Colección Telúrica de Narrativa
Celeste Aldo Iván Espinosa
ediciones awen VE • PE • BR
Aldo Iván Espinosa [5]
Think he’ll ever come again a different way And maybe he has come and gone while I was away Jim Sullivan, U.F.O.
1 Misión cautelosa, fatiga sideral, un viejo misterio: Gershom las ha visto escabullirse por encima de las copas de los árboles, abrir un surco espeso ahí donde antes no había nada, estarse quietas y en silencio detrás de aquellos cúmulos meridianos de orillas redondas y brillantes, y nadie mejor que él conoce sus desplazamientos sobre el día templado, sus ráfagas heladas, sus breves resplandores que sólo él mira y siente y capta, un pulso reverberante que le da escalofríos o lo encandila pero no lo suficiente como para hacerlo abandonar su posición y retirarse. Al ojo atento de Gershom aquel cirro pulsátil, aquella reverberación metálica en el horizonte, ese siseo como con sordina que lo sigue por la calle, no son otra cosa sino señales. El tiempo que Las Cosas desconocen es el cerco al que quieren someterlo. Le importa poco: gravitarán alrededor de una presa acorralada pero lista. En su bitácora de Las Cosas habla de sí mismo llevando un registro exacto de los avistamientos, la hora, el día, el sitio y el estado continente que las materializa y las vuelve posibles, su forma y su color, las distancias aproximadas, sus posiciones, aquello que siente. Las tardes en el observatorio se dividen entre el mirador y sus libretas, la luz del hombre sustituye a la luz del mundo y Gershom es joven y está alerta y no se cansa nunca. Franco de su vigilancia, libre de sus horas de monitoreo a escondidas —procura que nadie en la casa lo escuche subirse a la azotea, le pone el seguro a la puerta de su cuarto, se lleva el teléfono inalámbrico por si acaso—, cuando reconoce que lo que se escucha a lo lejos es de este mundo (pero cómo saberlo realmente), recuerda su infancia en el cálido desierto que eran los brazos de su padre, su rostro serio,
Celeste [6]
sus hábitos parcos, su árida contemplación del mundo, su risa seca que era también un quejido. Un tipo huraño y listo y sin amigos, puntual y cumplido, bien hecho, de ciertas gentilezas con su vástago, hasta el día en que vinieron Las Cosas, como vienen ahora, zumbando y brillando. Gershom lo vio de pronto una noche en mitad del jardín, de pie y debajo de un chorro de luz lechoso, inmóvil y completamente iluminado. Desde esa noche y las siguientes los dos cambiaron, y sólo ellos sabían las razones de su cambio, del miedo y de la maravilla que había en sus ojos, de las sonrisas cómplices cuando su padre lo descubría subido en un banco espiando por entre los visillos de la cocina, y de la luz y del sonido, y de los viajes. Su padre penetraba en la luz y la luz se lo llevaba. La noche se oscurecía de nuevo y él ya no estaba, pero cuando la luz volvía, él volvía. Gershom lo esperaba, tiritando de frío o cabeceando, hasta que regresaba con la ropa casi congelada, el rostro tibio, humeando, más viejo, de manos blanquísimas y rasposas que lo tomaban y lo cargaban y lo abrazaban. Su secreto. Después llegó el verano y las luces lo iluminaron todo a medianoche. Séfora corrió por los pasillos buscando a su hijo para ocultarlo mientras el padre, sentado a la orilla de la cama, miraba sin inmutarse el brillo, como si fuera normal que decenas de reflectores lo buscaran desde el cielo a esa hora. Y Gershom arrastrado por su madre sin volver la vista atrás, o quizá sí, un instante nada más, lo suficiente para ver a su padre de pie y descalzo y de frente a las luces rendido, encandilado, en medio de esa recámara que parecía arder sin quemarse. Las Cosas: insustanciales ellas pero no la batería de sus motivos, de un signo astral cuyo nombre y símbolo y características desconocemos, cepo nebuloso, estampida brillante, tomando decisiones y haciendo elecciones cuya razón de ser también viene de lejos. No sé lo que sean, pero que se vayan, exigió su madre. ¿Pudieron más el mundo conocido, el miedo, el sobresalto de su mujer por cualquier ruido, el avance burdo y tan atropellado de Las Cosas? Cómo saberlo. Quizá todo eso y nada devolvieron a su padre al jardín con una pala entre las manos, confiándole su suerte a la dureza del metal y a la contundencia de su amor por Séfora. Los enfrentó, y sus brazos atravesaban cuerpos luminosos que estallaban en el aire como nubes de polvo adamantino. Se cansaba, no se rendía. Subía corriendo a la azotea y cargaba contra ellos de nuevo. Las Cosas ni siquiera se defendían. Alargaban los brazos no para repeler el ataque sino para tocar a su padre, como si quisieran tranquilizarlo, hacerlo entrar en razón, pero él rehuía el contacto una
