Sumario Portada Sumario Prólogo Mapa del Mediterréneo Esto, ¿se come? Bichos marinos Entrañas de pescado Hierbajos y algas Lentiscos y terebintos Limones Naranjas Granadas Membrillos Higos Algarrobas Castañas Yogur Miel Purés Pestos Especias Cuatro recetas GUÍAS DIGITALES ECOS
Mapa del Mediterrรกneo
Bichos marinos
Y
a que el mar es siempre un protagonista en el mundo mediterráneo, no es descabellado empezar esta selección repasando las rarezas que se cocinan en sus costas.
Piedras En el muelle del puertecito de Egíali, situado en una bella bahía de la costa norte de la isla griega de Amorgos, unos pescadores limpian pacientemente los trasmallos que han ido a levar al amanecer y los preparan para volver a calarlos antes de que el sol se ponga de nuevo. Revisan las redes para ver si hay roturas que reparar pero, sobre todo, las limpian para liberarlas de las algas y las rocas que se han enredado, que van lanzando al agua desde la cubierta del caique. Un vistazo al fondo a través del agua transparente como el cristal permite ver la montañita de piedras que se ha formado en la base del muelle después de innumerables redes limpiadas en el mismo lugar. Y no extraña que en puertos minúsculos con poca profundidad los pescadores eviten lanzar las piedras al agua, ya que acabarían colmatando el puerto, aunque en Egíali hay una profundidad de casi ocho metros y nadie parece preocupado por que disminuya un poco. Un vistazo detallado a una de las piedras, de un tamaño que llena la mano abierta, permite ver que la supuesta roca es en realidad un amasijo de vida, un trozo de lo que los biólogos llaman coralígeno mediterráneo. Se trata de un pedazo de arrecife formado por algas incrustantes mezcladas con gusanos poliquetos metidos en sus tubos calcáreos, delicadas colonias de briozoos, alguna pequeña esponja, quizás una actínea minúscula, algún cangrejo ínfimo escondido en los recovecos... un microcosmos lleno de vida recién arrancado del fondo cuando la red ha rozado la pared o la roca en la que el arrecife se asentaba. Con una de estas piedras de buen tamaño se puede hacer un oloroso caldo con sabor a mar, a yodo, a alga y a marisco. Y con este caldo se puede preparar una sopa, un arroz o una pasta en lo que seguramente es la receta de cocina pobre más simple, directa y contundente de este mar.
Caldo de piedras Hervir en agua (se puede usar una mezcla de agua potable y de mar para añadir sabor en vez de usar sal) una de las piedras que los pescadores sacan de sus redes. Puede agregarse cualquier verdura como apio, cebolla o zanahoria. En una cazuela, sofreír unos dientes de ajo cortados. Añadir un puñado de arroz o fideos y freírlos también hasta que estén dorados. Aportar el caldo y dejar que cueza. Evidentemente, se puede enriquecer el plato con un sofrito más complejo, con el añadido de especias como el azafrán o con un majado final de ajo y perejil, aunque quizás no tiene sentido complicar una receta que parte de algo tan simple como una piedra y puede ser mejor disfrutar de la sutilidad del puro sabor a mar. A falta de estas concreciones del coralígeno mediterráneo se puede usar cualquier modesta piedra recogida de la orilla con sus incrustaciones de vida y enriquecer el caldo con un puñado de pequeños caracoles como bígaros o peonzas (Callistoma spp, Gibbula spp o Monodonta turbinata), lapas (Patella spp) y algún cangrejo de roca (Pachygrapsus marmoratus) o, con suerte, un buen cangrejo moruno (Eriphia verrucosa), una cosecha al alcance de cualquiera que pasee sin prisas por la costa.
Ortigas de mar
Anémonas, una manjar bello y con exquisito sabor a marisco
“Las comíamos durante la posguerra, cuando pasábamos hambre”, me dijo una vez Pere Fortuny en Port Lligat cuando le pregunté si las anémonas (Anemonia sulcata) eran buenas para comer. No parecía dispuesto a reconocer que lo que él llamaba ortigas de mar eran un buen manjar, ya que a menudo el paladar
rechaza los alimentos que se asocian a épocas de hambre y miseria, pero no hacía falta insistir mucho para que explicara con detalle alguna receta para cocinarlas. Las ortigas de mar son un manjar exquisito, con una textura muy suave y un sabor a marisco bastante intenso aunque nada agresivo. En algunos sitios son muy apreciadas y las he visto vender por cajones en los muelles de pesca de la isla de Sant'Antioco, vecina de la gran Cerdeña, mientras que en otros sitios como las islas griegas son ignoradas. En Menorca se han puesto de moda y muchos restaurantes las ofrecen en su carta rebozadas en una mezcla de harina y huevo (a la “romana”), que es quizá la forma más común de prepararlas y que consiste en freírlas después de escaldarlas. No hay que desdeñar tampoco incluirlas en una tortilla, que se prepara con las ortigas de mar también previamente escaldadas y cortadas a trozos antes de mezclarlas con el huevo. Aunque puestos a elegir una receta, me decantaría por una poco común que me sugirió Mario, el cocinero y propietario del restaurante más antiguo del puerto mahonés (Can Nito de la Marina) y el que introdujo por primera vez en su carta las ortigas rebozadas como entrante.
