. Allí se refiere Carducci al espléndido códice laurenciano, escrito en gran folio de pergamino y que perteneció a Antonio Squarcialupi, organista de Santa María del Fiore y músico famoso en la época de Lorenzo el Magnífico. Es un pasaje digno de competir, en fuerza suscitadora, con el Velin doré de Heredia, único soneto de estirpe romántica que figura en Los Trofeos. Dice en prosa el poeta de Italia, evocador de tiempos abolidos: “Los trazos, largos, azules y rojos de las iniciales parecen circundar y proteger amorosamente aquellos secretos de melodías, como protege la fronda lujuriante de mayo de los nidos de los pájaros. Los colores sonríen todavía con suavidad, pero aquellos nidos hace ya mucho tiempo que quedaron ya mudos.” Es de todo punto romántica la nostalgia que se desprende, como evanescente perfume, de esas evocativas palabras del celebrado poeta de Valdicastello. Y como en aquellos días me hallaba encasillado en el vértigo ilusionista de traducir Los Trofeos y había ya descubierto allí el soneto con el miniado título de Velin doré, me impuso la grata labor de comparar el fragmento de prosa poética del italiano con el soneto alejandrino del cubano-francés. Entonces se operó en mí espíritu un extraño fenómeno de asimilación y de síntesis. 42
Leyendo y releyendo los endecasílabos italianos con que termina el capítulo III del Studio de Carducci, me aventuré a traducir el soneto de Heredia –el primero que vertía al español, según ya lo he dicho--, escrito como todos los demás en metro alejandrino, en el metro endecasílabo que, tomado de Bembo, Dante y Petrarca, introdujo Garcilaso en la lírica española, igual o superior en majestad y elegancia al verso alejandrino francés d doce sílabas, empleado invariablemente por Heredia, con sensible monotonía, llamado también verso de arte mayor. Ese fue el primer trofeo herediano que pude obtener, inspirado en parte en los miniaturistas y calígrafos italianos del siglo XIV evocados por Carducci. La similitud se hace aún más completa en el tono elegíaco que alcanza la prosa, al pensar el poeta en las suaves manos de mujer que hojearían aquellas musicales páginas. Es el fantasma de los muertos: de los muertos que vuelven cantando. Escuchemos:
¡Pobres páginas en que oro y azul compitieron en su tiempo con la blancura láctea del pergamino, dulces colores de la aurora! Los años las han hecho amarillear lo mismo que el otoño a las hojas, el polvo las ha contaminado igual que la ceniza cuaresmal a una hermosa cabellera… ¿Dónde están las blancas manos que os hojeaban otrora mórbidas y lentas, mientras que un par de ojos negros centelleaban, bajo las pestañas largas e inmóviles, sobre una línea musical que les recordaba quién sabe qué dulces misterios? Termina Heredia su soneto de la Edad Media y el Renacimiento, diciendo: Mas cet ivoire souple et presque diaphane, Margueritte, Marie, ou peut-etre Diane, De leurs doigts amoreux lónt jadis caresé;
Et ce vélin pali que dora Clovis Eve Evoque, je ne sais par quel charme passé, L’ ame de leur parfum et l’ombre de leur reve.
Fue de los anteriores tercetos que nos acordamos en aquel tiempo de nuestra permanencia en Caracas, en el momento de leer la saudosa evocación de Carducci, mentalmente primero y después en el acto material de la escritura, lo fuimos traduciendo y perfeccionando en el 43
metro endecasílabo, diferente al empleado por Heredia y mucho más conciso. Y en ello consiste mi pequeña hazaña, en el supuesto de haberla logrado:
Bien pudieron María y Margarita O Diana, con sus dedos marfileños, Esta vitela diáfana y marchita
De Clovis Eve, haber acariciado: Persiste en ella, hechizo del pasado, Algo de su perfume y de sus sueños.
Entre la prosa y el soneto existen sólo ligeras diferencias. En uno está expresado el nombre del dorador: Clovis Eve, y no así en el fragmento de prosa. Pero las dos reinas de Francia recordadas en el soneto, aparecen apenas aludidas en la mano blanca y mórbida, los centelleantes ojos negros y las largas pestañas inmóviles, en la prosa maestra del autor de los Estudios.
II
Tal fue el origen de mi versión de Guadamecil dorado primera esquirla que logramos arrancar, a punta de rudo cincel, de aquellos mármoles que, a pesar de todos los intentos de imitar el estilo de sus esculturas, siempre se yerguen puros e intocados. El segundo y último trofeo ganado por nosotros en nuestro baldío afán de traductores, fue el de lograr al principio de los tercetos del soneto Le bain (El baño), el intento de que el lector, por medio de la armonía imitativa, perciba el alboroto con que el oleaje bramador del mar atlántico envuelve en el abrazo talásico a las dos bellas criaturas salvajes, el potro y su domador, después de haberlos visto en los cuartetos, como esculpidos en mármol viviente, entrar jugueteando a bañarse en la múltiple ola. Dice nuestra versión: “Se levanta, agiganta y adelanta la ola / y estalla”… En el tiempo verbal “estalla” se oye y se ve la espuma romper contra los vecinos farallones del turbulento mar de Bretaña y dejar en la playa un reguero de hirvientes burbujas. 44
Tal despliegue de armonía imitativa se halla también, distribuida con diestra mano de original francés, si bien de otra manera, ya que el idioma galo, por su misma condición de fijo y cerrado, no se presta ni con mucho a esas orquestaciones de curvas y sonidos. En este sentido fue Víctor Hugo, el inverosímil, quien lo manejó con largo dominio de todos los ritmos:
La houle s’enfle, court, se dresse comme un mur, Et deferle…
Así dicen los versos de Heredia. Pero resulta que la comparación “se dresse comme un mur”, se levanta como un muro, le quita rapidez de ola al verso, pero luego continúa con una fluidez parecida al placer jubiloso que demuestra sentir el océano al bañar las dos criaturas desnudas, y el goce salvaje y casi primordial que éstas experimentan en confundirse con ese mágico elemento natural, padre y madre de todos los seres, que se llama el agua. [1982]
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LAS GOLONDRINAS DEL ROMANTICISMO
A la idea de la primavera va siempre unida la de la golondrina, otra peculiaridad del cielo romántico. Una es madre de la otra, y a la vez, como en el misterio de las teogonías, entrambas son hermanas. Prenuntia veris hirundo.” Viajera de los cielos áticos de la poesía, la golondrina del viejo Anacreonte llegó a nuestros climas serenos tras dilatado vuelo de centurias. Tuvo primero que visitar a Ovidio en su destierro del Ponto, para dulcificar al deportado romano la barbarie de la primavera escita. “Sub trabibus cunas parvaque tecta facit” cantaba él tristemente, en una de sus Elegías de abandonado. Ella era portadora de un mensaje de renovación para Occidente. Había anidado en el Campanile del Giotto y en los apacibles aleros de la Villa Careggi, donde los humanistas florentinos, capitaneados por Ficine vertían en lengua latina a los poetas de la Hélade, hasta entonces desconocidos. De Florencia voló a los jardines de Ronsard, coronados, como los de Anacreonte, de laureles-rosa. Si tost tu sents arriver La froid saison de l’Hyver, En Octobre, douce Arendelle, 46
Tu t’en veles bien lein d’icy: Puis quan l’Hyver est adeucy, Tu retorunes toute nouvelle.
De mensajera clásica, la andorina y andarina se convirtió en heraldo renacentista, continuando así la antigua tradición. Pero como había atravesado el ancho paréntesis escolástico de los tiempos medios, erizados de justas caballerescas, blasonados de lorigas y panoplias; como había hecho objeto de sus amores a los campanarios ojivales de la Edad Media, se explica porque los siglos XVIII y XIX, cuyo movimiento romántico, de los nórdicos a los meridionales, volvía con saudade los ojos a las ficciones góticas del mundo feudal, la adoptaron sin dificultad como tema poético para sus cantos. No vayamos tan lejos. Dejemos atrás las nébulas de Arturo, que tanto desaman las errantes de cola ahorquillada, y donde sin embargo tuvo su origen la escuela poética que con mayor devoción las ha exultado, y hagamos alto en los países de fabla neolatina. Theóphile Gautier dará en francés el ejemplo, al dedicarle uno de sus esmaltes y camafeos: Lo que dicen las golondrinas. ¿Qué dicen, en los primeros días del otoño, antes de partir, las golondrinas de Gautier? Se cuentan entre si la prefijada ruta hacia las muertas ciudades de Oriente. Unas elegirían las armoniosas metopas del Partenón; otras los triglifos del templo de Baalbeck, en Siria; éstas incubarán en las blancas azoteas de Malta, “entre el azul del agua y el azul del cielo”, aquellas en los gráciles minaretes del Cairo señeros del almuédanos que entonan la oración del Magreb. De repente, todas gritan en coro, invadidas de tumultuosa alegría: ¡Cuántas leguas habrán desfilado mañana bajo nuestra bandada: pardas llanuras, níveas cúspides, mares turquíes!” André Theuriet, el poeta de la fauna canora de los bosques de la Meuse, a quien tanto deben Pascoli y D’Annunzio, dedicará también una hermosa página, en prosa que en nada desdice de su verso, a la partida otoñal de las eternas peregrinas. Y si el poema de Gautier es alegre y vivaz como las aves que describe, la prosa de Theuriet es melancólica como los adioses. “De súbito, de un solo vuelo la bandada se elevó por los aires con vago estremecimiento de alas. Durante un momento el cielo fue nublado por aquel oscuro batallón que se cernía sobre la plaza; después formando larga hilera torbellineante, las golondrinas partieron hacia el sur y desaparecieron entre los vapores que esfuminaban el horizonte. Cuando bajé la vista, la ciudad toda me pareció triste y desierta, y permanecí largo tiempo inmóvil en la ventana, presa de la sensación de aislamiento y de melancolía que sigue a las grandes despedidas.” 47
De los ajimeces de Andalucía las despidió Gustavo Adolfo Bécquer, con las inmarcesibles estrofas de un madrigal donde viven, mueren y resucitan, cada vez que los labios del amor temblando las repiten, cada vez que hay en el mundo poesía, aunque no haya poetas, los dorados sueños, las dulces ilusiones, las seductoras promesas de la juventud. Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar, y otra vez con el ala a tus cristales jugando, llamarán; pero aquellas que el vuelo refrenaban, tu hermosura y mi dicha a contemplar, aquéllas que aprendieron nuestros nombres… Esas… ¿no volverán!
Las golondrinas becquerianas se aquerenciaron para siempre en las ventanas y en los balcones de las novias de América Latina, y de allí no pudieron ahuyentarlas ni la monótona voz fantasmal del Cuervo de Poe, en cuya lúgubre respuesta de ave septentrional, hija de la oscuridad y de la bruma, puso Pérez Bonalde, que la importó del Bóreas al Mediodía, un desolado Nunca más. Jacinto Gutiérrez-Coll y Juan Antonio Pérez Bonalde fueron los iniciadores del tema, a la manera de Bécquer, en el Parnaso venezolano. Pérez Bonalde sobre todo, por estar más enterado de los secretos de las Rimas, imitó con mayor propiedad el lirismo nostálgico del bardo andaluz: Ya vuelven a su alar las golondrinas y las flores y el sol a las colinas, vuelven las flores ricas de esencias, vuelve la gloria primaveral… sólo mis sueños y mis creencias no volverán.
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La combinación métrica en la anterior estrofa, endecasílabos, decasílabos con acento en el primer hemistiquio y terminación aguda y verso de cuatro sílabas al final, hubiera sido una innovación en aquella época, si los gustos hubieran sido lo suficientemente depurados. Por el estilo de esa combinación existen otras en la obra de Pérez Bonalde que también cayeron en tierra impropicia. La hora se había retardado más de lo previsto. Las golondrinas de Gutiérrez-Coll son las mismas de Gustavo Adolfo, pero en el negro lustroso de su plumaje hay un ligero viso clásico, algo así como un reflejo arrancado por el sol cosmopolita, que diferencia con distintivo especial el ave de sus congéneres románticas del madrigal becqueriano: Ya vuelven las viajeras golondrinas; su enjambre ya por el espacio ondea; ya vuelven las aladas peregrinas a posarse en la torre de la aldea.
Hay boda en las techumbres! Ya posaron. ¡Cuánto ledo rumor vaga en la altura! Su abrigo como ayer hoy encontraron del viejo campanario en la hendidura.
Una reminiscencia de carácter shakesperiano hace pensar en la extensión de las lecturas de don Jacinto:
Ellas son! Bajo el trémulo ruido de sus alas turquíes, transparente tórnase el aite…
lo mismo hace decir Shakespeare a Banquo en l tragedia de Macbeth: “He observado que donde ellas habitan el aire es delicado.”
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La golondrina de José Ramón Yepes es inquieta y versátil como el pensamiento del poeta, que en la torre del cerebro vive siempre en anhelo de emigrar, de visitar inexploradas latitudes. En Yepes, un poeta de agradable acento, y ni aún cuando trata de elevar el tono en el verso de carácter épico –“paula maiora canamus”—a la cual se oponía su temperamento, esencialmente lírico, pierde su voz romántica el timbre de confidencia que la hace tan apacible al oído tan persuasiva al corazón. Y la flor campesina cierra el broche, tú te alejas, golondrina, por escuchar, la primera, la campana plañidera de la noche.
Ya visitando los muertos importuna oyes los ruidos inciertos, el rumor de las ciudades, a las tristes claridades de la luna.
No es Yepes el alto poeta que han querido enseñarnos los manuales lectivos de la escuela. Los críticos de ayer y de hoy han examinado su obra con asaz benevolencia. Y no tan sólo con Yepes ello acontece, sino también con la mayoría de los románticos del siglo XIX, cuya producción, bastante lata y ampulosa, necesita de un cuidadoso y eliminativo espicilegio. Pero escribió Yepes, al igual que su conterráneo Ildefonso Vásquez, pequeños poemas henchidos de savia siempre nueva, que brillarán como paradigmas de verdadera poesía en el Parnaso nacional. Porque igual gloria es digna de merecer quien labra un coloso o quien burila una medalla.
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La muerte de Yepes, ahogado en las aguas del lago, celadas por el aletazo intermitente del Relámpago del Catatumbo, está rodeada de excelsa poesía, y ha contribuido a prestigiar su majestuosa figura de Júpiter barbudo. El poeta desapareció bajo las ondas una noche de agosto de 1881, y es en agosto cuando las noches del Trópico son más ricas de estrellas. Los críticos rebuscadores de ápices se preguntarán cómo pudo el cantor de Clemencia, que era un nauta, un piloto de los rumbos de su Lago, hundirse a pocos metros de la ribera…También Li Po, el gran poeta de la raza amarilla, murió de esa manera. Bienaventurados los que hallan muerte no consuetudinaria, porque de ellos es el reino de la leyenda. ***
Olvido censurable sería omitir en esta breve revista el Canto de la golondrina de Domingo Ramón Hernández, “en cuyos versos dijo él su canto dulcemente melancólico.” Ni la magistral pintura que hizo de ella el valenciano Víctor Racamonde: Mírala un tiempo… De la espiga frágil el rubio estambre con el pico aprieta, lo corta… vuela con su carga… y ágil hace el hogar en la profunda grieta.
Pardo es su traje, y cuando al sol se esponja en sensual delirio, tiene todo el aspecto de una monja iluminada por la luz de un cirio.
Y del etéreo tul cuta ancha blonda con sus trinos alegra, surge veloz cual una guija negra lanzada desde el seno de la honda,,,
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Hoy ya se va, y alada peregrina, abandona las selvas… Se fue para volver cuando tú vuelvas, poética estación, la golondrina.
Del Ávila al Coquibacoa, de la cálida y hermosa Margarita hasta las Sierras Nevadas, los cielos poéticos de Venezuela estuvieron poblados de golondrinas. Las tres dilatadas Estaciones del clasicismo, del romanticismo, del modernismo, con todos sus matices y variantes, fueron para ellas una perenne primavera. Ninguna oleada de frío, a no ser la imaginada por la conveniencia de los románticos, osó desalojarlas de tan cómodo asilo. A dos generaciones de poetas, oriundos de las principales ciudades de Lara –Barquisimeto, El Tocuyo, Quíbor, Carora—les fue muy cara la temática hirundínea. Casi todos ellos sitúan el ave en un ilusorio ambiente invernal, en un lloviznoso 2 de noviembre, día de los difuntos. En Barquisimeto Antonio Lucena se interroga, con una angustia casi parecida a la de Francois Coppeé,
¿Qué será de las pobres golondrinas en esos días enfermos del invierno, cuando la escarcha de la noche llega y humedece las gotas de su alero?
Pensamos sin querer en el breve poema de Coppée sobre la muerte de los pájaros, obra maestra de penetrante sensibilidad. Nunca nadie ha encontrado sobre la grama reflorecida, después de los rigores del invierno, el esqueleto de un pajarito, como hallamos a veces aferrado a los arbustos el leve esqueleto de las cigarras. ¿A dónde van ellos a esconderse para morir? Est-ce que les oiseaux se cachent pour mourir? También nos parece oír en Lucena un eco del poema "En retardo de Giovanni Pascoli", a quien tal vez ni conoció el barquisimetano, y que es uno de los más dolorosos que escribió el poeta de San Mauro.
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Una golondrina llegó retardada, y comenzó a fabricar su nido cuando ya las demás habían partido. El mundo se cerró en agua y nevasca a tiempo que nacían dos polluelos. En aquella helada desolación, tanto a ellos como a su madre les esperaba una muerte segura, una muerte por hambre y por frio.
E l’acqua cade su la norte estate, e l’acqua scroscia su le norte foglie, e tutto e chiuso, e inteorno le venntate gettano l’acque alle inverdite soglie.
O rondinella apersa e solitaria, Per questo tempo como sei qui tu?
Canto que parece escrito por Leopardi, tanta es la melancolía desolada que se respira en él. La poesía romántica (y sirva como buen ejemplo de ello la golondrina de José Ramón Yepes), fue siempre proclive, algunas veces con notorio mal gusto, a convertir a su ave favorita en diferentes símiles, algunos de carácter moral y otros tomados directamente de la naturaleza, y a relacionarla con los recuerdos y paisajes de la edad juvenil. Así el romanticismo esbozaba un tema que después completaría y perfeccionaría la escuela del nativismo modernista: el de las aves estereotipadas, como vivencia infantil, en el recuerdo o subconsciente de los poetas, sobre todo de los poetas nacidos y criados en los pueblos y las aldeas más apartados de tierra adentro, del llano o los médanos, de las selvas del sur a las mesetas andinas. En sus andanzas por las lindes de la comarca, cada poeta describe en sus versos los pájaros que vio y oyó, en una eterna fiesta de color y de sonido. Pero siempre hay uno que se le quedó grabado de modo sobrenatural en lo más recóndito de su ser, y que será para toda la vida como un duendecillo interior, asociado a un paraje y a una escena del tiempo pasado, especialmente del tiempo infantil. Esa vivencia alcanza su más honda plenitud de misterio en el poema El Alcaraván, de Félix Armando Núñez, lleno de atisbos adivinatorios. Nos estremecemos con el poeta ante aquel horizonte de fragua crepuscular en los llanos de Maturín, y sentimos la opresión de la 53
soledad, el pavor de la noche que se avecina y que amenaza con su inmensidad y su mutismo. De pronto se eleva el grito del “centinela de la sombra”: grito burlón como una carcajada simbólica, y cuya estridencia suscitaba en el ala del infantil caminante por la llanura anochecida, “una emoción no semejante al miedo sino una angustia cósmica indecible.” El final es verdaderamente poético; una especie de oda musical. En lugar de ponerse a describir al gritador de las sabanas, como lo hubiera hecho un poeta corriente, Félix Armando Núñez confiesa que nunca lo vio con nitidez, que fue para el como una visión fugitiva de la hora, como un espectro de la soledad, a pesar de que el vuelo del ave se originaba casi de entre los pies del viandante solitario: lo mismo que a mí me sucedía con el aguaitacaminos en las planicies crepusculares de Lara:
Nunca lo vi con claridad…Confusa desdibujada en la penumbra incierta --como inquietantes ímpetus oscuros— me recuerda la noche en las sabanas.
Por eso, como alguien dijo, mientras más personal, local y temporal es un poema, más se aproxima al centro de la verdadera poesía.
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SINOPSIS DE LAS MARAVILLAS DEL CIELO AUSTRAL Comprendidas en la denominación Chadre Theman, del Libro de Job
1.
Dos galaxias satélites, cruzadas por un potente cinturón de niebla
2. Sigma del Dorado, el foco de luz más resplandeciente del Universo, llamado Centinela del Sur Presuponiendo que Esquilo emplea siempre en sus tragedias un lenguaje de iniciado, y un lenguaje mitológico, detrás del cual se ocultan las grandes manifestaciones de la naturaleza y los fenómenos celestes, el astrónomo norteamericano Robert Burnham, en su caso fantástico Manual de los cielos, al referirse a la estrella polar observa que el poeta griego hace alusión a ella en el prólogo del drama sobre el rey Agamenón, personificada en a que centinela que vigila en l terraza del palacio de Micenas la señal del fuego, que es el indicio de la terminación de la guerra de Troya. El vigilante confiesa ver la salida y el ocultamiento de las diversas constelaciones en el cielo tesálico, 1184 años antes de Jesucristo, o sea 434 años antes de que se escribiera el Libro de Job. Para entonces eran visibles en Grecia las estrellas del polo sur, que ya se verán más, y viceversa. Pero lo que sí puede suponerse sin mucho tiempo de equivocación, es que el 55
centinela de Climtemnestra veía también las estrellas del mediodía y no solamente las del septentrión, tal como trata de sugerirlo o lo sugiere Burnham. Según Pedro Henríquez Ureña, Esquilo ajusta al marco del ritmo dionisíaco o daimon del año, la leyenda de los héroes (como en el caso de Agamenón), “cuyo recuerdo como espíritu de la vegetación (demarcado por el giro de los astros) se había desvanecido bajo el esplendor de la poesía épica.” Fue Esquilo quien creó la tragedia al darle como contenido la leyenda heroica. Burnham eleva el escenario hasta el cielo y convierte al mísero esclavo que sirve de atalaya en lo alto del palacio, en la estrella polar de la Osa Menor.
Para nosotros el centinela del sur es Sigma del Dorado, el portentoso faro de la ciudad de oro hacia el cual se dirige el Navío. Si no fuere así resulta grato al menos suponerlo Nadie sabe realmente hacia dónde se dirigen las estrellas, ni con qué finalidad fueron creadas. Acaso la inabarcable lejanía de Sigma del Dorado, obedezca a las leyes del inexplicable fenómeno llamado expansión del universo, o tal vez marque los límites de otro universo al que apenas el ojo humano alcanza a divisar. Centinela entre dos mundos. 3. Próxima del Centauro, la estrella más cercana a nosotros. 4. La Hidra, donde está la estrella más lejana del Universo. 5. Las tres estrellas más brillantes del cielo; Sirio, Canopo y Achernar. 6. La Cruz del Sur, llamada antiguamente “Caesaris Thronus”, en honor de Augusto Dante llama infeliz al hemisferio boreal, porque no puede ver semejante maravilla. 7. La espectacular Alfa del Centauro. 8. El origen legendario de la fantástica estrella Canopo, el más brillante luminar después de Sirio. Es el piloto del navío Argos, la mayor constelación que existe en el cielo; tanto, que ha sido necesario dividirla en cuatro segmentos: Nave, Quilla, Velas y Popa. 9. Achernar, de la constelación del río Erídano, será estrella polar hacia el año 2.200, debido al fenómeno de la precesión. En sus riberas lloraron las Heliadas la trágica muerte de su hermano Faetonto, el audaz auriga que se atrevió a conducir, sin experiencia para ello, el carro del su padre el Sol. El Erídano es una extensa constelación de 187 estrellas perceptibles a simple vista. 10. Omega del Centauro es el cúmulo globular más impresionante de la Vía Láctea. Encierra cientos de miles de estrellas dentro de un diámetro de unos 39 parsecs. 56
11. La Gran Nebulosa de la Carena es la configuración espiral más brillante de la vecindad del sol y marca el lugar donde ocurre el sin igual encuentro entre el brazo de Sagitario y el brazo de Carena. En su centro pulula un incontable número de estrellas de todos los tamaños y colores. 12. Las Nubes de Magallanes, llamadas también Nubes del Cabo, son dos nebulosas enormes, distinguibles a simple vista, que parecen dos pedazos de vía láctea transportados a gran distancia por los vientos del cielo. Su estructura íntima hace de ellas una de las maravillas del firmamento. La abundancia de nebulosas dobles y múltiples que se observa en las nubes magallánicas, es mucho mayor que en las regiones del cielo más ricas en objetos de esta naturaleza. Todos estos caracteres constitutivos y su aislamiento de la Vía Láctea, a la que están unidas por una nebulosidad imperceptible, hacen que algunos las considere como miniaturas de todo un cielo.