Aldo Iván Espinosa [7]
y otra y otra vez. Séfora lo vio subir y bajar y volver a subir y volver a bajar, lo escuchó gruñir su impotencia, lo sintió volver a la cama árido, fastidiado, como si la vida se le fuera de a poco en cada embate de la pala contra la nada. Fragor de combate que entre las sábanas guarda un eco, músculo entumecido su corazón, cosa extraña. Me señalan y no voy, me llaman y no voy, me eligen y no voy, vienen por mí y no voy. No tengo nada qué perder, no tengo nada que hacer aquí, esto es más importante que tú o que yo. Séfora esta en sus días y huele, él la toma entre sus brazos y uno y otro se consuelan, un abrazo que quiere retener y otro que parece despedirse, la noche de fondo, sus destellos.
Séfora marchita, oscura, temerosa. Séfora nómada. Séfora de días difíciles, de cuerpos luminosos, de un no querer, de un resistirse. Séfora opaca. Séfora inquieta, investiga y encuentra, llama. Estimado señor Jessup, lo he escuchado en el radio y necesito su ayuda, mi caso puede interesarle, le dejo mi número pero por favor no me llame, mi dirección es. En el otoño de aquel año llegó el doctor M. K. Jessup flanqueado por Séfora. Se secó las manos en el delantal y no dio ningún rodeo y explicó claramente sus intenciones, y M. K. la secundó asintiendo todo el tiempo que ella habló, y después lo miraron. Su padre no los interrumpió ni les hizo preguntas ni les dio la espalda. Guardó un silencio largo desde el cual miró a su mujer con dulzura y algo de comprensión. Descansaba su peso sobre la pala, interrumpidas por las visitas sus observaciones desde el jardín, cuando el acorazado rojo y negro bajó volando hasta sus manos. Hizo tierra sobre un dedo, extendió sus alas, y desde aquel punto penetró en la tierra. Su padre miró al insecto, buscó después los ojos de su esposa, extendió la mano hacia ella para dárselo, Séfora hizo un cuenco con las manos. Jessup señaló al insecto con la nariz y dijo: lady bird.
Celeste [8]
2 En M. K. Jessup el pater familias encontró un amigo, un hombre de toda su confianza que se volvió un cómplice paciente y sincero, curioso por cada evento atestiguado, solemne y ceremonioso y no dudando de que aquello era fundamento y trascendencia. En pocas semanas mudó su estudio a la sala que Séfora cuidaba con tanto esmero, y trajo con él todos sus libros y todos sus mapas y todas sus pruebas documentadas. Sacó los archivos de sus cajas y les presentó su genealogía, la estirpe de la que descendían y que ya habían heredado, las pistas y los antecedentes, la prueba fehaciente, las rutas en el cielo. Séfora escuchaba todo esto y rechinaba los dientes. En breve logró que incapacitaran a su padre —recetas y credenciales falsas de médico especialista, trámites sin trámite por favores cobrados en muchas partes, gringo mañoso, ¿quién era en realidad este tipo?—, y aquello se volvió la locura: ya no hubo horas muertas de Jessup en el techo a solas, de la señora preguntándole que cuándo iban a acabar con todo esto, del niño torpe y miedoso asomando su carita de caballo ahí donde ya nadie lo llamaba. Ahora estaban todos los días tirados juntos en los camastros bajo el sol, en la azotea, vigilando o platicando como podían, o quedándose callados, esperando las noches limpias de nubes pero frías como el metal galvanizado. Entrada la madrugada conquistaban el jardín, y su ejército —ellos mismos— contemplaba la maravilla de las luces, la maquinaria celeste, el zumbido, el abismo infinito que poco a poco se abría entre el jefe de la tribu y sus miembros. Las Cosas se volvieron un elemento irrenunciable, un único tema, su realidad inquietante. El jardín era un abandono de pasto crecido, de trepadoras tupidas que colgaban sin que nadie las podara, de brevas reventadas supurando entre la hierba, coronas de cristo secas, rosales que, desde la venida de Las Cosas, se ennegrecieron y se marchitaron y después se murieron. Gershom iba convirtiéndose en un niño solitario mirando eventos incomprensibles, propiciados por trabucos incomprensibles, en aquellos meses también incomprensibles. El abandono de su padre —no paulatino, no aparente, no momentáneo— lo arrojó al agrio amor de Séfora, a su irascible protección de mujer también abandonada. La casa se dividió en dos bandos, y a medio año escolar su madre lo sacó de la escuela, mitad no queriendo perderlo de
