JOSÉ ANTONIO BAÑOS MONTERO
EL SENTIMIENTO RELIGIOSO EN LA POESÍA DE UNAMUNO Y CERNUDA Convergencias y divergencias
Primera edición: diciembre de 2018 © José Antonio Baños Montero, 2018 © Ediciones Carena, 2018
Ediciones Carena c/Alpens, 31-33 08014 Barcelona T. 934 310 283 www.edicionescarena.com info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Sandra Jiménez Castillo Marina Delgado Torres Diseño de la cubierta: Sandra Jiménez Castillo Imágenes de portada: Miguel de Unamuno, y escena de Cristo crucificado, de Diego Velázquez (1632); y Luis Cernuda, junto a una estatua de Apolo Maquetación: Adrián Vico Hernández Corrección: Elena Morilla Serrada Coordinación: Jesús Martínez www.reporterojesus.com Depósito legal: B 27673-2018 ISBN 978-84-17258-70-2 Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.
A la memoria de Fernando Lázaro Carreter. A mi sobrina-nieta Lola, para que, en su futuro, continúe la afición de su tío-abuelo. A Pedro, por su trabajo y demás. A Charo, por sus ánimos.
Lo más sencillo, lo más claro de este mundo tiene una raíz incógnita. Luis Cernuda
Dios es el deseo que tenemos de serlo y no se alcanza; ¡quién sabe si Dios mismo no es ateo! Miguel de Unamuno
MOTIVACIÓN, AGRADECIMIENTO Y METODOLOGÍA
Este trabajo comenzó a gestarse en la primavera de 2017, en
la costa almeriense de Vera. Frente al mar, leía y anotaba con fruición una recopilación de breves ensayos sobre Luis Cernuda (Luis Cernuda en México), poeta con el que ya había empezado a familiarizarme. Aunque no recuerdo ahora con precisión en cuál (o cuáles) de estos textos, sí creo recordar que, muy de pasada, se hacía referencia a Unamuno como poeta. ¿Se hablaba de la influencia de don Miguel en Cernuda? ¿O de algunos temas comunes entre ambos poetas? ¿Se contrastaba la agonía religiosa del vasco con el aparente agnosticismo del andaluz? Continúo sin poder delimitar el motivo concreto por el que aparecía Unamuno en alguno de estos textos críticos sobre el poeta de Sevilla. Pero lo cierto —lo rememoro con entusiasmo— es que, a partir de aquella interesante lectura, en mi mente la obra de Unamuno comenzó a interferirse con la de Cernuda. Sí, creo que el término preciso fue «entusiasmo». Fue un entusiasmo en bruto, en absoluto perfilado. Mis lecturas de juventud de la obra de Unamuno se habían centrado en los textos en prosa en los que el rector de Salamanca exponía su angustia y congoja religiosas, ya que por aquellos años intentaba «comprender» el porqué de la inclusión en el índice de libros prohibidos de algunos ensayos del escritor vasco.
