HOMBRE MIRANDO AL SUR Tributo al Jazz Gabriel Jiménez Emán
Ediciones IMAGINARIA
Colección El monte lunar
HOMBRE MIRANDO AL SUR Tributo al Jazz
Gabriel Jiménez Emán
HOMBRE MIRANDO AL SUR Tributo al Jazz
Ediciones IMAGINARIA
© 2014, Hombre mirando al sur. Tributo al Jazz, Gabriel Jiménez Emán © Ediciones Imaginaria, Primera edición, Colección El monte lunar Diseño de Colección: Rafael Guédez Diseño de Portada: Asmiriam García Montaje digital: Asmiriam García Reservados todos los derechos
Hecho el Depósito de Ley ISBN: 978-980-12-7179-6 Depósito legal Nº: lf0682014800132 Impresión; Imprenta Regional Omar Hurtado, Coro . Estado Falcón Venezuela Impreso en la República Bolivariana de Venezuela
A la memoria del gran artista y amigo Ricardo Domínguez
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eo a mi madre que viene cargando una lata de agua desde el tanque grande. Yo estoy sentado en un banco de tablas de madera y a mi alrededor pululan los pollos y gallinas; los rayos del sol dan sobre los charcos de agua que ha dejado la lluvia, pasan chicos montando bicicletas oxidadas por un patio común a nuestras familias que se afanan en sus labores y oficios. Mi tío Buster es carpintero y su mujer Norma, mi tía, es maestra en la escuela primaria, mi padre acaba de morir y mi madre debe trabajar duro para mantenerme y yo quiero trabajar para ayudarla; hago mandados en la tienda para el señor Stevens que vende ahí comestibles y víveres, también repuestos para autos y bicicletas y también vende periódicos, mientras mi
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madre lava y plancha ropa todos los días para los médicos y enfermeras del Hospital Jackson. Yo voy a la escuela a estudiar por las mañanas y en la tarde voy a la tienda. Me gustan los libros y los instrumentos de música, guitarras, pianos y cornetas; sobre todo la corneta que está en la tienda que está al frente de la del señor Stevens, lleva ahí un buen tiempo y mi madre no puede comprármela porque vale mucha plata. El otro día entré a esa tienda y vi cómo uno de los músicos de la banda estuvo ahí y tomó la corneta un rato entre sus manos para probarla; yo oí las notas que el músico logró sacar de ella y quedé pasmado, quedé impresionado con aquel sonido pastoso, poderoso, que era como una voz metálica potente depositada en la garganta de la corneta. El precio era muy alto y el músico no pudo llevársela; entonces el dueño de la tienda le dijo que podía comprarla en cuotas, lo oí muy bien cuando se lo dijo, que podía abonar y así, en unos pocos meses, la corneta podía ser suya. Los meses seguían pasando y la corneta seguía ahí en el exhibidor de la tienda y un día me le acerqué al dueño y le pregunté si podía sostener la corneta en mis manos, él me dijo que sí pero que con mucho cuidado, solo un momento, muchacho, me dijo, porque puede ensuciarse. Entonces yo la tomé y sentí su peso, sentí el metal bruñido en mi mano,
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un roce cariñoso para mi piel, sentí el frio agradable del metal en mis dedos, acaricié la boca por donde salen los sonidos que son como almas de sonidos congeladas en el aire por un momento, y después fluyen hacia nuestros oídos y se meten dentro de nosotros. El señor la quitó de mi mano con delicadeza y la volvió a colocar en su estuche, un estuche de felpa roja muy suave, ahí estaba ella al lado de una guitarra de madera amarilla de bordes color vino, una guitarra de cuyas cuerdas pulsadas salía la música de blues, una música que era como una vibración larga y temblorosa, una nota metálica estirada infinitamente para producir dentro de uno una dulzura trémula, un dulzor de chocolate oscuro. Qué bien se ven las dos en la vidriera de la tienda, parece que hubiesen nacido para estar juntas, para vivir juntas. Vendo periódicos y reparto panes y litros de leche en las casas, llevo cartas y recados del señor Stevens y de otros dueños de tiendas para ayudarme con algo, también a Mama Dolly, la mujer más bonita del mundo para mí, cuando la veo planchándome las camisas y los pantalones para ir a la escuela en las mañanas, lustra mis zapatos y remienda el bolso donde llevo los cuadernos, cuando me sirve el pan con mantequilla y queso en el desayuno y me sirve con dulzura mi vaso de leche,
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yo me esmero en aprender cosas que me dice la maestra Georgina, ella que es quien nos enseña a leer, escribir y memorizar cosas. Yo nunca pensé que la maestra Georgina se fuera a morir de repente y a dejarnos tan solos, y que su muerte fuera a afectar tanto a mi mamá y a mis tíos, y a todos en el barrio. El día de la muerte de la maestra Georgina vino la banda a tocar cosas fúnebres, ese día fuimos todos a velarla en la escuela y yo saqué valor de no sé dónde para pedirle prestada la corneta al señor de la tienda y me la llevé conmigo a la escuela a hacerla sonar con la música de la banda, pegué mis labios a la boquilla y soplé desde el fondo de mi mismo con toda la tristeza que podía y salieron las notas por la boca de la corneta con una claridad que dejó boquiabiertos a los presentes, incluso yo mismo me quedé asombrado al oír todo lo que salió del instrumento y todos ahí me felicitaron, me dijeron muchacho, dónde aprendiste a tocar así, qué bueno te quedó ese homenaje a Georgina que nos quería tanto a todos, y Mama Dolly estaba llorando de la emoción y me abrazó y me besó y el señor Stevens me dijo, muchacho, eso te salió de maravilla. Buscaban a otra maestra que la sustituyera y la comunidad estaba de luto, yo no cesaba de pensar en la corneta y le propuse un trato al señor Stevens,
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que si me compraba la corneta yo se la pagaría con mi trabajo. Pero muchacho, me dijo el señor Stevens, esa trompeta es muy cara y tendrías que estar meses trabajando para tenerla, pero me parece de todos modos un trato justo, lo voy a consultar con tu mamá. Mi mamá no estuvo de acuerdo ni él tampoco y entonces dejé de trabajar en la tienda, me puse furioso, y duré tiempo sin hablarle a mi mamá, pasaron días y una tarde se apareció el señor Stevens con la corneta en mi casa, y me la regaló. Tan grande fue mi alegría que ahí mismo toqué algo en la corneta para él, me salió sola una melodía, como si la corneta me estuviese utilizando a mí para expresarse, salieron unas notas tan festivas que en la cuadra mucha gente salió de su casa a averiguar dónde era la fiesta, llegaron los muchachos vecinos y se pusieron a aplaudir y a cantar, tocaban cualquier cosa, le daban con un clavo a un rallo de queso, una botella con un palito, un sartén golpeado con una cuchara, y desde ahí salimos al jardín y de ahí a una plaza donde estaba una gente reunida rindiendo un homenaje a un héroe militar de la ciudad, y ahí creyeron que nosotros íbamos a unirnos a esa celebración. Nosotros seguimos la corriente y entonces se nos agregaron unos cantantes en el pueblo, cantantes de góspels de las iglesias. Aquella
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corneta había sido hecha para mí, de ahí seguimos a La Congo Square y ahí estaba un guitarrista por casualidad sentado en un banco y un percusionista en la grama con un tambor y se unieron al jolgorio general, el guitarrista punteaba blues en la guitarra de lo mejor, y el percusionista hacia honor a sus orígenes africanos con el tamborcillo y la pandereta, todos ellos salidos de Nueva Orleans, de aquella ciudad sentada sobre una gran ciénaga, una gran laguna movediza que se hundía poco a poco, ella nos había parido a casi todos, a aquella gente negra que había venido desde lugares remotos cruzando los mares, unos desde Europa, de Francia sobre todo, todos se habían mezclado allí con blancos o indios y habían compartido lo duro del vivir, habían formado sus familias fundando calles y barrios, construido sus casas con el fruto del trabajo de sus manos, cultivando algodón o tabaco, pescando, criando animales y comerciando víveres y habían fundado sus comunidades, siempre en desventaja con las ciudades del norte, donde la opulencia de los blancos se mostraba al mundo. Me puse a tocar la corneta en Congo Square y en todas las plazas que pude, en el mercado y las calles me puse a darle al instrumento con todo lo que me salía de adentro, y pronto el nombre de Buddy Bolden se conoció en los barrios bajos de Nueva Orleans. Me ofrecían dinero para
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que tocara, me pagaban comidas y tragos, buenas cervezas o ginebras, whiskies o vinos, de todo. Buen tabaco y algodón crecían en este ambiente fuerte y riesgoso, la corneta se fue curtiendo con el roce de este jodido mundo, con ella tenía suficiente para mantenerme y para mantener mis necesidades, mis bebidas y mujeres, pero también podía llevarle buen dinero a Mama Dolly, ya no era menor de edad sino un hombre que podía trabajar y ganar dinero con su música, me sentía bien con tanta gente rodeándome. Y llegó el día en que conocí a una muchacha distinta, bien vestida la chica, llamada Helen, de hermosa voz, fumaba con estilo, apenas me sonrió me dejó encantado y yo le dediqué las mejores notas de mi corneta. Me dijo ella que con mi talento podía llegar lejos, tenía que formar un grupo y ser el director, y le hice caso. El sonido de mi corneta le fascinó y yo la fui enamorando; ella me seducía con ese cuerpo, con ese rostro fino de ojos grandes y boca carnosa, con su talle, su trasero y sus pechos, y llegó el día: Helen Thomas se desnudó para mí y fue como si se me revelara el universo entero, caí a sus pies, la idolatré, comíamos y bebíamos de lo mejor, íbamos a casas finas, me dijo que tenía amigos blancos con mucho dinero, gente acomodada que me ayudaría. Fuimos a varios de esos lugares de vidas distintas, estilos de vida dicen ellos, costumbres y modales
