Alia

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I

EL DESFILE

—¿Quién es el emperador?

—Creo que ese de allí. El que se quita el bicornio para atusarse el pelo —contestó Inmaculada.  —Vámonos ya.  —¡Dale con tus tonterías! Falta lo mejor.  —No sé si quiero verlo. ¿No basta con los dragones? ¡Vámonos!  —¡No seas estúpida! ¿Qué sabrás tú de lo que vale la pena? En los mejores tiempos del reino, con Felipe el Prudente, se juraban en las Españas lealtades a Dios, a la corona, a Santiago Matamoros y a quien hiciera falta, pero nunca a Madrid, capital pequeña y marrana que sólo era corte por la pureza de sus manantiales, por sus aires serranos y por estar suficientemente cerca de todos los lugares a los que uno quisiera ir. Diez reyes después, cuando por fin había ganas de envanecer la corte con ostentaciones, ya no había tercios con los que organizar un desfile, o los que había no permitían ufanarse, y el alarde corría a cargo de un ejército invasor. Se abrieron paso entre la multitud que ocupaba media legua a ambos lados del camino de Chamartín. La gente se volvía para mirarlas, algunos con gesto desdeñoso, lo que hizo que Alia se cruzara la mantilla sobre la cara. Aquella mañana se había vestido con un sencillo traje de lino color azul francés, acompañado con un jubón y una basquiña en tonos grises que pretendían hacerla pasar desapercibida. No se sentía cómoda mezclándose en aglomeraciones; tenía miedo de que su proximidad despertase rechazo. Por un lado estaba su físico peculiar —su piel mulata—, que temía fuera tomado por el de una mandadera caribeña; por otro,


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su angélica belleza, su ropa buena y sus ademanes nada serviles, o más bien sus ínfulas de niña mimada, de largo alejados de los modos de una criada. Le daba reparo que la paradoja de aquella mezcla imposible generase animadversión.  —¿Dónde quieres que vayamos? ¡Desde aquí se ve bien! La mañana había amanecido fría en Madrid. Napoleón, si de verdad era él, vestía una gruesa capa de lana sobre la casaca azul, y sólo esporádicamente dedicaba su atención al desfile. Asuntos más comprometidos parecían acaparar su interés por encima de la cohorte de soldados que habían dejado por unas horas sus acantonamientos extramuros para representar aquella exhibición de imperio ante la población madrileña, poco acostumbrada al espectáculo de un regimiento de coraceros luciendo armadura a lomos de sus imponentes caballos de batalla, o a la velazqueña fronda de fusiles elevados al cielo con las bayonetas caladas de la infantería. Apenas unos días atrás aquellas mismas armas se habían abierto paso por los boquetes perforados en la cerca del Retiro por la artillería francesa.  —La Junta no es más que una canalla tiñosa —gruñó, próximo a ellas, un chispero desdentado del barrio del Hospicio, al tiempo que escupía un humor gelatinoso—. No quisieron troncharse las nasales por la capital, que es lo importante. Yo digo que estaban untados por el corso. Aquí cada uno va a lo suyo.  —¿Partirse las narices para qué, mi buen señor? —preguntó a su lado un fraile dominico, que llamaba la atención sobre todo por lo sucio y remendado que llevaba el hábito—. La capital, sin rey, no vale un ochavo. Nada se hubiera ganado oponiendo resistencia, sólo ruina. La batalla hay que darla fuera de las ciudades.  —Batalla es la que están dando en la Florencia. Si hubiéramos tenido mejores señores... Madrid nunca ha tenido suerte con eso.  —Lo que dice no tiene nada que ver. Sin un río como el de allí no se puede defender una ciudad.


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Alia no entendía muy bien por qué, a una semana de la Navidad, había acudido tanta gente a ver el pavoneo de la Grande Armée desplegado entre la Puerta de Recoletos y Chamartín de la Rosa. Diría que todo el mundo había ido para convencerse de que se habían rendido a un ejército que merecía la pena. Al pueblo llano no se le persuadía con nombres raros como Austerlitz y Jena, y más si eran extranjeros, de esa Europa descreída y aprovechada que nada podía enseñarles; el pueblo llano creía, y sólo a veces, en lo que tenía delante de sus narices. Y se trataba de que lo tuviera, Napoleón quería que lo tuviera, quizá molesto con una sociedad que no había hecho acuse de recibo del desequilibrio de fuerzas, ni de ilustración, ni de las ventajas de una gobernanza innovadora a la que le habían bastado cuatro días para derogar el feudalismo, las perniciosas aduanas interiores y la Santa Inquisición. Una sociedad incapaz de enterrar su orgullo por las promesas de la modernidad, tal vez porque no entendía ni una décima parte de ésta de lo que entendía de aquel.  —¿Qué río ni qué niño muerto? —el chispero no parecía dispuesto a que sus críticas cayeran en saco roto—. Aquí lo que ha habido ha sido una traición. Se engañó a la gente para que no pudiera defender la capital. Realizó aquella afirmación al tiempo que volvía a escupir, esta vez a sólo un palmo de los zapatos de Alia. Aquello terminó por soliviantarla. Aunque desde que se internaron por la muchedumbre se había esforzado en pasar lo más desapercibida posible, no pudo aguantar más.  —¿Acaso se iba a conseguir con gente armada con garrochas lo que no se consiguió con soldados? —espetó con tono desabrido, ganándose una equívoca mirada del chispero—. ¿Lo que no han podido conseguir los ejércitos de media Europa?  —Aquí en España no llevamos la hora de Europa —se introdujo en la conversación un tercer individuo que vestía calzas de