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Después vinieron las lecturas de sus novelas: fue San Manuel Bueno, mártir la que leí con mayor interés. Pero mi curiosidad —y mi morbo— dejaron de lado su obra lírica. ¿Por qué? Me es difícil responder. Tal vez porque, en la dimensión escolar que en los ya lejanos años sesenta del siglo pasado se nos dio de Unamuno, éste era escasamente valorado como poeta. Mas, en la primavera de 2017, aquella inesperada interferencia del escritor vasco en el conjunto de la obra poética de Cernuda empezó a obsesionarme. Fue en principio una intuición: pese a sus diferencias, mi mente dio en barruntar que, al menos, Unamuno y Cernuda deberían presentar algunos puntos en común por lo que al hecho religioso y a filosofía poética se refiere. Éste fue el germen. Y, de confirmarse mi intuición, no recordaba la existencia de ningún trabajo crítico que abordase en profundidad las similitudes y diferencias acerca del tema religioso en la obra poética de ambos autores. Pero quería asegurarme. Acudí, por lo tanto, a la biblioteca de la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia. Y después de un exhaustivo examen en libros y bibliografías, mi intuición empezó a confirmarse: aunque no era difícil encontrar referencias a Unamuno en muchos de los estudios sobre la lírica de Cernuda, no hallé, sin embargo, bibliografía sobre el «estudio comparativo del sentimiento religioso» en Unamuno y Cernuda. Y el germen que surgió en primavera, llegado el verano luchaba por empezar a brotar. A pesar de las dificultades y del reto que me suponía, lo cierto es que el trabajo me entusiasmaba. En realidad, me decía para darme ánimos, «gran parte de la labor en lo referente a Cernuda ya la tienes —aunque en bruto— realizada; ahora has de atacar el otro frente, Unamuno». Mi trabajo de campo me ocupó todo el verano y comienzos del otoño. El desánimo que a veces nublaba mi ilusión (pues,
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al margen de los especialistas y de algún estudiante de filología, ¿quién podría estar interesado en un tema tan ajeno a las preocupaciones del día a dia?) suponía ciertamente una sombra que por momentos se intensificaba. Pero, no obstante, continué en mi empeño. Tan solo un amigo íntimo y una recién conocida me dieron un empujón de apoyo. Y, más tarde, fueron las palabras de ánimo de José Membrive —el editor de Ediciones Carena— las que me decidieron a dar el salto final. La última fase —la de redacción del trabajo— fue dura, más incluso que la de recogida, clasificación y selección de material. Dicha fase la inicié a finales del otoño de 2017 y, ahora, cuando se despide el verano de 2018, la concluyo. Conservo con cariño el ejemplar, manoseado, amarillento, subrayado y con abundantes notas en los márgenes, de la 11ª edición (1974) del manual Cómo se comenta un texto literario, de Fernando Lázaro Carreter y Evaristo Correa Calderón, editado por Cátedra. Fue, en aquellos lejanos años setenta, un librito al que debo mucho, tanto en mi labor de estudiante como de docente, así como en mi entusiasmo por el análisis de textos literarios. Fue tal vez esta obra la que despertó en los diversos niveles de la enseñanza el interés por el acercamiento minucioso y enriquecedor a breves textos o fragmentos de obras literarias, en especial al análisis temático y formal de la poesía. Y, aunque después de este didáctico manual, aparecieron otros muchos trabajos sobre diferentes enfoques del «comentario de textos», creo que fue Cómo se comenta un texto literario el pionero en esta metodología de la enseñanza de la literatura. Estoy seguro de que, sin él, mi acercamiento a la crítica literaria habría seguido otros derroteros. Vaya por delante mi agradecimiento.
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Mi trabajo sobre las relaciones —convergentes y divergentes— de la dimensión religiosa en las obras poéticas de Unamuno y Cernuda se centra básicamente en el análisis temático de las mismas. Los aspectos formales tan solo los he señalado cuando creía que ayudaban a explicitar el contenido; cuando no era necesario, los he obviado. Aunque en el estudio de algunos poemas de Unamuno y Cernuda he seguido, en parte, alguna de las indicaciones metodológicas de Lázaro Carreter y Correa Calderón, en otros el análisis presenta un acercamiento más global o de conjunto. Debido a que he prestado más interés a los contenidos de los poemas que a los registros estilísticos, cada apartado de mi trabajo toma como eje un motivo religioso, el cual se ejemplifica, como norma general: 1º, en un poema de Unamuno, y 2º, en un poema de Cernuda, los cuales constituyen la base de mi análisis y de las conclusiones, convergentes o divergentes, entre los poetas Miguel de Unamuno y Luis Cernuda. En algunos apartados, no obstante, las ideas básicas se complementan con breves referencias a otros textos de ambos autores.
i UNAMUNO Y CERNUDA. EL SENTIMIENTO RELIGIOSO «Dios es el ser cuya existencia hay que suponer para escapar de la desesperación.» André Comte-Sponville, Invitación a la filosofía.