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diferentes, nada de miseria, nada de pobreza, goza la vida Buddy, bebe y celebra la vida, toca tu corneta, forma tu grupo, tu orquesta, tu empresa, haz dinero, hazme el amor, disfruta que la vida es breve, pero recuerda que yo no soy de nadie, no pertenezco a nadie, soy libre. Pero qué te sucede Helen, yo soy tuyo y estoy dispuesto a darte lo que quieras, mi amor, tú eres mi inspiración y quiero casarme contigo. ¿Casarme? No digas tonterías, Buddy, yo no pienso casarme contigo ni con nadie, ven, tómate otro trago y disfruta. En una fiesta que se dio en un club elegante, Helen estaba coqueteando con un tipo, se divertía con él en la fiesta y se alejaron juntos a un lugar apartado y empezaron a reírse, a tocarse y al poco rato ya se estaban besando. Yo la llamé para reclamárselo y se puso furiosa, me dio una cachetada y me dijo que me largara porque ella no era propiedad de nadie. Yo me largué porque en ese momento me dieron ganas de matarlo a él, asesinarla a ella, matarlos a los dos, el amor que le tenía se convirtió en odio automático y me largué de ahí a beber, me metí en los antros de las calles más sórdidas donde permanecí cuatro días con sus noches bebiendo sin parar. Conocí tipos de malas costumbres, realmente muy malas, de modales groseros que además de beber ingerían drogas, se inyectaban heroína,
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rodeados de mujeres vistosas, con quienes compartí tragos y camas sexuales y luego discutí excitado por el alcohol y la depresión, el recuerdo de Helen besando al tipo en el balcón me atormentaba y entonces la pagué contra aquellos seres sórdidos, terminé discutiendo con ellos y enfrentándolos, hasta que me propinaron la primera paliza de mi vida y se llevaron mi corneta. Me arrojaron como un fardo a la calle y allí me dejaron tirado y molido a golpes. La llovizna de la noche me hizo volver en sí y a duras penas logré llegar a mi casa, donde Mama Dolly me esperaba abatida. Al verme en tal estado le dio una crisis nerviosa y tuvimos que llevarla al hospital a ella también, éramos dos los pacientes. Después de salir del hospital Mama Dolly ya no tenía las mismas fuerzas para trabajar; mi tío Buster y mi tía Norma su mujer la cuidaron varios meses, su preocupación por mí coincidió con una dolencia que ella tenía desde hacía mucho tiempo y esto aceleró su proceso de desgaste y ante mis ojos la vida de Mama Dolly se fue extinguiendo hasta que una tarde Mama Dolly expiró. El crepúsculo que se dibujó esa tarde en el cielo de Nueva Orleans fue el más bello y el más trágico que recuerdo. Una bandada de pájaros cruzó el cielo de la ciudad y el contraste de las siluetas aladas contra el cielo índigo
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coloreado de nubes naranja y tintes rosados que se diluían en el horizonte, se quedaron estampados para siempre en el interior de mi cabeza. De mí se apoderó un mutismo y una actitud tan huérfana de esperanza hacia la existencia, que mi espíritu descendió por unas escaleras sombrías a encontrarse con la Nada. En la Nada se sumió mi espíritu por meses en los alicientes del alcohol, la droga y el sexo de mujeres que parecían sombras en la noche, fantasmas deseosos que huían por las rendijas de las penumbras en los cuartos. Pedí prestadas cornetas a algunos músicos para purgar mi espíritu con música en las horas borrachas. También probé con drogas que me empujaron más abajo, precipitándome al abismo del delirio. Allá abajo vi la cara de mi padre muerto y el rostro de Mama Dolly, el perfil de mi maestra Georgina y nadé por el fondo fangoso del río Mississippi, atravesé sus aguas verdes llenas de algas y limos pegajosos, un infierno de profundidades abisales donde yo me hundía más y más buscando mi corneta original para salvarme. A relampagazos veía también el rostro de Helen Thomas burlándose de mí, su voz dando risotadas grotescas. Aquel rostro de Helen me martirizaba, le infligía arañazos a mis sentimientos y los desgarraba por dentro, volviéndolos flecos. De la postración mental en que me encontraba
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logré recuperarme milagrosamente para dirigirme a casa de mis tíos Buster y Norma, los únicos seres queridos que en el mundo me quedaban. Me dieron de comer unos días, me preguntaron cosas que no pude contestar, me dieron sus consejos, me trataron como a un niño. Apenas mejoré un poco, les prometí que intentaría convertirme otra vez en un músico decente. Hasta me obsequiaron una trompeta, y con ella me fui a las calles otra vez a buscar a los amigos de la calle Perdido para formar un grupo, me encontré con Willy Warnes y Frank Lewis, los dos clarinetes, a Jimmy Johnson el contrabajista; al guitarrista Brock Munford y al percusionista Cornelius Tilman y a mi viejo amigo Charlie Galloway, el mejor guitarra que he escuchado nunca y que junto a Cornelius fueron mis mejores amigos. De vez en cuando se nos unía el trombón de Willy Cornish, un músico errabundo y genial que nos impresionada con su talento. Juntos conseguimos animar fiestas familiares, tocar en plazas y parques y participar en fiestas públicas o privadas, en los carnavales del Mardi Gras, en ceremonias de entierros. Fue en el Mardi Gras donde mi alegría se desbordó más. Cuando llegaba esa fecha del martes de carnaval, toda Nueva Orleans se volcaba a ella desde la madrugada, desde el día anterior la gente estaba en
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vela aguardando el martes graso, último día del carnaval, con el desfile de las carrozas que llenaban las calles para disfrutar de todos los placeres posibles antes de que llegara la abstinencia de la cuaresma, del decirle adiós a la carne, al deseo carnal que viene junto con los apetitos del beber y del comer lo que se nos antoje, de hundirnos en las suculentas grasas de la carne asada, horneada o frita, sobre todo del cerdo preparado bajo las formas más exquisitas, el cerdo horneado entero relleno de frutas. Ah, y los grandes pasteles, las tortas reales que son las más deliciosas no sólo de la ciudad sino del estado y del país, yo me atrevería a decir que de todo el mundo, no hay una torta que supere a ésa. El día sexto de todos los eneros, en la noche de epifanía, empiezan los bailes con máscaras, el desfile de carrozas que llevan a sus reinas y a todo el séquito de disfraces de todos los personajes concebibles, tanto reales como imaginarios, históricos o fantásticos, míticos o alegóricos que encarnan ese día en personas reales que surgen desde las carrozas y desfiles y con los atuendos más coloridos y llamativos, la fiesta de los colores se une a la fiesta de los mimos y los gestos, de las actuaciones con la fiesta de la música, las bandas que surgen de todas partes y se integran a un solo movimiento humano, a una masa de gente que
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canta, baila, exhibe su voluptuosidad, las mujeres sus vestidos, los hombres sus atuendos. Niños, animales, perros, gatos y pájaros se integran a la fabulosa celebración, al fasto de iniciación de la alegría mundana que estalla en todo su esplendor, todos los apetitos terrenales se muestran como son pero trasmutados por el poder de las máscaras, por la sugerencia de un disfraz que los potencia doblemente, los libera de la convención de lo prohibido, de lo no permitido por las reglas de la sociedad que produce una represión del ánima, de los sentimientos, de la conciencia o las ideas, el encarcelamiento de las emociones. Toda la semana comienza con esa desinhibición maravillosa desde la calle Bourbón, planeada todo el año por las comunidades en los barrios de la ciudad donde costureras, sastres, diseñadores, dibujantes, artistas, fotógrafos, todos aportan sus ideas a las asociaciones, a las sociedades, a las cofradías que organizan y diseñan los desfiles, los bailes y las carrozas, los uniformes y las baratijas y se lanzan caramelos, chucherías, chocolates y joyas de fantasía, collares de cristal, finos collares hechos en otros países, recuerdo los collares checos que se lanzaban desde las carrozas, y las mujeres se volvían locas, ellas los atrapaban en el aire y de inmediato se los colocaban, saltaban contentas al
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sentir que las cuentas cristalinas lanzaban destellos de colores al contacto con la luz y producen en el ojo un efecto extraordinario de ganas de estar aquí pisando este mundo, esta tierra, esta ciudad donde se han tejido tantas imágenes, tantas historias entre negros y blancos, entre zambos, trigueños y mulatos, mestizos que han visto brillar estos collares de cristal mezclados a otros de madera o plástico, baratijas de la china o de América que son como un símbolo del efímero esplendor de la vida, oropeles de esta fiesta donde las cuentas de los collares tienen formas de animales o personas. Las cuentas de baja calidad se rompen o se salen de sus cuerdas, caen rebotando por el suelo de las calles y avenidas de esta Nueva Orleans que exhibe su espíritu festivo en estos días carnavalescos. Cuando las horas del día han terminado, la noche tiende su cobija negra por todo el cielo y deja correr sus aguas instintivas en los salones de baile, cerca de las hogueras encendidas a orillas del río Mississippi o del lago Pontchartrain o por cualquier calle del barrio francés, que se llenan de gente bebiendo; vinos, cervezas, ginebras, whiskies y rones se liberan en las gargantas de hombres y mujeres que desean convertir su diálogo en cópula, su baile en sexo pleno, su deseo en enamoramiento, su sed en beso, su hambre en
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penetración acariciante, sus temores en risas desbocadas, su humillación en música, en blue, en ragtime, en spiritual o góspel, o en ese jazz nuevo que tocamos nosotros. Tantas veces, de niño, fui con Mama Dolly y mi familia al Mardi Gras y me disfrazaron de jaguar o de león y después de príncipe o guerrero romano, y ya después de adolescente yo mismo me disfracé de rey negro para enloquecer a las mujeres, y después con mi corneta me interné por las angostas calles del barrio francés donde me esperaban las bellas mujeres y los hombres pícaros, alcohólicos y contrabandistas, proxenetas y prostitutas que al principio fueron un hallazgo esplendoroso y después una humillación progresiva, pero también viví momentos de alegría verdadera en el Mardi Gras. Recuerdo aquella vez que Mama Dolly me explicó el significado de los tres colores del carnaval: el dorado es poder, el verde la fe y el morado la justicia y yo me arrimé siempre a la fe del verde para continuar con mi corneta hacia la ruta del poder marcada por el dorado, pero nunca tuve el sentido de la justicia lo suficientemente desarrollado para sopesar lo que se me venía encima, para calibrar todo el tropel de situaciones que se me acumulaban carnaval tras carnaval, diciembre tras diciembre, enero tras enero, inmediatamente después de las
