Colección Telúrica de Narrativa
La extranjera Dana B. Baioni
ediciones awen VE • PE • BR
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Casi puedo escuchar las montañas devolviéndome el eco de mis propios pensamientos. El sol de mediodía calienta la tierra agrietada que clama por el alivio de la lluvia. El interior de la habitación, sin embargo, se mantiene fresco. Una habitación que es a la vez la casa entera, un mundo entero. Un mundo en el que todo está en silencio, donde el tiempo parece haberse detenido para dormir la siesta. Sólo los gorjeos de Lailee se atreven a hacerse oír a través del sopor de forma intermitente. Tres mujeres tararean canciones en su lengua materna, dentro de sus mentes. La cuarta, la más anciana, emite leves ronquidos mientras se sumerge en un sueño vigil, balanceándose de adelante hacia atrás. La extranjera, en cambio, piensa. Oteo las montañas en busca de señales y me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que algún colega, o un compatriota quizá, pueda venir a recogerme y devolverme a mi universo de edificios altos, café expreso, y conexión a internet. Pero los caminos se toman su dulce tiempo en abrirse. El ruido amortiguado de una olla cayendo al suelo de barro es suficiente para que la vieja Aryana regrese al estado de alerta. Aparto la mirada de las montañas, sobresaltada. Haleema, de apenas diez años, se afana en la zona de la cocina con entusiasmo, ayudada por su abuela Farsiris. Su madre está demasiado ocupada con Lailee y demasiado embarazada de su próximo hermano para encargarse de cocinar. La dieta aquí no destaca por su variedad. Arroz, pan, y las pocas verduras que brotan de este suelo árido. Sé que me ofrecerán a mí el primer plato, sé que me dejarán servirme lo que quiera, en la cantidad que quiera, cuantas veces quiera. Sé que ellas mismas renunciarían
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a su propia ración si yo así lo requiriese. Darya, tal vez no. Para una madre, el bienestar de un hijo es más importante que honrar las leyes de la hospitalidad. Incluso para una madre de esta tierra. Doy gracias a Dios, el mío y el de ellas, por hallarme a salvo en este mundo de mujeres. El esposo de Darya, Nader, tuvo que responder al llamado de las amapolas hace tres meses ya, junto con casi todos los hombres jóvenes de la aldea. En su ausencia, este hogar se ha transformado en un matriarcado, con Aryana como reina indiscutida. Recuerdo haber leído alguna vez en un libro, mucho antes de unirme a la organización que me destinó aquí, que el espacio vacío que deja un gobierno se llena con familias. Los vínculos de sangre se transforman en la ley y el orden. El entramado familiar reemplaza a las redes del Estado. Sólo se tienen unas a otras. Y por estas semanas también me tienen a mí, y yo a ellas. Los primeros días intenté retribuir su hospitalidad con mi fuerza de trabajo, pero hacerles controles médicos a diario carece de sentido. Al final acabé resignándome a mi rol de invitada. Aunque por las noches todavía me siento como lo que soy, una extranjera varada en medio de un valle apenas poblado, aislada del resto del mundo por las crecidas caprichosas de un río. Esta vez es un grito agudo y penetrante el que resquebraja la paz reinante. Darya está doblada sobre sí misma mientras Haleema deja las verduras a medio guisar y se apresura a aliviar los brazos de su madre del peso de Lailee. Aryana se pone en pie lentamente. Jamás las he sentido, pero he visto las suficientes como para reconocerlas. Darya está teniendo contracciones. Una nueva oleada de dolor sacude su cuerpo menudo y un río se derrama por sus anchos pantalones negros hasta formar un charco transparente en el suelo que inunda el aire con un olor inconfundible. —Ya es hora —pronuncia Aryana como una sentencia, dueña de sí misma. —¡Todavía faltan dos semanas! —se queja Farsiris, que acude con celeridad para ayudar a su hija a incorporarse. Ha tenido sólo una niña y cinco abortos. En sus magnéticos ojos verdosos se refleja un terror aún mayor que el de la propia Darya. Mi instinto y la fuerza de la costumbre me empujan finalmente a intervenir.