Arte y religión. Sentimiento artístico y sentimiento religioso.
Poesía y religión. Sentimiento y religiosidad. ¿Es obvio preguntarse si en lo más íntimo del alma humana ambos conceptos —arte y religión— podrían intercambiarse? ¿Late, en la esencia de toda verdadera obra artística, un ansia de trascendencia? ¿Es el artista, el poeta, un sacerdote privilegiado que media entre la realidad visible y la invisible? ¿Hasta qué punto el placer que el receptor obtiene en la contemplación o en la lectura de una auténtica obra artística supone una avanzadilla en la captación de esa «plenitud» que ha venido llamándose «Dios», «lo Absoluto», «lo Trascendente»? La poesía, al igual que cualquier otra de las bellas artes, nació como un rito mediante el cual el hombre podía ponerse en contacto con todas esas fuerzas oscuras y carentes de una explicación racional, pero que empezaron a marcar su vida como ser que piensa, como ser que siente y como ser que se comporta de forma diferente a la del resto de elementos de la naturaleza.
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Y el poeta, por lo tanto, es el sacerdote que oficia este rito. Es más, en su etimología, el vocablo poesía hace referencia al acto de «hacer», a la operación de «crear», y, desde esta perspectiva, la poesía aparece emparentada con el hecho religioso de un Dios que «crea», por lo cual, y como apunta Luis Álvarez Castro, no debe extrañarnos que para Unamuno sea Dios el «máximo poeta».1 Con el paso progresivo de una mentalidad animista a una mentalidad teológica y, más tarde, a una mentalidad moderna —Humanismo, Renacimiento, Siglo de las Luces, Racionalismo—, ¿podríamos afirmar con rotundidad que han desaparecido las creencias, y los sentimientos ligados a dichas creencias, en ese Ser Supremo —Dios— que, todavía hoy, y pese a la generalizada indiferencia ante lo «sagrado», sigue marcando, más o menos conscientemente, la vida de muchas personas? Pienso que hasta los que disponen de respetables argumentos en pro de un ateísmo militante reconocen, y hasta valoran, la existencia de lo misterioso, de aquello que no siempre tiene una explicación racional o científica. Por otro lado, los orígenes del arte, al igual que los de la religión (que, en esencia, son los mismos), están ligados a esa fenomenología que, todavía, la seguimos intuyendo al otro lado del espejo. Los mayores avances en el campo de la tecnología, de la medicina y de las ciencias físico-químicas no solo no ponen en cuestión la validez de las diversas manifestaciones artísticas, sino que las respetan —o las discuten, tanto da— como expresiones necesarias en el desarrollo humano. Y si los progresos materiales de la humanidad son incontrovertibles y se rigen por presupuestos de un racionalismo que nadie puede rebatir, no ocurre lo mismo en el amplio abanico de lo artístico. La ciencia avanza. Pero, seguimos preguntándonos, ¿también «avanza» el arte? ¿No sería mejor decir que el arte, más que avanzar, «cambia» sus formas, se transforma, rechaza y adopta nuevos valores
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y moldes? Si cada avance científico supone una enunciación, la aparición de un nuevo producto artístico —plástico, musical o literario— implica un nuevo interrogante. La ciencia no es polisémica; el arte, sí, hasta diríamos que cada vez más sus significados se multiplican. En realidad, hasta las muestras artísticas de más baja calidad encontrarán sus apologistas. Pensemos en que, con los siglos de historia del arte que llevamos a las espaldas, todavía se publican —y se seguirán publicando— ensayos y estudios para desentrañar la quintaesencia y la metafísica de lo artístico. Obviamente, esto no ocurre en la misma medida en el campo de la ciencia. Y ya, centrándonos en una parcela de lo artístico —lo literario, y en particular la lírica—, uno de los temas esenciales de la poesía ha sido la expresión, por medio de la palabra, de ese oscuro afán de absoluto y el intento por explorar esas galerías por las que la conciencia humana desfila, esa sed por encontrar