J.I.PYKE
Primera edición: septiembre de © J. I. Pyke,
© Ediciones Carena,
Ediciones Carena c/ Alpens, - Barcelona T. WWW.EDICIONESCARENA.COM info@edicionescarena.com Diseño de la colección: Silvio García-Aguirre WWW.CARTONVIEJO.NET Diseño de la cubierta y maquetación: Marina Delgado Supervisión: Jesús Martínez WWW.REPORTEROJESUS.COM Corrector: Carlos Marín Hernández DEPÓSITO LEGAL: B - ISBN: ---- Impreso en España - Printed in Spain Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.
A Dios y a las hadas, por hacer realidad mi sueĂąo y que el rostro de la suerte brille siempre de mi lado. Al poeta Luca Leonardi, por ser mi primer lector y editor durante la elaboraciĂłn. (Y fundador del club de fans Inesabeth.) A Ediciones Carena, por su cĂĄlida bienvenida.
PREFACIO
—¿Qué has hecho, Inés? —¿Por qué las hadas somos tan bonitas? —Si supieras lo que he hecho no estarías conmigo... —Sin embargo, hechizamos a los hombres.
Me llamo Inés Wyndom y tengo dieciocho años. Por muy extraño que parezca aún creo en los cuentos de hadas. Creo que soy una princesa, pero la princesa de un príncipe. Una dama bonita y elegante que hechizará el corazón de un hombre, el cual la admirará y entregará devoto su ser a su cuidado y protección. Esa soy yo, o más bien, esa quiero llegar a ser yo.
PRIMERA PARTE
I SAINT MARGARET AVENUE
La espera en la estación se estaba haciendo larga. Transitaba del
andén a los bancos exteriores al tanto de que alguna persona mayor se acercara a recogerme. Tenía sueño, no había dormido especialmente bien la noche antes del vuelo, y este salió pronto. Era mi primer viaje sola, sin que nadie fuera a mi lado durante el trayecto y los transbordos. Una sensación de majestuosa independencia me hinchaba como un globo, me sentía satisfecha y sonreía internamente. Al paso curioso de la gente alzaba el cuello orgullosa de sentirme toda una señorita que emprende un viaje decisivo en su vida. Para añadirle más crema al asunto, miraba mis zapatos de niña bien mientras movía danzarines los pies en las posiciones básicas del ballet. Zapatos de señorita, un vestido blanco y verde de señorita, y un lazo verde que ondeaba en mis cabellos. Me sentía de ensueño, estaba en mi país favorito vestida con la ropa de época que yo misma había confeccionado. Tan solo deseaba que mi estancia de verano en Inglaterra fuera tan memorable como este momento. Mientras andaba divagando en mis pensamientos una voz chillona captó mi atención. —Oh, querida, ¿llevas mucho tiempo esperando? –me extendió la mano una señora de edad en un largo vestido de
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manga corta azul florido. Su rostro emitía una luz gratificante que infundía confianza. Le estreché la mano y le di dos besos en las mejillas. Al momento recordé que eso no era costumbre para los ingleses. —No, no se preocupe, el paisaje desde la estación es muy bonito, se pueden escuchar los pajaritos –le devolví la cálida sonrisa. Mi rostro había cambiado mucho en los últimos meses, llevaba el brillo del gozo en mi interior y la gente podía ver mis ojos centellear ante cualquier atisbo de hermosura que esta tierra nos proporcionaba. Me sentía en paz con la pureza que había nacido en mi corazón. Ya no tenía por qué recordar los oscuros años de sufrimiento y agonía de mi adolescencia, y para no ir más lejos, de tan solo medio año atrás. Había muchas cosas por las cuales tenía que estar agradecida a mi Creador, a pesar de que fuera una persona muy inconstante y voluble. Un día me daba por sonreír y otro por llorar, un día quería ir de blanco y otro de negro. La señora se adelantó a coger mi maleta del asa y arrastrarla hacia el coche. —No se moleste, ya la cojo yo –la retomé. Era un mes como mínimo el cual iba a permanecer en Inglaterra. Iba bastante cargada con la maleta continental y dos mochilas a la espalda; sí, ridiculizaban mi apariencia de muñeca frágil. Lo fuera o no, de muñeca, un día me veía bonita y otro horrible, también dependía mucho de con quién se me comparara. Tenía un fetiche con los rasgos nórdicos, ahora que estaba aquí seguro que iba a compararme con cada chica que viera, pues no acababan de convencerme mis rasgos mestizos. La parte de mi madre era indígena de Sudamérica y con la mezcla tenía un rostro bien curioso, aunque todo el mundo se empeñaba en decir que era preciosa. Fuera como fuera, estaba dispuesta a forjarme una nueva vida por el tiempo que estuviese residiendo en este país, que, al fin y al cabo, era mi tierra por parte paterna.
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—Mi marido espera en el coche, se llama Fred, lindura, yo soy Margaret Brown. –Asistí con una sonrisa. Acomodé las maletas en el maletero con la ayuda de Fred, que apenas me dejaba hacer el trabajo, y me senté detrás en el coche azul plateado. —Así que es la primera vez que vienes a Emsworth, ¿no pequeña? –conversaba con la señora. —Sí, mi familia es natural del sur de Londres, mi tía vive en Devon y mis abuelos en una de las islas del canal. —Así conoces bien el sur. —Sí, pero no la zona costera, aunque he visitado Plymouth. —Ya tendrás tiempo de familiarizarte más con la playa, aunque no es que te falte viniendo de Barcelona. Mira, por allí arriba está nuestra casa, se llama Saint Margaret, y la carretera que llega a ella que cruza el bosque tiene el mismo nombre. —Claro, hace alusión. —Ya pequeña, lo parece, pero no es por mí. Es por la señora que fundó la casa en el siglo XIX, se llamaba del mismo modo. Guau, el siglo XIX, mi época, iba a residir en una mansión de mi periodo histórico predilecto. Seguro que tendría mucha historia de la gente que vivió antes y ostentaría una belleza inigualable. Aquella breve aclaración volvió a hacer saltar mi corazón de emoción. Ojalá toda mi estancia aquí fuera de cuento, haría lo posible por no dejar ni un hueco a la monotonía. El tiempo desde la estación se pasó más rápido de lo previsto, me había entretenido en la conversación en lo relativo a mi persona, mis gustos, mis aficiones y lo que estaría haciendo en la casa por los meses venideros antes de viajar a Devon por la boda de mi prima. El movimiento liso del coche cesó para comenzar a trotar por una carretera lugareña de tierra y piedras. Se levantó una humareda de polvo, hacía una semana que no llovía y estaba
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seco. El mecer fino del coche me alertó de la belleza del paisaje al que nos íbamos acercando. En la zona norte de Emsworth, alejada de la playa, un área boscosa verde esmeralda titilaba a la luz del sol. El cielo azul se abría por momentos como claros de aguamarina entre la frondosa vegetación de las anchas copas de los árboles. El paisaje era increíblemente verde, nada comparado con España en verano, era mi sueño. A lo largo del camino se divisaba una vivienda imperial, ancha por sus laterales y profunda, de tres pisos de alto. Sus muros macizos aislaban bien el ruido, los bellos contrafuertes picados en piedra y la delicadeza de las cornisas eran de alabar, se alzaba imponente sobre mi vista, como si de un rincón secreto del cielo se tratase. Bajé del coche y arrastré mi pesada maleta a mi costado. Alcé la vista para observar unas gaviotas nerviosas que revoloteaban en lo alto de la parte central. Como si de un flechazo se tratase, una premonición se apoderó de mi mente todo el día: una historia muy grande iba a ser contada en esta mansión. Sus dimensiones eran tan considerables como los relatos que serían contados sobre ella. Traté de borrar aquel infundado presentimiento como imaginaciones y centrarme en no dejar mi mente correr por ahí como liebre suelta. Mi imaginación era tan poderosa que a veces podía resultar el detonante de los problemas, si la dejaba suelta. La mañana aún era joven y el fresco se hacía notar, pasé los dedos bajo las hojas de un helecho y sentí el frío del rocío. El señor abrió la gran puerta y cruzando los pórticos hice mi entrada por primera vez a la residencia Santa Margarita. Si el exterior era despampanante, el interior me dejó completamente embelesada. Mrs. Margaret tenía que haber sido sin lugar a dudas una mujer respetable y digna de admirar. La entrada de parqué redonda estaba bellamente adornada con espejos, cuadros y un chifonier con espejo al lado izquierdo. Cómo no,
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inherentes al más puro estilo inglés se hallaban un paragüero y bastonero justo tocando la puerta a la derecha y, contiguo, un perchero de cuello alto. La iluminación provenía de una araña de cristal en el techo del último piso que era visible desde abajo debido a la gran escalera espiral que nacía a ambos lados del terraplén de la entrada. Enmoquetada en verde menta claro se formaba el resto de la entrada, que era el centro de los accesos a todos los lugares de la casa. A ambos lados se alzaba la nombrada escalera espiral que conectaba los dos pisos con el del nivel del suelo. Recto al frente se apreciaba otra puerta de madera con el vientre de cristal tallado con flores. Sería el comedor. Unos metros más a la izquierda en la misma línea de la puerta del comedor había otra puerta más discreta que serían la cocina y el almacén. Pasé la palma de la mano por el obelisco de cabeza redondeada al pie de la escalera y subí cuidadosamente por la misma agarrándome a la barandilla. Tomé acomodación en la planta del medio, al extremo diestro del edificio. Mi ventana daba al patio principal, donde los coches aparcaban. A lo lejos se veían las carreteras perderse en un manto gris; hacia los laterales de la avenida había visto una verja que circundaba los jardines que se extendían más allá de la casa. Desde mi posición pude ver la estatua de una pequeña hada de piedra al costado del buzón, en la esquina donde comenzaba la verja. En la entrada había un rótulo que anunciaba: «Bienvenidos a Santa Margarita». Habiendo deleitado mi vista con la gloria de la arquitectura y jardinería victoriana procedí a desempacar mi equipaje. Las ropas las ordené por tamaños y colores en el pequeño armario de patas blanco, los utensilios de aseo los coloqué sobre el tocador blanco con espejo ovalado. Qué lindo, en casa de mi tía también había uno, cada mañana me levantaría y me arreglaría en aquel mueble de princesa. Me gustaba la habitación, era pequeña pero bien amueblada; no
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tenía baño propio, así que tendría que salir al pasillo para ir. El portátil lo puse sobre el pequeño escritorio con los libros que había traído y el estuche. En la mesilla de noche puse un botellín de agua, el móvil, los auriculares, los tapones de noche, la funda de las gafas de lectura, una libreta y un boli. Por último, con cuidado saqué de la maleta un envoltorio bien acolchado y desembalé una de mis muñecas de porcelana. Quería haberme llevado a Alicia, mi tesoro, de pelo real, ojos de cristal y vestido de seda. No obstante, es demasiado delicada y no podría achucharla cuando me viniera en gana o dormir con ella, así que llevé a mi niña de habitual compañía, Victoria, y la recosté sobre la almohada. Satisfecha, me eché en la cama y estiré mis agarrotados músculos. —Victoria, querida, ya estoy aquí, sola. Sola... –El corazón me latía de emoción, quería imaginarme que sería una estancia fuera de lo normal, que pasaría algo conmovedor, o imprevisto, o impresionante, o... al menos arrebatador. Estaba claro, había venido aquí con un propósito y se tenía que cumplir, y bueno, otros secundarios como reforzar mi inglés. Había realizado el examen de nivel avanzado de inglés (CAE) hace tan solo cuatro días, aún no sabía el resultado aunque lo podía mirar por Internet a través del móvil o el portátil. La casa tenía wifi, nada más tenía que pedir la contraseña. Miré a mi muñeca con los ojos centelleantes, de repente me habían venido ganas de hacer un poco de exploración. La emoción nunca dejaba de visitarme y un cosquilleo se apoderó de mi estómago. Con una sonrisa de oreja a oreja besé en los labios a mi muñeca y me icé de un salto abriendo la puerta escaleras abajo. La frase de «la esperanza es lo último que se pierde», es totalmente cierta para mí. Estaba dispuesta a que mi verano fuera mágico, y si no había nada que lo hiciera, ya lo haría yo especial.
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—¿Puedo visitar el jardín? –le pregunté a Fred entrando en la cocina con alegría. —Oh, claro que sí, Inés, venga conmigo y la guío. Cuando quieras puedes bajar y perderte en él, como si fuera tu casa –me guiñó el ojo. Latía de emoción. Salimos por la puerta trasera de la cocina a una vasta llanura agreste, rodeada por una corona de altos y fuertes árboles. Era como un jardín salvaje. En lo alto de un árbol se veía una casita de madera hecha a mano. Una fuente decoraba el principio del camino forestal y en medio se dibujaba un estanque con peces dorados, nenúfares y renacuajos. Algunas sillas plegables se apoyaban en la fachada de un trastero de madera a la izquierda, al costado del vallado. —Esto es el jardín, ¿muy impecable y arreglado, verdad? –se rio irónicamente el señor mayor. Era cierto, el jardín contrastaba con la casa justamente por su falta de arreglo y aspecto dejado. —Está así porque nadie lo usa que digamos, teniendo un bosque tan inmenso como parte de la propiedad como tenemos no se echa en falta un jardín. Espero que no te haya decepcionado. —No, qué va, me encanta...–suspiré enamorada–. Me encanta... Fred me dejó sola y desapareció con su figura encorvada por la misma puerta. Permanecí ahí de pie, en el centro, di unos pasitos hacia el estanque, me arrodillé y metí la yema de los dedos al agua. Estaba fría y mohosa, los sequé contra la roca. De pronto, unas nubes cubrieron el cielo, opacando su apariencia cristalina bajo un oscuro legado plomizo, el legado inglés, su mal tiempo. Un escalofrío me recorrió la espalda y cogí frío. Quise continuar por el camino que se abría al fondo entre los árboles. No sabía cuantas hectáreas pertenecerían a la familia Brown, igual si caminaba mucho me perdería en
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tierras ajenas y la idea de encontrarme con perros feroces me aterrorizaba. Procuraría no salirme mucho de los términos. A pesar de los posibles peligros que pudieran haber, los posibles misterios de un bosque por el cual no pasaba mucho la mano humana me llamaban la atención con más fuerza. Quizás a lo largo de su extensión encontraría algún círculo de hadas o alguna otra extraña leyenda. Ahora bien, esos terrenos estarían santificados y dudo que encontrara nada más «milagroso» que anillos de mariposas alrededor de un manto de flores, después de todo el terreno era utilizado por la iglesia local. Igual debería tratar de no dejar a mi mente volar tanto, un poco menos de imaginación no iría mal. Me incorporé de nuevo e hipnotizada fijé la vista al horizonte, en el bosque que se perdía, vestido de oscuridad. —Inés, ¿estás ocupada? Te hemos preparado el desayuno, ¿quieres? Seguro que estarás cansada del viaje. –La voz de la señora me sacó de mi estado soporífero y cuando reaccioné me di cuenta de que había estado observando el bosque con la boca abierta. —Oh, sí, claro, muchísimas gracias. Luego subiré un rato a descansar, ¿no os importa? Tengo un poco de sueño. –Dudo que durmiera pero al menos relajar el cuerpo. —Claro –alargó la palabra la señora–. Por hoy dejaremos la visita a la ciudad, descansa y mañana ya te guiaremos por el puerto y el área comercial. Al fin y al cabo, quedarte encerrada en este castillo de piedra no es para una joven de tu edad. Seguro que estás deseando ver gente y hacer cosas, ya te presentaremos a algunas familias con hijos, no te preocupes, te aseguro que lo pasarás genial. —Uy, ¡ji, ji!, muchas gracias –me sonrojé y la miré con cariño. —Ay pequeña, eres un encanto, tal y como el pastor dijo –y me dio un abrazo la señora.
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Eran las once y media de la mañana del viernes 15 de junio del 2012. Desayuné con la compañía de un gato de pelo largo canela que me miraba curioso y paseaba entre mis piernas. El resto del día lo pasé en la casa, de arriba abajo y descansando en la habitación o en el banco blanco a la entrada del pórtico, al lado del buzón donde la hadita de piedra se alzaba juguetona. Sus pequeños ojos pétreos parecía que me miraban, y de vez en cuando levantaba la cabeza de mi portátil para comprobar si seguía en la misma posición en la cual se había quedado la última vez que la miré. De vez en cuando se veían coches pasar por la carretera transversal al principio de la avenida de Santa Margarita, desfilada por esbeltos árboles a los laterales. Por una parte tenía ganas de ver la ciudad, la vida, la gente y la zona portuaria con el ir y venir de barcos, el olor del mar y el sonido de las gaviotas. Por la otra, quería permanecer en este idílico paraje, aislada de toda realidad, como Alicia perdida en el país de las maravillas, en un mundo verde de cristal. Quizás la soledad sería agradable por una semana, luego me iría aburriendo y la ansiedad me haría salir a buscar gente con la cual conversar para no quedar atrapada para siempre en un mundo utópico de fantasía. Hasta la hora de cenar pasé el rato en el banco conectada a la Red, hablando con mis amigos y familia en España. El crepúsculo cayó y arropé mi cuerpo dentro de la gigantesca mansión. A la luz de unas velas, en el gran comedor pude contemplar el retrato de una señora en demasía elegante y de buen porte, con los cabellos largos, blancos y finos recogidos con un pasador de oro en una trenza alta. Su cuello alto y delgado contrastaba en palidez con el oscuro hábito que escondía su cuerpo. El hueco de su clavícula estaba bellamente adornado con una gema naranja. Una brillante y pulida piedra ámbar montada en oro otorgaba una inquietante luminiscencia ígnea
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al conjunto. Con letras inscritas en oro abajo del marco, se atisbaba el escrito de: ÂŤMrs. Margaret Bullington 1817-1907Âť.
II FAIRY DOCTOR
El piar de un ruiseñor y un rayo intenso de luz fueron los
causantes de mi despertar. Había olvidado que en Inglaterra rara vez tenían persianas, así que si la cortina era fina el sol era el despertador natural. Miré el reloj, eran las 6:45. Desearía haber dormido más ya que el día anterior tuve falta de sueño. Bueno, siete horas no estaban mal. Incorporada, retiré la cortina, y con el movimiento el pajarillo que cantaba en la rama salió volando asustado. Era otro día hermoso, ahora lo que faltaba es que siguiera así durante toda la jornada. Ayer unas nubes vinieron a media mañana y apagaron el día por completo. Ya estaba esperando a ver cuándo sería el día en que llovería, seguro que no andaba muy lejos. Salí silenciosamente al pasillo con el pijama y el abrigo encima. Como suponía, aún era demasiado pronto, los señores no se habían despertado. Bajé las escaleras y entrando en la cocina desperté al gato, este maulló. Le insté a hacer silencio tranquilizándolo y abrí la puerta que daba al exterior con la pequeña llave que reposaba encima de la mesa redonda de cocina. Silva, la gata, me siguió rozándome los tobillos con su pelaje. Una vez al aire libre sonreí ampliamente, ahora caminé con más energía ya que no molestaría a nadie. Mirando a todas
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partes y no sabiendo por qué decidirme, troté alegre en dirección al bosque, dejando atrás el estanque con ranitas que saltaban de un nenúfar a otro croando y el trastero cubierto de hiedra y musgo. Durante el caminar vi varias ardillas saltar sorprendidas de un árbol a otro. Embelesada por tanta belleza, me reía alegre observándolas juguetear entre las ramas. Al aminorar el paso, una de grandes ojos curiosos se postró en medio del camino, mirándome fijamente. Fascinada por el atrevimiento del animalillo, me paré también y le seguí el juego, miraba sus profundos ojos azabaches redondos. Yo sonreí, él arrugó la nariz. Procurando no reír para no asustarlo, inflé los mofletes y él hizo lo mismo. Absorta y dilatando las pupilas, giré la cabeza a un lado y ¡cuál fue mi sorpresa cuando la criatura hizo lo mismo que yo! Boquiabierta, di un paso hacia delante y ella salió corriendo bosque adentro. —¡Espera! –le grité aun sabiendo que no tendría efecto alguno, más bien asustarla más, y la seguí rápido, ya que no se había subido a ningún árbol. Llegué a una zona más despejada, con altos árboles que la rodeaban, apenas dejando entrar la luz por su denso follaje. Recorrí la zona varias veces en busca de la ardilla pero ya había desaparecido. El paisaje era mágico, de un verde brillante y húmedo por la reciente noche. Todo estaba en calma, no se escuchaba ni un ruido en aquella parte, como si todos los animales estuvieran dormidos, o como si... (una loca idea cruzó mi mente), como si me estuvieran observando. En ese preciso instante me acordé de Silva y la busqué con la mirada, no había rastro de ella alrededor. No creo que se perdiera, los gatos eran muy inteligentes; quizás, demasiado inteligentes. En medio de la calma escuché una sacudida de hojas y de dentro de un arbusto saltó una ardilla corriendo. Antes de volverse a perder se paró y, girándose hacia mí, me
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miró con ojos profundos y juguetones. Era ella, la misma de antes. Con el corazón sobresaltado la seguí con todas mis fuerzas hasta que decidió subirse a un árbol y, ágil, en menos de cinco segundos ya había desaparecido en lo alto. Me quedé ahí de pie, impasible, no sabiendo en qué pensar. Un maullido me sobrepuso de mi encanto, de detrás del mismo árbol por el cual había desaparecido la ardillita apareció Silva con su habitual rostro caído y ensimismada en su propio pensar. —Ey, Silva, aquí estás –la acaricié, agradecida de volverla a encontrar. Aunque no fuera una persona quería compartir aquel momento de ilusión con alguien. Ella, rehuyendo a mi contacto, se deslizó orgullosa dando la vuelta al tronco del árbol y poniéndose detrás, de donde había salido. Interesada por la vuelta al mismo sitio me puse en cuclillas a su lado. Observé que miraba detallista un círculo borroso hecho con setas. Asombrada, lo observé junto a ella. No sabía por qué me sonaba familiar, pero no lograba caer en la cuenta. Después de un minuto de mirar aquel extraño círculo en la hierba, como por puro instinto estiré el dedo para tocar una de las cabezas de las setas. En ese momento noté una fina corriente de aire atravesar mi rostro y en un destello se coloreó un haz de luz verdosa enfrente de mis ojos. El desconcierto me hizo perder el equilibrio y caí sentada sobre mi trasero, apoyando las manos detrás. ¡Vaya! Ya caía en la cuenta. Mi mente corrió rápida y juntó todos los acontecimientos en un puzle. Aquello era un círculo de hadas. El cuerpo se me llenó de un vibrante cosquilleo y el estómago se encogía y dilataba intermitente. Recobrando finalmente la compostura me alcé y, con una gran sonrisa de satisfacción, me dispuse a hacer el camino de vuelta a la casa. Me giré y miré a Silva.
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—Bueno, me parece que es hora de ir volviendo. Creo que en este bosque también hay otras criaturitas que quieren que se las deje en tranquilidad –y le guiñé un ojo a la gatita. Ella me miró ladeando la cabeza y asintió con un delicado y grácil maullido. No tenía un buen sentido de la orientación pero la intuición en mi interior era la responsable de guiarme de vuelta a buen puerto. Una vez estuve de regreso en el estanque cenagoso me paré a respirar profundamente, programando mi mente para no exaltarse sobremanera. Había descubierto algo mágico en ese bosque y estaba dispuesta a hacer que tal hallazgo permaneciera en secreto, dentro de mi corazón, latiendo con fuerza. Volví a entrar con sigilo en la cocina y me quité los zapatos impregnados de barro, dejándolos a un lado y retomando las zapatillas. Silva volvió a meterse dentro de su casita con cojines a dormir. Ahí de pie, observándola descansar pacíficamente, me pregunté: «¿Por qué tuvo que tomarse la molestia de salir conmigo a la humedad de la mañana cuando nada más volver se acurrucó de nuevo en el calor de su descanso?». Quizás eran demasiadas preguntas para una mañana, subí las escaleras de nuevo a mi habitación y, encerrándome en ella, me subí encima de la cama, pegada a la esquina del fondo izquierdo, con la ventana un poco más alta a los pies. De rodillas en la cama me estiré para mirar por la ventana. «Bienvenidos a Santa Margarita». Me puse de pie y con cuidado abrí la ventana para poder visualizar el banco al costado del buzón de correo, justo debajo de mi habitación. Ahí estaba la hadita de piedra, pequeña y risueña, como si ocultara un secreto detrás de esa inocente sonrisa. A pesar de la emoción burbujeante en mi interior, me sentí completamente en paz y fascinada por las maravillas de la creación. Volví a acurrucarme entre las sábanas como un gatito, a la espera de que algún otro misterio me despertara.
III EL RELOJ DE LOS SUEÑOS
A las ocho y media me levanté del estado de duermevela que me
había mantenido sin dormir desde hacía una hora. Me vestí con ropas de calle y bajé a desayunar. —¿Qué tal hija? ¿Cómo has dormido? –dijo maternal Margaret. ¿Iba a responder a tal pregunta con la absoluta verdad? —Ah, muy bien, aunque no estoy acostumbrada a despertarme con el sol tan pronto. —¿Te molesta la luz por la mañana? Me daba vergüenza contestar porque no quería hacer parecer que fuera un fallo suyo el que no hubiera persianas. —Sí, pero no pasa nada, es que soy muy delicada para dormir, ya me compraré un antifaz. —Ah, no hace falta, creo que tengo uno por ahí en la casa de un viaje en avión. Recuérdame antes de ir a dormir que te lo dé, a ver dónde lo he guardado yo. –Después de una larga pausa mientras nos servíamos la leche y el té añadió–: Por cierto, hoy vamos a llevarte a conocer la ciudad. ¿Crees que podríamos pasar el día fuera? ¿Querrías? —Oh, sí, claro –sonreí. Una parte de mí no quería alejarse de este recóndito paraje encantado, sobre todo después de la experiencia de esta mañana, pero, cabe decirlo, soy una joven muy
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activa y tenía ganas de ver la vida en la ciudad. Aunque las ciudades marítimas no me llamaran tanto la atención como las de montaña, los paisajes portuarios ingleses eran de un encanto inigualable. Bueno, cabe decir que el mayor punto en contra de vivir en la costa era la humedad pegajosa los 365 días del año. Te hacía sentir sucio, sudoroso y el pelo carecía de todo volumen, además de la sensación salina de suciedad que se pega al cuerpo, a las gafas y al pelo. Ah, y el sol más permanente de lo normal. Sí, me gustaba el sol porque embellecía el paisaje, pero siempre y cuando se dispusiera de sitios a la sombra o que el clima fuera frío. El sol y el calor del verano eran factores que me angustiaban, me hacían sudar y quemaban mi piel. —¿Te parece salir a las diez? —Claro señora, estoy esperando poder ver la ciudad –sonreí con un gran brillo en los ojos. No tenía por qué estar nostálgica, al fin y al cabo en la ciudad también habría cosas hermosas para observar y a la noche ya estaría de vuelta en el jardín que había cautivado mi alma hace unas horas. —¡Señora, ya estoy lista! –Correteé alegre bajando las espirales escaleras y danzando en el rellano, girando felizmente a lo largo de la entrada y subiendo el peldaño hacia el misterioso comedor, al cual no había entrado aún. —¡Oh, jo, jo, jo!, qué niña más enérgica, eres un encanto, chica –decía la señora enfundada en su traje verde prado, bajando por el lateral izquierdo, el opuesto al que subía a mi dormitorio. Se arregló las medias y en la entrada calzó sus inflamados pies en unos elegantes zapatos verde manzana. —Deje que le ayude, Margaret. –La tomé del brazo y sonriendo la guié por la puerta hacia el coche. —Muchas gracias, hija, pero no, hoy no vamos en coche. Bajando la avenida a mano izquierda (la derecha si se mira cara
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a la mansión), en unos veinte minutos caminando a mi paso llegamos a Emsworth –se rio. —¡Oh, es fabuloso! ¿Así me dejarán ir a la ciudad sola de vez en cuando? –Seguíamos caminando bajando por la avenida. Pecaba de excesiva formalidad con los desconocidos o las personas mayores. Se me aceleró el corazón, hoy estaba particularmente de buen humor y maravillada. Cada diminuta flor, el canto de algún pajarillo, la estela de un avión por el cielo... Todo me parecía gloriosamente maravilloso, podía ver cada minúsculo detalle de la creación con asombro. —Pues claro hija, tú eres joven, disfruta sanamente de todo lo que la ciudad te pueda brindar, no has de pedirme permiso. Sé que esto no es Londres pero tiene su encanto. —No me importa Londres, amo este lugar, es apacible y tranquilo. Como un cuento de hadas, ¿no le parece? –La señora me miró con unos ojos como si se fueran a derretir, su aliento cálido me rodeó el cuello en un abrazo. —Sí, hacía tantos años que no lo veía de esa manera. Tienes razón, un cuento de hadas. –Y vi como sus ojos se humedecían por algún agradable recuerdo lejano, perdidos en el horizonte, intentando disimular su conmoción. Sonreí. Tomada del brazo de la señora y bajando por el idílico paraje lujosamente adornado de esbeltos árboles, dirigí una última mirada al lugar de mis sueños. Hasta la vuelta, Santa Margarita, hasta la vuelta. Devolví la mirada a la posición inicial y me pareció haber visto fugazmente un rayo de luz verdosa pasar a mi lado. Parpadeé juntando mis ojos volviéndolos bizcos. —¿Pasa algo, señorita? –me miró la señora al notar que me había parado en el cruce de caminos. —¿Eh? –reaccioné con cara de boba–. No, nada, solo pensaba en lo agradecida que debe estar la naturaleza de este lugar tenien-
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do a personas de tan buen corazón para cuidarla –sonreí de nuevo como una boba y solté una risilla. —Vaya, vaya –se rio conmigo la señora y bajamos juntas vivarachas el camino pedregoso hacia la urbe, abrazadas por el verdor de los amplios paisajes de cultivo–. ¡Ja, ja, ja!, ¡uy! –se resbaló la señora en medio de las risas. —Cuidado al pisar, hay muchas piedras, –la sostuve, y se apoyó en mi brazo. —No ha sido nada, hija, aún soy una abuelucha mucho más fuerte de lo que parece, mi Dios me da fuerzas, hija, ¡uy!, ya ves si me da fuerzas, ¡ja, ja, ja! –continuaba riendo la señora, llena de gozo. —De todos modos, esos zapatos no son muy propicios para estos terrenos, además, ¿qué, si rayas su pulcro charol? —No te preocupes, no te preocupes, venga, deja a la señora disfrutar de nuevo de su juventud a tu lado. Yo también tengo derecho a ir a la ciudad bien mona, ¿no? –y me guiñó el ojo. —Claro que sí, Margarita, está usted espléndida. Después de un paseo un tanto largo con respecto a la distancia real a la que se encontraba la ciudad, llegamos a Emsworth por una carretera terciaria, por la cual solo pasaban los coches de los ganaderos. El señor había tenido que asistir a la iglesia por las reformas que estaban haciendo en ella, me había explicado Margaret por el camino. Ahí caí en la cuenta del porqué no fuimos en coche, suponiendo que se trataba del motivo principal pero que de nuevo ella había intentado mantener en un plano secundario, para presumir de buena salud a pesar de su entrada edad. Me hizo gracia la preocupación tan bien escondida de las señoras de su edad por mantener una apariencia de jóvenes vitales.
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—Si avanzas por esta calle, eludiendo todas las bocacalles llegarás a North Street, la principal de Emsworth, a su centro histórico y al área comercial. —Qué hermoso, esta zona es como el pueblo, ¿no? —Sí, querida, aquí no encontrarás mucha vida, son todo casas de gente mayor, como yo –rio, era muy divertida su compañía–. Y un montón de tiendas de trastos antiguos sin importancia. —Antigüedades ¡Cómo mola! –y correteé hacia la primera bocacalle que tenía un rótulo de madera antiguo. Me quedé boquiabierta ante las mil y una maravillas de aquel antiguo anticuario: cuadros, lienzos, barcos de madera y papel en botellas, figurillas de cristal y un hermoso alce disecado al fondo, rodeado de marcos de espejos forjados por la ágil mano de un herrero. —Parece cerrada, pero no lo está; los dueños de estas tiendas suelen vivir arriba, en el segundo piso, de otro modo no resultaría factible el negocio. Cabe mencionar que, en general, son todos jubilados, como yo –volvió a reír amorosa–. Es como una tradición en muchas ciudades pequeñas y pueblos, cuando la persona se hace mayor dedica sus últimos años a cumplir aquel sueño que no había podido llegar a cumplir en su juventud. De tal modo que convierte la planta baja de su casa en una tienda –explicaba la anciana con una mano apoyada melancólica sobre el lindel de la puerta. —Eso es precioso, pero a la vez muy triste. ¿Por qué no hicieron sus sueños realidad cuando eran jóvenes? ¿No es más fácil conseguir lo que uno desea con la fuerza de la juventud? Quiero decir, uno es más fuerte y dispone de más años para estudiar y ser productivo... –bajé mi voz sin entender. —Oh, querida. Sí, ojalá todos pudiéramos lograr nuestros sueños y metas de jóvenes, sería lo ideal. Pero desgraciadamen-
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te la vida es mucho más dura de lo que parece cuando uno es joven. Ahora ves las cosas de un modo más puro e inocente, todo parece alcanzable, nada imposible –sonreía ella de cara al escaparate. Sus dedos se iban deslizando pesados, cayendo por el marco de la puerta. Una sonrisa triste pero amable se dibujó en su rostro marcado por los años. Miré sus transparentes ojos azulados–. Como bien sabes, desde 1939 hasta 1945 tuvo lugar la Segunda Guerra Mundial. Yo era muy chica en aquel entonces, pero mis padres estaban en plena edad adulta, así que la guerra afectó mucho su manera de vivir. Los negocios se hundieron y la gente tenía que salir adelante a pesar de vivir sumergidos en una latente pobreza. Con la miseria y el caos no se pudo dar estudio a los jóvenes de aquel entonces, como consecuencia los sueños de estos quedaron congelados y llegaron a su edad madura sin haber podido realizarse debido a la escasez económica. Pero nunca es tarde para hacer realidad tus sueños, de aquí que en algunos lugares de Europa naciera la tradición en suburbios de montar el negocio de tu juventud en la planta baja de tu casa –explicó la señora. —Sí, entiendo. Mi abuelo por ejemplo usa el comedor de su casa, que da a la calle, para exponer y vender cuadros a la acuarela. —Sí, es eso mismo, hija. —Pero... respecto a lo que dijo antes. Discrepo sobre lo de que nunca es tarde para realizar tus sueños. –Di un suspiro y alcé los ojos a lo alto de la fachada de aquella casa-anticuario: «Los misterios del hombre viejo». Interesante y extraño nombre le habían puesto a la tienda. —¿Por qué lo dices, chiquilla? Si estás aún en la flor de la vida, nada es imposible con tu edad. ¿Cuántos son, dieciocho? –Asentí. Margaret me tomó del brazo y volvimos a la calle principal de aquella zona pueblerina que tocaba las afueras de
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la ciudad, en dirección al centro–. Venga, querida, háblame de tus sueños. ¿Qué te gusta hacer, o qué se te da bien? –continuó llena de energía. —Bueno, pues siempre, desde que tengo consciencia, he querido ser escritora, y dibujante de manga también, aunque eso me surgió al comenzar la escuela secundaria, que me di cuenta de que era buena. —Oh, pero si eso lo puedes hacer perfectamente, no es... —Ya, no, lo sé, lo sé, no es eso –le corté. Un nudo se apoderó de mi estómago y me costó tragar–. Eso sí que lo puedo lograr con el tiempo, por ejemplo ya he acabado el primer tomo de una trilogía romántica de terror y pienso publicarlo. –Aparte de que era una vaga y tardaba un montón en acabar lo que empezaba, pero eso no hacía falta remarcarlo ahora–. Y también sé que con los años se cultiva más la madurez intelectual, así que no me preocupa tanto. Más o menos lo mismo con el dibujo, ya que cursaré estudios superiores sobre diseño, siempre lo estaré tratando. –Me vino a la cabeza que también diseñaba y confeccionaba ropas–. ¿Sabe, Margaret? También sé diseñar y confeccionar ropas –dije alegre con una amplia sonrisa; el rostro se me iluminó y reí. —Oh, eso es maravilloso, chiquilla, se ve que tienes asombrosos talentos. No veo problema alguno en que un día resplandezcan como oro, solo tienes que cultivarlos ahora que eres joven y tienes tiempo y fuerzas. ¡Una artista! —Sí, eso sí, muchas gracias. Pero... mi mayor sueño... mi mayor sueño ya no lo puedo conseguir –el tono de mi voz disminuyó casi a un susurro imperceptible. —¿Por qué dices eso? ¿Cuál es tu sueño? ¿No los has nombrado ya? Sea lo que sea dudo mucho que tu edad te lo impida –hizo una pausa, vio que no decía nada y prosiguió–: Bien, está el hecho de que si se te da mal sería mejor pensárselo –otra
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pausa, notaba los esfuerzos que hacía por no desilusionarme–, ¿se te da bien? –buscó las pistas en mí. —Sí, genial, sale natural de mí. —Vaya, eso es bueno. Entonces... ¿tienes alguna dificultad física que te lo prohíba? –dudó en si efectuar o no la pregunta, ya que había gente que había tenido que abandonar un sueño por un accidente y resultaba peliagudo. Como un pianista al que le cortan los dedos. —No, para nada, aparte de la alteración nerviosa que padecí el último año, por la cual estoy aquí. —Cierto, cierto, esa fue la razón de tu intercambio. Bueno, pero eso no lo impide, ya estás sanada, ¿no? —Sí, ya puedo dormir y tengo un cuerpo muy enérgico y capaz, ¡je, je! –reí y salté alegre. Me solté de su brazo y bajé haciendo un paso de baile la cuesta que llegaba hasta la calle principal. —Oh, veo que también te gusta bailar –me miró asombrada y rio–. Ah, ya recuerdo, en casa siempre vas haciendo posiciones raras con los pies. ¿Haces ballet? –me preguntó ella cayendo en la cuenta. Aminoré el caminar y volviendo hacia ella comencé a subir lentamente la cuesta, y con una sonrisa esperé a que alcanzara mi altura. —Sí, soy bailarina de ballet –dije tristemente. —Ay hija, qué bueno. ¿Haces espectáculos y eso? —No –intenté ocultar la tristeza–. Comencé este septiembre por primera vez, llevo nueve meses únicamente, pero es mi verdadero sueño. Soy muy buena, pero por culpa de mi edad no podré llegar nunca a entrar en una compañía, por no hablar de las grandes. Según mi profesor, si hubiera comenzado con quince años, por mis condiciones físicas, sin importar la técnica podría haber ingresado en un internado en Madrid y salir
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ya con trabajo a una compañía. Pero con mi edad es imposible, por ello supongo que está casi como abandonado, y me dedico con toda mi fuerza a mis otros sueños. La señora me miraba con curiosidad, con los ojos ligeramente entrecerrados, como pensativa. —Pero... dices que es tu verdadero sueño, ¿no? –Asentí después–. ¿Por qué? –entrecerró más los ojos. —Pues porque cuando bailo siento como si cada movimiento fuera una cuidada nota de una melodía. «Sagrada geometría, cuando el movimiento es poesía». Es hermoso, ¿cierto? Es la estrofa de una canción, creo que describe a la perfección lo que siento respecto al ballet. Ahora ya la señora no me miraba con curiosidad, si no con una calmada expresión de expectación. —¿De verdad sientes eso cuando bailas? –Asentí de nuevo después de su cuestión–. ¿Y de verdad dices que solo hace nueve meses que bailas? –Volví a asentir–. ¿Podrías hacer algún paso? –Sonreí ante sus preguntas de fascinación. —¿Aquí y ahora? –me mordí el labio inferior en señal de confusión. —Claro, sí, sí, venga, no hay nadie que nos mire –se animó mirándome fijamente. Entonces, para complacer el deseo de la señora hice una reverencia, y a pesar de no tener puntas, me alcé en relevé en mis zapatos negros y crucé una polca a lo largo de la cuesta, finalizando delante suyo de nuevo en passé con petit battements. Retrocedí un poco más abajo de la cuesta e hice una pirouette acabada en arabesque. Quieta, alcé la pierna vertical al suelo por encima de mi cabeza en développé, devolví la posición a quinta, hice un plié y alzándome de nuevo, mirándola con una sonrisa de satisfacción, acabé con un split en el suelo, torciendo la espalda hacia atrás en un cambré.
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Me levanté de nuevo e hice una reverencia. Volví a su lado correteando feliz. La señora, atónita, estalló en aplausos. —Eres un ángel danzarín, ¡oh, dulzura! –y me apachurró entre sus brazos–. Papá Dios te ha dado un hermoso talento, hija, no lo menosprecies. Sobre todo diciéndome que hace tan poco que lo efectúas, eso sin duda tiene que ser un don, ¿no lo has pensado nunca? —Sí, bueno, la verdad es que alguna vez que otra me ha venido a la cabeza esa posibilidad, no es la primera persona que me lo dice. Y es cierto que hasta el año pasado no había surgido en mí interés alguno en bailar, al contrario, siempre había sido el patito feo y torpe de los deportes. –La señora negó mi última frase con un «oh» y una sacudida de cabeza, continué–: Pero... ese mundo es tan competitivo y exigente, que si no reúnes todas las condiciones no te dejan entrar. —Mira, linda –apoyó el brazo sobre mi hombro, paseándome yo a su derecha–, si Dios te ha dado algo es por un propósito, no desmayes, rézale y conocerás su voluntad. No pude hacer más que sonreír a la anciana, era algo muy típico de la gente mayor incluir a Dios en todas las áreas. No obstante, sabía que tenía razón, pero aun así seguía dudando de si ello realmente era algo que me había dado Dios o un capricho mío. Aunque era cierto, ante la duda no perdía nada en entablar una «charla» con Él. —Podrás no estar en los escenarios del... ese ruso... —¿Bolshói? –le leí el pensamiento. —Sí, ese, o la Ópera de París, pero... ¿quién sabe de qué otro modo podrás utilizarlo? –sonrió–. Por ejemplo, aquí en nuestra iglesia local tenemos niñitas a las que les gusta bailar y hacen algún que otro baile para la congregación en fechas especiales. —Sí, Margaret, entiendo lo que dice, pero no es eso lo que quiero. No es mi intención sonar despectiva, pero no quiero
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limitar mi talento, si es que de verdad lo es, a un círculo tan cerrado. Quiero explotarlo, que se vea, que lo vean, quiero bailar en un escenario, ir por Europa, ese es el verdadero deseo de mi corazón –caían mis cejas acompañando el tono de mi voz. —Vale, de acuerdo, lo entiendo. Entonces, si de verdad deseas eso y no quieres limitar tu don... ¿qué haces quejándote y dudando? –alzó la voz más, con ímpetu y energía–. Comienza a soñar a lo grande de una vez por todas, ¿a qué estás esperando? Al fin y al cabo tus talentos te han sido dados para esta vida, no para cuando estés en el más allá. Utilízalos, pequeña, y deja de vacilar. –Su tono se había convertido más bien en una riña, pero en una riña que buscaba producir en mí el más profundo deseo de motivación y victoria–. ¿Qué dice Dios? «Haced conocer todas vuestras peticiones delante de mí y yo os concederé los deseos de vuestro corazón de acuerdo a mi voluntad» –volvió a transformarse la entonación de su voz, esta vez era alentadora. —Sí, lo conozco, lo único está en saber si mi deseo cumple su voluntad. —Para eso está lo que te he dicho antes, habla con Él. –Me acarició el pelo–. Y no tardes, yo también tengo ganas de ver a la pequeña cisne bailarina en acción, ¿eh? –y se rio. Me reí y llegamos a la calle principal, concurrida de gente y con tiendas para dar y tomar. El pasaje enlosado con árboles en las aceras se abría amplio dándome la bienvenida a Emsworth. —Inés, esta es la parte comercial, aquí podrás irte de tiendas con las amigas; no es gran cosa porque para más hay que ir a la ciudad, pero hay tiendas interesantes –Emsworth era lo que se decía una town o ciudad pequeña. Mientras intentaba mantener un aire de juventud y hacía un recorrido por las tiendas y cafeterías, me vinieron unas palabras a la cabeza: «Mi voluntad es buena, perfecta y agradable».
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A mediodía nos paramos a comer en una cafetería con terraza al lado del eje comercial, en el cual se desarrollaba la mayor parte de la vida. Era la una de la tarde y disfrutábamos de unos platos combinados y coca-cola a la sombra de un parasol. —Seguro debe ser un poco muermo ir por ahí con una vieja tan ñoña como yo, ¿no? –se rio Margaret mientras limpiaba el borde de su vaso con la servilleta. Hoy se reía por todo, de tanto que lo hacía me entraban ganas a mí también. —¡No diga eso! No es verdad, me resulta una mujer muy interesante. –Y era verdad, aunque también tenía razón en que no querría pasar toda mi estancia de verano con la única compañía de una señora de sesenta o setenta y tantos años. —¡Ja, ja!, de todos modos no estarás solo conmigo, te presentaré gente de tu edad, nuestros amigos tienen muchos hijos adolescentes, por suerte, y en la iglesia también podrás conocer a otros tantos. Claro está, la ciudad está llena de jóvenes, aunque igual tendrás que esperar hasta julio para poder ver el esplendor de la juventud, ya que ahora aún hay clases –continuó hablando, sorbiendo la coca-cola. Las patatas bravas estaban realmente buenas, me encantaba el picante y sentí lástima cuando se acabaron; tuve un impulso de pedir otra ración pero no iba a ser maleducada ya que me invitaban. Este verano también me había puesto como propósito ser una señorita y dejar de lado y en el olvido de una vez por todas el mal comportamiento que tenía con mis padres. Por alguna extraña razón era superpaciente con todo el mundo menos con mis padres, en especial con mi madre. Esta estancia fuera de mi país debería servir de ayuda para cambiar patrones y refrescar la consciencia; también le sería útil a mis padres para fortalecer su relación en pareja. —¡Sí, genial! –grité sin venir a cuento. Algo en mí había cambiado estos días. Una alegría descomunal emanaba de mí
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y en alguna parte de mi corazón, cada vez más subiendo a flote, tenía el sentir de que algo maravilloso estaba a punto de comenzar. Tenía ganas de bailar, saltar, cantar y girar. No pude evitar que una gran sonrisa se apoderara de mi rostro. Gracias, Dios, por permitirme vivir esta felicidad que tan solo había comenzado. Pasamos como una hora más sentadas en la cafetería al aire libre, mirando pasar la gente y hablando. Yo le contaba sobre mi vida en España, mi familia, mis estudios, los propósitos de mi año sabático, etc. Una señora muy bien arreglada pasó a nuestro lado; detrás de ella un señor con sombrero agarrado de la mano de una niña con un gran vestido rosa. —Qué personas más elegantes, ¿cierto? –me fascinó. —Te encanta la vida de princesita, ¿no? —¡Sí! –alegué enérgicamente. Yo creo que soy una princesa y que un día encontraré al príncipe perfecto para mí, por ello le sigo esperando. —Haces bien, pequeña, porque un día el verdadero amor llegará, y el verdadero amor echa fuera todo temor. Cuánta razón tenía Margaret, todas las relaciones que había tenido hasta el momento habían sido de temor y dolor, por no mencionar mi primera ruptura, la más dura. No quería volver a repetir el mismo dolor, aunque bien cierto que era una señorita muy enamoradiza, y al menos una vez al mes mi corazón latía atontado por una nueva persona que al final acababa por desilusionarme, ya que no era «la persona». Así que otra vez me había prometido a mí misma esperar por la persona idónea y deseaba poder cumplir ese sueño, para que me trajese bendición, no un nuevo dolor. Estiré mis brazos por la mesa, desentumeciendo los músculos de la espalda. Apoyé la barbilla en el frío mármol de la mesa
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circular. La sombra caía cada vez más grande a nuestro lado, nos cubría. Respiré con fuerza el aire para despejar mi mente, quieta allí, en aquel momento del día tan placentero. Mientras la morriña me hacía cosquillas escuché una alegre melodía a lo lejos. Al principio no supe reconocer el tema principal, agudicé el oído y al darme cuenta salté de la silla con emoción. —¡Señora, es el circo! ¡El circo ha llegado a la ciudad! –no pude frenar la emoción–. Venga usted también, vayamos a verlo. –La agarré con gentileza del brazo y, recogiendo sus cosas, me siguió intentando mantener mi ritmo de trote. Algunas personas miraban con curiosidad y afecto mi entusiasmo de niña al corretear por las calles. —Es por allí –señalé con mi mano hacia donde venía la música, de espaldas adonde yo estaba sentada. En unos segundos llegamos a una plazoleta de vecinos redonda con una fuente en medio. —Buenas tardes, habitantes del sur de Inglaterra. ¡Somos la troupe Camelia y venimos de la ciudad costera del noroeste de Francia, Tourlaville! Yo soy la presentadora, Irene, encantada de estar aquí con vosotros –anunció una señorita de unos veinticinco años de cabellos castaños claros, postrada de pie encima de la barandilla de la fuente. Junto con ella venía una furgoneta propagandística con dos hombres que hacían salir la música de unos altavoces situados en lo alto del vehículo. —¡Qué guay, el circo! No había visto uno desde los siete años –clavaba mi vista en aquella furgoneta repleta de pintadas. —Y estamos aquí para informarles que nuestra compañía se aloja en la plaza al lado del ayuntamiento por los próximos cuatro días. Tendremos cuatro funciones que comenzarán a las seis de la tarde mañana domingo, lunes, martes y hasta el miércoles. Esperamos verlos allí y que disfrutéis de nuestro espectáculo –continuó hablando la señorita.
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Haciendo una reverencia se metió de nuevo en la furgoneta y, saludando con los sombreros por fuera de la ventanilla, los hombres arrancaron la marcha para deambular por el resto de la ciudad. La alegre furgoneta rosácea y anaranjada se alejaba por el lateral de la calle, difuminándose la festiva melodía cual palabras al viento, dejando aquella agradable sensación de jovialidad en mi interior. De pie en medio de la plaza, dando palmas de felicidad al son de la música evanescente, con una gran sonrisa, vi una parte de mis sueños desfilar aquel día. La mano de la señora se posó sobre mi hombro, y con una cándida mirada me invitó a ir volviendo para el hogar porque tenía una cena muy rica para prepararme. Así, joven y señora se alejaron de nuevo, cuesta arriba hacia los prados, con el sol de un día espléndido poniéndose a sus espaldas, guardián de los sueños.
IV ELISABETH
Domingo 17, me desperté agradecida de haber podido dormir casi sin interrupciones mis ocho horas y, llena de energía, me dispuse a vestirme con un vestido crema de volantes y una chaquetita de terciopelo esmeralda que yo misma había confeccionado. Después de desayunar me maquillé ligeramente y me até el pelo en un recogido con pinzas y un lazo crema. ¡Ya está! Estaba lista para mi primer domingo en la iglesia de Emsworth, en la cual, según la abuela, me presentaría a muchos jóvenes de mi edad. A las diez y media nos montamos en el coche y Fred nos condujo a la ciudad. El tiempo allí fue muy agradable, la gente era cálida y rápidamente quisieron conversar conmigo. Lo que me costó fue entender parte de la prédica ya que se hablaba un inglés bastante culto. Margaret me introdujo en el grupo de unos diez jóvenes y cogieron mi Facebook para poder chatear y comunicar conmigo, por si quería salir con ellos. Para la hora de comer no hubo la típica quedada de jóvenes que hacían en mi iglesia hispana, así que fuimos de nuevo a casa a comer y después los señores fueron a echarse una siesta. La siesta, aquel momento del día que yo nunca había dormido, pero que me permitía poder hacer lo que quisiese mientras los
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otros dormían, eso sí, en silencio. Así que después de un rato de vaguear en mi cama, dando vueltas y mirando a Victoria, me levanté y bajé al jardín, de nuevo por la cocina. Busqué con la mirada a la gata, que desde ayer por la mañana andaba desaparecida. También es cierto que en una casa tan grande con terrenos pocas veces eran las que encontrabas al gato ahí quieto a tu lado. Bueno, supongo que debería ir en esta aventura yo sola. De nuevo volví a sumergirme en el mundo de las maravillas. El abrir la puerta y ver aquel verde acuoso alzarse cual lianas intentando agarrar el cielo con sus pies unió mi corazón al mismo son salvaje. Entretejida en el mosaico de la magia proseguí mi caminar, con una clara y fija dirección: el círculo de hadas. Lo iba a comprobar, vería si era real el mito y si aquellas criaturas eran tan benévolas como se decía o, por el contrario, malignas como el diablo. Introduciría un pie, con cuidado. Al fin y al cabo, si pasaba algo y no me encontraban me buscarían en el jardín, no creo que me moviera de allí. Ahora faltaba encontrar el sitio exacto, en todo caso fui guiada por una ardilla misteriosa; mi corazón latía de emoción al recordarlo y por un instante busqué con la mirada algún signo de movimiento en lo alto de las copas de los árboles que me brindara una traviesa sonrisa. Continué por el camino marcado, rozando la corteza de los árboles con la yema de los dedos, acariciando cada textura, cada única y mínima mágica sensación. Memorizaba. Sopesé la decisión de desviarme del camino entre la espesura del bosque naciente, que al fin y al cabo era donde creí haber encontrado a las hadas el otro día. —¿Hola, hay alguien? –vociferé con cuidado, sonrojándome. Dudo que fuera a obtener alguna respuesta sobrenatural. Ya llevaba caminando un buen rato, pasó un cuarto de hora y no logré encontrar aquella marca de setas. Juraría que había caminado por la misma zona, ¿no? O quizá era tan amplio el
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terreno que había dado vueltas por los circundantes y ahora me estaba saliendo del terreno. ¿Y si me alejaba más, casi saliendo del bosque hacia los campos de heno? No sabía hasta dónde continuaba siendo terreno de la casa pero... por probar... no creo que nadie fuera a enfadarse conmigo. Lo que me daba miedo era si había perros sueltos, ¿ahí qué haría? Me atemorizaban porque de pequeña uno había salido corriendo detras de mí en un parque y me había mordido la falda. Por un rato me quedé de pie, apoyada en un tronco, con la mirada fija en los campos verdes que se divisaban al final entre los arbustos y ramas. ¿Sería arriesgado? Pensándolo más fríamente, al fin y al cabo entre terreno y terreno de propiedad también había terreno público, así que no podían dejar bestias feroces sueltas, podría morir alguien si no. Así que, con el corazón en la mano, salí hacia los campos de heno. Las hierbecillas me hacían cosquillas en los tobillos desnudos y en las piernas, de vez en cuando tenía que vigilar que no se me enganchase el vestido con los arbustos y zarzas. El paisaje era en verdad espléndido, hermoso. Abrí los brazos como alas a los costados y respirando el aire corrí fundiéndome con el escenario. Embriagada por tanta belleza, giré y bailé entre las gramíneas y la tierra que rodeaba los cultivos ya cortados por la cosecha de principios de junio, ligeramente nacientes y verdosos. Báilame, bella brisa, acúname entre tus brazos, acaríciame como alas entre tu pecho, que el calor de tu seno estival gracie de paz mis ojos. Y el bello cisne se expandió en un blanco vals, regando la tierra de gozo y felicidad. Entretanto, una joven silueta dorada se acercó con el fondo, llevando el sol brillante a sus espaldas, como un ángel. —Tú, pequeño cisne, bailas muy bonito –me dijo cálida la voz de una joven de largos cabellos rubios rizados y cándidos ojos celestes, postrada a mi lado.