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—No nos precipitemos, tal vez sólo sea una amenaza de parto —advierto con pragmatismo—. Deberíamos acostarla, así podré examinarla mejor. Pero nadie se mueve y comienzo a dudar de haber pronunciado mis palabras en voz alta. Rara vez debo repetirme, tanto en el campamento como en el hospital. Aryana posa una mano tostada y arrugada como cuero viejo sobre el vientre de su nieta. Su actitud me indica que ya lo ha hecho cientos de veces. Finalmente Haleema aparece con un atado de vie-jas sábanas, que aparentan gastadas pero limpias, y comienza a despedazarlas en tiras mientras que con voz grave entona cánticos en una lengua que me es imposible descifrar. —Pondré a hervir el agua —dice Aryana como quien anuncia que servirá el té. Darya se quita el burka de color celeste y su larga camisa con ayuda de su madre, dejando al descubierto unos pechos morenos y plenos. Me siento turbada por la visión, sin lograr desentrañar la razón. He visto cuerpos desnudos ajenos más veces que el mío propio, pero esta vez es diferente. Ahora es un hecho mucho más natural. Aun así, también es más íntimo. En toda mi carrera, sólo un parto me ha sorprendido fuera del hospital. Aquel bebé impaciente que decidió nacer en un autobús de larga distancia, cuarenta kilómetros antes de llegar a destino. Resuena en mi cabeza la voz de mi viejo profesor, que había pasado más años dentro de una sala de partos que fuera de ella, repitiendo hasta el hartazgo: «no importa que tan cerca se encuentren de un hospital, siempre se debe frenar el vehículo. Frenen el vehículo, y llamen una ambulancia. Somos nosotros los que tenemos prisa, no el bebé». Pero aquí nuestro autobús es el mundo y, por mala fortuna, no hay forma posible de hacer que se detenga a un lado del camino para que pueda tener lugar un nacimiento. Los dos partos previos de Darya nos roban además el tiempo necesario para llamar a la comadrona de la aldea, si es que hay una. Observo con incredulidad como Farsiris se posiciona detrás de su hija y le ofrece su cuerpo entero como soporte. Darya se aferra a las manos de su madre y se reclina contra su pecho como una niña. Aryana se arrodilla en el suelo entre sus muslos abiertos y extiende
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debajo de ellos una sábana blanca, que no tarda en recibir las primeras gotas de sangre, mientras se une al canto de su bisnieta. Darya parece respirar al ritmo de las plegarias que su madre le susurra al oído con palabras dulces. Me acerco con pasos vacilantes, fascinada y rechazada a la vez por la escena que se desarrolla ante mí. Aquí no soy médica, no. Aquí soy sólo una mujer. —Ya no queda mucho —se dirige Aryana a Haleema, que ha adoptado el lugar de enfermera. Me pregunto cómo puede saberlo, si nadie ha tactado a Darya para corroborar que todo marche según debe. Me uno a las oraciones de Farsiris en mi propio lenguaje y por mis propios motivos. Ruego por no tener la necesidad de realizar una cesárea, y mi mente previsora y apresurada ya imagina cuál sería la incisión más adecuada en esas circunstancias. Decido no detenerme a pensar en la falta de instrumentos y anestesia. Me aferro a la certeza de que el bebé no nos mostrará las nalgas como carta de presentación, de eso me aseguré yo misma durante los controles semanales con los cuales intenté pagar mi estadía aquí. Los gritos de Darya se recrudecen, su piel oliva se torna pálida y se baña de sudor. Aryana empapa dos dedos dentro del brebaje que ha preparado con el agua hervida y luego los introduce sin más dentro de su nieta, y anuncia con alegría que la cabeza ya encajó. Tercer plano, suelto una bocanada de alivio. Para mi sorpresa, de los ojos grises de Darya comienzan a brotar gruesas lágrimas que mezclan su sal con el sudor y comienza a cantar entre pujos y bendiciones. Su semblante se relaja al coronar su hijo entre sus muslos húmedos y calientes. La matriarca recibe el cuerpo sonrosado y cubierto de sangre, y lo sostiene durante unos segundos como una ofrenda bajo la mirada extasiada de la madre. Haleema aparece de nuevo en aquel pesebre llevando un cuchillo y dos trozos de hilo hechos con lana de oveja. Se apresura a atarlos alrededor del cordón que lentamente rinde sus latidos al llanto hambriento de la vida del nuevo ser. Aryana me tiende el cuchillo con gesto solemne y acepto aquel regalo, hipnotizada. Secciono el puente entre Darya y su bebé con inseguridad, como si no hubiese llevado a cabo esa acción más veces de las que puedo recordar. Lo cierto es que me siento desnuda sin guantes ni bata, expuesta en una habitación que no es blanca, interpelada por voces que cantan. Farsiris ayuda a su hija a tenderse en el suelo de la cabaña, lista para recibir entre sus brazos su propia creación. Aryana deja el bebé
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encima de su vientre deshinchado y yo lo observo hechizada reptar hasta los pechos de su madre, que ya rezuman un líquido oro translúcido. La hemorragia se detiene. Farsiris toma la placenta con manos bondadosas y delicadeza reverencial, y desaparece por la puerta trasera. La enterrará, según me han dicho, bajo el olivo de la familia. Ha nacido una niña. La han llamado Asifa. Una vez que se ha saciado, Darya la aparta de su pecho para acercarla a su rostro. La niña anuncia al mundo que está viva a voz en grito. Su proclama resuena gloriosa por todo el valle, y las montañas me devuelven su eco.
Dana B. Baioni
(Argentina, 1994) Médica a tiempo completo, activa defensora de la salud pública y los derechos de la mujer, y escritora amateur en sus ratos libres. Desde 2018 ha colaborado en diversas revistas literarias y antologías con sus relatos «25N» (Editorial Buuk), «La hija» y «La bestia salvaje» (revista el narratorio), «El despertar» (Editorial Sopa de Letras), entre otros.
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CRÉDITOS La extranjera ©2021, Dana B. Baioni © De esta edición: Ediciones Awen (Un sello de Ediciones Palíndromus) Cualquier parte de este libro puede ser reproducida, almacenada o transmitida con permiso del autor o editor mientras se esté citando la fuente. edición
Jorge Morales Corona | Verónica Vidal diseño de colección
Jorge Morales Corona diagramación
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La extranjera de Dana B. Baioni se terminó de editar en el mes de mayo de 2021 en las instalaciones de Ediciones Palíndromus ubicadas en Maracaibo, Venezuela, bajo la licencia del sello Awen y la autora. Para la colección se utilizaron las tipografías Lato de Lukasz Dziedzic para el cuerpo y Manrope de Michael Sharanda para los títulos. todos los derechos reservados