El retorno de mesidor - Francesc Rovira Llacuna

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FRANCESC ROVIRA LLACUNA

EL RETORNO DE MESIDOR


Primera edición: octubre de  © Francesc Rovira Llacuna atriumliterario@gmail.com © Ediciones Carena, 

Ediciones Carena c/ Alpens, -  Barcelona T.    www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Silvio García-Aguirre www.cartonviejo.net Diseño de la cubierta: Rocío Morilla www.rociomo.com Maquetación: Raül Bellés DEPÓSITO LEGAL: B 19220-2017 ISBN ---- Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o prestamo público.


De forma muy especial, a Cloti. Con la rapidez de reflejos que demostró el pasado 5 de abril, consiguió que me fuera concedido un tiempo de prórroga. Sin ella, la novela jamás habría llegado a publicarse.



A nuestro queridísimo Galo. Su llegada ha sido lo mejor que nos ha ocurrido en los últimos años. Creo que, de forma inconsciente, di a esta novela más relecturas de las necesarias para darle tiempo a que naciera y, así, poder dedicársela. A mis hijos, Francesc y Pere, y a sus respectivas parejas, Olga y Malva, a las que quiero como si fueran mis hijas. Espero de los cuatro que lean este libro y me formulen una crítica imparcial. A mi madre, Carme, que sigue siendo una gran lectora. Con su afición a los libros me inoculó el virus de la literatura. A mi padre, Francesc, y a mi suegra, Carmen. Me gusta pensar que van a leerme, aunque sea con los ojos del Espíritu. A todas las personas que han permanecido cerca de nosotros en momentos buenos y en momentos no tan buenos de nuestra vida.



PARTE PRIMERA



Llegada a la estación terminal de París. Austerlitz Sábado 19 de febrero de 2011 Llegué por la mañana a París sin saber aún que mi decisión de tomar aquel tren-hotel nocturno, con las consiguientes doce horas de retraso respecto al avión, me había salvado la vida. Acababa de pasar una mala noche. A causa del termostato estropeado y la temperatura puesta a tope, apenas había conseguido pegar ojo en todo el trayecto, dando vueltas y más vueltas en la litera y mascullando toda clase de invectivas contra la compañía ferroviaria. «Tan fácil como era tomar uno de los vuelos de ayer tarde, Quim —me iba diciendo, mientras arrastraba mi maleta de ruedas hacia la escalera automática—. Después de haber dormido como un ministro en el hotel, te sentirías ágil y con ganas de comerte el mundo». ¡Me iban a oír los de Vacaciones Tripplan, cuando regresara a Barcelona! Pero, en ese momento, ni mi sueño atrasado ni mi enfado conseguían empañarme la natural euforia de quien llega a París dispuesto a saborear su primer éxito como novelista. Entre los diversos propósitos que tenía para la semana, el más importante era la publicación de la novela. Y estaba convencido de que mi ópera prima, a la que había titulado Charlotte —el nombre de su heroína—, tendría una excelente acogida cuando saliera a la venta, después de la presentación del martes en el aula magna de la Sorbona. No era tan incauto como para creer que iba a convertirse en un best seller, desde luego, pero el pequeño éxito de haber firmado el contrato con


