América, América

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MAPA DEL ITINERARIO


CAPÍTULO 1

Flores en el pelo Que San Francisco es una ciudad diferente queda claro desde el primer control de la aduana. Los policías no llevan flores en el pelo, pero casi. Sonríen. Y no solo eso, sino que te dirigen frases amables y se excusan cuando hacen preguntas demasiado incisivas. Nada que ver con la agresividad de Nueva York, donde las colas se eternizan y donde los policías te tratan como si fueras sospechoso de haber matado a Kennedy o de intentar introducir una bomba nuclear en el país. O de ambas cosas. Mientras formamos una cola civilizada y sonriente para cumplir con los trámites de la aduana, me viene a la memoria una canción de la década de 1960, San Francisco. La cantaba Scott MacKenzie y decía: If you 're going to San Francisco Be sure to wear some flowers on your hair If you 're going to San Francisco You 're gonna meet some gentle people there... 1

Todo muy hippy, por supuesto, muy de finales de 1960. Flores en el pelo, gente encantadora ... –¡Estás cantando! –me advierte mi hija María. Mejor dicho: me lo echa en cara con una pose de adolescente cabreada con el mundo. Intento negarlo, pero la evidencia se acaba imponiendo, sobre


todo cuando, después de subrayar que “desafinabas, como siempre”, María tararea una sintonía muy parecida a la cancioncilla de McKenzie. Observo de reojo a mis otras dos compañeras de viaje: Teresa, mi mujer, y Nuria, una amiga de María. Por suerte no me han oído. Es terrible: te documentas a fondo antes de emprender un viaje, lees libros im-pres-cin-di-bles, escuchas la música adecuada, repasas las películas que mejor captan el ambiente de California ... y todo para acabar entrando en el país con un hit tópico y caducado en los labios. Conecto la máquina de la memoria. Yo estudiaba bachillerato a finales de 1960 y escuchaba a menudo San Francisco. La educación sentimental, así la llaman, una educación que cada vez va más acompañada de una banda sonora made in USA, como si las multinacionales compraran los derechos de las piezas cuando nacemos y nos fueran marcando los cambios de edad con discos adaptados a la ocasión. Yo estudiaba e intentaba dejarme el pelo largo. Sin flores, pero largo. Tal vez fue entonces la primera vez que oí hablar de San Francisco. O por lo menos la primera vez que tuve ganas de ir. Leía cosas sobre los hippies, el amor libre, la contracultura, Berkeley, la psicodelia ... Lo cierto es que no entendía muy bien en qué consistía todo aquello, quizás porque la censura franquista filtraba “los hechos degenerados” con cuentagotas, pero estaba claro que algo estaba pasando en California, muy lejos. If you come to San Francisco Summertime will be a love-in there ... 2

Llegamos a San Francisco a principios de julio de 1998, pero es evidente que el famoso Summer of Love –¡El Verano del Amor!– queda muy lejos. Han pasado treinta años desde que los hippies convirtieron San Francisco en ciudad-bandera del amor libre, de los colores, de la psicodelia y de las flores en el pelo. O sea, que llego por lo menos con treinta años de retraso. El taxista que nos lleva hacia el centro es un mexicano que también se apunta al gremio de gente encantadora, sector sin flores en el pelo. Tiene un coche desvencijado y solo habla de deportes. Para él, San Francisco es una ciudad importante porque tiene a los Giants y a los 49ers. –¿Tienen equipo de fútbol? –interviene María. Estos días se


está jugando en Francia el Mundial y lamenta perdérselo. – ¿Soccer? –el taxista encoge los ojos y suelta una carcajada–. Aquí no interesa. ¿Qué deporte es ese en el que pueden quedar 0 a 0 tras dos horas de juego? Convencido de que las opiniones de taxista son siempre un material a tener en cuenta (que les pregunten a los corresponsales de prensa), saco el tema del San Francisco turístico y le pregunto al mexicano qué opinión tiene de la ciudad. El hombre se rasca la cabeza y, después de pensarlo un buen rato, expone sus conclusiones: –Es una ciudad ... grande. –¿Grande? –Sí –se toma un tiempo–. Eso ... grande. Teresa y yo nos miramos, convencidos de la trascendencia de la palabra. Cuando volvamos a Barcelona y los amigos nos pregunten cómo es San Francisco, ya sabemos lo que hay que responder: “Es una ciudad... grande”. Al cabo de unos minutos, consciente de su definición minimalista, el taxista amplía la información. –Nunca entenderé por qué edificaron la ciudad en un lugar donde hay colinas... ¡Hay más de cuarenta! A quién se le ocurre... Yo me estoy haciendo una casita y lo primero que procuré es que el terreno fuera llano... Resulta más barato. Parece una observación lógica, pero es obvio que una ciudad amenazada constantemente por terremotos no puede aspirar a sostenerse con criterios lógicos. Escepticismos de taxista al margen, la aproximación a San Francisco tiene algo de ritual iniciático. Si en este mismo momento me preguntaran si he estado antes aquí, la respuesta correcta sería: “Físicamente, no”. O, lo que es lo mismo: “Mentalmente, sí”. No, no me refiero a viajes astrales ni psicodélicos, pero dicen que California, más que un estado, es un estado mental, y es desde este punto de vista que siento como si ya lo hubiera visitado. Por los ecos que despierta. Un viaje por los EE UU está forzosamente lleno de referencias al mundo de la música, al del cine y al de los libros. Llevamos tantos años mamando cultura americana que a la que te das una vuelta por el país no paran de asaltarte flashes culturales de todo tipo. Llegas a San Francisco y te extasías con la