Ortigas de mar al horno En una bandeja para el horno se pone una capa de cebolla cortada fina mezclada con ajos en láminas, patatas a rodajas, tomates maduros troceados y perejil picado. Hay que distribuir las ortigas de mar escaldadas y limpias y regarlo todo con un buen chorro de aceite de oliva, un vaso de vino blanco y un vaso de leche. Se salpimenta y se introduce en el horno. Hay que cocinar el conjunto durante tres o cuatro horas a temperatura baja para que todo se confite y las ortigas prácticamente se deshagan, impregnando con su sabor al resto de los ingredientes.
Buzos
Ermitaño acompañado de una anémona
“Los buzos son muy sabrosos y muy apropiados para añadir al caldo cuando se prepara un arroz a banda”, me dijo Miquel, un castellonense de Es Grau, descendiente de una familia de pescadores que se remonta a siete generaciones y que es un gran entendido en cocina marinera, ya que la ha mamado desde pequeño en las barcas y fogones de su familia. Lo de comer “buzos” no se debe a que la gente de esta costa practiquen la antropofagia selectiva y sean
aficionados a la carne de submarinista, sino que llaman así al conjunto formado por un cangrejo ermitaño que lleva sobre su concha una actinia o anémona. Una combinación muy común es la que forman el ermitaño grande (Dardanus arrosor) acompañado de la llamada anémona de ermitaño (Calliactis parasitica), una especie en cuyo cuerpo se distinguen claramente bandas oscuras verticales. También podemos encontrar a otro ermitaño de buen tamaño (Paguristes oculatus) acompañado de la llamada anémona comensal (Adamsia palliata), en cuyo cuerpo hay manchas de color rojizo. En ambos casos la anémona y el cangrejo conviven por interés mutuo, ya que la primera, al instalarse sobre la concha que ocupa el ermitaño, gana movilidad y se alimenta de los restos de la comida que manipula el cangrejo mientras que este consigue una cierta protección contra su mayor enemigo, el pulpo, al que atraen mucho menos los cangrejos armados con una anémona urticante en su lomo. Pero el sabroso conjunto gana así nuevos predadores en algunas zonas como en el Levante español, donde los echan al caldo para hacer arroz. Según Miquel, el “buzo” no solo aporta buen sabor al caldo sino que una vez hervido es una delicia. La anémona adquiere una consistencia suave y dentro de la concha de caracol se esconde el ermitaño con sus pinzas rellenas de carne y su gran abdomen blando y sabroso.
Buñuelos de mar En una esquina del animado puerto de Pothia, en la isla griega de Kálymnos, cada día a media tarde se instala un hombre con dos grandes cubos y una balanza. En uno de los baldes lleva deliciosos ostrones (Ostrea spp), mientras que el otro está lleno de una especie de patatas negruzcas que para un profano parecen piedras pero que en realidad son ascidias pertenecientes a la especie Microcosmus sulcatus. Aclaremos que las ascidias, con su aspecto simple y primitivo, pertenecen al grupo de los tunicados y son en realidad los invertebrados más próximos a los animales vertebrados. O sea, que podemos considerarlos un pariente mucho más cercano que una anémona. A esta especie en concreto se la conoce con diversos nombres en las costas mediterráneas y algunos hacen referencia a su tosco aspecto exterior (tal como indica la denominación latina, parecen un pequeño mundo lleno de surcos) como buñuelo de mar o “fouskes” (en griego). Otros se refieren a lo que esconde en su interior, una masa carnosa de color amarillo anaranjado muy intenso que le ha valido ser bautizada como lima, “limone di mare” o huevo de mar. En Cadaqués, en la costa catalana, donde son poco apreciados, reciben un nombre muy peculiar ya que los conocen como “bitotxos”. En algunos sitios se capturan casi por casualidad cuando se enmallan en las redes caladas para atrapar langostas o pescado de roca. O bien aparecen en los copos de los arrastreros que barren con sus redes los fondos fangosos de la plataforma continental. Pero en el Dodecaneso y sobre todo en Kálymnos, una isla con una larga tradición de
buceadores dedicados a la pesca de la esponja, las buscan activamente. Son muy apreciadas y los buzos llegan a sumergirse hasta los 60 o 70 metros de profundidad para recolectarlas. Hay que decir que estos animales son sésiles (viven fijados al fondo) y filtradores, lo que hace que los capturados en fondos rocosos por buzos o trasmallos sean mucho más sabrosos que los que sacan los arrastreros, ya que al provenir de fondos fangosos o arenosos a menudo tienen algo de sedimento en su interior. De hecho en Marsella, donde son apreciadas y reciben el nombre de “violets”, distinguen claramente el “violet de roche” (capturado sobre sustrato duro) del “violet de sable” (proveniente de sustrato blando) y se consideran mejores los primeros. Como ya hemos mencionado, su nombre latino nos habla de un pequeño mundo o microcosmos lleno de surcos, debido a su aspecto de piedra rugosa sobre la que viven otros organismos que se adhieren a su superficie. Si cortamos uno de ellos en dos mitades vemos claramente que su pared exterior, de un color blanco puro bajo la superficie oscura y con una consistencia córnea, encierra una masa blanda y algo gelatinosa con un color amarillo chillón y vetas anaranjadas. Esta parte coloreada intensamente es la delicia comestible, con un sabor a marisco muy yodado y bastante amargo, no apto para todos los paladares.