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pascuas donde uno hacía su papel de niño bueno rindiéndole honores al Supremo Niño Jesús, de ir a la iglesia a ofrecerle cánticos de alabanza y de pedirle regalos después de celebrar su nacimiento en Belén, y de comer torta real, cerdo relleno y todo el vino rojo que pudiéramos conseguir, debíamos pasar entonces al carnaval y luego a la cuaresma donde casi todo nos estaba prohibido. Recuerdo aquella escena famosa de los senos al aire, las bellas tetas de las mujeres al desnudo cuando empezaba la rebatiña de los collares de cristal, cuando empezaban a ser sustituidas las cuentas de cristal por cuentas de madera o metal, cuando las bellas negras y mulatas se abrían los escotes y mostraban sus resplandecientes tetas con sus pezones tiernos se armaban tremendas trifulcas, y luego la policía tuvo que prohibir a las mujeres abrir sus escotes, pero los collares siguieron regalándose y las cuentas se salían de las cuerdas y las pelotitas de madera o metal terminaban rodando por las calles una vez la fiesta había terminado, los niños y las niñas, los perros o los gatos terminaban jugando con las cuentas rodando por las calles de Nueva Orleans. El resto del año era trabajo y más trabajo, esfuerzo y más esfuerzo, pobreza, vicio y segregación, todas esas historias de sacrificio, enfermedad e injusticia. Son tantas, que ya se me
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han ido borrando de la memoria por la acción del alcohol. Yo seguí con mis amigos animando fiestas familiares, tocando en plazas y bares, entierros y cumpleaños. Yo seguía tomando y fumando, no podía estar sin tomarme los tragos que me calmaban la sed y me relajaban por dentro, las cervezas, vinos, rones y ginebras pasaban por mi garganta y en mis venas eran remansos para mis nervios y pensamientos dolorosos, para calmar el recuerdo de mi madre muerta, mi maestra ida, y mis pensamientos locos por Helen Thomas, las notas de mi corneta se llenaron de nostalgias melancólicas, de tristuras punzantes que fueron las responsables de que la gente se acercara tanto a mí y a mi música, yo no era nada sin la música, más bien yo era la música y mi cuerpo sólo era una caja de resonancia, la gente me abrazaba y besaba con frenesí, me decían muchacho cuídate, cuida tu talento y tu salud que tú nos expresas a todos nosotros, es como si te hubieras metido en nuestras cabezas y sentires. Una señora un día me dijo que cuando oía mi música su tristeza se curaba con la tristeza de mí corneta, de esas dos tristezas sale una alegría que me alivia, me dijo, me devuelve la esperanza, y cuando esa señora humilde, esa cocinera de pueblo me dijo eso, se me puso el alma tierna y la carne flojita, le vi sentido a mi vivir
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y me pareció que mi pasión valía la pena. Ahí en Congo Square estábamos tocando un día Charles, Norman, Jimmy y yo y entramos lentamente en una temperatura de conexión tan grande, que la gente que iba pasando por la plaza se detenía, poco a poco se fue formando una rueda que fue creciendo hasta tomar completamente el espacio de la plaza. Tocamos en perfecta armonía como grupo, los instrumentos sincronizaban entre ellos como si estuvieran conversando, de repente improvisábamos, coincidíamos en un acorde común, era el diálogo entre los instrumentos, y llegado un momento Cornelius Tilman hizo un solo de congas tan brillante que el público de la Congo Square lo aplaudió a rabiar; después vino Charlie Galloway con un solo de guitarra y ¡bravo Chas! le gritaban, ¡vamos Chas, eso es, Chas! Y él dándole a los cueros y a la percusión, coreaban las gentes el nombre de ¡Chas! ¡Chas! y aquel pegajoso sonido bautizó la calidad sonora de aquella tarde memorable. De seguidas Jimmy Johnson hizo una improvisación al bajo como nunca se había presenciado en esa plaza, y cuando me tocó a mí el turno, mi corneta se soltó en una melodía tan sublime y festiva y tan cargada de sentir y de limpidez en las armonías, que yo mismo me quedé estupefacto con lo que salía de mis
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pulmones y de mi ser, de mi boca y de mi pecho y mis propios oídos no daban crédito a lo que estaban escuchando, caí en trance, dormí en los brazos de la belleza, me dormí en las cadencias de las armonías bruñidas de mi propia corneta, como si otro ser hubiese salido de mí y hubiese encarnado en otro Buddy para escucharme. Cuando le tocó el turno otra vez a Charles de intervenir con sus congas le gritaban chas! chas! y esa palabra comprimida se fue escuchando durante toda la sesión de esa tarde que duró hasta entrada la noche, yo mismo la pronuncié varias veces chas! chas! chas! y era pegajosa, se fue quedando en los oídos de la gente y sirvió para que todos la usaran para animar a los músicos que iban a tocar, y la palabra se fue suavizando y dulcificando para referirse a las sesiones que dábamos en Congo Square, parecía un zumbido de abeja, era como una insinuación al enamoramiento y ahí se quedó fijada en memoria de aquella tarde. De ahí surgieron nuevos contratos para nuevas actuaciones y las cosas se iban enderezando hasta que apareció de nuevo Helen Thomas, yo venía bebiendo mucho menos, me venía recuperando un poco, aunque la bebida formaba parte de mis sentimientos y temperamento, cuando entraba a mi torrente el pecho se me inflaba, mis pulmones administraban el aire para la corneta
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de acuerdo a los latidos del corazón, sino bebía tampoco podía dormir, el sueño no aparecía por las noches. La calidez del cuarteto y la calidez de los músicos y la amistad que se tejió entre nosotros fueron los mejores alicientes, yo me quedaba a dormir en casa de Charlie y su mujer Bianca, que me tenían cariño y me toleraban como yo era, no me daban sermones pero tampoco me permitían pasarme de la raya. Bianca cocinaba muy bien y Charlie era más que un hermano, en el seno de esa familia pude hallar algo de lo que había perdido en mi hogar primero, de las dulzuras de mi madre y mis tíos que quizá me estarían esperando en alguna parte de la ciudad. Había algunas muchachas que coqueteaban conmigo, dentro de mí estaba floreciendo otra vez una cierta esperanza, cuando de pronto volvió a aparecer por el Bar Sunshine Helen Thomas, esta vez más sofisticada, y acompañada de tipos elegantes que se acomodaron a un recodo del bar a beber y fumar. Uno de ellos se acercó a mí y me ofreció trabajo en un hotel de la ciudad, un hotel para gente rica, Helen me ha hablado mucho de ti, Buddy, me ha hablado de tu talento, es hora de que des el salto, me dijo, echándome el humo de su habano en la cara, era un negro con un traje costoso llamado James Green, llevaba anillos de oro en los dedos,
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Helen es mi mujer pero te tiene mucho cariño, Buddy. Cuando me dijo esto la sangre me hirvió en las venas y me sentí mareado, se me nubló la visión y me levanté de donde estaba para ir al lavabo a vomitar y a refrescarme la cara. Después me empiné tres ginebras y me puse a tocar la corneta con tal rabia que casi hice explotar aquel lugar, las notas agudísimas parecían traspasar las paredes y los oídos del público, y los músicos se pusieron nerviosos. Helen se levantó del sofá donde estaba, movió su cuerpo monumental, vino hacia mí y puso su rostro frente al mío, me dio un beso y yo me volví a marear. No me hagas esto Helen, por dios no me hagas esto, venir aquí con este tipo sabiendo que me destrozas el corazón. Véte Helen, que esto es demasiado para mí. Está bien papito, si tú lo quieres así, me iré, pero que sea la mujer de James Green no quiere decir que no te tenga cariño a ti, Buddy, lo que te falta es meterte en un mundo grande, en el mundo de los triunfadores y dejarte de pequeñeces. Los celos me asfixiaban y sus palabras me llenaron de ira, esta vez no pude tocar la corneta y reprimí mis ganas de golpearla y de besarla a la vez, y salí disparado de aquel sitio dejando a los demás músicos en el escenario. Al otro día me empiné el codo desde temprano, la ginebra se desbordó, me interné en los
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suburbios y me encontré con viejos amigos de los barrios bajos que me contaron y recontaron las mejores historias de los personajes más divertidos y trágicos de la ciudad, nos reíamos a carcajadas y escuchábamos la radio a todo volumen, el delirio nos atrapó en aquellos instantes de hacer la memoria gozosa de aquella ciudad poblada de cementerios y catedrales, de mansiones de cualquier estilo alineadas en porches amplios con rejas de hierro forjado, tejados de todas las formas: torreones, balcones, barandas, todas metidas en un laberinto de árboles melancólicos que parecen abonarse en los cementerios. Había varios beodos viejos que venían unos de la Calle Canal, otros de Morgan City, de Jackson Square o de la Spanish Plaza, alternando las historias en la barra, meados de risa evocaban las diabluras de los hombres y mujeres más allá y más acá de la Calle Canal, más allá del Bridge City donde el Mississippi deja su cieno por doquier, deja pasar sus barcos llenos de gente que llevan dentro pequeñas bandas de músicos, o se deslizan hacia poblados fantasmas como Thibodeaux, o con historias de carretera que cruzan por calles con nombres de árbol como Sauce, Roble, Magnolia o Sicomoro, o bien con las narraciones que tejen los hombres en los bares, ocurridas en los pantanos o las pequeñas islas