ciudad de postal, como todo el mundo, pero también te vienen a la memoria los escritores de la Beat Generation, los hippies, y películas como Vértigo de Hitchcock, ¿Qué me pasa, doctor?, de Peter Bodganovich y Sueños de un seductor, de Woody Allen. Puestos en plan catastrofista, la lista se amplía con San Francisco, de Clark Gable y, si pensamos en persecuciones de coches, la memoria selecciona dos títulos: Bullit y Las calles de San Francisco. –Y Sra. Doubtfire, apunta María. En fin, que cada generación aguante a sus mitos, si es que Robin Williams disfrazado de mujer tetuda puede aspirar a ser un mito consistente. El paisaje de la ciudad –espléndido desde el primer Momento– comporta una banda sonora propia, con los Grateful Dead y Santana o con Otis Redding cantando Sitting on the dock of the bay a la sombra del Golden Gate. O con Scott McKenzie y su San Francisco... O, como dice María, con Chris Isaak y San Francisco Days. La ciudad entra bien desde el primer momento. Tal vez por lo del estado mental..., pero también porque el escenario es perfecto: con el Pacífico a un lado y la bahía al otro. Cuando llegas desde el aeropuerto, el paisaje es más bien seco y pelado, con una sucesión de colinas redondeadas y estallidos esporádicos de vegetación a los lados de la autopista. Palmeras, sobre todo. Las casas, en su mayoría bajas y blancas, recuerdan el Mediterráneo en algunos momentos –Grecia, quizás–, hasta que aumenta la densidad y comienza la ciudad de verdad, con rascacielos en el centro, puentes a ambos lados y colinas cubiertas de casas. –Es... grande– repite el taxista. Pues sí es grande, por supuesto, pero es mucho más que eso. A los pocos minutos te das cuenta de que San Francisco es una ciudad acogedora, con calles anchas de casas bajas, sin demasiado tráfico, con una luz especial y con una personalidad muy acentuada. La versión encantadora de la ciudad americana, en definitiva. El taxista nos deja ante el hotel –céntrico, más viejo que antiguo, encajonado entre dos fast food– y se despide con una sonrisa de oreja a oreja que, a pesar de todo, no convence a


María. –Era un inútil– concluye con desprecio cuando él se aleja. –Pues yo lo he encontrado simpático– opina Teresa. –Pero, ¿qué dices?–se indigna María–. ¿Qué puede esperarse de alguien que se carga el fútbol como él? Entro en el hotel arrastrando la maleta y silbando San Francisco. El recepcionista me mira y sonríe. Teresa también. María y Nuria me censuran con la mirada. Seguro que hay maneras más dignas de entrar en una ciudad, pero qué le vamos a hacer. La memoria, a veces, te la juega.


CAPÍTULO 2

Beat Generation –¿Por qué no vamos en tranvía hasta el puente de Padres forzosos?– propone María. Repaso la ciudad con la memoria. Hay un Golden Gate y un Bay Bridge, pero estoy seguro de que no hay ningún puente con ese nombre tan extraño en San Francisco. –Es este– Nuria señala una foto del Golden Gate en una guía. –¿Y cómo lo habéis llamado? -El puente de Padres forzosos. –¿Y qué es eso? –Una serie de la tele –aclara María con un gesto cansado que indica que los padres nunca saben nada–. Pasa en San Francisco y siempre empieza con una imagen de este puente. Considero que es una trivialización indigna llamar así al Golden Gate, pero la cosa empeora cuando, dándoselas de experta, María añade que también se lo conoce como Puente Mapfre, ya que sale uno muy parecido en el anuncio de esa compañía de seguros. La educación sentimental de las adolescentes, por lo visto, se encuentra a años luz de la mía. Donde yo veo una novela de Vikram Seth sobre los yuppies de San Francisco – The Golden Gate-, o una escena de Vértigo o la canción de Otis Redding ellas tan solo ven anuncios y series. Televisión, en definitiva. Salimos a la calle con el itinerario planeado –pertrechados de un exceso de mapas y guías– y no tardamos en llegar a la puerta


de Chinatown, en la esquina de Grant y Bush Street. Es una puerta china –con tejas verdes y dragones dorados en la parte superior–, como corresponde a un barrio donde todos los letreros, incluso los de McDonald's, están en chino y en el que viven más de 20.000 chinos. Empezaron a llegar a California en el siglo XIX para trabajar en la construcción del ferrocarril y el alud migratorio sigue vivo, hasta el extremo de que un 75% son de primera generación. Letreros chinos, por tanto, plenamente justificados. El problema de Chinatown es habitual en los barrios invadidos por el turismo: las tiendas de especias y cachivaches genuinamente chinos han acabado cediendo su lugar a las de recuerdos, rebosantes de jerseys y camisetas con dibujos y frases sanfranciscanas más o menos ingeniosas, matrículas de California con todos los nombres propios posibles, ceniceros, jarrones, gorras, postales y todo lo necesario para satisfacer al turista y para desesperar a los destinatarios de los regalos. Tras un zigzagueante callejeo por el barrio, hacemos un alto en una fábrica de galletas de la fortuna que parece surgida de otros tiempos. En una sala desordenada, dos chinas encorvadas y silenciosas fabrican galletas con una parsimonia proverbial y van introduciendo en su interior mensajes escritos en unas pequeñas tiras de papel. Compramos un paquete y el problema surge al romper la primera galleta. –“Fu Ling Yu dice” –leo el mensaje en voz alta–: “El mejor viaje es el que no va a ninguna parte”. –¡Vaya parida!–exclama María. Y estoy a punto de darle la razón. Si la sentencia de Fu Ling Yu es correcta, ¿qué sentido tiene gastarse el dinero en un vuelo intercontinental? Pienso en un viejo amigo hipioso de Barcelona que siempre dice, en tono trascendente, que todo viaje acaba siendo un viaje interior. Más barato, seguro. Bajas las persianas de casa, te sientas en la alfombra en la posición del loto y te dedicas a la meditación. Te quedas sin fotos y sin recuerdos, eso sí, pero según él te lo pasas la mar de bien. Nuria lo interpreta de otro modo. –Ya decía yo que no teníamos que salir del hotel... – refunfuña–. Estoy cansada. El destino, por suerte, se apiada de mí y me ofrece un regalo