“Kalymnos oysters” Bajo este nombre las ofrecen en Kálymnos en las cartas traducidas al inglés, ya que no saben muy bien cómo explicarle a un anglosajón lo que es una “fouska”. Para consumirlas frescas hay que partirlas por la mitad procurando no perder el líquido interior, que es una mezcla de agua de mar y fluidos corporales muy sabrosa. Se añaden unas gotas de limón y se acompaña con algo de pan. La forma de servirlas es la única analogía que tienen con las ostras, ya que su sabor es mucho más recio y contundente.
“Fouskes spiniálo” En algunas pescaderías del Dodecaneso tienen en la nevera unas botellas de medio litro con un tapón de corcho asegurado con un bramante y rellenas de una masa amarillo-anaranjada de aspecto gelatinoso. Son “fouskes” en conserva, embotelladas con agua de mar a la que se le añade un poco de sal. Se usan tradicionalmente las botellas de medio litro que previamente han contenido “retsina”, un vino blanco griego seco que con el añadido de hasta un 5% de resina de pino se convierte en una bebida muy peculiar con uno de estos sabores que o se ama o se odia. En contadas ocasiones he visto la conserva en frascos con tapa metálica y al preguntar la razón siempre me han dicho que prefieren las botellas y el corcho para asegurar una larga conservación, ya que por alguna misteriosa razón, con la tapa metálica el conjunto se estropea.
Tampoco usan botellas más grandes o más pequeñas, ni tan solo las ubicuas y abundantísimas botellas de cerveza de medio litro, sino siempre las clásicas y reconocibles botellas transparentes del vino resinado demostrando una vez más la persistencia de las tradiciones. A las ascidias conservadas de esta forma les dan un nombre peculiar: “fouskes spiniálo”. Y hay que reconocer que merecen una denominación original, ya que el embotado les cambia el sabor y en mi opinión las mejora claramente. Tal como ocurre con muchos métodos de conservación artesanal, el proceso transforma las propiedades del producto fresco y se obtiene algo distinto aunque normalmente tanto o más sabroso que el original. Pensemos en el bacalao “Fouskes” en conserva salado, en las anchoas en salazón, en la mojama de atún, en las sardinas en aceite, en los boquerones en vinagre y en tantas otras conservas deliciosas. Por oposición, los métodos modernos de conservación como el congelado o el envasado al vacío lo único que persiguen, a menudo sin éxito, es mantener el producto lo más parecido posible a sí mismo en fresco, aunque muchas veces el resultado final es simplemente una pérdida de sabor. La conserva de las “fouskes spiniálo” consigue suavizar un poco su marcado amargor resaltando todos sus matices marinos y mejora el producto a la vez que permite almacenarlo durante mucho tiempo. Evidentemente, una conserva de estas características podría provocar un desmayo o un síncope a un inspector alimentario armado con toda la profusa normativa alimentaria que emana de Bruselas, una reglamentación absolutamente garantista que persigue eliminar cualquier riesgo derivado de intoxicaciones o infecciones. Lo grotesco es que esa legislación que convierte en clandestinos estos métodos tradicionales y que casi acabó con los quesos de leche sin pasteurizar y otras delicias tradicionales permite que consumamos alimentos cargados de colorantes, conservantes, saborizantes y aditivos variadísimos. En una página web griega que almacena contenidos críticos con la actual situación social, hay una original fotografía de una botella de “spiniálo” convertida en un cóctel Molotov a punto de ser lanzado por una mano anónima. Resistencia alimentaria contra el adocenamiento cultural.
Volvamos a la comida. Hay que extraer las “fouskes” de la botella usando un alambre con la punta doblada en forma de anzuelo. Se ponen en un cuenco y se les añade un chorrito de zumo de limón y una buena rociada de aceite de oliva virgen. El sabor yodado y ligeramente amargo del marisco con el toque ácido que le añade el cítrico y la untuosidad del aceite convierten cada bocado en una delicia. Se acompañan con pan. Para beber, una cerveza muy fría o “retsina” casi helada, aunque los griegos insisten en que hay que acompañarlas con “ouzo”, el aguardiente anisado que beben diluido con agua. Con cualquiera que sea la bebida, es un aperitivo excelente del que es difícil comer poco. Siguiendo el consejo de un pescador de Kálymnos, las probé preparadas de la misma manera pero con el añadido de una cebolla tierna picada muy fina, y debo reconocer que la combinación es fantástica. Y aprovechando la abundancia del recurso me permití un par de modestos experimentos culinarios y recuerdo con agrado una ensalada de garbanzos acompañados con “fouskes spiniálo” y hojas de alcaparronero en salmuera, aunque debo reconocer que la personalidad del producto invita a comerlo de la forma más pura posible. Esta conserva era uno de los alimentos de los buzos que partían cada año de Kálymnos después de Pascua con sus caiques para desparramarse por el Mediterráneo en busca de esponjas y que no volvían a la isla hasta entrado el otoño. Durante estas largas temporadas vivían a bordo en unas condiciones tremendamente espartanas. Su pan de cada día eran las durísimas “paximádia”, panecillos horneados dos veces y convertidos en algo parecido a duras piedras volcánicas que debían ser ablandadas en agua antes de comerlas. Y el sabor intenso de las “fouskes spiniálo” debía alegrar sus paladares arrasados por el sabor salado del agua de mar y el regusto metálico y aceitoso del aire que les suministraba el compresor desde la cubierta. De esta época debe venir la costumbre de asegurar el tapón de corcho con un bramante e incluso con lacre, ya que a veces la conserva sufre una cierta fermentación y el tapón saldría despedido si no estuviera asegurado. Aún hoy, a pesar de mantener la conserva en la nevera, alguna de las botellas se comporta como un vino espumoso al abrirla. Pero la alteración no estropea el producto y solo le da un punto picante.