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Paré sobresaltada en el acto, me había estado mirando, pero sabía que cuando bailaba a mi bola me salía mejor que en ningún otro momento, así que estuve orgullosa, a pesar de que mis zapatos no fueran los más apropiados y en algún que otro momento fallara mi pie. Retrocedí un paso e intenté taparme el rostro con una mano torpe, ella se rio de mi reacción. —No tengas vergüenza, lo digo en serio. Soy Elisabeth Backer, vivo en la granja –y se volteó a señalar detrás. Así que la plantación de heno era de su familia. —Ay, lo siento mucho, perdone mi mala educación, no quería pisar los cultivos. –Me sentí como una completa idiota. —No pasa nada, yo también vengo aquí a desfogarme de vez en cuando. —¿Bailas también? –No sé a qué vino mi estúpida pregunta, producto de la ferviente obsesión mía por el baile. —No, yo escribo, pero mi tío trabaja en el circo –me sonrió la señorita. Ante su frase estiré una expresión de fascinada expectación; al instante volví a darme cuenta de mi aniñada estupidez. —Disculpe de nuevo, no me presenté. Soy Inés, vivo en la casa más allá del bosque –y me giré como ella a señalar detrás de mí. Cuando volví a verla estaba delante de mí, era delgada y más alta que yo. Me estiró la mano y yo se la estreché. Aún me era rara esa manera de saludar, acostumbrada a los besos hispanos, pero millones de veces más afín a mi personalidad, excepto si se trataba de un chico guapo, ahí quería un sinfín de excusas para un acercamiento. —¿Diecisiete? –ladeó la cabeza. —No, dieciocho y medio –reí–. ¿Y tú? –Parecía mayor que yo pero su rostro era muy dulce, cosa que me hacía dudar sobre su edad y no quise errar.
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—Veinte. –Sí, había dado en el clavo en mis pensamientos. Ahora me arrepentí de no haber intentado adivinar, me gustaba presumir–. ¿Puedo quedarme aquí contigo? La verdad es que no tengo mucho más que hacer ahora, aunque pensé en ponerme a escribir, hace buen día y seguro que me inspira algo. —Oh, claro, son tus campos, soy yo la que debería pedir permiso. —Oh, venga, déjate de formalidades. Ven si quieres, que te enseño un árbol muy grande en cuya sombra puedes venir a relajarte siempre que quieras. Paseé a su lado entre las altas hierbas que acariciaban nuestras piernas. Ella iba vestida con unos pantalones blancos, botas y una camisa a cuadros roja; se ató una coleta al lado y apoyó la espalda dejándose caer al pie del gran árbol. —¿A que es bonita la vista desde aquí? Yo lo encuentro un sitio muy relajante. Ven siempre que quieras, ahora cuando empiecen mis vacaciones estaré siempre por aquí. —Vaya, muchas gracias. –Me senté a su lado y miré a lo lejos. El paisaje se perdía en dirección al pueblo y se podía ver el mar en el horizonte, más allá de las carreteras polvorientas y de los pastos–. Sí, es muy bonito, se puede ver el puerto. —Es justo eso lo que lo hace tan maravilloso. Porque estás aquí perdida en el verdor, aislada en medio de campos feéricos, como una canción de cuna, sin ruido, tan solo el mugir de las vacas. A la vez es como si estuvieras en el centro de todo. Ves la vida pasar entre aquellas líneas ensortijadas que dan a parar a la mar, el final de todo, que recibe con sus brazos extendidos. –Escuché fascinada las palabras de Elisabeth y por un instante pude ver dentro de su corazón la bella y admirable persona que se cobijaba vestida entre bellas palabras–. Ahora estamos sentadas en el principio. –Volvió la vista a mí y sonrió amorosa.
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—Vaya –aludí boquiabierta–. Sí, entiendo... –Medité en mi interior. Estamos en el origen, ya que desde aquí vemos la vida que es la ciudad y el final que es la mar. Sí, Elisabeth tenía una gran verdad. ¡Esto era maravilloso! El árbol, los campos de heno, mi jardín, el lugar de mi secreto círculo de hadas. «¡Esto es mágico y maravilloso, todo esto!», grité a mi interior–. ¡Sí, sí, es maravilloso! Gracias por haberme hecho ver la verdadera belleza que se esconde tras la apariencia. –Ensanché los labios y me quedé absorta, con la mirada perdida allá a lo lejos, en la mar. Eli se rio y, dándome un golpecito en la frente con la punta del dedo, me hizo volver a sentarme. Caí suavemente sobre mi trasero de nuevo a su lado. —No he sido yo, has sido tú la que ha logrado ver la maravilla de la creación. –La miré sin entender con un «¿eh?»–. Solo las personas con un corazón puro pueden ver la vida sin velos que cieguen sus ojos –susurró ella, perdiéndose en un delirio con sabor a miel. Qué fascinante era Elisabeth, con solo un instante a su lado había logrado enamorar mi alma. Yo también escribía, pero ella era todo un fluir de poesía, sus labios destilaban poesía, juraría que hasta la espiraba. —Me he enamorado de ti –le solté bruscamente con los ojos como platos, de nuevo alzada sobre mis piernas como un perrito. —¡Ja, ja, ja!, no seas tonta. –Y me volvió a regresar al suelo con otro golpecito en la frente. —¡Ay! –Caí y reí. Las horas pasaron en aquel idílico paraje, recostadas en el árbol al lado de la blanca granja, con el olor de los animalillos
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que pastaban y el mugido de las vacas. El sol picaba en un día de entrante verano y aquel sopor somnífero dejó a Elisabeth dormida sobre mi hombro. Mis ojos se cerraban, pero no lograba dormir. Siempre fui muy delicada en lo relativo a dónde y cuándo dormía, podía pasar vigilias eternas tan solo porque mi cerebro había sido programado para la alerta contínua. Lo odiaba, solo hacía falta una emoción negativa para perturbar mis noches. La sombra de las cinco de la tarde nos abrazaba como un manto y la suave brisa despertó a mi nueva amiga, que se irguió y, frotándose los ojos, lidió con reconocer el lugar en el que estaba. —Vaya, ¿me he quedado dormida? –Se incorporó y la expresión de desconcierto al ver mi rostro desapareció a los segundos. —Cierto, Inés –y se rio dándose unos golpes en la cabeza con los nudillos–. Perdóname, ¿no dormiste tú? —No, solo me duermo en la cama y de noche, es un asco. —Bueno, es lo correcto –dijo, pero hice una mueca de tristeza, aún tenía en mi memoria los sucesos de hace unos meses aunque ya habían desaparecido casi por completo. Eludió mi expresión. —Vaya, ya son más de las cinco –miró su móvil–. Los Brown deben haberse despertado de su siesta, igual se preguntan dónde estás. —Anda, es cierto –alcé mis cejas en sopeso. —¿No sueles salir al jardín? –preguntó ante mi expresión. —¡Ja, Ja!, no es eso, es que nunca me había alejado tanto del jardín, no sé si se enfadarán. —Uy, uy, pues más vale que vayas apareciendo, para la próxima pregúntales. Diles que conoces a la hija del granjero Backer y que vienes a visitarla, ya verás como no mostrarán pegas –hablaba alegre ella. Me incorporé para despedirme. Esta
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vez le di dos besos en la mejilla, al estilo español, y salí de nuevo a mi hogar correteando como un hada por mi propio locus amoenus. Para el final de la tarde ya había hecho una amiga, Elisabeth Backer, hija de granjero y que había vivido toda su vida en Emsworth, estudiante de tercer año de Educación Infantil. Tenía dos hermanos, una pequeña, Lilly, y uno mayor, Ronald. Mi llegada aquí como española en la villa Bullington, aunque regida por los Brown, ya se había extendido en boca de los lugareños; Margaret me hacía llegar salutaciones varias. Escoltada por las blancas paredes de mi habitación, al lado de la castaña cortina con patrones florales, intenté escribir una poesía. Venía alegre, feliz, seguro que Elisabeth me había contagiado algo de su talento. Intenté ver qué salía, mi escritura siempre había sido mecánica, escribiendo con el corazón y luego releyendo y razonando con la cabeza. Era una habilidad que en el pasado me resultó muy útil en la práctica de la magia. Para mi impresión, unas líneas captaron mi atención, eran totalmente bizarras, no se diría nacidas de una alegría. ¿Por qué las había escrito? ¿Sería alguna forma de autoprofecía del corazón? Y te aviso que andas buscando el peligro Encantada en un oscuro baile Encandelada por su dulce aroma Adornando tu pecho de rosas Cuyo color destila sangre Pero que un día ya no te soltará
Yo ya había pasado por esto, mi pasado, mi oscuro pasado, mi mortífero pasado... No. Yo ya era una nueva persona, ya no me iba a hacer más daño a mí misma, mis ojos ya estaban
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bien abiertos; lo que en el ámbito cristiano se dice «seguir al Señor». No volvería a ser engañada por más «lindos gatitos» que luego muerden y arañan. Había quedado bonita la estrofa, pero me daba una mala sensación, así que la taché con el boli en una mezcla de rabia y pena porque sabía que había quedado bien, pero... ¿para qué iba a deleitarme en lo malo? ¿Volver a sufrir? No, gracias. Uno de los escritos de esa tarde me pareció bonito y salí al banco delante de la casa para conectarme al wifi y lo subí al Facebook. Respiré conforme, el día de hoy había sido un buen día, me encontraba descansada y enérgica y había visto gente de mi edad y hecho una amiga. ¿Qué más podía pedir?, para colmo rodeada de tan hermoso paisaje y con paz en mi alma. Alcé mi cabeza hacia la estatuita de piedra, sonriendo me levanté y le di un golpecito en la nariz. —Hada traviesa. Volviéndome a sentar, pensé en buscar a Elisabeth en la Red; habría millones de Elisabeth Backer, así que decidí probar suerte buscando entre los amigos de las dos solicitudes que acababa de recibir de dos chicos de la iglesia a la que fui esta mañana. Curiosamente, ambos la tenían agregada. Vaya, tampoco es que Emsworth sea un pueblo, aunque los jóvenes hoy en día parecen conocerse todos. Más de una vez eso me había jugado una mala pasada en Barcelona, cuando creía que mis hábitos a escondidas no podrían ser revelados a los de mi círculo. Tonta de mí. Por no hablar del mundo cristiano, donde la población de México y España parecían ser el mismo pueblo. Con razón nos llamábamos hermanos, si nos conocíamos todos. Me reí interiormente. Eso era bonito pero también molesto, ya que el conocer todos a todos trae ciertos problemas de privacidad. Quizá Elisabeth iba a la misma iglesia en Emsworth, quizás.
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Acomodada en mi óvalo de pensamientos (óvalo porque variaban y parecían tomar otro camino pero volvían al mismo sitio), el bastón del señor Fred golpeando la tierra me hizo girar. —Inés, Inés, a ver si tendré que ponerte a dormir en el jardín, que estás más allí que en la casa –se rio el señor y, ayudado de su bastón, se sentó en el banco a mi lado golpeándome el hombro. —Perdone, pero es que me tiene enamorada el jardín, es como un cuento de hadas. —Pues las hadas son muy traviesas, no te dejes atrapar, ¿eh, pequeña? ¡Ja, ja, ja! –dijo serio y luego rio–. No hagas caso al viejo, Inés –y sacudió la mano delante de su rostro como para restar importancia a sus palabras–. ¿A que es bella? –señaló con el bastón a la hadita de piedra arriba del buzón. Una sensación extraña de incomodidad me saltó en el pecho e intenté pasar por alto su comentario. —Puedes salir siempre que quieras allá fuera, y perderte en los campos, no hay perros peligrosos; siempre que no pises los cultivos, todos estamos muy acostumbrados a ver a los ciudadanos pasear, no es como si lo consideráramos terreno privado. –Casi me precipité a contestar un: «Sí, ya lo he hecho, y fui a la granja de los Backer...», pero preferí dejarlo para la cena y contesté con un «ya». —Si ves a Silva por allá tráela para cenar, esa gata tiene la mala costumbre de perderse, es como si se la tragaran las hadas, ¡ja, ja, ja!, malos bichos, sí –pausa y risa desvaneciente–. Olvida los viejos cuentos del abuelo, o vendrá el hombre del saco y te comerá. –Me pasó otro extraño escalofrío y esbocé una risa forzada–. Es broma, es broma, ese tampoco existe. ¡Ay!, las tonterías que llega a decir uno a mi edad cuando se levanta con dolor de espalda de la siesta –y se fue yendo por la puerta, entrando a la casa a medida que refunfuñaba.
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Me quedé de nuevo sola, con el cielo sus colores apagándose. El hombre del saco tampoco existe. El «tampoco» se referiría a las hadas. Era sorprendente que nadie creyera en ellas, pero también era de esperar. Quizás es como decía Elisabeth, solo la gente de corazón puro las puede ver, y los corazones en esta sociedad moderna se habían ensuciado mucho. Aunque bien sabía que no era así, había gente... cuya oscuridad abría las cortinas de sus ojos, sin embargo, las maravillas que ellos veían se convertían sutilmente en una engañosa pero dulcemente camuflada letalidad. Yo misma sabía la verdad, pero... ¿hasta qué punto era propensa a dejarme engañar? Había sido presa fácil del mal muchos años. Meneé la cabeza para quitarme todas las «pamplinas» y, cerrando el portátil contra mi torso, me alcé a besar los diminutos labios de la figurilla. —Bonita no, hermosa. Al entrar por la puerta me pareció haber sentido una brisa entre mis cabellos, sin embargo, hoy no soplaba ni una pizca de aire. No sabía por qué una sensación de malestar me oprimía ligeramente los huesos, ahuyentando de mí la apacible sensación de paz y felicidad que el día me había brindado. Aquella noche a la cena había descubierto que ciertamente, según mi suposición, Elisabeth también era uno de los jóvenes de la iglesia de Emsworth y era muy conocida en toda la ciudad por su cándida y devota personalidad y por las áreas en las cuales trabajaban sus familiares. Tal y como me había dicho ella, su tío trabajaba en un circo del sur de Inglaterra, el próximo día que la viera tendría que bombardearla a preguntas sobre ello. Hablar sobre mi nueva amiga me volvió a llenar el corazón de felicidad.
V EL DULCE BESO QUE OPRIME
Elisabeth y yo íbamos montadas en el blanco Peugeot de mi
padre, salíamos de la ciudad en dirección a la alta montaña. Al poco tiempo, un hermoso y resplandeciente paisaje de crecidas cumbres que mantenían con ligereza el aguanieve de la ya pasada helada primavera nos daba la bienvenida entre un hálito de risueña bonanza y pícaro porvenir. Mi padre aparcó el coche en el valle, atravesado por un río cristalino de pacífico cauce al cual ambas nos dirigimos enérgicamente abandonando los asientos del coche. El día anterior había estado con mi profesor particular; yo sabía que él era un vampiro y que actores famosos que se le parecían habían protagonizado películas sobre su vida. Pero no, él era mío, él había pasado parte de su vida intentando encontrarme, era la elegida, y ahora yo era su eterna muñeca. Nadie más sabía la realidad y yo cada semana me sentaba en su regazo cuando mis padres nos dejaban solos en la casa; después de haber atendido a sus lecciones, me miraba con ojos profundos y voraces, alimentándose de mi enamoradiza fascinación. Nada había llegado a mayores hasta ayer que, finalizada la hora, perdida en sus pétreas e impávidas pupilas, su rostro acabó de acercarse al mío, cautivo en el deleite que me producía el
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simple acto de contemplarle. Atontada y enturbiada por los vapores del ensueño, sus labios se unieron con los míos en un húmedo y apasionante beso. Con fuerza me solapó a él y su lengua recorría enardecida mi boca, notando como de vez en cuando sus prominentes colmillos rozaban la delicada superficie interna de mis labios. Un frenesí escalofriante me embriagó de lujuria y deseé aferrarme más y más, unirme como una sola a aquel cuerpo, a mi oscuro amante vampiro. Pasado el recuerdo sonreí ocultando mi sonrojado rostro entre mis hombros alzados, mordisqueando suavemente el fular alrededor de mi cuello. Metí un dedo en el agua y me llené con la extraña energía que me proporcionaba su gelidez. Me recordaba a él, mi secreto profesor... frío como la muerte, pero de pasión y belleza sin límites. Mi común rostro había ido tornando formas de belleza desde mi primer encuentro con aquel príncipe, el reflejo en el agua hoy así lo confirmaba. Me sentí grande, nadie podría conmigo, era mayor, superior, con un gran hermoso pero letal secreto que ocultar, que había cambiado mi vida en un fascinante destino. Agarré el brazo de mi amiga y la eché a mi lado, abrazándola, estirada ella en la hierba al lado del río; la besé en la mejilla y reí alegre, feliz con mi vida, perfecta, sin nada que le faltase y aun más, con todo aquello que desease. Mi padre daba vueltas alrededor del valle, mirando las plantas; las puertas del coche estaban abiertas de par en par, al igual que el maletero, para airear los humos producto del esfuerzo del coche al subir un terreno tan empinado por largo tiempo. Para sorpresa mía, a los pocos minutos de haber aparcado allí, subiendo por el camino contrario a nuestras espaldas vi a mi profesor con ropas de campo, brazos abiertos y ancha sonrisa en los labios, como quien casualmente pasara por allí y se encontrara en el lugar más normal y corriente a unos parientes.
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Fue, abrazó a mi padre y, en cuclillas a mi lado, me preguntó qué tal todo y me saludó. Una parte de mi corazón desbordaba felicidad, otra luchaba por reprimir la descontrolada pasión que le hubiera atacado ahí mismo. La racional en mí me decía que ese encuentro no era para nada una coincidencia ni natural, aún menos pasados los acontecimientos recientes y sabiendo la verdadera naturaleza de aquel ser que pretendía ser humano. Solo había pasado un día. Al instante logré entender el porqué de su visita. Arrodillado a mi lado, sin la presencia de Elisabeth, alejada de nosotros buscando insectos en el río, susurró a mi oído, manteniendo la mirada fija en los dibujos que el viento trazaba sobre el agua: —Bajada la explanada, por el camino polvoriento, verás un embalse. Bajando por la casa de los transformadores se llega a una aldea devastada, verás una entrada a través de un pasaje tubular, lleva a las mazmorras; en medio hay un estanque artificial de agua. Allí nos encontraremos. Antes de levantarse pasó sus dedos entre mis piernas hasta que solté un suspiro alterado. Ensanchando su amplia y fermosa musculatura se puso en pie obviando mi presencia, enmascarado tras la actitud racionalmente esperada de un profesor y una alumna normales y corrientes sin ningún otro tipo de relación más que la profesional. Cruzó unas cuantas palabras más y siguió su camino por el sendero que subía hacia lo alto y desolado de la montaña. Tras un rato de pasear por los alrededores embelesadas por la belleza y diafanidad del día, Elisabeth y yo nos habíamos perdido en nuestro caminar por una zona ruinosa, la que sería restos de una aldea abandonada. Cogidas de la mano pasamos por una edificación tubular en la cual, a los pocos pasos de nuestro caminar por aquella edificación, no se podía ver la luz
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de la entrada. Correteamos por los alrededores y el suelo se había vuelto plano, estábamos en una especie de pasillo de alcantarillado, pero sin haber notado que descendíamos del nivel de la tierra. Aturdida y con cierto espanto a la situación desconcertante, nos abrazamos la una a la otra. Ardía en pasión de consumir mi deseo, acariciaba los dedos de mi amiga con deseo. No sabía si considerarla estorbo en esta situación, pero a pesar de la locura de mi amor, una voz en mi corazón no me dejó proceder sola y a medida que avanzaba paso por paso la voz de la alarma se hacía más presente. Olvida, Inés, lo encontrarás al final del camino, ya pensarás qué contarle a Elisabeth. De hecho, su presencia me parecía parte del conjuro. Profesor, mi ardiente amante. Mi oscuro vampiro, deseosa toda de tus besos, sangrienta concupiscencia ladrona de mi juventud. Todo lo que se podía ver era el camino que continuaba recto a nuestros ojos, que por la falta de claridad parecía largo. Una tenue luz de un apagado rojo sangre iluminaba el camino desde un origen desconocido. No fue hasta que, armadas por el valor, la curiosidad o un intento de racionalidad, seguimos hacia delante y desembocamos en una sala cuadrada en medio del camino, que continuaba en línea recta al otro lado del cuarto. Al fondo de la sala, hundida aun más en una oscuridad palpitante, se podía ver el muro ennegrecido, en el alto del mismo caía una cascada de la cual brotaba sangre, llenando aquel embalse cuadrado que abastecía la mayor parte de la superficie de la sala. Los bordes de la grotesca bañera estaban esculpidos en piedra y en su mitad la boca de una serpiente daba la bienvenida al placentero baño. Espantada, grité cundida por el pánico producido por la deformada visión. Elisabeth temblaba sin habla, aferrándose a mi espalda. En el acto, no dejando tiempo para la reflexión de mis pensamientos, él, mi amante vampiro, se alzó del bello
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centro de aquel estanque sangrío. Despojado de camisa en brazos alzados, devorándome con esa fría mirada que chorreaba sangre, descendiendo, dibujando patrones por las curvas de su inmaculado cuerpo alabastro. Su boca se abría sedienta de muerte y pasión, con los colmillos brillando al haz del foco lumínico de apariencia etérea que surgía de las profundidades de aquella demoníaca bañera. Esto ya comenzaba a pintar un cuadro repugnante. La normalidad de la sangre en la vida de un vampiro no había logrado ser asimilada por mi débil consciencia humana que, embaucada por el pánico, forcé en pies y alma a huir de allí, arrastrando a mi amiga del brazo, ahogada por mis suspiros que luchaban con perderse en el abismo. Ambas, conmigo a la cabeza de la huida, corríamos desalmadas, oprimidas en un cúmulo de alienación entre un laberinto de habitaciones ruinosas, incapaces de retomar el camino inicial que en nuestras mentes asociábamos a la salida. Agotada de correr, caí desplomada en un pasillo de entre el sinfín de habitaciones, al girar una esquina. El gran muro de pared se alzaba infinito como el resto de aquel psicótico laberinto demencial, pero bellamente adornado por un amplio espejo oval en el cual incidía la misma luz sanguínea. Al fijar inconscientemente mis ojos en él pude ver mi cuerpo desnudo transformado en el de una bella mujer. Mis senos habían crecido y las formas y proporciones del resto despechaban sensualidad por doquier. Asombrada, abrí mis labios y pude vislumbrar unos salientes recién nacidos colmillos que transformaban la expresión de mi rostro en bella fatalidad y cautivante opresión. Mi cuerpo, para mi sorpresa, andaba bañado en sangre. Asustada por tal visión de mi ser, busqué desesperada a mi amiga, pero en medio de la confusión, unas manos agarraron abruptas como garras mis tobillos, estirándome y arrastrándome de nuevo hacia aquel lago infernal. Era él, su dulce rostro
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se había desfigurado en una histriónica mueca, cayéndose la máscara del encanto que tanto tiempo había estado camuflada por los velos de mi inocencia. Aferré con fuerza las muñecas de mi amiga, arañándola del esfuerzo por tal de no dejarme ir, para que esa horrenda criatura que antes había considerado mi más benévolo amante no me despedazase. Para más, Elisabeth, al igual que yo, también había sido transformada bajo la forma de una hermosa vampiresa, su cuerpo desnudo e insinuante estaba bañado por una larga y ondulante cabellera pelirroja, ardiente como el fuego. El amor de mi amiga, que estiraba mi cuerpo hacia ella, y el deseo de mi corazón nos permitió a ambas desatarnos del príncipe opresor y poder huir, girado el pasillo hacia una aldea subterránea que era fruto del sinfín de pasillos y corredores laberínticos. La pesadilla danzaba bajo el escenario de escarlata luminiscencia y los gritos agudos de bebés se hacían sonoros detrás de la puerta de cada casa. Un poblado desolado se abría bajo el cielo abruptamente oscurecido, como si con un pincel hubiera sido pintado. Los alocados callejones cesaron y dieron a parar a aquel escenario, en medio de la montaña, aquella montaña que hace unas horas había sido escena de una placentera excursión de fin de semana. Sin embargo era de noche, una luna roja teñía nuestros demoníacos cuerpos. Llevadas por la locura, ambos cuerpos, nuestros cuerpos, se deslizaron sigilosos por la puerta de cada casa, llevándose a los bebés de cada familia y destrozándolos en medio de sus ojos. Portadoras del sufrimiento y la desesperación a aquella pequeña, pobre y maldita aldea que pacíficamente había permanecido en la soledad y el olvido por todo lo largo de estos años.
VI EL APUESTO HEREDERO
Ya comenzaba la semana y los jóvenes estudiantes ingleses todavía
tenían clases. Elisabeth, mi vecina y nueva amiga, vendría después de comer, pero ahora disponía de la mañana libre en su totalidad para mí solita. El inicio de esta ya era predominantemente inglés, un cielo grisáceo ahogaba el bello y alumbrante sol de la semana pasada. Tan solo por este hecho ya lo notaba todo completamente distinto, casi podía sentirlo como otra ciudad, otra vida, otros personajes en otra historia. ¿Tan poderoso era el efecto del clima en cómo uno vivía su historia o en cómo uno recordaba de un preciso modo un suceso marcado en su memoria? Pues debía ser así, porque, mi soleado Emsworth de este pasado fin de semana ahora se mostraba apagado y solitario. También cabe decir que vine aquí cuando todavía no había acabado la jornada escolar. Hoy tenía que hacer frente a una mañana solitaria en su totalidad; parte de este hecho me reconfortaba, ya que amaba el poder adentrarme en mis fantasías sin que nadie me estorbase. Cómo no, más ahora que tenía aquel pequeño tesoro secreto en mi corazón: mi preciado «jardín de las hadas» al cual así había bautizado. Cerrando mi ventana y vistiéndome, bajé a desayunar con los ancianos Brown. No había pasado nada fuera de lo normal, pero
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albergaba en mí esa extraña sensación de incomodidad y desasosiego, similar a andar en calcetines por unas aguas fecales lodosas. Sí, en calcetines, porque la sensación de viscosidad y porquería encerrada es aún mayor. Apagada por la intranquilidad, una vez a media escalera decidí volver a subir a mi alcoba y orar, lavarme la cara de nuevo e intentar olvidarme y renunciar a aquel macabro sueño que había perturbado mi descanso esta noche. Estaba de mal humor. Hace un año hubiera sido el estilo de sueño que ansiaba tener, deleitándome en su afilado sabor agridulce, enamorada de la muerte. Ahora había aprendido de qué modo aquellos «dulces gatitos» habían sido los responsables de tanto dolor y sufrimiento en mi vida, y los detonantes de mi más devastadora y agonizante enfermedad: el insomnio. Mi mente había llegado a ser perturbada a tal grado que ni con narcóticos conseguía el sueño. Oh, pasado de tortura y calvario, ¡aléjate de mí! No volveré a darte pie nunca más, ni nunca más volverás a poder agarrar mi mano. Insomnio, transformado en locura, el cual había estado a punto de llevarse mi vida con mis tiernos diecisiete años y de nuevo en los entrados dieciocho. Ahora no iba a volver al pasado, no iba a caer de nuevo en las artimañosas garras del enemigo, no, no se iba a salir con la suya. Yo viviría y tenía un gran propósito para cumplir. Además... pestañeé coqueta delante del espejo dando un giro sobre la punta de mis pies. —Voy a ser bailarina –junté los labios como una flor. Sonreí ampliamente al espejo y, obviando el ligero dolor de cabeza, volví a salir de mi cobijo correteando por las escaleras, para abrir la puerta de la cocina enérgica. En vez de eso, al alcanzar el lindar del comedor, me paré con un impulso de curiosidad, con cuidado tomé el pomo de la puerta. Abrí silenciosamente como si un fantasma aguardara en su interior. El hermoso y amplio comedor era de ensueño, solo que la mayoría de
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muebles permanecían tapados y sin mucha decoración, posiblemente toda guardada en el gran armario de ébano oscuro olvidado en la esquina. Algún día harían alguna comida o cena, seguro que alguna persona había venido y vendría, en algún momento... Sería hermoso que eso pasara estando yo allí. ¿Un baile de sociedad? Ya soñaba demasiado, Inés, Inés, es peligroso darle tanta rienda suelta a la imaginación. —¿Inés? ¿Qué haces ahí parada? Entra, vamos, el desayuno espera en la cocina –rio el abuelo y esperó a que saliera para cerrar la puerta del gran comedor. El no haber concurrido nunca ese espacio le otorgaba un aire de misterio. Caminando hacia la cocina eché una mirada furtiva al marco acristalado de aquel salón de maravillas. Retiré la silla y, apoyando la barbilla entre ambos puños, esperé que las tostadas salieran del tostador. —Inés, hoy tenemos un invitado especial –Margaret retiró la silla y tomó asiento, colocando sus rebanadas de pan sobre el plato–. Lo siento que no te lo habíamos comentado antes, no esperarías que se metiera otra persona en la casa, ¿no? Perdónanos pero es el heredero de la villa, ahora vive en Leeds, al norte del país, y viene aquí por asuntos que no conozco, del trabajo será, es un importante ejecutivo con sus prontos treinta años. —Ah –entreabrí mis labios por un segundo. Lo cierto es que si hubiera sido una persona de mi edad me hubiera ilusionado, a pesar de sentirme al principio un poco cohibida. En cambio, si era un adulto no me incumbía en lo más mínimo, andaría a su bola por ahí como los señores y no tendría necesidad de verle ni de que me robase la privacidad–. No importa. No molestaré. —No seas tan modesta, hija. El señor Ellis es un hombre muy apuesto, lo más seguro es que solo frecuente la casa para la hora de dormir y desayunar.
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La primera explicación de Margaret me resultó un tanto extrañamente fuera de lugar. «El señor Ellis es un hombre muy apuesto.» ¿Era eso algún tipo de intento de cautivar mi atención o un afán secreto de la señora hacia los jovenzuelos de buen porte? De todos modos, él tenía treinta años, las cosas cambiarían un poco si me hubiera dicho que se trataba de un joven de veinticinco. Aunque... en aquel instante una fantasía olvidada pasó furtivamente por mi cabeza. Me coloré en cuestión de fracción de segundos y, ocultando mi rostro con un movimiento de cabello, alargué la mano para tomar las tostadas. ¿En qué estaría pensando? Tonta, tonta, ya van dos veces las que has flirteado con profesores, ¿qué te crees que estás haciendo con ese juego infantil sin cabeza? Ah, cierto, ahora recordé, esas palabras me llamaron la atención: —Disculpe señora Margaret –la interrumpí de untar sus tostadas, tras sorber de mi taza de té negro Assam con leche–, me pareció haber oído de usted que el señor Ellis era el heredero de la villa, ¿yerro? –fruncí el ceño emocionada sin darme cuenta de la complejidad de la frase formulada; tenía esa mala costumbre de darle vueltas innecesarias a las frases y muchas veces acababan mal formuladas gramaticalmente. La señora lo notó y rio por lo bajo. —No tendrá usted problemas de protocolo para hablar con el señorito, no, señor –rio y prosiguió–: Sí, la familia Bullington ha sido en la región de West-Sussex y Hampshire desde hace unos siglos muy importante por la fusión que hizo en sus matrimonios de entidades de la nobleza y la burguesía del lugar. Aquí, nadie lo diría, yo fui la mujer del honorable señor James Arnold Lenin Bullington –se le acaloraron las mejillas al pronunciar el inacabable nombre aristocrático. Su marido le echó una mirada de no mucho agrado, ella actuó como si no se hubiera dado cuenta, pero cambió el matiz de superioridad de su formula-
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ción. –Desgraciadamente, Arnold murió a los cuarenta y siete años de un tumor coronario y al poco tiempo conocí a Freddy –le estiró de la mejilla risueña cambiando el tono de su voz a un empalagoso azucarado–. Como puedes ver, ambos somos la mar de normales como familia inglesa, nada de títulos de nobleza ni estrafalaria pompa ni riquezas. La pequeña nobleza de la familia fue desapareciendo a medida que aumentaron los matrimonios con burgueses, y después es bien conocida la crisis económica de los ochenta durante el gobierno de la Dama de Hierro. —Ajá... entiendo... –cabeceé–, pero... no logro comprender esas cosas como la herencia, me son muy raras de entender – volví una vez más a cambiar de registro, cuando algo no lograba procesarse correctamente en mi cerebro optaba por un habla más coloquial–. Como mi familia es tan pequeña y todo el mundo posee lo que uno bien puede poseer, no nos hemos preocupado nunca por esos complicados temas. Así que... quiero decir... ¿si tú eres su viuda, cómo es que pasa la herencia al joven Ellis, aunque pienso que podría ser por apellido? –bajaba la voz gradualmente, pensativa. —Mi Arnold tenía una hermana, ella era la mayor de los dos por lo tanto heredera de la villa. Ella se casó con un hombre de renombre de una familia de Worcester y tuvieron un solo hijo, Ellis Renold Bullington. Pero murieron cuando estaban de viaje de negocios en Hungría hace un año, una desgracia, así que el joven ha heredado la villa al completo. Pero no le interesa, prefiere vivir en la ciudad –prosiguió ella. Yo, sin darme cuenta, había quedado con el rostro embelesado y la mirada sin punto fijo. Parecía una historia antigua de esas de señoras y caballeros afanados en sus riquezas, un mundo completamente ajeno al mío, pero sobre el cual tanto fantaseaba. Conocería a mi príncipe... ¿verdad? ¿Por qué me latía el corazón de este modo?
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Ellis llegaría a la hora de comer. Ahora eran las nueve y por algún extraño motivo esperaba con ansias la llegada de aquel misterioso heredero. Me levanté a fregar los platos y por la ventanilla de la frágil puerta blanquecina que daba al jardín vi las primeras gotas de una fina lluvia que bañaría los campos. Un gorrión se posó sobre una rama baja, ladeó el rostro y saltironeó al respaldo de una de las sillas plegables. Pasada la lluvia salí con las botas de agua al jardín, el pequeño claro al costado de la casa quedaba empozado en diversos charcos. La verdad era que se me quedaba pequeño al mirarlo, una vez conocida la vastedad de sus alrededores. Caminé a tientas hasta pasar el árbol y una vez fuera de la vista de las ventanas de la casa, oculta entre la maleza, me quité las botas y, meneando los dedillos de los pies alegremente, bajé ambas piernas hasta meterlas bien en el lodo. Lejos de desagradarme la sensación, emocionada por la repentina impresión de libertad fui a la carrera por el camino enfangado, lejos, lejos, casi hasta salir a los campos de cultivo donde vivía Elisabeth. El agua infiltrada entre las partículas de tierra saltaba y salpicaba mis piernas, manchándolas de un color chocolate. Solo faltaba que esto fuera chocolate, ¿no sería hermoso? ¡Una lluvia de chocolate! Mis manos sostenían los bajos de mi vestido, alzándolo a la altura de mis ingles. No había nadie que me viese, entonces, ¿pasaba algo? Había dejado las botas a la entrada del camino, aunque dudaba que alguien fuera a venir justamente al jardín después de la lluvia. —Qué hermoso... ojalá hubiera salido el arcoíris. –Miraba hacia lo lejos, desde el «origen». Me sentía como si estuviera en el vientre de un melocotón: dulce, redondito y bonito. Era sencillamente tan pacífico...–. Cuánto daría para que estuvieras aquí... Laurent –ese era el nombre ficticio que le había puesto a mi príncipe imaginario desde la adolescencia, y el que
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utilizaba en mis redacciones. Me quedé meditando un rato, fruncí los labios–. Papá, ¿me lo traerás algún día, verdad? –Cerré mis párpados e intenté inundarme aún más con la paz del lugar, sin percatarme de que estaba hablando en voz alta. Abrí con fuerza los ojos después de la breve plegaria y, alzando los brazos con fuerza al cielo, comencé a dar vueltas sobre mis puntas, unos bellos y gráciles piqués en tournant. Como una pluma que se mece, arqueé mi espalda hacia el suelo hasta formar un ángulo de noventa grados y retomé el aliento. Los mechones acariciaban mis mejillas, cada ángulo era preciso y resaltaban las formas de mis jóvenes músculos, descubiertos con el movimiento. Volví a la posición inicial siguiendo con la mirada la punta de mis dedos estirados. «¡Qué hermoso ángel!», pensé, libre. —¡Qué hermoso ángel! –escuché como un destello fundido en medio de unos sonoros aplausos. Sobresaltada ante la inesperada sorpresa, perdí ligeramente el equilibrio y me giré bruscamente. No podía concebir quién me había seguido, o quizás, el terreno de quién había invadido de nuevo, como pasó con Elisabeth. No, esta vez aún estaba dentro de los límites de la casa. Un apuesto varón de mirada impetuosa, con unos profundos ojos caramelo, me observaba fijamente con afabilidad, mezclada con una inquietante y magistralmente camuflada maldad. O al menos esa fue mi primera impresión al sentirme espiada y desprotegida en medio del campo. Pero, tal y como vinieron esos pensamientos, se fueron como la niebla cuando divisé su hermoso y calmado rostro. Solo había sido un susto, al igual que cuando eres pequeño y te dicen «bu». Aquel joven de belleza angelical brillaba como mil soles; sus cabellos eran del color de la paja, tostada al sol, y revolotea-
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ban ligeros por la brisa, tan elegantes como su compostura, sin despeinársele uno solo. Unas cejas como líneas perfectamente dibujadas marcaban sus rasgos con un ápice de dureza y docilidad. Ellos jugaban a la vez con la textura acuosa y rosácea, como fresas que se besaban, de una sonrisa de exquisita dulzura. Mi mirada se fundió en aquellas largas y oscuras pestañas, que caían como cascadas de agua sobre un mar de caramelo. La lengua se me había separado del paladar y recorrí el interior de mis labios, entreabiertos y húmedos, instintivamente como saboreando un aroma que luchaba por arribar a mi boca y besarlo. Ese hombre era el inmaculado de la belleza. —Ángel... –susurré inaudible segundos después de catar su presencia. Embelesada por tan admirable imagen, casi como una aparición, desconecté mis sentidos de la realidad y mis manos, que ya habían caído sobre mis faldas, se aferraron pasionales a la punta de los encajes del bajo del vestido, frotando el caleidoscópico patrón bordado. Poco a poco, y ajena a toda realidad, hundiéndose bajo la tela, los dedos de mis manos fueron subiendo, acariciando mis muslos. No era consciente del acto de descubrir mis piernas hasta que de nuevo aquella voz me devolvió a mi compostura. —No es muy propio de una dama tan bella como lo es usted el ir descalza por estos parajes. ¿Le atrapó la lluvia en medio de una caminata por el bosque? —No, señor, simplemente quise salir a jugar. Me pareció tan hermoso el día, ¿no cree usted? –repliqué inocente y cruzando las manos delante de mi vestido de nuevo, en señal de cortesía. Aquel joven hombre alzó las cejas en sorpresa. —Bueno, tan solo es otro momento más después de la lluvia, ocurre casi cada día –dijo con naturalidad. —¡Ja, Ja, Ja!, es verdad, qué tonta soy, disculpe mi falta de modales otra vez.
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Personalmente, a mí me parecía maravilloso, pero qué era yo sino un intento de adulta que se había quedado aún estancada en la mente de una niña. ¿Era acaso normal que me fascinara por todo a mi edad? Al hacerme esa pregunta mental me acordé de mi Elisabeth; sí, ella era como un hada, como un rayo de sol, sus ojos veían más allá de la mera apariencia. Sentí un repentino impulso de lástima hacia aquel señor tan hermoso que no era capaz de ver la vida lo suficientemente brillante. Olvidé mi debate interno sobre los distintos puntos de vista y proferí a presentarme: —Soy Inés Wyndom, y no, no me he perdido, resido por un tiempo en la mansión de los Brown, en villa Santa Margarita –junté mis labios encantadoramente señalando la fachada perdida. —Ah, ya veo –sonrió–. Encantadora señorita Inés. –Y dicho esto se inclinó sobre una pierna para tomar delicadamente mi mano sobre la suya y besarla con ternura. El contacto de sus finas comisuras sobre mi piel me hizo recorrer por la espalda un escalofrío de éxtasis. Me ruboricé y no logré decir palabra. Se levantó–. Y no, permítame decirle que no es una mansión, lejos de ello. Hace tiempo que las moradas originales de mi familia fueron derribadas o pasadas a manos de otros más poderosos en capital –miró con ciertos ojos de melancolía a través de los bosques a su espalda. —Su... ¿su familia? –inquirí en voz baja. Su rostro se giró de nuevo hacia el mío, aguantando mis ojos en un vals de dulzura y sobrecogimiento–. ¿Es usted el heredero de los Bullington, por casualidad? El hilo de mi voz cautivó su mirada en un ápice de curiosidad. —Sí... –susurró maravillado, abriendo los ojos. Me quedé ahí parada, jugando a si agachar la vista u observar su delicada faz angelical, con las mejillas ruborizadas. Al final él rompió el silencio:
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—Permítame la pregunta, no es mi intención ser grosero, pero... ¿qué la trajo a usted a la casa de mi tía? He de admitir que no tenía ni idea de que se hospedara alguien más estos días. Mi corazoncito se hizo un nudo y, a pesar de que hubiera formulado con tan bellas palabras la pregunta, mi humilde consciencia lo tomó como una queja, hiriéndome. —Lo, lo siento mucho, yo... no tenía ni idea de que el dueño de la mansión no estaba al tanto de mi intrusión. Disculpe si le molesta, yo... podré... –me temblaron un poco los labios en la última palabra. —Chis... –Antes de que pudiera pensar en cómo iba a continuar mi disculpa, mis pies se alzaron sobre el suelo y fui cogida en brazos con la suavidad de una pluma. Sus fuertes brazos me rodearon, una mano en las costillas y la otra en el muslo. Mi costado rozaba su torso y pude sentir el calor de su cuerpo bajo la camisa. Se me aceleró el corazón y callé mi boca con un suspiro. Era como un príncipe. —Vamos a casa. Cogerá frío si sigue andando descalza sobre la hierba húmeda, además, creo que necesita una ducha –me calmó con su suave voz, a la vez que me dedicaba una fraternal sonrisa que iluminó su rostro. —Ah... –suspiré y luego me di cuenta del aspecto sucio y no muy elegante que habían tomado mis piernas con el barro. Intenté sostener mi cabeza firme y no dejarla caer cual princesa desmayada por el sopor de aquel sueño hecho realidad. Su gallardo paso me llevó hasta el principio del jardín, en el cual pude divisar mis botas al lado del árbol. No quería separarme de sus brazos, pero a la vez no sabía cuánto iba a aguantar sin que estallara mi corazón vergonzosamente, dejándome aturdida y sin habla, así que opté por fingir naturalidad e indiferencia. —Bájeme aquí, por favor.
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Sus manos se deslizaron por mi cuerpo, como la caricia de un cisne. Las yemas de sus dedos resbalaron por la piel de mi muslo, apretando ligeramente contra el bajo del vestido, hasta llegar furtivamente a rozar la zona prohibida. Su otra mano subió por mi espalda y por unos segundos jugaron gráciles sobre las costuras secretas, como quien no quisiera la cosa, tan solo el deslizar de un cuerpo con el peso de otro. Toqué el suelo, firme, frío, con ambos pies. De frente a la casa, no me atrevía a mirar sus ojos; una extraña sensación de placer bailaba a mi lado traviesa y coqueta, intentando recrear la sensación de su piel. Tonta, piensas demasiado. Me agaché a tomar las botas de agua y al alzarme él tenía su mano suavemente apoyada sobre mi respaldo. Me dedicó una sonrisa y llamó a la puerta del jardín. Al rato el señor Fred abrió la puerta seguido de su mujer. —Oh, señor Ellis, bienvenido. No esperaba verle entrar por la puerta trasera. Disculpe mi ordinaria manera de recibirle, pensé que se trataba de la señorita Inés –aludió cortés Fred. —¡Je, je!, sí, en parte –estiró sus labios asomando sus delicados dientes blancos por la comisura superior, movimiento que subía sus pómulos creando una armónica línea sobre sus párpados. Suavemente me palmeó hacia delante, dando un pasito–. Mientras daba un paseo por la zona hallé una princesa extraviada. Dice que os pertenece. —¡Oh, Inés! –inquirió Margaret con ojos de sorpresa. Acto seguido me ruboricé. Creo que la unión de los hechos me revelaba que era la causa de por qué el señorito Ellis no entró por la puerta principal como invitado de honor que era, o más bien, el heredero mismo–. Vas sucia –concluyó Margaret que, como lo más natural del mundo, me tomó del brazo y me guio dentro de la cocina para sentarme sobre una silla y limpiar mis
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pies con una toalla, para no ensuciar la moqueta al subir. Me descoloqué, pensé que me iba a hacer alguna clase de advertencia o un «perdone los modales tan poco femeninos de nuestra huésped, espero que no le haya resultado una molestia. Inés, discúlpese ante el señorito Ellis». No, al fin y al cabo estábamos en el 2012, el susodicho año del fin del mundo, no en mi platónico amado siglo XIX. Creo que solía alterar la realidad como defecto particular en mi persona, y aún más, el ambiente tan señorial de esta casa con la presencia de aquel enigmático heredero aparecido de la nada ayudaba a mi imaginación. —Lamentamos profundamente la noticia de sus progenitores, le acompañamos en el pésame –añadieron los señores con rostro severo. —Muchas gracias, una verdadera desgracia repentina, nadie se lo esperaba, pero así son las cosas y ahora he de tirar yo para delante con la familia. Bendiciones, tíos. –Se propinaron unos afectuosos abrazos–. Por cierto, Margaret, esto es para usted –se sacó del bolsillo un pequeño paquete envuelto en papel de regalo–. Es la joya con más carga sentimental de la familia, como bien sabe se pasa a las mujeres y ya que mi madre no está quiero que la tenga usted. —Sí, la conozco, era de la señora. Muchas gracias, Ellis querido, la guardaré como un tesoro para que no se estropee nunca. No oí el resto de la presentación y bienvenida exageradamente formal, ya que subí a ducharme tomando la toalla y las botas en la mano. Cuando bajé ya llamaban para comer. Se escuchaban las voces en el recibidor, cosa que me extrañó. Bajé por mi lateral con el mismo vestido (estaba limpio), unos zapatos blancos de tacón y el cabello recogido en una red de trenzas entrelazadas. Me entretenía peinarme, y me hacía sentir como una princesa. Una princesa en eterna espera de su príncipe. La palma de mi mano se paró en la baranda de madera, mis pies
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cesaron su caminar y entreabrí mis labios deseosos al son del latido de mi corazón. Ahí abajo, a mis pies, tenía la viva imagen de un príncipe. Se había cambiado, llevaba una americana negra y había peinado su pelo pajizo liso con línea, como un verdadero conde de la nobleza, mi conde Drácula... Los ojos de aquel noble caballero se posaron en los míos de color chocolate y, tendiendo su mano hacia mí, le entregué la mía y descendí los pocos escalones restantes. —Mademoiselle –me sonrió ampliamente, mostrando su perfecta y alineada dentadura–. Ahora que tengo el honor de verla tan extraordinariamente acicalada, permítame presentarme correctamente. Soy Ellis Bullington, vivo en Leeds pero soy original de esta casa. Pasaré un tiempo con ustedes, espero poder conocer más profundamente a la señorita –y me guiñó el ojo. Tímidamente, le devolví el placer con una reverencia. Si no fuera porque no era una persona dada al mal pensar hubiera añadido un matiz oculto de sexualidad a su última frase. Esa mezcla en su manera de ser de noble bonanza con un aire picaresco no sabía si tomarla como factor positivo o como una señal de alerta para mi vida. —Oh, por favor, no seáis tan modestos vosotros, los jóvenes de hoy en día. Que parecéis mi madre y la de Fred hablando –y nos dio un empujoncito en dirección a las amplias puertas vítreas del gran salón. —Bueno, yo ya estoy en mi decadencia, querida tía –prosiguieron hablando. Cierto, él era su sobrino, aunque no de sangre, ya que Ellis era el único heredero con vida en edad productiva de la familia Bullington. Era lo que le otorgaba todo este aire de importancia que lo distinguía del resto de los presentes, pese a tratarse de familia. Caminé vacilando dentro del gran comedor.
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—N... no sabía que íbamos a comer aquí hoy –comenté con sorpresa a Margaret. —Sí, cariño, para ocasiones especiales, la sala especial. Aquel gran salón delante del cual había estado parada esta mañana había sido transformado en tan solo unas pocas horas en una elegante sala de banquetes. Los muebles habían sido redistribuidos y el polvo limpiado, decorado exquisitamente con jarrones, cuadros y flores en armonía con la extensa superficie de cortinas que se extendían cubriendo los ventanales. Dos arañas de cristal centelleaban a lo alto del techo, como un sinfín de diamantes que revelaban, con una reverencia, los en oculto formados siete colores del arcoíris que componían la luz. —Me siento como una princesa... –suspiré sin que nadie me escuchase, brillando mis pupilas como topacios. Nos sentamos en la gran mesa, los cuatro juntos, no esparcidos a ambos extremos. —Como ya debe saber, ella es Inés Wyndom. Viene de España a pasar unos meses con nosotros por necesidad de un cambio de aires por motivos de salud. El pastor de su iglesia pidió el favor a los de la nuestra, pero a causa de la restauración del recinto la redirigieron a una familia local y nos ofrecimos a su cuidado. Si hubiese sabido de su venidera visita le habría informado con anterioridad –explicó Fred. Tragué con un nudo en el estómago, disimulándolo con la servilleta pegada a los labios. Cabizbaja, no soportaba sentirme como una intrusa. —No tenéis por qué disculparos, querida tía –ahí tenía razón Ellis–. Si es todo un placer para mí poder compartir vida bajo el mismo techo que usted, bella señorita –estiré una sonrisa en su respuesta, aunque tan solo protocolaria. —Bueno, ahora hablemos de usted, querido sobrino. Estoy segura de que tiene historias interesantísimas que contar, apostaría a que la señorita Inés está deseando escucharlas.
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—Oh, no, mi vida es mucho más aburrida y monótona de lo que lograría imaginar. Tan solo viajes de negocios y firmas de tránsito de capital, ahora la empresa se encuentra en pleno movimiento. Resulta muy aburrido nadar diariamente al tanto de la evolución y los movimientos económicos del país. –La conversación se desarrolló en esa línea todo el tiempo que duró la comida, entre ellos tres, tan solo interviniendo yo en los meros asentimientos de cabeza que requería la buena educación. Ellis tenía el aspecto de un apuesto joven, sin embargo ya andaba en sus treinta. Desde un recóndito lugar en mi ser había nacido una ferviente y creciente admiración hacia aquel ser maduro que, pese a su edad, había creado de ese a primera vista infortunio, un deseo de morbosa fantasía sexual. Aquel hombre maduro pero de apariencia fina y angelical despertó algo que ya había creído muerto en mi interior. Recorrí con la mirada las marcadas formas de sus pectorales que hacían sombra en su blanca camisa, y el arco de sus bíceps sobre la ajustada americana. Un cuerpo delgado y esbelto, pero fibrado, dándole el matiz de masculinidad que una mujer buscaba en su caballero protector. Aquellas señales de la edad como la nuez más marcada, las finas líneas de expresión sobre su frente y algunos cabellos canos en sus sienes almendradas lograban incrementar aún más mi latente deseo hacia él. Al final de la comida me había enterado de que Ellis estaba aquí para conseguir una fusión entre dos empresas grandes del país. Como el director y gerente de dicha empresa era un hueso duro de roer, intentaría convencerlo con sus refinadas artes de persuasión. Qué mejor sitio para hospedarse que su propia morada de herencia familiar. A pesar de que la presencia de tan apuesto heredero alegrara mi vista y diera rienda suelta a mi imaginación de princesa, un sentimiento de tristeza se apoderó de mí como una nube negra
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parada sobre un campo a punto de llover. En ese momento eché de menos el jardín, aquel jardinito mío que se había convertido desde hace tan solo tres días en mi paraíso de hadas y ensueño; acopio de inocencia, pureza y delicadeza. En mi habitación me conecté al Facebook y saludé a Elisabeth, que se acababa de conectar. Ella se excusó: «Lo siento, hoy no puedo quedar, tengo que estudiar, pronto acabarán los exámenes. Pero mañana tenemos el día libre, así ¿qué te parece si nos vemos por la mañana y estudio a la tarde? ¿A las diez delante de mi árbol?» Hum... hoy era un día de esos en los que no sabía qué hacer. Tampoco me apetecía ponerme a bailar ni a dibujar ni a coser. Me encontraba como exhausta. Intenté echarme en la cama pero no concilié el sueño, al contrario, me daban sobresaltos a menudo, así que, algo enfurruñada, salí de la habitación y bajé a la sala de estar sin tomar coger un libro ni nada para hacer. Abrí la puerta de la estancia y allí, en el sillón que quedaba de cara, estaba el elegante señor Ellis. Sentado con las piernas cruzadas, una mano sobre un libro y la otra descansando sobre el brazo, era imagen de tranquilidad, sosiego e intelectualidad. Un hombre respetable. Parpadeé sujetando el pomo de la puerta abierta, grabando su visión en mi memoria. No alzó la cabeza, así que entré y me senté en el sofá de tres plazas que estaba justo delante de él, con la mesita del té en medio nuestro. No dije nada, simplemente me quedé sentada recta como un soldado, con las piernas sin cruzar, una pegada a la otra y ambas palmas sobre el regazo. Divagaba la mirada por la estancia y de vez en cuando la paraba sobre él, observando su apacible y callada lectura. Así pudieron haber pasado cinco minutos cuando de repente alzó sus ojos sobre mí.
