El caballero inerte - Gaudencio Díaz Muñoz

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GAUDENCIO DÍAZ MUÑOZ

EL CABALLERO INERTE


Primera edición: febrero de  © Gaudencio Díaz Muñoz,  © Ediciones Carena,  Ediciones Carena c/ Alpens, -  Barcelona T.    www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Silvio García-Aguirre www.cartonviejo.net Diseño de la cubierta: Rocío Morilla www.rociomo.com Maquetación: Natalia Caro Martínez DEPÓSITO LEGAL: B 1872-2018 ISBN 978-84-17258-08-5 Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.


Todos los personajes, situaciones y empresas que se describen en esta novela son fruto de la imaginaciรณn del autor; cualquier parecido con la realidad deberรก tomarse como una divertida coincidencia ya que, sin duda, serรก fruto de la casualidad.



Todo aquel que aspira al poder ya ha vendido su alma al diablo. JOHANN WOLFGANG VON GOETHE



PRÓLOGO 24 de diciembre de 2015 Wilhelm detuvo el coche y se quedó observando la puerta del cementerio durante unos minutos. La noche había comenzado oscura y gris y las primeras nubes habían dado paso a una lluvia que había hecho su aparición dos horas antes, cuando se incorporó a la autovía a bordo de su Porsche Cayenne tras dejar atrás la ciudad. Pero al llegar a aquel pueblo de Sierra Morena, la lluvia había cesado, y había dado paso a un frío glaciar. Por la radio habían anunciado un frente polar que llegaría a España de la mano del día de Navidad. Wilhelm aún tenía incrustado en la retina del pensamiento el monótono movimiento del limpiaparabrisas intentando despejar el agua. Ahora, con las ventanillas de su todoterreno abiertas, todo era quietud y tranquilidad. «Si de profanar tumbas se trata, mejor que sea en esta noche», se dijo saliendo del Porsche Cayenne. Abrió el maletero y extrajo un pico, una pala y varios sacos de plástico, vacíos. Se acercó a la cancela de hierro; el ocre de las puntas de algunos barrotes denotaba la oxidación de aquella especie de lanzas que aún cumplían su función disuasoria. El candado y la cadena eran enormes aunque no tanto como para no poder hacerlos saltar. Sin embargo, no quería dejar ningún rastro de su incursión en el cementerio, por lo que optó por saltar el muro de unos cuatro metros de altura. Primero pasó el pico, la pala y los sacos entre los barrotes, después se aproximó al muro. Observó que la base, aunque antigua, posiblemen-


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te decimonónica, estaba coronada por medio metro de pared de cemento, sobre el cual habían añadido cristales rotos para evitar que se colasen intrusos. Wilhelm se quitó la cazadora vaquera negra y la mantuvo cogida en su mano derecha, retrocedió dos pasos y, tras una corta carrera, dio un salto, pisó en el muro con el pie izquierdo y se encaramó a la tapia poniendo la cazadora vaquera entre los cristales punzantes y su mano. Se impulsó con el antebrazo derecho y consiguió poner el pie izquierdo en la cima de la pared. Saltó dentro del cementerio, con un rápido y ágil movimiento, y se quedó en silencio para escuchar los sonidos de la noche y cerciorarse de que el camposanto estaba desierto. Escuchó con nitidez el sonido de una lechuza, similar al de un humano inspirando con fuerza, un susurro gélido de moribundo. Cualquier persona que hubiese entrado aquella noche en el cementerio y no supiese identificar el sonido del animal seguramente hubiese huido aterrorizado, convencido de que se trataba de un espectro. Pero él era Wilhelm, su relación de amor-odio con la vida nocturna y sus moradores hacía tiempo que era su principal compañía y estaba acostumbrado a esa forma de existencia. Observó durante unos instantes el océano de lápidas que se extendía ante sus ojos. Aunque el pueblo no era demasiado grande, el cementerio era antiguo y extenso. No sabía si buscaba un nicho o una tumba, solo sabía que debía encontrar un nombre y comprobar si la persona que debía estar enterrada bajo él, o tras él, correspondía con el texto de la inscripción. Miró su reloj de pulsera. Era la una de la madrugada y aún le quedaba mucha tarea por delante, por lo que debía darse prisa en completar su trabajo y salir del cementerio antes del amanecer. Divisó un panteón. Era austero y sencillo pero, aun así, destacaba sobre el resto de las lápidas. Sin duda en otro tiempo habría pertenecido (y quizá aún lo hacía) a la familia adinera-


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da de la localidad que, de este modo, mantenía las distancias con el «vulgo» aun después de muertos. A Wilhelm este pensamiento le resultó absurdo y mediocre pero no tenía tiempo para elucubrar. Se encaminó al panteón y subió a su pequeño tejado, en el que algunas tejas de color rojizo, casi negro, estaban cubiertas de hierba y musgo, en cambio, otras se veían nuevas, de un rojo artificial e insensible, ajenas a la nostalgia que debían destilar ese tipo de construcciones. Desde allí divisaba todo el perímetro; además, la luna estaba prácticamente llena y las nubes se estaban alejando. Gracias al satélite y a sus pupilas, habituadas a la noche, pudo distinguir las partes en las que se dividía el cementerio. Las tumbas más antiguas se encontraban justo en la parte en la que estaba él, entre el panteón y el muro por el que acababa de acceder. A unos cien metros hacia el interior del cementerio, pudo observar los restos de una antigua pared. Solo quedaban las piedras que habían sido utilizadas como cimiento, la mayoría de ellas cubiertas por el musgo y el olvido. Posiblemente, pensó Wilhelm, tiraron la pared con la primera ampliación del cementerio, que debía remontarse a varios decenios, cuando no un siglo. A partir de allí las lapidas se veían en mejor estado aunque muchas eran prácticamente inexistentes. Observó una zona en la que había cruces pero casi ninguna lápida y, cuando las había, estas eran sencillas. Cogió el catalejo, que llevaba en su mochila, y observó con curiosidad aquella parte del camposanto. Dedujo con pena que esa zona se correspondería con los enterramientos hechos desde 1935 a 1939. Recordó con tristeza todas y cada una de las guerras que le había tocado vivir y pensó que las guerras civiles eran las más crueles, tristes y absurdas de todas las acaecidas en la historia de la humanidad. Siguió observando con el catalejo y adivinó la última de las ampliaciones del cementerio. Esta sec-