13. Los Sacos de Carbón. Cerca de las nubes magallánicas, pero a mayor distancia del polo, se observan en la Vía Láctea dos enormes manchas negras que llamaron poderosamente la atención de los navegantes portugueses del siglo XV. Una de ellas, la más notable, ha recibido el nombre no muy poético de Saco de Carbón y afecta la forma de una pera. En esos vastos agujeros negros la fabulosa concentración de materia se traga la luz con sus fauces de gravitación. Son los vampiros, las anacondas del cosmos. El mayor de dichos Sacos está en la Cruz del Sur y el otro en Robur Caroli o Encina de Carlomagno. La mancha negra de la cruz es la más sorprendente y la primera que fue descubierta. Se equivocaba Humboldt al afirmar: “Esas regiones vacías son en verdad agujeros por los cuales penetran 57
nuestras miradas en los más apartados confines del universo.” Pero estaba en todo lo cierto cuando aseguraba, movido por su poderosa intuición de sabio y de poeta: “La verdad es que debemos a los instrumentos de óptica el conocimiento de la velocidad de la luz, y también sabemos por ellos que la que hiere nuestra vista procedente de la superficie de los astros más alejados, es el más antiguo testimonio sensible de la existencia de la materia.” Al través de esos agujeros negros, por los cuales suponía Humboldt que podía penetrar nuestra mirada hasta los más apartados rincones del cosmos, no pasa ni la punta de un alfiler: tan apretados están de materia, que “una cucharada de carbón de ese superpoderoso polvillo podría pesar más de 1.000 millones de toneladas”, según dice Marius Lleget. 14. Las Cefeidas australes (que nosotros llamamos jasónicas o magallánicas). Fue la observadora norteamericana Enriette Leavitt quien hizo un magnifico descubrimiento en los centenares de cefeidas que existen en la pequeña nube de Magallanes. “Notó que la duración de las pulsaciones es tanto más larga cuanto más luminoso es el astro.” Lo curioso de esas estrellas pobladoras de la Pequeña Nube, es que todas pertenecen a un grupo y todas están sensiblemente a la misma distancia dentro de la Nube. 15. Sigma del Dorado. Refiriéndose Desiderio Papp en su libro El enigma del origen de los mundos a las Nubes de Magallanes, dice que dentro de ellas se encuentran todos los tipos de estrellas que conocemos: arcturianes, sirianos y sobre todo gigantes azules, rigelianos, nubes, supernovas y jasónicas, y en fin astros variables de todas las categorías. Luego añade que hay entre los últimos una estrella “que no es posible pasar en silencio”, como lo hacen la mayor parte de los tratadistas, or por mala información ora por mala intención: Sigma del Dorado. Aún cuando sea un pequeño puntito titilante de 9ª. Magnitud en el campo telescópico, es el rey de los astros. “Gracias a su imponderable luminosidad, 300.000 veces superior a la del Sol, esta estrella, que pertenece a la mayor de las Nubes de Magallanes, es el más poderoso reflector del cielo.” Cómo se conformaron allí esas estrellas, es otro de los enigmas que todavía los sabios no han logrado elucidar- Bart J. Bok se hace la acuciante pregunta en un interesantísimo estudio publicado en la revista Scientific American (N° 56, trad. Española, mayo de 1981) donde anota: “Dentro del radio que ocupan las estrellas hay cinco millones de masas solares de hidrógeno ionizado.” Ahora viene lo más increíble: en aquella región el cielo aparece transparente “y es probable que no se aloje ningún complejo molecular gigante. Cómo entonces se formaron allí las estrellas.” 58
Para que siquiera tengamos una ligera idea de la magnitud de aquel Sol, que a los misteriosos designios del Creador plugo esconder en las más impenetrables profundidades del polo antártico, volvamos a ceder la palabra escrita al elocuente y sabio autor de El enigma del origen de los mundos. Lo que dice es tan fantástico, que parece estuviera sacudiendo un supermágico caleidoscopio de ciencia-ficción para acomodar en el cielo el orden de las estrellas a su gusto personal. Y eso es lo que hace en efecto Desiderio Papp, a fin de que logremos por medio de sencillas comparaciones entrever la inabarcable magnitud de Sigma del Dorado. “Si los astros se prestan a efectuar el desplazamiento ficticio que les impone el cálculo astronómico alineándose todos a una distancia estándar, ¡cómo cambiaría el aspecto del firmamento! El Sol que nos ciega encontrándose a ocho minutos de luz, rechazado por 32 años-luz, no sería más que un débil astro, casi de 5ª. Magnitud; Rigel de Orión tendría un brillo 39 veces mayor que el que vemos en Sirio, y Sigma del Dorado, hoy débil estrella telescópica, ascendería al grado de estrella más luminosa de los dos hemisferios celestes.”
16. Las Siamesas de la Vela. En todas las regiones del cielo donde existen nubes globulares de moléculas y polvo, lo ocurrente y natural es que se vean nacer de ellas, en el transcurso de millones de años, una sola estrella, una estrella única y nueva, que por lo general brota del centro de la nube. Pero no sucede así en una de esas mismas nubes situada en la parte del cielo marcada por la constelación de la Vela, segmento del Navío, según aparece en una de las singulares fotografías que acompaña el trabajo de Bok, tomadas por el autor desde el Observatorio de Chile, en la ya mencionada revista. Observándola bien, 59
aquella recóndita zona del cielo, ocupada por las Velas de Argos, tan escasamente conocida, contiene algo que infunde a la vez asombro y pavor. Delante de tan inabarcable grandeza, nos sentimos pequeñitos y solitarios, perdidos como insignificantes pulgarcitos en una monstruosa cordillera cósmica. Como para destruir todo asomo de teoría, en especial de esa clase de teorías que el hombre de ciencia tiene por seguras y hasta llega a sentirse satisfecho, una de aquellas sombrías nubes de forma extraña y agujereada, expulsa no por el vientre sino por la boca, yo diría que por la frente, a la manera del hachazo en la cabeza de Júpiter, “un par de estrellas incipientes y unidas por un filamento luminoso que cruza el borde superior de la nube.” Dicho en otras palabras menos graves: expulsa dos estrellas gemelas pero diferentes, unidas por un brillante cordón no umbilical sino frontal. 17. En la Constelación de la Hidra, se halla el conglomerado estelar más lejano de todo el universo: dista 720.000 millones de años-luz, cifra casi inconcebible en lo que a distancia se refiere, para nuestra pobre imaginación de terrícolas. Así el hemisferio austral contiene la estrella más cercana y el conglomerado estelar más alejado a muestro sistema planetario las palabras de Job se van afirmando cada día más y seguirán adquiriendo vigencia a medida que el hombre vaya desanudando poco a poco, mediante el esfuerzo y la investigación, su apretado haz de intemporales secretos. Tengo para mí que si Dios ocupa un lugar en el universo, ese lugar o sede sapientiae debe hallarse en uno de los penetrables que él mismo demarcó a Job en el hemisferio meridional. Existe una versión cosmogónica, recogida por el poeta Robert Graves y su co-autor de Los mitos hebreos, según la cual Dios se retiró, a raíz de haber terminado la obra de la creación, a un santuario escondido en la distante región del sur, llamada Theman en el Libro de Job. 18. Alfa del Centauro. Esta estrella, amén de contener la más cercana a nosotros, contiene también en su centro una galaxia elíptica especial, situada en el centro de la radioestrella. Refiriéndose a la galaxia especial dice el astrónomo norteamericano Ronald Bracenwell: “Otra radioestrella completamente distinta, la Centauro A, no es observable desde los Estados Unidos. Se trata de otra galaxia elíptica peculiar, esta vez cruzada por un potente cinturón de niebla, lo cual es muy anormal tratándose de una galaxia elíptica Y Fred Hoyle observa que la explicación de cómo esa galaxia, quizás un par de ellas, puede originar la radioemisión más allá de lo que entendemos pueden ser sus límites, todavía no se ha encontrado. 19. Cúmulo del Tucán. Robert Burrham Jr. en su incalificable libro Celestial Handbook o manual de las cosas del cielo, al hablarnos del cúmulo globular 47 del Tucán, al este de la Pequeña Nube de Magallanes, lo define como el más llamativo 60
del cielo, con la única excepción de su gran congénere Omega del Centauro. A lo que parece, fue el Abate de La Caille, el primero en observarlo durante su estancia astronómica en las latitudes de El Cabo. Infortunadamente (y tales infortunios, ya predichos por Dante, había que entenderlos por toda Europa), ese espléndido objeto se halla ubicado tan al sur, que es punto menos que imposible el observarlo desde los Estados Unidos. Para los habitantes de Punta Arenas r es fácilmente perceptible a simple vista como una nébula estelaria de 4 y ½ de magnitud, inferior solamente a la Omega Centauro. La difusa palidez que los circunda hizo que Humboldt durante varias noches, después de su llegada al Perú, lo tomara por un cometa. 20. El Hijo de las Nubes. No cabe duda de que el Centauro Austral es un hijo de las Nubes de Magallanes, y que los antiguos astrónomos que dieron nombre a la constelación lo colocaron allí por dos razones, o porque conocían de la existencia de las Nubes del Cabo, o porque de ese modo, representando a Quirón, en sentido genérico, el antiguo maestro de Jasón tenía así oportunidad de saludar eternamente a su discípulo a su paso por el océano celeste, en la proa de la nao aventurera. De modo que las tres grandes constelaciones, el Navío, el Centauro, el Eridano, guaran estrecha relación entre sí. Los centauros, según el relato mitológico, era hijo de Nefele, que en griego significa Nube.
El río de la caída El carro del sol, obra maestra del artífice Vulcano, lo describe el poeta Ovidio en una de sus metamorfosis, como una especie de avión o velívolo de aquellos tiempos. A intervalos, más que lento velívolo, nos parece u raudo avión o chorro de oro y plata, según es de hermosa la descripción que nos hace el poeta. La cuadriga de caballos que vomita fuego, a que se refieren los vates latinos, corresponde a los cuatro rugientes y poderosos motores de que están provistos los aviones modernos. Desde ese vertiginoso avión se precipitó a tierra Faetonte, el hijo del radiante dios del firmamento. Fue una caída espectacular que todavía hoy la miramos con ojos de asombro y de compasión. Tanto nos conmueve la escena de la violenta caída del inexperto auriga, que de inmediato nos acucia el deseo de que hubiera existido para entonces el recurso aviatorio del paracaídas. Ovidio es el primer periodista de la historia, y con ágil estilo de reportero cotidiano, adornado de repentinas imágenes poéticas, narra el dramático episodio. Como en las grandes catástrofes de la aviación, vemos los despojos retorcidos del carro solar, esparcidos alrededor de las riberas boscosas del Erídano, llamado poéticamente por Arato “río del llanto”, porque a sus márgenes tesálicas vinieron a llorar sobre el auriga fulminado por el rayo del cielo, la madre dolorosa y las dolientes hermanas conocidas con el nombre de las Helíadas o hijas de Helios, el Sol. 61
El cadáver carbonizado de Faetonte es otro de los detalles de realismo mágico que nos subyuga extrañamente en la escena. Ovidio narra todo el episodio en un verso de pie alígero y en forma tan amena, de amenidad aterradora, que no podemos levantar ni siquiera un momento los ojos de los últimos treinta y dos hexámetros (verso heroico) del libro primero de Las Metamorfosis. Tiene el Erídano grandes significaciones mitológicas: la de haber sido tumba de Faetón, hidria del llanto de las Helíadas, en compañía de las cuales lloraron también las náyades del propio río, llamadas por Ovidio las diosas azules de Hesperia: “Cerula Naida Hesperiae”. Estas mismas náyades aconsejaron a Hércules el camino en su viaje al jardín de las Hespérides, cuyas radiantes manzanas eran cual lámparas de ámbar que esclarecían el extremo occidental del mundo, y la de haber entrado en el itinerario del retorno a los puertos de Tesalia que se trazaron los argonautas. El poeta Claudiano llama estelífero al Erídano: sinuoso y estelífero., dos calificativos bastante apropiados al ciclo legendario que representa. El fondo atrayente de ese río han quedado brillando para siempre las estrellas, en tanto que las aguas han desaparecido. Y cuando ya todos los ríos de nuestro planeta hayan desaparecido, él permanecerá centelleando eternamente en el cielo, con Rigel por nacimiento y Achernar por desembocadura. Ya sea el Éufrates, el Tigris o el Nilo, tiene por cauce el espacio ilimitado y por corriente la esplendorosa Vía Láctea. Y acaso no signifique otra cosa, a juzgar por el esoterismo cosmogónico de los helenos, que el irreversible río del tiempo adonde nuestras almas, como las desdichadas Helíadas, van a llorar cada día la caída sin remedio en el abismo de la nada del carro perecedero corporal, que parece conducirlas no se sabe a dónde. Si es cierto que Canopo es el timonel, los argonautas irán buscando en el cielo meridional la tuta del Nilo, que en un principio creyeron los egipcios que nacía hacia el sur. Si es Tifis el piloto, la ruta sería entonces la del Erídano o del Fasis. De todos modos se verán cambiar de rumbo en el siglo 500, o sea dentro de cincuenta mil años, cuando ya el aspecto del cielo meridional haya variado a su vez por completo; cuando Alfa Centauro ocupe la zona e Sirio y el diminuto sistema solar con su vacilante cortejo de planetas, entre los cuales es posible figure todavía el nuestro, haya desfilado ante la inmensa clava estrellada de Hércules, que lo había visto pasar con una sonrisa de irónica piedad, asombrado de tanta pequeñez. La estrella polar será reemplazada por la estrella Vega y la Cruz del Sur se hará visible en las latitudes boreales. Siempre será valedera la pregunta de Lamartine: “Avec combien de cieux le temps aést-il joue?” ¿Con cuantos cielos ha jugado el tiempo? Dicho en forma admirativa ¡Sabe Dios cuantos cielos ha inaugurado el tiempo! O bien de otra manera: desde el momento que estalló el átomo primordial, ¿cuántos cielos han desfilado por el caleidoscopio del tiempo?
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Otro poeta francés no menos filosófico que el autor de Jocelyn, el parnasiano Sully Prudhomme, parece responder a esas interrogantes de una manera enteramente pesimista en su poema “La voie lactée”, donde asegura que las estrellas, brillen en el tiempo o en el firmamento que brillaren, no son más que girones de luces perdidos en las tinieblas del océano espacial, “blanco duelo conducido por vírgenes que llevan trémulas de abismo, innumerables cirios y caminan lánguidamente una tras otra.” O como canta nuestro asendereado Carlos Borges, muy bellamente a pesar de la excesiva adjet5ivación:
En el templo silencioso, frío, inmenso del espacio la enlutada noche reza su rosario de diamantes: por su manto de tinieblas hondo, lúgubre, viudal se deslizan lentamente las estrellas tremulantes, doloridas, vacilantes, como lágrimas piadosas por un paño funeral.
Como en la períscope, son vírgenes prudentes pero desdichadas, que no tienen esposo a quien salir al encuentro. No obstante ser antepasadas de los dioses y de los hombres, todas tiemblan de pavor y lloran de soledad.” Cada una de nosotras se halla muy lejos de esas hermanas suyas que tú supones tus vecinas.” “Os comprendo”, responde el amargo poeta, intérprete de voces celestiales, “porque parecéis almas.” Cada quien en la tierra, a pesar de la gente que lo rodea, siente en alma viva su intransferible soledad. Entre alma y alma se interpone una infranqueable barrera de incomprensión. “Tra la spica e la man, qual muro é messo?” preguntaba el Petrarca. ¿Quémuro se interpone entre la mano y la espiga?” Parece como si todas las noches cada una de ellas recitara o rezara. ¿Estáis completamente en oración? Continúa preguntando el terrible poeta francés, maestro del pesimismo, alimentado por la leche de la loba lucreciana. “¿O sois astros heridos?” Porque lo que vertéis son lágrimas y no rayos de luz.” El poeta venezolano Juan Santaella escribió incomunicabilidad de las almas
los siguientes versos donde la
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Hoy he llorado para siempre el dolor de ser! Hoy para siempre he comprendido Que no me puedes comprender.
Sully Prudhomme la expresa de otra manera, si bien el fondo acerbo del significado es el mismo:
Ainsi que vous chacune lui loin de soeurs qui semblent prés délles, et la solitaire inmortelle brule en silence dans la nuit
La inmortal desamparada es el alma humana, la misma que figura con dolor en el relato de Apuleyo. Usando la desatinada curiosidad de su lámpara de amante imprudente, que espera en la sombra temblando la misteriosa visita del esposo, sorprendió la oculta significación del Amor, su lado pasible y sensual, que dormía plácidamente, como el furtivo rayo de Selene sobre el ambiguo rostro de Endimión. Alzó vuelo el Amor a su reino de pura irrealidad y quedó allá en desamparo, consumiéndose para siempre lo mismo que las estrellas en su propio fuego de lejanía y de soledad.
Concreción de la Nave Algunos escritores europeos, interesados tal vez en disminuir la trascendencia que significaba para los fastos de la navegación la singular aventura argonáutico, no han vacilado en afirmar que la nave no pasaba de ser un cajón maltrecho o informe, tan reducida y liviana, que los tripulantes podían echársela al hombro y transportarla de un lugar a otro, como sucedió en el desembarco forzoso de Libia, cuando la embarcación se estrelló en las costas del África. Los que así piensan no se dan cuenta de que aquellos aventureros eran una cincuentena de superhombres de tamaño y fortaleza descomunales, capaces de acometer las más impredecibles hazañas, a semejanza del Sansón de la Biblia o el Gilgamés de la epopeya 64
asirio-babilónica., y de que la supuesta pequeña nave constaba por tanto de cincuenta escalmos y del fuerte mástil de encina dodónea con que la había dotado la diosa Minerva. En un arrebato de cólera, Sansón arrancó de un solo tirón las enargolladas puertas de la ciudad de Gaza y se las llevó largo trecho en el hombro, caminando con ellas a cuestas en la acechante oscuridad de la noche, y yéndolas a lanzar, con un estruendo que llenó de pavor a los filisteos, en la cuesta de una colina cercana a la ciudad. Un poeta amicísimo da en un poema al mito de Sansón un carácter solar y dice que éste lanzó en la noche las puertas descomunales ante el asombro de las estrellas. La meretriz de gaza toma allí el carácter de la Luna o de la estrella Venus. Sólo la pobre meretriz de Gaza, la hija del suburbio marinero, siempre cruzó como serena lumbre por las visiones de Sansón cautivo. Aunque venal, nunca escondió su pecho la pérfida cerasta del engaño. Ella fue la que en una alta medianoche, Cuando él, fatigado de matanzas, Dormía quedamente en su regazo, lo llamó con acento de ternura, diciéndole: “Despierta, Amado mío, y vete, que detrás de las murallas tus enemigos velan, aguardando para matarte, a que alborée la aurora, a que despunte el alba de tu muerte. No sientes palpitar en el mutismo que reina sobre Gaza algo siniestro? “Dame el último beso y huye”… Entonces 65
él la envolvió en un beso, y a la calle me echó de un salto, y caminó esquivando los muros falsamente silenciosos y oyendo retumbar el mar vecino como en las cuencas de sus propias sienes.
Y al ver de pronto las descomunales puertas de la ciudad encerrojadas, las desquició de un golpe, y en los hombros se las llevó a la cúspide de un monte que mira a Hebrón, adonde con estruendo, jamás oído en ámbitos nocturnos, las lanzó, ante el asombro de los astros.
Gilgamesh, cantado en un poema cuyo nombre puede interpretarse como “el que ha descubierto las fuentes”, es fama que era tan membrudo como el salvaje Enkidu, que a su vez concentraba en sí la fuerza de todo un ejército. Ambos gigantes después de conocerse y devenir amigos, se enzarzan en una expedición sin resultados inmediatos, y por ese motivo tan poético como el de Ulises al país de los feacios, la organizada al Punto por la reina egipcia Hatsesut y la de los argonautas. Los habitantes de Erech, dice un mitólogo moderno, se esforzaron en vano por detener a Gilgamesh, mostrándole reiteradamente los peligros que entrañaba semejante empresa. Pero el obstinado de Gilgamesh puso siempre oído sordo a las sesudas advertencias de los ancianos.” De pronto, a mitad de camino,, vemos erguirse en el cielo la inmensa constelación del Escorpión, cuta roja estrella cordial, llamada hoy Antares, compite en rojez con Aldebarán y el Alfa o Rigil del Centauro, y cruza por el austro unas veces erguido como si fuera a picar al Centauro, otras veces acostado y mostrando sólo la abierta cabeza y la cerrada xola, a guisa de monstruo que fuera bañándose en el océano celeste, hacia las regiones misteriosas de occidente, llamadas también regiones hespéricas. 66
Los dos amigos del poema sumario marchan a pie, hasta que se encuentran con el barquero Utanapistin, el Noé de los sirios-babilónicos, quien les hace subir con 120 pértigas de 60 codos cada una a su gigantesco navío diluviano de alta prora, en el cual bogan al través del océano hasta las llamadas Aguas de la Muerte. ¿Por qué suponer entonces que la nave de los argonautas era apenas un bajelito portátil, una especie de nave con hechura de bolsillo? Si queremos obtener sus justas dimensiones entre cielo y tierra, solo basta leer y releer el poema del gran poeta español Tomás Morales denominado “Concreción de la nave” que sirve de mote a este capítulo, o disponerse a mirar el cielo del sur durante los meses de marzo y abril. El catasterismo argonáutico es de tal magnitud,, que ha sido necesario dividirlo en tres grandes segmentos de más de quince estrellas cada uno, con acumulaciones globulares, quásares, cefeidas y nebulosas de diferentes brillos y magnitudes. En el libro V de La Odisea describe Homero en forma pormenorizada los diversos útiles y herramientas que la ninfa Calipso dio a Ulises, que acaso en sus orígenes también fue una deidad, para construir el barco que debía conducirlo en su itinerario de regreso a Ítaca con habilidad y artimañas,, como artiere di tutti gli arti, el heleno errante encuadra al final los troncos de veinte árboles que no han debido ser seguramente arbolitos de navidad, hasta formar una armadía. Este rudo armadijo de troncos resulta poquita cosa si se compara con el navío de los buscadores del mágico vellocino, revivido siglos más tarde por los navegantes españoles en el sueño de El Dorado. Y finalmente, para que un navío hubiera podido resistir sin naufragar el golpe de ola que se produjo en el paso de las Simplégadas, era preciso que fuera grande y resistente y que el hado, la fortuna y el azar estuvieran de su parte. Don Diego de Maxia en su traducción poética de Las Heroidas de Ovidio, al comentar el contenido de la epístola de Hipsilipa a Jasón define a este conquistador como auténtico heredero de las proezas sentimentales de Perseo, que se internó en alas del caballo Pegaso hasta los mares turbulentos que bañan en Palestina las riberas de la antiquísima ciudad de Jaffa, con el romántico propósito de liberar a la morena virgen Andrómeda del multifacético monstruo marino a que había sido expuesta por los celos de Hera. Dice don Diego en su excelente prosa introductiva, que nada tiene que envidiar a su fluyente verso, que en valor de ánimo y corporales fuerzas sobrepasaba Jasón a todos los de su tiempo, y agrega luego las siguientes palabras que vienen a corroborar nuestra tesis acerca de la nave Argos: “Fue la mayor que hasta aquellos tiempos se había visto, y su grandeza fue tan admirable a toda Grecia, que muchos mancebos ilustres se le ofrecieron a Jasón por compañero.” El poeta amigo nuestro de que ya hemos hecho referencia, idealiza aquel mal y vitando paso en que se vieron envueltos los argonautas, diciendo que los dos tremendos peñones,
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devoradores de navíos, se abrieron más de lo acostumbrado a causa del conjuro de la lira de Orfeo, que iba sentado cantando las incidencias de la gesta en la proa de la nave:
Crujía la fatal arboladura, la madera encinaria de que Atenas lo revistió una tarde en la ribera del amor de Yolcos; y sentado Orfeo al pie del mastelero, predecía en su lira pandórica la muerte del bello Hilas, coadjutor de Alcides, a quien arrebataron a su reino transparente las náyades de Prusium.
Tras las costas de Lemno y Samideso, pasaron las Simplégadas azules.
Nacido en Moya, abrupto pueblo costanero de la Gran Canaria, con sus tabernas de pescadores,, sus calles con recodos de salitre, su cementerio de blancas paredes, colgado en lo alto de la roca gris como una gavota muerta, parecido al que canta el poeta catalán José de Sagarra,”blanc cementiri dels mariners, penges com una morta gavina”, Tompas Morales, uno de los poetas de Colón, se graduó en Madrid de cirujano del mar, no en el sentido ironizante que hay en el cuento de D’Annunzio Il cerusico del mare, sino de cirujano verdadero, con todos los hierros y todas las de la ley. Sus biógrafos españoles están contentos en llamarlo “el más afamado de los modernos cantores del mar”. Así sería en lengua hispana, si no existiera el argentino Héctor Pedro Blomberg. Pero no todo es alto en su poesía. morales tiene versos en tono menor (y no en el sentido virgiliano del paula minora canimus) que dejan traslucir una finísima sensibilidad, “la emoción íntima y los emocionados recuerdos infantiles” según asiente Sainz de Robles, espléndido apreciador de los poetas compatriotas suyos, pero duro y mezquino cuando se trata de los nuestros. 68
Entre sus poemas al Atlántico, algunos de excelente finura verbal y penetrante nostalgia, nosotros preferimos para nuestro gusto, aquella parte de la gran oda atlántica que se refiere a la gesta de los argonautas colombinos. Plácenos transcribir los fragmentos a la Nave y el de la última estrofa, digna de figurar en el sócalo de las estatuas levantadas en el mundo para inmortalizar la audacia y el valor de los primeros descubridores:
¡La nave!... Concreción de olímpica sonrisa, vaso maravilloso de tablazón sonora, pájaro de alas blancas para vencer la brisa, amor de las estrellas y orgullo de la aurora.
Honor para vosotros, y gloria a los primeros que arriesgaron la vida sobre los lomos fieros del salvaje elemento de la mar dilatada; nautas sin otro amparo que la merced del viento, y sin más brujulario para la ruta incierta que la carta marina de la noche estrellada sobre sus temerarias ambiciones, abierta!
A Magallanes Magallanes, tu nombre brillará para siempre en las Cefeidas de las Nubes. Nadie fuera de ti había alcanzado ese privilegio. Escribir su nombre en el agua, en la arena, en el aire, era antes para los humanos un signo de fugacidad. Llegaste tú y lo convertiste en signo de perennidad, las nubes de la tierra desaparecerán; podrá la tierra misma agonizar y morir y continuar girando en las tinieblas del espacio convertida en un fantasma agujereado y sombrío. Entonces las estrellas del polo sur que han guiado las bitácoras y las nubes que
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llevan tu nombre, verán en la pavorosa caverna que un día fueron la cuenca de los océanos, un derrumbe himaláyico de rocas y glaciares. Si las estrellas guardan memoria de quienes las han contemplado ¿qué no guardarán de quienes las han descubierto? Colón y tú son los protagonistas de un periplo que superó en hazañas a los de Eudoxio, Hanón y Scylax. Ulises y Eneas navegaron por mares conocidos, disfrutaron de regios festines y se embriagaron de loto olvidadizo. En cada rada los esperaba un peligro disfrazado de amor. Dido y Nausica tenían el ceñidor apasionado y los ojos grandes como las becerras. Pero tú, circunvalador del globo, ¿a qué dios amaste, a qué feacios banquetes concurriste? En vez de aedos, te acompañaban escribanos y no rayaba muy alto el gorro puntiagudo de tus astrólogos. Tu voluntad como espada desnuda; la alta proa de nave vuelta sin tregua a la conquista del mundo. Mirabas con ojos de acero a los barredores de las sentinas y a las claras guirnaldas del austro. Los sediciosos eran clavados en la Cruz del Sur o arrastrados a la cola del Centauro. Tú eres Canopo, sentías que eras Canopo, y navegar doce mil años por un interminable océano te parecía un minuto. Y si la leyenda engendró a Ulises, tú fuiste el único en ella, junto con los colonos de los polos, digno de llamarse ulisida. Los dos mares que uniste merecen un vasto monumento. Un duelo de colosos que rugen y se dan la mano al través de las rocas de un estrecho: Atlas, el tío de Hermes, hijo de la pléyade Maya (y acaso sea Maya la abuela de los Mayas, con el lucero de la mañana era el origen de la casa minoide) y el Pacífico sur, de cuya cuenca convulsiva se proyectó al espacio la pavorosa irrupción de la Luna.