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—¿No tiene nada para leer? –Cerró el libro sobre su regazo con la mano dominante, la otra cayó lisa sobre su regazo. Su cuerpo erguido se inclinaba ligeramente hacia delante. —Hum...no, no es eso, es que hoy no me apetece hacer nada –continué con el ambiente de insulsez. Me miró fijamente, sin un atisbo de movimiento en el aire, pausado, como las agujas de un reloj roto. El aliento de mi respiración se notaba turbio, como si fuera encantado por un hechizo invisible que surcaba el espacio. De pronto, el apuesto hombre estrechó una delgada sonrisa y entornó los ojos en un encuentro inquieto de fechoría. Se puso en pie y, como de camino a su presa, con una mano detrás de su cuerpo y la otra estirada hacia mi, leopardo en traje negro, se paró de frente con una mirada que me inducía a contacto con lo más profundo de su alma. Entonces posé mi palma sobre la suya, quieta en el sofá, inclinada hacia delante como si un poderoso aroma me hipnotizara. Él, deslizándose por entre mis dedos, alejó su mano cerrándola en puño a escasos centímetros de la mía que, un tanto contrariada, retrocedió vacilante. Antes de que pudiera sopesar una decisión, la volvió a abrir con fuerza, y en su derecha había nacido una flor de rosa roja tan intensa y llena de vida como la sangre misma, contrastando con la nívea tonalidad de su mano. Asombrada, reculé hasta que la espalda chocó contra el sofá. ¿Se trataba de un truco de magia? Hace unos segundos no había nada allí. Lentamente parpadeé, recobrando el color en mis mejillas, y como el cántico de una sirena ante aquel milagroso acto, incorporé mi pecho hacia él, con los labios a escasos centímetros de sus dedos estirados en pos de mí. Delicadas flores de almendro, la yema de sus dedos, deseé saborear. Pero, cuando ya la fascinación se iba apoderando, abruptamente y sin dar
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cabida a la expectación desplegó su palma como garfios y llegó a mi visión la ya mustia estructura de lo que en un tiempo antes fue una vívida y tersa rosa. La rosa fresca de hace unos segundos se había transformado en su mano en el cadáver de una rosa seca y muerta, ennegrecida por el paso del tiempo y... la muerte. Una extraña sensación hizo mella en mi corazón. Sí, se trataba de un truco de magia, u... ¿otra cosa más habilidosa? Volviendo mis ojos a él, le cuestioné maravillada con la mirada, el arrobamiento iba mezclado con un cóctel de pasión. Anclados sus ojos, movió los labios en un murmullo inaudible, breve y conciso, como si una orden hubiera sido desatada en los cielos. Mi cuerpo estaba estupefacto, el tiempo circulaba lento, como un mar en calma, eterno y sin final, calmado y soporífero. —¿Le gustó el truco? –sonrió pausado. Le miré perpleja sin profesar palabra. Después de un intervalo de tiempo inescrutable, se oyeron unos rítmicos pasos sordos subir por las escaleras. —Supongo que querrá darse una ducha, hoy ha llovido y debe haberse mojado. Si quiere acompañarme le mostraré donde tiene sus cosas de baño, ya que ha cambiado la distribución de la casa desde la última vez que se quedó –abrió la puerta de la sala la señora Margaret. Con Ellis detrás de sus pasos, desaparecieron por el lindar. Cuando me quedé en silencio me di cuenta de que mis pies estaban afirmados sobre el suelo, los dos planta con planta. En un acto de seguridad inconsciente, los apreté más y más contra él, pisando tierra firme. No sabía cómo catalogar mis emociones. No debería sentirme tan ilusionada por un hombre al que le gustase, al fin y al cabo, ¿a cuántos les había gustado? ¡Si es que le gustaba! Últimamente, los chicos me habían ido llo-
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viendo cual ríos y siempre había sabido tratar la situación con mucha alegría y naturalidad. Llevé la mano que rozó la suya a mi pecho y, en silencio, con los ojos cerrados, escuché las pulsaciones de mi corazón contra la palma de mi mano. Era cálido, un sentimiento cálido, pero... en cierto modo inquietante. ¿Y la rosa negra? ¿Adónde había ido a parar? Aquella tarde pasó tranquila y aburrida en la estancia común situada en la primera planta, viendo al viejo señor Fred leer un periódico y fumar un cigarro. De vez en cuando meneaba mis pies inquietos, haciendo formas con los pulgares de los pies en el velludo de la moqueta. Con rudos garabatos había dibujado el rostro de una mujer y el de un hombre en acto de cercanía. Mientras me quedé contemplando el tosco dibujo con un sentimiento de afectividad y conmoción, unas colas de ceniza de la colilla del señor Fred cayeron sobre el papel, emborronando aquellas líneas que representaban los labios uniéndose de los amantes. Arrugando ligeramente el labio hacia arriba, pensé en lo efímero y frágil que llegaba a ser el amor. Un día ahí estaba, florecido y en su máximo vigor, y al otro, era devastado por un fuego consumidor que, aparte de hacerlo desaparecer, levantaba bandera destruyendo todo lo que se encontrase a su paso. Como una rosa... Rosa roja... ...Rosa negra
VII SENDERO AL SOÑAR
Era pronto por la mañana cuando ya estaba en el jardín, sen-
tada sobre el borde del estanque y hablando con Dios. —Papá, tú ya sabes que deseo un príncipe. Gracias por haber podido conocer a Ellis, pero... por favor, no permitas que caiga enamorada de él si no me conviene. No quiero volver a sufrir más, y... él ya es mayor y eso no puede ser. Quítamelo de la cabeza, Padre, haz que me centre en tus asuntos y en hacer realidad mis sueños, y cuando tenga que venir el hombre que será para mí, tú me lo mostrarás con paz. Porque... el verdadero amor echa fuera el temor. Alcé los ojos para contemplar la magnitud del horizonte al amanecer y acabé con una oración más. —Te encomiendo el día a ti, Papá –sonreí y estirando los brazos me senté contra la corteza del árbol al lado de la caseta de los trastos, un lugar protegido y limpito. Dejé la biblia a mi costado y cerrando los ojos inhalé y exhalé aquella fresca brisa matinal, aireando mis pulmones y despejando mi mente. —Ah... –suspiré–. Ojalá todos los días comenzaran del mismo modo, es tan relajante que si viviéramos así duraríamos más años. –Zapateé contra el suelo. Mirando mis pies con-
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tinué percutiendo al ritmo de claqué alegremente. Qué guay. Cuánto amaba bailar, y pensar que por culpa del rebrote de mi condición enfermiza estuve tres meses casi sin poder hacer nada activo...–. Gracias, Dios, por volver a sanarme y por haberme dado este precioso don. Por favor, permíteme que lo aproveche a lo grande. Bendíceme Papá. En el momento me vinieron muchas muchas ganas de ponerme a dar brincos y bailar. Tenía hambre, era pronto por la mañana, las siete y media, sí, tengo horario de pollo. Primero tendría que movilizarme porque luego había quedado con Elisabeth a las diez. ¡Allí sí que podría dar rienda suelta a mi pasión por el baile! —Elisabeth... –suspiré–. Eres un ángel. Ella me había contado por encima que su tío trabajaba para el circo, aquello había creado en mí curiosidad. No podía dejar pasar el preguntarle por más detalles de su vida artística. —Gracias, Señor, por haber podido conocer a Elisabeth, y te pido que ambas seamos de bendición la una para la otra. ¡Ya está! –grité al final en vez de decir «amén», hoy me estaba alargando de lo lindo en mis oraciones, sobre todo eran intermitentes. Tenía hambre. En España, si bien tengo muchos conocidos, tengo muy pocos a los que en realidad pueda considerar buenos amigos. Los chicos me sobraban y desbordaban, y tan solo a unos pocos podía llamar buenos amigos sin más intenciones que amistad (por su parte y por la mía, cabe decir, ya que yo soy muy enamoradiza también). Pero las chicas desde hace unos años se habían convertido en una ardua tarea para tenerlas como amigas. No sé qué raro había en mí, pero me costaba bastante entablar una sólida amistad con una chica, al revés que con un chico, con los cuales me abría y era yo casi desde el primer instante. Por lo tanto, estaba muy agradecida por haber podido conocer
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a Elisabeth e intentaría hacer todo lo que estuviera en mis manos para formar una buena amistad con ella, aunque... luego tuviera que volver a España. Ese último pensamiento también me hizo recordar lo vano que sería hacerme ilusiones con Ellis. Ahora sí me había cogido un calentón de coco impresionante. Para intentar no pensar, di un rugido furioso y entré a la cocina para hacerme el desayuno. No había nadie rondando por la casa. A estas horas de la mañana era yo la única activa, cumpliendo unos horarios de anciana que hasta los mayores de la casa no acostumbraban. Me puse unas ensaimadas de chocolate con un yogur y un café. Mientras el chorro del café caía de la máquina a mi taza, la puerta de la cocina se abrió. —Oh, dulce niña, no sabía que acostumbrase a unos horarios tan matutinos –se sorprendió alzando las manos en inquisición con un tono de voz adormecido y afable. Se frotó los ojos y ahogando un bostezo fue hacia la máquina de café en la que estaba yo. Un tanto confusa por dicha aparición, retiré la taza con los ojos atónitos, sin contestar a su salutación. Proseguí a sentarme en la mesita redonda y blanca con cuatro sillitas viejas y ruidosas. No volteé la mirada en su dirección y miré mi taza esperando a que él se sentase para hacer conjuntos la oración de bendecir la mesa. Ellis se sentó y estiró la mano en ademán de concesión. —Gracias, Señor, por estos alimentos, amén –recé yo. A continuación, ambos cogimos las tazas de café y sorbimos a la vez–. Sí, suelo levantarme bastante temprano. Me gusta salir al jardín con el rocío de la mañana. Es un buen lugar para meditar –respondí a la pregunta formulada hace un minuto. —Uh, vaya, pensé que se le había comido la lengua el gato –rio–. Es bueno saber que aún la conserva –ironizó.
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Estiré las comisuras vagamente en un intento de sonrisa sarcástica. —¿Y usted? —¿Eh? —Si suele levantarse temprano siempre. —Ah, yo pienso que se debe aprovechar al máximo el día, no me gusta desperdiciar horas durmiendo. Siempre hay muchas cosas para hacer y no puedo permitirme el lujo de dormir a pierna suelta. —Debe ser molesto, ¿no? –me sentí sarcástica–. Yo ahora aprecio mucho el poder descansar al menos siete horas, ya que padecí un insomnio terrible por más de un año. —No si no lo tomas como una obsesión. Yo nunca he dormido más de cinco horas, me gusta estar activo y pensar. —Cierto, todo es cuestión de la mente –afirmé–. Mi punto débil. —Sí, todo es la mente –aflojó la voz con un tono tenebroso. Obvié la murmuración–. Lo siento el tener que irrumpir en su paz matutina, pero tendrá que soportar el verme deambular por estas áreas en los meses venideros –sonrió–. Al igual que usted, tengo horarios de pollo –rio dedicándome una dulce sonrisa que me derritió por dentro. «Inés, tranquila», me dije a mí misma. —¡Ji, ji!, no pida disculpas, será todo un placer poder compartir estas horas con usted –esbocé una amplia sonrisa de contentamiento. A pesar de que en muchas ocasiones me sintiera provocada por Ellis, mi subconsciente anhelaba su presencia. —No más placer que el que pueda yo gustar de su grata compañía, bella damisela –me guiñó un ojo. —Oh, vaya, me hará sonrojar, discúlpeme –oculté mi rostro bajo una mano intentando impedir que los colores subieran a mi rostro.
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—El rubor le da un aspecto muy jovial señorita, no intente ocultar su belleza, deje que pueda gustar de su tierna juventud. –Rozó una de sus níveas manos sobre la piel del dorso de la mía, que ocultaba mi rostro. Dejé caer mi mano a la mesa, acompañada de la suya sobre la mía. Suavemente retiró sus dedos y los devolvió al borde del asa de la taza de café. Aún podía notar el cosquilleo de su piel sobre la mía y mi estómago se revolvió en mil mariposas aleteando al unísono. No me atrevía a decir nada más, no fuera que mi lengua me jugara una mala pasada en acto de tartamudeo por culpa del nerviosismo. Tan solo el estar allí, acompañada de tal fermoso galán que piropeaba mi existencia, era toda una satisfacción. Después de un largo rato Ellis retomó el habla. —Por cierto Inés, ¿me permite llamarle «blanco lirio de los valles»? –Se levantó de la mesa depositando la taza en la pica, volvió a mi lado y me alargó la mano. Coloqué la mía sobre la suya y besó el dorso de esta con suaves y tiernos labios. De nuevo y automáticamente, los colores subieron a mi rostro sin poder pensar siquiera en impedirlo. —¿Po... porqué? –titubeé. —¿Sabe usted el significado de su nombre? –me preguntó. —Eh... sí, significa «pura y casta». —Así mismo. La viva imagen de usted –sonrió con un ápice de luz infernal en sus pupilas que me estremeció–. Blanco lirio de los valles –murmuró soltándome la mano, la cual dejé con cuidado sobre mi regazo. «Inés, para.» Me estaba formando conjeturas irreales. Ellis era todo un caballero y estaba siendo cortés con una pequeña damisela, bastante más joven. «No iba a pretender nada con usted, pequeña Inés.» Ya me hablaba a mí misma como Ellis. «Así que, Inés, deje sus colores», charlataneaba conmigo misma subiendo las escaleras como un torbellino. Me senté al ordenador
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y repasé mi correo y el Facebook, el cual encontré con cientos de notificaciones de España; últimamente me había vuelto una chica bastante popular con mi grupo de amigos. Al momento me vino a la memoria lo que Ellis había dicho sobre mi nombre. Cierto, los lirios blancos se relacionan con la pureza. Así que proseguí a buscar en Internet el significado de mi nombre: «INÉS. Pura y casta. Origen griego. Es inquieta, curiosa, intuitiva, de carácter fuerte y leal. Valora que su pareja sea detallista con ella. Tiene una gran energía y es muy activa.» Vaya, se parecía bastante a mí. A continuación tecleé el nombre de Ellis en la computadora. Buscar: «ELLIS. El Señor es mi Dios. Origen hebreo, de Elías. Siente atracción por el pasado, la historia y las antigüedades. Muy interesado y practicante del orden, la organización, la constancia y el amor al detalle. Personalidad reservada y caballerosa.» —Guau, es su vivo retrato –aullé en voz alta. Luego rectifiqué y pensé en mi interior. «La viva imagen de usted», me había dicho él. Ah, bueno, él dijo del significado de mi nombre, no de la descripción boba de Internet. ¿El significado de su nombre? El Señor es mi Dios. Sí, tenía oído que Ellis era un devoto cristiano. Aunque no sabía bien por qué había algo en él inquietante, como cincelado de una sutil maldad. Ese aire picaresco suyo que lo hacía tan apetecible. «Inés», ya estaba de nuevo con mis incongruencias. ¿A raíz de ese extraño sueño que tuve estaba comparando quizás a Ellis con el misterioso vampiro? Pero fuere quien fuere el que colgó las descripciones, eran muy ciertas. Inés, activa y enérgica. Meneé mis pies alegre. Zapatillas de ballet. Alcé la vista a mi sueño, allí, colgadas por sus dos tiras de satén rosa, colgaban de uno de los brazos de la pequeña lámpara de araña de la habitación. Sí, ellas eran mi sueño, aquel nuevo talento que había florecido hace dos mayos, y que a los meses había transportado al
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seno de una academia. Menos de un año bailando. Ellas, dulce sueño, ilusión... Todo daría por mis niñas, por conseguir que mis pies bailaran en esos escenarios. Suspiré. Me vestí para salir con ropa cómoda esta vez y aproveché el tiempo en mi habitación ejercitando los pies en puntas. Ya eran las ocho y media y se comenzó a escuchar movimiento por la casa. Los señores Brown se habían levantado y las voces de Ellis y del señor Fred repiqueteaban animadas por el rellano. Acto seguido me descordé las puntas y las guardé dentro del bolso que tenía preparado para salir con Elisabeth, y abrí la puerta para bajar las escaleras. —Inés, buenos días, vamos a desayunar –tronó la ronca voz matinal del señor Fred al verme bajar. —Oh, yo... —La señorita Inés y yo ya hemos tenido nuestro desayuno –me lanzó una mirada de complicidad–. Pero si desean les acompañaré con unas ensaimadas. —Oh, genial –aseveró la señora. —Y usted, Inés, ¿qué desea hacer? –inquirió Ellis. —Sí, gustaré de vuestra presencia. Nos encaminamos juntos hacia la puerta de la cocina y nos distribuimos en las cuatro sillas. —Oh, Ellis, si no es mucha molestia, me gustaría pedirle un favor. —Como usted guste, amada tía, intentaré hacer cualquier cosa que la haga feliz. —Ellis, por favor, no hace falta que sea tan formal. Guárdese sus cortesías para la señorita Inés y hágala toda una señorita. —¡Hip! –hipé nerviosa. ¿Esa frase, me pareció a mí o andaba con ciertas dobles intenciones por parte de la señora?–. Oh, por favor, discúlpenme.
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—Pues verás, querido sobrino, me gustaría, ya que su venida ha sido efectuada en tal preciso momento, dejar a la señorita Inés a su cargo. Seguro que podrá divertirse más con su joven compañía que no con unos carrozas. —Oh, no, señora Margaret, usted me hace sentir muy bien –espeté. —Ay, gracias, chiquilla, pero no diga que no al señor Ellis –respondió. —No, no quería decir eso, digo que sí, que sería muy satisfactorio pasar tiempo con él. Únicamente no quiero ocasionarle molestias, ya que se debe a su trabajo y a su apretado tiempo –recordé lo que me comentó hace una hora. —De acuerdo, acepto su propuesta, tía. Tomaré a Inés a mi cargo y cuidado. Y no se preocupe, señorita, usted no es ninguna molestia, más bien al contrario. Su presencia es placentera para mí. Sonreí tímida pero coqueta. Tener a Ellis como mi supervisor... Suspiré. Tener a Ellis más tiempo a mi lado. Ver a Ellis más, y si le veo más nos podremos amar más. Otra vez, ya estábamos. Inés, baja de las nubes. Tú, olvídate, es mayor y no sabes si es la persona para ti. La persona idónea que Dios tiene para ti. Pero... ¿qué es eso de una sola persona? Si a ti te gusta y tú le gustas y hay compatibilidad y no es un asesino en serie, ¿qué hay de malo? Quizás yo le guste a Ellis y no lo sepa. ¡Ay, Inés! Eres una niña y él es mayor, ¿cómo te va a ver con esos ojos?, os lleváis mínimo doce años de diferencia. Tras un rato más de pensar incongruencias, metí la mano en el bolso para acariciar el lomo de mis puntas satinadas. Liso y suave, bajé los dedos hasta el borde, trabajado y escarpado,
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estropeadas por el duro baile. Como la vida, mostramos el lomo brillante y pulido pero ocultamos la realidad del arduo trabajo, que se esconde en las puntas, la parte que sujeta el cuerpo, lo que sujeta la vida, destrozado... El espectador solo ve lo que se le muestra, el lomo. Había salido antes de tiempo y ya estaba recostada contra el tronco del gran árbol de la granja de Elisabeth. En breve llegaría ella, deberían de ser las diez y cinco minutos. Escuché un sonido de cacharros metálicos y al girarme vi a Elisabeth viniendo del camino vallado de cuesta abajo. Dejó unos cubos con agua al costado de la verja y, limpiándose la frente de sudor con el brazo, se lavó las manos dentro de uno de ellos. Caminó hacia mí. —Siento la demora, venía de apacentar las vacas. –Llevaba puesto un peto tejano con una camiseta de manga corta roja y botas de trabajo–. Si no te importa acompañarme a cambiarme de ropa, al final tuve que ir a ayudar a mi padre esta mañana y se me torcieron un poco los planes. —No importa, se está muy relajado aquí, no tengo prisa. Pero deberás tener calor, ¿no? Estás sudada. Si quieres darte una ducha yo te espero. —Oh, muchas gracias, Inés, sí, me iría muy bien una ducha, ¡je, je!. En verdad debo oler a sudor, y no sería muy pulcro el tener que ahuyentar a mi visita con el olor, lo siento. —No pasa nada, yo te espero –le dije. —¿Quieres acompañarme a casa?, o me puedo lavar aquí en el establo, ¡je, je! —Oh, vale, ya te acompaño, no hay problema –sonreí tiernamente. La casa de Elisabeth estaba situada al final de la cuesta que hacía bajada; primero, no obstante, antes de vislumbrarla nos encontrábamos con el establo y el prado alrededor en el que estaban las vacas.
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—Puedes dejar tus cosas sobre la mesa –señaló a la vez que cogía sus enseres personales para el baño. Salió de la habitación–. Puedes esperarme ahí o en el salón. Me quedé sola en la habitación, ricamente adornada en rosa, como si los muebles de su infancia la persiguieran. La cama marrón de madera dejaba caer en cascada una mosquitera blanca, y encima de ella diversos cojines y peluches abultaban el edredón crema. Al otro lado, por la ventana se podían ver los prados verdes con vacas y el camino de bajada al pueblo. La casa de Elisabeth era sencilla, nada comparado con la gran villa Santa Margarita, pero ese era su encanto especial, una sencillez acogedora y cálida como su corazón. Me deslicé por las escaleras tímidamente hasta asomar mi cocorota por el umbral de la sala de estar. Era una sala muy bonita, sencilla, sin grandes ventanales pero con un tierno aspecto rústico. Los muebles eran de fuerte madera oscura, las cortinas ocres a conjunto con los ladrillos que formaban el lateral más estrecho, en el cual había una chimenea con puertas forjadas. Unos troncos apilados a un costado, junto a una canasta con revistas y periódicos, confinaban más aún el aire colonial. Me recordaba más bien a las casas de pueblo catalanas de mi país. Apoyé mi trasero en uno de los brazos del sofá de felpa, con adornos barrocos en su tejido, dorados y ocres; cálido. Todo sobre ella era cálido, como una abuelita que te acurruca tiernamente sobre su pecho cantando una nana. Levanté mi cabeza hacia el centro de la estancia, a lo lejos de la cual estaba una mesa vieja con seis sillas: ella, su padre, su madre y sus dos hermanos. Y yo. La casa estaba sola y tranquila, tan solo se escuchaba el chapoteo acompasado del agua cayendo sobre la cerámica, en el piso de arriba. Más allá de la mesa, contra la pared se abría una pequeña ventanita que daba al exterior. Ahí, en el árbol que tocaba a pie de casa, había un
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gorrioncillo que piaba relajado. Siempre había sentido especial afecto literario por los gorriones. Eran casi un símbolo para mí. Oh, Inés, gorrioncillo, tú que despliegas tus alas surcando un mundo mejor, donde el calor te haga lugar entre sus plumas y el frío de un invierno duro y helado que hiere tu corazón sea tan solo un mero recuerdo del pasado. Vida nueva, mi gorrión, vuela, Inés, alto y a lo lejos donde el nacer del sol del nuevo mundo te dedique su más cálida y amplia sonrisa. ¿Danzarías para mí, gorrión? —Sí –respondí con convicción a la voz imaginaria. Alto y con corazón en mano, enfundé mis delicados y pequeños pies deformados por la danza en las zapatillas satinadas. Como con un canto mágico, los lazos se entrecruzaron por mi espinilla haciendo un nudo perfecto cual zarza de moras silvestres debatiéndose en una carrera. Alza en vuelo, pequeño cisne, blanco como la pura nieve. Pureza de niña, muñeca de cristal. Blanco lirio de los valles...; puse una mano sobre mi corazón y suspiré. —Bailaré para ti, mi príncipe oscuro –susurré cerrando mis ojos. Encantada por una música inaudible, dejé fluir mi cuerpo como agua de río por la melodía incandescente que titilaba en el aire, detenido en un grito ahogado de pasión. La vida es fluir, es como un río cuya agua nunca es la misma. La ofuscada vitalidad de alma de Heráclito se unió a mi desamparado ardor en un vals de muerte y pasión. —Ven a mí, Elías, ven y corre a mis brazos, deja que te envuelva en esta tenebrosa disnea en la cual tus pulmones no pueden abrazar el aire. Ahógate, mi vampiro, entre mis negras plumas de cuervo, ángel malvado, surca los hoyos de tu pasado y entiérralos pereciendo en duras estacas, convirtiéndolo en polvo. Eli... Ellis... Despliega los brazos, dulce niña, bailen
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tus pies al son de las agujas del reloj, afilados como lanzas, que tocan tic y tac a cada hora en el soneto del porvenir. Eli... ¡Elisabeth! —Guau...–musitó con la boca abierta en forma de O–. Es asombroso, fascinante, qué bonita cuando bailas, guau... —Eh... esto... lo siento –me bajé de las puntas–. ¿Por qué me tienes que pillar siempre bailando? –dije como si fuera culpa suya. —Será porque tú eres baile en estado puro, por eso no puedes hacer otra cosa que no sea bailar. Y no te disculpes, es todo un placer para la vista. Yo creo que es precioso. —Eli... tú eres poesía en estado puro. —¡Ay va!, qué dices, mira que eres tierna, me harás poner roja, ¡ja, ja, ja! –se sonrojó y meneó torpe las manos delante de su rostro–. Seguro que hasta tú escribes mejor –insistió. —Hagamos un día un concurso de poesías, te retaré antes de que me vaya, y nos las intercambiaremos, así podré tener un recuerdo tuyo –dije. —De acuerdo, pequeña bailarina, escritora, dibujante, confeccionista –rio ella. —¡Ay no!, qué vergüenza –imité su gesto anterior esta vez. —¡Ja, ja, ja!, ¿ves? Eres adorable y comestible. —No más que tú, corderito apetecible, ¡auuu! –corrí hacia ella en puntas y salté sobre su lomo haciéndole cosquillas en el estómago. —¡Ay, Inés!, para, para, por favor, ¡ja, ja, ja!, ¡¡Inés!! –reía histérica ella. Enredé uno de mis pies con el suyo y perdiendo el equilibrio me precipité sobre su cuerpo. —¡Ay, ay, ay! –me quejé–. ¡Ah!¡Elisabeth! –Rápidamente me incorporé y puse mis manos sobre sus hombros. Su cuerpo temblaba extraño con el rostro pegado al suelo.
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—Elisabeth, Elisabeth, lo siento. –Continuaba el titiritar nervioso sin sonido clasificable. —¡Ja, ja, ja!, ¡ay, qué bueno! –estalló en risas sofocadas ella, girándose hacia mí en el suelo. Se apoyó con ambas manos a los dos costados de sus caderas y plegó las rodillas para intentar levantarse, pero su risa ahogada no se lo permitía. —Disculpe mis malos modales, bella princesa, permítame ayudarla a incorporarse –extendí mi mano en pose caballeril, con mis mallas de ir a montar a caballo y el cabello como una jauría. —Oh, Inés, bello caballero de porte grácil y delicado, le concedo este mi honor de darle la mano de mi amada hija Graciela –me imitó y estiré de ella poniéndose de pie, cara a cara a mi lado–, para que la ame y le sea fiel en la salud y en la enfermedad y que le sirva como lo es su señoría por todos los días de la vida, joven príncipe Bernardo de Santa Margarita –prosiguió fija y solemnemente. Sostuve su mirada por un tiempo y finalmente ambas estallamos en risas, dejándonos caer al suelo contra la pared, al lado de la cual permanecimos sentadas. —Ay, Inés, eres un encanto, qué lastima que te tenga aquí por tan poco tiempo –entristeció el rostro en una sonrisa torcida. —Sí, es como enamorarse de un conejo que huye miedoso a su madriguera y te gritas a ti misma: ¡Alicia, Alicia, ¿cuándo dejarás de perseguirlo?! —¿Eh? –se puso roja–. ¿Qué quieres decir? —Ay, no, no, no pienses mal, estaba pensando en una persona. —Te ha quedado hermoso... Creo que ya me has ganado en poesía –rio. —¿Pero qué dices?, tan solo es una comparación de fantasía –negué con la mano.
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—Tú eres Alicia y este mundo es tu país de las maravillas –me sonrió–. Eres una princesa de verdad, Inés, no de zapatos de cristal, pero de belleza y corazón –me acarició el cabello. —Dos poetisas, un mundo, dos versiones de la realidad, una sola verdad –recité. Me miró complaciente y me tomó la mano apretándola con cariño. Imaginé un ángel en lo alto, mirándonos con vista de pájaro, envolviéndonos con sus plumas tiernamente. —¿Tu padre dónde anda? –pregunté soltando su mano. —Pues deberá haber ido al pueblo a comprar la comida. —¿Y tu madre? —Trabaja de enfermera en el ambulatorio. —Oh, guay. —Y mis hermanos estudiando, ¡je, je! –se adelantó a mi pregunta–. ¿Y tus padres de qué trabajan? —Mi padre es taxónomo de botánica y mi madre ama de casa, y yo sabática –reí. —No, tú artista –enfatizó. —Como toda la familia de parte de mi padre, de aquí en Inglaterra. —¿Sí? ¿Qué hacían? —De todo un poco: escritores, arquitectos, dibujantes, escultores y diseñadores. —No había bailarines –observó. —Oh, cierto, nunca había pensado en ello. Siempre pensé que había sido un producto exacto de la familia de mi padre. Pues no hay bailarines. —Ahora sí –dijo volviendo la mirada hacia mí. —¿Quién? —¿Quién? Tú. —Oh –me sonrojé–. Vaya, sí... aunque no profesional, tan solo soy una mera aficionada cuyo sueño es un pajarillo que se le escapa de las manos.
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—No digas eso –sonó triste–. Seguro que hay al menos una puerta abierta mediante la cual puedas crearte un futuro. Para algo te dio nuestro Papi Dios el don, ¿no? —Sí, pero debería haber empezado de pequeña, o como mínimo a los quince años para salir con veintiuno. Soy muy mayor ya. —Pero tienes talento y flexibilidad, ¿qué mas quieres?, son los dos ingredientes fundamentales, lo demás es trabajarlo. —No tenemos dinero para pagarme una carrera de baile. —Confía, también hay otros factores, como el enchufe, estar en el momento correcto en el lugar adecuado, y sale solo. ¿Quién dice que no puedes captar el ojo de alguien? –me insistió. —Ya... –farfullé no muy convencida–. Lo que he pensado es montarme yo una propia compañía ambulante de danza combinada con otras artes escénicas, para personas con el mismo sentir que yo y que creen que ya no tienen un sitio en el mundo, y hacer espectáculos ambulantes por Europa. —Pero tu sueño es el ballet, ¿no? ¿Estarías dispuesta a abrirte a otro tipo de danzas? —Al principio no, me había encaprichado emperrada con el ballet, el ballet y punto y lo demás me parecía una vulgaridad comparada con la madre de las danzas. Pero, con el tiempo, vaya, aquí hablo yo como una vieja –reí–, con el tiempo me refiero al medio año, me di cuenta de que era totalmente irreal, que para el ballet debería haber tenido mi despertar artístico hace muchos años y que ya estaba casi jubilada, hablando mal. Pero si combinaba el ballet con otras danzas y con otros espectáculos, la cosa podía cambiar mucho y abrirme caminos de buena manera. —¿Y con qué otras artes escénicas combinarías el ser bailarina? –se interesaba cada vez más, mirándome fijamente al rostro.
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—Pues con canto coral y lírico, teatro y circo –se me dan todos esos bien excepto el circo, me gustaría aprender algunas habilidades. —Vaya, qué curioso, el circo, ahora entiendo que prestaras tanto interés cuando te hablé de mi tío. —Sí, sí, de eso te quería yo preguntar. Cuéntame su historia, ¿qué hace allá, cómo llegó a ello y qué giras hacen?, por favor –aceleré mi voz. —Pues mi tío, ya desde muy pequeño, tenía una habilidad innata con los animales, se comunicaba con ellos de una manera impresionante y cada animalillo que veías a su lado había sido amansado por su prodigiosa mano. No tardó mucho tiempo en que una compañía ambulante de circo se percatara de su inusitada habilidad, y así, con doce años entró a formar parte de un grupo de preparación de habilidades circenses en el cual desarrolló aún más su arte y aprendió otras cosas como los malabares y las acrobacias, forjando así un extraordinario currículum. —¿Ves?, él también comenzó joven. —Bueno, mira a Nuréyev, que comenzó bailando a los diecisiete en la academia Vagánova. —Lo sé, mi profesor estudió ahí, pero Nuréyev ya tenía un buen currículum de danza de academia antes. —Mira, Inés, quien está predestinado a hacer una cosa, la hará le guste o no, así que si tú estás llamada a ser bailarina, lo serás y no le des más vueltas, no se puede cambiar el destino. Pero lo bueno es que nosotros no conocemos nuestro destino, solo Dios, por lo tanto a nosotros sí nos toca hacer uso de nuestras habilidades y no aposentarnos sobre la comodidad. ¿Cómo se forja el destino? Con cada paso del presente, Inés. Contesté a su oración con un mudo silencio. Las palabras pronunciadas por mi amiga habían sido como espada de doble
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filo. Sabía que eran verdad porque, como ella, habían penetrado hasta partir el tuétano y las coyunturas. Es verdad, yo no sé mi futuro pero sí que puedo hacer el presente; si pienso que no lo conseguiré ni tan solo lo intentaré y por lo tanto no podré conseguirlo. Si pienso que puedo, hay dos caminos, el no ya lo tienes, luego queda el sí. Así que lo intentaré y trabajaré por mi sueño. —¿Inés? –inquirió ante mi silencio contemplativo. —Sí. ¡Muchas gracias, Elisabeth! –Salté con ímpetu sobre mis pies alzándome en el aire. La levanté con fuerza, estrechándole la mano y dándole un beso en la mejilla–. Muchas gracias de verdad, ya me siento con más fuerzas. ¿Quieres que salgamos fuera y disfrutemos de este día en vez de quedarnos encerradas aquí dentro? —Guau, Inés, tienes mucha energía –rio. —Claro que sí. Veo que te gusta mucho estar al aire libre, ¿no? —Sí, soy como un hada, estar encerrada es cortarme las alas –reímos juntas a medida que íbamos saliendo de la casa. Hadas... es cierto, me parecía una eternidad desde la última vez que había presenciado aquello último, aunque tan solo hubieran pasado unos días. Mi estada en la villa Santa Margarita iba incrementando en éxtasis. Primero las hadas y el jardín, segundo la ciudad y el circo, tercero Elisabeth, y por último Ellis... Ellis había captado toda mi atención y no pensaba en nada más que no fuera él. Ahora bien, de ahora en adelante debería centrarme en otras cosas, el ballet por ejemplo y... ¿qué tal alguna otra visita a mis hadas? «Hadas malas, malos bichos» –había dicho el abuelo en uno de sus arranques de locura por la vejez. ¿A qué se referiría con ello?
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Pasamos primero por Santa Margarita, quería enseñarle a Elisabeth el jardín. —Por cierto, Elisabeth, ¿tú crees en las hadas? –Me debatía internamente entre contarle mi secreto o no. —Tengo entendido que son seres ficticios, no existen; sin embargo, mis padres me han enseñado siempre que son engaños del diablo para atraer a la gente con sutileza, o sea, demonios. —Ah, vale, olvídalo, es que como este país parece todo un cuento de hadas... –Rechacé la idea de contarle mi secreto a Elisabeth. En ese preciso momento, un pensamiento cruzó furtivo mi mente: ¿y qué hay de Ellis? Él parecía más misterioso e introvertido, podría darme una interesante contestación. Continuamos caminando hasta el estanque y le sugerí a Elisabeth cruzar la casa por la puertecilla de la cocina y salir por la avenida Santa Margarita a la ciudad. Alcé mi rostro hacia la fachada del edificio y por una ventana vi un destello extraño de luz violeta. —¿Pasa algo, Inés? —Ah, no, nada, me pareció haber visto una luz –me extrañé. ¿De quién sería esa ventana? Memoricé la localización y me prometí a mí misma, tan solo por curiosidad, ir a comprobarlo cuando no hubiera nadie en la casa. Una tontería, al fin y al cabo. Cruzamos el piso hasta salir por la puerta principal y tomar dirección rumbo a la ciudad. —Inés, no te lo dije antes, pero a raíz de hablar contigo hoy pensé en algo para mañana. —Oh, dime, ¿puedes quedar mañana? —Sí, salgo pronto de la uni y tengo la tarde libre. Así que, ¿qué te parecería ir a visitar a la compañía Camelia que vienen de Francia? Mañana es el último día de su espectáculo, miérco-
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les. Es un circo ambulante y como me dijiste eso, pues... ¿qué te parece? —¡Guau, vale, sí, sí, sí, sí! –Comencé a dar botes como una niña. —¡Ja, ja, ja!, qué mona eres –rio–. Pues eso, si te parece bien quedamos mañana a las cinco y media en el ayuntamiento para comprar las entradas. —¡Guay, genial! –alargué la última palabra hasta un extremo cómico, gritando y riendo. Pasamos el resto del tiempo en la ciudad comiendo en una hamburguesería y hablando de temas de chicas. Me reservé hablar demasiado de Ellis, era un hombre ya y yo era una cría, y no quería alterar las cosas con rumores. Cabe decir, pero, que tenía unas ganas de verle de nuevo... Llegué a casa a eso de las cuatro de la tarde, ayudé en la cocina, cené y me fui a dormir con la ilusión de que llegase la tarde del día siguiente. El amor que tenía hacia mi futuro superaba la ilusión de un hombre, o al menos eso creía hasta el momento. —Señora, mañana Elisabeth Backer me ha invitado a ver el circo de la ciudad. ¿Se acuerda? ¡La troupe de Tourlaville, qué ilusión! ¿Podría ir?, es a las seis de la tarde –pregunté antes de irme a la cama, con la toalla del baño colgando de un hombro y en pijama. —Oh, por supuesto que sí, Inés, no tienes que preguntar tanto. Pero ahora Ellis es tu supervisor, ¿recuerdas? –rio ella alegre–. Hágaselo saber a él. –Y se fue por el pasillo camino al piso inferior con una sonrisa extraña de felicidad y maquinación. ¿Qué le estaba pasando últimamente a la señora con Ellis? Olvidé mi cavilación y me apresuré a la sala de estar donde estaba él; aun con su ropa de casa se mantenía elegante, nunca dejándose ver en formas vulgares.
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—Esto... eh, Ellis... mañana por la tarde saldré a ver el circo en la plaza del ayuntamiento. Me siento rara teniendo que preguntarle esto, pero ya sabe que la señora Margaret... –divagué. —Oh, sí, particularidades de la señora de la casa, qué le vamos a hacer. Yo acepté ser su cuidador, mi señorita –balanceó uno de los pies sobre la pierna cruzada, apartando a un lado el libro. Sonreí tímida. —Pues eso, que estaré fuera. —He de suponer que no irá sola, ¿verdad? —Oh, no, fue idea de mi amiga Elisabeth Backer, que vive en la granja de al lado de casa y... —Me parece muy mal –me interrumpió. Extrañada, abrí los ojos como platos intentando cavilar una explicación en mi mente a su rara respuesta–. Venga aquí inmediatamente, señorita –y señaló con su dedo delante de él con el rostro severo. Vacilante, adelanté unos pasos tímidos hacia su presencia. —Yo, este... disculpe, pero no sé por qué... —Extienda su mano –me volvió a interrumpir. Asombrada, actué obedientemente y estiré mi mano derecha delante de él. De repente él me agarró firme de los dedos e, incorporándose en pos de ella, me besó en el dorso. —Está muy mal, princesita, porque no pensó en invitarme para poder disfrutar de su presencia –susurró romántico clavando la mirada en mis ojos, a lo que respondí acalorada y privada del habla. —¿Inés? –escuché mi nombre gritado abajo en las escaleras–. Ayúdame por favor, no puedo alcanzar la caja de cerillas –era la señora. —Oh, vaya, discúlpeme, tengo que irme, ya hablaremos mañana –me excusé y enseguida que giré mi rostro me sonrojé hasta las orejas; rápidamente hice mutis por la puerta. ¿Qué le pasaba al señorito Ellis? Estaba muy raro.
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La mañana había llegado y me levanté con gran gozo y alegría. Hoy era el día en que iría a ver el circo. Me alegré mucho cuando los vi pasar por la ciudad, pero no había considerado la posibilidad de ir a verlos, supongo que por mi estúpida tacañería. Pero si se me había abierto esta oportunidad de disfrutar de algo que me gusta acompañada de una amiga no podía ponerme a pensar en el dinero. Ya ni me acordaba de la inquisición extraña que me había hecho Ellis la noche pasada hasta que no salí por la puerta de mi cuarto y, soñolienta frotándome los ojos para ir al baño aún en pijama, me topé con Ellis delante de la puerta. —Uy, Inés, buenos días, señorita –me saludó él en el sentido opuesto. Atolondrada por la mañana, tuve que hacer un esfuerzo y, al ver ahí, delante de mí, tan pulidamente acicalado en una camisa marrón al señorito de la casa dedicándome una cálida sonrisa, todos los colores y memorias vinieron de nuevo como un tornado a mi mente. «Ellis...», suspiré en mi interior. —Veo que hoy no ha madrugado. —Ah, no, hoy dormí muy bien –sonreí–. Iba en pijama de verano y, tímida, intentaba ocultar el pecho con los brazos, abrazándome a mí misma. Me sonrió y tendió la mano en dirección al lavabo. —¿Usted primero, señorita? –ofreció. —Oh, ah, muchas gracias, veo que ambos íbamos en la misma dirección, ¡je, je! Justo un momento antes de entrar, vi que sus ojos se dirigían de un modo extraño a mi camiseta; no logré percatarme de ello hasta que no estuve dentro del lavabo y vi en el espejo que la camiseta ofrecía unas transparencias de mi delantera. Ipso facto me sonrojé y, como si de un calefactor se tratase, mi cabeza hervía humo.
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—N... no era eso posible, ¿no? ¿E... Ellis me había estado observando de ese modo? –musité hacia mis adentros en un leve susurro. Durante el resto del día estuve de un modo inusual prestando atención a Ellis: la manera como desayunaba, cómo cruzaba las piernas en el sillón de la sala de estar para continuar leyendo una de sus infinitas lecturas, el mecer de sus piernas contra el pantalón cuando subía las escaleras, etc. Cada vez lo iba deseando de un modo más sensual, pero mi mente pura no lograba captar aviso de ello. Llegó la tarde. Eran las cinco en punto y Ellis y yo estábamos atándonos los zapatos en la entrada. —Que tengáis un buen día, señoritos. Ellis, querido, gracias por atender tan bien a Inés, eres un encanto –se dirigió a él–. Qué detalle de su parte, pequeña Inés, el invitar a Ellis a la función, veo que os estáis llevando muy bien, qué bueno –sonrió ampliamente, ahora cambiando su mirada hacia mí. Efectué una mueca, no iba a decirle que había sido él el que me había forzado a invitarle. No sabía por qué, pero el comportamiento de la señora conmigo y Ellis era un tanto raro, como de una invisible complicidad. —Pasadlo muy bien, jóvenes, no hace falta que vengáis a la cena, podéis alargar la velada si queréis –nos despidió con la mano. Vale, ahora sí que la cosa olía raro. ¿Quién entendería el extraño cambio de comportamiento de la señora?–. Seguro que la señorita Backer se alegrará mucho de salir fuera, la pobre estudia demasiado. –Noté como si intentara arreglar algo de su discurso. —Sí, adiós señora Margaret, tenga buen día usted también –dije estirando las puntas de mi vestido rojo. Tenía el pelo recogido en un moño alto con un lazo rojo alrededor y el flequillo con unos rizos cayendo a los lados.
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Ellis y yo caminamos por la avenida hasta dar con la carretera de campo que conectaba con la ciudad, por la cual bajé con la señora en mi segundo día. —¿Así que estudia, Inés? –me preguntó él. —Ah, este año estoy de sabático. Por ciertos problemas de salud no pude efectuar un ingreso en la universidad. También estaba llena de dudas sobre qué emprender porque en todos mis estudios he cursado ciencias pero yo soy artística. —¿Ah, sí? Interesante. ¿Y qué le gusta hacer de arte? —Pues escritura, dibujo, confección de ropas y mi emergente pasión, el ballet. Sueño con poder ser bailarina, una propia compañía ambulante o algo así que pueda abrirme el futuro a pesar de mi tardía edad de comienzo. —Oh, eso es muy bonito, va muy acorde a su personalidad de damisela. —Aunque la manera en la que podría abrirme camino sería con una compañía ambulante, llevando a cabo otras artes escénicas además del baile, como canto, teatro y circo. —Hum... interesante, aunque no me la imagino en situaciones cómicas, tiene una personalidad tan modesta... –estiró en una sonrisa. —Pues no, si con mis amigos soy muy social y enérgica – me medio indigné pero no lo expresé. También tenía razón Ellis, mi comportamiento con él era inusitadamente reservado y cortés. —Aunque, bien pensado, sí que tiene un carácter muy fuerte, pequeña damisela, eso de andar por el campo descalza saltando y brincando no es muy propio de una dama –rio recordando. —¿Es eso un insulto? –enarqué las cejas extrañada en una pregunta. —No he dicho que me atraigan las niñitas remilgadas, ¿no? Tómelo como una observación.
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A veces las frases de Ellis rozaban el borde entre la cortesía y el coqueteo, cosa que me turbaba en incomprensión. —¿Y qué pasó con las ciencias? —Pues que me siento como que lo hacía por obligación. —¿Así que no le gustan? —No, no es eso. Gustar y darse bien son dos conceptos distintos –rectifiqué–. En realidad me apasionan también, solo que no son mi talento natural y entonces me siento como que hay mucha gente más competente para ello y que yo solo soy una empollona, ¿me comprende? —Sí, claro, absolutamente, pero mi consejo es que lo piense mejor y no las deje de lado tan repentinamente, ya que imagino que sufrió por ellas varios años. —Sí, también es por eso, sufrí mucho estudiando y ahora quiero hacer algo fácil. —Pero eso es huir, hay que ser valiente. ¿Irá a la universidad cuando vuelva a España, este septiembre? —Pues no lo sé, no quiero, porque quiero hacer una academia de dibujo y la carrera privada de danza, aunque no tenemos dinero para ello. —Entonces necesitará una formación, sobre todo tal y como está Europa ahora. ¿Y arte en la universidad? –me preguntó. —No lo creo, las únicas carreras artísticas que hay son diseño y bellas artes. Diseño es todo por ordenador así que no me gusta, y bellas artes tiene pintura y escultura, cosa que las veces que las he probado sé que no se me dan bien. Luego están las privadas de diseño de moda, que una amiga irá, pero son siete mil euros al año, así que ni de broma. Ni siquiera podemos pagar la de baile, que son cuatro mil quinientos. Además, el nivel de preparación artística en la uni es muy pobre, solo estudias y casi no haces nada práctico, es mejor tomar el arte por la vía de academias privadas de renombre, que es lo que haré con el dibujo.
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—Vaya, tiene las cosas claras, pero de verdad, haga alguna carrera universitaria y compagínelo con el arte. —Hum... pero tendré que pensar en cuál. —Piense mucho, debe quedar poco tiempo para hacer la matrícula. —Hum... –gruñí no muy convencida de la elección. Dentro de mi cabecita, lo único que existía era el baile–. Hábleme de usted, aparte del trabajo, ¿qué otros hobbies tiene? –dije al rato de caminar. —¡Ja, ja!, me ha pillado, pequeña, y yo que lo quería mantener en secreto –bromeó–. Pues tal y como pudiste ver un destello el otro día, soy mago. —Sí, es cierto, la rosa. ¡Qué guay, mago de trucos! —Sí, no tan solo... –musitó casi en secreto. No entendí, así que obvié la explicación. —Hoy en el circo veremos a un mago también, ¡qué chulo! –me alegré–. Yo soy completamente negada para ello, mis manos parecen tener párkinson y mi mente no entiende –reí. —Cuando quiera, dulce señorita, venga a visitarme a la alcoba y le mostraré en secreto algunos de los más alucinantes «trucos» –cambió la entonación de la última palabra con mofa, seguí sin entender. Sonreí. A las seis menos veinte estuvimos en la plaza del ayuntamiento, en la cual Elisabeth nos había estado guardando cola hace un rato. Compramos las entradas, que salieron más baratas de lo que había pensado, unas veinte libras. El espectáculo fue alucinante: domadores de animales, acróbatas, malabaristas, majorettes, payasos y hasta una bailarina de ballet contorsionista; esa era yo, pensé en mi fuero interno. El último número era un mago, para acabar de quitar el aliento al público. —Inés, mire –me susurró Ellis al oído; un cosquilleo agradable me recorrió el cuerpo.
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Él sacó un mechero y lo encendió, nadie nos prestaba atención puesto que todo el mundo miraba el truco del mago. —Mire la llama –continuó–. Haga que crezca. —¿Cómo? –pregunté. —Con el poder de su mente, mírela y desee que crezca –me instó, tapando la llama con una mano para que el aire no la apagara. Yo, contrariada, intenté concentrarme en la llama y desear que creciera. Después de un rato de que mi cara comenzara a tomar tonalidades oliva, paré suspirando y la llama se movió de dirección. —Nada –dije agotada. Él sonrió complacido. —Mire, Inés, observe bien. –Dejó el mechero sobre su lomo y, sacando un pañuelo de papel, lo extendió en el aire, y volviendo a coger el mechero, lo quemó por la mitad. Abrí los ojos pensando en qué era lo que pretendía hacer–. Desee que tenga forma, diga una forma –aceleró. —Un corazón –sonreí boba. Despistada y sin concentrarme en eso del desear, tan solo mirando el papel fijamente, vi que comenzaba a tomar la forma de un corazón llameante. —Guau, ¿cómo es posible? –me sofoqué mirando a Ellis fijamente, maravillada. Conocía la piroquinesis, sin embargo, no pensaba que ese fuera el hacer de un cristiano devoto como Ellis; tenía que ser un truco, y eso lo hacía, al menos para mí, aún más impresionante. La magia existía, pero las ciencias eran sin lugar a dudas aún más difíciles para mi concepción. Él, sonriendo, apretó dentro de su puño el pañuelo llameante, y volviendo a abrir la mano tan solo había cenizas que, alzándola, esparció por el aire diciendo: —Para usted, mi musa inspiradora –a lo cual respondí sonrojada con un «gracias».
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Tímidamente, me giré hacia los asientos de detrás para ver si algún cotilla nos estaba mirando; me topé con la imagen contrariada de un niñito de apenas cinco años que me miraba con cara de espanto. No pude evitar soltar una leve carcajada. Elisabeth estaba concentrada en el mago con la boca abierta. —Inés, ¿has visto?, ¿cómo fue eso posible? –me sacudió del brazo maravillada cuando el mago terminó su truco. —Eh, ah, sí, guau, ¿eh? –le seguí el rollo sin haberme siquiera percatado de qué iba el truco del mago del plató. Pero sí, ¿cómo fue eso posible? –tomé la frase de Elisabeth para mí, pensativa sobre lo que acababa de presenciar. Ellis estaba calmado, prestando atención al escenario y con una sonrisa; su aire de sosiego me contrariaba, siempre actuaba como si todo estuviera bajo control, como si no hubiera nada que le alterara. El espectáculo acabó a las ocho y media y los tres volvimos por el camino polvoriento hacia el cruce de caminos a ambas casas; nos despedimos de Elisabeth y entramos en la villa. De noche, el pórtico de la entrada con la estatua del hada tenía otro aire, parecían traídos de otra época. La luz de la luna incidía con misterio sobre el rostro de la criatura pétrea, otorgándole a sus ojos un brillo de vida. Durante el tiempo que me quedé embelesada por tal belleza, me pareció haberle visto guiñar un ojo; la noche engañaba a los ingenuos, mi mente imaginaba mucho, ya era hora para los niños de estar en la cama. —Oh, qué pronto habéis llegado, jovencitos –se asombró Margaret, la cual estaba limpiando el polvo de la entrada al abrir la puerta. —Otro día llevaré a Inés a cenar a un restaurante, recuerde que ahora estoy a su cargo, señora. —Claro que sí, llévela a hacer muchas cosas, que se canse antes de volver a España –rio.
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Mi rostro se ensombreció ligeramente con la idea de volver, acababa de llegar y me estaba quedando clavada sentimentalmente de un modo muy fuerte a Emsworth. Esa noche me fui a dormir pensando en Ellis y tuve un extraño sueño en el cual entraba en mi habitación, por arte de magia sacaba un ramo de rosas de la manga y, recostándose sobre mi cama, me besaba tiernamente en los labios.
VIII CUÉNTAME TUS ANHELOS —Papá Dios, gracias por esta noche que dormí bien, y... por Ellis, no sé si es tu voluntad pero me estoy enamorando, y ha sido muy lindo pasar estos días con él y... el sueño. –Me sonrojé y paré, abriendo los ojos. Los volví a cerrar–. Bueno, ahora, aparte de eso, tal y como dijo Ellis... –volví a sonreír. Me concentré de nuevo–. Sí, vale, ahora seria. Tengo que pensar en mi futuro, y bien que no puedo quedarme pajareando y en las nubes pensando que me convertiré en una bailarina de primera categoría. He empezado con diecisiete, ni siquiera hago más de tres horas a la semana en la academia, no tengo técnica de puntas aún y me falta gracia. Pongamos la realidad cruda –comencé a sollozar. —No, ¿por qué? ¿Por qué no puedo hacer realidad mi sueño? –las lágrimas me brotaban de los ojos y caían sobre mis muslos plegados, con los pies descalzos sobre la mullida y húmeda hierba del jardín. Me encontraba apretada contra la caseta de los trastos, mi asiduo lugar de oración. Tenía días en los que estaba más sensiblera que otros, y sin reprimir mis emociones dejé que fluyeran solas mis lágrimas–. Yo, yo estaba convencida de que podría abrirme camino en este mundillo, pero la realidad es que si una niña como yo va a pedir trabajo en una
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compañía, se reirían de ella. ¿Es cierto que vivo de ilusiones? Tengo la capacidad pero no puedo desarrollarme, pero es mi sueño, lo amo, lo amo, ese pequeño cisne blanco mío –acurruqué mis manos en una bolita contra mi pecho congojado–. Lo amo, yo amo el ballet, por favor no permitas que este fuego se apague en mi interior, yo... ¿Cómo puedo hacer de este mi sueño una realidad? ¿Qué haré este año, qué carrera escogeré en la universidad? Si no es arte... ¿volver a las ciencias? ¿Pero qué ciencias, qué carrera? No puedo hacer medicina porque no me llega la nota, y las otras cosas tienen mucha matemática, física y química, y no me gustan, ¿qué puedo hacer? Pero si entro en la uni tendré o las mañanas o las tardes ocupadas, luego tengo la academia de ballet de ocho a diez de la noche y la de dibujo cuatro horas a la mañana los sábados. Si escogiera la carrera de baile en la privada serían cuatro horas diarias por la mañana, no tendría tiempo para estudiar una carrera y hacer todo el resto. Además de escribir los libros que quería publicar. Pero si voy a la universidad no tendré tiempo para el ballet, además, dudo mucho que me vayan a pagar la carrera de baile, es supercara y no tenemos dinero, ¿entonces qué? ¿Continuar con las clases de baile y añadir dos días más a la semana, cuatro días? Aun así no tendría el nivel necesario para poder ser profesional: ocho horas respecto a las veinte que tendría con la carrera de baile. ¡Jo, Dios!, ¿qué puedo hacer?, esto es una mierda –me tapé la boca por la palabrota. —Pero es cierto, es una mierda, una mierda, una mierda, una mierda como un culo de vaca, ¡mierda! –grité cabreada. El pecho me latía fuerte y la respiración se me hizo un nudo, entrecortada, a lo cual siguió una explosión de lágrimas que tampoco contuve. —No había pensado en esto, me había quedado tan a gusto y aislada con el mero hecho de que yo amaba el ballet. La reali-
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dad es que yo amo el ballet, pero él no me ama a mí, no puede amarme, no tiene sentimientos, no puede elegirme o rechazarme, simplemente no sabe que existo para él, y sin embargo yo sufro por él. ¡Oh, amado mío! –alcé la voz delirante–. ¿Cuánto tiempo me había quedado encandelada en esta obsesión sin ver la cruda realidad de mi futuro? ¿Qué haré?, ¿qué puedo hacer? ¡Oh, Dios, muéstrame el camino, dame paz y guíame hacia un futuro exitoso en el cual pueda desarrollar mis habilidades y hacer realidad los sueños que se albergan en lo más recóndito de mi alma! –acabé con un suspiro extasiado y mis ojos se quedaron fijos en el manto del cielo azul que desfilaba como si de un río rodeado de mil ovejas cruzando se tratase. Ovejas blancas y espumosas, suaves y evanescentes... como los sueños... que un día se forman, y al otro desaparecen. Desesperación y pesadilla, una nube que tiene una forma dulce y delicada y al rato se transforma en un terrorífico león desgarrador... Llora, niña, llora. Dejé caer mis manos a ambos lados del cuerpo y la mirada fija en el fluir del cielo, como una muñeca de porcelana que alguien había tirado a un vertedero, Rota, Muerta.
IX LA PRESA Y EL DEPREDADOR
Yacía
como Blancanieves sobre un lecho de mustias hojas, crujían al movimiento de mi cuerpo desperezándose. Una bella melodía adornaba el día naciente, me acariciaba los oídos como una mano de plumas, eran cánticos en una lengua desconocida que daban sosiego a mi alma. Un rayo de sol se coló entre una rama e hizo vibrar mis párpados. —Despierta, Inés, despierta. Ha llegado el momento –el cuerpo de una bella mujer de largos y lisos cabellos de oro se reclinaba sobre el mío y me besó la frente–. Abre los ojos, amada... Ya era viernes y el malestar de la noche anterior se me había pasado gracias a las, aunque escasas, cuatro horas que dormí esa noche. El día anterior lo había pasado cabizbaja y deprimida. Había llevado todas esas sensaciones de opresión conmigo a la cama y, como era de esperarse, no había pasado una muy buena noche. Tenía suerte de al menos poder gozar de deliciosas fragancias oníricas de vez en cuando. Bueno, a pesar de ello me encontraba fresca y despierta y estaba dispuesta a no pensar, no quería hacerme más daño pensando. Así que ese día
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no bajé al jardín e hice una oración rápida de encomendar el día a Dios sin andarme por los cerros de Úbeda en cuanto a temas relacionados con mi futuro y mis sueños. En realidad, pensar en ello ahora me ocasionaba una cierta angustia en el corazón. Mi amor no era correspondido, blanco cisne, ¿por qué te empeñas en huir de mí? La mañana me quedé cosiendo en la cocina un peluche que quería mandar a mi mejor amigo en España para su cumpleaños. Sonreí, él era el chico del que había estado enamorada. Pero desistí de ese amor a pesar de ser correspondido porque él no se veía capaz de poder ser la persona que estuviese a mi lado para toda la vida. Decía que yo era un ángel puro y él un monstruo... Todo el mundo me decía que eran las típicas excusas que ponían los hombres, yo no lo creía así. ¡Ay, Laurent, amado mío!, si supieras cuánto yo te he amado y... te amo. Eres aquel sueño, aquella literatura, aquel significado que solo tu das a mi vida, amigo mío... si supieras cuánto yo te amé y cuánto te deseé que hasta irme a Inglaterra tuve, por tal de no presenciar ese agudo dolor de tu rechazo. Un rechazo amoroso, destilando calidez, que yo sé bien que tú amándome decidiste darme alas para que pudiera encontrar la felicidad con alguien mejor. Pero... dime, Laurent, ¿quién hay mejor que tú, príncipe mío? ¿Por qué me diste de lado y te refugiaste en tu dolor creando una barrera entre los dos? Laurent, sabes cuánto te amé, pero que respeto tus palabras y por eso yo me he alejado de ti. Entregaré mi corazón a otra ave, para que me arrulle entre sus plumas. De ahí que yo... que yo... me haya refugiado en ti, dulce cisne, blanco amor, puro lirio... Ballet amado mío... De nuevo me iba poniendo melodramática al recordar aquel oscuro pasaje de mi pasado. Un pinchazo producido por la aguja al andar distraída me trajo de nuevo a la realidad.