Aldo Iván Espinosa [9]
vista, mitad buscando refuerzos. Ahora eran los dejados a su suerte, los que divagaban como arena soplada por esos aires de cambio que en nada los favorecían a ellos, y ellos infelices, temerosos, silvestres y casi sin guía como el jardín de la casa. Los pocos días en que Jessup atendía otros asuntos —entrevistas en el radio, firmas de libros, otras investigaciones—, que no garabateaba libretas o revisaba libros de dudosa seriedad, que no limpiaba con veneración su viejo sextante o su astrolabio, cuando no colgaba en las paredes mapas de constelaciones fraccionadas como vecindarios, su padre erraba por la casa como si esa no fuera su casa. Andaba ido, alelado, sentándose en los sillones de la sala con la incomodidad del invitado que ha llegado a la reunión demasiado temprano, y cuando se aventuraba por los pasillos del piso de arriba, y miraba las fotos en las paredes, o abría puertas sin recordar a dónde llevaban y encontraba clósets abiertos, camas tendidas, toallas húmedas secándose sobre esas mismas camas, aquello le parecía morboso y repugnante. Deambulaba sumido en una eterna reflexión que se interrumpía cuando los encontraba, a su mujer y a su hijo, en la cocina, en las recámaras, subiendo o bajando las escaleras, y entonces los miraba sorprendido. Se frotaba los ojos o los cerraba, se cubría la cara con las manos, fruncía el ceño como si un pensamiento profundo se hubiera ido y se esforzara por recordarlo, o como si estuviera mirando fantasmas. Se regresaba a la azotea, o se salía a la calle, y esperaba a que Jessup volviera.
Las rutas que los hombres siguen fueron escritas sin su consentimiento, llegan a ellas convenciéndose a sí mismos de lo contrario, creen en la suerte o en el esfuerzo o en su infortunio, y muy pocos han sido testigos del curso inicial de su existencia, del señalamiento original, del mecanismo que todo lo otorga y que todo lo echa a andar. Séfora pudo comprender todo esto y decidió no hacerlo, o lo comprendió por completo y actuó en consecuencia, o fue verdad que no lo comprendió ni antes ni después, pero para ella su situación no guardaba ya ningún misterio: tareas impostergables, el corazón dividido. Cierta mañana y después del desayuno Séfora se desató el delantal, tomó dos maletas preparadas con anticipación y también tomó a su hijo y salió para siempre de aquel sitio invadido. Fue su refugio la casa paterna, y Gershom aterrizó en un hogar de paredes
Celeste [10]
blanquísimas, vigas bastas en los techos, una azotea con tendederos y macetas y un labrador negro de nombre Mac. El abuelo era un viejo moreno con el ceño fruncido, una frente plisada de arrugas, ojos claros, labios mínimos, camisas de franela a cuadros, de poco hablar pero de mucho mirar fijamente. Con su madre en aquella casa eran ya siete las hijas asiladas detrás de aquellos muros, seis tías, siete ciclos, siete opiniones distintas —una para cada día de la semana o todas a la vez el mismo día—, siete versiones de la lástima, siete reclamos vivos, y todo lo que podía considerarse y discutirse era considerado y discutido siempre. Desprendimiento, lugares cuya ubicación en la memoria será siempre la misma, centinelas: Jessup y su padre mantuvieron sus posiciones pasado el mediodía, y fue hasta que la voz para bajar a comer no se escuchó, que descubrieron la desaparición de la madre y el hijo. El gringo bajó y recorrió los pasillos y los cuartos buscándolos, y la falta de olores y el silencio y el frío en la cocina lo hicieron pensar en una ruina recién descubierta, pero también le recordaron un templo. Regresó a la azotea y dijo: Gone. Luego el día avanzó como lo ha hecho siempre y ellos también siguieron adelante. Los caminos que conforman un ciclo parecen rectilíneos a simple vista, un paisaje horizontal que de momento sólo es eso, y a esa apariencia se atuvieron.