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de yerbas y ciénagas, con el olor del cieno podrido o chamiza quemada que se mete dentro de los pulmones y la cabeza y hace alucinar a la gente. Mientras oíamos música en la radio o comentábamos las noticias que cuentan los viejos lobos del Mississippi, saboreaban cada uno sus tragos entre chismes y rumores y bocanadas de denso humo de tabaco. Uno de ellos, llamado Sam el pegajoso, se puso a discutir con otro, Johnny el caletero, y se enfrascaron los dos en una conversa sórdida que de pronto tomó matices peligrosos; el licor les aceleró la lengua y después ya se estaban insultando directamente y acusándose de mentirosos o blasfemos. No tardaron en agarrarse a golpes, y cuando ya estaban a punto de destrozar la taberna otros lograron sujetarlos, pero esos otros también estaban borrachos y la trifulca redobló, las sillas y botellas volaron por el aire y aquello se convirtió en un desastre. Yo recibí varios golpes en la cara y el estómago, y casi no pude defenderme de una paliza que me dejó como un fardo en una acera, en plena madrugada. Pero esta vez no me llevaron al hospital, me llevaron a la policía y me acusaron de golpear a un hombre que estaba malherido y de haberle roto la cabeza a una señora con un jarrón. Mientras más intentaba aclararle el error en el que estaban, los policías más
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me azotaban, queriendo que yo les confesara un crimen que no había cometido. Los policías me golpearon en el rostro y me dieron patadas en las costillas, me decían “negro inmundo” o “maldito asesino”. Las patadas me produjeron tanto dolor que me quedé privado en el suelo pensando que la cabeza me iba a reventar, o que de veras me reventó y me morí, y cuando abrí los ojos de nuevo me sentí como un muerto-vivo. Me tiraron en una celda donde apenas podía respirar y probar sorbos de agua y migas de pan duro, y cuando estuve en el verdadero límite de la muerte me dieron sopas asquerosas que regurgitaba casi de inmediato. No sé cómo demonios sobreviví a esta humillante experiencia de reo donde conocí las formas más abyectas del ser, descendí a estados verdaderamente imposibles de describir, no creo que narrándolas de viva voz o escribiéndolas pueda dar cuenta de hasta dónde puede uno incursionar en las zonas del no-existir, del no-ser, donde la palabra o el concepto mismo de muerte no funcionan sino como tabla de salvación, como el estado de una anti-vida que borra todo vestigio de existencia ordinaria, para convertirse en sobrevivencia marginal, fuera de cualquier tiempo y espacio conocidos, la experiencia carcelaria de un negro solo, pobre y abandonado es lo más parecido
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a la muerte en el infierno; existe el infierno y ese es el que los hombres han inventado en las cárceles, pues ahí la privación de libertad está muy por debajo de las demás formas de maldad, perversidad, odio, envidia, celos, traición, humillación mental y física, un mundo que una vez vivido se convierte en el recuerdo más horripilante que pueda perseguirnos. Poco a poco fui perdiendo la razón, mi conciencia se fue poblando de imágenes caóticas que, como animalejos, iban trepando por el interior de mi cerebro y tomando posesión de regiones que convirtieron mis pobres sueños en pesadillas; poco a poco me fui adaptando a esas pesadillas hasta convertirlas en mi refugio, en mi vida real, pues de cuando en cuando tenía algún sueño bueno que me donaba algo de felicidad, soñaba con cosas de mi infancia, con mi madre, mi familia, mis tíos, mis días de barbero a orillas del río Mississippi donde afeitaba a todo tipo de señores, poseía una gran habilidad para manejar la navaja y la tijera, cuando me enfrentaba al trabajo de barbero tenía las cabezas de estos hombres pobladas como la mía de cabellos ensortijados, crespos de muchas texturas que caían cortados por las tijeras, y luego con mi navaja me disponía a emparejar barbas, patillas y nucas que luego refrescaba con brochas espumosas y lociones
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que hacían lucir más jóvenes a mi gente negra, sobre todo a los hombres, porque las mujeres preferían cortar sus cabellos y afeitarse con mujeres. Cada persona que se sentaba en el banco de madera junto al río para rasurarse me narraba siempre algo de su vida, una anécdota, una breve historia, o bien se referían a detalles de sus vidas, detalles delicados, infidencias que se prestaban a ser referidas luego en cuentos escritos. De hecho, yo una vez le referí a una de estas anécdotas a un escritor amigo, Louis McRae, y él la escribió y la publicó en el periódico y ganó un premio, mientras que a mí me inspiraban canciones tristes, porque casi todas provenían del trabajo mal pagado y humillante de los esclavos que llegaban en los barcos por el Mississippi, los traían de otros países para que trabajaran en los campos y en las haciendas, en casas de hacendados o en campos de algodón, porque el algodón es la bendición más grande que nos ha llegado del cielo junto con la música, esa música que sale de la garganta de los negros y negras de la iglesia en el coro, voces altas y bajas que se mezclan perfecto para entonar canciones a nuestro Dios, a nuestro amado Jesucristo, al hombre más noble y bueno que ha pasado por esta tierra y que nuestros ministros de la iglesia pentecostal han sabido dirigir sus sermones
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para elevar nuestros corazones por encima de nuestras miserias humanas; cuando los hermanos del coro de la iglesia se acoplan en una sola voz mística que retumba en los claustros del templo y se eleva a la cúpula y rebota de las columnas para regresar a nuestros oídos a endulzarnos el espíritu con esos góspels que nos dejan el pecho embelesado; siento que nuestro señor Jesucristo nos ha elegido a nosotros los negros como a unos servidores de Dios que vamos a trascender todas estas miserias terrenales para elevarnos al seno de los cielos, donde todas nuestras angustias y escaseces serán recompensadas porque de seguro vamos a flotar por encima del río Mississippi como unos fantasmas gozosos, vamos a planear como pájaros por los campos de algodón para ver las casitas de los negros desde arriba y saludarlos como si fuésemos ángeles, batiremos nuestras grandes alas y les enviaremos justicia a los hombres negros, porque no es justo que solamente los hombres blancos tengan derecho a disfrutar de las cosas buenas de Dios, yo no sé cómo puede haber un solo Dios para los blancos que explique unas cosas y para los negros explique otras, pero lo que sí sé es que nosotros tenemos un alma trabajadora y un alma noble también, tenemos un corazón bien grande dentro de este pecho que nos va a permitir a todos
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ser felices en un futuro, porque va a haber líderes nuevos que van a seguir el camino de Abraham Lincoln que nos van a sacar de la esclavitud, estoy seguro de esto, que si muero antes de tiempo en esta cárcel, mi alma volará al lado de los sonidos de mi corneta para acompañar las voces de los góspels en las iglesias y las voces de algodoneros y algodoneras en los campos del sur de este país y de los pescadores aquí en Nueva Orleans, y todos los músicos aquí, como mi amigo Charlie el guitarrista, deben andar por allá afuera en las calles con otros compinches de la banda tocando, sacándole notas a esas cuerdas que son lamentos gozosos, esa tristura que tiene un contento en el fondo, esa alegría que viene de la profunda dignidad africana, de aquellas tardes soleadas y relampagueantes de sol donde tuvo lugar el origen de los seres humanos, y donde los elefantes se beben los ríos y los tigres se esconden de la codicia de los hombres, nos ha tocado, como raza, vivir los peores estragos del calor, el hambre y la sed, del clima y la escasez, qué conjuro ha caído sobre nosotros para que tengamos que pasar siempre todo esto. Sólo dios lo sabe. Ahora mismo oigo el trombón de Willy Cornish y me consuelo, cómo emite esos sonidos de animal ronco, su voz grave hace piruetas sonoras en el aire, y cómo le siguen los
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clarinetes de Willy Waynes y de Frank Lewis rapidísimos, sus notas son como pellizcos agradables, como insinuaciones infantiles que me divierten, me arrancan sonrisas, a mí y a todos, y ahí va también Jimmy Johnson con el contrabajo, improvisando con los grandes bordones de su diapasón, de ese instrumento que es como un gigante, parece el abuelo de la banda, su ancha caja de resonancia deja salir por sus hendijas ese sonido hondo de las cuerdas tensadas en la íntima gravedad. Y qué me dicen de los cueros y tambores de Cornelius, de ese hombre hecho para percutir esos cueros ancestrales, esos golpes asestados con las yemas, los dedos y las falanges para marcar el ritmo del conjunto, para que todos los compases de los instrumentos vayan a cerrarse en las percusiones de Cornelius Tilman, cuando sus brazos, y él detrás de ellos, golpeen esas pieles templadas, clavadas sobre esos cuellos de maderas, esos pellejos curtidos de animal que ahora vienen a poner la huella distintiva a nuestra banda que se convierte en lecho perfecto para mi corneta, para yo empinarme con la fuerza de mis pulmones sobre esta boquilla, convirtiendo mis labios y mi lengua en instrumentos de expiración e inspiración, de tomar el aire del espacio externo para inyectarlo en mi corneta usando mi cuerpo como caja de
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resonancia, para que el aire pase a través de mí como purificándose, llevándome a ese éxtasis que consiste en hacer sonar ese metal sacando fuerza desde los pies, todos mis órganos dan una orden al unísono para que mi cerebro elabore el sonido allá dentro pasando antes por los pulmones y el corazón, que son los órganos donde viven el alma y el espíritu, donde se cocinan los sentimientos con los pensamientos en el caldo gustoso y doloroso del existir, porque yo siento que la música me corre por la piel, por las venas, por el sudor, por la respiración, todos vueltos esa sonoridad que nos redime cada día, pues yo sé que a pesar de toda la cadena de locuras por las que he pasado, luego de tantas discusiones alcohólicas y diálogos absurdos de borracho, frases sin sentido surgidas de los delirios de la ginebra, de las sórdidas peleas de zaguán que me condujeron a la ruina física, nuestra música nos liberará y nos dará un sitio en el recuerdo de todos, lo sé, alguien hablará de nosotros y nos recordará bien, porque la verdadera historia la escriben los pueblos que quieren huir de la opresión. Dije que me acordaba de aquellos días de barbero al aire libre y luego en la bonita barbería del señor Williams en la Spanish Plaza donde llegaban a cortarse el cabello gentes educadas, médicos, abogados, profesores,