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—¡Ay! –me quejé. Una gotita de sangre brotaba, la chupé. Pensativa, una vez más pasé la hora de la siesta echada en la cama, mirando el techo y dándole vueltas a la cabeza. Mi habitual alegría se había desvanecido. Mejor saldría a dar una vuelta por el jardín, el jardín me inspiraba. Paseé meditabunda hasta llegar al círculo de hadas, esta vez lo encontré casi sin esfuerzo, como guiada. ¿Por qué me desorienté la otra vez? Me puse en cuclillas y di un pinchacito con el dedo a una de las setas. Luego, más cuidadosa, introduje un dedo dentro del círculo. Nada. Dejé caer mi trasero contra la tierra y mirando a los árboles embelesada vi pasar un haz de luz verde como la primera vez. —¡Un hada! –grité eufórica y rápidamente, levantándome del suelo, intenté situarme en la posición en la cual había desaparecido. —¿Hola? Hadita, no te voy a hacer daño. Hadita, ¿estás ahí? Por favor, criatura de la tierra y los vientos, muéstrate ante mí. Pasó un largo rato sin que nada pasara, pero yo, sin desistir, miraba agudizando a mi alrededor. De repente, me topé con una piedra redonda estratégicamente situada. Intenté darle un puntapié pero estaba bien anclada al suelo, no de manera natural, sino humana. Extrañada, miré alrededor en el espacio circunciso entre los árboles, en el claro. Una suposición ya hacía tesis en mi cabeza, y esta fue corroborada cuando me encontré otra piedra estratégicamente situada, como la primera. Ahora ya quedaba claro, rápidamente y necesitando tan solo una mirada pude localizar las otras piedras restantes que, colocándome yo en medio de dicho orden, se podía apreciar un pentagrama distribuido en el espacio por las cinco piedras que formaban sus vértices. —¡Qué heavy! Un pentagrama, guau –aullé. ¿Quién en esta casa ha utilizado este jardín como espacio para practicar la bru-
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jería? –Sentí un escalofrío extraño–. ¿Los señores Brown? Eso es imposible, ellos son cristianos, son puros, nobles, afables, no... no, por favor, no me digas que se ocultan tras esa máscara de falsedad e hipocresía. No, es imposible, yo hablé con Margaret y ella en verdad es una mujer de Dios, y... Fred no lo conozco mucho, pero parecen llevarse muy bien y tener sinceridad entre ellos. A decir verdad, la manera de hablar de Fred era como si conociera sobre estas cosas, pero... de una forma despectiva, como si supiera algo muy feo que tiene que ocultar, sobre... sobre otra persona. —A ver, Inés, analicemos –me arrodillé al lado de una piedra. La toqué, no tenía apenas musgo alrededor, era lisa y bien elegida, limpia. Vale, tenía que haber sido puesta hace poco, un mes como mucho. Retorné al jardín frontal donde el estanque. Alrededor de las flores plantadas a los laterales de la verja recordaba haber visto piedras redondas y lisas de decoración, grandes. En efecto, venían de allí las antes encontradas. —Vale –medité en secreto–. Definitivamente, ha tenido que ser alguien que ha tenido acceso a la casa en los últimos meses; eso sería fácil, preguntaría a los señores a la hora del té si suelen tener muchas visitas y cuántas tuvieron los últimos meses. Ellis llevaba muy poco tiempo aquí, aunque bien podía haberlo hecho él también, pero los señores solían estar todo el tiempo en casa, sería muy delatador hacer tales movimientos. Me salí del pentagrama y una sensación extraña me rodeó, como si estuviera en un lugar prohibido y sellado. Notaba como si estuviera siendo observada por miles de ojos, como si una ventana hubiera sido abierta. Tuve miedo y volví rápidamente, mirando a mi alrededor, al estanque, fijando la mirada en las miniestatuillas de hadas; por el contrario, ellas me infundaban paz. —Cierto, el halo de luz de la ventana del otro día –musité. ¿De quién sería esa habitación?
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Me escabullí por la puerta de la cocina y fui a tientas subiendo por la escalera. Iba a ponerlo de manifiesto, esa pequeña curiosidad de descubrir qué era aquello y de dónde venía. La casa estaba en silencio, deberían de estar todos durmiendo. Mis pies se deslizaban ligeros por la gruesa moqueta, escaleras arriba. —A ver..., ahora debo estar girando e ir por el medio del pasillo. Vale, según mis cálculos ahora estaría mirando de cara al estanque. Bien –volteé y me encontré con una puerta cara a cara. Respiré profundo. A decir verdad, los señores no me habían mostrado la casa, era yo la que había ido descubriendo. Abriría la puerta con delicadeza, si era de alguien pues estaría durmiendo ahí dentro y podría darse cuenta de mi infiltración al más mínimo ruido. La puerta se abrió discreta y con la mínima apertura eché un vistazo adentro. Nada, no había nada. Vale, podía pasar. El corazón me latía rápido y, abriendo la puerta a la mitad, me introduje con un salto grácil dentro de la alcoba. Era una bonita habitación de aire antiguo, con muebles muy caros y de un ébano oscuro. Súbitamente, noté cómo algo me agarraba con fuerza el brazo, y con un grito ahogado intenté girar mi cabeza; fui obstaculizada por una garra que apretó con fuerza mis ojos, tapándolos de la luz del día., —Ah... –gemí–. ¿Quién, quién hay? Yo... no haré nada, quien quiera que sea... –se me aceleraron más y más las pulsaciones hasta que solté un leve gemido. —Inés... –me susurró un aliento primaveral, creando un cosquilleo placentero en mi oído–. Chica mala... –sonó un canturreo picante y juguetón, con la mano aún tapando mi vista y la otra dejándome inmóvil–. ¿No sabe que no debe entrar en las habitaciones de los demás? Ahora le tendré que castigar –rio pícaro.
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—E... Ellis –suspiré con placer. —¿Sí, Inés, mi Inés? –escurrió la mano hasta situarla sobre mi clavícula, y la otra subiendo por mi brazo, repasándolo con las yemas de los dedos, haciéndome cosquillas. Rápido, apretó su mano contra mi cintura y vi mi cuerpo chocar contra el suyo, solté un gemido. Noté el calor de su cuerpo y su mano ardiendo sobre mí. —¡Aaah! –gemí con felicidad. —Sí, eso, respire más, Inés, más fuerte, note cómo su pecho crece y choca contra mí –haciéndole caso, respiré y respiré hasta que mi aliento pareció hiperventilar. —E... Ellis, yo... ¿qué, qué pasa? –respiraba entrecortada. —Chis –me chitó en el oído, corriendo su respiración por mis venas y nervios–. Tan solo escuche –presionó su mano sobre mi corazón. Pu-pum, pu-pum... latía con fuerza. Ellis... Oh, Ellis... La mano sobre mi cintura se apretaba cada vez más hasta oprimirme y dejarme sin respiración. Al final, asfixiada, solté un grito ahogado y, sofocada, me retiré de su lado. Hiperventilaba y la presión había subido de tal modo que estaba sudando y colorada. —Yo, lo siento –cerré los ojos y, escurriéndome por el lateral, salí de la habitación a carrerilla encerrándome en el baño con el cerrojo. Pero... ¿qué acababa de pasar? Apreté mi cuerpo contra la puerta y me dejé deslizar hasta el suelo, juntando las rodillas con mi seno. Él, Ellis, el hermoso, elegante y caballeril Ellis, un príncipe de ensueño... Por mi mente pasaron las imágenes de momentos con él de estos últimos días. Sus manos elevándome del suelo contra su cuerpo. La rosa que se desvanecía en su mano, una leve
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caricia por las escaleras, miradas de complicidad, sus piropos señoriales, una sonrisa de miel que se derretía en mi paladar, el corazón ardiente del circo y... su mano contra mi pecho y cintura haciendo presión, con el aliento hormigueando en mi tímpano. Ellis, oh Ellis, hacías despertar mis instintos más primitivos. Una oscura pasión naciente hacia mella en mi corazón. Quiero bailar el oscuro vals a tu lado, mi maldito caballero. Alargué mis manos hasta coger los dedos de mis pies, los apreté uno a uno y una lágrima cayó por mi mejilla. Cierto... Ahora volví a recordar a quién amaba, y quién jugaba con mi corazón como si fuera una servilleta de papel. —Bailar... tan solo soy una bailarina más, una aficionada. Si ni tengo talento... –apreté los dientes con rabia y me incorporé delante del espejo. Hice una pirueta. Mal, los brazos no mantenían los codos sostenidos, el giro de la cabeza era nervioso, el pie en relevé temblaba y la parada era sucia con un saltito. Mal. Hice un arabesque. Mal, la cadera descompensada y perdía el equilibrio. Hice tendu a la primera, segunda, cuarta y quinta. Los brazos, fatal, carecían de gracia, abría los dedos demasiado y el tendón del pulgar se contraía solo. No cerraba bien la quinta con la derecha, tenía una pierna más larga que la otra. Frustrada, me dejé caer contra el suelo y sollocé, apretando las uñas contra mis mejillas. —No, no, esto no puede ser, no, Inés, practica más, déjate de tonterías y practica más, tienes que llegar a ser perfecta, no una más del montón, no el cuerpo del ballet, sino la prima ballerina. Inés, hazlo o no valdrás, Inés... –me autosugestionaba. Esta maldita obsesión se estaba apoderando de mí. —Inés, bailas como una niña, así no te saldrá nada, eres demasiado inocente y buena, por eso tus pasos son torpes y
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tienes el cuerpo descompensado. Por eso los hombres juegan con tu cuerpo. Tienes que darle fuerza, busca el dolor, Inés, el arte del ballet es mostrar delicadeza y gracilidad más allá de la dificultad. Tienes que buscar el dolor en cada paso, en el punto álgido del dolor sabrás que estás haciendo bien el paso. Dale más fuerza, más rabia, más maldad, más concentración. La perfección del amor va de la mano con el sufrimiento, no puedes amar sin sufrir. El diablo asentaba raíces y subían trepadoras por mis extremidades, inmovilizándome. Eso es... Inés... persigue tu sueño, deja que te agarre y te arranque el alma. Me alcé de nuevo, grácil, plié en quinta, haciendo port de bras. —Oh... muy bien, Inés, muy, muy bien. Eso es, dale más rabia, más dolor y... sonríe, disfruta del dolor, Inés. Continúa dándole piruetas, pequeña niña, sigue, sigue, no pares, hasta que no consigas la perfección. —Mierda, me voy hacia un lado y no mantengo el en dehors, cierro la rodilla al girar. Patético. Trágame ballet, dame más violencia, sea yo tu presa y tú mi depredador. Así es la única manera de mantener la concentración y disfrutar del dolor para buscar la suprema belleza en cada movimiento. —Venga, nunca podrás ser buena si no puedes abrirte bien. Me senté en el suelo y comencé a estirar la cadera hacia delante, abriendo las piernas. —Has de lograr un 180. –Bajé el torso en paralelo contra el suelo y estiraba las manos lo más lejos posible hasta que los dedos se escurrían contra el suelo–. Más, más, estira más –abría las piernas a cada lado de mi cuerpo. Las lágrimas volvieron a brotar de mis ojos y cayeron al suelo con frustración, a la vez que me mordía el labio inferior del dolor. Ahí, en el deleite del masoquismo, me vino como una imagen, involuntariamente,
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la visión de Ellis arrullándome entre sus brazos calmando mi llanto. Se estaba apoderando de mi mente sin que yo se lo permitiera. Desilusionada con mis avances, me levanté y di una patada a la pared, abrí la puerta y me encerré en mi habitación. Me conecté al Facebook: «Inés, princesa, te echo mucho de menos, quiero que vuelvas de Inglaterra y te abrazaré, mucho, mucho, mi tontita». El corazón se me iluminó, el semblante triste y enojado cambió a una cálida sonrisa. —«Laurent», en realidad Matías... sí, ese es tu nombre –suspiré con ternura–. Mira que eres tonto –reí. Dices que no puedes ser mi novio porque eres un monstruo y has hecho cosas feas en tu pasado, y mira yo, una loca obsesionada. Si supieras tú la verdad que se oculta tras este hipócrita semblante de niña, el dolor y la congoja que albergo –suspiré con dolor y volvieron a temblarme los labios. —Mi holandés errante. –Matías era de padre holandés. Resoplé en una risa de cariño–. No sé cuánto tiempo más podré seguir esperando en un amor que nunca se hará realidad. – Ensombrecí mi mirada bajando sublime la cabeza del portátil. Subí las piernas a la silla y me las abracé, hundiendo la barbilla entre las rodillas. Para la merienda me senté al lado de Margaret a escuchar historias de su juventud mientras tomábamos el té. El difunto señor Arnold parecía haber sido un hombre sencillo y vivaz pese a su gran fortuna, desencajando con el resto de la familia. Con esa imagen me era más fácil situarlo al lado de Margaret, pues ella no era de clase alta. Fred no estaba presente, de lo contrario ella no habría sacado el tema. —¿Ha venido mucha gente últimamente a la casa? Parece que sea un corredor de vida.
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—No tanta, visitas breves de amigos. El señorito también se pasa de visita cada par de meses, a veces ni coincidimos si estamos fuera –no me aclaró mucho. —Las inversiones de Bro. Listensher & Co han sido transferidas con la fusión de Loncart y Marina Merchandise. Gracias a esa fusión efectuada y el traspaso de los bienes de mi compañía, han crecido desmesuradamente, es bueno hacer vínculos con las empresas más poderosas del país –explicaba Ellis sus negocios a la hora de la cena. —Oh, hijo, en verdad me sorprende, siempre supimos que tenía un cerebro prodigioso para los negocios –se enorgulleció Margaret–. Inés, ¿qué te pasa? No tienes hambre –notó ella al ver que daba vueltas a las verduras con el tenedor, comiendo como un pajarillo. —Um, no, no mucho, estoy un poco apagada, lo siento. –Me quedé sentada con la mirada fija en el plato. Todos me miraron extrañados. Intenté comer un poco más y al rato me levanté a dejar el bol en la nevera con papel film para el próximo día. —Voy subiendo a la ducha, ¿vale? –anuncié con la voz ofuscada. Arrastré mis pies por la puerta. —Discúlpenme un momento –se levantó Ellis de la mesa y me siguió. —Ey, ey, Inés, Inés, chis... –me tomó de la muñeca, impidiendo mi avance; giré mi cabeza para no verle–. ¿Es por lo de antes? –susurró avergonzado para que nadie más le pudiera escuchar. El corazón me dio un bote. Ay no, qué mal, Ellis se pensaba lo que no era, pobrecito. —¿Eh?, no, no –susurré avergonzada con una sonrisa cálida, mirándole a los ojos–. Es... por el ballet.
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—¿El ballet? –se extrañó soltándome la muñeca. —Sí, yo le quiero pero él no me quiere. Entonces, si la pasión no es correspondida no puede haber éxito. —No creo que no sea correspondida, a mi me pareció buena el otro día en el campo –sonrió–. Puede que... ¿a la que le falte pasión sea a usted? —¡Eh, no, para nada! Si yo amo mucho, muchísimo el ballet... –me indigné. Todo transcurrió en voz baja para que no nos escuchasen los señores en la cocina. —El amor y la pasión no son sentimientos iguales, y vos no habéis aprendido el significado del segundo. —¿Eh? –me sorprendí abriendo los ojos como platos. —Si, si quiere... –suspiró tierno– yo le puedo enseñar –cambió su expresión en un aire de maldad con los ojos entornados, mirándome fijamente, como el león que persigue al cervatillo para devorarlo–. Venga a mí cuando quiera averiguar el verdadero significado de la pasión. –Y reculó en su caminar de vuelta a la cocina. Me quedé ahí, petrificada en medio del recibidor, con la gran araña de cristal alzándose sobre mi cabeza en lo alto de la mansión. Una vez duchada, me eché avergonzada y con el pulso acelerado contra la cama, envuelta en mi toalla y tapando mis labios con los nudillos. —Ellis... –suspiré sonrojada y oculté mi mirada en la almohada. Me arrodillé sobre mi lecho, con el cuerpo desnudo, absorta en un sueño o en una pesadilla. Observé el reflejo de mis carnes sobre los ojos azules de mi muñeca, Victoria. Clavada mi mirada en ella, mar profundo, de oscuro abismo, te extiendes
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como un manto más allá al horizonte, me absorbes, me absorbes, veo a Venus, la hija del mar. Bella joven de senos tiernos y piel suave, blanca como el marfil... Absorta en el reflejo vi una de sus pupilas moverse hacia un lado. —¡Ah, coño! –me asusté y reculé sobre la cama abrazándome con los brazos. Habría sido mi imaginación. La verdad es que desde que estaba en esta casa estaban ocurriendo cosas muy raras y... ¿no debería ser esta una casa de paz cuando todos sus habitantes eran fieles seguidores de Dios? O... ¿eso se hacían llamar? Esa noche me fui a dormir con Victoria entre los brazos; tuve una pesadilla en la cual mis miembros se dormían sin responder a mi cuerpo y no podía bailar y mis pasos resultaban como los de una muñeca de alambre. Oprimida por la sensación, me desperté y vi las puntas satinadas de ballet colgando donde las había dejado, en uno de los brazos de la lámpara. Curiosamente, estas se mecían como si una leve brisa las rozara. Extendí la mano a la ventana, estaba herméticamente cerrada. Con la mirada fija en las zapatillas, recordé las palabras de Ellis. «Si quieres te puedo enseñar el significado de la pasión.» Miré el reloj, eran las tres y media de la madrugada, rebusqué en la maleta unos calcetines para no hacer ruido y me predispuse a escabullirme en la habitación de Ellis. No haría nada, tan solo le observaría, observaría dormir su plácido cuerpo, sus tiernas pero duras facciones cinceladas con una camuflada maldad y sensualidad. Ellis, enséñame la pasión, para que así pueda volver el amor del ballet hacia mí. Besé la punta de una de ellas que colgaban. Sin hacer ruido, me escurrí por la puerta y tanteé el terreno. Parada delante del cuarto deslicé los dedos por el mango, introduje un pie y luego la cabeza, entré dentro dejando la
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puerta abierta por si tenía que escapar. Ahí sobre la almohada reposaba la cabeza de Ellis con un pelo liso y fino cayendo sobre su frente, angelical y sosegado. Laurent, oh, ¿qué es de ti si te empeñas en rehusarme? ¿Acaso he de parar mis sentimientos si por otro comienzan a latir, negarme a un amor correspondido, no volar a mi felicidad? De ninguna manera, ahora dejaré fluir esta pasión que habita en mí. Oh, Ellis, tu paladar es más dulce que la miel y tus ojos como un soneto entre los valles en un amanecer primaveral. Degustar tus labios, mi dulce ángel, permíteme tan solo... Mil historias daría por ti a contar si solo un momento me dejases escribir a tu lado. Mi poesía, don inspirador de mi creación. Agaché mi cabeza hasta sus labios, observando como la fina luz de la luna en plata bañaba su tez, congelando su belleza como un mito. De pronto, unas manos agazaparon mi nuca y me acercaron a tan solo unos centímetros de sus comisuras. —Oh, Inés, ha venido, veo que su inquietud por descubrir qué es lo que le falta a su amor es tan grande que le trajo aquí. —Lo haría todo por el ballet, quiero ser perfecta. —Es casi perfecta, Inés, tan solo le falta pasión, arder, y consumir todo aquello que se meza a su lado. Sea fuego. –Sus labios a escasos centímetros de los míos, sosteniendo aún mi nuca entre sus dedos con su cuerpo yaciendo y el mío arrodillado sobre el suyo. —¿Y cómo puedo serlo? Hum... –Apenas hube formulado la pregunta cuando furtivamente me presionó contra sí, cayendo sobre su cuerpo y, mientras sus manos me sostenían firme la cabeza, me hundió en un profundo y pasional beso. Mis labios y mi lengua corrían encandelados dentro de su boca, ejerciendo presión sobre ella y relajando por momentos.
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Un beso abisal y caliente que se enardecía aún más a medida que sus manos recorrían mi cuerpo con morbosidad. Me soltó. —E, Ellis... –me volví a postrar sobre mis rodillas, me sonrojé y, petrificada, no pude apartar mi mirada de su nívea tez–. ¿Qué, qué ha sido esto? —Es su entrenamiento especial, le estoy ayudando a que se suelte y pueda ser capaz de sentir lo que es la pasión. No piense lo que no es, tan solo me ofrezco a ayudarle. Míreme como a su profesor –dijo con la más apaciguada naturalidad. Sus últimas palabras de «profesor» me pusieron al rojo vivo, siempre había tenido la fantasía de hacerlo con un profesor joven y guapo, y Ellis era mi prototipo perfecto de hombre. Permanecí en silencio–. Venga aquí –me indicó con el dedo. Obediente, me acerqué más a él. Estiró una mano hacia mí y con los dedos me bajó el tirante del pijama, dejando al descubierto uno de mis pechos. —Eh, n... no –me quejé tapándome torpe con las manos. —Chis... –quitó mi mano con suavidad–. Sea buena. Incorporándose hacia mi pecho, acercó los labios en un beso sobre mi pezón y comenzó a rotar la lengua alrededor de él con movimientos circulares. —N... no, Ellis, esto no está bien. Tú... ya sabes que a Dios no le gusta, ¿no? –Lo aparté sin mucha oposición. —¿Y qué hay de los profesionales de la medicina: los ginecólogos o las parteras? Tómeselo como si fuera un profesional, le estoy enseñando a sentir pasión. ¿Quiere o no quiere triunfar en el baile? –Cambió su tono de voz en la última frase, instándome a responder afirmativamente. —Eh, yo... claro que sí. Hum, bueno, vale... –me abandoné. Por un tiempo, más Ellis continuó manipulando mi cuerpo y recorriéndolo con las manos y la lengua hasta que, con los
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ojos sollozando, me levanté y me fui a mi habitación. Ellis no me siguió. Toda la noche la pasé en la esquina de mi cuarto traumatizada, no sabiendo si llorar o fantasear con lo ocurrido. Ese era mi cuerpo, y había sido manoseado por primera vez, y... lo peor, no había sido capaz de decir que no. ¿Por qué? Me rodeé con ambos brazos intentando limpiarme la suciedad que sentía dentro de mí. Oh Dios, ¿qué había hecho? Oí un repiqueteo de cascabeles en la habitación, agudicé el oído, nada, silencio. Volví a abrazarme el cuerpo llorosa y de nuevo, cuando casi estaba a punto de ponerme a llorar, el sonido de cascabeles volvió a hacerse presente en la habitación. Me alcé en pie e intenté ver de dónde venía el sonido; para mi sorpresa iba moviéndose por la habitación, como si una mano invisible danzara un manojo de campanillas al aire, desplazándose continuamente. Abrí la puerta de la habitación y seguí el sonido que me guiaba escaleras abajo. Ahí fuera, en el jardín, vi un círculo de luz blanca en el suelo, donde había encontrado las setas. En medio de él un corro de hadas blancas y amarillas danzaban alegres a la luz de la luna. Me quedé inmóvil detrás de un árbol observándolas con cautela; en uno de esos momentos una de ellas reparó en mi presencia y, clavando su mirada en mis pupilas, caí mareada al suelo sumida en un sueño blanco, sin nada. El rocío se iba depositando con el paso de la noche sobre mis cabellos y noté como unos pellizcos por todo el cuerpo.
X EL DESPERTAR DE LA MAGIA
Era la mañana de la víspera de San Juan, sábado veintitrés.
Apenas el sol comenzaba a alzarse a eso de las cinco de la mañana, cuando unos mullidos brazos me alzaron del suelo, despertándome. —¿Eh? ¿Qué, qué ha pasado, dónde...? –balbuceé. Vi el pecho de un hombre delante de mi rostro y rápidamente reaccioné subiendo la cabeza, enseguida mis pies tocaron el suelo. —Princesa, no debería salir por la noche a este jardín, podría haberse resfriado. —E... Ellis... No, yo, hay algo en este jardín, anoche, yo, vi... –parloteé precipitada y sin respirar. —Chis... –me puso él un dedo sobre los labios. —Puro lirio, hay cosas en las cuales no debemos inmiscuirnos si no nos llaman. —¡No! –negué fuerte–. Ellas me han llamado, las he estado viendo y sintiendo desde que llegué a esta villa, aquí hay algo mágico. Anoche vi un corro de hadas, no me lo invento, creo que tú puedes creerme –me sofoqué de nuevo hablando de carrerilla. —Puede, no se lo niego, hoy será la «Gran Noche» en gran parte del mundo, puede que las juguetonas hubieran estado
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celebrándolo la víspera de la víspera, como vosotros los españoles, de impacientes –rio. —No es broma –bufé. —No, ya lo sé que no, si le creo... Aunque desde un punto de vista estricto el solsticio aconteció el día veintiuno. —Ostras, no había caído en eso, es verdad, el cosmos ya cambió. ¿Entonces? —No importa, la magia funciona tanto el día natural como el día asignado por la simbología colectiva. Mire, Inés –hizo una pausa y se arrodilló, me arrodillé también–, si de verdad cree en estas cosas yo le puedo enseñar. Venga conmigo a la ciudad esta noche y celebremos el San Juan de una manera mágica. —¿Cómo? ¿Cree que estará bien salir de noche? –inquirí. —¿Pero usted qué es, una recluta prisionera? ¿No salía en Barcelona nunca de noche a celebrar? —Mis padres no me dejan, tengo que estar en casa a las nueve y nunca me han dejado salir de fiesta. Aparte de que no puedo dormir una vez que me desvelo por lo que pasó el año pasado y... —Inés, Inés, ser cristiana no significa ser monja, hay todo un mundo ahí por descubrir. Yo creo en Dios, pero también en la magia, existe, es inevitable; entonces si existe se ha de creer en ello también. —¿Pero no va eso en contra de Dios? Quiero decir... ¿no son esos asuntos prohibidos? —Ay, Inés, usted qué cree, si Dios ha creado lo que no se ve es para algo, no para decorar los libros de fantasía, ¿no? Su cerebro es un 90 % más potente de lo que cree, usa tan solo un 10 % cuando está mentalmente más activa. ¿Y la otra parte, cree que Dios la creó para que un día la carne se muriera? –explicó Ellis.
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—Yo... no sé, supongo que no, ¿cierto? Pero... es que yo antes fui bruja y me ocurrieron cosas muy malas, y me enfermé y... no creo que fuera bueno... —Bruja no, utilizaba su cerebro de manera sobrenatural tan solo, ¿qué hay de malo en eso? –me convenció. —Ya... —Solo es que hay que utilizar esos poderes que hemos recibido de la manera correcta. Yo le puedo enseñar. Veo que tiene potencial, es muy poca la gente que tiene los ojos abiertos al más allá, y vos sois una de esas pocas elegidas. Al principio dudé pero ahora es evidente. –Clavó su mirada penetrante y convincente en mí. —Sí –afirmé como hipnotizada. —Entonces, esta noche a las diez le espero en la entrada, le llevaré a mi lugar secreto de la ciudad. —Vale –contesté mecánica. Le pregunté a la señora cuando se levantó si podía ir esa noche con Ellis a la ciudad, esta me dio su permiso encantada. —El señorito Ellis es todo un caballero, tiene usted suerte, señorita, de poder frecuentarlo tanto, le hará toda una dama. Durante el resto del día no hubo ningún tipo de contacto físico entre nosotros dos, aunque yo seguía sintiendo una sensación de suciedad en mi estómago y me sentía alejada de Dios, con una angustia en el corazón. —Bueno, blanco lirio de los valles, pura Inés, vámonos –me alagó mientras cogía su americana y bastón. Me tendió el brazo y yo se lo tomé vergonzosa. El contacto con su cuerpo me electrizó, pero a la vez sentí unas ganas terribles de correr al baño y lavarme de toda la suciedad que sentía. Algo dentro de mí me decía «cuidado» y «está mal», pero yo lo obviaba.
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Bajamos por la avenida hasta la carretera polvorienta que conducía a aquellas afueras donde vi el anticuario, qué bonito día fue aquel con la señora. Tenía la sensación como si el sol y la alegría de los primeros días aquí en Emsworth iba siendo eclipsado por unas nubes negras de tormenta y un bochorno opresivo. —¿Adónde vamos? –pregunté al acercarnos a la entrada de la ciudad. —Ya verá, es mi lugar de evasión, allí le voy a enseñar unas cosas sobre la vida. –Me quedé callada. Al rato cruzamos un callejón oscuro y nos metimos por una avenida amplia, la cual desembocaba en centenares de callejones. —Por aquí. –Me guio hacia la parte antigua de la ciudad. Una calle que hacía bajada con un asfalto estropeado y lleno de cubos de basura malolientes llevaba hasta un pequeño pub perdido en unos escalones debajo de la callejuela, apenas visible a los ojos de los transeúntes, como una fortaleza secreta. El lugar olía a ebrio y un conjunto de hombres y mujeres vestidos con ropajes oscuros y rostros pálidos, de miradas penetrantes, se repartían por las mesas, bebiendo o haciendo apuestas. —Esta es la guarida del dragón. –Me tomó de la mano y me condujo a una pequeña mesa redonda al fondo al lado de una esquina, tapado por una columna, haciéndolo un lugar íntimo fuera de la vista de la gente–. Esta es mi mesa, la suelo reservar –me dijo. El volumen era ensordecedor y las risas y carcajadas amargas se elevaban como un veneno somnífero por la atmósfera cargada de humo de tabaco. —Aquí se viene a disfrutar de la vida –sonrió maléficamente y señaló con la mano a un hombre y una mujer que se sobaban bajo una mesa. Miré asustada y volví los ojos a él, intentando
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encontrar un poco de calma en esa jauría humana. Ellis estiró una mano y me tocó por debajo de la falda; me sentí incómoda y me moví al asiento contiguo, era un pequeño sofá con mesa. —Venga, no sea así, Inés, como si no hubiera conocido mi cuerpo antes –carcajeó molesto. Le miré asustada y optó por dejar el tema. —Bueno, en fin –lo dejó–. Mira, no estoy aquí por eso, para eso tenemos la cama, es más cómoda al fin y al cabo –rio–. Vale, está bien –rectificó al ver que mi cara no cambiaba de expresión. Levantó la mano y llamó a un camarero. Pidió un vaso, una botella de agua y un trago de whisky. Se lo trajeron inmediatamente. —Yo... yo no tomo alcohol –musité. —Lo sé, el chupito es para mí, para usted el vaso vacío. —¿Y el agua? –me extrañé. —Para el vaso, no para vos. —¿Cómo? –me reí nerviosa sin comprender. —Echa una gota de agua en el vaso y gírelo contra la mesa, o sea, póngalo al revés y que la gota escurra del vaso a la mesa. —Bueno, vale. —Ahora mire el vaso fijamente y ponga las manos alrededor de él, respire calmada y concéntrese. —Sí –esperé un rato–. ¿Y, qué se supone que ha de pasar? —A veces me sorprende, Inés, ¿no ha hecho esto antes? –suspiró un poco molesto con mi estupidez. —Hum, bueno, lo hice cuando era adolescente, para mover vasos con la mente. —Telequinesis –espetó. —Sí, eso. —Pues es lo mismo, trate de hacerlo otra vez de nuevo. —Pero... hace tres años que no lo practico y... y yo me arrepentí de ello con Dios porque...
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—Deje de excusarse, ya se lo expliqué antes, no tiene de qué arrepentirse. ¿No siente esa vibración dentro de usted que le pide que utilice los talentos escondidos? ¿Acaso no ama su alma lo que Dios le capacitó a hacer? —Sí, muchas veces tengo ganas de volver a experimentarlo, pero me resisto y digo que no. —Sucumba a la tentación entonces, al fin y al cabo no estás haciendo nada que sea pecado. –Ellis resultaba contradictorio, pero esa incongruencia era lo que impedía a mi mente formular razonamientos adecuados y me era más fácil asentir a sus peticiones que razonarlas, porque carecían de todo proceso deductivo–. Esta noche hay magia, Inés, sus sentidos están más avivados, pruébelo. —Vale. –Me volví a concentrar en el vaso, intentando calmar mis nervios y mi mente. Al poco rato este se movió dos milímetros. —Ellis –me desconcentré para mirarle fascinada. —Sí, lo he visto, muy bien, ese es el principio, pero ahora siga, no se desconcentre. —Vale. –Volví a centrar mi mirada sobre el vaso y al minuto este se movió un poco más, luego otro poco más. A continuación deseé que girase moviéndose y este fue hacia mí en dirección contraria a las agujas del reloj. Se paró, a los dos minutos volvió a moverse e hizo una línea recta hasta tocar el borde de la mesa, entrando aire dentro del vaso. Paré–. Ya está, no creo que pueda moverlo más. —No, para su nivel está muy bien así, aún no tiene la capacidad de vencer la fricción, por eso le puse agua, para que la superficie de contacto fuera menor y deslizara con la mínima energía que le aportase. Muy bien, Inés, ¿ve que aún puede, que no ha perdido sus habilidades? Inés –hizo una pausa y se incorporó hacia mis ojos–, es una niña especial, una niña índigo.
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Asistí con la cabeza. —Lo... lo he escuchado antes eso, gracias. Aunque –dije después de un rato–, no estoy interesada en volver a meterme en la magia, prefiero dedicarme solo a ser una doctora de hadas, conocer a esas lindas criaturas libres de toda maldad, no quiero entrar en terrenos peligrosos. —Bueno, vale, es libre de decidirlo, no le voy a forzar, solo quiero que vea la realidad que tiene delante de sus ojos, y que sería una pena desaprovecharla, con tan poca gente que tiene esas habilidades... —¿Usted también las tiene, verdad? –le interrumpí de sopetón, con los ojos abiertos como platos. —Eh... sí –suspiró y se rascó la cabeza pensativo–. Mire, Inés, lo mío es la piroquinesis y el dominio de los espíritus. –Alzó su bastón al aire y, señalando a una mosca en la pared, salió un hilo de fuego de él que la calcinó. Me quedé tiesa en el sofá, con pavor. —La... la gente, nos pueden mirar –musité nerviosa. —Oh, Inés, qué inocentona, por si no se había dado cuenta, estas personas entienden de la vida y de sus cosas más oscuras, no se van a preocupar, todos me conocen aquí. —Yo... Ellis, no me siento bien, quiero salir de aquí, el ambiente me está mareando –me levanté. —Bueno, espere –se tomó lo que quedaba del whisky y agarró la botella de agua consigo. Salimos de aquel antro mohoso a respirar los hedores de cloaca. Me precipité hasta poder salir a la avenida principal y poder respirar el aire fresco. —Inés, Inés, no corra –me estiró del hombro. —Es que, olía mal –me quejé. Me devolvió una mirada severa y me apretó más del hombro–.—Ah, me duele. –Me separé de él con miedo; en aquel instante reparé por primera vez de verdad en las marcas de pellizcos que se esparcían por mi cuerpo. ¿Qué serían?
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—Vayamos al centro entonces y celebrémoslo a nuestra manera –desvió. —¿Cómo? ¿No tiran petardos o hacen hogueras aquí, o es más bien en las grandes ciudades? —¿No erais vos acaso de orígenes anglosajones? –entornó los ojos. —Sí, ¿por qué? –me extrañé. —En nuestros días, en Inglaterra no se celebra el solsticio de verano de manera pública, tan solo es reconocido por los neopaganos o los más costumbristas. —¡¿Qué?! –exclamé alterada–. Pero si Inglaterra es la cuna de la magia occidental, yo me imaginaba que aquí es donde más se celebraba, aunque ya me parecía extraño no ver tanto movimiento como en mi país. —Como festividad popular que hace honor al fuego se celebra la noche de Guy Fawkes, el 5 de noviembre; sería lo más parecido a lo que hacéis vosotros. —Jo, qué decepción –bajé el rostro apesadumbrada. —Bueno, la magia sigue viva, vayamos a celebrarlo igualmente en su honor, ya sabe, la noche es joven. —Vale –me cambió la expresión y le ofrecí una tierna sonrisa. Me volví a sentir cuidada por Ellis. Pasé el resto de la noche feliz y alegre; en lugar de petardos Ellis manufacturó, con las páginas de una pequeña libreta que llevaba consigo, pájaros de papel y los hacía volar por los aires con una habilidosa técnica que los mantenía planeando más rato. Antes de lanzarlos les prendía fuego con el mechero y caían luego al asfalto, evitando así cualquier riesgo. De la plenitud que sentía se liberó mi alma y dancé al son de los pájaros llameantes. Ofrecí a mi Ellis un emotivo baile, era una geisha ondeando de puntillas entre un mar de grullas. Me abracé fuertemente a Ellis llevada por la pasión del momento.
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—Me encanta el olor a quemado, hum... –respiré feliz cerrando los ojos. En uno de esos abrazos, Ellis me besó y yo me fundí con él. Volvimos a casa cogidos de la mano, me besó en la puerta, a las dos de la madrugada sin nadie que nos atisbara; subió hacia su cuarto a dormir. Yo, sin embargo, no tenía sueño, estaba inquieta por todas las cosas que habían pasado entre este día y el anterior, así que fui al jardín a despejarme un poco. Me sentaría al borde del estanque, con las esculturas de haditas diminutas, viendo la calma y reposo de la profundidad del agua, negra y turbia como el petróleo. Aparté la humedad de la piedra con la mano y, levantándome la falda para que no se manchara, me senté, estaba frío. Metí una mano en el agua y comencé a hacer círculos en ella, con un dedito, blanco como la luna, creando ondas en el abismo, ondas y más ondas, eternas, sin fin, como un pozo que te conduce a la nada, pero que nunca se acaba, hondo, hondo, sin fin. Así era mi corazón y mi mente. —Gadflykins, Gladtrypins Gutterpuss and Cass –murmuré cerrando los ojos, respirando profundamente y cruzando los dedos. El jardín olía a rosas cultivadas y a prímulas. ¡Qué delicioso aroma! Fui abriendo los ojos y una tenue lucecita se abrió paso de la nada delante de mis ojos, tomando forma humana y diminuta. —Niña, oh bienvenida niña, hija de Dios, gracias por llamarme –escuché una voz procedente de la pequeña boquita de aquel halo de luz. Una hada amarilla. Todo brillaba cual purpurina en su entorno. —Soy Granilda, ninfa de este estanque –me explicaba ella. Yo, tan solo algo más acostumbrada a estos acontecimientos, permanecí en silencio, perpleja, mirándola con asombro y cal-
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ma a la vez–. Soy una encantada, en realidad yo fui humana una vez, y vengo a pedirte ayuda, niña caída de los cielos. —¿Una encantada? Cierto, me acuerdo que leí algo sobre eso, que ocurría en los lugares con agua la noche de San Juan, es la única oportunidad para las encantadas de volver a ser humanas. —Así es, estoy así por culpa de la maldición de las hadas y tú eres la única alma pura que puede verme aquí, eres una (palabra incomprensible que se me olvidó), una humana que comparte nuestra naturaleza. —¿Yo? Pero no soy la única, en la casa vive un joven que también puede veros, se llama Ellis –expliqué con toda la naturalidad. —¡Oh no, no, no! –se puso histérica el hada nada más escuchar el nombre, se tapaba los oídos con rabia y se retorcía en el aire con los dientecillos rechinando–. No te acerques a ese hombre, yo... ¡Aaah! –pegó un grito ella enloquecida; al instante, un rayo de luz lila cayó fulminante sobre el hada y desapareció. Asustada, me volteé a mirar en la dirección por la cual había venido el rayo y vi las cortinas de la habitación de Ellis moverse. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y presa del pánico estallé a llorar, petrificada en el lugar, mirando el agua que hacía ondas sola, sin que nadie la tocase. Un olor a calcinado penetraba el ambiente; mareada, corrí al baño de la planta baja a vomitar por culpa del miedo. Me encerré en la habitación y por los dos próximos días no salí de ella, tan solo para ir al baño y comer. Fingí estar enferma y la señora Margaret me atendía todo el tiempo, de mujer a mujer. Agradecí infinitamente el tiempo a su lado, Margaret era como una luz, calentaba y reconfortaba el interior, y te hacía sentir mejor persona tan solo con su mera presencia. Sus palabras eran tiernas y cálidas y hacían ver todo más claro y positivo.
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Finalmente se me pasó el malestar y el trauma de aquella noche con el hada calcinada. El martes veintiséis dejé de fingir estar enferma y me puse a hacer vida normal, quedando con Elisabeth, acompañando a la abuela a comprar e ir a la iglesia y esquivando a Ellis en todo lo posible. Elisabeth me había invitado a un ensayo que hacía su tío con la compañía de circo para un festival que estrenarían en septiembre; le dije que sí así que el viernes iría con ella a conocer en persona a su tío y al resto de la compañía circense. Mañana, viernes, haría ya dos semanas desde que estoy aquí en Emsworth.
XI EL FINAL DE LA INOCENCIA
Ayudaba a sacar los materiales de la furgoneta y meterlos den-
tro de la carpa junto a Elisabeth y el resto de la compañía. —¡Bueno, ya está todo! –suspiré enérgica secándome el sudor de la frente con el dorso de la mano. —Buen trabajo, Inés, muchas gracias –me palmeó Alfred en el hombro. Le sonreí. —Ojalá pudiera estar aquí en septiembre para veros –dije. —No pasa nada, en otra ocasión será, ya sabes que siempre que vengas a Emsworth mi sobrina te recibirá con los brazos abiertos, ¿no, Eli? –le guiñó el ojo al ángel rubio que ayudaba a montar el escenario. —Claro que sí, tío. —Por lo que tengo entendido estás en la mansión Bullington, ¿no? –preguntó un muchacho joven, pelirrojo y alemán llamado Hans. —Bueno, sí, de hecho se llama villa Santa Margarita y estoy con los señores Brown. —Ya, los conozco, son muy distinguidos en estas regiones. Sobre todo el heredero de los Bullington, un tal Ellis que parece que ha vuelto a la villa por asuntos de negocios.
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—Sí, algo así, no sé mucho del tema, yo no entender de economía –me reí. —¿Y Ellis? Últimamente no le he visto contigo, ¿ha pasado algo? Me contaste que la señora te había puesto a su cargo, ¿no? –me preguntó mi amiga. —Ah, sí... no, nada, tan solo está ocupado y yo con demasiado tiempo libre –bajé la cabeza con voz tenue, intentando ocultar mi incomodidad. La verdad es que yo le estaba huyendo esta última semana y no había mostrado señales de acercamiento. Cada uno estaba yendo a la suya–. Así que no dudes en llamarme cuando tengas tiempo libre o si quieres que te ayude en la granja, ¿eh? —Oh, genial, contaré contigo, ya la semana que viene acabaré la universidad y luego ya podré dedicarte todo el tiempo que quieras, ya que este verano no salimos a ningún sitio. —No, no hay dinero, princesa –resonó Alfred, su tío, desde el fondo del escenario–. ¡Mariela, estira estas cuerdas! –lanzó por el aire unas. Al rato, el escenario para los ensayos ya estaba montado. —Qué, Inés, he escuchado que te interesa el circo. Dime, ¿quieres probar unos saltos de trapecio? –me dedicó una amplia sonrisa Alfred, quien respiraba con esfuerzo por todo el duro trabajo que había sido sujetar las cuerdas de acrobacias. —¿Eh, yo? –alargué las sílabas estupefacta, señalándome sin dar crédito. No, si yo, no... solo sé bailar, pero me encantaría ser capaz de hacerlo, pero no creo que yo... Alfred había estado en muchos diferentes circos como empleado, pero este era uno formado con compañeros de profesión que había conocido a lo largo de su carrera, en el cual todos eran sus propios jefes. —Bueno, haznos una representación, desde que Eli me habló tan bien de ti he estado impaciente por conocerte, «pequeño cisne», así te llama ella.
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—Bu... bueno, vale –acepté tímida. Me puse las zapatillas de ballet y con mis mallas y camiseta ancha, cómoda, les realicé una pequeña demostración de mi talento. —Tienes gracia, fuerza y flexibilidad, tan solo te hace falta pulir técnica, ¿cuánto llevas en este mundo? –me preguntó. —Desde septiembre –dije. Hubo silencio y todos se me quedaron mirando perplejos. —¿En serio? Pensé que habías comenzado al menos los ejercicios básicos de preparación del cuerpo de pequeña, como todos. —Eh, no, todo lo he adquirido este año –me puse nerviosa ante tantas miradas. Para hallar un poco de tranquilidad desvié la vista hacia Elisabeth, la cual me miraba de reojo con una risilla en la boca, de satisfacción. —¡Qué orgullosa estoy de ti! –saltó a mi lado a abrazarme rompiendo el hielo–. Sabía que tenía razón, que eres un angelito bailador, mi niña, cómo te quiero. Seguro que brillarás alto, como una estrella. –Sus ojos resplandecieron en mil luces mientras me abrazaba con fuerza, llena de amor. —Yo... –titubeé. —Nunca dudes de tus capacidades, que nadie pueda derrumbarte, ¿eh, mi niña? –Me besó la mejilla con euforia. —Ya me gustaría a mí poder bailar como tú –sonrió hacia mí la tímida chica de gafas, encargada de las luces, sonido, atrezo, dirección, maquillaje, vestuario y programación. —Qué dices, Zenya, si tú eres el alma polifacética de este grupo, ¿qué haríamos sin ti?, si somos solo un grupito de seis, emergente –la alabó Andrés, un forzudo y moreno portugués. Exacto, eran seis en la compañía: Zenya, la chica de detrás de las cámaras; Laura, la guapa presentadora y majorette; Mariela, acróbata, bailarina aérea y contorsionista; Andrés, forzudo; Hans, payaso y malabarista, y por último, Alfred, domador
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de animales, acróbata y malabarista. A pesar de un número tan reducido, los talentos se concentraban de manera sorprendente en cada uno de sus integrantes, ejecutando asimismo papeles tan diversos a lo largo del espectáculo. —Por lo visto no tenéis mago –observé. —No, hay tan pocos que sean de verdad buenos en esa área... pero estamos buscando uno, y Laura sería su asistenta –explicó Hans. —Ah, ya, pues suerte –sonreí. Automáticamente pensé en Ellis, claro que él no estaría en un circo ni loco, su personalidad tan fría y reservada no podría ni tan solo acompañarse por un rato de un ambiente tan eufórico y vivaz. Además... la magia de Ellis no eran precisamente trucos... —Bueno chicas, servíos algo de pastas y cafés de la furgoneta mientras nosotros vamos calentando –dijo Alfred–. Después le haremos a Inés una pequeña demostración de lo que es nuestro circo. Cada uno se puso a lo suyo, estirando, corriendo, haciendo pesas, piruetas, saltos, malabares... Nosotras nos sentamos en la parte de atrás de la furgoneta, con las puertas abiertas, tomando un capuchino con cruasanes de chocolate. Elisabeth me hacía preguntas sobre Ellis, las cuales yo quería esquivar, incómoda. Logré cambiar de tema hacia sus estudios, a lo que ella respondió exaltada dándome todo lujo de detalles sobre la profesión a la que quería dedicarse y que amaba tanto. —¡Inés, ven aquí, pequeña! Tenemos listo en tu honor un corto espectáculo de acrobacias, trapecio y baile aéreo. ¡Con todos ustedes, Mariela y Alfred! –gritó a todo viento él. Ella, ataviada con un maillot blanco, hizo rodar su fino y grácil cuerpo por las largas telas níveas que colgaban del escenario. En un espiral, cual cervatillo surcando los aires, acabó suspendida bocabajo con las piernas abiertas como si postrar-
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se en los aires pudiera. Era el dulce corderito que danzaba y danzaba feliz, ajeno a todo peligro. Arriba en los árboles se apreciaba una pantera, su lomo era negro. Él, con su fuerte y consistente cuerpo, se retorcía viril entre las ramas. Saltaba y saltaba, de una a otra barra de los trapecios distribuidos por la estancia. La pantera vigilaba al corderito, todavía reinaba la calma. Tenía el aliento contenido, la precisión de los movimientos y la peligrosidad del acto impedía que diera un paso. El dulce corderito se dio cuenta de la presencia de la pantera, pero esta, como era de tan asombrosa belleza y majestuosidad, le hizo soñar. ¡Oh, quien fuera pantera para que me pudieras abrazar! Tan solo soy un triste y débil cordero que de la hierba no se puede alzar. Así, el cordero comenzó un baile aéreo con la pantera, se cortejaban, sus miradas se compenetraban. ¡Ay qué feliz soy yo, corderito, que el ojo de la pantera he podido cazar! Mas esta de interés se lucraba, pues no era amar lo que la pantera buscaba. En la infatuación del cordero el negro felino tenía su intención a dar. Y ¡zas!, cuando el pequeño capullo blanco bajó la guardia, en un salto que atravesó la estancia, la pantera hizo su caza efectuar. Ambos cuerpos giraron por los aires, suspendidos cual mariposas. Uno aterrizó en una rama y el otro al suelo fue a reposar. ¡Oh pobre cordero que su vida se fue a acabar! Ahí yacía por los suelos, y las blancas telas que de sus miembros escurrían se habían teñido del color escarlata de su sangre. Ingenua niña que tu vida no supiste valorar... Acabó el acto con Andrés elevándome sobre sus hombros por sorpresa y todos aplaudieron al unísono. —Es hermoso, bello, sin palabras. Oh, Alfred, eres mi modelo a seguir, cuánto daría yo por poder ser una bailarina en una compañía tan bonita de circo como la vuestra, se os ve tan unidos, tanta fraternidad –suspiré sin aliento, entusiasmada.
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El espectáculo me había echo florecer una rosita negra en el corazón. —Tan solo esfuérzate mucho, pequeña, no te rindas nunca con tu sueño, persíguelo y, poseyendo ya el arte, él te alcanzará solo cuando menos te lo esperes. –Me tocó el hombro con dulzura. Había recuperado un poco más la alegría, pero algo dentro de mí me decía que no todo era tan fácil como parecía. Yo había visto cientos de niñas bailar, y todas lo hacían mejor que yo, se veía que el arte fluía en su interior. A pesar de todos los intentos que hice esta semana para alegrarme y olvidarme de las cosas vividas con Ellis y la magia, una nube pesada como el plomo seguía sobre mis hombros. Ya no sentía la presencia de Dios cerca, era como si hubiera girado su rostro de mí por mis pecados. Llegué a la villa acompañada de Elisabeth, que fue a saludar a los ancianos; de vuelta con ella una sonrisa adornaba mi rostro, pero nada más entrar por los umbrales de aquella puerta la nube se volvió a depositar sobre mí. No era solo Ellis, era esa casa la que tenía algo raro. Cuando Eli se despidió subí a la carrera las escaleras para encerrarme en mi cuarto. Me había venido una sensación de angustia y ya no me acordaba del buen tiempo pasado con los de la compañía. La danza la sentía muerta para mí. Ya hacía una semana que no me ponía las zapatillas a diario, las iba abandonando poco a poco y aquel fuego llameante en mi interior se iba apagando progresivamente. Eran las ocho de la tarde, Ellis y yo esperábamos sentados en el jardín a que los señores nos llamaran para la cena. Ambos estábamos en dos sillas de madera plegables, una a cada punta del jardín pero cara a cara. Él leía, como de costumbre. —Ey, Inés. –Me miró furtivamente. Precavida, dirigí mi mirada hacia la ventana de la cocina y vi que los Brown estaban
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a su rollo–. Nadie nos escucha, présteme atención, Inés, por favor. –Su súplica fue calmada. Asentí con la cabeza un poco desconfiada–. Puedo ver que aún estás esquiva y asustada por lo de la otra noche. Siento mucho si le asusté, pero tengo que contarle algo. Hubo una larga pausa hasta que asentí con un leve sonido. —No se fíe tanto de las hadas. –Alcé las cejas sorprendida y dudando de sus palabras. —Tú la mataste –dije fría clavándole la mirada. —Le protegí –contestó seco y contundente. Hice una mueca–. ¿No se ha preguntado por qué se despertó esa mañana con tantas marcas de pellizcos por el cuerpo? Es evidente que yo no se las he hecho, fueron hechas por pequeñas manitas. No sé si lo sabe, pero esas son marcas de las manos de las hadas en muestra de un castigo por haberlas estado espiando en su sagrado baile. –Puse cara de incredulidad–. Como quiera, búsquelo en Internet y le saldrá, si así me cree. —Le creo. —Bien, pues la noche de San Juan corría peligro, no quise herirla pero no había otra. Este punto ya hirvió mi sangre. —¿Pero qué dices?, ¡ella pedía ayuda, era una humana, una encantada, ha estado esperando por siglos ser liberada y volver a la vida, tú la mataste! –le acusé ferviente levantándome de la silla. Los ojos se me comenzaron a humedecer y corrí hacia dentro de la casa para escaparme a la tranquilidad de mi habitación. —¡No, Inés! –me gritó preocupado. Al rato su sonrisa se tornó fría como el hielo y volvió a sentarse calmado como si esto tan solo hubiera sido el ensayo antes del acto principal. Me conecté al Facebook y vi la contestación de un mensaje que yo le había mandado a Matías, en el cual le decía cuánto le necesitaba.
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«Inés, por favor, entiéndelo, no puedo, yo no soy la persona indicada que te va a hacer feliz, y no quiero hacerte sufrir, si ya te hago sufrir no estando contigo, cuánto más va a ser si saliéramos juntos. Olvídate, Inés. Te quiero.» —Claro, encima tú, Matías, te he estado amando por tantos meses y tú a mí, pero eres un cobarde. Cobarde. Cobarde estás hecho. Tan solo eres un crío. Ya estoy harta de críos, yo quiero un hombre que sepa tomar decisiones, que sea agudo, sagaz, que ataque, directo, yo... Ellis... –me sorbí las lágrimas que caían sin remedio como cascadas de mis ojos–. Matías, eres un idiota. Muérete, muérete, te odio. «No pasa nada, Matías, te entiendo perfectamente. Además, ya te he dicho, el amor es fácil, ahora todo lo que tengo que hacer es olvidarme de ti y borrarte de mi corazón. No te molestaré más, no tienes por qué preocuparte. Adiós, pasa buenas vacaciones.» ¡Oh, qué falsa era! Cuántas mentiras juntas era capaz de decir en tan solo unas frases. Engañando a mi propio corazón y haciendo ver que no me dolía nada, que yo era fuerte y que podía seguir adelante. Esa imagen quería dar al mundo, una Inés fuerte, toda una mujer que puede valerse por sí misma, cuando en el fondo soy una muñeca rota, a la cual han despedazado y han intercambiado su corazón por una piedra fría que no puede sentir. Entonces... si así era como estaba hecha mi vida... ¿qué me impedía poder amar a Ellis? Ahora estaba libre, mi corazón no estaba atado a nadie. Matías había muerto para mí, mi corazón ya se había roto de tal modo que qué importaba si Ellis lo desmenuzaba aún más. Podía entregar mi alma a él, mi alma y... mi cuerpo. —Entonces me quedaré con el puñetero peluche que le estaba cosiendo.