Las primas: castañas, lacias, coquetas, melindrosas, morenas unas más que otras, casi todas en esa edad en la que las mujeres de la familia tienen una hilera de dientes encima de otra hilera de dientes, hacendosas o retobadas, compartidas y envidiosas. Lo cocían a preguntas indiscretas, se repartían entre ellas comentarios agudos o hirientes o feroces que de tanto en tanto lo alcanzaban, competían por su atención a veces, a veces lo ignoraban y a veces también lo abrazaban y le sobaban la espalda y lo consolaban diciendo su nombre en diminutivo. También a Mac lo abrazaban y le sobaban el lomo y lo llamaban Macsito, y en aquellos límites infranqueables niño y perro deambulaban en silencio y a su suerte. Las primeras noches durmió con su madre pero después le asignaron un cuarto. Las niñas que dormían en él fueron emparejadas con otras, y en aquella habitación color pastel se puso a extrañar su cama y a su padre. A veces sentía como si hubiera cruzado un puente, un túnel que conectara dos espacios geográficos similares y distintos, dos
Aldo Iván Espinosa [11]
desiertos. Sus primas fueron sacando sus cosas de a poco (pósters, repisas, peluches, muñecas, muebles con estampas) dejándole el lugar más o menos limpio y vacío. Cuando nadie se daba cuenta dejaba que Mac durmiera al pie de su cama, pero a veces los adultos lo descubrían o las primas lo acusaban, y entonces el perro iba de regreso al jardín o a la azotea. A Gershom lo inscriben en la misma primaria a la que acuden sus primas, y la escuela se vuelve una extensión de la casa. Repartidas en todos los grados escolares, chicas y grandes —quizá por convivir, por molestar abiertamente, o sólo porque sí— dejan correr el rumor del niño cuyo padre se ilumina por las noches, y durante un tiempo es tema recurrente en el recreo o pregunta indiscreta a las maestras, pero el asunto se agota por alguna otra novedad, o por descrédito —«dice mi papá que eso no es posible porque…»— o por olvido. Gershom va haciendo amigos un tanto por empatía y otro tanto por necesidad, un núcleo más o menos cómplice y compacto que le permita romper el cerco familiar al que quieren someterlo. Por turnos las mujeres iban a dejarlos a la escuela y también por turnos pasaban a recogerlos. A veces el abuelo era el que los sembraba y los cosechaba, en aquella camioneta Ford verde de paneles de madera y vestiduras de piel y grande como una casa, una mole itinerante que el viejo aspiraba, pulía y enceraba con esmero. Un día de camino al auto Gershom pudo verlos escabullirse entre la gente, y pocos días después, al asomarse por encima de los asientos, los descubrió manejando detrás de la camioneta a una corta distancia. Viendo primero a uno y luego a otro, el niño se dio cuenta de que su padre y el abuelo guardaban cierto parecido físico. Con el pelo corto y revuelto y sin rasurar, su padre se alegraba de verlo aunque fuera a la distancia: asomándose entre la multitud afuera del portón de la escuela, con un movimiento de cabeza parecía preguntarle cómo estaba, y Gershom levantaba la mano para saludarlo, no sin antes cerciorarse de que no estuviera viéndolo alguna de las tías o Séfora o el abuelo. Unos días iba solo y otros días con Jessup, güero jetón de brazos cruzados, muy de lentes de sol puestos y mirando siempre para uno y otro lado, como si vigilara. Su padre lo seguía a pie un par de metros hasta que los dos se perdían de vista, sólo para reencontrarse en el tránsito de las avenidas. Quizá las tías tardaron en darse cuenta de esto, pero Séfora y
Celeste [12]
el abuelo lo descubrieron casi enseguida. Su madre lo jaloneaba para que caminara más deprisa —y con él a todas las demás—, y el abuelo llevaba a cabo maniobras de evasión —«¡ahí vienen, ahí vienen!», era el grito adentro de la camioneta— que no por inútiles resultaban menos divertidas. Los autos separaban sus caminos unas cuadras antes de llegar a la casa del abuelo, y todo parecía reincorporarse una vez más a la certidumbre de lo cotidiano. También hubo días en que Gershom miró a la multitud, o volvió la vista atrás hacia la calle, y no encontró nada ni a nadie.