[1979-1980]
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LA HERENCIA DE ANACREONTE
La anacreóntica, composición de tono festivo y alegre, escrita por lo general en metro corto y breves estrofas calcadas en las de Anacreonte, penetró con el Renacimiento y la literatura española, y a partir de Francisco de Quevedo y Esteban Manuel de Villegas, se continuó empleando por parte de los petas del siglo XVIII, sobre todo por Cadalso, Forner y Meléndez Valdés. Los temas de las anacreónticas son siempre el amor, el vino y los goces sensuales. Se cultivó en casi toda Europa. Ronsard fue el Anacreonte francés. En esta nota nos ocuparemos únicamente y de modo muy somero de España y de América Latina. En Venezuela tuvo la anacreóntica escasos cultivadores. Nuestros poetas del siglo XIX imitaron de los españoles el tono épico, con frecuencia huero y campanudo, de Cienfuegos, de Herrera o de Quintana. Soñaron en “Colombíadas” y en “Bolivíadas”, o sea en epopeyas que no estaba capacitados para concebir y menos aún para ejecutar. Ignoraron por completo los sabios consejos que sobre ese punto había dado el gran Goethe a su secretario y confidente Eckermann: irse por lo cotidiano y circunstancial en materia de poesía, ya que los vastos y ambiciosos poemas suelen ocupar toda una vida y llegan hasta anonadar las auténticas facultades líricas de los poetas. En Venezuela cobró vigencia la anacreóntica a raíz del triunfo del movimiento parnasiano nuestro, Jorge Schmidke, en su libro de versiones titulado Prisma, puso en verso la oda tercera del poeta de Teyo con el sugestivo nombre de “El amor mojado”, que en forma tan 71
magistral, como todo lo suyo, interpretara en España el insigne Esteban Manuel de Villegas en sus Cantinelas y Anacreónticas, y cuyos primeros versos suenan así:
En medio del silencio, cuando la Ursa corre veloz hacia la mano de la estrella Bootes… Amor a mis umbrales llegó acaso una noche, y llamando a las puertas del sueño despertóme-
--Abre, piadoso huésped las puertas, me responde, y deja el miedo, amigo que mi llamar te pone. Porque soy un muchacho que ando toda la noche perdido por ser ciego y helado por ser pobre…
Y todo el lindo poemín continúa en ese tono magnético, llevándose tras sí, hasta el final, nuestra asombrada admiración. El marabino Jorge Schmidke, hábil artífice de la rima, hace una especie de paráfrasis con la graciosa respuesta que da a su nocturno huésped al Amor aterido: Errante y aterido bajo la lluvia fría
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tirito en las tinieblas de aquesta noche bruna: arde en tu hogar el fuego, dame tu compañía y enciende en viva lumbre tu lámpara oportuna.
¿Quién es el que no se acuerda, por haberla leído con delectación desde los bancos de la escuela, de la siguiente letrilla de Don José Cadalso, la cual parece escrita por Anacreonte mismo, o por el jovial autor de los Rubayatas, el sin par Omar Kayán?
¿Quién es aquel que baja por aquella colina, La botella en la mano y en el rostro la risa; de pámpanos y hiedras la cabeza ceñida?... Sin duda será Baco el padre de las viñas. Pues no, que es el poeta, autor de esta letrilla.
En Buenos Aires el gran poeta Juan Cruz Varela, quien mereció el difícil elogio de Andrés Bello, escribió una célebre anacreóntica, en la cual aparecen las características más sobresalientes del género.
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Ea, amigos, bebamos en cordial alegría apuremos los dones con que Baco nos brinda y son tiernos recuerdos nutramos nuestra dicha. vayan y vengan copas; vuela, oh Baco, este día desde un extremo a otro de la mesa festiva, como vuela Cupido al dios de las delicias, del Ida al Amatonte, del Amatonte al Ida; y concede propicio a todos los convivas ardor en igual fuego que al que mi pecho agita.
Los tratadistas severos, sobre todo aquellos que viven preocupado por la moral,, no creen en esos bebedores a ultranza, cuya única felicidad epicúrea la cifran en comer y beber, y en estar lucios como los cerdos de la piara del raro filósofo griego. Uno de esos tratadistas, cuyo nombre he olvidado, escribía a propósito de Anacreonte, que este poeta de Teyo dedicó su larga existencia a beber, a cantar, a amar, y a adular a los tiranos. Todo lo que lleve el sello de intemperancia y borrachera, que algunos biógrafos complacientes llaman amable inclinación a la voluptuosidad a la primera, y hechicera alegría a la segunda, es sinónimo de anacreóntico. El vicio, dicen los moralistas ceñudos, aun cuando esté coronado de rosas, es el vicio y es un feo modelo presentar a la posteridad la imagen de un viejo de más de ochenta años ocupado en beber, adular y amar. 74
Según ese arbitrario concepto, Anacreonte no pasaría de ser, al igual que su con símil persa Omar Kayán, un viejo libidinoso que profanaba con sus caricias impotentes los vírgenes senos destinados al amor y a la fecundidad. Por lo visto, Anacreonte tenía la cabeza más pelada de vino que de talento creador. Ello es falso, porque el mundo está lleno de borrachines insignificantes, de “canapiales” como decimos en Barquisimeto, que ni siquiera sin dignos de beberse las sobras que el lírico griego dejaba en las copas, después de sus alegrías conviviales.
[1970]
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LA POESIA DE LOS SEPULCROS
La poesía de los sepulcros emana de la más remota antigüedad. Sin remontarnos tan lejos, la hallamos en los Salmos Jeremías, entre el alto coro de los profetas, es el élego por excelencia de las ruinas y de las tumbas. Aquiles derrama torrentes de lágrimas sobre el cadáver y en los funerales de Patroclo. Jesús dio también ejemplo de piedad romántica al llorar sobre la tumba de Lázaro, su amigo de Bethania. El Renacimiento italiano puso en boga la evocación elegíaca de las ruinas y de los sepulcros de Roma: nostálgico anhelo que ya con prelación Dante y Petrarca habían sentido y expresado hondamente. El humanista Paola Giovo publica entonces un Ensayo sobre los cementerios, y la tradición se extiende en Italia hasta Hugo Foscolo, el célebre cantor de Los Sepulcros, y continuando en Piedemonte Leopardi, D’Annunzio, concluye en Giovanni Pascoli, cuyo poema “El día de los muertos” comienza:
Io vedo (come e questo giorno oscuro! vedo nel cuore, vedo un camposanto con un fosco cipresso alto sul muro.” 76
En Inglaterra, Francia y Alemania triunfa la misma tendencia. Hamlet monologa con los osarios. Tomas Gray dedica una melancólica elegía, que le granjea vasto renombre, a los seres anónimos enterrados en el cementerio de una iglesia rural. Aparecen las Meditaciones sobre las tumbas, de Hervey, y los poetas, casi de homónimo título, de Creuz, Leguové, Bridel, germano el primero, los otros dos francés y suizo. Shelley escribe su Adonidia, cántico fúnebre en memoria de John Keats, y añora la paz del Cementerio Protestante de Roma, al pie del monte Testacio, donde reposa el poeta de Endymion, en la siguiente prosa liminar de su himno: “El cementerio, solitario y romántico es un espacio abierto entre ruinas, cubierto en invierno de violetas y margaritas. Uno amaría la muerte, pensando en poder ser enterrado en un lugar tan dulce”, Este mismo cementerio romano, descrito por D’Annunzio con melancólica delectación, es el que van a visitar una tarde, llevando un gran ramo de rosas para la tumba de Keats, la exquisita pareja del “Piacere”. Pierre Loti la expatriación de su nostalgia musulmana al hechizo abandonado de los cementerios de Estambul. Por aquel tiempo, Europa estaba convertida en una inmensa piedra sepulcral, a donde concurrían a llorar sus dolores, verdaderos o fingidos, los melenudos corifeos del parnaso romántico. Goethe dio al traste con esa modalidad, insuflándole a la poesía un robusto y sano ímpetu de vida. “¡Fuera las tumbas!”, exclamaba; y no satisfecho de tan imperioso mandato, ridiculizó en el segundo Fausto a la escuela necrófila, diciendo que sus representantes dejaría de concurrir a una fiesta que había de celebrarse en palacio, porque seguramente iban a hallarse en aquel momento ocupados en dialogar con un vampiro. Venezuela no podía ser, como no lo fue, la excepción. Pérez Bonalde y José Antonio Maitín establecen llorando, en La vuelta a la patria y en el Canto Fúnebre, el consabido diálogo con la muerte. La romería a los cementerios fue un acto casi obligatorio de la piedad romántica. Allí los poetas acostumbraban endechar, como quien cumple un rito, la desaparición de los seres queridos. Como esos devotos viajeros que habiendo soñado, tras larga peregrinación, con la santa ciudad de Jerusalén, la ven por fin un día surgir en la distancia y su corazón experimenta, ante aquella visión misteriosa, grave recogimiento: así nuestros poetas de la escuela romántica, a su regreso a la patria, tras larga ausencia de viajeros o de exiliados, se estremecían de sacra emoción ante la vista de las blancas necrópolis, tendidas en la soledad de las llanuras: 77
Ya no lejos resalta de la llanura sobre el verde manto la ciudad de las tumbas y del llanto; ya me acerco, ya piso los callados umbrales de la muerte, ya la modesta lápida diviso del angélico ser que el alma llora: vé, corazón, y vierte tus lágrimas ahora.”
Tal gime Pérez Bonalde en su hermoso poema del destierro La llorosa inspiración de Maitín no le va en zaga en materia de gravedad poética, a la vez traductor de Heine y Poe, y a las puertas de la ciudad de los epitafios se siente sobrecogido de místico terror, como el alma de un catecúmeno ante el umbral de los misterios:
Ya piso el cementerio augusto, majestuoso en su solemnidad y su misterio.
Era tan socorrida in illo tempore la temática de los cementerios, que no se limitó puramente a las áreas de la poesía, sino que, en su lúgubre desbordamiento llego a invadir a manera de río tenebroso, los escarpados dominios de la política. Los espectros de Cecilio Acosta y La balada de los muertos de Luis López Méndez pertenecen a éste último y extraño género de sátira político-macabra. Pero fue Carlos Borges quien nos legó el canto por antonomasia de lo macabro, en aquellas bodas negras atribuidas con razón a Julio Flores, y celebradas por un enamorado, violador 78
de cenizas, con el rígido esqueleto de la mujer amada, en la medianoche de una habitación semi-alumbrada por solitaria lámpara de catacumba.
Ató con cintas los menudos huesos el yerto cráneo coronó de flores, la horrible boca le cubrió de besos y le contó sonriendo sus amores.
Llevó la novia al tálamo mullido, se sentó junto a ella enamorado, y para siempre se quedó dormido el esqueleto rígido abrazado.
El padre Borges mismo, en su admirable y peculiar estilo, ha sintetizado las aficiones mortuorias que respiró, cual mefitis desprendida de las lecturas heinanas, en cierta época de su contradictoria existencia. “Canté –dice—en versos lúgubres amores fantásticos; en plañideras rimas lloré supuestos infortunios; di serenatas a las tumbas, en las noches de camposanto bajo los cipreses melancólicos bañados por la luna; y me afronté con los espectros, armado de punto en negro como un caballero de la muerte.” Por lo demás, esas bodas macabras estuvieron muy en boga en Venezuela durante el período romántico. Y eran siempre relatadas por supuestos enterradores comarcanos. Primero que el padre Borges, Julio Calcaño había puesto en boca de un sepulturero la terrífica narración de los esponsales óseos de dos apasionados amantes: Oye la historia que contóme un día el viejo enterrador de la comarca
comienza diciendo el Padre Borges. Ya Calcaño había dicho el soneto que lleva por título “En el cementerio”:
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Cuán espantoso y triste –me decía el buen enterrador—fue mi sorpresa! A ella allí, a él en esta huesa los enterré, señor, el mismo día.
Soneto mediano, cuyo único valor poético, si lo hay, reside en los primeros tercetos donde el cavado de hoyos tumbales cree haber oído el sordo y erizante ruido del choque de los dos enamorados esqueletos, al juntarse en el fondo de una misma sepultura: La noche del entierro, extraño ruido, cuando de terrón que sordo se derrumba, vino de pronto a sorprender mi oído.
Semejantes connubios de osamentas son, por lo cálcicos, por lo raseramente materialistas, el reverso de las altas uniones psíquicas en el más allá: el reverso de los amores de ultratumba, a que también aspiró la compleja alma romántica. Por algo sentenció Leopardi:
Fratelli, un temo atesso, Amore e Morte Ingenero la sorte…
La atávica propensión de nuestra raza a hacer suyo, como y oscuro de sus estratos étnicos--, como por derecho colectivo, todo lo misterioso, lo erótico, lo legendario, lo truculento –tendencia proveniente de lo más remoto y oscuro de sus estratos étnicos-- indujo al pueblo venezolano a poner en música las Bodas Negras, cuyas estrofas, de factura corriente, tienen de por si cierto sonsonete de pegajosa cantinela popular. Otro tanto ha sucedido con el poema “Flores negras” del colombiano Julio Flores, otro escalofriante enamorado de las necrópolis.
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No conforme con recitar enfáticamente en la calle y en el hogar, en los actos públicos y en las veladas familiares, los espeluznantes versos del sacerdote caraqueño nuestra gente sale también, guitarra en mano, a cantarlos como doliente serenata por callejuelas y ventanas, al rasgueo de regionales instrumentos –bandola, requinto, tiple, cuatro--, o se sienta, después de terminadas las faenas, a entonarlos a la puerta de las chozas, aumentando con su quejumbrosa melodía la tristeza del campesino atardecer. [1963]
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VIAJE A LA CASA PATERNA DE ELIAS DAVID CURIEL
Casa de E.D. Curiel en Coro. Foto: Gabriel Jiménez Emán
En los últimos días de febrero de 1960 emprendí desde Caracas un viaje sentimental a la casa solariega de Elías David, como se emprende una peregrinación. Quería ver los sitios familiares donde el poeta de “Al través de mi vida” había padecido y soñado: la estancia de sus alucinadas soledades, los patios de sus evocaciones y recuerdos, los corredores que él había recorrido en sus paseos de visionario en clausura, mientras iba absorbido en la lectura de un autor predilecto, o dialogando consigo mismo, como Hamlet en el Castillo de Elsinor. Todo lo hallé casi igual, y todo lo contemplé con religioso recogimiento. Los cuatro ventanales del frontispicio que dan a la mudez de una calle típicamente coriana, estaban cerrados a los ruidos externos: primer sigo revelador, y alentador, de que los moradores de la vetusta mansión seguían custodiando, como herencia de aristocracia espiritual, su secular intimidad, la sacra paz que había si la guardiana mística de aquellos portales, la intensa vida de tradición y de pensamiento acumulada, como perenne tesoro, en la fortaleza e sus muros coloniales. Cuando puse el pie en el umbral, el corazón me palpitó como una campanada, y en tanto que el badajo de la sangre me golpeaba las sienes, dos niñas, lindas y rubias, como las que el poeta había visto aparecérsele “sonriendo entre flores” llamaban con sus infantiles vocecitas para anunciar gentilmente lo imprevisto de nuestra llegada: --¡Mamá, mamá!.
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Vino la madree de las niñas, la señora Sara Celinda López, familiar de Elías David. Ella, como la Marta de la cena en Betania, se presentó en traje casero, dejando por un instante los quehaceres de adentro… Rato después, la señora López, junto con doña Aída, hermana del poeta, descorrían, con ingenuidad de matronas, ante mis ojos, el alma del pasado:.. --Esta era su habitación… Entramos. En la alcoba había una niña enferma. Hermanita mayor de las que nos anunciaron era, como ellas, encantadora y rubia. A causa del quebranto, su rostro parecía más blanco y vencía la albura de las sábanas, cándidas como linos de cuna. Contaría acaso quince años. ¡Maravillosa, sorpresiva aparición, digna de habitar, como una Gracia, en la alcoba donde Curiel había dado a sus extrañas visiones forma poética, expresión de belleza inmarcesible! --Estas son las ventanas. Amplias, arcaicas, de robusta madera, una cae al patio central de la casona. Circuido de ánditos, la otra al patiecito del solar, uno y otro adornado con tiestos de flores. Los de la calle fueron reformadas, pero éstas continúan siendo las de antes. --Aquí está la alcayata. Arriba, casi en un ángulo de la puerta, asomaba su punta acodillada el hierro trágico, hundido en el muro, pintado de igual color que la pared y medio confundido con ella, mimetizado en el tono uniforme de la pintura. Mis ojos permanecieron fijos por largos segundos en aquella uña férrea, característica de la antigua arquitectura de Coro, que había sostenido por dilatadas horas el cadáver péndula de Elías David, como el hierro de la calle de la Vieille Lanterne sostuvo el de Gérard de Nerval. Cuando aparté la mirada de la fúnebre escarpia, vi que la niña enferma tenía la suya clavada, con miedo, en el mismo fatídico punto. Pasamos al solar por una humilde puerta, deteriorada por el largo uso, que en otro tiempo hubo de ceder a la presión nerviosa y distraída de la mano de Curiel. Frente a esa puerta, un estudiante de la familia tenía asoleando, sobre una silla, un libro antiquísimo, preciosa gema de bibliografía. Con sus hojas apergaminadas, su escritura borrosa, como recuerdos que se fueran poco a poco desvaneciendo en una memoria fatigada por la senectud, aquel amarillento libro me pareció un abuelo, un viejecito patriarcal, a quien solícitas manos domésticas hubieran sacado de su encierro a calentar al sol su cuerpo entumecido.
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Al fondo del largo corredor, callaba el tinajero. Su piedra, ahora sin musgo, su rejilla sin verdor de adianto, habían medido antaño, como clepsidra de agua, el corazón de muchas y silentes noches con su armonioso estilicidio. En el solar, con piso de tierra y ambiente de muda tristeza, se yergue un limoncillo, arbusto amigo de las tierras cálidas. En cuantas mañanas, en cuantos mediodías, en cuantas atardeceres, meditó el huraño poeta en presencia de este arbolillo? Se diría que él aguardaba con anticipación nuestra visita, porque sus ramas ostentaban, entre el follaje nuevo, gran copia de pequeños frutos encarnados, pletóricos de una sustancia oleosa y aromada. Al tocar su áspero tallo, al aspirar la esencia de sus frutos, pensé en otra carga más preciosa con que la savia de la gloria había transfigurado para siempre su ramaje. En este caserón, dans cette maison hantée par des lémures, como diría Huyssmans, vivió íngrimo y solo Elías David: único monje de tan vasto convento. Y si es verdad que las moradas adquieren la fisonomía que los seres que las habitan, esta casa no sólo adquirió la semblanza material de su profundo habitador, sino que sus muros absorbieron las emanaciones síquicas de aquel ser excepcional, y las irradian a toda hora, como si fueran un perenne resistero. La sombra, el fantasma del poeta, domina todos los rincones, se cierne sobre todos los objetos que han sobrevivido a la acción del tiempo edaz. Nosotros sentimos tan hondamente el calosfrío de esa invisible presencia misteriosa, que casi estuvimos a punto de verla y de palparla, y la consideramos como privilegio unicísimo que Elías David nos otorgaba desde su insondable mansión del Más Allá.
La Noche y las Visiones Habitante de un medio reducido hasta producir asfixia mental, Curiel buscaba en la evasión espirituosa, en el intento de huida de sí mismo por la escala de los paraísos artificiales, un escape a la dramática plétora de su ser. Como una pacificación momentánea a las sacudidas vertiginosas de su angustia interior, emprendía demorados paseos por las inmediaciones de su polvorienta ciudad. “Era corriente –dice Rafael Vaz—su actitud abstraída, la mirada errabunda en una lejanía brumosa, en perenne soliloquio, bien sentado a la puerta de su casa solariega, ora transitando las calles de la urbe.” Los mayores enemigos de ese paseante solitario fueron sin duda el éter y el vino. A pesar de que conocía sus desastrosos efectos, abusaba de ellos con frecuencia, como si experimentara placer en atormentarse. Conocía hasta la exasperación el tedio regional, el monótono desfile de los días lugareños, y con todo no podía adaptarse a la vida y 84
costumbres de otras ciudades distintas a la suya. Su amigo y colega Marco Aurelio Rojas, quien lo conoció íntimamente y le dedicó un Soneto donde compara su muerte con la de Gérard de Nerval, nos decía que Elías David llamaba “pirueta forzada de la voluntad” o tour de forcé a los breves días que intentó en cierta ocasión entre Caracas y Los Teques. Como el cardón de sus pedregosas latitudes, hallaba, en el área misma donde vivía arraigado, savias de amor con que la sed que lo hacía febricitar: Floreció el numen en mi estéril calma. Fue la aridez de mi región la cuna De mis estrofas, donde encuentro una Linfa de amor para la sed del alma. La estrofa es breve y fresca como un sorbo de agua, como las pulseras de plata que los goterones de las lluvias intempestivas sacuden sobre los médanos erizados de abrojos. Absorbidas con avidez las pasajeras gotas por la tierra recalentada, vuelve a imperar la misma reverberante perspectiva, ebria de sol y soledad. Vivo vida monótona. La calma De la muerta ciudad que fue mi cuna En donde emparedada, como en una Bóveda ardiente, se me asfixia el alma.
La pigre repetición de las consonantes calma, cuna, una, alma, es el matiz monocromo de esa acuarela típicamente falconiana, donde los contornos descriptivos parece que fueran a quebrarse con la presión ascendente de lo subjetivo. Así se debe respirar en las cabinas inferiores de los submarinos. Sus adversarios fueron el vino y el éter. Pero sus mayores y verdaderos enemigos llevábalos Curiel agazapados en los repliegues de su sensibilidad proclive siempre, de manera casi morbosa, al sobresalto de lo desconocido, al remezón de los terrores. Otro enemigo no menos vitando fue su largo y pertinaz aislamiento. La Poesía fue el único talismán con que él contaba para rechazar la acometida nocturna de sus fantasmas interiores: así como el Himno de San Ambrosio Te lucis ante terminum que se canta en Completas, era para los primitivos Padres de la Iglesia eficaz exorcismo contra la potestad de las tinieblas, contra la visita del Demonio, que suele tomar a ves apariencia
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de León que ruge amenazante a nuestro derredor, o bien formas y cúpidas de mujer, para tentar, en la alta medianoche, a los que duermen descuidado sueño: Te lucis ante terminum Rereum Creator poscimus, Ut pro tua clementis Sis praesul et custodia.
Procul recedeant somnia Et noctium phantasmata: Hostenque nostrum comprime Ne poluantur corpora.
Con la trama de esas visiones teje Curiel la razón terrestial de su vida. A su redor, los objetos comunes parecen transfigurarse, como en un fenómeno de levitación, y obedecer a la energía magnética del cerebro alucinado del poeta. La estancia hogareña, que sirve de santuario y de laboratorio a sus visiones, se convierte de súbito en un camarote de navío, donde el visionario “retrosingla derecho a su infancia”, siendo retrosinglar uno de los muchos y felices neologismos de su léxico de poesía. Su casa dormida bajo el conticinio, es un confesionario y confesionario la propia noche. Todas estas figuras son comunes a los demás poetas, y empleadas por otro cualquiera rayarían a veces en atrevidas y originales. Pero en Curiel son figuras claves para descifrar, siquiera sea fragmentariamente, el enigma de su complicada naturaleza espiritual. La metáfora del camarote empieza a moverse hacia atrás, mar, arriba en el tiempo, cargada con los recuerdos y las vivencias del poeta, y cada palabra es como un suave pero eficaz impulso de remo que va cortando el agua y las cerrazones del pasado, en un sorprendente viaje retrospectivo: El espíritu viaja por zonas de luna.
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Primer cuadro. Ausculto la voz del silencio y pasarlas sombras afines presencio. *** Cuarto cuadro. El éter mi cerebro arroba. Un día encerrado del todo en mi alcoba vi todo el perímetro del patio frontero, y de pie, en el anteportal, un viajero. El hada fraterna salió a recibirlo. Semejantes alucinaciones no son siempre suscitadas por el abuso de las drogas. Son blancas apariciones de niños, como las que solía ver Percy Bysche Shelley. “Son realidades previstas, presentidas en sueños”. Eran dos hermanitos del poeta, muertos en temprana edad: He visto, sin que obren etilo o beleño, como realidades previstas en sueños dos niños finados, sonriendo entre flores.