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La señora Margaret llamó para la cena y bajé, sentándonos todos alrededor de la mesita redonda en la cocina. Nos cogimos de las manos y dimos gracias a Dios por la comida. Los señores hablaban entre ellos sobre cuánta madera había que comprar para las reformas de la iglesia, Ellis y yo comíamos la pechuga de pollo en silencio. ¡Ahora! Deslicé mi mano derecha por debajo de la mesa, cambiando el tenedor a la izquierda para hacer ver que comía. Deposité mi mano sobre su muslo y acaricié de arriba abajo su pierna, subiendo un poquito más hacia arriba... Devolví mi mano al plato y seguí comiendo como si todo siguiera normal. Pude sentir la mirada de Ellis clavándose sobre mi cráneo. La cena transcurrió normal y luego cada uno fue a prepararse para la cama. Nos reunimos todos en la sala de estar para jugar unas partidas de póquer que el señor había sugerido. A las once, los dos ancianos se despidieron a dormir y él y yo nos quedamos solos en la sala. Pude aguantar diez minutos navegando con el móvil hasta que oí la puerta del dormitorio grande cerrarse definitivamente. En ese instante me levanté ligera y pasé por la gran puerta, para desaparecer tras ella en dirección a mi dormitorio. Sabía que buscaría algo de mí. —¡Inés! –me increpó–. No huya, sé lo que quiere. –Me detuve en seco en el pasillo. Había acertado. Parada un rato de pie, pensativa, finalmente me volví para retroceder al salón. —Cierto, he sido una niña tonta y cobarde, pero ya no quiero ser así nunca más. Quiero ser como un león en esta selva que es el mundo, llena de depredadores. —¿En serio dice eso el pequeño conejito, tan blanco como la nieve y tan puro como el oro? Pequeña y débil conejita –me menospreció en una carcajada de mofa. —No soy débil, lo quiero, quiero ser fuerte, quiero descubrir la pasión de este mundo, y quiero que usted me la enseñe –res-
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piraba agitada pero sin temblar, firme en mi convicción. —¿De verdad que lo quiere? –Se levantó del sillón y caminó hacia mí–. ¿No se arrepentirá? –Agarró mi barbilla y la elevó hacia él, pasándose la lengua por los labios y mirándome con deseo. —Se lo he demostrado. —Demuéstreme más –dijo sediento. Le agarré del cuello de la camisa y, bajándolo hacia mí, mordí sus labios suavemente con deseo y acabé con un intenso y profundo beso largo, hasta devorarle el alma. —Oh Inés, niña buena, niña buena –bajó sus manos por mis pechos hasta agarrar mis nalgas con fuerza. Aquella noche, viernes 29 de junio del 2012, perdí mi inocencia con el rico heredero y economista Ellis Bullington. Olvidándome de toda la felicidad y pureza vivida y sumergiéndome en la oscuridad de la noche.
SEGUNDA PARTE
XII VUÉLAME A UN DESTINO SIN FINAL —Oh, ¡qué bueno, vosotros, señoritos, haber compenetrado tan bien! Es todo un gozo ver que Inés está disfrutando tanto de su estada aquí. –Sonreí por cortesía a los señores Grosvenor Parker, una familia de dinero conocidos de los Bullington, que hoy cenaban con nosotros en la sala grande. Estábamos a mediados de julio y la relación con Ellis había crecido exponencialmente; no obstante, aún era un amor prohibido del cual nadie debía enterarse. Las escapadas se efectuaban a mitad de la noche y yo ya había dejado atrás todo reparo sexual que albergase mi mente pura. —Oh, Margaret, gracias por sacar el tema, acabo de recordar que unos conocidos nos dieron unas entradas para el ballet de La sílfide, pero por desgracia vamos a estar fuera en el extranjero. Ya sabes, asuntos de Charlie –hizo una mueca de menosprecio con la mano. —Oh, hija, ya me dirás a mí, si cuando Arnold estaba vivo no paraba de ir de viaje, de conferencia aquí, conferencia allá. Ser mujer de sociedad de verdad llega a cansar, ni que lo digas, querida. Fred parecía no disfrutar demasiado de la conversación con tonos de superioridad de la exnobleza inglesa, moviendo los
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ojos inquietos de un lado a otro de la habitación con hosquedad. —Sí, ay, sí –rio Melissa–. Bueno, pues a lo que venía. Vamos a estar en Colorado por un mes y sería una pena desaprovechar tan caras entradas. Así que pensé en su sobrino, que seguro podía disfrutarlas con alguna amiga o amigo. Y ya, como veo, la pequeña Inés está aquí para acompañarle. —¿Acompañarme la damisela a mí?, al contrario, el honor es mío, mi señora –hizo una leve reverencia con la cabeza hacia mí. Intenté ahogar una risa burlona. Ellis era Ellis, no necesitaba efectuar ningún tipo de formalidad, ya le conocía en la intimidad. Me medio atraganté con la sopa y todos nos reímos ante la exagerada preocupación de nuestra invitada, enfundada en un ostentoso vestido dorado con borlas negras. Durante toda la comida no paraba de pasarme el dedo por una tirita en el cuello para comprobar si aún seguía en su sitio o si se había caído. El hábito se hizo incluso molesto y reiteraba la acción cada medio minuto. —¿Te ha pasado algo, querida? –inquirió Melissa. —Eh, no nada, solo que me pegué un arañazo de noche. —Debes dormir muy inquieta últimamente, cielo, me he fijado que hace una semana que llevas apósitos casi cada día. ¿Hay algo que te preocupa? –me acarició Margaret la cabeza. —No, eh, bueno, sí, quizá, no paro de darle vueltas por las noches al tema de mis estudios, pero no es nada, creo que deberé cortarme las uñas, no paran de quebrarse solas y me araño con frecuencia, sí, será eso –reí, restándole importancia al tema. Pasé la mano nerviosa por mi cabello para taparme el apósito con el pelo. Mi nerviosismo me dejaba en evidencia. A todos parecía hacerles gracia la idea de que yo frecuentara tanto al señorito, excepto a Fred, el cual de vez en cuando me
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dirigía alguna mirada de desaprobación y hacía algún comentario de reproche al desmedido entusiasmo de la señora en torno a nosotros. —Ellis es todo un señor, Inés, has de aprender a tener buen ojo con los hombres, pégate mucho a él, quién sabe, igual sales casada y heredera de la villa –me dijo en una ocasión Margaret. Al principio me sentía extraña con tales comentarios provenientes de una señora tan cándida y entregada a una vida de misericordia a Dios. Poco a poco fui asociándolos a su ostentoso pasado de mujer de un hombre de alta posición. Me preguntaba cómo conocería Margaret a Fred, siendo un contraste tan claro comparado con su anterior estatus social. ¿Amor? Es la explicación para todo, finalmente. ¿Por qué Ellis se había fijado en mí, una don nadie sin posición ni dinero? Amor, esa sería la explicación para todo, sin embargo, estaba convencida de que no era así. Me desplacé con cautela a eso de las doce de la noche a su habitación. —Oh, dulce niña, viniste –espiró con pasión–. Cómo hubiera podido percatarme del sentir de su corazón cuando por su amor se han de debatir principados y condados. —Por más que mil ojos me mirasen tan solo a unos he correspondido yo. —¿Y cómo saber qué ojos son aquellos? —Desde el primer instante solo en vos me he fijado. –Parpadeé sumida en un sueño y poco a poco nuestros rostros se fueron acercando hasta fundirse en un beso de extasiada pasión. Me arrullé entre sus brazos y espiré como sumergida en un sueño. Me había ido enamorando de Ellis, desde el primer día que le vi. Sus maneras tan cortesanas, esa caballerosidad desinteresada, el modo en que me hablaba, en que me tocaba... todo en él era mágico. Parecía un príncipe salido de un sueño, que me hacía sentir como nunca nadie lo había hecho.
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—Profesor... –susurré inaudible mientras me adormecía entre sus brazos. El rostro de aquel hombre que había sido mi tutor durante mi último año de bachillerato vino a mi mente. Ah, cuántas veces había soñado con volver a verlo. Cuánto tiempo había fantaseado con mi ingreso en la universidad para poder conocer a un hermoso hombre que fuera mi amante oculto. Correríamos a escondidas por los pasillos, nos encontraríamos al final de las clases en el departamento, huiríamos juntos a la hora de comer donde nadie nos pudiese ver y pretendería que me habían ido mal las notas para poder verlo sin que nadie sospechara. Vistazos furtivos entre las páginas de un libro, roces desapercibidos al pasar por la biblioteca... La verdad era que estaba más enamorada de lo prohibido que de la misma persona en sí. ¿Habría caído rendida a sus pies, fuera quien fuera el hombre, con tal de armarme tal narrativa de culebrón en mi vida? Besé su pecho desnudo con fervor y apreté mis uñas contra su piel. —Oh, Ellis, esto está mal, muy mal –jadeé mientras me frotaba contra su cuerpo. —Es por eso que te gusta. –Me agarró bruscamente de los hombros y me volcó contra la cama, sujetando mi cuerpo hasta inmovilizarlo. Como una copa de vino tinto que se vuelca en el más blanco de los manteles, esa noche el ocaso teñía de sangre el velo nocturno. Con cuidado, desenfundó la cuchilla y batió un movimiento seco. Lentamente fue acercando su boca a mi cuello y en una locura de embriaguez tomó pasional de mi sangre. Era un corderito en las manos de una pantera, tierno y frágil, dejando utilizar su sangre como alimento de la bestia. Él sorbía con ansias y saciaba su sed conmigo, cuando ya hubo acabado me devolvió en brazos exhausta a mi lecho.
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A la mañana me despertaba con el cuello y las puntas del pelo empapadas de sangre. Retiré la tirita, que ya se había caído sola sobre la toalla que colocaba encima de la almohada para protegerla, y rápidamente, ocultándome tras mi cabello, salí al lavabo a meter la toalla en la pica y frotarla bien con agua fría y agua oxigenada hasta que no quedara ningún rastro de sangre. Me lavé el cuerpo y las puntas del pelo y tiré la tirita al váter para no dejar pruebas. La marca de hoy estaba detrás del cuello, en la nuca. Esta vez me coloqué una gasa esterilizada con esparadrapo, la herida había sido profunda. Tendría que aguantar todo el verano que me faltaba con el cabello suelto para que no se notara, me asaría de calor. Pronto a la mañana, antes de desayunar, salí a ayudar a Fred con el jardín. Llevaba un peto de trabajo y me ensuciaba las manos abonando las plantas. —Inés, por favor, ve a pedir un saco de estiércol a los Backer. Tom, el padre de Elisabeth, debe estar en el establo a estas horas. —Vale, no problema. –Salí enérgica a la carrera por el bosque, al rato me cogió un calambre en el cuello. Dolía, a cada mínimo gesto dolía. Aminoré el paso a causa de la fatiga, era rápida pero no resistente. A medida que me acercaba vi un destello dorado cual rayos de sol, era Elisabeth, su hermoso cabello rizado ondeaba en el aire como una bella sílfide en un vestido amarillo. —¡Elisabeth! –le grité de lejos y correteé a su encuentro. —Hola, ¿qué tal, Inés? –me sonrió dejando la regadera a un lado. —Muy bien, el señor Brown me ha encargado que le pida un saco de estiércol a tu padre, supongo que ya tendrán un trato de cómo pagarlo.
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—Oh, sí, no te preocupes. Ven. –La seguí adentro del establo. —Papá, mira, es Inés, la chica española de la que te hablé. —¡Uo, bella! –exclamó con acento italiano un hombre alto y fortachón, moreno besado por el sol y con facciones bien marcadas. —Papá, es española, no italiana –rio Eli. —Gusto, señorita –estiró la mano, galán. —Vale, déjalo –le palmeó el brazo rendida, riendo–. Fred le ha pedido un saco de estiércol, papá. —Conque un saco, ¿eh?, ¡uy, eso pesará mucho! Mejor llévatelo en una carretilla, te la presto, ya la devolverás. —Muchas gracias –la tomé y me fui alejando hacia la puerta. —Espera, Inés –me siguió Elisabeth–. ¿Cómo vas con todo? –me preguntó una vez fuera, a solas. —Eh... bien, ¿por qué? Ya me lo preguntaste antes –contesté extrañada. —No, es que... últimamente te he visto muy poco a pesar de tener más tiempo, y también te veo un poco apagada. —Pero si estoy muy bien, ¿no ves la energía que tengo? –sonreí ampliamente levantando los brazos. —Entonces debes llevar el ballet muy bien –se alegró. —Eh, ah sí, por supuesto, solo que como hace tanto calor... ya sabes, no es lo mismo que en invierno –contesté nerviosa, pasándome las manos por el cabello recogido. —Oh, ya claro. —Bueno, yo ya... –intenté despedirme nerviosa. Había mentido y no estaba acostumbrada a mentir. —Espera, ¿y cómo va todo con Ellis? –me agarró del brazo con los ojos bien abiertos. —Eh, ¿por qué eso...? Es que tú has... visto... –titubeé idiota. —¿El qué? No, nada, solo por curiosidad, ya sabes, como te lleva doce años no debe de ser lo mismo que frecuentar a
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alguien de tu edad, no habláis de lo mismo y eso, por si te aburrías. Ya sabes, si te aburres con un vejestorio aquí estoy yo, ¿eh, Inés? –Me abrazó bondadosa.. —Oh, era eso, sí claro que sí. –La envolví con mis brazos, ocultando mi rostro de preocupación. Inés, tonta, cuidado cómo abres la boca. La solté y avancé para despedirme con la mano, cogiendo la carreta. —A ver cuándo quedamos y te vienes a la función de mi tío, sabes que eres siempre bienvenida –me gritaba mientras me iba. Parecía nerviosa también, como si quisiera retenerme. Yo asentí brevemente con la cabeza y, dedicándole una falsa sonrisa final, me di la vuelta rápido y corrí con la carreta hasta perderme dentro del bosque de las propiedades de la villa. Me mordí el labio nerviosa y me golpeé el estómago. Una maraña de ansiedad me comía las tripas desde hace unas semanas, era como si tuviera un conejito dando patadas continuamente. Debía hacer deporte, desde que dejé de hacer ballet me encontraba más cansada y sin fuerzas, con la mente hecha un lío, y no lograba mantener el sueño bien por las noches. Debía sacar el estrés por alguna parte, pero... ¿estrés de qué? Oh Dios, mi futuro era incierto, no tenía nada claro para el próximo curso. La carrera de baile que tanto me ilusionaba se estaba quedando en un cuento, cada tres noches que hablaba con mi madre jamás salía el tema, solo hablábamos del poco dinero que había y de que yo debía escoger una carrera para la universidad. Dale y dale con la universidad, no tenía ni idea de qué hacer que no fuera ballet, a pesar de que mis notas desde siempre habían sido buenas. Lo único que tenía por seguro era la academia de dibujo, pero eso era solo un día a la semana, ¿qué iba a hacer el resto del año? La idea de otro año sabático me desesperaba, no podía aguantar estar sola sin tener nada
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que hacer, por eso me habían enviado aquí a Emsworth para mantenerme entretenida durante el verano. El mucho tiempo libre para mí solo me hacía daño, me metía en cosas que no debía meterme y luego me comía la cabeza todo el día y noche, entrando en una espiral obsesiva ansiosa la cual acababa siempre en depresión, insomnio y vuelta a la medicación. Era un círculo vicioso. Necesitaba a la gente, necesitaba quedar con las personas, hacer cosas, no podía pasarme otro año más de la vida perdiéndolo y volviéndome a enfermar de seguro. Lo único que calmaba mi ansiedad era Dios. La preocupación de una pareja, de unos estudios, del desarrollo de mis talentos tan solo la encontraba calmada y en paz con Dios. Con él me sentía realizada y sabía que todo lo que deseaba se cumpliría y mi corazón no se turbaría con el demasiado tiempo libre. Podía mantenerme firme sin volver al pasado, a hacer las cosas que no debía hacer. Pero... ¿por qué, por qué me sentía así de horrible? Toda la alegría, la paz y la pasión por la vida se habían esfumado hace unas semanas y me sentía terriblemente vacía, sin rumbo, sin nada. Lo peor de todo es que era incapaz de volver la vista a Dios, quería salir de esto yo sola y... más aún, sabía el porqué de sentirme así, sabía qué era lo que me había hecho alejarme de Dios, pero... no quería verlo. Me negaba a mí misma a darme cuenta de la patente realidad, porque... esa verdad significaba abandonar aquello que me gustaba y que me gustaba tanto. Por ello prefería vivir una vida de miseria y seguir atada a esa esclavitud con sabor a miel. Porque... ¿quién elegiría lo malo si este no fuera apetecible, no iríamos todos por el camino del bien? ¿Qué tiene el bien que nadie lo sigue, y qué tiene lo malo que todo el mundo va tras él? La maldad es atrayente, morbosa, mientras lo correcto no es de nuestro agrado porque requiere un sacrificio. A pesar de saber que estamos forjando nuestro propio destino a pasar la
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eternidad en un lago de fuego y azufre, no queremos cambiar porque el camino que nos lleva a esa perdición es demasiado bonito en comparación con el camino estrecho y lleno de dificultades que nos dirige a la vida eterna. Ya lo dijo Stuart Mill: «La satisfacción es un estado puntual relacionado con la obtención de un placer, que corresponde a un deseo concreto; mientras que la felicidad hace referencia a un concepto de vida entera que trasciende todo acto concreto, va más allá, dirigido a perdurar por la eternidad». —Ah, Inés, ya llegaste, qué rápida, pensé que igual te quedaste hablando con Elisabeth –dijo Fred al verme aparecer entre los árboles cargando la carretilla. —Eh... no, ella estaba ocupada y no quise hacerle esperar tampoco –mentí. Nos pusimos manos a la obra y esa tarde el jardín quedó bellamente saneado y redistribuido. Sacamos las tumbonas de la caseta en vista del buen tiempo. —Oh, qué felicidad da cuando ves que, gracias a un esfuerzo duro y desagradable que se hizo, has obtenido a la larga algo mejor y hermoso. ¿No te parece un muy bello jardín, Inés? – admiró Fred el trabajo de los dos a la caída del sol. Hoy había sido un día de trabajo físico duro, seguro que dormiría bien. Eso era, no tenía que pensar... «Oh, qué felicidad da cuando ves que, gracias a un esfuerzo duro y desagradable que se hizo, has obtenido a la larga algo mejor y hermoso» –recordé las palabras de Fred esa noche. «El placer instantáneo solo lleva al error» –concluí yo. Me dormí con los ojos bañados en lágrimas de culpabilidad. Con la primera luz del sol matinal bajé a la cocina y me atiborré de dulces de chocolate. Oh Dios, me sentía tan sucia, tan sucia. Hoy hacía calor, quería recogerme el cabello en una cola, pero aquella incisión feroz en mi cuello tapada con gasa era
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demasiado prominente. Ya está, me ataría el pelo en un moño y me envolvería un pañuelo de seda fino. Miré mi silueta en el espejo, la barriga me estaba creciendo este verano, y de tanto comer chocolate tenía espinillas en los hombros y las sienes. Vale, esto requería una actuación, restringir la comida o, ya que no era capaz de eso... Levanté la tapa del váter e, intentando provocarme las náuseas con los dedos, vomité el desayuno; salió toda una papilla marrón viscosa. Eché un poco de colonia en el ambiente. Salí al pasillo y Ellis estaba esperando para entrar al baño, con la toalla en el brazo. —Buenos días, Inés, has madrugado también hoy. ¿Me acompañas a desayunar? —Oh, discúlpame, ya he desayunado, y no me encuentro muy bien. —Oh, bueno, no importa, mañana será. Por cierto, qué bien huele, ¿a ver? –Se agachó delicadamente agarrándome del hombro. Aspiró mi cuello con pasión–. Qué extraño, tú no hueles. –Me puse nerviosa ante su observación. Bien podía pensar que había echado la colonia como ambientador después de hacer de vientre, ¡ay no, qué horror!, eso no sería propio de una señorita. Aunque no era eso precisamente... —Ah, vaya, qué despistada, con el cansancio de la mañana me la habré echado fuera, ¡ja, ja, ja! –salvé. Entré de nuevo y esta vez sí que me puse colonia en el cuello. —Hum... ahora sí –aspiró retirando el cabello de mi cuello, de espaldas–. Uh, esa herida pinta mal, ¿pero qué te pasó, acaso fuiste el desayuno de algún vampiro? –se carcajeó de risa. Fruncí el ceño traviesa y le di un suave puñetazo en el estómago. Él me agarró de la cintura y, apretándome contra su cuerpo, me besó fuerte en los labios. —Ven, pequeña. –Dejó la toalla en la encimera y me tomó de la mano hacia su cuarto. ¿Haría otra vez alguna escenita porno?
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A diferencia de lo que esperaba, sacó amablemente un fular de seda de un cajón del armario y lo envolvió alrededor de mi cuello. —Toma, Inés, fue de mi madre, pero me parece que queda más elegante sobre ti, así tapará esa herida. Nos quedamos mirándonos por largo rato, el clima se hacía tierno y romántico. Ah... Ellis... Tomé su barbilla entre mis dedos y la besé suavemente. —Gracias, lo cuidaré en tu memoria. —Yo en cambio me llevaré un beso. –Posó sus labios contra los míos y presionó la lengua. —¡No! –lo aparté asustada. Acababa de vomitar y no quería que lo notase. Me miró extrañado y un poco molesto, siempre solía obtener lo que quería de mi cuerpo–. E... este, perdón, quería decir que no me he cepillado los dientes aún –aunque era mentira. —Pues nada, aunque no dejaré que se me escape la próxima vez –me estiró de un mechón de pelo. —¡Je, je!, igual le diré que debo ducharme antes –bromeé. —Pues yo le diré que se tendrá que duchar conmigo, no acepto excusas –bajó los dedos hasta dibujar círculos sobre mi pecho. Inmediatamente me sonrojé y, dándole de nuevo las gracias, desaparecí hacia mi cuarto. Estábamos a martes diez de julio, en dieciocho días sería la boda de mi prima. Iría allí por unos días a estar con mis padres, que viajaban de España, y el resto de mi pequeña familia. Ya no estaría con Ellis, pero, al fin y al cabo, ¿qué éramos Ellis y yo? ¿Éramos novios? De todos modos, sabía que no podía hablarle de él a mis padres, así que... ¿qué sería de nuestro romance una vez acabaran mis vacaciones en Inglaterra? Inclusive, ¿qué sería de nosotros aunque yo me quedara en Inglaterra, de verdad él me veía como una mujer, o como una niña para
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pasar el rato? Ellis, yo... yo te he entregado el mayor regalo que jamás podía entregar a ningún hombre, aparte de la vida, mi virginidad. Ellis... ¿verdad que tú sabes valorarlo? ¿Verdad que no me dejarás como hizo él? Aquel sin nombre que no quiero ni recordar. ¿Verdad? De pronto, una ansiedad fue creciendo por mi cuerpo, como un fuego consumidor en los pulmones que no me dejaba respirar. Sentí náuseas, náuseas de mí, de mi cuerpo. ¿Qué era mi cuerpo, un juguete para tocar? Con un dedo levanté una esquina de la gasa y toqué, al retirarlo tenía un poco de sangre. Después de mirarla por un rato me llevé el dedo con fervor a la boca. Sangre, sangre, la muestra de que estaba viva, él iba aspirando mi vida, sin embargo yo era como un corderillo en sus manos, mi Ellis... no puedo decirte que no. Tenía que calmar la ansiedad de algún modo, y mi modo era volver a las antiguas andanzas. Me senté contra la puerta de la habitación, bloqueándola, me coloqué los cascos con música autodestructiva y, sacando la cuchilla del estuche de dibujo, me dejé llevar por el son de las notas, como el arco que se deslizaba sobre las cuerdas de un violín. «Without you, this is how I disappear...» Cuando hube acabado me lavé y me puse un cárdigan. Mira que era tonta, ahora no podría llevar algo sin mangas por una semana. Espero que para la boda ya no se viera. Cada vez faltaba menos para que fuera a Devon y Ellis se había convertido en mi droga. Sabía que me hacía daño, pero era dulce y agradable; y lo peor, que ya no podía estar sin él. Era un desagradable hábito, pero siempre me despertaba varias veces por la noche; ya un poco harta, a eso de las cinco de la mañana, cuando ya se asoma el sol, abrí los ojos molesta
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y, cogiendo a la muñeca que utilizaba de peluche, me giré al otro lado, cara a la ventana. Por segunda vez me pareció ver a la muñeca mover los ojos a un lado. Estaría cansada, me froté los ojos y la volví a mirar fijamente. Sostuve su mirada por un rato y cuando ya iba a retirar la vista para volverme a acomodar y dormir, Victoria realizó un leve giro de cabeza y volvió a su posición normal. Siempre había fantaseado con que alguna de mis muñecas hiciera algo por el estilo, pero cuando la fantasía se hacía realidad ya no hace tanta gracia. Asustada, me levanté de la cama y salí corriendo hacia el cuarto de Ellis, temblando. Llamé a la puerta y sin esperar respuesta entré inmediatamente. —Ellis, Ellis –respiré sofocada, meneándole entre las sábanas. —¿Hum?, ¿qué? –se giró hacia mí adormecido–. ¿Eh, Inés? –abrió los ojos contrariado. Se quedó un rato meditabundo y de pronto cambió su expresión a una risa ahogada y mirada pícara–. Oh, ya veo, no te puedes aguantar dos noches sin hacer el amor, ven, ven aquí, muñeca –me agarró de la cintura. Para despertarle le di una suave palmada en la mejilla. —No, no es eso –negué atolondrada–. Verás, mi muñeca acaba de mover los ojos y la cabeza, y, y... ¡guau! Ahora que lo pienso es una pasada, pero, pero... qué miedo jopé, seguro que está embrujada, además, además aquí pasan cosas muy raras, como, como... –me atraganté la lengua meneando la cabeza desconcertada sin saber qué más decir. —¿Como esto? –De repente, la puerta que había dejado abierta se cerró en el acto y el cerrojo dio la vuelta solo. —¿Eh? Ah... ¿co... cómo? –me puse aún más nerviosa. Luego recordé las facultades de Ellis y le resté importancia a lo sucedido–. Anda ven –susurró pasteloso y me volcó sobre su cama. —No, E... Ellis, no estoy para eso, no, ¡no pases de mí!, yo ya sé que tú... eso, pero, la muñeca, la muñeca... hum... –Apri-
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sionó mis labios entre los suyos. Al principio me sentí molesta y quise que dejara de hacer el tonto y que por favor me atendiera, al rato, sin embargo, dejé de forcejear y me rendí ante sus besos. Bueno, supongo que es la manera de Ellis de ayudar a quitarme el miedo, sí... lo ha hecho por mí, es verdad, ahora ya no tengo miedo, no, porque estoy con él... –Lo abracé con fervor y deseé fundirme en una sola alma con la persona que amaba.
XIII EL LEGADO DE SANTA MARGARITA
Volvía a estar en mi sitio predilecto, practicando unos esbozos
de naturaleza; los paisajes eran mi punto débil, junto a la perspectiva. Estaba memorizando los trazos que tenía que efectuar el lápiz para simular la corteza, los trucos de luz y sombra para dar sensación de profundidad a un follaje simple. No se trataba de dibujar todas las hojas, sino de dar la apariencia de profundidad. Me cayó una gota y emborroné el tapiz con la mano, mierda. Seguidamente cayeron más gotitas de agua. —Se está poniendo a llover, perfecto, habrá que entrar. –A decir verdad, ya era hora de que se pusiera a llover, al fin y al cabo estábamos en Inglaterra y ya habían pasado muchos días grises sin un atisbo de lluvia. Hoy era un día de esos para no hacer nada. Ellis había salido por negocios y los señores Brown estaban con las reformas de la iglesia; estaba sola, bueno, con Silva, que de vez en cuando pasaba ronroneando entre mis piernas. Miraba el estanque, cómo las gotitas de agua caían formando círculos concéntricos que se unían con otros, así alternativamente. De pronto me acordé de aquel horrible episodio del hada encantada. Luego, con la calma, Ellis me explicó que no la había matado, sim-
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plemente herido. Sinceramente, no sabía nunca qué creerme de Ellis, había algo en él que hacía que no estuviera del todo segura. Me costaba acabarme de creer que las hadas quisieran hacerme algún tipo de daño, aunque él sostenía su palabra. No había vuelto a conectar con ellas como antes, lo que sí que ocurría eran cosas raras en la casa. Por suerte mi muñeca no volvió a moverse de nuevo, la había encerrado en el armario tras el suceso. Continuando con cosas tenebrosas, las piedras del pentagrama seguían en el mismo sitio donde las encontré, ahora ya tenían algo de vegetación. Me llevé la punta del pañuelo que me había dado Ellis a la nariz. —Hum... huele a sus cosas. Resguardada en el porche y dejando fluir mi mente por el aburrimiento, me vino algo a la cabeza. ¡La casa! Debe haber cosas viejas o que relaten algo de la historia de los Bullington, al fin y al cabo no dejaba de ser una casa señorial llena de muebles y habitaciones, algo interesante tendría que encontrar. Antes de entrar me dirigí a la caseta de los trastos. Nada, lo que había ahí dentro no era ni de lejos de interés, más bien maquinaria de jardinería, maderas y macetas, una bici vieja y poco más. Tenía que ir rápido si quería descubrir algo, pues hoy era el día idóneo, todo el mundo estaba fuera menos yo. Lo tenía todo a mi favor, pero tendría que actuar veloz y limpiamente, dejando todo en su sitio para que no pudiera suscitar ni la menor sospecha. ¿Qué conocía de la casa? El recibidor, la cocina, el comedor, la sala de estar, el lavabo, mi habitación y la de Ellis. Entrar en la habitación de los señores me parecía muy violento. Mejor que comenzara por las que estaban deshabitadas. Primero un reconocimiento rápido, abrí todas las puertas y armarios adosados de la casa para situarme. Había encontrado
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otras dos habitaciones no utilizadas, un despacho que usaba Fred que a su vez servía de biblioteca y un desván, aparte de un segundo baño. Me eran de especial interés el desván, la biblioteca y una de las habitaciones que estaba perfectamente amueblada como si la memoria del pasado siguiera viva. Me podía perfectamente imaginar a la distinguida primera señora retocarse con maquillaje en el tocador de aquella estancia. El escritorio contaba con sus útiles y en el armario había ropa antigua y cajas. Empecé por ahí. El corazón me latía a cien, literalmente, y las manos me sudaban torpes, siempre había pecado de cotilla. Encontré un par de cabellos que claramente se veían distintos a los de Margaret en un viejo peine del tocador, joyas y un camafeo con dos fotografías de una pareja. Lo más interesante fue un álbum de fotos que estaba dentro del armario. Contenía fotos en sepia y blanco y negro que relataban la historia familiar de la casa y acababan en lo que parecían ser, por los nombres, los abuelos de Ellis con una niña, su madre, actualmente fallecida. Los recuerdos acababan con la adolescencia de la niña. Imagino que el álbum no continuaba más porque luego salieron nuevas técnicas de fotografía y muy probablemente tuvieran las nuevas en otra casa y álbum. En segundo lugar fui a la oficina, había muchos libros del señor, mapas, libretas, diccionarios, enciclopedias, etc. Iba a por algo que llamara la atención, algo distinto... algo... ¡mágico!, oscuro... No vi nada que captara mi interés, así que di por echo que en una estancia en uso de los actuales señores probablemente no encontrara nada, espiritualmente hablando, que no fueran las miles de biblias y libros de devoción que abundaban en número. Así que tendría que ir al desván, los desvanes siempre albergaban historias interesantes. Pero primero... sí, tenía que pasar por ahí. Yo conocía únicamente
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la superficialidad de la habitación de Ellis. ¿Qué alojaría el señorito entre sus pertenencias? Por otro lado, sabía que si era brujo no sería un gran descubrimiento encontrarle por ejemplo un grimorio. Da igual, iba a echar un vistazo. Al entrar me sorprendió ver su bastón apoyado a un lado de la cama, no se lo había llevado. Sabía que era raro que un joven de treinta años anduviera con un bastón, pero era Ellis, tenía un nombre y posición, y además estaba chapado a la antigua. Cada vez quedaban menos ingleses conservadores y amantes de la patria. Bueno, algún día sí que lo dejaba en casa, cuando tenía que llevar muchas cosas o tener las manos libres. Me senté en el borde de la cama y aspiré el aroma de su almohada, olía a él... Olía tan bien. En la mesilla tenía algunos frascos de perfume que se ponía después de afeitarse. Soñaba despierta, cogí el bastón con la mano y acaricié la dura madera lustrada, di vueltas con el pulgar al pomo, sintiendo su tacto liso; cerré los ojos dejándome llevar por la sensación, imaginándole a mi lado con su tibio cuerpo inhalando el mío. Inesperadamente, un tacto rugoso rompió la llanura de los trazos. En la parte inferior del pomo había algo grabado en la madera, que permanecía bien oculto. Giré el bastón y observé un extraño trazado dentro de un círculo. Estaba hecho adrede y posterior a su adquisición por mano humana. ¿Dónde había visto yo algo similar? Tras reflexionar un rato me vino, agudo y como un relámpago a la cabeza. Eso era un sigilo, unos símbolos mágicos diseñados para marcar e invocar una presencia del plano espiritual. Se parecía a los reflejados en el conocido grimorio Clavículas de Salomón, probablemente se trataba del sello para invocar a un demonio. Si era así, Ellis lo había hecho a conciencia, y en un utensilio de uso cotidiano indicaba ni más ni menos que lo portaba como su familiar. Un familiar es un espíritu que acompaña y sirve al brujo y que
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en ocasiones era de herencia y se pasaba a los descendientes con habilidades para la magia. Era un hallazgo interesante, si el símbolo estaba ahí grabado posiblemente se hallaría en otros sitios más. Proseguiría la búsqueda. No encontré nada más entre sus pertenencias, no obstante recordé que Ellis llevaba consigo siempre un anillo sencillo de plata en el índice derecho, quizás también tendría un sigilo marcado en su reverso. Me sentía extraña, una mezcla de mareo e inquietud se apoderaba de mi cuerpo. Esas áreas de la magia me intimidaban, pero a la vez el conocimiento me dejaba respirar, entendiendo un poco más el porqué de las cosas raras que ocurrían en la mansión. Subí las escaleras que daban al altillo. Intenté abrir la puerta y no cedió. La madera se había dilatado y había que ejercer fuerza. Empujé con más ahínco y esta se abrió, casi cayendo yo al interior del desván. Su interior me fascinó, siempre me habían llamado la atención los sitios viejos y abandonados, estaban llenos de historia y sorpresas. Había cajas, libros, juguetes, ropa, alfombras, lámparas y demás cosas interesantes. Me puse a hurgar entre todo, intentando mantener el orden lo máximo posible. Me entretuve bastante imaginando a quién podía pertenecer cada cosa. Encontré más fotografías antiguas, ya iba conectando la genealogía en mi cabeza. Estaba a punto de irme cuando un cuaderno con el forro de tela dentro de una caja llamó mi atención. Lo golpeé con la palma para quitarle el polvo, que saltó cual humareda provocándome tos, en lo que resultó ser una tela en su entonces blanca. Di una ojeada rápida que me reveló que se trataba de un diario de señora. El hallazgo me sobrecogió, ¡por fin algo interesante! Estaba firmado bajo el nombre de Anne Alice Bullington; por lo que había ido observando en los descubrimientos de las habitaciones anteriores, se trataba de la abuela
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de Ellis. Por encima narraba su vida, sus emociones, sus amores, y... un párrafo captó mi atención: Estoy aterrorizada, ha vuelto, es otra vez él. No me deja en paz, está siempre rondando mi vida y me quiere tomar. Han vuelto a aparecer animales muertos en el jardín...
El sonido de unas llaves en la entrada alteró mi compostura. Rápido, sin pensar en las consecuencias, tomé el cuaderno y lo escondí bajo mi ropa, salí del desván cerrando la puerta lo más silenciosamente que pude y corrí hacia mi cuarto. Allí metí el diario debajo del colchón y me puse en guardia. Era Ellis, regresaba pronto. —¿¡Inés!? –tronó su voz. Se me heló la sangre. ¿Podía saberlo? Intentando recobrar la compostura, contesté a su llamado. —¡Sí, estoy aquí! –y tomé el cuaderno de dibujo de antes en las manos. —Baja y vayamos a comer algo al pueblo, estoy que no puedo con los señores Hamilton, no se puede hacer negocios con ellos, en serio. ¿Apostar por los McArthur? ¿Están locos? Todo el mundo sabe que son unos perdedores, es igual que sea su cuñado, no... –continuaba refunfuñando a voz en grito. Bajé a su encuentro, debía mantener el diario lo más a salvo posible que pudiese antes de poder volverlo a leer. «Estoy aterrorizada... han vuelto a aparecer animales muertos...» ¿A qué se debía referir la señora Alice en ese párrafo? Me moría de ganas de descubrirlo, pero ahora debería actuar y poner mi mejor cara. —Oh, tranquilo cariño, suerte que estás tú a la cabeza de todo, si no irían perdiendo el dinero como si de aire se tratase. –Lo abracé y le rocé los labios en un beso.
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—Vístete, nos vamos a comer. –Dejó el pesado maletín en el suelo de la entrada y se aflojó la corbata. Acababa de parar de llover, en Inglaterra era siempre igual, chubascos cortos pero continuos. La gente no cancelaba planes por ello como en España. —Voy. –Me atavié con un ligero pero elegante vestido blanco, un cárdigan y las botas de agua. No era lo más elegante pero era cómodo, y no se podía prescindir de las botas de agua. Fuimos en coche hasta el centro y bajamos en un pub ordinario, ya habíamos ido antes a restaurantes caros, hoy no era un día de esos. Simplemente quería airearse un poco en compañía. Pedimos unos platos típicos. —Te veo gris –comenté mientras daba pequeños bocados. —Interesante, ¿gris literal o figurado? –preguntó. —Figurado, ¿cómo va a ser literal? —Quizás estarías progresando en tu visión áurica, quizás. – Sonó con sorna, levanté una ceja. —Y literal –añadí clavándole la mirada–. Aunque no lo veo, lo siento. —Bueno, diré a tu favor que estás en lo cierto. Sí, vas haciendo progresos. Pues verás, se debe a la sencilla razón de que tengo hambre –concluyó. Resultaba cómico que Ellis se quejara de hambre rodeado de comida. Sin embargo, no se refería a ese tipo de hambre. —Esta noche te daré –respondí complaciente. —Gracias, querida, está resultando muy agradable este experimento. Ellis no era un mago, era un brujo, o un hechicero, como queráis llamarle. Si os preguntáis por lo de la sangre... era un experimento. Él es lo que se llama un vampiro psíquico o energético. Quizás no conozcáis el término, pues estos temas han permanecido en el tabú y el misticismo por lo largo de los si-
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glos. Así que olvidaos, por favor, de todo lo que conocéis sobre los vampiros de la fantasía y escuchad, hablaré de los reales que han existido desde el principio hasta hoy en día, aunque debilitados en raza. Bueno, puede que no todo sea incorrecto, es bien sabida la labia y magnetismo de estos seres para con todos. Resultan atrayentes hasta al menos esperado, o como mínimo, infunden respeto y un súbito temor sin explicación. Son depredadores por naturaleza, su gracia y elegancia es amada por todos. Son el centro de la parla y la atención. Su buen porte atrae a damas y caballeros y sus lenguas se mueven fluidas en cualquier situación. Son unos maestros de la manipulación y su arte se basa en el manejo de las energías. Se alimentan de ti, de tus emociones, de tus sentimientos. Cuando hablas y les miras ellos te devoran el alma, de tus palabras sacan ellos su poder y tu ser desnudo ven a través de tu hacer. Maestros de la comunicación, sus cuerpos son un agujero negro, ávidos de energía para succionar. Succionarán tu luz y tu vitalidad. Mientras estés siendo «mordido» su marca tendrás, brillarás como ellos pero fatigado quedarás. Son seres de la oscuridad que carecen de un seno vital y se alimentan de la vida que les rodea. Sus presas predilectas son los focos de luz, y a poder ser, una criatura «despierta» de luz es su mayor fascinación. Por eso Ellis se alimentaba de mí. Ya lo hacía desde el primer momento, desde que entabló conversación. Entonces se alimentaba de la energía generada por mis emociones y pensamientos, era consciente de los sentimientos que me generaba y de mi fascinación en torno a él. Luego dio el siguiente paso, un contacto físico bien recibido le otorgaba más poder y un vínculo más fuerte de obtención, es una vía directa de alimentación, pues hay una distancia menor que superar. Pasamos al tercer paso, involucrar lo sentimental, comía y comía de mi admiración y amor, el cual crecía con locura. Se plantaban las
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raíces, ya era suya. Cuarto paso, el acto carnal, ese es el cénit de la succión. La sangre era un modo similar al sexo de obtención de energía, un método poderoso, pues es la vida misma. No es de sangre de lo que se alimenta, sino de la energía vital que en ella corre. Si bien digo que Ellis es un vampiro energético y no sanguíneo, se debe a que la sangre no es un requisito indispensable, sino un método más por igual. Un vampiro sanguíneo se debilita y necesita sí o sí de la obtención de sangre para su buen funcionamiento. De todos modos, la condición vampírica te obliga a alimentarte de alguien; cuando se pasa tiempo en abstinencia el cuerpo y la mente enferman, debilitándolo a uno. La profesión que ejercía Ellis le facilitaba la alimentación; como cabeza de empresa tenía a su disposición multitud de personas de cuyas emociones podía sacar provecho, e inclusive torcer y manipular a su antojo para convertir el hábito en una entretenida diversión. —Morir me dejaría en sus brazos, mi tierno amado –le contesté en acto de entrega. Transcurrió la comida alegre y animosa, con bromas y carcajadas que escondían pequeños guiños y caricias que ambos nos profesábamos. Dulce concupiscencia, tu sabor es más agradable que las flores de mayo, te empeñas en agarrarme entre tus zarzas y disfrutas de lamer las heridas que excitantes abren mi piel. Volvimos con la lluvia. No dejó de caer por el resto de la tarde. De noche tuvimos que esperar a que los señores estuvieran bien dormidos antes de pasar el uno al cuarto del otro para nuestros oscuros afanes. Mi sueño se estaba desestabilizando, todo lo conseguido el último año lo estaba perdiendo, me estaba acercando vertiginosamente a un ritmo frenético al borde del acantilado. Como no pusiera freno iba en un coche a punto de estrellarse. Por las noches tenía pesadillas, lo poco que dormía me sobresaltaba paralizada. De vez en cuando veía
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sombras que se me hacían familiares. Como en mi infancia y adolescencia... Los demonios habían regresado y me querían tomar. Tomar... Ellis había probado un nuevo método para la obtención de sangre. Compraba jeringuillas de insulina en la farmacia y puncionaba mis venas para obtener el rojo néctar, así evitaba las heridas y tenerlo que ocultar. Era una técnica sencilla y mis venas eran bien visibles. El éxtasis que provocaba la mezcla entre el dolor y el placer me hacía retorcerme entre mis cueros. El calor de su respiración alterada contra mi cuerpo me enardecía y jugaba con mis sentidos. Glaseadas noches de locura que acallaban mi alma y enajenaban mi mente. Pasado el frenesí me redirigí a mi alcoba. Bajo el manto de la noche tenía asuntos que resolver. No podía quedarme con ese diario en mi posesión por mucho más tiempo, podría resultar peligroso y una clara violación de la intimidad. Cabeceando de sueño, saqué la reliquia de entre el colchón y la abrí por la página que había llamado mi atención. Siempre tuve una extraordinaria buena memoria para lo que a localizar una página se refiere. Se leía así: Estoy aterrorizada, ha vuelto, es otra vez él. No me deja en paz, está siempre rondando mi vida y me quiere tomar. Han vuelto a aparecer animales muertos en el jardín. Ronda solitario esta mansión apoderándose de las mentes de esta familia. Trae muerte y destrucción. Desde que la abuela falleció Belial no deja de aparecerse ante mí, ocurren cosas raras en la casa y mi alma está siendo atormentada. Dice que no puedo deshacerme de él, que es un legado familiar. Que mi abuela desde el momento que lo invocó ha pasado a ser un familiar que se transmitirá de
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generación en generación al hijo e hija más sensible. Belial es un demonio, ¿qué puedo hacer para deshacerme de él? Ayuda, no puedo más. El sueño y las ganas de comer me ha quitado. Pero yo sé que la luz vencerá a las tinieblas.
Y al pie de la página había un símbolo indescriptible rodeado por un círculo que ya había visto anteriormente en un lugar. Un familiar... había acertado. El tal Belial era un poderoso demonio que había sido llamado por la gran señora Margaret Bullington, que la hizo prosperar en poder y riquezas y con su muerte se transmitió a su nieta, y de ahí a su nieto, Ellis... Tenía un terrible dolor de cabeza, el ritmo de los acontecimientos me mareaba y tuve que ir al lavabo a vomitar. Temía por la desestabilización del sueño. Mi demonio venía otra vez. ¡Oh Dios mío, ten misericordia de mí! ¡Llévame contigo a tu gloria bendita! ¡Líbrame de la tortura de la carne y la malignidad de mi mente! Mis tiernos años desaparecían y perecían en el efecto abrumador de la concupiscencia. Agnus Dei, qui tollis peccata mundi: miserere nobis...
XIV LOS ANTIGUOS SENDEROS SON LOS CAMINOS DEL HOY —¡Bua, bua! –lloraba una niña en la lejanía–. ¡Bua, bua! – Sigilosamente, nos acercamos, hay una criatura envuelta en pañales en su lecho llorando. Parece atormentada. Los gritos ascienden in crescendo, la noche aúlla y se tiñe de un negro más negro. La criatura no cesa de espanto, como perturbada por un espíritu se desdibujan sus facciones y señala aterrorizada. Una madre acude al llanto de su pequeña. —Oh, hija mía, ¿qué te pasa ahora? Otra vez estas pesadillas, no dan tres noches de descanso y ya vuelven, no se puede dormir así –acuna a la niña en su regazo, la criatura para de llorar. Pasan los años. —¡Mamá, ven! –clama una niña a medianoche. —¿Qué pasa, hija? –se levanta cansada la madre–. ¿Otra vez pesadillas? —Ese hombre de rojo –señala al vacío. —¿Eh, qué dices? No hay nadie –mira a la negra alcoba. Agarra la cabeza de su niña con las manos y comienza a pregonar un rezo de extrañas palabras para ahuyentar el mal. Es lenguaje angelical. La respiración se acompasa y la niña vuelve a dormirse en su cama, regresa la madre a la suya.
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Durante el día, la niña juega en presencia de una amiga: —Un, dos, tres, ves y no ves. Cuatro, cinco y seis, ya no estéis. Siete, ocho, nueve, si no vas que no llegue. ¡Diez! ¡No está! –corría risueña una chiquilla castaña de cortos cabellos y complexión espigada–. El fantasma desapareció. Ya no está –se jactaba la niña escondiendo la pequeña figura de un fantasma de plástico entre los pliegues de su ropa arremangada. —No, no es posible, eso es magia –musitaba anonadada otra niña más pequeña que la primera, de rizados cabellos marrones y gordita de carnes. —Sí, así es, es magia. Existe y es la cosa más grande del universo –ilustraba ondeando los brazos en forma de círculo–. Más grande después de Dios. —Porque Dios es el que creó todo –añadía la segunda. —Exacto, y yo soy una bruja, pero de las buenas –seguía hablando la primera niña. —Para ya, Inés, eso ya me da miedo –se mordía los dedos frunciendo el ceño la rellenita. —Es que tú eres una cagueta, Sara, no tienes por qué tener miedo, yo te protegeré, soy tu hermana mayor –abraza a la pequeña llena de ego. Ella sabía que no era más que un mero truco, pero su compañera se había creído que la figurita que les había tocado en un huevo Kinder Sorpresa había atravesado la pared. Siempre me había visto rodeada de magia. Si no era real, la creaba yo, y si no, pues me la inventaba. No podía faltar en mi vida. Ella brotaba de mí, era como un imán que atraía la que circulara por los alrededores. —Inés, Inés, ¿dónde te has metido, hija? –Me escondía en el hueco del sofá, donde se unía la pared con la butaca de estar y la lamparita de pie. Me reía al ver a mi madre buscándome por la casa. Pasó por el lado y en un descuido golpeé las tijeras que
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estaba tratando de mover con mi mente y salieron despedidas al medio de la estancia–. Oh, conque aquí estás –sonó enfadada–. ¿Y qué haces con estas tijeras, no ves que puedes hacer daño? Ya estarás haciendo brujerías de nuevo. –Me agarró de la ropa y me abofeteó. Era un pecado. No había logrado mover nada de todos modos, pero me hacía ilusión creer que podía y a veces lo intentaba. Era la oveja negra de la familia. Hija única, teniendo como única cómplice de mis jugarretas a mi mejor amiga, tres años más pequeña, a la que trataba de hermana. Era una niña sumamente feliz; mi delgada compostura parecía que fuera a salir volando al primer soplo de aire, era flaca y alta, muy alta para ser una niña de mi edad. Solía decirme a menudo que quería ser una bruja buena de mayor, y jugaba a inventarme todo tipo de trucos e historias con fantasiosos personajes que hablaban y tomaban vida. O seres invisibles de colores que nos perseguían y a los que podíamos hacer desaparecer con fórmulas varias. La vida a mi lado era un juego sin fin, un remanso de fantasía y producción creativa que embaucaba a los demás niños a juntarse a jugar conmigo. No obstante, yo no era tan sociable y dedicada como se imaginaban. Mi mundo se centraba en mí y en mis deseos, usando a los demás un poco como fin. Era infantil y caprichosa, creativa pero egoísta, juguetona pero pícara, alegre pero melancólica. Era... ¡mágica! Como un patito feo, mi cuerpo también experimentó una metamorfosis. Mis longas extremidades por fin formaron parte de un bello conjunto y comencé a adquirir formas de mujer, ya no parecía un títere de cuerdas mover. El hechizo de Aurora sopló sobre mi adolescencia y prontamente comenzó a disiparse en el aire como una melodía encantadora. Los ratones comenzaron a agruparse al sonido de la flauta, y así me vi rodeada de numerosos pretendientes que caían rendidos ante mi halo misterioso. No obstante, aquellos que se ven atraídos por el
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olor de la magia no aman con el corazón verdadero, son presas de una ilusión y ello me convertía en un blanco de desilusiones. Por aquellos cielos volaba en su entonces un pajarito que quiso reposar en mi nido, mi primera ilusión, mi primer amor. Comenzamos a frecuentar y sus bocas proferían promesas de amor eterno, me parecía tan incondicional que regalé mi corazón a aquella ave. Paloma y gorrión danzaron juntos por los aires, sosteniendo en sus picos el lazo de la unión, no obstante, no eran de la misma especie. La paloma pronto se olvidó del gorrión, y una vez acabado el embrujo regresó a su nido con los suyos. El gorrión quedó quebrado y engañado por siempre, abrazando en su corazón la vaporable imagen de un ser inexistente que rogaba por llegar, Laurent... Aparte de lo mencionado, la adolescencia también fue mi época de poder en lo esotérico; a pesar de no tener «el ojo» tan activo como en un niño, me ejercitaba en la práctica para poder desarrollar mis facultades. Pasé por varios terrenos. Me curtí en meditación y el arte de la visualización. Adquirí cierta visión áurica que me brindaba deliciosas experiencias de vez en cuando divisando el aura de distintos humanos y cómo esta explicaba sus personalidades. Me entrené a intervalos intermitentes en la telequinesis, con el resultado de poder hacer girar un papel plegado sobre una aguja y un vaso. El onírico era mi punto fuerte; a pesar de nunca haber tenido un sueño muy profundo, gozaba de sueños lúcidos llenos de significado y de vez en cuando algunos premonitorios, como ya habréis podido degustar. Aun así, intentaba ser prudente con lo que tocaba. Nunca llegué a efectuar un viaje astral (alma saliendo del cuerpo) por temor a no poder volver o ser tomada por una entidad del error. El campo de la magia ritual no fue muy frecuentado, únicamente realicé la invocación a un elemental del aire, con el
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resultado de divisar un pájaro blanco atravesando el pasillo de mi hogar y estallar en risotadas. Sin embargo, la prudencia me duró poco. Lo mucho con el tiempo se te queda corto, los seres humanos vamos ávidos de experiencias sin pensar en las consecuencias. Con la adolescencia, aparte del crecimiento en la magia también crecí en tristeza. Mi personalidad siempre jocosa y animada comenzó a tornarse oscura. La podredumbre de este mundo pecaminoso hacía eco, la vida no era como en un momento iluso de mi inocencia pensaba. Había personas malvadas, ocurrían violaciones, torturas y asesinatos. Los hombres jugaban con el corazón de otros hombres sin reparo, los engaños y la lascivia ensuciaban las almas humanas. Andaban avaros de dinero y poder sin importar a quién tenían que eliminar o sabotear. Este aprendizaje hizo mella en mí, tornando mi frágil corazón iluso en un muro de espinos, dolido por el desengaño de la vida. Mis sueños tampoco se cumplían, mi excéntrica personalidad chocaba con los de mi alrededor y mis iguales me marginaban. Pronto fui perdiendo las ganas de vivir y abrazando la muerte en mí. Inicié un coqueteo con la guadaña, a la que de vez en cuando permitía que marcara mis antebrazos. Se veía mucho más apacible que lo conocido. Así fue como dejé entrar la oscuridad en mi interior, rencorosa contra la vida que opacaba mis ilusiones. Comencé a indagar en el campo de las invocaciones por curiosidad. Tal vez si dominaba lo oculto podía hacer venir el fin de la vida a mí, decía clavando las largas uñas en mi propia piel. Ahí fue cuando toqué lo que no debía ser tocado nunca. Como una persona educada en la fe cristiana, sabía que todo esto estaba mal. Conocía la diferencia entre la luz y las tinieblas, entre lo bueno y lo malo, lo que acrecentaba mi responsabilidad. Yo anhelaba la luz pero este mundo estaba manchado de tinieblas, así que, débil y vencida, dejé vía libre a la noche.
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Todavía recuerdo nítidamente aquella noche, la noche que destrozó mi vida. La noche que trajo la enfermedad a mi cuerpo. Por aburrimiento, había encontrado en la Red un viejo hechizo para la invocación de un espíritu del sexo. Yo, una joven sin ningún tipo de interés en las prácticas sexuales, únicamente anhelando el amor que nunca venía a mí, decidí probar suerte con ese hechizo tan solo para conocer si el poder funcionaba. Como de costumbre, nunca seguía ninguna indicación a rajatabla, así que adapté la mayor parte del ritual a lo que me venía en gana para simplificarlo. La pereza es uno de los pecados de este siglo. Todo basado en la visualización y la palabra, allí, yaciendo en el frío suelo de piedra de mi habitación, a medianoche acudió a atormentarme un demonio. Mi alma se turbó en inquietud, el cerebro perdió la paz y lo poseyó el tormento. Mi cuerpo era incapaz de hallar reposo. Un ser se retorcía entre mis sábanas, su cuerpo astral notaba haciendo presión contra el mío. Así fue como comenzó todo, como se dio inicio a mi enfermedad. Era domingo, un maldito domingo por la noche que no pude dormir y tuve que acudir agotada al instituto. A partir de ahí, fueron todos los domingos los que me hallaba incapaz de encontrar reposo. Hasta que un día el vaso rebosó y no pude volver a dormir más. El año del tormento germinó debutando un terrible insomnio global crónico que no cesaba con ninguna medicación. Me mantenía viva durmiendo una o dos horas a la semana; a pesar de ello tenía que cursar mis estudios, el último año antes de ingresar en la universidad me lo estaba jugando. En mi afán de perfección no me dejé derribar y estudié como nunca había estudiado a pesar de mi aflicción, con un resultado notable.