Séfora seguía pensando que transitaban los caminos de los hombres, así que procuró que el cuarto de Gershom no tuviera ventanas. Pero aún así el zumbido de siempre, la acústica como si estuviera dentro de un campo magnético, no sentirse solo en cuarto vacío, como le sucedió a su padre antes que a él. Séfora y el abuelo montaron guardias nocturnas todo lo que pudieron, pero no pudieron mucho, y al final la casa quedó protegida con lo de siempre: cerrojos en las puertas, seguros en las ventanas, los muros altos, las rejas afiladas, un perro en la azotea. En aquel encierro una noche escuchó que rascaban a su puerta. Encendió la luz y abrió y descubrió en el umbral al perro y también a su padre. Mac se siguió de largo hasta echarse junto a la cama, el adulto se acuclilló frente al niño y los dos se abrazaron. Gershom sintió a su padre frío y lo vio pálido como siempre que volvía de alguno de sus viajes. A señas éste le dijo que guardara silencio, y también a señas se echaron a andar por pasillos alfombrados y a oscuras. Sigilosos pasaron de una tiniebla a otra, deteniéndose un momento para que los ojos se acostumbraran a lo negro, contuvieron la respiración en una esquina, cuando una de las mujeres encendió la luz del baño, y siguieron adelante cuando el seguro de la perilla hizo clic por dentro. El perro los acompañó mansamente mientras dejaban la planta alta y bajaban las escaleras, atravesaban la sala y el comedor hasta la cocina, de la cocina pasaban al jardín y del jardín a la escalera de caracol que los llevaba a la azotea. En la azotea los esperaba una escalera de aluminio recargada en el muro del patio de atrás, sostenida fielmente en la base por Jessup. Mac jadeaba y movía la cola alegremente mientras los miraba abismarse, pero él ya no bajó. Casi en silencio los tres hombres acostaron la escalera sobre el piso cerámico, atravesaron en fila india
Aldo Iván Espinosa [13]
un corredor desprovisto de luz, espesado por lo negro, y ellos ya no fueron ellos sino sus sombras. El niño mantuvo una mano pegada al muro por miedo a tropezarse, pero en aquella oscuridad no había nada ni nadie. Alcanzaron un portón de candado reventado, subieron al carro y desaparecieron. Todavía con la pijama puesta, muy atento a lo que estaba sucediendo, Gershom entró en su antigua casa. Ninguno de los dos adultos prendió la luz y él tampoco lo hizo. A través del ventanal del comedor miraron el jardín de la casa iluminado por la luna, y los tres se detuvieron para ver aquellas matas bravas irradiar su color verde platino. Luego siguieron sin detenerse escaleras arriba hasta la azotea, y una vez allí lo desconocido que habitaba en ellos los rodeó como los rodeaba también la oscuridad, y esperaron. Si otras guardias similares a ésta se llevaron a cabo en ese mismo instante en la parte clara del mundo, se hicieron por el paralelismo de lo unívoco, quizá por los mismos individuos y bajo las mismas circunstancias, pero quizá también por gestores distintos a los nuestros. Deslizándose sobre la noche pulida como el más lento de los relámpagos llegaron Las Cosas. Abastecidas de sí mismas, validadas por sus propios protocolos, ensimismadas en sus intenciones y propósitos. Un fulgor habitado, una alborada sintética. Los tres abandonaron las tumbonas del observatorio, y Gershom se despidió de su padre un poco a las prisas, pero también un poco como lo habían venido haciendo desde que todo esto comenzó, el quilate de las palabras dichas aguardando un tiempo venidero, y luego su padre caminó hacia Las Cosas y Las Cosas lo recibieron entre haces de luz ondulantes y rectos, telones suspendidos en el aire, un muro forjado y sólido a la vez que inmaterial y penetrable, tan liso y tan limpio que Gershom y Jessup pudieron verse de cuerpo entero en ese espejo. No se