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ción estaba separada del resto por tres escalones. Allí era donde el cementerio hacía honor, según muchos, a su nombre, pues era el cemento el material que destacaba sobre el resto. Sin embargo, Wilhelm conocía el verdadero sentido etimológico de la palabra cementerio, proveniente del griego koimeterion, que significaba «dormitorio», palabra que se adaptaba mejor a la muerte de los cristianos. Cementerio como el lugar en el que se descansaría hasta la resurrección de los muertos a la vida eterna. Fuera como fuese Wilhelm observó el muro de cemento gris y austero que cerraba el camposanto y supo que debía encaminarse hacia allí. Bajó del panteón de un salto, se acercó al portón del recinto para coger el pico, la pala y los sacos y comenzó su andadura lenta y nostálgica entre las frías lápidas de aquel cementerio en esa Nochebuena solitaria y lúgubre. Encontró la sepultura una hora y media después. Se trataba de una tumba gris y sobria. Apartó un ramo de flores marchitas para leer el nombre. Se fijó en que eran rosas de jardín, de distintas formas y colores. Sin duda la persona que las había traído las había cortado ella misma o un tercero. No parecían compradas en una floristería. El nombre que buscaba apareció ante los ojos de Wilhelm y a su mente volvieron los pocos recuerdos que tenía de la persona cuyo cadáver debía estar a metro y medio bajo sus pies. Retiró la lápida con cuidado, empujándola de manera contundente aunque suave. Era más fina de lo que esperaba, por lo que, por un momento, temió que fuese a romperse si parte de la placa de mármol quedaba suspendida en el aire. Vio a unos metros de allí un montón de ladrillos y apiló unos cuantos al lado de la tumba para depositar allí la lápida y que esta no sufriese deterioro alguno. Abrió los sacos y los dejó junto a la sepultura. Comenzó a cavar. No era la primera vez que profanaba una tumba, si bien sí era la primera que lo hacía con tanta cautela. Le llevó apenas media


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hora quitar toda la tierra, que fue echando cuidadosamente dentro de los sacos, y llegar hasta el ataúd que, como esperaba, estaba cerrado con llave. Salió de la fosa y buscó en la mochila su juego de ganzúas. Volvió a entrar. La cerradura era inusualmente complicada para un ataúd y le estaba costando bastante dar con la llave adecuada. Por un momento estuvo tentado de reventar la cerradura, pero de nuevo se impuso la prudencia: no quería dejar rastro de su paso por allí. Por fin logró llegar hasta el cadáver, al menos lo que quedaba de él. Su descomposición era la propia de haber pasado año y medio desde la muerte, sin embargo, a Wilhelm no le costó ni un minuto cerciorarse de que sus sospechas eran ciertas y que el nombre de la tumba no se correspondía con su «inquilino». Entre otras cosas porque el cadáver que ahora observaba con detenimiento presentaba, sin lugar a dudas, la estructura ósea propia de un varón, mientras que sobre la lápida se podía leer un nombre de mujer. Wilhelm cogió varias muestras para hacer un análisis genético e intentar averiguar a quién pertenecían los restos, aunque, realmente, esto era secundario, pues lo importante era que su teoría se veía confirmada. Sacó su teléfono móvil e hizo varias fotos del cadáver. Volvió a cerrar el ataúd y vació sobre él la tierra que había ido almacenando en los sacos. Después volvió a colocar la lápida y devolvió los ladrillos al montón en el que un rato antes descansaban. Hizo un par de fotografías de la tumba. La luna se había escondido en el momento en que metió en un saco la pala, el pico y el resto de los sacos vacíos; se disponía a regresar al automóvil cuando un olor dulce, suave y metálico, llegó a sus fosas nasales. Wilhelm miró al cielo, ahora cubierto por completo de nubes. El frío era cada vez más intenso y de pronto empezó a nevar. Los copos eran extraños y comenzaron a caer con intensidad. Observó las partículas de nieve que caían sobre su cazadora vaquera negra. Lo normal


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hubiese sido que el blanco níveo contrastase con la oscuridad de su cazadora. Pero no era así. Cogió uno de los extraños copos con el dedo índice y se lo llevó a la boca antes de que se derritiese. Saboreó el líquido en el que la nieve se estaba convirtiendo, sin duda casi todo el copo estaba compuesto por agua, si bien había una gran parte de él que correspondía a otro líquido. «No puede ser», se dijo cogiendo un par de copos más para llevárselos a la lengua. El sabor no dejaba lugar a dudas: estaba nevando sangre.


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