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Lo único que me daba fuerzas para seguir adelante era Dios. En su innumerable misericordia, me acunaba en sus brazos y me hablaba con dulces palabras de que tenía que arrepentirme de mis torcidos caminos para encontrar la paz y el sosiego. Sabía que lo que había hecho estaba mal, que yo, conociendo la luz, me había ido a las tinieblas; que había preferido el dolor y la miseria a una vida plena y feliz. Ese duro año tuve que arrepentirme de mis andanzas y cambiar mis pensamientos de la destrucción a lo positivo. Había jugado con fuego y el fuego me había carbonizado, ahora tendría que aprender y resurgir eventualmente de mis cenizas. Con Dios podemos ser como el fénix, aun quemados hay vida nueva, no se pone el sol nunca en su casa. Aun habiendo aprendido, tuve que pasar un año apenas sin dormir, hasta que mi sistema nervioso se reprogramara, con lo que a sus repercusiones acarreaba. La espera paciente dio fruto, una nueva Inés había nacido de nuevo. Una Inés a la que le volvían a brillar los ojos con ilusión al ver las maravillas del mundo, una Inés que disfrutaba de la música y del baile, que se gozaba en observar los pájaros volar y sus polluelos criar. Volvió a amanecer en mi vida. Lo perdido lo había recuperado y estaba lista para emprender un gran camino de bendición. Pero... ¿qué había pasado? ¿Es que acaso había vuelto a tropezar? ¿No le vale al ser humano caerse una vez? Había perdido mi virginidad, y la cabeza por un hombre que nadaba en las tinieblas. Amado Ellis, ¿por qué he tenido que enamorarme tan profundamente de ti? Lo que parecía un juego de niña me ha acabado devorando. Alguna salida ha de haber. No hay momento que no se cruce tu rostro en mi memoria, respiro de ti y vivo de ti, has enajenado mi mente. Sin embargo, en este laberinto escarlata tú te jactas, creces cuando yo menguo y sacas luz de mis tinieblas. Sabía que jugabas con
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fuego y que en él abrasada iba yo a acabar. Ahora conozco el porqué de tu magia y oscuridad... es él, Belial, el que viene con tu vida a acabar. —¡Líbrale, oh Dios, y líbrame! Por favor, envíame alguna señal, guíame de nuevo a la luz, abre una nueva puerta de esperanza y muéstrame la verdadera naturaleza que hay en mí. Pues fui creada para brillar y amar, fui una niña besada por los dones, de tu mano no me quiero soltar. Abre una ventana para mí donde el arcoíris vuelva a salir. Amén –clamé desesperada a la noche. Me retorcía insomne en mi lecho.
XV EL SUEÑO DE UN HADA
Gracias a la oración, en medio de la tormenta logré reposar el cuerpo y la mente un rato.
Iba paseando por un pueblo, a ver el mercado medieval. Hoy era un día feriado y colocaban tenderetes. Vendían deliciosos quesos y embutidos a lo largo de todas las paradas, junto a humeantes pastelillos de chocolate. A lo lejos estaban los artesanos, me dirigía a esa parte danzando entre los aromas de un día tan armonioso. Mis pies dejaron de caminar y se elevaron por los aires, unos palmos por encima del nivel del suelo. Me dirigía veloz hasta pasado el gran arco medieval de piedra. Ahí estaba la tienda, vendía preciosos collares de gemas. Mis pupilas resplandecieron con la luz que las piedras emanaban. Había de todos los colores: rojo, naranja, amarillo, verde, cian, añil y morado. Sus hermosas formas talladas reflejaban la luz del sol y formaban un arcoíris que se refractaba en el aire bochornoso de verano. Agarré una gema amarilla como una habichuela y me la até al cuello con una amplia sonrisa, saludando al anciano artesano.
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No cabía en mí de felicidad, corría por el pueblo encantado robando sonrisas. En la plaza mayor me encontré con otros como yo, eran muchos más niños y niñas y cada uno llevaba un collar con gema atado al cuello. Había de todos los colores. De las manos de los ahí presentes emergían hechizos, con un ademán hacían las plantas crecer y mariposas crear. La plaza se llenaba de vida y los pájaros cantaban. Maravillada, observé mi gema, la acariciaba con la punta de los dedos y de ella salía una cálida luz. Me sentía muy feliz así que comencé a danzar. Bailaba y me contorsionaba por el aire como si no ejerciera fuerza alguna. Mis piernas alzaba y mi espalda arqueaba entre ellas sin mayor esfuerzo que el de respirar. Una pirueta, era tan fácil. ¿Cómo es que no te salía bailar así antes? Hacía la rueda y el pino sin mostrar resistencia. Era tan agradable volar mientras danzaba, siempre había sido capaz de hacerlo, solo que no lo había probado. —Es tan fácil, Inés –me decía–. Tendrías que probarlo más a menudo. No obstante, la calma y el amor que se desprendía del ambiente no tardaría en verse turbado. Allá a lo lejos del valle, donde las torres de alta tensión se erguían, había aparecido la marca de la oscuridad. Un torbellino de tormenta lóbrego como el plomo se formaba en lo alto del cielo. De su interior salían relámpagos y mataba a las criaturas que a su merced estuviesen. La gente se consternó y comenzó a huir. Las otras personas que, como yo, disponían de colgantes mágicos se reunían con sus iguales de color y emprendían distintas marchas. Algunos se resguardaban con las personas normales y otros se dirigían al frente de batalla, allende el valle. Yo me quedé parada en el aire inmóvil, sin saber actuar, miraba perpleja al entorno que tan abruptamente había cambiado.
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Entre el caos, un joven chico vino a mi encuentro, era una criatura pequeña vestida de amarillo con un colgante como el mío. Me estiró del brazo y me llevó debajo de un parapeto de madera con otras criaturas como él. Eran los chicos de la plaza, se habían encogido. —Deprisa, transfórmate como nosotros –me instaban. —¿Qué? ¿Yo? No puedo hacer eso –palpaba mis grandes proporciones desorientada. —Claro que puedes, eres como nosotros, vamos, transfórmate rápido. Tenemos que llegar antes de que el mal nos encuentre. –El mal rondaba los alrededores y cazaba a los nuestros. Deseé con todas mis fuerzas transformarme y cual fue mi sorpresa cuando al abrir los ojos me encontraba en el cuerpo de una pequeña mariposa anaranjada. —Genial, Inés –dijeron en el momento en que todos ellos adoptaron la forma de mariposas semejantes. No cabía en mí de asombro, sin embargo, el deber llamaba y salimos escopeteados cual soplo de brisa volando alto y alto por encima de las copas de los árboles. Nos buscaba, el mal nos buscaba, se notaba en el ambiente su aura dañina. Con nuestros nuevos pequeños cuerpos pudimos surcar cualquier espacio, entrar en edificios a través de sus ranuras y obtener información del lenguaje de los animales. Mis compañeros me sonreían y me tendían sus manos para volar juntos, complacidos con mi presencia. Era como ellos, podía hacer lo que ellos hacían. Era una nueva yo... ¿Nueva? ¡No! ¡Esa era mi yo original! Mi verdadera naturaleza. Cuando por fin llegamos al ojo del huracán, encontramos refuerzos entre nuestros semejantes. Allí estábamos por grupos todos los pelotones de criaturas de colores, recobrando nuestras formas originales. El momento de sellar al mal había llegado. Adoptando figuras geométricas, nos dispersamos por gru-
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pos de color y nos dimos la mano formando un círculo. Nuestros ojos cerramos y los labios abrimos en oraciones de poder. Con el murmullo de los labios salieron rayos de luz de nuestros colgantes de cristal, hasta que, juntos, inundaron la Tierra de los colores del arcoíris para después convertirse en una única luz blanca y pura. El mal desapareció, lo habíamos combatido. De nuevo pudimos volver a danzar por los aires y abrazarnos unos a otros, y la vida volvió a germinar. Súbitamente, como quien se cae de una hamaca, volví a mi cuerpo. La sensación de gravidez se hacía patente. Abrí mis ojos a la mañana. Cuando por fin me di cuenta de la realidad sonreí agradecida. Había podido dormir un par de horas, eso era mejor que nada. Me apenaba haberme despertado, por fin me había dormido a las seis de la mañana y eran las ocho y veinte. Sabía que no iba a poder volverme a dormir, nunca lo hacía después de ver con mis ojos la luz del sol, era como mi cerebro estaba programado. Aunque llevara el antifaz que Margaret me había prestado, siempre se colaba algo de luz. Rechacé la queja y me abracé a la dicha de tan agradable y poderoso sueño que había tenido. Era un sueño totalmente inesperado, no porque no hubiera tenido sueños de esa temática, sino por lo lúcido y real que había sido. —Parecíamos hadas –musité–. Era como si fuéramos aprendices de bruja. –Me abracé a Victoria, que ya la había sacado del armario, y le besé la cabeza. Un sueño como este tenía el poder de cambiarme la energía del día, a pesar de no haber dormido casi albergaba ahora un ápice de esperanza e ilusión. —Preciosas hadas... –Me dejé llevar por el ensueño–. Ese es mi verdadero yo. Yo soy felicidad y vida, yo soy arte, no muerte. Oh, por favor, Inés, vuelve a la vida. Quiero volver a estar sana y a dormir bien. Entonces, deberás rechazar el mal. –Hablaba en voz baja como un conjuro de autoconvencimiento. Me había empoderado ese delicioso viaje onírico.
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Por alguna extraña razón, no me dolía el cuerpo del mal dormir. Bajé a la cocina, en la que se hallaban los demás miembros de la casa tomando el té y escuchando las noticias de la mañana. Ellis vestía un elegante conjunto casual marrón y unos calcetines azul oscuro se asomaban alegres por la elevación del pantalón al nivel de la pantorrilla. Siempre calzaba buenos zapatos de piel que conjuntaban con el resto. Era tan elegante y guapo... —Buenos días, Inés –levantó la cabeza del periódico. —Buenos días a todos –saludé yo. Cogí un yogur y el frasco de leche de la nevera y me serví unos Weetabix con azúcar, café y un muffin de chocolate. —Tienes un paladar dulce, casi siempre te veo desayunar lo mismo –observó Margaret. —Es que el yogur es mi comida favorita, funciona tanto sana como enferma, siempre sienta bien –expliqué. Me senté en el hueco que había libre. A Fred le gustaba caminar por la cocina mientras bebía su té. Por debajo de la mesa, extendí mi mano y acaricié cariñosamente el muslo de mi amado. Todavía llevábamos nuestra relación en secreto, de cara a los señores éramos dos jóvenes muy bien allegados. A pesar de que parecía que Margaret deseaba juntarme con Ellis, no podíamos darle esa satisfacción, nosotros hacíamos cosas que valía la pena ocultar. De cara al público no salíamos de la amistad, sin embargo, en lo oculto era otro gallo el que cantaba. Ellis me devolvió la acción, quedando oculto el brazo por el periódico, bajó su ancha mano caliente entre mis muslos, alterándome toda. Mi admiración hacia Ellis crecía cada día que pasaba, y unos sentimientos encontrados se batían en guerra. Por un lado, disfrutaba de este oscuro romance secreto, el peligro lo hacía más morboso. Por el otro, yo deseaba ser la mujer de alguien, quería pertenecer a una persona, ser lo más impor-
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tante en la vida de uno y que su corazón rebosara de amor por mí. ¿Ellis sentía eso? La verdad es que no sabía lo que en realidad sentía Ellis. Era muy locuaz y con carisma, sin embargo, sus verdaderas intenciones no las sabía nadie. Era un libro cerrado, y yo, un diario abierto a todas las manos y ojos que quisieran acceder. —¿Hay algún plan para hoy? –alzó la voz el señor. —Soy todo oídos –contestó Ellis. —¿Qué os parece si hacemos algo «en familia»? Aprovechando que estás, me gustaría salir a algún lugar el cual no habituemos normalmente –prosiguió Fred. —¿Qué tal el parque nacional de los South Downs?, es precioso y no está lejos de aquí en coche. —Venga, me apunto. –Y así nos sumamos todos al plan. Incluida Elisabeth, a la que había propuesto a los señores y ellos accedieron. Tenía ganas de ver a mi amiga también. Ayudé a la señora a preparar un pícnic improvisado con bocadillos y ensalada. Nos habíamos levantado pronto, teníamos todo el día en nuestras manos. A las diez y cuarto ya estábamos dispuestos a salir por la puerta y tomamos rumbo hacia el norte. En aproximadamente media hora habíamos llegado a una zona no muy alejada del parque natural. Aparcamos y tomamos las mochilas en nuestras espaldas, siguiendo una ruta marcada hacia el interior de las colinas. Después de pasear por cerca de una hora, sentamos base en una llanura al lado de un río. —Es fantástico, hace un día bastante bueno y se nota el calorcito a ratos –observó Elisabeth. Hacía sol con nubes, era de lo mejor que te podías encontrar en Inglaterra, aunque cabía decir que desde mi llegada había gozado de un clima muy privilegiado. Estiré los brazos para desentumecer la espalda y me eché en el césped a observar las nubes. Una procesión de dragones chinos desfiló por el cielo, asomaban su cabeza gárgolas y duendes
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que se unían a la procesión de la cacería salvaje. En estas ocasiones dejaba mi imaginación fluir, entonces era yo. ¿Qué me resultaba familiar de esta situación? Me vino un déjà vu. Era igual al primer sueño que tuve, excepto por que viajaba con los señores y Ellis iba en el mismo coche. ¿Era acaso Ellis el vampiro de mi pesadilla? A decir verdad, no me acordaba del rostro del vampiro misterioso, es un sueño, en los sueños ves y sabes cosas pero rara vez recuerdas detalles como un rostro. ¿Acaso me había implantado con su magia él ese sueño para advertirme de su venidera presencia? Eso podían hacerlo los brujos. ¿O quizás era mi magia interior advirtiéndome de lo que me iba a encontrar? Fuera como fuera, no iba a preguntárselo a Ellis, tanto sea lo primero como lo segundo, ambas teorías eran mágicas y únicas por sí mismas. Sería un pequeño tesoro que guardaría para siempre en mi pecho. El hormigueo de una mano que sujetaba la mía con cariño me alertó, giré la cabeza y ahí estaba el rostro angelical de Elisabeth resplandeciendo una bella luz dorada. —¿Quieres pasear conmigo? –sugirió. Nos levantamos y nos dirigimos a dar una pequeña caminata por los alrededores. Prometimos no alejarnos mucho porque pronto comeríamos en la llanura. Paseamos cogidas del brazo dejándonos besar por la cándida luz del sol que se colaba por las hojas mecidas por el viento. Eres mi princesita. Andaba ligeramente rezagada, permitiendo que su caminar me guiase. Observaba con amor cómo la luz se escurría entre sus rubias pestañas e incidía en su córnea, resplandeciendo. Le sonreía en respuesta a su brillo. «Inés, Inés», me llamaba. «Dime, amada mía.» Sus palabras me mecían y acunaban mi pecho con ternura. —¿Qué tal, cómo vas llevando tu estada aquí? –preguntó dirigiéndome sus claros ojos color del cielo.
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—Es como un sueño... –suspiré sonrojada. No había mentido, todo estaba resultando absurdamente surrealista, nada se sostenía por las teorías de la lógica. Era como intentar atrapar al viento–. Los señores me tratan como a una hija y Ellis es muy atento conmigo –añadí. —Eso, háblame de Ellis, es muy apuesto, y estáis siempre juntos –destacó ella; la voz le temblaba ligeramente. Me sonrojé terriblemente, saliendo del ensueño. —Ah, no, no... no es lo que parece. Se ha convertido en un consejero cercano únicamente, sus maneras y sabiduría ejercen un rol protector, es una persona muy atenta y dedicada –me excusé. —Qué bueno –concluyó en una sonrisa sin presionar. —Es muy fuerte, habiéndose muerto los padres hace poco, él lleva la herencia y la empresa exitosamente. —¿Qué les pasó? —Un accidente de coche durante un viaje de empresa, iban los dos juntos –me había explicado Ellis. —Vaya, qué desgracia. —Sí, al parecer le quedan pocos parientes vivos aparte de tía Margaret. —Eso es porque no nacen suficientes niños –cambió el tema enérgica Elisabeth. —¿Eh, qué? ¡Ah! ¡Ja, ja!, también. –Me descoloqué. ¿Sería una indirecta? —Yo sueño con ser madre, pero todavía me falta encontrar a mi príncipe –suspiró Eli elevando su vista a los árboles. Parecía triste. Oh, Eli... era tan dulce. Claro, a ella le encantaban los niños, estudiaba para ello. Yo en cambio tenía poca mano. Captó mi mirada y se la recibí con un fuerte abrazo. —Te quiero mucho, Elisabeth –me salió del alma decir.
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—Oh, mi niña, yo también te quiero. –Se emocionó y me frotó la espalda calurosamente con ambas manos. El entorno nos abrazaba con su resplandeciente verdor, se escuchaba el correr del agua por el río contra las rocas y unos pájaros hacían alegres su nido en lo alto. —Me siento como en un cuento de hadas ahora mismo –dije. —Sí, yo también. –Bajó los brazos por los míos hasta llegar a mis manos, que sostuvo–. Contigo siempre es un cuento de hadas, ¿no te has dado cuenta? —¿Qué quieres decir? –no captaba. —¿No te das cuenta de que siempre que nos hemos visto todo parece magia? Eres tú la que lo creas, alrededor tuyo siempre hay paz y felicidad, lo reconoció hasta mi tío, ¿no recuerdas? Me paré silenciosa a reflexionar las palabras de Eli. Sin embargo, no estaba segura de la veracidad de estas. Si bien era verdad que siempre con ella el ambiente había resultado cálido, dudaba que se debiera a mi persona, porque había pasado días muy oscuros en los cuales mi cerebro se volvía mi peor enemigo. —¿Y no será que eres tú la que colocas un sol en lo alto de todos mis días? –le piropeé. Sonrió entre risas vergonzosas. Continuamos brincando por el bosque como si no hubiera un mañana. El piar de su boca bañaba mis sentidos, las horas pasaban lentas y deliciosas. Nuestros pies parecían rozar el aire. Bailaba, bailaba y bailaba sin fin entre los verdes parajes. ¿Qué faltaría ahora para que todo fuera perfecto? –me pregunté. Me vino a la cabeza el sueño de esta noche. ¡Volar! Sí, esa era la respuesta. Me puse la palma de la mano en el pecho como si en él estuviera depositada una brillante gema de cristal llameante. —Mira, Inés, ¿no apetece? –señalaba el pequeño estanque que se formaba en el transcurso del río al que habíamos llegado.
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—Qué bonito –se consternó mi rostro con la belleza del lugar. Los árboles nos refugiaban en su seno, estábamos solas con la naturaleza. Sin esperar, me descalcé las botas y calcetines y metí las piernas desnudas al río; Elisabeth me miró como un gatito dubitativo e hizo lo mismo. Al caminar por la bañera que formaba el río, el agua nos llegó hasta los muslos. Notaba el lodo y las piedras hacerme cosquillas entre los dedos, unos círculos concéntricos se formaban a nuestro paso. —Está muy rica –observó. La verdad es que su frescura resultaba agradable e invitaba a darse un baño para quitarse el sudor de la caminata–. Me hace cosquillas –rio y se sujetó a mi cuerpo. —Me voy a meter. –Me envalentoné y comencé a quitarme las bermudas y la camiseta de manga corta, quedándome en ropa interior. —¿¡Qué dices!? –exclamó con una mezcla de duda y fascinación. Me imitó de nuevo. Con temor al contacto frío del agua, fuimos flexionando las piernas hasta meter nuestro cuerpo a la altura del ombligo. —¡Ay, ay, ay! Qué frío –saltaba Eli, haciéndome llegar las gotitas que incidían sobre su piel. Riéndome, la salpiqué con las manos y ella se volvió a repetir el gesto y acabamos empapadas hasta los pelos de la cabeza. Nos lanzábamos la una sobre la otra para hundirnos en el agua fría, rebosantes de vida. Las horas habían pasado en ese idílico paraje sin darnos cuenta, nuestros sentidos eran uno con la naturaleza, ajenos a cualquier tipo de ajetreo mundano. No fue hasta que el sol que coronaba la cima girase unos grados hacia el oeste que caímos en la cuenta del tiempo que había pasado. De pronto, la realidad de la hora vino a nuestra cabeza y nos apresuramos corriendo por la montaña a reencontrarnos con ellos, temiendo que estuvieran buscándonos.
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Tras veinte minutos de carrera, dimos con el mismo claro que habíamos dejado a nuestra partida. Por los alrededores observamos a los señores y a Ellis buscándonos y llamando. —¡Chicas! ¡Por el cielo! Pensábamos que algo os había ocurrido –respiró ajetreada la señora. —¿¡Pero dónde estabais!? –sonó molesto Ellis–. Estaba preocupado –aflojó luego. —Disculpadnos, lo siento, perdimos por completo la noción del tiempo –relaté jadeando por el esfuerzo. —¿Dónde os habéis metido? Lleváis el pelo mojado –elevó las cejas Margaret. Elisabeth y yo nos miramos mutuamente y estallamos en risas, la experiencia nos había unido aún más y parecía como si conociéramos los pensamientos la una de la otra con extremada complicidad. Pasado el susto disfrutamos de una deliciosa comida sentados en el prado. Pasó la tarde afable. Ellis y yo no tuvimos la oportunidad de quedarnos solos, principalmente por Elisabeth; esta vez no volvimos a separarnos y anduvimos todos juntos hasta que el sol comenzó a bajar y dimos media vuelta rumbo a casa. El día había pasado plácido, había recuperado cierta paz e identidad que llevaba perdida por la oscuridad de las últimas semanas. Esta noche algo me decía que podría dormir mejor. De vuelta a casa, desde la ventanilla del coche divisé, como un flash, el rostro de una mujer surgir de los pliegues de la corteza de un gran y viejo árbol a lo largo del camino. ¿Me lo habré imaginado? ¿Podría tratarse de una hamadríade? Quedé fascinada con la duda nacida. Esa noche efectivamente dormí mejor.
XVI LA MAGIA QUE HAY EN TI
Al final de esta semana teníamos una cita en el ballet para las
entradas que los conocidos de la familia le habían dado a Ellis. Iríamos los dos solos a ver La sílfide. Ahora me encontraba sobre la cama con ropa de casa y las piernas cruzadas delante de mi ordenador portátil. Los sucesos vividos relacionados con la magia me suscitaban grandes dudas, e intentaba aclararme lo que pudiese a través de la Red. La mayoría de lo que se podía encontrar eran bazofias y falsedades, o textos clásicos repetidos sin gracia por las mismas páginas. No obstante, había encontrado alguna que otra página peculiar; en su mayoría se trataban de comunidades marginadas o blogs poco populares, pero que en su interior se alojaban pequeñas joyas. ¿Quién dijo que el conocimiento estuviera al alcance de todos? Para encontrar oro había que saber buscarlo y a mi favor tenía un bagaje de conocimientos sobrenaturales importante. Había entablado conversaciones interesantes con supuestos vampiros a través de una pequeña comunidad a la que me había integrado a través de Internet estos últimos días, una comunidad Otherkin. Ese término era nuevo para mí y supongo que para muchos, era el nombre que
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se le daba a personas que sentían que alguna parte de ellos era algo más que humana. Siempre habían existido, pero ahora daban la cara ya que el mundo actual se encontraba mucho más abierto a lo distinto y desconocido. Este gran grupo se dividía en kines, o tipos entre los que se podía incluir los clásicos de vampiro y hombre lobo. Empero, no se limitaba a esos dos, la parte no humana podía ser animal, mitológica o espiritual, como: lobo, felino, pájaro, dragón, hada, ángel y demonio, entre otros. Aprendí mucho de mi paso por esa página en lo relativo a Ellis y su vampirismo energético y el experimento de la sangre. También, como os podréis haber dado cuenta, algo más llamó mi atención. Sí, estáis en lo cierto si pensasteis en el kin hada; con lo que me encantaban las hadas eso me interesaba, pero por desgracia había muy poca información al respecto. Había experimentado algo muy similar, con la encantada de la noche de San Juan. Sin embargo, esa hada y las que ahí se relataban eran conceptos distintos. Una encantada es una humana que por un hechizo o maldición cambia su naturaleza humana a feérica, adoptando su cuerpo. Por el contrario, un faekin o fairykin, como se les llamaba, eran seres humanos como tú y como yo pero con alma no humana, eso es, un alma feérica, gozando así de algunas de sus características . Este acontecimiento lo explicaban mayormente bajo la teoría de la reencarnación, en la cual la persona adoptaba el alma hada de una vida anterior. Otras teorías eran la posesión o directamente ser un alma hada nacida en un cuerpo humano, si no se creía en la reencarnación. Personalmente, esa última se me hacía más fácil de creer al ser de ideología cristiana. En cuanto al demonio de Ellis, era un tema que me angustiaba y apenaba. ¿Por qué, si se hacía llamar practicante de la fe, practicaba a su vez la hechicería tan condenada? ¿Obtenía placer en ello o simplemente aceptaba su maldito legado con
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resignación? Según había leído en el diario, que todavía tenía en posesión por no haber tenido la oportunidad de devolverlo, el que lo heredaba no tenía más que soportar la terrible carga. ¿Se desharía de él si pudiese? Era algo que me gustaría preguntarle, pero no sabía si era lo adecuado ya que sabía algo que no me inmiscuía. Además, no es que fuera su novia, yo... –me resistí a seguir pensando en esa dirección, ponerle palabras a lo que ya sabía pero no quería ver me hería en demasía. Era una escapista–. Después de la comida volví a mi habitación, ávida de todo el conocimiento que estaba integrando estos días. La pantalla me tenía enganchada. —¿Inés? –sonó llamar a mi puerta. El corazón me dio un vuelco y cerré la página de navegación. Era Ellis. —¿Sí? Pasa. –Abrió. —¿Qué te parece si me haces compañía un rato en el jardín? Está saliendo el sol y los señores acaban de irse a dar un paseo al pueblo. —Oh, vale. –Apagué el ordenador y me solté el pelo de la coleta mientras Ellis esperaba apoyado en el marco de la puerta, mirándome con descaro. —Estás muy cariñoso últimamente, ¿no? –le insté provocativa. —Como para no estarlo con esa carita –me alagó y estiró la boca en una sonrisa, asomando los dientes blancos y afilados. No, no tenía grandes colmillos prominentes–. Eres muy apetecible –añadió en una risa oscura. El «vínculo» entre nosotros estaba creciendo cada vez más. El «vínculo» es ese estado de mutua dependencia que se crea entre vampiro y donante. En mi caso me encontraba pensando en Ellis las veinticuatro horas del día, y en el suyo me buscaba con más frecuencia, sediento de mi «blanca fuente», como le llamaba a mi energía mágica pura.
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Bajé con la sudadera y las mallas y nos sentamos frente al estanque en las dos tumbonas de madera. —Ven aquí, Inés –me indicó su regazo. Estábamos solos, así que me levanté de mi tumbona y me senté entre sus piernas apoyada en su pecho, me rodeó con los brazos. Noté su piel fría, estaba bajo de energía. Cerré los ojos y me dejé llevar por su presencia, calmada. Progresivamente, su piel comenzó a adquirir temperatura y color y yo me fui enfriando hasta que tuve un escalofrío. —Oh, se está tan bien –balbuceó con los ojos cerrados, le dejé seguir alimentándose. Para entretenerme, agarré su palma entre mis manos, la observaba y acariciaba hasta que dejé los ojos vagar sin rumbo y la visión comenzó a desdibujarse. Fue ahí donde el panorama cambió sus colores y una nebulosa rojiza oscura comenzó a aparecer alrededor de sus manos. Me palpitó el corazón con fuerza, le había visto el aura en las manos. Aunque no era para bien, esos colores revelaban sus bajas pasiones y la oscuridad que en él habitaba, además de hacer patente su condición vampírica. —Ellis... murmuré. Iba a decirle que había visto el aura. Giré la cabeza para verle la cara y, así mismo, alrededor de su coronilla pude divisar un intenso color morado, indicativo inequívoco de la práctica mágica y desarrollo espiritual de la vida de Ellis. —¿Sí? —Nada. –Me volví a girar y deposité un beso en su pecho–. ¿Cuándo despertaste tú? –dije en su lugar. Hubo un largo silencio. —De adolescente, como casi todo el mundo –concluyó. ¡Qué breve! Se notaba que no quería hablar de ello. Por lo que sabía del diario, esto debería haberle venido tras la muerte de su abuela. Pero no podía hacérselo saber.
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—¿Qué sentiste? –presioné. —La gente se infatuaba conmigo, actuaban como yo lo deseaba y quedaban exhaustos o dormidos a mi lado. –Sorprendentemente, se abrió. —Oh, eso lo había leído. Por el drenaje que ejercéis de energía, el donante queda agotado –comenté. Algo me llamaba la atención. ¡Eso no pasaba conmigo!–. Pero a mí eso no me pasa, Ellis. Yo, al contrario, es toda una odisea quedarme dormida. Yo... me siento aliviada y feliz cuando lo haces. —Eso es porque tú eres una fuente creadora. —¿Qué quieres decir? —Los hay como el Sol y la Luna. Tú eres como el Sol, emanas energía propia. —¿Los hay? –¿A qué se refería? Nos quedamos en silencio disfrutando el uno de la presencia del otro. Me sentía enormemente relajada y tranquila, como si en un sueño flotando me encontrase. A decir verdad, se me hacía duro pasar un día sin él, me estaba enganchando como a una droga. Miraba sus manos, las cuales acariciaba, pasé el dedo por el anillo, se notaba cargado de magia. Parecía la señal de su pacto. ¡Ay... Ellis! ¿Por qué tenías que entregarte a las tinieblas? ¿Acaso no había forma de liberarle? Dios no doblaba la voluntad de nadie, no era como el enemigo que entraba galopante a la primera oportunidad que veía. Él era un caballero. —Debes sentirte un poco solo, por lo de tus padres y no tener más hermanos. –Me negaba a permanecer en la ignorancia. —Uno aprende, al final solo te tienes a ti mismo. –Continuaba manteniendo la coraza. —No tienes abuelos vivos, ¿no? —No, fallecieron hace años. —Vaya, ¿qué les pasó? –Ahí hice la pregunta indiscreta. Temía que se molestase conmigo.
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—Un accidente –contestó fríamente para mi sorpresa. El descubrimiento me turbó, una incomodidad desagradable se apoderó de mí. Sus padres también habían fallecido por un accidente, eso era demasiada casualidad. Temía por la vida de Ellis, incluso si no hacía un abuso de sus poderes su vida podía terminar como la de Dorian Gray. Un nuevo escalofrío me recorrió el cuerpo y esta vez no fue por el frío. Un día más pasó sin que pudiera devolver el dichoso diario a su lugar. Llegó la noche y, tras unas horas de contar ovejas, por fin vino el sueño a mí. Volaba... Mi cuerpo humano levitaba por una habitación. Exploré todas sus paredes y esquinas, en vano, no podía salir de ahí. Me habían atrapado, sabía que alguien me tenía retenida en esa prisión y que algo querían de mí. Movía y estiraba los marcos de las ventanas, en vano. La puerta también estaba cerrada. Únicamente daba vueltas sin cesar a esa habitación que era mi cárcel. Unos pasos se hicieron sonoros hacia aquí, alguien subía las escaleras e iba a entrar en esa habitación. Era él , lo sabía, era mi secuestrador. Mi frágil corazón se contrajo de terror; asustada, comencé a darme golpes volando por toda la habitación, empavorecida y sin salida. Se iba a apoderar de mí, me haría daño. ¡No, no, no! –gritaba en mi fuero interno. De pronto, como salida de una chistera, una pequeña criaturita rosa de rasgos mitad bestia mitad humanos apareció ante mí como una bombilla. —¡Serás! –dijo–. Tan solo hazte invisible. –La miré despavorida. No lograba entender lo que me quería decir y menos aún su existencia. ¿De dónde había salido esa criatura alada? Sin embargo, su presencia me trajo un profundo confort, mi
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instinto sabía que no era mala, que era una aliada y tenía que escucharle y hacer lo que me dijera. Logré calmar un poco mi corazón y mi mente. —¿Cómo dices? –repliqué. —Que te hagas invisible –ordenó impaciente–. ¡Vamos! Como autorizada por la orden cerré mis ojos, y tan pronto como el rayo del pensamiento, mi cuerpo se hizo transparente. No obstante, seguía siendo visible para la criatura. La puerta se abrió y un hombre tan grande como un armatoste de aspecto temible y monstruoso tronó tras percatarse de mi ausencia. Gruñía y profería manotadas a diestro y siniestro. Sabía que me había hecho invisible e intentaba atraparme como fuera. ¿Pero cómo podía él saberlo? Mientras corría por la pequeña habitación yo tenía que esquivarlo, muerta de espanto iba cambiando de posición por el techo para que sus largos brazos no pudieran rozarme. Parecía que tampoco podía divisar a la pequeña criatura que se me había aparecido, solo la podía ver yo. Desesperada, buscaba alguna salida en esa diminuta mazmorra. Tan solo veía la rendija de la ventana. ¡Oh, si fuera una mota de polvo! —¡Ahora! –gritó mi asociada. La miré confundida, no entendía nada–. Transfórmate, ¡ahora! –me ordenó. Su aguda y frágil voz no podía oírla el secuestrador, así como tampoco la mía. —Yo... ¡no puedo! —¿¡Cómo que no puedes!? Eres como nosotras, claro que puedes. ¡Hazlo ya! –me ordenaba mientras, volando con sus menudas alitas, esquivaba los mamporros de esa bestia. Animada por el coraje de mi compañera, como una luz mi cuerpo se transformó en una microscópica mota de polvo. ¡Así, así no podría atraparme! Empero, fui también consciente de mi vulnerabilidad en esa forma, ¡un golpe y adiós a la vida!
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Con los ojos clavados en la rendija, me cargué de valentía y volé recto hacia la ventana, atravesando conjuntas a un soplo de aire y saliendo, ¡plop!, al aire libre. —¡Ya está! –grité. Lo había conseguido; miré orgullosa a la criatura regordeta que viajaba conmigo. —Ves, Inés, tú puedes, esa es tu naturaleza –me sonrió. Y viajé volando libremente por ese nuevo mundo para mí desconocido, entre sus grandes y púrpuras nubes de algodón de azúcar y su sol que emanaba miel de color calabaza. Los rayos de sol me hacían cosquillas en la piel; perezosa, estiré los brazos hasta chocar con la pared y proferí un gigantesco bostezo. Parecía que me iba a tragar una ballena. Siempre este molesto sol despertándome antes de tiempo, ya era hora de que los ingleses descubrieran las persianas. Había dormido unas cinco horas, no era gran cosa pero no me quejaba, dada la racha que había tenido. Tras cambiarme y asearme bajé a la cocina a desayunar. Hoy pasaría el día fuera y volvería al atardecer, iba a viajar en tren a Chichester, la ciudad grande más cercana. Les había dicho a los señores de la casa que quería salir sola a hacer exploración para valerme por mí misma y ver mis habilidades para defenderme sin compañía, lo que tocaba en una chica de mi edad. Asimismo, también efectuaría algunas compras y haría turismo. Pero el verdadero motivo que me llevaba allí era otro. ¿Recordáis que os había hablado de una comunidad de personas espirituales que creen ser algo más que humanos? Pues para eso iba, me había citado con un chico de la página con el que había hecho buenas migas. Él se autoproclamaba un ángel encarnado. Quería conocer un poco más de ese mundo para estar más cerca de Ellis, y para saciar el hambre de curiosidad.
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Sí..., sin quererlo estaba volviendo a los viejos caminos de mi pasado, pero ¡es que no podía resistirme al conocimiento! Arreglada y perfumada, tomé el tren sobre las diez de la mañana. Me alimentaba de las miradas furtivas que algunos chicos y hombres me lanzaban. Era consciente de mi encanto, mis cabellos castaños con ligeros pigmentos cobrizos ondeaban voluminosos. Mis labios como dos cerezas humectadas se entreabrían soñando mágicos mundos a través de la ventana del tren. Pasados quince minutos llegué a mi destino. Reconocí al joven de aproximadamente mi edad que miraba su móvil sentado en una moto aparcada en la calzada. —¿Andrés? Hola, soy Inés –me dirigí. —Ah, hola, encantado –me saludó afable con dos besos en la mejilla. Era de orígenes sudamericanos, con tez morena, nariz aguileña y unos centímetros más bajo que yo. Transmitía confianza y buen rollo. Para romper el hielo dimos vueltas al eje comercial y para la comida fuimos a una hamburguesería, la opción más barata para estudiantes. Me sentía cómoda a su lado, en ningún momento pensé que se trataba de una persona rara por la condición que tenía, así que supuse que estas personas debían de vivir su magia como cualidad inherente. Ellis, por el contrario, provocaba cierta sensación de inquietud. —¿Dónde vives? –pregunté —Bognor Regis, es lo más parecido al paraíso de las playas españolas –comparó–. Es toda una bendición que mi padre consiguiera un trabajo allá y pudiera pagarnos una casa así. —En general, toda Inglaterra me parece una bendición, es tan fresca y rebosante de naturaleza, sin la lluvia no habría tanta vida como hay. —Háblame de ti –me aventuré en el postre–. ¿Cuándo te diste cuenta de esa otra parte tuya?
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—Desde bien pequeño sabía que algo no iba del todo normal en mí. Siempre tuve habilidad para ver el otro mundo, pues recibía visitas de ángeles que me hablaban y me mostraban lo amado que era y para qué había sido elegido. También recibí muchas visitas de demonios que querían torcer mi camino y dañarme para que no prosperase, pues disfrutan de sembrar duda y castigo. Como nos pasa a muchos, se hizo más patente en mi adolescencia. Allí yo «desperté», como decimos en la jerga. Tenía tandas de sueños muy vívidos en los cuales los ángeles me hablaban y me enseñaban que ese era mi propósito y naturaleza, que debía proteger a los humanos y a la naturaleza y velar por la paz y la verdad. Movido por lo que habían despertado esos sueños en mí, aprendí a hacer meditación. Meditaba por largas horas en mi alcoba y practiqué lo que se dicen «regresiones», así pude ver mi otra vida antes de esta y cómo había sido un ángel al servicio de Dios. Además, también tenía habilidades mágicas que aparecían con poco esfuerzo. Cuando hacía oraciones ocurrían las cosas que rezaba, sobre todo sanidades, por lo que esa parte de mí hizo que me interesara por la rama de la salud y actualmente me hallo estudiando fisioterapia. Me gustaría especializarme en terapias alternativas ya que creo que la humanidad necesita estar hoy más cerca que nunca de su naturaleza espiritual –resumió en una muy interesante historia Andrés. Él era de los que creían en la reencarnación. Los conceptos me resultaban familiares, pues yo también había tenido un contacto muy temprano con lo mágico, y las tandas de sueños lúcidos con extrañas criaturas me eran frecuentes. En mi caso, sin embargo, no eran ángeles, eran como... No sabía qué nombre ponerle a las criaturas que noche tras noche acudían a mis sueños desde la adolescencia. ¿Quería todo esto decir que yo era algo más que humana?
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Enseguida deseché la idea de la cabeza. —Tonta, tonta –me veía reprendiéndome en voz baja–. No pienses estupideces. –Lo que sí podía ser era una niña mágica, un ser humano con habilidades sobrenaturales; eso no quería decir que florecieran sin entreno. La historia de Andrés me hizo acordarme de mi parte oscura también, los demonios, me habían atormentado siempre desde la cuna. Incluso había noches que los notaba casi materializarse sobre mis carnes. No quería pensar en ello. —Rendimos una lucha contra los seres de la oscuridad. Lo opuesto a mí sería un demon-kin –explicó–. Desde que fui consciente de esta guerra espiritual, intento no estar más «dormido». «Nosotros» los «mágicos» tenemos el deber de estar «despiertos» y ayudar a que este mundo prospere. —Quiero entender que te habrás encontrado con un contrario tuyo alguna vez, ¿no? ¿Cómo es? –intervine. —Oh, no querrías saberlo. Son aterradores, tienen la capacidad de volverlo a uno loco y desear morir –dijo. Vaya, pues sí que lo sabía bien, sería como uno de esos demonios que me perturbaron pero en carne humana. Aterrador de verdad, si ya tenía suficiente con los demonios verdaderos no quería ni pensar cómo sería encontrarme con uno que tuviera la capacidad de atacarme en la carne. —¿Y los vampiros? –entré. Tarde o temprano iba a salir la pregunta, me danzaba todo el rato en la punta de la lengua. —Bah, son unos creídos que van por ahí proclamando que son hijos de Caín y Lilith. Los hay algunos fantasiosos que se creen que de verdad pueden vivir más años. El peligro de este mundillo es que hay mucho farsante. Pero en general son elitistas. Aunque, en mi humilde opinión, soy de los que creen que no son más que humanos poseídos por un espíritu demoníaco que es lo que les atribuye esas cualidades de la oscuridad.
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No te gustaría encontrarte con uno, créeme, serías carnada. Y más tú –añadió. Esa era la opinión de Andrés, no obstante, yo sabía que no tenía por qué ser así. La mayoría de vampiros no tenían por qué ser víctimas de una posesión, era una condición. En el caso de Ellis, ignoraba si era natural o debido a Belial. Sí, Andrés, ya me había encontrado con uno y encima lo estaba alimentando. Era un ingenuo corderito. Pero más valía que nadie lo supiese, ni siquiera él. Al fin y al cabo era mi oscuro secreto, un amado que jamás me sería correspondido, un amparo en la oscuridad de la noche. La cueva donde se refugiaba el lobo herido. Yo era su juguete y mi corazón se dolía porque el amor crecía con cada día que pasaba a su lado. Nos intercambiamos los contactos y nos despedimos con una calurosa despedida latina. ¡Qué gusto era volver a encontrarme con alguien que hablara mi lengua y tuviera un poco más de mis costumbres! Fue como aire renovador, la sensación que me provocaba estar a su lado se parecía a la que tenía cuando estaba con Elisabeth: fluidez, paz, luz, alegría, esperanza. Sería porque ambos eran ángeles... Hoy volvía a casa sabiendo un poco más del mundo, y también, indirectamente, de Ellis.
XVII VERDADERA NATURALEZA
De nuevo me encontraba flotando, estaba sobre los tejados de
una ciudad. Soñaba, me lo decía a mí misma, sabía que estaba soñando. Se sentía una tan bien allí encima de todo el mundo, viendo el transcurso de la vida pasar. Volé entre las nubes y sus chorros de aire frío vivificaron mis sentidos. No quería despertar nunca, ahí estaba bien, era mi casa, era como era yo de verdad. Y ella estaba a mi lado, una hada, ahora sí que sabía que era una hada. ¿Cómo lo sabía? Lo sabía, así son los sueños. Esta vez era más o menos de mi tamaño y blanca y amarilla, su cabeza hacía la forma de una gota de lluvia estirándose. —Tú eres como yo –me había dicho mientras me enseñaba a entrenar mis habilidades–. Tan solo tienes que despertar, despierta... Ahora, disminuye tu tamaño –me ordenó para escaparnos de la casa en la que me veía atrapada–. Si te haces pequeña puedes caminar con menos riesgo de ser atrapada. – Nos marchamos de la habitación donde un niño rubio nos estaba buscando. Salimos al balcón y de allí volamos a los cielos, donde estábamos ahora. Desde aquí arriba veía las torres de la ciudad, las bóvedas de las catedrales y sus rascacielos. Se me an-
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tojaba ver un edificio, así que descendí flotando hasta su terraza. Se parecía mucho a la mansión Bullington, ¿qué hacía allí? Agarraba con mis manitas las tejas y avanzaba pasitos para intentar mirar por una ventana, en ese momento los pies me fallaron y me escurrí. ¡Pum!, pensaba que haría. Mi cuerpo entero convulsionó como quien cayera al vacío. La fuerza de la gravedad me succionaba. Pero cuál fue mi sorpresa al no verme estrellada contra el suelo, sino justo de pie en el balcón del comedor. Y ahora no digo en el sueño, ¡sino literalmente estaba en el balcón del salón! Justo en el momento de la caída todo cambió. —Ya no estoy soñando –me decía–, ¡esto es el plano astral! –Había saltado, había saltado de estar en un sueño a estar viajando por el plano astral, y justo me situaba sobre el mismo lugar que el plano físico. Estaba en la versión del astral de la casa de los Bullington–. ¡Mi primer viaje astral! –aluciné–. Y no lo he hecho voluntariamente, así que no es un pecado, ¿verdad, Dios? –Temía por el uso de estas habilidades mágicas y sus repercusiones–. Siempre tuve miedo de hacer uno y mira, ha salido. Todos los sentidos fueron intensificados, podía apreciar cada detalle con la máxima precisión. Palpaba mi cuerpo, los alrededores, pasé las yemas de los dedos por el marco de madera. El cielo adquirió unos matices nunca vistos, un púrpura intenso, fucsia y añil. La ciudad del sueño había desaparecido, ahora estaba en la casa y el paisaje que la rodeaba era ligeramente distinto al real. Tenía cierto temor a no poder volver a mi cuerpo, no obstante, lo rechacé por lo inaudito del momento y me dije a mí misma que esta experiencia tenía que aprovecharla. —Puede que jamás me vuelva a pasar, tengo que explorar –¡y qué más ilusión hace para explorar en un viaje astral que la
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experiencia de observar tu propio cuerpo yacer! Mirarse a uno mismo a la cara. Realicé una breve oración para que Dios me protegiera de toda presencia negativa y me puse manos al asunto. Empujé la ventana de entrada al salón, que cedió, y pasé mi cuerpo al otro lado. Allá, en la estancia había muchas macetas de plantas, un árbol ficus y varias enredaderas que trepaban por las paredes. ¡Qué bonito! Parecía un invernadero. Silva me recibió, maulló al mirarme a los ojos y se frotó pasando entre mis piernas. Su pelaje se notó tan mullido y suave... Allí en la sala de estar se reflejaba toda la gloria pasada de la casa. Los muebles impolutos y destapados brillaban con el crepúsculo, y en lo alto se alzaba el retrato de Mrs. Margaret Bullington. Este retrato, no obstante, estaba cambiado. En lugar de la sublime señora entrada en años, se reflejaba una joven de piel tersa con la resplandeciente joya naranja iluminando los ángulos de su rostro feroz. Había rejuvenecido y me miraba vigilante, alertada por mi presencia. Pasado y presente se unían en aquella espiral atemporal del espacio sideral. Incómoda, me escurrí cual ladrón por la puerta para dejar de estar en la diana de su mirada. Pasé el salón y fui a dar por la puerta al recibidor, de ahí subí con sumo sigilo las escaleras que accedían a mi habitación. Con el corazón en un puño entré abriendo la puerta, esperando encontrarme echada en la cama durmiendo con las mismas ropas; cuál fue mi sorpresa al observar un monigote inerte como hecho de harapos con una tela pintada por cara. ¡Esa era yo! –Lo sabía. ¿Qué me había ocurrido? Asustada, reculé y adelanté trotando por el pasillo de la planta principal, en búsqueda de la habitación donde se hospedaba Ellis. Vacía, tampoco había visto señal de la presencia de los señores Brown.
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¿Qué más sitios me quedaban? Subí las pequeñas escaleras que daban al desván y me paré seca delante de la ajada puerta, de ella vibraba poder. Sabía que algo se movía en su interior, esa casa siempre había estado viva. Un aura negra salía de sus rendijas y me empujaba a marcharme de allí. Como si un imán de polo opuesto me succionase, una fuerza tiraba de mí hacia atrás. «¡Vete, vete!», me decía. Resistiéndome a la fuerza, quizás por testarudez, tiré del pomo y se abrió la puerta ante mí, dándome por visión un oscuro antro con una criatura monstruosa que me miraba feroz en su interior. De su largo y enjuto torso salían numerosos brazos peludos terminados en temibles garras, su pelaje negro le cubría todo el cuerpo hasta la cola. Su boca como de serpiente mostraba una larga lengua y dientes como de cabra. Unas alas de murciélago crecían de los huesos de su espalda. Bajo sus pies algo se estremecía, fijándome bien pude divisar una silueta humana que forcejeaba para salvar su vida de las garras del demonio, y un rostro... ¡Ellis! Mi bello amado se debatía con el monstruo, que lo intentaba tomar. Al cruzar su mirada con la mía y darse cuenta de mi presencia observadora, profirió un grito desgarrador, en ese momento el monstruo se abalanzó contra mí y... —¡Aaah! –chillé regresando a mi cuerpo abruptamente. Me quedé incorporada sobre la cama, destapada y jadeando. Me había despertado justo antes de ser atacada, me había ido por los pelos. Estuve más agradecida que nunca de poder estar en mi propio cuerpo. De pronto un mareo súbito me hizo desfallecer de nuevo sobre el colchón. Me dolía la cabeza horriblemente, y lo peor de todo es que el sueño ya se me había ido. No tuve más remedio que permanecer insomne dando vueltas sobre mí misma el resto de la noche. De lo mal que me encontraba y de la experiencia sobrenatural, me cogió un estado febril y no salí de la cama al día siguiente hasta que la señora Margaret entró para ver qué me pasaba.
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—No pude dormir bien anoche, tengo mucho dolor de cabeza y creo que me ha subido la fiebre –dije. Apenas comí porque me daban náuseas y mis músculos y huesos estaban entumecidos como si hubiera recibido una paliza. Si estos eran los resultados después de un viaje astral, no quería hacer uno nunca más. Lo que más me sorprendió, a fin de cuentas, fue la reacción de Ellis al cruzarse conmigo hoy. Me miró con una profunda tristeza en los ojos y un ápice de culpa, como si entendiera mi situación y quisiera disculparse. Se mantuvo alejado de mí todo el día y pasó la mayor parte del tiempo aislado en su habitación. Yo, languideciendo en la cama o el salón. Tardé dos noches en poder recuperar mi estado vital anterior, la huella del astral había hecho mella en mí, no solo en mi cuerpo sino en alma y espíritu. Deseé que no se repitiera una experiencia así con frecuencia, pese a ello, con una vez me valía para colgarme la medallita de suceso paranormal. Al segundo día amanecí fuerte y animada, ya me había recuperado del sobreesfuerzo y volvía a ser la Inés habitual. La Inés que quería danzar y cantar. Así que planeé una salida de medio día sola por los prados y montes de alrededor, pasada la granja de los Backer, para absorber los rayos del sol y unirme con la solemnidad de los bosques. Calzaba unas botas con mallas y en mi mochila había equipado algunos útiles curiosos para hacer uso. Llevaba conmigo una figurita en representación de una hada, cuatro piedras de los elementos, una varita con un colgante de pentagrama de plata, un mechero, una vela, incienso, un bote con sal y una concha. También había robado de la nevera un trocito de jengibre envuelto en plata. No sabía cómo había acabado todo eso en mi maleta, supongo que una parte de mí se negaba en secreto a olvidar para siempre la magia. Hoy era el día, iba a ponerme en contacto con los elementales.
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El sol, coronando la cima por el este, nos sonreía dándonos la bienvenida por los campos verdes cuyas hierbas me susurraban al pasar. Un viento cálido nos envolvió. Estaban ahí, lo sentía, los elementales danzaban y reían con mi presencia. Una vez encontrado un rincón en la naturaleza que me gustase, resguardado de ojos curiosos, me dispuse a sacar los útiles de mi mochila. Empecé a colocarlos. Encarándome hacia el este, ofrendé una piedra para cada uno de los puntos cardinales. Al este una amatista, al sur una obsidiana, al oeste un cuarzo rosa y al norte una malaquita. También situé en el mismo orden incienso, una vela de cera blanca, la concha con agua en su interior y el bote con sal. En el medio me sentaba yo junto a la estatua y el trozo de jengibre. Encendí el incienso y la vela y, tomando la varita creada en mi pasado con una rama, comencé a hacer respiración para relajarme y medité. Calmando mi mente y mi alma me dejé llevar por la paz y la solemnidad del momento. Me sentía como si una ola del mar me meciese, ligera, etérea y... feliz. Hacía años que no disfrutaba de una experiencia mágica buena. Me tranquilicé. La magia no tenía por qué servir únicamente para hacerme daño, con ella podía contactar con seres de luz también, como las hadas que tanto me gustaban; era una herramienta. Con estos pensamientos logré disuadir la culpa que por el miedo del pasado se había instalado en mí. Una vez hube conseguido el estado mental que necesitaba, abrí los ojos y tracé con la varita un círculo mágico alrededor de mí. Recité una oración para dar la bienvenida a los espíritus elementales en general y después una por cada uno de los elementos allí representados. Por último, me dirigí al elemento aire e invoqué su presencia a acudir al lugar. —Oh, espíritus del aire, acudid ante mí, yo ruego vuestra presencia. Acudid a mi llamado por el poder que me ha sido
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otorgado. Si a mi lado quisiereis quedaros, sea así. Sílfides, gracias por venir. Amén –concluí. Siempre había sentido una especial afinidad hacia el elemento aire, era inquieta y vivaz como un soplo primaveral, mi imaginación corría creando mundos allende los cielos. En mis sueños era ingrávida, ligera, me podías soplar como una hoja y alegre me movía. Como los pájaros, si fuera un animal sería uno. Se volvió a hacer silencio; reflexiva, respiraba pausada y observaba mi entorno con amor y fascinación. Se estaba bien allí, no me moví del círculo esperando ver algún tipo de respuesta a mi llamada, lo deseé con todo mi corazón. Era la segunda vez que realizaba algo por el estilo. De nuevo, como aquella noche en mi estancia, un ligero sonido como de cascabeles danzó con el viento y, al girarme en pos de él, pude divisar traslúcida una criatura del aire grácil y alargada de semejanza humanoide emitir una luz amarillenta, era como las de mis sueños. Me quedé asombrada con la visita, mis ojos cegados por su luz y mi boca como a punto de caerme una manzana. ¿Cómo te llamas? –pensé. —Anwn –resonó. Contrariada, parpadeé agitada buscando de dónde había provenido esa respuesta–. Anwn –volví a escuchar. Sin embargo, el sonido no se emitía en lugar alguno, estaba dentro de mi cabeza. Las respuestas venían directas a ella. —Anwn, ¿eres tú, pequeña sílfide? –pensé. El corazón se me iba a salir del pecho, era una sensación tan indescriptible de plenitud que no me hubiera importado morir en ese instante. —Sí, siempre he estado junto a ti –me vino de nuevo a la cabeza. La sentía dentro de mí. Toda la conversación transcurría dentro de mi mente, sin embargo, ahí estaba ella frente a mis ojos. —¿Quieres decir que también en mis sueños?
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—Mis hermanas también pasean junto a ti. —¿Y quién eres tú para mí? —Soy tu hada madrina. –El concepto sonó divertido. —¿Quieres decir que todos tenemos una? —No, los humanos normales tienen ángeles encargados de guardarlos. —¿Y yo? —Tú me tienes a mí. –Brillaba sonriente suspendida en el aire, sin alas. Sus ojos podían ver mi interior. —¿Por qué yo soy diferente? —Porque tú no eres del todo humana. –Esta última respuesta me desconcertó y me dio un subidón de adrenalina. —Chis... Cierra los ojos y mira dentro de ti. –Me infundió paz. Obedecí y cerré mis ojos. Un cosquilleo noté subiéndome los brazos y la espalda, como mil manitas que rascaban mi piel hasta llegar a mi cabeza, era reconfortante. Un puente de luz se abrió en mi mente, a la altura del entrecejo. Volaba por un túnel blanco, me sentía levitar. No tenía miedo, la naturalidad con la que vivía mi magia se debía a mi largo recorrido con ella, ¿o también a algo más? Algo en mi ya era magia, había nacido con el soplo de lo fantástico encarnado en mis humanas carnes, por eso la hacía como mi respirar. Quizá era eso a lo que se refería el hada. Crucé el puente y pude divisar una ciudad que colgaba en los cielos, muros de piedra labrada se suspendían entre las nubes, panteones y obeliscos. Había gente, gentecilla pequeña, miles de caras se fijaron en mí y me observaron con curiosidad y alegría, pronunciaban mi nombre, me daban la bienvenida. ¿La bienvenida adónde? ¿Mi casa? Desfilaba en medio de las gentes, danzando ligera como en mis sueños. Un bosque de flores me esperaba a lo lejos, del aire brotaban hierbas y árboles y por los cielos volaban pájaros de colores de largas colas. Uno pasó entre mis piernas y me alzó, me agarré a las plumas de su
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cuello y surcamos juntos castillos de algodón. En una cama de nube me dejó, y allí estaba Anwn, entrelazó sus dedos con los míos y me dio un beso, yo era como ella, etérea y brillante. —Bienvenida –me sonrió afable y la visión se desvaneció–. Nos vemos en tus sueños, necesitas todavía más poder para poder comunicarte con nosotras. Entrénate. Esta eres tú, hoy fuiste lo suficientemente valiente como para no darnos la espalda para siempre y poder ver el lado de luz que hay en tu verdadero ser –sonó en mi mente justo antes de desaparecer del lugar. Todavía pasé unos segundos más con los ojos cerrados, abrazaba lo maravilloso del momento y me negaba a dejarlo ir. Suavemente, abrí los ojos y la sensación mágica se desvaneció. Ya no veía el otro mundo, el lugar recobró su realidad material. Me quedé impasible sentada sobre mis piernas, pensando en lo que acababa de presenciar. ¿Cómo que no era del todo humana? Recordé las palabras del hada de mis sueños: «Tú eres como yo». No le había dado importancia hasta ahora, que se me hacía de pronto una revelación. Conque era eso... Todos estos años he ido recibiendo señales, pero sin embargo no logré abrir mi vista, y ellas han estado ahí siempre. Con las manos en el pecho guardé cada una de sus palabras en mi psique como un bello regalo, envuelto en tules de seda. He sido tan dura de entendederas que he necesitado emplear la magia para que me fuera manifiesto. No hice nada más por hoy, decidí tomar el camino de vuelta a casa y aprovechar para meditar en lo acontecido. Regresé por la cara norte de la avenida y al entrar en la villa lo primero en que repararon mis ojos fue en la estatuilla de piedra del hada de la entrada. Ahora la veía de otra forma, estaba viva para mí. Me acerqué a acariciarla. —¿Qué mirarán sus ojos? –pensé. Seguí la dirección de su vista y me hallé encarándome al este, señalando allá por donde había venido de realizar la invocación. El este era el punto car-
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dinal perteneciente al elemento aire. Allí, con la mano depositada, la brisa y el tiempo se pararon a la vez como situándome en un universo paralelo. —Por fin me has despertado. Te he estado dando señales desde que llegaste para que me buscaras y aún así has demorado. –Era la voz de Anwn, que se me revelaba a través del poder mágico contenido en aquella figura que la representaba. Arriba en mi refugio le mandé un mensaje a Andrés contándole las palabras de mi hada madrina. Al rato recibí contestación suya, tan solo como respuesta un gran: «¡Felicidades! Te descubriste». ¿Es que acaso ya lo sabía él? ¿Qué querían decir con que era una hada? Que yo supiera no tenía ninguna habilidad especial más allá de las que puede tener un mago recién iniciado. Supongo que mi camino hacia mi verdadero yo acababa de comenzar. Esa tarde me releí las páginas del foro que hablaban sobre los faekin o hadas encarnadas. Encontré algunas similitudes que redacté en mi libreta privada: Caos blanco La magia atrae a la magia Juventud eterna Gracia y belleza Caprichosa, impulsiva y cambiante Inquieta e independiente Mimética Fuente de energía constante Apetitosa para los vampiros y demonios Guardiana de la naturaleza Sentido de la moral no correspondido con los humanos Arte y creación Alergia al hierro
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Amante de los dulces y derivados lácteos Vegetariana Etc.