lo tragó la luz, sino la oscuridad detrás de aquella luz, y desapareció. Todo emitió un último brillo solemne, y las tinieblas recuperaron su lugar. M.K. miraba al cielo pandeándose con la boca entreabierta, un gesto arrugándole la nariz y frunciéndole el ceño, algún agente externo a estas circunstancias hubiera llamado menos la atención que este gringo desgarbado en la azotea. Como si desistiera de orientarse por las estrellas bajó la vista y encontró al niño. Muchas cosas vistas tú a tu edad, le dijo, maybe too many. Sonrió con esa sonrisa forzada que tenía a veces, apretando y pelando los dientes y enmarcándolos
Celeste [14]
con los labios, y poco a poco fue poniéndose serio. Miró todo lo que quedaba alrededor (libretas con apuntes y dibujos, la mesa traída desde la cocina, las cartografías, las rutas celestes, los restos minerales, un canon sideral, los libros de secretos revelados) y de ese alrededor no sacó nada en claro en ese momento. Regresó al camastro, se recostó, dejó la vista fija en el cielo. El ritmo pausado de su respiración, sus manos entrelazadas sobre su vientre, un gesto como si todavía tuviera una luz encima de la cara. Un sonido redondo que pasó dando tumbos a lo lejos. Se frotó la cara con las manos y luego se sentó a la orilla de la tumbona. Hay que devolverte a ti a tu casa, dijo. To your mom’s house, aclaró. Todavía hay cosas aquí tuyas, tómate las que necesitas, whatever you need, go, go. Gershom más o menos le entendió, y bajó de regreso a la casa. Llegó a su cuarto y se siguió de largo hasta la habitación principal. Accionó un par de veces el interruptor y descubrió que no había luz. De memoria y a tientas caminó en el cuarto, y ya acostumbrado a la oscuridad descubrió los objetos personales de su padre encima del buró, y miró también la cama revuelta y sin tender, la ropa tirada, envases de comida vacíos con restos secos, un olor a encerrado. Tomó la cartera, el reloj, unos lentes, una libreta de apuntes, y después se regresó a su cuarto y cogió todos los juguetes y todas las revistas que pudo. Guardó todo en una mochila de colores, bajó a la sala, miró el sillón en el que se dormía M.K., se sentó en el otro, y esperó. Jessup bajó alumbrándose con una lámpara de mano, le preguntó si estaba listo, lo enfundó en una de las chamarras de su padre, y caminaron en silencio hasta la puerta. Antes de salir a la calle M.K. recorrió con el haz de luz aquella parte de la casa, de arriba abajo y de una esquina a otra, como si ese lugar nunca hubiera estado ahí, y ya después salieron. Subieron al auto y arrancaron y Gershom no pudo más y abrazando la mochila, a moco tendido, se soltó a llorar. Un llanto de niño inconsolable y terrenal y anecdótico pero sólo en la superficie de sus circunstancias. Come on, kid, stop it. Llegaron a la casa del abuelo y el gringo se estacionó en la entrada y sin apagar el motor bajó a Gershom que, un poco más tranquilo, jalaba aire hipando. Con el cuello de la pijama le limpió la nariz y con las mangas de la chamarra le pidió que se secara la cara. Luego M.K. timbró y timbró hasta que Mac comenzó a ladrar, y las luces en los cuartos se fueron encendiendo una detrás de la otra. Se acuclilló, lo
Aldo Iván Espinosa [15]
abrazó, le palmeó un par de veces la cara. So many misteries to be solved, and so little time. Cuando escuchó el tropel de cerca y las cerraduras abriéndose, el gringo se echó a correr, se subió al carro de un brinco, y mirando al niño gritó: This isn’t over yet!, pero Gershom no le entendió. El abuelo y Séfora y las hermanas y algunas de las primas lo encontraron en la entrada como si éste hubiera vuelto de algún viaje, encogido y cargado de regalos. Alharaca y sorpresa y confusión y ladridos y alivio y enojo mezclados, y mientras todo esto sucedía, amaneció.