*** Shelley, el gran lírico inglés, también padecía de esas extrañas alucinaciones, durante las cuales se le aparecían sonrientes figuras de niños. En su diario nos cuenta William, íntimo amigo del poeta, que una noche, mientras contemplaban desde la terraza de la Villa Magni un espléndido claro de luna que rielaba sobre la bahía de Larici, Shelley, en forma súbita y violenta, lo aferró por el brazo y exclamó, con los ojos fijos en la espuma enlunada de las olas que iban a romperse al pie de la terraza; “¡Allí está otra vez! Al reponerse de su crisis nerviosa, el poeta contó a su amigo que desde noches atrás se le venía apareciendo un niño que salía del oleaje y le sonreía con las manos juntas, y que en los rasgos de aquel inocente estaba seguro de haber reconocido al hijo de uno de sus amigos, muerto en fecha cercana. Agrega William que gran esfuerzo costaba al poeta del Epipsychidion recuperar la serenidad que había turbado aquellas visiones. Es el de Curiel un viaje extático. Las visiones siempre se le manifiestan cuando se halla en éxtasis, en trance de evocación, y casi siempre también aparecen en ellas de improviso imágenes de terror o de muerte. 87
Más la descarga eléctrica de un golpe subitáneo produjo congestiva conmoción en mi cráneo. Casi al suelo de bruces; se adhirió al pavimento mi frontal en nerviosa sensación de hundimiento. Versos que recuerdan los de Guy de Maupassant titulados “Terror”:
Un craquementg se fit soudain; fou d´´epouvante, Ayant poussé le plus terrible hurlement Que soit jamais sorti de poitrigne vivant, Je tombai sur le dos, roide et sans mouvement. No cabe duda que el cuentista y poeta francés era bastante conocido en el ambiente literario de Coro. Polita de Lima pone una frase de Guy como epígrafe a uno de los capítulos de su novela El ladrón de sal. Es evidente, así, que Elías David conoció en toda su extensión la obra de Maupassant, con quien uníalo estrechos lazos de afinidad intelectual. No es difícil imaginar la profunda resonancia la resonancia que suscitara en el ámbito emocional del poeta coriano, la lectura de cuentos como “Elorla” “La aparición” y otros y otros que tales, escritos bajo los estímulos engañosos del éter, cuyos efectos describe Maupassant en un pasaje de su libro Sur léau. En el itinerario retrospectivo de Curiel se ven desfilar queridos rostros familiares, que lo miran con fijeza desde el fondo del más allá, o rostros de seres desconocidos, que se acercan momentáneamente, atraídos por el abismo de la Poesía., como los escarabajos por las misteriosas ventanas que velan iluminadas en la sombra. Algunos de esos rostros de ultratumba recuerdan la escalofriante aparición de que habla el libro de Job: En el horror de una visión nocturna, un espanto y un temblor se apoderó de mí, y todos mis huesos se estremecieron. Y pasando por delante de mí un espíritu, erizáronse los pelos de mi carne. Paróse delante de mí uno, cuyo rostro no conocía.” Iguales espectros habitan en las forjas oníricas de Curiel: Sensación extraña, presencia invisible, Insólitos pasos, y voces secretas. *** La supervivencia de amados difuntos Que miro, me hablan y tocan… 88
*** Se descorporiza gimiendo mi alma. Mi madre dormía y oyó mi lamento. Ungióme la frente con heroica ternura. No vino mi madre sino su escultura: Una diafanísima estatura de hielo, De ojos infinitos, cargados de cielo, besó mi cadáver… *** Hacía casi un lustro que no veía espectros. Sones de arpas heridas por melodiosos plectros me anuncian la presencia de psiquis familiares. *** Con ojos nictálopes como los del búho, seres de ultratumba miran mi conciencia y sensibilizan su abstracta presencia.
La nave de su metáfora se mueve cargada de reminiscencias infantiles, y debido precisamente a esa circunstancia sui géneris, ella no tendrá que recorrer sino un limitado rumbo de evocación doméstica, y no necesitará remontarse a la vasta pleamar de lo pretérito, por cuanto allí, muy cerca del poeta, en el recinto de su casa solariega y embrujada de poesía, duermen todas las más caras memorias de aquellos días desvanecidos, como las notas en el arpa olvidada de Bécquer. Su casa le parece un confesionario, o una capilla silenciosa, porque en ella percibe con recogimiento los secretos del alma de la noche, de la cual forma parte sustantiva su propia alma desvelada de poeta, que a su vez se está confesando con el Recuerdo. Su estancia en una cámara de buque –una cámara individual, casi mortuoria como la barca de Caronte--, porque lo retrolleva a los valles elíseos de su niñez, porque lo transporta a ellos mediante el espejismo de la vigilia hipnótica: 89
La mansión durmiente es un confesionario. Llega de los Cuatro Puntos del Santuario la voz inaudita de cada conciencia. En la poesía de Curiel se ven aflorar con frecuencia los sueños de la infancia, las añoranzas del edén perdido de la primer edad, de esa inasible silueta infantil que, no obstante habérseos quedado muy atrás en el camino recorrido, parece huir siempre ante los ojos de nuestra nostalgia, llevando en sus manos inocentes un bien irrecuperable de la vida.
Oh jardín que has muerto de sed, gota a gota, Después que te roe la plaga d Egipto! Tu recuerdo casi del alma proscripto, Vapor de incoercivas esmeraldas hecho, Flota y nostalgiza de infancia mi pecho *** Mi niñez no supo de hermosa cometa Ni de peonza que ritma el planeta, Ni nunca en la copa del árbol subido, Saqué los piantes pichones del nido.
La estrofa del “Al través de mi vida” que comienza: “En la medianoche silente he escuchado” es íntegramente auditiva. El cerebro de Curiel era finísimo receptor del sonido, y hasta diríase que tenía la propiedad de aumentarlo y propagarlo, como ciertas grutas de susceptible delicadez acústica. No hay rumor, acento, silbido o voz de la noche, por delgado o impreciso que sea, que no quede prisionero en la tendida red de su oído. Su alma se confunde, panteísticamente, con la gran voz polifónica de la Noche. En sus versos están fielmente registrados, como en un grabado de cinta magnética, el toque de ánimas, tañido con bronce lúgubre en la ingrimidad de la hora, acaso en la vieja torre de San Clemente, desde la desierta plaza donde vivió Juan de Ampíes, la música dorada de las constelaciones; el errante suspiro del viento, y aún el ahogado murmullo de un coro de voces que surge como del fondo de una cripta. Es, la suya, casi la ilusión auditiva que se conoce con el nombre de acusma. 90
Primer cuadro. Ausculto la voz del silencio *** Sensación extraña, presencia invisible. Insólitos pasos y voces secretas. *** Las melancolías, las metamorfosis De pálidos tedios en negras Neurosis. Y el mismo paisaje, la misma faena… Y del toque de ánimas en la hora novena *** Y como el rumor sordo de un pueblo subterráneo, El zumbido nocturno repercutió en mi cráneo. *** En la cristalina bóveda del cráneo Pronuncia la extáticamente su nombre.
La tristeza poética Hemos hablado de enemigos morales de Curiel. Otro de ellos no menos vitando fue su pertinaz aislamiento, su larga reclusión en el fondo de la provincia, entre seres apáticos y cosas grisáceas: en un mundo apagado, recubierto de ceniza. El enervamiento mental, la abulia, la inopia,, el abandono, la indiferencia, la ignorancia, el cansancio prematuro en que se hallan sumidos los pueblos de tierra adentro, singularmente los de Lara y Falcón, son por una parte secuela del criminal olvido en que los gobernantes han relegado a esas regiones durante siglos, y por la otra la especial influencia, el ascendiente casi mimético y nivelador que ejerce, como fatal hechizo, la tipicidad del paisaje, del atormentado relieve geográfico, en la mente y en la voluntad de los nativos. A cada paso Curiel se lamenta, como de un mal insoportable, de ese aislamiento, de esa hostilidad inconsciente del medio contra su aspiración de poeta a imprimirá su obra el arduo sello de la perfección: 91
Medio ambiente impropicio para crear la obra de perfecta hermosura… Decepciones sufridas en las luchas del arte Y armonía incompleta de mis actos de amor, A lírico silencio condenaron mi numen, Me desesperanzaron por siempre el corazón.
No era la soledad, madre de toda creación literaria, lo que exasperaba su sensibilidad de artista: era la incomprensión, el terrible celui-qui-ne-comprend-pas de Remy de Gourmont, el exilio de la personalidad, demasiado refinada y nutrida de savias filosóficas, entre la barbarie de los escitas. Por ello su lamento está orlado de una especie de tristeza poética. Pero, como en el símil rubeniano, las nueve musas acudirán pronto a vendarle las heridas de la incomprensión. Caracas tal vez hubiera sido la salvación, pero Curiel ni por asomo pensó en trasladarse a la capital de Venezuela. Su temperamento no toleraba la vida metropolitana, y a éste propósito él hubiera repetido gustoso como suyas las palabras del maestro Maupassant: “Soy un lugareño, un vagabundo, con hechuras para vivir en los bosques y en las playas, y no para transitar por las calles…” Además, ¿qué podía darle a él Caracas, y sobre todo la Caracas de Gómez? Apenas dos dádivas corrompidas: la política y la bohemia. ¡Peligrosos mentideros! Chocano y Villaespesa, que gozaban de vasta nombradía, daban el mal ejemplo, al hacer que Polimnia se arrodillara a los pies del sátrapa, turíbulo en mano, declarándole hueros poemones. Nada o muy poco había Caracas brindado, como gesto de protección, a los poetas y escritores contemporáneos de Curiel, que se habían dejado seducir por su brillante señuelo: nada o casi nada, a excepción de una aureola ficticia y pasajera de renombre. Emiliano Hernández arrastró por sus calles una dolorosa existencia bohemia. Víctor Racamonde fue a morir, lientérico y escarnecido, mezclando al eco del triunfo literario la algazara del escándalo, en uno de sus hospitales. A Marco Aurelio Rojas, las veces que estuvo de tránsito en ellas se le miraba con sarcástica piedad. Francisco Domínguez Acosta fue pisoteado por los esbirros de Gómez en lo más puro y sacro de sus creencias filosóficas, como una piara de cerdos que se diera a hozar los rosales de un gnóstico jardín. José Gil Fortoul alquiló su talento a seis déspotas, de Rojas Paul a Juan Vicente, y tenía aficiones sibaritas que eran lastimosa caricatura de los gustos señoriles de Miranda y de D’Annunzio… 92
Pero ¿qué mucho así aconteciera al presente con los hijos adoptivos, si ya antes con los legítimos había sucedido igual? Andrés Bello, el polígrafo incomparable, se vio compelido a exilarse de su patria, para nunca más volver a su regazo, perseguido ferozmente por la jauría amaestrada de la ingratitud y la difamación. Pérez Bonalde, que hubo de ejercer en sus años de destierro el aspérrimo oficio de viajante de comercio, no encontró entre sus conterráneos ni un ápice de la aceptación que en puridad merecían las ideas innovadoras que había traído en su bagaje cosmopolita, desde los centros de Europa del mundo. Solo, triste, desengañado, como ave herida que se repliega en la vecina roca, el cantor de la Primavera, el discípulo de Heine y de Poe, se retiró a esperar la muerte en un pueblecito casi anónimo del litoral guaireño. Cecilio Acosta, quien por su cultura y educación puede ser considerado como auténtico hijo del solar avileño, padeció inúmeras miserias y vejaciones. El admirable autor de “La casita blanca” no tenía, según su propia confesión, con que pagar el porte de una epístola que le había dictado la amistad. Carlos Borges expió con ígneas lágrimas de su corazón el pecado de haber nacido sacerdote de las Musas. Ramón Hurtado murió de irrisión estética, nueva y peregrina enfermedad que le hizo padecer el igualitarismo pueblerino de los caraqueños. Juan Miguel Alarcón… Eliseo López… ¿A qué seguir acreciendo tan deplorable lista? Todas esas reflexiones hubo de hacérselas Elías David Curiel para decidirse a no dejar su refugio solariego. Sólo tres grandes poetas de tierra adentro, y todos tres de tierra hespérica, hubo en la Venezuela de entonces que no dejaron encandilar por el miraje avileño: Udón Pérez, Elías David Curiel y Roberto Montesinos. ¿Hicieron bien en ello, o hicieron mal? Dejemos el dictamen a la sociología. [Caraballeda, 27 de febrero de 1960]
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EL TEOSOFISMO POÉTICO
Juan Santaella y Elías David Curiel
La modalidad del teosofismo poético apareció en Venezuela cuando el apogeo de la generación de El Cojo y de Cosmópolis. Su introducción al país, como doctrina filosófica, quedó sin duda establecida a raíz de la fundación de la Gran Logia Masónica, en los días de Guzmán Blanco. El verdadero apóstol, el más original escritor, el más elocuente definidor y propagador del Evangelio de Sakya-Muni, fue entre nosotros el Dr. Francisco Domínguez Acosta, quien pagó con l vida, en las mazmorras del gomecismo, el delito de pensar hondo y de escribir altamente. La nueva tendencia, como todas las originarias del Oriente, venía precedida de inmenso prestigio. La escuela parnasiana, de cuya fragua salieron los Poemas antiguos de Leconte, había ido a buscar en las selvas ecuatoriales del Ramayana un vasto horizonte de antigua belleza. Los grandes poetas de la epopeya india volvíanse a dar la mano con los griegos: Valmiki con Homero, Kalidasa con Teócrito y Anacreonte.
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En España, Valle Inclán, según afirma en gay decir Rafael Cansinos Assens, se despojó de su segunda etapa de sensualismo pagano y se inclinó encender su Lámpara maravillosa sobre los fuegos misteriosos del neoplatonismo y del gnosticismo. En América, el mexicano Amado Nervo bordeaba los estanques pensativos de atávicas melancolías, con los místicos lotos consagrados a los Dioses del Ganges. Algunos de sus versos llevaban títulos sui géneris: “Hatha Yoga”, “Kalpa”, “Maya”, “Renunciación”, palabras gnósticas que exhalaban un aroma exótico y turbador, como las carnes de una bayadera. Nervo, a decir verdad, no pasó de budista epidérmico, de teósofo cerebral, más enamorado de la belleza exterior del panteísmo búdico que de su esencia doctrinaria; y otro tanto ocurre decir con los demás poetas latinoamericanos que se dedicaron al cultivo del género. Y era natural que así sucediera. A despecho de la magia de que venía precedido y de la fascinación extraña que ella podía ejercer por si misma en el ánimo de los poetas, la nueva tendencia contó en Venezuela pocos adeptos líricos. Su solo y casi exclusivo cultivador caraqueño, fue Juan Santaella, autor de algunas composiciones líricas relacionadas con la secreta doctrina. No fue por capricho o por pura deferencia de amigo que Santaella dedicó su conocido soneto “Ben Phandira” a Francisco Domínguez Acosta: la dedicatoria obedeció a una identidad de creados metafísicos, profesados por ambos escritores, y más conscientemente –acaso más sectariamente—por Domínguez Acosta, máximo exégeta de las ideas preconizadas por la Blavatzki. El movimiento, como expresión doctrinaria y literaria, aportaba muchos y diversos elementos de renovación en las palabras, imágenes y alusiones, cargadas de oculto significado, y daba al traste con los lugares comunes del vanílocuo romanticismo español a que ciertos poetas permanecían anacrónicamente aferrados, como crustáceos a la roca horadada por las tormentas, no obstante la profunda revolución introducida por el Modernismo. El cultivo inteligente del nuevo credo hubiera sido en nuestro medio un gran paso hacia la conquista del verdadero lirismo. Pero ese cultivo requería un esfuerzo estético que nuestros poetas no estaban en capacidad de hacer. Después del soneto de Santaella, no se encuentra en la poesía venezolana de la Capital manifestación alguna de índole teosófica, a excepción del Culto Celestial de Víctor Racamonde, donde el tema parece tratado de manera ambigua, velando quizás inconfesables congojas. En fin, Carlos Borges inquirió los caminos de la teosofía en su época de indecisión religiosa, eligiendo a la postre los cristianos, quizá por venir ellos más directamente del mundo pagano, al que tanto admiraba y amaba el poeta de Lucrecia Borgia y de la Obertura al Balcón de Margarita.
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Sin embargo, no careció la poesía venezolana de poetas que se apasionaran con gravedad, como Apuleyo, por Isis develada. Elías David Curiel es un ejemplo, el más sorprendente, del teosofismo poético en Venezuela. Su poesía metafísica es una fusión del iluminismo hindú y del romanticismo de los grandes visionarios alemanes: Novalis, de Hölderlin, de Jean Paul, de Tieck, de Brentano. Su poema titulado Más allá de la vida refleja a cabalidad la imagen psíquica de aquel soñador, torturado por arcanas preguntas sobre el origen del Cosmos y sobre el destino del hombre. En el libro de Job se leen capítulos que hubieran servido a maravilla para subtitular el hermético poema de Curiel. Son aquellos donde Jehová plantea arduas preguntas al abatido varón de Hus, improperándole su ignorancia y pequeñez, y conminándolo a responder abstrusas cuestiones de panteísmo genésico, de cosmología primordial, de ontología y de biología, de los arcanos designios de la naturaleza, y en fin, de todas las secretas leyes que rigen el sistema plural de los mundos. Escabrosas interrogantes, más para ser formuladas a Epicuro, a Heráclito, a Empédocles o Lucrecio, que al arruinado terrateniente de las comarcas de Edom. Curiel vuelve a plantearlas en sentido esotérico y tanto en el insondable poema árabe de la Biblia como en el del maestro de escuela coriano, ellas siguen sin ser respondidas a satisfacción.
Antes de ser nosotros nuestras almas han sido otros seres y en otros planetas han vivido? (La noche calla y balbuceo Eolo). El genésico amor fabrica solo la viviente morada donde la Esposa Mística, velada de azul a Cristo espera? O es Psiquis, cuerpo astral, sólo la esfera hermética en que habita el ego humano, 96
como si cada espíritu en su arcano su propio Cristo gestatorio fuera o fuera en gestación un dios pagano?
Antes que el cosmos fuera y fuer el alma ¿qué fue nuestro sistema de ocho mundos qué fecundiza el sol con áurea palma de luz? ¿Mares de lodo? ¿Es todo igual en el inmenso todo? ¿Tendrá más numerosos y profundos sentidos el siriano? ¿Habrá la cuarta dimensión? ¡Lo mismo que sólo linealmente el batraciano ve y el quelonio sólo mira el plano, a los pies de Pascal se abrió el abismo?
No leo de corrido en el arcano, biblia indeletreable sin la ayuda de la fe, hija nonata de la duda; mas si no es vana utopía que es cada ser su propia theogopia inmortal y su presente evolución, involución mañana, ¿cómo el fuego del Sol que arde y consume germina, savia arbórea, en la simiente: 97
raíz, tronco frondal, miel y perfume, y el perfume ascendente la odorífera estrella azul imana?
Si yo Cristo he de ser o ser Apolo al cabo de mil evos, necesito precisar en mi mente lo absoluto que no concebiré si no disfruto de infinitos sentidos o de un solo sentido-infinito
Los Poemas en flor En 1944 aparecieron, editados en Caracas, los Poemas en flor, título de todo punto discordante con la gravedad temática que caracteriza la poesía de Curiel. Prológalos Rafael Vaz, buen artífice del verso, educado en las disciplinas del modernismo, único discípulo gallardo, entre nosotros, de Julio Herrera y Reissig. Vaz no tenía el hábito de la prosa, pero su exordio o Marginalia no carece de penetración, y a vueltas de atinadas observaciones acerca de la lírica de Curiel, de la influencia que fatalmente pudo ejercer la raza semítica de la cual descendía el poeta, en el origen de sus conflictos interiores, y de la decisiva que ejer5ció en su vida y obra el vicio azul del éter y del absintio, concluye explicando el método a que se atuvo para orientar su tarea de recolector. Dice Vaz: “De los tres volúmenes dejados por el Maestro a la hora de su deceso, me he decidido por el intitulado Poemas en flor, por estimarlo más en consonancia con la idiosincrasia espiritual de Venezuela.” ¡Comprometedora afirmación para un espigador de gusto tan indiscutible como el autor de Los paisajes del éxtasis. Así lo interpretó sin duda Vaz, porque a renglón seguido escribe: “Conviene agregar que tal vez desentona en la unidad de este volumen algunos cantos pertenecientes a Música astral y Apéndice lírico, que he resuelto incorporar a esta edición.” Todos los vislumbres halagüeños que el lector había entrevisto de encontrar en el libro de Curiel –no obstante su título de incipiente romanticismo—la auténtica dimensión poética, quedan apagados de pronto ante semejante decisión del selector. Con recelosa aprehensión 98
comenzamos a hojearlo; y en efecto allí no aparecen sino poemas galantes o eróticos, algunos de ellos faciloides y cuatrisílabos como “Rosa-pálido”, otros superficiales y eneasílabos como el titulado “cromo”, otros en fin buenos solamente para satisfacer las urgencias cubicularias del amor sensual. ¿Dónde está el gran aletazo de los desconocido, aquel que hace estremecer las antenas del alma, cuando pasa rozándolas con su mensaje de infinito en el reposo de la noche, bajo cuyos cielos misteriosos la frente de los petas calla y vigila? ¿Dónde los grandes poemas alucinados, como los cuentos de Hoffman y de Poe, que resonaban dentro del cráneo acústico y fosforescente de Elías David, como el rugido de los jaguares en el fondo de las cavernas? Allí figuran, sí, pero mutilados, humillados, entre el florecido jardincillo romántico del erotismo juvenil, a semejanza del albatros de Baudelaire, o del águila, entre aves de corral. Ya, al igual que Eca de Queiroz en una de sus irónicas epístolas de Fradique, el hermético Francisco Domínguez Acosta había censurado con donoso estilo, en carta que dirigiera a Elías David. “eso de que la poesía esté, como una vieja, dále que dále sobre el mismo tema, sobre la misma boca, los mismos ojos, la misma eterna mujer”, al mismo tiempo que holgábase el teosófico doctor sutil en ver cómo Curiel evolucionaba cada día más hacia planos de iniciática revelación, “encantando la proa de su barca con la bruma de un ensueño o con el ensueño de unas riberas desconocidas.” Es raro que un poeta de la estirpe de Vaz haya condescendido con la cursilería literaria de Venezuela, que él llama, ignoro si burlescamente, “idiosincrasia espiritual.” Al seleccionar los versos, no pensó Vaz ni por semejas en la gloria de su excepcional conterráneo; no previó que la verdadera crítica, los hombres ilustrados y la juventud estudiosa de su país, iban a reclamar la plenitud de la obra de Curiel, para juzgarlo y admirarlo en sus cabales proporciones. Don Rafael parece haber pensado únicamente en la gloria convencional. Poemas en flor es un libro que, no digamos suscita, pero ni apenas refleja, la exacta y poderosa imagen del poeta coriano. En un medio como el nuestro, donde son tan escasas las antologías unipersonales de los altos poetas olvidados, escasez debida, por una parte, a la apatía o ignorancia de los familiares sanguíneos de esos magnos espíritus, y por la otra, al inconfesado interés que sustentan ciertos noveles grupos literarios en silenciar a todo aquel, de antaño u hogaño, que no se gregarice con el credo de su secta, es una acción muy reconvenible, aun cuando se cometa de buena fe, el fragmentar o adulterar su patrimonio de belleza en aras del efímero compromiso temporal. Las bellas letras venezolanas necesitan de una edición, hecha con mano solícita y experimentada, de las obras completas de Elías David Curiel, hasta hoy desparramada en polvosas revistas o comprimida en trozos de índole escolar. [1961] 99
TRAS EL MURAL DE LA LOCURA Sobre la novela Las Vírgenes de las Rocas, de Gabriele D’Annunzio
Si sacáramos a las tres “vírgenes de las rocas” de su jardín cerrado., de su huerto de clausura en derelicta belleza, del encantado paraje donde absortas las dejó cautivas en la opresión de su destino el aprendiz de ulisismo Claudio Cantelmo, para hacerlas subir a la escena del Mundo, para conducirlas “a la vida”, ¿en qué proscenio las colocaríamos? Acaso a Violante en el de La Gloria, a Maximilia en El martirio de San Sebastián, a Anatolia en “Más que el amor”. Arduo sería acertar. ¿Sabemos que D’Annunzio intentó escribir una tragedia con el título de “La madre loca”…basada en doña Alduina, la madre de las vírgenes de las rocas? El paso de la silla de manos, en donde va como una reina o como una antigua deidad la blanca demente es una obra maestra de sugestión, elogiada por la crítica, aún por la más recalcitrante. Sólo el paso del fantasma viviente de lady Madeline por el ángulo de la misteriosa habitación de la gran casa abandonada de Usher, en el cuento de Edgar Poe, puede ser comparado, por el secreto calosfrío de terror que produce, con el paso de doña Alduina. ¿Conocía el poeta italiano la extraña narración del poeta norteamericano, precursor en muchos aspectos del esteticismo inglés? Zaldumbide es siempre el que más atina. Dice que el poeta tentó por primera vez la forma dramática, poco después de haber escrito las vírgenes de las rocas. Como si todavía respirara aquella atmósfera alucinante y estuviera opreso por la angustia que la presencia 100
visible o invisible de doña Alduina difundía en la casa solitaria donde las tres vírgenes ansiosas se consumían, el poeta nos da en el Sueño de una mañana de primavera otra figura de loca, si bien menos impresionante: figura calcada en el benigno arquetipo, vagamente esbozado en el poema de Shelley, escrito en 1816, titulado “Atardecer”, del cual extrajo al menos la inspiración para el “Sueño”. Y hasta el nombre de Isabel, que figura en la composición shelliana ha sido conservado en el de D’Annunzio, “mente il giovanne Virginio –observa el ensayista Vito Salierno—dalla lanucgine appena adenata sulle gotte, sembra la personificazione del adolescente del “Atardecer” que muere imprevistamente, dejando a su amante Isabel sumida en la demencia.. Shelley la define como la dama que primero conoció la confusión del ser; conmovedora y adorable loca, digna de figurar en el bello cuento de un bardo gentil. Sobrevivió a su amante para dedicarse a cuidar a sus padres. El sufrimiento y la locura la habían hecho casi transparente e incorpórea: al través de sus venas sutiles podría verse la rojiza luz de la mañana. El pasaje de doña Alduina en silla de manos o portantina cr guidecer de hipocondría la tensión y la ansiedad en que se mantiene sin cesar el espíritu de las tres doncellas y de los dos hermanos, se las produce, como una razón de vivir,, el pensamiento de doña Alduina. Tengo para mí que las heroínas que no obedecen a leyes históricas o temporales, que las creaciones verdaderamente fantásticas del teatro danunziano, tienen origen en su gran lienzo prerrafaelita de trigento, con su castillo feudal y su aristocrática familia venida a menos. La gran poesía de la locura que habita en el cerebro semi infantil de doña Alduina, la hace ver fasto y esplendor donde no reina si no miseria y abandono. Su mente desequilibrada es la única que se parece a la de D’Annunzio, pues que por sobre la mezquindad y el prosaísmo de los tiempos, sabe evocar las grandezas del pasado e insuflar en aquellos seres, aplastados por la mano rasera de la realidad, coraje y esperanza para continuar viviendo sin horror al borde del abismo, a cuyas fauces de olvido y destrucción se van acercando cada día. Sin el violento pero deleitoso pálpito que suscita en los corazones de sus hijos (de las vírgenes, de Odo y Antonelo) la presencia casi ubicua de aquella singularísima loca, a veces arrinconada en las habitaciones más recónditas del castillo o asomada talvez a una ventana, o cantando un aria antigua en el clavecino, o pareciendo meditar con los ojos fijos en una lámpara de extraña claridad, o haciéndose transportar como una estatua de la demencia bajo las arboledas otoñales del huerto cancelado,, o paseándose sola, a medianoche, por las galerías envueltas en silencio y en vaga penumbra lunar: sin todo eso oscuro lejano, misterioso, nadie en aquella casa opresa bajo el tedio hubiera podido vivir sin consumirse en el aburrimiento, sin languidecer de hipocondría. La tensión y la ansiedad en que mantiene sin cesar el espíritu de las tres doncellas y de los dos hermanos, se las produce, como una razón de vivir, el pensamiento de doña Alduina.