inesperado: justo donde termina Chinatown, cerca del cruce de Grant Street con Columbus Avenue, se encuentra la librería City Lights. O sea: el paraíso. Juro que no lo tenía previsto (por lo menos, no tan pronto) , aunque desde el primer momento se me considera sospechoso y las niñas me apuñalan con miradas acusadoras. Lo siento: hay gente que aprecia las ciudades por su belleza o por sus museos o monumentos; yo lo hago por sus librerías. –Aquí se reunían los de la Beat Generation– comento, casi emocionado. –¿Biqué? –Los poetas beats –me pongo didáctico–. Eran unos poetas y novelistas que defendían la escritura conectada a la gente marginal, la noche, el jazz, los viajes ... La Beat Generation... ¿No os suena? –La única generación que conozco es la Next Generation, la del anuncio de Pepsi. De nuevo la televisión. Y por el lado de la publicidad, que es lo que más duele. El escaparate de la City Lights es justo como lo había imaginado. Grande, sin ser enorme, un poco caótico, con letras doradas en los cristales, madera negra y con ese aire antiguo que suelen tener las buenas librerías. Pacto media hora de tiempo muerto con el resto de la expedición y entro dispuesto a curiosear y a extasiarme. Fundada en junio de 1953 por el poeta Lawrence Ferlinghetti, la City Lights Books es una librería distribuida en tres plantas irregulares, con rincones entrañables y un montón de libros bien clasificados, con mayoría de paperbacks y con una buena sección de literatura y de obras de izquierda, revolucionarias y anarquistas. En las paredes, además de libros, hay fotos de Jack Kerouac, Neal Cassady y otros ilustres miembros de la Beat Generation. En una de ellas, de 1965, se ve a Bob Dylan con Allen Ginsberg y Michael McClure. –¿Los libros de la Beat Generation, por favor?– pregunto. –La tercera planta es toda beat– me responde uno de los vendedores. Como si estuviéramos en unos grandes almacenes. Segunda


planta: lencería fina; tercera, Beat Generation... Cosas así solo pasan en San Francisco. Para favorecer la ambientación beat, un par de butacas invitan a la lectura reposada en la última planta. Parece que te digan. “¿Comprar libros? Vamos, hombre, no seas vulgar. ¿Por qué hacerlo si los puedes leer sentado en una butaca en la misma librería?”. Teniendo en cuenta el horario de apertura, de las diez de la mañana hasta medianoche, hay que reconocer que da para leer bastantes libros sin pasar por caja. Por si había alguna duda, un letrero escrito a mano proclama que la City Lights no es una librería cualquiera, sino más bien algo así como “Una especie de biblioteca donde también se venden libros”. Y así es, en efecto, hasta el extremo de que parece que esté mal visto que compres alguno. De hecho, tienes que insistir para que el vendedor te cobre, y cuando lo hace te dirige una mirada teñida de cierto desprecio. “Si como mínimo los robaras...” , debe de pensar. Confieso que hace tiempo que tenía mitificada la City Lights Books. Cuando era estudiante de Filología Inglesa en la Universidad Autónoma de Barcelona, alguien apareció un día con un catálogo de City Lights Books que nos pasábamos de mano en mano con devoción. Nos impresionaba ver reunidos en sus páginas los nombres de Ginsberg, Kerouac, Bowles, Artaud, Burroughs, Cassady, Michaux y Ferlinghetti. También estaba Bukowski, pero a este lo decubriríamos más tarde. Recuerdo que un compañero llamado Lluís fue el más listo y mandó una carta al editor y librero Lawrence Ferlinghetti en la que le explicaba, de colega a colega, que era poeta como él y que, dada la imposibilidad de conseguir en Barcelona libros de su apreciado catálogo, se atrevía a molestarle para pedirle que le mandara algunos ejemplares como favor personal. Pasaron varias semanas y, cuando todos pensábamos que la vía abierta hacía aguas, Lluís recibió el paquete de libros sin cargo de City Lights. Recuerdo que su favorito era Mishaps, Perhaps, de Carl Salomon, el poeta a quien Ginsberg dedicó Howl. Comprobado el éxito de la operación, intenté apuntarme al método. Redacté una carta en la que expresaba mi admiración por la editorial, la librería y el poeta Ferlinghetti y en la que me describía como un pobre estudiante sin recursos que admiraba la literatura


norteamericana. Dudo que Lawrence Ferlinghetti la llegara a leer, pero en cualquier caso ya debía de estar alertado ante la proliferación de estudiantes catalanes sin medios y decidió mandarme como único obsequio un catálogo de la editorial con los precios subrayados e indicando en una nota a mano que con mucho gusto me mandarían los libros que quisiera tan pronto como les hiciera llegar una lista y un cheque con el importe, sin olvidar un 10% para gastos de envío. Este último detalle me pareció cruel. Ni los sellos me perdonaba. Pero volvamos al presente. Tras examinar a fondo todos los rincones de la librería, me acerco al mostrador y me atrevo a preguntar por Lawrence Ferlinghetti. No espero que recuerde mi carta de veinte años atrás, pero he leído que a menudo va a la librería y me gustaría conocerlo. –La verdad es que ya tiene 79 años y no suele venir tanto como antes– me aclara un vendedor desconfiado con aspecto de Ginsberg joven. –¿Para qué quieres verlo? Podría decirle que para hablar de nuestra corta aunque intensa correspondencia, pero me parece que es hincharlo demasiado. Le digo que lo olvide y me compro algunos libros de la Beat Generation, una guía del San Francisco de Hammett -The Dashiell Hammett Tour, de Don Herron– y On the Bus, una crónica del viaje desmadrado que en 1964 hicieron el escritor Ken Kesey y sus Merry Panksters por Estados Unidos, en un autobús desvencijado y con Neal Cassady al volante. Una buena base teórica para emprender el viaje por EE UU. La Beat Generation, vista con la perspectiva de los años, es como un movimiento con dos delegaciones: Nueva York y San Francisco. Tal vez por ello, de tanto ir de un lado para otro, mitificaron los viajes y convirtieron en bandera la novela En el camino (1957) de Kerouac. Cuando se cansaban de Nueva York, iban a San Francisco. Y viceversa. Conclusión: se pasaban el día en la carretera. Hay que reconocer que el objetivo de nuestro viaje no coincide exactamente con el de los beats. Ni con los de los hippies, claro. Nuestro plan consiste en recorrer durante un mes la zona oeste de EE UU, más concretamente los estados de California, Nevada, Utah y Arizona, una parte del mapa suficientemente amplia como


para abarcar paisajes y gente muy variados. El cuaderno de ruta prevé ir de San Francisco al Valle de la Muerte y Las Vegas y de Monument Valley y el Cañón del Colorado hasta Los Ángeles y las playas de Santa Mónica, Venice y Malibú. –Una librería excelente– felicito al chico del mostrador mientras me envuelve los libros. –El mérito es de Ferlinghetti –sonríe–. Hizo la guerra en Europa y, una vez terminada, se quedó en París para estudiar en la Sorbona. De regreso a Estados Unidos, quiso crear una librería “a la francesa”, un lugar en el que se encontrara gente y que fuera al mismo tiempo un foco de cultura. Ferlinghetti (Nueva York, 1919), poeta además de librero, tiene una obra extensa que incluye unas cuantas novelas, poemas de amor, poemas de combate escritos para recitar en público (a ritmo de jazz si hace falta) y una lírica que repasa su biografía y sus viajes. De su paso por Barcelona da testimonio en el extenso poema Authobiography: I have seen the statues of heroes at carrefours Danton weeping at the metro entrance Columbus in Barcelona [ . . . ] pointing Westward up the Ramblas, toward the American Express ... 3

