Una habitacion contigo olvido

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 DESPEDIDA BREVE La luz de las cinco de la tarde cae cenital sobre la casa. Es el descubrimiento de la púdica Naturaleza, la vegetación rizada como un pubis femenino, el rubor de las nubes, los tonos ocres y verdes del patio. En el interior de la casa, el cuerpo desnudo, escuálido esqueleto trabado en huesos, había sido colocado con esmero en la camilla, y una maraña de arneses y cabestrillos acolchados habían sido hábilmente dispuestos para impedir tirones en las articulaciones y laceraciones en la piel cuando fuera izado mediante un ingenioso sistema de poleas. Esta operación se realizaba en contadas ocasiones y, como otras, eran hurtadas a mi visión: el baño con balde en la cuadra, las garrafas de cristal con sangre sucia cuando estuvo en el hospital; solo eran imágenes vislumbradas por un relámpago de luz tras quicios y puertas descuidadas. Se suponía que protegían al cuerpo de la cáscara de huevo de las traiciones de la vida, las miserias de este valle de lágrimas, cuya única regla era el silencio exacerbado, las maldiciones musitadas. Oculta la anatomía y sus secreciones de saliva y sudor, el jabón, los aceites y los perfumes le devolvían al cuerpo su santidad. Era un cuerpo rebelde, indómito, de estirpe recia, curtido por el aire, el sol y la lluvia, carcomido ahora por las termitas del tiempo, festín de tumores y rencores.


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Xavier Parramon

El baño había terminado y yo esperaba en el comedor, sentado en una butaca, leyendo una revista atrasada. Ellos me consideraban aún un niño. No importaba lo que hubiera sucedido, las experiencias, los avatares; las alegrías y tristezas estaban en compartimentos estancos, incomunicados, y ninguno de ellos tenía la más mínima influencia, su opinión hacia mí era la misma, permanecía anclada en mi infancia y primera juventud, y no iba a variar aunque amontonara miles de pruebas de lo contrario a sus pies. Miré por la ventana, las palmeras oxidadas, con cabellera y mirada malhumorada, los cipreses con mitra de obispo, la reserva de pinos arracimados, las nubes que llegaban hasta la curvatura esférica. Al fin, Engracia, una de mis tías, abrió la puerta y permitió que entrara a verle. –Solo un momento. Está muy cansado. Asentí. Estaba en cama, tapado con una sábana, y se percibían los escalofríos de la fiebre. En una mano sostenía un vaso de agua. No la bebía. Esperaba. Sus párpados pesaban. Un sueño, una pesadilla, algo le inquietó, abrió los ojos de repente y sostuvo con firmeza el vaso que estaba a punto de derramarse. Quiso hablar, pero de su boca no salía más que un hilo de voz incomprensible, aunque sus ojos estaban ahora más vivos que nunca. Eran ojos fríos y escrutadores, desaprobadores de mi presencia. Reconocía en ellos mi linaje, mi sangre ancestral, con todos sus vicios y errores, con todo su brío y fuerza. No dijo nada. Las palabras no brotaban, solo la mirada seguía insistente, gritaba la impotencia de saber que su muerte estaba cercana. Así pasaron los minutos hasta que mis tías me sacaron del cautiverio. Salí al patio. Las nubes parecían tinta derramada en el cielo.


Una habitación contigo al olvido

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Cenamos juntos frugalmente y en silencio, y durante la noche velé junto a la cama leyendo una novela demasiado previsible. A las seis de la mañana exhaló su último suspiro cuando los gorriones saludaban el nuevo día con sus trinos mecánicos.

 PRIMEROS DÍAS Tras la muerte de mi padre, heredé la casa familiar, que estaba muy vieja y descuidada. Fuera, en el patio, en una esquina había un pozo con un brocal esculpido con el antiguo escudo de armas de los Pinamonte. Sobre el soporte que sustentaba la polea se erguía una veleta con forma de gallo. Un palo santo crecía en el centro del patio y daba sombra en verano y buenos frutos en invierno. Se trataba de limpiar la maleza que se había adueñado de los laterales del muro, solamente un camino del ancho de un hombre permanecía abierto y conducía al porche y a la puerta principal de la casa. Los últimos años el síndrome de Diógenes había impelido a mi padre acumular basura, llenar la casa y la cuadra, ahora vacía, de cachivaches inútiles. Comprobé el estado de los muebles, las cerraduras, las ventanas labradas que el plomo dividía en compartimentos; también la loza, los espejos, la orfebrería, las telas, las molduras de los techos. Todo estaba lleno de polvo, ajado, deslustrado. La casa era lúgubre y deprimente. ¡Qué lejos quedaban los días en los que, en vida de mi madre, la casa relucía! Una tarea ingente se me venía encima y yo no me sentía con fuerzas, sabía que nunca más volverían aquellos días. Había pasado tanto tiempo en el extranjero que me sentía ajeno a todo lo que ahora por ley me pertenecía.


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