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Toda la casa está llena de ella, y todos respiran su locura como u n aire enrarecido. Se diría que son monjes de un misticismo sin ascesis. Cada cual vive sobresaltado por la esperanza y por la soledad; cada cual cree sobrellevar a su manera el peso del hogar que se tambalea. Maximilia busca fuera de si la escapatoria, y se prepara al monacato, aun cuando la consume un frenesí de entregarse toda ella “a un ser más elevado y más fuerte”. Las otras dos asumen actitudes de cariátides, y mientras sostienen las columnas ya medio derribadas, sueñan en el príncipe que vendrá a reconstruir el castillo, a revivir el esplendor apagado, a liberarlas de la rutina y de la monotonía. Maximilia v ala convento no a rezar, ni a hacer penitencia, sino a morir: camina a él como al sepulcro. Antonelo ha intentado matarse. Si algún libro merecía el mote de “El triunfo de la muerte” es ése. Odo resbala sin saberlo, sin presentirlo siquiera, hacia el mundo de la sinrazón, de la medianoche o del mediodía, s oye el rumor sordo de la polilla que taladra las maderas, los cueros, las telas, de la confusión del ser, como diría Shelley. Las habitaciones huelen a moho, y a encierro, y en las horas solemnes, mientras otra polilla más recóndita e implacable roe las mentes y pulveriza los corazones. Claudio Cantelmo es un donjuán misógino. Valga la afirmación paradojal. Hace que las tres mujeres se enamoren de él; pero cualquiera que eligiera marcaría un límite a sus conquistas (¿cuáles conquistas?) y a su instinto de predominio, puesto que ya está en trance de ser un aprendiz de ulisida. Para un héroe tan lleno de sí mismo como Cantelmo la mujer no es un descanso si no un estorbo. El deseo y la perplejidad fueron los creadores de toda la obra. Muchos personajes, mayormente los mejor logrados, son frutos de esa timidez, de esa inhibición del poeta. Ellas, como creaciones abstractas, son como una sonata para violín y piano en tres tiempos, el modo beethoveniano, o tal vez frescobaldiano. Violante es allegro vivace, Anatolia el andante maestoso, Maximilia el finale patético. Claudio Cantelmo es el intérprete, el director de la batuta prerrafaelita. Fruto perfecto de esa larga perplejidad es la fuente, la célebre fuente de la novela, clausurada en todas sus bocas hacía largo tiempo, la piedra invadida por el frescor del agua era una sensación que el autor había experimentado desde siempre. “esa obra vivía en mi desde hacía muchos años, oscura.”, declaró el poeta refiriéndose a La hija de Iorio. Es la idea encinta que cantó nuestro Rubén Darío –a quien D’Annunzio se negó a dar audiencia—y de lo cual existe infinidad de pruebas en el proceso gestativo de la obra dannúncica. Largos meses pensó en Malatestino dell’Occhio; largos meses soñaría también en La sirenita, en Fedra, en La esclava tebana, en tantos otros caracteres de su numen creador. D’Annunzio no era un artista espontáneo; rechazaba todo juego donde entrara la improvisación, su oído sin embargo era más fino que el de Flaubert, bastante sordo, literariamente sordo., y nunca necesitó, como el novelista de Salambó, en insistir en una frase para calibrarla. Su instinto poético y su finísimo oído n le engañaban. En los Salmos 102
se lee:: “Aures perfecisti mihi” me hiciste perfecto de oído, que es el órgano esotérico más desarrollado que el nombre posee y mediante el cual toma conciencia de la música.
D’Annunzio a veces se asustaba de su propio oído. “La mía es la mejor construida entre las orejas humanas y sobrehumanas, mejor que la de Adán, que tan mal interpretaba el silbido de la serpiente y el rebote de la manzana que cae. i oído es tan sensible que yo mismo le tengo miedo. En cierta ocasión, estando cerca de Toscanini que dirigía un ensayo de orquesta, con gran asombro suyo advertí que un instrumento sonaba levemente desafinado..” De todo eso es muestra convincente su poema Pioggia nel pinetto, la lluvia en el pinar. Para el deleite del lector transcribimos fragmentos del poema, traducido por mí en los años de aprendizaje de la primera juventud:
¿Oyes? La lluvia desciende con un rumor que se extiende y varía en el viento según es la fronda menos densa, más densa. Escucha. Responde al canto el lamento 103
de las cigarras que el llanto austral no amedrenta ni el cielo oscurecido, Y el pino tiene un sonido, otro el mirto, otro el enebro, instrumentos distintos bajo dedos innúmeros…
Escucha, escucha el acorde de las aéreas cigarras que se va lentamente volviendo más sordo y monocorde…
Pero otro canto se le agrega más ronco que de allá lejos asciende, d la húmeda sombra remota.
Más sordo y más bronco se retarda, se extingue, resurge, tiembla, se apaga (El mar está mudo, no fragua) Solamente distingue la honda que argéntea la lluvia restalla 104
a ras de la inmensa espesura, la crepitación que varía según es la fronda menos densa, más densa.
Escucha. La hija del aire Calla; Mas la hija del limo lejana La rana, Canta en la sombra más honda, ¿quién sabe en qué lindes hirañas Y llueve sobre tus pestañas, Oh Hermione. Llueve sobre tus pestañas Umbrátiles, tanto Que parece que viertes un llanto De gozo, y que verde aparezca Tu figura de un tronco surgida. Y toda la vida Es en nosotros más fresca, más limpia y oliente: el corazón en el pecho es como intanco albérchigo entre los párpados los ojos como surtidores entre las hierbas, 105
los dientes en los alvéolos como almendras acerbas
Y vamos de zarza en zarza ya sueltos, ya unidos (mientras las verdes fuerzas rudas nos engarzan los maléolos, nos trepan por las rodillas), y llueve sobre nuestros rostros silvanos, llueve sobre nuestras manos desnudas,} sobre nuestros vestidos livianos (…)
La aparición de Violante es un lienzo delineado en pocas pinceladas, pero con mano experta y segura. Parece una virgen de la roca de Leonardo o la doncella elegida de Dante Gabriel Rossetti. “Estaba ella bajo un arco de boj. Un trozo de prado se alejaba por la abertura, en franjas de oro, por detrás de su persona.” Allí ostenta la virgen un perfil casi marmóreo, inclinado bajo la enorme cabellera de la Venus boticélica: figura de vida interior acelerada, fotografiada a color por un poeta y a cámara lenta. Son ellas –responde al autor a su propia pregunta— las creaciones de mi deseo y de mi perplejidad. El deseo es un magnífico creador. Recuérdese el poema de Verlaine, maestro en ciertos aspectos de D’Annunzio, una de cuyas estrofas comienza: “Mon desir creé sons de tots en or”… Verlaine confiesa haber soñado desde muy niño con suntuosidades aqueménicas y pontificias. Su deseo creaba paraísos de ensueño, reuniendo a Heliogábalo con Sardanápalo, danzas de bayaduras al ritmo de suaves músicas “entre los perfumes de los pebeteros. Así el deseo de D’Annunzio creaba, o mejor recreaba las edades por medio del arte mágica de la palabra. La poesía es una magia práctica.
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El hechicero toca, con su lírica magia, la orla inerte de toda aquella fantasmagoría desvaída, y al toque irresistible de la poesía, todo parece reanimarse y continuar su curso con el ímpetu vital de los mejores días, y hasta el Amor que se hallaba entumecido como en el poema de Anacreonte bate las alas y prepara su temible carcaj. Se oye entonces palpitar en la quietud del jardín, ante el amago de las flechas de Eros, el corazón de las tres prisioneras del Destino, cada uno de distinto modo, con el zumbido de campanas aéreas en una torre de triple claraboya. El más violento en palpitar es el corazón de Violante; el más profundo el de Maximilia; el de Anatolia es el más sereno. La llegada de Claudio Cantelmo al umbral de la mansión tiene algo de cuento de hadas, o de relato caballeresco. Él es el príncipe ideal, largo tiempo soñado. Cada una le quisiera para sí, a sabiendas de que él con ninguna se quedaría. Y en este punto ha debido terminar la bella fábula, o seguir respirando en la misma atmósfera de Vita nuova. Pero D’Annunzio está interesado en dar a su héroe un relieve de ansiedad política, que por un lado le aleja del ambiente mágico en que se halla, y por el otro le vulgariza como cualquier personaje de romance naturalista. Las vírgenes de las rocas es una novela fantástica, la más fantástica en la pura acepción del vocablo que jamás se haya escrito. Ribetearlo de intenciones y de poder o de predominio, es empañar su diáfana luz sólo comparable a la que reina en algunos cuadros de los pintores prerrafaelitas. Sacada un momento de su encierro profundo, doña Alduina, paramentada con sus collares y alhajas, que ella supone legítimas pero que son piedras falsas, parece la imagen enigmática de un antiguo ídolo oriental en el fondo de su arcaica litera, como emboscada en un nicho portátil y así han de verla sus hijos aterrorizados, cada vez que a ella se le ocurre escaparse un momento de la sombra en que vive sumergida en el fondo de las habitaciones más apartadas del palacio. Aquella cara de icono bizantino o de diosa indostana, que pasa sin mirar lo que sucede a su alrededor, ¿de dónde sale, de qué sombras, de qué olvidado mito? Su palanquín tiene mucho de esos tronos de mano en que las arcaicas divinidades de la India suelen salir en procesión, si bien el poeta le compara con un féretro circuido de helado silencio. Arrumbada en medio de una sala en ruina y con penetrante olor a musgo; visitada en medio de la noche por larvas y fantasmas, la inusual silla de manos se animaba de pronto, como un raro y antiguo muñeco de cuerda, y era alzada en hombros de cuatro servidores entresacados de un borroso azul y seguida de cerca “por dos sirvientas vestidas de gris como las beduinas, taciturnas y tristes, pálidas por el tedio y el cansancio; y sus brazos caídos a lo largo de los costados se agitaban a cada paso, como los rosarios colgantes de sus cinturas, como unas cosas muertas.” ¿No parece un entierro tan triste escena? Sólo faltan el sacerdote con el breviario, revestido de negra capa, y los acólitos con los ciriales. Una medrosa escena fúnebre, pero cuya significación caía más allá de los límites de la muerte, y que se repetía quién sabe cuántas 107
veces en las estaciones propicias, desquiciando más y más la ya minada razón, la ya trastornada mente de los hijos. Doña Alduina no vive siquiera de las apariencias. Está más allá. Como su vesania la extranjera de los antiguos espejos verdosos, en el fondo de los cuales se quimerizan las perspectivas. Pasa, o está siempre con los ojos fijos en un sueño lejano, los labios enigmatizados por la búdica sonrisa tranquila. Con su rostro abotagado y sus collares de piedras falsas, tiene como ya se dio mucho de icono indostano que va en palanquín de procesión. Lo mismo cuando la llevan los palanquineros como en unas angarillas de hospital, que cuando pasa apoyada en el brazo de su hija Anatolia: acabado exponente de una piedad luminosa y de una fuerza moral que sostiene el derecho a la esperanza, a la comprensión absoluta de las grandes frustraciones de la existencia. Todos vienen esperando que se realice “un milagro” que la razón ilumine de nuevo la mente de la princesa, y es Anatolia con la fe de su alma y la bondad de su mano fuerte, la que mayores visos de realización da a esa imposible esperanza. Ella es la Antígona de su pobre madre que ha perdido para siempre los ojos del razonamiento, como Edipo se había arrancado los de su cara al conocer su delito de incesto, decretado por la fatalidad. La máscara que la insania ha ido ciñendo cada día más en el rostro de la princesa, despierta desde el principio nuestra curiosidad (o tal vez fascinación). Tan es así que mientras Claudio Cantelmo se pasea y dialoga por el vasto jardín claustral con las núbiles beatrices y sus dos esquizofrénicos hermanos, nosotros seguimos pensando en qué habitación del castillo se hallará en ese momento doña Alduina, si sentada en su seudo trono con Anatolia al lado como una centinela de la présaga noche de aquel rostro, o si todos se disponen a salir de paseo, con la fúnebre y precaria comitiva de las dos sirvientas vestidas de gris y provistas de bamboleantes rosarios negros en torno de la cintura. Ella sin saberlo y sin adivinarlo siquiera, pone a prueba a cada momento el amor de sus hijos y el último alarde de cordura que les queda en el cerebro. De unas y otros hace locos, monjes y mártires. La andrógina belleza de Violante, macerada en perfumes de estheriana madurez, produce en Cantelo la sangrienta visión de cercos y tomas de ciudades, que más adelante serán una obsesión del propio D’Annunzio convertido en condottiero, en aventurero, sin ventura. La rojiza y breve alucinación se produce a Cantelmo hasta una ventana del palacio, desde donde se divisa una sima erizada de rocas y desfiladeros, que abre sus volcánicas fauces al pie de la muralla: visión que concuerda con un paisaje similar de Flaubert en Salambó y con la concepción dionisíaca de la vida, acuciada de imágenes fulmíneas y relampagueantes, que se atropellaban en el cerebro exaltado de los protagonistas. Esa orgía de imágenes obsidionales contrasta en su violencia con la mirífica descripción de la frescura del agua, que invade de súbito la piedra reseca de la fuente; pasaje maestro de la novela que el autor acaba de hacer y que guarda similitud con ciertos versos auditivos de “La lluvia en el pinar”. Pero tanto la una como la otra corresponden a una fantasía siempre 108
en trance de exaltación y caldeada por los hornillos rugientes de los sentidos Cantelmo todavía aturdido por el trauma borrascoso de su pávida ilusión, dirige mentalmente a la virgen de los perfumes, a la cual tiene a su lado, casi las mismas palabras que el libio Matho en su ebriedad amorosa de bárbaro –tan bárbaro como los lejanos ascendientes de Cantelmo-- dice a la virgen sacerdotisa de Tanit , mientras la aprieta en sus férreos brazos: “Yo habría sabido poseerte en medio de la matanza, en un tálamo de fuego, bajo el ala de la muerte.” Tal como el jefe de los mercenarios, en la novela cartaginesa posee bajo la tienda de campaña a la soberbia hija de Amílcar, a contados pasos del atrincheramiento púnico, casi en las propias narices del Sufeta del Mar, sobre un lecho de palmeras cubierto con una piel de león, mientras afuera se oye el retumbar del trueno y el grito intermitente de los centinelas. Pocas horas antes de que estallara el voraz incendio con que Amílcar hizo arder el campamento de Autharita, ya había estallado bajo las caricias quemantes de Matho la cadeneta de oro que llevaba en las piernas Salambó, como símbolo de su alta alcurnia y de su doncellez. “Al volar, las dos puntas hirieron la tela como dos víboras furiosas.” El rubor de Salambó al arrollarse en torno a los tobillos los dos trozos de la cadenilla rota, fue un dolor sin palabras que le subía al rostro, mezclado de desprecio y de felicidad. Las vírgenes de las rocas son tres arquetipos diferentes y no obstante complementarios. Anatolia es la mujer fuerte, de manos toscas comparadas con las de Maximilia, tan finas como las azucenas llamadas hemerócalas; la virgo potens y esposa previsiva de que habla El Libro de la Sabiduría. Violante es la belleza andrógina en espléndida madurez; delicioso futo en sazón que si no se come ahora, comienza a corromperse. “Cada movimiento suyo estaba hecho para el amor estéril, para la voluptuosidad que no procrea.” La piel de su rostro tenía la inefable transparencia de la corola que mañana estará marchita.” El poeta le da varias veces el apelativo de “reveladora”, capaz de forjar mundos sólo con la expresión de un gesto o de una mirada. Su padre el príncipe Lucio, prematuramente envejecido, lleva de ella en el anular con frecuencia bastante significativa, un camafeo de contorno meduseo: “Como recuerdo de los tesoros profusos resplandecía en su dedo” D’Annunzio, que tenía el culto de las bellas manos, de las alhajas y de las gemas, se detiene a describir la venerable canicie y las pontificias manos del príncipe, caído en desgracia a raíz de la defección de su Rey. Más delante, al hacer el encomio de las manos de las tres Beatrices, narra el breve episodio del joven príncipe que habiendo sido encerrado en un lugar oscurísimo, pasó toda la noche palpando las manos fatales de los irreconocibles destinos que se tendían hacia él en las tinieblas, para luego preguntar: ¿Existe alguna imagen más pavorosa del misterio, que las manos en las tinieblas? Examinada por Cantelmo la joya que contiene el retrato de Violante, exclama: “Realmente, ella iluminó el arte de las edades desaparecidas, y desde tiempo inmemorial confirió a las
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materias duraderas el privilegio de perpetuar la Idea que ello hoy encarna”.” Quizás por esta y otras definiciones, Violante no está alejada de la Idea Pura, a la manera de Platón. Pero tratándose de un poeta de la contextura de D’Annunzio, la idea platónica aplicada a cualquier tipo de mujer sería punto menos que imposible; el autor que se dio a conocer como novelista con El placer, es en el mejor de los casos un idealista pagano, y la mujer para sus búsquedas no es motivo de introspección sino de plástica admiración. Violante encarna el ideal arcaico, asi inmemorial, de lo eterno femenino; ms esa condición no obsta para que su vientre sea incapaz de concebir y sus pechos no aptos para amamantar; “no podría ser poseída, sin avergonzarse, más que por un Dios.” Es una ficción del arte, enigmática y andrógina como el San Juan o la Gioconda de Leonardo, y como tal se le aparece al Poeta cuando la contempla junto a la fuente que ella va a abrir con sus manos milagrosas, quedando por un momento, a causa de la salpicadura de los surtidores, “con los cabellos sembrados de un polvillo reluciente.” Este pensamiento de la belleza pura, recogido junto a las fuentes de la casa en ruina pero llena de poesía, personificando en ese momento por Violante, reitera el mismo pensamiento expresado en el “Pegaso domado”, fragmento típicamente dannunziano del Laus Vitae que, junto con la sangre de las vírgenes (samgue delle vergini) del Intermedio de Rimas, pone de manifiesto la maestría verbal a que puede llegar un artífice de las palabras: “Así arte mío –concluye el fragmento—aproxímate a los grandes pensamientos que están junto a las fuentes.” Anatolia es la guardiana del umbral de la locura. Ella ha visto y vigilado la Demencia en el rostro más querido que el ser mortal tiene en la tierra. Es ella quizá la que ha permanecido por más tiempo inclinada hacia la madre loca, “en la sombra de una habitación alejada, con las manos cogidas por las manos maternas.” El solo pensar en esto produce un calosfrío de pavor. En una carta dirigida a Vincenzo Morello en 1895 a propósito de la trilogía de La novela del lirio y refiriéndose a la muerte de Anatolia y a la locura de Violante que aparece en la segunda novela La gracia, D’Annunzio declara: “La locura como la muerte y mucho más que la muerte, eleva a la creatura humana al estado de misterio absoluto.”. Conforme a este modo de sentir, ha debido ser Anatolia la que enloqueciera y no Violante, pero ésta representa una idea de perfección que iluminó el arte de las edades desaparecidas, y era por tanto inmortal. De allí que el poeta haya tenido que matar a la que ha debido enloquecer. Con sólo pensar que Anatolia vivió siempre al lado de su madre demente, vigilándola y cuidándola, nos llenamos de estupor. Como los hipnotizadores transmiten el fluido magnético a sus pacientes por medio de los dedos, así doña Alduina ha debido transmitir a su familia, sobre todo a Anatolia, el fluido de su locura. No era furiosa la locura de la princesa; era más bien inocua y benigna. Sin embargo, al hablar de ella, de los destrozos que causa a su corazón de su progenie con la sonrisa tranquila que siempre se ve dibujada en su rostro giocondino, con el secreto terror que inspira a todos, a pesar de que tanto la quieren, y viven alentando siempre a la esperanza de un milagro, aun cuando estén convencidos de que tal milagro nunca sucederá: a pesar de todo eso que conspira a su favor, D’Annunzio la compara con 110
“una Erinnia familiar que preside la disolución de su familia.” El primer en caer ha debido ser Antonelo, cuyos nervios alterados le obligan a caminar, como los sonámbulos, al borde de un abismo. La segunda víctima sería, en este orden, Anatolia. Para ella parece formulada la pregunta: ¿Cómo podían aquellos míseros ojos aterrados por tantos fantasmas ver las cosas bellas y puras? El soñador ofrece a cada una de las tres hermanas una muerte armoniosa e la hora oportuna, vale decir, en “La Gracia”, y en “La Anunciación”, menos a la pobre Anatolia, la de las manos firmes, “destinada largamente a velar.”
Las Vírgenes Prerrafaelitas
Al conjuro del pincel de los Primitivos, las vírgenes tuvieron ojos de almendras, rostros alargados a semejanza a las ojivas que el gótico adelgaza para filtrar una luz ascética, un día virginal al través del artesonado misterioso de sus naves. En los lienzos de los Primitivos el color de las Vírgenes es transparente como la cera pascual, los cabellos se ven pálidos con esa palidez del legítimo incienso; el corpiño infantil se abulta apenas, los dedos aparecen ahusados y combas las frentes, a imitación del vidrio de las custodias; el cuerpo se yergue con la finura de los esbeltos pilares. Es la suya una belleza que tiene mucho de litúrgica. Todas ellas parece que respiraran dentro del fuego coruscante de los vitrales, y que el vértice en llama de los rosetones les hubiera prestado el nimbo de sus aureolas, las
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brasas azules de sus ojos, los tizones moribundos de sus labios. Célebres son los versos de Théophile Gautier:
Les vierges su fond d’or aux doux yeux en amande pales comme les lys, blondes comme le miel, les genoux sur le terre et les regarde su ciel.
Según Huysmans, las vírgenes de Botticelli son mujeres paganas, venus humanas que han sufrido y llorado mucho, como esa tristeza sensual de recientes lágrimas que se nota en las ojeras y en todo el rostro pecadoramente compungido de la bellísima mujer que representa a la diosa anadiomena, en el cuadro tan conocido del Nacimiento de Venus. Son las vírgenes góticas, las vírgenes bizantinas, tan caras a la musa simbolista de los poetas de Francia, sobre todo de Gautier y Tailhade, a quien pertenece el soneto citado por Rubén Darío en Los raros. El título de uno de los libros de Tailhade, contemporáneo de D’Annunzio, es por demás característico: Vitrales (Vitraux), en cuyo ejemplar n° 26 escribe Darío con delectación de bibliófilo refinado, “tengo a la vista, y forma parte del tiraje único de 500 ejemplares que sobre rico papel de Holanda hizo el editor Vanier. Vitraux es la primera parte de Sur le champ d’or (otro mote sacado de las vidas pictóricas de Vasari, a quien cita Gautier en su poema). La carátula, continúa el bardo nicaragüense, está impreso a tres tintas: rojo, violeta y negro sobre papel apergaminado. Todo eso es dannunziano a más no poder, hasta el título del breve poema el del último de la trilogía del lirio, en el colofón de Las vírgenes de las rocas: la Anunciación letanía decadente en tercetos a la Vírgen María, una viren como las que tanto se complacieron en colorear los vidrieros góticos con el manto adornado de pedrería: “ses cheveux souples d’ambre vert /glissent comme un rayon d’hiver sur sa cotte de menu- ver: sus ondeados cabellos de ámbar verde, se desmayan como un rayo de sol invernal sobre la saya sembrada de meníveros. Los dedos largos y los ojos de azur recuerdan a las Vírgenes de los Primitivos, a las cuales nos hemos referido interpretando un pasaje de En route de Huysmans, para hacer resaltar la unidad del arte gótico europeo: todas ellas parece que respiraran dentro del fuego coruscante de los vitrales, y que el vórtice en llamas de los rosetones les hubiera prestado el nimbo de sus aureolas, las brasas azules de sus ojos, los tizones moribundos de sus labios. El soneto litúrgico de Tailhade que comienza: “En el nimbo radiado de las vírgenes bizantinas”, quizá no tenga hoy lectores (y si los tiene son excepcionales) debido a que su factura raya tan paralela al hermetismo, que es como n gajo anticipado de las mejores vidas de Mallarmé, y participa con dualidad simultánea del esteticismo y del simbolismo. Altar mayor que han adornado las rosas de los amitines. Lino de las estolas, coros de los ríos 112
catecúmenes. Es la fusión del paganismo y del cristianismo, representado en nuestra poesía, de manera sustancial y bastante sui géneris, por Carlos Borges y Alfredo Arvelo Larriva. El comentario de Darío para el soneto de Tailhade, escrito en metro alejandrino, adolece de irreverencia danunziana. “Imaginaos a un enamorado que fuese a las santas basílicas a arrancar los mejores adornos para decorar la casa de su querida.” Sabemos que la mujer del arqueólogo Schliemann, al ser encontrado por su marido el tesoro del Atreo, se engalanó por un momento, acaso por horas, con los collares, sortijas, pendientes y ajercas de oro, que habían acaso pertenecido al regio tocador de las mujeres atridas, las del hombro de marfil y trágico destino; pero no creemos que si alguna vez se llegara a descubrir la tumba de Santa Ana, de Santa Isabel o de la Virgen María –cosa que ojalá nunca suceda—exista una mujer tan sacrílega que se quiera medir un brazalete propiedad de la Madre del Verbo. Este supuesto, puramente literario, nos la ha sugerido el irreverente comentario de Darío al soneto de Tailhade, poeta enamorado de la liturgia católica en lo que atañe a su belleza exterior. Esta fue una de las tendencias más características del prerrafaelismo y del simbolismo, expresado en “La doncella Bienaventurada” de Rossetti y aumentado en “el gran espejo” leonardesco por el autor de Las vírgenes de las rocas. La fusión de la devoción religiosa y del erotismo es una de las notas más sobresalientes de la escuela esteticista, junto con la tendencia romántica a lo medieval y lo mitológico, y a la fuga de lo cotidiano: versátil mezcla de elementos que dio como resultante la novela fantástica del más puro esteticismo, comenzada en los primeros cuentos de ambiente abruzés titulados “La virgen Úrsula” y “La virgen Ana”: un estudio de realismo psicológico que después se ampliaría y depuraría en el fantástico escenario de Trigento, donde el poeta logró reunir el hermoso grupo virginal de sus Tres Gracias palpitantes. La obra de Dante Gabriel Rossetti se halla impregnada de sensualismo y de misticismo, resultando asi perversamente fascinadoras, porque posee todas las cualidades de una creación religiosa, aunque sin plena convicción religiosa. Igual aroma de ficticio misticismo se encuentra en ciertos poemas prerrafaelistas de D’Annunzio, inspirados en la producción lírica y pictórica de Rossetti. Del Poema paradisiaco podrían citarse “Due beatricci” y “Vas spirituale”, “Beata Beatrice”, “Vas mysterii”, “Sique iacente” “Viviana MayMay de Penuele”del Isoteo-La Quimera. “Vas spirituale” parece inspirado en “The blessed Damazol”, y los demás en los cuadros rosséticos “Beata Beatrix” y “Rosa Triplex” de la Galería Tate de Londres, que acaso también sirvió de modelo al poeta para trazar los perfiles casi bizantinos de las vírgenes de las rocas, juntamente con “La escalera de oro” de Burne Jones. “Vas spirituale” comienza: Siede una donna bianca e taciturna 113
tenendo l’arpa delle molti chiavi, sul solio, ne la sacra ora notturna. Y termina con el benjuí y el espicanardo de Tailhade: E a pie de’ l solio il vescovo latino muove in ritmo un turibolo d’artento ove arde con la mirra il belzuino. La segunda Beatriz del poema pertenece del todo a la escuela fundada por Dante Gabriel: Te O Vivian May de Penuele gélida virgo prerrafaelita, o voi che conparste un di vestita dui fihi argento, a Dante Gabriele, tenendo un cirio nelle cerce dita.