En su faceta de editor, Ferlinghetti tiene una fecha clave: 1956. Fue ese año, con la publicación del tercer volumen de la Pocket Poet Series de City Lights Books, cuando llegó el escándalo y la fama. Se titulaba Howl ('Aullido') y lo firmaba Allen Ginsberg. Era un poema largo, el grito de rabia de una generación. Ginsberg lo leyó por primera vez en San Francisco, en la Six Gallery, en octubre de 1955. Kerouac se encontraba entre el público, pero no quiso participar en la lectura, a pesar de que ya era conocido como poeta por Mexico City Blues. La lectura de Ginsberg, en cualquier caso, fue un éxito total, de esos capaces de lanzar a un poeta a la fama. I saw the best minds of my generation destroyed by madness, starving hysterical naked. dragging themselves through the negro streets at dawn looking Jor an angry fix .. 4


Ginsberg era muy consciente de lo que tenía entre manos: el aullido de una generación que decidía plantar cara. –Seguro que Howl es uno de los libros más vendidos de City Lights. –Sí, claro –asiente el vendedor–. Ahora ya ha superado ampliamente el millón de ejemplares, pero cuando se publicó no lo tuvo nada fácil. A “los biempensantes” (pone las comillas con los dedos) no les gustan los libros que hablan de homosexualidad y que utilizan un lenguaje considerado ordinario y poco literario, lleno de fucks y shits. Hubo una denuncia y un proceso por obscenidad, la policía confiscó 250 ejemplares y detuvo a Lawrence Ferlinghetti por ser su editor. Al final, por suerte, lo declararon inocente y el libro se benefició de un gran succès de scandale. Si paseas por el barrio de North Beach –subidas y bajadas, casas bajas, con un inequívoco sabor italiano– es difícil no encontrarse cada dos por tres con el rastro de los beats. En la esquina de la City Lights hay una calle dedicada a Jack Kerouac, con un gran mural inspirado en Baudelaire, y al otro lado hay otro local mítico: el bar Vesubio, en el que se reunían los beats después (o antes) de pasar por la librería y donde también se dejaba caer el poeta Dylan Thomas. Un bar con un buen pedigrí alcohólico, por supuesto. Al final de su vida Kerouac se bebía unos catorce whiskies con cerveza por hora y Dylan Thomas no se quedaba corto. Quizás por eso no permiten la entrada a los niños. –¿Vienen muchos seguidores de los beats?– le pregunto al camarero mientras me sirve una Budweiser. –Los que más. –¿Y cómo los reconoce? –Van con un libro de Ginsberg o de Kerouac bajo el brazo– sonríe; debe de estar harto de verlos–, o con un paquete de la City Lights, como tú. –¿Y qué hacen? –Contemplan las fotos y los recortes de prensa– indica con desgana los cuadros de la pared: papeles beats amarillos por el paso del tiempo– y después piden una cerveza y se sientan en una de las mesas. –¿Nada más? –Al cabo de un rato sacan papel y bolígrafo y se ponen a


escribir. No falla. En estos momentos hay cuatro clientes sentados en mesas distintas. Todos tienen pinta de extranjeros. Beben cerveza y escriben. Tal vez pretenden contagiarse del viejo espíritu beat, de una literatura pegada a la vida, a las mesas de los bares, a los locales de jazz, a la noche y a todo lo que huela a marginal. Antes de terminar la cerveza, yo también me pongo a escribir. Quizás por fidelidad al guión del camarero. Tomo notas del Vesubio, del ambiente, de la gente que hay, mientras pienso que los otros clientes deben estar haciendo lo mismo. Una literatura interactiva: cada uno describe al otro, como las manos de Escher que se dibujan a sí mismas. Al anochecer, antes de cenar, hacemos una ronda rápida por otros bares del barrio que aún conservan algo de los beats: el Spec's, el Enrico's, el Tosca ... En ese último suena ópera a todo volumen. –¿No sería mejor programar jazz? –sugiero–. Por fidelidad al espítitu beat. Charlie Parker, por ejemplo, el músico preferido de Kerouac. El camarero se encoge de hombros. Está claro que le da igual. Un poco más allá, sin salir de North Beach, se encuentra la zona erótica, con un bar que reivindica para sí el honor de haber sido el primero en poner en práctica el topless –el Condor Club, en 1964– y, un poco más allá, en la esquina de Broadway con Kearny Street, el edificio que fue sede de la Zoetrope, la productora de Francis Ford Coppola, otro hijo ilustre de San Francisco y un hombre que siempre ha confesado su interés por los beats. Cenamos temprano en un restaurante italiano: ensalada y pasta, el menú favorito de Kerouac, según explica su biógrafo Gerald Nicosia. Supongo que las limitaciones presupuestarias debían influir, pero en cualquier caso está claro que la cocina sofisticada no forma parte de los gustos de la Beat Generation. Para que no olvidemos que estamos en el corazón del barrio italiano, el camarero –gordo y con barba rala; estilo Pavarotti, para entendernos– de vez en cuando se lanza a cantar un fragmento de “Volare ... “. –¿Es una canción beat? –No exactamente. –Lástima. Me empezaban a caer bien estos colgados.