Nacra La nacra (Pinna nobilis) es un enorme molusco bivalvo típico del Mediterráneo, una especie de mejillón gigante. Puede alcanzar un tamaño descomunal, con sus 80-90cm de longitud, y vive en fondos arenosos en los que se mantiene erguida al tener el extremo puntiagudo hundido en el sedimento y anclado con un mechón de filamentos, el denominado biso. Antiguamente era muy común en las praderas de posidonia (Posidonia oceanica) y de otras fanerógamas marinas (Cymodocea nodosa, Zostera marina), pero en la actualidad es cada vez más escasa y ha llegado a ser incluida en las listas de especies en peligro, lo que ha derivado en que su pesca esté prohibida en muchos países.
Las nacras, con su tosco aspecto exterior que esconde un interior bellamente nacarado con colores que van del plateado al rojo anaranjado, han sido recolectadas muchas veces como mero adorno y aún hoy es común ver las hermosas conchas en paredes de restaurantes, bares o tabernas e incluso en casas particulares. De forma local se aprovechaban los sutiles filamentos del biso para tejer, un material escaso y muy apreciado por su gran calidad que era conocido como “seda marina”. Su carne era también objeto de consumo, El mejillón gigante del Mediterráneo aunque mucha gente afirma que lo único comestible es el músculo que mantiene unidas las dos grandes valvas. Hay que decir que otro damnificado por su pesca es el minúsculo y blanquecino cangrejo (Pinnotheres pinnotheres) que vive sin molestar entre las valvas, un animal peculiar cuyo hábitat está restringido al interior de las nacras.
“Pina spiniálo” En Grecia, sobre todo en las islas rocosas y pobres en las que tradicionalmente se han explotado todos los recursos comestibles imaginables, las nacras se han consumido sin desperdiciar nada y aún hoy es posible encontrar las botellas rellenas de lo que denominan “pina spiniálo”, una conserva análoga a la de las “fouskes”. Usan las mismas botellas de medio litro tapadas con un corcho asegurado con bramante y en las neveras de algunas pescaderías llaman la atención los envases rellenos de una masa pardo negruzca al lado del intenso color de las que contienen las anaranjadas y brillantes “fouskes”. Su pesca está prohibida, pero tal como dicen los griegos haciendo gala de su mentalidad oriental tan alejada de convencionalismos y tan propensa a saltarse las normas: “Apagorévete, epitrépete”, o sea “prohibido pero permitido”. La “pina spiniálo” se puede consumir como las “fouskes”, con el añadido de limón y aceite. Pero su sabor es mucho más basto, casi agresivo. Un cocinero de Leros me sugirió una receta alternativa que consistía en rebozarlas con una mezcla de harina y cerveza y freírlas. Su sabor intenso las hace también aptas para añadirlas a una cazuela de arroz, teniendo en cuenta que no hace falta agregar nada de sal, pues con la que lleva la conserva es más que suficiente. Pero a buen seguro lo mejor es dejar tranquilas a las pobres nacras que han sobrevivido a la invasión de los fondos por buceadores. En los escasos sitios en los que aún abundan, es un bello espectáculo ver sus grandes conchas sobresaliendo entre el verdor de la posidonia, y tanto las nacras como los
Limones
P
ara los árabes y para los turcos, el limón es una verdura, mientras que para latinos y griegos es una fruta. Fruta o verdura, los limones son un verdadero tesoro gastronómico y para algunos son también una especie de panacea, un remedio para todas las enfermedades.
El limonero (Citrus limon) es un frutal importado, una especie de arbolito incansable que encadena floraciones y que tiene su pequeña copa casi siempre cargada de frutos amarillos, de los que llega a dar hasta tres cosechas al año. En algunas islas ventosas como Pantellería (“Bint al Riad”, la hija del viento, en árabe) situada en medio del turbulento canal de Sicilia, o en Folégandros, una de las Cícladas azotada por los inclementes y resecos vientos egeos, construyen muros alrededor de estos arbolitos para protegerlos, verdaderas casas que les aíslan del viento y aseguran la cosecha de los apreciados limones. Citar todos los usos que se les da en la cocina mediterránea sería casi imposible, ya que como aliño o ingrediente está presente en ensaladas, sopas, salsas, bebidas, postres y platos muy diversos. Nos limitaremos a citar algunos usos estrafalarios aunque deliciosos que nos dan una idea clarísima de la versatilidad de este fruta (o verdura, según como se mire).