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majo—. Si se hubiera armado al pueblo como se debe, les hubiéramos dado p’al pelo a esos gabachos.  —Eso digo yo —abundó el chispero—. No necesitamos gente de afuera que nos diga cómo defender nuestro suelo. Alia, que no pudo evitar sentirse aludida por la expresión gente de afuera, notó cómo le hervía la sangre de las venas.  —¿Ah, sí? Pues me parece que eso es lo único que no va a decirnos a partir de ahora la gente de afuera que desfila delante de nuestras narices. Vaya usted a decirle al emperador eso que me acaba de decir a mí. Inmaculada que, deslumbrada por el dorado de abotonaduras y charreteras de los mariscales napoleónicos, no había mostrado interés por la conversación, giró la cabeza al escuchar la última frase de Alia.  —¡Yo me cago en el emperador y su hermano el faraón, si hace falta! —soltó el chispero.  —¡Pues procure que no le vea cuando lo haga! —exclamó Alia, perdiendo las formas—. ¡Mentecato!  —¡Alia!  —¡Cagüen...! Inmaculada, más consciente que ella de los riesgos que entrañaba enzarzarse con tipejos de mala calaña como el que tenían delante, tiró de su brazo para llevársela lo más lejos posible.  —¡Borrego! —Alia no parecía haber dado por terminada la disputa.  —¡Bordiona!  —¡Lameplatos, bigotemierda, arrastracuernos, sacamuertos!  —se habían alejado ya una veintena de pasos, pero Alia seguía dedicando lindezas al chispero, aunque no pudiera oírla. Cuando se contrariaba por encima de ciertos niveles, la única manera que encontraba de consolarse era recitar, como una letanía, cuanto vocablo malsonante alcanzaba a retener o fabricar en la memoria.


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—¡Calla ya! —espetó Inmaculada, empleando por primera vez un tono irritado.  —¡Quitahipos!  —¡Que te calles! Alia e Inmaculada se habían conocido dos años atrás, en el invierno de mil ochocientos siete, cuando Inmaculada empezó a prestar servicio de costurera en el palacio de Urbión. Había sido novicia desde los catorce años en el convento de las Clarisas de Valdemoro, donde ingresó tras la muerte de sus padres en las inundaciones del año cero, y toda su existencia había transcurrido muy alejada del oropel que rodeaba a las familias de alta alcurnia. Allí la enseñaron a leer. Una crisis de vocación la había llevado a abandonar la clausura antes de formular los votos perpetuos. Su amistad con Alia tampoco había supuesto un cambio sustancial en su modesta cotidianidad. Aunque esta fuera hija adoptiva de Nicolás de Fontenebro, decimosegundo duque de su nombre, uno de los apellidos más ilustres de la grandeza de España, pasaba la mayor parte de su tiempo apartada de los lujos sociales de la aristocracia. Se abrieron paso hasta una ubicación desde la que todavía se podía ver a Napoleón. Inmaculada, mientras escuchaba cómo Alia seguía farfullando por lo bajo lo que sospechó eran más juramentos, vio algo en el desfile que estaba convencida le vendría bien para sacar la última escena de la cabeza de su amiga.  —Alia, mira a la derecha. El público lanzó una desganada ovación, aunque ovación en cualquier caso, según apareció el batallón de ulanos del segundo regimiento. Nadie sabía que fue aquella milicia polaca, en su remontada al galope por el puerto de Somosierra, la que desbarató el último amparo de la capital poniendo en fuga a los amedrentados combatientes apostados como primera línea de defensa. Incluso Alia hubo de reconocerse, con algo de inconfesable vergüenza, gratamente impresionada por el formidable aspecto de la moderna


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caballería que, altanera y brillantemente uniformada, saludaba al emperador con una leve inclinación de sus enormes lanzas, tocadas para la ocasión con banderolas tricolor. Al frente de ella, alzado sobre su montura con el sable desnudo y en alto, un oficial con charreteras de comandante se convertía en el foco de todas las miradas.  —¿Has visto el soldado que va en cabeza? —Inmaculada fue incapaz de mantener la discreción deseable cuando hablaban de un ejército invasor—. ¿Alguna vez viste hombre más guapo? Así es como me imagino a Jesucristo. El desencadenante de aquel comentario era un joven que no aparentaba llegar a los veinticinco años, moreno, con un rostro diríase latino, que contrastaba con la raza marcadamente eslava de los militares a su mando. No lucía barba ni bigote, complemento este último casi obligado en el ejército imperial. Y era cierto: había algo en las proporciones de su rostro, Alia también hubo de reconocerse aquello con particular sonrojo, que transmitía irrealidad; un destello de perfección. Se mantuvo durante unos segundos absorta en la contemplación del oficial, con sus ojos de iris violeta entrecerrados y fijos, y una media sonrisa en sus profusos labios que la dibujaba un gesto embobecido. No parecía lógica semejante hermosura entre militares que arriesgaban la vida en cada combate, se antojaba incongruente, como colgar un Caravaggio frente al retrete, excentricidad que la mitología cortesana achacaba a doña Mariana de Neoburgo, segunda esposa de Carlos el Hechizado. Alia seguía pensando en aquel hombre media hora después, cuando llegaban de regreso a la Puerta de Recoletos, la aduana noreste de Madrid, junto a la que se ubicaba el palacio de Urbión, la vetusta residencia, tanto por historia como por estado de conservación, de la casa Fontenebro, llamada así en honor a la imponente


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