CAPÍTULO 3

El halcón maltés Me despierto a las seis de la mañana por culpa del jet lag. Intento volver a dormir, pero es inútil. Ojos como platos y ni rastro de sueño. Me pongo a leer para no obsesionarme. El halcón maltés primero, que me he traído de Barcelona; después The Dashiell Hammett Tour, una de mis recientes adquisiciones en la City Lights. Al cabo de unos minutos, me encuentro inmerso en el mundo negro de Hammett. La guía, con direcciones de lugares de San Francisco que han representado algo en la vida o en la obra del autor de Cosecha roja, es una clara invitación a pasear por la ciudad en clave hammettiana, una invitación que no sé resistir cuando descubro que cerca del hotel se encuentra precisamente la calle Dashiell Hammett. Despierto a Teresa –no me cuesta mucho, también sufre las consecuencias del jet lag–, nos vestimos en un santiamén y abandonamos la habitación tras dejar una nota a las niñas. Por si se despiertan. En la recepción está lo que queda del portero de noche, medio dormido, con ese aire de pasar de todo que tienen siempre los porteros de noche, como si solo esperaran la hora del relevo para traspasar los problemas al titular. –¿Es prudente salir a esta hora?– le consultamos, conscientes de que las ciudades americanas tienen fama de peligrosas. –Lo único seguro es quedarse en la habitación... –murmura–, siempre que no haya un terremoto, claro. Cuando salimos a la calle, la parte superior de los edificios queda oculta tras una niebla espesa. Llueve. Una lluvia finísima,


desagradable: chirimiri. Andamos un par de esquinas y enseguida localizamos nuestro objetivo: Dashiell Hammett Street. –Un lugar ideal para cometer un asesinato– comenta Teresa con una sonrisa. Sam Spade no tardaría en encontrar al asesino. La ciudad está vacía a estas horas. Solo hay un hombre muy delgado apoyado en una farola, con la cabeza baja. ¿Es un ladrón, un atracador o simplemente un figurante de la Asociación de Amigos de Hammett para mantener vivo el ambiente de sus novelas? Uno de los edificios de la calle tiene un nombre grabado en la puerta: Dashiell Hammett Place, la dirección ideal para cualquier escritor de novela negra. Ningún editor que reciba un original con este remite puede permanecer indiferente. Me imagino la casa llena de escritores en blanco, mirando por la ventana para ver si San Hammett les inspira y rezando para que se produzca algún crimen– comento en voz baja. No sé por qué susurro, pero parece que esto me acerca más al género negro. –No tienen suerte –sonríe Teresa–. El hombre delgado de la farola ha desaparecido. No hay ningún sospechoso a la vista. Como no lo seamos nosotros... Muy cerca de la calle Hammett está el túnel de Stockton, precisamente el lugar donde empieza la acción de El halcón maltés. En la esquina de Bush Street con Stockton, antes de iniciar la subida de la colina hacia Chinatown, Sam Spade pagó la tarifa y dejó el taxi. La niebla nocturna de San Francisco, fina, húmeda y penetrante, llenaba la calle... Perfecto. Por un momento me siento Sam Spade, paseando de madrugada por la ciudad. Lástima que no lleve gabardina ni sombrero. Me gusta, de todas maneras, comprobar que las palabras de El halcón maltés se mantienen fieles a San Francisco, se adaptan como la piel a la carne, a pesar de que fueron escritas muchos años atrás, en 1930, antes incluso de la construcción del Golden Gate. En Burritt Street, al otro lado de la calle, una placa colocada por admiradores de Hammett rinde homenaje a sus personajes, y en especial a Sam Spade: On approximately this spot Miles Archer, partner of Sam Spade, was done in by Erigid O'Shaughnessy.


O sea: "En este lugar, aproximadamente, Miles Archer, socio de Sam Spade, fue asesinado por Brigid O'Shaughnessy". –Una placa muy traidora– apunto, en plan Sherlock Holmes. –¿Qué quieres decir? –Primero, en ningún momento se indica que se está hablando de una obra de ficción. Segundo, no sale el nombre de Dashiell Hammett. O sea, que un despistado puede llegar a creer que se habla de un asesinato real. –Existe una tercera transgresión –observa Teresa, pensándolo un momento–: la delación del asesino. Es verdad. El lector incauto que esté a medio leer la novela o que se disponga a hacerlo sabrá gracias a una información situada en la vía pública que la asesina es la rubia Brigid, cosa que Sam Spade no consigue descubrir hasta el final de El halcón maltés. Torcemos hacia Union Square, el centro de la ciudad, para dirigirnos a la próxima estación de la ruta hammettiana: el hotel St. Francis. Las calles– anchas, de casas señoriales, como si hubiéramos retrocedido a los años 1920– se van llenando lentamente de gente que camina deprisa, en medio de un silencio roto tan solo por la campanilla de los tranvías. La niebla se resiste a retirarse. Entramos en el Hotel St. Francis, que Hammett disfraza con el nombre de St. Mark en El halcón maltés. Es en su impresionante vestíbulo –techos altos, columnas de mármol, muchas butacas y un bar con piano– donde el socio de Sam Spade, Miles Archer (el de la placa de Burritt Street), espera a la sanguinaria Brigid. –“Cuando ejercía de detective, antes de escribir novelas, Hammett trabajó en la Agencia Pinkerton –leo en la guía– y le tocó hacer de detective en el St. Francis. Por lo tanto, sabía de qué hablaba”. Hammett debió pasar horas y horas en este vestíbulo, pero ahora no se ve ningún sospechoso en el St. Francis. Las tiendas – de lujo– están cerradas y el bar no tiene previsto su momento estelar hasta el té de la tarde. En una vitrina hay expuesta una foto de Ingrid Bergman en Casablanca y una nota al pie indica que fue una de las huéspedes ilustres del hotel. También hay fotos de otros famosos, pero no las de Hammett y de Bogart. –¿Por qué no hay ninguna foto de Hammett?– pregunto al