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militares, y yo tenía que andar mejor vestido, bañado, afeitado y perfumado también para poder atenderlos. Recuerdo que el señor Williams, el dueño me adjudicó una bata de barbero muy limpia y almidonada, y allí ganaba bien para sostenerme antes de dedicarme de lleno a la música, antes de que comenzaran a crecer los compromisos con la banda, cuando empecé a llegar tarde a la barbería o a no ir porque amanecía con resaca, y entonces el señor Williams no tuvo otro remedio que despedirme, pero sí, la barbería del señor Williams fue la verdadera escuela buena de mi vida, porque después terminé la escuela primaria y murió Mama Dolly y no pude seguir estudiando pues la música se metió en mi y comencé a tocar solo o con la banda en bailes y fiestas, en matrimonios y bautizos al aire libre a orillas del lago Pontchartrain y en fiestas a bordo de los barcos en el Mississippi, y estas fiestas eran las que más me gustaban, íbamos en esos vagones río abajo o río arriba tocando y cantando, porque primero eran sólo piezas instrumentales, pero después Charlie y los dos Willies y Jimmy comenzaron a cantar cosas improvisadas entusiasmados con las gentes que iban en el vapor, con las mujeres hermosas que se unían a nosotros a cantar y bailar, mujeres negras y blancas y mulatas comenzaron a participar
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como espontáneas cantando con la banda y nos excitaban a todos, y también comenzamos a improvisar con nuestros instrumentos uno por uno. Primero Charlie me dice a mí Chas Chas! que es también mi nombre de pila para que yo inicie un solo de corneta, y así con los demás, el espíritu de cada uno de nosotros se iba liberando a medida que nos iba tocando el turno. Luego yo le riposto a Charlie y le digo Chas! Chas! así se pronuncia nuestro nombre rápido y corto, en confianza, los dos nos llamábamos entre nosotros Chas aunque los demás me llamaban Buddy, y luego que Willy hizo lo suyo con su trombón, Frank Lewis con su clarinete y Jimmy con su otro clarinete, surgió una mujer negra del público que iba en el vapor e improvisó un solo de voz que nos dejó perplejos, boquiabiertos. La mujer se llamaba Adelina y llenó todo el ambiente con su hermosa voz, una voz trémula que nos puso la carne de gallina con su sentimiento de blue y después cantó un ragtime que sembró una fiesta en el ambiente, la gente nos aplaudió a rabiar, nos pusimos a compartir todos con todos, la gente del barco era un solo coro de música negra que se desbordó, después bebimos buenos tragos de vino y comimos buenos pescados, como reyes, y nos rodearon hermosas mujeres negras que andaban con
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Adelina y también sabían cantar, empezaron a mostrarnos sus sonrisas y sus bellezas distintas y nos sentíamos todos como en el paraíso y Adelina nos dijo muchachos, hoy hemos oído un concierto memorable dirigido por los dos Charles, Chas King Bolden y Chas Galloway y esa palabra chas tiene un sonido muy sensual, chas, pero escrita con ch se ve ordinaria, mejor la escribimos de una forma más elegante, pongámosle jaz. Entonces Adelina la escribió en un papel y yo también, y luego Charlie Galloway le agregó otra z y quedó jazz, la palabra se veía bonita escrita así, tenía un aire sofisticado. Hablamos con las chicas y luego tocamos otro rato repitiendo el esquema de las improvisaciones instrumento por instrumento, y Angelina cantó otra vez de manera más reposada y profesional, como si estuviera subrayando el alma de la pieza de modo o forma consciente, era una manera más lenta y melancólica y tenía una mezcla de blue con góspel y otra cosa, un ingrediente callejero más atrevido, más libre. Nos despedimos en el muelle pero antes invitamos a Angelina a cantar con nosotros en la banda si ella lo quería, y nos dijo que no podía, ella no vivía en Nueva Orleáns y estaba allí de paso, de vacaciones. Qué lástima, le dije yo, a lo mejor de aquí va a salir algo bueno y nuevo para todos
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nosotros. Seguro que saldrá, Buddy, tienen una banda muy buena, muchachos, sigan así, seguro encuentran a una chica que cante con ustedes. Yo me quedé prendado de ella pero andaba con su hombre, un tipo muy simpático llamado Ben que también había participado de la juerga y se había hecho amigo de todos nosotros, así que no podía ir tan lejos y ponerme a cortejar a su mujer, y lo dejé así, viendo cómo la bella y sensual Adelina se alejaba de nosotros. Les dije a los muchachos que este había sido uno de los mejores días de nuestras vidas y ellos asintieron, partimos con las cabezas ilusionadas a hacer otro nuevo toque de jazz en la Congo Square, y como no teníamos cantante le dijimos a Jimmy Johnson que cantara él, pues tenía la mejor voz del grupo. Y él se atrevió y entonó una improvisación con mucho ritmo y sabor, con esa nostalgia que debe tener el blue pero con una nueva entonación. Un periodista nos estaba oyendo, embelesado, y a él le dijimos por primera vez en público que lo que hacíamos era jazz, y la palabra salió impresa al otro día en los periódicos. Nos invitaron desde ese día a programas radiales, todos estábamos entusiasmados y comenzamos a tocar en fiestas privadas de gente rica, clubes elegantes, en un restaurante de la Calle Canal, su dueño nos dijo que quería que tocáramos
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ahí mientras la gente comía, ya saben, nos dijo, algo suave y lento mientras la gente come y charla, una cosa agradable para amenizar. Nosotros lo hicimos. Ahí y en otro sitio similar, y luego en Storyville. Allí recalaban los marineros, las prostitutas, los contrabandistas y también gente exclusiva y también se hacían concursos de bandas musicales, de orquestas que al final de la competencia se quedaban con los premios musicales del mes, y con los mejores contratos. Storyville vivió su edad de oro cuando las orquestas allí tocaban en cabarets al aire libre y la gente las incitaba desde la calle, y los automóviles eran usados para publicitar a las orquestas, que debían competir en velocidad para tocar en piruetas virtuosas. La orquesta que tocara más rápido en Storyville o el solista que alcanzara la nota más alta eran proclamados vencedores. En esos días en Storyville llovían las mujeres y la ginebra, y cuando el licor se me subía a la cabeza me daba por conquistar a varias mujeres a la vez, algunas de ellas prostitutas y otras no, pero igual la confusión que se me armaba en la cabeza era igual y no me permitía diferenciar cuál de aquellas chicas se enfadaba realmente y me lo reclamaba; fue así que comencé a derrochar el dinero en ginebra, drogas y prostitutas. Los amantes de estas chicas me propinaban palizas y me dejaban
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medio muerto. Después apareció todo el rollo con Helen Thomas que me involucró en situaciones terribles, especialmente con James Green, el tipo que terminó de arruinarme, cuando estuve hasta los huesos de ginebra y me creía un superhombre, el único resultado fue que me vencieran en las peleas más rápido. Estábamos tocando en un club de Storyville que estaba administrado por James, el hombre de Helen, un mafioso de siete suelas que tenía negocios ilícitos en todas partes. Los sicarios de James Green se cansaron de amenazarme y golpearme cada vez que les reclamaba algo, una mejor paga, menos horas de trabajo, entonces entraban en acción los sicarios. Venía luego Helen con sus hipócritas consejos, siempre andaba acompañada de dos guardaespaldas de James, y hasta parecía que uno de ellos se la estaba tirando, no lo sé, esto me torturaba más, ya no importaba nada, ya estaba en la ruina y mis músicos me abandonaron. La Marina del Estado de Louisiana cerró Storyville en mil novecientos diecisiete y yo caí en desgracia cuando me achacaron el haber maltratado a una chica en un prostíbulo. No me dieron tiempo de defenderme ni de despedirme de mis tíos o mis amigos, y me encerraron por varias semanas en una celda, y la misma Helen Thomas en
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persona pagó la fianza para que me sacaran. Pero yo no era el único vicioso del equipo. Otros como Freddy Keppard y Bunk Johnson, músicos muy sonados de entonces, también cayeron en las redes del sexo, el alcohol y el desenfreno. Entonces bandas de músicos blancos bastante mediocres, como la Original Dixieland Band, grabaron para la compañía Víctor el primer disco de blue, que pasó sin pena ni gloria. En esos meses estaban comenzando las grabaciones, la fiebre provocada por el invento del disco se estaba empezando a apoderar del público, para acercar esa música a miles de personas. Al género dixieland lo aplastó el ragtime, con la trompeta adelante dirigiendo la orquesta, la trompeta que era una corneta más perfeccionada con esos tres pistones que pueden pulsarse para encontrar sonidos más sutiles y una mayor gama de combinaciones y detalles, que la convertirían en el instrumento estrella del ragtime, y yo la oía sonando con mi jazz para siempre, junto con los otros instrumentos que ya habían dejado de ser rudimentarios para estar más perfeccionados, como fue el caso de los Hombres Orquestas, quienes se cosían o amarraban a los brazos, piernas, pies y cabeza, instrumentos de percusión como maracas, cencerros, palos y tamborcitos para lograr los efectos de percusión que