Algunas comparaciones del Poema Paradisiaco y de La quimera preludian ya el gran parque abandonado, con la musgosa fuente muda, en cuyo fondo duerme la leyenda de Pantea, asesinada por el amor incestuoso de su hermano, leyenda inventada acaso dentro de la trama novelística por D’Annunzio, y que parece arrancada de un friso griego de las transformaciones ovidianas. Las fuentes del “hortus larvorum” de “Climene” en el mismo Poema paradisíaco, está descrito con las mismas músicas de la fantástica narración romancesca: Tachienne le fontane un tempo vive, Che ridean tutte vive di zampilli. Non altro sóde che il canat deui grilli Eguali e roco ne le ser estive. Chuidon le tromea del Triton arguto I licheni e i muschi verdiguiallis,
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Nettuno senza graccia, I suoi cavalla Marini guarda ne la vasca muto. “Callan las fuentes en otro tiempo vivas, que reían animadas de surtidores. No se oye mpas que el canto de los grillos, ronco e igual en las noches de estío. Ocluden la bocina del Tritón los líquenes y musgos verde jades y Neptuno sin brazos mira, mudo, sus caballos en el tazón.” Es la misma fuente de la novela, donde se habla de las caracolas que levan los tritones; de los delfines; de los caballos marinos de Neptuno; “La mole de mármol –composición pomposa de caballos neptúneos, de tritones, de delfines y de conchas en triple orden— surgía ante nosotros cubierta de costras grisáceas y de líquenes disecados…”
Grandi urni vuoteluego i balaustri S’alternan con le satatue corrose; Urna d’antica forma, ove le rose Fiorivan per virtú di mano industre
Grandes urnas vacías hay en las balaustradas, alternando con estatuas corroídas; urnas de forma antigua en que las rosas florecían merced a mano diligente.” Estas urnas son las mismas del romance, donde son descritas con idénticas palabras. “Urnas de piedra, de anchos costados redondos, alternaban con estatuas casi vestidas de líquenes, mancas o acéfalas, en actitudes que me parecían elocuentes. Y unos junquillos florecían junto sus plintos.” El canto monocorde de los grillos, es el que se oye en El inocente, y va unido a la melancolía que experimenta Tulio Hermil después de haber batallado toda la tarde con las acometidas del remordimiento: bandido de las encrucijadas de la conciencia. Existe un nexo prerrafaelita entre la novela y los versos de los poemarios citados. El “hortus conclusus” y el “hortum larvarum” en que se divide el poema, con tiene esbozos pictográficos, apuntes rápidos y suscitadores, tomados en un cuadernillo o “tacuino” poético, que van a ser ampliados en el gran espejo leonardesco que es en sí La novela del lirio. El “hortus conclusus” o huerto cerrado, termina con las palabras que sirven de comienzo a las vírgenes de las rocas: “Cosi la prima volta io vi guardai con questo occhi mortali…” 115
John Keats está considerado como uno de los inspiradores del prerrafaelismo, junto con el Edgar Poe de “La durmiente”, que parece inspirado en un cuadro de Carpaccio, “El sueño de Santa Úrsula”. Federico Olivero dice del poeta de La vigilia de Santa Inés, que la Edad Media le atraía con igual intensidad que la Hélade, cuyos mitos sabía “transformar en niños divinos”. El colorido suntuoso, el dibujo fantástico del arte medieval tenían para él una especial fascinación.. a su paleta de colorista veneciano pertenece la pintura de una vidriera ojival: ventana historiada que proyecta una fosca y religiosa luz bajo la luna:
Era una ventana de tres arcos, muy alta toda adornada de esculturas… Con vidrios romboidales de bizarro dibujo de esplendorosas y variadas tintas la luna invernal iluminaba de lleno esa ventana, y en medio, entre aquellos miles de emblemas heráldicos, entre los santos crepusculares y los foscos blasones, un escudo se empurpura con la sangre de reinas y de reyes” En “El sueño de Santa Úrsula” de Carpaccio, la aparición de un ángel vestido a la veneciana le anuncia su martirio. Dormida en espaciosa cama estilo medieval, parece más bien que la pálida princesa acabara de expirar, en el momento en que el emisario de la altura entra simultáneamente con la vaga luz matutina que hace más blancas las sábanas, con fúnebre blancura de sudario, en que la virgen bretona yace como una creación simbolista de Maeterlinck. El vasto dormitorio señorial se convierte en cámara nupcial, en camarín de cuento de hada, con la presencia casi aérea y fantástica de ambas criaturas destinadas al cielo. Como en una leyenda piadosa. El pr4íncipe encantado y encantador con que la bella durmiente sueña, se presiente en el doble arco de la ventana, donde floreen como un poema de amor dos jarrones de mirto y de claveles. ¿Se asomará por las rejillas de la gótica ventana el prometido ideal con que la virgen sueña, luego de haber fondeado su góndola en los amarraderos de la laguna? Por allí sólo se insinúa el resplandor antelucano del alba, y por la puerta el rubio ángel que viene a noticiarle sus bodas con el espantoso Azrael, príncipe de las tinieblas.
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Es posible que Edgar Poe se haya inspirado en la obra de Carpaccio al escribir el poema “La Durmiente”, el cual tenía el poeta estadounidense en más elevada estima que “El cuervo”, como creación de Arte. “Aunque apenas habrá, decía Poe, un hombre entre un millón que comparta mi opinión. “El cuervo” sin duda vale más como obra de arte, pero contemplado de acuerdo con los verdaderos principios de todo arte, “La Durmiente” es superior.” El mismo vasto lecho, la misma sala, alta y espaciosa del Carpaccio, apareen en el poema de Edgar Poe. El claror matinal que entra por la ventana gótica del Carpaccio se convierte en “La Durmiente” en claro lunar, en encantamiento selénico, como en el bello poema de Keats; alta, de tres arcos, con vidrios romboidales de bizarro dibujo, de espléndidas innumerables tintas. “La luna invernal iluminaba de lleno esa ventana.”. “El sueño de Úrsula” pasa a ser el sueño de Irene, una de las damas prerrafaelitas de Poe. “Con la ventana abierta a los cielos serenos, de claros luminares y de misterios llenos…¿Porqué está tu ventana así en la noche abierta?” Los aires juguetones, desde el bosque frondoso, risueños y traviesos, en tropel rumoroso, inundan tu aposento y agitan la cortina del lecho en que tu hermosa cabeza se reclina.
Sobre tus bellos ojos de copiosas pestañas, tras los que el alma duerme en regiones extrañas… el cielo la ha amparado bajo su dulce manto, trocando el aposento por otro que es más santo, y por otro más triste el lecho en que reposa…
Oh mi bella durmiente; ¿no te asalta el espanto, Cuál es, dí, de tus sueños el recóndito encanto? (...)
El D’Annunzio de las búsquedas prerrafaelitas debe no poco a John Keats, cuyo hálito de creación se deja sentir en varias páginas de El placer, marcadamente en la romántica visita de despedida que los protagonistas hacen a la tumba que guarda unidos los despojos 117
mortales de los dos poetas, de Shelley y de Keats, sepultados en el cementerio protestante del Monte Testacio. Aquel atardecer sangriento y amenazador que turba la convalecencia del Conde de Sperelli frente al horizonte marino, con todo su riqueza de pinceladas violetas, de marañas de nubes combatientes y enardecidas, “semejantes a un tropel de centauros sobre un volcán en llamas”, procede de las playas entrevistas en el “Endymion” espolvoreadas de lúcidas arenas, coronadas de áureos farallones, de islas, de ensenadas,, y a lo largo de las cuales se encabritan caballos fogosos. Keats era un poeta de trasmundo onírico, y su dormir estaba “recamado de profundos sueños”. Su visita a la tumba de Burns, en un gélido cementerio de Escocia, es cuanto cabe distinta a la que Sperelli haca a la suya en el camposanto de Roma. Ya Keats había realizado esa visita en un sueño que tuvo años atrás y que ahora se cumplía en la vida real: la visita que un sonámbulo permanente hace a un dormido eterno.
…When I close The lids I see far fiercer brillances, Skies fulls of splendid moons, and shooting stars (…)
Cuando cerraba los párpados veía esplendores deslumbrantes, cielos pletóricos de fulgentes lunas y de lluvias de estrellas fugaces, exhalaciones que ribeteaban la claridad de las noches de estío: “porque los más fúlgidos de todos los ojos son aquellos que tienen sus párpados cerrados.” Una noche vio el primer sol que se alzó en presencia del Caos, una visión más que apocalíptica. Para él eran más reales que los presentes, los usos y costumbres de las épocas preteridas. “Esa propensión a los objetos raros y suntuosos –observa Olivero—por los mármoles lúcidos y ricamente veteados, por el esplendor de las joyas (y de los atardeceres de otoño) esa exquisita sensibilidad hacia las artes decorativas, preludia la escuela parnasiana de Leconte de Lisle.”Atinada aserción de Olivero, que se haya ampliamente corroborada en aquellos versos de “Endymion” dignos de haber dado pie a ciertos sonetos de Los trofeos de José María de Heredia: Cuando él tira las áureas riendas de su cuadrigas y pasea a su antojo por las llanuras de ámbar conduciendo sus cuatro corceles resollantes.
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Con elementos más simples, aunque sacados de la inagotable cantera de Shelley y Keats, construyó Dante Gabriele Rossetti el controvertido edificio del arte prerrafaelita. El soneto para él no es el turbio bodegón victoriano, rebosante de jamones y de frutas, sino algo liviano y etéreo como un genio de Las mil y una noches. “The sonnet is a moment monument”: el soneto es el monumento de un instante, con la exquisita tesitura que,, acompañándose en su laúd, le entonó Petrarca en el Cancionero y Dante en La vida nueva. Las joyas y las tintas fastuosas de Keats, vuelven a fulgurar en la veste y en la mano de la Doncella bienaventurada, pero atemperadas por el azul hosánico de Fray Angélico y de Lucca della Robbia. Las siete estrellas apocalípticas que luce en sus cabellos están equilibradas por el manojo de lirios sibilinos que lleva en la mano, en número de tres; el lirio que aparece siempre al lado de la Virgen, colocado en un búcaro, en el poema delas Anunciaciones. Romanzi del giglio llamará D’Annunzio a sus novelas prerrafaelitas, que son como una sinfonía en blanco mayor, con orlas del azul más puro de la escuela pictórica de Siena: de Martini, de Buonunsegna, de Lorenzetti. El estudio de los pintores italianos fue uno de los esfuerzos estéticos de John Keats. La pintura era el complemento de la poesía, y de haber manejado el pincel con la misma habilidad que la pluma, nos hubiera legado una obra semejante en su contenido a la que en su hora realizó Dante Gabriel: “El hombre debería conformarse con tejer un tapiz celestial lleno de símbolos, para su ojo intelectual”, dice Keats, en una especie de anticipado manifiesto del hermetismo. Ese gran tapiz fue tejido en Francia por Víctor Hugo en Las contemplaciones y La leyenda de los siglos. Hugo es hasta cierto punto un precursor del parnasismo, y en su obra están contenidos los tapices y gobelinos de Keats, de Shelley, de Rossetti. En “La estatua” cantó primero que Heredia y que D’Annunzio la derelicta belleza, apenas entrevista por los canceles de los huertos y parques en ruina. Abandonado bajo als umbrías de un viejo parque de Versalles está el busto de un sátiro, de un Término barbudo. Ese busto, con su eterna risa de piedra vio antaño pasar por los viales desiertos las más célebres parejas de enamorados y amantes, o bien danzar los grandes ballets mitológicos a los príncipes y poetas cortesanos del palacio encantado. Margarita de Navarra, la reina galante, madamisela de Fontanges y madama de Montespan, favorita de Luis XIV; la Duquesa de Chevreuse, urdidora de insidias contra Richelieu y Mazzaino. Este último se ve pasar envuelto en su manto escarlata, que acentúa aún más su palidez cardenalicia. Entre los poetas desfilan el autor de la “Elegía a las ninfas de Vaux”, el amable La Fontaine, y el grave y sentencioso Moliére. Una nostalgia una saudade, una melancolía del tiempo pasado, du temp jadi como diría Villon, se cierne sutilmente en el ámbito nemoroso y elegante del viejo parque ahora desierto, y ese matiz de cosa desvaída, de borrosa viñeta, imparte a la sombra de los personajes evocados una atrayente vaguedad. Todos aquellos alegres y frívolos personajes de los siglos XVII y XVIII pasaron. Sólo queda, con su perenne risa laídea, tal vez desprovista de un diente como el sátiro que
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Miguel Ángel hizo envejecer de un martillazo, la semioculta estatua del Término, ya medio carcomida por el musgo piadoso del tiempo. Los cuadros de Lorenzo Alma Tadema ejercieron también vivo influjo en la etapa prerrafaelita de D’Annunzio. Desde su más temprana formación humanística, dede la primeras rimas, iniciadas con mano juvenil pero ya segura en el libro de Gramática en retórica, título algo pedantesco y de evidente raigambre clásica, forjado en el molde tenaz de sus lecturas y en el saludable ejercicio de traducir e imitar los himnos de Homero, las Odas de Horacio, las elegías de Ovidio, de Tibulo, de Catulo,, el poeta compara las espléndidas cabelleras de sus Safos, con las que suele Alma Tadema coronar sus figuras femeninas, evocadas del mundo antiguo. Safo vestida de alba túnica, rodeada de un coro de discípulas y admiradoras,, ríe con clara risa frente al sol que se apaga, extendida sobre el pecho la cabellera violeta, de la que se trasmina un dulce misterio voluptuoso. Ese color del cabello de la poetisa de Mitilene, será como un estribillo en los cuadros del género, y es curioso que ya aparezca en la Ligeia de Poe, cuya “cabellera de Jacinto” muestra toda la fuerza de la expresión de Homero. En El placer compara los cabellos violeta de María Ferres con los de una alumna de la escuela mitilénica o lirófora de Lesbos en actitud de reposo, “tal como la hubiera podido imaginar un prerrafaelita”. En otra parte del mismo libro compara la tranza colgante de doña María, coronada por un cerco de jacintos con el de la “Pandora” de Alma Tadema. Seguramente Ama Tadema hubiera imaginado allí una Safo de cabellera violeta, sentada bajo el Herma de mármol, poetizando sobre la lira de siete cuerdas, en medio de un coro de doncella de cabellos de llama, pálidas y atentas a beber en el adónico la perfecta armonía de cada estrofa.” Esa “Safo di crin di viola” fue una obsesión tademiana de D’Annunzio y forma parte esencial de su humanismo pictórico. Cuando no es a Leonardo, a Miguel Ángel y a los Primitivos, los maestros que más cita son Alma Tadema y Dante Gabriele, La compañera del “Pecado de mayo”, delgada y blonda, tenía sobre la nuca pueril dos mechones que despedían los ígneos rayos que da Tadema a las cabelleras antiguas. Aquí la pátina de antigüedad proviene de los más conocidos cuadros del colorista holandés, evocativos de la vida privada romana y griega (Safo, Pandora, “Leyenda a Homero”, “Los mármoles de Egina”) y también de la vena cuentística de Maupassant. Otra constante esteticista la constituyen las manos femeninas: manos giotescas o leonardescas, parecidas algunas a las de María, en cuyo ámbar brilló el diamante de los gestos litúrgicos, como las de Maximilia; las de Violante, ungidas de aroma pertinaz como primavera carnal; las horribles manos cortadas de Silvia Settala en “La Gioconda”, vivas aún dentro de los dos pozos de sangre que han formado con su incesante estilicidio.
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Cierto día vi yo una mano cortada detrás de la puerta de un quirófano, entre gasas y algodones, en un hospital de provincia. Era la mano de una mujer del pueblo que había reñido con su vecina machetazos. Tirada provisionalmente y como olvidada en aquel rincón de la estrecha sala impregnada de cloroformo, mostraba las palmas amarillentas como las de ciertos monos, con los rudos callos del trabajo continuo, y el colgajo de venas que todavía sangraban y que hacía poco habían estado ligadas a la muñeca de la infeliz mujer de la calle, tendida como una muerta en la cama de operaciones…. Las manos de Anatolia, fuertes y casi varoniles, inspiradoras de apoyo y de seguridad, animadoras e iluminadoras de la obra oscura que se va gestando en la mente de los artistas. “La Gioconda” está dedicada a Eleonora Duse, “la de las bellas manos”. Y qué es “La Gioconda” sino una lírica lamentación mezclada de sevicia por las filenas manos mutiladas de Silvia Settala? “¡Qué bellas, qué bellas eran!”, exclama la Sirenita, personaje mágico del teatro de D’Annunzio. “Bellas como si las hubiera hecho un soplo del Alba, más finas que los bordados que hace el viento en la arena; se movían como el sol en el agua (…) lo que cogían para dar se convertía en oro (…)” Puede ser que Les cheres mains de Paul Verlaine hayan servido de modelo al poeta italiano, devoto apasionado, por lo demás, de las madonas de los primitivos y renacentistas; y no sólo de las manos e aquellas vírgenes y santas, sino de sus enigmáticas y apasionadas figuras. De Maria Ferres dice que tenía el rostro ovalado y los rasgos delicados, esa expresión tenue de sufrimiento y de fatiga que forja el humano encanto de las vírgenes de los tondi florentinos de la época de Cósimo. Una por una pasaban ante nuestros ojos las mujeres de los Primitivos, las inolvidables cabezas de las santas y de las vírgenes…largos cuerpos ágiles como tallos de lirios; cuellos finos e inclinados; bocas llenos de sufrimiento y de afecto; manos ¡oh Memling! Céreas, diáfanas, como hostias, más significativas que cualquier otro rasgo.” Del mismo “Diario” de doña María, la dolorosa heroína de El placer, extraemos el siguiente significativo pasaje: el conde Sperelli, l’enfant de volupté, le ha preguntado si le permitía hacer un trabajo de sus manos, en rojo y negro, a lo Stendhal. El estudio no se limita a su mano desnuda, puesta sobre un pedazo de terciopelo, sino a una parte desnuda de su alma, al penetrar en ella con su mirada zahorí hasta el fondo, descubriendo los más ocultos secretos por medio de la mano, vehículo de humana revelación. Nuestro Padre Carlos Borges, que era en el fondo un dannunziano por haber leído en su juventud la obra del poeta en lengua originaria, escribió aquel poema de las manos, único en la literatura venezolana, que comienza: “Quiero verte desnuda como una azucena / manecita de seda candorosa y fragante / quiero verte desnuda como un lirio, rilena / florecita que encierra el capullo del guante.” Célebres son en nuestra lengua, por haberlos interpretado con un sentido de esoterismo casi quiromántico el maestro payanés Guillermo 121
Valencia, aquel desfile de manos que van pasando en forma casi irreal y misteriosa como en una revelación onírica, por el fono del “hortus larvarum” del Poema paradisíaco: Le manid elle donne che incontrammo Una volta, en el sogno en ella vita. (Manos de las mujeres, que encontramos Una vez en el suelo y en la vida) A la magistral versión valenciana, nosotros hemos añadido, en pro de nuestra finalidad las siguientes interrogantes. ¿LAS DE VIOLANTE?
Nos dejaron algunas tal fragancia Y tan tenaz, que en una noche entera Brotó en el corazón la primavera, Y tanto embalsamó la muda estancia, Que más aromas el Abril no diera. ¿LAS DE SILVIA SETTALA? Frías, muy frías algunas como cosas Muertas de hielo…
¿LAS DE MAXIMILIA? Otras como las manos de María, hostias fueron de luz vivificante, y en su dedo anular brilló el diamante entre la augusta ceremonia pía, ¡jamás entre los rizos del amante!
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Y finalmente ¿LAS DE ANATOLIA? Otras, cuasi viriles, que oprimimos Con pasión, de nosotros la pavura arrebataron y la fiebre oscura, y anhelando la gloria presentimos iluminarse la virtud futura.
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D’ANNUNZIO Y MAUPASSANT
El poema de D’Annunzio titulado La tredécima fatica, o sea el tredécimo trabajo de Hércules, puede ser considerado como una versión pararástica del poema La venus rústica de Guy de Maupassant. Desde muy temprano D’Annunzio recibió la influencia del gran cuentista francés, hasta el punto de que algunas de sus narraciones o nouvelles del Pescara, tales como “El trasbordador”, “El fin de Candia”, “Turdulentana retorna” y otros no son sino meras imitaciones de las nouvelles “El abandonado”, “El retorno” y “El corderillo” de Maupassant. Según Benedetto Croce, D’Annunzio no hace otra cosa que recargar de adornos y de crueldades lo que en el original es solamente breve y triste; si bien defiende de pasada a su compatriota, diciendo que no se debe dar extrema importancia al hecho de que el Poeta haya traducido o imitado un centenar de páginas maupassantianas, porque “ello en nada puede cambiar la fisonomía histórica de D’Annunzio, autor de veinte volúmenes que le pertenecen de un todo” Pero lo que al ojo sagaz de la crítica se le pasó por alto, fue observar que D’Annunzio n o solamente como novelista y cuentista imitó a Maupassant, sino también como poeta. Prueba de ello son sus poemas La tredécima fática y La Venus de agua dulce, simples traducciones parafrásticas del poema La Venus rústica de Maupassant. Trataremos de exponerlo con toda claridad. Dice el poeta francés que un pescador, yendo un día de verano por la ribera, a la cual llama bellamente “línea de espuma donde el mar comienza”, halló una niña recién nacida, recogió 124
el húmedo cuerpecito, enjugólo cuidadosamente y lo colocó dentro de su banasta, envolviéndolo en las redes.
Une pétite ednfant gisait abandonee Toyte nue et jettée en proie au flot amer, Au flot qui monte e noie; au moins queélle fut née Del éternel baiser du sablé et de la mer.
Ese au moins qauedélle fut née del eternel baiser du sable et de la mer, a no ser que haya nacido del perenne beso de la arena y del mar, entraña un símbolo: el de Venus Andiomena, llamada así por haber nacido –según el mito heleno inmortalizado por Boticelli, de la espuma del mar. El autor había observado en la breve introducción del poema, que los dioses son eternos: todavía hoy ellos nacen entre los hombres como en la antigua edad; sólo que ahora no se les tributa adoración por largo tiempo, y no bien desaparecen, el pueblo ingrato los olvida. Pero siempre seguirán apareciendo, y los últimos que lleguen reinarán, a pesar de todas las incredulidades de la chusma tornadiza. Igual introducción, con algunas variantes, se lee en D’Annunzio. El poeta cambia a Venus por Hércules, y lo hace nacer a la sombra de un almendro florecido, en un sereno día del mes de marzo. Allí, expósito y desnudo, lo halla un labrador de los contornos, quien alegre de tan feliz hallazgo, lleva el niño a su choza de bálago, envuelto en una piel caprina. El primer atavío que cubrió la desnudez infantil de la Venus de Maupassant fue una red marina: il essuya sons copr et la mit dans sa hotte. En D’Annunzio la primera vestidura del futuros semidiós es la piel de un macho cabrío, del cuadrúpedo almizclado que encarna a perfección la lascivia, y cuyos cuernos agudos cascos bisurcos y barba petulante, pasaron al híbrido Pan, como atributos de la potencia generadora. En dos detalles poéticos vence el francés al italiano: 1.- Al regresar el pescador a la aldea, el ritmo de su paso mece como portátil cuna la niña que lleva a la espalda, en tanto que el rumor marino arrulla su sueño. El símil de la cuna con una barca que se bambolea es admirable. Et, comme au bercement d’une qui flotte, Les roulis de son dos fit s’endormir l’ enfant.
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2.- La silueta del pescador, al perderse en la lejanía deja tras sí, como una estela, el rastro interminable de sus huellas, a lo largo de la ribera donde el juego del agua resplandece: Bientot il ne fut plus qu’un point insassable” (…) D’Annunzio en cambio supera a Maupassant en la comparación del niño desnudo al pie del almendro, con un gajo de flores que se hubiera desprendido del árbol: “la molle nuditá parea quasi un grappolo di fiori da le rame cadute” De inmediato la comarca toda amó a la niña. Su cuna se llenó de arrullos y de mimos. Como las flores atraen a las abejas, así los besos acudían de todas partes s sus sonrosadas mejillas. Cuando, dejados los pañales, se le vio correr por el campo tras de las mariposas, una gavilla de granujas, evadidos de sus casas o de la escuela, se arremolinó en su redor para festejarla unos les presentaban frutas robadas en el vallado ajeno; otros, nidos de pájaros; otros, cervetas marinas, como si presintieran que andando el tiempo todos llegarían a ser amantes de la Venus aldeana. D’Annunzio dice a su vez que, cuando reciben salido de los burdos pañales, el niño se aventuró a dar el primer paso vacilante por la casa de sus protectores, le sonreían benignamente los dioses Lares, fieles guardianes del hogar. La gran cuna de alcornoque, en cuyo fondo dormía plácidamente el semidiós infante, se convirtió pronto en una especie de altar para la veneración de los campesinos, los cuales acudían de todas partes a admirar al prodigio, sin sospechar siquiera que aquel niño de hermosura maravillosa, iba a convertirse en el conquistador de sus mujeres y de sus hijas. Ignorantes de esa mañana fatídica, ellos se complacían por ahora en inclinarse largamente sobre los bordes de la robliza cuna; en ver reflejados sus rústicos semblantes en los serenos ojos del párvulo sin igual. Todos parecen saludar complacidos su advenimiento. Las yeguadas indómitas relinchan al verlo pasar en su envoltura primigenia de piel cabría, entre los brazos del buen anciano conductor de bueyes. Todo es augurio a su alrededor. Una gitana del lugar le rocía polvillos de plantas mágicas en el ombligo aún o cicatrizado. Una anciana hilandera cantora de aires monótonos como los rumores del huso y de la lanzadera que maneja, es sin duda el recuerdo de una usanza tradicional, de una antigua costumbre doméstica de la región natal de D’Annunzio: los Abruzos. La heroína de Maupassant actúa, durante la puericia, conforme a su sexo. Corretea por el campo tras de las mariposas, seguida por un enjambre de pilluelos que se la comen a besos, o bien entretiene las horas pescando en los cantiles de la ribera. El héroe de D’Annunzio corre libre y sin meta por los tupidos pastizales, donde repastan, sumergidos entre las altas hierbas, las yeguadas salvajes. También la pan-niña de
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Maupassant travesea por entre las altas hierbas, “que le llegaban a la altura de los labios.” “A travers l’erbe haute au niveau de sa levre.”