portero, un hombre que parece vivir a disgusto dentro de un uniforme de botones dorados. –¿De quién? –De Hammett, un escritor de novela negra– le explico, avergonzado de su ignorancia. –¿Crímenes en el St. Francis? –tuerce el gesto–. No queremos asustar a los clientes. Nos vamos antes de que avise al detective del hotel. La historia de Dashiell Hammett, renovador de la novela negra, es interesante. Nacido en 1894, empezó a trabajar a los 21 años como detective de la Agencia Pinkerton. Entre 1915 y 1921 viajó por Estados Unidos en distintas misiones. Cuando la agencia cerró, Hammett supo describir como nadie lo había hecho los ambientes negros, con un estilo seco, sin concesiones, que se convirtió en prototipo del sector duro americano. En los años 1920, afectado de tuberculosis, Hammett se casó con su enfermera y se instaló en San Francisco, donde tuvo sus dos hijas. Vivió allí un total de ocho años. En 1922 empezó a escribir para la mítica revista Black Mask. Publicó cinco novelas –Cosecha roja (1929), La maldición de los Dain (1929), El halcón maltés (1930), La llave de cristal (1931) y El hombre delgado (1932)– y más de ochenta relatos, siempre del género negro. A los 40, Hammett dio su apoyo al Congreso de Derechos Civiles de Nueva York y en 1951, en plena época de persecución de izquierdosos, se negó a dar nombres de comunistas y lo encarcelaron durante seis meses. En 1930 conoció a Lilian Hellman y la relación con esta escritora, que Fred Zinnemann llevó a la pantalla en Julia, duró hasta la muerte, con grandes cantidades de alcohol de por medio. Murió de cáncer de pulmón en 1961. Abandonamos el St. Francis por una puerta lateral y nos dirigimos al Teather Geary, otro punto de atracción de mitómanos hammettianos. La fachada conserva un aire señorial, con una marquesina antigua y carteles que parecen de época. –En estas taquillas el actor Peter Lorre, en el papel de Cairo, compra entradas en la película de Huston– comento. –Lo siento, pero yo solo recuerdo a Bogart– sonríe Teresa. La bogartmanía no tiene límites. ¿Hay alguna mujer que no suspire por Bogart?


John Huston, que se estrenó como director con El halcón maltés en 1941, hizo una buena versión del libro, y una buena opción al elegir a Bogart para el papel principal. Bogart, a partir de entonces, sería siempre Bogart, el hombre duro que habla con la cabeza ladeada, se pellizca el lóbulo de la oreja y lleva siempre el cigarro en los labios. Existen otras versiones de El halcón maltés en el cine –Dangerous Femate, de Roy del Ruth (1931); Satan Met a Lady, de William Dieterle (1936); y The Black Bird, de David Giler (1975), pero ninguna aguanta el paso de los años como la de Huston. La versión es muy fiel, aunque se permitió añadir dos frases que se han hecho famosas y que no estaban en el libro: “¿De qué está hecho el halcón? Del material con el que se hacen los sueños”. Lapidario. Hacemos una última visita antes de volver al hotel, al 620 de Eddy Street, donde Hammett vivió cinco de los ocho años que pasó en San Francisco. Una escalera de incendios cruza la fachada en zigzag. Cuando Wim Wenders hizo una película sobre la vida del escritor –Hammett, producida por Francis Ford Coppola– alquiló durante un tiempo un apartamento de San Francisco en el que había vivido Hammett, para impregnarse del mundo del escritor. ¿Qué debía sentir al mirar por la ventana? Regresamos al hotel a las siete de la mañana. Las chicas aún duermen. Cuando se levantan, les explicamos el paseo que hemos dado de madrugada por la ciudad, pero no nos hacen caso. Es normal. Hammett y El halcón maltés les suenan tan a chino como Chinatown. –Menos mal que no nos habéis despertado... –nos felicitan–. A partir de ahora podrías hacerlo siempre así. Visitáis vuestras cosas mientras dormimos y cuando nos levantemos vamos de turistas normales. –¿Y qué se supone que hacen los turistas normales? –Pues ir en tranvía, visitar la ciudad, monumentos... –... ¿museos? Las chicas se miran y responden: –¿Museos? ¡No, gracias! Eso es para los viejos. Qué remedio. Hacemos cosas de turistas normales durante el día, cogemos el tranvía en Powell Street y vamos hasta los


muelles, admiramos la ciudad desde la Coit Tower, nos atrevemos con las subidas y bajadas, comemos una hamburguesa, contemplamos el Golden Gate envuelto en una niebla que no acaba de disiparse y paseamos por tiendas llenas de camisetas, el uniforme del turista de finales de siglo. Al atardecer un aire frío procedente de Alaska nos ayuda a comprender una frase de Mark Twain: “El peor invierno de mi vida fue un verano en San Francisco”. Propongo ir a cenar a un restaurante próximo: el John's Grill, en el 63 de Ellis Street, el único que sobrevive de los que Hammett menciona en El halcón maltés. –¿Y por qué no vamos al Bubba Gump? –contrapropone María. –¿Bubba qué? –Lo he visto anunciado. Es un restaurante inspirado en la película Forrest Gump. En el menú hay gambas como las que Tom Hanks pesca en la película. –¡Pero si no te gustan las gambas! –Pero me gusta Forrest Gump. Nuevo choque de referentes generacionales. Teresa y yo vamos de los años 1930 y las chicas ya están en los 1990. Para intentar hacer las paces, Teresa argumenta que de El halcón maltés se hizo una película de éxito. –Seguro que era en blanco y negro– dispara María. –Ello no impide que sea una obra de arte. –¿Y Forrest Gump no lo es? Le dieron seis óscares. ¿Cuántos tiene la vuestra? –Ninguno, pero... eso no quiere decir nada. –Ya. En fin... El John's Grill, fundado en 1908 y situado en pleno centro de la ciudad, se anuncia con uno de esos grandes neones a la americana. Steak, Seafood y Cocktails conforman la oferta. El interior es oscuro, con un aire antiguo, mesas muy juntas y fotos de famosos en las paredes. –¿Es un restaurante o el túnel del terror?– oigo a una de las chicas. Un retrato de Hammett indica, a media escalera, que el viajero


va por buen camino. Enseguida encuentra una vitrina llena de libros del autor y una estatuilla que reproduce la figura del inquietante pájaro de Malta. En el segundo piso está la sección específica dedicada a Hammett y El halcón maltés. Las paredes estan decoradas con fotogramas de la película de Huston, con Humphrey Bogart, Mary Astor y Peter Lorre. El ambiente es sombrío y un trío de jazz formado por tres negros toca con desgana una música que recuerda a Chet Baker. Todo remite a los años 1930, excepto los precios. ¿Cómo se las apañaba Sam Spade para llegar a fin de mes comiendo a menudo en John's? Elegimos un plato cada uno. María pide lenguado; Nuria, canelones; y Teresa y yo, dispuestos a hacer un homenaje completo, pedimos consejo a la camarera sobre cuál es el plato más hammettiano. –Las Sam Spade Chops– responde con la lección bien aprendida. Son costillas de cordero, con patatas al horno y rodajas de tomate. Sam Spade las pide en la novela. Spade fue al John's Grill, pidió al camarero que le sirviera rápido sus costillas con patatas al horno y rodajas de tomate... Y estaba fumando un cigarrillo con el café cuando...