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después vendrían a formar la batería. La música del ragtime se impuso, el blue siguió teniendo un auge impresionante, reflejado en los infinitos músicos que se han seguido produciendo en todo el país y que oigo por la radio aquí en el Hospital. Todos estos datos tan positivos y éxitos de los músicos del jazz y del disco, los he sabido por las noticias que me llegan aquí al Hospital Jackson. Dónde estarán ahora mis amigos Charlie Galloway, los dos Willy y Frank y Jimmy, seguro andarían en nuevos clubes o fiestas o acaso habrán grabado ya su primer disco de jazz con otro cornetista o trompetista, eso es lo importante. De algunas cosas me enteré primero en la cárcel, donde permanecí por unos cuantos meses; por eso Charlie Galloway pagó para ponerme en libertad, y una vez libre no lograba saber cuáles serían mis primeros planes, por supuesto me compraría otra corneta o una trompeta quizá, en la cárcel no pude acercarme a una corneta ni en fotos, sentía un rechazo físico hacia ella, la sola posibilidad de tocarla me desquiciaba, pero una vez fuera pensé que podía dar una nueva batalla. No tenía dinero para comprar una, un amigo músico me prestó una por un momento, me permitió tenerla por un rato en la mano, me la acerqué a los labios pero no logré sacarle ningún sonido, no me atreví. Vagué por las
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calles de Nueva Orleáns durante varios días y no reconocí a nadie, los nuevos músicos no me conocían y yo tampoco les dije nada, mis viejos amigos músicos se habían marchado de la ciudad y otros habían muerto. La ciudad tenía un aspecto brumoso, el cielo estaba nublado y una fina lluvia caía; las ciénagas potenciaban su hedor a alga podrida y pescado seco; tañían lánguidas las campanas de las iglesias, mientras grupos de gaviotas se detenían en plazas y andenes, los gorriones cantaban trémulos y de mí se apoderó una modorra pertinaz. Agotado, llegué hasta la casa de mis familiares, de los ya ancianos tíos míos Buster y Norma, que vivían en el vecindario del barrio negro con sus hijos, y me ofrecieron alojamiento. Les agradecí el gesto, casi no podía hablar ni responder preguntas de nadie, estaba metido en mi mismo, embebido en los vericuetos cansados de mi cabeza, ellos comprendieron mi agotamiento y me dejaron tranquilo, me ofrecieron una cama para dormir y yo me acosté y me sumí en un sueño largo, ancho como un desierto y que duró mucho tiempo, ni siquiera recuerdo si llegué a soñar o no, esta vez no me había refugiado en los sueños como era mi costumbre en el hospital, pero al sentir los olores familiares de aquel cuarto y aquella almohada casera y aquel cuarto de antepasados
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recientes, me puse a roncar como un león y no supe más de mi, horas y horas estuve en el largo viaje del reposo real, como nunca antes. Desperté y tenia los párpados hinchados, flema en la garganta y legañas en los ojos, me di un buen baño y mis tíos me proporcionaron nueva ropa, un pantalón y una camisa limpios, me tenían lista una comida y me senté a comer y charlar con ellos de manera tranquila, les pregunté a mis ancianos tíos por familiares conocidos de antes, y prefirieron no hablar del asunto, luego nos sentamos a tomar café en los muebles de una pequeña sala. El sabor y el aroma de aquel café cariñoso, las fotografías de familiares que adornaban las paredes, muchas de ellas mostrando músicos de blues, calles y avenidas de la ciudad, paisajes del Mississippi con viejos barcos, y aquella brisa que entraba por puertas y ventanas moviendo las humildes cortinas de la casita, se apoderaron de mí con el sentimiento de una rotunda hermosura, como si el tiempo de mi vida se hubiese devuelto hacia mí, me conmovió todo aquello y salieron lágrimas de mis ojos mientras me llevaba la taza de humeante café a los labios, una nueva esperanza estaba rondando cerca de mí, mezclada a una especie de horror por la vida. Desde aquel momento del café en la casa de mis viejos tíos no logro recordar casi
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nada, mi memoria se iba borrando a medida que iba caminando por las calles de la ciudad acompañado de una mujer, con una botella de licor en la mano. Después no sé qué ocurrió. Estaba tirado otra vez en la grama de un bulevar, y un agente de policía me estaba despertando. ¿Eres Buddy Bolden, no es cierto?, me preguntó el policía, te he escuchado en el bar Sunshine de la calle Perdido, de veras eres muy bueno, lástima que bebas tanto, es tiempo de que regreses, muchacho, me dijo el agente, y me dio unas palmadas en el hombro. Sí, ese era yo, le dije al policía, tuve mi época, tuve mi gloria, le dije. Pero no seas tan apocalíptico, Buddy, tú eres un tipo joven y aún tienes algunos años por delante, ¿o es que te diste por vencido? No lo creo. Mira, párate de ese charco asqueroso y empínate desde ti mismo. Ven, te invito a mi casa después que termine mi guardia aquí, ya falta poco, sentémonos un rato en aquel banco y después nos vamos, me dijo. El comprensivo policía me tomó por el brazo y me llevó consigo hasta un banco del parque, no sin antes detenernos ambos a tomar unos refrescos de fruta. Yo estaba hecho un asco y tuve que ir sacudiéndome la ropa, bebí mi jugo de naranja y comí mi trozo de torta con tanta avidez que Samuel el policía pensó que no había comido antes en toda mi vida. Me ofreció más
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jugo y poco a poco fue desapareciendo el malestar y la jaqueca que tenía. Samuel parecía un hombre de bien y me daba consejos de todo tipo, parecía un tutor o algo así. Mientras hablaba yo lo miraba e intuía rasgos familiares en sus gestos, el uniforme de policía le calzaba tan bien que parecía un héroe de la Independencia Americana, tenía un hablar reposado y en su rostro se dibujaba la satisfacción cuando ponía énfasis en un consejo. Nunca había conocido a un policía tan gentil. Me llevó a su casa y me contó la historia de su vida, se iba internando en los laberintos de su narración con minuciosidad sorprendente, de cada situación extraía un ejemplo, aquello era impresionante. Encima de esto tenía un pequeño cuarto desocupado que me ofreció para pasar la noche. Me deshice de la inmunda ropa, me di un buen baño, me acosté y dormí como un angelito. Volví a disfrutar de un sueño reparador, y al despertar en la mañana Samuel el policía estaba preparando un desayuno criollo cuyo olor me estimuló y me hizo ir como un autómata a la mesa del comedor de la casita a devorar aquella delicia de carne, huevos, frijoles y pan fresco, todo en la más pura tradición de Nueva Orleáns, parecidos a los que me preparaba Mama Dolly. Le hablé de ella y me dijo claro que sí, claro que sí conocí a tu mamá a tu
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papá y a la familia Bolden y también a los muchachos de la banda, a Charles, Jimmy, Willy y Frank, también monto guardia en Congo Square y en otras calles del barrio francés, aunque ya estoy a punto de jubilarme. ¿Y tu familia, Samuel, dónde está tu familia? le pregunté. Bueno, me dijo, mi mujer falleció hace tiempo y mis hijos crecieron y se fueron a vivir a Nueva York y Chicago, pero yo me siento bien aquí en Nueva Orleáns a pesar de todo, esta es mi ciudad y aquí me voy a quedar hasta la muerte. Se veía que Samuel sabía de lo que hablaba, y a medida que lo observaba me parecía que lo conocía de antes, no podía determinar dónde, y menos ahora con tanta confusión en el interior de mi cabeza. Samuel hasta me sacó ropa limpia y me ofreció dinero que yo rechacé. Me preguntó por mis padres y yo le solté toda la historia, no sólo de mis padres sino de todo lo que me había ocurrido, cosa que no había hecho con nadie antes, confesarle cosas privadas, infidencias mías. El se quedó perplejo y me dijo que yo podía estar en su casa todo el tiempo que quisiera, mientras no bebiera y llegara temprano, condición bastante lógica en cualquier casa ajena. La verdad no sabía si podía regenerarme. No sabía si era capaz de salir de aquel laberinto donde la vida me había metido, duré días sin beber, intercambiando
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historias y cafés con Samuel, pero pronto la sensación de angustia que siempre me acechaba comenzó a inundarme el pecho y los nervios cada vez que se me ocurría llegarme hasta el centro de la ciudad a recorrer el barrio francés y las calles de siempre. Un día Samuel se apareció en la casa con un obsequio bien envuelto en papel y cinta de regalo y cuando rompí el papel y abrí la caja ahí estaba: una trompeta usada, preciosa, de cobre bruñido con boquilla de plata, que yo sopesé bien y era el instrumento más perfecto que había apreciado en mi mano, pegué mis labios a la boquilla y toqué unas notas, puse los dedos en los pistones y las armonías se produjeron con una naturalidad sorprendente. El viejo Samuel me veía de reojo, le dije que ese instrumento era un objeto muy costoso, dónde has encontrado esta joya, Samuel. Me dijo que la había comprado a un músico de las bandas que la tenía en venta a un bajo precio, la tenía guardada para venderla luego a alguien a una mejor suma y así recuperar la inversión, y que además de ello la trompeta le gustaba como objeto, pues siempre había sido amante del blues y disfrutaba con tenerla. Le dije que no le podía pagar un instrumento tan costoso pero que poco a poco iría abonando el importe y Samuel aceptó el trato, pero que antes tenía que prometerle que iba a dejar de
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beber y yo le respondí que no podía prometerle eso, pero que al menos podía intentar volver a la banda. Bueno, está bien, dijo él, entonces quedamos así, y entonces yo busqué a los muchachos, los logré reunir poco a poco pues no tenía idea dónde estaban, Samuel me ayudó a hacerlo, Charlie estaba en Nueva York, Cornelius y los demás en otras ciudades de Luisiana. Por cierto que por ahí anda fanfarroneando Jelly Morton el pianista, con diamantes en los dientes, diciendo que él ha inventado el jazz, el tipo es un magnífico pianista pero también un proxeneta y contrabandista y ha hecho mucho dinero jugando y contrabandeando y manejando muchachas en la prostitución y anda vestido con un traje blanco y lleno de sortijas en los dedos y cadenas y regala collares originales de cristal del Mardi Gras, y así alimenta su vanidad hasta hacerla crecer como una montaña y se hace acompañar de los mafiosos de siempre, maneja una orquesta y la dirige desde el piano, ha grabado discos y se siente él el inventor del ritmo que nosotros los Chas inventamos aquella tarde en aquel vapor por el Mississippi, y así como él varios andan por ahí disputándose la creación de este invento mío pero eso no importa, eso está bien, lo importante es que ya les ha tocado el alma y lo sienten suyo, ya el jazz ha crecido solo y anda