“Seltz, limone, sale” En los quioscos (“edicole”) de bebidas de la bella Catania, algunos de los cuales son pequeñas maravillas del mobiliario urbano, cuando el calor del largo verano siciliano aprieta, sirven una bebida que más que calmar la sed la fulmina: “seltz, limone, sale”. Exprimen un par de limones en un vaso grande, le añaden una pizca de sal (como la mitad de una cucharilla de café) y un buen chorro de agua de seltz, o sea de sifón, bien fría. El resultado es una bebida carbónica con un punto de acidez que refresca el paladar y con un contenido de sal que compensa la perdida por sudoración. A pesar de que el enunciado suena mal,
puedo asegurar que es una bebida muy refrescante que llega a producir casi adicción, como confirman las colas que a todas horas se ven en los pequeños quioscos, rodeados de cajas con limones y de bolsas de basura con las cortezas de los ya exprimidos.
Limones en salmuera
Aceitunas y limones enteros en salmuera en un mercado marroquí
En el norte de África, tierra de árabes y bereberes, usan el limón de una forma sorprendente, ya que lo conservan en salmuera. El proceso consiste en cortar limones longitudinalmente a cuartos, ponerlos en un recipiente, añadirles una buena cantidad de sal gruesa y cubrirlos con zumo de limón (puede usarse salmuera para cubrirlos, pero la conserva mejora si se hace en el propio zumo de los limones). Se pueden añadir unas hojas de laurel, clavos y pimienta en grano o canela en rama para aromatizarlos. Hay que dejar reposar la conserva un mes y pasado este tiempo los limones en salmuera ya están listos para su consumo, y se conservan durante meses. Lo más sorprendente de esta conserva es que la sal cambia radicalmente el sabor de la corteza del limón, anulando su amargor, suavizando su acidez y uno casi diría que endulzándola. No es fácil describir el cambio de sabor, pero puedo asegurar que la fruta así tratada se convierte en un ingrediente apetitoso. Para usarlo, se retira de la salmuera y con una cuchara se elimina la pulpa reblandecida para dejar limpia la piel amarilla con su recubrimiento blanco interior. En Marruecos los usan comúnmente como ingrediente en los estofados de cordero con verduras, platos a los que da un aroma sorprendente. También es muy apropiado como ingrediente en ensaladas y combina muy bien con la rúcula, la escarola y cualquier hierba amarga con el añadido de pasas y piñones.
Es un acompañante fantástico para habas o alcachofas cocinadas al vapor. Y si se tritura el limón así tratado junto con zumo de limón y aceite de oliva se obtiene un aliño espectacularmente bueno, que con el añadido de ajo da lugar a una especie de alioli riquísimo. Pueden usarse limas tratadas de la misma manera y el resultado es excelente. Y ya que comentamos siempre los éxitos, también es justo dejar constancia de los fracasos, para que no se repitan. Llevado por mi entusiasmo con los cítricos y sus posibilidades, decidí tratar las naranjas amargas como si fueran limones y aplicarles la conserva en salmuera, esperando obtener un resultado excelente. Pues bien, debo admitir que las naranjas amargas en salmuera son literal y radicalmente incomestibles, y queda escrito para evitar futuros fracasos. Una forma alternativa de preparar los limones consiste en cortarlos en rodajas (de medio a un centímetro de grosor), y ponerlas en un colador o bandeja sobre una capa de sal gruesa y cubiertas a su vez con sal. Al cabo de un día, se retiran las rodajas, se limpian con un trapo o papel para eliminar la sal adherida, se colocan en un tarro espolvoreándolas con pimentón dulce y se cubren con aceite de oliva virgen. En tres o cuatro semanas están listos para ser consumidos y solo hay que retirarlos del aceite bellamente coloreado de naranja por efecto del pimentón. Así conservados, la pulpa mantiene su textura y se puede comer junto con la corteza. Son excelentes para mezclar en ensaladas y pueden usarse con los mismos fines que los conservados en salmuera. Una de esas rodajas sobre una rebanada de pan y coronada con una anchoa es un bocado excelente para los amantes de los sabores fuertes.
Limones desecados La frontera entre Oriente y el Mediterráneo es difusa y permeable, y las influencias gastronómicas persas han percolado usualmente hasta las cocinas ribereñas. La escritora Claudia Roden, autora de un fantástico libro sobre la cocina del Medio Oriente (The New Book of Middle Eastern Food) cita otra forma de usar limas y limones, proveniente de Persia. Consiste en secar los limones al sol o al calor de una estufa hasta que se convierten en una especie de momias pardas, ligeras como pelotas vacías en cuyo interior resuenan las pepitas como si se tratara de una pequeña maraca. “Limoo omani” los llaman a estos limoncitos desecados, y se usan enteros o pulverizados como ingrediente para los platos de carne estofada o incluso para hacer infusiones. Según la escritora, uno de estos limones es suficiente para aromatizar un guiso para seis comensales, y se añade a la cazuela o bien entero con algunos pinchazos hechos con un cuchillo, o bien a trozos, roto de un puñetazo.