Celeste [16]
3 Mírenlo ahora merodeando a la niña que le gusta del 3º B pero sin atreverse a hablarle, tímido a veces y a veces arisco, sufriendo por los granos y las espinillas en la cara, aprobando materias sin ser sobresaliente, sin amigos entrañables pero tampoco buscando enemistades, y evadiendo, ignorando, haciendo menos los rumores que se cuentan sobre su familia. Mira y desea todo lo que está de moda, come con hambre, duerme con sueño, espía a sus primas en el baño, les esculca torpemente el cajón de los calzones, soporta las miradas duras del abuelo mientras la familia discute sobre patrimonios, laudemios, enfiteutas, guarda un silencio profundo cuando la casa está vacía, cosa rara, esperando escuchar algún chirrido extraño, un trabuco rotando broncamente encima pero lejano, una pista, una señal, un aviso mecánico. Pero nada. Han pasado siete años. Luego una noche, y luego un día, y luego una noche, y luego un día. La vuelta de Las Cosas. Desplazamientos, lumbre violeta en el horizonte, un cúmulo, un cirro, un estrato que suenan, una estridencia como de relámpago a plena luz del día pero sin relámpago, un ruido sordo como encapsulado, algo que agita las ramas de los árboles por donde va pasando. Las Cosas. Han venido también por él o sólo lo están vigilando, no lo sabe, pero ha decidido plantarles cara y, si puede, prevenir, anticipar, huir del contacto. ¿Vendrá su padre con ellos? ¿Habrá envejecido, será el mismo, podrá despachar ahora los asuntos que quedaron sin resolver, todo eso que ya tuvo tiempo de meditar, o son otros los pendientes que ahora reclaman su atención? Vendrá su padre con ellos, o sólo lo mando traer, o vienen nada más en calidad de recaderos y es un mensaje el que le quieren dar. Cómo saberlo. Los desvelos a escondidas le pasan factura, y por más que quiere no ser una presa desprevenida, bosteza, cabecea, cierra un momento los ojos en el salón de clases, en su cuarto, frente a sus apuntes, en la camioneta del abuelo, y se duerme. Y sueña. Sueña con un día que no se oscurece nunca, un día que va encontrándose en los caminos, un día que va saliéndole al paso como una cosa puesta ahí para mirarse, un día al que no le llega jamás la noche. Sueña también con un pasadizo, una fiesta, con una de sus primas, con un carnero sideral astado de estrellas que bebe leche de un abrevadero, pero eso
Aldo Iván Espinosa [17]
en realidad no lo ve sino alguien en su sueño se lo cuenta. Y sueña también con esa casa donde lo visto una sola vez vive para siempre.
Aldo Iván Espinosa (Ciudad de México, 1979) Es escritor egresado de la carrera de Literatura y Ciencias del Lenguaje por parte de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Una muestra de su trabajo poético aparece en la antología Todas las dudas aprendidas (UCSJ/Textofilia, 2014), así como en Periódico de Poesía, de la UNAM. Ha publicado las plaquettes digitales de poesía «Peshmerga» (Dosis Poéticas/Proyecto Literal, 2019) y de cuento «Legión» (Letras de Anáhuac/Proyecto Literal, 2019).
҉
CRÉDITOS Celeste ©2021, Aldo Iván Espinosa © De esta edición: Ediciones Awen (Un sello de Ediciones Palíndromus) Cualquier parte de este libro puede ser reproducida, almacenada o transmitida con permiso del autor o editor mientras se esté citando la fuente. edición
Jorge Morales Corona | Verónica Vidal diseño de colección
Jorge Morales Corona diagramación
Ediciones Palíndromus collage de portada
Diego Abreu corrector
John González accede a todo nuestro contenido escaneando el código qr
Celeste de Aldo Iván Espinosa se terminó de editar en el mes de junio de 2021 en las instalaciones de Ediciones Palíndromus ubicadas en Maracaibo, Venezuela, bajo la licencia del sello Awen y el autor. Para la colección se utilizaron las tipografías Lato de Lukasz Dziedzic para el cuerpo y Manrope de Michael Sharanda para los títulos. todos los derechos reservados