un sentido a la vida, al paso del tiempo y a lo que, antes de la Modernidad, hasta los más escépticos pensadores llamaban «Dios». Y, lo que es más chocante, o incomprensible, sabiendo de antemano que nunca se dará con la solución al mayor de los interrogantes. Para la poesía —y para todas las artes—, claro, la materia prima en este eterno escarbar es el sentimiento, no la razón: ¡que se lo digan a Unamuno! El rector de la universidad salmantina, sobre todo a partir de su crisis religiosa de 1897, ya dejó bien sentado que no lograba entender cómo podían existir hombres de ciencia y pensadores que no se hicieran cuestión del misterio, que se mostraran indiferentes ante lo que, para él, constituía el principal objetivo del existir humano: el afán de eternidad y la tragedia íntima que supone el vacío de la muerte como coronación de toda una vida de afanes y trabajos. Si el hombre es cabal, podemos pensar con Unamuno, la radical indiferencia ante el más allá debería
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conducir inexorablemente al suicidio, al suicidio como acto plenamente racional ante la nada de la muerte. Aunque es arriesgado afirmarlo, tal vez don Miguel no puso fin a su vida porque tenía alma de poeta.2 Tal vez como Luis Cernuda, el otro gran poeta agónico de la lírica española del siglo. ¿Supuso para ambos la poesía una suprema terapia ante el misterio de lo invisible, ante una realidad problemática que nunca llegaba a ser la expresión plena de un deseo insatisfecho? Cualquier interesado en la literatura española, cuando se acerca a la obra de Cernuda lo hace teniendo in mente su calidad de poeta; sus otras facetas de escritor —ensayista o narrador— las ve como subordinadas a la expresión de su sentimiento lírico. Y es lógico que así sea. Pero ¿cabe decir lo mismo de Miguel de Unamuno? Hasta hace relativamente pocos años, el lector no especialista, aun sabiendo que Unamuno cultivó la poesía, solía catalogar al rector salmantino, en primer lugar, como pensador, prosista o, tal vez, como narrador. Ha sido el lugar común: Unamuno, el agitador de conciencias; Unamuno, el filósofo del 98; Unamuno, el heterodoxo y hereje; Unamuno, en fin, el ensayista de la paradoja y el que se enfrentó dialécticamente contra tirios y troyanos, amante solamente de su egolatría y singularidad. Sin embargo, la realidad no es ésta. Por encima de sus múltiples facetas como humanista, el autor de Niebla es, por encima de todo, como Cernuda, un poeta, tal vez uno de los mejores poetas líricos españoles del xx. Es cierto que su angustioso interés por encontrar respuestas al problema esencial de la condición humana lo puso de manifiesto en todos los géneros literarios que cultivó (y los cultivó todos), pero es en la poesía lírica donde halló el molde más auténtico y, por lo tanto, más humano, en que vaciar todos sus interrogantes ante el problema de Dios, de la muerte y de la inmortalidad. Ambos —Unamuno y Cernuda— son, ante todo, auténticos poetas.
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Luis Cernuda, en su ensayo sobre la Generación del 98 (1958), dedica unas páginas a Unamuno y, ya de entrada, no tiene empacho en afirmar que los defectos externos de la poesía unamuniana «no impiden que Unamuno sea probablemente el mayor poeta que España ha tenido en lo que va de siglo». Más adelante, Cernuda agrupa los temas de la poesía de don Miguel en tres círculos: el familiar, el patriótico y el que relaciona al hombre con lo divino. En cuanto al segundo de estos temas — el patriótico—, el perspicaz olfato crítico de Cernuda advierte cómo una parte importante de la lírica unamuniana asocia «lo nacional», es decir, lo español, con «lo religioso»: Una nación —escribe Cernuda— necesita para existir un Dios creado por el pueblo; y ese Dios es una de las formas inmediatas en que se revela a los hombres la divinidad […]. Solo guiado por las creencias nacionales pueden los hombres alzarse hasta el Dios de todos los pueblos. Vemos que en Unamuno la religión es una mezcla de fe racional y de catolicidad.