Paparajotes
Le debo esta receta murciana a Marieta, una alicantina enamorada de la cocina mediterránea. Los paparajotes son un dulce que se hace rebozando hojas de limonero (jóvenes, frescas y recién cortadas) con una masa hecha de harina, huevos, vino blanco, leche y azúcar. Para hacer la pasta se mezcla la leche (¼ l), el vino blanco (un chorrito), el azúcar (unos 50g) y la harina (unos 250g), batiendo el conjunto en frio. Se añaden las claras de tres huevos batidas a punto de nieve y se mezcla todo con cuidado. Ya solo queda rebozar una a una las hojas de limonero y freírlas en aceite muy caliente. Se pueden rociar con un poco de miel. En los paparajotes las hojas de limonero hacen de soporte aromático para la pasta y no se comen, ya que son algo indigestas, sino que se desechan después de haber comido el dulce que las recubre. Esta receta recuerda a otra, siciliana, que consiste en hacer pequeños “involtini” envolviendo trozos de carne de pez espada en hojas de limonero recién cogidas. Se asegura el rollito con un palillo atravesado y se fríe en una sartén. También aquí la hoja hace de soporte y aromatizante del pescado y se desecha al comerlo.
“Avgolémono” La palabra griega, compuesta de “avgo” (huevo) y “lémono” (limón), es el nombre de una salsa (a veces sopa) muy común en Grecia y extendida también por Turquía y los países árabes de Oriente Medio. En la cocina griega es ubicua y sirve para acabar múltiples platos o para enriquecer el sabor de sopas.
Salsa “avgolémono” en sopa de arroz
Para hacer el “avgolémono” se necesita un caldo de pollo (aunque puede usarse agua) tibio. Se cascan los huevos y se separa la clara de la yema. Se baten las claras a punto de nieve y se les añade el zumo de limón y las yemas, se mezcla todo y se agrega el caldo tibio para desleirlo, de forma que el huevo no se cueza sino que emulsione con el
líquido. Esta salsa se añade al plato ya cocinado, bien sea una sopa, un estofado de pollo o cerdo o una bandeja de “dolmades” (hojas de parra rellenas de arroz). La salsa se puede espesar también con un poco de harina.
Higos
L
as higueras (Ficus carica) son otro frutal antiguo, originario del Próximo Oriente y cuyo cultivo se remonta a los albores del Neolítico. Los ejemplares silvestres, los cabrahigos, son arbolitos retorcidos que crecen en fisuras de rocas, en lugares imposibles. El ciclo biológico de floración, polinización por un insecto y fructificación es, en el caso de las higueras, un proceso laberíntico y complicadísimo que roza lo absurdo y que nos hace dudar de la afirmación “la naturaleza es sabia”, ya que es un ciclo que parece diseñado más bien por una naturaleza en estado de embriaguez. En todo caso, de todo este lío salen dos cosechas, ya que hay higueras que florecen en otoño, mantienen sus frutos durante el invierno y los ofrecen maduros a finales de primavera (las deliciosas brevas), mientras que otras florecen en primavera y sus frutos maduran a finales de verano o principios de otoño. Atestiguan su antigüedad el número de variedades, que se acercan al millar. Solo en Baleares hay documentadas unas 300 variedades de higos, una verdadera barbaridad si lo comparamos con otros frutos. Los higos son frutos con un alto contenido en azúcares, muy aptos para su secado y conservación, tal como ocurre con las uvas convertidas en pasas. Los higos secos, a veces aromatizados con hierbas como el La higuera, resguardo y dulces frutos tomillo, el hinojo, el orégano o bien alegrados con un chorro de aguardiente, se conservan todo el invierno y se usan como postre o como ingrediente en platos salados. Tal como hace notar el botánico Pius Font Quer en su libro sobre los usos medicinales de las plantas, en latín las palabras que designan el fruto y el hígado se parecen mucho y la
relación entre ellas vendría de la costumbre de cocinar el hígado de cerdo con higos (“ficatum”). La misma analogía se repite sorprendentemente en griego (“siko” y “sikoti”), insistiendo sobre esta asociación que hoy nos parece tan rara pero que debía ser muy común. En todo caso, hay innumerables platos en los que los dulzones higos secos acompañan a la carne y a otros productos salados.
Higos con anchoas De todas las recetas en las que intervienen los higos, retengo esta que me sugirió Eduard, un cocinero menorquín. La fórmula tiene aires modernos pero puedo asegurar que es un bocado excelente. Sobre una tostada de pan se coloca una rebanada de higo, se cubre con un filete de anchoa en aceite y se remata con una salsa hecha de miel y mostaza. Digamos que los higos frescos pueden conservarse para hacer este plato y otros de una forma muy práctica, usando el ingenioso método que me enseñó el cocinero de La Garrotxa Lluís. Los pelamos y colocamos entre dos láminas de plástico alimentario para seguidamente pasar el rodillo y convertirlos en una capa fina de fruta. Se coloca el conjunto sobre una bandeja de cartón y se introduce en el congelador. De esta forma tenemos una especie de “carpaccio” de higos listo para consumir y podemos cortar con un cuchillo la cantidad que necesitemos sin necesidad de descongelar toda la lámina.