No sabía exactamente el porqué, pero me sentía inmensamente feliz. Las declaraciones del hada Anwn me traían paz y gozo. Lo sé, valga la redundancia, si tuviera que asegurar si me encontraba con los pies en el suelo o entre las nubes, hubiera escogido lo segundo. No me sentía rara, era más bien como darse cuenta de que siempre habías podido respirar bajo el agua y te habías pasado la vida con una bombona de oxígeno, cuando ya eras un pez. Así me sentía yo, que era yo misma. Flotando.
XVIII LA SYLPHIDE
Desde el mismo día de la declaración de mi naturaleza feé-
rica, Anwn se pasaba intermitentemente por mis sueños, me enseñaba mis cualidades como hada en el mundo onírico y las situaciones que me enseñaba me hacían reflexionar sobre mi vida en el plano mundano. Hoy era domingo 22 de julio, esta tarde noche íbamos a ir juntos al ballet, me hacía mucha ilusión. Había ido abandonando mi sueño en el último mes, y deseaba que la experiencia de hoy fuera como aire fresco. En seis días sería la boda de mi prima, por suerte ya no me quedaban cicatrices de aquella tontería que hice hace unas semanas, mi cuerpo sanaba impresionantemente bien. Miraba atrás con cierta perspectiva, ¿cómo había podido refugiarme en la muerte? ¡Si yo era vida! Era una hada. Me encontraría con mis padres y pasaríamos una semana juntos en una casa alquilada cerca de Devon, es lo que habíamos ido hablando. Después, en principio volvería para España con ellos, habría pasado más de un mes en la casa de los Brown, o de los Bullington. Hablando de ellos, todavía tenía el diario. Lo había ojeado en múltiples ocasiones, no hallando nada más que fuera digno de mencionar. Narraba la vida de
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la abuela de Ellis y cómo su vida había sido cambiada en una maldición constante desde el día en que murió su abuela y matriarca de la familia, cuando el demonio familiar que esta había invocado pasó a ella, atormentando todos los días de su existencia. Alice era una persona emocional y mentalmente débil, demasiado buena y sensible para poder soportar la carga de una maldición; en eso se parecía a mí. A pesar de ello, logró fortalecerse y llevar adelante una familia, aunque en su intimidad soñaba despierta con el bendito día en que le llegara la muerte para poder deshacerse para siempre de Belial. Eso último me inquietaba, en ningún sitio había información del día de su muerte y lo que pasó después. Ellis había dicho que murió por un accidente, igual que sus padres. Además, ¿cómo murió la primera señora Bullington? No ponía en ningún sitio que tuviera un accidente, por lo que se podía sacar de los relatos de Alice fue una mujer que prosperó en poder y riquezas y pasó al otro mundo con la cabeza bien alta, por lo que se supone que murió de mayor. Pensativa como estaba, saqué el diario de debajo del colchón y con el pulgar en el borde frontal hice pasar las páginas para desprender su pesado olor a polvo, inhalé y di un suspiro. Algo llamó mi atención, una cosa en la que no había reparado antes. Al pasar el dedo por las hojas, la última al lado de la contraportada se notó más pesada y gruesa, me dirigí a ella y se me cortó la respiración al observar que no se trataba de una hoja únicamente. Eran dos páginas que habían sido estratégicamente pegadas entre sí para simular que eran una única hoja blanca. La situé a contraluz hacia la ventana, se podían entrever las líneas trazadas por una pluma. Ahí dentro había escrito. ¿Por qué se habían tomado la molestia de enganchar la hoja para que pareciera que no había nada? Algún motivo tenían que tener, así que cuidadosamente me dispuse a separar
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los bordes pegados con pegamento. Debido a la edad del libro, el pegamento cedió con facilidad y pude contemplar las caras de ambas hojas escritas. Decía así: Mi tiempo está llegando, a mi cuerpo le ocurren cosas raras, estoy enferma más tiempo de lo habitual. Los médicos no observan nada pero siento que me estoy muriendo. Mi día está llegando, un día vendrá a llevarme consigo al infierno. No puedo más, no lo puedo soportar. Estoy enloqueciendo. Su único propósito es llevarnos a todos a la tumba a cambio de riquezas y poder. Nuestra señora aparentemente gozó de una vida plena, pero era mentira, solo lo pretendía de cara a fuera, en verdad Belial también la tenía cogida pero ella alargaba su vida y belleza con el uso de la magia prohibida. Ojalá este maldito legado acabara con mi muerte, pero no será así, cuando yo muera Él pasará a la siguiente generación. Tomará la vida de aquel más propicio para practicar la magia y la sesgará en lo secreto. Temo por Ellis, mi nieto siempre ha estado despierto a lo que no se ve y mostrado gran talento, le tomará a él y no hay nada que pueda hacer para impedirlo. Él es fuerte, quizá pueda aprender a domar a la bestia y salir lo menos herido posible. De todos modos lo que necesitamos es un «purificador», he de encontrar una persona que sea naturalmente un «limpiador de energías» y que pueda salvar a mi Ellis de esta maldición. Rezo por todo lo alto que alguna persona con ese poder pueda llegar algún día a él. Y a ti, si me estás leyendo, quizás sea porque te has dado cuenta de nuestra maldición y estás buscando una manera de romperla. Voy a hacer mi último conjuro con una magia que ni Belial puede manipular: la oración a Dios. Ruego que un día esa persona aparezca y pueda salvar el futuro de esta familia. En el nombre del Señor Jesucristo Todopoderoso. Amén.
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Si no vuelvo a escribir otra página será que Belial finalmente ha tomado mi vida. Muy afablemente, ANNE ALICE BULLINGTON
Así acababa. Me había quedado petrificada, mis manos temblaron al intentar cerrar el diario, que se me escurrió y cayó al suelo desparramado. Estremeciéndome, lo recogí y lo apreté contra mi pecho. Había descubierto un terrible secreto, realmente ya me imaginaba algunas de las cosas ahí escritas, pero no era lo mismo verlo redactado de puño y letra. Ellis estaba en peligro. Ahora le veía de otro modo, el frío y calculador que nunca agachaba cabeza y que parecía tenerlo todo bajo control cargaba con el yugo de una maldición que no podía quitarse de encima. ¿Sufriría? Según la vida de los demás poseedores de Belial, eso parecía seguro. Sin embargo, él nunca había mencionado palabra. Su rostro sereno parecía dominar toda clase de magia cuando en realidad estaba poseído por un desalmado demonio que jugaba con su vida a su antojo. Ahora me venía una duda. ¿El hecho de que Ellis se hubiera acercado a mí era deseo de su corazón u obra de aquel demonio? Encendí el ordenador y busqué en la Red el nombre de Belial. Era uno de los setenta y dos demonios que selló Salomón. En la jerarquía era un rey del infierno. «Demonio del vicio, corruptor por naturaleza. Difunde falsedad y enseña las artes de la seducción. Requiere de sacrificio sexual», ponía. Él había entrado en mi vida arrebatándome mi tan preciada virginidad, seduciéndome como un zorro viejo y astuto, yo había caído de lleno en sus brazos sin apenas poder mostrar resistencia. ¿Fue el demonio quien le impulsó a hacer eso? ¿Acaso
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no tenía Ellis sentimientos por mí? Tras estos pensamientos quedé aún más dolida del corazón y unas lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos temblorosos. —Dios mío, ¿qué he hecho?, he mancillado mi vida por una persona que ni tan solo me ama –me arrepentí con el pesar en mi pecho. Le había dado lo más preciado de mí a un demonio. Cuando ya iba a dejarme llevar por la tristeza y la autocompasión, vino poderoso como un rayo a mí un pensamiento. Tenía que ayudarle, yo que podía ver la situación desde fuera era la persona idónea para poder infundirle esperanza. No podía quedarme llorando ensimismada, lo hecho estaba hecho y tenía que darle otro giro a la historia. Si Ellis me había utilizado tenía que perdonarle, pues en el fondo era empujado por un poderoso demonio que no pensaba soltarlo en la vida. Yo que sabía de esto tenía que ser luz, y no dejarme engullir por la oscuridad. Un susurro penetró mis orejas. —Cuidado Inés, ¡huye! –era la voz de Anwn que me alertaba. Sí, era peligroso, lo sabía, yo que siempre había salido escaldada del uso de la magia, ¿cómo pretendía enfrentarme a un rey del infierno? Era curioso esto de tener una hada madrina. En el fondo sí que debería de ser especial para poder tener una hada del aire como familiar. Las sílfides son conocidas precisamente por su libertad e incapacidad de poseer, no puedes atrapar al viento. Si yo tenía una sílfide como familiar, de verdad Anwn tenía que apreciarme mucho. Si el viento era mi familiar, yo tenía que ser como el viento, tenía que despegar y ¡volar! No volar literalmente, sino en vida, dejar de mirar atrás y poner rumbo hacia el futuro, un futuro con luz y brillo. —Venga Inés, has de ser fuerte –me dije. Obvié la advertencia de mi hada y con un nuevo coraje autoinfundado me dispuse a hacer la limpieza de la casa. Hoy todos teníamos que
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colaborar, y a la tarde, al ballet. Haríamos una merienda-cena ligera y saldríamos para estar allí a las ocho. Arreglados y desprendiendo belleza, salimos por la puerta principal a coger el coche que nos llevaría al teatro. Hace unos días que notaba a Ellis más apagado, como si le faltase vitalidad, tampoco me había dicho de darle sangre. Temí que algo le pasara, aunque su comportamiento no había cambiado conmigo, seguía siendo dulce y caballeroso. Cuando nos quedábamos solos seguía abrazándome y besándome, otra manera en la que también se «alimentaba». Llegamos con tiempo de antelación, por lo que tomamos un cóctel en el bar del teatro antes de entrar. El recinto era grande e imponente, el terciopelo escarlata de las butacas contrastaba con el baño de oro de las barandillas de los palcos. La sensación de majestuosidad nos tragaba. Ellis, en su traje enfundado, se veía solemne, la americana y pantalón de color beige marcaban sensualmente las líneas de su cuerpo, no podía apartar mis ojos de él. Busqué su mano y este me la correspondió, esbozó una triste sonrisa. Me estremecí ante su belleza. Empezó el primer acto. La sílfide de Filippo Taglioni. La orquesta, esplendorosa, reverberó por todo lo alto y dio entrada a James, el protagonista masculino que yacía dormido en el sillón de su casa la víspera de su boda con Effie. Cualquier persona en su lugar debería sentirse tremendamente nervioso y feliz, pues iba a casarse con el amor de su vida, se pensaría. Sin embargo, en este caso no fue así. Allí, en la cálida estancia en el velo de la noche se apareció una sílfide, una bella y tierna joven de despampanante belleza y gracia que danzaba libre por la habitación. La hermosa hada se fijó en el joven y quísole despertar con un beso. Este, al contacto, abrió los ojos y se ena-
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moró de la sílfide que jovialmente danzaba. Hechizado por su belleza la intentó retener, pero ella no pertenecía a ese mundo, no era humana, así que, desapareciendo, volvió al suyo. James queda consternado y obsesionado con la joven danzadora. Miré a Ellis de reojo. Nuestra situación había sido similar, él me había encontrado bailando libre y feliz como una niña en el jardín; embaucado por mi gracia y belleza, me piropeó y entabló una amistad conmigo. ¿Cuánto de mi esencia había sido capaz de transmitir a Ellis? ¿Realmente quedó impresionado por mi danza y juventud, o solo fue un preámbulo para sus fines? El rostro de Ellis quedaba iluminado por el ambiente y lo que parecían ser unas gotas de humedad entelaron sus ojos. No osé tocarlo. En la siguiente escena entró la madre, la novia y el mejor amigo del chico a la casa. Gurn, el amigo, estaba secretamente enamorado de Effie y su corazón se dolía con el enlace que estaba a punto de presenciar. En ese momento, no obstante, una bruja entró en la casa y le profetizó a Effie que su amado no la amaba a ella en realidad, y que su boda acontecería con otra persona. James, lleno de cólera, la echó fuera de la casa. La bruja no tardaría en cobrarse venganza. ¿Tendría Ellis a alguien que amaba? ¿Cuántas mujeres habrá tenido en su vida? ¿Habrá usado siempre a las mujeres como objeto para satisfacer sus deseos carnales o quedará un rastro del amor en su corazón? Todas estas eran preguntas a las que actualmente me veía incapaz de encontrar respuesta. Tampoco es que me atreviera a efectuarlas. ¿Se enfadaría conmigo si lo hiciera? De todos modos, ¿quién decía que me iba a contar la verdad? Matías había sido desterrado de mi vida. Desde que encontré a Ellis no había pensado en nadie más. Únicamente estaba
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Laurent, un lienzo de la perfección que anhelaba mi alma. Mi corazón había abrazado a Ellis y el resto de chicos de mi entorno habían sido condenados a la desaparición. ¿Qué haría si volvía a Barcelona? ¿Seguiría enamorada del fantasma en que se convertiría Ellis? ¿Pasaría a ser solo una etapa de aventura o mi corazón se dolería con la separación y me daría cuenta de que estaba profunda e irremediablemente enamorada de él? La sílfide vuelve a visitar a James en la casa a solas y ella le confiesa su amor; él sin pensárselo mucho se rinde al suyo. El día de la celebración de nupcias la sílfide hace acto de presencia y roba el anillo de casado de James, huyendo enseguida a su mundo de hadas. James la persigue. Se acaba el acto primero y se hace una pausa de diez minutos. —Qué belleza, me recordaron a ti –se dirigió hacia mí Ellis con una cálida sonrisa. —¿Por la danza? –titubeé. —No solo, por lo etéreo y mágico. Creo que si fueras una criatura mágica serías una sílfide –dio en el clavo y me ruboricé nerviosa. Noté a Anwn revolotear por mi pecho. —Usted es mi apuesto conde, los querubines tendrían envidia de su gallardía y primor, pues ni tan solo pueden igualarle. —Es porque reflejo la magia que usted resplandece, esas son cualidades de su persona, princesa. El segundo acto comenzó con un claro de luna en el bosque iluminando miríadas de sílfides bailar. La magia de su danza me embaucó. Los recuerdos de mi amada pasión por el baile inundaron mi memoria y mis ojos comenzaron a sollozar. Las lágrimas vivas de felicidad caían como guijarros en mi vestido, que saltironeaba nervioso al compás del trabajo de mis pies en punta. Y primera, relevé, échappé, quinta, plié. ¿Cómo había podido olvidar esa sensación? Llevaba tiempo que había de-
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jado de practicar con asiduidad la danza, desde que comenzó mi romance secreto con Ellis. Ya era hora de volver a brillar de nuevo, si algo en mí había llamado la atención de Ellis, eso estaría en mi magia personal, mi esencia, mi yo verdadero, mi identidad; y estaba perdiéndola. De pronto, la mano de Ellis se estiró sobre la mía cariñosamente y me frotó la piel con las yemas de los dedos, se había dado cuenta de que me había emocionado. Permaneció quieta y calmada su palma sobre mi dorso. La amada de James se escondía entre tantas más, pero solo a ella él deseaba. Estas desaparecieron con su presencia y el joven se quedó solo. En ese momento hizo entrada la bruja y, pretendiendo ser buena, le vendió un velo con el cual juraba que podría atrapar a su amada. James, agarrándolo, se fue a buscar a su sílfide, con la mala fortuna que, al encontrarla y rodear sus hombros con dicho velo, esta perdió sus alas y cayó muerta a sus pies. La bruja se regocijaba en su venganza y James quedó desesperado en llanto. Para acabar de torcer las cosas, allá a lo lejos pudo ver a su prometida casarse con su mejor amigo. James se deshizo muerto de pena. Ellis me apretaba la mano con fuerza, una arruga apareció en su frente. Al darse cuenta de que me había quedado mirándole, relajó el gesto y me acarició la cabeza, devolviendo después la mano a su cuerpo. La escena de James retorciéndose de congoja me trajo a la mente el viaje astral en el cual había visto a Ellis debatiéndose debajo de las garras de su demonio. Su rostro estaba torcido y turbado, y su boca profería gemidos de espanto. ¿Vi al verdadero Ellis en realidad? La sola idea me hizo estremecer. Desde que estaba viendo la otra cara de Ellis, la cara que él se forzaba por ocultar, la concepción que tenía de él iba cambiando. Podía ver una persona mucho más humana en su interior. El
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sentimiento de fascinación por lo prohibido iba relajándose, y un afecto y ternura se apoderaba de mí paulatinamente. Me sentía ligera, feliz, como si mi cuerpo se fuera a elevar como en mis sueños; en mi mente abracé a Anwn. Mi sílfide no disponía de la suficiente energía mágica para materializarse en mi plano, eso se debía a que yo no producía la necesaria. Como mi familiar cogía parte de energía de mí, tenía que aprender a producirla y canalizarla. Me llegaban fragmentos de su voz de vez en cuando a la cabeza. —No abandones, sigue con aquello que te hace feliz –me susurró durante mi emoción con la danza. —Estoy esperando a que llegue el día en que vaya a comprar una entrada para verla a usted –lanzó Ellis mientras recorríamos el teatro al finalizar. Me subieron los colores hasta las cejas. —Tendrá que conformarse con un entorno mucho más cutre, a lo máximo que puedo aspirar yo es a recorrer ciudades en una caravana ambulante. –Bajé la mirada con vergüenza. —Pues entonces estaré esperando a que llegue el día en que tenga que comprar un billete de avión para verla actuar, mi damisela. —Oh, basta ya, haces que me hiervan las mejillas. –Le estiré de la manga con el brazo que hacía ancla sobre el suyo. —Entonces necesitará a alguien que la abanique. –Me aireó la cara con el folleto informativo de la obra. —¡Ellis! –le reñí pisándole la punta del pie. —¡Ay!, eso no es muy femenino, pequeña damisela –se carcajeó. Miré a mi entorno avergonzada esperando que no tuviera miradas. —Pues yo espero que llegue un día en que tenga que volver a coger el avión para verle a usted –susurré cabizbaja. Clavé la
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mirada al suelo, el corazón me latía demasiado rápido. Alcé un ojo y pude observar su rostro calmado observándome con ternura. —Siempre que vengas a Inglaterra serás bien recibida. –Lo que parecería para cualquiera una palabra de acogida, para mí tuvo otra interpretación y mi corazón se encogió en tristeza. Si quisiera estar para siempre conmigo hubiera dicho otra cosa como: «No tendrá que tomar el avión para verme porque siempre estaré a su lado». Era evidente que para Ellis solo era una relación pasajera, lo que se llama una relación moderna, con fecha de caducidad preestablecida. Las lágrimas me cayeron esa noche en la almohada. Ahí en la soledad respiré hondo una vez realizada la oración de buenas noches e intenté conectarme con el lado subconsciente de mi cerebro. Medité relajada antes de irme a dormir. En mi mente visualizaba cómo perdía consciencia de mi cuerpo y me adentraba en un bello jardín con grandes flores y mariposas. Allí en el jardín caminé hasta encontrarme con mi hada, que me esperaba en lo frondoso con los brazos abiertos. Le susurré palabras llenas de cariño y agradecimiento, entonces me llegó su voz. —Dulce niña, esta es tu casa, bienvenida. –Y me dormí.
XIX EL ÚLTIMO VALS
El tiempo había pasado muy rápido, era la última semana y
estaba nerviosa. No quería que llegara el día. Al final, con unas cosas y otras, y sumergida como estaba siempre en mi ensimismamiento, no había entablado más amistades con otros jóvenes ni explorado mucho lo que la pequeña ciudad ofrecía. Sí, de vez en cuando había salido con Elisabeth, los señores y Ellis, pero la mayoría de mis vacaciones habían transcurrido en la villa y en el jardín. Era demasiado hogareña para lo que a una persona de mi edad corresponde; con el corazón volcado en Ellis y en los temores del futuro, el mes había sido un soplo. Esta tarde había quedado con Elisabeth y algunos de los jóvenes de la iglesia amigos de ella. No me hacía especial ilusión, con Eli tenía de sobra, no había espacio en mi corazoncito para más personas, además, ya se había sumado alguien más: Anwn. Mi vida ya estaba llena, el resto se quedarían únicamente en el sector de «conocidos». De camino al lavabo para arreglarme me encontré con la puerta del dormitorio de Ellis abierta, asomé la cabeza por curiosidad y le vi recostado sobre la cama con una mano sobre la frente.
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—¿Estás bien? Es raro verte echado de día –observé. —Sí, sí, nada, no te preocupes, tan solo me ha venido un poco de mareo, tendré la tensión baja. Esto de la empresa me estará dejando huella, es mucha responsabilidad. Me acerqué rozando con el muslo su brazo, rodeó mis piernas con afecto y me besó en ellas. —Voy a salir esta tarde con Eli a la ciudad, hará una quedada con sus amigos y me han invitado. –Se incorporó para conversar. Me senté a su lado, estaba pálido. —Qué bien, disfrútalo. Te ha tocado la lotería con esa chica, te llevas en verdad una buena amiga, Inés. Por lo que tengo entendido de Margaret, todos los muchachos del pueblo le llueven como moscas. —¿Ah, sí? –me reí tapándome la boca por mi reacción súbita–. No me extraña, es guapísima y tiene un corazón como una casa en el que caben todos. —Sin embargo es selecta, parece, nunca le ha dado el gusto a ninguno. —Cuando encuentre a su amado será feliz, los niños son su sueño. —Tal vez. –Me dio una palmada en el trasero. —Ellis –me quejé entre risas. —Eres mi dulce niña feliz, nunca pierdas esa sonrisa. –Su voz era apacible y me miraba como quien observa un paisaje en la lejanía. —Me haré una permanente en tu honor. –Le mordí la mejilla, coqueta–. Voy a prepararme, he quedado enfrente de la villa, caminaremos juntas para encontrarnos con los demás. —¿Volverás para la cena? —No, tomaremos algo por allá, la idea es festejar un poco el verano juntos y volver para la noche.
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—Llévate el móvil, estará oscuro para que volváis las dos solas a la villa, por si acaso. —Si siempre hacen eso, es un pueblo. —Por si acaso –miraba solemne. Últimamente, Ellis me estaba mostrando facetas de su persona desconocidas, veía más humanidad en sus actos y palabras, como si se hubiera descongelado un poco aquel príncipe de hielo. Me vestí con unos tejanos ajustados, unas bailarinas negras de charol y una blusa turquesa de volantes, até como de costumbre mi pelo a un costado con un lazo del mismo color. Dediqué un beso al espejo y cogí el bolso satisfecha escaleras abajo para encontrarme con mi amiga. —Hasta luego –me despedí. —Nos vemos a la noche, tened cuidado –replicó Margaret. —Hola, cariño –me saludó Elisabeth con su habitual dulzura, esperando con un vestido verde en la entrada de la avenida. —¿Cómo estás? —Triste, no quiero que te vayas –sacó el labio apenada. —Oh, no pienses todavía en eso, aún estoy esta semana, además, vendré a visitarte. Suelo venir bastante a Inglaterra cuando hay vacaciones, como tengo familia sale barato. También sabes que eres bienvenida siempre que quieras. —Lo sé –me sonrió. La tomé del brazo e hicimos camino al centro por el sendero pedregoso. A las seis y media nos encontramos con los demás jóvenes delante del ayuntamiento. Era un grupo variado que oscilaba de los dieciséis a los veinticinco años. Había tres chicas y cuatro chicos. Mary, una inglesa de cabellos oscuros y de estatura media; Julia, una local rubia más joven, y Tiffany, una nigeriana de mi edad. Los chicos se llamaban Edward, un castaño local alto; George, otro chico local adolescente rubio y delgado; Khalid, un hindú de más edad, y Mathew, un chaval más
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rellenito. Me saludaron formales, no obstante, noté cómo había suscitado el interés de los varones, que admiraban mi belleza exótica. De todos menos uno, pude percatarme de cómo los ojos de George se posaban con ternura en mi amiga, la seguía con la mirada como si intentara atrapar un suspiro, y reía todas sus gracias. Estaba enamorado. No es que los demás no miraran a Elisabeth, pues eran hombres en plena crisis hormonal, pero ese chico la observaba con mayor detenimiento. Me pareció entrañable y me deleitaba observando sus reacciones todavía infantiles. Así debería de ser yo ante los ojos de Ellis, pensé, un retoño tímido y encantador que se sonrojaba al mínimo piropo. Seguro que Elisabeth era consciente, pues era mucho más madura que yo y sus ojos podían ver más lejos. Fue una velada larga, efectuamos infinitos paseos por las calles y plazas, nos sentábamos a hacer juegos de preguntas para conocernos y reírnos. Algunos contaban sus aventuras del verano y las chicas cuchicheaban acerca de sus amores. Mary y Edward eran músicos y compartían experiencias de sus respectivos grupos. Él tocaba la guitarra eléctrica y ella el piano y el saxo alto. Me perdía en ese lenguaje tan técnico, mi habilidad para la música siempre había sido nula. Bueno, tenía facilidad para el canto, pero los instrumentos ya eran otra cosa, no podía tocar más de dos notas seguidas en un piano, los dedos se me mareaban. Nos relajamos en el parque dando de comer pan a los patos y cantando algunas canciones de moda guiados por las palmas de los dos músicos allí presentes. Volvimos al centro para comer en una sandwichería, y cuando el cielo se había oscurecido Mathew y Khalid propusieron ir a las afueras a mirar las estrellas, me era evidente que lo que querían era pasar más tiempo con las chicas. Ahí en la sobriedad de las diez de la noche me volví a encontrar conmigo misma. Me gustaban los momentos de silencio,
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poder estar sin tener que decir nada me resultaba agradable. La gente llenaba demasiado el tiempo con sus palabras, había que aprender a escuchar el silencio. Intenté localizar las pocas constelaciones que me sabía, y el resto, uniendo los puntos me imaginaba patrones nuevos. —¿Qué, si no pertenecieras a este mundo? –Estiré la mano y toqué la de Elisabeth. Me miró curiosa. —¿Dices si fuera una criatura de otro planeta en un cuerpo humano? —Por ejemplo –pensaba en Anwn y en mi encontrada identidad. —Pensaría que los habitantes de este están locos –sentenció con sus ojos transparentes. Estallé en risas. —Correcto, creo que yo también lo pensaría. —Pero también pensaría que este es un mundo precioso, y querría explorarlo más. —¿A que sí?, a pesar de la maldad de algunos humanos hay cosas que siempre resultarán el más bello de los tesoros. —¿Con qué te quedarías de este mundo? –me preguntó. —Con la naturaleza, lo fascinante de la creación y sus rincones y seres más secretos. ¿Y tú? —Con el amor. Las relaciones interpersonales son la mayor joya de nuestra vida. Todo perece y se va, pero las almas quedan para la eternidad. —Sí, tienes razón, no hay nada como esa sensación de que tu corazón se va a derretir. Ese amor a primera vista, ¿verdad? –Rápidamente pensé en Ellis y las sensaciones que me provocaba el divisar su deslumbrante rostro. —Hum, no me refería exactamente a eso. —¿Ah no? ¿A qué? —La mayor felicidad de amar es ver a quien amas feliz, con eso me conformo.
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Las adultas palabras de Elisabeth eran como una luz que brillaba a una frecuencia más alta que la visible, su inmensidad no lograba entender. Le devolví la sonrisa conforme. Ojalá un día llegara a ser tan sabia como ella. —Es un poco tarde ya, ¿no? ¿No crees que deberíamos ir volviendo a casa? Ellos viven en el pueblo, pero nosotras tenemos que cruzar el campo. –De repente me acordé del consejo de Ellis. —¿Qué hora es? —Casi las diez y media. Saqué el móvil del bolso. Tenía una llamada perdida de Ellis, me extrañó. —Un momento, tengo una llamada de la casa. —¿Margaret? —Ellis. —Ah. Me incorporé y andando por los alrededores esperaba que diera tono, devolviéndole la llamada. —¿Inés? –conectó. —Ellis, ¿me has llamado hace media hora? —Sí, ¿dónde andas? Ya es tarde. —Estamos tumbados viendo las estrellas, hay un cielo despejado. —¿Seguís en la ciudad? —Sí, un poco a las afueras. —¿Alguien os acompañará? —No, volvemos solas, ellos viven por aquí. —Déjame ir a buscarte, entonces. —¿Cómo? –me ruboricé. —Es un momento en coche, voy saliendo. —Espera, Ellis... Finalmente le di las indicaciones del lugar y el agradecimiento de Elisabeth por el gesto ofrecido. Vendría a buscarnos en un rato.
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—Bueno, así llegaremos antes al calorcito de la cama –se rio Elisabeth. Me sentía rara con que Ellis tuviera que venir a buscarme como una niña en presencia de mis iguales, pero era un detalle. A las once menos cuarto vi su BMW acercarse por el camino pedregoso. —Buenas noches, señoritas, el taxi a la puerta de su casa – bromeó en una reverencia y saludó formalmente con la mano a los demás allí presentes. Todos me miraron con intriga, sus rostros incógnitos mostraban la duda de si se trataba de mi prometido o algo por el estilo. Ante tal expectación el corazón me saltó nervioso, por un momento estaba disfrutando del sueño que siempre había deseado. Sin embargo... tan solo era una ilusión... —Te cuida mucho –me susurró en el oído, picaresca, mi amiga–. Como el día en el campo, se preocupa. —N... no, no es así, qué dices –se me escapó alterada. —¡Ji, ji, ji!, te has puesto nerviosa, qué mona. —¿Alguna información que no quiere llegar a mis oídos? –se dio por aludido mi amado, haciendo ademán para que entráramos en el vehículo. —Pregúntale a la princesa –sonó divertida ella y nos reímos. Ellis acercó a Elisabeth a la puerta de la granja y luego retrocedimos para entrar por la avenida en la villa. Las palabras de mi amiga me dejaron con mariposas danzando en el vientre. Ellis... ¿acaso se había despertado algo en tu corazón? Me despidió con un beso en la coronilla a escondidas de los señores y me fui a la cama más feliz que muchos de los días allí pasados.
XX LA HUELLA DE LA OSCURIDAD
Estaba soñando, era consciente. Estaba en un jardín sentada
hablando con Anwn cuando se acercó Ellis a nosotras y me acarició la espalda. Al girarme a divisar su rostro este era un semblante vacío, una sombra tapaba sus facciones y no había luz en sus ojos. Tan pronto como lo vi se desvaneció en un puñado de trozos de harapo. —Una criatura del mal ha poseído su ser –explicó Anwn ante mi rostro estupefacto. Me temblaban los labios de pena. —Yo... –fui a decir, pero Anwn me cortó adelantándose a mis pensamientos. —No, las hadas no han de inmiscuirse en los asuntos de los hechiceros. Al contrario, ellos nos llaman a nosotras para prestarles servicio. Si te entrometes sin ser invitada pagarás las consecuencias. Los demonios no son nuestros amigos, dañan nuestros cuerpos etéreos y maltratan la creación. —Pero... –estiré la mano para captar los trocitos de tela en los que se había convertido Ellis–. Si no, Ellis va a... –y me tragué la terrible palabra. El ceño de Anwn se torció severo. —Cuidado con Belial, a vosotras, las hadas humanas, los demonios os pueden encantar maldiciéndoos, convirtiéndoos en
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una encantada. Jamás podréis salir de vuestro estanque, moraréis allí día y noche hasta el fin de los tiempos. Es la maldición de las hadas. Nadie os podrá rescatar de ahí, temed, Inés, y corred de Belial –sonaba alterada Anwn–. ¿Acaso no os lo mostró Granilda en la noche del solsticio? Su oportunidad de ser desencantada, la perdió, solo ocurre una vez cada quince décadas. Por eso, Inés, debéis... ¡Aaah! ¡Socorro, socorro! –El cielo se oscureció y una garra negra cogió a Anwn, apretándola. Me debatía en sueños. Un ser monstruoso había aparecido, de sus fauces salían seis lenguas viperinas. Con la otra mano me agarró por la cintura y me sacudió en el aire. —¡Deprisa, Inés, has de despertarte! –me dije y luchaba para abrir los ojos y levantarme de la cama. No podía, esa criatura me tenía bien agarrada. Tragué una bocanada de aire y logré abrir los ojos a lo negro de la noche; ahí en el plano físico la energía del mal se había materializado inmovilizando mi cuerpo, no podía incorporar la cabeza. Intenté emitir una oración y las palabras no salían de mi boca. El demonio me estaba atacando y luchaba por meterse dentro de mí. Mi yo, tanto en el plano físico como en el astral, se forzaba por permanecer en mi cuerpo. Esa criatura forcejeaba y amenazaba con poseerme. Un tremendo dolor me invadió y cuando ya me veía a mí misma, con mi alma levitando por encima de mi cuerpo dispuesta a partir, unos brazos me agarraron y me izaron de mi lecho. —¡Te lo advertí! –Vi el áureo rostro de Anwn asustado dar vueltas por la habitación, atolondrada. Estaba conectada con el plano espiritual. —Inés, Inés –me sacudía alguien. Un chorro de agua fría me trajo de vuelta al mundo. Conecté con la realidad física y divisé el rostro de Ellis en la oscuridad de mi habitación. —¡Ah! Ellis, ¿qué ha pasado? –me moví desorientada.
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—Tenías a un demonio intentando poseerte, te he despertado en el momento clave. —No, no era un demonio cualquiera, era... –enmudecí. No podía revelarle a Ellis que sabía de Belial–. Sí, era un demonio, tienes razón. —A los seres de la oscuridad les gusta apoderarse de los seres de luz. –Lo sabía, y más aún la magia de un hada era un postre especialmente delicioso para algunos. ¿Lo sabía Ellis? ¿Sabía que había sido su demonio el que había venido a atacarme? —Tienes que desconectar tu mente del plano onírico un rato. Haz conmigo esta oración. –Y repetí cabeceando las palabras de Ellis. —Tengo mucho sueño –balbuceé cayéndome de vuelta a la cama–. No, no puedes volver a dormirte ahora. Ven conmigo a la cama un rato, ahuyentaré para ti esas presencias. –Claro, si alguien podía dominar a Belial era Ellis, aunque más bien parecía que Belial dominaba a todos los de aquella familia. Me transportó en brazos a su habitación y allí me arropó preocupado. Murmuró unas palabras desconocidas por un rato mientras sostenía mi mano y pude volver a recuperar el sueño. Aquella noche Ellis la pasó despierto observándome descansar, preocupado. Algo se retorcía en sus entrañas que no le dejaba recuperar la paz. Me desperté a las siete de la mañana, lo sabía por la luz que entraba en la estancia. Estaba en la habitación de Ellis, era la primera vez que había dormido en ella; siempre me iba pasado un rato para evitar que los señores sospechasen. Lo vi ahí sentado contra la almohada, apoyada en la cabecera de la cama. Estaba despierto, unas ojeras lilas adornaban su rostro. —Oh, hola –farfullé. Yo... lo siento por lo ocurrido, ya me voy, espero que los señores no se hayan enterado.
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—Está bien, Inés, puedes quedarte. Más tarde vino Margaret porque había escuchado todo y le dije que volviste a encontrarte con los terrores del pasado y no podías dormir, y te habías quedado dormida aquí. —¡¿Qué?! Lo siento, lo siento mucho. Ahora tú... –me exalté. ¿Qué habrán pensado de este hecho los señores? Quedarme a dormir con un hombre que no era mi marido era un gran pecado en la iglesia. —No te excuses, no pasa nada. Lo importante es que estás bien, eres demasiado vulnerable para andar practicando la magia. A partir de hoy se acabó para ti. —¿Qué?, ¿pero qué dices? Siempre me estoy dando de bruces con los demonios. Estoy harta de ellos, ¿por qué siempre me pasa eso? —Eso es porque eres un faro permanentemente encendido, llameante, que atrae a todo lo que va pululando a tu lado. —Pero es que soy así, no puedo evitarlo. —Precisamente por eso no deberías practicar magia, tenías razón, te hace daño. Quién sabe lo que habría pasado si no hubiera llegado a tiempo. –Ellis era bien contradictorio, en un principio me animaba a la práctica y de repente cambiaba sus propias palabras. —Tú... –me pensé la pregunta–, ¿le conocías? —Yo conozco a muchas criaturas, esa no es la cuestión –se fue por la tangente. Sin embargo, yo sabía la verdad. —Pero yo quiero hablar con las hadas –tozuda. —Toda práctica mágica te deja expuesta. —Estás pálido, Ellis, no me gusta tu aspecto. Toma de mí. –Actuaba como una niña, desesperada por su súbita frialdad. —¡Para ya, Inés! –alzó la voz–. Se acabó el «experimento», no puedo debilitarte más de lo que ya estás. No tienes cobertura espiritual, eres un alma expuesta.
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—Pues enséñame –rogué. —Se acabó, Inés. Basta ya. Fin de la discusión. –Se puso de pie. —Vale –mi voz se quebró. Con los ojos húmedos, salí de la habitación. Me encerré a llorar en silencio en mi refugio. El descubrimiento de mi verdadera naturaleza me había aportado felicidad y soporte, no se trataba de eso. Ellis había actuado así porque sabía que era su propio demonio el que me había atacado, que su propia magia se le había ido de las manos, y estaba asustado. Nunca había visto a Ellis reaccionar así. El pavor estaba reflejado en su rostro gris como la piedra y sus palabras fueron frías y cortantes. No era yo quien debía parar, pues no practicaba la hechicería, solo usaba las habilidades que me habían sido otorgadas; era él el que debía cortar el pacto con las tinieblas, y lo sabía, pero no se decidía a dar el paso. Si no lo hacía, tal vez acabaría como el resto de sus familiares, muerto o algo peor, condenado al infierno eterno. Yo quería ayudarle, mas ¿cómo iba a poder romper esa coraza que tan arduamente se había construido? ¡Toc, toc! Sonó la puerta. Me levanté y abrí tímidamente. —Hola querida, ¿puedo pasar? –Era Margaret, que me miraba solemne con un rostro de preocupación. —Claro –me hice a un lado. Se sentó en el borde de mi cama y me hizo un gesto para que la imitara. —Hija, no sé qué es lo que debe atormentar tu mente, pero quisiera decirte que cualquier cosa que viene a sembrar duda y terror no es de Dios. Es del enemigo y tienes que echarlo fuera. –Tan dulce como siempre. Me dejé relajar a su lado–. Tienes la suficiente luz como para hacerlo, y si no siempre puedes contar con mi ayuda. Lo que no puede ser es que una chiquilla tan buena y con tantos dones como tú esté siempre atormentada y
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no pueda dormir. Eso ha de ser desterrado, para siempre. Tienes que emprender una vida como mujer y no puedes darle ni unas migajas a la oscuridad, ¿entendiste? —Sí, Margaret, muchas gracias. Hay muchos miedos e inseguridades en mí. —Lo sé, y no te preocupes por Ellis, te tiene mucho aprecio, sé que tenéis una amistad digna y enriquecedora. –Ahí erró un poco con lo de digna. Margaret era muy buena e inocente también, éramos el tipo de persona que era fácil de engatusar. En ese preciso instante reparé en un detalle revelador. El cuello de la señora estaba bellamente adornado con una gema de ámbar, la misma que había visto retratada en el lienzo. —Es de la antigua señora –señalé desviándome del tema. —Sí, lo estaba limpiando un poco y me hizo gracia ponérmelo, el ámbar es muy delicado, ¿a que es bonito? —En efecto. –La visión de la joya me trajo a la cabeza la magia de la familia–. Margaret... a propósito, ¿cómo conociste a Fred? –Este era un momento de intimidad entre mujeres. —Era un amigo de toda la vida mío y de mi difunto señor, sus padres fueron los antiguos pastores de la iglesia local. Habrás notado que se muestra reticente a hablar de los Bullington –leyó mis pensamientos, clavándome la mirada. —Hum... sí, algo así –titubeé desviando la vista. —Cada familia tiene un esqueleto en el armario –declaró pasando las yemas de los dedos por la lustrada superficie–, pero por suerte para mí Fred llegó en el momento justo para que no cayera en los mismos caminos que los demás miembros, gracias a él tengo a Dios en mi corazón y somos tan felices. Se dice que no hay mal que por bien no venga. –En un minuto Margaret me había hecho una gran confesión, la miré con respeto. —Así pues, ¿quieres hacer una oración conmigo? –volvió a retomar el hilo principal de la conversación.
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—Vale. —Repite conmigo: «Señor Jesús, sé que soy tu hija y que por lo tanto me tienes en tu amor. También sé que estoy hecha de carne, así pues de ella tengo las dolencias. Quiero hoy entregarme de nuevo a ti, pidiendo perdón por los pecados que haya cometido, así pues estoy limpia en ti. Te entrego, Padre, mis temores y pesares, para que tú los arrojes a la cruz y sea mi ser libre de yugo. A ti lo entrego y en ti creo. En el nombre del Señor Jesucristo. Amén». —Amén –concluí. Al acabar me sentí liberada–. Gracias, Margaret. –Le di un abrazo que me devolvió. —Ay esta chiquilla, ven acá –me acarició los cabellos apretada contra su seno–. Pronto te nos vas, el viernes ya, ¿no? Ay que solos que nos vamos a quedar, te echaremos de menos. El señorito también pronto se nos va y volverán a quedar solamente los vejestorios, madre mía. Ha sido un tiempo muy lindo. –Qué cómica era Margaret. —Sí... –suspiré. En efecto, el plan tras la boda era volver a casa con mis padres. Decidir una carrera e inscribirme tras el año sabático–. De hecho no quiero volver, Margaret –saqué el labio inferior en una mueca de tristeza. —Serás bienvenida aquí siempre que quieras –sonrió. —A pesar de lidiar de vez en cuando con mis problemas del sueño, está siendo una experiencia mágica, eh... digo... magnífica. —Me alegro mucho. —Gracias, Margaret, os estoy muy agradecida por vuestra hospitalidad y el trato dispensado. Ellis pasó fuera de casa todo el día, había cogido el coche y se había ido sin decir nada. Yo me quedé en la mansión practican-
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do baile y escribiendo mis pensamientos en el diario. No tenía la fuerza para meditar, mi alma estaba acongojada. Analicé las palabras de Anwn en torno a lo que ella llamaba «la maldición de las hadas». Decía que las hadas humanas como yo, cuando se inmiscuían en los asuntos de otros mágicos, eran hechizadas y convertidas en encantadas. Yo quería ayudar a Ellis, sabía que él estaba solo en su oscuridad y sufría, dando al mundo una cara que era tan solo una máscara, que pretendía ser fuerte y estar bien cuando por dentro se llagaba. Su demonio iba consumiendo los años de su juventud. Y a saber cómo había sido su pasado. No sabía nada de él, no sabía si quiera lo que en verdad pensaba y sentía por mí. Quizás era tan solo su muñeca para pasar el rato y yo estaba aquí dándome quebraderos de cabeza por él. ¿Cómo podía ayudar a Ellis? Tenía que hacerle entender que debía deshacerse de Belial. Sería una intrusa si le decía que había cotilleado sobre su familia. Además, ¿quién renunciaría al dinero y posición si se había acostumbrado a estar siempre nadando en la abundancia? Esa noche tampoco regresó, se hizo la una y daba vueltas en mi cama, inquieta. No se oía el crujir de las ruedas contra las piedras de la calzada, ni el pomo de la puerta girar. ¿Adónde te habías ido, Ellis? Sus cosas seguían en la habitación, no podría tardar mucho. Esa noche volví a soñar, la falta de dominio de mi energía mágica me hacía ser más productiva en el terreno de los sueños, ya que era ese el momento en que más cercana me hallaba del mundo mágico, cuando el velo se estrechaba y podíamos acceder a otros planos. Soñé con el pasado del hada Granilda, aquella encantada que Ellis hirió la noche de San Juan. Una bella joven rubia de largos cabellos danzaba alegre en una Inglaterra de tiempos pasados. Salía de su casa con un cesto de mimbre a hacer la compra al centro del pueblo, porque ha-
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bía mercado. Granilda era el gozo de su familia y la predilecta de su padre. Por su belleza muchos hombres la habían querido desposar, sin embargo, ella en ninguno encontró amor. Aparte de su belleza, algo más inusual germinaba en ella, era una magia pura sin igual. Pues ella era una hada humana, un espíritu de la naturaleza soplado dentro de un cuerpo de carne. Esa primavera aconteció que un lord de una tierra más lejana, al sur y sus costas, pasó por el condado. El gran señor estaba casado, pero en su interés lo ocultaba. Venía a las tierras del norte para encontrar criada, pues había prosperado y su casa se había enriquecido. Aconteció que fijó sus ojos en la campesina que alegre trotaba por el mercado con sus largos ropajes blancos, pues su encanto especial no dejaba indiferente a ningún hombre. Era una de las características de las hadas, con su belleza y gracia hechizaban a cualquiera que las mirase. Se acercó a ella y le pidió su nombre, haciéndole notar su interés. Prontamente, el padre de la joven, al conocer esta nueva, se mostró entusiasmado; si llevaba a su hija a servir para un señor no faltaría el pan en su casa, pues eran de humilde condición. Sin dejar opinar a la joven ya la había entregado, y ella viajó lejos, a aquellas tierras cercanas al canal, disgustada y apenada. Allí en la villa el señor trató de conquistar a la muchacha a espaldas de su señora. Como pasaba el tiempo y esta se mostraba reacia, el señor se enfureció y, tomado por su bestia interna, agarró a la joven y en sus moradas le arrebató el honor. Granilda, mancillada y desconsolada, logró escaparse por la ventana de la habitación que daba al jardín. Cayó magullada, pero, dada la desesperación, corrió con las ropas rasgadas por los terrenos que se convertían en bosque. Alertada con el estruendo, la gran señora acudió a buscar a su marido y su criada; no hallando a estos, salió a la búsqueda por el bosque. El inmundo lord perseguía a Granilda, y la halló desmayada en unos matorrales. Del pelo la agarró arrancándole varios mechones, la amenazó con la muerte si algún día osaba revelar su secreto. La señora, a lo lejos, lo había visto todo, de hecho, no le hacía falta verlo,
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pues ella poseía un temible poder: poseía a un gran demonio rey del infierno que le alertaba de todo cuanto pudiera resultar interesante. Traicionada y engañada, hizo alarde de su poder y perdonó la vida a su marido a cambio de convertir a la bella joven en una encantada, pues la bruja conocía todos los secretos. Así convirtió a la joven hada humana en una criatura etérea confinada para siempre a ese terrible lugar. Para que no pudiera nunca del estanque de esa casa escapar, su existencia se vería confinada a esos bordes, teniendo como única oportunidad la noche de San Juan de cada quince décadas para encontrar a alguien con el mismo poder blanco que la pudiera ayudar. Lustros, décadas y más de un siglo habían pasado sin respuesta, esperando con fe aquella noche de aquel año en que por fin se cumpliría el plazo. Y cuando por fin la persona indicada lo había hecho, su oportunidad se vio de nuevo truncada por el hechicero de ojos almendrados.
—Si no huyes, una suerte peor que la mía te deparará –me había dicho al final cuando observé el momento en que había sido condenada a vagar por la eternidad. Y observé cómo la historia de su vida se disolvió y volví de nuevo a mi realidad, había viajado por los recuerdos del pasado de esa hada. Ahora, con mi nueva identidad, era cercana a los elementales, y su mundo y el mío se rozaban pudiendo así levantar los velos mágicos que en otras ocasiones hubieran resultado impenetrables. Ahora ya lo entendía todo, se hizo la luz. Por eso Ellis había atacado a Granilda. Seguramente ella me quería advertir del peligro que corría estando cerca de él. La tensión en mí logró relajarse un poco, aunque no sabía hasta qué punto Ellis actuaba bajo su propio albedrío o influenciado por Belial. Me sentía muy especial, las hadas me querían y me cuidaban,
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agradecí la revelación a Granilda así como el tiempo pasado en la villa, que ya acababa. A la mañana todavía recordaba con nitidez el sueño, realicé una breve oración a Dios y a mi nueva compañera y bajé a desayunar. Seguía sin haber rastro de Ellis. —Margaret, ¿dónde está Ellis? –pregunté apenada. —Dejó un mensaje ayer diciendo que le habían salido asuntos de trabajo a última hora para arreglar presencialmente. – Ellis trabajaba mucho a través del ordenador, pues era cabeza de la empresa familiar; había ido alguna que otra vez fuera para arreglar los asuntos de la nueva fusión, pero nunca había pernoctado. Me sentía incómoda, con lo acontecido estaba segura de que Ellis se había ido con la excusa del trabajo para estar alejado de mí. El sábado era la boda, el viernes a la tarde me encontraría con mis padres y pondríamos rumbo a Devon para pasar la noche allí y por la mañana salir arreglados directos para la iglesia. Quedaban cuatro días con hoy y estaba más lejos que nunca de Ellis. Echaba de menos su cortejo, sus piropos y formalidades, las leves y secretas caricias que nos profesábamos a escondidas en los espacios públicos, el ser abrazada por sus fornidos brazos cuando los señores se alejaban, y sus besos... Esa tarde recibí una llamada de mi madre desde España, querían poner los últimos detalles en orden así como informarme del sitio y la hora en el cual íbamos a encontrarnos. Mis padres se morían de ganas de volver a estar conmigo; a pesar de que tanto peleábamos, no podíamos estar mucho tiempo separados. Bueno, más bien ellos no podían pasar mucho tiempo sin echarme de menos, yo, como había comprobado, me había vuelto lo suficientemente independiente como para no precisar de sus cuidados y atención durante más de un mes en un país extranjero. Aunque mucho habían tenido que ver Ellis y
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las hadas, sin ellos seguro que hubiera sido todo más aburrido, aún me quedaban mis hobbies como el baile que siempre me traían un soplo de aire fresco. Tal vez sin ello hubiera caído en la monotonía. Si algo había tenido esta estancia era salirse del todo fuera de lo normal. Aparte de Ellis y las hadas, también había estado Elisabeth, tenía que reconocerlo. Su presencia había sido el agua más fresca de todas. Si alguien aquí tenía algo de ángel era sin duda ella. Esa preciosa criatura de Dios tenía el poder de calmar mis dolores y tornar mi llanto en baile. El viernes a la mañana nos habíamos citado más allá del jardín, donde el gran árbol de los Backer se alzaba. Ahí estaba ella, mi musa, en la situación que me encontraba su presencia me reconfortó. —Inés, querida –se me agarró al cuerpo propinándome un caluroso abrazo–, te quiero mucho –sollozó–. Me has hecho muy feliz todo este tiempo, hacía mucho que no tenía una amiga que me comprendiera tanto y con la que pudiera compartir tantas cosas. –Le peiné el rizado pelo con los dedos. —Eli, la que te quiere soy yo. Recordaré para siempre el tiempo pasado contigo aquí en los campos, el día en tu casa y el que fuimos a los parques naturales, sin duda el mejor. Voy a seguir siendo tu amiga para siempre, y cuando vuelva a Inglaterra, te buscaré. –Mis palabras fueron sinceras. —Sí, ven siempre que puedas a visitarme. Yo también intentaré ahorrar dinero para viajar a España. ¿Verdad que me tendrás en tu casa si voy? —Claro, eres más que bienvenida. –Se me derretía la boca en una exquisita sonrisa. Rodeé su cuello con mis brazos y junté mis labios contra su mejilla izquierda en un tierno beso–. Para siempre, Elisabeth –me confesé. —Para siempre, Inés –dio sus votos–. Por cierto... –me escudriñó con sus celestes ojos–, pase lo que pase nunca estarás
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sola, ¿de acuerdo? –Era tan sensitiva, de seguro se me debía notar la tristeza y el pesar en el rostro. ¿Cuánto había logrado leer Elisabeth? Tal y como nos habíamos prometido, habíamos escrito un poema la una sobre la otra en recuerdo de nuestra eterna amistad. Hoy era el día en que nos lo intercambiábamos y lo leeríamos tras partir, pasado un mes sin falta de nuestra despedida. El viernes tarde llegó y Ellis seguía ausente. El coche alquilado de mis padres vino a buscarme. —Cuídate mucho –me dio un abrazo Fred con expresión de pesadumbre. Margaret me comió a besos. Tras una jocosa despedida con los señores y muestras de agradecimiento con regalos de nuestra parte, se me llevaron rumbo al norte, dispuestos a pasar nuestra semana en familia. Adiós, querida villa Santa Margarita.