El poeta sevillano, aun reconociendo la heterodoxia religiosa de Unamuno, creemos que, en el fondo, cataloga al vasco como un creyente católico problemático: Llevaba en sí la contradicción de un reaccionario, un reaccionario que tenía como público […] a unos lectores de mentalidad liberal y escéptica, con los cuales, para complicar aún más la cuestión, estaba de acuerdo, acaso a pesar suyo, en algunas cosas. Pero nada debía chocar más con su pensamiento sinceramente religioso que el ateísmo chabacano de tantos liberales españoles.
Evidentemente, pienso que Cernuda no acierta en todos sus juicios sobre Unamuno. No obstante, lo que más me interesa
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ahora es señalar cómo el autor de La Realidad y el Deseo, ya en la temprana década de los cincuenta del pasado siglo, vio que el mayor valor literario de don Miguel era el de su lírica: Sí, Unamuno era ante todo un poeta, aunque los admiradores tempranos de sus obras en prosa no se dieran cuenta de eso, que solo comprendieron al fin otras generaciones más recientes.
Asimismo, también acertó a notar cómo los ensayos y otras obras en prosa de Unamuno están llenos de intuiciones poéticas. Y, por último, me interesa señalar cómo Cernuda (que, en su envoltura lírica, no es considerado como un poeta «religioso»), valora en conjunto la obra unamuniana como la expresión de una necesidad profunda de Dios: Si Dios no existiera, él, Unamuno, el poeta, el catedrático, el español y el padre de familia, todo en una pieza […] cesarían necesariamente un día.3
Por lo tanto, y en relación al tema que nos interesa, nos encontramos con dos poetas, Unamuno y Cernuda, que, pese a sus evidentes diferencias creativas y, sobre todo, a sus radicalmente disímiles trayectorias vitales, tienen ciertos puntos convergentes, tanto en temas como en el tratamiento poético de dichos temas. Ante el inabarcable número de trabajos críticos dedicados a la problemática religiosa en la poesía y en la prosa de Unamuno, el tema religioso en la lírica de Cernuda ha sido tratado de refilón, como motivo «menor» y, que yo sepa, no conozco ningún estudio centrado exclusivamente en este aspecto temático de la creación cernudiana. No estoy del todo de acuerdo con lo que, por ejemplo, afirma Stephen J. Summerhill en su artículo «Unamuno y Cernuda» (2009):
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En cuanto al tema religioso, existe un número limitado de textos [de Cernuda] en su obra donde efectivamente sentimos la presencia de Unamuno […], pero expresan un momento efímero al principio de su exilio en Inglaterra y pronto desaparecen. Además, Cernuda no vacilaba en criticar el cristianismo por su énfasis en el sufrimiento y el dolor […]. Y es que la obra madura de Cernuda se dirige preferentemente al mundo de la antigüedad pagana. En este sentido, Unamuno nos parece una figura interesada más en la dimensión espiritual de la experiencia humana, mientras que Cernuda parece inclinarse al cuerpo y lo erótico. En términos generales, las diferencias entre ellos parecen fuertes e insalvables.4
Es cierto que las diferencias en cuanto al sentimiento religioso en ambos poetas son obvias: solo basta con señalar la crítica explícita e implícita con que el sevillano ataca al cristianismo por su valoración del dolor y el sufrimiento, y cómo el vasco, al contrario, glosa con versos de fuerte emotividad la sangre y la carne de los Cristos de sus poemas cristológicos, tal como vemos, como ejemplo, en el poema dedicado al «Cristo de Cabrera»: […] Del Cristo la capilla, humilde y recogida, las oraciones del contorno acoge; es como el nido donde van los dolores a dormir en los brazos del Cristo. […] No es de tal imagen ni aun trasunto vago del olímpico cuerpo que forjaron los que con arte y juego poema hicieron de la humana forma, sino torpe bosquejo
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de carne tosca con sudor amasada del trabajo en el molde de piedra sobre la dura tierra.