Yogur
S
u nombre ya nos indica que tiene un origen exótico, pues la palabra no presenta resonancias griegas, ni latinas ni árabes. El yogur fue descubierto, inevitablemente, en las estepas asiáticas, en tierras de pastores que consumían leche y lácteos en grandes cantidades. Parece ser que la palabra que usamos ahora deriva del término original “jaghurat”, palabra que proviene de la región de Sogdiana, donde se hablaba una lengua relacionada con el persa. Fueron los turcos, también pastores nómadas, los que en su progresión hacia el oeste introdujeron el producto en Europa durante el siglo XVI (inicio del apoteósico Imperio otomano que llegó a las puertas de Viena), y convirtieron la palabra en algo que se pronuncia como “yoourt” y que ha dado lugar al yogur de los latinos y al “giaourti” griego. Los árabes lo llaman “labán” o “labné” y los armenios, “matsun”. El yogur nace de la necesidad de conservar la leche, cosa que se hace estropeándola de una forma controlada. En concreto, contaminándola con lactobacilos que convierten la lactosa en ácido láctico y se adueñan de tal forma de la leche que impiden la entrada y crecimiento de cualquier otra bacteria. Además, al disminuir el contenido de lactosa drásticamente convierten la leche en algo mucho más digerible y sano. Debemos recordar que en general, los mamíferos pierden la capacidad de digerir lactosa al destetarse y lo mismo ocurre con la mayoría de los humanos, excepto en el caso de los descendientes de tribus de pastores (indoeuropeos, árabes y algunas poblaciones de raza negra en África) que desarrollaron la capacidad de seguir digiriendo la lactosa a lo largo de toda la vida. Para mucha gente, el yogur es un postre, algo que se come con el añadido de miel, azúcar o fruta, fresca o en conserva. Pero este producto es mucho más que eso. Se trata de un ingrediente con una gran versatilidad en la cocina. Como no podía ser de otra manera, a medida que nos acercamos a su lugar de origen sus usos aumentan y es en Turquía y en Medio Oriente donde se hace ubicuo
en la cocina. Vale la pena que aprendamos de ellos, de quienes lo inventaron. Estos últimos años han aparecido en las tiendas algo etiquetado como yogur griego, mucho más cremoso y sabroso que el yogur al que estamos acostumbrados. Solo hace falta echar un vistazo a la etiqueta para ver que esta cremosidad se ha conseguido a base de añadir una buena cantidad de Yogur con aceitunas y albahaca nata, o sea de grasa. Incluso se venden yogures desnatados con un grado de cremosidad sospechosamente alto conseguido a base de agregarle lo que en la etiqueta llaman “gelatina de buey”. Estas manipulaciones pretenden sustituir la forma tradicional de convertir el yogur en algo más cremoso y que consiste, simplemente, en escurrirlo, en eliminar una parte del líquido que contiene. Pero parece ser que lo simple no vende y, de hecho, solo hay que enfrentarse a una estantería repleta de innumerables tipos de yogures en un gran supermercado para sentirse apabullado y llegar a la conclusión de que estamos enfermos de abundancia. De entre las innumerables recetas de yogur que encontramos en el levante mediterráneo seleccionaremos unas pocas por su sorprendente resultado. Digamos, para el que quiera experimentar con el producto, que si se usa el yogur como ingrediente en un plato cocinado debemos antes estabilizarlo para evitar que se corte al calentarlo. Antiguamente se utilizaba yogur de cabra salado para cocinar y ello no era necesario. Pero si usamos yogur natural de vaca, oveja o cabra debemos prepararlo. Estabilizarlo consiste en batirlo hasta dejarlo muy líquido y entonces añadirle clara de huevo batido (una por cada dos yogures), una cucharada de harina de maíz diluida en leche y sal al gusto. Se calienta en una cazuela removiendo con una cuchara de madera siempre en la misma dirección hasta que entra en ebullición, se reduce el fuego al mínimo y se continúa calentando sin remover unos 5-10 minutos, hasta que ha adquirido una consistencia espesa. Se deja enfriar sin cubrir (no es bueno que le caiga agua de condensación desde la tapadera) y ya está listo para ser usado como ingrediente en cualquier plato cocinado.
“Ayrán” En Estambul uno se topa a menudo con pequeños locales de comida que tienen unas pocas mesas siempre abarrotadas y en los que se sirven sopas o platos locales de carnes y legumbres. En el mostrador, indefectiblemente se halla un recipiente transparente en el que un artilugio mantiene permanentemente
agitado un líquido blanco, espumoso y algo espeso, la bebida estrella de estos modestos restaurantes que se usa para acompañar cualquier comida. Es “ayrán”, una mezcla de yogur natural y agua (mineral normal o carbonatada) a partes casi iguales, a la que se añade una pizca de sal y se bate enérgicamente. Es refrescante, sienta de maravilla y se acopla sorprendentemente bien a platos especiados y salados.