–Les puedo servir el cóctel de la casa mientras esperan– propone la camarera; y, jugando una carta segura, añade–: Se llama Bloody Brigid, en honor de la protagonista de El halcón maltés, y consiste en vodka, lima, granadina y una mezcla muy especial. –Sangre por sangre, prefiero el Bloody Mary. –¿Cómo dice? –Déjelo. El público del restaurante es variado: parejas que susurran, admiradores de Hammett solitarios que comen las costillas de cordero como si estuvieran en el séptimo cielo, grupos de turistas japoneses que ni saben quién es Hammett ni les importa un comino, alguna rubia teñida con aspecto de Brigid O'Saughnessy y hombres pretenciosos que juegan a hacer de Bogart. Cuando la camarera nos sirve los platos, comprobamos que las raciones son generosas y la guarnición, abundante. Todos estamos satisfechos, excepto Nuria, a quien le han servido sólo un canelón.


EL OTRO VIAJE: LIBROS, DISCOS Y PELÍCULAS

l. FLORES EN EL PELO Libros • Herron, Don. The Literary World of San Francisco and its Environs. City Lights, 1985. • Maupin, Armistead. Historias de San Francisco. Anagrama, 1997. - Nuevas historias de San Francisco. Anagrama, 1997. Discos • Carlos Santana. Santana. CBS, 1969. - Abraxas. CBS, 1 970. • Chris Isaak. San Francisco Days. Time Warner. 1993. • Scott McKenzie. The Voice of Scott MacKenzie. Ode, 1967. Películas • Bullit. Peter Yates. 1968. • De repente, un extraño. John Schlesinger. 1990. • Las calles de San Francisco (serie TV). Walter Grauman. 1972. • ¿Qué me pasa, doctor? Peter Bogdanovich. 1972. • San Francisco. W.S. Van Dyke. 1936. • Sra. Doubtfire. Chris Columbus. 1994. • Sueños de seductor. Herbert Ross. 1972. • Vértigo. Alfred Hitchcock. 1 958. 2. BEAT GENERATION Libros • Barnatán , M. R. Antología de la Beat Generation. Plaza y Janés, 1970. • Burroughs, William. El almuerzo desnudo. Anagrama, 1989. • Cook, Bruce. La generación Beat. Ariel, 2011 • Dylan, Bob. Tarántula. Global Rythm Press, 2007. • Ferlinghetti, Lawrence. El amor en los días de furia. Ollero y Ramos, 1998.


- Pictures of the gone world. City Lights, 1995. • Gifford, Barry (con Lawrence Lee). Jack 's Book. An Oral Biography of ]ack Kerouac. Da Capo Preess, 2005. • Ginsberg, Allen. Aullido y otros poemas. Anagrama, 2006 - Kaddish y otros poemas. 1997. • Kerouac, Jack. En el camino. Anagrama, 1989. - Los vagabundos del dharma. Anagrama, 2000. - Poemas dispersos. Visor, 2011. - Los subterráneos. Anagrama, 1993. • McNally, Dennis. Jack Kerouac. América y la generación beat. Una biografía. Paidós, 1992. • Nicosia, Gerald. Jack Kerouac. Circe, 1994. Discos • Bob Dylan. TheFreewheeling. CBS, 1963. - Highway 61 Revisited. CBS, 1965. - Blonde on Blonde. CBS, 1966. - The 30th Aniversary Concert Celebration. CBS/SONY, 1993. • Charlie Parker. The Complete Charlie Parker on Verve. Verve, 1988. Películas • Bird. Clint Eastwood. 1988 (vida de Charlie Parker). • El padrino I. Francis Ford Coppola. 1972. • El padrino II. Francis Ford Coppola. 1974. • El padrino III. Francis Ford Coppola. 1990. • Heart Beat. John Byron. 1980. • La conversación. Francis Ford Coppola. 1974. • La última vez que me suicidé. Stephen Kay. 1997. • The Subterraneans. Ronald MacDougall. 1960. 3. EL HALCÓN MALTÉS Libros • Hammett, Dashiell. El halcón maltés. RBA, 2012. - La llave de cristal. Alianza, 2011. - Cosecha roja. Alianza, RBA, 2012. - El hombre delgado. Seix Barral, 2005. • Hellman, Lillian. Pentimento. Argos Vergara, 1981. • Herron, Don. The Dashiell Hammett Tour. City Lights, 1991.


Discos • Chet Baker. My Favourite Songs. Enja, 1988. Películas • Dangerous Female. Roy del Ruth. 1931. • Forrest Gump. Robert Zemeckis. 1994• • Hammett. Wim Wenders. 1983. • Julia. Fred Zinnemann. 1977. • The Black Bird. David Giler. 1935. • The Glass Key. Stuart Heisler. 1942. • The Maltese Falcon. John Huston. 1941. • Satan Met a Lady. William Dieterle. 1936. 4. LA COSA HIPPIE Libros • Crumb, Robert. Bring me your love. Black Sparrow Press, 1983. - There is no business. Black Sparrow Press, 1984. • Kesey, Ken. Alguien voló sobre el nido del cuco. Anagrama, 2006. • Perry, Paul. On the Bus. Forewords by Hunter S. Thompson, Jerry Garcia y Ken Kesey. Thunder's Mount Press, 1990. • Shelton, Gilbert. The Freak Brothers (varios albums). A partir de 1968. • Tolkien, J. R. R. El Señor de los anillos. Minotauro, 2012. • Wolfe, Tom. Ponche de ácido lisérgico. Anagrama, 2000. Discos • Creedence Clearwater Revival. Creen River. Fantasy, 1969. • Jefferson Airplane. Surrealistic Pillow. RCA , 1967. • Steve Miller Band. Sailor. Capitol, 1968. • The Buffalo Springfield. Last Time Around. 1968. • The Grateful Dead. American Beauty. WEA, 1970. Películas • Alguien voló sobre el nido del cuco. Milos Forman. 1975. • Hair. Milos Forman. 1979. 5. GOLDEN GATE Y BERKELEY