Al margen de otras consideraciones, el hecho de que Unamuno poetice el cuerpo sufriente de un Cristo crucificado (o yacente), y que en muchos momentos hasta se complazca en la plasticidad de la sangre (p. e., en «El Cristo de las Claras») y en la sensibilidad del dolor físico es sintomático del acorde entre el sentimiento cristiano de Unamuno y el valor que la primitiva Iglesia cristiana dio al valle de lágrimas terrestre. Por contraste, y también al margen de otras consideraciones, obsérvese el distinto matiz con el que Cernuda se dirige o habla de ese Dios (o de otros dioses): Mas tú [Dios] no existes. Eres tan solo el nombre Que da el hombre a su miedo y su impotencia. Y la vida sin ti es esto que parecen Estas mismas ruinas bellas en su abandono. […] Yo no te envidio, Dios; déjame a solas Con mis obras humanas que no duran. […] Aprende pues, y cesa De perseguir eternos dioses sordos… […] (de «Las ruinas») […] ¡Dios!, exclamé entonces: dame la eternidad. Dios era ya para mí el amor no conseguido en este mundo, el amor nunca roto, triunfante sobre la astucia bicorne del tiempo y de la muerte. Y amé a Dios como al amigo incomparable y perfecto.
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Fue un sueño más, porque Dios no existe. Me lo dijo la hoja seca caída […]. Me lo dijo el pájaro muerto […]. Me lo dijo la conciencia, que un día ha de perderse en la vastedad del no ser. Y si Dios no existe, ¿cómo puedo existir yo? (de «Escrito en el agua», Ocnos) […] Pero ya no hay dioses que nos devuelvan compasivos lo que perdimos, sino un azar ciego que va trazando torcidamente, con paso de borracho, el rumbo estúpido de nuestra vida. (de «Regreso a la sombra», Ocnos)
Evidentemente, éstos son solo ejemplos. Y los ejemplos no siempre sirven para argumentar. Y menos en poesía. Y todavía menos en poetas tan polisémicos y hasta contradictorios como Unamuno y Cernuda. Es cierto que también podríamos rebuscar entre la obra poética de ambos escritores otros textos de significación casi opuesta: un yo poético unamuniano en el que se adivina el ateísmo, o un yo poético cernudiano en el que el hombre suplica a la divinidad: No destruyas mi alma, oh Dios, si es obra de tus manos; Sálvala con tu amor, donde no prevalezcan En ella las tinieblas […]. (de «Apología pro vita sua»)
Pero, más allá de estas discordancias, lo cierto es que tanto Unamuno como Cernuda, aquél con su permanente cristianismo agónico, y éste con su constante soledad existencial, intentaron adentrarse en el misterio y en esa zona de sombra vedada
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a la razón, tan acientífica como sobradamente poética. En la conferencia que dio Cernuda en 1935 («Palabras antes de una lectura»), el poeta lo dejó poéticamente claro: La sociedad moderna, a diferencia de aquellas que la precedieron, ha decidido prescindir del elemento misterioso inseparable de la vida. No pudiendo sondearlo, prefiere aparentar que no cree en su existencia. Pero el poeta no puede proceder así, y debe contar en la vida con esa zona de sombra y de niebla que flota en torno de los cuerpos humanos. Ella constituye el refugio de un poder indefinido y vasto que maneja nuestros destinos. Alguna vez he percibido en la vida la influencia de un poder demoníaco, que actúa sobre los hombres.5
Y si Unamuno concibe la poesía como un acto de creación divina, Cernuda, acaso menos explícito, no le va a la zaga, ya que también para éste la poesía está en la esencia de toda la realidad creada, tanto visible como invisible: ¿Qué sabemos nosotros lo que nuestra vida sea en el pensamiento de los dioses? Todo nos es preciso y necesario, porque en todo vibra un eco de la poesía, y ella no es sino expresión de esa oscura fuerza daimónica que rige el mundo.6