*** Llegó la nubilidad con su afloramiento de turgencias. El cabello pasó de boldo a rojizo, los ojos se hicieron fulgurantes como dos gotas azules sustraídas al mar, y la piel se atezó a los soplos de la intemperie. Los lugareños hubieran dado gustosos la vida con tal de agradar a aquella beldad magnética. En el Hércules dannunziano la irrupción de la pubertad coincide con el advenimiento de la primavera. La embriagadora estación vernal, a la que el Petrarca dio el calificativo de “acerba”, es en verdad como un pruriginoso brote capilar en el inmenso pubis de la Naturaleza, una circulación de linfas acres, que afloran con vívida urgencia en la extremidad de las yemas. El aire se sobrecarga de germinaciones; la sangre animal e torna fluida y cálida; por doquiera el césped renace danzas nupciales de luciérnagas, sordo bordoneo de abejas, atormentada estridencia de élitros; los ramajes se pueblan de nidos y gorjeos. Todo ser viviente entona el Pergilium Veneris, el salmo universal del amor de ese misterio terrible y divino en que el héroe va a iniciarse:
Se le vio galopar sobre el lomo desnudo de los potros, al través de los campos, como un centauro imberbe, sin aljaba y sin arco, maravillosamente, levantando a su paso llamas de cupidez. Las muchachas de la gleba, las espigadoras de faz morena acudían en presurosos grupos a los lindares de las posesiones para verle pasar, y lanzaban el corazón ansioso y palpitante detrás de sus huellas.
***
Un celo universal se despertó a causa de la seductora mujer del poema de Maupassant. En los meses de nieve, cuando no se la podía ver por los bosques, algunos lugareños, desafiando el rigor del invierno, iban a rondar como los lobos debajo de su ventana. Durante la época de la recolección, los labriegos se embriagaban más del olor que exhalaba aquel cuerpo púber, apretado y espléndido, que de las acres emanaciones del heno segado. Una tarde, en la cima de un promontorio que dominaba la llanura, se vio contra el cielo ensangrentado por el crepúsculo, a dos segadores batirse por ella, a golpes de hoz. Ella, en tanto pasaba como inconsciente de los primarios impulsos que despertaba en los hombres. 127
Encarnaba sencillamente todo cuanto el instinto de la procreación hay de augusto y de atroz. La Venus rústica poseía más títulos que la lavandera de “A la orilla del agua”, otro erótico poema de Maupassant, para ser la “fille suoerbe, ignorante e lascive”, la espléndida mujer, ignorante y lasciva. En la paráfrasis del italiano, todas las transformaciones subterráneas del humus y las aéreas de la savia están representadas en aquella fuerza varonil, que se despliega con la armoniosa exactitud de los ciclos vitales. La salud, ese don de los dioses, se exhala como efluvio benéfico de su cuerpo robusto y proporcionado, como los que gustaban de eternizar los antiguos escultores en el mármol de Paros. Y también de que aquel cuerpo salubre se desprendían, justo es decirlo aun cuando sea con frase de otro, “todas las obscenidades del celo universal.” Y aquí D’Annunzio no hizo más que copiar a Maupassant. Oigamos al francés: Ella era el Ser absoluto, creado según las leyes primigenias, el ideal y eterno arquetipo de la raza, que a veces suele reaparecer en el curso de las edades, subyugando al mundo y dando nacimiento a un arte sacro y nuevo. Como Cleopatra y Friné fueron amadas por el hombre, así se la amó a ella, que sabía expandir sobre todos, como una onda, su ternura abundante y serena.”
Oigamos ahora al italiano: Él era el tipo humano, era la forma pura que el gran arte antiguo eternizó en el mármol. Como el incendio estalla en la quietud de la noche serena en un bosque que duerme y al viento se propaga, y un árbol prende a otro y llamea cada árbol, semejante a una enorme tea, así corría por el cuerpo de las mujeres un ardor carnal.
El símil del incendio para expresar la rapidez con que el ardor cundió en todas aquellas mujeres, corresponde exactamente a otro de Maupassant, sobre el encendimiento erótico que la mujer despertó en los hombres: Quand le feu prend audain dans una village, on voit l’ íncendie égrener, ainsi qu’une semence, ses falmmes á travers le pays; chaque toit s’allum á son voisin come une torche inmense, et l’horizon entier flamboie: un feu d’amour qui ravageait les coeurs, brulait les corps, et, comme l’incendie, emportait sa falmme d’homme en homme eut bieontot embrassé les pays d’alentour. 128
Pero aquí, por el contrario se propaga de hombre en hombre como un virus morboso, invadiendo los campos circunvecinos. Ambos poetas son maestros habilísimos del instrumento métrico. Es preciso leer uno y otro poema en su idioma original para disfrutar de su sinfónica armonía. Los animales también la amaban de extraño modo. Ella les prodigaba sus caricias humanas, y ellos le correspondían viniendo a frotarla con sus pelos o con sus vellones. Los perros seguían lamiéndole los calcañares; los potros en la distancia relinchaban por ella; los gallos le hacían la rueda y los machos cabríos se daban de topetazos, alzándose sobre la patas de fauno; las doradas abejas corrían por su piel sin nunca picarla. Cuando por juego solía esconder algún nido de pichones entre sus pechos, los padres, revoloteando en torno de ella, alimentaban allí a sus polluelos.
Casi lo mismo sucede en el poema de D’Annunzio. El poder de atracción del nuevo Hércules y su corriente de simpatía son irresistibles. Las bestias montaraces le miran como fascinadas, hallando quizás en las facciones y en los miembros del Arquetipo, rasgos y formas de su naturaleza animal. Es un trozo verdaderamente digno de D’Annunzio, gran organista del idioma: los más altos vallados, vades, como dice Lucrecio en su invocación panteística a Venus, los ríos más peligrosos, “et rápidos trenant amnes”, para ir al encuentro de los sementales. De noche, el fulgor indeciso de la luna y el murmullo sinfónico de los ramajes, el semidiós celebra sus orgiásticos misterios en las verdes profundidades del bosque multisecular, bajo la ingente catedral arbórea. Los troncos añosos y sus caprichosas bifurcaciones adquieren, como en la célebre novela de Huysmans, formas triangulares o fálicas, o bien parecen tener grabados en sus cortezas los emblemas arcaicos de un rito olvidado, de una religión abolida: los símbolos que todo un gran pueblo de artistas adoró reverente. Como en el alto conticinio se siete a intervalos fluir un sereno rumor de ríos invisibles, de fuentes ocultas, así se presiente, en la sonora amplitud del alejandrino dannunziano, la onda de vida que el descendiente de los antiguos dioses vierte en las matrices de sus tres mil 129
concubinas. Y experimentamos la sensación de que hasta los mismos astros reinantes, influyendo sobre la gran noche verde de la floresta primordial, se han mancomunado para servir de antorchas benignas a la nemerosa bacanal. Un coro de ánimas en pena, un gran coro infinitamente lontano semejaba en el Ocaso la respiración de la inmensa floresta. de la antica foresta da l’inmensa redici stromento inconsapevole d’una Potenza oscura, con tranquilo vigore in tutte le matrice El gittava il ben seme de la specie futura Traían ahí en grupos al profundo lecho del héroe las doncellas, que ofrecían la bermeja flor de su juventud; traían al robusto abrazo del héroe abandonado el lecho marital las esposas. Y Él esparcía el amor abundante y sereno, y ejecutaba con inagotable vigor aquella obra carnal. En presencia de la inmensa floresta de inmensas raíces, instrumento inconsciente de una oscura Potencia, con tranquilo vigor en todas las Matrices. Él dejaba la buena semilla de la especie futura.” Muy pronto ¿la ira estalla en el corazón de los maridos engañados y abandonados: la ira sorda y reprimida de quien no puede arrostrar cara a cara un enemigo superior: Él era el rey absoluto de sus dominios y nadie osaba ni siquiera aproximarse a ellos los llenaba una especie de sacro horror. Seguramente, cuando el Descendiente heracleano se dejaba ver por entre las majestuosas columnatas de su palacio vegetal a los agraviados lugareños no les quedaba otro recurso que el de huir despavoridos, como los filisteos en presencia de Sansón, o los guerrilleros de Saúl ante el gigante Goliat. Mascullando amenazas, se reúnan para deliberar y deciden quemar la selva en contorno, ¡Muera Sansón con todas sus concubinas! La inmensa hoguera en que el héroe perece se asemeja a la de Sardanápalo, pues está formada por un montón de mujeres palpitantes. El poema se inicia con una pastoral y concluye con una apoteosis: la Apoteosis de Hércules.
La Apoteosis de Hércules Hércules fue, en su adolescencia, condenado por Anfictrión, monarca de Tebas, a vivir en las altas y fragosas montañas, en castigo de la muerte que el héroe diera a Linos, su maestro de canto, rompiéndole, en un acceso de furia, la cítara de las lecciones en la cabeza. Cierto día, mientras andaba sendereando peñas por las ásperas gargantas del Citerón, tuvo aviso cierto de que de que un león diezmaba los ganados del rey Tespio, quien era padre de 130
cincuenta hermosas doncellas, conocidas en la fábula con el patronímico de las Tespíadas. Hércules, cuya primordial misión era la de vencer monstruos y desfacer agravios, se puso una noche al aguaite de la fiera. No acertó para su bien, al pasar el felino por el sitio donde el joven cazador le tenía prevenida la emboscada; pero vio en cambio aparecer ante él a las cincuenta vírgenes, hijas de Tespio. La expectación del héroe hubo de trocarse en asombro al contemplar semejante comitiva, formada por núbiles muchachas que parecían competir en gracia y en belleza, y las cuales iban nada menos que a entregarle la sellada flor de su virginidad. Para un atleta de la magnitud de Hércules, aún las más arduas fatigas eran juegos de niños. A ésta sin embargo convendría no darle a la ligera calificativo alguno que fuera sinónimo de factible. Y porque no es cosa fácil yacer en una misma noche con tamaño número de vírgenes, la ironía griega siempre traviesa y penetrante, se complació en atisbar que nunca, como en aquella titánica lucha de amor, el semidiós tebano se había visto en tal aprieto.. Un epigrama de la Antología Griega así lo testifica: “En fin, el décimo tercer trabajo fue para Hércules el más difícil de todos: ser marido en una noche de cincuenta doncellas.” Cuéntase también que el notable filósofo Diágoras, apellidado el Ateo, se encontraba cierto día en un mesón, y no teniendo con qué preparar su comida, rompió una vieja estatua de madera que representaba a Hércules, y dijo: “Vamos, prepárate a ejecutar tu trabajo decimotercero: el de cocer nuestras lentejas.” Jamás se le ocurriría pensar al hijo de Alemena, que alguien en el mundo le pudiera alguna vez encomendar tan singular trabajo. Simbólicamente el trabajo amoroso con las cincuenta doncellas corresponde a la celebración en Tespias de las fiestas quinquenales de las Erotidias, consagradas a Eros fecundador y destructor. El tema, de todo punto sugestivo, movió la imaginación de D’Annunzio a escribir el poema en vibrantes alejandrinos, metro raro en la poesía itálica, que ya hemos sintetizado en otro lugar, y donde el poeta puso una vez más de relieve su conocimiento iniciático del significado oculto de los Mitos. La trama es general, es casi la misma de la fábula ya consagrada. Pero D’Annunzio en lugar de hacer víctima al héroe de la pasión arrebatada de Deyanira, lo hace de los celos colectivos de los comarcanos, quienes ponen fuego a la selva. Final trágico, con proporciones entusiastas de ditirambo. Devorado por las llamas emponzoñadas de la sangre del centauro Neso, la naturaleza de Hércules se sobrepone sin embargo a la vertiginosa odacidad del fuego, el cual Dice Júpiter en el poema de Ovidio, no consumirá en Hércules más que la parte que ha recibido de su madre; lo que tiene de mi es inmortal, y por tanto inmune a la llama y a la muerte”. Añade el Padre de los dioses que tan pronto como su hijo quede purificado de todo lo que en él hay de terrestre, lo colocará en el Cielo.
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Y concluye el poeta de La Metamorfosis: “Hércules, al despojarse de todo lo que en él era perecedero, apareció más colosal majestuoso y terrible, como la serpiente que se deshace de su vieja piel; y entonces, levantándolo Júpiter hacia el Cielo en un carro tirado por una cuadriga, lo colocó en la jerarquía de los Dioses.” ¿Con qué palabras más dignas de la Apoteosis se podía glorificar y exaltar a la categoría de Estrella al titánico realizador de los doce trabajos? Parece como si a ese Ocaso Trágico en las cumbres del Eta, todas las nubes del mundo concurrieran cargadas de suntuosas púrpuras crepusculares. El héroe antes de morir, atavía su cuerpo glorioso con esa regia vestidura de nubes. Solamente el infinito cósmico era digno de él, y en ese ilimitado marco sideral lo suponen hoy, más que lo contemplan, los ojos maravillados de la imaginación. Su entrada triunfal al Olimpo, donde lo recibe Júpiter sentado en su trono, teniendo en su lado a Atenas y Apolo, recuerda las asunciones cristianas, cuando el Padre Eterno, sentado entre el Hijo y el Espíritu Santo, recibe en el cielo las almas de los bienaventurados. Hércules por finj descansa en el seno de Abraham. “Y ahora –dice Píndaro, maestro de D’Annunzio—sentado a la diestra del Rey de los Dioses, paladea las alegrías de la felicidad suprema”.
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D’ANNUNZIO Y FRANZ CUMONT
El Laralio de Augusto
La descripción de Laralio de Augusto que sirve de escenario a la Tercera Mansión denominada “El concilio de los falsos dioses” en El Martirio de San Sebastián, la tomó D’Annunzio casi íntegra del libro de Franz Cumont Las religiones orientales en el paganismo romano, aparecido en París en 1906. El libro de Cumont, a vuelta de otros méritos, tiene un gran valor literario y científico, por el método de exposición, por la forma poética de su estilo y por el modo personalísimo con que en él se plantean y estudian ciertos problemas de carácter religioso. El poeta italiano siguió tal al pie de la letra con las indicaciones del orientalista francés, que a veces se limita simple y llanamente a copiarlo. Veamos de qué manera. a) Pasaje de Cumont: “El Júpiter de Doliqué, deidad del rayo, se representaba blandiendo un hacha de dos filos de pie, encima de un toro. Antiguo protector de los herreros, adondequiera que se afinaba y templaba el hierro, llegó a ser naturalmente el invocado por excelencia de los soldados que deseaban el triunfo de sus almas.”
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Pasaje similar de D’Annunzio: “El Júpiter solar de Doliqué, al que una tribu de herreros forjó de las chispas del hierro al rojo, de pie encima de un toro y armado con el hacha de dos filos, lleva la armadura del legionario romano.” b) Pasaje de Cumont: “Ma, adorada en las gargantas del Taurus y en las márgenes del Iris, asimilada a la Belona itálica. La supervisión del dictador Sila, a quien esta protectora invencible de los combates habíasele aparecido en sueños, le indujo a introducir su culto en Roma. Los esclavos capadocios habían ya introducido sus ritos en la Apuñia, y uno de ellos, en un rapto sagrado, profetizó a Sila su triunfo sobre Mario.” Pasaje similar de D’Annunzio: “Ma, la Belona capadocia, abrevada de sangre en las gargantas del Tarus y en los márgenes del Iris, traída como botín sagrado por Sila vencedor de Mitríades, parece cubierto de manchas rojizas, tal como ella parareciósele en sueños al Dictador.”
c) Pasaje de Cumont: “Duzares, originario del fondo de la Arabia; Daltis, una “Nuestra Señora” de Osroene, más allá del Eufrates; Balmarrodes, señor de las danzas, llegado de Berito; Marnas, señor de las lluvias, adorado en Gaza, y Mayumas, cuya fiesta acuática y licenciosa de primavera se celebraba en las riberas de Ostis. Y Asís, el dios fuerte de Edesa, asimilado a la estrella Lucifer. Y Malakbel, “el mensajero del Señor, patrón de los palmirianos.” Pasaje similar de D’Annunzio: “Y he allí a Duzares, venido del fondo de la Arabia, y a Datis venido de Osroene, más allpa del Éufrates; y Balmarrodes, el seño de las danzas, llegado de Berito, y Marnas de Caza, señor de las lluvias, y Mayumas que exhala el aorma de la primavera oriental en la fiesta náutica sobre las riberas de Ostia. He allí a Azís, el “dios fuerte”, semejante al sideral Lucifer, hijo de ls Aurora, y a Malakbel, el “mensajero del señor” (…) [Aquí D’Annunzio copió palabra por palabra a Cumont)] Como a las claras se ve, D’Annunzio utilizó para sus fines poéticos el precioso material recogido por Cumont sobre las religiones orientales y su influjo sobre el paganismo romano. Lo cual no daña ni amengua el valor derático del Misterio; de igual manera que al paladear uno miel exquisita, no pregunta a las abejas el nombre de las flores en que libaron. Pero, en este caso, las flores tienen un nombre y son de una magnífica belleza, como que la obra de Cumont es admirable por múltiples conceptos. La circunstancia especialísima de 134
haber usado originariamente D’Annunzio la lengua de Cumont para la composición del drama coadyuva a hacer más patente la identidad delos pasajes aducidos. Otras influencias de menor importancia se observan en el San Sebastián. Baste como ejemplo de ellas la frase que el poeta pone en manos de Marcos, uno de los hermanos gemelos, confesores de la fe, respondiendo a una amenaza del Prefecto: Si je suis froment de Dieu O viellard, il fau qui je sois Monlu par le dent de la bete Pour devenir pain eternel. La frase es nada menos que de un egregio Padre de la Iglesia, de San Ignacio e Antioquía, quien camino hacia la muerte, cuando iba a ser arrojado a los leones del circo, dirigió varias epístolas de carácter exhortatorio a los cristianos de su jurisdicción episcopal. En su Epístola de los Romanos, dice, entre otras cosas edificantes, el ilustre prelado del cristianismo primitivo: “Si soy trigo de Dios, es menester que yo sea molido por los dientes de las bestias, para convertirme en padre eterno.”
A nadie ha de parecer extraña la circunstancia de que D’Annunzio haya hecho uso de los doctores eclesiásticos en la composición de su Misterio, si se considera que a la sazón misma en que estaba escribiéndolo, envió a la capital de Frania a su secretario y biógrafo Tom Antongini, a solicitar en las librerías parisienses los libros que había menester para consulta, entre los cuales figuraban los del grave Tertuliano. Véase a continuación el telegrama que por aquella época el poeta dirigió a Antongini: “Dal libraio Floury domanda
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quel Tetuliano che ho ordinato da piú giorni” (Requiere del librero Floury el Tertuliano que ordené hace varios días”) Es sin duda que ente la lista de libros que Antongini llevó consigo a Lutecia figuraba también Las religiones orientales en el paganismo romano, de F. Cumont y la tragedia de la condesa de Saint-Blamont titulada Les Jumeaux Martyrs o Marc et Marcellin, “Los gemelos Mártires”, o Marcos y Marcelino” Por último, la descripción de los Signos del Zodíaco en la Segunda Mansión parece imitada de Séneca, en uno de los coros de la tragedia de “Tiestes” Tales son las influencias más notables que hay en el San Sebastián, obra maestra de Gabriele D’Annunzio. Al ponerlas de resalto, n hemos hecho otra cosa wue atenernos a la más estricta verdad. Ellas no perjudican ni aminoran en lo más mínimo la esencia ni la urdiembre general del Misterio, uno de los más extraordinarios que se hayan jamás representado en idioma y en escenario franceses. En fin, las siguientes palabras de Tom Antongini nos parecen conclusivas; “Debido a su pasión por todo lo misterioso y raro, la biblioteca de D’Annunzio, rica en obras de todo género sobre las religiones, contiene asimismo todos los llamados Evangelios Apócrifos. La leyenda, verbigracia, que atañe al apóstol Dídimo (Santo Tomás) en el San Sebastián, está tomada de un Evangelio Apócrifo copto.”
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LOS ÁNGELES EN LA PINTURA
Las vírgenes bizantinas, creadas por Cimabue, son de tal dulzura que eso bastaría para considerarle como el padre de la pintura moderna. Es esencialmente florentina su Madonna en el trono, rodeada de ángeles. Esta figura aparece dominada por tensa inmovilidad, pero tanto Ella como los ángeles poseen una profunda espiritualidad en la mirada. Marchita y blanca como un cirio, su tez de flor, sus ojos de grandes y oscuras pupilas sobre el nácar de la piel, cuya palidez contrasta con los cabellos de un rojo de ámbar: cabellos largos y ondulantes que extendidos le cubrirían toda la espalda, aparecen ahora recogidos en torno a la frente. Las vírgenes de los Primitivos ostentan guedejas semejantes, que descienden como cascadas en calma. El gran ángel de Cimabue, atrayente figura que nos recuerda la de ciertos viejos misales, hojeados con ingenua curiosidad en las sacristías aldeanas de la niñez. Su enorme cabellera, de un amarillo violento, recogida en torno de la frente, sus alas inmensas, las mayores que hayamos visto en cuadro de pintor alguno, sus manos de largos y finos dedos que sostienen la vara delirios, la suave y recoleta expresión de su hermoso rostro, divinizado por una aureola de color semejante al de los cabellos: todo en el ángel de Cimabue, perteneciente a uno de los frescos de la iglesia de Asís, nos mueve a silenciosa admiración, que se extiende más allá de las épocas y de las escuelas.
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"La virgen en el trono", de Giotto, pintada sobre tabla en la iglesia de Ognisanti, ya no se muestra distante como las de Cimabue en su divino hieratismo; su rostro refleja humana dulzura, como la de cualquier mujer toscana de la época. Los ángeles que rodean esta Virgen son menos bellos y más inmóviles y planos que los de la Madonna de Cimabue.
El "Retablo de la Maestá" de Duccio di Bouninsegna (escuela sienesa), de colorido y tradición bizantina y linearismo de tipo gótico occidental. Obra de encanto irresistible, fue trasladada en procesión solemne desde el taller del artista, que se hallaba en los aledaños de la ciudad, hasta la catedral, en medio del júbilo de todo el pueblo. Obra capital de la escuela sienesa, cercana aún de la escuela bizantina. Las caras de los ángeles, sin ser monótonas, tienen entre sí bastante parecido, y la forma del peinado es casi la misma para todos, con ligeras diferencias. En la "Maestá" se mantiene el principio eurítmico de las Teofonías Bizantinas. Los ángeles que rodean el trono, aparecen entre el ensueño y el éxtasis. La cara de la Virgen fuera más hermosa si tuviera más alongada la nariz. Pero es Simone Matini, amigo del Petrarca, el que con mayor espontaneidad encarna el espíritu de la escuela bizantina. La bellísima Virgen de la Anunciación, con aquel rostro 138
tan inefable, con aquellas largas manos llenas de belleza y castidad, nos produce al contemplarla una delectación vecina al éxtasis. La Virgen de Pietro Lorenzetti, está rodeada de ángeles de una belleza que no tiene parigual en ninguna otra escuela europea. Se necesita a Fray Angélico de Fiésole para encontrar un milagro semejante. Los rostros y los vestidos de las criaturas angélicas, no sufren comparación con nada cuotidiano o terrenal: parecen hechos de soplos celestes. "El ángel músico" de Benozzo Forlí. Este discípulo de Piero della Francesca creó una serie de tipos angelicales de gran belleza, elegantes y expresivos, aunque como revestidos de oro, que tañen diferentes instrumentos, tamborcillos, violines, mandolinas, panderetas; algunos están como extasiados en su canto, con expresión pura y graciosa. Por la perspectiva de las ventanas del fondo, entra una luz de milagro. Los ángeles son fuertes y juveniles, algo femeninos por sus peinados laboriosos y sus donosos gestos. Los ángeles músicos de la Navidad, de Piero della Francesca, admirable sinfonía en azul y en tono violeta, están agrupados en número de cinco, y el primero de la izquierda, vestido de túnica más clara que los demás, es de una belleza casi femenina. Cuatro se acompañan al ritmo de sus grandes bandolas y sólo uno entre ellos abre con gracia la boca para cantar. Todos están descalzos y sus humildes pies divinos se afincan humanamente en el duro suelo. Hay una especie de turpial o conoto posado en el mísero techo del pesebre, un pájaro extraño con silueta de cuervo, que llama la atención porque sus colores con el del rey Mago de casaca negra y gorro de astrólogo que está como atento del ave, detrás de la Virgen arrodillada. La garganta de los ángeles, adornadas por collares, les dan una nota característica. Otra clase de ángeles, con las sienes ceñidas de laureles y diademas, se halla en el "Bautismo de Cristo", obra maestra de Piero. Están agrupados bajo un árbol casi paradisíaco en actitud de admiración, tomados de la mano, y el Jordán no parece un río de la reseca tierra de Judea, quemada por la presencia ardiente de varios dioses, sino más bien de las comarcas edénicas de la Mesopotamia. Es un bautismo al aire libre, con un cielo de diáfano azul, donde a espacio abierto, la Paloma del Espíritu vuela con júbilo y libertad. Muchos de los ángeles de Piero della Francesca carecen de alas. Sería curioso averiguar cuándo comenzaron los pintores de Europa a crear ángeles con alas. Es probable que desde el momento mismo en que, a raíz de la querella de los Iconoclastas, el arte bizantino sustituyó al Pantocrátor o Hijo de Dios todopoderoso, por la madre de ese mismo Dios (Teotokos). El Ángel de la Anunciación, de Fray Angélico, no da el mensaje arrodillado, sino que se inclina ante la Virgen doblando apenas la rodilla izquierda, con las manos sobre el pecho y las alas abiertas. En su perfil hay algo de la pureza que se vería después en algunos ángeles de Leonardo. Esta Anunciación pertenece a la segunda época del pío artista. Nada de 139
cresterías ni de motivos ojivales. La luz del Renacimiento ha puesto un toque de sobriedad, de sencillez florentina, a lo que antes fuera derroche áureo o recargo de ornamentación, al modo de los Primitivos flamencos y alemanes, en el vestuario de los ángeles y de las vírgenes. Ahora la unción se traduce en delicuescencia celestial o en llama de amor viva, como en los versos de San Juan de la Cruz. Luz del paisaje fiesolano, que el pincel inspirado del fraile dominico transfigura en luz celestial que baña suavemente el perfil de las vírgenes, de los santos, de los ángeles.