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germinando en todas partes, ha cruzado el río y se ha ido de viaje a otras regiones, a otros estados y países, creo yo. Me costó mucho convencer a mis viejos amigos para reunirlos a todos aquí, y volver a tocar en los clubes y en los hoteles de lujo y después en las madrugadas volver a los bares de siempre, y me pareció un verdadero milagro en cuanto ocurrió porque al vernos nos dimos sendos abrazos, alzamos nuestras copas y brindamos, fumamos y cada uno echó los cuentos de sus andanzas por los distintos pueblos, los percances y chistes mientras jugábamos a las cartas, oíamos en la radio las presentaciones en vivo de los músicos jóvenes que estaban a punto de escalar la fama local, y de ahí nos fuimos a Congo Square de nuevo donde estaban los conocidos de siempre, los músicos callejeros que afinaban allí sus instrumentos, y le dimos duro a unas sesiones que lograron entusiasmar de nuevo al público que poco a poco fue entrando en la temperatura fuerte del jazz, del dolor que se nos metía como un aguijón en el cuerpo, y de ahí a los instrumentos y todos nos reconocíamos en ese dolor como una catarsis colectiva, como un ritual que nos liberaba de las miserias mortales, volvíamos a ascender al firmamento de nuestro arte. De inmediato se corrió la voz y pronto se aparecieron en la plaza los
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productores de los hoteles para invitarnos a tocar, y claro que aceptamos hacerlo en el Royal, que se había puesto de moda en la ciudad y a donde iban las antiguas bandas de Storyville y recordaban aquellos tiempos iracundos y febriles. Cuando entramos al hotel Royal nos recibieron con aplausos y vivas, y nos pusimos a tocar y la música estaba sonando como nunca, la gente hacía rueda para aplaudirnos, bailaban y coreaban y repetían los acordes tarareando, aquello era un regreso apoteósico ver a la banda tocando enfebrecida durante aquella fiesta de cumpleaños de una mujer de la sociedad blanca, los muchachos me animaron a que tocara de nuevo mi Funky Butt, que era una canción bastante vulgar, quiero decir una canción fuerte de los barrios bajos con alusiones directas al sexo, a la picardía sensual de los negros y a sus chistes gruesos, pero en ese momento no importaba, esa sensualidad la estábamos transmitiendo a un ambiente de gente rica, reluciente, estábamos en plena descarga de improvisaciones donde yo le di sabroso con mi corneta al solo principal y después Charlie se disparó con su guitarra un punteo sobrenatural y luego vino el solo de batería de Cornelius y el saxo de Jimmy, y en eso estábamos cuando de repente aparece parada ante mi vista la figura de Helen Thomas en persona, estaba ahí con
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un vestido majestuoso que permitía calibrar las líneas de su cuerpo. Fumaba su cigarrillo con una boquilla y sonreía, estaba fascinada con la música y se balanceaba mientras fumaba, era una diosa parada al lado de una fuente en el jardín de aquel hotel de lujo. Mi corazón comenzó a palpitar como una bomba flexible y sufrí un mareo, me puse a contemplarla y dejé que la banda hiciera el resto, ella comenzó a acercarse y yo quedé paralizado viendo a mi musa ahí tan cerca de mi deseo. No pude seguir tocando, y en el receso de la banda me acerqué a ella y le di un beso de bienvenida, ella olía a una mezcla de mermelada de piña con un no sé qué de esencia de canela, no puedo describirlo, ahí estaba otra vez con su sonrisa provocativa y su voz aterciopelada. Lo estás haciendo muy bien de nuevo, Buddy, de veras muy bien, me dijo, no tienes muy buen aspecto pero estás tocando mejor, no sabes cuántos recuerdos me trae Funky Butt, ya sabes, de aquella época tan loca. Cuando pronunció la palabra “loca” a mí se me nubló la vista, de veras. Nos tomamos dos copas de vino cada uno y al poco tiempo ya se había colocado a su lado el mafioso de su marido, el fulano James Green, quien se me acercó con arrogancia y me tendió la mano, qué tal Buddy, me dijo, te suena bastante bien el instrumento, gusto de verte chico,
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deberían tú y tus muchachos ponerse una mejor ropa en un lugar como éste. Helen le dirigía una mirada fulminante, se despidió y se fue con su tipo hacia unas mesas situadas al fondo del salón. Era una noche de verano y la brisa del Mississippi refrescaba aquel gran jardín poblado de personas elegantes que comían bocadillos, tomaban tragos, bailaban, charlaban. Había una piscina de cristalino fondo azul, fuentes, glorietas, bancos, salones para bailar y pequeños laberintos de árboles para perderse y pautar encuentros amorosos. Mujeres rubias, morenas, negras, hombres jóvenes y viejos, todos nosotros estábamos en aquel ambiente sofisticado pero que para mí era insoportable, agobiante, con el recuerdo de Helen al fondo de mi memoria, Helen al fondo de mi futuro, Helen al fondo de la noche, Helen, Helen, Helen, siempre Helen. Se fue por su lado y después de terminada la fiesta y de tener nuestra paga nos fuimos a los bares de siempre en el barrio francés. En uno de esos bares Cornelius me presenta a Hannah, una rubia deslumbrante que está dispuesta a pasar el rato con nosotros, me hace preguntas acerca de mi música, me admira mucho, dice, me acaricia el brazo y al poco rato me besa la mejilla, después bailamos, siento su cuerpo, su olor de hembra fina, sus movimientos, su voz, los tragos
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suben la temperatura, aderezan la noche donde la rubia Hannah es la protagonista y ella baila divino conmigo, la beso en la boca, le palpo las nalgas, siento la cercanía y el poder de sus senos suaves, Hannah me tiene atrapado en su encanto y la invito a la cama, son cincuenta dólares, me dice, eso es todo lo que he ganado tocando esta noche, le respondo, está bien, te hago una rebaja especial, me dice, no pagas los tragos y me tienes por cincuenta, descuento especial para ti, mi rey, por ser Buddy, ahora ven, tómate esta ginebra con hielo y limón y ya verás como todo empieza a ponerse mejor. Sorbo la exquisita ginebra y la figura de Hannah crece en mi deseo, no puedo resistirlo y me voy con Hannah al lecho, me hundo en su cuerpo, en sus piernas, pechos, muslos, nalgas, sexo, traspaso con mi hombría toda su extensión de mujer pensando en Helen, como si Hannah fuese sólo un conducto para llegar a aquélla, Hannah y Helen se funden en una sola mujer, en un solo deseo que se esparce por mi pecho, por mi cabeza, por mis huesos, mis músculos, mi ser interior, ahí voy, liberado de todo lo demás, cruzo la barrera del tiempo y del espacio y exploto en una sola ebullición que ocurre en mi cerebro, me descoloca del mundo y me sume en los placeres de la ginebra con buen sexo, crece dentro de mí una
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fuerza terrible, un impulso de aniquilación, de destruir los fantasmas de ayer y de hoy, estamos en un borde, a punto de caer a un abismo, porque cuando Hannah me dice que debo irme, que ya terminó todo, que ha llegado la mañana y yo estoy en el cuarto de un burdel, ya la magia de la noche ha acabado, ha terminado el encanto, mi sexo se ha derramado dentro de una mujer nocturna que no volveré a ver en mucho tiempo, ni a Helen tampoco, ni a Mama Dolly que ya murió ni al padre que nunca tuve, ni una casa estable ni una familia ni nada, sólo estos recuerdos de bares, estos recuerdos en el Mardi Gras y el barrio francés y aquellas tenidas, aquellas descargas de improvisación y el ronquido de la bocina de los barcos por el Mississippi cuando inventamos el jazz aquel día, toda esta música que retumba en mi cabeza, estas notas de corneta que traspasan las paredes, las casas, las personas, se meten en la sangre de la gente y cose tristeza con tristeza, el blue inunda el corazón y el espíritu, el ragtime con su sincopa y cadencias expresan sus penas viriles, sus reclamos de amor, sus desilusiones y angustias y todos los sentimientos que se frustran alma adentro y brotan convergidos en voces, letanías, oraciones, aullidos, gemidos, notas quebradas, como cuando oí cantar a Ma Rainey y el corazón se me
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abrió como un retoño, cuando oí a Bessie Smith y a Charlotte Foster llamada la pobre rosa, el alma se me quedaba colgada de las estrellas de la noche, cuando Red Nelson cantaba la tristeza de la esclavitud yo lloraba a mares, cuando Charlie Christian tocaba el blue en su guitarra, y Blind Blake, el ciego más feliz que he conocido, en ellos se fundaba esta raza doliente, se estaba cocinando nuestro espíritu negro en una gran caldera a fuego lento, todos los cornetistas que vi en el Mardi Gras llenaron mi pecho de ilusiones, ellos insuflaron en mí un deseo de cantar en las calles y las plazas, en la fiesta de toda esta lujuria oculta que de pronto se destapó por esta región del sur, porque yo desde cualquier sitio que me pare estoy mirando al sur, no me es permitido mirar hacia otra parte ni yo quiero hacerlo tampoco, es mi sur, nuestro sur, el profundo sur. En cuanto Helen y Hannah se me hicieron una sola en mi cabeza, y Mama Dolly y mi tío Buster y Norma y Samuel el policía conjugaron en mí dos hombres en un solo padre, porque mi mente se había apoderado de Samuel como si el fantasma de mi padre se hubiese corporizado en una calle de mi ciudad para salvarme en aquella noche de invierno, y el alcohol, la ginebra, la cerveza, el sexo y el amor se revolvieron en una bola gigantesca, en un solo