Como se ha venido viendo a partir de los poetas españoles de la Generación del 50, y como también ha señalado Summerhill, «hace más de treinta años, José Ángel Valente señaló la existencia de una afinidad poética entre Unamuno y Cernuda».7 Esta afinidad, que parte del conocimiento que ambos poetas tenían de la poesía metafísica inglesa, tanto la del siglo xvii como la de los románticos ingleses y alemanes, se pone de manifiesto en cómo Unamuno y Cernuda se adentran en lo que algunos
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han venido en llamar «poesía meditativa», y que, más tarde, desembocó en la «poesía de la experiencia». Tanto en uno como en otro, esta lírica que gusta de lo reflexivo y que se expresa en un lenguaje cuasicoloquial, a veces seco y ajeno a las convenciones de la métrica tradicional, aparece —sobre todo en Cernuda— cuando ambos autores ya han superado su primera fase de acercamiento al lenguaje poético. Esta puntualización, no obstante, considero que es un tanto arriesgada aplicada a Unamuno, escritor que no gusta de la selección y de los excesivos retoques: él mismo reconocía que le interesaba publicarlo todo, lo de más y lo de menos calidad, característica que se deja notar sobre todo en su Cancionero, donde, junto a textos modélicos, también encontramos versos francamente mediocres, cosa que ya advirtió el instinto de Cernuda. En el poeta sevillano, por el contrario, sí que se pueden distinguir con nitidez estos dos períodos: a partir de su libro Las nubes, que coincide con el inicio del exilio, su quehacer poético se reviste de una nueva dimensión: se aleja del narcisismo enfermizo de sus primeros poemarios, da cabida a temas no únicamente personalistas —entre ellos el religioso—, y su lenguaje, aparte de desprenderse de registros surrealistas, se acerca a un coloquialismo que, con el paso de los años, pierde brillantez externa pero gana en intensidad significativa. Y centrándonos ya en la expresión de un sentimiento religioso no restringido ni a un dios concreto ni a una religión única ni a unas fuentes de revelación únicamente positivas (especialmente en Cernuda), sino, más bien, a un bucear en los misterios y en la niebla que envuelven al sentido de la vida, de toda vida humana, tanto en Unamuno como en Cernuda encontramos una agonía (que en Unamuno es «lucha»), una constante problematicidad y un perpetuo interrogante. Los dos vocablos con los que Cernu-
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da recopiló toda su obra lírica («realidad» y «deseo»), así como también sus prosas poéticas de Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano, sintetizan y condensan los dos extremos del péndulo entre los que se mueve esta meditación sobre el interrogante y la niebla en ambos poetas. Veamos: En la poesía de Unamuno son principalmente los escollos de la razón los que le levantan el telón de «la realidad». En la lírica de Cernuda son los estragos del tiempo, la soledad y su total rechazo a la sociedad utilitaria y burguesa los elementos principales que configuran la suya, «su» realidad. Tanto en uno como en otro, estas «realidades» conducen inevitablemente a la «muerte», nuevo interrogante. Ambos poetas, ante la esencia de su labor poética, se rebelan (o se interrogan) ante el hecho normal de la muerte de todo ser vivo y, por lo tanto, ante su muerte. Pero, en el otro extremo del péndulo, los dos poetas no quieren, no pueden apagar su deseo. En Unamuno, el ansia por conseguir y disfrutar de su deseo se concretiza en la fe, en su caso particular la fe cristiana en Cristo como redentor: de ahí que sea la imagen del Cristo agonizante en la cruz la que sobresalga, y mucho, sobre otras imaginerías de Cristo: a Unamuno no parece interesarle sobremanera el Cristo triunfante de la Resurrección y, cuando