Libros • Cohn Bendit, Daniel. La revolución y nosotros, que la quisimos tanto. Anagrama, 1 998. • Hoffman, Abbie. Steal this book! Buccaneer Books, 1995. • Huxley, Aldous. Las puertas de la percepción. Edhasa, 2006. • Marcuse, Herbert. Eros y civilización. Ariel, 2010. • Maupin, Armistead. Historias de San Francisco. Anagrama, 1997 - Nuevas historias de San Francisco. Anagrama, 1997. • Roszak, Theodore. El nacimiento de una contracultura. Kairós, 1984. • Rubin, Jerry. Do it! Ballantine Books, 1970. - We are everywhere. Harper and Row, 1971. • Seth, Vikram. The Golden Gate. A Novel in Verse. Vintage Books, 1991. • Watts, Alan. El camino del zen. Edhasa, 2003. Discos • Bob Dylan. The Times They Are a-Changing. CBS, 1964. • Otis Redding. Dreams to Remember. Rhino, 1994. • Simon and Garfunkel. Banda sonora original de The Graduate. Columbia, 1968. - Bridge Over Troubled Waters. CBS, 1970. Películas • El graduado. Mike Nichols. 1967. • Golden Gate. John Madden. 1994. • La fuga de Alcatraz. Don Siegel. 1979. • La roca. Michael Bay, 1996. • Panorama para matar. John Glen. 1985. • Superman. Richard Donner. 1978. • Vértigo. Alfred Hitchcock. 1958. 6. MILLAS Y MOTELES Libros • Kerouac, Jack. En el camino. Anagrama, 1989. • Least Heat Moon, William. Blue Highways. A journey into America. Fawcett Cress, 1982. • Miller, Henry. Pesadilla de aire acondicionado. Siglo XX, 1963 • Muir, John. The Eight Wildernees. Diadem, 1992.


1 Si vas a San Francisco/ comprueba que llevas flores en el pelo. Si vas a San Francisco/ encontrarás gente encantadora ... www.youtube.com/watch?v=bch1_Ep5M1s. 2 Si vienes a San Francisco, el verano será encantador... www.youtube.com/watch? v=bch1_Ep5M1s. 3 He visto las estatuas de los héroes / en las esquinas / Danton llorando a la entrada del metro / Colón en Barcelona apuntando hacia el oeste, Rambla arriba / hacia American Express... 4 He visto a los mejores de mi generación destruidos por la locura, muriéndose de hambre, histéricos, desnudos. / Arrastrándose de madrugada por las calles de los negros buscando una dosis rabiosa ... a las mentes cuadradas y a una sociedad anquilosada y apostaba por los marginales, por los locos, por los colgados de la sociedad... 5 ¿No quieres amar a alguien? / ¿No necesitas amar a alguien? / ¿No te encantaría encontrar a alguien a quien amar? / Será mejor que busques a alguien a quien amar... www.youtube.com/watch?v=YIkoSPqjaU4. 6 Sentado al sol de la mañana / allí estaré cuando llegue el atardecer / Mirando cómo entran los barcos / mirando cómo los barcos se van / Sentado en el muelle de la bahía / Mirando cómo baja la marea / Estoy sentado en el muelle de la bahía / perdiendo el tiempo / Me fui de mi casa, Georgia / Me fui a la bahía de San Francisco / Porque no tenía nada por lo que vivir / Y parecía que no tuviera que pasar nada... www.youtube.com/watch?v=UCmUhYSr-e4. 7 Venid padres y madres de todo el país / y no critiquéis lo que no entendéis / A vuestros hijos e hijas ya no los podéis controlar / Vuestro camino está envejeciendo / Por favor, apartaos del nuevo / si no nos podéis ayudar / Porque los tiempos están cambiando... www.youtube.com/watch?v=t3xJf8t_hK0. 8 Daniel Olivella ejerce hoy en el restaurante B44, en el número 44 de Belden Place, en pleno centro de San Francisco. 9 www.youtube.com/watch?v=q4dZw5ozFn8. 10 Estoy enamorado de todo lo que crece al aire libre. / De los hombres que viven con el rebaño o prueban el sabor del océano y de los bosques. / De los constructores y conductores de barcos y de los que utilizan las hachas o guían los caballos / Puedo dormir y comer con ellos semana tras semana...


11 www.youtube.com/watch?v=W90GSX-V6FY. 12 www.youtube.com/watch?v=UftowLtrFVc. 13 www.youtube.com/watch?v=XuEiwrISIiU. 14 www.youtube.com/watch?v=1e3m_T-NMOs. 15 www.youtube.com/watch?v=6GfWoHafFp4. 16 www.youtube.com/watch?v=Lu7hxguhFfI. 17 Ya hace tanto tiempo, casi ni me acuerdo / de cómo me hacía sonreír aquella música / Y sabía que tendría posibilidades / de hacer bailar a aquella gente / y quizás hacerlos felices durante un rato. / Pero febrero me hizo temblar / con cada periódico que repartía / Malas noticias en la puerta / No podía aguantar más / No recuerdo si lloré / cuando leí lo de la viuda / Pero algo me emocionó muy adentro / el día que la música murió. / Así que... adiós, adiós, Miss Pastel Americano / Tiré el Chevrolet en el dique / pero el dique estaba seco. / Después los buenos y viejos compañeros / bebieron whisky / el día que... la música murió... 18 Dentro de un momento encontraré tiempo para hacer mía la luz de sol / En una sonrisa vi una aguja en el cielo / rodando, subiendo, planeando / En una colina, un hombrecillo con muchas cosas que brillan / un charco que brilla, un coche que brilla y anillos de diamantes que brillan /un rey bien alimentado y muy brillante… www.youtube.com/watch? v=YNkYrVUL_fo. 19 www.youtube.com/watch?v=rZ6Ec7ag4gk. 20 Alrededor de 600 euros. 21 Tienes un coche rápido / Yo quiero un billete para cualquier lugar... www.youtube.com/watch?v=Orv_F2HV4gk. 22 Llévame de viaje / en tu barco que da vueltas / He perdido los sentidos / las manos no me responden... www.youtube.com/watch?v=OeP4FFr88SQ.


Primera edición digital: marzo 2013 © Ecos Producciones Periodísticas SCP, 2013

www.guiasecos.com © Foto de portada, Bryan Busovicki - Fotolia.com; pictogramas, PrintingSociety - Fotolia.com © Mapa: Ecos Travel Books ISBN: 978-84-15563-32-7 Todos los derechos reservados. Está prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, y el alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.


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