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monsieur Neville, después de mendigar ante una veintena de editores españoles, podía significar el pistoletazo de salida de una aceptable carrera de novelista. La megafonía informaba cada pocos minutos de la reciente entrada de mi convoy por la vía número cuatro. Llegué al pie de la escalera automática, alcé la vista y observé que el panel luminoso de la planta superior indicaba las nueve y treinta y tres minutos de la mañana, con una temperatura exterior de dos grados, lo que me significó un aliciente para salir a la calle y resarcirme cuanto antes de los sofocos de la noche. De todos modos, la inminente publicación de mi novela iba a compensarme de los pequeños sinsabores del viaje. La historia que cuento ocurre en el París de 1793, en plena Revolución francesa, y tiene como escena central el asesinato del ideólogo jacobino Jean Paul Marat, que murió apuñalado en la bañera por la joven activista Charlotte Corday. Un hecho histórico, que conocen incluso los legos en la materia, porque fue plasmado en óleo sobre tela por el pintor de la época Jacques Louis David. Pero yo me desvío de la versión oficial y cuento los hechos tal como sospecho que ocurrieron, si bien, para evitar que se me tache de farsante o de iluso, me disculpo en el preámbulo por haber vulnerado la esencia de los protagonistas, arguyendo mi propósito de conseguir una buena trama. Aún no podía demostrarlo, pero abrigaba la certeza de que aquel 13 de julio de 1793, cuando Charlotte Corday apuñaló a Jean Paul Marat en la bañera, puso fin a una morbosa relación que había durado más de un año. Había sido una sucesión de encuentros, en los que se pusieron de manifiesto el deseo y el odio, el placer y la angustia, la traición y el amor —o, mejor, un sucedáneo de este—, a pesar de que los historiadores establecen que la joven heroína visitó a su enemigo y lo mató


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en el mismo instante de conocerlo, con un cuchillo recién comprado. Mientras la escalera mecánica me elevaba a la planta del hall, bajo la enorme carcasa de cristal y acero, volví a preguntarme cómo diablos se me había ocurrido hacer ese viaje en tren. La vendedora de Vacaciones Tripplan, una veinteañera rubia de ojos claros, me había convencido con sus palabras y el sugerente desfiladero que se le insinuaba por debajo del par de botones desabrochado de la blusa. Con voz melosa y mirada cómplice, me había argumentado que, como iban a cerrar no sé qué período de la contabilidad, la agencia la autorizaba a colocar los últimos billetes por un precio reventado, lo que me significaba un dispendio de apenas la cuarta parte en un vuelo low cost; un argumento nada despreciable, dado mi modesto sueldo de profesor de la Facultad de Geografía e Historia. No podía precisar, pues, si la causa de esa mala noche obedecía al menor desembolso que significaba para mi bolsillo o al sutil mensaje de la empleada al mostrarme la inminencia de sus senos, aderezada con una voluptuosa sonrisa. O tal vez a mi oculto deseo de experimentar sensaciones nuevas que aportaran chispa a mi rutina. En mis fantasías de escritor, el viaje en un tren con compartimentos y literas me sugería truculentas escenas de Patricia Highsmith, de Agatha Christie o de Conan Doyle. Pero, para mi decepción, no se había producido ningún asesinato durante mi aventura ferroviaria; al menos, en el tren. «De todos modos —me dije— rutina será lo que vas a echar en falta los próximos días en París, Quim. Vas a hacer tu debut como escritor y, por si no te basta, irás hoy mismo al encuentro de Margot para reanudar la historia que dejasteis colgada en Barcelona hace una semana, cuando tuvo que regresar a París para reincorporarse a su trabajo de directora de


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arte de la Fundación Lambert. El cúmulo de emociones que estás a punto de vivir sobrepasa los límites de tu imaginación». Y aún albergaba un tercer plan para esos días; el más difícil de llevar a cabo y, a la postre, el que ponía en peligro mi vida sin yo saberlo: Quería obtener datos con los que demostrar que la verdadera relación entre Jean Paul Marat y Charlotte Corday fue de amorodio, tal como la describía en mi novela, y que el crimen había sido más pasional que político. Para llevarlo a cabo, necesitaba examinar el contenido de un tomo que había permanecido bajo cristal blindado en el sótano de la Fundación Lambert y que, si mis previsiones no me fallaban, tendría en mis manos dentro de un rato, al llegar al hotel. Cuando salí al exterior, aún desconocía hasta qué punto mi premonición de advenimientos novedosos para la semana no solo apuntaba en la dirección correcta, sino que iba a quedarse corta. Muy corta. Tardaría una hora en saberlo.


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