poetiza al Cristo yacente —muerto—, el tono que adopta es en exceso sombrío y hasta negativo (ya lo veremos en su tremendo poema al «Cristo de las Claras de Palencia»). Para Cernuda, este deseo podríamos decir que está menos concretizado: ¿la eterna juventud?, ¿la belleza de la naturaleza y del cuerpo juvenil masculino?, ¿el amor?, ¿la inmortalidad?, ¿el retorno al paraíso perdido y, por lo tanto, a Dios? Pero, tanto en el escritor vasco como en el sevillano, el deseo «concreto» de uno y el deseo más «flotante» de otro suponen, a la larga, la consecución de una trascendencia, trascendencia
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que ninguno de los dos encuentra en la contingencia de un mundo problemático. Esta imposibilidad de alcanzar la trascendencia —el «acorde» en el caso de Cernuda— ante lo problemático de la realidad, origina una lucha permanente —una «agonía» en el caso unamuniano—. Los contendientes de esta lucha son, para Unamuno, Razón y Fe; para Cernuda, Realidad y Deseo. Este combate inacabable (¿eterno?) desemboca, en la obra del vasco, en la duda permanente; en la del sevillano, en el fracaso, ya que el deseo nunca muere del todo, pero nunca llega a fructificar. Ante esta derrota existencial, ¿cuál es el consuelo al que puede agarrarse el poeta? Tanto en uno como en otro, la salvación solo puede venir por el valor creativo (¿eterno?) de la palabra, de la palabra poética, de la poesía. Es obvio que una de las principales líneas que configuran la poesía de don Miguel (tal vez la principal) es la meditación religiosa de raíz cristiana, cosa que no ocurre en Cernuda. En éste, son tal vez mayores las referencias poéticas a una religiosidad pagana y específicamente griega, lo cual no solo no excluye, sino que acentúa el contraste entre las dos divinidades dentro del corpus poético cernudiano, contraste que, por momentos, y ya tendremos ocasión de verlo, también es problemático. En una primera y superficial lectura de los poemas religiosos del sevillano podríamos llegar a la fácil conclusión de que el paganismo epicúreo tiene mayor peso específico que el Dios sanguinolento del cristianismo. Pero creo, no obstante, que ningún lector atento puede obviar la importancia subterránea que en la obra de Cernuda, sobre todo a partir de la del exilio, tiene lo trascendente (y aquí «trascendente» bien equivale a lo «cristiano»), incluso cuando este trascendentalismo cristiano
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adopte la más radical de las negaciones, como apunta Octavio Paz. Y, como correlato de este trascendentalismo, también se abre en Cernuda el ansia de eternidad. Véase —un ejemplo más— el eco que nos dejan estos versos: […] Cerca de Dios se halla el pensamiento. […] Llanto escondido moja el alma, Sintiendo la presencia de un poder misterioso Que el consuelo creara para el hombre, Sombra divina hablando en el silencio. (de «Atardecer en la catedral», Las nubes)
¿Se podría hablar, por lo tanto, de una influencia de Unamuno en Cernuda? Difícil es la respuesta. Como han señalado algunos estudiosos del sevillano,8 más que de influencias habría que hablar de intereses comunes en ambos poetas. Y, quizá entre estos intereses comunes, uno de los principales sería el ansia de inmortalidad, que, en el caso del sevillano, adopta una manifestación menos religiosa, pero no por eso menos trascendental. El hambre de inmortalidad de Unamuno vendría a ser el acorde entre los dos mundos —visible e invisible— de Cernuda. Y, desde este punto de vista, cabría insinuar que la eternidad del cristianismo que busca Unamuno es, en Cernuda, una fusión panteísta, «un anhelo de que se le otorgue el don de captar el mundo de los fenómenos “como eterno” y morir en el seno del instante que pasa sin conciencia de su pasar».9