Fray Angélico tradujo en sus Anunciaciones y Coronamientos, lo que bien pudiera llamarse el pudor de la mirada, esa especie de sonrojo espiritual con que el ser humano sabe expresar sin palabras el recato interior, la delicadeza de los sentimientos. Si no es cierto que pintaba de rodillas, es preciso mantener siempre viva esa leyenda, porque sólo de ese hontanar de primitiva humildad cristiana, pudo nacer una fuente de arte tan puro y permanente, donde han ido a beber su inspiración las generaciones subsiguientes. Los ángeles en "La Coronación de la Virgen". Luego de haberse referido a la uniformidad de los personajes, a la semejanza de los tipos, hombres y mujeres, monjes, santos, patriarcas, en la "Coronación" de Fray Angélico, Joris Karl Huysmann añade, en su pasaje de libro "La catedral", que solamente es variada la tipología de los ángeles, adolescentes asexuados o hermafroditas, que forman un conjunto encantador. Son ángeles de pureza incomparable, de un candor más allá de lo humano, con sus vestes azules, rosadas y verdes, flordelisadas de oro, sus rojizos o blondos cabellos, sus carnes blancas como albura de árboles. Graves y extasiados, tañen rabeles y tiorbas, laúdes y violas de amor, entonando eternas laudes en gloria de la Madre Santísima. El Ángel de Leonardo. En un cuadro de Verocchio, "El bautismo de Cristo", Leonardo colocó un ángel que constituía su primer trabajo en materia pictórica. El brillo de los ojos y 140
la luminosidad de los cabellos, como su aquella criatura reflejara en su rostro toda la luz del cielo, hizo que Verocchio, según es leyenda, declarara a sus alumnos que nunca más pintaría, al ver el ángel de Leonardo tan superior al resto del cuadro. Ese detalle no solamente lo notó un maestro como Verocchio, sino que también cualquier "amateur de la peinture" lo notaría. El ángel que le acompaña, con sus rasgos vulgares de muchacho de las afueras florentinas, parece estar atento a un espectáculo popular, completamente distraído por ignorante del acto misterioso y decisivo que se está realizando a su lado: el bautismo de Cristo por el Precursor. El ángel de Leonardo en el cuadro ánades, en el célebre cuento de Anunciación, nos damos cuenta primogénito, que presenció, por encarnación del Hijo del Hombre.
lustral de Verocchio, es como el cisne nacido entre los Andersen. Si lo comparamos con el ángel de la en seguida de que es algo así como un hermano mandato desconocido, primero el bautismo que la
Más tarde Leonardo imaginaría y crearía un Bautista que poco o nada tiene que ver, ni física ni moralmente, con el de su maestro. Milton, hablando de un querubín en el Paraíso Perdido, dice que en su rostro brillaba una juventud celestial y en todas sus facciones se difundía una gracia inefable. "Los bucles flotantes de sus cabellos, sujetos por una pequeña corona, caían sobre sus sonrosadas mejillas". Palabras del gran poeta inglés aplicables al ángel de Leonardo. Nadie ha cantado a las criaturas del cielo, a excepción de Dante, con la elevación de Milton. "El sueño de Santa Úrsula", de Carpaccio. La aparición de un ángel vestido a la veneciana le anuncia su martirio. Dormida en espaciosa cama estilo medieval, parece más bien que la pálida princesa acabara de expirar en el momento en que el emisario de la altura entra simultáneamente con la vaga luz matutina que hace más blancas las sábanas, con fúnebre blancura de sudario, en que la virgen bretona yace como una creación simbolista de Maeterlinck.
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El vasto dormitorio señorial se convierte en cámara nupcial, en camarín de cuento de hada, con la presencia casi aérea y fantástica de ambas criaturas destinadas al cielo, como en una leyenda piadosa. El príncipe encantado y encantador con que la bella durmiente sueña, se presiente en el doble arco de la ventana, donde florecen como un poema de amor, dos jarrones de mirto y de claveles. ¿Se asomará por entre las rejillas de la gótica ventana el prometido ideal con que la virgen sueña, luego de haber fondeado su góndola en los amarraderos de la laguna? Por así decirlo sólo se insinúa el resplandor antelucano del alba, y por la puerta el rubio ángel que viene a noticiarle sus bodas con el espantoso Azrael, príncipe de las tinieblas. Es posible que Edgar Poe se haya inspirado en la obra de Carpaccio al escribir el poema "La durmiente", al cual tenía el poeta yankee en más elevada estima que "El cuervo" como creación de arte. "Aunque apenas habrá —decía Poe— un hombre entre un millón que comparta mi opinión. El Cuervo sin duda vale más como obra de arte; pero contemplada de acuerdo a los verdaderos principios de todo arte, "La durmiente" es superior". El mismo vasto lecho, la misma sala, alta y espaciosa del Carpaccio aparecen en el poema de Edgar Poe. El claror matinal que entra por la ventana gótica de Carpaccio, se convierte en La Durmiente en claro lunar, en encantamiento selénico, como en el bello poema de Keats.
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EL PAGANISMO BÍBLICO
Arvelo Larriva y Carlos Borges
No fue sólo Grecia
la que brindó temas paganos al modernismo poético. Fueron también la Siria y la Fenicia. Para decirlo brevemente: el Asia de la Biblia. El ejemplo lo dieron Rubén Darío y Eugenio de Castro, Olivo Bilac y otros. El tema pagano comenzó, bastante ingenuamente, con Gabriel Muñoz y demás parnasianos. Luego se fue acentuando hasta culminar en Carlos Borges y Alfredo Arvelo Larriva, los dos paganos por excelencia de nuestra poesía. Ese paganismo bíblico es una de las características más curiosas de la Polimnia venezolana. Comienza tímidamente con los parnasianos criollos, quienes entonaron edulcoradas melodías hebreas” a Lord Byron. Borges lo lleva a una exacerbación limítrofe con lo morboso. Convertido en homilético, lo predica a los fieles desde el púlpito, o en oratorio, lo declama ante el público desde la tribuna. Y no conforme con los anchos moldes de la prosa modernista, inaugurada en Caracas por José Martí, e4l sacerdote venezolano lo refunde una y otra vez en los crisoles atormentados del verso. Es una especie de sed non saciata, un ardor si apaciguamiento. Todo el paganismo de Borges dimana de esa gran fuente de la Biblia. Los dioses, los héroes, las ciudades de Grecia ocupan en su obra literaria un sitial de segundo plano, casi de trasfondo, con ciertas figuras simbólicas en las telas y aguafuertes de Durero. Lo que en 143
la prosa y la poesía de Borges ocupa lugar primicerio es el vasto paisaje de la Biblia, con sus Nínives, con sus Babilonias, sus Damascos, sus reyes idólatras y fastuosos, su refinado erotismo. Son frecuentes en las Escrituras las imágenes de la lujuria. Los profetas las usan como apóstrofes, como ejemplos vitandos. El cantar de los cantares está lleno de ellas. Con esos ricos y peligrosos tesoros se han llenado las arcas de muchas literaturas. Salomón ha enriquecido a un sinnúmero de poetas, con igual o mayor munificencia que su padre David. Nehemías sigue reconstruyendo ideales Jerusalenes; Sansón proponiendo enigmas de la miel en la boca de fuerte. Los soñadores siguen oyendo en medio de la gravead del Génesis y las soledades del desierto los pífanos y panderos de la danza de Miriam, la hermana de Moisés. Y esa herencia coreográfica se ha transmitido hasta el Evangelio: el breve y dramático paisaje de la danza de Salomé por la cabeza del Bautista, ha dado origen a toda una familia de la imaginación. Insistir sería alargar demasiado el asunto.
Hubo en nuestra poesía un paganismo bíblico, como hubo un paganismo griego. El poema “La Encrucijada” de Arvelo Larriva es muestra palmaria de ello. La sirena que allí figura no es otra que la Adúltera del Antiguo Testamento, aquella Prostituta que según Ezequiel, abría en los caminos las piernas a todos los transeúntes: imagen que con el profeta desterrado a orillas del río Chebar simboliza las fornicaciones de Jerusalén. Pero es, sobre todo, la Magdalena de “La Encrucijada” la casada infiel, la mujer adúltera de los Proverbios. ¿Quién no ha leído al audaz capítulo 7 del conocido libro de Salomón? En La biblia figura con el título de “El joven atormentado” contra el adulterio, o la locura de ceder a las argucias de la prostituta Es el reverso de la mujer fuerte, de la esposa modelo, que mereció un libro célebre del maestro Fray Luis: La perfecta casada. Arvelo la apellida Magdalena, por ser este nombre signo evangélico de la pecadora, de perjura. Pero el autor de los Proverbios la denomina Extraña, para representar la seducción que en él siempre ejercieron las mujeres extranjeras, cuyo amor lo precipitaba a la perdición. A la caída de la tarde iba un joven, buen mozo e inexperto, camino de su casa. En el trayecto le anochece, y he ahí que al doblar una esquina, una mujer le sale al paso; es la imperfecta casada. Su marido, un acaudalado marino mercante, se embarcó a un largo viaje y no regresará en mucho tiempo.
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El saco de dinero llevó en su mano, el día señalado volverá a su casa. Ella no ama al traficante marino, al hombre de los periódicos viajes mercantilistas: acaso un viejo judío, de gran boato pero de alma sórdida.
Con paramentos he ataviado mi cama, recamados de viso. He sahumado mi cámara con mirra, áloes y cinamomo. Ven, embriaguémonos de amores hasta la mañana. Rindióle con la mucha suavidad de sus palabras, obligóle con la blandura de sus labios Váse luego en pos de ella como el buey al degolladero, como el loco a las prisiones, como el ave se apresura al lazo. Eso mismísimo canta Arvelo Larriva en “La Encrucijada”:
No escuches el canto de la encantadora que en la encrucijada canta y enamora, bizarra, morena, linda pecadora. Pantera galante, que lame y devora. Pero sí lo escucha. Y el canto hechicero detiene sus pasos…
Dos diferencias existen: la sirena de Arvelo es más pérfida que la de Salomó: la de éste es declaradamente ramera, en tanto que la de aquél se hace pasar por hada buena, como el lobo disfrazado de abuelita, para mejor devorar a su víctima. El joven de los proverbios es un simple, un inexperto: el de Arvelo es un desengañado, un melancólico prematuro que, sin adivinarlo va en busca de la serpiente flaubertiana con que soñó su madre, para caer fascinado bajo la contracción de sus anillos:
Dicen que padezco de melancolía. mi madre vio en sueños cómo me mordía diabólica sierpe, que a un tiempo reía. Y a cumplir su voto voy en romería.
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Diálogo semejante nos trae a la memoria el de Las tentaciones de Flaubert: “Hermoso joven, acaricias a una serpiente; una serpiente te acaricia.”
La sierpe vestida de sólo su piel al cuello le enrosca, dogal de Luzbel, su abrazo terrible… Y muerde con risa la flor del doncel. (Así muerde el crótalo con su risa cruel). La risa del crótalo es el cascabel.
El Parnasismo. De Gabriel Muñoz a Jorge Schmidke Hubo una insinceridad parnasista, o un parasismo ficticio, y Gabriel Muñoz lo representa a cabalidad, como bien lo observo Julio Planchart. La arbitraria costumbre de clasificar a los poetas bajo el signo de determinadas escuelas literarias, fundándose apenas en detalles exteriores de su obra, ha inducido c frecuencia a la crítica a pecar de ligera en sus juicios. Tal ha sucedido en Venezuela con algunos de nuestros poetas. La crítica ha elegido un escaso número de ellos, a Maitín, a Lozano, a Pérez Bonalde, a Mata,, para hacerlos exclusivos representantes del Romanticismo, depauperando así, de manera caprichosa, uno de los movimientos literarios más ricos en valores humanos. Muchos nombres de poetas habría que añado ralos antes citados, el de Hernández, Pompa, los Calcaño, de la Guardia, Gutiérrez-Coll, Camacho, y otros que tales. Y habría que añadir también el de Gabriel Muñoz, en quien la crítica ligera ha creído ver un discípulo aventajado del Parnasismo. Fuera de un corto número de poemas inspirados en motivos griegos, todos los demás versos de Muñoz, desde Hojas amarillas hasta “Helénicas” <cusan marcada filiación romántica; y aún las poesías clasificadas, por su tema, dentro de la elipsis parnasista, dejan mucho qué desea cuando se las somete a riguroso examen, de contenido o de forma. Muñoz no tiene en toda su obra en todo soneto, un solo poema capaz de resistir con entereza la dura prueba de una equiparación con una cualquiera del mismo género, sacados de los Poemas Antiguos de Leconte o de Los Trofeos de Heredia. Con penetrante sagacidad 146
crítica ha escrito a la sazón Julio Planchart. “El procedimiento de Muñoz fue…helenizar buscando asunto helénico, pero en el poeta persistía el romanticismo de Hojas amarillas, y aunque procuraba medirse e impasibilizarse en lo posible, de pronto asoma en su greguerizante poesía el poeta del bajo romanticismo.” Varios son los errores de fondo que Planchart hace aparecer en el conjunto de las composiciones de Muñoz tituladas “Pudor”, “Prometeo”, “Primavera” A las buidas observaciones de Planchart no está demás añadir estas otras; Muñoz pide un nido. Fue costumbre de los románticos pedir, y aún idear por adelantado, epitafios y emblemas para sus sepulturas. La zumbadora abeja ya no ronda los lirios del Himeto ni el Céfiro confía en sus remansos a la núbil ondina sus misterios. Tal canta muy orondo Muñoz en su “Muerte de pan”, sin sospechar siquiera que estaba confundiendo a las ondinas con las náyades. Pero en todas partes se cuecen habas, y en España a calderadas, porque no solamente el bueno de Muñoz incurrió en semejante confusión, sino también el repujado Vicente Wenceslao Querol, lirida valenciano, iniciador de los juegos florales, buen traductor de Byron, y a quien Juan Valera señala como “uno de los más elegantes, cultos, discretos, y tiernos poetas que han subido en este siglo a la cima del Parnaso español.” Querol, en una de sus antológicas rimas en loor de la Virgen María, introduce una “voluble ondina” entre las divinidades del paganismo grecorromano que la Madre del Verbo dispensa a su aparición: A su paso huyen del bosque las errantes ninfas, muere en el mar la voz de las sirenas, desaparece en las linfas del claro arroyo la voluble ondina. El ojo zahorí de Juan Valera no podía pasar desatendida, como en efecto no pasó, la presencia de aquella hada mitológica de los pueblos de Norte, zambulléndose presurosa en el mismo manantial que servía de transparente morada a las graciosas náyades de Grecia.
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DE LA JUNGLA AL DESIERTO Tres apuntes sobre la pintura de Max Ernst
I
Toda la ciudad, de Max Ernst, es un óleo de factura lovecraftiana. Una babilonia de metal fundido que tiene de fondo la fulva amarillez del desierto. Será toda la ciudad, pero no es la ciudad de todos, como quería nuestro poeta falconiano. Diríase que Max Ernst quiso dar a Lovecraft y a los escritores surrealistas un modelo de ciudad onírica donde poder situar los monstruos de los mitos de Cthulthu. Una ciudad de bronce ardiente como la de Caín. Lo que más asusta en ella es su silencio de mole de hojalata, su soledad monumental de similor. Pensamos de inmediato en la ciudad monstruosa del poema bárbaro de Leconte de Lisle, la ciudad de bronce del Gran Ancestro, fundida por los herreros de Tubalcain, que ha debido servir de modelo a Lovecraft para la ciudad de Thran, la más antigua de la raa humana y con enormes murallas de alabastro no verticales sino inclinadas hacia adentro.
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II La ninfa Eco, que en el mito es el espectro divinizado de nuestra propia voz, de la desesperación de hallarnos sumergidos en el laberinto inexistente del Eros, en el óleo de Max Ernst es una empusa, una grea, una Gorgona del carbonífero, todavía en estado de hermafroditismo, con su ojo de pájaro loco y su hocico tubular. Es algo impredecible lo que esta singularísima ninfa espera escondida y casi mimetizada tras el follaje de viscosa eclosión. El eco de la auténtica ninfa hay que buscarlo no con el oído sino con los ojos, o mejor, con los ojos del oído, en la mujer melancólica que aparece de pie, recostada en lo alto de un haz de tallos que más bien parecen los tubos de un órgano y que tal vez en el óleo representan la propagación del sonido.
Y habría que buscarla asimismo en el esbozo de cuerpo femenino desnudo que se entrevé por la abertura misteriosa, en el borde inferior de la gran hoja acorazonada que domina el conjunto y que parece brotar de la espalda de la extraña ninfa. Alfred Schemeller, excelente comentarista de los cuadros de Max Ernst y de los principales representantes plásticos del controvertido movimiento, escribió a propósito del óleo una nota explicativa que a nosotros nos parece una ora maestra de ironía y de penetración crítica: "No es un ser muy amable esta ninfa. Puede haber surgido de alguna mitología primitiva, o quizás sea el espectro de la selva, el carnívoro duende de una planta o la primera de todas las hamadriades, espíritu de los árboles…"
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Porque es menester observar que los pintores surrealistas coinciden más que los poetas de la misma escuela con los simbolistas y decadentes den eso de concebir la naturaleza como madrastra y no como madre, como enemiga y no como benéfica, engendradora y ocultadora de todas las trampas y todos los peligros, como bien la definieron Swinburne y Gut de Maupassant. Por eso Schmeller concluye su comentario sobre la ninfa Eco de Max Ernst atribuyéndole "hocico de vampiro o trompa de mariposa esfíngida, succionadora de savias, acechando como la araña clorofílica, pero dotada de miembros de mamboretá, bajo la perversa belleza de las flores." Acaso ninfas así, concluiremos nosotros, sólo pueden sorprenderse en el corazón de las selvas orinoquias o amazónicas. En la mitología de la India los elefantes vuelan o tienen cuerpo humano como el Dios Ganesa, en la griega los cíclopes poseen un solo ojo. En los mitos de Lovecraft, las flores son traidoras o perversas, la luna maléfica y deforme, las aguas soñolientas y letales, como las que ahogaron a la princesa Ofelia, ingenua prometida del loco Hamlet.
III
Max Ernst es el Lovecraft de la pintura surrealista. La horda, otro de sus cuadros, parece un cuento del narrador islarrodiano. Es un una lucha de monstruos y a la vez blanduchos titanes, entablada con toda la ferocidad de que siempre ha dotado a sus engendros la madrastra naturaleza. Monstruos que sugieren figuras humanas, ya que el hombre siempre estuvo latente en la evolución de las especies desde las primeras etapas de la vida. Walberg dice y con razón que esos monstruos se mueven por obra del azar y gesticulan como en plena metamorfosis, como si del sordo gruñido quisieran pasar al grito, primera manifestación de la voz. Una perspectiva azul oscuro, acaso el cielo indiferente o el mar infatigable, sirve de fondo a la horda, "en una confusión nocturna absolutamente delirante."
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En la jungla de Ernst se oculta una jungla innominada, escalofriante, una flora equívoca de la dionea muscipola, del hongo sulfúreo de la araña que danza, como una Salomé de jardín tropical, antes de comerse o de degollar al macho, una vez efectuada la cópula, o como un símbolo de ésta. "La fantasía anárquica de la naturaleza en toda su ferocidad, observa el citado ensayista, viene a ser como una metáfora, el signo de un mundo que se desmorona, devorándose a si mismo". Es, en una palabra, el catoblepas flaubertiano. Tal es el escenario de La ninfa Eco y de La alegría de vivir, donde una Eva o la Katy de las películas de Tarzán se dispone a entregarse desnuda a un monstruo innominado.
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Pero sin duda el más impresionante de los cuadros de Max Ernst es el titulado Napoleón en el desierto. Mirando el horrible fantasma de aquel hombre que casi llegó a tocar el vértice de la inmortalidad en el vértigo de la fama, provoca exclamar en revancha a las ofensas que tal emperador infirió a los sabios y poetas: "Desde la harapienta ruina de esa momia, apenas doscientos años os contemplan." Si la mujer es la emperatriz Josefina y si allí representa el llamado eterno femenino o la mujer de seducción fatal, da mucha lástima el mirarla, porque su vestido en descomposición es el de una meretriz olvidada a que se refiere el profeta, aunque su cuerpo conserve todavía en parte los encantos de su juventud. Napoleón frente de macho cabrío, bota de con1uistador, pata de palo, hocico de jumento ¿qué libro lees a la orilla de ese eterno exilio, mientras Josefina toca en el saxofón un aire de empusa y muerte? Quisiera robarme tus saltones ojos de vidrio para regalárselos a los escritos de Dalí sobre François Millet.
FIN
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Elisio Jiménez Sierra (Atarigua, estado Lara, 1919-San Felipe, estado Yaracuy, 1995) fue uno de los escritores venezolanos más destacados de la generación de los años 40 del siglo veinte. Su obra poética logró conquistar un espacio significativo en la lírica de su época, --siendo seleccionados sus poemas en las principales antologías del momento-- y reseñada ampliamente por la crítica. Frecuentó los grupos literarios de Caracas Viernes y Siempre y colaboró con los diarios "El Universal", "La Esfera", "El Heraldo" y en las revistas Lírica Hispana, Revista Nacional de Cultura y Élite. Estudió la primaria en Carora, estado Lara, donde compartió ideas y experiencias con Cecilio Zubillaga Perera y Antonio Crespo Meléndez, entre otros, y el bachillerato en Barquisimeto, haciendo la mayor parte de sus estudios de manera autodidacta. Vivió con su familia en Caracas, donde trabajó en el Ministerio de Comunicaciones; luego en la población de Caraballeda en el estado Vargas, donde cumplió funciones de Juez, y luego en San Felipe, estado Yaracuy, donde fundó la revista Punta Seca junto a varios artistas e intelectuales de la región, y laboró en la Gobernación de ese estado. Casó con la yaracuyana Narcisa Elena Emán y tuvo seis hijos: Gabriel, Ennio, Israel, Inmaculada, María Auxiliadora y Elisa Elena. Hizo un breve viaje por Colombia y años después cumplió uno de sus sueños: viajar Grecia e Italia junto a su hijo Gabriel, invitado por los poetas José Ramón Medina, Alí Lameda y el músico Alirio Díaz, estos dos últimos amigos suyos desde la adolescencia. En Roma y Atenas realizó una serie de lecturas y conferencias acompañado por estos escritores y su hijo. Su obra poética está integrada por los libros Archipiélago doliente (Asociación Mosquera Suárez, 1942), Sonata de los sueños (Ediciones Siempre, 1950), Los puertos de la última bohemia (Edición personal, 1975). Luego de su fallecimiento se editaron Cantos a vuelo de pájaros (Alcaldía del Municipio Iribarren, 1998), --cuyo título correcto es Lo que dicen los pájaros--, Poemas del monje laico (Ateneo de San Felipe, 1998) y La aldea sumergida (Fundación Elisio Jiménez Sierra, 2006): Simultáneo a este volumen de ensayos se edita de forma digital su Obra poética (2019), con motivo del centenario del poeta, a la que se ha añadido el libro inédito Un largo azul en el Peloponeso, inspirado en su viaje por Grecia. Su obra ensayística está compuesta por los libros Psicografía del Padre Borges (Gobernación del estado Yaracuy, 1965), De la horca a la taberna. Turbia vida y clara obra de Villon (La oruga luminosa, 1994), Viajes con Lovecraft a la ciudad del sol poniente (Imaginaria, 1997), Exploración de la selva oscura. 153
Ensayos sobre Dante y Petrarca (Monte Ávila Editores, 2000) y Estudios grecolatinos y otros ensayos literarios (Imaginaria, 2004), que mereció el Premio Nacional del libro en el Ministerio de Cultura; a los que se agrega ahora el presente El universo, utopía de Dios y otros ensayos (2019). También dedicó buena parte de su actividad a la traducción literaria, realizando versiones de Pierre Ronsard, Paul Verlaine, Federico Mistral, Víctor Hugo, Pierre Louys, Horacio, Gustave Flaubert y sobre todo del francés José María de Heredia, cuyos Trofeos (Universidad de los Andes, s/f) vertió al castellano y recibieron el elogio del gran poeta mexicano Octavio Paz. Durante su estadía en San Felipe, Jiménez Sierra continuó colaborando con la Revista Nacional de Cultura, el Papel Literario de "El Nacional" , las páginas literarias del diario "El Impulso" de Barquisimeto y las revistas Talud (Mérida) y Rendija (Yaracuy). Recibió el Premio Roberto Montesinos en Barquisimeto, estado Lara. Falleció en San Felipe en 1995.
Gabriel Jiménez Emán, narrador, poeta y ensayista venezolano, ha preparado para ediciones Fábula los libros Historias, de Jorge Luis Borges (2017), La metamorfosis de Franz Kafka (2017); Doña Bárbara de Rómulo Gallegos: de la novela al cine (2017); Ser, dolor y utopía en César Vallejo (2017); Tenebrismo y psiquismo en Elías David Curiel (2018); Armando Reverón, o el deslumbramiento (2017); El Combate por el Nuevo Mundo (2017), de Ludovico Silva; El lobo estepario (2017), de Hermann Hesse; Historias extraordinarias (2018), de Edgar Allan Poe; Frankenstein (2018), de Mary Shelley; 1984 de George Orwell; Drácula de Bram Stoker. Es autor de varias antologías del cuento y el microrrelato venezolano, y de autores clásicos de la ciencia ficción, Noticias del futuro. Director de la revista Imagen (Ministerio de la Cultura), fundador de las editoriales y revistas Imaginaria (Yaracuy), Fábula (Falcón), y colaborador de páginas web y blogs en España, Italia, Portugal, Brasil, Argentina, Colombia y Venezuela.
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