XXI ELLIS, ELLIS, LAMA SABACTANI
Apesadumbrada como si el alma me hubieran robado, me
vestía con un vestido ceñido de tejido bordado color crema. Mis ojos apagados no reflejaban luz, en ellos se podía ver el vacío que la partida de mi amado había dejado. Me enfundaba las delicadas medias color carne sin apartar la triste mirada del espejo de dormitorio de la casa que habíamos alquilado. ¡Ras!, se sesgó el nailon con mi uña a la altura de la entrepierna. Mierda. No tenía otro par, mis uñas despuntadas habían partido el textil. Como la carrera era aún pequeña, la pinté con esmalte transparente y me las limé. Como mi corazón, ¡ras! Las manos de Ellis subiendo por mi entrepierna, una caricia y luego... ¡ras!, me partía el alma solo utilizando mi carne para llenar sus placeres y vacío. Ni las lágrimas me brotaban, el abismo que había dejado en mi interior nada lo podía acallar. Me sentía sucia, como un juguete, usado y tirado, sin identidad. De la oscuridad que había en mí, ni Dios ni Anwn me habían visitado últimamente. En vez de vestir paños dorados quería ataviarme de seda negra. Amado... ¿por qué te habías ido? ¿No era mi amor saciante? Por mi mente desfilaron todas las escenas que había prota-
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gonizado a su lado. Mi oscuro conde, mi príncipe, mi vampiro. Sus primeras palabras, el primer contacto de sus manos, cómo pronunciaba mi nombre con su acento británico, el deslizar de mi sangre por sus labios. Nuestro oscuro juego, nuestra letal pasión. ¿Adónde te habías ido, amor? Ni despedirte de mí tan solo, como si el tiempo juntos compartido no significara nada, destinado al olvido. Mas yo no olvidaba, las memorias se mantenían vívidas en mi mente y corrían presurosas como miles de espinas en mi pecho clavándose. Estaba recostada sobre un lecho de espinas, la daga se clavaba en mi corazón al cierre del ataúd y propinaba un macabro festín bermejo. La desesperación de la oscuridad oprimía mi garganta y no me dejaba respirar, ahogando mis palabras. Cubría mi enmudecimiento a mis progenitores haciéndoles creer que las últimas semanas las había pasado batallando contra mi insomnio, y que eso me tenía desgastada. No era del todo una mentira, pues mi sueño había empeorado al darle terreno a la penumbra y mi cuerpo se notaba deteriorado, había perdido peso de mi ya por naturaleza esmirriado contorno y las ojeras decoraban mi rostro. A las once menos cuarto hicimos camino a la iglesia del pueblo, encontrándonos con los demás presentes y entablando las típicas presentaciones y conversaciones de mero formalismo. La iglesia local se alzaba imponente al gris firmamento que iba a juego con mis emociones. Unos textos de misa y cánticos se hicieron a modo de introducción. El novio se postraba de pie en el centro del altar y se dio la bienvenida a la novia, que por el gran arco hizo presencia. Mi prima, bellamente adornada, dirigió su mirada al elegantemente ataviado novio que en el altar esperaba. El cruce de sus ojos destiló magia, eran tal para cual, se esperaban ansiosos. Vivaz hizo su caminar acompañada del brazo de mi
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tío, hasta situarse a su lado y ser entregada como la tradición marcaba. Ahí delante de mis ojos veía mi sueño desfilar, como un lienzo pintado. Los enamorados se tomaron de la mano ansiosos y repitieron las palabras del cura, uno detrás del otro, para prometerse amor y fidelidad eterna. Me veía a mí en su lugar, recorrer el pasillo al altar, depositar un anillo en su mano y jurar eterna fidelidad, a él... en su rostro veía su cara. ¡Oh, Ellis! ¡Ellis, Ellis! ¿Por qué me has desamparado? El día que tenía que venir mi crucifixión había sido previamente anunciado, lo sabía con anterioridad y lo veía postrarse de lejos, pero no había querido creer. Una esperanza vana se había apoderado de mi corazón y prefería creer una mentira a la fría realidad. «Él me amaba, yo era la luz que buscaba en su oscuridad», me decía engañando a nadie más que a mí misma. En lugar de él me quedaba yo sola en el altar, esperando como escarnio para mi público un novio que jamás había de llegar. La misa concluyó y fuimos saliendo por orden de fila los invitados al exterior, haciendo grupos ordenados para dar la enhorabuena a los novios lanzándoles flores y arroz al pasar. La gente reía y se mostraba feliz. El ambiente de diversión continuó en la recepción, donde fuimos invitados a una gran masía rodeada de podados jardines en los cuales se tocaba música a tiempo real. Unas violinistas y violoncelistas tocaban sobrias conocidas piezas. La gente paseaba forjando conversaciones con los allí presentes y el ambiente festivo se propagaba. Yo, en cambio, paseaba sola con la melancolía como sombra. —Hola, buenos días –se me acercó un joven de unos veinte años–. Mi nombre es Joseph, encantado, ¿y usted? —Buenos días, me llamo Inés –dije intentando mostrarme lo más animada posible. —Soy un amigo del novio. –Era un chico de estatura media con cabellos castaños y ojos azules, sus facciones eran corrientes
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pero agradables. Vestía un traje formal azul marino con camisa blanca y pajarita de estampado escocés. —Soy la prima de la novia, vengo de España. —Oh, española, son guapas –pronunció en un penoso castellano. —Gracias. —Y dime, ¿viniste solo para la boda o llevas un tiempo aquí? Tienes un inglés muy bueno. —Llevo un mes en el sur del país, un tiempo de vacaciones –fui escueta. —Ya veo, y ¿dónde te alojaste? –Era cotilla el señorito. —En la casa de un matrimonio de la iglesia en Emsworth. —Oh, Emsworth, es un lugar bonito, me gusta la costa. —Sí, me dispensaron un buen trato, pero ahora ya toca volver a mi país. —¿Solo te quedarás hoy? –se mostró decepcionado. —No, esta semana, en el pueblo. —Eh, nosotros también estaremos en una casa en el pueblo, nos tomaremos una semana de vacaciones también ya que hemos venido aquí, somos de cerca de Londres –cambió su expresión–. Así que nos iremos viendo por aquí, también podemos salir alguna vez si quieres. –Mostraba un desmesurado interés. —Está bien –contesté sin dar más rodeos. Estaba sola y desamparada, no me haría daño quedar con alguien para acallar mi pesar. —Dame tu número de móvil para que estemos en contacto, el resto de los amigos también se quedarán por aquí, al fin y al cabo es una boda, llevábamos años esperando a que Robert diera el primer paso. Serán muy felices formando una familia. –Intercambiamos contactos y me despedí del chico momentáneamente para seguir mi paseo por la masía. Saludé a algunas
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personas que otras simplemente para mantener las apariencias y después volví con mis padres para no tener que hacer esfuerzo en entablar conversación. Mi padre ya lo hacía por cuatro. Su hablar era tan extenso que podías empalmar la cosecha del trigo con las coles. Tras un largo y tedioso «tiempo» para socializar, llamaron para ir entrando a la casa y distribuirnos a lo largo del comedor, ordenado en diversas mesas circulares por grupos. Me senté junto a mi familia y otros miembros lejanos de la misma. Este fue mi momento favorito, porque al menos podía matar el tiempo dándole a la mandíbula, no teniendo que fingir la farsa de hablar con alguien. No tenía ganas de hacer amigos, apenas había saludado a los de mi edad. De mi estancia en Inglaterra solo me quedaba con Elisabeth, la única amistad verdaderamente franca. Los días anteriores a mi partida había podido disfrutar de su rejuvenecedora presencia, aunque tuve que hacer un buen teatro para esquivar sus preguntas acerca de Ellis. Tras la comida, que se alargó hasta las siete de la tarde, vino la fiesta. Fuimos conducidos a una carpa en el campo que había sido provista de sala de baile e instrumentos musicales. Un grupo local tocaba música rock en directo y la gente bailaba animosa los unos con los otros. ¡Quién dijera que pudiera estar en mi salsa!, nada más alejado. Aunque no fuera de mi agrado, al final acabé bailando a ritmo de clásico algunas piezas conocidas, me sentí presionada por los allí presentes. —Bailas muy bien, Inés, ¿haces clásico? –se volvió a acercar Joseph. Me rondaba como una mosca. —Sí, de momento es el único estilo que me sale bailar, pero espero también incorporar una pizca de contemporáneo, al fin y al cabo mi sueño es bailar. —¿Qué estudias?
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—Estoy en un año sabático, no acabo de aclararme, toda la vida hice ciencias pero lo mío es el arte, así que me veo en una encrucijada. —¿Qué harías? –Bailaba penosamente con un movimiento de caderas brusco fuera de ritmo, se parecía a mi padre. —Ni idea, a veces pienso cada locura, que si química o matemáticas, luego me decanto por el diseño y por último en ser una emprendedora. Lo más nuevo de mi alocado cerebro es intentar fundar mi propia compañía de baile ambulante, ¿cómo lo ves? –El alcohol de los cócteles dispensados me iba subiendo. —Lo veo fantastibuloso, y encima con tu belleza surrreñña tendrías un éxito asegurado –exageró la erre y la eñe, consonantes típicas de la lengua hispana, hasta el ridículo. A alguien más le iba subiendo el alcohol, o igual era su naturaleza. —Pues ya sabes, tendrás que comprar entradas para verme, por ser tú te las dejaré baratas, ya que creo que he perdido algún espectador por el camino. –Realicé una mueca. —Seré tu espectador número uno, ¿o ya tienes uno? –coqueteaba con descaro. —Me temo que no. —En ese caso será un honor. —¿Y qué estudias tú? —Trabajo, acabé el grado superior de informática, así que estoy en una empresa. —Eso es genial, no sabes cuántas ganas tengo de ganarme mi propio sueldo. Podría ir adonde quisiera y no tener que depender de otros. —Claro, es lo mejor, ya te llegará, se ve que eres lista. —Eso espero. La mezcla de mal dormir, comida copiosa, alcohol, luces y música fuerte comenzaba a hacer estragos.
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—Creo que me siento un poco mal –le dije a mi madre. Me vino una arcada y para evitar una escenita peor salí a que me diera la fresca. Ahí fuera en el exterior recobré el aliento. El simple echo de alejarme de la muchedumbre me había ayudado. Detestaba las aglomeraciones, y aún más cuando se pretendía mostrar al mundo una falacia; no estaba de humor, no quería mostrarle a nadie lo feliz que era. Abrí los ojos y contemplé las estrellas, ahí arriba, pequeñas pero imponentes, me hacían recordar lo carentes de importancia que eran algunas de las cosas que exaltábamos tanto. Un soplo de aire frío entró por mi nariz y me convulsionó con éxtasis. El aire, mi elemento, estaba a mi lado dondequiera que fuera. Dejé mi mente volar e imaginé miríadas de sílfides danzar en la atmósfera; eso era lo que hacía yo por las noches, viajaba a otros mundos y llevaba a cabo las más variadas misiones. Era el encargo de las hadas, tener cuidado de la madre naturaleza, al fin y al cabo éramos sus guardianas. Menos mal que Dios me había hecho hada y no ángel, no me gustaba ocuparme de los asuntos de los humanos. Entre el silencio se me apareció Anwn. —Inés, por todas las hadas, deberías ocuparte un poco más en fortalecer tus poderes en vez de pensar en ese rufián. Ya casi no tengo la energía necesaria para poder hablarte en sueños, ¿me estás escuchando? –tronó molesta con su pequeño rostro amarillento hinchado. —Sí, sí, ¿a que es muy bonito el cielo? Me encanta ver esos puntitos blancos de ahí arriba. —No te estoy hablando en broma. Suerte habéis tenido que el hechicero os dejara, ahora tengo un problema menos del que ocuparme. Con tu cabeza seguro que hubieras acabado encantada. Oye Inés, te estoy hablando.
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—Seguro que te me has aparecido porque estoy borracha. He oído que cuando los humanos se drogan a veces tienen experiencias sobrenaturales. —Sobrenatural habría sido la maldición que te habría caído como hubieras seguido queriendo involucrarte en los asuntos de esa familia. –Tan pronto como dijo eso una realidad todavía más abrumadora se hizo presente. ¡¡El diario!! —Oh Dios mío, Anwn –se me heló la sangre–, no devolví el diario de Anne, me lo olvidé debajo del colchón. La señora Margaret seguro que lo habrá encontrado al ir a quitar las sábanas. O quizás aún no, pero lo hará pronto un día u otro. Oh Dios mío, Dios mío, por la Reina de las Hadas –le hice eco. —No uses el nombre de Dios ni de Mab en vano –bufó ella. —Inés, por fin te encuentro, ¿te encuentras bien? –el entrometido de Joseph había vuelto a aparecer, y esta vez en el momento justo para ayudarme. Se me acabó de revolver el estómago. ¡Puaj! Todo el caos de mi corazón salió por mi boca. Y me desmayé.
XXII PARA TODOS SALE EL SOL —Santo cielo, Inés. –Cuando abrí los ojos estaba mi madre encima de mí. —Eh –farfullé. Me hallaba en posición lateral de seguridad. Por lo que parecía, había vomitado y justo después me había desmayado, lo que me había dejado en una posición vulnerable. Mis escasos conocimientos de medicina me decían que en esos casos corría el riesgo de broncoaspirar y pillar una neumonía. Joseph me había auxiliado, estaba a mi lado. —Has abusado del alcohol, Inés –me regañaba mi madre. —No es cierto, llevo días casi sin dormir, estoy al límite. —Con más razón –sentenció. —Lo que tú digas. —Gracias, Joseph, puedes volver adentro. —No se preocupe, señora, estoy bien aquí fuera, a decir verdad también me estaba comenzando a marear. –Qué vergüenza, me habían visto en una situación poco femenina, el cóctel de comida revuelta olía a peste. Como punto positivo, la escenita me sirvió para tener una excusa para regresar antes del fin de la noche a casa. Estuvimos de regreso sobre las once y media. Me tomé un Almax y pasé una noche revuelta. Nunca me funcionaba lo de dormir cuando estaba enferma, comer
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en cantidad también siempre me ocasionaba estragos. El malestar físico me imposibilitó aún más el sueño. Pude pegar ojo unas cuatro horas y sin sueños. Anwn debía estar enfadada. La semana transcurrió ligera, no realizamos ninguna actividad en especial, tan solo disfrutábamos de la belleza del lugar y salíamos a sitios cercanos en coche. Me vi con mis tíos y primas algunos días, y otros con Joseph y sus amigos, pues me hablaba sin cesar por WhatsApp. Poco a poco fui recuperando mi vida y volviendo a disfrutar un poco más de lo que me rodeaba. Seguía pensando en Ellis, claro, algo así no se olvida en siete días, pero el hecho de encontrarme continuamente en compañía despejaba mi mente y le daba otro enfoque a las cosas. A pesar de que Joseph no fuera de mi agrado, no me disgustaba su presencia, sentía que mi vida estaba abierta a más oportunidades y que tarde o temprano iba a ser la mía. —Tendrás que venir más a menudo a Inglaterra y pasar a visitarme –me decía Joseph–. Yo te cuidaré. Pareces apenada por algo, pero yo sé que tienes mucho potencial, eres una chica talentosa. –Cualquiera se alegraba con tales cumplidos. —Gracias, con tus bellas palabras no puedo imaginar mujer que esté triste. –Me mantenía formal sin ceder terreno. Aunque puede que mi ambigüedad le suscitara más esperanzas. A medida que fui recuperando el sueño me encontraba más fuerte y le dedicaba más tiempo a recargarme de energía mágica. Salía sola a los campos circundantes y practicaba la meditación; ello, a parte de fortalecerme psíquicamente, me permitía entablar más contacto con mi hada. Anwn me hablaba a través de la telepatía y últimamente se centraba en darme consejos de belleza de la gran farmacia que era la naturaleza.
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—Cada noche antes de irte a dormir tienes que frotarte el interior de la cáscara de un plátano por la cara, así mantendrás tu cutis libre de arrugas. –Y así hacía o se enfadaba. —Eh, Anwn: Plata sí, plata no, plata sí, plátano –me carcajeé como una cría. —Muy graciosa, te has quedado a gusto. Es vital para una hada estar hermosa, tenemos que hechizar a los hombres. —A mí déjame ya de hechizar a más hombres, ya tengo suficientes problemas con los que tengo –le contestaba. Mi relación con Anwn era peculiar, a pesar de estar continuamente rodeada de fenómenos paranormales, actuaba como si no pasara nada. Me había acostumbrado demasiado rápido y a veces resultaba cómico, para vosotros imagino que desconcertante. O quizás también era porque desde que la conocí a ella mi alma había vuelto a brillar un poquito. El viernes a la noche viajaríamos de vuelta desde el aeropuerto de Gatwick. Había pasado toda la semana y no había tenido la más mínima noticia de Ellis, ya no tenía esperanzas. Estaba claro que no me quería en su vida y yo haría bien en dejarlo ir. —Inés, baja a comprar unas barras de pan, haré bocadillos para mañana la cena en el aeropuerto, que llegaremos tarde a casa –me pidió mi madre cuando estaba bien acurrucada en el sofá viendo una serie desde el portátil. —Ay, ¿ahora? –me quejé perezosa. —Sí, ahora, sal como estés vestida, da igual. —¡Jo!, eres un sargento, podría salir papá. –Pero igualmente me incorporé y me dispuse a calzarme las bambas sin acordonar para arrastrar mis pesados pies a la tienda de conveniencia de enfrente. —Ahora vuelvo, luego me das el dinero –solté antes de salir. —Sanguijuela –recibí por contestación. La relación con mi madre era de amor-odio.
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Era un día bonito, estaba soleado y no había presencia de nubes por el momento. Debería tener alguna clase de magia del clima porque siempre que venía a Inglaterra llovía menos de lo habitual y todo el mundo lo recalcaba. O puede que me lo estuviera imaginando también. Había cruzado la calle cuando vi a un hombre vestido de gabardina ligera de color crudo y pantalón a cuadros en la calle de enfrente, dirigiéndose a mí. Jamás en la vida hubiera sido capaz de sentir más felicidad que en ese preciso instante. Estaba allí, él, en toda su gloria, mi vampiro, mi hechicero errante, mi tierno amado, Ellis... El pequeño bolso de mano se me cayó al suelo de la impresión, quedé paralizada sin poder proferir sonido alguno, me temblaba todo el cuerpo y unos gotarrones como el mar se escurrieron de mis ojos. Era él... ¡Era él! Ante mi parálisis, comenzó a avanzar hacia mí y cuando por fin estuvo delante, lo que pareció una eternidad, estiró sus largos brazos y tomó mi cabeza contra su pecho en un tierno abrazo, justo después de recoger mi monedero. No dijo palabra, ese solemne gesto bastó para decirme todo lo que quería oír. Estallé en llanto, lloraba como una niña desconsolada, como si acabara de encontrarme con la única persona que me quedaba después de una cruenta guerra. Dejé mis gritos alzar sin vergüenza y con mi voz di las gracias al cielo. No pude jamás experimentar juntos tanta felicidad y dolor al mismo tiempo, el corazón se me resquebrajaba y creía que me iba a morir ahí mismo. Él continuaba abrazándome. Una sensación húmeda y cálida se hizo sobre mi cuero cabelludo, había apoyado su cabeza contra la mía y lloraba. ¡Ellis lloraba! Ninguno dijo palabra, sin embargo, no faltaban, nos entendíamos como si fuéramos una sola alma. Se paró el aire. —Te quiero, Inés, siempre te he querido –dijo al final y me apartó para mirarme a los ojos. Eran las palabras que siempre
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había querido escuchar y ahí estaba él, ante mí, como un espejismo. Agarré fervientemente la solapa de su gabardina y lo llevé contra mí en un apasionado beso. Si hubiera sido carne le hubiera salido sangre de lo fuerte que lo agarré. No quería perderle, no, nunca más, nunca más te alejarás de mi, ¿verdad, Ellis? —Pensé que jamás te volvería a ver –solté como si del último suspiro se tratase. —Ya no tendrás que volver a temer eso, Inés –agarraba mi cabeza con sus manos como a un bebé. —¿Cómo me encontraste? —La señora Margaret me ayudó un poco –confesó en una sonrisa. —Oh, Margaret, tan pendiente de nosotros como siempre –me alegré. Al final había resultado ser nuestra celestina, siempre tan atenta a nuestros movimientos. —¿Esta es tu casa? –señaló a mi espalda. —Sí, nos vamos mañana. —Pensaba entrar y enfrentarme a tus padres si hacía falta. –Me sonrojé al imaginar la posible escena. No me gustaba involucrar a mis padres en mis amores. Todo eso estaba muy bien, pero... estaba la gran pregunta, ¿qué le había hecho a Ellis cambiar de opinión? No me planteé las dudas con el momento de emoción, pero tras dejarle un poco de tiempo a mi corazón para calmarse, me vinieron a la cabeza y me atemoricé un poco. —Y... esto... –no sabía cómo decirlo–, ¿qué te ha llevado aquí? –Enmudecí con decoro. Metió la mano en uno de los grandes bolsillos traseros de la gabardina buscando algo y, tras un breve momento de pausa, sacó de ella el forrado diario de tela de Anne Alice Bullington. Palidecí.
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—Lo encontré cuando buscaba desesperado alguna pista de tu paradero. Creo que alguien estaba al tanto de mi secreto –dijo calmado. —Lo siento –me disculpé. No sabía qué pensar ahora. —Para nada, de no haber leído los relatos de mi abuela quizás no hubiera logrado abrir los ojos a la realidad. Aunque lo que en verdad me trajo aquí fue otra cosa. —Di. –Mis pensamientos se habían vuelto confusos. —La noche en que Belial te atacó fue el detonante de todo. —Lo sé, a partir de ahí te alejaste de mí y te marchaste sin dejar pista. —Pero lo hice por una buena razón. De haberme quedado más podrías no estar viva. Te intenté proteger aunque ello significara alejarme de ti para siempre. —¿Qué quieres decir? —Mi abuela tenía razón cuando hablaba de la maldición familiar. Belial fue el responsable de la muerte de mis abuelos y de mis padres y de... Quería matarte a ti y muy probablemente también a mí. Los últimos años los he pasado enfermo con síntomas a los que no encontraban una clara explicación. El hecho de que estuviera tan vital contigo se debía en parte a que me alimentaba de tus años de vida. Nos hace nadar en la abundancia y las riquezas, pero a cambio toma nuestra vida y la de nuestros seres queridos, es el precio que tenemos que pagar por sus servicios. Es demoníaco, Inés. Pensé que si me alejaba de ti te podría resguardar del peligro. Aunque tardé en darme cuenta, la fascinación que me creabas me empujaba a saborearte contra todo pronóstico. Perdí la cabeza y la razón. Incluso luché por mantener mi secreto cuando aquella hada estaba a punto de contártelo. —Oh, Ellis, gracias, pero prefiero luchar contra tus demonios antes que dejarte ir. —Ya no tendrás que hacerlo, me desharé de él para siempre –sentenció Ellis con los ojos brillantes.
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—Oh, Ellis –estaba anonadada–. Así que me has correspondido... —Ahora te lo contaré todo, déjame entrar en tu casa, me presentaré ante tus padres. Dicho esto, un sonido estrepitoso y un chirriar de neumáticos se llevaron la paz del glorioso momento. —¡Ellis! –chillé horrorizada. Se abalanzó sobre mi cuerpo y aterricé en el arcén. Del ruido monstruoso salieron mis padres de la casa, alertados. —¿Qué ha sido eso? –gritó mi padre. —¡Inés! –mi madre. —Mamá, papá –sollocé incorporándome. Vi a Ellis herido a mi lado y un coche empotrado contra la pared del edificio vecino. El conductor estaba vivo pero se había dado un buen golpe en el cráneo y sangraba. —Ellis, Ellis, cariño –le golpeé en el rostro para que reaccionara, hizo una mueca de dolor. Le ayudé a movilizar las extremidades, cojeaba de un tobillo. —Estoy... estoy bien. –Se puso de pie a duras penas, tenía la piel con heridas y abrasiones y parte de la ropa rota. —Gracias al Señor que no te ha pasado nada, Dios mío –lo abracé temblorosa. Mis padres corrieron a socorrernos, mi madre con nosotros y mi padre comprobando la integridad del conductor del monovolumen granate que reaccionaba quejoso. —¿Quién es, hija? —Es el señor de la casa de Emsworth y... una persona muy importante para mí, ya os lo explicaré luego. Al del coche no lo conozco. Al poco rato vino la ambulancia y la policía. Lograron sacar al hombre del coche siniestrado que, aparte de la contusión y una contractura de espalda y cervicales, se encontraba en buen estado. El coche, por otra parte, había sufrido un daño atroz, se
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había plegado como un acordeón y todos los airbags habían saltado. Nadie sabía cómo había podido salir ileso el conductor y cómo nosotros nos habíamos salvado de milagro. —Ha sido un ángel del Señor, que a pesar de lo malo os ha guardado para que no fuera peor –aseguró mi madre. Mis padres eran unos fervientes creyentes. —No sé cómo ha podido pasar. Estaba conduciendo tranquilo cuando de pronto dejaron de funcionar los frenos y aceleró, lo juro por Dios, no he hecho ninguna infracción –decía agitado el joven moreno de unos treinta y pico años, por su expresión nadie pensaría lo contrario. Tuve un presentimiento. —Ellis –le miré severa. —Sí, yo también lo creo –me correspondió. —Belial –dijimos en un susurro al unísono. Nos cogimos de la mano y mi padre nos llevó en coche al hospital más cercano, llevando el parte del siniestro para que atendieran a Ellis. Le colocaron un vendaje por esguince y limpiaron y taparon las heridas. Mi madre no podía dejar de mirarnos con curiosidad, ya se había dado cuenta de nuestro afecto mutuo. —Encantado de conoceros, familia de Inés, soy Ellis Renold Bullington, el dueño de la casa donde se alojó. Estoy interesado en vuestra hija –se adelantó él solo. —¿Eeeh? –se me escapó un gritito de impresión, la sangre me subió y veía todo nublado. —¿No es así? –me miró Ellis. —Sí, sí, solo que no me lo esperaba, lo siento –enrojecí y me escondí detrás de él. —El placer es nuestro –le estrechó la mano mi padre. —Lamento haber tenido que conocernos en semejante situación. —Agradecemos la hospitalidad dispensada a nuestra hija. Vayamos a tomar algo para conocernos mejor, es muy deprisa
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todo pero es que mañana a la noche nos vamos, ya se lo habrá dicho Inés. —Sí, es una lástima. La próxima vez seré yo quien vaya a España. Bajamos a la cafetería que estaba en la misma calle del hospital y nos sentamos a tomar un café. Me sentía incómoda con las ropas de ir por casa y con Belial haciendo de las suyas. —Y cuéntenos, ¿qué hace tan al norte hoy? Desconocíamos de vuestra visita, tal vez nuestra hija se olvidó mencionarla, tiene la cabeza en las nubes constantemente. –En estas situaciones era mi padre quien llevaba la batuta. A pesar de su personalidad cómica, sabía ponerse serio cuando la situación lo requería, además, prefería que hablase él antes que mi madre, no era tan intruso. —¡Oye! –protesté yo. —No, ha sido sorpresa, tenía unos asuntos que zanjar con Inés y no quería esperar a que volviera. Me he declarado a su hija –volvió a sacar el tema vergonzoso, yo ya miraba a los alrededores como a quien se le había perdido el gato. —¿Y qué dice Inés al respecto? –espetó mi padre. —¿Eh? ¡Ah! Yo... esto... –se me daban fatal estas situaciones– yo también estoy enamorada de Ellis –susurré desviando la mirada. —Gracias –contestó Ellis. —Así pues estamos todos conformes, eso es bueno –sentenció mi padre. El resto del rato pasó con pormenores y explicaciones de la profesión que ejercían Ellis y mi padre. Mi madre no paraba de echarme el ojo, lo que me incomodaba sobremanera, así pasé la mayor parte del tiempo callada por vergüenza. No sé cómo se las ingenió Ellis para deshacerse de mis progenitores y pasar el resto del día solos. Prometí que volvería para las siete, pues todavía tenía que arreglar la maleta.
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Cuando por fin nos quedamos solos: —Hay que hacer algo con Belial ¡ya!, ¿lo sabes, no? –me precipité. Nos habíamos resguardado de los peligros de la ciudad en una zona de campo cercana–. ¿Cómo lo vas a echar? —Probaré con magia para contrarrestar pactos, al fin y al cabo es un familiar. —No, Ellis, eso del familiar es un engaño, Belial no está sujeto a vos, ¡vos estáis sujeto a él! –Los brujos nunca entendían esto. Se mostró dubitativo. —Lo intentaré como yo sé que se tiene que sujetar a los demonios –intentó sonar convincente. —Bueno... como tú digas, si hay alguien que sepa tendrás que ser tú, al fin y al cabo. —Pero antes quiero contarte algo de mi pasado –se le cambió el rostro, solemne. —Adelante –le invité extrañada. —Hará unos ocho años conocí a una joven que tomaba clases en el primer curso de mi universidad. Era un polluelo vivaz y danzarín, siempre tenía una sonrisa en su boca y no había nube que pudiera opacar su sol. Con mis habilidades ocultas ni siquiera pestañeó, antes de caer postrada a mis pies. Tenía todo lo que quería, fama, dinero, unos estudios, una posición y una bella mujer que orbitaba cual satélite a mi alrededor. Con el paso del tiempo fuimos planeando la futura boda, su familia estaba muy ilusionada; ya habíamos planeado todos los viajes que haríamos cuando un nefasto día ocurrió lo peor. Encontré a Eliza colgando del domicilio familiar. Se había suicidado. No daba crédito a lo que había sucedido, ella era una persona feliz que nunca dejaba que se pusiera el sol a un problema, no había podido ser ella. La explicación que entonces dieron sus padres me trajo el peor de los temores. Era de noche cuando Eliza pegó un grito y comenzó a convulsionar en la cama, sus progenitores
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acudieron a socorrerla pero se dieron cuenta de que no era ella, pues unas lenguas no humanas salían de su boca parlanchina. Pronunció que en su nombre iba a traer el desastre a esta familia, y sin que pudieran evitarlo, por la fuerza física que el demonio le brindaba, se ahorcó con una soga a la viga más alta. Todos quedamos devastados. –De los ojos de Ellis caían unas pesadas lágrimas–. Mi futura esposa había desaparecido de este mundo y estaba apesarado. Mis demonios la habían matado. En aquel entonces creí que la solución estaba en controlar a mis demonios, en tener yo una fuerza tal que no hubiera ninguno que no pudiera sujetar. Hundido en las tinieblas, abracé aún más la oscuridad, pues no veía una luz al final de aquel túnel manchado de muerte, no veía ningún Dios. Así que me rebelé. Si había un Dios, había permitido que se llevaran a Eliza y en mi interior abundaba el odio. A lo largo de todos estos años no he vuelto a amar mujer... Hasta que te conocí. –Cambió su rostro en una delicada y frágil sonrisa. Me miró a los ojos–: La culpa cayó sobre mis espaldas y la cargué para siempre como compañera de vida, no me permitiría volver a hacerle lo mismo a alguien, decía. Acepté mi condición de monstruo. No obstante, hechizaste mi mente y mi alma. El día que te vi danzar supe que eras tú la persona, y no pude resistirme. Mi amor era caprichoso y egoísta. Te puse en peligro y jugué con fuego para enamorarte y hacerte mía, conocía tu fascinación por lo desconocido, se te reflejaba en los ojos. Tan ambicioso me había vuelto que olvidé la promesa de no volver a amar mujer que me había hecho. Tú me volviste a hacer sentir lo que era amar. Lo siento, Inés, por haberte hecho tanto daño, espero que ahora puedas comprender un poco más mi presente al conocer mi pasado. El libro cerrado que era ya ha abierto su candado. –Me acarició la mejilla con sus temblorosos dedos. Sus ojos decían la verdad, por fin se había mostrado tal cual era. Ese día lo amé más que nunca.
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—Ellis... –se había vuelto a apoderar de mí el llanto. Sonoramente, me sorbí los mocos y me retiré las lágrimas de la cara con las manos–. Gracias, significa mucho para mí. Te acepto y te perdono. –Nos fundimos en un abrazo. En el silencio me acordé de la duda que bailaba en mi cerebro. —Por cierto, amor... ¿Fue Belial o tú el que atacó a la encantada? –Necesitaba saberlo. Él suspiró nervioso. —No se te escapa ni una, veo que de alguna manera has podido averiguar algo. Belial la hizo callar, pero no podía dejarte saber que él existía, así que cargué con la culpa perdiendo parte de tu confianza, me apenó mucho. Es un pecado asesinar a un hada, va contra el código de la hechicería, pero los demonios no siguen ningún código. Lo siento, Inés, sé que ello te traumatizó. —No pasa nada, ya todo está resuelto, te perdono. Espero que Granilda pueda un día ser libre de su maldición, al fin y al cabo yo estuve allí en el momento oportuno, seguro que el destino la ayudará de alguna manera, no dejan de ser criaturas de Dios. —Ahora, vamos a ir a por lo que hemos venido. –Cambió el rostro e hizo acopio de fuerzas–. Esto puede ser peligroso, Inés, mantén los ojos cerrados cuando yo te diga y ten tu mente ocupada. —Vale –no soné convencida. Ellis sacó del maletín que cruzaba su torso varios utensilios para la magia. —Siempre llevo cosas preparadas por si algo se sale de lugar, aunque esto ya lo llevaba pensado hace unos días. –Dispuso el terreno trazando un círculo y un pentagrama en su interior. Me sentía incómoda ante tales símbolos. Algo en mí no estaba segura de la funcionalidad de dicho ritual–. Ahora, Inés, traza con magia un círculo a tu alrededor y por lo que más quieras nunca cruces el mío.
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—Bueno... –Así hice–. ¿Ya está? —Si tú lo sientes bien, ya está. —Vale. Y dio inicio al ritual. Recitó una oración de consagración del espacio mágico a los antiguos dioses, dio la bienvenida a los cuatro elementos y realizó gestos varios con el armamento que tenía ahí dentro. Hizo uso de la vara y el cuchillo que trazaba signos por el aire. Fue un ritual largo y difícil. Tomó diversas posiciones y se iba desplazando por el terreno, creando sellos invisibles. Roció el suelo con ciertos menjurjes enfrascados en pequeñas redomas de cristal y se frotó en las zonas de pulsación otros cuantos. Unas oraciones dilatadas adornaron por todo lo alto el rito. Luego cambió el lenguaje de la ceremonia del inglés a uno incomprensible; mis suposiciones me decían que se trataba de idioma angelical, lengua universal para todas las criaturas, que otorga un poder especial para sellar cualquier potestad y principado. Sentí que acudieron distintas entidades al círculo allí convocado, supuestamente era un ritual de limpieza y dominio de fuerzas. —Ahora Inés, cierra los ojos. –Obedecí incómoda. Alternó ambas lenguas, por lo que escuché estaba en el clímax. Me sentí extrañamente incómoda, era capaz de sentir las presencias allá convocadas, y por mi sensibilidad no diría que Belial estaba siendo sujetado, al contrario, me entraba una ansiedad que me hacía respirar con pesar. El aire se notaba cargado y ese aleteo en el pecho que reconocía como Anwn se hacía pesado, como si el corazón se estuviera desplomando. Clamaba a Dios en mi interior y con mi magia tracé escudos de protección alrededor de mi cabeza para evitar que esta pudiera ser tomada. Ellis... espero que sepas qué hacer porque yo no. —Y ahora, gran rey de los infiernos, eres desterrado de mi vida por el poder que me ha sido otorgado sobre ti, vuelve de donde has venido, así sea.
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Transcurrió un minuto de calma, el ambiente parecía haberse relajado un poco. Ellis permanecía inmóvil mirando a los cielos. ¿Ya estaba? Menos mal, todo había acabado. Con el paso del tiempo algo me indicó que no era así. Ellis no se movía, se había quedado como una estatua petrificada dentro del círculo. —¿Ellis? –me extrañé–. ¿Ellis? –volví sobrecogida. Cuando ya me iba a acercar, abrió los ojos y en ellos se reflejaba el mismo diablo. Todo brillo humano se había ido y apretó los dientes con fuerza, me agarró de la muñeca y profirió un grito aterrador.
XXIII QUEBRÓ TODAS MIS CADENAS —Oh Dios mío –me sobresalté helada. Tenía la fuerza para romperme un brazo–. Está bien, está bien, yo me quedo quieta aquí –hablaba como quien quiere amansar a un perro violento, haciendo gestos con las manos y despacito. Me mantuve con los pies clavados en el suelo para evitar entrar en el círculo. Me dolía mucho, me estaba torciendo el brazo. Clavó su mirada en mí, dura como la piedra, respiraba con fuerza y cada vez me apretaba más. Hizo una sonrisa horripilante y se abalanzó sobre mí saliendo del círculo. —¡Aaah! –grité. Caí al suelo y él aterrizó sobre mí, aplastándome. Soltó mi muñeca y con sus garras comenzó a ahogarme–. Auxilio –balbuceé con la boca abierta. No había nadie que pudiera ayudarme, no tenía la suficiente fuerza como para quitarlo de encima–. ¿Qué hago? –pensé. —Está bien, está bien, hagamos una pausa, dime qué es lo que necesitas y veré qué puedo hacer. –Quise ganar tiempo aunque estaba decidida a no cederle terreno. Vería hasta dónde me llegaba la imaginación para conseguir algo de margen. Para mi suerte me soltó de la garganta. —Quiero que te alejes para siempre de mi esclavo –sentenció con voz gutural; ese timbre no era el de Ellis, venía de los
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mismos infiernos. Sufría porque el cuerpo de mi amado había sido tomado, temía que lo desgarrara en vida, así que me mantuve a la escucha–. Lárgate, vuelve con tus padres a España y jamás vuelvas a ponerte en contacto con él. ¿Era eso todo lo que quería? —Bueno, está bien, si me prometes que si me alejo no matarás a Ellis. –Sabía que no podía fiarme de las palabras de un demonio. —Así será, este cuerpo me pertenece –afirmó. —Aunque tengo una curiosidad –algo no cuadraba–. ¿Por qué no me eliminas a mí si soy tu mayor estorbo? –Me mostré firme aunque por dentro desfallecía. Vaciló, eso me daba ventaja, significaba que había tocado alguna fibra importante. —El hombre que está contigo siempre me lo impide. –¿Hombre? Miré, no había nadie conmigo, estaba sola. Tardé un poco en darme cuenta de a qué se refería; cuando finalmente se hizo la luz mi alma botó dentro de mí y me sentí inmediatamente empoderada. ¡Se refería al Espíritu Santo! El Consolador, el Eterno Amigo que nunca se alejaba de sus hijos amados. Dios estaba de mi parte, no me había dejado sola en ningún momento pese a lo torcido de mis caminos. Esa era la clave, su incondicional amor; había encontrado la piedra angular que resolvía el puzle. Tenía el éxito asegurado, ahora ya sabía cómo proceder. —¡¡Dios ayuda!! –clamé en mi fuero interno. Tenía la fe suficiente como para que ocurriera el milagro, al fin y al cabo la magia también se basa en la fe, actuaban mediante principios similares–. ¡Que el Señor Jehová mi Dios te reprenda, Belial, discípulo de Satanás! –troné como un mar bravo en medio de una tormenta que se partía en dos, abriéndose el mar Rojo. El demonio se retorció y cayó al suelo convulsionando.
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—¡Serás maldita! –me amenazó y estiraba las garras de mi amado para intentar atraparme de nuevo. Intenté someterlo con la fuerza de mi corazón, sin embargo, era demasiado poderoso para mí y se volvió a colocar de pie. Nos situamos ambos uno delante del otro con las piernas abiertas, como listos para un combate de varitas o yudo. Tenía que seguir por esa línea. Era obvio que Ellis no podía librarse de un demonio empleando la magia, pues la magia que había en él había sido otorgada por el mismo demonio que intentaba someter. No puedes atrapar a un gato siendo ratón. Todas las criaturas sobre la faz de los cielos y de la Tierra estaban sometidas al Creador, era el único que podía controlarlas a todas. —Señor Jesús, pido perdón por mi ignorancia y desobediencia, por haber llevado una relación corrupta con Ellis y por hacer uso de la magia prohibida. Te pido que en tu bendita misericordia nos tengas en gracia y nos ayudes. Libera a Ellis de las garras de Belial, por las yagas de Nuestro Señor en la cruz y su resurrección de entre los muertos para darte gloria eterna. Amén –sentencié, notaba la energía espiritual brotar de mis entrañas y erizar mi piel. De pronto, el agitar del demonio cesó y Ellis cayó derrumbado al suelo de nuevo, aún no lo había dejado pero se había reducido. Ellis comenzó a convulsionar, sus ojos se volvieron blancos y salía espuma de su boca como en un ataque epiléptico. Me senté a su lado con convicción y puse la mano sobre su frente y seguí rezando súplicas de liberación. ¡Dios, me has de ayudar o estaré a su merced! En el Seol, ¿quién te alabará? En ese momento tuve una sensación extraña, me desvanecía, caí rendida a su lado manteniendo la mano sobre su frente. —¿Qué me pasa, por qué desfallezco? –musité sin fuerzas. De mi pecho salió una luz dorada y apareció Anwn en lo alto.
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—¡Inés, Inés, por lo que más quieras, para o vas a desaparecer! –me gritó–. Estás generando grandes cantidades de energía mágica, eso se debe a tu condición de hada, pues tú eres magia. Tu poder ha sido tan inaudito que me has vuelto a despertar. Pero tienes que parar, te convertirás en una encantada. A las hadas no se nos está permitido involucrarnos en los asuntos humanos ni de otras razas. —Lo siento, no puedo, no puedo dejarle tirado –sollocé sin fuerzas. —Es él o tú, Inés –me forzó. —Pues que sea él, yo puedo desaparecer, no he llevado tantos años en sufrimiento como él, además, tengo a Dios y él no lo tiene. ¡Morará por la eternidad en el infierno si no le ayuda alguien! Quiero librarle por el amor que le profeso. —¡Pero no es de tu incumbencia! –gritaba exasperada Anwn. Seguí orando con la mano en su cabeza; apenas podía pronunciar palabra, sentía que me caía aun estando en tierra. Mi alma estaba a punto de salir de mi cuerpo y quedar vagando eternamente por el astral, esperando toparme con alguien cada quince décadas que tuviera el suficiente poder para desencantarme. Anwn revoloteaba loca por los aires estirándose de sus blancos pelos de hada. —Él es mi paz... Él es mi paz... Ha quebrado todas mis cadenas... Él es mi paz... Echo toda mi ansiedad sobre Él... pues Él cuida de mí... Él es mi paz... Él es mi paz –canté casi sin voz la canción que me había enseñado en mi adolescencia una amorosa anciana en la iglesia. Esa era la canción que cantaba cuando no podía quedarme dormida, el año de mi tormento. Mi espíritu iba a abandonar mi cuerpo, me dormía. Cerré los ojos, todo era blanco, una luz dorada iluminaba el sendero y sentía paz. Era mi momento... cuando alguien me sacudió.
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—¡No, Inés! –Abrí los ojos mareada. Era Ellis, el brillo demoníaco se había ido de sus ojos, pero yo no tenía fuerzas para continuar el proceso–. ¡Ya he entendido, tengo que romper el pacto a través de Dios! —Sí... —Anwn, tu familiar, me ha despertado, me ha visitado mientras dormía, sé lo de tu condición. —Al fin alguien que me hace caso, ¡aleluya! –bufó mi hada, que revoloteaba a nuestro alrededor. —¡Para, Inés, lo voy a hacer yo. Solo yo puedo deshacer lo que he creado! –cogió fuerzas milagrosamente mi amado. —En teoría fue tu tatarabuela. —Sí, pero yo lo he abrazado. Me aferré a Belial porque me trajo riquezas y poder. Mi negocio prosperaba gracias al pacto y no quería dejarlo. El poder es la mayor de las drogas, Inés, tú no lo puedes comprender porque eres inocente y pura. —Vale... –Caí agotada por el exceso de uso de mi magia. Ellis comenzó a recitar; a medida que avanzaba, la opresión del enemigo crecía en él. Algo le oprimía el pecho y se apretaba la camisa con fuerza sobre el corazón. —Por la sangre de Cristo derramada por mí en el monte del Calvario. Sea libre de toda maldición generacional. Yo renuncio al pacto que hizo mi tatarabuela y declaro que no voy a seguir los caminos de Belial. Perdóname y líbrame, Dios, ¡ahora! –gritó, rompiendo su bastón por la mitad haciendo palanca con la pierna. El demonio salió de su pecho y se disolvió en el aire, había sido atado por Dios. Ellis cayó exhausto a mi lado. —Inés... –Buscó mi mano, me encontraba entre medias de este mundo y el otro. —¿Sí? –reaccioné a su contacto. —Ya está, se ha acabado todo –concluyó.
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—Cuánto me alegro. –No pude moverme del suelo. Nuestros ojos se cerraron cansados. Nos quedamos allí, yaciendo en el césped, pudieron haber pasado dos horas antes de que recobráramos fuerzas para levantarnos y volver a hablar. Anwn daba vueltas aliviada dentro de mi cabeza. —Por todas las hadas, Inés, has estado al límite. Espero que en el futuro aprendas a escucharme más. –Noté el rozar de unos labios invisibles en mi mejilla. —Ellis... –Fui la primera en recobrar fuerzas. Me senté y acaricié sus cabellos pajizos. —¿Hum? –abrió un ojo. —Te quiero. —Y yo. Veo que sigues siendo humana, qué bueno. —Sí. Has sido muy valiente. —Gracias. —A ti por buscarme. —A ti por hacerme ver lo que necesitaba. –Se hizo otro momento de silencio plácido–. Por cierto, ¿verdad que hay un chico merodeando? –dijo tras un rato, recobrando la fuerza y sentándose a mi lado, con mirada suspicaz. —¡Uh, qué vivaz! ¿Te refieres a Joseph? —Ves, lo sabía –se enfurruñó. Me reí. —¿Cómo lo sabías? ¿Has estado espiándome? —Me lo dijeron las cartas. —A partir de ahora se han acabado esas cosas, ¿vale? –me mostré autoritaria. —No es justo, tú sigues teniendo una hada. —Pero es porque yo soy una hada –me reí divertida. —Qué injusticia. –Sonaba apesadumbrado. Ellis se había acostumbrado a muchos años de poder usar la magia, ahora le iba a costar quitarse el hábito.
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—Por cierto, hablando de suposiciones..., ¿por casualidad tenías un sigilo en el anillo? —¿Sabías hasta eso? —Solo lo imaginé. –Acerté–. Pues eso es algo de lo que tienes que deshacerte también. Me miró y, convencido, se lo sacó del dedo y lo tiró lejos al otro lado del campo con un movimiento enérgico. —¿Vamos? –Me puse de pie. —Te acompañaré a casa. –Me tomó de la mano. —Sería recomendable que te quedaras en casa hoy. Necesitamos comer y dormir después del desgaste que hemos experimentado. Mis padres entenderán que no estés en condiciones de conducir hoy por el accidente, además, hay una habitación libre en la casa, puedes dormir ahí hasta mañana. —Gracias. –Pusimos rumbo a casa, Ellis cojeando a causa de su esguince. —Por cierto, no te he visto muy sobresaltado tras conocer mi verdadera condición –sospeché durante el camino. —Es verdad que pude percibir a tu hada mientras me debatía entre la vida y la muerte, tiene una magia tan fuerte que ha estado oculta de mí todo este tiempo. Pero aparte de ello, ya sospechaba que no eras del todo humana, un brujo puede percibir la esencia y la magia de las personas. Además, por desgracia o ventaja tener un familiar es una fuente de información extra, cabe decir que en gran parte ello te hacía tan apetecible a mi oscuridad. Ahora dejemos ese tema, me quiero limpiar de todo tipo de energía que no sea positiva. —De acuerdo. Tu hada estará a tu lado para siempre, cuidándote y brindándote luz. –Le guiñé un ojo, solo me faltaba elevarme batiendo las alas para acabar de parecer del todo un hada. —Para siempre, my fairy. Pasó la noche con mi familia, cenamos juntos y jugamos a juegos de mesa. Mis padres habían integrado a Ellis en la fa-
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milia y se veían relajados, una energía renovadora se notaba en el ambiente, estaba muy contenta con ello. Hablamos de próximas visitas, que serían pronto. Nosotros debíamos volver a Barcelona y Ellis tenía la fusión de la empresa pendiente, así que no podíamos seguir alargando el cuento de hadas. Con mucha pena por el distanciamiento pero con alegría en el alma por la nueva relación surgida, nos despedimos de Ellis, que consiguió que un conocido condujera su coche hasta la villa para que no tuviera que forzar el pie. Entramos en el avión y vi el cielo inglés ponerse a dormir, con los astros y las lumbreras coronándolo en lo alto. Se ponía fin a mi etapa de sueño en Inglaterra, pero regresaba a la vida cotidiana con más fuerza e ilusión de cara al futuro que nunca. Además, Ellis prometió venir a Barcelona cuando solventara los temas del trabajo. Tras unos días que me llevó el recuperar mis energías, planté cara a lo que quedaba del verano con una sonrisa. Tenía que vivir cada día como si fuera el último, y a la vez como un regalo, pues no sabíamos qué sorpresas nos iba a deparar cada amanecer. Bailé ballet en casa y en los parques porque la academia había cerrado en agosto, y cada día hablaba con Ellis por Internet o por teléfono, esperando que pasara rápido el tiempo hasta volver a encontrarnos.
XXIV NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA
Un mes después. Le hace eco al fuego tu juego Y al alba sombra tu mirada Si despuntare el lucero a la mañana Aún su luz no dicta lo que te depara Pues tu danza es como corderos que saltan frescos verdes campos La dicha en tus pies se sostiene cuyo mecer a reyes mantiene Nunca desfallece tu alma Pues esta es tu identidad, HADA DE LA DANZA A mi querida Inés ELISABETH BACKER
Plegué de nuevo la carta y la apreté contra mi pecho. Hoy hacía un mes desde que nos habíamos despedido Elisabeth y yo. Su último verso me hizo sonreír, había hecho la comparación exacta aun desconociendo mi identidad mágica, me cargó de vitalidad.
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Estábamos a finales de agosto y ya quería volver de nuevo a Inglaterra. La huella que había dejado en mí aquel verano no desaparecería nunca, quedaría como un tatuaje marcando en tinta mi cuerpo. Había, no obstante, una cosa buena, y era que mañana iba a venir Ellis a Barcelona. Me había dicho que tenía una gran sorpresa para mí y ya estaba impaciente por saber lo que era. La paciencia no era mi fuerte. Habían sucedido, sin embargo, una serie de contratiempos. Tras quedar Ellis liberado de la maldición generacional que lo acechaba, su negocio se vino abajo y la empresa que lideraba quebró. Sumémosle a esto el tener que acostumbrarse a un nuevo yo sin poderes; un tiempo de crisis había empezado en la vida de Ellis y yo me encontraba demasiado lejos para consolarlo, así que esperaba la llegada de mañana con ansias. Ya teníamos presente que después de echar a Belial algunos problemas podrían acontecerle, porque ya no gozaba de ciertos beneficios, pero no nos imaginábamos que el daño a su economía fuera a ser tan drástico. Encontraría otra manera de subsistir, ese no era el problema, me preocupaba más bien el impacto que iba a tener sobre su identidad. Arreglé la casa, me depilé y lavé el pelo para estar lo más impecable posible para el gran día. Me iba a poner un nuevo conjunto que había comprado y arreglaría mi cabello con unas ondas bien definidas. La novedad de tener novio, ¡y qué novio!, me tenía en ascuas; ya les había contado un poco a mis amigas cercanas y morían de envidia. Elisabeth no pareció muy sorprendida, tan solo me preguntó si era feliz. Tras mi respuesta afirmativa, anunció con su usual amabilidad que si yo lo era entonces ella también. Además, me había llevado una buena lección en cuanto a mi ingenuidad, habían visto a Matías con otra chica; me alegré de haberme quitado en el momento preciso a ese chico del corazón.
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Otro factor positivo desde el día de la liberación era que volví a dormir bien. La paz inundó mi interior y ya no tenía miedo. El hecho de formalizar la relación también trajo bendición, ya no tenía que vivir y actuar como si estuviera escondiendo un sucio secreto. Así que la alegría vino a mi puerta y me encontraba de nuevo realizando las actividades que más me gustaban: ballet, dibujo, escritura y confección. Volví a soñar con un futuro a medio plazo recorriendo Europa en caravana realizando espectáculos. Y llegó el gran día. Fuimos a recoger a las once de la mañana a Ellis al aeropuerto; me incomodaba un poco la presencia de mis padres, pero no podía rechazarla, tenían coche. Mis manos sudaban y la lengua se me trababa, estaba supernerviosa, todavía no me creía que estuviéramos saliendo. Y por fin lo vi, saliendo por las puertas de cristal con una maleta y el maletín cruzado, vistiendo un pantalón fresco de seda beige y una camisa blanca, mi hombre daba gozo de ver. Su gran sonrisa me deslumbró y no pude contenerme a salir corriendo a su encuentro y propinarle uno de los abrazos más fuertes que le haya dado nunca. —¡Ellis! –Hundí mi cabeza en su pecho. —Cariño. –Depositó un beso en mi cabeza–. Qué guapa vas –me elogió. —No igualo su presencia. —Tonterías. Buenos días, señores Wyndom –saludó estrechando manos formalmente–. Un placer hacer uso de su hospitalidad, les estoy muy agradecido. Volvimos a casa a dejar la maleta y salimos a comer por el centro. A la tarde mis padres se fueron y nos quedamos para hacer un poco de turismo, por fin mi momento a solas con Ellis. La verdad es que mis padres habían aceptado muy bien a Ellis, a pesar de ser doce años mayor que yo. Incluso lo veían
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mejor que a algunos chicos de mi edad, era centrado, con las ideas claras y un trabajo. Aunque se hubiera quedado ahora sin trabajo, sabíamos que iba a ser algo temporal, un efecto rebote de la maldición que ya estaba cortada. Ellis era muy capacitado y no había puerta que se le cerrase. Incluso podría pegarse un par de años viviendo de lo que tenía ahorrado, recordemos que no era precisamente de familia humilde. Pasamos por la plaza de la catedral. —¿Has decidido algo en cuanto a tu futuro? –me preguntó. —Sigo dándole vueltas a las mismas opciones, pero sin ver nada claro. Todo el mundo me dice que debería ir a la universidad, pues siempre he sido de fácil estudio y sería una oportunidad desaprovechada si no, pero no acabo de decidirme por una. —Tendrás que tomar la decisión tras un buen tiempo de meditación y escuchar la voz de tu interior. —Sí, eso me temo. —No lo temas, el día en que lo veas claro será de los más felices de tu vida. —Eso espero. —De todos modos, antes de que lo decidas tengo una gran sorpresa que darte, quizás encuentres la respuesta en el camino. —¡Eso, la sorpresa! Estaba impaciente por saberla. ¡Yupi! – salté como una niña. —Toma, lee –sacó un papel plegado de dentro de la cartera. —A ver –desplegué. Era el contrato de compra de una autocaravana. Al principio no capté la indirecta y vacilé, pero cuando la realidad se hizo presente como una luz estallé en gritos de felicidad. —¡Oh, Ellis, has realizado mi sueño! –saltaba y me abalancé sobre él.
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—Sí, nos iremos tú y yo en caravana por Europa. Más vale que ya tengas arreglado el problema del dormir porque nos lo vamos a pasar de ensueño. —Pero... ¿y tu trabajo? –recordé. —No es que no tenga recursos. –Me guiñó un ojo y sacó un pañuelo de tela de su bolsillo–. Estira –me dijo. Agarré una de las puntas del pañuelo que sostenía y tiré de él. Del mismo lugar donde estaba el pañuelo salió una hermosa rosa roja, me quedé con la tela en la mano–. Esto es para que veas el color de mi corazón cuando está contigo. –Me la entregó. —¡Oh, Ellis! –me maravillé. —¿No es lo que siempre querías? Tú la artista y yo el mago, pero esta vez de trucos. –Le propiné un intenso beso en mitad de la calle para que todo el mundo fuera testigo de nuestra felicidad. —Te quiero, Ellis. —Mi Inés, ahora no nos separará nadie. Pasó dos semanas de visita en nuestra casa, durante las cuales hicimos los preparativos para irnos de viaje por Europa durante mi año sabático. Teníamos una parada obligatoria, visitar a Elisabeth, mi ángel. El siguiente verano tenía que decidir qué estudios tomar e inscribirme para empezar en septiembre. Estaba segura de que, tomara la decisión que tomara, iba a ser algo de lo que no me arrepentiría, pues ya no era la misma, había crecido por dentro y ahora estaba acompañada de otra persona que sostendría mi mano en las dificultades. Ah, por cierto, se me olvidó mencionarlo, era obvio que había aprobado el examen de inglés. ¡Pues no hay nada que se le resista a una hada! Nos vemos por Europa bailando, vendrás, ¿no?
Fin
ÍNDICE Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . PRIMERA PARTE . II. III. IV. V. VI. VII. VIII. IX. X. XI.
Saint Margaret Avenue . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fairy Doctor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El reloj de los sueños . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Elisabeth . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El dulce beso que oprime . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El apuesto heredero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sendero al soñar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cuéntame tus anhelos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La presa y el depredador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El despertar de la magia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El final de la inocencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
SEGUNDA PARTE XII. Vuélame a un destino sin final . . . . . . . . . . . . . . XIII. El legado de Santa Margarita . . . . . . . . . . . . . . . XIV. Los antiguos senderos son los caminos del hoy . . . . XV. El sueño de un hada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XVI. La magia que hay en ti . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XVII. Verdadera naturaleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XVIII. La Sylphide . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XIX. El último vals . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XX. La huella de la oscuridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XXI. Ellis, Ellis, lama sabactani . . . . . . . . . . . . . . . . . . XXII. Para todos sale el sol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XXIII. Quebró todas mis cadenas . . . . . . . . . . . . . . . . . . XXIV. No hay mal que por bien no venga . . . . . . . . . .