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ovillo de sensaciones, ilusiones perdidas y emociones que detonaron dentro de mí como balas, explotaron como petardos o me punzaban como dagas cuyos filos hirieron y desangraron mi vigilia con el objeto de producirme esta rabia de vivir, esta muerte que es la misma de siempre, la misma bazofia con la misma baba maloliente que se cuela por las circunvoluciones de mi cerebro y no me deja en paz, no me permite asomarme ni por un momento al sosiego, a esa paz que buscamos cuando cantamos para Dios en las iglesias, pues ya no habrá paz que valga para mí desde aquel día en que me recogieron en el suelo del bar después del concierto en el hotel Royal donde me despedí de Helen y luego de Hannah para siempre, y estas dos putas soberbias se reunieron en mi cabeza con las demás mujeres de tantas tabernas y tantos bares de carretera, prostíbulos de orilla en puertos y muelles que terminaron por hacer de mi lo que soy, un hombre turbado por los azares y la miseria, pero también bendecido por la música y la destreza para tocar la corneta y así hacer felices a las gentes de mi raza. Yo los vi con estos ojos míos estremecerse con las notas que fluían desde mis pulmones a sus corazones, y ello me basta para consolarme de mis derrotas. Volví a despertar en la cama vacía de aquel burdel y volví por mis fueros
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con la ginebra y el tabaco, me hundí otra vez en el subterráneo de la nada y en lo único que pensé en adelante fue en el suicidio, en que podía liberarme cortándome las venas o ahorcándome de cualquier techo con una soga, y en efecto esta última idea se apoderó de mí y estuve buscando esa soga para terminar con todo esto, y en ese intento destrocé la casa de Samuel al encontrarme allí a una señora que decía ser la madre de mi esposa, a quien supuestamente yo había preñado y ella dado a luz un niño que era mío, un niño que era mi hijo, noticia que me sublevó los nervios hasta la cima, la señora se desgañitaba en insultos hacia mí haciendo énfasis en mi irresponsabilidad, me amenazó con demandarme y denunciarme a la policía por padre irresponsable, gritaba histérica todas sus amenazas y ahí mismo le lancé un jarrón que estaba sobre la mesa del comedor y lo fui a estrellar directamente en su cabeza haciéndose añicos, y ella cayó al suelo con la frente sangrando y vino la policía y me sacó preso y me llevaron en una patrulla. Ahí en la cárcel duré unos pocos días hasta que decidieron considerarme enfermo mental y me trajeron al Hospital Jackson donde he estado todo este tiempo conviviendo con enfermos, locos, insanos, perturbados, esquizofrénicos, esquizoides y todos los demás pacientes de
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enfermedades de la mente. Intentaron todas las terapias posibles después de baños con mangueras de agua fría y descargas eléctricas en la cabeza, me indujeron a construir cosas con las manos, a hacer carpintería, jardinería, escultura, pintura, asear baños, barrer y pasar el coleto, lo que más nos gustaba era jugar al ajedrez, entregarme días a partidas que duraban meses, en una sola jugada podíamos durar semanas, mientras protegíamos el rey de cada uno e intentábamos dar jaque o mate al del oponente discerníamos sobre las cuestiones más abstrusas o fantásticas, las charlas tomaban un vuelo maravilloso, la lógica de la guerra y el absurdo se unían en jugadas imaginarias, caballos, torres y afiles cobraban vida, se movían, defendían, atacaban, enrocaban e iban preparando otra jugada posible, pasaba noches enteras pensando una sola jugada y la cabeza toda se me volvía un solo tablero donde las más inusuales posiciones se producían sin cesar, hasta que llegado un punto ya el ajedrez nos atormentaba, nos hacía alejarnos de él para hacer otras cosas, todo menos tocar la corneta. Apenas oía música en la radio, cada vez que oía jazz entraba en un estado nervioso que era descrito por los médicos como depresión, lloraba sin parar, no quería comer, sólo me provocaba beber agua, una sed infinita se
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apoderó de mí, bebía agua y tragaba pastillas hasta que me dormía. Hice amigos en el Hospital Jackson, mujeres y hombres atontados por los medicamentos como yo, íbamos de un lado a otro haciendo labores maquinales sólo para permanecer despiertos, su cercanía me permitió soportar todo aquello, nos comunicábamos más con miradas y gestos que a través de palabras, éramos leales entre nosotros, era otro tipo de amistad, una manera más limpia de comunicarnos, ahí no mediaba ningún interés sino el fin único de comunicarnos una sonrisa o una mirada, necesidades subjetivas, trozos de infiernos particulares, diálogos absurdos durante horas, éramos filósofos anónimos, pensadores marginales, exiliados de nosotros mismos tejiendo diálogos infinitos sobre las cuestiones más abstractas, esa era nuestra terapia. De cuando en cuando venían a verme algunos amigos cuerdos que apenas reconocía, pero cuando venían Charlie, Jimmy o Cornelius me daban accesos de llanto y debían devolverme al asilo, quedaba gimiendo por horas hasta llenarme de un cansancio insoportable. Solamente cuando venía Samuel, el policía bondadoso, el cuerpo se me acomodaba un poco, él era el padre que yo nunca había tenido, era maravilloso aquel gesto suyo de regalarme aquella hermosa corneta y que supiera
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tanto sobre mí, cuando le detallaba bien las facciones mientras me hablaba en la visita me parecía que era un yo mío de antes, alguien con mi misma sangre, al fin había encontrado a un papá, un hombre recio de veras que velaba por mí y me cuidaba como si fuera el marido de Mama Dolly o como mi tío Buster, y ahora ya era feliz con esos recuerdos y no me importaba nada, vivía con esos retazos de memoria y así pasé años y años y todos murieron, Mama Dolly y Samuel y Helen y Hannah y todos mis amigos músicos y hasta yo mismo morí y no descendí a los infiernos como creía sino que ascendí a los cielos y aquí estoy tocando la trompeta del apocalipsis a la diestra de dios padre para despedirme, estoy viendo con una piedad nueva el mundo acabado de la tierra, desde aquí estoy mirando hacia abajo, voy planeando por Storyville como un pájaro, y me zambullo en el río Mississippi y me convierto en pez y salgo otra vez convertido en hombre hacia el barrio francés y hacia la calle Canal y la calle Bourbon y la calle Perdido, estoy mirando el barrio negro donde vivía y estoy viendo ahora a Mama Dolly planchándome la ropa para ir a la escuela, estoy viendo mi primera corneta en la tienda del señor Stevens, y también estoy viendo hacia el futuro y veo que la corneta sale de la tienda del señor Stevens
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y se va volando por el aire y va a aterrizar en las manos de un niño llamado Louis Armstrong en la calle Perdido, y este niño crecería y la haría famosa en el mundo, lo veo ahora cómo entra a Nueva Orleáns aclamado por multitudes, y también estoy viendo en un desfile a Sidney Bechet, Roy Eldridge, Bunk Johnson, King Oliver, Hot Lips Page, Muggsy Spanier, Clifford Brown, Harry James, Shorty Rogers, Buck Clayton, Bill Davison, Bobby Hackett, Miles Davis, Chet Baker, Bix Beiderbecke, Dizzy Gillespie y Wynton Marsalis, todos llevan sus trompetas y las entonan al unísono en el desfile por la calle Canal en el martes del desenfreno grasoso del carnaval en el Mardi Gras, vienen entonando Potato Head Blues de Armstrong y mi Funky Butt y yo estoy gozando un mundo aquí contemplándolos a todos ellos vivitos y coleando, tocando y haciendo gozar a la gente que los saluda desde los balcones y les lanza bambalinas y collares, y entonces sí puedo decir que estoy en el verdadero paraíso aquí de pie sobre las nubes que tienen aureolas de luz mirando hacia el profundo sur, estoy aquí parado y puedo decir en el nombre del padre del hijo y del espíritu santo amén, porque todo aquel infierno ha valido la pena si era para lograr que el jazz se expandiera por los corazones del mundo, qué bello mama Dolly,
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mira esto, ven acá, Mama Dolly, no te puedes perder este espectáculo, acércate chica, ven acá Mama, dáme la mano, tienes que ver este desfile.
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GRANDES TROMPETISTAS DEL JAZZ
GRANDES TROMPETISTAS DEL JAZZ
Bill Davison
Bobby Hackett
Bix Beiderbecke
Buck Clayton
Buddy Bolden
Bunk Johnson
Chet Baker
Clifford Brown
Dizzy Gillespie
Wynton Marsalis
Harry James
Hot Lips Page
Joe Oliver
Shorty Rogers
Louis Armstrong
Red Rodney
Muggsy Spanier
Miles Davis
Arturo Sandoval
Roy Eldridge
Hombre mirando al sur de Gabriel Jiménez Emán, se terminó de imprimir en agosto de 2014, en los talleres Gráficos de la Imprenta Regional del Estado Falcón “Omar Hurtado” Son 500 ejemplares
De las músicas populares del siglo XX, el Jazz es quizá la que ha tenido y sigue teniendo una influencia más decisiva. Desde que los primeros músicos negros de Nueva Orleáns la hicieron nacer en las modalidades del Góspel, el Blue y el Spiritual, ésta no ha cesado de enriquecerse con los nuevos aportes de la música latinoamericana: el bossa nova, la salsa, el tango, el bolero, el son y otras expresiones donde se fusionan el Pop, Rock, el Bebop, el Cool, Swing o Free Jazz. Sin embargo, los músicos de Jazz vivieron en su mayoría entre la extrema pobreza, la droga y la segregación racial, lo cual los convierte en especies de héroes culturales, en iconos de la autenticidad artística y humana, como bien lo atestiguan los diferentes vocalistas e intérpretes instrumentales a lo largo de las últimas décadas. Recreando la vida de Buddy Bolden, quien fuera quizá el primer músico y trompetista del Jazz, --pero que no pudo dejar grabación de ninguna de sus piezas-- Gabriel Jiménez Emán ha querido rendir un tributo a esta música que ha marcado de manera indeleble la sensibilidad de nuestro tiempo, dando como resultado uno de los relatos más estremecedores de la literatura contemporánea.