“Labné” En el Líbano es difícil sentarse en una mesa para comer algo sin que haga aparición de alguna forma el “labné”, “Ayrán”, refrescante bebida de yogur que es el nombre que dan los árabes al yogur escurrido. Para hacerlo solo hace falta poner yogur natural en un colador de malla fina o bien sobre un paño de lino o algodón y dejarlo reposar unas horas para que vaya perdiendo el líquido. En tres o cuatro horas ya se ha convertido en algo más espeso y sabroso. En un día adquiere la consistencia de un queso fresco y en un par de días se espesa aún más, a gusto del consumidor. Incluso un insípido yogur desnatado se convierte en algo sorprendentemente sabroso por el solo hecho de escurrir el líquido que contiene. La forma más común de comer el “labné” consiste en dejarlo escurrir un día y luego añadirle ajo picado, sal, menta o hierbabuena cortada muy fina y aceite de oliva. Se bate la mezcla y se come sobre trocitos de pan. También es delicioso si se añade así preparado como aliño a una ensalada verde, a un plato de habas cocidas al vapor, a cualquier verdura hervida o como guarnición para carne o pescado a la brasa. Una variante muy sabrosa del “labné” consiste en aliñarlo con ajo, sal, aceite y pimentón dulce, cosa que lo convierte en una pasta cremosa con un atractivo color rojizo y un sabor muy estimulante. Mezclado con cúrcuma adquiere un color amarillo intenso y es también muy sabroso. En Líbano también lo consumen de otra forma. Lo dejan escurrir dos o tres días hasta espesarlo al máximo y luego hacen con la pasta pequeñas bolitas que rebozan con una mezcla de pimienta, orégano, tomillo y menta para sumergirlas luego en aceite. De esta forma el “labné” se conserva muchos días y se convierte en un aperitivo delicioso.
Pestos
P
estare” significa en italiano pisar, patear, golpear, dar una paliza. Y la palabra italiana “pesto” identifica una salsa hecha a base de triturar finamente diversos ingredientes. El pesto por excelencia es el genovés, hecho a base de albahaca, ajo, aceite, queso curado (parmesano o un buen pecorino), piñones y aceite. Pero hay otros, ya que lo único que se debe hacer para elaborarlo es triturar alguna hierba o verdura fresca y añadirle aceite. En Italia, país de una riqueza gastronómica operística, a medida que uno se desplaza hacia el sur nota como el clima se suaviza y la cocina se vuelve más mestiza. Sicilia, la gran isla que separa el Mediterráneo en sus dos cuencas, es una tierra bendecida por las mezclas, ya que allí, a un paso de África y a las puertas de Oriente, todo se impregna de un sabor con resonancias exóticas. Sicilia fue fenicia y púnica pero también helénica, romana, bizantina, árabe, normanda y borbónica. En Sicilia usan el gesto oriental para negar (cabeza hacia arriba, ojos entrecerrados, chasqueo de la lengua), tal como hacen griegos, turcos y árabes de Medio Oriente. Conviven con el pistacho y su pastelería tiene también resonancias árabes que se codean con sutilidades más norteñas, como ocurre en la pequeña pastelería catanesa de Nonna Vincenza, una tiendecita escondida en una plaza destartalada del barrio de pescadores, la Civita, que esconde un interior en el que las delicias de repostería parecen joyas y como tales se tratan, con los cannoli codeándose con las pastas de almendra amarga y los milhojas de pistacho y miel. Los mercados sicilianos deben ser considerados como las escenografías alimentarias más bellas del Mediterráneo, por su riqueza, barroquismo y vitalidad. En ellos, ya sea en Siracusa, en Palermo o en Catania, uno puede encontrar pestos variadísimos. De un merodeo siciliano extraje una receta de pesto irreproducible que es, más que nada, una sugerencia. A lo largo de una navegación primaveral alrededor de la isla fui acumulando en la cocina del pequeño velero unos cuantos tipos de pestos comprados en los mercados que
iba frecuentando. Al cabo de un par de semanas tenía a bordo varios botes con restos, como pesto genovés de elaboración propia, de pistachos, de alcaparras, de tomates secos... cada uno de ellos con un ingrediente principal acompañado de diversas hierbas aromáticas e ingredientes complementarios. Consciente de que con aquello no haría gran cosa y con ánimo de ganar espacio en el armarito de la cocina, los mezclé todos en el mismo tarro y el resultado fue una pasta de un color impreciso entre el verde y el rojo, con un sabor espectacularmente bueno y, desgraciadamente, imposible de reproducir. En todo caso, el éxito era un acicate para la experimentación. A continuación, unas sugerencias.
Albahaca, ajo, aceite, queso, piñones y aceite, ingredientes básicos del pesto
Recetas de pestos Pesto de tomates secos El ingrediente básico de este pesto son los tomates secos y conservados en aceite a los que se añaden pistachos y hierbas aromáticas como el tomillo. Se tritura todo y se le añade aceite hasta conseguir el grado de liquidez deseado. Cuando se usa este pesto rojo y sabroso para aliñar la pasta, es muy apropiado regar el conjunto con zumo de limón. Pesto de alcaparras Las alcaparras trituradas se convierten en una pasta verde y de sabor consistente que se puede suavizar y enriquecer con frutos secos como las nueces y con aceite de oliva. Pesto de pistachos En Sicilia es común encontrar este pesto de color verde intenso, hecho con pistachos triturados y aceite junto con hierbas aromáticas al gusto. En el primer puesto del mercado de Palermo en el que lo compré, el vendedor insistió en que debía usarlo para comer la pasta con “gamberetti”, cosa que interpreté como una costumbre o preferencia personal. Pero al
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